LIBRO I

1 Los engendros vivientes

Un áspero alarido, cargado de horror y de angustia, agitó a Crysania en su sueño. Tan acuciante era el grito, tan profundo su propio letargo, que al principio la sacerdotisa no comprendió lo ocurrido. Confundida, asustada, abrió los ojos y trató de identificar su entorno, de descubrir qué la había sobresaltado hasta el extremo de dejarla sin aliento.

Se hallaba postrada en un suelo duro, mohoso. Su cuerpo se convulsionaba en escalofríos a causa de la humedad que penetraba sus huesos y le rechinaban los dientes. Contuvo el resuello a fin de prestar atención a cualquier movimiento, de distinguir algún objeto familiar, mas la negrura se reveló insondable y el silencio intenso.

Expelió el aire de sus pulmones y se esforzó en inhalar una nueva bocanada, sin éxito. Las tinieblas parecían robarle el soplo salvador y, azuzada por el pánico, buscó formas en la penumbra, trató de poblarla de indicios de vida. Ningún contorno se perfiló en su mente; se hallaba sumida en un vacío inconmensurable, eterno.

Oyó entonces un nuevo aullido, que reconoció como una continuación del que la había despertado. Casi emitió un suspiro de alivio al asaltar sus tímpanos otra voz humana, si bien el temor que delataba aquel timbre discordante resonó en los recovecos de su alma.

Desesperada, ansiosa por conjurar la asfixia, se obligó a sí misma a pensar, a recordar. Evocó unas piedras que cantaban, una voz —la de Raistlin— y unos brazos alrededor de su talle, revivió la sensación de zambullirse en unas aguas cuyo curso la había arrastrado en pos de la nada, del olvido.

¡Raistlin! Extendiendo una trémula mano, Crysania tanteó el suelo y no encontró sino la fría, saturada roca. Fue entonces cuando recobró la memoria y visualizó, con espantosa claridad, a Caramon en el acto de abalanzarse sobre su hermano. Portaba el guerrero una refulgente espada, y ella se apresuró a invocar un hechizo clerical a fin de proteger al mago. Repiqueteó en sus sienes el estampido del acero al chocar contra la piedra.

Pero aquel grito sólo podía provenir del hombretón, su acento era inconfundible. ¿Y si había logrado su propósito?

—¡Raistlin! —vociferó la dama, despavorida, al mismo tiempo que luchaba por levantarse.

Su llamada se disolvió en el ambiente, engullida por la oscuridad. Este extraño fenómeno le provocó una sensación tan inquietante que no osó despegar de nuevo los labios y permaneció inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si pretendiera ahuyentar el intenso frío. Su mano se posó, de manera involuntaria, en el Medallón de Paladine que se ceñía a su cuello. El influjo benefactor de su dios inundó al instante todo su ser.

—Luz —susurró y, aferrando el talismán, rogó al hacedor que iluminase la negrura.

Un suave fulgor brotó de la alhaja para, tras deslizarse entre sus dedos, retirar el manto de terciopelo que la cercaba y, así, permitirle respirar. Más serena al saberse alumbrada, la Hija Venerable intentó recordar de qué dirección procedían los desgarrados lamentos.

Vislumbró fugazmente algunos muebles desvencijados, ennegrecidos, telarañas de ominoso aspecto, libros esparcidos por el suelo y estantes que se desprendían de los muros. Lejos de tranquilizarla, estos objetos contribuyeron a desestabilizarla todavía más. Eran las tinieblas las que los engendraban, tenían más razón de ser que ella misma en el abismo donde la había precipitado el viaje.

Surcó el espacio un tercer alarido y Crysania se volvió, rauda, hacia el punto donde se había originado. La luz del Medallón rasgó la penumbra, poniendo de relieve dos figuras humanas. Una, ataviada con una túnica azabache, yacía inanimada en el pétreo suelo mientras que la otra, descomunal, estaba volcada sobre el rígido pecho del postrado. Cubría al hombre más corpulento una capa dorada, aunque manchada de sangre, y bajo sus pliegues se adivinaban unas piezas de armadura de idéntica tonalidad. Aprisionado su cuello por una argolla de hierro, la criatura oteaba las tinieblas en un ademán que reflejaba un pánico irrefrenable: tenía las manos extendidas, la boca abierta y el rostro ceniciento.

Crysania acercó la joya al ser que permanecía tumbado como un fardo a los píes del guerrero y, al reconocerle en su halo luminoso, languidecieron sus nervios hasta tal punto que soltó la cadena.

—Raistlin —murmuró.

Sólo cuando sintió que los eslabones de platino escapaban a su garra, sólo cuando la valiosa luz comenzó a oscilar, reaccionó y se apresuró a recoger el colgante antes de que se estrellara.

Sostuvo el Medallón insegura, temerosa de que el mundo se extinguiera con él si renunciaba a su benigna influencia. Dominada por un miedo más sofocante que la penumbra, Crysania se arrodilló junto al mago alejando, sin advertirlo, a unos entes sombríos que se escabulleron entre sus pies.

El nigromante estaba acostado de bruces, con la capucha sobre la cabeza. Crysania le dio vuelta con suavidad, retiró el embozo que le ocultaba el rostro y suspendió sobre él el talismán a fin de examinarlo.

El miedo heló la sangre en sus venas. La tez del hechicero presentaba unos matices blanquecinos que contrastaban con sus labios amoratados y sus ojos se hundían en sendos alvéolos negros, profundos.

—¿Qué le has hecho? —interrogó a Caramon, a la vez que alzaba la vista sin modificar su postura junto al cuerpo, en apariencia exánime, de Raistlin—. ¿Qué le has hecho? —insistió, quebrado su timbre por el dolor y la ira.

—Crysania, ¿eres tú? —preguntó el hombretón con su peculiar acento cavernoso.

La luz del talismán proyectaba extrañas sombras sobre el contorno del imponente gladiador. Separados aún sus brazos, arañando el aire con los dedos, ladeó la cabeza en busca de los ecos femeninos.

—¿Crysania? —repitió, quejumbroso.

El guerrero se incorporó y, al dar un paso al frente, tropezó con las piernas de su hermano y cayó cuan largo era. Sólo tardó unos segundos en volver a levantarse para, sin resuello, reanudar la febril búsqueda de la sacerdotisa. Sus ojos desorbitados se perdían en el vacío, su palma abierta iba de un lado a otro, incapaz de asirse a un objeto sólido, tangible.

—Te lo ruego, Crysania, alúmbranos con tu luz. Apresúrate —le urgió, al borde de la desesperación.

—Pero ¡si mi alhaja está encendida! —protestó la sacerdotisa—. Paladine me ha otorgado la gracia de… ¡Ahora lo comprendo! —exclamó, escrutando al humano bajo la aureola del Medallón—. Caramon, ¡te has quedado ciego!

Le tendió una mano de inmediato y dejó que se cerrasen en torno a ella los anhelantes dedos. Al sentir su contacto, el gladiador sollozó aliviado y se agarró con toda su fuerza a aquella tabla salvadora, tanto que la dama se mordió el labio a fin de contener un grito de dolor. Siguió sujetando al desvalido humano, sin descuidar por ello la cadena de la joya, ajena al crujir de sus maltratados huesos.

Se puso de pie, pues no quería desequilibrar al guerrero, y éste la abrazó aterrorizado, víctima del extravío que le imponía su ceguera. Consciente de su desmayo, Crysania escudriñó la penumbra. Tenía que encontrar una silla, un sofá, algún lugar donde acomodarlo antes de que se desmoronara.

En ese instante, se percató, como una súbita revelación, de que las ominosas brumas le devolvían la mirada, la observaban. Desvió presta los ojos y, parapetada en el halo protector que le brindaba el colgante, guió a Caramon hasta el único mueble que pudo atisbar.

—Siéntate aquí —le indicó—; apoya la espalda. Había instalado al hombretón en el suelo, haciendo que se reclinara en una adornada escribanía de madera, que se le antojó vagamente familiar. Al verla, afloraron a su recuerdo unas imágenes lacerantes y supo que la había visto en circunstancias poco halagüeñas. Pero, preocupada como estaba, no se detuvo a reflexionar.

—Caramon, ¿por qué yace inconsciente tu hermano? —indagó en un murmullo apenas audible—. ¿Acaso le ma…? —No pudo concluir.

—¿Qué me dices de Raistlin? —inquirió él a su vez. Se contrajeron sus desencajadas facciones, alarmado hasta lo inimaginable—. ¿Dónde estás, Raist? —vociferó, dispuesto a levantarse pese a su absoluta desorientación.

—¡No te muevas! —le espetó la sacerdotisa, en un acceso mezcla de cólera y miedo, al mismo tiempo que presionaba su hombro con mano firme.

El guerrero entornó los ojos, retorcidos los labios en una mueca que, por unos segundos, le otorgó una expresión similar a la de su gemelo.

—No, no lo maté si te referías a eso —contestó, ribeteadas sus palabras de amargura—. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo último que oí fue tu voz invocando a Paladine, y el mundo se sumió en la oscuridad. Mis músculos se agarrotaron, la espada se desplomó sin que lograra sujetarla. Luego…

Crysania había dejado de escucharle. Obsesionada por la figura que se arrebujaba en el suelo a escasa distancia, volvió a arrodillarse a su lado. Tras aproximar el Medallón al macilento semblante, introdujo su palma bajo el embozo a fin de sentir el palpito en la garganta y, reconfortada, alzó a su dios una muda plegaria.

—Está vivo —anunció al inquieto Caramon—. Mas, en ese caso, ¿qué le ocurre?

—Explícamelo tú —la imprecó el gladiador, entre áspero y temeroso—. Yo estoy ciego.

La dama se ruborizó, azotada por un repentino sentimiento de culpabilidad, y procedió a enumerar los síntomas.

—No es nada grave —dictaminó el hombretón encogiéndose de hombros, vacía su voz de emociones—. El encantamiento le ha agotado, más aún si, como tú misma afirmaste, ya estaba débil desde el principio. La proximidad de los dioses, aunque ignoro qué puede significar, le enfermó, y este hecho retrasará su recuperación. No es la primera vez que le sucede. Recuerdo que cuando utilizó el Orbe de los Dragones antes de dominar su manejo también quedó sin energías para sostenerse de pie. Tuve que prestarle mis brazos.

Enmudeció, perdido en las sombras, sereno aunque pesaroso.

—No podemos hacer nada por él —declaró tras una breve pausa—. Debe descansar; es la única medicina eficaz contra su mal.

Se produjo un nuevo silencio, en el que ambos se concentraron en sus propias cavilaciones.

—Hija Venerable, ¿puedes curarme? —preguntó al fin el hombretón. Su tono quedo compensó lo abrupto de su demanda.

—Me temo que no —repuso la sacerdotisa, ardientes sus pómulos—. Debió de ser mi hechizo lo que provocó tu ceguera.

Una vez más revivió en su memoria la escena en la que el robusto gladiador, armado con su ensangrentado acero, arremetió contra Raistlin resuelto a traspasarlo, a segar también su vida si osaba interferirse entre ambos.

—Lo lamento —se disculpó, tan exhausta que incluso sentía náuseas—. El pavor, el más hondo desaliento, se adueñaron de mí y me impulsaron a actuar de manera irreflexiva. Pero no debes preocuparte —añadió—. El efecto no es permanente. Se disipará con el tiempo.

—Comprendo —asintió Caramon—. ¿Hay alguna luz en esta sala? Dijiste que tenías una.

—Sí, la del Medallón —corroboró la dama.

—En ese caso, te ruego que eches una ojeada y me informes de todo cuanto llame tu atención.

—Pero Raistlin…

—Olvídate ahora de él —espetó el hombretón a su oponente, en tono imperioso—. Vuelve junto a mí y otea el panorama. ¡Vamos, obedece! Nuestras vidas, y también la suya, pueden depender de lo que me reveles. Fíjate bien en todos los detalles, hemos de averiguar dónde estamos.

Al posar sus ojos en las tinieblas, renacieron los temores de la sacerdotisa, quien, abandonando al nigromante en contra de su voluntad, fue a sentarse al lado de Caramon.

—Apenas distingo nada fuera del radio de acción de la alhaja —confesó, a la vez que sostenía en alto el refulgente disco—. Al espiar la cámara me asalta la sensación de haberla visto antes, de haberla visitado, mas no atino a localizarla. Hay varios muebles dispersos, quemados y rotos como si se hubiera declarado un incendio, y montones de libros en absoluto desorden. Atisbo asimismo una escribanía de madera, que es donde tú estás apoyado y la única pieza que se conserva en perfectas condiciones. Me resulta familiar, con sus bellas tallas repujadas representando toda suerte de criaturas extrañas.

Se interrumpió desconcertada, indecisa, ansiosa por recordar.

El guerrero tanteó con la mano el suelo y comentó:

—Palpo una alfombra sobre la roca.

—Sí, la hay… o la hubo. Está hecha jirones; parece como si la hubieran devorado.

Calló, de pronto, al percibir una diminuta criatura que huía precipitadamente del halo de claridad.

—¿Qué pasa? —indagó su interlocutor.

—Acabo de descubrir quién ha roído la alfombra —contestó Crysania con una risa nerviosa—: las ratas. Mientras hablaba, una de ellas se ha ocultado en un rincón. En el muro opuesto se perfila una chimenea —continuó—, que no ha sido utilizada durante años a juzgar por las telarañas que la envuelven. Lo cierto es que la sala está repleta de urdimbres similares.

La voz no le respondía. Repentinas visiones de arañas caídas del techo, de roedores que acometían sus indefensos pies la sumieron en convulsiones y la impulsaron a recogerse en su maltrecha túnica alba. Además, el desnudo hogar tuvo la virtud de acrecentar la sensación de frío que la atenazaba.

Al notar el temblor de su cuerpo, el gladiador esbozó una sonrisa y asió su mano para, con una fuerza que procedía de sus entrañas, inducirla a la cordura.

—Hija Venerable —susurró, tranquilo—, si no hemos de enfrentarnos más que a unos cuantos animalillos podemos considerarnos afortunados.

En los tímpanos de la sacerdotisa volvió a resonar el aullido de terror que profiriera su compañero durante el sueño, un grito fijo, ahora, de su imaginación, pues él se hallaba encerrado en su mutismo. Recapacitó que, estando ciego, su espanto no dejaba de ser singular.

—¿Por qué vociferabas antes? —se atrevió a inquirir—. Debiste de haber oído o sentido algo.

—«Sentido» es el término adecuado —confirmó el guerrero—. Anidan entes hostiles en este lugar, Crysania, espectros que nos contemplan. Rezuman odio. Dondequiera que hayamos venido a parar, nos hemos introducido en su mundo y acusan nuestra intrusión. ¿No recibes tú sus señales?

La sacerdotisa se concentró en las sombras, en aquella nebulosa que les miraba persistente. A eso se refería Caramon, era innegable que alguien se agazapaba en el manto de negrura y, cuanto más empeño ponía ella en descubrir su identidad, mayor era el realismo que asumía. No se trataba de una sola criatura. Pese a su invisibilidad, advirtió que eran varias y que aguardaban su oportunidad detrás del círculo luminoso del Medallón. Tal como había apuntado Caramon, destilaban sentimientos adversos y, peor aún, la sacerdotisa tomó conciencia de la ola maléfica que la cercaba por todos los flancos. Ya había experimentado algo semejante en otra ocasión, en…

Contuvo el aliento; y el guerrero se dio cuenta.

—¿Qué sucede? —exclamó, sobresaltado.

—Sst —siseó ella—. Ya sé dónde estamos.

Él nada dijo, pero giró la faz hacia aquellos ojos que sustituían los suyos.

—En la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas —aseveró la dama en un murmullo.

—¿En la morada de Raistlin? —El gladiador exhaló un suspiro de alivio.

—Sí y no —titubeó Crysania—. Sin duda éste es el aposento que conocí, su estudio, mas su aspecto ha cambiado, como si nadie lo habitase desde hace siglos. ¡Ya lo tengo, Caramon! Raistlin me anunció que me llevaría a un tiempo en el que no existían los clérigos. Y no puede ser otro que la época que medió entre el Cataclismo y las guerras posteriores. Antes…

—Antes de que él regresara a fin de reclamar la exclusiva propiedad de la Torre —terminó el humano por ella—. Eso significa que la maldición todavía pesa sobre la mole, Hija Venerable, que nos hallamos en el único recinto de Krynn donde el Mal reina a su antojo, sin cortapisas. Nuestro viaje nos ha llevado al rincón más temido de cuantos pueblan la faz del mundo, donde ningún mortal osa internarse a causa del Robledal de Shoikan, su escudo protector, y los seres siniestros que alberga. ¡Me produce escalofríos pensar que nos hemos materializado en el seno de la perversidad!

Crysania vislumbró unos rostros lívidos que, inesperadamente, se dibujaron a su alrededor sin atravesar la aureola creada por la gema. ¿Acaso los habían invocado las palabras del hombretón? Aquellas cabezas desprovistas de cuerpo la contemplaban con pupilas vidriosas, selladas por la muerte años atrás; flotaban en el frío aire y abrían la boca en anticipación al placer que había de proporcionarles la sangre cálida, viva.

—Caramon, ahora distingo sus semblantes con absoluta nitidez —farfulló, apretujándose contra el fornido humano.

—Yo sentí el contacto de sus manos —explicó el aludido mientras, sobreponiéndose a sus propios espasmos, atraía a la mujer, deseoso de prestarle cobijo—. Me atacaron, y su roce congeló mi piel. Ése fue el motivo de mis llamadas de auxilio.

—¿Por qué no se han manifestado en todo este rato? ¿Qué les impide agredirnos ahora?

—Tú, Crysania —aseveró él—. Eres una sacerdotisa de Paladine, y estos engendros han surgido de la malignidad. Nacidos a través de un conjuro, carecen de poder para lastimarte.

La dama estudió el disco de platino que sostenía. La luz irradiaba aún de su superficie, pero su fulgor se apagaba a ojos vistas y, al percatarse, recordó con una punzada de culpabilidad a Loralon, el clérigo elfo. No podía sustraerse a aquellas frases que pronunciara, augurando que sólo cuando la oscuridad la cegara nacería en su alma la auténtica percepción.

—Soy una sacerdotisa —apostilló al parlamento del guerrero, sin acertar a disimular su desasosiego—, mas mi fe es imperfecta. Estos espectros adivinan mis dudas, mi flaqueza. Una criatura tan fuerte como Elistan podría luchar contra ellos, yo no. Mi luz se extingue, Caramon —agregó, absorta en las intermitencias del Medallón.

Guardó unos minutos de silencio, en los que oteó a aquellas pálidas faces en su lento, inexorable acercamiento, y se encogió bajo el abrazo del corpulento hombretón.

—¿Qué podemos hacer? —le consultó.

—¡No me preguntes eso, estoy ciego y desarmado! —se revolvió él, agónico, cerrando los puños.

—¡Calla! —le ordenó Crysania aferrada a su brazo, posados los ojos en las espeluznantes figuras—. Parecen adquirir nuevas energías al oír tus lamentos de impotencia. Quizá se alimenten del miedo, al igual que los moradores del Robledal de Shoikan. Dalamar así me lo contó.

El gladiador inhaló una bocanada de aire. Su piel brillaba a causa del abundante sudor, vibraban sus vísceras con inusitada violencia.

—Tenemos que despertar a Raistlin —sugirió la mujer.

—No servirá de nada —la previno el agitado guerrero—. Incluso podría ser contraproducente.

—¡Intentémoslo al menos! —se obstinó ella, mostrando firmeza pese a que la aterrorizaba la idea de avanzar un solo paso bajo tan abrumador escrutinio.

—Actúa con cautela, muévete despacio —le aconsejó Caramon.

La soltó y la sacerdotisa, escudada en el Medallón y sin apartar la mirada de los hijos de las tinieblas, se aproximó al mago. Posó la mano en la aterciopelada hombrera de su túnica y le invocó, con toda la vehemencia que la situación permitía.

—¡Raistlin! —dijo una y otra vez, zarandeándolo.

No obtuvo respuesta, fue como tratar de resucitar a un cadáver. Al asaltarle tal pensamiento, espió de nuevo a las acechantes figuras y se preguntó si se proponían matar al hechicero. Después de todo, no existía en este tiempo. El Amo del Pasado y del Presente aún no había regresado para enseñorearse de la Torre, su legítima propiedad.

¿O acaso se equivocaba en sus cálculos? No podía estar segura. Insistió en llamar al yaciente y, mientras lo hacía, espió sin tregua a los seres de ultratumba. A medida que se difuminaba la luz, los espectros cerraban el círculo en torno a sus proyectadas víctimas.

—¡Fistandantilus! —vociferó, aunque se dirigía a Raistlin.

—¡Buena idea! —la felicitó el gladiador—. Estoy persuadido de que reconocen ese nombre. ¿Qué ocurre ahora? Percibo un cambio.

—¡Se han detenido! —constató Crysania, quebrado el aliento—. Se han inmovilizado, y es a él al que examinan.

—Retrocede —la apremió Caramon, acuclillándose—. Mantente alejada de mi hermano, y aparta la luz de su semblante. Deben visualizarlo tal como lo conciben en las tinieblas.

—¡No! —se revolvió la dama enfurecida—. ¿Has perdido el juicio? En cuanto le prive del resplandor de la alhaja, lo devorarán.

—Es nuestra única posibilidad de sobrevivir.

Se lanzó el humano sobre la sacerdotisa y, aunque tuvo que hacerlo a ciegas, le favoreció el hecho de que Crysania no estaba preparada para esta reacción. Tras sujetarla con sus colosales manos, la arrancó del lado de Raistlin y la arrojó al suelo. Cayó entonces encima de su frágil cuerpo, tan aplomado que casi la aplastó.

—¡Caramon! —suplicó ella sin resuello—. ¡Lo despedazarán!

Entabló un frenético forcejeo con su aprehensor, pero a éste no le resultó difícil inmovilizarla.

En medio de su trifulca no desasió el Medallón, que, más opaco a cada instante, permaneció suspendido de su cadena. Al estirar el cuello, la sacerdotisa comprobó que Raistlin estaba envuelto en brumas, privado del halo salvador.

—¡Caramon, libérame! ¿No comprendes que van a acabar con él? —ordenó.

Pero el guerrero, imperturbable, rehusó aflojar su garra e incluso la presionó más contra el suelo. Se leía en sus facciones una creciente angustia que, aunque devastadora, no menoscabó su determinación. Tenía la piel fría, los músculos agarrotados y tensos.

«¡Debo formular un nuevo hechizo!», decidió Crysania. Pero cuando afloraban a sus labios los versículos, un desgarrado grito de dolor traspasó la penumbra.

—¡Paladine, ayúdame! —rogó a su hacedor.

Nada ocurrió, de modo que intentó desembarazarse del forzudo Caramon, aunque sabía de antemano que sería inútil, que nunca lo lograría por sus propios medios. Al parecer, su dios la había abandonado. Emitiendo un lamento que reflejaba frustración, maldiciendo al gladiador, cejó en su empeño y se conformó con presenciar la escena que se desarrollaba ante ella.

Los espectros habían rodeado a Raistlin, al que sólo vislumbraba merced a la aureola que proyectaban sus pútridos cuerpos. Un quedo gemido escapó de los labios de la mujer cuando una de aquellas fantasmales criaturas alzó las manos y las extendió sobre la figura inerte del mago.

El atacado lanzó un bramido y, bajo su negro atavío, todo su ser se retorció en espasmos de agonía.

Caramon oyó el alarido de su gemelo y Crysania, al advertir cómo se contraía el rostro del hombretón, reanudó sus protestas. Pero él, aunque un sudor gélido bañaba su frente, movió la cabeza negativamente y siguió atenazando a su presa.

La víctima de los engendros vivientes volvió a vociferar. El guerrero se estremeció y la Hija Venerable sintió una prometedora relajación de su zarpa. Depositó presta el disco de platino en el suelo para, ya libres sus brazos, propinarle una lluvia de golpes, mas en cuanto se separó del talismán la luz de éste se apagó por completo y se sumieron en la negrura. De manera súbita, alguien tiró de Caramon, arrastrándolo hacia un lugar ignoto. Sus enloquecidas quejas se entremezclaron con las de su hermano.

Acelerado su palpito hasta lo indescriptible, con la mente hecha un torbellino, Crysania intentó incorporarse al mismo tiempo que registraba el suelo en busca del Medallón.

Sintió la proximidad de un rostro y, convencida de que era el gladiador, la dama alzó la mirada. No era él, sino una cabeza que flotaba suspendida a pocos centímetros.

—¡No! —se desesperó, incapaz de moverse. Aquel ente absorbía la vida de sus miembros, de su corazón. Unas manos descarnadas apretaron sus brazos para atraerla, unos labios exangües se entreabrieron, sedientos de calor.

—Paladine —quiso rezar, mas la letal criatura había insensibilizado su espíritu.

Oyó, en una confusa lontananza, que una voz entonaba un salmo en el lenguaje de la magia. Estalló la luz a su alrededor, y la cabeza que la acechaba se desvaneció entre aterradores jadeos. Una vez se disolvieron las garras que la paralizaban, la sacerdotisa olfateó los efluvios acres del azufre y comenzó a vislumbrar la causa del prodigio.

Shirak —susurró un ser vivo, en un acento inconfundible. En el mismo instante, sucedió a la explosión un leve destello que bastaba para difuminar las sombras más densas.

—¡Raistlin! —se regocijó Crysania.

Apoyándose en sus palmas y rodillas, bamboleante, la mujer culebreó a través de la chamuscada roca hacia el mago, que yacía boca arriba y respiraba pesadamente. Blandía el Bastón de Mago, de cuya bola de cristal irradiaba un tenue centelleo que recortaba las garras reptilianas de su engarce.

—Raistlin, ¿te encuentras mejor?

Arrodillóse a su lado a fin de examinar su anguloso y pálido semblante. El aludido alzó los párpados y asintió en un mudo ademán antes de estirar la mano y, abrazándola, acariciar su sedoso cabello azabache. La extraña calidez de su cuerpo, los latidos de su sangre, conjuraron el frío que entumecía a la sacerdotisa.

—No tengas miedo —la consoló al notar sus temblores—. No nos harán ningún daño ahora que me han reconocido. ¿Estás herida?

La dama no pudo articular ni una palabra; se limitó a negar con un significativo gesto y cerró los ojos, abandonada a su benéfico contacto. Cuando, reconfortada, se dejaba acunar por los flexibles dedos que ensortijaban su melena, una palpable tensión en el cuerpo del hechicero rompió el embrujo.

En una actitud que denotaba disgusto, Raistlin la agarró por los hombros y la apartó.

—Relátame lo ocurrido —le urgió, aún débil.

—Me desperté aquí —repuso ella, si bien tuvo un ligero desfallecimiento al revivir la experiencia y también a causa de las sensaciones que le inspiraba la proximidad del mago—. Oí gritar a Caramon —prosiguió, al ver la impaciencia reflejada en los rasgos de su interlocutor—. Cuando acudió a su llamada…

—¿Mi hermano se halla en esta sala? —la interrumpió Raistlin, con los ojos desorbitados—. Ignoraba que el encantamiento le hubiese transportado con nosotros. Me sorprende que haya resistido el viaje. ¿O quizá no? —agregó al distinguir el contorno del hombretón desplomado en el suelo—. ¿Qué le ha pasado?

—Mi hechizo le dejó ciego —declaró Crysania, ruborizándose—. No era tal mi intención, pero no podía permitir que te matase en aquel tétrico laboratorio del Templo de Istar, unos minutos antes de que sobreviniera el Cataclismo.

—¡Tus poderes han nublado su visión! —exclamó el nigromante, perplejo—. ¡El mismo Paladine le ha infligido un castigo a través de tus oraciones! Resulta irónico.

Prorrumpió en carcajadas, que resonaron en la hueca piedra y, al hacerlo, sumieron a la sacerdotisa en un terror nuevo, desconocido. Sin embargo, pronto las risas sofocaron a quien las profería. Se llevó el mago las manos a la garganta, en un esfuerzo denodado por respirar.

Crysania observó, inerme, los espasmos de Raistlin, hasta que se normalizaron sus inhalaciones.

—Continúa —le dijo éste, ya más sereno aunque ostensiblemente irritado consigo mismo.

—Deseaba comprobar la causa de sus alaridos —explicó la dama, retomando el hilo de su historia—, mas las tinieblas me impedían actuar. Entonces me acordé del Medallón de Platino y, bajo su luz, lo descubrí en un rincón apartado. Constaté su ceguera, y al rato oteé el entorno y reparé en tu figura inerte. Tratamos ambos de despertarte, sin resultado. Caramon me rogó que le describiera la habitación y, al espiar las sombras, se me aparecieron esos repugnantes engendros que… —Un involuntario estremecimiento selló sus labios.

—No te detengas —le instó Raistlin.

—En presencia de los espectros los resplandores del talismán comenzaron a amortiguarse —murmuró la dama tras un corto intervalo—, y sus cuerpos translúcidos cerraron filas en un implacable avance. Incapaz de rechazar su ataque, te llamé. Usé el nombre de Fistandantilus, lo que provocó una tregua expectante. En aquel momento —su pavor se trocó en cólera—, Caramon me arrojó al suelo, musitando algo sobre la necesidad de que las criaturas te vieran tal como existes en su plano de negrura. Cuando la luz de Paladine cesó de alumbrarte, se abalanzaron al unísono…

Enterró el rostro entre las manos al rememorar los bramidos del mago, y enmudeció.

—¿Eso dijo mi gemelo? —intervino Raistlin con su peculiar tono de voz.

La sacerdotisa salió de su aislamiento para contemplarlo, desconcertada por el tono, mezcla de admiración y pasmo, que había empleado.

—Sí —corroboró fríamente—. ¿Por qué?

—Porque ha salvado nuestras vidas —apuntó el nigromante, de nuevo cáustico—. No imaginaba que a un botarate como él pudieran ocurrírsele ideas tan atinadas. Deberías prolongar su ceguera, puesto que le despeja el cerebro.

Intentó sonreír, pero la tentativa degeneró en una tos que casi lo asfixió. Crysania dio un paso al frente, resuelta a ayudarle. Refrenó su impulso una mirada imperativa del mago, remiso a aceptar el concurso de nadie, pese al flagelo de dolor que le consumía. Arqueó la espalda para ocultarse de ella, hasta que se hubo mitigado el ataque y pudo incorporarse, recobrando en apariencia la compostura.

Su debilitamiento se hacía patente en los labios manchados de sangre, en la crispación de sus manos y en su resuello, rápido y entrecortado. Cuando parecía recuperado, un acceso aún más virulento que los anteriores dio con sus huesos en la desnuda roca.

—En una ocasión afirmaste que los dioses no podían sanarte —aventuró la sacerdotisa—. Pero no tardarás en morir, Raistlin, y me gustaría hacer algo para aliviar tu dolencia. Dime solamente qué necesitas; si está a mi alcance, obedeceré tus instrucciones.

No osó tocarlo; durante un breve lapso reinó en la cámara un silencio sepulcral que no alteraban sino las penosas exhalaciones del hechicero. Al fin, agotadas casi sus energías, el postrado le hizo a la dama una señal para que se acercara. Ella se inclinó sobre su cuerpo y Raistlin rozó su pómulo, invitándola a aplicar el oído a sus labios. Su aliento era cálido, tanto que la sacerdotisa se estremeció al sentirlo en su piel.

—¡Agua! —solicitó en un tenue murmullo, que Crysania sólo interpretó al enderezar la cabeza y leer los movimientos de sus entumecidos labios—. Una poción curativa, la guardo en el bolsillo de mi túnica —logró articular—. La tibieza de un fuego también me fortalecería, mas no me quedan ánimos para encenderlo.

La sacerdotisa asintió, significando por este gesto que había comprendido.

—¿Y Caramon? —interrogó el mago, incapaz de completar una frase más después de tan larga parrafada.

—Los seres de ultratumba lo atacaron —respondió la dama, a la vez que desviaba la mirada hacia el inmóvil guerrero—. No ha pestañeado en todo este rato; es posible que haya muerto.

—¡No! —se revolvió Raistlin en su agonía—. Le necesitamos; tienes que curarlo si no es demasiado tarde.

Cerró los ojos, y arreciaron sus jadeos para inhalar el aire que se empecinaba en escapar de sus pulmones.

—¿Estás seguro? —balbuceó Crysania—. Intentó sacrificarte.

El nigromante hizo una mueca y meneó la cabeza, provocando el crujir de su capucha. Levantó acto seguido los entornados párpados, como si quisiera conminar a su interlocutora a escudriñar las profundidades de su alma a través de sus pardos iris, y su llama interior se exhibió ante ella, convertida en un mortecino centelleo muy diferente del fuego abrasador que detectara en anteriores circunstancias.

—Crysania —dijo—, voy a perder el conocimiento. Te quedarás sola en este nido de oscuridad, y mi hermano es el único que puede ayudarte.

Se entelaron sus pupilas, aunque estrechó la mano de la sacerdotisa a fin de aferrarse a la realidad mediante la energía que de ella dimanaba. En un evidente forcejeo contra el desmayo, consiguió clavar la vista en la apesadumbrada mujer.

—¡No salgas de esta habitación! —ordenó en un último hálito, a punto de perderse en el vacío.

Renacido su pánico, Crysania estudió el panorama. Raistlin había pedido agua, calor. ¿Cómo podría proporcionárselos? En el seno de la perversidad, se sentía desvalida, sola, tal como él había preconizado.

—Reacciona —le suplicó, agarrando su delgada mano entre las suyas y llevándola a su mejilla—. ¡No me dejes, te lo ruego! —susurró, paralizada por el gélido contacto de su carne—. No puedo darte lo que precisas, carezco de poder. No sé crear agua a partir del polvo.

Raistlin fijó en ella los ojos, ahora casi tan negros como la estancia donde yacía. Trazó con su mano, la mano que la Hija Venerable sostenía, una línea vertical frente a sus lagrimales. Al instante su mano se desplomó, ladeó la cabeza y, exhausto, se abandonó al forzado sueño.

La sacerdotisa, confundida, tanteó su propia mano preguntándose qué había pretendido indicar el mago con su extraño movimiento. No fue una caricia, estaba persuadida de que quería sugerirle algo. ¿Qué podía ser? ¿Qué era lo que motivaba su persistente escrutinio? La asaltaron los recuerdos, en una nebulosa que no acababa de despejarse.

«No puedo crear agua a partir del polvo».

—¡Mi llanto! —murmuró al fin.

2 En el seno de la perversidad

Sentada sola en la malhadada cámara, junto al cuerpo de Raistlin y cerca del demacrado Caramon, Crysania sintió envidia de ambos. «¡Cuán fácil sería —pensó— abandonarme a un prolongado letargo y dejar que me acunara la negrura!». La perversidad latente en la estancia, que al parecer había ahuyentado la voz del nigromante, regresó al apagarse ésta. La notaba en su nuca como una gélida ráfaga de viento. Varios pares de ojos la espiaban desde las sombras, ojos que únicamente retenía la luz del Bastón de Mago. Por fortuna, el objeto arcano no había cesado de destellar al mantenerse sobre su superficie la mano inconsciente de su dueño.

La sacerdotisa depositó gentilmente la mano del archimago sobre el pecho de él, antes de adoptar una postura más cómoda y, mordisqueándose los labios, conteniendo las lágrimas, reflexionó sobre lo ocurrido.

«Depende de mí —se dijo, en un esfuerzo de concentración destinado a conjurar los susurros que oía en su derredor—. Acuciado por su debilidad, busca respaldo en mi fuerza —se lamentó, a la vez que enjugaba los acuosos riachuelos de sus mejillas y contemplaba las gotas prendidas de sus dedos—. No puedo reprochárselo, he presumido de poseerla pese a que, hasta ahora, nunca supe qué era el dominio de uno mismo. Lo he comprendido gracias a él, no debo decepcionarle».

«Calor —prosiguió, en medio de unos escalofríos que agitaban todo su ser—. Necesita recibir el influjo de esa tibieza que nos ayuda a vivir, a él y a los demás. ¿Cómo se la proporcionaré? Si estuviéramos en el castillo del Muro de Hielo, mis oraciones bastarían para caldear el ambiente. Paladine obraría el prodigio con sólo pedírselo. ¡Pero este frío no es el que originan la nieve y la ventisca! Se trata de algo insondable, que congela más el espíritu que la sangre. Me hallo en el corazón del Mal, donde la fe me sostiene a duras penas, así que no veo la manera de crear una aureola de calidez».

