LIBRO II

El ejercito de Fistandantilus

A medida que el grupo de hombres puesto bajo las órdenes de Caramon avanzaba hacia el sur, en dirección al gran reino enanil de Thorbardin, fue creciendo su fama y, también, su número. El legendario «tesoro de la montaña» había protagonizado durante mucho tiempo las conversaciones de los míseros, hambrientos habitantes de Solamnia que, aquel mismo verano, habían visto cómo la mayor parte de sus cereales se socarraban y morían en los campos. Devastadoras epidemias, más temidas que las salvajes hordas de goblins y ogros que la penuria había expulsado de sus moradas, abatían la tierra.

Aunque no había finalizado el otoño, el frío heraldo del invierno se respiraba en el aire nocturno. Frente a la perspectiva de presenciar, inermes, la muerte de sus hijos bajo el azote de unas calamidades que los clérigos de los nuevos dioses no podían curar, los hombres y las mujeres de Solamnia estaban persuadidos de que nada tenían que perder. Abandonando sus hogares, reunieron a sus familias y pertenencias para engrosar las filas de la itinerante tropa.

Después de preocuparse en principio de alimentar a una treintena de soldados, Caramon se halló de pronto responsable del sustento de varios centenares de hombres, además de sus esposas e hijos. Cada día eran más los que afluían al campamento. Unos eran caballeros, adiestrados en el manejo de la espada y la lanza, nobles en su porte a pesar de los harapos con los que se cubrían; otros granjeros totalmente inexpertos, que sostenían las armas como si de azadas se tratase, si bien no podía ignorarse el valor que acuñara en sus ánimos la prolongada necesidad padecida. En efecto, tras su penoso sometimiento a la carencia de los bienes más imprescindibles, el panorama de luchar contra un enemigo concreto, que podía ser combatido y derrotado, se les antojaba una bendición.

Y así, sin apenas darse cuenta, Caramon se convirtió en el general del que habría de conocerse como el «ejército de Fistandantilus».

En los primeros tiempos, su único afán fue adquirir abastos para los ingentes tropeles de voluntarios y sus familias, sin orden ni concierto. Pero no en vano había llevado una larga vida de mercenario, y su experiencia en este terreno le dictó sabias medidas. Descubrió a los cazadores más avezados, a los que envió a los bosques en busca de presas, mientras las mujeres guisaban la carne obtenida y secaban la sobrante, almacenando todo cuanto no debía consumirse de inmediato.

Muchos de los que se unieron al grupo llevaron el grano y la fruta que habían podido cosechar, una aportación valiosa que el hombretón aprovechó. Ordenó que el cereal fuera molido a fin de obtener harina, que se prepararan confituras perdurables y, así, el maíz se convirtió en pan, duro como una piedra pero alimenticio, con el que asegurar la existencia durante meses. Incluso los niños tenían sus tareas. Unos cobraban pequeñas piezas, otros pescaban, todos transportaban agua y cortaban madera.

Una vez atendidas las cuestiones básicas, el general se dedicó a enseñar a los reclutas. Los entrenó en el uso de la lanza, del arco, de la espada y el escudo. El más arduo empeño fue el de conseguir tales pertrechos.

Mientras, sin detenerse ante las dificultades, el ejército recorría el país. En el sur corrió la noticia de su llegada.

1 El reino de los enanos

Pax Tharkas, un monumento a la paz, se transformó de la noche a la mañana en el símbolo de la guerra.

La historia de la gran fortaleza de piedra hunde sus raíces en una leyenda improbable, en el pasado de una raza enanil desaparecida que, en todos los anales, recibe el nombre de Kal-thax.

Al igual que los humanos son aficionados al metal, a templar armas invencibles o al brillo de una moneda, al igual que los elfos se consagran a la preservación de los parajes boscosos y de la vida, los enanos concentran sus esfuerzos en trabajar la roca, en moldear la osamenta del mundo.

Antes de la Era de los Sueños, Krynn estuvo inmerso en un período denominado la Era de la Penumbra, cuando la Historia se fundía en la niebla de sus propios albores. Habitaba entonces los grandes salones de Thorbardin una raza de enanos cuyas construcciones eran tan perfectas, tan extraordinarias, que el dios Reorx, forjador del mundo, se maravilló al contemplarlas. Sabedor, en su infinita penetración de la naturaleza de los mortales, de que una vez alcanzados sus más ambiciosos proyectos éstos pierden todo estímulo para superarse, Reorx retiró de la faz de la tierra a los kalthax y los llevó a vivir a su reino, cerca de su fragua celeste.

Pocos exponentes quedan de la antigua artesanía de esta raza, apenas unas piezas dispersas que se conservan en Thorbardin como objetos de valor incalculable. Después de que los kal-thax abandonaran sus dominios, todos los enanos hicieron suyo el anhelo de esculpir en la roca obras tan insuperables de modo Reorx, para premiarles, les llamara junto a él.

No obstante, con el transcurrir de los años tan encomiable aspiración se pervirtió y tergiversó hasta transformarse en una manía obsesiva.

Capaces tan sólo de pensar en la piedra, de soñar con ella, las existencias de los enanos acabaron siendo tan inflexibles como la materia prima de su arte. Se cobijaron en laberintos cavados en la montaña, de tal manera que se aislaron del exterior y ese exterior, poco a poco, les olvidó.

Siguió pasando el tiempo hasta que se desataron las cruentas guerras entre elfos y humanos, una trágica contienda que concluyó con la firma del Pergamino de Swordsheath o de la Vaina de Espada, y el exilio voluntario de Kith-Kanan, junto a sus leales subordinados, de su morada en Silvanesti. Según especificaba el tratado de paz, los elfos qualinesti —término que significa «nación liberada»— obtuvieron la zona occidental de Thorbardin para establecer en ella su nuevo hogar.

Hombres y elfos hallaron el pacto aceptable. Por desgracia, a nadie se le ocurrió consultar a los enanos, quienes, viendo en la afluencia masiva de miembros de otra raza una amenaza a su retirada existencia en el corazón de la montaña, atacaron a los intrusos. Kith-Kanan descubrió, desolado, que había zanjado un conflicto para enzarzarse en otro.

Décadas después, y tras practicar toda suerte de estrategias, el rey elfo convenció a los testarudos enanos de que su piedra no le interesaba, que sólo quería complacerse en la observación de la bullente y hermosa espesura. Aunque este amor a algo efímero, en perpetuo cambio, era del todo incomprensible para los enanos, llegaron a admitir su presencia. Vencidos los resquemores, ambas razas pudieron trabar amistad.

Pax Tharkas se erigió como testimonio de la concordia. La fortaleza, que guardaba el paso montañoso entre Qualinost y Thorbardin, se convirtió en el monumento a las diferencias, en un símbolo de unión en la diversidad.

En la época anterior al Cataclismo, elfos y enanos se alternaban la vigilancia en las almenas del imponente alcázar. Pero, ahora, únicamente estos últimos custodiaban el recinto desde sus dos altas torres, pues la hecatombe dividió de nuevo a tan dispares razas.

Se retiraron los elfos a su boscosa patria de Qualinost, necesitados de un refugio donde sanar sus heridas. A salvo en sus regiones ancestrales, su ansia de soledad les llevó a cerrar las fronteras. Quienquiera que osara traspasarlas, humano, goblin, enano u ogro, era ajusticiado al instante, sin concedérsele la oportunidad de explicar el motivo de su incursión.

En todo ello pensaba Duncan, rey de Thorbardin, mientras veía zambullirse el sol tras los riscos cual si cayera del cielo a fin de visitar las tierras de los qualinesti. Perfilóse en su mente una divertida escena en la que los elfos atacaban al astro por atreverse a invadirles, y apareció en sus labios una sonrisa socarrona.

«Tienen sus razones para comportarse de ese modo —rectificó—, para repudiar al mundo. ¿Qué trato, después de todo, han recibido de las criaturas que lo pueblan? Arrasaron sus dominios, violaron a sus mujeres, asesinaron a sus hijos, quemaron sus casas y les robaron el alimento —enumeró para sus adentros—. ¿Fueron acaso los goblins o los ogros, máximos adalides del mal? ¡No! —gruñó salvajemente—. Fueron aquellos en los que habían confiado, que acogieron como hermanos: los hombres.

»Ahora ha llegado nuestro turno —recapacitó Duncan, paseando por las almenas sin perder de vista la luz crepuscular que, con sus purpúreas matizaciones, teñía el cielo de sangre—. Como les ocurriera a los elfos, tendremos que cerrar las puertas y castigar a quien pretenda atravesarlas. ¡Si el Abismo es el común destino de los mortales, que ellos se precipiten a su manera y nos dejen seguirles a la nuestra!».

Perdido en sus cavilaciones, el monarca no se percató hasta unos minutos más tarde de que alguien se había reunido con él en la atalaya. El recién llegado, también de raza enanil, le sobrepasaba toda la cabeza y, dada su estatura, daba una zancada por cada dos que él avanzaba. No obstante, para demostrarle su inalterable respeto, había acomodado su paso al del cabecilla.

Duncan frunció el entrecejo. En cualquier otro momento habría agradecido la compañía de aquel personaje, mas ahora juzgó su presencia como un ominoso presagio. La proximidad de tan alta figura ensombreció sus meditaciones a la vez que el sol, al desaparecer en el horizonte, prolongaba las sombras de los indiferentes picos, que se cernieron como dedos estirados sobre la mole de Pax Tharkas.

—Guardarán bien nuestras fronteras del oeste —comentó el soberano con objeto de entablar un diálogo, fija su mirada en las zonas limítrofes de Qualinost.

—Sí, thane —respondió el otro.

Duncan escrutó a Kharas, y sus ojos centellearon bajo las pobladas cejas. Aunque su subordinado había asentido a sus palabras, se adivinaba en su timbre una reserva, una frialdad que sólo podían indicar desaprobación.

Emitiendo el peculiar resoplido que caracterizaba a los de su raza, el monarca giró abruptamente sobre sí mismo para caminar en sentido opuesto y advirtió, satisfecho, que había pillado desprevenido a su larguirucho siervo. Pero éste, en lugar de dar un traspié en un forzado intento de alcanzarle, se detuvo y oteó, en triste ademán, el panorama que se extendía entre las almenas de la fortaleza y las umbrías tierras elfas.

Irritado por tal reacción, Duncan tuvo el impulso de proseguir el paseo sin su fiel súbdito. Cuando, cambiando de idea, resolvió hacer un alto para dejar que acudiera a su lado, comprobó sorprendido que el otro enano rehusaba moverse. Exasperado, hubo de retroceder.

—Por la barba de Reorx, Kharas —rezongó—, ¿qué sucede?

—Creo que deberías hablar con Fireforge —apuntó el aludido mientras el cielo, que ahora examinaba con gran atención, se oscurecía del encarnado al gris. En su bóveda, el fulgor de una estrella solitaria se destacaba en la creciente penumbra.

—No tengo nada que decirle —atajó el rey.

—El thane es prudente.

Pronunció Kharas esta frase ritual con una reverencia, mas el suspiro que la acompañó, y su modo de entrechocar las manos en la espalda, desmentían su aparente sumisión.

—En tus labios, esa fórmula significa que el thane es un perfecto asno —estalló Duncan, a quien no le pasó inadvertida su actitud—. ¿He acertado? —preguntó, pellizcándole el brazo.

El enano de alta talla volvió el rostro hacia el monarca y sonrió, al mismo tiempo que se acariciaba las plateadas trenzas de su rizada barba, unas relucientes hebras iluminadas, en esta hora crepuscular, por las antorchas recién encendidas en los muros. En el instante en que se disponía a contestar, el aire se llenó de los ruidos disonantes que producían el crujir de varios pares de botas, estampidos de pisadas, voces de mando y el estrépito metálico de unas hachas contra el acero, todos ellos representativos del cambio de guardia. Los capitanes intercambiaron instrucciones, los soldados abandonaron sus puestos a fin de cederlos al relevo y Kharas, que espió en silencio el ajetreo, lo utilizó como un respaldo a su sentencia cuando, al fin, la profirió.

—Debes recibirle en audiencia, thane Duncan —declaró—. Se rumorea que hostigas a nuestros primos para que se levanten en armas.

—¡Yo! —rugió el soberano con tono colérico—. Nunca provocaría una guerra. Son ellos quienes se han puesto en marcha y salen de sus colinas como un tropel de ratas. También fueron ellos quienes desertaron de las montañas. Nadie les obligó a huir de la morada que, por tradición, les corresponde. Su orgullo mal entendido los empujó…

Duncan se dilató en un relato pleno de perversidades, indiscutibles unas e imaginarias otras. Kharas permaneció mudo, sin interrumpirlo. Esperó paciente hasta que hubo desahogado su ira.

—Razón de más para que escuches a Fireforge —apostilló cuando el rey hubo concluido—; de ese modo acallarás a los murmuradores. Por otra parte, mi thane, de vuestra charla todos podemos salir beneficiados. No sólo nuestros primos nos vigilan.

El monarca masculló algo incomprensible y se sumió en sus cábalas. Él no era un botarate, a pesar de haber acusado a Kharas de tal pensamiento, ni su subordinado lo creía. Al contrario, después de erigirse en cabecilla de uno de los siete clanes del reino enanil, Duncan había logrado agrupar bajo su mando a las otras facciones, proporcionando a los habitantes de Thorbardin un único paladín por primera vez en varios siglos. Incluso los dewar reconocían su predominio, aunque a regañadientes.

