EL DESPOJO

A Sealtiel Alatriste


Dionisio "Baco" Rangel alcanzó la fama muy jovencito, cuando en el programa de radio Los niños catedráticos dio sin titubear la receta de las tortitas de tuétano poblanas.

Descubrimiento: saber de gastronomía puede ser fuente no sólo de fortuna, sino de magníficos banquetes, convirtiendo la necesidad de la supervivencia en el lujo de la vivencia. Este hecho definió la carrera de Dionisio, pero no le dio una meta superior.

La trascendencia del mero apetito en arte culinario, y de éste en profesión bien remunerada, se la otorgó el amor por la cocina mexicana y el concomitante desprecio por otras cocinas de muy pobre perfil, como la de los Estados Unidos de América. Antes de los veinte años, Dionisio había decidido, como artículo de fe, que sólo había cinco grandes cocinas en el mundo: la china, la francesa, la italiana, la española y la mexicana. Otras naciones tenían platillos de primera -Brasil la feijoada, Perú la gallina al ají, Argentina la excelencia de sus carnes, Noráfrica el cuscús y Japón el teriyaki-, pero sólo la cocina mexicana era un universo en sí. Del chilorio sinaloense, con sus cubitos de puerco bien sazonados en orégano, ajonjolí, ajo y chile ancho, al oaxaqueño pollo a las hierbas de la sierra, con sus hojas de aguacate, pasando por los tamales uchepos de Michoacán, del róbalo al perejil con langostinos de Colima, el albondigón relleno de rajas de San Luis Potosí, y esa delicia suprema que es el mole amarillo de Oaxaca (dos chiles anchos, dos chiles guajillos, un jitomate rojo, 250 gr. de jitomatillos verdes, dos cucharadas de cilantro, dos hojas de hierbasanta, dos granos de pimienta), para Dionisio la cocina mexicana era una constelación aparte, que se movía en las bóvedas celestes del paladar con trayectorias propias, con sus propios planetas, satélites, cometas, bólidos y, como el espacio mismo, infinita.

Llamado, también prontamente, a escribir en diarios mexicanos y extranjeros, dar cursos y conferencias, aparecer en televisión y publicar libros de cocina, a los cincuenta y un años Dionisio "Baco" Rangel era una autoridad culinaria, celebrado y bien pagado, sobre todo, en el país al que más despreciaba por la pobreza de su cocina. Llevado y traído por los Estados Unidos de América (sobre todo después del éxito de la novela de Laura Esquivel, Como agua para chocolate), Dionisio decidió que ésta era la cruz de su existencia: predicar la buena cocina en un país incapaz de entenderla o practicarla. Ya, ya, había excelentes restoranes en las grandes ciudades, Nueva York, Chicago, San Francisco, y la Nueva Orleáns tenía una tradición inexplicable sin la larga presencia francesa. Pero Dionisio desafiaba a la más humilde cocinera de Atlixco, Puebla o Puerto Escondido, Oaxaca, a internarse sin pavor por los desiertos gastronómicos de Kansas, Nebraska, Wisconsin, Indiana o las Dakotas, buscando en vano su epazote, su chile ajillo, su huitlacoche o su agua de jamaica…

Dionisio alegaba que él no era anti-yanqui ni en este capítulo ni en cualquier otro, por más que no hubiese niño nacido en México que no supiera que los gringos, en el siglo XIX, nos despojaron de la mitad de nuestro territorio, California, Utah, Nevada, Colorado, Arizona, Nuevo México y Texas. La generosidad de México, acostumbraba decir Dionisio, es que no guardaba rencor por este terrible despojo, aunque sí memoria. En cambio, los gringos ni se acordaban de esa guerra, ni sabían que era injusta. Dionisio los llamaba "los Estados Unidos de Amnesia". Con humor, pensaba a veces en la ironía histórica en virtud de la cual México perdió todos esos territorios en 1848 por culpa del abandono, el desinterés y la poca población. Ahora (sonreía pícaramente el elegante, bien vestido, distinguido y plateado crítico) estábamos en el trance de recuperar la patria perdida gracias a lo que podría llamarse el imperialismo cromosomático de México. Había millones de trabajadores mexicanos en los Estados Unidos y treinta millones de personas, en los Estados Unidos, hablaban español. ¿Cuántos mexicanos, en cambio, hablaban correctamente el inglés? Dionisio sólo conocía a dos, Jorge Castañeda y Carlos Fuentes, y por eso estos dos sujetos le parecían sospechosos. Le resultaba admirable, en cambio, la exclamación del torero andaluz Cagancho: "¿Hablar inglé? ¡Ni lo mande Dió!" El hecho es que si los gringos nos chingaron en 1848 con su "destino manifiesto", ahora México les daría una sopa de su propio chocolate, reconquistándolos con mexicanísimas baterías lingüísticas, raciales y culinarias.


Y el propio Rangel, ¿cómo se comunicaba con sus auditorios universitarios angloparlantes? Con un acento aprendido del actor Gilbert Roland, nacido Luis Alonso en Coahuila, y abundantes traducciones literales que hacían la delicia de sus oyentes:


– Let's see if like you snore you sleep.

– Beggars can't carry big sticks.

– You don't have a mom or a dad or even a little dog to bark at you.


Todo esto para que entiendan ustedes con qué conflictivos sentimientos llevaba a cabo Dionisio "Baco" Rangel, dos veces por año, sus giras por universidades norteamericanas donde el espanto de sentarse a cenar a las cinco de la tarde no era nada comparado con el horror de lo que a esa hora, en que los mexicanos apenas se están levantando de almorzar, se servía en las mesas académicas. Generalmente, el banquete se iniciaba con una ensalada de lechuga desmayada, coronada con jalea de fresa: este toque, le habían dicho repetidas veces en Missouri, Ohio y Massachusetts, era muy sofisticado y gourmet. Seguía el consabido pollo de hule, incortable e inmasticable, servido con elotes duros y un puré de papas enamorado del sabor del sobre de donde salió. El postre era una simulación del strawberry shortcake, pero en versión esponja de baño. Por último, un café aguado permitía ver hasta el fondo de la taza y admirar los círculos geológicos que diez mil porciones de veneno habían dejado en ella. Lo mejor, se dijo Dionisio, era beber disimuladamente el té helado que a todas horas y en toda ocasión era servido, insípidamente, pero al menos con sabrosas rodajas de limón. Rangel las chupaba ávidamente, para no acatarrarse durante el viaje.

¿Tacañería? ¿Falta de imaginación? Dionisio Rangel decidió convertirse en el Sherlock Holmes de lo que pasa por "cocina" en los Estados Unidos, conduciendo una investigación secreta, somera y satisfactoria, en hospitales, manicomios y cárceles. ¿Qué descubrió que se servía allí? Ensalada con jalea de fresa, cauchesco pollo, esponjoso pastel y traslúcido café. Se trataba, concluyó nuestro héroe, de comida institucional, generalizada, cuyas excepciones habrían de ser, si no memorables, acaso sorprendentes: profesores, reos, locos y enfermos dictaban el tono de los menús norteamericanos o, quizás, las universidades, manicomios, cárceles y hospitales eran todos servidos por la misma agencia de alimentación.

