Capítulo 9

Larga era la espera hasta que llegaba el mediodía de Tharixan. Mi señor convocó un consejo de capitanes. Montaron una gran mesa sobre unos trípodes ante la construcción central y todo el Mundo pudo sentarse.

—Por la gracia de Dios, hemos sido perdonados. De momento, estamos a salvo. He exigido que todos sus navíos se posen en tierra, como podéis ver. Negociaré para ganar tanto tiempo como sea posible. Hemos de registrar el fuerte de punta a cabo, tomar los mapas, los libros, todas las fuentes de información. Los hombres más dotados para las artes mecánicas deberán estudiar y probar todas las máquinas que encontremos, para que podamos aprender a levantar una pantalla de fuerza e igualarnos a nuestros enemigos. Pero todo hemos de hacerlo en secreto, pues si se enterasen de que todavía no sabemos nada de esos instrumentos… —Sir Roger sonrió y se pasó un dedo por la garganta.

El buen padre Simón, nuestro capellán, pareció volverse ligeramente verde.

—¿Y para qué? —dijo con voz débil.

Sir Roger le hizo un gesto con la cabeza.

—También tengo un trabajo para vos. El hermano Parvus deberá acompañarme para traducir al wersgor. Pero tenemos un prisionero, Branithar, que habla latín.

—No me atrevería a decir que lo habla —le interrumpí—. Sus declinaciones son atroces y no puedo describir lo que les hace sufrir a los verbos irregulares.

—Sin embargo, hasta que haya aprendido inglés suficiente, nos hace falta un clérigo para hablar con él. Tendrá que explicarnos lo que no entiendan los que estudien los aparatos capturados, y habrá de servir como intérprete con los prisioneros wersgor si hemos de interrogarlos.

—¿Querrá hacerlo? —dijo el padre Simón—. Es un recalcitrante pagano, hijo mío, y dudo que tenga alma. Apenas hace unos días, cuando viajábamos en la nave, y con la esperanza de ablandar un corazón tan duro, fui a su celda y empecé a leerle las generaciones desde Adán y Noé. Apenas había pasado de Jared cuando vi que se había dormido.

—Que le traigan —ordenó mi señor—. Y que venga Hubert el Tuerto. Decidle que se traiga todos sus instrumentos.

Mientras esperábamos, asustados y hablando en voz baja, Alfred Edgarson observó que yo no estaba muy tranquilo.

—Bien, hermano Parvus, ¿qué pasa? —preguntó con voz tronante—. ¿Qué podéis temer vos, un hombre de Dios? En cuanto a nosotros, si nos portamos bien, no hemos de temer más que un poco de purgatorio. Iremos a reunimos con San Miguel y seremos los centinelas de los muros del Paraíso. ¿Qué pasa?

Me repugnaba desanimarles diciendo en viva voz lo que me había pasado, pero insistieron y acabé por decir:

—Bien, amigos míos, me temo que esto es muy malo.

—¿Qué? —aulló sir Brian Fitz-William—. ¿De qué se trata? ¡No sigáis lloriqueando!

—Durante el viaje no hemos contado con ningún método seguro de contar el tiempo —murmuré—. Los relojes de arena no son muy precisos y desde que estamos en este diabólico planeta incluso hemos olvidado darles la vuelta. ¿Cuánto dura aquí un día? ¿Qué hora es en la Tierra?

Sir Brian pareció desconcertado.

—No lo sé, pero, ¿qué importa?

—Me imagino que habréis tomado una buena chuleta de buey para desayunar —le dije—. ¿Estáis seguro de que hoy no es viernes?

Me miraron horrorizados, con los ojos fuera de las órbitas.

—¿Cómo podremos saber que es domingo? —exclamé—. ¿Quién puede decirme cuando llegará el Adviento? ¿Cómo observaremos la Cuaresma? ¿Cómo celebrar la Pascua? ¿Cómo, con dos lunas por encima de nuestras cabezas para mayor confusión?

Thomas Bullard se cubrió la cara con las manos.

—¡Estamos perdidos!

Sir Roger se incorporó.

—¡No! —bramó ante todos sus capitanes demolidos—. No soy un sacerdote, y lejos estoy de ser un santo varón. Pero, ¿no dijo nuestro Señor que el Sabbat estaba hecho para el hombre y no el hombre para el Sabbat?

El padre Simón pareció dudoso.

—Puedo conceder, en estas circunstancias extraordinarias, dispensas particulares —dijo—, pero no sé exactamente cuáles son los límites de mis poderes en estos dominios.

—No me gusta esto —rezongó Bullard—. Creo que todo es un signo de Dios para hacernos ver que ha apartado de nosotros su cara, pues nos oculta el tiempo en que debemos ayunar y recibir los sacramentos.

Sir Roger se puso rojo como la cresta de un gallo. Se quedó silencioso durante un momento, viendo que el valor se retiraba de sus hombres, como el vino que cae de una copa rota. Luego, se calmó, se echó a reír y exclamó:

—¿No ordenó nuestro Señor a sus fieles que fueran a donde pudieran para difundir Su palabra y que siempre estaría con ellos? No nos tiremos los trastos a la cabeza. Quizá cometamos algunos pecados veniales en las presentes circunstancias. Si es así, un hombre no debe arrastrarse, sino arreglar sus equivocaciones. Para expiarnos, practicaremos valiosas ofrendas. Para poder realizar esas ofrendas… ¿no contamos con todo el Imperio de Wersgor para saquearlo hasta que pida gracia? ¡Eso demuestra que es el propio Dios el que nos ordena ir a la guerra! —sacó la espada, brillando bajo el sol, y la puso ante sus ojos sujeta por la hoja—. Por esta espada, cetro y arma del caballero, que también es el signo de la Cruz, hago voto de combatir hasta el fin para mayor gloria de Dios.