Los dewar, o enanos oscuros, vivían en hondos subterráneos, en grutas hediondas y lóbregas en las que hasta sus hermanos de las montañas, acostumbrados a cobijarse al amparo de la tierra, rehusaban entrar. Tiempo atrás el estigma de la demencia había marcado a este clan, de manera tan fehaciente que todos les habían vuelto la espalda. En la actualidad, tras numerosas centurias de multiplicarse entre ellos a causa de su aislamiento, su locura se había acentuado, mientras que los tildados de cuerdos formaban un grupo amargo y hosco.

De todos modos, no dejaban de resultar útiles a la comunidad. De talante irritable, feroces en sus costumbres, hallaban placer en matar y este hecho les convertía en piezas valiosas del ejército del thane. Duncan les dispensaba un trato amable por este motivo y también, en el fondo, porque era un soberano benigno y justo, si bien no ignoraba la necesidad de mantenerse alerta ante el más mínimo brote de rebeldía.

Esta perspicacia que le servía para guardar su seguridad le indujo, asimismo, a recapacitar sobre las palabras de Kharas. «No sólo nuestros primos nos vigilan». Muy cierto, hubo de admitirlo. Desviando la vista hacia el oeste, ahora circunspecto, se dijo que los elfos no deseaban complicaciones pero, si sospechaban de la inminencia de una guerra entre los enanos, su único empeño sería actuar prontamente en defensa de su territorio. Se volvió el soberano hacia el norte donde, de confirmarse las habladurías, los belicosos moradores de los llanos de Abanasinia habrían de establecer una alianza con los Enanos de las Colinas, a quienes habían permitido acampar en la zona de su jurisdicción. Quizás a estas alturas ya habían sellado el acuerdo, algo que a Duncan le interesaba saber y que, quizás, averiguaría en el curso de la entrevista solicitada por Fireforge.

Y, para colmo de desventuras, circulaba de boca en boca la noticia de que un ejército viajaba hacia Thorbardin desde la malhadada Solamnia, un ejército conducido por un poderoso mago de Túnica Negra.

—Muy bien, tú ganas —se rindió el soberano ante su leal seguidor—. Puedes comunicar a ese Enano de las Colinas que nos encontraremos en la sala de los thanes o gobernadores hoy mismo, en la hora de la Vigilia. Procura convocar a los portavoces de los otros clanes. Celebraremos esa reunión, ya que tan encarecidamente la recomiendas.

Kharas, esbozada una sonrisa en sus labios, se inclinó en tan pronunciada reverencia que las puntas de su luengua barba casi rozaron sus botas. Duncan, por su parte, respondió a su cortesía con un breve asentimiento y abandonó las almenas entre el matraqueo de sus pisadas, que daban la medida de su descontento como no lo habría hecho ninguna declaración verbal. Los centinelas apostados en las torres saludaron sin aspavientos al monarca y, de inmediato, reanudaron su guardia. Los enanos son criaturas independientes, que profesan fidelidad a su clan y dejan en segundo plano la obediencia a cualquier otra causa, aunque la promueva el mismo rey. Respetaban a su paladín, mas no estaban dispuestos a someterse sin condiciones; y él lo sabía. Preservar su rango era una batalla diaria.

Los conciliábulos, interrumpidos por la veloz retirada de Duncan, fueron reemprendidos en cuanto el monarca entró en la mole. Los soldados eran conscientes de que se avecinaba una contienda y, a decir verdad, ansiaban pelear. Al oír sus inflamados comentarios sobre refriegas y combates, al constatar su entusiasmo, Kharas no pudo reprimir un nuevo suspiro.

Concentrándose en su quehacer, el personaje de insólita estatura —siempre según los cánones de su raza— partió en busca de la delegación del Clan de las Colinas, tan alicaído su ánimo como pesado se le antojaba el gigantesco mazo que portaba, un pertrecho que sus compañeros apenas podían levantar del suelo. También Kharas preveía el estallido de un conflicto y esta perspectiva le inspiraba reacciones similares a las que tuvo cuando, de niño, visitó la ciudad de Tarsis y se demoró en la playa para admirar sobrecogido el romper de las olas sobre la arena. Al igual que la hinchada marea, la reyerta era algo inevitable. Mas, pese a no abrigar ninguna duda al respecto, perserveraría hasta el último momento en su afán de impedirla.

Nunca se molestó en guardar en secreto su repulsa a la guerra, aprovechaba la más mínima ocasión para exponer sus argumentos en favor de la concordia. Eran numerosos los enanos a quienes les extrañaban tales manifestaciones, pues Kharas era tenido por un héroe de su raza que, en su adolescencia, había figurado entre los más encarnizados enemigos de las legiones de goblins y ogros durante las escaramuzas que fomentara el príncipe de los Sacerdotes de Istar.

Era aquélla una época de confianza entre los pueblos. Aliados de los Caballeros de Solamnia, los enanos acudieron en su auxilio cuando los goblins invadieron su morada. Se debatieron juntos, y a Kharas le impresionó en gran medida el severo Código que presidía las actuaciones de los nobles humanos mientras que los caballeros, a su vez, quedaron perplejos ante la pericia del entonces joven luchador.

Más alto y fuerte que los otros miembros de su hermandad, este enano singular blandía un mazo de grandes dimensiones que él mismo había confeccionado —cuenta la leyenda que con ayuda de Reorx, su dios—, siendo incontables los episodios en que contuvo en solitario el avance de los invasores para dar tiempo a sus tropas a reorganizarse.

Su valor le valió entre los caballeros el apelativo de Kharas que, en su lengua, significaba precisamente eso, «caballero». Se trataba del mayor honor que su Orden concedía a criaturas pertenecientes a otras etnias.

Al regresar a casa, el apodado Kharas descubrió que su fama se había extendido. Podría haberse instituido en general de las tropas enaniles o incluso en rey, de haberlo querido. Pero no eran tales sus aspiraciones. Prefirió respaldar a Duncan, y muchos de sus congéneres creían que el soberano debía el ascenso al poder en el interior del clan a su poderosa influencia. Si fue así, no por ello se enturbiaron sus relaciones. El ponderado monarca brindó su sincera amistad al laureado héroe, de tal modo que el espíritu práctico de uno frenaba el idealismo del otro.

Sobrevino el Cataclismo, el peor azote en la historia de Krynn. En los años posteriores a la catástrofe, más terribles que el terremoto mismo, la valentía de Kharas fue guía y ejemplo de sus hermanos. Suyo fue el discurso que obró la unión de los thanes y el nombramiento de Duncan. Los dewar depositaron en él su confianza, pese a su esquivo carácter y, gracias al tono conciliador de sus pláticas, las desavenidas sectas de su pueblo no sólo lograron sobrevivir, sino prosperar.

Ahora, este personaje que tanto hizo por los suyos se hallaba en sazón. Se casó en sus años mozos, mas su esposa murió en el Cataclismo y, fiel a las normas por las que se regía su pueblo, no contrajo segundas nupcias. No nació de su enlace ningún hijo que perpetuase su nombre, si bien, a la vista de las perspectivas de futuro, que nada bueno auguraban, Kharas se alegró de no tener que preocuparse por un vástago.


—Reghar Fireforge, de los Enanos de las Colinas, y escolta.

El heraldo hizo esta presentación enhiesto, solemne, golpeando el duro suelo de granito con el extremo de la lanza de ceremonias. Entró inmediatamente el séquito de visitantes y, todos a una, avanzaron hacia el trono donde estaba sentado Duncan. Según lo acordado, se hallaban en la sala de los thanes de la legendaria fortaleza de Pax Tharkas. En torno al monarca, un poco retiradas, habían dispuesto sillas de bajo respaldo, algo desvencijadas a causa de las prisas, para los representantes de los otros clanes que actuarían como testigo de sus respectivos cabecillas. Tan sólo eran eso, testigos que debían informar de cuanto allí se dijera o sucediese. Dado el estado de guerra, la autoridad descansaba en manos de Duncan, dentro, naturalmente, de las limitaciones que imponía el talante poco sumiso de los enanos.

Los seis enviados eran, en realidad, simples capitanes de división. Aunque en principio sólo existía una unidad colectiva formada por miembros de todos los clanes, las circunstancias no dejaban olvidar que la componían grupos diversos hermanados de manera ocasional. Cada uno tenía sus hombres y sus conductores, cada uno vivía separado de los otros, y no eran inusuales los enfrentamientos entre clanes a los que enemistaban antiguos feudos de sangre. Duncan hizo cuanto pudo para mantener hermética la tapa de aquellas bullentes marmitas, pero las presiones la hacían saltar más a menudo de lo deseable.

Ahora, sin embargo, acechados como estaban por un adversario común, reinaba una cierta armonía. Incluso el representante de los dewar, un capitán sucio y harapiento llamado Argat que, al estilo de sus bárbaros ancestros, llevaba la barba anudada en burdos nudos y se entretuvo durante los preliminares arrojando un cuchillo al aire y recogiéndolo en pleno descenso, escuchó las presentaciones con un desdén inferior al que habitualmente exhibía.

También había en la variopinta asamblea un capitán de enanos gully. Conocido como el Highgug, su presencia se debía tan sólo a la cortesía del máximo mandatario. Habida cuenta de que la voz high, en todas las lenguas enaniles, significa «alto», y que gug corresponde a «privado», en el dialecto particular de los gully, su cargo era el de «alto privado» una dignidad irrisoria dentro del ejército si bien, para los de su clan, revestía un honor extraordinario que merecía el respeto, la veneración casi, de las tropas a él encomendadas. Duncan, siempre diplomático, se mostró en todo momento amable con el Highgug y, así, se granjeó su lealtad, desoyendo a quienes opinaban que tan terca obediencia era más un inconveniente que una ayuda. Cuando alguien cuestionaba su actitud, el rey respondía que «nunca se sabe», que él consideraba una política acertada ponerse a los súbditos de su lado.

Allí estaba, pues, el Highgug, aunque pocos le vieron. Habían situado su asiento en un oscuro rincón, donde le ordenaron que permaneciese quieto y callado, instrucciones ambas que el enano siguió al pie de la letra. A decir verdad, hubieron de retirarle dos días más tarde, ya que nadie le indicó de manera expresa que abandonase la sala al finalizar el cónclave.

«Los enanos son los enanos». Era ésta una cantilena que utilizaban con frecuencia los restantes pobladores de Krynn al referirse a las hostilidades existentes entre los habitantes de las colinas y los de las montañas, como para significar que carecían de importancia.

No obstante, la rivalidad y las diferencias eran extremadamente graves en la mentalidad de quienes debían debatirlas, aunque ningún observador extraño les otorgase el crédito debido. Los elfos nunca habría admitido, ni siquiera los enanos mismos, que los clanes de las colinas habían renunciado al reino de Thorbardin por idénticos motivos que impulsaron a los qualinesti a exiliarse de su hogar natal en Silvanesti.

Los habitantes de Thorbardin llevaban una existencia rígida, atrapada en estructuras inamovibles. Cada uno conocía su lugar dentro de su propio clan, y los matrimonios cruzados se juzgaban una monstruosidad al ser el vínculo con los orígenes tan indisoluble como el que nos aferra a la vida. Esta identificación plena era la fuerza motora de la cotidianeidad, y ayudaba a ahuyentar cualquier contacto que se intentara establecer desde el exterior. Tanto repudiaban lo foráneo, que el máximo castigo que podía infligirse a un enano era el destierro, siendo el ajusticiamiento una pena más benigna. El ideal de aquellas criaturas era nacer, crecer y morir sin asomar la nariz fuera de las puertas de Thorbardin.

Desgraciadamente, tan arraigadas ambiciones eran, o habían sido en el pasado, un sueño. Enzarzados en constantes guerras para defender su territorio, los hombrecillos hubieron de realizar numerosas incursiones al otro lado de sus fronteras. Y, además de los litigios, no faltaban quienes pretendían adquirir su habilidad constructora y estaban dispuestos a pagar cuantiosas sumas a cambio de sus servicios. La bella ciudad de Palanthas fue edificada por un auténtico ejército de diestros enanos, al igual que otras muchas urbes del país, y la solicitud con que eran requeridos obró ciertos cambios en el ánimo de los individuos más libres, que se aficionaron a viajar y propugnaron la apertura de sus restringidos códigos. Aquellos traidores hablaron de permitir los casamientos entre miembros de clanes distintos, discutieron las posibilidades de un fructífero comercio entre su pueblo y los elfos o los humanos, manifestaron su deseo de vivir bajo la luz del sol y, lo más aborrecible de todo, expresaron su creencia de que había actividades aún más interesantes que la de trabajar la roca.

Ni que decir tiene que los enanos apegados a los hábitos de su raza vieron en estos postulados una franca amenaza para la sociedad y, de un modo inevitable, se produjo la temida ruptura. Los independientes fueron expulsados a perpetuidad de sus moradas subterráneas, y en la despedida no presidió la paz. Se intercambiaron insultos entre los dos bandos, se pronunciaron frases tan ofensivas que dieron lugar a rencillas destinadas a prolongarse a lo largo de varias generaciones. Los desterrados se instalaron en las colinas, donde, aunque no disfrutaron de la existencia que esperaban, hallaron alivio a las cargas que antes les refrenaran: eran libres de desposarse con quien quisieran, de ir y venir a su antojo, de ganar dinero si así lo elegían. Los que quedaron en la montaña cerraron filas y se tornaron aún más severos en el cumplimiento de las reglas.

Los dos dignatarios que ahora se enfrentaban pensaban en todos estos conflictos mientras se estudiaban mutuamente. También, quizá, reflexionaban sobre el hecho de que aquél era un momento histórico, pues durante varios siglos nunca se habían reunido en consejo.