Sonriente, Dionisio, mientras se afeitaba después del baño matutino -las mejores ideas le venían a esa hora y en esa actividad- imaginó una explicación histórica, untándose en la mejilla su espuma de Barbasol. Sólo hay grandes cocinas nacionales cuando surgen del pueblo. En México, Italia, Francia o España, se puede entrar sin temor a la primera fonda del camino, al más humilde bistró, a la más concurrida tavola calda, con la seguridad de que algo bueno se sirve allí. No son los ricos -le decía Rangel a quien quisiera escucharlo- quienes dictan desde arriba el gusto culinario, es el pueblo, el obrero, el campesino, el artesano, el conductor de camiones de carga, quien, desde abajo, inventa y consagra los platillos de las grandes cocinas. Y lo hace por íntimo respeto a lo que se lleva a la boca.

La paciencia, el tiempo, explicaba Dionisio en sus clases, ante una manada incomprensible de jóvenes con bubble gum en la boca y gorras de béisbol en la cabeza: se necesita tiempo y paciencia para preparar un lapin faissandé en Francia, dejando que la liebre se pudra hasta el punto exacto de su más sabrosa y sápida amargura (ugh!), amor y paciencia para hacer un suflé de huitlacoche en México, empleando el hongo negro y canceroso del maíz, que en otras latitudes menos sofisticadas se les sirve a los cerdos (yak!).

En cambio, no se tiene tiempo o paciencia cuando se trata de freír un par de huevos debajo del covered wagon mientras atacan los pieles rojas y esperando que llegue la caballería del ejército a salvarnos (whoopee!). Dionisio le hablaba a docenas de émulos de Beavis y Butthead, vástagos de Wayne's World, legiones de muchachos convencidos de que ser idiotas era la mejor manera de pasar por el mundo desapercibidos (en algunos casos) o notoriamente (entre otros), pero siempre dueños de una libertad anárquica y de una sabiduría estúpida, natural, redimida por su propia imbecilidad sin pretensiones o complicaciones. Saber consistía en no saber. Era la lección funesta de la película Forrest Gump. Estar siempre disponible para el azar…

¿Cómo iban a entender los sucesores de Forrest Gump que generaciones y más generaciones de monjas, abuelitas, nanas y solteronas eran indispensables para que sólo una ciudad mexicana, Puebla, ofreciese más de ochocientas recetas de postres, obra de la paciencia, la tradición, el amor y la sabiduría? ¿Cómo, ellos cuyo supremo refinamiento consistía en creer que la vida es como una caja de chocolates, una variada prefabricación, un fatal destino protestante disfrazado de libre arbitrio? Beavis y Butthead, ese par de majaderos, habrían acabado con las monjitas poblanas a pastelazos, a las abuelitas las habrían encerrado en un closet a morirse de sed y hambre, y a las nanas las habrían violado. Favor cual ninguno para las señoritas quedadas.

Los estudiantes de "Baco" lo miraban como un loco y para desmentirlo, lo invitaban a veces a MacDonalds después de clase, con el aire de proteger a un enajenado o de aliviar a un menesteroso. ¿Cómo iban a entender que en México un campesino, aunque coma poco, come bien? La abundancia, eso era lo que celebraban sus estudiantes gringos, exhibiéndose ante el estrafalario ("weird") conferenciante mexicano con los cachetes llenos de hamburguesas despanzurradas; las panzas, de pizzas del tamaño de una rueda de carreta; y las manos, de sandwiches altos como los célebres emparedados de Lorenzo-Dagwood en la tira cómica e inclinados tan peligrosamente como la torre de pisa. (También hay un imperialismo de las tiras cómicas. La América Latina recibe los comics norteamericanos pero ellos no publican nunca los nuestros. Mafalda, Patoruzú, los Supersabios o la Familia Burrón jamás viajan de sur a norte. Nuestra venganza, mínima, es darles nombres castellanos a la galería de los funnies gringos. Jiggs and Maggie se convierten en Pancho y Ramona, Mutt and Jeff en Benitín y Eneas, Goofy en Tribilín, Minnie Mouse en Ratoncita Mimí, Donald Duck en Pato Pascual y Dagwood and Blondie en Lorenzo y Pepita. Pronto, sin embargo, ni esta libertad nos quedará, y Joe Palooka será siempre Joe Palooka, no nuestro tergiversado Pancho Tronera.)

Abundancia. Sociedad de la abundancia. Dionisio Rangel quiere ser muy franco y admitir ante ustedes que él no es un asceta ni un moralista. ¿Cómo puede serlo un sibarita que con semejante sensualidad goza de un clemole con salsa de rábanos? Pero su pendiente culinaria, tan exquisita, tiene otra ladera grosera, posesiva, de la cual el pobre crítico de la gastronomía no se siente culpable, pues es apenas -les ruega que lo comprendan- víctima pasiva de la sociedad de consumo norteamericana.

Insiste: no es su culpa. ¿Cómo evadir, aunque sea durante dos meses al año en los Estados Unidos, que el lugar donde uno se encuentre -hotel, motel, apartamento, faculty club, garconniére o, en casos extremos, trailers- se llene en un abrir y cerrar de ojos de correo electrónico, cupones, ofrecimientos de toda laya, premios balines asegurándole a uno que se ha ganado un crucero al Caribe, suscripciones indeseables, montañas de papel, periódicos, revistas especializadas, catálogos de L. L. Bean, Sears y Neiman Marcus?

Como respuesta a este alud de papeles, multiplicada por mil con el advenimiento del sistema electrónico E-Mail, solicitudes, falsas tentaciones, Dionisio decidía abandonar su papel receptor, pasivo, y adoptar otro, emisor, muy activo. En vez de ser la víctima de la avalancha, decidió comprar la montaña. Es decir, se propuso adquirir todo lo que le ofrecían los anuncios de televisión, las leches malteadas para adelgazar, los clasificadores para documentos, los CDs irrepetibles con las mejores canciones de Pat Boone y Rosemary Clooney, las historias ilustradas de la segunda guerra mundial, los complicadísimos aparatos para entonar y/o desarrollar los músculos, los platos conmemorativos de la muerte de Elvis Presley o la boda de Carlos y Diana, la taza conmemorativa del Bicentenario de la independencia, los juegos de té de falso Wedgwood, los ofrecimientos de viajero frecuente de todas las aerolíneas, los restos de las baratas del día de cumpleaños de Lincoln y Washington, la bisutería de los espantosos canales vendedores de anillos, prendedores y collares, los videos de ejercicios de Cathy Lee Crosby, todas las tarjetas de crédito habidas y por deber, todo, todo decidió que era irresistible, suyo, apropiable, hasta los detergentes mágicos que toda lo limpian, incluso una mancha emblemática de mole poblano.

Secretamente, conocía las razones de esta voracidad adquisitiva. Una era confiar en que si él aceptaba expansiva, generosamente, lo que los Estados Unidos le ofrecían -regímenes para adelgazar, detergentes, canciones de los cincuenta-, los Estados Unidos acabarían por aceptar lo que él les ofrecía -paciencia y gusto para cocinar un buen escabeche victorioso-. La otra era vengarse de los premios que, llamado a concursar en televisión, Dionisio iba acumulando, otra vez, pasivamente. Su infinita erudición culinaria le facilitaba aparecer en quizz shows y ganar no sólo en la categoría gastronómica sino en todas las demás. Cocina y sexo son dos placeres indispensables, más aquélla que éste, pues se puede comer sin amar, pero no se puede amar sin comer, y el que sabe de paladares culinarios o culinarios paladares, sabe todo: en torno a un beso, o a un chilpachole de jaiba, se organiza toda una sabiduría histórica, científica y, aun, política. ¿Dónde se originó el cocktail? En Campeche, entre marinos ingleses que mezclaban sus bebidas con el condimento local llamado cola de gallo. ¿Quién consagró el chocolate como bebida aceptable en sociedad? Luis XIV en Versalles, después de que el brebaje azteca fue considerado durante dos siglos un veneno amargo. ¿Por qué fue prohibida en la vieja Rusia la papa por la iglesia ortodoxa? Porque no era mencionada en la Biblia y debía, por ello, ser producto diabólico. En esto, los popes tenían razón: son las papas base del diabólico vodka.

