LA APUESTA

A César Antonio Molina


País de piedra. Lengua de piedra. Sangre y memoria de piedra. Si no te escapas de aquí, tú mismo te convertirás en piedra. Vete pronto, cruza la frontera, sacúdete la piedra.


Lo citaron a las nueve de la mañana en el hotel para salir a Cuernavaca y regresar esa misma noche. Tres viajeros nada más. Una turista norteamericana, eso se veía a la legua, rubia, descolorida, vestida de tehuana o algo así. Un mexicano que no le soltaba la mano, un nacoleón de miedo, moreno y bigotón, con camisa morada. Y una mujer que él no supo ubicar bien, blanca, un poco seca, flaca, con tacón bajo, falda ancha y suéter de lana tejido en casa. Usaba el pelo restirado y de no ser tan blanca, Leandro Reyes hubiera creído que era una criada. Pero hablaba fuerte, sonado, sin complejos y con acento gachupín.

Leandro estaba acostumbrado a toda clase de combinaciones en sus viajes de chofer de turismo y ésta no era ni mejor ni peor que todas las demás. La española se sentó enfrente, al lado de él, y la pareja del mexicano y la gringa se acurrucaron juntos detrás. La gachupina le guiñó el ojo a Leandro y meneó significativamente la cabeza hacia atrás. Leandro no le dio entrada. Él trataba con arrogancia a todos sus pasajeros, no fueran a creer que se las habían con un mexicanito obsequioso y sumiso. No le regresó el guiño a la española.

Arrancó con fuerza, más rápido de lo que quería, pero el tráfico estrangulado de la ciudad de México le hizo aminorar la velocidad. Introdujo una cinta en su casetera y anunció que, eran descripciones culturales de sitios turísticos de México, las pirámides de Teotihuacan, las playas de Cancún y por supuesto Cuernavaca, a donde iban esta mañana. Él daba un servicio de altura, les anunció, para gente de criterio.

Las voces, la música a propósito, el escape de los camiones, el aire contaminado de la ciudad, los adormeció a todos menos a él. Y apenas salieron a la carretera a Cuernavaca, aceleró la marcha y comenzó a correr cada vez más. Miraba por el retrovisor a la pareja de la gringa y el naco y le daba rabia, como siempre que un prieto de estos se aprovechaba de las primitas que venían buscando lo exótico, lo romántico, y acababan en manos de unos hijos de la chingada, zotacos repugnantes y vulgares por los que aquí ninguna vieja daría ni un quinto. Lo menos que podía ofrecerles era un susto.

Manejó rápido y comenzó él mismo a repetir en voz alta las descripciones culturales de la casetera, hasta que el chaparro de atrás se enervó y le empezó a decir, cuidado con la curva, oiga, ya no repita lo que dice la casetera, qué cree que estoy sordo, y la gringa reía how exciting y sólo la gachupina a su lado no se inmutaba, lo miraba a Leandro con una sonrisa de sorna y Leandro les decía: -Éste no es un simple viaje de turismo. Es un viaje cultural. Así me lo avisaron en el hotel. Si quieren cachondearse, hubieran escogido a otro, no a mí-.

El prieto de atrás se sumió; la gringa le dio un beso y el naco hundió su cara de cómico de las carpas pero que se cree galán de telenovela en la melena rubia y ya no volvió a respingar. Pero la gachupina de al lado le dijo al chofer:

– ¿Por qué haces un trabajo que no te gusta?


Qué suerte tuviste de no nacer bruto. Mira a Paquito el idiota del pueblo. Míralo cómo sale a tomar el sol a la plaza, sonriéndole al sol y a la gente. Se le notan las ganas de caer bien. Pero aquí en tu pueblo eso cae muy mal. ¿Qué derecho tiene este burro a sentirse feliz sólo porque está vivo y el sol le brilla en las uñas, en los tres o cuatro dientes que le quedan, en los ojos casi siempre opacos? Míralo bien. Como si él mismo supiera que su felicidad no puede durar mucho, se rasca la cabeza de pelo corto con un aire perplejo. Ni peinado ni despeinado, porque es tan corto su pelo que lo único importante es saber si crece o no. Crece hacia adelante, como invadiendo una frente estrecha y perpetuamente preocupada, plisada. Esta mañana, el brillo de la mirada siempre muerta contrasta con el ceño fruncido. Mira hacia los arcos de la plaza. ¿Hoy qué cosa le harán? Aplaza esta idea, la echa atrás como a un cajón viejo y empolvado. Pero no hay nada más inmediato que la amenaza. Se queda indefenso. Se da cuenta de que está en la mitad de la plaza, al mediodía, a pleno rayo del sol, a la intemperie, sin que nada lo proteja de las miradas ajenas. Se lleva las manos a los ojos, los cierra, se oculta, se disfraza y se hace cada minuto más evidente. Incluso los que nunca se fijan en él ahora lo están mirando. Paquito cierra los ojos para que nadie lo mire de esa manera. Siente unos dolores terribles en la cabeza. Si cierra los ojos, el sol se muere. Los abre y mira la piedra. País de piedra. Lenguaje de piedra. Sangre y memoria de piedra. Plaza de piedra. Si no te vas de aquí, te convertirás tú mismo en piedra.


