Capítulo 11

El largo día permitió que los nuestros realizasen considerables progresos. Con Branithar para instruirlos y para servir de intérprete con los prisioneros que comprendían el arte en cuestión, los ingleses no tardaron en aprender el manejo de muchos artilugios. Practicaron con los navíos del espacio y con las pequeñas naves voladoras, elevándolas tan sólo algunas pulgadas por miedo a que el enemigo las viera y disparase. Condujeron también carros sin caballos y aprendieron a emplear los instrumentos que permitían hablar a distancia, los instrumentos ampliadores y otros utensilios misteriosos. Manejaron armas que arrojaban fuego, metal o rayos invisibles que atontaban. Los ingleses aprendimos a emplear todos estos instrumentos y otros muchos, pero no teníamos ni idea del saber oculto que había ayudado a fabricarlos. Los encontramos, con todo, muy sencillos de utilizar. En la Tierra colocábamos los atalajes de los animales, sabíamos fabricar complicadas ballestas y catapultas, construíamos navíos con velas y montábamos máquinas que permitían que los músculos del hombre levantasen pesadas piedras. En aquel planeta aprendimos a mover una tuerca, apretar un botón… en comparación, nada. La única dificultad real para nosotros, gente iletrada, era recordar lo que significaban los símbolos de los diferentes indicadores —lo que no era una ciencia ni más difícil ni complicada que la heráldica, arte que todo admirador de nuestros héroes podía explicar con el mayor detalle.

Yo era el único que pretendía saber leer el alfabeto wersgor y estudiaba con su ayuda los documentos capturados en la fortaleza. Mientras yo me dedicaba a aquella tarea, sir Roger conferenciaba con los capitanes y dirigía a los siervos más estúpidos, los que no podían aprender nada acerca de las nuevas armas, en determinadas obras defensivas. El lento crepúsculo empezaba a caer y el sol se ponía, primero rojizo y luego dorado, en un cielo obscuro. El barón me llamó para reunirme con su consejo.

Me senté, miré las caras endurecidas de arrugadas mejillas. Todos parecían animados por una nueva esperanza. Se me secó la lengua en la boca. Conocía muy bien a todos aquellos capitanes. Y sabía lo que quería decir la brillante mirada de sir Roger… ¡y lo que significaba para todos nosotros!

—¿Os habéis enterado ya de cuáles son los principales castillos de este planeta, hermano Parvus? —me preguntó.

—Sí, sire —respondí—. Sólo hay tres, contando con Ganturath.

—¡Imposible! —exclamó sir Owain Montbelle.

—Olvidáis que no se trata de reinos separados, ni siquiera de feudos. Todo el mundo depende directamente del gobierno imperial. Las fortalezas sólo sirven para albergar a los jefes de policía, que mantienen el orden entre el populacho y cobran los impuestos. Y es cierto que las fortalezas han de mantenerse como bases defensivas. Tienen castillos en donde guardar los grandes navíos del espacio y guerreros para defenderlos. Pero los wersgorix no han librado una verdadera batalla desde hace mucho tiempo. Se limitan a intimidar y dominar a salvajes indefensos. Ninguna de las otras razas que viajan entre las estrellas se ha atrevido a declararles la guerra abiertamente; en este alejado planeta no hay más que escaramuzas ocasionales. En resumidas cuentas, tres fortalezas bastan y sobran para el mundo en que nos encontramos.

—¿Son importantes? —preguntó ansioso sir Roger.

—Al otro lado del globo se alza Stularax, que es casi igual que Ganturath. Luego, la fortaleza principal, Darova, donde vive el procónsul Huruga. Es, con mucho, la más grande y la más fuerte. Creo que de ella proceden todos los navíos y los guerreros que se nos enfrentan.

—¿Dónde se encuentra el mundo habitado por caras azules más cerca de nosotros?

—Según los libros que he estudiado, a unos veinte años luz de aquí. Wersgorixan, el planeta capital, está mucho más lejos, incluso más lejos que la Tierra.

—Pero el instrumento que habla a distancia puede informar inmediatamente al emperador de lo que pasa, ¿no? —preguntó el capitán Bullard.

—No —respondí—. Funciona a la velocidad de la luz, no a más. Los mensajes entre las estrellas deben enviarse mediante naves del espacio; harían falta un par de semanas para poder avisar a Wersgorixan. Además, Huruga no lo ha hecho. Le oí decir a uno de sus oficiales que mantendrían en secreto este asunto durante un tiempo.