La verdad es que Rangel hacía estos circos para darse a conocer ante públicos más amplios, más que para ganar las lavadoras automáticas, las aspiradoras y los viajes a Acapulco con que sus éxitos eran premiados.

Además, había que llenar las horas…

Zorro plateado, hombre interesante, galán maduro, Dionisio "Baco" Rangel era, a los cincuenta y un años, un poco la copia de ese modelo cinematográfico representado en el cine mexicano por el late (en todos sentidos) Arturo de Córdova (escaleras de mármol y alcatraces de plástico como fondo para amores neuróticos con inocentes niñas de quince años y vengativas madres de cuarenta, todas ellas reducidas a su justa medida por la memorable y lapidaria frase del galán otoñal: "No tiene la menor importancia"). Aunque, con mayor autogenerosidad, Dionisio, al mirarse en el espejo mientras se rasuraba cada mañana (Barbasol, Buenas Ideas), se decía que nada le envidiaba a Vittorio de Sicca, emigrado de las películas de teléfono blanco y las sábanas de satín, en la Italia fascista, para convertirse en el supremo director neorrealista de niños limpiabotas, bicicletas robadas y ancianos sin más compañía que un perro. Pero, ¡qué guapo, qué elegante, qué rodeado siempre de Ginas y Sofías y Claudias! A esta suma de experiencias, cobijadas bajo la tersura de las apariencias, aspiraba nuestro compatriota Dionisio "Baco" Rangel, a medida que iba almacenando todos sus productos norteamericanos en un depósito suburbano de la ciudad fronteriza de San Diego, California.

Sólo que las muchachas ya no acudían espontáneas al galán otoñal. Sólo que su estilo chocaba demasiado con el de las jóvenes de hoy. Sólo que mirándose al espejo (cubierto de Barbasol, desprovisto de Buenas Ideas) aceptaba que después de Cierta Edad un galán ha de ser circunspecto, elegante, tranquilo, a fin de no caer en el ridículo máximo del Don Juan viejo, el Fernando Rey de Viridiana, que sólo posee a las vírgenes si primero las dopa y les toca el Mesías de Hándel.

– Unhandel me, sire.

Por eso, en sus giras por las universidades y los estudios de televisión norteamericanos, Dionisio tenía que pasar muchas horas solitarias, gastando su melancolía en fútiles reflexiones. California era su zona de operaciones fatal y hubo una temporada en la que se pasó momentos muertos en Los Ángeles mirando el paso de los automóviles por el sistema de autopistas de la ciudad sin cabeza, imaginando que asistía al equivalente moderno de una justa medieval, en la que cada conductor era un caballero sin tacha y cada automóvil un caballo armado. Pero su concentrada observación acabó por suscitar sospechas y finalmente la policía lo detuvo por andar de vagabundo cerca de las autopistas -¿era un terrorista?

Las rarezas norteamericanas solicitaban su atención, le complacía descubrir que debajo de los lugares comunes sobre la sociedad uniforme, robótica, sin personalidad culinaria (artículo de fe) se agitaba un mundo multiforme, excéntrico, cuasi-medieval en su fermento corrosivo del orden impuesto, antes, por Roma y su Iglesia, hoy por Washington y su Capitolio. ¿Cómo iba a ordenarse un país lleno de locos religiosos que creían a pie juntillas que la fe y no el bisturí sobraban para curar un tumor pulmonar? ¿Cómo, el mismo país lleno de gente temerosa de cruzar miradas con otras personas en la calle que podrían resultar cientólogos con derecho a matarnos si no comulgábamos con sus ideas, asesinos liberados de manicomios y cárceles sobrepobladas, homosexuales vengativos armados de jeringas contaminadas de HIV, neonazis de cabeza rapada dispuestos a degollar a toda persona de tez oscura, milicianos libertarios con bombas listas para acabar con el gobierno haciendo volar las oficinas públicas, bandas de adolescentes mejor armados que la policía para ejercitar el derecho constitucional de portar bazukas y volarle la cabeza a cualquier hijo de vecino?

Deslizándose por las paredes de América, con gusto le entregaba Dionisio a un solo país el apelativo de todo un continente, con gusto sacrificaba ese nombre sin nombre, esa ubicación fantasmal, "los Estados Unidos de América", que era como llamarse, dijo su amigo el historiador Daniel Cosío Villegas, "El Borracho de la Esquina" o, pensaba el propio Dionisio, se reducía a una mera indicación, como "Tercer Piso a la Derecha", por los nombres con prosapia, situación, historia, México, Argentina, Brasil, Perú, Nicaragua…

Buen mexicano, les concedía a los gringos todo el poder del mundo salvo el de una cultura aristocrática: México la tenía, al precio, era cierto, de una desigualdad e injusticia abismales, acaso insuperables. Pero México también tenía formas, maneras, gustos, sutilezas, que confirmaban una cultura aristocrática: un islote tradicional azotado y a veces inundado, cada vez más, era cierto, por tormentas de vulgaridad y maneras de comercialización peores, por chafas, por baratas, por azcarragosas, que las del común norteamericano. Pero en México hasta un bandido era cortés, hasta un analfabeto, culto, hasta un niño sabía decir buenos días, hasta una criada sabía caminar con gracia, hasta un político sabía comportarse como una dama, hasta una dama sabía comportarse como un político, hasta los tullidos eran alambristas y hasta los revolucionarios tenían el buen gusto de creer en la virgen de Guadalupe.

Nada de esto lo consolaba de los momentos cada vez más prolongados de tedio cincuentón, cuando las clases terminaban, las conferencias concluían, las muchachas se iban y él debía regresar solo al hotel, al motel, al Faculty Club…

Quizás fueron estas curiosidades las que condujeron a Dionisio `Baco' Rangel a su más reciente manera de entretenimiento en California. Pasó semanas sentado frente a esos lugares que ponían a prueba su paciencia y su buen gusto -los MacDonalds, Kentucky Fried Chicken, Pizza Hut y, abominación de abominaciones, Taco Bell- con el propósito de contar a los gordos (y a las gordas) que entraban y salían de esas catedrales del mal comer. Llegó armado de estadísticas. Hay cuarenta millones de personas obesas en los EEUU, más que en cualquier otro país del mundo. Gordos, pero en serio: masas de color de rosa, almas perdidas detrás de rollos y más rollos de carne, hasta hacer perdedizas, también, características como los ojos, la nariz, la boca, el sexo mismo. Dionisio veía pasar a una gorda de trescientos cincuenta libras de peso y se preguntaba dónde quedaría la veta de su placer, cómo se llegaría, entre las múltiples lonjas de sus muslos y sus nalgas, al santoyo de su líbido. ¿Se atrevería el macho a pedir: Amor, tírate un pedo para que me oriente? Dionisio se rió solo de su vulgaridad, celebrada y perdonada en virtud de que todo aristócrata hispánico algo le debe a la escatología del máximo poeta de la lengua, don Francisco de Quevedo y Villegas. Quevedo relaciona nuestro espíritu y nuestro excremento: seremos polvo, mas polvo enamorado. Esto nos justifica para gozar lo mucho de profano que tiene la existencia y hacer como Quevedo en el siglo XVIII y nadie hasta Kundera en el XX, el elogio de las gracias y desgracias del ojo del culo.