Mientras recapacitaba, examinó la estancia, apenas visible más allá del círculo luminoso del bastón, y reparó sin proponérselo en unas cortinas harapientas que enmarcaban las ventanas. Confeccionadas con grueso terciopelo, eran lo bastante grandes para cubrirlos a todos. Tal visión le levantó el ánimo, si bien volvió a hundirse en el pesimismo al recordar que sólo las alcanzaría atravesando la sala y que los fulgores del cayado no alumbraban el espacio intermedio, ni el muro remoto del que pendían.

«Tendré que surcar el manto de tinieblas —constató, apesadumbrada, al borde de la locura donde la precipitaba su propia flaqueza—. Suplicaré a Paladine que acuda en mi auxilio —decidió, en un repentino acceso de coraje—. Sin embargo, dudo que me lo brinde».

El motivo de este nuevo derrumbamiento fue que sus ojos se posaron accidentalmente en el Medallón, que se recortaba, opaco y descorazonador, en el suelo.

Ignorando sus vacilaciones, desoyendo la desazón que le causaba el hecho de que su luz se extinguiera en presencia de los espectros, se aprestó a recoger el disco.

Evocó la imagen de Loralon, el sumo sacerdote elfo que le había ofrecido unirse a los clérigos auténticos antes del Cataclismo. Ella lo había rechazado, decidida a escuchar las palabras del Príncipe aun a riesgo de su vida, aquellas frases ignotas que excitaran la ira de los dioses. ¿Estaba Paladine enfurecido? ¿La había abandonado en su cólera, al igual que, según la opinión generalizada, había abandonado el reino de Krynn después de la hecatombe de Istar? ¿O era acaso que su poder divino no conseguía penetrar las capas de perversidad que envolvían la Torre de la Alta Hechicería?

Asustada, en un mar de incertidumbre, Crysania alzó su talismán. No brilló, no se mudó su aspecto, el metal permaneció frío al tacto. Erguida ahora en el centro de la sala, sin soltar la alhaja y tiritando, la sacerdotisa exhortó a su voluntad a conducirla hacia el ventanal.

—Si no lo hago —murmuró a través de los labios cuarteados—, moriré. Todos sucumbiremos a esta atmósfera hostil.

Miró a los dos hermanos. Raistlin estaba cubierto por sus tupidas vestiduras, pero todo su ser despedía un helor mortífero. En cuanto a Caramon, su caso era todavía más apremiante pues portaba el exiguo atuendo de gladiador de los Juegos, un taparrabos y varios accesorios de una armadura dorada que, junto a la fina capa, apenas le abrigaban.

Resuelta a no detenerse en su empeño, la dama levantó el mentón y clavó sus pupilas en las siseantes criaturas que pululaban en su derredor, a la vez que, con paso firme, salía del cerco de luz proyectado por el cayado.

Las tinieblas cobraron vida, los murmullos aumentaron de volumen hasta que, horrorizada, la sacerdotisa comenzó a desentrañar su mensaje.

Cuán sonora es tu llamada, amor,

cuán cerca está la penumbra de tu corazón.

Tus ríos fluyen turbulentos, amor,

a través de unas venas en putrefacción.

¡Ay, amor! Un calor oculta tu frágil piel,

puro como la sal, como la muerte dulce y deseada.

En la noche la luna encarnada, guía fiel,

tu hábito fosforescente certeramente conduce.

Unos dedos fantasmagóricos rozaron su pómulo y la sacerdotisa, sobresaltada, retrocedió frente al invisible enemigo. Abrumada por el pánico, por el lúgubre canto de los espectros, se inmovilizó, remisas sus piernas a obedecer su débil mandato.

—¡No! —se regañó, disgustada—. He de seguir, no permitiré que me venzan los hijos de la malignidad. ¡Soy una de las elegidas de Paladine! Aunque mi dios me vuelva la espalda en esta hora crucial, mi fe alumbrará el camino.

Estiró el brazo, como si la negrura fuera una cortina que tuviera que apartar literalmente, y reanudó la marcha hacia la ventana. Los malévolos ecos acechaban sus tímpanos, incluso resonaron cavernosas risas en el aire, mas nadie osó lastimarla, ni siquiera tocarla. Al fin, tras recorrer un trayecto que se le antojó interminable, Crysania alcanzó su objetivo.

Temblorosa, aturdida por tanta tensión, descorrió los pesados cortinajes con la esperanza de ver las reconfortantes luces de Palanthas. «La vida bulle al otro lado de estas paredes —se alentó, aplastando la cara en el cristal—. Habitan la ciudad seres de carne y hueso. Divisaré las avenidas, los bellos edificios».

Pero la profecía todavía no se había cumplido. Raistlin, el Amo del Pasado y del Presente, no había regresado con el poder que había de investirle como único señor de la Torre. Transcurrirían muchas décadas antes de que se produjera tal evento, razón por la que cercaba la mole una oscuridad impenetrable, una niebla arcana y perpetua. Si refulgían los fanales en la urbe, la sacerdotisa no podía contemplarlos.

Exhalando un desazonado suspiro, Crysania sujetó el paño y tiró de él. La roída urdimbre cedió casi al instante, cayó tan aplomada que la enterró en un manto de brocados deslucidos. No le molestó su peso, al contrario, se deshizo del enredo y se arropó en los pliegues, sosegada al sentir su calor.

Tras desgarrar la otra cortina, la arrastró por la estancia sin prestar atención a los disonantes ruidos que producían los diseminados fragmentos recogidos a su paso.

Los haces luminosos del bastón guiaron su andadura sin un parpadeo. Cuando llegó a su altura, la dama se desmoronó en el suelo. El agotamiento y el pavor sufrido en su azaroso viaje fueron los causantes de esta reacción.

No se había percatado Crysania de cuán fatigada estaba. No había dormido desde que se desencadenara la tormenta en Istar y, ahora que la acunaba la tibieza de los cortinajes, el deseo de deslizarse en el olvido la tentaba hasta lo impensable.

—¡No puedes hacerlo! —se ordenó.

Forzándose a la acción, se aproximó a Caramon y se arrodilló a su lado a fin de cubrirle con el grueso terciopelo, que extendió sobre sus hombros. El cuerpo del guerrero había adquirido una textura marmórea, apenas respiraba. La sacerdotisa aplicó la mano a su garganta en busca de un palpito esperanzador, y lo halló lento e intermitente. Fue entonces cuando descubrió unas señales en su cuello, las huellas que imprimieran unos labios descarnados.

Se perfilaron en su memoria aquellas cabezas sin cuerpo que flotaban en el ambiente, si bien se apresuró a descartar tan agobiantes imágenes. Centrados sus pensamientos en lo que se proponía hacer, posó las manos abiertas en la frente del gladiador e inició su plegaria.

—Paladine —oró—, si tu cólera no te ha apartado de tu hija y sierva, si comprendes que tan sólo quiero honrarte, si puedes disolver esta terrible penumbra el tiempo suficiente para escuchar mi ruego, ¡cura a este hombre! Si su ciclo vital no ha concluido irreparablemente, si el destino aún le reserva alguna empresa, restitúyele la salud. De no ser así, Paladine, recoge su alma en tus brazos y asígnale una morada eterna entre tus huestes…

No pudo continuar, sus últimos restos de energía se disiparon. Víctima del terror que había presidido todos sus movimientos y de sus luchas internas, sola en medio de aquel caos insondable, hundió el rostro en sus manos y prorrumpió en el amargo llanto de quien no vislumbra una salida para su desgracia.

Una palma enorme se cerró sobre la suya. Aunque tan inesperado contacto la sobrecogió, percibió de inmediato el calor que despedía, su fuerza.

—Vamos, Tika —dijo una voz profunda y somnolienta—, no debes llorar.

Al alzar los ojos nublados por las lágrimas, Crysania advirtió que el pecho de Caramon se hinchaba en inhalaciones espaciadas, que su tez había perdido la lividez letal y, lo más importante, que las heridas de su cuello habían desaparecido. El guerrero esbozó incluso una sonrisa, al mismo tiempo que le daba unas palmadas en el dorso de la mano.

—Tan sólo ha sido una pesadilla, Tika —balbuceó—; mañana la habrás olvidado.

Arrebujándose en la cortina, refugiándose en su calidez, el hombretón dio media vuelta para entregarse a un sueño plácido, reparador.

Tan exhausta que ni siquiera atinó a manifestar su gratitud, Crysania observó unos segundos al gladiador, hipnotizada ante la paz que emanaba. La sacó de su ensimismamiento un goteo que, aunque suave, no dejó de sorprenderla. ¿Un líquido en aquel lugar? Ladeó el rostro y vislumbró, por primera vez desde su llegada, el contorno de una jarra en el borde de la escribanía. Tenía la boca hendida, suspendida en el aire, y parecía haber permanecido varios lustros vacía. Su contenido se derramó siglos atrás, no le cabía la menor duda, y no obstante ahora un fluido transparente brotaba de su fondo y chorreaba despacio sobre el suelo, brillando el delgado hilo bajo la luz del bastón.

La sacerdotisa extendió la palma de tal modo que las gotas se remansaran en ella, y se la llevó a los labios. En efecto, era agua.

Tenía un sabor amargo, casi salado, pero la juzgó el elixir más exquisito que nunca había bebido. Realizando un supremo esfuerzo para mover su entumecido cuerpo, vertió una pequeña cantidad en el hueco de su mano y la sorbió de un trago, ávidamente. Saciada su sed, colocó el recipiente en posición vertical sobre el mueble y comprobó que el nivel del líquido subía de inmediato, que la fuente no había de secarse pues el agua consumida era reemplazada sin demora.

Ahora sí, ahora pudo agradecer el favor de Paladine con palabras que surgían de lo más hondo de su alma, desde tan recónditos recovecos que no alcanzaban sus cuerdas vocales. Se desvaneció su miedo a la oscuridad, a las criaturas que ésta engendraba. Su dios no la había abandonado, seguía a su lado, aunque, quizá, le había causado cierta desilusión.

Relajada, Crysania volvió los ojos hacia Caramon y, tras constatar que dormía tranquilo, que sus contraídos rasgos se habían ensanchado, se encaminó al rincón donde yacía su gemelo al abrigo de su túnica, teñidos los labios de tonalidades violáceas.

Sabedora de que el calor que irradiaba su cuerpo les reconfortaría a ambos, la sacerdotisa se estiró a su lado para, en tal postura, envolverse en la cortina. Reclinó la cabeza en el hombro del mago, cerró los ojos y se meció en la acogedora penumbra de la estancia.

3 Recuerdos… Reencarnación

—¡Lo ha llamado Raistlin!

—¡Y también Fistandantilus!

—¿Cómo podemos estar seguros? Algo no encaja. No ha llegado por el Robledal de Shoikan, según proclamaba el augurio. Y ¿qué ha sido del poder que debía encerrar? Además le acompañan otras dos criaturas, cuando se suponía que vendría solo.

—Y, sin embargo, siento su magia. No oso desafiarle.

—¿Ni siquiera a cambio de tan suculenta recompensa?

—¡El olor a sangre te ha trastornado el juicio! Si se trata de él, y descubre que has devorado a sus elegidos, te enviará de nuevo a una perenne negrura, donde soñarás con sangre fresca que nunca has de paladear.

—Pero si no es el que esperamos, y descuidamos nuestro deber de custodiar la Torre, será la soberana quien se materialice. Su ira nos aplastará, el castigo que describes se te antojará liviano.

Se hizo el silencio, hasta que alguien propuso:

—Existe un medio de cerciorarse.

—Es peligroso. Está débil, podríamos matarle.

—¡Tenemos que saberlo! Es preferible que él perezca a que nosotros defraudemos a Su Oscura Majestad.

—Sí. Su muerte podría explicarse, su vida quizá no.

Un dolor lacerante penetró las esferas donde su desmayo le había sumido, como témpanos de hielo que traspasaran su cerebro. Raistlin se debatió en las brumas del cansancio, de la enfermedad, para recobrar unos instantes el conocimiento.

Abrió los ojos, y el pánico estuvo a punto de asfixiarlo cuando atisbo dos lívidas cabezas que flotaban frente a él, acechándolo a través de unas cuencas oculares que únicamente reflejaban vastas tinieblas. Tenían las manos sobre su pecho, y el contacto de aquellos gélidos dedos desgarraba su espíritu.

Al escrutar aquellos portentosos alvéolos, el mago supo qué pretendían y le asaltó un súbito terror.

—¡No! —se rebeló sin resuello—. No volveré a vivir esa experiencia.

—Has de hacerlo, no existe otra manera de averiguar la verdad —sentenció, imperturbable, uno de los espectros.

Frente a semejante ultraje, el hechicero se encolerizó. Tras ensayar una maldición, intentó levantar los brazos del suelo a fin de arrancar los fantasmales miembros de su túnica. Fue inútil. Sus músculos rehusaron obedecer, tan sólo consiguió estirar un dedo.

La rabia, la angustia y un sentimiento de honda frustración excitaron su necesidad de gritar; pero nadie oyó su alarido, ni siquiera él mismo. Las garras apretaron su torso, cual acerados puñales, y se zambulló no en la penumbra, sino en los recuerdos.


No se recortaba ningún ventanal en la sala de estudio donde los siete aprendices de hechicería trabajaban aquella mañana. No se admitía el paso de los rayos solares ni tampoco de los haces de las dos lunas, la de plata y la encarnada, Solinari y Lunitari. En cuanto al tercer satélite, el negro, al igual que en el resto de Krynn se sentía su presencia sin verla.

Iluminaban la estancia una serie de velas de cera encajadas en pedestales argénteos que, a su vez, descansaban en las mesas. De este modo, los soportes individuales podían utilizarse y transportarse según la conveniencia de cada aprendiz.

La sala de estudio era la única en el gran castillo de Fistandantilus que se alumbraba mediante candelas. En todas las restantes, unos globos de cristal alimentados por arte de encantamiento surcaban el aire, derramando unos fulgores mágicos capaces de mitigar la lóbrega penumbra que bañaba la fortaleza de modo permanente. Si no se empleaba tal sistema en la habitación consagrada a las prácticas de los novicios era, además de las razones prácticas expuestas, porque la luz de las bolas ígneas se apagaba en el momento de traspasar su umbral. ¿Cuál era el motivo de este fenómeno? Simplemente, que envolvía la estancia un hechizo constante de neutralización arcana, de efecto imperecedero. De ahí que se recurriera a procedimientos más primarios y se excluyera cualquier influencia de los astros, tanto del sol como de la luna, susceptible de alterar las peculiares condiciones del estudio.

Seis de los aprendices estaban sentados codo con codo en torno a una mesa, parloteando unos mientras los otros se concentraban en su quehacer. El séptimo se hallaba solo, apartado, en un escritorio situado en el extremo opuesto. De vez en cuando un miembro del grupo alzaba la cabeza y lanzaba una inquieta mirada al que permanecía aislado para, en el acto, volver a bajarla, pues, quienquiera que fuese el espía, el singular personaje le escrutaba en una actitud retadora.

Al séptimo novicio le divertía la situación, incluso tenía una leve sonrisa en los labios. Raistlin no había gozado de muchos entretenimientos durante los meses que llevaba alojado en el castillo de Fistandantilus, ni le había resultado fácil adaptarse. No había tenido ninguna dificultad para mantener el engaño y evitar que el archimago adivinase su auténtica identidad; le bastó con no invocar sus poderes y comportarse como aquellos ignorantes que se afanaban en complacer a su superior a fin de ganarse su confianza, de ascender al rango de acólito personal.

El disimulo era a Raistlin lo que la sangre a las venas, algo indisociable. Incluso gozaba de aquellos juegos competitivos que le enfrentaban a sus supuestos compañeros, limitándose a superarlos sin excesivos alardes, con el único objeto de ponerlos nerviosos y pillarlos desprevenidos. También disfrutaba en sus intercambios con Fistandantilus. Notaba que el archimago lo espiaba, y sabía cuáles eran sus pensamientos: «¿Quién es este aprendiz? ¿De dónde procede ese poder que arde en sus entrañas, y que no consigo definir?».

En ocasiones descubría al maestro examinando su rostro, ávido de respuestas. Sin duda, sus rasgos se le antojaban familiares, y este hecho no hacía sino aumentar su suspicacia.

No obstante, y pese al placer que hallaba en tales escaramuzas, Raistlin no podía evitar que sus cabalas le transportasen, con más frecuencia de la deseable, a un tiempo en el que sólo conoció la desdicha. Por un capricho de su memoria, siempre que se complacía en su astucia venía a nublar su momentánea exaltación el recuerdo de su adolescencia, la época más ingrata de toda su vida.

Ya en la escuela de artes arcanas, los estudiantes con los que compartió sus primeros balbuceos le impusieron el apodo de «el Taimado». No inspiraba afecto, ni menos aún confianza, incluso su tutor recelaba de su talante evasivo. Así, el futuro hechicero tuvo una juventud solitaria, amarga. Si bien era cierto que Caramon cuidaba de él, su amor era tan paternal y asfixiante que aceptaba mejor la inquina de los otros muchachos.

Ahora, aunque desdeñaba a aquellos necios por su servilismo frente a su traicionero superior que, al final, mataría sin contemplaciones al elegido, y aunque se divertía provocándolos y poniéndolos en ridículo, en ocasiones sentía un doloroso aguijón, en la soledad de la noche, cuando les oía reír juntos en la alcoba vecina.

En uno de aquellos accesos de despecho se dijo, disgustado, que tales nimiedades estaban por debajo de su categoría y de sus propósitos. Debía concentrarse, conservar intactas sus fuerzas, si quería obtener el éxito. Se repitió hoy sus amonestaciones, consciente de que dentro de unos minutos Fistandantilus elegiría a su acólito particular.

«Vosotros seis abandonaréis el castillo —pensó el mago—. Saldréis de aquí inflamados de resentimiento y desprecio, nunca sabréis que uno de vosotros me debe la vida».

La puerta de la sala de estudio se abrió con un áspero chirriar, propagando espasmos de alarma en el grupo de figuras ataviadas de negro que se reunían en torno a la mesa. Raistlin los contempló impávido, esbozada en sus labios una aviesa sonrisa que era un perfecto reflejo de la mueca exhibida por el ceniciento rostro que, altivo, se recortaba en el umbral.

La mirada centellante del archimago paseó de hito en hito entre los seis jóvenes, tan irresistible que éstos, uno tras otro, palidecieron y bajaron las encapuchadas cabezas a la vez que sus dedos jugueteaban con los ingredientes de sus hechizos o bien se retorcían encrespadas a causa del nerviosismo.

Concluido su examen, Fistandantilus posó los ojos en el séptimo aprendiz, el más adusto, que se mantenía al margen de los otros. Raistlin alzó la vista y le devolvió el escrutinio mientras su sonrisa, perdida su ambigüedad, se tornaba abiertamente burlona. Ni siquiera parpadeó, y tal actitud movió al maestro a enarcar las cejas. Irritado, cerró la puerta con violencia en medio de las muestras de sobresalto de los acólitos, a quienes la brusca interrupción del silencio había dejado sin resuello.

El nigromante avanzó hacia el centro de la estancia, con paso lento e inseguro. Se apoyaba en un bastón, y sus viejos huesos crujieron cuando se acomodó en una silla. Ojeó de nuevo al sexteto de aprendices que permanecían sentados frente a él y, al reparar en sus cuerpos jóvenes, sanos, alzó una de sus marchitas manos para asir el colgante que pendía de una pesada cadena alrededor de su cuello. Era una alhaja de extraño aspecto, consistente en un rubí de forma ovalada y engarzado en una lisa montura de plata.

Los discípulos conjeturaban a menudo sobre la singular gema, preguntándose cuáles eran sus virtudes. Era el único adorno que lucía Fistandantilus, y quedaba patente el valor que le atribuía. Hasta los novicios más ignorantes sentían los hechizos de protección que irradiaba, unos hechizos destinados a conjurar cualquier intento arcano de agredir a su portador. ¿Cómo lo hacía, de qué modo se manifestaba su poder? Era éste el tema central de las especulaciones; unos argumentaban que atraía a los seres de los planos celestiales y otros, en cambio, aseveraban que su aura permitía al archimago comunicarse con Su Oscura Majestad en persona.

Por supuesto, había alguien capaz de esclarecer el misterio. Raistlin conocía todos los entresijos del sortilegio, pero prefirió guardar el secreto para sí mismo.

La mano arrugada, trémula, del maestro se cerró sobre la gema al mismo tiempo que sus iris traspasaban a los aspirantes, con tanta vehemencia que parecía presto a devorarlos. El taciturno y fingido alumno incluso creyó advertir que humedecía sus labios, y le asaltó un repentino temor. «¿Qué ocurrirá si fracaso? —se cuestionó, estremecido—. Es muy fuerte, el brujo más poderoso que nunca vivió en Krynn. ¿Poseo la energía, la sapiencia suficientes para derrotarlo?».

—Iniciemos la prueba —declaró Fistandantilus con un chasquido, puesta la mirada en el primero de los seis acólitos.

Raistlin desechó su miedo. Se había preparado durante años, a conciencia; no era momento de vacilar. Si éste era su destino, moriría. Ya se había enfrentado antes a semejante avatar; en el fondo era como encontrarse con un antiguo amigo.

De uno en uno, los jóvenes magos se alzaron de sus asientos, abrieron sus libros de encantamientos y recitaron los que habían seleccionado. De no hallarse sumida en un hechizo neutralizador, la sala de estudio se habría llenado de prodigiosas visiones. Habrían estallado bolas de fuego entre sus muros, incinerando a cuantos albergaban; dragones fantasmales habrían expelido sus llamaradas, tan ilusorias como espantosas; legiones de criaturas espectrales, arrastradas desde otras esferas, habrían atronado la cámara con sus bramidos. Pero, dadas las circunstancias, nada inmutó el silencio salvo los cánticos de los sucesivos acólitos y el revoloteo de las páginas de sus esotéricos volúmenes.

Completaron su examen en perfecto orden para, una vez finalizado, volver a sentarse y dar paso al siguiente. Todos hicieron gala de unas espléndidas dotes, como cabía esperar. Fistandantilus sólo admitía en su fortaleza a grupos de nigromantes de evidentes aptitudes, que habían superado la terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y deseaban perfeccionarse bajo sus auspicios. Entre tan destacados eruditos, debía designar a su ayudante o así, al menos, lo suponían ellos.

Una vez más, el archimago acarició su rubí antes de centrar su atención en Raistlin e indicarle:

—Tu turno, aprendiz.

En sus avejentados ojos prendió un nuevo destello y los surcos de su frente adquirieron mayor profundidad en su afán por recordar dónde había visto el rostro del enigmático joven.

Raistlin se levantó despacio, sin que se difuminara de sus labios aquella sonrisa entre ácida y cínica con la que demostraba su superioridad. Encogióse de hombros indiferente, despreocupado, y cerró su libro. Los otros seis magos intercambiaron gestos desaprobatorios frente a tan intolerable arrogancia, mas Fistandantilus, aunque frunció el entrecejo, no se molestó en disimular el interés que delataban las chispas de sus pupilas.

Con desenvoltura, socarrón, el aspirante empezó a recitar de memoria el intrincado encantamiento. Los otros acólitos se agitaron en sus sillas ante su alarde de habilidad, que no podía por menos que suscitar envidias y un odio invencible. El archimago también se concentró en sus evoluciones, si bien sus sentimientos eran distintos: tan malévola era su ansia de poseer aquel cuerpo para rejuvenecer sus ajadas vísceras que el avanzado discípulo, al percibirlo, casi se interrumpió.

Obligándose a no apartar la mente de su trabajo, firme en el dominio de sus emociones, Raistlin concluyó el último versículo y, de pronto, la sala fue invadida por unos brillantes fulgores que, en abanico multicolor, estallaron en el aire. Su estrépito rasgó la quietud.

Fistandantilus se sobresaltó al producirse la inesperada explosión, borrada su anhelante mueca. En cuanto al sexteto, ahogaron al unísono un común grito de sorpresa.

—¿Cómo has roto el halo protector? —preguntó el maestro, enfurecido—. ¿Qué virtudes ignotas anidan en tu alma?

En respuesta a la imperiosa demanda, el discípulo abrió las manos. En sus palmas ardían sendas bolas de fuego verde o azulado, cuyo resplandor deslumbraba a quien lo contemplaba hasta el punto de hacerle cerrar los ojos. Sonriente, complacido por el estupor general, Raistlin entrechocó sus manos y las llamas se extinguieron.

Una vez más el silencio se adueñó de la estancia, si bien ahora era un silencio lleno de temor. En efecto, Fistandantilus se puso de pie, tan encolerizado que los efluvios de su ira creaban en su derredor una ígnea aureola. Envuelto en sus dimanaciones, el anciano avanzó hacia el séptimo aprendiz.

El humano que despertó su furia fue el único que no se amedrentó. Permaneció erguido, tranquilo, estudiando su marcha con un aplomo insolente.

—¿Cómo lo has hecho? —rugió el archimago fuera de sí.

Antes de que el aludido contestase, espió las delicadas manos que habían obrado el sortilegio y, en un gesto agresivo, estiró el brazo para apresar la muñeca de Raistlin.

El joven sofocó un aullido de dolor, pues el contacto de su oponente era gélido como la tumba. Se conminó a sonreír, pese a saber que su distorsionada boca lo asemejaba más a una calavera que al hombre impertérrito que pretendía ser.

—¡Polvos de luz! —vociferó Fistandantilus, al mismo tiempo que arrastraba a su cautivo hacia las candelas para cerciorarse—. Un truco ordinario, como los que utilizan los ilusionistas.

—Tal oficio me permitía ganarme el pan —replicó Raistlin, apretando los dientes para resistir el sufrimiento—. Me ha parecido apropiado utilizarlo en presencia de este hatajo de aficionados que has reunido, gran maestro.

El anciano presionó su garra en torno a la frágil carne de su víctima, quien emitió un susurro agónico sin hacer el menor intento de liberarse. Tampoco adoptó una actitud sumisa, aceptó el reto con el cuello enhiesto, orgulloso. Esta postura hizo que el veterano nigromante lo mirara intrigado, renacido su interés.

—Así que te consideras más apto que los otros aspirantes —afirmó, más que preguntó, Fistandantilus, con un tono quedo, casi amable, ignorando los murmullos indignados de los acólitos.

—¡Sabes que lo soy! —replicó Raistlin, después de imponerse una breve pausa para acumular energías con las que mitigar el dolor.

El archimago lo escrutó, sin cesar de atenazarlo, y el joven humano vio el miedo reflejado en sus enteladas pupilas, un pánico que en pocos segundos volvió a encubrirse tras la expresión insaciable que antes lo animara. Rehecho de su pasajera flaqueza, el anciano soltó la delgada muñeca. Su víctima no atinó a reprimir un suspiro de alivio mientras regresaba a su asiento frotándose la zona afectada, donde la huella del maestro se hacía ostensible en la palidez mortífera, tumefacta, que había adquirido la piel.

—¡Salid todos! —ordenó Fistandantilus. Los seis hechiceros se incorporaron y comenzaron a retirarse en medio del revoloteo de sus negras túnicas; pero cuando Raistlin se disponía a imitarlos, el amo del castillo le apuntó—: Mi mandato no te incluye a ti. Quédate.

Obediente, el aludido tomó de nuevo asiento sin dejar de acariciar su mano hasta que el fluir de la sangre le restituyó la sensibilidad. Los derrotados desfilaron hacia la puerta, seguidos por su insigne superior. Una vez los hubo despedido, el archimago se dirigió al centro de la estancia para encararse con su aprendiz personal.

—Esos muchachos no tardarán en abandonar la fortaleza. En cuanto nos quedemos solos, en la hora de la Vigilia, preséntate en la cámara secreta situada en el subterráneo. Realizo allí un experimento que requiere tu ayuda.

Raistlin observó, en una suerte de fascinación, cómo su interlocutor se llevaba la mano al rubí y lo tanteaba con suavidad, con amor. Tan ensimismado estaba, que de momento no respondió. Al fin, sonriendo en franca burla de su propio miedo, susurró:

—Acudiré puntualmente, maestro.


Raistlin yacía sobre una losa de piedra en el laboratorio, una cámara oculta en los profundos sótanos del castillo del archimago. Ni siquiera sus gruesos ropajes de terciopelo lo aislaban del frío. El joven tiritaba sin control, aunque no lograba discernir si era el ambiente, el terror o la excitación lo que provocaba aquellos temblores.

No veía a Fistandantilus, pero oía con perfecta nitidez el crujir de su túnica, el tamborileo del bastón en el suelo, el susurro de las páginas de su libro de encantamientos. Tumbado en la lisa roca, fingiéndose desvalido frente al influjo del maestro, el ayudante puso sus músculos en tensión. Se acercaba el momento decisivo.

Como si hubiera captado su estado expectante, el anciano apareció en su campo visual para inclinarse sobre él con ávida mirada. El rubí se balanceaba, sujeto a la cadena de su cuello.

—Sí —declaró el viejo—, posees unos dones nada comunes. Eres más diestro y sabio que cualquiera de los aprendices con los que me he tropezado en mi dilatada existencia.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —inquirió Raistlin, con un timbre de desesperación que no era del todo forzado. Tenía que conocer con exactitud el funcionamiento del colgante, y en una hora tan crucial lo acosaban las dudas.

—Los detalles carecen de importancia —lo atajó su interlocutor, a la vez que posaba la mano en su pecho.

—Mi objetivo al venir a tu fortaleza era aprender —explicó el postrado, rechinando los dientes en un esfuerzo supremo para no retorcerse bajo el abominable contacto—. Deseo enriquecer mi acervo hasta exhalar el último suspiro.

—Muy encomiable —aprobó Fistandantilus. Se abstrajo en sus cavilaciones, prendidos los ojos de la penumbra circundante, y el falso acólito se dijo que probablemente revisaba el hechizo en su memoria—. Me proporcionará un inmenso placer habitar un cuerpo y un alma sedientos de erudición, absorber la savia de una criatura que atesora cualidades innatas para nuestro arte. No puedo rehusar tu demanda, aprendiz. Te impartiré una postrera lección.

»Ignoras, joven humano, lo que supone envejecer. Recuerdo bien mi primera vida, la terrible frustración que me atenazó al comprender que yo, el hechicero más dotado de cuantos pisaron la faz de Krynn, estaba condenado a languidecer en la trampa de una carcasa debilitada, consumida por la edad. Mi cerebro se conservaba sano, perspicaz, era incluso más clarividente que en mis años mozos. ¡Me horrorizaba la idea de que tanto poder, tan vasta sapiencia, se redujeran a polvo, fueran pasto de los gusanos!

»Vestía entonces la Túnica Roja. ¿Te sobresaltas? Asumir este color fue un acto consciente, deliberado, una decisión que tomé tras meditar los pros y los contras. La neutralidad es la mejor vía de aprendizaje, ya que permite relacionarse con ambos extremos del espectro sin pertenecer a ninguno. Fui en busca de Gilean, el Fiel de la Balanza, y solicité su autorización para perpetuar mi estancia en este plano y profundizar mis estudios. Lamentablemente, no pudo atender mi ruego. Los hombres eran obra suya; y respondía a mi impaciente naturaleza humana aquella ansia de abarcar conocimientos y trascender la brevedad de la existencia. Me confirmó que mi actitud era normal y me aconsejó rendirme al destino.

Fistandantilus se encogió de hombros y examinó a su oyente, antes de proseguir.

—Detecto en tus ojos comprensión, aprendiz. En cierto modo, siento tener que destruirte, estoy convencido de que juntos habríamos desarrollado una singular complicidad. Mas debo continuar mi relato. Maldiciendo a la luna encarnada, me adentré en las tinieblas y pedí que me fuera concedido vislumbrar el satélite negro. La Reina de la Oscuridad escuchó mi plegaria y permitió que vistiera la túnica de sus vasallos. Me apresté a mudar mi atavío a fin de consagrarme a su servicio y, a cambio, fui llevado a su órbita. He visto el futuro, he vivido el pasado. Fue la soberana quien me obsequió el colgante, de tal manera que pueda elegir un cuerpo donde albergarme durante mi paso por este tiempo. Cuando resuelva cruzar las fronteras y penetrar en el futuro, hallaré a un mortal preparado en el que reencarnarme y renovar mi alma.

Raistlin no pudo reprimir el escalofrío que erizó su piel al oír estas últimas palabras. El «mortal» al que aludía el archimago era él mismo; se suponía que su única misión consistía en aguardar su llegada, presto para recibirle.

Fistandantilus no se percató de la animadversión que su parlamento había provocado en el, en apariencia, sumiso discípulo. Alzando su colgante, se concentró en el hechizo que debía invocar.

También el joven nigromante espió el rubí, que refulgía bajo la luz proyectada por un globo en el centro del laboratorio, y se aceleró su pulso. En un supremo esfuerzo por dominarse, trémula la voz a causa de una excitación que sin duda su oponente confundió con un acceso de pánico, susurró:

—Dime cómo funciona tu artilugio y qué va a sucederme.

El maestro sonrió, complacido ante la inagotable curiosidad de su víctima, mientras hacía girar la gema en torno a su figura yaciente.

—Colocaré el talismán sobre tu pecho —le reveló—, encima de tu corazón, y sentirás que tu fuerza vital escapa, despacio, por tus poros. Tengo entendido que el dolor es insoportable, pero no durará mucho, aprendiz, si no luchas contra él. Abandónate y no tardarás en desmayarte. La experiencia de quienes te han precedido en el experimento demuestra que rebelarse no sirve sino para prolongar la agonía.

—¿No has de pronunciar ningún versículo? —indagó Raistlin.

—Por supuesto que sí —respondió Fistandantilus fríamente, volcado su cuerpo sobre el del acólito y con los ojos fijos en los suyos—. Me dispongo a recitarlos, serán los últimos sonidos que vibrarán en tus tímpanos.

Posó el colgante en el lugar que antes indicara. El fingido ayudante sintió que el vello se le erizaba al entrar en contacto con la alhaja; apenas logró controlar el impulso de incorporarse y emprender la huida. En un alarde de voluntad, apretadas las manos y hundiendo las uñas en la carne a fin de superar el miedo mediante el sufrimiento físico, se inmovilizó. «Debo averiguar la fórmula mágica», se dijo.

Tendido en la losa, cerró los ojos. No resistía la visión de aquel rostro distorsionado, perverso, que en su proximidad destilaba efluvios hediondos, cual si de un muerto viviente se tratase.

—Bien hecho —le felicitó una voz sibilina—, relájate.

Fistandantilus acometió su cántico. Deseoso de aislarse de influencias perturbadoras, también él entornó los párpados a la vez que ejercía presión sobre el pecho de Raistlin, agitado todo su ser en un movimiento pendular. Así, sumido en su trance, no advirtió que la víctima repetía cada frase, cada sílaba, con una exactitud perfecta a pesar de su estado febril. Cuando detectó que algo iba mal ya había concluido el encantamiento y esperaba, erguido, la primera inyección de vida en sus añejos huesos.

El deseado calor no afluyó a sus venas. Alarmado, el anciano abrió los ojos y contempló atónito al mago de Túnica Negra, que permanecía acostado en la gélida roca. Exhaló entonces un grito extraño, inarticulado, antes de retroceder, presa de un pavor que no acertó a ocultar.

—Al fin me reconoces —declaró Raistlin, sentándose y apoyando una mano en la lápida mientras, con la otra, rebuscaba en los bolsillos secretos de su atuendo—. Me temo que ningún cuerpo indefenso te aguarda en el futuro.

Fistandantilus no reaccionó, tal era su estupor. Clavó su mirada en las manipulaciones del engañoso pupilo, como si quisiera traspasar el paño de sus vestiduras y penetrar los recovecos en los que hurgaba.

Transcurridos unos segundos, recobró la compostura para preguntar, despreocupado, aunque sin apartar la vista del bolsillo:

—¿Es Par-Salian quien te ha enviado?

Raistlin meneó la cabeza en ademán negativo, al mismo tiempo que se deslizaba de su supuesta tumba. Embutido aún un brazo en los pliegues de la túnica, levantó la otra mano para descubrir su embozo y, así, permitir que el maestro escrutase su faz ahora que había desaparecido la máscara tras la que se ocultara durante meses.

—He venido por mi propia iniciativa —aseveró—. Soy el señor de la Torre.