—Naturalmente —opinó sir Brian Fitz-William—. El duque quiere vengarse por lo que le hemos hecho y desea aplastarnos antes de decir nada. Un modo muy normal de actuar.

—Pero si podemos molestarle lo suficiente, acabará por pedir ayuda —profetizó sir Owain.

—Exactamente —asintió sir Roger—. Y creo que he encontrado un método de asestarle un buen golpe.

Comprendí claramente que mi lengua había actuado sabiamente cuando se me secó en la boca: los presentimientos eran sombríos.

—¿Cómo podemos combatir con ellos? —preguntó Bullard—. Comparadas con las armas que podemos ver en sus campamentos, nosotros tenemos muy poco material. Podrían, si fuera necesario, derribar todas nuestras naves si llegara el caso.

—Por eso propongo una expedición contra el pequeño fortín de Stularax para encontrar allí nuevas armas. Eso hará que Huruga se sienta menos seguro de sí mismo.

—A menos que le impulse a atacarnos.

—Hay que correr ese riesgo. En el peor de los casos, un nuevo combate no me da miedo. ¿No veis que nuestra única oportunidad es actuar audazmente?

Hubo pocas protestas. Sir Roger había contado con muchas horas para animar a los suyos. Sir Brian, sin embargo, hizo una objeción razonable:

—¿Cómo efectuar la expedición? Ese castillo se encuentra a millas de nosotros. No podemos echar a volar del campamento sin que nos disparen.

Sir Owain levantó las cejas irónicamente.

—¿Quizá contáis con un caballo encantado? —le dijo a sir Roger, sonriendo.

—No, con un animal de otra clase. Escuchadme…

Los hombres del barón trabajaron durante toda la noche. Montaron unas poleas bajo una de la más pequeñas naves del espacio e hicieron que los bueyes la movieran tan silenciosamente como fuera posible. Para ocultar su paso a través de los campos descubiertos, llevaron a pastar a todo el ganado. En la obscuridad, y con la ayuda de Dios, la trampa funcionó. Al fin se encontró a cubierto bajo los árboles altos y espesos cubiertos de hojas. Una línea de exploradores se desplazó como sombras para acechar a los soldados azules.



—Tienen experiencia; contamos con muy buenos cazadores furtivos —dijo John el Rojo.

Los trabajos fueron a partir de aquel momento menos peligrosos pero más difíciles. Al alba, el navío no estaría seguro más que a varias millas del campamento, lo bastante lejos como para poder despegar sin que le divisaran desde el cuartel general de Huruga.

Era el más grande de los navíos que pudieran desplazarse fácilmente, pero era demasiado pequeño como para transportar armas poderosas. Sir Roger estuvo examinando durante todo el día los proyectiles explosivos que disparaba un cañón determinado. Un aterrado ingeniero wersgor le explicó cómo armar los cohetes para disparar. El navío transportaba varios de aquellos artilugios, así como un armadijo en piezas fabricado por nuestros artesanos.

Todos los que no se ocupaban del navío trabajaron en reforzar las defensas del campamento. Incluso mujeres y niños manejaron la pala y el pico. Las hachas resonaban en el cercano bosque. La noche, bastante larga de por sí, nos pareció interminable, dedicados como estábamos a aquellos agotadores trabajos. No nos detuvimos más que para comer apresuradamente algún trozo de pan o dormir unos instantes. Los wersgorix pudieron ver lo afanados qué nos encontrábamos, cosa imposible de evitar, pero intentamos ocultar lo que realmente hacíamos. No tenían que descubrir que rodeábamos Ganturath de postes, fosas, trampas y frisas. Por la mañana, bajo la radiante luz del sol, nuestros dispositivos quedaron ocultos bajo las altas hierbas.

Recibí con alegría aquellos irritantes trabajos, pues me hicieron olvidar mis temores. Pero mi mente volvía a ellos en cuanto me sentaba para descansar, como un perro que vuelve a por un hueso olvidado. ¿Se había vuelto loco sir Roger? ¡Había cometido ya tantos errores! Y, sin embargo, a todas las preguntas que se me pasaban por la cabeza no podía dar otra respuesta que las suyas.

