Capítulo 4

De todos los miembros de nuestra tropa, yo era el ser menos importante y pasaron muchas cosas en las que no participé. Sin embargo, relataré nuestras aventuras de modo tan completo como sea posible, utilizando conjeturas para colmar los agujeros de desconocimiento. Los capellanes oyeron muchas verdades en confesión y, sin violar el secreto, siempre estuvieron listos para corregir las falsas impresiones.

Yo creo que sir Roger se llevó aparte a su dama, lady Catalina, y le dijo lo que pasaba. Esperaba que su esposa demostrara calma y coraje, pero nuestra ama se dejó dominar por la más amarga de las cóleras.

—¡Fatal fue el día en que me casé con vos! —exclamó; su hermoso rostro se tiñó de rojo, luego, de blanco, y golpeó con su delicado pie el puente de acero—. Me parecía mucho mejor cuando me hacías de menos ante el rey y la corte y mi destino no era otro que bostezar durante toda la vida en aquel cubil de osos que llamáis castillo. ¡Ahora estáis poniendo en peligro la vida, y el alma, de mis hijos!

—Pero, querida Catalina —dijo sir Roger, tartamudeando—, yo no podía saber…

—¡No, sois muy estúpido! No os bastaba con ir a saquear Francia y a correr detrás de todas sus muchachas, sino que necesitabais hacerlo en este ataúd volante. Vuestra arrogancia os inspiró la idea de que el demonio tendría tanto miedo de vos que os obedecería como si fuera un esclavo. ¡María, Madre de Dios, ten piedad de las mujeres!

Mi señora se apartó sollozando y se alejó de él.

Sir Roger la miró hasta que desapareció en un recodo del pasillo. Luego, con el corazón destrozado, se reunió con los hombres.

Los encontró en la cala de popa, preparando la cena. El aire permanecía puro, pese a que habían encendido hogueras; Branithar me dijo que el navío contaba con un sistema que renovaba los espíritus vitales de la atmósfera. Encontró un poco enervante el que los muros fueran luminosos y que no pudiera distinguirse el día de la noche. Pero los soldados permanecían reunidos durante toda la jornada, levantando jarras de cerveza, vanagloriándose, jugando a los dados, matando pulgas… una tropa impía y ruin que, sin embargo, daba valor a su señor por su sincero afecto.

Sir Roger le hizo un signo a John Hameward el Rojo, que desplazó su enorme corpachón y se reunió con él con paso pesado en una pequeña sala lateral.

—Y bien, sire —observó—, el camino a Francia, después de todo, es bastante largo.

—Hemos cambiado los planes —le dijo sir Roger con mucho cuidado—. Parece que hay un extraordinario botín en el país del que proviene este navío. Con él podríamos equipar una armada lo bastante fuerte como para realizar conquistas, mantenerlas y organizarlas.

John el Rojo eructó sin vergüenza alguna y se rascó bajo el peto de mallas.

—A condición de no atacar más de lo que pudiéramos vencer, sire.

—No lo creo. Pero es necesario que preparéis a vuestros hombres para el cambio de planes y tranquilicéis sus temores, si los tienen.

—No será fácil, sire.

—¿Por qué? Os he dicho que el botín será importante.

—Bien, mi señor, si queréis saber la pura verdad, es la siguiente: viajan con nosotros la mayor parte de las mujeres de Ansby, y muchas no están casadas e incluso nos miran con buenos ojos… pero el hecho es, sire, que hay dos veces más hombres que mujeres. Las francesas son guapas y las muchachas sarracenas no estarían mal tampoco —dicen que son muy agradables cuando se las pellizca—, pero a juzgar por los pieles azules a los que hemos vencido… ¡bueno, sus hembras no deben de ser auténticas bellezas!

—¿Qué sabéis vos? Quizá retengan cautivas a hermosas princesas que se mueren de ganas por ver un honesto rostro inglés.

—Quizá, sire, quizá.

—Procurad que los arqueros estén listos para el combate en cuanto lleguemos —Sir Roger apretó el hombro del gigante y fue a ver a sus otros capitanes para hablarles con el mismo talante.