—Eso es imposible —replicó, incrédulo, el archimago.

Su oponente esbozó una sonrisa que no se correspondía con la severidad de sus rasgos, de aquellos iris que atrapaban en su espejo el contorno del fallido ejecutor.

—Comprendo tu asombro, nunca imaginaste que esto pudiera suceder —imprecó, desafiante, a su rival—. Cometiste el error de infravalorarme. Absorbiste una parte de mi savia en la Prueba, a cambio de protegerme del elfo espectral. Me obligaste a vivir en el perenne suplicio que me infligía mi maltrecho cuerpo, imponiéndome una absoluta dependencia de mi hermano. Me enseñaste el manejo del Orbe de los Dragones y obraste mi recuperación en la Gran Biblioteca de Palanthas. Luego, cuando estalló la Guerra de la Lanza, me facilitaste el acceso a los textos esotéricos de la Reina de la Oscuridad para, más tarde, ayudarme a devolverla al abismo, donde no representaba una amenaza frente al mundo… ni frente a ti. Abrigabas el diabólico propósito de hacer acopio de fuerzas en este tiempo y, ya restablecido de tus achaques seniles, viajar al futuro en busca de mi torturada carcasa. ¡Pretendías usurpar mi identidad!

Arrugó Fistandantilus los ojos en actitud iracunda y el joven hechicero se puso en tensión, cerrada la mano en torno al objeto que guardaba en su bolsillo. Sin embargo, y contra todo pronóstico, el anciano se limitó a confirmar:

—Todo cuanto has dicho es verdad. ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Quizás asesinarme?

—No —contestó Raistlin—, mi intención es otra. Deseo invertir los papeles; ser yo quien te suplante.

—¡Majadero! —lo insultó Fistandantilus entre chillonas risotadas—. El único medio de arrebatarme mis esencias es utilizar esto contra mí —le recordó, blandiendo el colgante del rubí—. Como sabes, lo protegen de cualquier manifestación arcana unos sortilegios que tu estrecha mente no atinaría ni aun a concebir, pequeño bravucón.

Su voz se redujo a un susurro, asfixiada por el pavor al percibir que su adversario, imperturbable, extraía la mano del misterioso bolsillo. En su palma exhibía la codiciada joya.

—Cierto, la magia nada puede para disolver su escudo —admitió con una mueca letal—. Pero no se te ocurrió pensar que existen otros métodos contra los que tus encantamientos quedan inermes, los trucos de un ilusionista callejero.

El semblante del viejo maestro se tornó pálido como el de un cadáver. Espió, aterrorizado, la cadena que pendía de su cuello para constatar, ahora que se había descubierto la falacia, lo que ya adivinaba: la alhaja se había evaporado.

Un retumbo ensordecedor rasgó el silencio; el suelo del laboratorio se combó en una pétrea oleada que arrojó al joven mago por los aires. Cayó de rodillas mientras la roca se partía en dos, abriendo una fisura en los cimientos mismos de la mole. En medio del estruendo, del caos, se elevó la voz de Fistandantilus en un cántico destinado a atraer a las fuerzas hostiles de los planos astrales.

Reconociendo al instante el portento que se proponía realizar, Raistlin se apresuró a envolverse en una aureola que había de salvaguardar su cuerpo del ataque. Su hechizo no era muy poderoso, tan sólo le proporcionaría el tiempo indispensable para preparar la defensa. Acuclillado en el suelo, vio surgir de la grieta una figura cuyo rostro malsano, horripilante, parecía el fruto de una pesadilla.

—¡Aprésale! —ordenó Fistandantilus a la criatura abismal.

Señaló con el dedo al nigromante y el espectro surcó la estancia tras su víctima. Se detuvo frente a la agazapada forma, rodeado de volutas de humo, que se alargaron hasta trazar un círculo a su alrededor.

El pánico hizo presa en el mago al observar cómo tendía su cerco aquel ente de ultratumba. Bajo sus insondables virtudes arcanas, el escudo protector se derrumbó a los pies del agresor; en cuestión de minutos, le arrancaría el alma y celebraría un festín con sus despojos.

Las largas horas de estudio, la energía bien dosificada y la rigurosa disciplina que siempre presidió sus prácticas acudieron en auxilio del atacado. Logró dominarse, un hecho que le permitió rememorar las frases necesarias para salvarse. Completó raudo el encantamiento, que, además de repeler al fantasma, bañó su ser en un bálsamo que lo liberó de sus temores.

La aparición vaciló, sin decidirse a obedecer las irritadas imprecaciones del anciano.

Uno le mandaba seguir, el otro lo instaba a detenerse. Aunque debía sumisión a aquel que lo había invocado, el halo del más joven refrenaba su impulso. Miró de hito en hito a ambos mortales, retorcido su etéreo cuerpo, desvirtuándose su centelleante contorno en las ráfagas de viento que él mismo provocaba. Los dos le presionaban con idéntico poder, sin dejar de acechar el pestañeo, el movimiento espasmódico de un dedo del contrincante que había de otorgarles la victoria.

Ninguno flaqueó, ninguno dio muestras de cejar en su empeño. Raistlin poseía una mayor resistencia, pero la magia de Fistandantilus procedía de antiguas fuentes. Podía llamar en su ayuda a un millar de fuerzas invisibles.

Al fin, fue la aparición la que no resistió. Atrapada entre dos corrientes iguales en intensidad pero contrapuestas en sus designios, ambas empujándole en distintas direcciones, perdió su integridad y estalló.

La potente explosión lanzó a los dos adversarios contra sendos muros, estrellándose cada uno en el que tenía más cerca. Un olor fétido invadió la estancia y llovieron sobre ella fragmentos de cristal. Las paredes quedaron socarradas, ennegrecidas, a la vez que prendían pequeñas hogueras en los rincones, formadas por llamas multicolores que proyectaban sus chispas sobre el punto donde se había esfumado el espectro.

Raistlin se incorporó y se secó la sangre que le manaba de una herida en la frente, aunque no se entretuvo en tocársela, porque sabía, al igual que el anciano maestro, que el menor descuido significaba la muerte. Dueño de sus acciones, se encaró con su enemigo, que se había recuperado con similar rapidez.

—Bien, las cartas están sobre la mesa —declaró Fistandantilus—. Podrías haber llevado una placentera existencia, yo me habría encargado de ahorrarte las vicisitudes, las miserias de la vejez. ¿Por qué te precipitas hacia tu propia destrucción?

—Conoces mis motivos —repuso el aludido, entre jadeos, agotadas casi sus energías.

El archimago asintió despacio, prendida la mirada en su oponente.

—Como antes he dicho —murmuró—, siento que esto tenga que ocurrir. Juntos habríamos llegado lejos y ahora, sin embargo…

—La vida de uno entraña la muerte del otro —concluyó Raistlin.

Extendió la mano para, cuidadosamente, depositar el rubí sobre la losa. En aquel instante, oyó un cántico entonado en tonos quedos, y levantó la voz en unos versículos que se entremezclaron con las frases de su rival.


La batalla se prolongó durante largo rato. Los guardianes de la Torre, que irrumpieron en la escena al penetrar los recuerdos de la figura de negra túnica postrada en el estudio, al alcance de sus garras, se sumieron en una total confusión. En un principio, vieron el conflicto a través de Raistlin, pero se acercaron tanto a los dos hechiceros que ahora contemplaban la liza con los ojos de ambos.

Brotaron relámpagos de las yemas de los dedos, los cuerpos de los contendientes se convulsionaron con violencia, los alaridos de dolor, de furia, resonaron junto al estrépito de rocas y listones de madera.

Se alzaron murallas de fuego para derretir tapias de hielo, se sucedieron vientos huracanados hasta formar torbellinos, las repetidas tormentas de llamas asolaron los pasillos mientras, en la estancia donde se libraba la lid, las criaturas del Abismo acudían a la llamada de sus amos, y los espíritus, revueltos, removían los cimientos del castillo. La imponente fortaleza de Fistandantilus comenzó a resquebrajarse y se desprendieron los bloques de las almenas al unísono con los que le prestaban soporte.

De pronto, uno de los nigromantes emitió un bramido ensordecedor y, con un esputo sanguinolento, se desmoronó. ¿Quién era el caído? Los guardianes se esforzaron en distinguirlos, mas fue inútil.

El otro mago, exhausto, descansó unos momentos antes de arrastrarse hacia la losa. Su temblorosa mano alcanzó la gélida superficie, la tanteó y encontró el colgante. En un postrer alarde de vitalidad, asió la alhaja y reptó hasta su moribundo enemigo.

El hechicero que sostenía el objeto arcano vaciló. Estaba tan próximo a su víctima que pudo leer el mudo mensaje de sus ojos entreabiertos y su alma se encogió al ver lo que éstos le relataban. Vencido su titubeo, apretó los labios mientras, meneando su encapuchada cabeza y sonriendo en actitud de triunfo, aplastaba el colgante contra el pecho del postrado.

El cuerpo que yacía en el suelo se contorsionó en espasmos de agonía, un grito desgarrado asomó a sus ensangrentados labios. Repentinamente, cesaron los lamentos. La piel del derrotado se arrugó y cuarteó cual un pergamino reseco; su mirada se clavó en la negrura hasta que todo él se paralizó.

Con un quebrado suspiro, el otro nigromante se desplomó sobre el cadáver de su adversario, débil, herido, acechado también por la muerte. Pero sostenía en su mano el rubí; gracias a su influjo, se introducía en sus venas una sangre revitalizadora que le infundía nuevas energías y que, en poco tiempo, le restituiría la salud. Su mente era un hervidero de conocimientos, de recuerdos donde se entretejían los vestigios de siglos de poder, hechizos, visiones de prodigios y horrores nacidos múltiples generaciones atrás. Habría podido asimilar tan intrincada maraña de no perfilarse, además, en su revuelta memoria la imagen de un hermano gemelo, de un cuerpo enfermizo, de una existencia desdichada.

Al fundirse dos seres en su interior, al contraponerse centenares de vivencias en abierto conflicto, el mago sufrió un terrible impacto. Arrebujándose junto a los despojos de su rival, el vencedor de la encarnizada contienda contempló el colgante.

—¿Quién soy? —murmuró, asustado.

4 ¿Dónde está el Portal?

Los guardianes abandonaron el cerebro de Raistlin para, ya a distancia, observarle desde sus vacías cuencas oculares. Incapaz de moverse, el mago les devolvió la mirada. Sus ojos no reflejaban sino una densa penumbra.

—Os lo advierto —les dijo sin voz, y su mensaje fue comprendido—: si volvéis a tocarme os convertiré en polvo, tal como hice con él.

—Sí, maestro —contestaron los espectros, a la vez que sus traslúcidos rostros se desdibujaban en las sombras.

—¿Me hablabas a mí? —preguntó Crysania, amodorrada.

Al comprobar que se había dormido con la cabeza apoyada en su hombro, la sacerdotisa se ruborizó y se incorporó sin demora.

—¿Necesitas algo que yo pueda proporcionarte? —ofreció.

—Agua caliente para mi poción —fue la concisa respuesta del hechicero.

Confundida, turbada, la dama se apartó el cabello de la faz a fin de examinar la sala. Por las ventanas se filtraba una luz grisácea que, aunque tenue y brumosa como un fantasma, no resultaba confortadora. El Bastón de Mago despedía aún destellos, manteniendo alejadas a las criaturas de la noche; pero no propagaba calor alguno. Crysania se acarició el dolorido cuello. Estaba rígido y entumecido, por lo que dedujo que su sueño se había prolongado varias horas. Reinaba en la sala un intenso frío, e instintivamente dirigió la vista hacia la apagada chimenea.

—Hay madera abundante en la sala —titubeó al ver los astillados muebles—, pero carezco de yesca y pedernal para hacerla prender. No puedo…

—¡Despierta a mi hermano! —la interrumpió Raistlin.

Asfixiado por sus propias palabras, el mago empezó a jadear. Aunque, pasado el primer acceso, intentó proseguir, no logró articular ningún sonido y hubo de conformarse con esbozar un gesto. En sus pupilas ardía una inextinguible cólera. Era tal la rabia que desfiguraba sus facciones, que la sacerdotisa lo espió, alarmada, presa de unos escalofríos que no provocaba, precisamente, la gélida atmósfera.

Raistlin entornó los párpados y posó una mano en su pecho, al límite de sus fuerzas.

—Te lo ruego, haz lo que te he indicado —susurró—. Esto es un suplicio.

—Enseguida —repuso la dama en tono quedo, avergonzada.

¿Cómo podía vivir con un dolor tan espantoso, un día tras otro? Inclinándose hacia adelante, desprendió la cortina de sus hombros para arropar al nigromante. Éste asintió en mudo agradecimiento, mas no consiguió hablar; así que Crysania, sin dejar de tiritar, atravesó el estudio en dirección a Caramon.

Al apoyar la mano en su hombro, vaciló. «¿Y si continúa ciego? —pensó—. O, peor todavía, ¿y si se ha deshecho el encantamiento de Paladine y, más seguro de sus posibilidades, decide matar a su gemelo?».

Sus titubeos sólo duraron unos momentos. En actitud resuelta, cerró los dedos y zarandeó al yaciente mientras se repetía que, de acometer el guerrero contra el mago, ella misma lo detendría. «Lo hice una vez, nada me cuesta sumirlo en un nuevo sortilegio».

—Caramon —lo llamó—, despierta. Por favor, te necesitamos.

—¿Cómo? —inquirió el hombretón.

Se sentó como impulsado por un resorte y, sin previa reflexión, buscó la empuñadura de su espada, una espada que había quedado en la remota Istar. Centró acto seguido la mirada en Crysania, tan expresivo que ella comprendió, entre asustada y feliz, que podía distinguirla. Sin embargo, su mente no era tan aguda como su recobrado sentido. Parecía estupefacto, no daba muestras de reconocerla.

Estudió receloso su entorno. La sacerdotisa percibió que se avivaba en su cerebro el recuerdo de los últimos sucesos. En efecto, se ensombrecieron sus pupilas, invadidas por una oleada de pesar, y también se hizo patente la recuperación de la memoria en el palpito de su garganta, en las vibraciones de los músculos de la mandíbula y en su manera de mirarla. Se disponía la sacerdotisa a exteriorizar sus disculpas, o acaso su rechazo, cuando el rostro del hombretón se dulcificó, sus rasgos se relajaron.

—Hija Venerable —dijo, sentándose y despojándose de la cortina—, estás helada. Toma, abrígate.

Antes de que acertara a protestar, Caramon la cubrió con la ajada urdimbre. Mientras la envolvía, la dama se percató de que desviaba la vista hacia su gemelo; mas tan sólo le dedicó una fugaz ojeada. Prescindió de su preocupante postración, como si no existiera, para concentrarse en otear el panorama.

—Caramon, nos ha salvado la vida —explicó la sacerdotisa, sin respetar su esquiva postura—. Formuló un hechizo y los hijos de las tinieblas dejaron de acosarnos —agregó, atenazando su brazo.

—Porque es uno de los suyos —la atajó el hombretón—, sólo que más poderoso.

Bajó la cabeza, a la vez que se esforzaba en retirar el brazo que la mujer apresaba. Fue en vano, aunque se hubiera desembarazado de su garra no habría podido sustraerse a su penetrante mirada.

—Es la ocasión de matarlo —lo aleccionó Crysania—, nunca estará tan indefenso como ahora. Sin duda pereceríamos todos, pero ya estás preparado para esa contingencia. Tu ansia de aniquilarlo es superior a tu deseo de vivir, ¿me equivoco?

—Sabes mejor que yo que no lo consentirías —se rebeló el guerrero. Destilaba una frialdad que, de nuevo, ponía de relieve su parecido con su gemelo, o así se le antojó a su oponente—. Seamos sinceros, señora; al más mínimo ademán por mi parte nublarías otra vez mi visión.

Sereno, restablecida su confianza tras tan elocuente discurso, arrancó la nívea mano que sujetaba su brazo y concluyó:

—Conviene que uno de nosotros conserve la clarividencia.

Crysania se sonrojó, más aún al recapacitar que las frases del humano, su sarcasmo, no eran sino un eco del aviso que pronunciara Loralon. El guerrero, ignorante de sus cavilaciones, se puso de pie.

—Encenderé una fogata —propuso—, si me lo permiten los fantasmales amigos de mi hermano.

—No creo que se interfieran —corroboró la sacerdotisa, a la vez que, también ella, se incorporaba—. No me impidieron rasgar las cortinas.

No pudo contener un estremecimiento, que su voz delató, al evocar el pánico que la invadiera en la proximidad de aquellas mortíferas criaturas. Caramon presintió su zozobra y la escrutó, lo que hizo tomar conciencia a la dama de su aspecto. Arropada en una descolorida pieza de terciopelo, harapiento y ensangrentado su hábito albo, ennegrecida toda ella a causa del polvo y la ceniza del suelo, no presentaba una apariencia demasiado atractiva. En un impulso involuntario, tanteó su cabello, una melena en otro tiempo bien cepillada, suave y trenzada con sumo primor, que ahora caía sobre su rostro en tupidas greñas.

Palpó las lágrimas secas de sus mejillas, la suciedad, el polvo y se pasó la mano por la faz para borrar tales estigmas. También quiso recoger los desordenados bucles; pero, comprendiendo que era una acción fútil e incluso estúpida, y enfurecida además por la actitud compasiva de su interlocutor, asumió una forzada dignidad.

—Ya no soy la doncella de mármol que conociste —le espetó—, ni tú el borrachín incorregible con el que me tropecé en Solace. Ambos hemos aprendido algo en este viaje.

—En mi caso puedo afirmarlo —repuso el hombretón.

—¿De verdad? —cuestionó la sacerdotisa, sin perder un ápice de su altivez—. Yo no estaría tan segura. Por ejemplo, ¿sospechó tu mente preclara que los magos me enviaron al pasado a sabiendas de que nunca regresaría?

Caramon la contempló atónito y ella continuó con una sonrisa teñida de resentimiento.

—No. Pasaste por alto este hecho sin importancia, o así lo aseveró tu gemelo. Tan sólo una persona podía beneficiarse del ingenio mágico de Par-Salian, aquel a quien se lo entregó. Los hechiceros me catapultaron hacia una muerte cierta, porque me temían.

El guerrero frunció el entrecejo, despegó los labios, volvió a sellarlos y meneó la cabeza. Tardó unos minutos en centrarse lo bastante para ensayar una réplica.

—Podrías haber abandonado Istar junto al elfo que vino en tu busca —le recordó.

—¿Lo habrías hecho tú? —lo increpó Crysania—. ¿Habrías renunciado a vivir en nuestro tiempo de ofrecérsete esta alternativa? ¡Por supuesto que no! No somos tan diferentes.

Cuando Caramon se disponía a contestar, más taciturno a cada instante, Raistlin tosió. Ladeando la cabeza en dirección al mago, la sacerdotisa le recomendó:

—Será mejor que enciendas ese fuego, o de lo contrario sucumbiremos aquí mismo al destino.

Tras darle la espalda, ajena a la perplejidad en que lo habían sumido sus revelaciones, la dama se encaminó hacia el lugar donde estaba tendido el nigromante. Estudió su faz macilenta, mientras se preguntaba si había escuchado su conversación.

Aunque había recobrado el conocimiento, se hacía imposible discernir hasta qué punto Raistlin oyó la conversación entre sus dos acompañantes. De todos modos, su debilidad inducía a pensar que, de haber presenciado la escena, no le restaban energías para prestar atención. Crysania se arrodilló a su lado, no sin antes verter un poco de agua en un cuenco resquebrajado, y arrancó un retazo medianamente limpio de su vestido a fin de humedecerle el rostro. La carne del postrado ardía de fiebre, que aún contrastaba más con la gélida sala.

Mientras ella atendía a su hermano, Caramon se afanó en recoger fragmentos de los desvencijados muebles y los apiló en el hogar.

—Necesito algo delgado, muy seco, o no conseguiré que prenda —murmuró para sus adentros—. Esos libros servirán.

La última frase vibró en los tímpanos de Raistlin como el retumbar de un trueno. Levantó presto los párpados, movió la cabeza e hizo un frustrado intento de incorporarse.

—¡Alto, Caramon! —colaboró Crysania, cuando advirtió la debilidad del mago.

El guerrero se detuvo con un grueso volumen en la mano.

—Es peligroso —susurró el hechicero—. Se trata de una enciclopedia de magia, no debes tocar esos tomos.

Se quebró su voz, mas fijó sus centelleantes ojos en su hermano con tan ostensible preocupación que éste acató su mandato. El fornido humano farfulló algo ininteligible, soltó el ejemplar y comenzó a registrar la escribanía.

—¿Qué es esto? —preguntó al rato, a la vez que extraía unos pergaminos de uno de los cajones—. Parecen cartas. ¿Puedo utilizarlas sin riesgo? —inquirió con tono áspero.

Su gemelo asintió en silencio y, tras hallar junto a la chimenea cuanto precisaba para obtener la chispa, el hombretón hizo brotar las llamas. La sacerdotisa oyó de inmediato su acogedor crepitar pues, gracias a la laca que los cubría, los improvisados leños se inflamaron sin tardanza. La luz que despedía la fogata era brillante, agradable, si bien recortaba con inquietante nitidez los contornos de los espectros que, aunque retraídos, permanecían en la estancia. Crysania espió sus lívidos rostros; pero prefirió ignorarlos.

—Acerquemos a Raistlin al calor —indicó al guerrero—. Antes me habló de una pócima, una medicina.

—Sí —contestó Caramon en un tono vacío de emociones. Se situó junto a la mujer y, encogiéndose de hombros, añadió—: Dejemos que se drogue con su magia, si ése es su deseo.

Un destello de ira iluminó las pupilas de la sacerdotisa. Se encaró con el hombretón, dispuesta a derramar sobre él una lluvia de reproches; pero un leve gesto de Raistlin la conminó a morderse la lengua.

—Has elegido un momento inoportuno para madurar, hermano —comentó el nigromante.

—Quizá —repuso el aludido, contraídas sus facciones en una expresión que denotaba infinita tristeza—. En cualquier caso, ya no importa.

Deprimido, se alejó de nuevo hacia el círculo de tibieza.

La sacerdotisa vio que Raistlin seguía con la mirada los pasos de su gemelo y, al reparar en su semblante, detectó una secreta sonrisa, un ademán satisfecho. Consciente de que lo estudiaba, el hechicero clavó su mirada en ella, recuperando la adustez antes de que la dama reaccionara de su pasmo.

—Podré caminar si tú me ayudas —solicitó, deseoso de atajar cualquier pregunta.

—Necesitarás tu bastón —apuntó la dama, solícita, olvidada su suspicacia—. Te lo traeré.

Cuando estiraba el brazo hacia el refulgente puño, el mago le ordenó, desabrido:

—¡No lo toques! Por favor —rectificó, más amable—. Si lo rozan manos extrañas se extingue su luz.

Con un irrefrenable escalofrío, la mujer examinó su entorno. Al percibirlo, y al atisbar también a los entes informes que pululaban en torno al bastón, sin atreverse a penetrar en su cerco, Raistlin apaciguó a su compañera.

—No creo que nos ataquen —susurró, retorcido su labio en una mueca indefinible, mientras ella lo rodeaba con los brazos al objeto de prestarle su apoyo—. Conocen mi identidad; no osarán disgustarme. Pero… —Un nuevo acceso de tos le obligó a descargar su peso sobre Crysania y a interrumpirse bruscamente. Apoyó una mano en el hombro femenino, posó la otra sobre el cayado y, más seguro, concluyó su discurso—. Pero me sentiré más tranquilo si se mantiene inalterable su haz luminoso.

No podía hablar y avanzar al mismo tiempo; a punto estuvo de caer al suelo. La sacerdotisa se detuvo para permitir que recobrase el resuello y, durante la pausa, recapacitó que su respiración era asimismo irregular, rápida en exceso. Su arritmia constituía una prueba fehaciente del torbellino que la agitaba. Al oír el matraqueo en los pulmones del hechicero, su laboriosa batalla contra la asfixia, la consumía la piedad. Pero, por otra parte, sentía como una punzada el calor abrasador de su cuerpo tan cercano. La perturbaba el aroma embriagador de sus ingredientes mágicos, mezcla de pétalos de rosa y especias, la envolvía la suavidad de sus oscuros ropajes, más aterciopelados que la cortina que pendía de sus hombros. Se entrecruzaron sus miradas un breve instante y el espejo en el que se escudaban los ojos de Raistlin se quebró, de tal manera que la mujer intuyó la sensualidad, la pasión que su mera presencia le inspiraba.

Movido por un reflejo que no hacía sino corroborar la intuición de Crysania, el mago la estrechó contra sí y ella se ruborizó, deseosa de huir, mas, en abierto dilema, tan cautivada que habría querido refugiarse en su abrazo para toda la eternidad. De pronto, cuando cedía al embrujo, el nigromante se puso rígido y retiró bruscamente su mano. Tenía que eludir su turbador contacto. La hizo a un lado y buscó apoyo en el bastón.

Demasiado débil para renunciar a cualquier auxilio, se bamboleó y se vino abajo. La sacerdotisa corrió a sostenerlo, pero se lo impidió un robusto cuerpo que se interpuso entre ambos. Era Caramon quien, con sus colosales brazos, alzó a su hermano en volandas y lo llevó hasta una silla deteriorada, aunque aún acolchada, que había arrastrado hasta el fuego.

Durante unos segundos, Crysania quedó petrificada junto a la escribanía, incapaz de transmitir órdenes a sus piernas. Mas, en cuanto comprobó que estaba sola en la penumbra, privada de la luz del cayado y de las llamas, fue a reunirse con los gemelos ante el hogar.

—Siéntate, Hija Venerable —la invitó al hombretón, señalando una butaca cercana y desempolvándola lo mejor que pudo.

—Te lo agradezco —murmuró la dama.

Por alguna razón inexplicable, eludió la mirada del enorme humano. Se acomodó en el asiento y se dejó acunar por la tibieza, abstraída en el chisporroteo de las llamas hasta devolver la compostura a su desencajado rostro.

Cuando tuvo el suficiente ánimo para enfrentarse a la realidad inmediata, vio a Raistlin reclinado en su silla con los ojos cerrados, inhalando aire dificultosamente. Caramon calentaba agua en un abollado cazo metálico que había rescatado, al parecer, de las cenizas de la chimenea. Se erguía frente al utensilio, prendidos los ojos del burbujeante líquido. Los haces luminosos reverberaban en los áureos adornos de su vestimenta, se reflejaban en su curtida piel y los músculos de sus brazos se abultaban al flexionarlos en un intento de absorber el calor.

«Este hombre posee una constitución privilegiada», meditó la sacerdotisa, si bien recorrió su espina dorsal un intenso escalofrío al verlo de nuevo en el momento de entrar en el subterráneo del malhadado Templo de Istar, armado con una espada y dibujada la muerte en sus pupilas.

—El agua está a punto —anunció el guerrero.

Crysania, sobresaltada, volvió al presente, a la Torre.

—Yo prepararé la infusión —dijo, ansiosa por hacer algo positivo.

Raistlin entreabrió los párpados al sentirla próxima. Inclinándose sobre sus mortecinos ojos, la dama no descubrió sino una réplica de sí misma, de aquella faz demacrada, envuelta en oscuras greñas que aún destacaban más su palidez. Sin pronunciar una palabra, el mago, exhausto, le tendió una bolsita de terciopelo antes de hacer un gesto a su hermano y arrellanarse en su asiento.

Una vez recogido el saquillo, Crysania dio media vuelta y se topó con la imponente figura de Caramon, que la observaba inmóvil, entre perplejo y entristecido, una mezcla de sentimientos que aportaba a su semblante una gravedad inusitada. Sin embargo, se limitó a darle instrucciones.

—Pon un puñado de hojas en este cuenco —le indicó—, y luego llénalo de agua.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, curiosa, mientras abría la bolsa y olfateaba los aromas amargos de las hierbas.

—Lo ignoro —respondió el guerrero, vertiendo el líquido en el receptáculo—. Raist siempre se ocupaba de seleccionar los componentes y establecer las proporciones adecuadas. No toleraba la intervención de nadie. Fue Par-Salian quien le proporcionó la receta después de la Prueba, cuando cayó enfermo. Su olor es nauseabundo y supongo que sabe todavía peor; pero actúa como un tónico. No tardará en restablecerse —le aseguró con voz áspera y cavernosa.

Crysania ofreció la humeante poción al hechicero. Éste asió el cuenco con manos trémulas y se lo llevó raudo a los labios. Tras sorber ávidamente su contenido, emitió un suspiro de alivio y volvió a acomodarse en el afelpado asiento.

Un tenso silencio impregnó el ambiente. Caramon, que por un instante había espiado a su hermano con ternura, volvió a encerrarse en su hosquedad, en la contemplación de las llamas. También Raistlin estaba absorto en sus cábalas frente al fuego, sin proferir el menor comentario, una actitud que impulsó a la sacerdotisa a regresar a su butaca a fin de imitar a los otros, de ordenar sus ideas y desmadejar la maraña de los acontecimientos hasta hallarles un sentido.

Unas horas atrás se encontraba en una ciudad sentenciada por los dioses, que, en su ira, habían resuelto destruirla. Ella misma se había sentido al borde del colapso, tanto físico como mental. Ahora podía admitirlo. Entonces rehusó hacerlo por imaginar que protegía su alma el acerado escudo de su fe. ¡Acerado! El metal, lo reconoció avergonzada, era en realidad una capa de hielo que se había disuelto bajo la lacerante luz de la verdad, dejándola vulnerable. De no haberse inmiscuido Raistlin, habría perecido en la remota Istar.

Raistlin… Al evocar su nombre, se sonrojó. El nigromante provocaba en sus entrañas una emoción que nunca creyó poseer, una sensualidad y unas pasiones a las que siempre se había resistido. Años atrás se había prometido en matrimonio a un caballero, al que profesaba cierto afecto, pero no lo quería, empecinada como estaba en rehuir la suerte de amor que describían los cuentos infantiles. Consideraba que vivir pendiente de otra persona, atrapada en sus redes, era un obstáculo y una debilidad indigna. Recordó la alusión que hiciera Tanis el Semielfo a su esposa, Laurana, durante su charla en «El Último Hogar», al referirse a su forzado distanciamiento: «Me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho».

Aquella noche tildó el comentario de ñoñería sentimental, mas ahora hubo de preguntarse si no sentía ella lo mismo por Raistlin. Voló su recuerdo al último día en Istar, la tempestad, los fulminantes rayos, cómo se había abandonado en los brazos del hechicero. Su corazón se contrajo en un espasmo de deseo al rememorar su embriagador contacto, si bien se le apareció con idéntica nitidez el aguijonazo de miedo, la extraña repulsión que desvirtuara el momentáneo placer. Evocó el brillo febril de sus ojos, su complacencia en la tormenta, como si él la hubiera desatado mediante su arte.

Algo similar le ocurría con los efluvios de sus componentes mágicos. La agradable fragancia de pétalos de rosa, los aromas especiados que despedían no podían disociarse de un hedor repugnante, fruto de una prolongada podredumbre y del azufre nacido en los Abismos. Su cuerpo mendigaba el abrazo, su espíritu se retorcía de terror.

El estómago de Caramon rugió sonoramente. Sus ecos, en la letal quietud, despertaron a la dama con un respingo.

Roto su ensimismamiento, la sacerdotisa alzó los ojos y vio que el guerrero se sonrojaba hasta que sus pómulos adquirieron una tonalidad purpúrea. Recordando su propio apetito —hacía horas, ignoraba cuántas, que no había engullido un bocado—, Crysania estalló en carcajadas.

El hombretón la examinó incierto, quizá persuadido de que sufría un ataque de histerismo. Al advertir su estupor, las risas de la dama arreciaron. A decir verdad, aquel arranque de hilaridad contribuyó a serenarla. La oscuridad de la sala pareció retroceder, se disiparon las sombras que hostigaban su alma. Rió de buen grado hasta que al fin, contagiado de su alegría, Caramon se unió a ella aunque tímidamente, enrojecido su rostro.

—Así es cómo los dioses ponen de manifiesto nuestra naturaleza humana —declaró la sacerdotisa cuando pudo hablar—. Nos hallamos en un lugar de pesadilla, rodeados por criaturas que acechan la ocasión propicia para devorarnos, y lo único que acierto a pensar es que estoy muerta de hambre.

—Necesitamos comida —repuso Caramon, serio de repente—. Y ropa adecuada, si ha de prolongarse nuestra estancia. Por cierto, ¿cuánto tiempo pasaremos aquí? —le preguntó a su hermano.

—No mucho —contestó Raistlin. La pócima había hecho su efecto, su voz era más firme y un fondo de color animaba su tez blanquecina—. El suficiente para que repose, recupere las fuerzas y complete mis estudios. Esta dama —desvió la mirada hacia Crysania, que se estremeció al notar su tono impersonal— debe congraciarse con su dios y renovar su fe. Entonces podremos atravesar el Portal y tú, hermano, serás libre de dirigir tus pasos a donde te plazca.

La sacerdotisa vislumbró un interrogante en los ojos del guerrero, pero se mantuvo inexpresiva a pesar de que el acento casual con que el nigromante había mencionado el temible acceso al Abismo, a las simas donde habían de enfrentarse a la Reina de la Oscuridad, paralizó su palpito. Temerosa de que Caramon reparase en su desazón, ladeó el rostro hacia el fuego.

El recio humano suspiró y, aclarándose la garganta, preguntó a su gemelo:

—¿Me enviarás a casa?

—¿Es eso lo que deseas?

—Sí —confirmó el hombretón—. Quiero volver junto a Tika, y hablar con Tanis. Aunque de alguna manera tendré que explicar la muerte de Tas —añadió en un balbuceo—, su destrucción en Istar.

—¡En nombre de los dioses, Caramon! —lo atajó Raistlin, a la vez que hacía un gesto desaprobatorio con su delgada mano—. Creía haber atisbado un destello de madurez en ese embotado cerebro tuyo. Sin duda a tu regreso encontrarás a Tasslehoff sentado en tu cocina, relatando a Tika una abrumadora aventura mientras os roba vuestras pertenencias.

—¿Cómo? —indagó el guerrero, pálido, desorbitados sus ojos.

—Escucha, hermano —siseó el hechicero, que había extendido un dedo en su dirección—. El kender decidió su propia suerte al irrumpir en el encantamiento de Par-Salian. Existe un motivo de peso para prohibir que los de su raza, así como los enanos y los gnomos, viajen en el tiempo: todos ellos fueron creados a través de una jugarreta del destino, a causa de la negligencia de Reorx, su divinidad, de tal modo que no se hallan inmersos en el fluir de las eras al igual que los humanos, los elfos y los ogros, concebidos por voluntad de los hacedores.

»Tas podría haber alterado la Historia; él mismo lo comprendió cuando yo cometí el error de exponer este hecho en voz alta. ¡No podía permitírselo! De haber impedido el Cataclismo, como el kender pretendía, nadie sabe qué calamidades se habrían desencadenado en Krynn. Acaso al catapultarnos a nuestro tiempo habríamos hallado a la Reina Oscura convertida en soberana absoluta de nuestra tierra, ya que la hecatombe sobrevino, en parte, para preparar al mundo contra su poderoso influjo, para darle fuerzas con las que afrontar su desafío.

—¡Así que lo asesinaste! —le imprecó Caramon, fuera de sí.

—Le sugerí que se apoderase del ingenio, le enseñé su manejo y le mandé a nuestra época —le corrigió Raistlin, no menos irritado.

—¿No me engañas? —insistió el guerrero, receloso. Emitiendo un suspiro, el mago apoyó la cabeza en el acolchado respaldo de su silla.

—Te he dicho la verdad —ratificó—, pero no espero que me creas. ¿Por qué habías de hacerlo? —concluyó, y sus manos acariciaron la Túnica Negra que lo identificaba.

—Me parece recordar —intervino Crysania— que me tropecé con Tasslehoff poco antes de que se iniciara el gran terremoto. Ambos estábamos en la cripta secreta del Príncipe de los Sacerdotes.

Raistlin abrió los ojos en meras rendijas. Su mirada centelleante traspasó sus vísceras y la atenazó, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

—Continúa —la apremió Caramon.