El desfile contemplado le debía mucho más, sin embargo, a Fernando Botero y sus adiposos repartos de cortesanas inmensas que Rubens no llegó a imaginar, curas obesos, niños hinchados, generales a punto de reventar… ¡Cuarenta millones de gordos gringos! ¿Eran sólo el resultado de la mala alimentación? ¿Por qué sólo se daban en los Estados Unidos y no en España, en México o Italia, a pesar de las butifarras y los tamales y los tallarines? En la panza de cada panzón que pasaba, adivinaba Dionisio millones de bolsas de celofán guardando celosamente, en el vacío previo a la plétora, miles de millones de papas fritas, palomitas de maíz, melcochas cubiertas de nuez y chocolate, cereales audibles, montañas de helado tricolor coronado de cacahuates y caramelo caliente, hamburguesas duras y delgadas como suela de zapato hechas con carne de perro pero servidas entre túmulos de pan gordo, insípido, inflado, la hostia nacional americana embarrada de ketchup (Ésta Es Mi Sangre) y cargada de calorías (Éste Es Mi Cuerpo)… Nalgas como esponja, manos húmedas y transparentes como gelatina, piel rosa deteniendo la masa contenida del pus, la sangre y las escamas…: las vio pasar.

Y sin embargo, perversa, inexplicablemente, Dionisio "Baco" Rangel, al ver el paso multitudinario de las gordas, empezó a sentir una comezón sexual comparable a la de la primera excitación, dulce, imprevisible, alarmante, inexplicable, de los trece años. No, no la primera masturbación, hecho ya volitivo y racional, sino el florecer primero del sexo, asombroso, impensable antes de que sucediera… El primer semen derramado por el joven que en ese momento era siempre el primer hombre, Adán, nada, nadando en semen.

Esta intuición perturbó profundamente al solitario e itinerante gourmet. Sí, en México no faltaban señoras muy distinguidas de cincuenta y hasta cuarenta años dispuestas a acompañarle a comer en Bellinghausen, cenar en el Estoril, oír un concierto en el festival del Centro Histórico organizado por Francesca Saldívar, o ir a conferencias de sus dos antiguos colegas de Los Niños Catedráticos, sus contemporáneos José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Y sí, algunas de estas señoras aceptaban gustosas un acostón de tarde en tarde, pero era muy tarde, también, para aprender las mañas de ellas o enseñarles a ellas las de Dionisio. Ni ellas tenían por qué saber que nada lo excitaba a él tanto como una mano de mujer en la nuca, ni él tenía que saber a quiénes les gustaba que les chupara un pezón y a quiénes no, porque eso les dolía mucho: ¡ouch! La muerte de su amigo el novelista ecuatoriano Marcelo Chiriboga, especialista en amar a las gordas, le privó del placer de comparar notas con ese sabio, ignorado y sensual escritor, quien ahora, a la vera de Dios, repetiría la consabida oración de los habitantes de la antigua capital incásica conquistada por Sebastián de Belalcázar: "En la tierra, Quito, y en el cielo un hoyito para ver a Quito." Ahora, Dionisio sólo quería un hoyito para ver el hoyito de una gordita.

El desfile de las gordas tuvo en él un efecto singular, novedoso. Empezó por imaginarse en brazos de una de estas inmensas mujeres, perdido en frondosidades comparables a las de un bosque de helechos carnosos, en busca de las joyas secretas, las puntas diamantinas, los terciopelos escondidos y las lisuras nacaradas, las humedades invisibles de LAS GORDAS. Mas por ser Dionisio, Dionisio (un caballero mexicano discreto, atildado y reconocido) no se atrevió a cumplir ipso facto el impulso de su imaginación y su carne, que era acercarse al obeso objeto de su deseo y solicitarla, exponiéndose a un descontón o, con suerte, a una aceptación. Aquél, por impactante que fuese, le resultaba, sin embargo, menos doloroso que, no el rechazo, sino el consentimiento de una tarde de amor: jamás había querido a una gorda, no sabía por dónde tomarla, qué cosa decirle y qué no decirle, cuál era, en suma, el protocolo erótico con las mujeres muy obesas. ¿Cómo iba, por ejemplo, a ofrecerles de comer sin, quizás, ofenderlas? ¿Qué monerías esperaba una gorda que no la empequeñecieran o burlaran (véngase mi chiquita, tus ojitos tan lindos, diminutivos ofensivos, tus ojazos tan grandes, tus inmensas tetas, aumentativos verboten). Dionisio temió perder toda naturalidad y en consecuencia toda efectividad: se resignó a no abordar a ninguna Gorda que salía del Kentucky Fried, pero la abundancia misma de las mujeres por primera vez deseadas lo llevó, por asociaciones fáciles de entender, a pensar en comida, a compensar la imposibilidad erótica con la posibilidad culinaria, a comerse lo que no podía cogerse…


Estaba en un centro comercial al Norte de San Diego. Buscó en el directorio el restorán que le pareció menos malo. Un O Sole Mio le aseguraba pasta hecha hace una semana disfrazada bajo un vesubio de salsa de tomate. Un Chez Montmartre's prometía comida espantosa y meseros altaneros. Un ¡Viva Villa! le condenaba al más deleznable texmex con bigotes. Optó por un American Grill que, al menos, haría excelentes Bloody Marys y que, desde afuera, lucía limpio, hasta reluciente, en su explotación del cromo en las mesas, el cuero en las sillas, la barra niquelada y el juego de espejos. Un laberinto de azogue, en realidad, hecho para que cada comensal, si lo deseaba, pudiera mirarse reflejado sin dejar de mirar a su acompañante; o mirarse todo el tiempo para compensar el tedio de la comida.

Se sentó y un joven guapo, rubio, vestido como mesero del fin de siglo, le ofreció la carta. Dionisio había escogido un lugar apartado, con vista sobre la pista de patinaje, pero no tardaron en sentarse en la mesa de al lado dos viejillos encorvados aunque enérgicos, enojados, repelones, con gorras de tela seersucker, cardigans blancos y pantalones azules también. Se sentaron armando ruido y arrastrando sus zapatos tenis Nike.

– A ver. Para empezar -consultó Dionisio el menú-.

– Dame pruebas- dijo uno de los ancianos cascarrabias.

– No tengo por qué. Sabes que no es cierto -le dijo su compañero-.

– Un cóctel de camarones.

– No sacaste nada de ese negocio. -No sé por qué sigo discutiendo George-.

– No, sin salsa. Sólo limón.

– Te advertí que ibas a la ruina.

– Te lo dije, te lo dije, te lo digo, ¿no tienes otra cantinela?

– ¿Cuál es la sopa del día? -No sabes nada-.

– Lo vi venir de lejos, Nathan. Te lo advertí. -Vychisoisse-.

– Te digo que no sabes nada.

– ¿Que no sé nada? ¿Tú sabes que la mitad de los barcos mercantes en la segunda guerra mundial se perdieron?

– Pruébalo. Lo acabas de inventar. -Un steak en seguida. -¿Quieres apostar?

– Claro. Siempre gano las apuestas contigo. Eres un ignorante, George.

– Término medio.

– ¿Tú sabes qué es la gravedad? -No, y tú tampoco. -Es una fuerza magnética.

– No, sin jardinería. El puro steak.

– A ver: ¿hay gravedad a la orilla del mar? -No, es cero-.

– ¡Ah!, qué profunda sabiduría. No se te puede engañar.

– Apuesta lo que quieras. -Apuesto, Nathan-.

– No, muchacho, no me gustan las papas asadas, con o sin crema agria.

– De todos modos se lo vamos a cobrar. -Cóbrenlo pero no me lo pongan con la carne. -Me van a despedir si no pongo la papa asada. Es el reglamento.