La española lo observa con atención y astucia. Primero quiso pasar por un chofer culto, que mostraba las bellezas de México a los extranjeros. Le irritaba que otro mexicano le hiciera el amor a una norteamericana y no él. Le irritaba que se besuquearan en vez de oír lo que decían los casetes culturales sobre las ruinas indígenas. Quiso joderlos a todos, sobresaltarlos, corriendo a doscientos por hora, mezclando su aire culterano con una bárbara violencia física. A la gachupina le dio pena este hombrecillo de más de cuarenta años, dueño de un color rubicundo, casi zanahoria, que había notado en algunos mexicanos de la ciudad, mezcla de gente rubia y gente indígena. Color solferino, vamos. Obviamente, se teñía de un rojizo zanahoria la cabellera y vestía camisa azul con corbata y traje completo, brillante y plateado como el avión de Iberia que la trajo de vacaciones a México cuando ganó el concurso de la mejor guía de turistas de las cuevas de Asturias.

Vamos, la gente se puso como loca de que le tocara a ella pero así era la suerte, ni modo.

Este hombre no sabía que los dos tenían el mismo empleo pero ella no acababa de entenderlo y se divirtió en el camino viendo las caras que ponía, pues todas eran de una falsedad risible, enojado siempre, despectivo, dándose aires de sabihondo un minuto, de macho salvaje y sin temores al siguiente, enervado por la pareja envidiada que iba atrás, pero más enervado, concluyó la española, porque ella sonreía, lo miraba fijamente y no se dejaba impresionar.

– ¿Qué me mira, pues, señora? -dejó escapar al fin, entrando a Cuernavaca-. ¿Qué tengo dos cabezas o qué?

– No me has contestado. ¿Por qué haces un trabajo que no te gusta?

– ¿Qué nos conocemos o qué? ¿De cuándo acá nos tuteamos?

– En España todos nos tuteamos.

– Eso será allá. Acá nos respetamos.

– Respétate a ti mismo primero, entonces.

La miró con cólera y desconcierto. ¿Qué iba a hacerle, pegarle, bajarla del auto, abandonarla en Tres Marías? No podía. ¿Lo corrían de la chamba? De repente. Siempre tenía ese miedo aunque la cosa era que siempre le toleraban sus impertinencias. Ésa era su apuesta: Sé audaz, imponte, no te midas, Leandro, corre el riesgo de que te despidan, y ya verás cómo en casi todos los casos, la gente se hace chiquita, no quieren complicaciones, te toleran tus groserías. Algunos no, y entonces te la juegas, los bajas del coche en plena sierra de Guerrero, los desafías a que sigan a pata a Chilpancingo, a ver, te denuncian en el hotel, tú sales por los fueros de tu dignidad, quién no tiene sus broncas con los pinches turistas altaneros estos, si quieren llevamos el asunto al sindicato, seguro que los compañeros se solidarizan conmigo, ¿quieren una huelga de choferes que no sólo afecte este mugroso hotel, sino a todos los de la ciudad? Te calman, te dan la razón, la gente es abusiva, no respeta el trabajo de un chofer, de plano nos dan trato de ruleteros y nomás no, somos choferes de turismo culto, europeo, japonés, con ellos nunca hay bronca, los respetamos, nos respetan, damos servicio de altura, las broncas son sólo con los gringos y los nacos…

Pero esta vieja era española y él no sabía por dónde torearla. Si sólo estuvieran la gringa y el rascuache bigotón ese besuqueándose allá atrás, sin prestar atención a las explicaciones culturales, tratándolo como si fuera un vulgar afrochofer, un cafre del volante, sin darle su lugar… ¿Se lo daba ella? Lo observaba con una sonrisa que quizás era más insultante que una mentada, vaya usted a saber, y él la observaba a ella, sintiendo que le gustaba ser mirada así, sin comprenderla, como si ella también fuese un misterio, más un misterio ella para él, que él para ella.

– Vamos -dijo bruscamente la española- que tú y yo hacemos lo mismo. Yo también soy guía de turistas. Pero por lo visto a mí sí me gusta mi trabajo y tú no haces más que repelar, coño. ¿Para qué lo haces si no te gusta? No seas gilipollas. Dedícate a otra cosa, so bruto, que ocupaciones hay de sobra.

No supo qué contestar. A Dios gracias, la gasolinera estaba a la vista. Se detuvo y bajó rápidamente. Hizo todo un show con los muchachos del servicio. Los abrazó, se dijeron de madres, dejó que le saliera todo lo broza, se picaron el ombligo, se dijeron albures, se hicieron guiños de lépero, los de la gasolinera le preguntaron si llevaba buena carga, él guiñó, le dijeron que se aprovechara, los turistas eran todos pendejos, pero traían lana, ¿por qué ellos y nosotros no?, ándale compadre, échate un trago de raíz para amenizar el viaje…

La española se asomó y le gritó a Leandro:

– Si tomas un trago, te denuncio y aquí nos bajamos todos, so bandido. ¡Ya deja de comportarte como un machito de mierda y ven a cumplir con tu obligación, hijo de puta!

Todos los dependientes se carcajearon de lo lindo, se agarraron las panzas, se azotaron los muslos de risa, se abrazaron nalgueándose entre sí, vóytelas, Leandro, ¿ya te casaste? ¿O es tu suegra?, ya te metieron en cintura, ¿verdad?, ya ni te acerques por aquí, pendejo, ya te pusieron la coyunda, buey…

Arrancó con la cara colorada.

– ¿Por qué me hace pasar vergüenzas, señora? Yo la trato a usted con respeto…

– Anda, tú, mi nombre es Encarnación Cadalso, pero todos me dicen Encarna. Vamos a pasarla bien. Ya no te hagas de tripas corazón. Déjame enseñarte a pasarla bien. Joder, que a mí no me engañas. No eres más que un inseguro disfrazado de arrogante. Jodes a los demás, y te amargas a ti mismo. Vamos para Cuernavaca, dicen que es un lugar primoroso.