—Lo intentaré, aunque las imágenes surgen borrosas en mi memoria. Tenía el artilugio mágico, de eso estoy segura, pues me explicó algo sobre él. —Se llevó la mano a la frente, prueba del esfuerzo que realizaba—. ¿Qué fue? Lo he olvidado, la confusión que reinaba en el Templo ensombreció todo lo demás. Pero el ingenio estaba en su poder, eso puedo afirmarlo —se obstinó.

—Supongo que confías en la Hija Venerable, hermano —apuntó el nigromante con una leve sonrisa—. Una sacerdotisa de Paladine no incurriría en una abyecta mentira.

—¿Significan sus palabras que ahora mismo Tas está de vuelta en Solace, en casa? —El guerrero no dudaba de la autenticidad de las revelaciones de la dama, pero no lograba asimilar tan asombrosas noticias—. En ese caso, a mi retorno lo encontraré…

—Sano y salvo —apostilló su gemelo—, cargado de posesiones ajenas, sobre todo las tuyas. Si estás satisfecho, concentrémonos en cuestiones más urgentes. Tienes razón, hermano, necesitamos alimento y atuendos confortables, y obviamente no hemos de hallarlos en este edificio. El tiempo al que nos hemos desplazado es un siglo después del Cataclismo. La Torre que nos alberga —ondeó una mano— ha permanecido desierta durante todos estos años, guardada por los hijos de las tinieblas que invocara en su maldición el hechicero cuyo cuerpo está ensartado en la verja de entrada y, también, por el Robledal de Shoikan. Su amenazadora frondosidad constituye una barrera infranqueable para cualquiera que intente acercarse.

»Para cualquiera salvo yo mismo, claro. Nadie es admitido en sus dependencias, mas los custodios no prohibirán que salga uno de nosotros, por ejemplo tú, Caramon. Irás a Palanthas, donde comprarás comida y ropa. Aunque podría crearlas mediante la magia, no deseo malgastar energías entre este momento y el día en que atraviese el Portal…, es decir, atravesemos, ya que Crysania vendrá conmigo.

El hombretón lo miró estupefacto, antes de examinar la chamuscada ventana y rememorar las historias tantas veces oídas acerca del ominoso bosque al que ésta se asomaba.

—Te protegeré a través de un hechizo —lo tranquilizó Raistlin al leer el terror en sus dilatadas pupilas—. Es imprescindible la asistencia de un sortilegio, aunque no para cruzar el Robledal. El interior de la mole encierra más riesgos, a causa de los centinelas espectrales. Es verdad que me obedecen, pero son voraces y tu sangre fresca, revitalizadora. No salgas de esta habitación sin mí, bajo ningún pretexto. Tampoco tú, sacerdotisa.

—¿Dónde está ese Portal misterioso? —indagó Caramon de manera abrupta.

—En el laboratorio, en la cúspide de la Torre —explicó el nigromante—. Todos los accesos arcanos fueron construidos en el lugar más seguro que pudieron concebir los magos porque, como ya habrás adivinado, son tremendamente peligrosos.

—Sospecho que los brujos siempre se han metido en terrenos que deberían quedar inviolados —gruñó el guerrero—. En nombre de los dioses, ¿cómo se les ocurrió crear una vía de comunicación con el Abismo?

Uniendo las puntas de los dedos, Raistlin se situó frente a las llamas y comenzó a hablar con la mirada fija en ellas, como si fueran las únicas capaces de entenderle.

—El ansia de saber es el motor de numerosas iniciativas. Algunos de los objetos resultantes son positivos, nos benefician a todos. Una espada en tus manos, Caramon, defiende la causa de la justicia, protege a los inocentes. Sin embargo, si esa misma arma cayera en posesión de Kitiara, nuestra querida hermana, podría convertirse en ejecutora de seres que nunca dañaron a nadie, partiría sus cráneos si ése fuera su deseo. ¿Acaso el culpable es quien diseñó su acero y le confirió sus propiedades?

—No —intentó dialogar el hombretón, mas su gemelo lo ignoró.

—Hace muchos siglos, en la Era de los Sueños, cuando los magos eran respetados y su arte florecía en Krynn, las cinco Torres de la Alta Hechicería se erigieron en el portaestandarte de la luz dentro del túrbido océano de ignorancia que era el mundo. Se obraban allí portentos susceptibles de enriquecer a los moradores de todo el continente y se proyectaban otros de mayor alcance. Quizá, de no haberse cercenado tales progresos, ahora podríamos surcar los aires, navegar por las alturas al igual que los dragones. Incluso nos sería dado repudiar las miserias que nos rodean y habitar otros planetas, astros lejanos cuya existencia apenas columbramos.

Pronunció su discurso con voz serena, aunque vehemente. Caramon y Crysania escucharon inmóviles, hipnotizados por su singular tono y atrapados en las visiones que sugería.

—No pudo ser —prosiguió el enteco humano tras un corto intervalo—. En su afán de perfeccionar tan prometedores logros, en su precipitación, los hechiceros elaboraron un sistema directo de ponerse en contacto de una Torre a otra, sin recurrir a los farragosos encantamientos que hasta entonces utilizaban para desplazarse. Así nacieron los Portales.

—¿Consiguieron construirlos? —Era la sacerdotisa quien lo interrumpía, asombrada ante sus revelaciones.

—¡Por supuesto que sí! —le espetó Raistlin—. El problema fue que su invento sobrepasó sus más ambiciosos sueños, sus peores pesadillas. Aquellos accesos no sólo facilitaban el viaje entre las distintas fortalezas de la magia, sino que también permitían la entrada al reino de los dioses. Lo descubrió un inepto acólito de mi Orden, y ése fue el motivo de su infortunio.

Un repentino escalofrío selló sus labios. Arropándose en sus negras vestimentas, arrimándose al calor del fuego, el nigromante miró a las llamas y reemprendió su relato.

—Tentado por la Reina de la Oscuridad como sólo ella puede engatusar a un mortal cuando se lo propone, utilizó el Portal a fin de introducirse en su universo y reclamar el premio que en sus sueños ella le ofrecía todas las noches. —Rió, burlón y acerbo al mismo tiempo—. ¡Necio! Nadie sabe cuál fue su suerte, pero nunca regresó de su osada incursión. En cambio, la soberana sí se abrió camino hasta nuestro mundo, acompañada por varias huestes de dragones.

—¡Las primeras guerras reptilianas! —exclamó Crysania.

—Has comprendido. Lo que sin duda ignorabas era que esas guerras se desencadenaron por culpa de un miembro de mi hermandad carente de disciplina, de autocontrol. Se dejó seducir, y las consecuencias fueron nefastas.

Calló el hechicero para, sumido en hondas cavilaciones, contemplar las llamas.

—No son ésas mis noticias —protestó Caramon—. Según las leyendas, los dragones vinieron por sí mismos, organizados de antemano.

—A tus oídos sólo han llegado fábulas infantiles, sin fundamento —lo atajó su gemelo sin poder reprimir un gesto de impaciencia—. Tu credulidad demuestra hasta qué extremo desconoces a esos animales. Son criaturas independientes, orgullosas, individualistas, incapaces de reunirse ni siquiera a la hora de preparar una cena. ¡Cuánto menos habían de coordinar una estrategia bélica! Fue la Reina quien los condujo a nuestro plano de existencia, ella fue la artífice del conflicto. Se adentró en Krynn con toda su fuerza, no como la sombra que vimos cuando nos enfrentamos a ella, y nos sometió a una cruenta batalla hasta que el sacrificio de Huma la devolvió a la negrura.

Raistlin se llevó las manos a los labios, meditabundo, antes de reanudar su narración.

—Algunos eruditos afirman que Huma no utilizó físicamente la Dragonlance para destruirla, tal como han difundido las voces populares, sino que el arma poseía una virtud arcana susceptible de forzar su retirada y cerrar el Portal a piedra y lodo. Sea como fuere, su rendición pone de relieve su vulnerabilidad fuera del terreno donde gobierna: las Tinieblas. Si hubiera habido un ser dotado de auténtico poder en el momento en que irrumpió en nuestra jurisdicción, un ser capacitado para aniquilarla en lugar de limitarse a restituirla al Abismo, la Historia habría discurrido por otros derroteros.

Se hizo el silencio. Crysania escrutó la fogata donde, quizá, vislumbró las mismas imágenes que el archimago, las escenas de una gloria aún por venir. Caramon, menos intuitivo, estudió el lívido rostro de su hermano.

Rompió la ensoñación la voz del mago, que se volvió hacia sus interlocutores con una mirada diáfana, fría y a la vez intensa, al objeto de anunciar:

—Mañana, restablecido de mi agotamiento, subiré solo al laboratorio e iniciaré los preparativos. Tú, señora, deberás reconciliarte con tu dios sin perder un instante —conminó a la sacerdotisa.

Crysania tragó saliva y, temblorosa, aproximó su silla a la chimenea. Pero antes de que se instalara de nuevo, el guerrero se plantó frente a ella a fin de atenazarle los brazos de tal manera que la dama hubo de alzar forzosamente la vista.

—Vas a cometer una locura, Hija Venerable —la amonestó, aunque su tono era compasivo—. ¡Deja que te aleje de este lugar tenebroso! Tienes miedo, y a fe mía que te sobran razones para sentirlo. Quizá no era verdad todo lo que dijo Par-Salian de mi gemelo, admito que puedo haberme equivocado al juzgarlo, mas existe un hecho innegable: estás asustada, y no te lo reprocho. Raistlin acometerá su empeño en solitario; siempre ha actuado sin ayuda. Si quiere desafiar a las divinidades es asunto suyo, pero no permitas que te involucre. Volvamos a casa. Yo te restituiré al presente y te ayudaré a olvidar toda esta insensatez.

El hechicero no intervino, pero sus pensamientos resonaron en la mente de la mujer con tanta claridad como si hubiera hablado.

«Oíste al Príncipe de los Sacerdotes, tú misma declaraste haber descubierto su falta, su debilidad. Paladine te favorece, incluso en esta Torre llena de malignidad ha escuchado tus plegarias. ¡Eres su elegida! Obtendrás el éxito allí donde fracasó el sumo mandatario de Istar. Acompáñame, Crysania, tales son los dictados del destino».

—Estoy asustada, lo reconozco —musitó la sacerdotisa mientras, con dulzura, se liberaba de las garras de Caramon—. Me conmueve tu generosa proposición, y confío en que no me tildarás de desagradecida si resuelvo quedarme. Estos temores míos son una flaqueza que debo combatir. Con ayuda de Paladine, lograré superarlos antes de traspasar el Portal junto a tu hermano.

—Sea —fue la lacónica respuesta del hombretón, quien, compungido, le dio la espalda.

Raistlin sonrió con una mueca sombría, secreta, que no se reflejó ni en sus ojos ni en sus palabras.

—Y ahora, Caramon —dijo con su proverbial causticidad—, si ya has terminado de inmiscuirte en cuestiones que eres incapaz de aprehender, prepárate para tu pequeña expedición. Es mediodía. En esta época gris a la que nos hemos trasladado, los mercados están a punto de abrir. —Introdujo una mano en un bolsillo de su túnica, extrajo varias monedas y se las arrojó—. Supongo que bastará; nuestras necesidades son modestas.

El aludido recogió el dinero de un modo instintivo, sin recapacitar. Sin embargo, después de guardarlo en su cinto pareció vacilar, a la vez que examinaba al nigromante con idéntica expresión a la que Crysania observara en el Templo de Istar, cuando verificó el amor infinito, el odio desgarrador que se debatían en sus entrañas.

Al fin, el guerrero bajó la cabeza y se dispuso a partir.

—Acércate a mí, Caramon —le ordenó, en un siseo, su gemelo.

—¿Por qué he de hacerlo? —inquirió él, asaltado por un súbito resquemor.

—Tenemos que deshacernos de la argolla de tu cuello. ¿Acaso quieres recorrer las calles con ese símbolo de esclavitud? Además, olvidas mi hechizo protector. —El nigromante se expresó con una inagotable paciencia, que no se alteró al agregar, a la vista de la obcecación de su fornido oponente—: Te recomiendo que no abandones esta sala sin él aunque, por supuesto, eres tú quien debe decidir. —Desviando la mirada hacia los espectros, que los espiaban desde las sombras con ostensible voracidad, el guerrero optó por obedecer. Avanzó hacia su hermano y se detuvo frente a él, cruzados los brazos sobre el pecho.

—Espero instrucciones —rezongó.

—Arrodíllate.

Prendió en las pupilas del hombretón un destello de cólera, asomó a sus labios un reniego, mas, al consultar furtivamente a Crysania, se contuvo.

—Estoy exhausto, Caramon —explicó Raistlin a modo de disculpa—. Ni siquiera me restan fuerzas para levantarme. Por favor, haz lo que te he indicado.

Vencida su reticencia, si bien no pudo por menos que apretar las mandíbulas, el guerrero hincó la rodilla en el suelo a fin de descender al nivel de su frágil y enlutado gemelo. Surgió de la garganta de este último una frase arcana y la férrea anilla se abrió, cayendo del cuello que aprisionaba y estrellándose contra la roca.

—Aproxímate un poco más —solicitó el mago.

Indeciso, Caramon acató su deseo, puestos los ojos en aquella criatura que tenía el don de desconcertarle.

—Si me doblego a tu voluntad es sólo por Crysania —afirmó, ronco su acento a causa de las emociones que lo agitaban—. De estar en juego nuestras vidas, la tuya y la mía, dejaría que te pudrieras en este nido de perversidad.

Raistlin extendió las manos y las posó en ambos lados del cráneo de su gemelo.

—¿Eres sincero? —lo interrogó con ternura, tan acariciadora su voz como sus manos—. ¿De verdad me abandonarías? —insistió en un susurro—. ¿Me habrías matado en aquel lóbrego subterráneo, poco antes del Cataclismo?

El hombretón no atinó a contestar, estaba demasiado confundido. De pronto, sin que mediara una palabra entre ambos, el nigromante se inclinó hacia adelante y besó la frente de su hermano, quien, en un reflejo involuntario, se apartó. Se diría que lo habían marcado con un hierro candente.

Desembarazado de la inquietante zarpa, Caramon miró angustiado aquella enteca faz que tanto le perturbaba.

—¡No lo sé! —contestó en un quebrado murmullo—. ¡Por los dioses, debería eliminarte, pero no estoy seguro de poder hacerlo!

Convulsionado por el llanto, el corpulento humano enterró el semblante entre sus palmas, al mismo tiempo que, sin proponérselo, apoyaba la cabeza en el negro regazo.

—Cálmate, Caramon —lo consoló el hechicero mientras jugueteaba con su ensortijado cabello—. Mi ósculo será tu talismán, tu salvaguarda. Los hijos de la oscuridad no osarán lastimarte si permaneces bajo mi influjo.

5 Una desnuda pared de piedra

Caramon se hallaba en el umbral del estudio escrutando la penumbra del pasillo, una penumbra que bullía de vida, de susurros y de ojos. A su lado estaba Raistlin, posada una mano en el brazo de su gemelo y la otra en el Bastón de Mago.

—Todo irá bien, hermano —musitó el hechicero—. Confía en mí.

El guerrero le lanzó una mirada recelosa y, al advertirlo, el arcano personaje esbozó una sonrisa burlona.

—Ordenaré a una de esas criaturas que te escolte —ofreció, a la vez que señalaba a los espectros del pasadizo.

—No me entusiasma la idea —protestó el hombretón al percibir que uno de los entes descarnados se le aproximaba.

—Custódiale —encargó el mago al traslúcido ser, del que no se distinguían sino un par de centelleantes pupilas—. Está bajo mi protección; supongo que sabes quién soy.

Se entornaron los fantasmales párpados en actitud sumisa, antes de fijar su atención en Caramon, quien, tiritando, observó inquieto a su gemelo. Los rasgos de este último se habían endurecido, su expresión era severa y grave.

—Los guardianes te guiarán por el Robledal —anunció—. Nada debes temer hasta que hayas cruzado la verja. Es en la ciudad donde te acechan los auténticos peligros. Sé cauteloso. Palanthas no es el lugar bello y pacífico en el que ha de convertirse dentro de dos siglos. Está atestado de prófugos, que se agazapan en los vertederos, los callejones y los rincones más insospechados. Varios carromatos surcan diariamente el adoquinado para retirar los cadáveres de quienes murieron la víspera, hay hombres que te asesinarían con el único propósito de robarte las botas. Lo primero que has de hacer es adquirir una espada, y blandirla de manera ostensible.

—Salvaré esos escollos; no me preocupan en lo más mínimo —le espetó Caramon.

Sin hacer más comentarios, el hombretón dio media vuelta para internarse en el corredor mientras, con escaso éxito, trataba de desentenderse de los lívidos seres que pululaban en torno a su hombro, de aquellos ojos desnudos de cuencas que lo contemplaban.

Raistlin permaneció en el umbral hasta que su hermano se hubo alejado del radio de luz de su bastón, hasta que fue engullido por la animada penumbra. Esperó incluso que se desvanecieran los ecos de sus zancadas antes de volver a entrar en la estancia.

La sacerdotisa estaba sentada en su butaca, mientras se pasaba la mano por el cabello en un infructuoso esfuerzo por alisarlo. Avanzando con sigilo a fin de no ser visto, el hechicero se detuvo tras ella y hurgó en un bolsillo secreto de su túnica, en busca de una bolsa que contenía arena blanca. Cuando la encontró, deshizo el nudo y dejó caer el polvillo sobre la melena azabache de la dama.

Ast tasark simiralan krynawi —recitó.

Al instante la cabeza de Crysania se desplomó, se cerraron sus ojos y la mujer se abandonó a un sueño profundo, arcano. El mago rodeó su asiento con el objeto de examinarla detenidamente, durante varios minutos.

Aunque había limpiado de su rostro las manchas de sangre y de lágrimas, las huellas de su azaroso viaje por las tinieblas se hacían patentes aún en los cercos violáceos que enmarcaban sus largas pestañas, un corte en el labio y la palidez de su epidermis. Estirando la mano con suavidad, Raistlin retiró los mechones que cubrían sus ojos.

La sacerdotisa se había despojado de la cortina que utilizara como manta al caldear el ambiente la fogata y, ahora, su albos ropajes ondeaban vaporosos, aunque harapientos, alrededor de su cuerpo. Los jirones habían dejado al descubierto las incipientes curvas de sus senos, que se abultaban al ritmo de su pausada respiración, y el nigromante no pudo por menos que admirarlos.

—Si yo fuera un hombre común, la haría mía —dijo, en un murmullo apenas articulado.

Rozó con su palma los pómulos, los crespos tirabuzones que se enredaban en sus dedos.

—Pero no lo soy —se reprendió a sí mismo.

Desprendiéndose de los rizos de la sacerdotisa distribuyó el aterciopelado paño sobre sus hombros y su relajado cuerpo. Crysania sonrió, quizás a causa de un sueño placentero, y se arrebujó en la butaca, apoyada la mejilla en la mano y ésta, a su vez, en el brazo de madera.

El contacto de su fina piel evocó en la mente del mago vividos recuerdos. Empezó a temblar, mientras se decía que no tenía más que neutralizar el encantamiento y abrazarla como lo hiciera en su periplo por el tiempo, para sentir el femenino palpito contra su pecho. Disponían de una hora de intimidad antes de que el guerrero regresara de su expedición.

—¡No soy como los otros humanos! —repitió, enfurecido.

Al ladear la figura para conjurar su deseo, se cruzó su mirada con los ojos escrutadores de los guardianes.

—Vigilad su descanso durante mi ausencia —indicó a algunos de los espectros que fluctuaban en las sombras—. Vosotros seguidme —añadió, dirigiéndose a dos de los que se hallaban en el estudio cuando despertó de su forzado letargo, aquellos con los que había departido.

—Sí, maestro —respondieron los designados. Al iluminarles la luz del bastón, se esbozaron los contornos de sus brumosos atuendos.

Tras salir al corredor, Raistlin cerró quedamente la puerta del estudio. Aferró entonces el cayado, entonó un cántico y fue transportado en un santiamén al laboratorio situado en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería.

Todavía no había recobrado el resuello, ni había acabado de materializarse, cuando sufrió un violento ataque.

Lo envolvieron bramidos de cólera, gritos de criaturas ultrajadas, al mismo tiempo que ominosos perfiles atravesaban el aire, sin amedrentarse frente a los haces arcanos del bastón. Varios pares de manos blancas, huesudas, aprisionaron su garganta y su atavío, desgarrándolo en una agresión tan repentina, tan impregnada de odio, que Raistlin casi perdió el control.

No tardó en dominarse. Trazó un arco en el aire con el bastón, recitó unos versículos esotéricos, y los espectros se inmovilizaron.

—¡Habladles! —urgió a los dos guardianes que lo escoltaban—. Reveladles mi identidad.

—Es Fistandantilus —se apresuraron a obedecer éstos, si bien sus voces se confundieron con los rugidos de las huestes infernales—. Esta vez no se ha presentado de acuerdo con los augurios; al parecer se trata de un experimento secreto —explicaron tras imponerse, al fin, al tumulto.

Débil, mareado, el hechicero alcanzó una silla y se desmoronó sobre ella. Mientras se recriminaba por no haberse preparado de antemano para recibir tan brutal embestida, mientras maldecía su frágil cuerpo que le fallaba otra vez, se secó la sangre de una herida abierta en su faz y luchó contra el torbellino de su mente. No podía perder el conocimiento.

«Todo esto es obra tuya, mi Reina —pensó, en una inspiración que se abría camino entre los dardos del dolor—. No te atreves a luchar cara a cara conmigo porque soy demasiado fuerte en este plano de existencia. Has puesto un pie en mi mundo, el Templo ha aparecido en Neraka en la forma corrupta que tú le has dado y también has despertado a los dragones malignos, que sustraen los huevos aún cerrados de los bondadosos. Pero la puerta sigue atrancada, obstruye tu avance una piedra angular interpuesta por un amor abnegado, capaz de inmolarse. Ese fue tu gran error, pues, al penetrar en nuestra esfera vital, nos franqueaste el acceso a la tuya. Todavía no puedo llegar hasta ti, ni tampoco tú pasar al otro lado. No obstante, el momento de enfrentarnos se acerca».

—¿Te encuentras mal, maestro? —preguntó uno de los entes espectrales—. Lamentamos no haber podido impedir que te lastimaran; actuaste tan deprisa que nos fue imposible refrenarte. Te lo ruego, discúlpanos. Si está en nuestra mano ayudarte…

—¿Cómo vais a hacerlo? —lo interrumpió el mago, víctima de un ataque de tos—. Dejadme descansar, sacad de aquí a esas criaturas.

—Sí, amo.

Cerrando los ojos, Raistlin aguardó en la oscuridad que se mitigara el desmayo, el sufrimiento. Al rato se espaciaron los espasmos, que tuvieron la virtud de descongestionar su pecho, y revisó mentalmente sus planes. Necesitaba dos semanas de estudio continuado para prepararse, un tiempo del que podía disponer sin cortapisas en la Torre. Se había ganado la voluntad de Crysania, quien acataría gustosa su mandato y aportaría la fuerza de Paladine en su proyecto de atravesar el Portal y combatir a los guardianes que lo custodiaban desde el batiente opuesto.

Poseía la sapiencia de Fistandantilus, unos conocimientos acumulados por el archimago a lo largo de múltiples generaciones. También contaba con su propia erudición, que respaldaba la energía de un cuerpo joven. Cuando estuviera a punto, llegado el instante crucial de abrir el acceso, se hallaría en la cumbre de su poder; se habría transformado en el hechicero mejor dotado que nunca pisara el suelo de Krynn.

El reconocimiento de este hecho lo reconfortó y renovó su ánimo. El aturdimiento, el dolor físico, cedieron por completo, así que, incorporándose, examinó el laboratorio. Estaba familiarizado con sus recovecos, se conservaba —en apariencia— idéntico al día que cruzó su umbral en el pasado, un día ahora futuro del que le separaban doscientos años. Entonces llegó investido de plena supremacía, tal como se había preconizado. Las puertas se abrieron, los perversos guardianes lo saludaron en actitud reverencial en vez de atacarlo.

Mientras recorría la estancia, alumbrado por su mágico cayado, Raistlin sintió crecer su curiosidad. No estaba todo tan inalterado como le hizo suponer la primera ojeada; advirtió cambios extraños, desconcertantes. Debería haber reinado una distribución exacta a la que encontraría dos siglos más tarde. Sin embargo, una redoma ahora intacta había de romperse antes de su llegada y el libro de hechizos que descansaba en una larga mesa de piedra yacería en el suelo en el momento triunfal de proclamar su predominio.

—¿Manipulan los guardianes los objetos de la sala? —preguntó a los dos entes encargados de su escolta.

No se detuvo para esperar la contestación. Los pliegues de sus ropajes crujieron contra sus tobillos a causa del movimiento que les imprimió en su deambular hacia la parte trasera del inmenso laboratorio, en busca del acceso que nunca se abría.

—No, maestro —respondió atónito uno de los espectros—. No se nos permite tocar nada.

El nigromante se encogió de hombros. Eran innumerables los fenómenos y las circunstancias que podían justificar tales irregularidades. «Quizás un terremoto», se dijo, perdiendo todo interés en el asunto al adentrarse en las sombras más próximas al gran Portal.

Alzó el Bastón de Mago a fin de ampliar su refulgente cerco y las tinieblas se disolvieron, huyeron bajo su influjo del extremo donde debía erguirse la hoja con sus tallas de platino representando cinco cabezas de dragón, provista de una cerradura de plata que ninguna llave en Krynn era capaz de desatrancar.

Mientras mantenía el bastón en alto, Raistlin se quedó sin resuello. Durante varios minutos no atinó sino a contemplar su objetivo hipnotizado, vacíos sus pulmones, ardientes y arremolinadas sus cábalas. Luego, cuando pudo reaccionar, brotó de sus labios un bramido de ira que sacudió los cimientos de la Torre, azotando la imperecedera negrura.

Tan espantoso fue el grito, tan estentóreos sus ecos en los corredores del edificio, que los guardianes se agazaparon en sus halos de oscuridad convencidos, acaso, de que la temible Reina había irrumpido en las dependencias.

Caramon oyó la manifestación de cólera al traspasar la puerta lateral de la mole. Asaltado por un súbito pavor, soltó los paquetes que cargaba y, con mano trémula, encendió la antorcha que acababa de adquirir. Acto seguido, enarbolando su nueva espada, el fornido guerrero ascendió los peldaños de la escalinata de dos en dos.

Cuando abrió, violentamente, la puerta del estudio, encontró a la sacerdotisa en su butaca. Aunque todavía amodorrada, Crysania miraba inquieta su entorno.

—He oído un alarido —anunció, a la vez que se frotaba los ojos y se ponía en pie.

—¿Cómo estás? —indagó Caramon, sin aliento tras la veloz escalada.

—Perfectamente —respondió ella, perpleja. Al adivinar los temores del hombretón, se apresuró a agregar—: No he sido yo. Creo que me quedé dormida, y ese aullido me ha despertado de mi letargo.

—¿Adónde ha ido Raist? —inquirió el guerrero.

—¡Raistlin! —repitió la dama alarmada y, de no impedírselo el musculoso brazo de Caramon, habría salido de la estancia a toda carrera.

—Él es el causante de tu sueño —explicó el humano con voz cavernosa y, para mejor demostrarlo, desprendió del cabello femenino unos granos de arena blanca—. Te ha sumido en un hechizo.

—¿Por qué? —Crysania pestañeó incrédula al contemplar el polvillo.

—Lo averiguaremos.

—Guerrero —susurró alguien, sin duda una de las criaturas de ultratumba, a una ínfima distancia.

Caramon dio media vuelta y, tras proteger a la mujer con su cuerpo, alzó el acero frente a la figura fantasmal que se materializaba en la penumbra.

—¿Buscas al nigromante? —prosiguió el aparecido—. Está arriba, en el laboratorio. Necesita ayuda, pero a nosotros se nos ha prohibido tocarlo.

—Yo se la prestaré —decidió el luchador.

—Te acompañaré —ofreció Crysania—. No intentes impedírmelo —insistió con firmeza al ver el entrecejo fruncido del hombretón.

Él quiso argumentar; pero al recordar que se enfrentaba a una Hija Venerable de Paladine, que, por otra parte, había ejercido ya sus poderes sobre los entes infernales de la Torre, se encogió de hombros y cedió a regañadientes.

—¿Qué le ha ocurrido a mi hermano? Sólo vosotros podíais dañarle, y tú mismo has afirmado que no osáis acercaros a él —comentó el humano mientras, junto a la sacerdotisa, se dejaba guiar por la criatura hacia el lóbrego pasillo—. No te separes de mí —ordenó a Crysania, si bien tal recomendación era superflua.

Si la oscuridad se les antojó bullente de vida al penetrar en el edificio, ahora se había convertido en un auténtico hervidero de vibraciones, de pálpitos, pues los guardianes, desazonados por el grito, atestaban todos los rincones. Aunque lo abrigaban las prendas compradas en el mercado, Caramon tiritaba febrilmente, al introducirse en sus huesos el frío que irradiaban los fantasmas. La mujer a sus talones, temblaba hasta tal extremo que apenas podía avanzar.

—Yo portaré la tea —propuso la sacerdotisa a través de sus apretadas mandíbulas.

El guerrero le confió el humeante objeto y la rodeó con su brazo, para transmitirle calor. Ella se apretujó contra su cuerpo, de tal manera que ambos se beneficiaron de las dimanaciones de la carne tibia durante su ascenso.

—¿Qué ha sucedido? —volvió a preguntar el hombretón, pero el espectro se limitó a señalar su objetivo en un mudo ademán.

Aferrada la espada en su mano izquierda, sin separarse de su compañera, el robusto luchador acometió la escalera de caracol por la que fluctuaba el descarnado ente, danzando y oscilando la llama de la antorcha. Tras un periplo interminable llegaron a la cumbre de la Torre de la Alta Hechicería, ambos exhaustos, doloridos y congeladas todas sus vísceras.

—Tenemos que descansar —dijo Caramon, tan tumefactos sus labios que apenas logró articular las palabras.

Crysania, por su parte, reclinó la cabeza en uno de los hombros del guerrero y cerró los ojos. Al percibir sus jadeos, el humano recapacitó que él mismo no podría haber salvado otro tramo a pesar de hallarse en plena forma.

—¿Dónde está Raist… Fistandantilus? —balbuceó la dama cuando se hubo restablecido su ritmo respiratorio.

—En el interior.

Una vez más, el improvisado guía extendió el índice, ahora hacia una puerta cerrada que, obediente a su orden, se desencajó en silencio de sus goznes.

Una ráfaga de aire frío surgió de la sala, con tal ímpetu que enmarañó el cabello de Caramon e hizo ondear la capa de la sacerdotisa. Durante unos segundos, ninguno atinó a moverse, sobrecogidos por la aureola de perversidad que escapaba de la cámara. Fue la sacerdotisa quien, con los dedos cerrados sobre el Medallón de Paladine, dio el primer paso.

—Yo tomaré la delantera —resolvió el hombretón, obligándola a retroceder.

—En cualquier otra circunstancia, guerrero —repuso la dama—, te concedería ese privilegio. Pero aquí mi talismán es un arma tan poderosa como tu acero.

—No precisáis ningún pertrecho —objetó el espectro—. El maestro nos dio órdenes concretas de custodiaros, y acataremos su voluntad.

—¿Y si ha muerto? —aventuró el humano, consciente de que su hipótesis provocaría, como así lo hizo, un espasmo de miedo en Crysania.

—Si hubiera muerto —contestó el interpelado con un siniestro brillo en sus ojos—, vuestra cálida sangre ya habría abandonado vuestras venas para alimentar las de los moradores de la Torre. Entrad, os lo ruego.

Vacilante, con la mujer apretujada en su flanco, Caramon penetró en el laboratorio. La sacerdotisa levantó la tea, y ambos hicieron un alto a fin de escrutar la estancia.

Olvidados sus temores, la dama apretó a correr seguida por el guerrero, que, más precavido, examinó antes la envolvente oscuridad. Raistlin yacía de costado, oculto el rostro bajo la capucha. El Bastón de Mago se hallaba a cierta distancia, extinguida su luz como si el nigromante, en un acceso de ira, lo hubiera arrojado contra el muro. En su accidentado vuelo, había volcado una redoma y arrastrado un volumen de artes arcanas.

Pasando la tea a su acompañante, que le había dado alcance, Crysania se arrodilló junto al inerte mago con la intención de tantearle el cuello. Halló unas palpitaciones débiles, arrítmicas, pero seguía vivo y este hecho le arrancó un suspiro de alivio.

—Está bien —anunció—. Pero entonces, ¿qué ha ocurrido?

—No ha sufrido heridas físicas —explicó la criatura de ultratumba, que revoloteaba sin tregua a su alrededor—. Vino a este rincón del laboratorio en busca de algo, un Portal a juzgar por las frases que farfullaba. Enarboló el cayado, alumbró la zona donde lo veis postrado y, transcurridos unos momentos de estupefacción, emitió el bramido que todos escuchamos. Se deshizo del bastón y se desplomó, exhalando dementes maldiciones hasta perder el sentido.

Caramon permaneció largo rato callado, ansioso por desentrañar aquel galimatías en su mente. Al fin, persuadido de haber encontrado la respuesta, alumbró el muro y murmuró:

—Empiezo a vislumbrar la causa de su disgusto, de su desfallecimiento. ¿No lo entiendes? —preguntó a la sacerdotisa—. ¡Aquí no hay más que una desnuda pared de piedra!

6 El Cronista y el mago

—¿Cómo sigue? —preguntó Crysania, en voz baja, al entrar en la habitación. Tras descubrirse la encapuchada cabeza, la sacerdotisa desanudó su capa para dejar que Caramon la retirara de sus hombros.

—Desasosegado —contestó el guerrero, puesta la mirada en un sombrío rincón—. Aguarda impaciente tu regreso.

—Ojalá trajera mejores noticias —murmuró la dama mordiéndose el labio.

—Yo me alegro de que no sea así —repuso él, a la vez que doblaba la holgada prenda de la sacerdotisa y la depositaba sobre una silla—. Quizá desista de su insensata idea y vuelva a casa.

—No puedo… —empezó a decir Crysania, pero la interrumpió una tercera voz.

—Si ya han concluido vuestras confabulaciones, Hija Venerable, te ruego que te acerques y me comuniques el resultado de tus pesquisas.

La sacerdotisa se ruborizó y, tras contemplar irritada a Caramon, se apresuró a cruzar la estancia hacia el lugar donde yacía Raistlin sobre un improvisado camastro, cerca del fuego.

El acceso de furia del mago les costó a todos un alto precio. Su hermano lo transportó desde el laboratorio al estudio y la dama le preparó un lecho en el suelo. Después de acomodarlo del mejor modo posible, Crysania asistió impotente a sus delirios y a los esfuerzos del hombretón, tan solícito como se mostraría una madre al prodigar cuidados a su hijo enfermo. Sin embargo, poco pudo hacer por el frágil hechicero. El desmayo de Raistlin se prolongó más de una jornada, en la que no cesó de balbucear frases inconexas. Hubo un momento en el que despertó y emitió un grito de pánico, pero pronto volvió a zambullirse en la negrura donde vagaba su espíritu.

Privados de la luz del Bastón de Mago, que el fornido humano ni siquiera osó tocar y hubo de dejar en el laboratorio, la sacerdotisa y él se acurrucaron al lado del nigromante. Mantuvieron la fogata encendida, si bien ambos eran conscientes de la presencia de los guardianes de la Torre, una presencia llena de malos presagios.

Al fin, el yaciente reaccionó. Lo primero que hizo al abrir los ojos fue ordenar a Caramon que le administrara su pócima y, después de beberla, tuvo ánimo suficiente para indicar a uno de los espectros que le restituyese el bastón. Hizo entonces señal de aproximarse a Crysania y susurró:

—Ve al encuentro de Astinus.

—¡Astinus! —replicó la mujer, perpleja—. ¿Te refieres al cronista? No comprendo tu encargo; ¿qué quieres de él?

Las pupilas de Raistlin se iluminaron, una sombra de color se dibujó en sus lívidos pómulos con un brillo febril.

—¡El Portal no está donde debería! —se encolerizó, apretando los dientes y retorciendo las manos de ira. Empezó a toser, mas esta circunstancia no atenuó el fulgor de su mirada—. ¡No hagas preguntas pueriles y obedéceme!

Tan imperioso fue su mandato, que la dama retrocedió asustada.