Reghar Fireforge era el más anciano, un miembro distinguido del clan dominante de los Enanos de las Colinas. Aunque pronto se cumplirían doscientos años de su nacimiento, desde el día en que recibiera el «don de la vida», como ellos lo denominaban, era una criatura fuerte y sana, llena de vitalidad, que procedía de una longeva estirpe. Sus hijos, por el contrario, no habían heredado tales características. Su madre, la esposa de Reghar, murió de una enfermedad de corazón y su mal se propagó entre los integrantes de la familia. Fireforge había enterrado a su primogénito y, muy a su pesar, había detectado los síntomas de un final prematuro en el segundo, un joven de setenta y siete años que acababa de casarse.

Cubierto de pieles y curtidos animales, tan raída su apariencia como la del dewar, si bien más pulcro, el visitante se plantó en el centro de la sala con las piernas separadas y miró al monarca, centelleando sus ojos bajo un entrecejo hirsuto, frondoso, que hizo dudar a muchos de que en realidad pudiera verle. Tenía el cabello de un gris metálico, al igual que su barba, y lo llevaba peinado en unas larguísimas trenzas embutidas en el cinto por los extremos, al antiguo estilo de su clan. Le flanqueaba una escolta de sus congéneres, ataviados de manera parecida, y constituían entre todos un grupo imponente.

El rey Duncan soportó el escrutinio con firme ademán, sin flaquear. Tales intercambios respondían a una arcaica costumbre y, cuando los oponentes eran demasiado tercos para bajar la vista, un tercer individuo, siempre neutral, les interrumpía a fin de evitar que el agotamiento les derrumbase. Mientras observaba a Fireforge, el soberano se atusaba la barba que, sedosa y rizada, caía en cascada sobre su vientre. Ere éste un signo de desprecio que hizo enrojecer de ira a Reghar, aunque fingió ignorarlo.

Los seis observadores permanecieron estoicamente sentados, preparados para una larga sesión, y los miembros de la escolta, tras adoptar posturas relajadas, fijaron sus pupilas en el vacío. El dewar continuó jugando con su cuchillo, sin que nadie osara detenerle pese a lo irritante de su conducta. El Highgug no se movió de supuesto, olvidado de todos salvo por el fétido olor a enano gully que desprendía su persona en la estancia y, así, los presentes en la asamblea se sumieron en una espera que hizo pensar a más de uno que antes se desmoronaría Pax Tharkas bajo los estragos del tiempo que alguien osara levantar la voz. Transcurrida una eternidad, Kharas fue a interponerse, en un acto premeditado, entre los dos cabecillas. Rompió de ese modo su línea de fuego, y ambos contendientes pudieron entornar los párpados sin perder la dignidad.

Hizo el intermediario una reverencia a su rey y otra al mandatario de las Colinas, con profundo respeto en los dos casos. Se retiró al instante para permitir que los bandos enfrentados hablasen «de igual a igual», si bien cada uno tenía su propia idea sobre lo que esto significaba.

—Te he concedido audiencia, Reghar Fireforge, a fin de averiguar qué os ha impulsado a viajar hasta un reino que abandonasteis, por vuestra propia voluntad, hace ya muchas décadas —declaró Duncan en un alarde de cortesía que, entre enanos, no solía durar.

—Fue un día feliz aquel en que desempolvamos nuestros pies de la mohosa tumba donde vivíamos —contestó el aludido— para gozar del aire libre como los hombres honestos, en lugar de ocultarnos bajo la roca a la manera de los lagartos.

Se dio unas palmadas en la trenzada barba, y Duncan se acarició la suya. Durante el breve silencio que sucedió a esta primera confrontación, los acompañantes de Reghar menearon la cabeza en sentido afirmativo, persuadidos de que su adalid había salido victorioso.

—Entonces, ¿por qué hombres tan honestos han regresado a la mohosa tumba? —parafraseó el soberano las palabras del visitante—. A menos, claro está, que lo hagan en calidad de ladrones —apostilló a la vez que se apoyaba en el respaldo, satisfecho de su agudeza.

Se alzó un murmullo aprobatorios entre los testigos, todos ellos de la tribu de las montañas. El monarca, en su opinión, había ganado un punto.

—¿Puede llamarse ladrón a quien pretende recuperar algo que le fue arrebatado? —inquirió Reghar, furioso.

—No acabo de comprender tu comentario —replicó el otro sin alterarse—, ya que no poseéis nada digno de despertar la codicia de vuestros semejantes. Se dice que incluso los kenders evitan pasar por vuestro territorio.

Los partidarios de Duncan estallaron en carcajadas, mientras que los Enanos de las Colinas se convulsionaron de rabia frente a tan terrible insulto. Kharas suspiró.

—¡Ya que has mencionado la cuestión, te expondré mis quejas! —exclamó el ofendido, trémula su barba—. Habéis acaparado los contratos de mampostería, infravalorando nuestros méritos y quitándonos el alimento de la boca. Y, además de abusar de nuestra buena fe, habéis organizado escaramuzas en las que nos habéis despojado de nuestro grano y ganado. ¡A eso le llamo yo robar! Sabemos que habéis amasado una fortuna a nuestras expensas. Ése es el motivo de mi presencia. ¡He venido a reclamar lo que legítimamente me pertenece, ni más ni menos!

—¡Embustes! —rugió el monarca y, llevado por la furia, se pudo de pie—. ¡Patrañas sin fundamento! La riqueza acumulada en el corazón de la montaña es el fruto de nuestro sudor. Si has vuelto es como el hijo pródigo, protestas de tener el estómago vacío después de haraganear de un lado a otro cuando era el momento de trabajar. Fíjate en tu aspecto. Tú y tus seguidores parecéis una horda de mendigos.

—¿Mendigos? —repitió Reghar en un bramido que nada tenía que envidiar al de su rival, purpúreos ahora sus pómulos—. ¡Juro por el dios Reorx que si me ofrecieras un mendrugo lo escupiría en tus botas! Atrévete a negar que estáis fortificando este edificio en los confines mismos de nuestras propiedades, o que habéis instigado a los elfos a interrumpir nuestro comercio para aprovecharos de nuestra pobreza. Reorx es testigo, con su forja y su mazo, de que regresaremos como conquistadores. Recuperaremos nuestros bienes y te enseñaré qué es el auténtico pillaje.

—No dudo que nos atacaréis —repuso Duncan, burlón—, mas lo haréis en consonancia con vuestro carácter. Sois unos despreciables cobardes, y como tales os agazaparéis tras la túnica de un nigromante y los fúlgidos escudos de los guerreros humanos, sedientos de botín. Después, cuando os hayan utilizado, esas criaturas os apuñalarán por la espalda y saquearán hasta vuestros cadáveres.

—¡Tú serás su maestro en ese arte! —le espetó el dignatario de las colinas—. Durante años te has dedicado a vaciar los bolsillos de nuestros muertos.

Los seis representantes de los clanes se irguieron en sus asientos y los soldados de Reghar dieron un paso al frente. La risa chillona del dewar se impuso a la lluvia de improperios, de amenazas, y el Highgug se acurrucó, boquiabierto, en su rincón.

La guerra se habría desatado allí mismo de no intervenir Kharas, quien corrió a situarse entre los litigantes y, con su alta figura, se sobrepuso a ambos bandos. A empellones, tirando de unos y de otros, logró hacerles retroceder si bien, incluso después de separarse, persistieron las risas provocadoras y los agravios verbales. El leal intermediario hubo de hacer acopio de toda su severidad para reinstaurar el silencio, un silencio tenso y hostil.

Kharas tomó la palabra, e inició su discurso en una voz ronca y preñada de pesadumbre.

—Hace tiempo, rogué a nuestro dios que me otorgara la fuerza suficiente para luchar contra la perversidad del mundo. Reorx respondió a mi plegaria invitándome a usar un anexo secreto a su fragua donde, bajo su protección, confeccioné este mazo. Desde entonces lo he enarbolado en todas las batallas, él me ha permitido combatir el Mal y defender mi hogar, el hogar de mi pueblo. Y ahora, mi rey, me pides que tan sagrado pertrecho aplaste las cabezas de mis congéneres, y también vosotros, mis primos, os aprestáis a asolar mi patria en un conflicto del que nadie ha de beneficiarse. Si no deponéis vuestra actitud, me veré obligado a derramar la sangre de los seres que más estimo, mi propia sangre.

Nadie replicó. Los dos enemigos se dirigieron fulminantes miradas bajo sus enmarañadas cejas, si bien se detectaba en sus pupilas un atisbo de vergüenza. La sincera arenga de Kharas conmovió a la mayor parte de los asistentes y también a los dos cabecillas, aunque éstos, dada su avanzada edad y su experiencia, no se dejaron impresionar como los otros. Ambos habían perdido la ilusión, los ideales de la juventud, conocían demasiado bien los entresijos del mundo y, en particular, el alcance de la brecha que se había abierto entre ellos para confiar en que un cónclave consiguiera sellarla.

No obstante, había que intentarlo. Fue Reghar quien hizo el primer gesto, grave su expresión.

—Ésta es mi propuesta, Duncan, rey de Thorbardin. Retira tus tropas de la fortaleza, entrega Pax Tharkas y la región circundante a nuestra tribu y a nuestros aliados humanos. Danos la mitad del tesoro escondido en la montaña, lo que en justicia nos corresponde, y permite que aquellos que lo deseen se refugien en las rocosas grutas si la malignidad se extiende. Convence también a los elfos de reanudar las transacciones, de demoler las barreras y distribuye de manera equitativa los contratos de construcción.

»A cambio, nosotros cultivaremos los campos de Thorbardin y te venderemos el cereal a un precio inferior al que te cuesta sembrarlo en los viciados subterráneos. De surgir tal necesidad, me comprometo a ayudarte a proteger tus fronteras y la montaña misma.

Kharas suplicó a su mandatario con los ojos, sin despegar los labios, que reflexionara, que negociara al menos las condiciones. Pero Duncan, exasperado, fue incapaz de razonar.

—¡Fuera de aquí! —ordenó a su adversario—. ¡Vuelve junto al Túnica Negra y tus amigos humanos! Veremos si ese hechicero puede, con sus dotes arcanas, derruir la fortaleza o arrancar la piedra del suelo, nuestro hábitat natural. Veremos cuánto tiempo dura tu alianza, si los hombres os brindan ayuda cuando los vientos invernales apaguen las fogatas y su sangre se vierta en la nieve.

Reghar sometió al soberano a un último examen, rebosantes sus pupilas de un odio tan intenso que, si se hubiera materializado, habría supuesto un golpe mortal. Luego, giró sobre sus talones e hizo a su séquito señal de seguirle, de abandonar la sala de los thanes y Pax Tharkas.

La noticia se difundió con sorprendente celeridad. Antes de que los Enanos de las Colinas partieran del recinto, atestaron las almenas sus primos de las montañas, que les despidieron entre sarcasmos y amenazas. Los hombres de Reghar, aleccionados por su adalid, hicieron caso omiso de las provocaciones y emprendieron su cabalgada sin volver la vista atrás.

Kharas quedó solo en la estancia junto al monarca, excepción hecha del olvidado Highgug. Los seis testigos regresaron presurosos a sus clanes, donde comunicaron las nuevas a sus jefes de tal modo que, al anochecer, se habían consumido litros de cerveza y del embriagador brebaje conocido como aguardiente enanil. Las celebraciones, los ecos de los cánticos y la desordenada algarabía retumbaban entre los muros del monumento a la paz.

En medio del desenfreno, la voz quejumbrosa de Kharas resonó en los tímpanos de Duncan.

—¿Por qué has rehusado negociar? —inquirió.

El soberano, apaciguada su cólera, miró a su alto consejero y meneó la cabeza despacio, crujiendo su atuendo de ceremonias al rozarlo la barba cana. Estaba en su derecho de no contestar a tan impertinente demanda, y lo cierto era que sólo Kharas poseía el valor necesario para cuestionar así su decisión.

—Dime, mi buen servidor —indagó, a la vez que apoyaba la mano en su brazo—. ¿Es verdad que guardamos un tesoro en las entrañas del risco? ¿Hemos robado a nuestros hermanos? ¿Hacemos incursiones en sus tierras, o en las de los hombres? ¿Están justificadas las acusaciones de Reghar?

—No —fue la lacónica respuesta del interpelado, y sus pupilas se encontraron con las de su superior.

—Has visto la cosecha —prosiguió el monarca—. Eres tan consciente como yo de que las últimas monedas de nuestras arcas se gastarán en adquirir alimento con el que sobrevivir al crudo invierno.

—¡Confiésalo ante ellos! —le urgió Kharas—. No son monstruos, sino nuestros parientes. Estoy seguro de que comprenderán…

—No —le atajó, compungido, el rey—. No son monstruos —repitió—, pero se han convertido en algo peor, en niños. Podríamos revelarles nuestro apuro y aun así no nos creerían, no se fiarían de sus propios ojos porque, en sus mentalidades pueriles, han resuelto volcar su fe en la que ellos consideran su cruzada.

»Prefieren creer en la existencia de un tesoro; todavía más, tienen que creer en ella —insistió al observar la mueca de reticencia de su súbdito—. Es su única esperanza de vida, no resistirían si no les animase el anhelo de arrebatarnos esos supuestos enseres. Lucharán para conseguirlos, azuzados por el hambre. En el fondo entiendo su postura. La realidad es demasiado cruel.