– Está bien, ponla al lado. contigo,

– De todos modos se la iban a cobrar. El plato cuesta $22.90 con o sin papa.

– Está bien.

– George, sabes un poquito de todo pero no sabes nada importante.

– Sé cuando un negocio es malo y conduce al fracaso, Nathan. No puedes negar que eso sí sé…

– Pues yo no sé nada, pero soy un hombre educado.

– Hechos, hechos, Nathan.

– ¿Me estás oyendo? -te oigo, con paciencia.

– No sé por qué seguimos hablando tú y yo.

– Una ensalada de lechuga.

– ¿Al final?

– Sí, muchacho, la ensalada se toma al final.

– ¿Es usted extranjero?

– Sí, soy un extranjero rarísimo con manías rarísimas como tomar la ensalada al final.

– En América la tomamos al principio. Es lo normal.

– ¿Me estás oyendo George?

– Dame hechos, Nathan.

– ¿Sabes que el monto anual de ingresos de la industria editorial americana equivale al monto anual de ingresos de la industria de salchichas? ¿Sabías eso?

– ¿De dónde lo sacaste?- ¿Es para insultarme? -¿De cuándo acá eres editor de libros?

– No, soy fabricante de salchichas y tú lo sabes, Nathan. ¿Me estás oyendo?

– Y el pie de merengue y limón. Es todo. -¿Quieres apostar?

– ¿Me estás oyendo? -Dame pruebas.

– No sabes nada.

– No sé por qué seguimos comiendo juntos…

– Apuesta.

– Apuesto. ¿Hay gravedad en la luna?

– Hechos, hechos.

– Te dije que ese negocio iba al fracaso seguro… Estás quebrado George.

Al llamado George se le escapó un sollozo ronco, tumultuoso, que nada tenía que ver con su rostro impasible.

No hay fascinación que no contenga su gramo de repulsión; nos reñimos a nosotros mismos cuando nos dejamos encantar por el ojo de la Medusa; pero en el caso de este par de vejetes argüenderos, secos, calvos, narigones, artríticos, fálicamente armados de puros sin encender -prohibido fumar- la repulsión terminó por expulsar la fascinación y Dionisio, con impaciencia, empezó a manipular una botella de salsa, frotándola cada vez más nerviosamente a medida que el debate sin salida de George y Nathan se prolongaba, insomne, imprescindible para los dos viejos, insoportable para Dionisio. El gastrónomo mexicano, para salvarse de George y Nathan, comenzó a pensar en mujeres mientras frotaba la botella, al tiempo que distinguía los signos de ésta, salsa mexicana, salsa de chile jalapeño, súbita, mágicamente destapada desde adentro, como un volcán que rompe la costra antigua de su cráter y vuelve a vomitar lava mientras más la frotaba el del mote báquico.

Sólo que de la botella de salsa de chile no salió la salsa misma, sino un pequeño hombrecito, diminuto pero distinguible por su traje de charro, su sombrero de mariachi y sus bigotes zapatistas:

– Patrón -dijo descubriéndose la cabeza hirsuta- me has salvado de un encierro de un año. Ningún gringo me abría. ¡Gracias! ¡Ordéname y tu voluntad será servida! -terminó el charrito, acariciando la pistola que llevaba enfundada junto a la cadera.

Dionisio "Baco" Rangel recordó por un momento el chiste del náufrago que lleva diez años en la isla desierta y un día libera al genio de la botella y cuando éste le pide que pida lo que quiera y el náufrago solicita una vieja muy buena, lo que se aparece es la Madre Teresa. Decidió hacerle confianza al charrito de la botella, idéntico, por lo demás, a la figura del Charro Matías en los cartones de Abel Quezada.

– Una mujer. No. Varias.

– ¿Cuántas? -le preguntó el charrito, dispuesto, por lo visto, a poblar un harén si era necesario.

– No -explicó Dionisio-. Una por cada plato que he pedido.

– ¿Con el plato, amo, o en vez del plato?

– Eso te lo dejo a ti -dijo, con cierta displicencia, acostumbrado ya a lo insólito (como siempre) este mexicano universal que es, fue, será nuestro protagonista: Dionisio "Baco" Rangel-. Como el plato, con el plato…

El charrito hizo un paso de jarabe, disparó una vez en el aire y desapareció. En su lugar, aparecieron simultáneamente el mesero con el cóctel de camarones y una mujer flaca, delgada hasta la hambruna, con el pelo oscuro, lacio, y con fleco, flaca como la novia de Popeye o las modelos de Modigliani, todo lo contrario de las gordas soñadas perversamente por Dionisio, y armada de una cocacola de dieta que se servía en cucharadas mientras miraba a Dionisio con ojos a la vez aburridos, irónicos y cansados. Los mismos ojos con tedio infinito que recorrieron el Grill mientras ella se preguntaba, con voz más larga que el Mississippi, ¿qué hacía allí y con quién estaba? Él le dijo que le había pedido una mujer al genio de la botella. No logró asombrarla. Suprimiendo un bostezo, la gringa anoréxica le contestó que lo mismo había pedido ella. No hay peor suerte que compartir la suerte de otra persona. Ella pidió un hombre -sonrió con inmensa fatiga, con hambre infinita dejándolo a la suerte, porque cuando ella escogía, siempre escogía mal, entonces que otro lo hiciera por ella, ella era disponible, totalmente disponible.

– Soy una pésima amante -dijo casi con orgullo-. Te lo advierto. Pero no acepto ninguna culpa. El culpable es siempre el hombre.

– Es cierto -dijo Dionisio-. No hay mujeres frígidas. Hay hombres impotentes.

– O entusiastas -rumió la flaca-. No tolero el entusiasmo en el amor. Le roba toda sinceridad. Pero tampoco tolero la sinceridad. Sólo soporto a los hombres que me mienten. Es el único misterio del amor, la mentira.

Bostezó y dijo que deberían aplazar su encuentro sexual.

– ¿Por qué?

– Porque a mí sólo me importa el sexo para luego borrar todo vestigio del compañero sexual. Es muy fatigoso todo esto.

Dionisio extendió la mano para tocar la de la flaca. Ella la retiró con repugnancia y soltó una risa de cabaret.

– ¿Cómo te comportas en privado, cuando nadie te ve? -le preguntó el mexicano y ella le enseñó los colmillos, tomó una cucharada de cocacola y desapareció.

Había desaparecido, también, el cóctel de camarones. Por un instante, Dionisio se preguntó si había comido al mismo tiempo que platicaba con la anoréxica neoyorquina (tenía que ser neoyorquina, era demasiado fatal, vulgar, previsible que fuese californiana, por lo menos en Nueva York la ironía, la aburrición y el cansancio tienen bases literarias, no son un producto del clima) o si, creyendo comer un cóctel de camarones, se había comido a la gringa que tan premeditadamente había evitado mirarlo a los ojos, ¿para no ser descubierta, adivinada siquiera? No aguantó la curiosidad de saber si comía con ellas, se las comía, o si todo podía desembocar – tembló de placer- en un mutuo sacrificio culinario…

Se escuchó el disparo del charro, el mesero le puso enfrente la sopa vychisoisse y frente a él, comiendo lo mismo, apareció una mujer cuarentona, pero obvia y ávidamente enamorada de su niñez, pues a su vestido de Laura Ashley de estampados añadía un moño rojo coronando sus bucles de Shirley Temple. Todos estos singulares aditamentos no lograban distraer a Dionisio del repertorio de muecas faciales que acompañaban las palabras y el ruidoso sorbeo de la sopa, por parte de esta sucedánea antigua de Shirley, que entre sorbo y sorbo y entre mueca y mueca, sólo lograba manifestar excitación y asombro, qué excitante estar sentada comiendo con él, qué asombroso conocer a un hombre tan romántico, tan sofisticado, tan tan tan extranjero, sólo los extranjeros la excitaban, le parecía increíble que un extranjero se fijara en ella, ella que sólo vivía de sueños, soñando con romances imposibles, asombrosos, excitantes, soñándose toda la vida en brazos de Ronald Colman, Clark Gable, Rodolfo Valentino…

– ¿Nunca sueñas con Mel Gibson?