El hechicero, sin aliento, tumbóse de nuevo en el jergón, mientras el guerrero observaba preocupado a Crysania quien, en un intento de recobrar la compostura, se había encaminado al escritorio y fingía estudiar los amarillentos volúmenes de magia que en él se apilaban.

—No te precipites, señora —le suplicó el humano—. No estarás pensando en ir, ¿verdad? ¿Quién es el tal Astinus? Además, no puedes aventurarte en el Robledal de Shoikan sin un talismán.

—Tengo un talismán —replicó la dama—, me lo entregó tu gemelo cuando nos conocimos. Y, en lo que atañe a Astinus, es el conservador de la Biblioteca de Palanthas, donde ocupa su existencia en registrar la historia de Krynn.

—Quizá sea así en nuestro tiempo, pero ahora todavía no ha nacido —le corrigió el guerrero, exasperado—. Recapacita, Hija Venerable.

—Eso hago —lo atajó Crysania, molesta por su ignorancia—. Astinus no es mortal común —le explicó—. Según las leyendas, fue la primera criatura que habitó nuestro mundo y será la última en abandonarlo. Su edad es incalculable.

Al ver que su oponente la estudiaba en actitud escéptica, prosiguió:

—Refleja los acontecimientos meticulosamente, uno tras otro, sabe qué ha ocurrido en el pasado y también qué hechos se producen en el presente. Mas no puede predecir el futuro —añadió, desviando la faz hacia Raistlin—. Dudo que nos preste la menor ayuda.

Incrédulo frente a tan extraña fábula, Caramon porfió hasta el agotamiento a fin de impedir su desplazamiento, pero sus reconvenciones no hicieron sino fortalecer la determinación de la sacerdotisa y, al fin, se rindió.

El estado de Raistlin se agravó en lugar de mejorar. Su piel ardía bajo el azote de la fiebre, sufría períodos de incoherencia de los que sólo salía para inquirir, iracundo, por qué Crysania no había cumplido todavía su cometido.

La mujer se enfrentó a los horrores de la arboleda y a otros, no menos pavorosos, en las calles de Palanthas, en su ansia de apaciguar al desazonado mago. Ahora, terminada su misión, se arrodilló a los pies del camastro, donde contempló inerme el esfuerzo que hizo el enfermo al incorporarse, ayudado por su hermano.

—¡Cuéntamelo todo! —le urgió Raistlin, ya sentado—. No olvides ni el más ínfimo detalle; sé minuciosa aunque te parezca exagerado.

Asintiendo en silencio, agitada aún por el recuerdo de la peligrosa excursión, la sacerdotisa ordenó sus ideas antes de narrar lo sucedido.

—Fui hasta la Gran Biblioteca —declaró al rato—, y solicité entrevistarme con Astinus. Al principio, los Estetas rehusaron admitirme; pero cuando exhibí ante ellos el Medallón se organizó un enorme revuelo, como sin duda imaginas. —Hizo una pausa, en la que alisó los pliegues de la sencilla túnica blanca que Caramon le había comprado para reemplazar al hábito ensangrentado que luciera en su periplo a través del tiempo—. Han transcurrido cien años sin que los antiguos dioses manden una señal a los mortales, de manera que, pasada la conmoción, uno de los acólitos corrió a informar al cronista de mi llegada.

»Tras una larga espera, fui conducida a la cámara donde Astinus consagra todas las horas del día, y a menudo las de la noche, a escribir la Historia.

Calló, súbitamente espantada por la intensidad con que la escrutaba el hechicero. Le asaltó la sensación de que pretendía arrancarle las frases del cerebro sin aguardar a que las pronunciara. Ladeó el semblante al objeto de recomponerse y, fija la vista en las llamas, reanudó su relato.

—Entré en la estancia y él ni siquiera alzó los ojos, absorto en su quehacer. Al advertir su indiferencia, el Esteta que me acompañaba anunció mi nombre: «Crysania, de la casa de Tarinius», tal como tú habías sugerido que me presentara. Al oírlo… —Frunció el entrecejo, y su oyente la apremió:

—Al oírlo ¿qué?

—Levantó sus pupilas —contestó la dama, desconcertada—. Incluso cesó en su labor, posó la pluma en la escribanía para proferir un «¡Tú!», en una voz tan estentórea que yo di un respingo y el acólito casi se desvaneció. Antes de que atinara a hablar, a inquirir qué significaba su sorpresa o de qué me conocía, asió de nuevo su herramienta de trabajo y tachó las frases que acababa de anotar.

—¿Las tachó? —intervino el nigromante pensativo, abstraído en sus meditaciones—. Las tachó —repitió, reclinándose en el jergón.

La sacerdotisa respetó el silencio de su interlocutor. No despegó los labios hasta que él volvió a mirarla.

—¿Qué hizo después? —indagó el mago con débil acento.

—Garabateó algo encima del párrafo que había emborronado, como si corrigiera un error. Concluidas las rectificaciones, se cruzaron una vez más nuestras miradas y creí que iba a reprenderme, una impresión que ratificaron los temblores de mi acompañante. Pero Astinus se mostró tranquilo, despachó al Esteta y me invitó a tomar asiento. Cuando me hube instalado, me interrogó sobre el motivo de mi visita.

»Le expliqué que buscábamos el Portal. Añadí, fiel a tus instrucciones, que la información recabada en distintos confines nos había inducido a situarlo en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y, al seguir la pista hasta la mole a fin de investigar su veracidad, habíamos descubierto que no era así. El Portal no se hallaba donde suponíamos.

»Asintió sin un asomo de perplejidad.

»—El acceso fue trasladado cuando el Príncipe de los Sacerdotes trató de apoderarse del edificio —reveló—, por razones de seguridad. Es posible que con el tiempo sea devuelto a su emplazamiento de origen, pero por ahora ocupa su lugar un muro de roca.

»—¿Dónde está? —inquirí.

»Tardó varios minutos en responder. Aguardé paciente, y transcurrido su lapso de mutismo…».

Se quebró su voz, incapaz de reproducir la respuesta del cronista. Centró su atención en Caramon con el temor dibujado en sus rasgos, como si quisiera prevenirlo de una catástrofe.

Al leer el miedo, la zozobra, en su expresión, Raistlin se levantó de su lecho.

—¡Adelante, termina! —le ordenó ásperamente.

Crysania respiró hondo e intentó zafarse del escrutinio del mago. Pero éste la asió por la muñeca y, a pesar de su fragilidad, la sujetó con tal fuerza que no pudo deshacerse de su mortífera garra.

—Dijo que deberías pagar si te obstinabas en averiguar su paradero, que todo hombre tiene un precio y él no era una excepción.

—¡Pagar! —repitió Raistlin en un murmullo, abrasadora la llama de sus pupilas.

La sacerdotisa se esforzó en liberarse de la zarpa, más dolorosa a cada instante. Fue inútil. El nigromante persistió en apretar sus dedos.

—¿Qué pide a cambio de confiarme el secreto?

—Afirmó —repuso la dama, sin resuello— que sólo exigía el cumplimiento de una antigua promesa. Según él, debes recordarla.

El hechicero soltó su magullada muñeca y Crysania retrocedió, eludiendo la mirada compadecida de Caramon. El hombretón se incorporó de manera abrupta para alejarse de la escena, mientras Raistlin, ajeno a las emociones de ambos, se desplomaba sobre su almohada con el rostro lívido, desencajado, nublado el brillo de sus iris.

La sacerdotisa fue hasta el escritorio a fin de servirse un vaso de agua. Pero era tal el temblor de sus manos, que en vez de escanciar el cristalino líquido en el vaso lo derramó sobre el mueble y se vio obligada a posar la jarra. Atento a sus evoluciones, el guerrero acudió en su auxilio. Le tendió el recipiente lleno, ensombrecida su faz por una gravedad poco habitual en él.

Al llevarse el agua a los labios, la mujer percibió que el humano observaba su muñeca y, en gesto institivo, lo imitó. En su carne se perfilaban las huellas que imprimiera el mago en surcos profundos, amoratados. Crysania se apresuró a dejar el vaso en la escribanía, deseosa de cubrir la herida con la manga de su nuevo atuendo.

—No pretendía lastimarme —justificó a Raistlin en respuesta a la expresión severa de su gemelo—. Es lógico que el dolor le convierta en una criatura díscola. No podemos reprochárselo. ¿Qué es nuestro sufrimiento si lo comparamos con el suyo? Tú, mejor que nadie, deberías entenderlo. Sus esotéricas visiones lo capturan hasta tal extremo, que no es consciente del daño que causa a los otros.

Dándole la espalda, la mujer se aproximó al camastro y fijó los ojos en la fogata, aunque sin verla en realidad.

—Es más que consciente de lo que hace —replicó el guerrero para sus adentros—. Y estoy comenzando a vislumbrar que siempre lo fue.


Astinus de Palanthas, historiador de Krynn, estaba sentado en una alcoba de su morada, donde se afanaba en escribir. Era una hora tardía, pasada la Vigilia Nocturna. Ya los Estetas habían atrancado las puertas de la Gran Biblioteca, pues si pocos gozaban del privilegio de ser admitidos de día, nadie tenía acceso al lugar durante la noche. Pero tales precauciones no constituían un obstáculo para el hombre que penetró en el edificio y ahora, envuelto en un manto de penumbra, se erguía frente al cronista.

—Empezaba a preguntarme dónde estarías —lo saludó el historiador sin alzar los ojos, absorto en su trabajo.

—He estado enfermo —contestó la figura entre el crujir de su túnica negra, luchando contra un incipiente ataque de tos.

—Espero que te sientas mejor —dijo Astinus, pertinaz en la escritura.

—Recobro la salud despacio —comentó el aparecido—; múltiples circunstancias retrasan mi restablecimiento.

—En ese caso, siéntate —lo invitó el cronista, a la vez que señalaba con el cañón de su pluma una butaca próxima.

La figura, distorsionando el rostro en una singular mueca, dio unos pasos hacia la silla y se instaló en ella. Se produjo en la cámara un prolongado silencio, que sólo interrumpían los trazos nerviosos del escribano sobre el pergamino y las toses ocasionales del intruso.

Al fin, Astinus hizo un alto en su tarea y alzó los párpados para encararse con el visitante, quien retiró la capucha al objeto de presentar la faz a su escrutinio. Tras observarlo unos momentos, el historiador meneó la cabeza.

—No reconozco tus rasgos, Fistandantilus, pero sí tus ojos. De todos modos, percibo algo peculiar en sus profundidades. Leo el futuro, un futuro que te designa como Amo del Pasado y del Presente pese a no haber venido investido del poder que vaticinaban los augurios.

—No me llamo Fistandantilus —corrigió la figura enlutada—, sino Raistlin. Supongo que huelgan las explicaciones sobre lo sucedido. —Se desvaneció su forzada sonrisa, se contrajeron sus pupilas—. Pero sin duda ya lo sabes, nuestra batalla debe estar registrada en tus libros.

—Doy cuenta de la pugna —respondió el aludido con frialdad—. ¿Deseas leer lo que he anotado en la voz «Fistandantilus»?

Raistlin frunció el entrecejo, sus ojos brillaron amenazadores, mas Astinus permaneció imperturbable. Apoyándose en el respaldo de su silla, estudió al archimago con perfecta serenidad.

—¿Has traído lo que solicité? —inquirió.

—Sí —repuso el hechicero—. Elaborarlo me ha supuesto varios días de dolor y ha mermado mi energía, de otra manera habría venido antes.

Por primera vez a lo largo de su entrevista al semblante del escriba asomó un resquicio de emoción que, sin embargo, no alteró su calidad externa. Se inclinó hacia adelante ansioso, refulgentes sus ojos, mientras Raistlin apartaba los pliegues de su atavío para mostrar un curioso objeto, un globo de cristal que pululaba en la hueca cavidad de su pecho cual un corazón cristalino, translúcido.

Astinus no pudo refrenar su sobresalto ante tan inesperada visión, que al parecer era ilusoria pues, con un gesto, el nigromante hizo que la bola emprendiera el vuelo al mismo tiempo que, usando la otra mano, cubría de nuevo su enteco torso bajo la urdimbre de sus vestiduras.

Al acercársele el fluctuante globo, el cronista estiró sus brazos hacia él y acarició su superficie con extrema delicadeza. El contacto hizo que el objeto se llenase de haces lunares argénteos y rojizos. Incluso se esbozó el aura del satélite negro y, debajo de los tres, se arremolinaron innumerables imágenes que se sucedían a un ritmo vertiginoso.

—El tiempo discurre frente a nosotros —comentó Raistlin, ribeteada su voz de un mal disimulado orgullo—. A partir de hoy, amigo mío, no tendrás que depender de los mensajeros de los planos astrales para saber qué acontece en el mundo. Tus ojos serán tus únicos heraldos.

—¡Sí! —se entusiasmó el historiador. Las lágrimas empañaban su vista, sus manos temblaban de gozo.

—Ha llegado el momento de recibir mi recompensa —declaró el hechicero—. ¿Dónde está el Portal?

—¿No lo adivinas, criatura clarividente? —preguntó a su vez Astinus—. Has leído en mis volúmenes el devenir de Krynn, los sucesos acaecidos en las distintas eras.

Raistlin observó a su oponente sin hablar, mientras su faz adquiría la gélida rigidez de una máscara.

—Tienes razón; he estudiado todos y cada uno de los episodios que figuran en las Crónicas —admitió—. ¿Fue ése el motivo de que Fistandantilus viajara a Zhaman?

Su interlocutor asintió con un ligero ademán.

—Zhaman —prosiguió el archimago—, una fortaleza arcana enclavada en las llanuras de Dergoth, cerca de Thorbardin, la patria de los Enanos de las Montañas. Se trata de un bastión erigido en una tierra controlada por esos seres —continuó, inexpresivo cual si hojeara las páginas de un libro de texto—. Allí se dirigen ahora sus parientes, los Enanos de las Colinas, bajo el acoso de la perversidad que ha consumido al continente desde el Cataclismo, al objeto de pedir refugio en su antiguo hogar de las cumbres.

—En efecto —intervino el cronista—. Con todos esos datos, tú mismo puedes esclarecer el enigma.

—Eso me temo. El Portal se oculta en las mazmorras de Zhaman —concluyó el nigromante—. Fistandantilus participó desde ese reducto en la última de las guerras enaniles.

—Participará —rectificó Astinus.

—Cierto. Sea como fuere, el gran maestro tomará parte en la pugna que ha de decidir su destino, su muerte si las leyendas no mienten.

Raistlin se sumió en el silencio. Luego, de manera súbita, se levantó y caminó hacia la escribanía, donde asiendo el tomo en el que trabajaba Astinus, le dio la vuelta. El conservador de la Biblioteca espió sus movimientos con un interés desapasionado.

—Aciertas en tu apreciación, procedo del futuro —murmuró sin dejar de escudriñar la escritura todavía húmeda del pergamino—. He leído las Crónicas salidas de tu pluma, incluso recuerdo lo que apuntarás aquí —agregó, y señaló un espacio en blanco—. En el día de hoy, pasada la Hora de la Vigilia cayendo hacia el 30, Fistandantilus me trajo el globo donde se refleja el paso del tiempo presente, recitó de memoria.

Astinus nada dijo pero el archimago insistió, henchido su acento de cólera.

—¿Redactarás aquí ese párrafo?

El aludido calló, aunque manifestó su asentimiento mediante una inclinación de cabeza.

—Así pues, todas mis acciones estaban previstas —se lamentó el hechicero.

Cerró el puño violentamente y, cuando volvió a tomar la palabra, su voz delató el esfuerzo que hacía para controlarse.

—Unos días atrás vino a visitarte la sacerdotisa Crysania. Me explicó que estabas escribiendo al entrar ella y, después de reconocerla, borraste algo. Déjame ver qué fue.

El historiador exhibió una mueca de disgusto, remiso a obedecer.

—¡Muéstramelo! —El apremio del mago surgió en un alarido casi inarticulado.

Depositando el globo en un ángulo de la mesa, donde la esfera se mantuvo suspendida, Astinus levantó las manos de su perímetro. La luz parpadeó, el objeto se oscureció y se vació de imágenes. Sin prestarle atención, a pesar suyo, el singular personaje rebuscó en el mueble hasta encontrar un volumen encuadernado en piel, que abrió sin titubeos por la página requerida. Colocó entonces el tomo frente a Raistlin y lo invitó a examinarlo.

El nigromante centró de inmediato la vista en una línea donde, sobre un nombre emborronado pero legible, aparecía otro. Cuando enderezó la espalda, provocando un roce en su túnica al enlazar las manos bajo las bocamangas, su faz había asumido una lividez mortífera aunque no exenta de serenidad.

—Esto altera el tiempo —aseveró.

—Esto no altera nada —replicó Astinus—. La sacerdotisa ocupó un lugar que en principio no le correspondía, pero tal cambio carece de importancia. La Historia sigue su curso, inviolada.

—¿Y me arrastra en su fluir?

—Sí. Nunca la modificarás, a menos que tengas el poder de desviar el cauce de un río arrojándole un guijarro —sentenció el cronista.

Raistlin le lanzó una penetrante mirada y esbozó una sonrisa antes de señalar, retador, el globo.

—Contémplalo, Astinus —lo conminó—, y pon tus sentidos alerta. El guijarro no tardará en dibujarse en el interior de la esfera. Y ahora, criatura eterna, debo despedirme.

Se desvaneció al instante y el historiador quedó solo en la cámara, absorto en sus reflexiones. Transcurridos unos minutos, volteó el pesado ejemplar a fin de leer una vez más el evento que registraba cuando irrumpió en la sala la Hija Venerable.

En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 15 llegó a esta Biblioteca, enviado por el archimago Fistandantilus y con el propósito de descubrir el paradero del Portal, el clérigo de Paladine llamado Denubis. En pago a mi ayuda, Fistandantilus confeccionará lo que me prometió años atrás: el globo que refleja los acontecimientos del presente.

Aparecía tachado el término Denubis, que había sustituido por Crysania.

7 Tas y Takhisis frente a frente

—Estoy muerto —dijo Tasslehoff Burrfoot.

Permaneció expectante, como si aguardara una respuesta.

—Estoy muerto —insistió al no recibirla—. Debo de hallarme en el más allá.

Transcurrido un segundo intervalo de sepulcral silencio, el kender añadió:

—No cabe duda de que aquí reina una oscuridad impenetrable.

Nada ocurrió, y el interés del hombrecillo por su nuevo estado comenzó a decaer. Un breve examen de su entorno le reveló que yacía de espaldas sobre una superficie muy fría e incómoda, dura como la roca.

«Quizá me han posado sobre una losa de mármol, similar a la de Huma —pensó para estimularse—. En la cripta de un héroe, como aquella donde enterramos a Sturm».

Estas cavilaciones lo entretuvieron durante un rato, más la realidad inmediata vino a reclamar sus derechos. Emitió un grito de dolor, a la vez que se frotaba el costado a fin de apaciguar sus crujientes costillas y que, sorprendido, tomaba conciencia de una molesta migraña. También advirtió que estaba tiritando, que una aguja rocosa se incrustaba en sus riñones y que tenía el cuello rígido.

—¡No era esto lo que imaginaba! —vociferó, irritado—. Se supone que los muertos son insensibles al sufrimiento corporal. ¡Es absurdo sentir nada después de perder la vida! —persistió, con un énfasis exagerado por si alguien lo escuchaba.

«¡Caramba! —exclamó al ver que no cesaba el dolor—. A lo mejor me hallo en una fase transitoria, un estadio en el que he muerto pero mi cuerpo aún no ha sido privado de todas sus prerrogativas. El inevitable rigor no ha endurecido mis músculos, eso puedo asegurarlo».

Resolvió esperar acontecimientos. Tras retirar la aserrada piedra que torturaba su espalda, se estiró con las manos cruzadas sobre el pecho y contempló, en la postura de un cadáver, la penumbra circundante. Poco duró, sin embargo, su inmovilidad.

«Si la muerte es lo que ahora experimento, nada tiene que ver con lo que se comenta —protestó para sí—. Lo más triste no es haber dejado de existir, sino aburrirse inútilmente. De todos modos —agregó después de espiar la oscuridad unos segundos más—, puedo luchar contra el tedio. Ha habido una confusión, un malentendido, debo discutir este asunto con alguien capaz de enmendarlo».

Se sentó y, cuando tanteó el terreno con las piernas dobladas por si debía saltar, descubrió que se hallaba en el pétreo suelo, no en una plataforma elevada como había intuido.

«¡Qué desaprensivos! —se encolerizó—. ¡También podrían haberme arrojado a una húmeda bodega, sin miramientos ni exequias!».

Se incorporó, y antes de dar un paso, tropezó contra algo sólido, duro. «Una roca —decidió tras palpar su contorno—. Resulta lamentable. A Flint le otorgaron un árbol como compañero de ultratumba y yo he de conformarme con una piedra. Alguien ha cometido un error imperdonable».

—¡Hola! —saludó a los hipotéticos habitantes de las sombras—. ¿Hay alguien aquí capaz de informarme? ¡Todavía tengo mis saquillos! —se asombró, cambiando de tema—. Permitieron que conservara mis pertenencias, incluso el ingenio mágico, un gesto muy considerado por parte de quien dictaminara mi destino. Pero hay que remediar mi dolor de cabeza —murmuró con los labios apretados—. Es insoportable.

Investigó su entorno con ambas manos, ya que sus ojos de poco le servían en la intensa negrura. Estudió la roca, lleno de curiosidad, al detectar en ella unas imágenes, acaso runas, que se le antojaron familiares. Dedujo acto seguido su forma, y comprendió que se había equivocado al identificarla.

—Es una mesa —concluyó, desconcertado—. Recapitulemos: he topado con un mueble pétreo donde hay esculpidas figuras o símbolos, y creo haberlo visto antes. ¡Ya lo tengo! —dijo, recuperada la memoria—. Se trata de la escribanía que se erguía en el laboratorio donde se reunieron Raistlin, Caramon y Crysania antes de emprender su viaje en el tiempo y abandonarme a mi suerte. Acababa de entrar en la estancia, ya vacía, cuando se desplomó la montaña ígnea sobre mi cabeza. No atiné a huir. La muerte me sobrevino en este mismo lugar.

Se llevó la mano al cuello para confirmar sus sospechas, es decir, que todavía lo circundaba la argolla de hierro delatora de su condición de esclavo. Continuó su torpe avance por la penumbra, pero se detuvo al pisar un nuevo objeto. Quiso recogerlo y, al estirar los dedos, se abrió un corte en su carne.

—¡La espada de Caramon! —Reconoció, pletórico de júbilo, a la causante de su herida, más aún al tantear la empuñadura—. La encontré en el suelo poco antes de la hecatombe. Eso significa —gruñó, trocado en furia su entusiasmo— que ni siquiera me sepultaron. Mis compañeros ya habían partido, y nadie se molestó en rendirme honores fúnebres. Por consiguiente, estoy en los subterráneos del Templo destruido.

Se detuvo a meditar, a la vez que succionaba la sangre de su mano, hasta que vino a perturbarle una repentina idea. «Al parecer, pretenden que deambule por el vacío en busca de la morada que me ha sido asignada. ¡Es el colmo, ni siquiera me proporcionan un medio de transporte!».

—Prestad atención a mis palabras —imprecó a la nada, agitando un puño en actitud amenazadora—. Exijo que me llevéis a presencia del responsable del orden en este paraje fantasmal.

No se produjo más sonido que el de sus propios ecos.

—Al menos podrían encender una luz —rezongó desalentado, al interponerse en su marcha un nuevo escollo—. Estoy aprisionado en las entrañas de un Templo en ruinas, probablemente en el fondo del Mar Sangriento de Istar. Quizás encuentre a los elfos marinos, como le sucedió a Tanis en su naufragio y, en tal caso, no me será difícil volver a mi mundo. —Sus esperanzas renacieron para, al instante, volver a desvanecerse—. No, claro, olvidaba que he muerto. En tales circunstancias no se conoce a nadie, salvo, según se rumorea, si se convierte uno en criatura espectral. El caballero Soth, por ejemplo, se relacionaba con los mortales. ¿Cómo se consigue entrar en sus filas? Debo averiguarlo. Ha de ser emocionante ostentar la dignidad de muerto viviente. —Reconfortado una vez más por tan prometedoras perspectivas, se trazó una línea de acción—. En primer lugar, me enteraré de adonde se supone que he de encaminarme y por qué no estoy allí.

Levantado su ánimo, Tas se abrió paso hasta la parte anterior de la estancia mientras elucubraba sobre su paradero y se extrañaba de que, estando en el Mar Sangriento, no hubiera agua ni vestigios de humedad a su alrededor. De pronto, halló el motivo.

—¡Por supuesto! —farfulló—. El Templo no se hundió en el océano, sino que se desplazó a Neraka. Yo mismo estaba en su interior cuando derroté a la Reina de la Oscuridad.

Llegó a una puerta —lo comprobó al palpar el umbral desprovisto de hoja— y se asomó a una negrura más densa de lo imaginable.

—Neraka —repitió en un susurro, indeciso sobre si era mejor o peor que estar sumergido en las profundidades acuáticas.

Cauteloso, alzó un pie y lo posó encima de una estructura cilíndrica, resbaladiza. Al estirar la palma, sus dedos se cerraron en torno al mango de una antorcha. Debía de ser la misma que reposaba en su pedestal junto a la arcada de acceso al laboratorio. Revolvió en sus bolsas, pues solía portar yesca para cualquier eventualidad, y al fin dio con ella.

—Es extraño —se dijo al examinar el corredor a la luz de la tea—, el aspecto de este pasillo es idéntico al que presentaba tras desencadenarse el terremoto. Recuerdo que quedó atestado de escombros, casi impracticable. No me explico que la Soberana de las Tinieblas no se haya ocupado de limpiarlo; lo cierto es que durante mi visita a Neraka no percibí un caos semejante. Pero será mejor que busque la salida.

Retrocedió en busca de la escalera que había descendido persiguiendo a Crysania, quien a su vez acudía a la llamada de Raistlin. Las imágenes de los muros temblorosos, quebrados, de las columnas cercenadas se agolparon en su mente al verse obligado a salvar sus ahora amontonados restos. «Temo que no lograré alcanzar mi objetivo y, además, mi cabeza está a punto de estallar. Sin embargo, no distinguí ninguna otra vía de escape —reflexionó con un momentáneo desánimo. Por fortuna, se impuso a la desazón su jovial temperamento de kender—. Si los accesos están obstruidos, es posible que alguna hendidura me permita pasar al otro lado».

Avanzando despacio, incapaz de sustraerse al dolor que atenazaba no sólo su cabeza, sino también sus costillas, Tas recorrió un tramo del pasillo, atento a la más ínfima grieta susceptible de admitir su pequeño cuerpo. Como sospechaba, no había manera de acceder a la escalinata, pero, cuando se hallaba a escasa distancia de ésta, detectó una abertura en la pared que, a diferencia de las anteriores, era más honda de lo que podía iluminar su antorcha.

Sólo un kender habría logrado introducirse en la resquebrajadura, que presentaba además unos cantos afilados, y Tasslehoff hubo de distribuir sus saquillos a fin de deslizarse de costado.

«Me reafirmo en que estar muerto es un auténtico fastidio», protestó, al rasgarse los calzones azules en su denodado esfuerzo por internarse en el túnel.

La situación no mejoró. Una de sus bolsas se enredó en una roca, y hubo de dar repetidos tirones antes de liberarla. Un poco más adelante el túnel se tornó tan angosto que incluso dudó de poder continuar, de manera que elaboró una estrategia. Se desembarazó de todos sus saquillos para ensartarlos en la tea, que sostuvo sobre su cabeza, contuvo el resuello y emprendió la travesía, no sin hacerse jirones la camisa en el último ímpetu. Cuando, tras una laboriosa marcha, llegó al otro extremo, se sentía dolorido, le agobiaba el calor y se había ensombrecido su talante.

—Siempre me sorprendió que la gente temiera morir —balbuceó—. Ahora comprendo el motivo.

Después de hacer un alto con el fin de recobrar el aliento y reordenar sus saquillos, el kender se alborozó al distinguir una luz en lontananza. Alumbró el recinto con su tea para constatar que, en efecto, el pasadizo se ensanchaba progresivamente hacia una nueva abertura por la que se filtraba la luminosidad. Avivando la marcha, no tardó en llegar a la prometedora ventana que había de conducirlo al exterior.

Oteó el panorama, tragó saliva y exclamó:

—¡Esto es más de lo que nunca había soñado!

El paisaje que se ofrecía a sus ojos no se asemejaba en nada a cuantos contemplara a lo largo de su dilatada existencia. Era llano, desolado, se extendía sin horizonte hacia un cielo vasto e inconmensurable que teñían unos fulgores indefinibles, como si el sol acabara de ponerse o una hoguera llameara en su bóveda. Todo el firmamento estaba revestido de estas matizaciones anaranjadas si bien, por una curiosa paradoja, su brillo confería una mayor negrura a las formas que se recortaban en su vecindad. Se diría que la tierra había sido cincelada en colores oscuros y adherida al mágico manto de las alturas, con relieves pero sin contraste. No se dibujaban el sol ni las lunas, ni salpicaba la superficie celeste ninguna estrella. Era la nada absoluta.

Sobrecogido, el kender avanzó unos pasos. El suelo no era diferente de otros salvo en que, a medida que se adentraba en el yermo paraje, advirtió que éste se mimetizaba con el cielo. Alzó los ojos para constatar que, visto en perspectiva, se volvía negro de nuevo. Tras alejarse lo suficiente, giró el rostro, deseoso de estudiar las ruinas del Templo.

—¡Por la barba del gran Reorx! —se asombró, soltando casi la tea.

Nada había a su espalda. El edificio que abandonara minutos antes había desaparecido sin dejar rastro, lo que lo impulsó a trazar un círculo completo sobre sí mismo. Nada halló delante, nada detrás, nada en cualquier dirección que se volviera.

El corazón de Tasslehoff Burrfoot se zambulló en el fondo de sus verdes botas y se instaló en sus recovecos, remiso a aceptar toda suerte de consuelo. Era aquélla, sin ningún género de dudas, la panorámica más monótona, más aburrida con la que se había enfrentado en sus múltiples correrías.

«Ésta no puede ser la vida de ultratumba —recapacitó, desencantado—. Tiene que haber alguna equivocación, o bien soy víctima de un espejismo. Por cierto —pensó de pronto, en un arranque de inspiración—, se supone que he de encontrar a Flint en este plano. Fizban así lo afirmó y, aunque su mente divagaba en otras cuestiones, hablaba con una certidumbre irrefutable del más allá».

—Veamos, ¿qué me contó al describir la escena, después de la Guerra de la Lanza? —recordó en voz alta—. Había un árbol bonito, frondoso, y mi gruñón amigo se acomodaba en su sombra para tallar madera… ¡Allí se yergue un árbol! —gritó—. Pero ¿de dónde ha salido?

Pestañeó boquiabierto. A escasos metros, donde no había sino penumbra al irrumpir el kender en el paraje, se alzaba un grueso, leñoso tronco.

—No es ésta mi idea de la belleza —musitó, a la vez que se encaminaba hacia la oscura corteza y observaba, al hacerlo, que el terreno había adquirido el singular hábito de deslizarse bajo sus pies—. De todos modos, los gustos de Fizban no encajaban con los míos, ni tampoco, hay que reconocerlo, los de Flint.

Se acercó al perfil vegetal, que era tan mortecino como todo lo demás y se encaramaba retorcido, torturado, a la manera de una bruja jorobada que conoció en el pasado. Ninguna hoja adornaba sus desnudas ramas. «¡Este árbol debió de morir hace por lo menos cien años! —se disgustó—. Si Flint cree que voy a pasar mi otra vida sentado junto a él bajo un tronco reseco, será mejor que le desengañe sin tardanza».

—¡Flint! —lo llamó, rodeando el grueso contorno—. ¿Estás ahí? ¡Ah, ya te veo! —declaró al divisar una figura achaparrada, de luenga barba, acomodada entre las robustas raíces—. Fizban me aseguró que daría contigo. ¿No te deja perplejo mi presencia?

El kender se plantó frente a la criatura enanil, y al instante se disipó su júbilo.

—¡Tú no eres Flint —le reprochó—, sino Arack!

El kender retrocedió indeciso cuando el enano que había ostentado el cargo de maestro de ceremonias de los Juegos levantó el rostro y lo miró, con tan perversa mueca en sus desfigurados rasgos que a Tas se le heló la sangre en las venas. Era ésta una sensación que nunca había experimentado, pero, antes de que disfrutara de la novedad, el individuo se levantó de un salto para lanzarse sobre él.

Ágil por naturaleza, Tasslehoff esquivó la embestida y meció la antorcha frente a su rival a fin de mantenerle a raya mientras, con la otra mano, buscaba el cuchillo que solía ajustarse a su cinto. En el momento en que tanteó el arma y se dispuso a contraatacar, Arack se esfumó en el aire. También el árbol se disolvió, y el kender se halló de nuevo solo en el centro de un desierto, bajo un cielo de llamas tamizadas.

—Estoy hecho un lío —admitió, con un leve quiebro en la voz que no acertó a disimular—. Esta situación, lejos de ser divertida, resulta en extremo abrumadora, ominosa. Fizban no me prometió que la vida en el más allá sería una fiesta interminable, pero estoy convencido de que no me deparaba tantos horrores.

Guardó unos momentos de silencio, en los que escudriñó de nuevo el paisaje con el cuchillo desenvainado y la tea en alto.

—Sé que no he sido muy religioso —se arrepintió compungido, puestos los ojos en aquel escurridizo suelo que parecía escapar de sus talones—. De todos modos, nunca cometí faltas graves y, además, demostré mi buena voluntad al derrotar a la Reina de la Oscuridad. De acuerdo, me ayudaron en tal empresa —agregó en un inusitado alarde de honestidad—. Y, lo que es más importante —reanudó la enumeración de sus méritos—, me convertí en amigo personal de Paladine…

—En nombre de Su Oscura Majestad —lo interrumpió una voz hueca a su espalda—, ¿qué haces aquí?

Tasslehoff, alarmado, dio tal respingo que se alzó en el aire —prueba irrefutable de que tenía los nervios de punta— y dio media vuelta. Muy cerca, donde nada se dibujaba mientras trataba de ordenar sus ideas, había una figura que le recordó a Elistan, el clérigo de Paladine, sólo que el aparecido vestía una túnica negra y de su cuello pendía, en lugar del Medallón de Platino, otro de similares características en el que se distinguía la efigie de un dragón de cinco cabezas.

—Debéis disculparme, señor —titubeó el kender—, si no puedo contestar a vuestra pregunta. Ignoro con qué propósito he sido enviado aquí, y ni siquiera estoy seguro, sinceramente, de dónde me encuentro. Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó, extendiendo la mano en actitud cortés—. ¿Y vos?

La figura no se rebajó a devolver el saludo, menos aún a identificarse. Tras apartar su capuz se aproximó al kender, de tal manera que el hombrecillo pudo estudiar su aspecto. Su pasmo no tuvo límites al percibir los mechones de cabello que caían diseminados entre los pliegues del embozo, en una melena tan larga que habría rozado el suelo de no flotar en torno a su cuerpo en un torbellino fantasmal, enmarañándose con la barba cana que brotó, como por arte de magia, de su cadavérico semblante mientras Tas le examinaba.

—Es extraordinario —se admiró el kender—. ¿Podrías revelarme el secreto de este prodigio? Y, si no es molestia, ¿por que no me ilustráis también sobre mi paradero? Os explicaré lo que me sucede —prosiguió, en el momento en que el desconocido daba un nuevo paso al frente. Aunque la figura no le inspiraba miedo, un impulso irrefrenable lo indujo a rehuir su contacto, a recular. No obstante, le impidió moverse un obstáculo invisible—. He muerto y… ¿Por casualidad sois el responsable de las almas errabundas? —lo interrogó, más indignado que temeroso—. Creo que quien gobierna este limbo, o lo que quiera que sea, no hace bien su trabajo. ¡Siento dolores! —exclamó, lanzándole una mirada acusadora—. Mi cabeza, mis costillas, me someten a un continuado suplicio. Además, he tenido que recorrer un largo trayecto, muy fatigoso, desde los sótanos del Templo.

—¡Los sótanos del Templo! —repitió el singular clérigo, que se había detenido a escasa distancia del hombrecillo.