¿Por qué no habíamos huido inmediatamente después de la conquista de Ganturath, en vez de esperar la llegada de Huruga? Porque habíamos perdido el camino de vuelta y no teníamos esperanza alguna de encontrarlo sin la ayuda de los mejores navegantes espaciales (si podíamos dar con ellos). Más valía morir que vagar a ciegas entre las estrellas… donde nuestra ignorancia acabaría por matarnos.

Sir Roger había logrado una tregua. ¿Por qué correr el riesgo fatal de romperla atacando Stularax? Porque estaba claro que la tregua no duraría mucho tiempo. En cuanto tuviera tiempo de pensar en todo lo que viera, Huruga comprendería la vanidad de nuestras pretensiones y nos aniquilaría. Nuestra audacia podía desanimarle y quizá así siguiera creyéndonos más fuertes de lo que realmente éramos. Aunque, si decidía combatir, nosotros seríamos más fuertes que en la Tierra con las nuevas armas de las que nos apoderaríamos en la expedición.

¿Creía realmente sir Roger que un plan tan insensato podría funcionar? Sólo Dios y él podían responder a aquella pregunta. Yo sabía que el barón improvisaba a medida que pasaban las cosas. Era como un corredor que tropieza y debe avanzar más deprisa para no caerse.

¡Pero, por lo menos, corría gloriosamente!

Aquellas reflexiones me tranquilizaron. Confié mi suerte al Cielo y manejé la pala con mayor calma.

Justo antes del alba, cuando la bruma se dispersó entre los edificios, las tiendas y las bombardas, cuando el primer rayo de luz atravesó el cielo, sir Roger vio partir a sus soldados. Eran veinte:

John el Rojo y los mejores entre sus arqueros, dirigidos por sir Owain. Resultaba curioso ver cómo el corazón, a menudo pusilánime, del caballero cobraba valor al tener a la vista una acción arriesgada. Se mostraba tan alegre como un niño, envuelto en su capa escarlata, escuchando las órdenes.

—Cruzad los bosques y manteneos a cubierto hasta llegar al navío —le dijo mi señor—. Esperad a mediodía y luego echad a volar. Sabéis emplear los mapas desplegables para guiaros, ¿verdad? Bien. Cuando lleguéis a Stularax, cosa que os llevará una o dos horas a velocidad razonable, aterrizad donde podáis manteneros a cubierto. Enviad algunos proyectiles con la catapulta para reducir las defensas exteriores. Luego, salid y cargad a pie mientras reina la confusión; coged cuanto podáis del arsenal y volved. Si todo sigue tranquilo por aquí, manteneos ocultos en el bosque. Si el combate ya ha empezado, haced lo que consideréis oportuno.

—Lo haré, señor —Sir Owain le estrechó la mano; un gesto que, por decisión del destino, no volvería a repetirse entre ellos.

Se encontraban ambos bajo un cielo que se ensombrecía, cuando una voz les llamó.

—Esperad —todos los hombres volvieron la vista hacia el fortín, donde la bruma era más espesa, casi como humo; Lady Catalina se adelantó.

—Acabo de enterarme de que partís —le dijo a sir Owain—. ¿Era necesario mandar a veinte hombres contra una fortaleza?

—Veinte hombres —hizo una reverencia y una sonrisa iluminó su rostro como un sol naciente— y yo, y vuestro recuerdo, señora.

Su pálido rostro se ruborizó. Lady Catalina pasó ante sir Roger, tiesa como una pica, y se dirigió al joven caballero hasta que le miró fijamente a los ojos. Todo el mundo vio que sus manos estaban ensangrentadas. Sujetaba una cuerda.

—Esta noche, cuando no fui capaz de seguir sujetando la pala, tensé las cuerdas de los arcos —murmuró mi señora—. No tengo otro presente que daros.

Sir Owain lo aceptó con profundo silencio. Se lo puso en el interior de la cota de malla y besó los dedos heridos. Se irguió y la capa revoloteó a su alrededor. Dándose la vuelta, guió a sus hombres hacia el bosque.

Sir Roger no hizo ni un gesto. Lady Catalina asintió suavemente con la cabeza.

—Sin duda, te sentarás a la mesa con los wersgorix para negociar, ¿verdad? —le preguntó.

Lady Catalina se alejó entre la bruma hacia el pabellón que ya no compartían. Sir Roger esperó a que se marchara para hacerlo él.

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