Mencionó un poco más tarde la cuestión de las mujeres en mi presencia y me horroricé.

—¡Gracias hay que darle a Dios por haber hecho tan horribles a los Wersgorix y, además, de otra especie! —exclamé—. ¡Su providencia es enorme!

—Es verdad que no son muy guapos, pero, ¿estáis seguro de que no son humanos? —preguntó el barón.

—Ojalá y Dios quisiera que conociera la respuesta —contesté tras pensarlo—. No se parecen a nada que pueda verse en la Tierra. Sin embargo, caminan sobre dos piernas, tienen manos, voz, razonamiento.

—De todos modos, tiene poca importancia —decidió.

—¡Oh, sí la tiene! —repliqué—. Mirad, sire, si tienen alma, nuestro más preclaro deber es ganarlos para la Fe. Pero si carecen de ella, sería blasfemo darles los sacramentos.

—Bien, es cosa vuestra descubrir la verdad —respondió sir Roger con indiferencia.

Me apresuré hacia el camarote de Branithar, custodiado por dos soldados armados con lanzas.

—¿Qué quieres? —me preguntó cuando me senté.

—¿Tienes alma? —pregunté.

—¿Una qué?

Le expliqué lo que significaba spirítus. Pareció muy intrigado.

—¿Crees de verdad que una miniatura de ti mismo vive en tu cabeza? —interrogó.

—¡Oh! No. El alma no es material. Es lo que da la vida… no, no es eso, pues los animales están vivos… es la voluntad, es lo que es uno.

—Entiendo. El cerebro.

—¡No, no, no! El alma, bueno, es lo que vive después de la muerte del cuerpo y lo que deberá padecer el juicio por los actos de esta vida.

—¡Ah! ¿Crees que la personalidad sobrevive después de la muerte! Interesante problema. Si la personalidad es algo así como un esquema más que un objeto material, como parece razonable pensarlo, es teóricamente posible que ese esquema pueda ser transferido a otra cosa; el mismo sistema de relaciones pero en otra matriz física.

—Deja de divagar —pedí, impaciente—. Eres peor que un albigense. Dime simplemente si tienes o no tienes alma.

—Nuestros sabios han hecho investigaciones al respecto y se han dedicado al problema del concepto de la personalidad como esquema, pero, por lo que sé, carecen de datos en los que basar una conclusión sólida.

—De nuevo divagas —dije, suspirando—. ¿No puedes darme una respuesta más sencilla? ¿Decirme únicamente si tienes o no tienes alma?

—No lo sé.

—¡Ah! No eres de mucha ayuda —le reprendí y me marché.

Los capellanes y yo debatimos el problema largamente, pero, salvo el hecho evidente de que podíamos bautizar provisionalmente a cualquier no humano que lo desease, no llegamos a ninguna conclusión. Era un asunto que incumbía a Roma, cuestión que, quizá, necesitaba todo un concilio ecuménico.

Mientras pasaba todo esto, lady Catalina dominó sus lloros y se paseó con altanería a lo largo de los pasillos, buscando aligerar mediante el movimiento su tormento interior. En la gran sala en la que cenaban los capitanes, ella encontró a sir Owain con su arpa. El caballero se puso de pie de un salto e hizo una reverencia.

—¡Señora! Qué agradable… me atrevería a decir fascinante… sorpresa.

La dama se sentó en un banco.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó, dejándose dominar por la fatiga.

Percibiendo que sabía la verdad, sir Owain replicó:

—No lo sé. El propio Sol se ha hecho tan pequeño que le hemos perdido entre las otras estrellas —una lenta sonrisa iluminó su rostro sombrío—. En esta habitación, sin embargo, brilla otro Sol.

Catalina se sintió ruborizar. Bajó los ojos y los clavó en sus zapatos. Sus labios esbozaron, contra su voluntad, una sonrisa.

—Estamos realizando el viaje más solitario que haya emprendido jamás el hombre —dijo sir Owain—. Si mi señora me lo permite, intentaré borrar una hora con un ciclo de canciones dedicado a vuestros encantos.

Lady Catalina no lo rechazó ni una sola vez. La voz del caballero se alzó hasta llenar toda la habitación.

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