Lanzó la hoja al aire; el arma giró, brillante, en el aire caliente. La atrapó al vuelo y la balanceó hasta que silbó el aire.

—¡Combatiré con esta espada!

Sus capitanes aplaudieron débilmente. Sólo el sombrío Bullard se abstuvo de hacerlo.

Sir Roger si inclinó hacia su capitán y le oí susurrar:

—Y la prueba de que mi argumento es irrefutable es que cortaré en pedazos al que me discuta.

De hecho, concluí que mi amo, de un modo muy burdo, había comprendido la verdad. En ratos perdidos, pasé su lógica a la adecuada forma estilística, naturalmente; pero, mientras tanto, me reconfortaba y vi que los demás no se sentían desmoralizados.

Un soldado nos trajo a Branithar, que se plantó ante nosotros con aire de desafío.

—Buenos días —le dijo amablemente sir Roger con mi mediación—. Vamos a necesitar tu ayuda para interrogar a los prisioneros y para instruirnos cuando estudiemos los aparatos capturados.

El wersgor se irguió con todo el orgullo de un guerrero.

—Es inútil insistir —escupió—. Cortadme la cabeza y acabemos con todo. Me equivoqué una vez con vuestra capacidad y eso costó la vida a muchos hombres de mi pueblo. No volveré a traicionarles.

Sir Roger hizo un gesto con la cabeza.

—Esperaba una respuesta parecida. ¿Dónde está Hubert el Tuerto?

—Aquí, señor, aquí. Aquí está el viejo Hubert —y el verdugo del barón avanzó cojeando, colocándose el capuchón; llevaba un hacha pasada por el delgado codo y una cuerda enrollada alrededor de la cintura—. Estaba paseando, señor, recogiendo flores para la más joven de mis hijas, sire. Ya la conocéis, esa hermosa niña con bucles de oro a la que tanto gustan las margaritas. Esperaba que alguna de estas flores paganas le recordase nuestras queridas margaritas de Lincolnshire y pudiera hacerse una corona.

—Tengo trabajo para ti —dijo sir Roger.

—¡Ah! Bien, señor. Bien, muy bien —el ojo único y legañoso del anciano se entrecerró, se frotó las manos y se rió—. ¡Ah, gracias, sire! No es por criticar, el viejo Hubert no debe hacerlo, y conoce también su humilde puesto, pues os sirvió de caballero, y a vuestro padre y al padre de vuestro padre, como verdugo de los Tourneville. No, sire, conozco mi puesto y en él me mantendré, como ordenan las Santas Escrituras. Pero, por Dios, a decir verdad, habéis tenido mucho tiempo sin hacer nada al pobre Hubert. Vuestro padre, por ejemplo, sire —sir Raymond—, era llamado Raymond Manos Rojas… ¡aquél hombre sí que apreciaba mi arte! Y su padre, vuestro abuelo, señor, el viejo Nevil Matamoros, del que también me acuerdo, ¡hacía respetar su justicia en tres condados! En su tiempo, sire, la gente del pueblo conocía cuál era su lugar y los gentilhombres podían encontrar un buen servidor a un precio razonable; no es como ahora, cuando todo se soluciona con una multa o un día en la palestra. Es un escándalo.

—Basta ya —dijo sir Roger—. El cara azul se muestra testarudo. ¿Sabrás persuadirle?

—¡Naturalmente, sire, naturalmente! —Hubert se lamió las desdentadas encías, pura y simplemente encantado; dio la vuelta alrededor de nuestro cautivo, tieso e inmóvil, estudiándole desde todos los ángulos posibles.

—Muy bien, muy bien, vuelven los viejos buenos tiempos. ¡Que el Cielo bendiga a mi amo! No he traído conmigo todos mis instrumentos, aunque aquí tengo unas empulgueras, algunas pinzas y, en poco tiempo, podré construir un potro. Quizá encontremos una marmita llena de aceite. Siempre he dicho, sire, que un día triste y gris se alegra bastante con un brasero lleno de ruego y un caldero de aceite hirviendo. Esto me hace pensar en mi viejo padre y consigue que llore mi viejo ojo, sire. Veamos, veamos… —se puso a medir a Branithar con la cuerda.

El wersgor retrocedió, asustado. El poco inglés que sabía le había permitido comprender el sentido de la conversación.

—¡No iréis a hacer eso! —aulló—. Ningún ser civilizado osaría…

—Abrid un poco la mano, por favor —Hubert sacó unas empulgueras del saco y las colocó en las manos azules—. Sí, sí, van como un guante —mostró todo un conjunto de cuchillos—. Llega el verano y canta el cuco —canturreó.

Branithar, con la garganta seca, habló muy débilmente.

—Pero no estáis civilizados —medio estrangulado, gruñó—: Bien, haré lo que me pedís. ¡Malditos seáis, manada de bestias salvajes! ¡Cuando mi pueblo os haya aplastado, llegará mi turno!

—No hay prisa —le aseguré.

Sir Roger radiaba de alegría. Pero su cara adquirió un tinte de pena. El viejo verdugo sordo como una tapia seguía sacando instrumentos de tortura.

—Hermano Parvus —me dijo mi señor—, ¿podríais comunicarle la nueva a Hubert? Admito que no tengo valor para hacerlo yo.

Consolé al pobre viejo prometiéndole que si Branithar mentía o no nos ayudaba honestamente, sería castigado. Se fue bastante contento, cojeando, a construir un potro de tortura. Le dije al guardia de Branithar que se asegurase de que el wersgor no se perdiera nada de la tarea.

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