Plaza de piedra. Miradas de piedra. El idiota mira al grupo de gamberros sentados en el café. Tú estás con ellos. Ellos lo miran a Paquito. Hacen apuestas. -Si le pegamos, ¿se defiende o no? -Si no se defiende, ¿se va o se queda? -Si se queda, ¿es para que lo ataquemos más?, ¿le gusta sufrir al gilipollas?, ¿o sólo quiere cansarnos y que lo dejemos en paz? País de piedra: todo aquí se va en apuestas; la apuesta ¿llueve o no?, o ¿hará frío o calor?, ¿Atlético o Real Madrid?, ¿oreja o cornada para Espartaco?, ¿la Menganita es virgen o no?, ¿el Fulanito es marica o no?, ¿el doctor Centeno se tiñe el pelo?, ¿la Zutana usa dientes postizos?, ¿la boticaria se inyectó las tetas postizas?, ¿cuánto apuestas?, ¿quiénes son los habitantes de este pueblo que se atreven a dejar sus puertas sin cerrar?, ¿cuántos son los valientes que las dejan abiertas?, ¿cuánto apuestas?


La parejita de la gringa y el naco se dedicaron a contemplar la barranca desde la terraza del Palacio de Cortés, agarraditos de la mano y riendo como bobos. Encarna y Leandro estudiaron, en cambio, los murales de Diego Rivera sobre la conquista y ella dijo, ¿en verdad fuimos así de malos?, y Leandro no supo qué decir, él no estaba allí para dar juicios de valor, así lo vio el pintor, pues a ver por qué hablan castellano y no indio entonces, si tanto les duelen los indios, dijo ella.

– Eran muy valientes -dijo Leandro-. Tenían una gran civilización y los españoles la destruyeron.

– Pues entonces si tanto los quieren, a tratarlos bien hoy mismo -dijo con su tono duro y realista Encarna-, que yo los veo más maltratados que nunca.

Luego se detuvieron en una sala donde Rivera pinta todo lo que Europa le debe a México: chocolate, maíz, tomate, chile, guajolote…

– Atiza -exclamó la Encarna- si pusiera todo lo que México le debe a Europa, no le alcanzan todas las paredes del alcázar este…

Leandro acabó por reír con las ocurrencias de la gachupina tan desenfadada y cuando se sentaron en el café frente al Palacio a tomar unas cervezas bien frías, al rato el chofer se sintió en confianza y empezó a contarle cómo su papá de él había sido mozo del restorán de un hotel en Acapulco mientras él, Leandro, de chiquito, se vio obligado a vender dulces en las calles del puerto. Pues más digno se sentía él con su caja de dulces en las calles que su papá obligado a vestirse de chango y a caravanear a cuanto hijo de la madrugada llegara a comer ahí.

– Me daba pena cada vez que lo veía vestido de filipina y con una servilleta en el brazo, acomodando sillas, siempre agachado, agachado siempre, eso es lo que no aguanto, la cabeza siempre gacha, me dije yo así no, yo lo que sea pero no agacho la cabeza.

– Oye, quizás tu padre era simplemente un hombre cortés, por naturaleza.

– No, era agachado, sumiso, esclavo, como casi todos en este país, unos lo pueden todo, muy poquitos, la mayoría están jodidos para siempre, no pueden nada. Unos cuantos chingones esclavizan a una bola de agachados. Así ha sido siempre.

– Cómo cuesta subir, Leandro. Admiro tu esfuerzo, pero no te amargues. No te la pases diciendo por qué ellos sí y yo no. No dejes pasar tus propias oportunidades, hombre. Agárralas del rabo, que nunca se presentan dos veces.

Le preguntó por qué se llamaba Leandro.

– Encarnación es un bonito nombre. ¿Quién te lo puso?

– Hombre, pues Dios mismo. Nací el día de la Encarnación. ¿Y tú?

– Por Leandro Valle. Es un héroe. Nací en la calle que lleva su nombre.

Le contó cómo de adolescente dejó de vender dulces y pasó a ser cuidador de un club de golf en Acapulco.

– ¿Sabes una cosa? Me quedaba a dormir de noche en la pelusa del campo de golf. Nunca había tenido una cama más suave. Hasta me cambiaron los sueños. Hasta decidí ser rico un día. Ese pasto suave me arrullaba, fue como mi verdadera cuna.

– Tu padre te ayudó?

– No, ése es el punto. No quería que subiera. Te vas a dar un porrazo, me decía. No trates de ser más de lo que eres. Me negaba oportunidades. Supe por mis cuates de la gerencia del hotel donde él trabajaba que se callaba los ofrecimientos que me hacían por ser su hijo, para estudiar, para manejar un coche. Él nomás quería que fuera mozo, como él. No quería que yo fuera más que él. Ésa es la cosa. Tuve que tomar las oportunidades por mí mismo. Cuidador del club de golf. Caddy. Conductor de los carritos. Chofer al fin. Adiós, Aca. Ya nunca volví a ver a mi padre.

– Y te entiendo. Pero no tienes por qué ser grosero sólo porque tu padre era mesero y cortés. Tienes que servir, tú como yo. ¿Qué ganas con decir todo el día: tengo que hacer esto, pero no me gusta?, No te desquites ofendiendo al cliente. No es de hombres bien nacidos, vamos.