Su cabello, de un gris metálico, se balanceaba cual si lo agitase un viento cálido. En cuanto a sus iris, hasta ahora semiocultos, parecían reflejar las anaranjadas llamas del firmamento, o así se le antojó al kender. Sin dejarse amedrentar por tan siniestras peculiaridades, Tas reanudó su discurso.

—Sí, de allí vengo —corroboró. Casi hubo de taparse la nariz, pues la figura destilaba un olor nauseabundo—. Yo seguía a la sacerdotisa Crysania, que corría en busca de Raistlin…

—¡Raistlin! —se asombró de nuevo el recién llegado. Por alguna razón, su manera de pronunciar el nombre del mago hizo que al kender se le erizara el vello—. ¡Acompáñame!

La mano de la criatura, tan peculiar como el resto de su ser, se cerró alrededor de la muñeca de su oponente.

—¡Ay! —se quejó éste, presa de un dolor que se propagó por todo su brazo—. Me haces daño —afirmó, sin percatarse de que le había apeado el tratamiento.

La figura no le hizo caso. Cerrando los ojos como los nigromantes cuando se concentraban en sus hechizos, apretó aún más la muñeca del kender. De pronto, el suelo comenzó a ondularse sin violencia, y Tas reparó maravillado en que el paisaje fluía en un discurrir rápido, sinuoso. No eran ellos quienes se movían, sino el terreno.

—¿Dónde me has dicho que estamos? —indagó con los dientes apretados.

—En el Abismo —repuso su aprehensor. Su tono era sepulcral, más inquietante de lo que el hombrecillo estaba dispuesto a admitir.

—No creí ser tan villano —se lamentó, suspendida una lágrima de sus pestañas—. Así que me hallo en el famoso Abismo. Espero que no te disgustes si te confieso que me ha decepcionado; siempre pensé que se trataba de un lugar fascinador y, para ser franco, hasta el momento no he vivido en él más que sinsabores. Ninguna emoción, sólo tedio, fealdad y, te ruego que no te ofendas, esos efluvios fétidos que no le prestan mucho encanto. —Olisqueó el ambiente y se limpió la nariz en la manga, tan desdichado que no atinó a utilizar el pañuelo de su bolsillo—. ¿Adónde nos dirigimos?

—Solicitaste ver al responsable de estos parajes —le recordó el supuesto clérigo, a la vez que acariciaba con su esquelética mano el medallón de los dragones.

Cambió el paisaje. El kender visualizó todas cuantas ciudades había visitado, pero ninguna en particular. Distinguió formas familiares, que fue incapaz de reconocer en medio de aquella negrura bullente de vida. No logró fijar la vista en nada, nada resonó en sus tímpanos, en una atmósfera saturada de imágenes y susurros.

Consultó con la mirada a su acompañante, espió los planos que se divisaban por todos los lados, y enmudeció. Era la segunda ocasión en su prolongada existencia —la primera fue encontrar vivo a Fizban cuando lo suponía muerto— en la que no lograba articular las palabras.


Si a cualquier kender sobre la faz de Krynn le hubieran pedido que confeccionara una lista indicando, por orden de prioridades, cuáles eran los lugares que deseaba conocer, la morada de la Reina de la Oscuridad habría ocupado al menos el tercer puesto.

Tas no habría sido una excepción y, sin embargo, ahora que se hallaba en la sala de espera de la poderosa monarca, en uno de los reductos más interesantes para los miembros de todas las razas, se sentía enormemente desventurado.

El primer elemento desestabilizador era la estancia donde le había introducido el clérigo de cabello acerado y negro hábito. Estaba vacía, no había mesas repletas de objetos atractivos ni tampoco sillas, lo que lo obligaba a permanecer de pie. Y, peor aún, la cámara carecía de paredes. Si sabía que se hallaba en una habitación era porque el extraño personaje le había ordenado que aguardase «en la sala de espera», y él se había dejado influir por tal comentario.

Si en vez de estas palabras debía fiarse de sus ojos, estaba en medio del vacío. Tal era su desorientación, que había dejado de distinguir el techo del suelo; «arriba» y «abajo» eran conceptos abstractos. Su entorno era una bruma confusa, un fulgor fantasmal teñido de llamas anaranjadas.

Intentó reconfortarse repitiéndose hasta la saciedad que iba a entrevistarse con la temida Reina y evocó las historias que relatara Tanis sobre su estancia en Neraka poco antes de que concluyera la Guerra de la Lanza.

«—Me rodeaba una inmensa negrura —había contado el semielfo con una voz que, pese al tiempo transcurrido, todavía surgía entrecortada—, mas eran unas tinieblas que dimanaban de mi mente, no de una presencia real. Apenas podía respirar y, cuando me hallaba al borde de la asfixia, se despejó la bruma y ella me habló. No despegó los labios, la oía en los recovecos de mi cerebro sin que vibrasen mis tímpanos. La vi en todas sus encarnaciones: el Dragón de las Cinco Cabezas, el Guerrero Oscuro, la Bella Tentadora, pues todavía no había penetrado en el mundo con toda su fuerza, le faltaba control de sí misma».

»Sin embargo, su majestad imponía a quienes gozaban del privilegio de ser admitidos en sus salones. Después de todo es una diosa, participó en la creación de Krynn y de sus habitantes. Sus negras pupilas traspasaron mi alma e, incapaz de dominarme, hinqué la rodilla para venerarla».

Ahora era Tasslehoff Burrfoot el que conocería a la soberana en su órbita existencial plena de energía y de poder. «Quizá adoptará forma de reptil», reflexionó el hombrecillo a fin de alentarse. Pero ni siquiera tan espléndida perspectiva le ayudó a cobrar ánimos, una extraña circunstancia si se tiene en cuenta que nunca había contemplado a un ente dotado de cinco cabezas y, mucho menos, un dragón. Se diría que la curiosidad y el espíritu aventurero que siempre presidieron sus acciones se habían evaporado de sus entrañas como la sangre se vierte por una herida.

«Cantaré una tonada —decidió, al único objeto de escuchar su propio timbre—. Quizá de ese modo venza mi decaimiento».

Empezó a tararear la primera melodía que cruzó por su cabeza: un himno dedicado al amanecer que le enseñara Goldmoon.

Incluso la noche languidece,

porque la luz en los ojos duerme.

La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,

hasta que la oscuridad muere.

Pronto el ojo convierte

de la noche la complejidad

en una paz donde la mente

se mece en fabulosa luminosidad.

Atacaba Tas la tercera estrofa cuando detectó, horrorizado, que los ecos le devolvían la cantilena tergiversada, con unos versículos que la trasformaban en algo espeluznante.

Incluso la noche languidece,

cuando la luz en los ojos duerme.

La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,

hasta que todo en la oscuridad muere.

Pronto el ojo se disuelve,

perplejo por la nocturna complejidad,

en la paz eterna de la mente,

vencida para siempre la luminosidad.

—¡Callad! —conminó frenéticamente a los murmullos, a aquella ardorosa quietud que le rasgaba el alma—. ¡Habéis distorsionado el sentido de mis palabras!

De una manera repentina, inesperada, el clérigo de negra túnica se materializó ante él, destacándose en el desolador ambiente y, a la vez, fundido con la neblina.

—Su Oscura Majestad te recibirá de inmediato —le anunció y, antes de que Tasslehoff pestañease, se encontró en otro lugar.

Sabía de su desplazamiento no porque hubiera dado un paso ni, desde luego, porque este paraje difiriera del anterior, sino porque así lo sentía. Persistían idénticos destellos, el mismo vacío, si bien aquí le asaltó la impresión de que no estaba solo.

En el instante en que tomó conciencia de este hecho, vio aparecer ante él una silla de madera de ébano. Se sentaba en ella una figura ataviada de negro, echada una capucha sobre la cabeza.

Persuadido acaso de que se había cometido un nuevo error y el clérigo lo había conducido a la sala equivocada, el kender, aferradas las bolsas en su mano, rodeó cauteloso el asiento a fin de vislumbrar el rostro de la criatura. ¿O fue la silla la que trazó una elipse en su derredor a fin de que su ocupante espiara sus rasgos? No consiguió resolver el enigma.

Sea como fuere, el movimiento circular puso al descubierto la faz del misterioso ser. Tasslehoff comprendió que nadie se había confundido.

No atisbo un dragón de cinco cabezas, ni un guerrero cubierto por una sombría armadura. Tampoco se ofreció a su observación la seductora dama que poblaba los sueños de Raistlin, sino una mujer de aspecto más terrenal. Vestía de negro, como ya había advertido el hombrecillo, y el embozo se ajustaba de modo tan perfecto a su cráneo que enmarcaba el óvalo de su cara. Tenía la tez blanca, lisa, revestida de una cualidad atemporal, y los ojos grandes, del color del azabache. Sus miembros embutidos en las estrechas mangas, descansaban sobre los brazos de la butaca, abandonadas sus manos cenicientas en las volutas de sus extremos cual una segunda tapicería.

Su expresión no era terrorífica, ni amenazadora, ni inspiraba sobrecogimiento. Quizás, a decir verdad, lo que preocupaba en un examen más detenido era la ausencia en aquellas facciones de una arruga, una mueca, un leve espasmo que delataran emociones de cualquier clase. A través de su máscara de intacta compostura la mujer escrutaba a Tas intensamente, penetraba su espíritu, estudiaba recónditas fibras cuya existencia el mismo kender ignoraba.

—Me llamo Tasslehoff Burrfoot, Majestad —se presentó el hombrecillo y, por la fuerza de la costumbre, le tendió una mano.

Al caer en la cuenta de que su gesto de familiaridad podía resultar ofensivo, comenzó a retirarse y ensayó una reverencia. Demasiado tarde, unos dedos rozaron su palma. Fue un contacto fugaz, pero sintió que le clavaban todas las agujas de un alfiletero. El punzante dolor se ramificó en cinco canales que recorrieron su mano hasta llegar al corazón, privándole del resuello.

Tan pronto como lo hubieron tocado, las yemas se apartaron. Se hallaba muy cerca de la pálida fémina, tan beatífica su mirada que Tas habría dudado que fuera la culpable de su sufrimiento de no ver en su palma la huella que imprimiera, semejante a una estrella de cinco puntas.

Cuéntame tu historia.

El kender se sobresaltó. La mujer no había movido los labios, de eso estaba seguro, pero no era menor su certidumbre de que la había oído hablar. Recapacitó, asustado, que su oponente conocía el relato mejor que él mismo.

Sudoroso, manoseando sus saquillos, Tasslehoff expuso frente a la soberana los eventos del día. Fue tan conciso como se lo permitió su naturaleza de kender. Luego, ansioso por concluir, explicó su viaje a Istar en poco más de diez segundos, aunque, en honor a la verdad, su resumen reflejaba los detalles más importantes.

—Accidentalmente, Par-Salian me mandó al pasado junto a mi amigo Caramon. Nos proponíamos matar a Fistandantilus, pero descubrimos que era Raistlin y no perpetramos el crimen. Yo debía impedir el Cataclismo con un ingenio mágico, y lo habría hecho de no engañarme el mago e inducirme a desarticularlo. Seguí a una sacerdotisa llamada Crysania hasta un laboratorio situado en los subterráneos del Templo de Istar, deseoso de exigir a Raistlin que recompusiera el artilugio. Se desplomó el techo y me aplastó. Cuando desperté todos se habían ido. El Cataclismo había destruido la ciudad, así que deduje que estaba muerto. Según me han informado, he sido condenado al Abismo.

Respiró hondo, lanzó un trémulo suspiro y procedió a enjugarse las sienes con un mechón suelto de su despeinado copete. Mientras recobraba la serenidad, pensó que tanto la última frase como su previa disertación sobre sus desventuras de la jornada constituían una descortesía, y se apresuró a enmendarla.

—No era mi intención proferir quejas, Majestad, imagino que quien dictaminara mi destino tenía razones de peso para confinarme en vuestros dominios. Después de todo, rompí uno de los Orbes de los Dragones y, si no recuerdo mal, alguien comentó en una ocasión que sustraje un objeto que no me pertenecía. No respeté a Flint como merecía, escondí la ropa de Caramon cuando tomaba un baño y tuvo que adentrarse en Solace completamente desnudo… ¡Oh, tan sólo pretendía gastarle una broma! —se justificó—. Además, nunca dejé de ayudar a Fizban a buscar su sombrero, creo que eso redime mi pequeña jugarreta.

No estás muerto —dijo la voz, retomando el hilo de su narración—. No has sido «condenado» a este lugar ni, en realidad, deberías estar aquí.

Al escuchar tan sorprendentes revelaciones, Tasslehoff prendió sus ojos de las pupilas oscuras, insondables, de la Reina.

—¿No he muerto? —repitió, con un acento más chillón de lo acostumbrado, que no reconoció como propio—. Eso explica mi migraña —añadió, al mismo tiempo que se llevaba la mano a la caja de resonancias que era su cabeza—. Desde el primer momento supuse que mi presencia en estos lares era fruto de un malentendido.

A los kenders no les está permitida la entrada en mi parcela —continuó la Reina.

—No me extraña —repuso Tas, entristecido, más dueño de sus sentimientos tras averiguar que seguía vivo—. Hay numerosos lugares en Krynn donde no admiten a los de mi raza.

Cuando entraste en el laboratorio de Fístandantilus —declaró la egregia figura a través de la telepatía, ajena a los incisos del hombrecillo— te envolvió el halo protector de los encantamientos por él formulados. El resto de Istar se zambulló en las profundidades al sobrevenir la hecatombe, pero pude salvar el Templo del Príncipe de los Sacerdotes. La mole regresará al mundo en cuanto esté preparada, y se convertirá en mi residencia pues, también yo, he proyectado volver.

—Sí, para desencadenar una guerra en la que seréis derrotada —apostilló Tas sin previa reflexión—. Puedo aseverarlo —balbuceó, consciente de su imprudencia—, porque yo fui, testigo de vuestra caída.

No hables en pasado —le recomendó la soberana—, esos acontecimientos todavía no han sucedido. Verás, kender, al irrumpir en el hechizo de Par-Salian posibilitaste algo que en principio no podía hacerse: desviar el curso de la Historia. Fistandantilus o Raistlin, como tú lo conoces, así lo sospechó. Por eso determinó enviarte a la muerte, debía desembarazarse de tu perniciosa influencia. No deseaba que se alterase el tiempo, necesitaba el Cataclismo a fin de trasladar a la Hija Venerable de Paladine a una época en la que ella fuera el único clérigo sobreviviente.

El hombrecillo columbró, por primera vez durante su entrevista, un resquicio de burla en los ojos imperturbables de la fémina, y se estremeció sin comprender el motivo.

Pronto lamentarás tu decisión, Fistandantilus, mi ambicioso amigo —prosiguió la Reina—. Pero tu clarividencia será tardía; nada podrás hacer para remediar tu fallo, un fallo que pagarás a un alto precio. Has quedado atrapado en tu propio torbellino y te precipitas al fatal desenlace de tus confabulaciones.

—No te entiendo —confesó el kender.

No es difícil, basta con cavilar —lo amonestó la dama—. Tu venida me ha mostrado el futuro, dándome la opción de cambiarlo. Al intentar destruirte, Fistandantilus se privó de su único instrumento de libertad puesto que, a través de ti, habría manipulado su vida en su propio beneficio. Su cuerpo volverá a perecer, como está escrito en su sino, sólo que ahora le detendré cuando su alma busque una nueva carcasa en la que albergarse. En el futuro, Raistlin, el joven mago, se someterá a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y morirá. No será un obstáculo a mis planes ni tampoco sus compañeros, que sucumbirán uno tras otro. Para empezar, sin el concurso de vuestro hechicero, Goldmoon no encontrará la Vara de Cristal Azul. Así, el mundo se abocará a la catástrofe.

—¡No! —gritó Tasslehoff, horrorizado—. ¡No puede ser! Yo no quería causar tantas desdichas; al actuar como lo hice abrigaba simplemente el propósito de ayudar a Caramon en su aventura. ¡En solitario no habría salido airoso, me necesitaba!

El kender lanzó una rápida ojeada a la sala, tenía que emprender la fuga. Mas, aunque podía echar a correr en cualquier dirección, no había dónde ocultarse. Deprimido, desesperado, se derrumbó a los pies de la egregia dama.

—¿Qué he hecho? —gimió.

Algo por lo que incluso Paladine se sentirá tentado de darte la espalda, hombrecillo —sentenció la reina.

—Y vos, ¿cómo dispondréis de mí? —inquirió Tas entre sollozos—. ¿No podríais mandarme junto a Caramon, o al menos a mi presente real? —suplicó, alzando hacia ella un rostro anegado en lágrimas.

Tu presente, tu época, no llegará a existir —le atajó la soberana—. En cuanto a enviarte al lado del guerrero, imagino que entiendes mis motivos para negarme. Te quedarás aquí, conmigo; he de asegurarme de que no arruinas mis designios.

—¿Aquí? ¿Durante cuánto tiempo?

Nunca una idea le había parecido a Tasslehoff tan poco halagüeña.

La figura de la mujer empezó a desdibujarse ante sus ojos, inmersa en una aureola de luz, hasta disolverse en la nada.

No mucho, kender, tranquilízate —fueron sus postreras palabras—. Puede ser un soplo o una eternidad.

—¿Qué significa eso? —se encolerizó el hombrecillo—. ¿Qué ha querido decir? —insistió.

No hablaba con la Reina, ya invisible, sino con el clérigo de cabello cano, que había tomado forma en el vacío dejado por Su Oscura Majestad e, impertérrito, esclareció el misterio.

—Aunque no estás muerto, tu existencia se agota a cada minuto que pasa. Tu fuerza vital escapa por todos tus poros, como le ocurre a cualquier criatura que se interna indebidamente en este paraje y no posee la energía imprescindible para combatir la perversidad que lo devora desde sus mismas entrañas. Cuando el Mal te haya aniquilado, los dioses dictarán tu destino. Los conceptos temporales carecen de sentido.

—Me hago cargo —respondió Tas con un nudo en la garganta—. Supongo que me lo merezco. ¡Oh, Tanis, lo lamento! Si soy culpable no es por mi voluntad.

El clérigo asió su brazo y se transformó la escena, al desplazarse el suelo bajo sus pies. Pero Tasslehoff no se percató del prodigio. Enteladas sus pupilas por el llanto, se abandonó al desaliento y deseó que el fin sobreviniera con la mayor prontitud posible.

8 Gnimsh, el gnomo, en el Abismo

—Hemos llegado —anunció el sombrío clérigo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Tas, apático, más por la fuerza de la costumbre que porque en realidad le importara.

Su acompañante reflexionó antes de contestar.

—Supongo que si hubiera calabozos en el Abismo, éste sería uno de ellos —repuso al fin.

El kender escudriñó su entorno y, como siempre, se enfrentó a una vasta extensión de yermo, fantasmal desierto. No había muros, celdas, ventanas con barrotes, puertas, cerrojos, ni aun un fornido celador. Esta ausencia de impedimentos tangibles avivó su certeza de que, esta vez, no tenía escapatoria.

—¿He de permanecer de pie hasta que desfallezca? —inquirió entre dientes—. Por lo menos podrías facilitarme un lecho, un taburete donde acomodarme. ¡Oh!

Provocó su grito la aparición repentina, mientras profería sus quejas, de una cama y una banqueta de tres patas. Pero incluso objetos tan familiares se le antojaron espeluznantes; erguidos en el seno de la nada, obligaron al kender a apartar la vista.

—Gracias —balbuceó, avanzando hacia el asiento—. También precisaré agua y comida.

Aguardó expectante que se materializaran al igual que los muebles, pero no fue así. El clérigo meneó la cabeza en ademán negativo y su melena se arremolinó, como una nube, en torno a su cuerpo.

—Las necesidades de tu cuerpo mortal no te perturbarán durante tu estancia en estos parajes. No sentirás hambre ni sed, e incluso he tomado la precaución de sanar tus heridas —le reveló.

En efecto, Tas advirtió que las costillas habían cesado de dolerle y su migraña se había esfumado. La argolla de hierro que le aprisionara el cuello, por su parte, se había desintegrado sin que él se apercibiera.

—No me des las gracias —se anticipó el oscuro personaje al ver que abría la boca—. No lo hice para aliviarte, sino porque de lo contrario te interferirías en mi trabajo. Adiós.

Levantó las manos, dispuesto a volatilizarse.

—¡Espera! —le rogó Tas, saltando de su banqueta y aferrando la vaporosa túnica—. ¿Vendrás a visitarme? No deseo quedarme solo.

Fue como tratar de palpar una voluta de humo. Los ropajes se deslizaron entre sus dedos, y el clérigo desapareció.

—Cuando hayas muerto, restituiremos tu cuerpo a los planos superiores y yo personalmente me encargaré de que tu alma arribe a su nuevo destino o se aposente aquí, según se determine en tu juicio. Hasta entonces, perderemos el contacto —declaró su voz hueca antes de evaporarse por completo.

—Me han abandonado —musitó el kender, más consciente que nunca del vacío hostil que lo circundaba—. No me resta sino morir en solitario, lo que no tardará en suceder —añadió conmocionado, a la vez que se sentaba en el taburete—. Ojalá esta pesadilla concluya pronto; constituirá un aliciente que me trasladen a un lugar distinto… si lo hacen.

Contempló el inmenso paraje y, desalentado hasta lo impensable, hizo recuento de su situación.

—Fizban —le invocó en un susurro—, quizá no me oigas con claridad desde tu lejana morada, o incluso es posible que no puedas hacer nada para socorrerme, pero antes de morir quiero que sepas que en ningún momento deseé crear problemas de tal envergadura. Ignoraba las consecuencias de mi acto al inmiscuirme en el hechizo de Par-Salian.

Exhaló un suspiro, enlazó sus manos y, con un pequeño temblor en los labios, continuó:

—Imagino que a estas alturas resulta vano lo que pueda decir pero, en honor a la verdad, admitiré que una de las motivaciones que me impulsaron a seguir a Caramon fue mi inextinguible afán de vivir emociones divertidas —confesó, al mismo tiempo que se secaba los torrentes de lágrimas de sus pómulos—. Sin embargo, no es menos cierto que otra parte de mí resolvió acompañarle porque, en su estado, se habría metido en mil atolladeros de no guiar yo sus pasos —agregó en su descargo—. El aguardiente enanil había causado estragos en su mente, y prometí a Tika cuidar de él. ¡Oh, Fizban! Si existiera alguna manera de salir de este embrollo, haría cuanto estuviera en mi mano para corregir mis errores. Soy sincero, honesto…

—Hola.

—¿Cómo?

Al oír que alguien lo saludaba, Tas casi se cayó del taburete.

Se apresuró el kender a dar media vuelta, convencido de que Fizban acudía a su llamada, pero se enfrentó a una figura achaparrada, más pequeña aún que la suya, ataviada con una túnica gris y un mandil de tonos pardos.

—He-dicho-hola —reiteró la voz. Hablaba tan deprisa que juntaba las palabras, sin articular apenas los sonidos.

—Hola —contestó Tas, perplejo.

Estudió a su oponente y decidió que no presentaba el aspecto de un clérigo oscuro o, cuando menos, nunca había visto a ninguno luciendo un delantal. Claro que, bien pensado, podía tratarse de una excepción, sobre todo si se tenía en cuenta que un mandil era una prenda de probada utilidad. En cualquier caso, la persona que así lo abordaba se asemejaba a alguien que conocía, aunque no lograba recordar a quién.

—¡Caramba! —exclamó el kender con un brusco palmoteo—. Eres un gnomo —lo identificó—. Discúlpame si te hago una pregunta tan personal: ¿estás muerto? —se atrevió a balbucear, sin poder disimular el rubor de sus mejillas.

—¿Y tú? —inquirió a su vez el gnomo, en actitud recelosa.

—No —le aseguró Tasslehoff.

—Pues-bien-yo-tampoco —farfulló el desconocido.

—Te ruego que te expreses más despacio, con mayor claridad —sugirió el kender—. Se que los de tu raza usáis el lenguaje atropelladamente, pero, aunque me esfuerzo, en ocasiones no consigo entenderos.

—Pues bien, yo tampoco —accedió a repetir el gnomo.

—Eres muy amable —le agradeció, cortés, el aún desconcertado Tas—. No soy sordo —le indicó, pues el otro había vociferado su última frase—. ¿No te es posible usar un tono más normal? Sin precipitarte, claro —se apresuró a comentar al ver que tragaba aire.

—¿Cómo te llamas? —indagó el recién llegado, ahora con exagerados intervalos, más lento que un caracol.

—Tasslehoff Burrfoot —repuso el aludido. Le tendió una mano, que el gnomo apretó calurosamente—. Ahora te toca a ti. ¿Cuál es tu nombre? No, aguarda —solicitó.

Demasiado tarde, el hombrecillo ya se había lanzado a recitarlo.

—Gnimshmarigongalesefrahootsputhturandotsamanella…

—Por favor, la forma abreviada —pudo intercalar Tas cuando el gnomo se detuvo para tomar aliento.

—Gnimsh —le espetó éste, defraudado.

—Estoy encantado de conocerte, Gnimsh —aseveró el kender con un suspiro de alivio. Había olvidado que el apelativo de los miembros de esta raza informaba al oyente desprevenido del árbol genealógico completo de su familia desde el primer antepasado, auténtico o supuesto.

—Yo también me alegro de conocerte, Burrfoot. Intercambiadas las fórmulas de rigor, volvieron a estrechar sus manos.

—¿Te apetece sentarte? —ofreció el anfitrión circunstancial, a la vez que se aposentaba en el lecho y señalaba la banqueta al invitado.

Después de escudriñar el taburete con evidente severidad, Gnimsh tomó asiento en una silla que se había materializado debajo de sus posaderas. Tas exhaló una exclamación al verlo y no le faltaban motivos, pues se trataba de un objeto extraordinario. Tenía un descanso para los pies que subía y bajaba a voluntad, y su calidad de balancín le permitía mecerse con tanto juego que caía por completo hacia atrás, de tal manera que uno podía tumbarse, si así lo prefería.

Desgraciadamente el gnomo, tan impulsivo de acción como de palabra, se reclinó con excesiva fuerza y la mecedora se descompensó, arrojándole por los aires en una curiosa pirueta. Tras rezongar un reniego, volvió a intentarlo. Una vez apalancado, presionó un dispositivo destinado a estabilizarla; algo falló, el descanso se alzó como si le empujara un resorte y le golpeó la nariz. No fue eso todo, el respaldo se volcó hacia adelante y, a los pocos segundos, Tas hubo de rescatar al infortunado Gnimsh de aquella silla, que parecía presta a devorarlo.

—Maldita sea —blasfemó el gnomo mientras, con un gesto de la mano, devolvía el balancín al reino de tinieblas de donde había salido. Desconsolado, se sentó en el taburete de Tasslehoff.

El kender, que había visitado a estos pueblos enaniles y contemplado sus inventos, hizo el comentario más adecuado que pudo ocurrírsele.

—Muy interesante —le alabó—, un diseño realmente audaz.

—No lo creas —le espetó el otro—. Nunca funcionó bien y, además, es una antigualla. Pertenecía al primo de mi esposa. He sido un necio al imaginar que me serviría; pero, aun a pesar mío, a menudo me dejo llevar por la nostalgia.

—No me extraña —repuso Tas con acento emotivo—. Si no es molestia, desearía que me explicaras qué haces aquí dado que, como antes me has comunicado, no estás muerto.

—¿Y tú, vas a contarme tu caso? Reconocerás que no es menos intrigante que el mío —contraatacó Gnimsh.

—Por supuesto —prometió Tasslehoff, mas se interrumpió al perturbarle una súbita idea. Tras otear el panorama, se encorvó a fin de cuchichear—: A nadie le importará, ¿verdad? Me refiero al hecho de que estemos aquí departiendo. Quizás están prohibidos los intercambios verbales.

—No debes preocuparte —respondió el gnomo, desdeñoso—. No les interesa lo que podamos hacer, lo único que desean es que les dejemos en paz. Tenemos plena libertad para deambular a nuestro antojo, aunque el paisaje es tan uniforme y aburrido que no merece la pena.

—Eso me temo —asintió el kender—. ¿Cómo se desplaza uno?

—Con la mente. ¿Todavía no lo has adivinado? No, claro —agregó el hombrecillo, despreciativo—, los de tu pueblo nunca se distinguieron por su intelecto.

—Los gnomos y los kenders son parientes próximos —le recordó el otro con una risa sarcástica.

—He oído tales rumores —replicó Gnimsh. Su tono era escéptico, resultaba ostensible que no daba crédito a esta afirmación.

Tasslehoff decidió, en aras del buen entendimiento, cambiar de tema.

—Así que, si quiero dirigirme a algún lugar, debo pensar en él y me catapultaré al instante.

—Sí, pero existen ciertas limitaciones —lo corrigió el gnomo—. Por ejemplo, no puedes introducirte en el recinto sagrado que frecuentan los clérigos.

—¡Oh! —Tas sintió una honda decepción, aquellos parajes encabezaban su lista de atracciones turísticas. Sin embargo, venció el desánimo para reanudar sus pesquisas—. Hiciste surgir la mecedora de la nada, y yo hice lo mismo con la cama y la banqueta. ¿Significa eso que, al visualizar algo en mi cerebro, ese algo tomará cuerpo?

—Prueba suerte —le recomendó el interpelado.

El kender se concentró, y Gnimsh esbozó una mueca al perfilarse un perchero a los pies del lecho.

—Muy práctico —se burló.

—Sólo era un ensayo —le espetó Tas, herido en su amor propio ante semejante impertinencia.

—Debes ser cauteloso con lo que invocas —advirtió el docto instructor, temeroso por la manera en que se había iluminado el rostro del kender—. En ocasiones los objetos brotan distorsionados, engañosos.

—Sí, lo he comprobado. —El kender evocó el árbol y el enano, y se estremeció—. Tienes razón, conviene tomar precauciones. Bien, al menos ahora podremos charlar entre nosotros y ayudarnos a matar el tedio. Este lugar es un auténtico fastidio —dijo, al mismo tiempo que se proveía, prudente y conciso, de una almohada sobre la que descansar su cabeza—. Adelante, relátame tu historia.

—Tú primero —rehuyó Gnimsh, mirándolo de soslayo.

—Tú eres mi invitado, te cedo el privilegio.

—Insisto.

—También yo.

—Ni hablar. Después de todo, yo soy más veterano.

—¿Cómo lo sabes?

—Eso carece de importancia. ¿Acaso me equivoco? Vamos, te escucho.

—Pero…

De pronto Tasslehoff comprendió que, de seguir así, no llegarían a ninguna parte. Aunque disponían de toda la eternidad, no entraba en sus planes consumir su tiempo porfiando con un gnomo. Además, en el fondo de su corazón anhelaba explicar sus aventuras. Siempre había sido así, y sus últimas peripecias no encerraban ningún secreto digno de ser ocultado.

Tras hacerse tales reflexiones, el kender inició su plática. Su contertulio lo escuchó con vivo interés, si bien a Tas le irritó sobremanera que le interrumpiera para apremiarlo a continuar cuando se recreaba en los episodios más emocionantes. Al fin, pese a los tropiezos, concluyó.

—Por eso estoy en estos lares. Ahora te toca a ti —conminó a Gnimsh, feliz de poder hacer una pausa.

—De acuerdo —se sometió el gnomo, fiel a su pacto. Titubeó un instante y, como si intuyera la presencia inoportuna de algún espía, examinó el paraje—. Todo empezó hace ya muchos años, a causa de la misión vital de mi familia. ¿Sabes qué es una misión vital? —preguntó a Tasslehoff.

—Claro que sí —afirmó el otro—. Mi amigo Gnosh tuvo que cumplir la suya, un trabajo relacionado con los Orbes de los Dragones. Si no me equivoco, a cada miembro de tu raza se le asigna un proyecto específico que debe realizar a plena satisfacción si quiere gozar de una existencia en el más allá. No estás aquí por ese motivo, ¿verdad? —agregó al asaltarlo una súbita sospecha.

—No —contestó el gnomo, agitando su diminuta cabeza—. La misión de mi familia consistía en desarrollar un invento capaz de trasladarnos de un plano dimensional a otro. Y mi aportación surtió el efecto deseado.

—¿Funcionó? —se aseguró Tas, a la vez que se incorporaba excitado.

—Perfectamente —apostilló Gnimsh con ostensible abatimiento.

Tasslehoff no daba crédito a sus oídos. Nunca había tenido noticias de semejante prodigio, un invento gnomo que llegara a buen término en todos sus detalles.

—Imagino lo que piensas —musitó Gnimsh—, y no puedo reprochártelo. Soy un fracasado, y tu juicio no hará sino reafirmarse si te confieso que aún hay más. Todo cuanto concibo, todo, termina convirtiéndose en una realidad aplicable de inmediato. Sin excepciones.

—¿Cómo puede tildarse de fracasada a una criatura con tus dotes?

El kender no comprendía una palabra.

—¿De qué sirve crear algo si responde a nuestras aspiraciones? —repuso el gnomo, erguida ahora la cabeza—. Se pierde el desafío de lo ignoto y se marchita la necesidad de progresar, de exprimirse el cerebro. Si no me hubiera refugiado aquí mis compatriotas me habrían expulsado de nuestro territorio, por considerar que mis logros eran una amenaza para la sociedad. Provoqué una regresión de cien años en las experimentaciones científicas.

»Por eso no me importa mi destino actual —comentó—. Al igual que tú, lo merezco. De todos modos, antes o después ésta había de ser mi morada definitiva.

—¿Conservas el instrumento que te trajo? —indagó Tasslehoff, en la cumbre de su entusiasmo.

—No, me lo requisaron —fue la escueta respuesta.

—Quizá podrías invocar otro de idénticas propiedades, al igual que hiciste con la mecedora —le propuso Tas.

—Ya has visto el resultado —le recordó el compungido Gnimsh—. Lo más probable sería que arruinase toda la labor de mi padre. Él fue catapultado a otro plano de existencia, de modo que el Comité de Artefactos Explosivos resolvió estudiar el ingenio, o al menos ésa era su intención cuando me impuse el castigo de permanecer confinado en el Abismo. ¿Qué te propones, buscar un medio para recobrar la libertad?

—No tengo otro remedio que apurar las alternativas —explicó el kender—. Si no consigo salir de él la Reina de la Oscuridad ganará la guerra, y yo seré el culpable de la hecatombe. Además, algunos de mis amigos corren grave peligro. Bueno —rectificó—, uno de ellos no es exactamente un amigo, pero se trata de un mago admirable y, pese a que casi me destruyó al embaucarme hasta tal extremo que me hizo desarticular el artilugio arcano, no me cabe la menor duda de que lo movían razones poderosas.

Calló abruptamente y, transcurrido un lapso de silencio, vociferó:

—¡Ya lo tengo!

Saltó del lecho, presa de un frenesí tal que causó la aparición de un bosque de percheros en su derredor, con gran alarma por parte del gnomo. Se deslizó este último de su banqueta para, desconcertado, acercarse a Tas.

—¿Qué ocurre? —inquirió, tropezando contra uno de aquellos inútiles objetos hijos de la desordenada mente de su compañero.

—¡Mira! —le urgió el kender, al mismo tiempo que rebuscaba en sus bolsas. Tras abrir varias de ellas, exclamó en actitud triunfal—: ¡Aquí está!

Cuando el gnomo se asomaba al interior del saquillo a fin de inspeccionar su contenido, Tasslehoff lo cerró en un alarde de cautela.

—¿Nos vigilan? —susurró—. ¿Se enterarán?

—¿De qué?

—¡Oh, vamos! Ya me entiendes.

—No lo creo —apuntó Gnimsh—. Aunque no puedo garantizártelo, pues te aseguro que no acabo de comprender qué es lo que debemos ocultarles —protestó—. Sea lo que fuere, he advertido un ajetreo anormal entre los clérigos durante los días pasados. Al parecer, despertar a los Dragones del Mal es una ardua tarea.

—Arriesguémonos —decidió el kender—. Fíjate bien en lo que voy a mostrarte —indicó al gnomo, a la vez que abría de nuevo la bolsa y volcaba sobre la cama un cúmulo de piezas rotas—. Guarda semejanza con algo que te resulta más que familiar.

—Sí, la visión de estos fragmentos me trae a la memoria el año en que mi madre inventó un artilugio para lavar los platos —aseveró Gnimsh—. La cocina quedó atestada de restos de vajilla, desmenuzados en un montículo que nos cubría hasta la altura de la rodilla. Tuvimos que…

—¡No es eso! —lo atajó el otro, exasperado—. Separa estas joyas, intenta ensamblarlas.