– ¿Quién?

– ¿Tom Cruise?

– Who he?

No, no tenía quejas de la vida -continuó con una serie de muecas, pelando los ojos, agitando los bucles como un trapeador de lujo, levantando las cejas hasta la altura del moño, meneando la cabeza como una muñeca de porcelana, pero luego silbando como una culebra, cacareando como una gallina, aullando como una loba antes de confesarle que al dormirse recitaba canciones de cuna y versos de Mamá Ganso, pero que por su mente (todo era asombroso, excitante, inaudito) pasaban horribles catástrofes, desastres aéreos, marítimos, carnicerías en las carreteras, actos de terrorismo, cuerpos mutilados, ella cantaba canciones de cuna y versos bonitos para exorcizar los desastres, ¿él la entendía, un caballero obviamente extranjero, excitante, sofisticado, wonderful, wonderful, wonderful…?

Diciendo la palabra "maravilloso" esta Alicia en el País de los Desencantos se esfumó, rubia y rosa. También la sopa había desaparecido. Dionisio miró con desconsuelo la taza vacía. Volvió a sonar el disparo del charrito, el camarero sirvió el steak y una bellísima mujer, bella y elegante, con un traje sastre negro profundamente escotado, perlas en el cuello y brazaletes en las muñecas, perfectamente peinada, maquillada, apareció al mismo tiempo, mirándolo en silencio.

Dionisio cortó la carne sin decir palabra, se llevó el trozo sangrante (la había pedido término medio) a la boca y en ese momento, cronométricamente, ella comenzó a hablar. Sí, pero no con él. Le hablaba a su teléfono celular, el que detenía en una mano, mientras con la otra parecía tocarse la división de los senos con el gesto de la mujer que se perfuma esa partitura de placer antes de salir a cenar.

– Excepcionalmente, estoy sentada comiendo, ¿me entiendes?, nunca tengo tiempo de sentarme, como de pie, esta situación me parece anormal…

– Pero, ¿qué tiene…? -interrumpió Dionisio, antes de darse cuenta de que la mujer no le hablaba a él, sino al celular.

– ¿Falta? ¿Tú crees que me haces falta?

– No, nunca dije… -decidió Dionisio equivocarse, qué desmadre…

– Oye -continuó la bella dama del traje sastre con escote profundo y senos apenas ocultos por el saco cruzado-. Recibo mis faxes a un número. No tengo dirección ni nombre. No necesito secretarios. Mi computadora está donde yo estoy. No tengo lugar. No, tampoco tengo tiempo. Te lo estoy demostrando, estúpido. ¿Qué me importa que en Holanda sean la diez de la noche si en California con las tres de la tarde y aquí estamos trabajando…?

– Cogiendo, digo, comiendo -se corrigió Dionisio sin que la Bella le hiciera caso, tocándose apenas la parte de atrás de la oreja, otra vez como si se perfumara, como si sus dedos fuesen un frasco de chanel…

– Figúrate, ya ni médico necesito. ¿Ves este brazalete? Pues no es ninguna joya frívola. Es mi hospital portátil. Me permite tomarme un cardiograma, medir la presión arterial y hasta informarme sobre mi colesterol, donde quiera que esté y sin perder tiempo…

Dionisio se preguntó si en realidad esta hermosa mujer era una enfermera disfrazada, pues un hospital hubiese premiado su eficiencia, pero era la premura lo que le importaba a la Divina, no la eficiencia, empezó a decirle a su celular (Dionisio empezó a dudar que hablara con alguien en Holanda; ni hablar que le hablara a Dionisio; ¿se hablaba a sí misma?):

– Oye, sin tiempo, sin dirección, sin nombre, sin lugar, sin oficina, sin vacaciones, sin cocina, ¿qué me queda?

La voz se le quebró. Iba a llorar. Dionisio se alarmó. Hubiese querido abrazarla, por lo menos acariciarle una mano, se volvía histérica por momentos, lo miró por primera vez, le dijo Sally Booth, treinta y seis años, nativa de Pórtland, Oregon, votada en el high school la más predestinada al éxito, tres maridos, tres divorcios, ningún hijo, amantes ocasionales, cada vez más distantes, amores por teléfono, orgasmos a la distancia, amor con seguridad, sin problemas, sin fluidos corpóreos, la salud a salvo, no iré a un hospital, moriré en mi casa…

Interrumpió brutalmente su flujo emotivo, su biografía instantánea, apretó la mano de Dionisio, dijo:

– ¿Para qué sirve el dinero? Para comprar a la gente. Todos necesitamos cómplices.

Con lo cual, como las anteriores, desapareció y Dionisio se quedó mirando un plato vacío donde sólo sobrevivían las huellas jugosas de un steak saignant (aunque él, explícitamente, lo pidió término medio).

– Pudiste ser más cruel y menos bella -dijo el poeta simbolista francés que Dionisio, para su desgracia, aunque también para su placer intermitente, llevaba dentro.

Tampoco esta vez su Baudelaire portátil pudo salir de la maleta; tronó la pistola del charrito y el mesero rubio, inesperadamente, le puso enfrente un sorbete de limón, que "Baco" identificó como el trou normand de las comidas francesas, el "hoyo normando" que limpia el paladar de los platos fuertes y los prepara para nuevos sabores. Se maravilló de que el American Grill de un centro comercial en las afueras de San Diego supiera de estas sutilezas, pero aún más le sorprendió encontrar, al levantar la mirada, a una mujer que, sin ser bella, era radiante. Eso lo supo ver en el acto. La cara sin maquillaje necesitaba y no necesitaba los afeites, no importaba. Todo en su rostro lavado tenía sentido. Las cejas de una rubia palidez, parecidas al encuentro de arena y mar; los labios apropiadamente delgados, apropiadamente surcados ya por una insinuación no disfrazada de próxima madurez; el pelo restirado y reunido en chongo, sin importarle las primeras canas, flotantes como nubes perdidas sobre un campo de miel; los ojos, los ojos de un gris profundo, gris de buen casimir, de lluvia matinal, grises como un buen encuentro, inteligente, de pizarrón y tiza, anunciaban su particularidad, eran ojos que cambiaban de color con la lluvia. Miraron por encima del hombro de Dionisio hacia la pantalla de televisión.

– Me hubiera gustado ser catcher de un equipo de béisbol -sonrió mientras "Baco", perdido en la mirada de su nueva mujer, dejaba que se derritiera el sorbete de limón-. Se requiere un arte especial para cachear bajo, un low catch.

– Como Willy Mays -interpuso Dionisio-. Él sí que sabía cachear bajo.

– ¿Cómo sabes? dijo ella con verdadero asombro, con simpatía.

– No me gusta la cocina americana, pero sí admiro la cultura, los deportes, el cine, la literatura de los gringos.

– Willy Mays -dijo la mujer despintada, torneando los ojos al cielo-. Es curioso cómo alguien que hace las cosas bien nunca las hace sólo para sí, es como si las hiciera para todos.