Se abochornó Leandro. Ya no habló un rato y luego aparecieron entre los laureles la gringa y el galancete haciendo señas de regresar a México. Ya les andaba.

Leandro se puso de pie y se colocó detrás de Encarna. Le retiró la silla para que se levantara. Ella se alarmó. Nunca nadie le había hecho esa cortesía. Hasta tuvo miedo. ¿Iba a pegarle? Pero él tampoco supo de dónde le salió el gesto.

Regresaron en silencio a la ciudad de México. La parejita se durmió abrazada. Leandro condujo con buen paso. Encarna miró el paisaje: del aroma tropical a los pinos helados al smog del altiplano, la corrupción capturada entre montañas carcelarias.

Cuando llegaron al hotel, el naco ni miró a Leandro, pero la norteamericana le sonrió y le dio su buena propina.

Solos, Leandro y Encarna se miraron largo rato, cada uno sabiendo que nadie los había mirado así en mucho tiempo.

– Sube conmigo -le dijo ella-. Mi cama es más suave que la pelusa de un campo de golf.


Una noche recorrieron juntos todas las casas, puerta tras puerta, para ver quién ganaba la apuesta de las puertas abiertas, y las encontraron todas con llaves, candados o trancas, sólo la puerta del tarado estaba abierta, la puerta del desván donde duerme el Paquito abierta y el idiota dormido en una cama de tablas, dormido un segundo, despierto el siguiente, fregándose los ojos, perplejo, siempre. La única puerta sin candado y otra apuesta fracasada: el desván del Paquito no era una pocilga, relucía de limpio, era una tacita de plata, pero los desconcertó, lo regaron con cocacolas y salieron riendo y gritando. Al día siguiente el tonto evita mirarles a ti y a tus amigos, se deja querer por el sol y ustedes apuestan otra vez: si nada más toma el sol, lo dejamos en paz; pero si se mueve por la plaza como si fuera el dueño y señor, le pegamos. Un tarado no puede ser un señor. Los señores somos nosotros, que lo podemos todo. ¿Quién dice lo contrario? Paquito se movió, guiñando los ojos, mirando al sol y ustedes gritaron en son de burla y empezaron a bombardearlo primero de migajón, luego de panecillos duros y al cabo de tapas de botella y el idiota cubriéndose con las manos y los brazos sólo repetía dejadme, dejadme ya, mirad que yo soy bueno, yo no os hago daño, dejadme en paz, no me obliguéis a irme del pueblo, mirad que va a venir mi padre a cuidarme, mi padre es muy fuerte… Coño, les dijiste, si no le estamos dando más que migajonazos, y algo estalló dentro de ti, incontrolable, te levantaste de la mesa, la silla se volteó, te arrojaste de la sombra de los arcos al sol de la plaza y allí arremetiste a puñetazos contra el bobo que chillaba, yo soy bueno, ya no me peguéis, entre los dientes podridos y la boca sangrante, se lo contaré a mi padre, sabiendo todo el tiempo que lo que realmente querías era pegarle a tus amigos, los gamberros, tus gendarmes, los que te tenían prisionero en esta cárcel de piedra, en este pueblo de mierda. A ellos querías sacarle la sangre, matarlos a puñetazos, no a este pobre diablo sobre el que vertías tu injusticia, tu inseguridad, tu fraternidad violada, tu vergüenza… Vete, vete. Apuesta a que te vas a ir.

Fue una noche muy linda. Los dos gozaron mucho, se encontraron y luego se perdieron. Convinieron en que era un amor imposible, pero había valido la pena. Como decía la Encarna, la oportunidad se coge del rabo, sólo se presenta una vez y luego ¡puf!, como por encanto desaparece.

Se escribieron durante los primeros meses. Él no sabía expresarse muy bien, pero ella le daba confianza.

Su seguridad en sí mismo había tenido que fabricarla como se hace un monigote de arena en la playa, defectuoso y expuesto a que se lo barra la primera ola. Ahora, conociendo a Encarna, sentía que todo lo falso y mamarracho de su vida se iba quedando atrás. Pero corría el riesgo de volver a ser el de siempre si la perdía, si no la volvía a ver. Era del carajo tener que servir, lidiar con clientes majaderos, soberbios, que ni lo miraban siquiera, como si fuera de cristal. Le regresaban sus malos modos, sus desplantes, sus groserías. Le regresaba el coraje. De chico, pateaba los arbotantes de Acapulco de pura rabia por ser lo que era y no lo que quería ser. ¿Por qué ellos sí y yo no? La otra noche, afuera de un restorán de lujo, hizo lo mismo, no se pudo contener, comenzó a patear las defensas de los coches estacionados, los otros choferes lo tuvieron que contener, ahora sí se iba a meter en un lío mayúsculo, este coche era el del ministro X, este del jerarca del PRI, este del que compró la paraestatal Z…

Qué suerte que en ese momento salió del restorán el millonario norteño y ex ministro don Leonardo Barroso buscando a su chofer y el encargado del Valet parking le dijo que se había sentido mal y se había ido dejando las llaves del coche del señor. Barroso también estalló en cólera, ¡país de irresponsables! y de repente se vio retratado en la del pobre Leandro, como que se vio retratado en la muina de un pobre chofer de turismo estacionado allí esperando clientela y pateando arbotantes, y soltó una gran carcajada. Se calmó gracias a ese encuentro, a esa comparación y a esa identificación. Se calmó también porque llevaba del brazo a una mujer divina, un auténtico cuero de melena larga y barba partida. Esa mujer se imponía al señor Barroso, lueguito se notaba. Lo traía enculado, que ni qué.