—¡Mi artefacto para viajes dimensionales! —lo reconoció, al fin, el gnomo—. Es cierto, su aspecto era muy similar al de éste, aunque el mío no tenía tanta quincalla. ¡Qué caos! —amonestó al kender al entresacar las partes de una amalgama inextricable de bagatelas—. Nada encaja. El dispositivo de la derecha debería colocarse en el lado opuesto, la cadena se engarza en ese otro punto para enrollarla sin que se enrede. No, no es así —se corrigió al ver que no conseguía darle la vuelta—. Me temo que es un poco complicado, he de estudiarlo con calma. Primero ensartaré esta piedra —decidió, sentándose en el lecho y presionando una de las alhajas sobre el alvéolo que le estaba destinado—. Ahora necesito otra gema colorada, si la encuentro en semejante galimatías. ¿Qué hiciste con tu ingenio, aplastarlo bajo el filo de un trinchante?

Absorto en su labor, ignoró la respuesta de Tas, quien, mientras su nuevo amigo manipulaba las piezas, aprovechó la oportunidad para relatar de nuevo su historia. Se encaramó en el taburete y disertó en tono jovial, sin interrupciones, ya que Gnimsh se había desentendido por completo de su presencia con el afán de clasificar las multicolores joyas, cadenas, accesorios de oro y plata, que agrupaba por secciones.

Aunque hablaba con vehemencia de los sucesos acaecidos en sus viajes, el kender no dejó de contemplar las evoluciones del artesano. Sentía renacer la esperanza en sus entrañas, enturbiada tan sólo por un pensamiento: había solicitado el auxilio de Fizban de modo que, si el pequeño gnomo conseguía recomponer el artilugio arcano, existían múltiples posibilidades de que ambos salieran despedidos hacia una de las lunas o, más grave aún, de que se convirtieran en pollos. No obstante, era un riesgo que estaba resuelto a asumir. Después de todo, había prometido enderezar la situación que él mismo enmarañara y, si bien toparse con un miembro fracasado de las razas enaniles no era precisamente lo que proyectaba, resultaba más halagüeño que hundirse en la inactividad y aguardar la muerte.

Mientras el kender cavilaba así, Gnimsh imaginó una pizarra y una punta de tiza para elaborar diagramas y planos.

—Deslícese la joya A en el engarce dorado B…

9 La emboscada de Pata de Acero

—Un lugar siniestro, hermano —comentó Raistlin a la vez que despacio y con el cuerpo rígido desmontaba del equino.

—Los hemos frecuentado peores —respondió el guerrero, ayudando a la sacerdotisa a descabalgar—. En el interior el ambiente será seco y caldeado, y eso lo hace infinitamente más acogedor que estos páramos. Además —añadió con tono áspero, puesta la mirada en su gemelo, quien, apoyado en el flanco del animal, tosía y tiritaba—, todos nosotros necesitamos descansar antes de proseguir. Yo me ocuparé de los caballos. Entrad sin demora.

La Hija Venerable, arropada en su capa saturada de agua, se detuvo en el fango y observó la posada. Como afirmara el hechicero, ofrecía un aspecto ominoso.

Era imposible averiguar el nombre del establecimiento, pues ninguna enseña esclarecedora pendía del muro. Lo único que lo designaba como local público era un desvencijado rótulo adherido a la ventana principal en el que podía leerse, en toscos caracteres, «Bienvenidos, viajeros». El edificio mismo estaba construido en burda piedra y, aunque robusto en general, su tejado amenazaba ruina, con diferentes agujeros que habían tratado de taponar mediante ramas de brezo. Uno de los ventanales aparecía roto y dos retazos de fieltro a guisa de cortina lo resguardaban a duras penas de la lluvia. En cuanto al patio, era un sucio lodazal salpicado de hierbajos.

Raistlin, que había tomado la delantera, se erguía en el umbral con la vista fija en Crysania. A través de la puerta entreabierta se filtraba un haz de luz, y el olor a leña quemada prometía una fogata reconfortante. Al endurecerse el rostro del mago en una expresión de impaciencia, una ráfaga de viento retiró la capucha de la sacerdotisa y su faz, ahora descubierta, fue azotada por la turbulenta llovizna. Tras emitir un suspiro, la dama salvó los charcos a fin de alcanzar la entrada.

—Es un honor recibiros, señores.

La sacerdotisa dio un respingo al oír la voz que resonó a su lado pese a no haber visto a nadie al atravesar el umbral. Al girar la cabeza, distinguió a un hombre agazapado en las sombras de la puerta, que en aquel mismo instante se cerró con violencia.

—Hace un tiempo de todos los diablos, maestro —dijo el individuo, tan repulsivo por sus facciones como por la manera servil en que se frotaba las manos.

Su actitud, un mandil manchado de grasa y un ajado paño en su hombro delataban en él al posadero. Era una digna representación del lugar que regentaba, y así se le antojó a Crysania al inspeccionar la polvorienta y destartalada sala. El humano se acercó a ellos, sin cesar de entrechocar las palmas, hasta situarse a una proximidad tal que la sacerdotisa percibió los efluvios de su aliento, impregnado de los hedores etílicos de la cerveza y, tras embozarse el semblante con la capa, se apartó. Él exhibió una sonrisa, una mueca de beodo que le habría conferido la apariencia de un imbécil de no contrarrestar sus efectos la astucia que reflejaban sus ojos.

Mientras le estudiaba, la mujer pensó que casi prefería someterse a los rigores de la tormenta antes que permanecer en su proximidad. Pero Raistlin acalló su impulso de huida al ordenar fríamente al hospedero:

—Una mesa junto al fuego.

—Vuestros deseos son órdenes —repuso el obsequioso individuo—. Es lo que más apetece en un día tan borrascoso, un rincón caliente donde reponer fuerzas. Seguidme, señores.

Haciendo una torpe e insulsa reverencia que, una vez más, desmentía la luz de sus pupilas, el posadero se encaminó hacia una mesa colocada frente a la chimenea. Avanzaba de costado y ni un solo segundo dejó de observar a sus clientes.

—¿Sois mago, maestro? —inquirió en el trayecto, al mismo tiempo que estiraba una mano para acariciar los ropajes de Raistlin y, sin intervalo, la retiraba al reparar en la penetrante mirada que éste le dirigía—. Y de los Negros —se contestó él mismo—. Hacía años que no me visitaba un miembro de vuestra Orden.

El interpelado no hizo ningún comentario. Abrumado por un nuevo acceso de tos, tenía que emplear sus menguadas energías en apoyarse en el cayado y, ya en el radio de acción de las llamas, permitió que Crysania lo ayudara a acomodarse en una silla. Cuando se hubo sentado, se inclinó hacia el anhelado calor.

—Agua caliente —pidió, imperativa, la sacerdotisa, liberándose de su empapada capa.

—¿Qué le sucede? —indagó el posadero, receloso—. No padecerá fiebres infecciosas, ¿verdad? Si es así, tendré que rogaros que salgáis por donde habéis entrado.

—No —lo atajó Crysania—, su enfermedad tan sólo le afecta a él. El peligro de contagio es nulo —apostilló sin poder sustraerse a la contemplación del hechicero—. ¿Vas a traer el agua? —insistió, una vez más con acento perentorio, al desagradable hospedero.

—Enseguida os sirvo.

Ocultas las manos bajo el grasiento delantal, olvidada su obsesión por frotárselas, el humano se alejó a toda prisa.

La repugnancia que éste le inspiraba se desvaneció en la mente de Crysania, preocupada como estaba por Raistlin. Deseosa de que el mago se sintiera lo mejor posible, desanudó su capa de viaje y lo ayudó a quitársela para, acto seguido, extenderla delante de la fogata. Luego registró la sala hasta descubrir unos cojines andrajosos y polvorientos que, tras sacudir sin demasiado éxito, dispuso en torno a los riñones del enfermo al objeto de que, más incorporado, pudiera descargar sus pulmones.

Cuando le hubo prodigado todas estas atenciones, la dama se arrodilló junto al nigromante para librarlo de sus humedecidas botas.

—Gracias —susurró Raistlin, jugueteando con su despeinado cabello.

Al percibir tan delicada caricia, Crysania se ruborizó. Alzó los ojos y topó con unos iris pardos que destilaban más calor que las llamas. Raistlin bajó los dedos hasta su frente, que despejó de los apelmazados mechones, y ella no acertó a hablar, ni siquiera a moverse. El mago tenía el don de atraparla, de hipnotizarla.

—¿Eres su manceba?

Era el posadero quien así se interfería en su mudo intercambio. La sacerdotisa se sobresaltó, pues no había oído sus pisadas ni el roce de sus vestiduras. Se puso de pie e incapaz de buscar el auxilio de Raistlin ante semejante afrenta, se giró bruscamente hacia el fuego.

—Esta dama pertenece a una de las familias más aristocráticas de Palanthas —reivindicó una voz cavernosa desde el umbral—. Haz el favor de tratarla con el respeto que merece, bribón.

—Sí, maestro. Disculpadme —titubeó, impresionado por la maciza figura de Caramon, quien, al entrar, trajo consigo un torbellino de viento y de lluvia—. Os aseguro que no pretendía ofenderla; perdonad mi impertinencia.

La Hija Venerable no se dignó responder. En altiva postura, se limitó a indicar al infame individuo:

—Deja el agua en la mesa.

Mientras el guerrero cerraba el acceso y procedía a reunirse con sus compañeros, el mago extrajo de los pliegues de su atuendo la bolsa con la mixtura de hierbas de su infusión y, tras depositarla sobre la tabla de madera, hizo señal a la dama para que preparara su pócima. Con el resuello de un asmático, se arrellanó entonces entre los almohadones a fin de acunarse en el crepitar de las llamas. Sabedora de que Caramon la escrutaba, la sacerdotisa optó por eludirlo y volcarse en la tarea que le habían encomendado.

—He alimentado y abrevado a los caballos —anunció el hombretón—. Como no los hemos hostigado en exceso durante la cabalgada, creo que dentro de una hora podrán reanudar la marcha. Nos conviene que así sea, ya que me gustaría llegar a Solanthus antes del crepúsculo. —Le gustaba hacer planes porque, de ese modo, rompía el turbador silencio. Puso, también él, su capa a secar frente a la chimenea, y el vapor que exhalaba la humedad se elevó hacia el techo en densas volutas—. ¿Habéis encargado algún refresco para nuestros estómagos? —preguntó.

—No, tan sólo este tazón donde elaborar el brebaje de Raistlin —contestó Crysania quien, una vez teñido el líquido con las dimanaciones de las hierbas, se lo tendió al nigromante.

—Posadero, vino para la dama y el mago. Yo tomaré agua. Sírvenos además una fuente de comida con la que saciar nuestro apetito; cualquier manjar nos parecerá estupendo después del fatigoso periplo.

Impartidas sus instrucciones, Caramon se sentó delante del hogar, frente a su hermano. Tras deambular durante varias semanas por un territorio desolado, hacia las llanuras de Dergoth, los tres habían aprendido a conformarse con ingerir lo que hubiera disponible en las ventas del camino, si tenían la fortuna de hallar algo comestible.

—Éste es sólo un heraldo de las turbonadas que van a asediarnos en los días venideros —dijo el guerrero a Raistlin cuando el dueño del albergue abandonó la sala en dirección a la cocina—. Cuanto más al sur viajemos, más arreciarán. ¿Estás resuelto a seguir este curso de acción? Podría acarrearte graves consecuencias.

—¿A qué te refieres? —lo imprecó el aludido, entrecortada su voz y tan nervioso que, al erguir la espalda, derramó unas gotas de su brebaje.

—No te alteres, Raistlin —lo apaciguó el hombretón al detectar su creciente resquemor—. Me inquieta tu salud, eso es todo. La falta de sol siempre la ha perjudicado, y pronto nos veremos inmersos en un clima incierto.

Observando meticulosamente a su gemelo, y convencido de que sus frases no encerraban un doble sentido, el nigromante volvió a acomodarse en los cojines.

—Nada me detendrá —declaró—, y espero que a ti tampoco. Es el único medio a tu alcance para regresar a tu añorado hogar.

—No me causa placer tal perspectiva si tú has de morir en el empeño —gruñó el guerrero.

Crysania miró perpleja a Caramon, si bien Raistlin se contentó con sonreír y, ribeteada su voz de amargura, le aseguró:

—Me conmueven tus buenos sentimientos, hermano, pero no abrigo ningún temor respecto a mi estado físico. Conservo la fuerza suficiente para llegar a mi destino e invocar el hechizo definitivo, si no sufro reveses inesperados en el ínterin.

—Alguien velará por ti y evitará que nada te suceda —replicó el hombretón a la vez que, con grave ademán, examinaba a la sacerdotisa.

La dama se sonrojó; pero cuando se disponía a intervenir, regresó el hospedero. Éste se inmovilizó al lado del trío sosteniendo en una mano una marmita donde bullía un guiso humeante y, en la otra, una jarra, sin decidirse a posarlas sobre la mesa.

—Excusad mi atrevimiento, señores —balbuceó—, pero debo ver el color de vuestro dinero. Corremos tiempos difíciles, y…

—Aquí tienes —lo atajó Caramon quien, mientras el otro hablaba, había extraído una moneda de oro de su bolsa—. ¿Te parece un pago justo?

—Sí, señor, desde luego —corroboró el grotesco individuo, animados sus ojos por un brillo equiparable al del dorado disco.

Se desembarazó raudo de los objetos que le ocupaban las manos y asió su recompensa con evidente voracidad. Durante la operación no dejó de espiar al mago como para impedir que éste, mediante su arte, volatilizara su precioso premio que descansaba en la mano del cliente más robusto.

Tras embutir la moneda en su bolsillo, el tosco humano rebuscó en el mostrador y volvió al rato con tres cuencos, tres cucharas de cuerno de venado y otros tantos vasos. Distribuyó todos estos elementos entre los comensales, colocó la marmita en el centro y retrocedió. Crysania revisó los platos y, sin poder reprimir su repugnancia, los lavó en el agua sobrante de la pócima.

—¿Precisáis algo más, señores? —inquirió el posadero, con un acento tan servicial que Caramon esbozó una mueca burlona.

—¿Tienes pan y queso?

—Sí, maestro.

—En ese caso, pon unas raciones en un cesto.

—¿Vais a seguir viaje de inmediato?

Tras dejar de nuevo los cuencos en la mesa, la sacerdotisa alzó la vista. Se había obrado un sutil cambio en la voz del hombre y la dama consultó en silencio al guerrero para comprobar si lo había percibido, pero éste se hallaba demasiado ocupado en remover el estofado de carne y patatas, en olisquearlo ansioso. Raistlin, al margen de cuanto le rodeaba, contemplaba absorto las llamas y tanteaba, sin prestarle atención, el vaso aún vacío.

—No pernoctaremos aquí si eso es lo que quieres saber —repuso el hombretón, afanado en servir el alimento.

—No hallaréis mejor alojamiento en… ¿Adónde habéis dicho que os dirigíais? —insistió el hospedero.

—No te lo hemos dicho, ni es asunto que te concierna —lo atajó Crysania con su habitual frialdad.

La sacerdotisa aferró un pocillo rebosante de caldo, que dio a probar al hechicero. Pero él rehusó comerlo, una vez inspeccionada la película de grasa que cubría el extraño potaje, y su actitud influyó en la mujer que, pese al hambre que sentía, únicamente pudo engullir dos o tres cucharadas. Apartando el cuenco, casi intocada la nauseabunda sustancia, se arropó en su capa todavía húmeda y se acurrucó en la silla, antes de cerrar los ojos y esforzarse en olvidar que una hora más tarde estaría de nuevo sobre la grupa de su equino en una extenuante cabalgada a través de una región desértica, asolada por la tormenta y el huracán.

Raistlin, al igual que la dama, no tardó en entornar los párpados y caer dormido. Los únicos ruidos que resonaban en la estancia eran los que hacía Caramon al devorar aquella bazofia con un apetito digno de un soldado de campaña y el crujir de los ropajes del posadero, quien regresó a la cocina a fin de preparar el cesto según le habían ordenado.

Transcurrido el lapso de reposo, el guerrero recogió los caballos en la cuadra. Formaban un grupo de tres animales de monta y otro de carga, éste abrumado bajo el enorme peso y cubierto por una manta que afianzaban resistentes cuerdas. Tras ayudar a su hermano y a la sacerdotisa a montar, y viéndolos acomodados en sus sillas, el hombretón se encaramó al lomo de su gigantesco corcel. El hospedero se hallaba a la intemperie, desnuda la cabeza y con los víveres en la mano. Entregó a Caramon el capazo de mimbre, tembloroso a causa de la lluvia que se filtraba entre sus ropas.

Después de darle unas lacónicas gracias y de arrojarle otra moneda, que aterrizó sobre el fango a los pies del horrendo individuo, el corpulento luchador asió las riendas del cuarto equino, el que nadie guiaba, e inició la marcha. Raistlin y Crysania lo siguieron, embozados en sus capas a fin de protegerse del aguacero.

El hospedero, indiferente a la lluvia, recogió su retribución y los contempló mientras se alejaban. Dos figuras surgieron de las sombras de las cuadras, corriendo a su encuentro.

—Informadle de que han tomado la ruta de Solanthus —murmuró el dueño de la venta, a la vez que lanzaba la moneda al aire.


Los tres jinetes cayeron en la emboscada sin opción a defenderse.

Cabalgaban bajo la tenue luz del ocaso, entre frondosos árboles de cuyas ramas se desprendían, monótonas, las gotas de la tormenta y sobre un lecho de hojarasca que amortiguaba los ecos de sus pisadas. Abstraídos como estaban cada uno en sus cavilaciones, no oyeron el estampido de varios pares de cascos al galope ni el tintineo del acero hasta que fue demasiado tarde.

Antes de que tuvieran tiempo de preguntarse qué sucedía, unas formas sombrías saltaron de los árboles cual enormes, espantosas aves que los asfixiaran con sus negras alas. Los hechos se desarrollaron en silencio, fruto de la pericia de los atacantes.

Uno se descolgó sobre la espalda de Raistlin y le dejó inconsciente sin darle oportunidad de volverse. Otro cayó de una rama junto a Crysania, apresurándose a amordarzarle la boca y a aplicar la daga a su garganta. En el caso de Caramon, fueron necesarios cuatro agresores para deslizarle de su caballo y aplastarlo contra el suelo. Cuando concluyeron los forcejeos, uno de los salteadores no se puso de pie ni, dada su situación, podría hacerlo nunca. Quedó postrado en el suelo, torcida la cabeza en un forzado gesto.

—Se ha roto el cuello —anunció uno de los ladrones a la figura que apareció en escena una vez finalizada la escaramuza, con la intención de inspeccionar los resultados.

—Habéis hecho un buen trabajo —comentó, inmutable, el recién llegado mientras inspeccionaba a aquel fortachón que, sujetado por varios hombres y atado con cuerdas de arco, todavía se debatía.

Un hondo corte en la frente del guerrero sangraba profusamente, de tal manera que, al diluir la lluvia su savia vital, teñía por completo su rostro. Pero, ajeno al sufrimiento, el hombretón se empecinaba en luchar para arrancarse las ligaduras y trataba de despejar su confusa mente.

Al reparar en los abultados músculos del prisionero, que ejercían una peligrosa presión sobre las cuerdas, el cabecilla no pudo por menos que admirarlo, si bien sus secuaces, temerosos de su fuerza, lo observaban llenos de resquemor.

Después de vencer su aturdimiento inicial, y de desentelar sus ojos mediante violentas sacudidas de cabeza, Caramon examinó su entorno. Los rodeaban una treintena de hombres armados hasta los dientes, a las órdenes de una criatura que arrancó un reniego de los labios del guerrero. Era, sin lugar a dudas, el ser más descomunal con el que se había enfrentado en su vida.

Por una lógica asociación de ideas, recordó la arena donde se celebraban los Juegos en Istar. «Debe de tener algo de ogro» se dijo, evocando a Raag, al mismo tiempo que escupía un diente que se le había roto durante la reyerta. Al dibujarse en su memoria la imagen del enorme individuo que ayudaba a Arack a adiestrar a los gladiadores, el rehén comprobó que, aunque pertenecía a la raza humana, el jefe de los ladrones exhibía unos tonos amarillentos en su tez, además de una nariz en extremo achatada, que lo emparentaban con aquel otro pueblo. Al igual que los ogros, su estatura sobrepasaba en toda una cabeza a la del hombretón y poseía unos brazos similares a troncos. Sin embargo, caminaba de un modo extraño, arrítmico, aunque Caramon no descubría el motivo a causa del largo manto de piel que arrastraba por el suelo, ocultando sus pies.

En el circo de Istar le enseñaron a estudiar al enemigo hasta descubrir sus flaquezas, y el guerrero supo aprovechar su aprendizaje. Vigiló atento todos los movimientos de su aprehensor, un empeño que se vio coronado por el éxito cuando, bajo el influjo del viento, ondeó su manto y reveló el secreto al observador: era cojo. Una pata no de palo, sino de acero, sustituía la pierna que le faltaba.

Al detectar la atónita mirada de Caramon, el cabecilla semiogro sonrió y se acercó a él con su manaza extendida para darle unas palmadas en la mejilla.

—Admiro a los hombres capaces de luchar con arrojo —lo felicitó.

Antes de que su oponente reaccionara de tan imprevisto halago, el colosal salteador cerró los dedos en un puño y le propinó tal golpe en la mandíbula que le hizo dar un traspié, arrastrando casi en su caída a los centinelas que lo custodiaban.

—Te respeto, pero tendrás que pagar por la muerte de mi subordinado —sentenció.

Tras recoger los holgados pliegues de su manto, el mestizo se encaminó hacia Crysania, inmovilizada entre los brazos del miembro de la cuadrilla que la había atacado. Todavía le tapaba la boca, mas, pese a la palidez de su rostro, brillaba en los ojos de la sacerdotisa la llama de la ira.

—Estoy encantado —susurró el abyecto semiogro—. Me brindan un presente y ni siquiera se avecinan las Fiestas de Invierno.

Estalló en carcajadas que retumbaron en los huecos troncos arbóreos, y estiró la mano a fin de despojarla de la capa que llevaba anudada al cuello. Sus pupilas se fijaron, concupiscentes, en la curvilínea figura de la dama, que no hizo sino acentuarse al empapar la lluvia sus blancas vestiduras. Se ensanchó su sonrisa, todo su semblante se iluminó en un siniestro deseo. Cuando se disponía a tocarla, la sacerdotisa intentó zafarse de su garra, pero el gigante no halló dificultad en sujetarla.

—¿Qué colgante es ese que luces? —inquirió, al detenerse su mirada en el Medallón de Paladine que se ceñía al escote de Crysania—. Lo encuentro inadecuado, no te favorece. ¡Caramba, es de puro platino! —exclamó con un silbido—. Permite que te lo guarde, querida detestaría que se perdiera en nuestros apasionados raptos.

Caramon se había recuperado lo suficiente para ver cómo el truhán tanteaba la alhaja y también para percibir el destello que encendía los ojos de la sacerdotisa, no ya de cólera, sino de burla. El contacto del hombre la hacía temblar, pero una fuerza interior la sostenía. Un resplandor blanco, prístino, rasgó la cortina de agua. Procedía del talismán. El semiogro apartó su mano con un grito de dolor.

Corrieron unos murmullos entre los hombres que sujetaban a la dama. Uno de ellos aflojó su garra y Crysania, acabando de liberarse de una enérgica sacudida, procedió a cubrir de nuevo su cuerpo.

El cabecilla alzó la palma que fulminara el Medallón, distorsionado el semblante. El guerrero temió que golpease a su osada cautiva, pero en aquel momento uno de los secuaces vociferó:

—¡El mago vuelve en sí!

El coloso no cesó de contemplar a su oponente, si bien bajó la mano amenazadora e incluso le dedicó una sonrisa.

—Al parecer, bruja, has ganado el primer asalto —admitió—. Me entusiasman las lizas —dijo, dirigiéndose a Caramon—, tanto en el campo de batalla como en el del amor. Esta noche promete ser divertida.

Mediante un significativo gesto, indicó al individuo que vigilaba a Crysania que la agarrara de nuevo, aunque el hombretón advirtió que éste obedecía con reticencia. Una vez se hubo asegurado de que todo estaba en orden, el jefe de los salteadores avanzó hacia el lugar donde Raistlin, estirado en el suelo, se abandonaba a quedos gemidos.

—El hechicero es el más peligroso de los tres. Atadle las manos a la espalda y amordazadle —ordenó con voz áspera—. Si emite el más leve sonido cortadle la lengua; así pondremos fin a sus fórmulas maléficas para toda la eternidad.

—¿Por qué no le matamos sin más preámbulos? —propuso uno de sus hombres.

—Adelante, Brack —lo invitó el cabecilla, que se había girado para identificar al forjador de tan «inteligente» idea—. Desenvaina tu daga y degüéllalo.

—No serán mis manos las que lo eliminen —rehusó el llamado Brack, al mismo tiempo que retrocedía.

—¿No? ¿Prefieres que caiga sobre mí la maldición por haber segado la vida de un Túnica Negra? —continuó el semiogro, más jocoso que disgustado—. Te causaría un gran placer que mi mano ejecutora se marchitase y desprendiera, ¿no es verdad?

—De ninguna manera, Pata de Acero. No he pensado lo que decía —balbuceó el otro.

—Pues empieza a hacerlo —lo atajó el gigante—. Ahora no puede lastimarnos; fijaos en su lamentable estado.

Mientras hablaba, señaló a Raistlin, que yacía boca arriba con las manos ligadas sobre el pecho. Habían forzado su mandíbula para ajustarle la mordaza, mas sus ojos destilaban, desde las sombras de su capucha, una furia desmedida, y se estrujaba los dedos con tan impotente rabia que más de uno de los forzudos que lo circundaban se preguntó si tales medidas eran acertadas.

Quizá imbuido de tales pensamientos, Pata de Acero renqueó hasta el nigromante y se detuvo a escasa distancia. Impidió que sus subordinados efectuaran el cambio de ataduras y, con una siniestra mueca afeando aún más su amarillento rostro, incrustó el extremo de su pierna falsa en el cráneo del yaciente. El mago se desmayó bajo el brutal impacto, y Crysania lanzó un aullido de alarma entre los férreos brazos de su centinela. En cuanto a Caramon, sintió que un agudo dolor contraía sus vísceras al contemplar la figura de su hermano inerte en el barro. Tal solidaridad no dejó de asombrarle.

—Así lo tendremos un rato tranquilo. Cuando lleguemos al campamento, le vendaremos los ojos y lo llevaremos a pasear por el precipicio. Si resbala y se desploma aceptaremos los designios del destino. No seremos nosotros los responsables de que se vierta su sangre. ¿De acuerdo? —declaró el jefe a su cuadrilla.

Se oyeron risas dispersas, si bien Caramon observó que algunos de los presentes intercambiaban sombrías miradas y meneaban la cabeza.

Pata de Acero abandonó a Raistlin a su obligado letargo y examinó, centelleantes sus pupilas, el caballo de carga.

—Hemos obtenido un espléndido botín —comentó, satisfecho.

Oteó el panorama y, sin poder evitarlo, clavó los ojos en la forcejeante Crysania, que se debatía entre las zarpas de su nervioso aprehensor.

—Un espléndido botín —repitió en un susurro.

Caminó de nuevo hacia la cautiva para, con su manaza, atenazar la delicada barbilla femenina. Adelantó entonces los labios, que estampó sobre los de la dama en un salvaje beso. Atrapada como estaba, ella nada pudo hacer. No batalló, acaso porque un sexto sentido la avisaba de que era aquello lo que deseaba el infame salteador. Permaneció enhiesta, rígido su cuerpo, pero Caramon vio que cerraba los puños y, cuando se apartó el coloso, desvió la faz de tal manera que su negro cabello cubrió sus rasgos.

—Todos conocéis mis normas —arengó el jefe a sus hombres, tirando bruscamente de las greñas de la sacerdotisa—. Compartid todos los tesoros, después de que yo haya saboreado mi porción, por supuesto.

Volvieron a resonar las risas, coreadas por algunos vítores. El guerrero no abrigaba la menor duda sobre el significado de aquellas palabras, y los comentarios que oyó sobre cómo, en otras ocasiones, habían «compartido suculentos botines» no hicieron sino ratificar sus sospechas.

Sin embargo, no todo fueron plácemes. Algunos hombres fruncieron el ceño con ostensible desasosiego y otros incluso manifestaron su desacuerdo con tenues cuchicheos.

—¡No quiero mantener ningún tipo de relación con una bruja! Prefiero la compañía del mago, por muy temible que sea.

«¡Bruja!». Otra vez habían pronunciado este término, que despertó en la mente del hombretón vagos recuerdos de aquellos días remotos en que Raistlin y él viajaran con Flint, el enano forjador. Era una época anterior al retorno de los dioses auténticos, y Caramon se estremeció al evocar el episodio de su llegada a una ciudad donde se disponían a quemar a una vieja mujer en la hoguera, acusada de brujería. Revivió cómo su hermano y Sturm, el noble caballero, arriesgaron sus vidas para salvar a la anciana, que resultó ser una ilusionista de ínfima categoría.

No se le había ocurrido pensar hasta ahora que los habitantes de Krynn, en el período actual, juzgaban severamente cualquier clase de poderes mágicos; y los dones clericales de Crysania, en una fase de la Historia en que habían desaparecido los sacerdotes, merecían la aversión de cuantos con ella se tropezaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, aunque se impuso la lógica. Morir abrasada era penoso, pero más rápido que…

—Traedme a la bruja. —Era Pata de Acero quien interrumpía sus elucubraciones, mientras cojeaba dirigiéndose hacia su caballo—. Seguidme con los otros rehenes —concluyó, ya sobre la silla.

El guardián de Crysania la llevó a empellones hasta el cabecilla quien, inclinándose, la izó sobre la cabalgadura delante de él. Asió las riendas y la envolvió en sus brazos, tan hercúleos que la dama casi desapareció entre ellos. Mantuvo la sacerdotisa la vista al frente. No se alteró su expresión distante, impasible.

«¿Sabe lo que le espera? —se preguntó el guerrero al pasar por su lado Pata de Acero, ensanchado su macilento rostro en una sonrisa de triunfo—. Siempre ha vivido protegida, a salvo de los aspectos más viles de la existencia. Quizá no ha comprendido el ultraje que estos hombres se proponen infligirle, desconocedora de la naturaleza humana».

En ese instante Crysania dirigió al fornido luchador una mirada de soslayo. Tras su máscara de perfecta compostura asomaba a sus ojos un terror tan invencible, una súplica tan anhelante, que Caramon hundió su cabeza en el pecho. «Lo sabe —se respondió, desesperado—. ¡Los dioses la asistan, lo sabe!».

Alguien le zarandeó por detrás para alzarlo en volandas entre varios y arrojarle sobre su caballo. Suspendido boca abajo, ligados sus robusto brazos mediante aquellas cuerdas de arco que cortaban su piel, el prisionero observó cómo repetían la operación en el fláccido cuerpo de su gemelo. Tras asegurarse de que no caerían, los bandidos montaron en sus equinos y los condujeron hacia el bosque.

La lluvia fluía en torrentes por el cráneo del hombretón mientras que el corcel, al pisar el barro, le salpicaba la cara. El ligero trote le hacía rebotar dolorosamente, el pomo se clavaba en su costado, la sangre se agolpaba en su cerebro. Estaba mareado, no atinaba a distinguir, en medio de la espesura, sino aquellas pupilas dilatadas de pánico que reclamaban su auxilio.

Incapaz de mover un músculo, le asaltó la desalentadora certeza de que, esta vez, no la socorrería.

10 Capitán de mercenarios

Raistlin recorría un ardiente desierto. Ante él, en la arena, se extendía un rastro de pisadas, que seguía con perfecta meticulosidad. Las huellas le guiaban por dunas que reverberaban al sol, deslumbrándolo. Caminó sin tregua acalorado, exhausto, presa de una sed insaciable. Le dolía la cabeza, el pecho, ansiaba tumbarse a descansar. En lontananza distinguió un pozo, un oasis a la sombra de altas palmeras. Pero, aunque pusiera todo su empeño, no lo alcanzaría. La senda no discurría en aquella dirección, y no podía desviarse de la ruta.

Avanzó durante largas horas, abrumado por el peso de sus propias vestiduras. De pronto, en el límite de sus fuerzas, alzó la vista y ahogó un grito de profundo terror. ¡Las huellas le conducían a un cadalso! Una figura ataviada de negro, cubierta con una capucha de igual color, estaba arrodillada en la plataforma. Apoyaba su cabeza en el tajo y, pese a no distinguir sus rasgos, comprendió que era él mismo quien se aprestaba a morir. El verdugo, portador de una enorme hacha, se erguía a su espalda. También él ocultaba el rostro bajo un embozo. Enarboló el arma ejecutora y vio, con una vivacidad angustiosa, que la equilibraba sobre su cuello. Al desplomarse el peso del hacha, antes de exhalar el último suspiro, Raistlin atisbo la cara de la criatura que lo ajusticiaba…

—¡Raist! —susurró una voz.

El mago sacudió su maltrecha cabeza, comprendiendo aliviado que era víctima de una pesadilla. Luchó por despertar, por atender la llamada y ahuyentar las espantosas imágenes.

—Raist —repitió quien le invocaba.

La certidumbre de un peligro real, no soñado, terminó de despejarle. Permaneció inmóvil unos segundos, con los ojos cerrados, hasta cerciorarse de su situación.

Yacía en un terreno húmedo, anudadas las manos en el pecho y atenazada su boca por una mordaza. Le atormentaba una lacerante migraña, la voz de Caramon resonaba en sus tímpanos.

Oía a su alrededor un tumulto de risas y palabras, olisqueaba los efluvios de distintos guisos sobre el sonoro crepitar de la leña. Pero la algarabía se le antojó lejana, tan sólo percibía en su proximidad el lastimero acento de Caramon. Súbitamente, recordó el ataque. Lo había perpetrado un individuo con una pierna de acero y, luego, el olvido. Cauteloso, levantó los párpados.

Su gemelo se hallaba, al igual que él, tendido en el lodo, sólo que boca abajo y con las manos atadas a la espalda. En sus ojos pardos brillaba una luz peculiar, una luz que hizo volar la memoria del hechicero hacia otros tiempos, hacia la época en que ambos luchaban juntos, combinando armónicamente espada y magia.

A pesar del dolor, de las tinieblas que les cercaban, Raistlin sintió un arrebato de júbilo que no había experimentado durante años. Unidos por una común amenaza, sus lazos se habían estrechado y les permitían comunicarse tanto verbal como telepáticamente.

Al comprobar que su hermano era consciente del apuro en que se hallaban, Caramon culebreó con el mayor sigilo posible a fin de preguntarle en un murmullo, tal como aconsejaba la prudencia:

—¿Podrías desembarazarte de tus ligaduras? ¿Todavía conservas la daga de plata?

Raistlin respondió con un leve asentimiento. En los albores de la Historia, los dioses prohibieron a los magos la tenencia de armas de cualquier naturaleza y el uso de cotas de malla u otros atuendos bélicos. La finalidad de tal medida era, como cabe imaginar, que debían consagrarse al estudio en lugar de perder horas valiosas en el perfeccionamiento de las artes marciales. Pero, cuando los hechiceros ayudaron a Huma a derrotar a la Reina de la Oscuridad merced a la creación de los Orbes de los Dragones, las divinidades les otorgaron el derecho de portar dagas durante sus desplazamientos, en memoria de la lanza del Gran Caballero.

Asida a su muñeca mediante una disimulada correa de cuero que haría que el arma se deslizase hasta su palma si la necesitaba, la argéntea daga de Raistlin constituía su último recurso defensivo. Sólo debía valerse de ella en el caso de que se agotaran sus encantamientos… o en circunstancias como la que ahora vivían.

—¿Te restan fuerzas suficientes para utilizar tus dotes arcanas? —indagó el hombretón.

El nigromante cerró los ojos. Sí, le quedaban aún energías, mas no podía derrocharlas. Hacerlo significaba debilitarse, entrañaba un largo período de descanso y cuidados exhaustivos antes de enfrentarse con poder renovado a los guardianes del Portal. Por otra parte, era imprescindible que sobreviviera. Muerto, de nada le servía el ahorro.