Se ensombrecieron un instante sus ojos y Kharas constató, lleno de asombro, que su ira de antes había sido fingida.

—Ahora volverán al lado de sus angustiadas mujeres e hijos —agregó Duncan—, y les dirán: «¡Combatiremos contra los usurpadores! Cuando venzamos, ¡saciaremos nuestras rugientes tripas!». Así olvidarán, durante un tiempo, su penuria.

—No hace falta llegar a tales extremos —replicó su oyente—. Compartamos lo poco que tenemos.

—Mi querido Kharas, eso es imposible. ¡Qué caiga sobre mí el mazo de Reorx si miento! Voy a hacerte una revelación, y he de conminarte al secreto. No puedo acceder a sus exigencias porque, de hacerlo, todos pereceríamos. Nuestra raza se borraría de la faz de Krynn.

—¿Tan mal están las cosas? —preguntó Kharas. Su perplejidad iba en aumento.

—Me temo que sí —ratificó el soberano—. Son muy pocos los que lo saben, únicamente los cabecillas de los clanes y, ahora, tú. La recolección de grano fue un desastre, el tesoro amenaza ruina y, además, hemos de reservar nuestro exiguo pecunio para sufragar los gastos de la guerra. Incluso dentro de nuestros confines tendremos que racionar la comida si queremos contemplar los brotes de primavera. Hemos calculado meticulosamente los abastos, y ni siquiera con tan duras medidas tenemos la certeza de superar la estación de los hielos. ¿Cómo agregar a la lista varios centenares de bocas?

Kharas se perdió en sus cavilaciones hasta que, al rato, alzó la cabeza y sentenció:

—Es mejor aceptar juntos el destino, morir todos de hambre, que sucumbir en una contienda entre seres de la misma raza.

—Nobles palabras, amigo Kharas —le aplaudió Duncan.

Cuando se disponía a completar su comentario, un redoble de tambores resonó en la estancia acompañado por himnos ancestrales, más viejos que las paredes de Pax Tharkas y, acaso, que los huesos del mundo. Los enanos se aprestaban a la batalla, y lo manifestaban según el ritual heredado a través de las generaciones.

—Nobles palabras —insistió el monarca una vez se apagó el vocerío—, pero inútiles. No puedes devorar el lenguaje, ni bebértelo, ni tampoco envolverte los pies con él o quemarlo en tu fría chimenea. No des frases, por hermosas que sean, al niño que llora de hambre.

—Esos niños llorarán también si sus padres parten para luchar y nunca regresan —objetó el servidor.

—Sus sollozos no se prolongarán más de un mes —repuso Duncan—. Luego apurarán sin vacilaciones la ración de su plato. Y estoy persuadido de que es eso lo que querría el ausente.

Una vez expresado tan práctico argumento, el soberano salió de la sala de los thanes para encaminarse, de nuevo, a las almenas.


Durante la conferencia privada de Duncan y Kharas, Reghar Fireforge guiaba a su grupo por la senda que le alejaba de Pax Tharkas a lomos de un robusto y achaparrado poni. Las risas y las ofensas de sus primos de las montañas retumbaban aún en sus tímpanos.

No despegó los labios hasta varias horas más tarde, cuando se hallaron fuera del campo de visión de las enormes torres de la fortaleza. Al llegar a una encrucijada, el anciano jefe tiró de las riendas de su caballo y, volviéndose hacia el miembro más joven de su séquito, le indicó con voz monótona, desapasionada:

—Continúa hacia el norte, Darren Ironfist.

Extrajo el dignatario una andrajosa bolsa de piel que llevaba anudada al cinto para, tras hurgar en su interior, entregar al subordinado su última moneda de oro. Contempló el disco unos largos momentos antes de embutirlo en la palma del muchacho.

—Con este dinero podrás adquirir un pasaje en la nave que hace la travesía del Mar Nuevo —le aseguró—. Una vez al otro lado, ve al encuentro de Fistandantilus y dile…

Hizo una pausa, sabedor de la trascendencia de su resolución. Pero no tenía otra alternativa; así que, malhumorado, terminó de impartir sus instrucciones.

—Dile que, cuando llegue, le aguardará un ejército dispuesto a luchar a su lado.

2 Encuentro entre caballeros

La noche era fría y lóbrega en la región de Solamnia. Las estrellas refulgían con destellos tenues, pero se destacaban de manera inconfundible en la negra bóveda. Las constelaciones de Paladine, el Dragón de Platino, y Takhisis, la Reina de la Oscuridad, evolucionaban en sus respectivas órbitas en torno a las Balanzas del Equilibrio sostenidas por Gilean. Transcurrirían doscientos años antes de que estos grupos estelares desaparecieran del firmamento, señal inequívoca de que los dioses habían descendido hasta Krynn para intervenir en la devastadora Guerra de la Lanza.

De momento, los colosos se contentaban con espiarse mutuamente.

Si alguna de las divinidades se hubiera molestado en bajar la mirada, quizá le habría divertido asistir a lo que a él se le antojarían los torpes balbuceos de la humanidad en su intento de imitar su gloria celeste. En las llanuras de Solamnia, en los aledaños de la ciudad amurallada de Carnet, que era un auténtico alcázar construido sobre la ladera montañosa, numerosas fogatas de campaña salpicaban la suave hierba, iluminando la penumbra como los astros nocturnos alumbraban las esferas superiores.

Era el ejército de Fistandantilus el artífice de tal despliegue.

Las tibias llamas se reflejaban en escudos y pectorales, danzaban en el espejo de las espadas y arrancaban chispas de las puntas de lanza. Los fuegos reverberaban en los rostros, animados por la esperanza y un renovado orgullo, ardían en los ojos pardos de los soldados y, de sus pupilas, saltaban para presidir los juegos de los niños.

En torno a las fogatas había corrillos de hombres que, sentados o de pie, hablaban, bromeaban y bebían mientras lustraban sus pertrechos. Inundaban el cortante aire relatos inverosímiles, chanzas y procaces reniegos que se entremezclaban con los gemidos de algunos de los voluntarios, poco acostumbrados al ejercicio y, por lo tanto, doloridos tras la larga marcha. Sus manos, encallecidas en el manejo de la azada, se habían descarnado bajo el recio contacto de las armas en sus repetidos adiestramientos. Pero aceptaban sus heridas, que eran incluso causa de júbilo. Ahora veían corretear a sus hijos entre las tiendas y sabían que habían cenado, si no bien al menos lo suficiente, y habían recuperado la dignidad frente a sus esposas. Por primera vez durante años, aquellos hombres tenían un objetivo, hallaban un sentido a la vida.

Algunos intuían que su empeño les acarrearía la muerte, mas quienes así lo reconocieron no desistieron, al contrario, decidieron seguir y exponerse al riesgo.

«Después de todo —reflexionó Garic cuando llegó el relevo de la guardia—, morir es nuestro común destino. Es preferible enfrentarse a él bajo la luz del sol, con sus rayos refulgiendo en el acero, que sucumbir a su emboscada en un sueño insatisfecho o aferrarse a la existencia enfermo, hambriento, desahuciado».

Concluido su turno de vigilancia, el joven se dirigió al lugar donde ardía la fogata de su grupo y recogió la capa de su hatillo. Tras abrigarse, engulló apresuradamente unas cucharadas de estofado de conejo y atravesó el campamento en busca de las sombras.

Caminaba con paso resuelto, y declinó las múltiples invitaciones de sus amigos a integrarse en sus tertulias. Se limitó a rechazarlas mediante un expeditivo gesto, sin detenerse. A nadie le extrañó su actitud. Eran muchos los que se zafaban de la luz a fin de disfrutar, en las tinieblas, de los placeres de una compañía íntima. Durante las acampadas, el ambiente se cargaba de apagados suspiros, de dulces murmullos.

Era cierto que Garic acudía a una cita secreta, pero no con una amante, pese a que, entre las mozas, gozaba de un gran prestigio y más de una se habría sentido feliz de pasar la noche con tan apuesto noble. Al llegar a un peñasco, lejos de la algarabía general, el joven se arropó en su capa, se sentó y aguardó.

Su espera se prolongó apenas unos minutos.

—¿Garic? —lo llamó una voz vacilante.

—¡Michael! —exclamó el aludido con acento cordial, poniéndose de pie.

Los dos humanos se estrecharon calurosamente la mano y, emocionados, se fundieron en un abrazo.

—No podía dar crédito a mis ojos al verte aparecer esta tarde, primo —declaró Garic sin soltar el apretón del otro, temeroso de que se le escapara, de que se desvaneciera en la negrura.

—Lo mismo me ha ocurrido a mí —repuso el llamado Michael.

También él asía con fuerza la mano de su pariente, mientras trataba de desembarazarse de la ronquera que atenazaba su garganta y que, al parecer, se había adherido a sus paredes. Tosió, se instaló en la roca y su primo se acomodó a su lado. Ambos guardaron silencio, Michael se aclaró la molesta carraspera y ambos se esforzaron en adoptar la postura enhiesta que como soldados les correspondía.

—Creí que eras un fantasma —confesó Michael con un fracasado esbozo de sonrisa—. Te dábamos por muerto —agregó, pero hubo de interrumpirse al sofocar su voz un nuevo acceso de tos—. Maldita humedad, se filtra por los poros y obstruye las vías respiratorias.

—Me salvé de la matanza —explicó su compañero—. Mis padres y mi hermana no fueron tan afortunados.

—¿Anne? —inquirió el recién llegado.

—Su final fue rápido, sin sufrimiento, al igual que el de mi madre —relató Garic—. Mi padre se ocupó de que así fuera antes de que la plebe se ensañara con él. Su acto les enloqueció, hicieron una carnicería. Mutilaron su cuerpo…

El joven calló al evocar tan dolorosos recuerdos; su pariente le dio unas cariñosas palmadas en el hombro.

—Tu padre fue una noble criatura. Pereció como un auténtico caballero, defendiendo a su familia. Otros sucumben a un sino peor —apostilló, pesaroso, tanto que Garic olvidó su pena para clavar en él una penetrante mirada—. Pero cuéntame tu historia. ¿Cómo huiste de la muchedumbre? ¿Dónde has estado todos estos meses? —siguió Michael, deseoso de cambiar de tema.

—No huí —le reveló el otro, amargo ahora su tono—. Arribé a mi hogar después de que aniquilaran a todos sus moradores. No importa dónde me encontrara —se lamentó—, nunca me perdonaré no haber muerto a su lado.

—No es eso lo que tu padre habría querido —lo consoló su primo—, de habérselo preguntado, él habría elegido que vivieras, que perpetuases su nombre.

—Quizás, aunque eso será difícil pues no he yacido con ninguna mujer desde entonces —confesó Garic y frunció el entrecejo, con un sombrío centelleo en las pupilas—. Sea como fuere, hice por ellos lo único que estaba en mi mano. Prendí fuego al castillo para que no se adueñasen de él las desenfrenadas hordas. Las cenizas de mi familia quedaron entre las ennegrecidas piedras de la mole que construyera mi tatarabuelo. Luego me lancé a cabalgar sin rumbo —prosiguió, ajeno al asombro de su interlocutor—, indiferente a los peligros que me acechaban, hasta que topé con un grupo de hombres, en su mayoría víctimas asimismo de horripilantes ataques a su honor, expulsados de sus casas por razones similares.

»Nadie cuestionó mi presencia ni mis motivos. Lo único que les interesaba era que blandiera diestramente la espada. Me uní a ellos y a los bandidos que, a su vez, les habían acogido, y nos dedicamos a la rapiña.

—¿Bandidos?, ¿rapiña? —lo interrumpió Michael, tratando de disimular su sobresalto.

Fracasó, sin embargo, a juzgar por la turbia mirada que prendió el narrador en él.

—Sí, bandidos —insistió con frialdad—. ¿Te sorprende que un caballero de Solamnia renuncie a la severa regla de la Orden para mezclarse con forajidos? ¿Dónde estaban nuestras normas, nuestros códigos, cuando asesinaron a mi padre, tu tío? ¿Qué ha sido de ellos en esta tierra desolada?

—No pretendo juzgarte —se disculpó su pariente—. Sólo te diré que, pese a tu lógico rencor, deberías mantener arraigados en tu corazón los axiomas por los que nos regíamos. Yo así lo hago, y no me arrepiento.

Garic rompió en llanto, en unos violentos sollozos que convulsionaron todo su cuerpo. Su primo lo rodeó con los brazos y, arropado en su reconfortante pecho, el joven noble se calmó.

—No había llorado en todo este tiempo —susurró, a la vez que se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano—. Y tu consejo no podría ser más atinado. Al aceptar la compañía de los ladrones me hundí en un pozo del que no habría salido nunca de no ser por el general.

—¿Te refieres a Caramon?

—Sí —respondió Garic, recobrada la compostura—. Les tendimos una emboscada una noche a él y a sus amigos. Este hecho me abrió los ojos a las atrocidades que estaba cometiendo. Antes de conocerle, no había reparado en el daño que causaba en mis pillajes, incluso disfrutaba despojando de sus pertenencias a seres que, en mi ofuscada mente, me representaba como rufianes emparentados con los asesinos de mi padre. Viajaban en el grupo una mujer y el nigromante. El mago estaba enfermo, le golpeé y se desmoronó como un indefenso títere. Y, en cuanto a la hembra, sabía qué iban a hacerle mis abyectos aliados y esta idea envenenó mi sangre. No pensaba sino en impedirlo, pero frenaba mi impulso el miedo que me inspiraba el cabecilla, un tal Pata de Acero.