Don Leonardo Barroso le pidió a Leandro que los llevara a su casa a él y a su nuera y tanto le gustó cómo manejaba el chofer, y su discreción y apariencia, que lo contrató para ir en noviembre a España. Tenía negocios allí y necesitaba quién le manejara a su nuera, que lo iba a acompañar. El muy desconfiado de Leandro, tras el primer alborozo, se preguntó si este hombre alto, poderoso, que las podía de todas todas, veía en el chofer a un eunuco insignificante que podía pasear sin peligro a la "nuera" mientras él se ocupaba de sus "negocios”. Pero cómo iba a repelar. Se tragó la falta de confianza y se dijo que si ellos se la tenían a él, por qué no la iba a tener él con sus patrones.

Sus patrones. Era algo distinto a pasear turistas. Era un ascenso, luego se veía que el señor Barroso era hombre fuerte, un jefe que inspiraba respeto y tomaba decisiones rápidas. A Leandro no le dolían prendas, a alguien así se le podía servir con dignidad, con gusto, sin humillarse. Además -escribió volando a Asturias- iba a ver otra vez a Encarna.


Habían apostado que el que le diera una buena paliza a Paquito recibiría un boleto de autobús del pueblo al mar ida y vuelta. Y aunque Portugal estaba más cerca de Extremadura, ése era un país gallego, poco digno de confianza, donde hablaban muy raro. En cambio Asturias, aunque más lejos, era mar de España y como decía el himno, era "patria querida". Resulta que el tío de uno de tus amigos gamberros era chofer de líneas y podía hacerles un favor. Era vasco y entendía que el mundo se movía apostando, solamente apostando. Hasta las ruedas del autobús -les dijo con aire de filósofo- eran movidas por la apuesta de que los accidentes eran posibles pero improbables. "A menos que un chofer le apueste a otro que le gana la carrera de Madrid a Oviedo", se rió el tío del gamberro. No te sorprendió que para encontrar al tío y pedirle el favor, a nadie aquí se le ocurriera usar el teléfono ni mandar un telegrama, sino escribir una nota a mano, sin copia ni sobre, enviada por relevos de choferes de autobús. Por eso pasó tanto tiempo entre la golpiza que le diste al Paquito y la supuesta salida al mar. Pasó tanto tiempo que casi pierdes la apuesta que ganaste, porque hubo otras, aquí se la vivían apostando. Cien duros a que el Paquito no se aparecerá más por la plaza después de la golpiza que le diste. Doscientos a que sí y si no se aparece, mil pesetas a que se fue del pueblo, dos mil a que se murió, seis perras a que anda escondido. Fueron a la puerta del desván donde dormía el idiota. Reinaba un gran silencio. Se abrió la puerta. Salió un viejo vestido de negro, con el sombrero negro hundido hasta las orejas inmensas y la barba gris, de tres días, picándole el cuello blanco de la camisa sin corbata. El lóbulo de la oreja tenía tanto pelo que parecía un animal recién parido. Un lobezno. Te guardaste esta comparación. A ninguno de tus compañeros les gustaban esas cosas tuyas, tus comparaciones, tus alusiones, tu interés por las palabras. Lengua de piedra, caída de la luna, en un país donde el deporte preferido era mover piedras. Cabezas de piedra: que nada entre en ellas. Salvo una nueva apuesta. Las apuestas eran como la libertad, eran la inteligencia, eran la hombría, todo junto. ¿Por qué sale este viejo enlutado de la choza donde vivía el Paquito? ¿Se murió el Paquito? Todos se miraron entre sí con una mezcla extraña de curiosidad, miedo, burla y respeto. ¡Qué ganas de apostar y dejar de tener dudas! Por una vez, cada mirada de tus amigos era distante. Este hombre imponente, lleno de autoridad en medio de su pobreza, le arrancaba a cada uno de ustedes una actitud diferente, inesperada. No eran, por una vez, la manada de lobos jóvenes, comiendo juntos en la noche. Risa, respeto y miedo. ¿Se murió el Paquito? ¿Por eso andaba de luto este viejo de piedra que apareció en la casa del idiota? ¿Dos mil pesetas de apuesta? Todos se quedaron callados cuando les dijiste que la apuesta no valía, no se podía saber si el Paquito ya no iba a la plaza porque se había muerto y en su casa estaban de luto, porque aquí todo el mundo andaba siempre de luto. ¿No se habían dado cuenta? En este pueblo el luto es perpetuo. Siempre hay un muerto. Siempre. Y va a haber más, dijo con una voz de trueno el viejo enlutado. Vamos a ver si ustedes sólo saben golpear a un niño indefenso. Vamos a ver si ustedes son hombrecitos de coraje y de honor, o como yo me lo sospecho, una punta de maricones gamberros de mierda. Habló el viejo y tú sentiste que tu vida ya no era tuya, que todos los planes se iban a venir abajo, que todas las apuestas se iban a juntar en una sola.


Encarna no esperaba verlo otra vez. Titubeó. No iba a cambiar de aspecto ni de vida. Que la viera en su salsa, como era todos los días, haciendo lo que hacía para ganarse el pan. Pan de chourar, recordó para sí, el pan de la novia era pan de llanto en estas tierras.