– En quién piensas -preguntó Dionisio, cada vez más embelesado con su trou normand de señora.

– Faulkner. Pienso en William Faulkner. Pienso cómo un solo genio literario puede salvar a toda una cultura.

– Un escritor no salva nada. Te equivocas.

– No, te equivocas tú. Faulkner nos demostró a los sureños que el Sur podía ser algo más que violencia, racismo, el Ku Klux Klan, prejuicios, cuellos colorados…

– ¿Todo esto te vino a la cabeza viendo la televisión?

– Me intriga mucho. ¿Vemos la televisión porque en ella suceden cosas? ¿O suceden cosas para ser vistas en la televisión?

– ¿Por qué es pobre México? -continuó su juego-. ¿Porque no está desarrollado? ¿O no está desarrollado porque es pobre?

Ahora a ella le tocó reír.

– Ves, antes la gente veía a Willy Mays jugar y al día siguiente leía el periódico para estar segura de que había jugado. Ahora, se puede ver la información y el juego al mismo tiempo. Ya no hay que comprobar nada. Eso es preocupante.

– ¿Hablaste de México? -dijo, con acento de interrogación, después de un momento en que bajó la mirada y dudó-. ¿Eres mexicano?

Dionisio afirmó con la cabeza.

– Quiero y no quiero a tu país -Dijo la mujer de los ojos grises y las nubes coronando la cabellera de miel-. Adopté a una niña mexicana. Los doctores mexicanos que me la entregaron no me dijeron que estaba muy grave del corazón. Aquí le hice un chequeo de rutina y me advirtieron que si no la operaban enseguida, no viviría dos semanas más. ¿Por qué no me lo dijeron en México?

– Seguramente para que no te echaras para atrás y la adoptaras.

– Pero pudo haber muerto, pudo haber… Oh, la crueldad de México, su abuso, su indiferencia hacia los pobres, lo que sufren, es un horror tu país…

– Apuesto a que la niña es linda.

– Muy linda. La quiero mucho. Va a vivir -Dijo con los ojos transfigurados, antes de desaparecer-. Va a vivir…

Dionisio sólo miró su helado derretido y no tuvo tiempo de comerlo; la pistola del charrito-genio, impaciente por cumplir y desaparecer, se había disparado de nuevo y una mujer bonitilla, de pelo ensortijado y nariz chata, ojos inquietos y risueños, hoyuelos y jackets en los dientes, le sonrió ampliamente, como si le diera la bienvenida en un avión, una escuela o un hotel, era imposible saberlo, las apariencias engañan, eran tan indiferentes sus facciones que podía serlo todo, hasta madame de un burdel. Vestía atuendo de joggista, chamarra azul polvo y sweat pants. Hablaba sin parar, como si la presencia de Dionisio fuese indiferente a un discurso compulsivo, sin principio ni fin, dirigido a un auditorio ideal de personas infinitamente pacientes o infinitamente independientes.

La ensalada apareció, con un gesto despectivo del mozo y su censura mascullada:

– La ensalada se toma al principio.

– ¿Crees que me debo tatuar? Hay dos cosas que nunca he hecho. Tatuarme y tener un amante. Hacerme un tatuaje y conseguirme un amante. ¿Crees que no estoy muy vieja para hacerlo?

– No. Te ves de treinta a…

– Cuando se es adolescente, entonces sí valen los tatuajes. Pero ahora. Imagíname con un tatuaje en el tobillo. ¿Cómo voy a presentarme a la boda de mi propia hija con un tatuaje en el tobillo? Peor aún, ¿cómo voy a ir un día a la boda de mi nieta con un tatuaje en el tobillo? Qué más da. Mejor me hago tatuar una pompa y así sólo la ve mi amante en secreto. Ahora que me voy a divorciar, tuve la suerte de conocer a este hombre in-cre-í-ble. ¿Dónde crees que tiene su territorio?

– No sé. ¿Quieres decir su casa o su oficina?

– No bobo. Quiero decir cuánto territorio cubre profesionalmente. ¡Adivina! Mejor te lo digo: el mundo entero. Compra repuestos no patentados, ¿sabes lo que es eso?, todos los repuestos de maquinaria, de utensilios domésticos, de tv’s, que no pagan regalías, ¿qué te parece? ¡Es un genio! Sospecho que es homosexual sin embargo. No sé si sabría educar a mis hijos. Yo los entrené a ir al baño desde chiquitos. No entiendo por qué hay amigas mías que entrenaron tan tarde a sus hijos, o nunca…

Dionisio comió de prisa la ensalada para librarse de la señora divorciada y ella misma, con el último bocado de "Baco", se desvaneció. ¿La canibalicé, me canibalizó?, se preguntó el crítico culinario, avasallado por una creciente angustia que no sabía ubicar. Todo esto, ¿era una broma? Era una bruma.

No la disipó la llegada del postre, un pie de limón de merengue cuya contrapartida femenina "Baco" temió descubrir sobre todo porque al inicio de esta aventura había visto pasar a las gordas, deseándolas platónicamente. Con razón. Sentado frente a él, apenas se disipó el rumor del disparo del charrito, estaba una mujer monstruosa. Si pesaba un kilo, también pesaba 326 más. La sudadera color de rosa anunciaba su proselitismo: FLM, FAT LIBERATION MOVEMENT. Sus brazos de anuncio de Michelín no lograban cruzarse sobre las inmensas bubis que se movían solas dentro de la sudadera y caían como un Niágara de carne sobre el barril del estómago, único obstáculo que encontraban para contemplar las piernas de esponja, desnudas del muslo para abajo, indiferentes a la indecencia de los shorts arrugados. Las manos húmedas y transparentes como la gelatina se posaron, asquerosamente, sobre las de Dionisio. El crítico se estremeció. Quiso retirarlas. Era imposible. La gorda estaba allí para catequizarlo y él, resignado, se dijo buen catequizado seré.

– ¿Sabes cuántos millones de obesos habemos en los USA?

– Sí, lo sé.

– Ni adivines, muchacho. Cuarenta millones de lo que peyorativamente llaman "gordos". Pero yo te lo digo, nadie puede ser discriminado por sus defectos físicos. Yo me paseo por las calles diciéndome a mí misma, "Soy bella e inteligente", lo digo en voz baja, luego lo grito. "¡Soy bella e inteligente! ¡No me obliguen a ser perversa!" Eso les pesca la atención. Entonces pido lo indispensable. Obeso es Bello. Las campañas dietéticas deben ser declaradas ilegales. Los cines y las aerolíneas deben instalar asientos especiales para la gente como yo. Basta ya de tener que comprar dos boletos de avión para viajar sentada cómodamente.

Subió histéricamente el tono de voz:

– ¡Que nadie me ridiculice! Soy bella e inteligente. No me obliguen a ser perversa. Era cocinera de un barco matriculado en San Diego. Veníamos de Hawai. Era un carguero. Un día me paseaba por la cubierta comiendo un helado y un marinero se levantó y me lo arrancó de la mano y lo arrojó al mar. "No sigas engordando", dijo carcajeándose. "A todos nos repugna tu gordura. Eres ridícula." Esa noche, en la cocina, le puse una purga a la sopa. Luego pasé gritando por los camarotes, "Soy bella e inteligente. No se metan conmigo. No me obliguen a ser perversa", entre las quejumbres de la tripulación. Perdí mi puesto. Ojalá que tú me prefieras. Vine porque me avisaron que andas buscando novia. ¿Es cierto? Aquí me tienes… Oye… ¿Qué te pasa?