«¡Tengo que salir adelante a cualquier precio! —pensó—. Fistandantilus lo logró, y yo no hago sino seguir su rastro en la arena».

Tal idea provocó su ira. La descartó presto y, abriendo los ojos, inclinó la cabeza.

—Anida en mí la fuerza necesaria —comunicó a su hermano por vía telepática.

—Raist —musitó el guerrero con una severidad que nubló su momentáneo júbilo—, supongo que adivinas qué suerte deparan a Crysania esos hombres.

Asaltó al mago una repentina visión de aquel individuo descomunal, mestizo entre ogro y humano, de la manera en que posara sus toscas manazas sobre el cuerpo de la sacerdotisa, invadieron su alma unos sentimientos para él ignotos. Era la cólera, la furia, lo que le corroía, pero con una intensidad que jamás agitó sus entrañas. Se contrajo su corazón y le cegó una bruma sanguinolenta.

Al constatar que su hermano lo miraba perplejo, boquiabierto, Raistlin supuso que el torbellino que le azotaba se hacía ostensible en sus rasgos. Emitió un gruñido y Caramon se apresuró a continuar.

—Tengo un plan.

El hechicero le dio a entender, por un signo, que conocía sus intenciones.

—Si fracaso… —murmuró el hombretón.

—La mataré primero a ella y luego a mí mismo —concluyó su gemelo.

No habría que llegar a tales extremos, reflexionó. Estaba a salvo, protegido.

Oyó unas pisadas que se acercaban y entornó de nuevo los párpados para fingirse inconsciente. De ese modo ganaría unos minutos preciosos durante los cuales ordenaría la maraña de sus emociones y recobraría el control. La daga de plata se le antojó fría sobre su brazo y flexionó los músculos a fin de desagarrotarlos mientras, aún confundido, analizaba su extraña reacción frente a la desdicha de una mujer que nada le importaba… excepto, naturalmente, por el servicio que había de brindarle en su calidad de sacerdotisa.


Dos hombres levantaron a Caramon de una violenta sacudida y, no con menor brutalidad, le conminaron a andar. El guerrero advirtió reconfortado que, salvo una fugaz ojeada para comprobar que seguía desmayado, ninguno de ellos prestó atención a su gemelo. Caminando a trompicones sobre el irregular terreno, rechinando sus dientes a causa del dolor que le infligían sus piernas entumecidas, el fornido luchador meditó sobre la fiereza que desencajara los rasgos de Raistlin al mencionarle a Crysania. En cualquier otro humano la habría definido como la cólera ilimitada de un amante ultrajado, pero no se la explicaba en su hermano. ¿Era capaz el mago de tan nobles sentimientos? En Istar dictaminó que no, que el Mal le consumía sin dejar espacio a las que él consideraba flaquezas de la carne.

Ahora, no obstante, Raistlin parecía distinto, mucho más semejante al compañero de antaño, a aquel ser que tantas veces combatiera a su lado, codo con codo, dependientes sus vidas de la acción del otro. Incluso lo que le dijera acerca de Tas comenzó a cobrar sentido. No había aniquilado al kender, estaba seguro, y en su conducta respecto a Crysania tan sólo los arranques de mal humor menguaban su amabilidad. Quizá…

Uno de los salteadores, al azuzarle en las costillas, le recordó lo desesperado de su situación actual. «No hay quizá que valga —se reprendió—; lo más probable es que el fatal desenlace sobrevenga aquí y ahora. Lo único que conseguiré es sacrificar mi vida sin salvar las de los otros cautivos, que sucumbirán a un final rápido y cruel».

Mientras avanzaba por el campamento pensó en todo cuanto había visto y oído desde la emboscada, revisando mentalmente su plan.

El asentamiento de los bandidos se asemejaba más a una pequeña ciudad que al escondrijo de unos ladrones. Vivían en toscas cabañas de troncos y cobijaban en una cueva a sus animales. Resultaba obvio que llevaban allí cierto tiempo y no temían el rigor de la ley, mudos testigos de la fuerza y el liderazgo del semiogro, omnipotente para ellos.

Pero Caramon, que en sus años mozos había tenido frecuentes escaramuzas con forajidos de la más baja estofa, adivinó que muchos de aquellos hombres no eran simples rufianes ansiosos de botín. La manera en que contemplaban a Crysania y meneaban la cabeza, en franca desaprobación de lo que había de ocurrirle, corroboraba este criterio. También sus armas contribuían a confirmarlo: aunque vestidos de harapos varios de ellos portaban bonitos pertrechos, de los que se pasan de padres a hijos, y los esgrimían haciendo gala del orgullo que sólo las herencias familiares inspiran, no como el fruto de una rapiña. Además, pese a que en la tenue luz de la tormenta no era fácil distinguir los detalles, el guerrero creía haber vislumbrado en numerosas espadas la rosa y el martín pescador, antiguos símbolos de los Caballeros de Solamnia.

Los miembros de la cuadrilla exhibían los rostros rasurados, sin los mostachos que identificaban a tales caballeros, mas el hombretón captó en la sobriedad de su porte vestigios de Sturm Brightblade, su entrañable amigo perteneciente a esta Orden. Al evocar en su memoria la figura de Sturm hizo recuento de la historia de tan insigne grupo después del Cataclismo.

Acusados por la mayor parte de sus vecinos de desatar la terrible calamidad, fueron desterrados de sus hogares. Las enloquecidas turbas les asesinaron en masa, o bien mataron a sus familias ante sus ojos, y los sobrevivientes tuvieron que ocultarse, vagar en solitario de uno a otro confín de Krynn o unirse a bandas de criminales como ésta.

Al espiar durante su recorrido a los hombres que limpiaban sus armas, que conferenciaban en tonos apagados, Caramon descubrió las huellas de múltiples actos censurables, pero leyó asimismo resignación y desesperanza en más de un semblante. El también había vivido tiempos difíciles, sabía de los estragos que hacía el desaliento en el alma de los mortales.

Si sus deducciones eran acertadas, si en los corazones de los bandoleros brillaba aún la llama de la bondad, su plan podía resultar.

Ardía una fogata en medio del campamento, no muy lejos de donde poco antes yaciera postrado junto a Raistlin. Un breve vistazo le permitió comprobar que su hermano continuaba en su simulado desvanecimiento. Mas, sabiendo qué buscar, detectó al mismo tiempo que había adoptado una postura desde la que podía presenciar los sucesos.

Al entrar él en el radio de luz del fuego la mayoría de los salteadores interrumpieron sus quehaceres y le siguieron, hasta formar un semicírculo a su alrededor. Sentado en una regia silla, próximo al calor, Pata de Acero bebía de un odre lleno a reventar. De pie, a ambos flancos, había varios individuos entregados a una orgía de risas y bromas, que el guerrero reconoció al instante como los típicos aduladores. No le sorprendió encontrar, entre estos serviles individuos, al repulsivo posadero.

En otro asiento, al lado del semiogro, se hallaba Crysania. La habían despojado de la capa y hecho jirones el corpino de su vestido, una acción que el guerrero atribuyó sin vacilar a Pata de Acero. Reparó, presa de una creciente ira, en la mancha purpúrea de su delicada mejilla, en la hinchazón que deformaba la comisura de sus labios, y supo que no flaquearía en su propósito de rescatarla.

La dama, en digna actitud, mantenía la vista al frente y se esforzaba en ignorar los obscenos comentarios, las espantosas historias con que la obsequiaban los auténticos miembros de la banda. Caramon esbozó una sonrisa de admiración. Al recordar el pánico demente al que estuvo reducida durante sus últimos días en Istar, al considerar su existencia anterior, ajena a cualquier clase de penuria, le complacía su capacidad de adaptarse a circunstancias tan adversas. Exhibía una serenidad que hasta Tika habría envidiado.

«Tika»… Se regañó a sí mismo, no debía pensar en ella y, menos aún, compararla con la sacerdotisa. Urgiéndose a concentrarse en la realidad inmediata, apartó la mirada de la mujer para clavarla en su enemigo.

Pata de Acero, a su vez, cesó de conversar con sus secuaces e hizo al guerrero señal de acercarse.

—Ha llegado tu hora —le anunció socarrón antes de, sin mudar su talante, decir a Crysania—: Espero, señora, que no os importará si aplazamos nuestra cita en la intimidad hasta que haya zanjado este asunto. Se trata de un entretenimiento previo al placer, querida; tomáoslo como un obsequio.

Acarició el pómulo femenino, pero cuando ella rehuyó el contacto con pupilas centelleantes, su ademán afectivo se convirtió en una sonora bofetada.

La sacerdotisa no gritó, sino que irguió el cuello y con sombrío orgullo se encaró a su verdugo.

Consciente de que no debía distraerse en arrebatos de preocupación por la sacerdotisa, Caramon prendió sus ojos del cabecilla y le estudió sosegado, gélido. «Este hombre gobierna mediante la fuerza bruta, se aprovecha del miedo que le tienen muchos de sus seguidores para imponer su voluntad. Le obedecen a regañadientes, no les queda otro remedio que acatar los designios del único ser capaz de proporcionarles alimento en esta tierra olvidada de los dioses. Le rinden vasallaje porque preserva sus vidas, mas ¿hasta dónde llega su lealtad? Eso es lo que debo averiguar».

Modulada su voz, Caramon desechó sus cábalas para, firme y desdeñoso, desafiar a su aprehensor.

—¿Es así como demuestras tu valor? —le imprecó—. En vez de golpear a una mujer indefensa, desátame y devuélveme mi espada. Así veremos qué clase de individuo eres.

Pata de Acero lo observó interesado, con un asomo de inteligencia en sus bestiales iris que perturbó al robusto luchador.

—Si he de serte franco, esperaba algo más original de ti —declaró el semiogro, poniéndose de pie y emitiendo un suspiro teatral por el que manifestaba su desencanto—. Tal vez no seas el reto que imaginé en un principio, pero no tengo nada mejor que hacer esta noche. No antes de acostarme —rectificó, al mismo tiempo que le hacía una burlona reverencia a la indiferente Crysania.

El jefe de los ladrones arrancó de sus hombros el manto de piel, mientras ordenaba a uno de sus secuaces que le trajera su espada. Los aduladores abrieron el cerco a fin de cumplir sus diversas instrucciones y el resto de los presentes se situó en un claro cercano a la fogata, ansiosos por asistir a un espectáculo del que, sin duda, ya habían tenido ocasión de gozar.

Durante la confusión de los preparativos, Caramon consiguió atraer la atención de la sacerdotisa. Cuando esto sucedió, inclinó la cabeza hacia donde yacía Raistlin. Ella comprendió al instante el significado de su gesto. Miró de soslayo al mago, sonrió pesarosa e hizo un ademán de asentimiento, cerrados los dedos en torno a su talismán.

Los centinelas hostigaron al guerrero a entrar en el círculo, de tal manera que perdió de vista a la dama en el momento en que ésta movía sus hinchados labios en una silenciosa plegaria. «Necesitaré algo más que unas oraciones a Paladine para salir de este atolladero», recapacitó el guerrero. Se preguntó, irónico, si su hermano también invocaba la ayuda de su ídolo, la Reina de la Oscuridad.

Él carecía de un adalid al que dirigir sus rezos. El único auxilio en el que confiaba era el que podían prestarle sus músculos, sus huesos, sus vísceras.

Cortaron las ligaduras de sus brazos. Sufrió un espasmo de dolor al reanudarse el riego sanguíneo en sus miembros, si bien se apresuró a flexionar sus tendones, a frotarlos, a fin de estimular la circulación y, además, calentarse. Acto seguido se quitó la empapada camisa, los calzones, pues prefería luchar desnudo. La ropa daba al adversario la oportunidad de agarrarle. Así lo aprendió de Arack cuando lo preparaba para tomar parte en los Juegos de Istar.

Al contemplar la magnífica forma física del prisionero, un murmullo se extendió entre los hombres que formaban el círculo. La lluvia chorreaba sobre su bruñido, equilibrado cuerpo, el fuego refulgía en sus anchos omóplatos y en su torso, poniendo al descubierto las innumerables cicatrices de las heridas que recibiera en otras lides. Alguien le entregó una espada, con la que ensayó unas estocadas tan ágiles como certeras. Incluso Pata de Acero, al introducirse en el improvisado campo de batalla, quedó desconcertado frente a la constitución del antiguo gladiador.

Si el cabecilla se sobresaltó al examinar a su oponente, este último no quedó menos impresionado por la apariencia que él ofrecía. Mitad ogro y mitad humano, el hercúleo individuo había heredado las mejores características de ambas razas. Poseía la envergadura y la robustez de unos, los más semejantes a los animales, unidas a una rapidez de movimientos y a una peligrosa inteligencia que le emparentaban con las criaturas superiores. También él optó por la desnudez. Se presentó en el ruedo sin más atavío que un taparrabos de cuero. Pero lo que provocó un involuntario silbido de Caramon fue el arma que exhibía, la espada más portentosa que había visto en el curso de su dilatada existencia.

Era de colosales dimensiones y sólo podía ser manejada con las dos manos. El guerrero, experto en tales menesteres, se dijo al escrutarla que conocía a pocos hombres capaces de desenvainarla, menos aún de blandirla. Sin embargo, Pata de Acero mostraba una gran desenvoltura y únicamente recurría a su brazo derecho, lo que demostraba su fuerza descomunal. Y no sólo eso; mientras su rival practicaba percibió la precisión, el rítmico vaivén de sus sesgos. El filo atrapaba la luz de las llamas al hender el aire, toda ella despedía ominosos zumbidos al penetrar la penumbra y dejar, a su paso, una línea de chispas ígneas.

Cuando su enemigo saltó al ruedo, refulgente la pierna metálica, Caramon comprendió desmoralizado que no se enfrentaba a la criatura brutal, estúpida que concibió a partir de su conducta anterior, sino a un hábil espadachín que había superado su inferioridad física hasta batirse con un dominio que cualquiera con las dos piernas codiciaría… y temería.

Lo que no intuyó el guerrero fue que, además de haberse sobrepuesto a su carencia, Pata de Acero sabía cómo sacarle partido. Un primer escarceo bastó para que se percatase de lo mortífero que podía resultar aquel apéndice al servicio de tan avispado adversario.

Ambos se tantearon, atentos a cualquier punto flaco en la defensa del otro. De pronto, apalancándose con gran maestría en la pierna sana, el semiogro utilizó la de acero como una segunda arma. Giró sobre sí mismo y golpeó tan violentamente al hombretón que éste cayó al suelo debido al impacto. Su espada salió despedida y se estrelló fuera de su alcance.

Recuperado el equilibrio, el gigante avanzó con su pertrecho enarbolado hacia el yaciente. Era ostensible su ansia de rematarle y consagrarse a otras diversiones. Pero, aunque pillado por sorpresa, Caramon no estaba tan maltrecho como aparentaba. Recordando su experiencia en la arena, permaneció tumbado y emitió sonoros jadeos, como si le faltara el aire, mientras el supuesto vencedor se acercaba a él. Entonces estiró la mano, asió la pierna buena del infatuado semiogro y tiró de ella.

Los espectadores prorrumpieron en aplausos y vítores. Sus ecos despertaron en el que fuera gladiador vivos recuerdos del circo, que encendieron su sangre. Se difuminó su preocupación por hermanos de Túnica Negra y sacerdotisas de túnica blanca, se desvaneció la nostalgia del hogar y, aún más importante, su inseguridad. La fiebre de la batalla, la intoxicante droga del peligro, infestaron sus venas, le envolvió un éxtasis que ni siquiera igualaba el de su gemelo al formular sus hechizos.

Incorporándose, espiando a su enemigo en idéntica acción, Caramon se lanzó sobre su espada. Mas, pese a su rapidez de reflejos, Pata de Acero se le adelantó. Alcanzó el arma con mayor celeridad y le propinó un puntapié que, de nuevo, la catapultó al espacio.

Sin perder de vista al semiogro, el hombretón buscó con la mirada otro pertrecho. Reparó en la hoguera, que ardía en uno de los flancos del cerco.

El gigante se dio cuenta y, adivinando su propósito, se dispuso a obstruirle el paso.

El guerrero echó a correr y, en su impulso, no pudo eludir el filo del arma enemiga, que abrió un surco en su abdomen. Ajeno al corte, a la sangre que fluía, Caramon se arrojó al suelo y rodó hasta los troncos. Asió uno por el extremo y se puso de pie, en el preciso momento en que la espada de Pata de Acero se hundía en el lugar donde se hallaba su cabeza segundos antes.

El filo desgarró, una vez más, el manto de la llovizna y el atacado, al retumbar el silbido en sus tímpanos, apenas acertó a contener la arremetida de aquella arma que tanto le fascinaba. Se entrechocaron leño y acero, volaron las ardientes astillas que coronaban el recién conquistado pertrecho del hombretón. La fuerza del asalto fue tremenda, las manos de Caramon vibraron y los afilados cantos de la madera se hundieron en su carne, pero se mantuvo firme. Su energía vital obligó al gigante a retroceder, en incierto equilibrio.

También el semiogro conservó el control de sí mismo. Plantó la pata de acero en la tierra y, mientras mantenía a raya a su oponente, volvió a tomar posiciones. Despacio, ambos trazaron círculos en espera de la oportuna brecha. Los espectadores no vieron cuándo se abrió ésta, pero, de repente, los adversarios se enzarzaron en una cruenta lucha rodeados por la luz cegadora del metal y los rescoldos leñosos.

Caramon no pudo calcular cuánto duró la contienda. El tiempo se disipó en una niebla de dolor, miedo y agotamiento. Sus pulmones parecían abrasarle el pecho, su respiración se volvió irregular, sangraban sus descarnadas manos. Y, pese a tan denodados esfuerzos, no adquiría ninguna ventaja. Jamás se había enfrentado a un rival semejante y algo similar le sucedía a Pata de Acero, quien, tras iniciar la pugna con una sonrisa de desprecio, tuvo que hacer acopio de toda su determinación para resistirla. Los hombres les contemplaban en silencio, hipnotizados ante el mortífero litigio.

Los únicos sonidos que se oían en el cerco eran el crepitar del fuego, el pesado aliento de los exhaustos contrincantes y el chapaleo ocasional de un cuerpo al caer en el barro, unido a quedos gemidos.

El corrillo de espectadores, las llamas, se convirtieron en una nebulosa para Caramon. Sus maltrechos brazos sostenían el leño como si de un árbol entero se tratase; el mero hecho de inhalar aire era una agonía y no hallaba más consuelo que la certidumbre de la fatiga del coloso, no inferior a la suya, algo que constató al no embestirle éste en una oportunidad propicia por verse forzado a recuperar el resuello. Exhibía el semiogro un hondo surco purpúreo en el costado, allí donde el tronco había estampado su huella. Todos habían oído el crujir de sus costillas y también habían reparado en cómo se contraía su faz macilenta.

Vencido su fugaz momento de debilidad, una estocada le permitió desestabilizar a Caramon, el cual, bamboleándose, agitó su arma en un intento frenético de salvarse. Volvieron a acecharse unos segundos, ajenos a su entorno y con la vista puesta en el enemigo. Ambos sabían que el próximo error podía acarrearles la muerte.

Y, entonces, Pata de Acero resbaló en el fango. Fue un pequeño traspié, que le hizo hincar la rodilla auténtica y afianzarse en la falsa. Al principio de la liza se habría incorporado en un santiamén, pero su fortaleza se había mermado y tardó un poco en restablecerse.

El guerrero no necesitaba más que esta corta vacilación. Se abalanzó sobre el descomunal individuo e, impulsado por un último resquicio de energía, alzó el madero y descargó su peso en el muñón al que se sujetaba el apéndice metálico. Igual que un martillo aplasta al clavo, la acometida incrustó la pata de acero en el fangoso suelo.

Revolviéndose en un ataque de furia, el semiogro forcejeó para liberar el miembro inmovilizado mientras apartaba al otro luchador con repetidos sesgos de su espada. Casi consiguió su propósito, tal era su apabullante vitalidad, y Caramon tuvo que renunciar al anhelado descanso al comprobar que no se había desvanecido el peligro.

Además, la contienda sólo podía zanjarse de una manera. Ambos lo sabían desde su inicio, así que el hombretón, en un supremo alarde, avanzó protegido por su tronco y arrancó la empuñadura de la garra del postrado al atrapar la espada en un inesperado revés. Pata de Acero, consciente del mensaje de destrucción que transmitían sus ojos, reanudó sus convulsiones para desencajar el miembro del embarrado terreno. Incluso en el momento crucial, cuando el leño que el guerrero enarbolaba se irguió sobre su cabeza, sus manazas intentaron interceptar la letal trayectoria del arma.

El leño se zambulló en el cráneo del semiogro con un ruido seco. Partido el occipucio, el herido se desmoronó al instante y, tras sufrir un indescriptible espasmo de agonía, quedó inerte. Aprisionado aún su miembro en la argamasa de lodo, la lluvia lavó la sangre y los sesos que sobresalían por las heridas de la cabeza.

Víctima del dolor y el cansancio, Caramon se desplomó en un charco para, con el apoyo de su manchado pertrecho, rezumante de sangre y de agua, tomar aliento. Resonó en sus oídos el rugir de los salteadores, dispuestos a acabar con su vida. No reaccionó, ya nada le importaba.

Aguardó el ataque de los encolerizados bandidos, casi lo deseó. Sin embargo, éste no se produjo.

Confundido, el hombretón alzó el rostro. Su entelada vista se posó en una figura ataviada de negro que se había arrodillado junto a él, y sintió el abrazo de su hermano a la vez que vislumbraba, en las puntas de sus dedos, unos rayos de singular resplandor con los que amenazaba a quien osara acercarse. El luchador entornó los párpados y se refugió en el enjuto pecho de Raistlin, ansioso de calor.

Emitió un suspiro tembloroso, antes de notar el contacto de unas manos frías en su piel. Reconoció a su propietaria al acunarle una plegaria a Paladine y, abriendo los ojos, desechó su ayuda de un empellón. Demasiado tarde, el influjo curativo de Crysania se extendía ya por sus entrañas. Oyó los gritos sofocados de los hombres que se habían arremolinado a su alrededor al desaparecer sus heridas, volatilizarse los moretones y volver el color a su ceniciento rostro. Ni siquiera la pirotécnica del mago había provocado las voces de alarma que ahora circulaban de boca en boca.

—¡Brujería! ¡Esa mujer le ha sanado con sus poderes diabólicos! ¡Quemémosla!

—¡La bruja y el nigromante deben consumirse en la hoguera!

—Tienen hechizado al guerrero. Si les eliminamos, liberaremos su alma torturada.

Consultando a su gemelo con la mirada, Caramon constató por su sombría expresión que, al igual que él, revivía viejos recuerdos. Corrían un riesgo inminente; debían actuar sin demora.

—¡Esperad! —exclamó el fornido luchador, al mismo tiempo que se levantaba de su vulnerable postura.

El cerco se había estrechado, y el nerviosismo de los hombres dejaba patente que si no se abalanzaban era porque temían a Raistlin. Al sumirse éste en un violento acceso de tos, fue el guerrero quien se inquietó. De abandonarle las fuerzas no habría salvación posible.

De pronto, se le ocurrió una idea, que se apresuró a poner en práctica. Aferró a la desconcertada Crysania, la escudó tras su cuerpo y se encaró a la desafiante, aunque amedrentada, concurrencia.

—Tocad a esta mujer y sucumbiréis a una muerte más atroz que la de vuestro cabecilla —les advirtió, cristalina su voz en medio del aguacero.

—¿Por qué hemos de respetar la vida de una bruja? —cuestionó uno, coreado por susurros de asentimiento.

—¡Porque me pertenece! —le espetó Caramon inconmovible, en actitud retadora. Crysania, a su espalda, quiso protestar, pero Raistlin la silenció con un significativo gesto por el que apeló a su prudencia—. No me tiene hipnotizado, como afirmáis; obedece mis órdenes y las del mago —continuó el hombretón—. No os causará el menor daño, os lo garantizo.

Volvió a elevarse un murmullo entre los presentes, pero sus ojos, al mirar a Caramon, ya no reflejaban ira. A la admiración inicial se sumaba, ahora, la voluntad de escucharle.

—Dejad que sigamos nuestro camino —solicitó Raistlin con voz queda—, y…

—Soy yo quien debe hablar —le interrumpió su gemelo. Tiró de su brazo, consciente del asombro del hechicero, y susurró estas palabras en su tímpano—: He forjado un plan. Vigila a la sacerdotisa.

El nigromante asintió y fue a situarse al lado de Crysania, quien, callada y rígida, espiaba a los forajidos. Mientras tanto el guerrero recogió la espada que desprendiera de la zarpa de Pata de Acero y avanzó hacia el cadáver del semiogro, tendido en un charco enrojecido. Alzó el imponente pertrecho sobre su cabeza, con un porte triunfal que le confirió un innegable atractivo. La luz de la fogata lamía su piel broncínea, los músculos de sus brazos se abultaban en rizos de energía, todo él constituía un espléndido espectáculo al erguirse junto a los despojos de su enemigo.

—He aniquilado a vuestro jefe. ¡Ahora reclamo el derecho de ocupar su puesto! —apuntó, y su voz resonó entre los árboles—. Sólo exijo una cosa, que abandonéis esta vida de asesinatos, robos y pillaje. Nos dirigiremos al sur.

Su arenga suscitó una reacción de júbilo que le desorientó.

—¡Al sur, viajan hacia el sur! —entonaron varias voces al unísono, sucedidas por ovaciones dispersas.

Caramon estudió a sus oyentes de hito en hito, perplejo frente a la algarabía general. Raistlin, pálido como la muerte, se aproximó a él para preguntarle:

—¿Qué te propones?

El aludido se encogió de hombros, sin dar crédito todavía al revuelo de entusiasmo que había creado.

—Me ha parecido adecuado aprovechar la circunstancia para reunir una escolta armada —confesó—. Los territorios meridionales son, en muchos aspectos, más salvajes que los que hemos recorrido, y he supuesto que algunos de estos hombres accederían a acompañarnos. No lo comprendo.

Un joven de noble talle que, más que cualquiera de los otros, avivaba la imagen de Sturm en la memoria del luchador, dio un paso al frente. Tras indicar a los restantes que guardaran silencio, hizo sus pesquisas en nombre de la comunidad.

—¿Vais al sur? —inquirió—. ¿Por ventura buscáis los fabulosos tesoros de los Enanos de Thorbardin?

—¿Lo entiendes ahora? —reprendió Raistlin a su hermano.

De nuevo la tos puso fin a su discurso. Asfixiado, se agitó en unas convulsiones que, como siempre, lo redujeron a un estado lamentable. De no ser porque Crysania acudió rápidamente en su auxilio, se habría desmayado.

—Lo que entiendo es que necesitas descansar —replicó Caramon, alicaído—. Y nosotros también. A menos que recurramos a la protección de un grupo de mercenarios expertos no tendremos una noche tranquila, de paz absoluta. ¿Qué ocurre? ¿Qué pintan en todo este asunto los Enanos de Thorbardin?

El nigromante bajó la cabeza, que quedó oculta en las sombras de su capucha.

—Diles que sí, que seguimos la ruta del sur y nos disponemos a atacar a esos hombrecillos —musitó al fin, en tono confidencial.

—¿Atacar Thorbardin? —repitió el corpulento humano con los ojos desorbitados.

—Te lo explicaré más tarde —prometió Raistlin de mal humor—. Haz lo que te he sugerido.

Caramon titubeó. El hechicero, al ver su zozobra, esbozó una sonrisa ambigua, irónica y desagradable.

—Es tu única posibilidad de regresar a casa, hermano —le reveló—. Y quizá también de salir con vida de este embrollo.

El guerrero oteó el panorama. Los hombres habían reemprendido sus cuchicheos durante su conferencia privada, recelosos de sus intenciones. Sabedor de que, si no se decidía de inmediato, perdería los puntos ganados y, acaso, se enfrentaría a otro ataque de la cuadrilla, se volvió de espaldas a fin de reflexionar. No podía desperdiciar un instante, pero tampoco quería actuar de forma precipitada.

—Vamos al sur —afirmó despacio, para disimular su torbellino mental—, por razones que no puedo exponeros. ¿Qué historia es esa de los tesoros de Thorbardin?

—Se rumorea que los enanos han acumulado una gran riqueza en el reino que se extiende bajo la montaña —respondió el joven que le abordara, con la aquiescencia de sus compañeros.

—Una riqueza que sustrajeron a los humanos —apostilló otro.

—Sí —intervino un tercero—. No sólo se compone de dinero. Tienen además grano y ganado. Comerán como reyes este invierno, mientras que nuestros estómagos rugirán vacíos, estragados.

—En más de una ocasión proyectamos irrumpir en su territorio y apoderarnos de una parte —continuó el joven de noble aspecto—, mas, en el último momento, Pata de Acero nos conminaba a desistir. Según él aquí estábamos bien, no merecía la pena aventurarse. Nunca nos convenció del todo, algunos confabulaban a su espalda.

Caramon se sumió en sus meditaciones, lamentando no conocer mejor los acontecimientos del pasado. Pese a las escasas horas dedicadas a la lectura, había oído hablar de las guerras enaniles, o de Dwarfgate, gracias a los incesantes relatos de su amigo Flint. Este hombrecillo pertenecía a la tribu de las Colinas y le habían llenado la cabeza de narraciones sobre la crueldad de sus parientes de las Montañas, asentados en Thorbardin, muy similares a las que ahora le explicaban los bandidos. La única diferencia era que, al decir de Flint, las riquezas atesoradas habían sido robadas a sus primos, los miembros de su propia raza.

Si todo aquello era cierto, la determinación de asaltar su ciudad estaba justificada. Podía seguir sin reparos las recomendaciones de su hermano. No obstante, en Istar algo se había roto en las entrañas del hombretón y, aunque empezaba a pensar que se había equivocado al juzgar al mago, ya no se extinguiría la llama de la desconfianza. Nunca acataría a ciegas la voluntad de Raistlin. ¡Ojalá hubiera examinado las Crónicas! Sin duda, allí estaba la clave.

¡Pobre Caramon! Navegaba en un mar de dudas. Por una parte sentía la ardiente mirada del hechicero en su persona, le atosigaba el eco de sus palabras: «Tu única posibilidad de regresar a casa». Por otra, sus resquemores respecto al arcano personaje le impedían obedecer. Cerró el puño presa de la cólera; sabía que su gemelo había ganado la partida.

—Nos encaminamos a Thorbardin —declaró ásperamente, prendida la vista en la espada. La alzó al instante, sin embargo, para escrutar a los presentes y proponer—. ¿Vendréis con nosotros?

Se produjo un letal silencio, en el que algunos de los hombres rodearon al supuesto noble, su portavoz, y dialogaron con él. Él escuchó, asintió y se enfrentó de nuevo al guerrero.

—Seguiríamos sin vacilar a una criatura que, como tú, ha demostrado su valentía —le confirmó—. Pero ¿qué relación mantienes con este Túnica Negra? ¿Quién es él para que le profesemos lealtad?

—Me llamo Raistlin —se interfirió el mago—. Este hombre es mi escudero, mi custodio si lo preferís.

No hubo respuesta audible, tan sólo ceños fruncidos y expresiones reticentes.

—Dice la verdad —les aseguró Caramon—, excepto en un detalle. Su nombre auténtico no es Raistlin, sino Fistandantilus.

Todos a una, los salteadores contuvieron el resuello. Su hostilidad se trocó en respeto, en temor.

—Yo soy Garic —se presentó el joven, inclinándose frente al archimago con la anacrónica cortesía de los Caballeros de Solamnia—. Nos han llegado noticias de tu poder, gran maestro, y aunque tus acciones son tan oscuras como tu túnica, o al menos así lo cuentan quienes te han conocido, vivimos tiempos inciertos. Os escoltaremos, a ti y al guerrero que te sirve.

Avanzando hasta Caramon, posó su espada a sus pies. Otros le rindieron igual pleitesía, con mayor o menor predisposición. Hubo algunos que se refugiaron en la penumbra y emprendieron la huida, mas, al reconocerlos como los rufianes inveterados que eran, el fornido humano nada hizo para detenerlos.

Quedaron una treintena de hombres, unos de porte tan distinguido como Garic y los restantes, la mayoría, harapientos ladrones y bandidos.

—Mi ejército —masculló el hombretón aquella noche, mientras extendía su manta en la cabaña que Pata de Acero había construido para su uso personal.

Oyó en el exterior las quedas conversaciones que intercambiaba Garic con el otro hombre que, en opinión de Caramon, ofrecía suficientes garantías como centinela. Tan exhausto estaba el luchador, que imaginó que el sueño acudiría presto a su llamada. Pero no fue así. Se halló solo en la negrura, tumbado en su cama de campaña y absorto en la elaboración de sus planes al mismo tiempo que los custodios, sin alzar la voz, charlaban sobre los sucesos de la velada.

Al igual que tantos soldados, el guerrero había soñado con ascender a oficial. Ahora, cuando menos lo esperaba, se le ofrecía la oportunidad de demostrar sus dotes de mando y ello constituía un buen comienzo. Por primera vez desde que arribaran a esta época desolada, sintió un atisbo de júbilo.

Dio vueltas en su cerebro a las distintas cuestiones que debía resolver: el adiestramiento de la tropa, las rutas a elegir, las provisiones… Eran todos problemas nuevos, que no conoció durante su experiencia como mercenario pues, incluso durante la guerra de la Lanza, siguió el liderazgo de Tanis. Su hermano nada sabía de estos asuntos y así se lo había comunicado. Él sería el responsable de la organización práctica de la marcha. Se trataba de un reto importante, mas Caramon lo halló liviano. No le molestaba en absoluto encargarse de inmediateces tangibles que conjuraban en su pensamiento el enrevesado conflicto con su gemelo.

Tales cábalas le impulsaron a fijarse en Raistlin, que se había acostado junto al fuego del pétreo hogar. A pesar del calor que reinaba en la estancia, el nigromante estaba arrebujado bajo su capa y tantas mantas como Crysania había podido conseguir. El aire matraqueaba en sus vías respiratorias, mientras que algunos ataques de tos enturbiaban la placidez de su descanso.

La sacerdotisa se había acomodado al otro lado de la fogata y, aunque agotada, su sueño era inquieto. En más de una ocasión emitió un grito y se incorporo de forma brusca, pálida y temblorosa. El hombretón suspiró. Le habría gustado reconfortarla, tomarla en sus brazos y ahuyentar las pesadillas. Al descubrir tal anhelo en su alma le sorprendió su intensidad, una vehemencia que nunca antes le moviera en relación con la sacerdotisa. Quizá le había trastornado el hecho de declarar frente a los hombres que le pertenecía, o ver las manazas del semiogro sobre su cuerpo; no acertaba a definir sus emociones, pero estaba seguro de haber experimentado la misma furia que delatara el rostro de su hermano.

Fuera cual fuese el motivo, Caramon la contempló esta noche de un modo especial. La proximidad de la mujer despertó en su persona una ansiedad que abrasaba su piel y aceleraba su pulso.

Cerrando los ojos, invocó el recuerdo de Tika, su esposa. Pero se había obstinado durante tantos meses en borrarla de su memoria, que no le satisfizo lo que visualizó, una efigie nebulosa, imprecisa y, sobre todo, lejana. Crysania, en cambio, era de carne y hueso, estaba a su alcance, hasta su aliento se le antojaba material.

«¡Malditas féminas!», se dijo disgustado el guerrero. Se tumbó sobre el vientre, resuelto a enterrar tales elucubraciones en el fondo del saco donde bullían sus otras cuitas.

Tuvo éxito. Su voluntad y la fatiga le ayudaron a relajarse. No obstante, antes de abandonarse al reposo fue asaltado por una imagen que revoloteaba en los recovecos de su ser. Nada tenía que ver con la lógica, ni con pelirrojas posaderas ni, tampoco, con bellas sacerdotisas de alba túnica.

Se trataba de una mirada, del extraño fulgor que había detectado en las pupilas de Raistlin al mencionar él a Fistandantilus en presencia de los bandoleros.

No fue un destello de cólera o exasperación, como cabía esperar. Lo que perturbó a Caramon, y le impedía ahora entregarse al olvido, fue el reflejo de un sentimiento mucho más inusual en el talante del mago: un terror puro, sin matizaciones.

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