Él ya sabía dónde encontrarla. De nueve de la mañana a tres de la tarde, de abril a noviembre. El resto del tiempo, la cueva estaba cerrada para evitar el deterioro de las pinturas. La respiración, el sudor, las tripas de los hombres y de las mujeres, todo lo que nos da vida, se la quita a la cueva, la desgasta, la pudre. Las pinturas de ciervos y bisontes, los caballos pintados a carbón, el óxido y la sangre de la caverna, son mortalmente combatidos por el óxido y la sangre de los hombres.

A veces Encarna soñaba con esos caballos salvajes, pintados hace veinticinco mil años, y durante el tiempo de invierno, cuando la cueva se cerraba al público, los imaginaba condenados al silencio y a la oscuridad, esperando la primavera para volver a cabalgar. Enloquecidos de hambre, ceguera y amor.

Era una mujer sencilla. Es decir: a nadie le comunicaba sus sueños. A los turistas que venían hasta aquí sólo les decía, lacónicamente:

– Muy primitivo. Esto es muy primitivo.

Llovía a cántaros ese día de noviembre, poco antes de que se cerrara la cueva y para llegar hasta ella Encarna se había puesto sus buenas botas de hule. El camino de su casa a la entrada de la cueva era un empinado sendero de barro. El lodo le subía hasta los tobillos. Se cubría la cabeza con una pañoleta rústica, pero aun así unas hebras mojadas le cubrían la cara y debía cerrar los ojos y pasarse la mano por el rostro continuamente, como si llorara. La cazadora que traía puesta no era impermeable, sino una lana con cuello de conejo, y no olía bien. Sus faldones cubrían otro par de enaguas que la convertían en cebolla bien protegida. Tenía puestas varias medias de lana, unas encima de otras.

No había nadie esa mañana. Esperó en vano. Pronto se cerraría la cueva, la gente ya no venía. Decidió entrar sola y decirle adiós a la cueva que pronto entraría a su siesta de invierno. Qué mejor manera de hacer sus adioses que poner sus propias manos sobre una huella dejada en la piedra por otra mano miles y miles de años antes. Era extraño. La huella era color de carne, ocre, y del tamaño exacto de la mano de Encarnación Cadalso.

Le emocionó pensar esto. Le gustó darse cuenta de que pasaban siglos pero la mano de una mujer cabía perfectamente en la de otra mujer, o quizás la de un hombre, un marido, un hijo, muertos pero vivos en la herencia de la piedra. Esa mano la llamaba, le pedía a Encarna su propio calor para no morirse del todo.

Gritó la mujer. Otra mano, viva ésta, caliente, callosa, se posó sobre la suya. El fantasma del muerto que dejó su huella allí había regresado. Encarna volteó el rostro y en la tenue luz encontró el de su novio mexicano, su novio, sí, Leandro Reyes, tomándole la mano a ella en el lugar mismo donde vivían y palpitaban, no sólo ella, sino su país, su pasado, sus muertos… ¿La aceptaría como era, donde era, no en el glamour -se dijo la palabra tan leída en las revistas- de un viaje turístico a México?


No es que tuviera que forzarlos. Todos estaban preparados para asumir una apuesta, ya lo sabías. En eso te criaste. En eso vivían tú y tus amigos. Pero este ser casi sobrenatural que los recibió sorpresivamente en el desván donde vivía Paquito, les puso muy alta la postura, les comprometió la vida y el honor en su desafío. Era como si todos los años de la niñez y ahora de la adolescencia se precipitaran como en una catarata inesperada, desesperada, borrando todo lo anterior, y todos los desplantes, las burlas, las crueldades de unos contra otros pero sobre todo de los más fuertes contra los más débiles, se fundiesen en un solo filo de plata, punzante y cegador. Ni un paso más sobre la tierra, les estaba diciendo el hombre de cuello sin corbata y traje de luto, si antes no dan este paso mortal que yo les propongo.

Uno de los gamberros quiso agredirlo; el hombrón de las orejas peludas lo levantó como un gusano y lo estrelló contra la pared; a otros dos que se mostraron desafiantes, les juntó las cabezas en un golpazo hueco y pétreo a la vez, dejándolos aturdidos.

Dijo que era el padre del Paquito y no tenía la culpa de la memez de su hijo. Ni daba explicaciones. También era padre de uno de ellos, dijo de una manera sobria pero sobrecogedora, y paseó la mirada entre los nueve gamberros, dos noqueados, uno tirado de espaldas contra el muro. No iba a decirles de cuál -mostró los dos o tres dientes largos, amarillos, que le quedaban- porque iba a escoger a uno solo, el que agredió al Paquito. A ese lo iba a distinguir. A ese lo iba a desafiar como hombre.

– Apuesten si quieren, ¿con cuál de sus madres me acosté un día? Piénsenlo mucho antes de atreverse a ponerle la mano encima otra vez a mi hijo el Paquito, y piensen que es el hermano de uno de ustedes.

No dijo si el idiota estaba vivo o muerto, malherido o recuperado y se regocijó viendo las caras de los nueve hijos de puta que sin embargo hubiesen querido apostar antes a todas estas alternativas. Los mandó callarse con su mirada y ésta ordenaba: Que dé la cara el que le dio la zurra al Paquito.

Diste un paso adelante, con los brazos cruzados sobre el pecho, sintiendo que los vellos que se asomaban por tu camisa mugrosa, sin botones, te brotaban súbitamente hasta convertirse en selva macha, campo de honor para tus diecinueve años.