»Era un semiogro feroz, gigantesco, dos rasgos que no amedrentaron al general. Lo desafió sin titubeos, y descubrí la auténtica nobleza en el gesto de aquel prisionero que arriesgaba su vida para proteger a los más débiles. Venció en la lid —anunció, pleno de admiración hacia el guerrero—. Su arrojo, su triunfo, me hicieron comprender mi mediocridad. Así que, cuando Caramon solicitó nuestro respaldo, no dudé en brindárselo. No fui el único, otros miembros de la banda accedieron a engrosar sus filas. Pero, aunque no lo hubieran hecho, yo lo habría seguido hasta el fin del mundo.

—Y ahora formas parte de su guardia personal —apuntó Michael sonriente.

—En efecto —asintió el joven soldado con un intenso rubor en sus mejillas—. Le advertí que no era mejor que mis compinches, que había perpetrado numerosos crímenes, y él no se inmutó. Me examinó como si pudiera leer en mi alma, y sereno, cordial, aseveró que todo hombre debía recorrer un largo camino de tinieblas antes de, al despuntar el día, regresar a la senda del Bien fortalecido por la experiencia.

—Extrañas palabras —musitó Michael—. Me pregunto qué significan.

—Yo las comprendo, o así lo creo —replicó Garic. Desvió su atención hacia el extremo del campamento donde se erguía la tienda de Caramon, envuelto su estandarte en las volutas de humo que, impulsadas por la fogata, acariciaban su sedoso y ondeante paño—. En ocasiones me asalta la sospecha de que también el general se halla inmerso en su «camino de tinieblas». Su rostro asume a menudo una expresión que… El hechicero es su hermano gemelo —concluyó como si éste fuera un dato esclarecedor, si bien ignoraba hasta qué punto acertaba.

Su primo lo miró boquiabierto; el redimido caballero confirmó su último aserto mediante una inclinación de cabeza.

—El suyo es un singular parentesco —explicó—; no he detectado amor entre ellos.

—Dado que el mago pertenece a los Túnicas Negras, no podría ser de otro modo —corroboró Michael—. Todavía no imagino por qué viaja con nosotros esa criatura. Si los rumores no mienten, los nigromantes pueden cabalgar sobre el viento y convocar a las fuerzas de ultratumba para que los espíritus libren sus batallas.

—Estoy convencido de que a éste no le faltan tales dotes —aventuró Garic, espiando receloso una pequeña tienda que se alzaba junto a la del general—. Sólo he presenciado una breve demostración de su arte, en la guarida de los malhechores, mas he hallado evidencia de su poder en un sinfín de detalles. Siempre que se cruzan nuestros ojos siento que se me revuelve el estómago, que mi sangre se transforma en agua. Su mera proximidad me atemoriza. Sin embargo, como antes te comentaba, ha estado muy enfermo. Una noche tras otra, cuando aún dormía al lado de su gemelo, le oí toser hasta perder el resuello, tan asfixiado que creí que moriría instantáneamente. Todavía hoy no adivino cómo puede vivirse en un suplicio semejante.

—Esta tarde, al presentármelo, no he observado en él síntomas de ninguna dolencia —recordó Michael.

—Su salud ha mejorado en las últimas semanas, y no desarrolla ninguna actividad susceptible de menoscabarla. Se limita a refugiarse bajo su techo de recia urdimbre, donde estudia unos volúmenes de hechicería que transporta en grandes baúles. Claro que, por otra parte, es innegable que atraviesa un período crítico. El suyo, a diferencia del de su hermano, se manifiesta en forma de un halo de negrura, una aureola que crece en su derredor a medida que nos acercamos a nuestro objetivo. Sufre horribles pesadillas. A menudo me despiertan de mis sueños los gritos desgarradores que brotan de su garganta y que levantarían a un muerto de su tumba.

Su pariente se estremeció y, tembloroso, procedió a exponerle sus resquemores, sus desdichas.

—No me agradaba la idea de enrolarme en un ejército conducido, según las persistentes murmuraciones, por un mago de Túnica Negra. De todos los nigromantes que habitaron nuestro mundo, Fistandantilus tiene fama de ser el más poderoso. Hace unas horas, cuando llegué al campamento, aún no había tomado una decisión. Necesitaba hacer ciertas averiguaciones antes de unirme a la causa, asegurarme de que en realidad viajáis hacia el sur a fin de apoyar a los oprimidos pueblos de Abanasinia en su lucha contra los Enanos de las Montañas.

Suspiró y levantó la mano como si deseara atusarse el mostacho, pero se detuvo. Se lo había rasurado, había eliminado el ancestral símbolo de los caballeros, porque, en la actualidad, exhibirlo equivalía a morir en las garras de cualquier desaprensivo.

—Aunque mi padre vive todavía, Garic —continuó—, sería para él un alivio cambiarse por el tuyo, perecer dignamente. Nos plantearon una elección en el alcázar de Vingaard: o bien permanecíamos en la plaza fuerte y moríamos o bien nos retirábamos y conservábamos el don de la existencia. Mi progenitor, y también yo, nos habríamos acogido a la primera alternativa de depender ésta de nosotros mismos. Pero no podíamos permitirnos el lujo de escuchar la voz del honor. Había que pensar en la familia, en la pervivencia de la estirpe. Fue un día triste aquel en que cargamos cuantos enseres pudimos en una humilde carreta y dejamos nuestra morada. Antes de emprender el periplo que me ha traído aquí me encargué de instalarlos en Throtyl, donde arrendamos una destartalada granja. Allí estarán a salvo, al menos durante el invierno. Mi madre es fuerte, realiza sin ninguna dificultad los quehaceres de un hombre y mis hermanos son excelentes cazadores. Saldrán adelante.

—¿Y tu padre? —indagó su joven congénere en tono quedo, vacilante por miedo a herirle.

—Su corazón se hizo trizas en aquella triste jornada. Pasa las horas sentado frente a la ventana con la espada sobre el regazo. No ha pronunciado palabra desde que renunció al hogar de sus antepasados.

—¿Por qué he de mentirte, primo? —se rebeló de pronto, apretado el puño—. La verdad es que nada me importan los pobladores de Abanasinia. Lo único que me interesa es el tesoro de la montaña… y la gloria, una gloria que restituya la luz a sus ojos. Si triunfamos, los caballeros podrán caminar de nuevo con la cabeza erguida.

Enmudeció y ojeó la tienda vecina a la del general, la tienda que una enseña suspendida de su parte frontal delataba como la residencia de un hechicero. Era una sombra solitaria en el campamento, que todos procuraban rehuir.

—Sin embargo, y pese a lo mucho que anhelo reivindicar nuestra Orden, me refrena la perspectiva de lograrlo a las órdenes de un ser que atiende al sobrenombre de Ente Oscuro. Los caballeros de antaño habrían rechazado tal alianza, Paladine no la aprobaría —se lamentó Michael en un mar de confusiones.

—Paladine nos ha olvidado —replicó su primo—, la responsabilidad de nuestras acciones es sólo nuestra. Nada sé de personajes arcanos, y éste en particular no me preocupa lo más mínimo. Si formo parte de la tropa es por Caramon, porque me ha obligado a enmendar mi error, y nadie me impedirá seguirle hacia la victoria y la riqueza o, si fracasamos, hacia un final del que pueda enorgullecerme. Gracias al general, he devuelto la paz a mi espíritu, con eso me basta. ¡Ojalá encuentre él su senda! —susurró.

Se levantó del peñasco, regresando al presente inmediato, y anunció a Michael, que se había apresurado a imitarle:

—Debo regresar junto a mi fogata y dormir unas horas. Mañana tendremos que madrugar. Al parecer, reanudaremos la marcha dentro de esta misma semana. ¿Nos acompañarás, primo?

El aludido le miró. Luego desvió el rostro hacia la tienda de Caramon, coronada por un estandarte de vivos colores donde destacaba la estrella de nueve puntas. También espió la morada de campaña del hechicero, arropada en un cerco de impenetrable misterio.

Guardó unos instantes de silencio, acariciado su rostro por la fría brisa de la noche, y al fin asintió. Garic le sonrió sin disimular su alegría y, tras estrecharse en un nuevo abrazo, ambos se dirigieron al campamento codo con codo. Nadie, de observar la manera en que se entrelazaban, habría puesto en tela de juicio la amistad que los unía.

—Hay algo que me inquieta —confesó Michael mientras caminaban—. Dime, ¿es cierto que Caramon está amancebado con una bruja?

3 Una declaración de amor

—¿Adónde vas? —preguntó Caramon, seco, tajante.

Al entrar en su tienda tuvo que pestañear varias veces para acostumbrarse a la penumbra, tras someter sus pupilas al reflejo del sol otoñal.

—He decidido mudarme, ni más ni menos —contestó Crysania.

Mientras hablaba, dobló con meticulosidad algunos de sus hábitos clericales y los depositó en un baúl, que había arrastrado desde su camastro hasta un lugar más cómodo.

—Ya hemos discutido ese asunto —gruñó el hombretón sin levantar la voz; y, espiando a los centinelas apostados a ambos flancos del acceso, cerró la cortinilla.

La tienda era el orgullo del general, su mayor causa de regocijo. Perteneciente a un acaudalado caballero de Solamnia, se la habían obsequiado dos hombres jóvenes, de severo talante, quienes, pese a afirmar que la habían encontrado en sus correrías, la montaron con tanta destreza, con tanto celo, que nadie creyó que se tratara de un hallazgo más casual que sus propias piernas.

Confeccionada con un material imposible de identificar en esa época, su urdimbre era tan perfecta que ni siquiera las ráfagas de viento penetraban a través de sus costuras. La lluvia se deslizaba sobre su superficie y Raistlin, al examinarla, aseveró que le habían untado una grasa protectora de composición desconocida. Era lo bastante grande para albergar el lecho de Caramon, varios cofres repletos de mapas, el dinero y las joyas recogidos en la Torre de la Alta Hechicería, su ropa y su aparejo guerrero, además de la cama de la sacerdotisa, así como su atavío, y pese a tan exhaustivo equipo, cuando se recibían visitantes no parecía atestada.

El mago dormía y estudiaba en un refugio de idéntica textura, aunque de inferiores dimensiones, plantado junto al de su gemelo. Caramon se ofreció a compartir su espacioso habitáculo, mas él insistió en estar solo y el hombretón, conocedor de su necesidad de aislamiento y poco deseoso de toparse con su hermano a todas horas, prefirió no porfiar. Crysania, por el contrario, se rebeló abiertamente al ordenársele que permaneciera en la morada del general.

Fueron vanas las exhaustivas explicaciones del guerrero y sus protestas en aras de la seguridad de la dama. Las viejas leyendas de brujería, el extraño medallón con el emblema de un dios denostado que lucía, el hecho de que hubiera sanado las heridas del humano habían dado pábulo a toda suerte de disquisiciones, tanto en el campamento como fuera de él. Los recién llegados recibían advertencias contra sus poderes maléficos, y la sacerdotisa nunca abandonaba su vivienda sin que la persiguieran miradas recelosas o, peor aún, amenazadoras. Las madres ocultaban a sus hijos en el regazo al verla pasar, y los niños mayores se daban a la fuga en su presencia. Sin embargo, en las huidas de estos últimos el juego se entremezclaba con el temor.

—No me expongas tus argumentos, los he oído una infinidad de veces y sigo sin estar de acuerdo —dijo Crysania, indiferente, afanada en ordenar sus albos atuendos—. Me has repetido hasta la saciedad tus relatos sobre brujas quemadas en la hoguera por la plebe y, aunque no dudo que se cometieran tales actos de barbarie en una era remota, ahora pertenecen a la Historia.

—¿Dónde vas a cobijarte, en la tienda de Raistlin? —le increpó Caramon.

La dama cesó en su tarea, irguió la espalda y escrutó al guerrero en actitud de desafío. Suspendida una prenda de su brazo, se encerró en un breve mutismo en el que apenas se demudó su faz, siendo, acaso, una lividez mayor de la habitual el único indicio de su cólera. Cuando respondió, su voz resonó más gélida y diáfana que un soleado día de invierno.

—Hay una tercera, desocupada según me han informado, cerca de aquí. Me instalaré en ella, custodiada por un guardián, si consideras oportuna tal medida.

—Discúlpame, Hija Venerable —le rogó el hombretón, al mismo tiempo que avanzaba hacia su esbelta figura.

Al sentir su proximidad, la sacerdotisa ladeó, esquiva, el cuerpo, y Caramon tuvo que asirla por los antebrazos, con suma delicadeza, para obligarla a hacerle frente.

—No quería ofenderte —persistió—; te suplico que perdones mi torpeza. Y, en cuanto a lo de asignarte un centinela, me parece imprescindible. El problema es que no confío sino en mí mismo y, aún así…

Se aceleró su pulso, apretó las manos contra la carne de la dama sin apenas percatarse. Las palabras se agolpaban en su garganta, pero no osaba proferirlas, sumido como estaba en una turbación que denunciaban sus ardientes pómulos.

—Te amo, Crysania —declaró al fin—. Eres distinta de cuantas mujeres he conocido. Nunca deseé que se adueñara de mi persona tal sentimiento, ignoro cómo ocurrió y, si he de ser sincero, te confesaré que en nuestro primer encuentro me formé una opinión desfavorable de tu carácter. Te hallé gélida, altiva, me molestaba el pétreo escudo de tu religión. Mas cuando te vi en las garras del semiogro y percibí tu valentía, cuando comprendí que aquel repulsivo individuo se disponía a mancillar tu pureza, algo se transformó en mis entrañas.