Dionisio retiró las manos capturadas por la gorda y se engulló el pastel para que la mujer desapareciera pero ésta se dio cuenta del desdén y alcanzó a gritar:

– ¡Te engañaron, imbécil! ¡Me llamo Ruby y estoy comprometida con el novelista chileno José Donoso! ¡Sólo seré suya!

Dionisio se levantó despavorido, dejó un escandaloso billete de cien dólares sobre la mesa, salió corriendo del American Grill y sintió nuevamente esa angustia terrible, transformándose en el sentimiento de algo perdido, algo que debió hacer, y no sabía qué era…

Se detuvo en su carrera frente a un aparador de la American Express. Un maniquí representando a un mexicano típico dormía la siesta apoyado contra un nopal, protegido por su sombrero ancho, vestido de peón, con huaraches. El clisé indignó a Dionisio, entró violentamente a la agencia de viajes, sacudió al maniquí pero el maniquí no era de palo, era de carne y hueso, y exclamó, "Vóytelas, ya ni dormir lo dejan a uno".

Los empleados gritaron, protestaron, deja en paz al pión, déjalo hacer su trabajo, estamos promocionando a México, pero Dionisio lo arrastró fuera de la agencia, lo tomó de los hombros, lo agitó, le preguntó quién era, qué hacía allí, y el modelo mexicano (o mexicano modelo) se descubrió respetuosamente.

– No está usted para saberlo, pero llevo diez años perdido aquí…

– ¿Qué dices? ¿Diez qué? ¿Qué qué?

– Diez años, jefecito. Entré un día y me perdí en los vericuetos aquí, ya no salí más, y como aquí me contratan para dormir siestas en aparadores, y si no hay chamba puedo colarme y dormir a gusto en colchones o camas de playa, comida sobra, la abandonan, la tiran, viera usted…

– Ven, ven conmigo dijo Dionisio, tomando al peón de la manga, electrizado por la palabra "comida",despierto, alerta a sus propias emociones, la mujer de los ojos grises, la mujer que adoptó a la niña mexicana, la mujer que leía a Faulkner, a esa la debió escoger, la providencia había arreglado las cosas, todas las demás mujeres no le importaban, sólo esta, esta gringuita sensible, fuerte, inteligente, ella era suya, tenía que ser suya, a los cincuenta y un años él, cuarenta de ella, harían buena pareja, ¿en qué consistía este juego perverso?, el charrito genio, su alter ego naco, cabrón, pinche y pintoresco, canchanchanero, todo lo contrario de su alter ego simbolista, francés, baudelairiano, era también su semejante, su hermano, pero era mexicano, le jugaba torcido, le tomaba el pelo, le ofrecía pezones y le daba tostones, le devaluaba la vida, el amor, el deseo, no le decía que cuando comía un bistec o un cóctel de camarones o un pie de limón merengado, también se comía a la mujer que era como la encarnación de cada plato: deliraba, enloquecía, arrastrando a un pobre famélico por las galerías de un centro comercial en California hasta el restorán llamado American Grill, iluminado, convencido de que era cierto, lo había comido todo menos el sorbete de limón, eso lo había dejado derretir, eso no se lo había comido, ella vivía, ella no había sido devorada por su otro yo azteca, su huichilobos de bolsillo, su minimoctezuma nacional…

– Sorry -le dijo el mesero que lo había atendido-, tiramos las sobras. Su helado derretido se fue por la coladera hace rato.

Lo dijo con gusto, relamiéndose los labios cubiertos de pelusa rubia… y Dionisio quiso llorar de tristeza, dio un grito violento, arrastrando siempre de la mano al peón, lo llevó con él al estacionamiento, el mexicano perdido en el laberinto del consumo se alarmó, dijo de aquí nunca he pasado, aquí es donde me pierdo, ¡llevo diez años capturado aquí!, pero Dionisio no le hizo caso, lo subió a empujones al Mustang alquilado, corrieron por las redes de carreteras entreveradas como las vértebras de una bestia de cemento, dormida pero sobresaltada, mientras el peón sudaba frío, llegaron al almacenamiento al norte de la ciudad.

Allí se detuvo Dionisio.

– Vente. Necesito que me ayudes.

– ¿A dónde vamos, jefe? ¡No me saque de aquí! ¿No se da cuenta de lo que nos cuesta entrar a Gringolandia? ¡Yo no quiero regresarme a Guerrero!

– Entiende una cosa. Yo no tengo prejuicios.

– Es que a mí me gusta todo esto, el shopping donde vivo, la tele, la abundancia, los edificios altos…

– Ya sé.

– ¿Qué, patrón, usted qué sabe?

– Todo esto que vemos no existiría si los gringos no nos despojan de estas tierras. En manos de mexicanos, esto sería un gran erial.

– En manos de mexicanos…

– Un gran desierto, esto sería un gran desierto, de California a Texas. Te lo digo para que no me creas injusto.

– Sí, jefe.

Casi nadie los vio. Abandonaron el Mustang en el desierto de Colorado, al sur del Valle de la Muerte. El peón perdido en el Centro Comercial durante diez años no había perdido su hábito ancestral de cargar cosas sobre las espaldas. Descendiente de tamemes, su genealogía incluía cargadores de piedras, mazorcas, caña, minerales, flores, sillas, pájaros… Ahora Dionisio lo abrumó hasta el tope con una pirámide de aparatos electrónicos, máquinas para adelgazar, irrepetibles CDs de Hoagy Carmichael, videos de los ejercicios de Cathy Lee Crosby, platos conmemorativos de la muerte de Elvis y latas, docenas de latas, el mundo enlatado, la gastronomía de metal, mientras Dionisio reunía entre los brazos los catálogos, las suscripciones, los periódicos, las revistas especializadas, los cupones, y entre los dos, "Baco" y su escudero, el Don Quijote de la buena cocina y el Rip van Winkle mexicano que dormitó la Década Perdida en un shopping mall, avanzaron hacia el sur, hacia la frontera, hacia México, regando a lo largo del desierto norteamericano, por tierra que un día fue de México, las aspiradoras y las lavadoras, las hamburguesas y los Dr. Pepper, las cervezas insípidas y los cafés aguados, las pizzas grasientas y los helados hot dogs, las revistas y los cupones, los CDS y el confetti del correo electrónico, todo regado a lo largo del desierto, rumbo a México sin nada gringo, exclamó Dionisio, arrojando a los aires, a la tierra, al sol ardiente, todos los objetos acumulados, hasta que el Mustang estalló en la distancia, dejando una nube sangrienta como un hongo camal y Dionisio le dijo a su compañero, todo, despójate de todo, despójate de tu ropa, como lo hago yo, ve regándolo todo por el desierto, vamos de regreso a México, no nos llevemos ni una sola cosa gringa, ni una sola, mi hermano, mi semejante, vamos encuerados de vuelta a la patria, ya se divisa la frontera, abre bien los ojos, ¿ves, sientes, hueles, saboreas?

Desde la frontera entraba un fuerte olor de comida mexicana, imparable.

– ¡Son las tortitas de tuétano poblanas! -exclamó con júbilo Dionisio `Baco' Rangel-. ¡Quinientos gramos de tuétano! ¡Dos chiles anchos! ¡Huele! ¡Cilantro! ¡Huele a cilantro! ¡Vamos a México, vamos a la frontera, vamos, mi hermano, llega desnudo como naciste, regresa encuerado de la tierra que lo tiene todo a la tierra que no tiene nada!

La receta de las tortitas de tuétano poblanas consiste en 500 gramos de tuétano, una taza de agua, dos chiles anchos, setecientos gramos de masa, tres cucharaditas de harina y aceite para cocinar.

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