El hombrón no te miró con odio ni con burla, sino seriamente. Había salido de la cárcel la semana anterior -se desarmó al decir esto, pero los desarmó-, y tenía tres cosas que decirles. Primero, de nada servía delatarlo. Eran brutos, pero que no se les ocurriera. Juraba acabar con ellos como si fuesen moscas. Segundo, en sus diez años de cárcel acumuló una suma de doscientas mil pesetas de sus terrenos, sus pensiones militares, sus herencias. Una pitanza. Ahora la apostaba. La apostaba. Todo lo que tenía.

Te miraron tus compañeros. Sentiste sus miradas idiotas, temblorosas, a tus espaldas. ¿Cuál era la apuesta? Te la envidiaban. Doscientas mil pesetas. Para vivir como rey un montón de tiempo. Para vivir. O cambiar de vida. Para hacer la regalada gana. Detrás de ti, todos aceptaron la apuesta aun antes de conocerla.

– Vamos a cruzar el túnel de los Barrios de La Luna. Es uno de los más largos. Yo voy a arrancar del lado del norte y tú -te miró con un desprecio mortal del lado del sur. Cada uno conduciendo un carro. Pero cada uno en sentido contrario a la circulación. Si los dos salimos ilesos, nos repartimos el dinero. Si yo no salgo del túnel, tú te lo quedas. Si tú no sales, me lo quedo yo. Si no sale ninguno, que se lo repartan tus amigos. A ver qué dice la suerte.


Leandro le quitó delicadamente la pañoleta, le mesó el pelo húmedo, le besó avorazadamente la cara mojada, sin pintura, más arrugada de lo que parecía en Cuernavaca, pero cara de ella y ahora de él.

Más tarde, acostados en el camastro de Encarna, abrazados para vencer ese sabroso frío de noviembre que reclama la cercanía de la piel desnuda con su compañera, bajo una manta de lana gruesa, frente a un fuego encendido, se confesaron su amor, y ella dijo que amaba su trabajo y su tierra. No esperaba nada, lo admitía. La verdad -rió- es que hace tiempo que nadie volteaba a verla. Él fue el primero en muchísimo tiempo. No quería saber si habrá un segundo. No, no lo habrá. Antes, amoríos sí, no era monja. Pero amor de verdad, amor sincero, sólo este. Podía estar seguro de su fidelidad. Por eso le contaba estas cosas.

Más y más, en brazos de la Encarna, Leandro sintió que ya no tenía que fingir nada, el tiempo de la inseguridad y de la fanfarronada quedaba atrás, ya nunca más diría "todos estamos jodidos", de ahora en adelante diría "así somos, pero juntos podemos ser mejores".

Ella le contó el sueño de la caverna, que a nadie más le había dicho nunca, qué tristeza le daba dejar a esos caballos solos, muertos de frío, en la oscuridad, entre noviembre y abril, cabalgando sin destino. Él le preguntó si se atrevería a dejar su tierra y venirse a vivir a México. Ella dijo sí muchas veces y lo besó entre sí y sí. Pero le advirtió que el pan de las novias en Asturias es pan de llanto.

– Me haces sentirme distinto, Encarnita. Ya no estoy a las patadas con el mundo.

– Creía que si me encontrabas aquí, en medio del lodo y con la cara lavada, ya no te iba a gustar.

– Vamos haciéndonos viejos juntos, ¿qué te parece?

– Vale. Aunque yo prefiero que seamos siempre jóvenes juntos.

Lo hizo reír, sin rubor, sin machismo, sin complejos, sin resentimiento o desconfianza. Le tomó la mano con mucho cariño y le dijo, como para ya no volver a hablar del otro Leandro:

– Vamos, que lo he entendido todo.

Ella había temido que él se desilusionara viéndola aquí, en su salsa, como ahora, con la frazada echada a los hombros y las medias de lana y los zapatos con zancos para ir a atizar el fuego. Recordaba la dulzura de Cuernavaca, sus perfumes cálidos, y ahora se veía en este país de zancos, gente con zuecos, casas con zancos, aquí mismo donde ella vivía, un hórreo levantado sobre zancos para evitar la humedad, el lodo, la lluvia torrencial, la "hecatombe de agua", como le dijo a Leandro.

La invitó a pasar el fin de semana en Madrid. Su jefe el señor Barroso y su nuera, la señora Michelina, volaron a Roma. Quería pasearla, enseñarle la Cibeles, la Gran Vía, la Calle de Alcalá y El Retiro.

Se miraron y no tuvieron que decir las palabras de su acuerdo. Somos dos solitarios y ahora estamos juntos.


El viejo vestido de negro, con el sombrero negro clavado hasta las orejas peludas, conduce la camioneta y no te mira nunca; quiere estar seguro de que vas junto a él y cumplirás tu parte de la apuesta.

No te mira pero te habla. Es como si sólo su voz te reconociera, jamás su mirada. Su voz te da miedo, soportarías mejor su mirada, por terribles, encarcelados, justicieros que sean sus ojos. Algo que nunca habías pensado te habla adentro de tu pecho, como si allí, en tu aliento capturado, pudieses hablar con tu carcelero, el prisionero que terminó de cumplir su sentencia, salió al mundo y en seguida te hizo prisionero a ti…

Tú y tus amigos tampoco se miraban entre sí. Tenían miedo de ofenderse con la mirada. El contacto de los ojos era peor, más peligroso que el de las manos, el sexo, la piel. Era preciso evitarlo. Ustedes eran muy hombres porque nunca se dirigían la mirada, caminaban por las calles del pueblo mirándose las puntas de los zapatos y a los demás, invariablemente, los veían con algo feo, desdén o provocación, burla o inseguridad. Pero el Paquito sí te miró, te miró derecho, muerto de susto pero directo, y eso no se lo perdonaste, por eso lo agarraste a golpes, le zurraste…

Pasan cien, doscientos venados color de durazno maduro corriendo por las tierras de Extremadura, como si buscaran el refuerzo final de su número. El viejo los mira y te dice que no mires a los venados, que mires arriba, a los buitres que circulan ya en espera de que algo le ocurra a un venado…

– Hay jabalíes también -dijiste por decir algo, por animar la conversación con el padre, el verdugo, el vengador del idiota Paquito.