Crysania se estremeció de manera involuntaria. Todavía revivía la noche de su captura en sus frecuentes pesadillas. Intentó hablar. Pero el guerrero, aprovechando su reacción, concluyó a trompicones, sin darle oportunidad de intervenir:

—He observado tu conducta con mi hermano, y he descubierto un reflejo de la mía en la época de nuestra unión. Le prodigas cuidados, ternura, como yo solía hacer, imperturbable a sus intemperancias.

La dama nada hizo para apartarle. Se quedó inmóvil, clavados en el masculino semblante sus ojos grises, cristalinos, y con la túnica que sostenía apretada contra el pecho.

—Ése es otro motivo para que desee alejarme de ti —dijo, pesarosa, la sacerdotisa—. No me ha pasado inadvertido tu creciente afecto —confirmó, ruborizándose—. Y, aunque te conozco bien y estoy convencida de que nunca osarías imponerme atenciones que yo juzgase impropias, me resulta incómodo dormir a solas contigo.

—¡Crysania! —comenzó a protestar Caramon, angustiado, trémulas las manos en contacto con la piel femenina.

—Lo que sientes por mí no es amor —le corrigió la sacerdotisa—. Proyectas en mi persona la nostalgia que te produce la separación de tu esposa. Es a Tika a quien quieres. He visto la ternura que asoma a tus ojos cuando hablas de ella.

La faz del guerrero se ensombreció al oírla mencionar el nombre de su mujer.

—¿Qué puedes saber tú de una emoción tan auténtica? —imprecó a su interlocutora de manera abrupta, a la vez que la soltaba y eludía su escrutinio—. ¡Por supuesto que quiero a Tika! Antes que ella, hubo otras muchas féminas que despertaron mis pasiones, y también mi esposa mantuvo relaciones con numerosos hombres. —Exhaló un suspiro, más de remordimiento que de cólera. Su historia era del todo falsa, si bien aliviaba la culpabilidad que le había corroído en los últimos días—. Tika es un ser humano, de carne y hueso —continuó—; no un témpano de hielo.

—¿Preguntas qué sé del amor? —replicó Crysania, perdida la calma y con los ojos centelleantes de furia—. Te lo contaré.

—¡No! —se revolvió el hombretón e, incapaz de dominarse, la agarró de nuevo por los brazos—. ¡No me expliques que quieres a Raistlin, no lo soporto! Mi hermano no te merece, se limita a utilizarte como hizo conmigo. En el momento en que deje de necesitarte, se desembarazará de ti.

—¡Suéltame! —vociferó la sacerdotisa. Sus pómulos eran ahora un incendio, sus pupilas los nubarrones que amenazan tormenta.

—Estás ciega —la acusó el guerrero, zarandeándola casi en su frustración.

—Disculpadme si os interrumpo —intervino alguien—; pero acaban de comunicarme una noticia importante.

El acento del recién llegado, un quedo siseo, hizo que se demudara el semblante de la dama. Todos los colores del espectro, del blanco al escarlata, surcaron su tez, y su efecto fue asimismo notorio en la actitud de Caramon quien, sobresaltado, aflojó su zarpa. Crysania retrocedió tan precipitadamente que tropezó contra el baúl y cayó de rodillas. Ocultas sus facciones bajo la negra, vaporosa cortina de sus cabellos, permaneció acuclillada y ungió ordenar sus pertenencias.

El hombretón se giró hacia su gemelo, ruboroso y sin acertar a contener un gruñido, mientras este lo estudiaba con su proverbial frialdad a través de los espejos que tenía por ojos. No se adivinaba ninguna expresión en ellos, como tampoco su tono había delatado el más ínfimo sentimiento al irrumpir en la escena.

Pese a la perfecta impasibilidad de Raistlin, Caramon creyó detectar un atisbo de su conflicto interior. Sus iris se quebraron un instante, y los celos que rezumaron por la grieta abrumaron al robusto humano más que la descarga de un golpe físico. Fue tan breve, sin embargo, la enajenación del nigromante, que su gemelo temió haberla imaginado. Sólo el nudo que se había formado en su estómago, un amargo sabor de boca, daban testimonio de que había sido real.

—¿Qué noticia es ésa? —inquirió, tras aclararse la garganta.

—Han arribado emisarios del sur —anunció el mago.

—¿Y bien? —le urgió el general, impaciente ante su parsimonia.

Retirada la capucha bajo la que se camuflaba, Raistlin avanzó un paso. Sus ojos se encontraron con los del general y se estableció entre ellos una corriente, un desafío de tal naturaleza que, en lugar de enfrentarlos, los hermanó, realzó su semejanza. El hechicero se había desprendido de su máscara sin darse cuenta.

—Los Enanos de Thorbardin se preparan para el combate.

Fue tal la vehemencia que el mago puso en sus palabras, tan contundente su modo de cerrar el puño, que Caramon pestañeó asombrado y Crysania alzó la vista, sin molestarse en ocultar su preocupación.

Incómodo, desconcertado, el hombretón se zafó del influjo hipnotizador de su gemelo para buscar sosiego en el estudio de unos mapas que había extendido sobre la mesa.

—¿Qué otra cosa cabía esperar? —aleccionó a Raistlin, encogiéndose de hombros—. Fue idea tuya proclamar a los cuatro vientos que nos dirigíamos a ese reino con el único objetivo de cobrar un tesoro. El lema de nuestra expedición, el reclamo para atraer reclutas, ha sido desde el principio: «¡Únete a Fistandantilus y asalta la Montaña!».

No lo animaba ninguna finalidad al pronunciar estas frases, no las reflexionó previamente, pero la reacción fue inmediata. El hechicero se puso lívido e intentó responder, si bien no brotó de sus labios ningún sonido inteligible, tan sólo un esputo sanguinolento. Sus hundidos ojos se inflamaron, su puño se apretó todavía más, mientras daba un nuevo paso hacia su hermano.

Crysania se incorporó y Caramon retrocedió alarmado, con la mano apoyada en la empuñadura de su acero. Pero, realizando un ostensible esfuerzo, Raistlin recobró la compostura. Ahogada su furia en un bramido de inusitada agresividad, se volvió sobre sus talones y abandonó la tienda, aunque tan furibundo que los guardianes se estremecieron cuando cruzó el umbral.

El guerrero quedó paralizado, presa del extravío que provocaban en su mente el miedo y su incapacidad para comprender el comportamiento del hechicero. También Crysania espió la retirada de Raistlin sin acertar a moverse, hasta que un tumulto de voces en el exterior rompió las cavilaciones de ambos. Meneando la cabeza, el general imitó a su hermano, si bien, antes de salir, manifestó su resolución respecto a la sacerdotisa.

—Si es cierto que hemos de ponernos en pie de guerra, no tendré tiempo para ocuparme de ti —apuntó, tajante, aunque sin mirarla—. Como antes he indicado, no estarías segura en una tienda individual y, por consiguiente, seguirás en ésta. No te importunaré. Empeño en ello mi honor.

Concluidas sus palabras, fue a conferenciar con sus soldados.

Teñidas sus mejillas de un intenso sonrojo, fruto de la vergüenza y de una exasperación que le impedía articular las palabras, la dama se concedió unos segundos para serenarse antes de asomarse, a su vez, al campamento. Una fugaz mirada a los centinelas le reveló que, pese a cuidar tanto ella como Caramon de no gritar, su discusión había llegado a sus oídos.

Ignorando la actitud socarrona, la malsana curiosidad de los guardianes, oteó el panorama y descubrió el lejano revoloteo de una túnica negra en la espesura que los circundaba. Entró rauda en la tienda, recogió su capa y, tras echársela sobre los hombros, se alejó en aquella dirección.

Caramon la vio adentrarse en el bosque y, aunque nada sabía de la huida de Raistlin, intuyó el motivo de aquel repentino impulso. Quiso llamarla, evitar que desapareciera entre los pinos. En principio ningún peligro la acechaba en la arboleda que crecía prístina en la falda de los montes Carnet, mas, en un tiempo tan incierto, era mejor no aventurarse.

No obstante, cuando se disponía a pronunciar su nombre detectó las sonrisas de complicidad de dos de sus seguidores y, consciente de que se ponía en ridículo, de que su ansiedad le hacía aparecer ante ellos como un adolescente enamorado, cerró la boca. Además, Garic se acercaba junto a un enano y un hombre joven, de piel oscura y ataviado con las plumas y los pellejos de animales que identificaban a los bárbaros.

«Deben de ser los emisarios», pensó. Tenía que recibirlos y olvidar sus cuitas personales.

Su deber le exigía quedarse, su deseo era emprender carrera en pos de la dama. Ojeó el lindero del bosque y, al comprobar que la sacerdotisa había desaparecido, tuvo una premonición, tan vivida que a punto estuvo de lanzarse a perseguirla sin reparar en el efecto que su acto pudiera producir. Sus instintos guerreros, el pavor le impelían a atravesar el cerco de árboles. No lograba definir sus temores, mas este hecho no los hacía menos punzantes, menos reales.

Por otra parte, no podía desatender a los mensajeros para dar caza a una mujer. Si se dejaba llevar de sus impulsos nunca volvería a granjearse el respeto de sus soldados. Existía la alternativa de enviar a uno de sus guardianes. Pero nada ganaría con ello; quedaría igualmente en entredicho. Así que, muy a su pesar, encomendó el destino de la dama a Paladine, su dios. Rechinantes los dientes, el general saludó a los emisarios y los condujo hasta su tienda.

Una vez los hubo acomodado, procedió a expresar las formalidades de rigor e intercambiar bromas intrascendentes. Ordenó que les sirvieran comida, que les obsequiaran con brebajes de su gusto y, mientras ellos se regalaban, se disculpó y se escabulló por la parte trasera.


«Las huellas de la arena me marcan el camino. Al alzar la vista se despliega ante mí el cadalso, vislumbro en el tajo la figura encapuchada y también, a su lado, el negro embozo del verdugo. La afilada hacha refulge bajo el sol abrasador.

»Cae el arma ejecutora, la cabeza de la víctima rueda sobre la plataforma hasta que, despojada de su envoltura, descubro…».

—¡A mí mismo! —susurró Raistlin con acento febril, retorciéndose las manos.

«Luego, el verdugo exhibe su rostro…».

—¡El mío!

El pánico se adhirió a sus vísceras cual un tumor letal, el sudor y los temblores se sucedían en un caos devastador. Presionó sus dedos sobre las sienes como si, al ahogar su palpito, pudiera conjurar las terribles visiones que envenenaban sus sueños noche tras noche y, durante el día, transformaban en cenizas cuanto ingería.

De nada le sirvió. Las imágenes no se desvanecieron.

«¡Amo del Pasado y del Presente! —se mofó de sí mismo entre risas huecas, burlonas—. No soy amo de nada. Mi infinito poder es una falacia, estoy atrapado, ¡sí, atrapado! Al seguir sus improntas, sé que todo cuanto ocurre ya ha ocurrido antes. Veo a seres con los que nunca antes me había cruzado y, sin embargo, los conozco. Oigo los ecos de mis palabras sin haberlas proferido y, aunque no quiera, acabo pronunciándolas. ¡Esa faz! —se desesperó, a la vez que auscultaba sus rasgos—. Ese semblante no es el mío. ¿Quién soy? ¡Mi propio ejecutor!».

Sus desvaríos resonaban en los recovecos de su mente, y no se dio cuenta de que los había manifestado en un grito desgarrado. En un frenesí, perdido por completo el dominio de sus acciones, el nigromante se clavó las uñas en la piel cual si su rostro fuera una máscara que pudiera arrancar de sus huesos.

—¡Detente, Raistlin! ¿Qué haces? ¡Te lo suplico, reacciona!

Ajeno a esta llamada, persistió en su afán hasta que unas manos, suaves y firmes al mismo tiempo, aferraron sus muñecas. El mago forcejeó unos instantes. Pero su ataque de demencia no tardó en mitigarse. Las turbias aguas en las que se debatía se remansaron y, en su retroceso, le dejaron sereno, exhausto. Se despejaron sus sentidos, de tal modo que tomó conciencia de un lacerante dolor en los pómulos y, al examinar sus uñas, las halló manchadas de sangre.

—¡Raistlin!

Era Crysania quien así lo invocaba. El hechicero, sentado en la hierba, contempló su figura erguida frente a él. Advirtió que lo sujetaba para impedir que se lastimase y que, en sus pupilas dilatadas, se dibujaba una profunda angustia.

—Estoy bien —dijo secamente—. Vete, necesito un poco de soledad. —No había terminado de hablar cuando, con un suspiro, bajó de nuevo la cabeza al acosarle el recuerdo de su malévola ensoñación. Extrayendo un lienzo limpio de su bolsillo, comenzó a tratar sus heridas.

—No, no lo estás —negó la sacerdotisa a la vez que le arrebataba el paño de las manos y tanteaba, con sumo cuidado, los sanguinolentos arañazos—. Permíteme ayudarte —le rogó al musitar él un reniego apenas audible—. No te curaré contra tu voluntad, pero hay un torrente aquí cerca. Acompáñame hasta su margen, podrás beber y descansar mientras yo lavo las llagas.

Se agolparon en la garganta del mago ásperas imprecaciones, que nunca afloraron pues, de pronto, comprendió que no deseaba que partiera. Encogió el brazo que había levantado para despedirla, sabedor de que su presencia eliminaba las pesadillas que le atormentaban, y se abandonó al cálido contacto de la carne humana, tan reconfortante después del gélido roce de la muerte.