– Ésos son los peores -te contestó el viejo-. Son los más cobardes.

Dijo que los jabalíes viejos, antes de bajar al agua, mandaban por delante a los críos y a las hembras, a los machos jóvenes y a las hembras, guiados por el viento y el olfato para comunicarle al jabalí viejo que el camino estaba libre para ir a beber. Sólo entonces descendía al agua el viejo jabalí.

– A los machos jóvenes que van por delante los llaman escuderos -dijo el viejo, primero con seriedad, luego ganado poco a poco por la risa-. Los jóvenes escuderos son los que son cazados, los que mueren. En cambio el jabalí viejo cada vez sabe más por viejo, deja que los críos y las hembras se sacrifiquen por él…

Ahora sí, ahora sí volvió a verte con una mirada roja, encendida como una brasa reavivada, la última brasa en el centro de la ceniza que todos creían muerta.

– Se ponen grises de viejos. Los jabalíes. Salen sólo de noche, cuando los críos ya fueron cazados o regresaron vivos a decir que el camino está despejado.

Reía con ganas.

– Sólo salen de noche. Se vuelven grises con el tiempo. Se les retuerce el colmillo. Jabalí viejo, colmillo torcido.

Dejó de reír y se pegó con un dedo sobre los dientes.

Te contrató el auto de este lado del túnel. No necesitó decirte que confiaba en tu honor. Te dejaba solo para ir del otro lado. Tomaba catorce minutos exactos cruzar el túnel de la Luna. Mediría el tiempo de tu salida. A los quince minutos, tú te darías la vuelta para entrar otra vez al túnel y él, el viejo, empezaría a correr en sentido contrario.

– Adiós -dijo el viejo.


Salieron de la carretera entre el humo de la central eléctrica mezclado con la neblina de las altas montañas, junto a pozos de hulla abandonados que cicatrizaban lentamente en la tierra. Los chicos jugaban fútbol. Las viejas se encorvaban sobre las hortalizas. El hormigón, las varas, los bloques de cemento y los muros de contención iban desmontando la tierra para dar paso a la carretera y a la sucesión de túneles que penetraban, venciéndola, la Sierra Cantábrica. Era una espléndida carretera y Leandro conducía el Mercedes de su jefe de prisa, con una sola mano. Con la otra apretaba la de su Encarna y ella le pedía ir más despacio, Jesús, que no la asustara, se trataba de llegar vivos a Madrid, pero él que ni modo, por más que ella lo suavizara, él tenía costumbres y reacciones de macho que no iba a dejar de un día para otro, además el Mercedes ronroneaba como un gato, era una delicia manejar un carro que se deslizaba sobre la carretera como mantequilla sobre un bolillo, sonrió cuando entraron al larguísimo túnel de los Barrios de la Luna, dejando atrás el paisaje tutelar de picachos nevados y brumas rasgadas. Leandro encendió las luces como dos ojos de gato, seguido de la vieja camioneta manejada por un hombre vestido de negro, con el sombrero negro hundido hasta las orejas inmensas y la barba gris picándole el cuello blanco de la camisa sin cuello. Se rascó el lóbulo de la oreja peluda. Se cuidó de cambiar de carril y pasarse al izquierdo, exponiéndose a un choque seguro. Mejor siguió a la distancia, con seguridad, a ese elegante Mercedes con placas de Madrid. Se carcajeó. El honor se lo dejaba a los gilipollas. Él iba a vengar a su pobre hijo.

Tú corrías a noventa por hora, avergonzado de pensar que lo hacías para que te detuviera la policía de caminos y te impidiera entrar al túnel que se avecinaba. Te mareó el paso súbito del sol duro a la bocanada de humo, al aliento de niebla negra dentro del túnel. Tomaste con decisión el carril izquierdo, arrancaste en sentido contrario, diciéndote que ibas a dejar la aldea de piedra, la lengua de piedra, eso era mejor que irse a América, esto era ser auténtico, ser tú mismo, exponerte para ganar una apuesta, y qué apuesta, doscientos mil duros, de un golpe, exponías la vida pero con suerte te hacías rico de un golpe, a ver si la suerte te protegía, si no te la jugabas ahora ya no lo harías nunca, la suerte era igual que el destino y todo dependía de una apuesta, esto era igual que meterse de torero, pero en vez del toro lo que avanzaba velozmente hacia ti era un par de luces encendidas, cegantes para ti y para el que conducía el carro contrario, dos cuernos luminosos, apostaste: ¿sería el viejo hijo de su puta madre y padre de sus putos hijos, quién, quién o quiénes serían estos seres a los que ibas a darles un gran abrazo de piedra, tú con tus cuernos de toro luminosos también, como esos que sostienen a todas las vírgenes de España y de América?, pensaste en una mujer antes de estrellarte contra el auto que venía en sentido contrario, que era el sentido correcto, pensaste en el pan de las vírgenes, el pan de las novias de todo el mundo, pan de chourar, el pan del llanto convertido en piedra.

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