Miró a la dama y le indicó su asentimiento mediante una leve, fatigada inclinación de cabeza.

Demacrado, contraído el rostro a causa de la consternación que infundía en su ánimo el estado del mago, Crysania le rodeó con su brazo para sostener sus frágiles piernas. Así respaldado, Raistlin inició su andadura por el bosque sin poder sustraerse al calor del vecino cuerpo de su compañera.

Al llegar a la orilla del riachuelo, el enfermo se sentó en una roca de lisa superficie y se calentó bajo el sol otoñal. La sacerdotisa, mientras tanto, zambulló el lienzo en las aguas para, una vez empapado, limpiar los estigmas de su ataque contra sí mismo. La hojarasca se desprendía de los árboles y, en una lluvia de susurros, se posaba en el lecho fluvial antes de ser arrastrada corriente abajo.

Sin despegar los labios, Raistlin contempló cómo las hojas marchitas eran engullidas por el acuático borboteo y cómo otras, aún aferradas a sus ramas en un postrer alarde de fuerza, se resistían al embate de la brisa, que, aunque tibia, las arrancaba despiadada de su fuente de vida y, entre gráciles piruetas, las hacía revolotear hasta el cauce. Debajo del manto vegetal, en el fondo del torrente, descubrió el reflejo de su semblante. Desvirtuaban sus mejillas sendos cortes largos, profundos, y sus ojos, en lugar de espejos, se le antojaron dos manchas mortecinas. Era el miedo lo que los apagaba, y este miedo le inspiró desdén.

—Dime qué te sucede —lo invitó Crysania dubitativa, haciendo una pausa en sus cuidados y extendiendo la mano sobre los entecos dedos del nigromante—. No comprendo por qué te has mostrado tan taciturno desde que abandonamos la Torre. ¿Guarda tu ensimismamiento alguna relación con el Portal desaparecido, quizá con lo que te explicó Astinus en Palanthas?

El nigromante no contestó, ni siquiera la miró. Los rayos solares caldeaban su ser a través del tupido terciopelo y el contacto de la mujer era todavía más ardiente que el del astro. Pero una parte de su cerebro se obstinaba en sopesar fríamente las ventajas de sincerarse. «¿Qué he de ganar con ello? ¿No será preferible mantener el secreto?».

Un elemento desestabilizador, su pasión, entró en escena. Anhelaba atraer a la sacerdotisa, envolverla, mecerla en la negrura donde ambos podían fundirse.

—Sé —declaró al fin, obediente a su raciocinio aunque tomando la precaución de no enfrentarse a los ojos grises que lo espiaban—, que el Portal se halla en Zhaman, una fortaleza mágica situada en la vecindad de Thorbardin. Astinus me lo reveló.

»Cuenta la leyenda que Fistandantilus emprendió lo que se ha dado en llamar las guerras de Dwarfgate con el único propósito de reclamar la propiedad del reino enanil. El maestro de la Gran Biblioteca relata algo similar en sus Crónicas. Pero, si lees entre líneas, como yo debería haber hecho de no caer en la trampa de mi propia arrogancia, averiguarás la verdad.

Entrechocó, tenso, sus palmas y Crysania, acuclillada delante de él, aguardó que prosiguiera. La dama lo había escuchado como hechizada. Y su actitud no varió cuando el nigromante retomó el hilo de su narración.

—Fistandantilus visitó estos parajes con la misma intención que los surco yo ahora. —Ribeteaba su discurso un singular siseo, augurio de una vehemencia que no tardó en brotar—. ¡Nada le importaba Thorbardin! Su plan fue una estratagema digna de su astucia. Lo que él quería era acceder al Portal, y los enanos se interponían en su camino del mismo modo que obstruyen el mío. Eran ellos los dueños de la fortaleza, quienes gobernaban los territorios adyacentes. La única manera de atravesar el escollo era desencadenar una contienda que le permitiera acercarse a su objetivo. Ya ves que la historia se repite.

«Tengo que seguir sus pasos. Por mucho que me rebele acabo siempre actuando como él».

Enmudeció y, atribulado, se empecinó en observar el fluir de las aguas.

—Por lo que he deducido de las Crónicas de Astinus —intervino tímidamente la sacerdotisa—, la guerra era inevitable. Las diferencias entre los Enanos de las Montañas y sus primos de las Colinas eran irreconciliables. Su sangre se habría derramado de todas formas, así que no debes reprocharte…

—¡Los enanos no me preocupan en lo más mínimo! —la atajó, impaciente, Raistlin—. Por lo que a mí respecta, podrían ahogarse todos en el mar de Sirrion. Afirmas conocer el episodio de los escritos de Astinus dedicado a este conflicto. Pues bien, piensa con detenimiento. ¿Qué provocó el final de la liza de Dwarfgate?

Crysania se esforzó en recordar y, tras un prolongado silencio, respondió:

—La explosión que destruyó las llanuras de Dergoth. Murieron millares de criaturas, y también…

—¡Fistandantilus! —concluyó el mago por ella, con un sombrío énfasis.

Durante algunos minutos, la sacerdotisa lo miró desconcertada, hasta comprender la sentencia que entrañaba aquella mención a su predecesor arcano.

—¡Pero no tiene por qué ser así! —protestó, soltando el paño y apretando entre sus palmas las manos unidas de Raistlin—. No eres la misma persona y las circunstancias han cambiado. Estoy persuadida de que te equivocas en tu augurio.

El hechicero meneó la cabeza, tirantes sus labios en una cínica sonrisa. Se desembarazó de las delicadas manos femeninas y, con suavidad, alzó su mentón para que, al cruzarse sus pupilas, se rindieran a la triste evidencia.

—Las circunstancias no han variado, ni yo he cometido ningún error —la corrigió—. Me hallo atrapado en el torbellino del tiempo y me precipito a mi destino.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —indagó ella.

—Existen demasiadas coincidencias para buscar una escapatoria —fue la tajante contestación—. Alguien más pereció junto a Fistandantilus en aquella lóbrega jornada.

—¿Quién? —preguntó la dama si bien, antes de que él se lo comunicase, sintió que un manto de miedo la circundaba, depositado sobre sus hombros con un crujido tan quedo como el de la hojarasca.

—Un viejo amigo tuyo. ¡Denubis! —proclamó Raistlin, retorcidos sus labios en una grotesca mueca.

—¡Denubis! —repitió la mujer.

—Sí —confirmó el archimago a la vez que, en un impulso inconsciente, acariciaba sus pómulos y su barbilla, que aún sostenía en alto—. Astinus me informó de este hecho, que no me sorprendió ya que mi poderoso maestro atraía invenciblemente al clérigo, aunque él rehusara admitirlo. Abrigaba sobre la Iglesia dudas muy similares a las tuyas y cabe asumir que, durante los escalofriantes días previos al Cataclismo, Fistandantilus le engatusase.

—Tú no me engatusaste —le espetó la sacerdotisa con firmeza—. Si te he acompañado ha sido por mi voluntad.

—En efecto.

El archimago apartó la mano, que, respondiendo a una iniciativa ajena a su control, tanteaba en actitud cariñosa la fina piel de la dama. Sin embargo, su recato fue tardío. El contacto le había inflamado la sangre. No logró desviar su mirada de aquellos labios bien torneados, del sugestivo cuello. Surgió en su memoria la imagen que percibió al entrar en la tienda, revivió el arranque de celos que sufrió al verla entre los brazos de su hermano.

«No debe ocurrir —se reprendió—. Si cedo se vendrán abajo mis planes».

Empezó a incorporarse, pero Crysania asió su mano y reclinó el rostro en la palma abierta.

—No te atormentes —le exhortó, clavados en los suyos sus ojos grises que, seductores, brillaban bajo la luz de los rayos solares al filtrarse éstos por el ramaje—. ¡Juntos alteraremos el tiempo! Tú estás mejor dotado en tu arte que Fistandantilus, y mi fe es más fuerte que la de Denubis. Escuché las exigencias del Príncipe de los Sacerdotes frente a los dioses, conozco el motivo de su fracaso. Paladine atenderá a mis plegarias como siempre hizo en el pasado. Tú y yo escribiremos un nuevo desenlace para esta malhadada historia.

Hipnotizada por la pasión que su propia voz destilaba, los ojos de la dama refulgieron hasta tornarse azules, al mismo tiempo que su tez, fresca a causa de las caricias de la mano de Raistlin, se teñía de un rubor rosáceo. Su exacerbado palpito se abrió camino a través de las venas del hechicero, quien, al recibir su ternura, al sentir su muda invitación, se hincó de rodillas a su lado. La estrechó contra su cuerpo, la besó en los labios, en los párpados, en el cuello. Sus dedos se enredaron en la larga melena, cuya fragancia invadió sus sentidos y, en suma, el dulce dolor del deseo se apoderó de todo su ser.

Ella se entregó a su fuego como antes se entregara a su magia y le devolvió sus apasionados ósculos. Acostóse Raistlin en la mullida alfombra de hojas para, ya sobre su espalda, arrastrar a la sacerdotisa sin aflojar el abrazo que los enlazaba. La luz del sol otoñal, suspendido de un cielo inmensamente azul, le cegaba, y el astro mismo parecía incendiar sus negras vestiduras, tan lacerante como las punzadas que surgían de sus entrañas.

La epidermis femenina se le antojó refrescante en su estado febril, sus labios eran el agua dulce que alivia al moribundo. Entrecerró los ojos a fin de zafarse de la deslumbradora luminosidad y, ya en la penumbra, se le apareció un rostro familiar: el de una diosa de cabello oscuro que, exultante, victoriosa, reía.

—¡No! —exclamó de pronto el archimago, al mismo tiempo que empujaba a la desprevenida Crysania.

Tembloroso, mareado, se puso de pie. Ardían sus pupilas, expuestas de nuevo a la luz, y estaba tan asfixiado bajo su túnica que le faltaba el resuello. Tras cubrirse la cabeza con la capucha, permaneció inmóvil unos segundos tratando de recobrar la compostura.

—¡Raistlin! —le invocó la dama, aferrada a su mano.

Su modo de pronunciar el nombre, el cálido acento de su llamada, amenazaron con quebrar su resolución. Y la textura de su carne inmaculada, que prometía mitigar el dolor, contribuía aún más a debilitarla.

Enfurecido por su propia flaqueza, el nigromante se deshizo del abrazo que lo atenazaba, antes de asir, ya libre, la hombrera del frágil hábito de la sacerdotisa. Sin darle opción a defenderse, desgarró el paño y, con la otra mano, restregó el pecho contra la hojarasca.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó, exasperado—. Si es así, aguarda la llegada de mi gemelo. No tardará en presentarse, estoy persuadido.

Tumbada entre las hojas, consciente de su desnudez al verla reflejada en los crudos espejos que configuraban los ojos del hechicero, Crysania se cubrió los senos con los jirones de su vestido y le examinó callada, perpleja.

—¿Para qué hemos llegado tan lejos, para amancebarnos en el bosque? —le imprecó él, persistente, sin la menor conmiseración—. Creí que te movían aspiraciones más elevadas. Hija Venerable. Presumes de la ayuda de Paladine, te ufanas de tus poderes, mas ¿qué uso pretendes darles? ¿Piensas que la respuesta a tus oraciones es que yo caiga víctima de tus encantos?

El dardo acertó en su diana. La sacerdotisa se convulsionó e, incapaz en su vergüenza de hacerle frente, prorrumpió en lastimeros sollozos de espaldas a aquella criatura cruel, humillante. Sus greñas se esparcieron sobre los hombros, cubriendo de manera desigual su piel blanca, fina, exquisita.

Girando abruptamente sobre sus talones, Raistlin se alejó. Caminaba deprisa y, a medida que interponía distancia, se sosegaba su alterado ánimo. Se amortiguó la agobiante pasión y, al hacerlo, se despejó su cerebro.

Atisbo el fulgor de una armadura entre los arbustos y no pudo reprimir una sonrisa socarrona. Se cumplían sus predicciones. Caramon había emprendido la búsqueda de la mujer. Quizá juntos se consolarán de sus sinsabores pensó. A él poco le importaba.

Al arribar a la tienda, se refugió en su fresco, oscuro ambiente. La mueca desdeñosa todavía retorcía su boca, pero se desdibujó al recordar su vulnerabilidad frente a Crysania, lo cerca que había estado de rendirse y también, contra su deseo, los incitantes labios de la sacerdotisa, su calor. Se desmoronó en una silla y hundió la faz entre las manos.


La sonrisa volvió a ensanchar sus facciones media hora más tarde, cuando Caramon irrumpió en su aposento. El hombretón tenía el rostro enrojecido, los ojos dilatados, la mano crispada sobre la empuñadura de su espada.

—¡Debería matarte ahora mismo, bastardo! —lo insultó en un espasmo de cólera.

—¿Por qué motivo lo harías esta vez, hermano? —indagó Raistlin, sin interrumpir la lectura de un grueso tomo de hechicería—. ¿He asesinado a otro kender a quien profesas dulce amistad?

—¡Lo sabes muy bien, vil gusano!

El guerrero estaba fuera de sí. Lanzando un reniego, le arrebató el libro arcano y lo cerró con estrépito. El contacto de la azulada cubierta le quemó los dedos, pero estaba demasiado indignado para sentir el dolor.

—He encontrado a Crysania en el bosque con el hábito desgarrado, llorando hasta perder el aliento. Y esos arañazos te delatan —le espetó.

—Esos arañazos me los hice yo mismo. ¿Acaso no te ha contado lo ocurrido?

—Sí.

—¿Te ha revelado que se me ofreció? —hurgó el nigromante en la herida.

—No puedo creerlo —fue la cortante respuesta.

—¿Y que yo la he repudiado? —continuó el mago, impasible, a la vez que clavaba en su gemelo una mirada fría, despreciativa.

—¡No soporto tu presunción! —quiso replicar el general, pero Raistlin, seguro de su predominio, volvió a atajarlo.

—Lo más probable es que ahora, en la penumbra de su tienda, dé gracias a los dioses por mi actuación. Lo cierto es que la amo lo bastante para salvaguardar su virtud —confesó.

Deseoso de restar dramatismo a la escena, el hechicero emitió una risa sarcástica que traspasó el corazón de Caramon cual una daga envenenada.

—¡Mientes! —acusó a su hermano al mismo tiempo que, agarrándole por el pectoral de la túnica, lo levantaba de su asiento—. Y tampoco ella ha dicho la verdad. Con tal de protegerte es capaz de fraguar cualquier embuste.

—Retira tus manos —le ordenó el archimago en un susurro.

—¡Voy a mandarte al Abismo! —lo amenazó el otro.

—¡Retira tus manos! —insistió Raistlin.

Al comprobar que el guerrero no había de obedecerle, que ni siquiera le escuchaba, el atacado recurrió a su arte. Iluminó la primorosa urdimbre un resplandor de luz azulada, sucedido por un chasquido y un sonido sibilante, y Caramon emitió un grito de dolor antes de soltarlo, víctima de un flagelo invisible que paralizó sus vísceras.

—Te lo advertí —comentó el hechicero, alisando las arrugas de su atavío y volviendo a su silla.

—¡Por los dioses que he de segar tu abyecta existencia! —rugió su gemelo con las mandíbulas apretadas.

Como para confirmar su resolución, desenvainó la espada. Raistlin, lejos de amedrentarse, abrió el volumen por la página que estudiaba al aparecer el hombretón y, abstraído, lo invitó:

—Adelante, acaba cuanto antes. Tantos desafíos comienzan a aburrirme.

En sus ojos brillaba una llama de ambiguo portento, una indiferencia insolente.

—Vamos, inténtalo —azuzó a su agresor—. Nunca regresarás a casa.

—¡Eso ahora carece de importancia!

Ofuscado por el odio y los celos, el guerrero dio un paso hacia su adversario, quien, sin mover un músculo, lo aguardaba con aquella singular expresión en su enjuto rostro.

—¡Inténtalo! —lo apremió.

Caramon elevó su arma.

—¡General!

Quien así le llamaba, impidiéndole la realización de sus designios, era uno de sus soldados. Oyó gritos de alarma en el exterior, ecos de pisadas que corrían de un lado a otro y, frustrado, contuvo el impulso de su estocada. Aunque le cegaban lágrimas de ira, fijó en su víctima una sombría mirada.

—General, ¿dónde estás?

Se acercó el tumulto, dirigido hacia la tienda de Raistlin por el guardián personal de su gemelo, que conocía su paradero.

—¡Aquí! —vociferó al fin Caramon. Volvió la espalda a su rival, encajó el filo en su funda y descorrió la cortinilla—. ¿Qué ocurre?

—General… ¡Pero si tienes las manos quemadas! ¿Cómo…?

—Olvídalo, no es nada. ¿Qué ibas a comunicarme? —urgió al hombre que encabezaba al agitado tropel.

—¡La bruja ha dejado el campamento!

—¿Qué nos ha dejado? —repitió él, en la cumbre de la desesperación.

Tras espiar a su hermano con una hostilidad más penetrante que su templado acero, el fornido luchador salió precipitadamente del lóbrego refugio. Invadieron los tímpanos de Raistlin sus imperiosas demandas, las explicaciones de sus subordinados.

Resuelto a no escuchar tan molesto vocerío, el archimago cerró los ojos y suspiró. Caramon había perdido una espléndida oportunidad de matarle.

Delante de él, extendiéndose en una línea recta y angosta, el rastro de su arcano antecesor lo guiaba de manera inexorable.

4 La fuga de Crysania

Caramon había alabado su pericia como amazona, y, sin embargo, hasta que abandonara Palanthas en compañía de Tanis el Semielfo, en un viaje que había de conducirla al bosque mágico de Wayreth, Crysania no había estado cerca de un caballo más que cuando paseaba en uno de los elegantes carruajes de su padre. Las mujeres de su ciudad no cabalgaban, ni siquiera por placer, pese a ser ésta una costumbre muy extendida entre las otras habitantes de Solamnia.

Pero todo aquello fue en su vida anterior. La sacerdotisa sonrió pesarosa mientras, a la grupa de su corcel, hundía los talones en sus flancos para hostigarlo a mudar su trotecillo por un raudo galope. ¡Cuán lejana estaba su otra existencia!, ¡cuán distante!

Agachó la cabeza a fin de esquivar unas ramas suspendidas a escasa altura y prosiguió la marcha, sin mirar atrás en ningún momento. Confiaba en que sus perseguidores tardarían en emprender la búsqueda, ya que Caramon debía atender a los emisarios y no osaría enviar a sus soldados sin ponerse él al frente. ¡No para perseguir a una bruja!

De pronto estalló en carcajadas. «¡No puede negarse que ése es el aspecto que ofrezco!», pensó.

No se había molestado en cambiar su harapiento atavío por otro más acorde con su condición. Al encontrarla el general en la espesura, había atado sus jirones mediante retazos de su propia capa y, además, su vestido perdió tiempo atrás su inmaculada blancura, después de exponerlo en su periplo al polvo, al barro y a la intemperie, hasta tomar una tonalidad grisácea. Ajados y sucios, llenos de salpicaduras, los pliegues revoloteaban en torno a su figura como plumas marchitas. Su cabello era un amasijo de greñas. Apenas veía a través de los enredos.

Cuando salió del bosque, tiró de las riendas de su cabalgadura a fin de estudiar las anchas llanuras herbáceas que se desplegaban ante sus ojos. El animal, habituado a un lento avance en las filas del multitudinario ejército, resoplaba excitado tras tan inusitado ejercicio. Todos sus instintos lo incitaban a seguir, a correr, movía la cabeza y las patas de un lado a otro, anhelante de ceder a la invitación de aquellas planicies que parecían no tener fin. Crysania hubo de acariciarle la testuz con objeto de calmarlo.

—Vamos, pequeño —le ordenó al rato, y le dio libertad de acción.

Con un relincho, el equino enderezó las orejas y se lanzó brioso, exultante en pos del campo. Aferrada a su crin, también la dama se abandonó al goce que le proporcionaba haberse deshecho de sus ligaduras. El tibio sol vespertino constituía un grato contraste para los aguijones que el viento clavaba en su piel. El ritmo trepidante del galope y el atisbo de miedo que siempre le produjo montar ensanchaban su maltrecho corazón.

Mientras así viajaba, se cristalizaron sus planes en su mente, más concisos y perfilados que el canto de un mineral. Ante ella el territorio se oscurecía bajo las sombras de un bosque de pinos; a su derecha, los nevados picos de los montes Carnet refulgían al reverberar en su albo manto los haces solares. Después de dar un brusco tirón de las riendas y, de este modo, recordar al animal que era ella quien mandaba, lo obligó a aminorar la desenfrenada marcha y lo guió en dirección a la lejana espesura.


Hacía casi una hora que Crysania se había fugado del campamento cuando Caramon consiguió salvar el compromiso que le impedía darle alcance. Como había previsto la sacerdotisa, tuvo que explicar la situación a los emisarios y asegurarse de que su partida no les causaría ofensa. Tales preliminares le ocuparon bastante tiempo, porque el hombre de las Llanuras apenas hablaba la lengua común y no comprendía en absoluto la enanil, y su achaparrado colega, aunque no hallaba dificultad en expresarse en el idioma del general —razón por la que había sido elegido para su cargo— no desentrañaba su «extraño» acento y le rogaba una y otra vez que repitiera sus frases.

El guerrero intentó informarles de la auténtica identidad de Crysania y la compleja relación que mantenían. Pero ninguno de sus oyentes dio muestras de asimilar los detalles y, desazonado, el narrador se limitó a contarles lo que de todos modos acabarían por susurrarles confidencialmente, que era su mujer y había huido de su lado.

El bárbaro asintió. Las féminas de su tribu, notorias por su carácter salvaje, se mostraban a menudo tentadas de cometer actos parecidos, y el robusto mensajero recomendó al general que, en cuanto atrapara a la prófuga, le rapara la cabeza en castigo a su desobediencia. El enano quedó perplejo al oír tales historias de deslealtad, dado que las hembras de su raza antes se rasurarían las sagradas patillas que abandonar casa y esposo. Pero estaba entre humanos. No cabía esperar sino reacciones absurdas.

Los dos enviados desearon a Caramon un feliz desenlace y se dispusieron a disfrutar de las amplias provisiones de cerveza. Aliviado por su comprensiva actitud, el general corrió en busca de Garic a fin de cerciorarse de que le había ensillado un caballo y lo tenía a su disposición.

—Hemos descubierto su rastro, general —anunció el joven caballero—. Tomó la ruta del norte, por un angosto sendero que se interna en el bosque. Monta un corcel muy rápido. Debo admitir que supo seleccionar uno de los mejores —añadió sin ocultar su admiración—. Aun así, no creo que llegue lejos antes de que la alcances.

—Gracias, Garic —dijo el hombretón mientras se encaramaba a la grupa del equino—. ¿Qué significa esto? —vociferó, mudando su tono al percatarse de que había otro preparado—. He manifestado con total claridad mi propósito de ir solo…

—He resuelto acompañarte, hermano —declaró alguien en la penumbra.

El guerrero dio media vuelta en el instante mismo en que el archimago salía de su tienda, ataviado con su negra capa y las botas que solía calzarse en las largas expediciones. Caramon gruñó en franco desacuerdo, mas Garic se hallaba ya junto al intruso para, solícito y respetuoso, ayudarle a montar sobre su animal preferido, una criatura de pelambre azabache y nervio vivo. Sabedor de que su gemelo no se atrevería a vituperarle en presencia de sus hombres, Raistlin exhibió ante él una mueca irónica y subrayó su triunfo mediante los destellos maléficos que arrancaba el sol de los arcanos espejos de sus pupilas.

—No debemos entretenernos, el tiempo apremia —rezongó el general cuya cólera, pese a su esfuerzo en disimularla, era patente—. Garic, quedarás al mando hasta mi regreso. Cuida de que se agasaje a los huéspedes y ordena a los campesinos que reanuden sus prácticas en el campo de adiestramiento. Han de clavar sus lanzas en los muñecos de paja, no hacerse cosquillas entre ellos.

—Me ocuparé de todo, señor —respondió el aludido, con grave ademán, saludándolo a la manera tradicional de su Orden.

El recuerdo de Sturm Brightblade surcó como un relámpago la mente del hombretón y, con él, afloraron imágenes de su juventud, de los días en que su hermano y él viajaban al lado de sus amigos, de Tanis, Flint y el propio Sturm. Temeroso de delatar la emoción que lo embargaba, azuzó a su caballo y se alejó presto del campamento.

Sin que pudiera evitarlo, su memoria se reavivó cuando llegó al sendero y observó de soslayo a su hermano que, como de costumbre, cabalgaba un poco retirado, cediéndole la delantera. Aunque no le entusiasmaba este ejercicio, Raistlin era un espléndido jinete, dominaba al equino con la misma destreza con que desempeñaba cualquier actividad, si la juzgaba digna de aplicarse. No pronunció una palabra durante la primera parte del trayecto. Conservó la capucha echada sobre la cabeza y se entregó a sus cavilaciones. Tal mutismo no era nada insólito. En sus aventuras de antaño transcurrían jornadas enteras sin que mediaran entre ellos intercambios verbales.

A pesar del vuelco que había sufrido su mutuo entendimiento, quedaba entre ellos el nexo de la sangre, de los huesos y hasta del alma. Caramon ansiaba acunarse en el antiguo compañerismo que tanto los había unido y, sin poner excesivo empeño, descartó su enfado, aquella hostilidad que alimentaba también contra sí mismo.

—Lamento mucho lo que ha ocurrido allí abajo —se disculpó, girado el torso, mientras se adentraban por la espesura tras las frescas huellas de Crysania—. Es cierto, como tú afirmaste, que la sacerdotisa te ofreció, te ofreció… —balbuceó, ruboroso—. Ella me reveló que te había entregado… ¡Maldita sea, Raistlin! ¿Por qué fuiste tan brutal?

—Tuve que serlo —repuso el mago, erguida la cabeza de tal forma que su gemelo pudo distinguir sus facciones entre los pliegues del embozo—. La dulzura de nada sirve cuando se pretende abrir los ojos a una criatura obcecada. Si no hubiera empleado la aspereza nunca le habría hecho ver el precipicio que la atraía hacia sus simas, un precipicio que, de caer nosotros en él, acabaría por engullirnos a todos.

—¡No eres un ser humano! —lo acusó el guerrero.

—Lo soy más de lo que imaginas —sentenció el nigromante, amortiguado el brillo sobrenatural de sus iris y, para sorpresa de su gemelo, relajado el perenne sarcasmo que contraía sus rasgos—. Más de lo que imaginas —insistió, con un tono nostálgico que traspasó el corazón del fornido luchador.

—Si eso es verdad, ¡ámala! —le arengó Caramon, tirando de las riendas para situarse a su mismo nivel—. Olvida toda esa sinrazón poblada de espacios negros, de pozos insondables, y da curso a tus emociones. Tú eres un poderoso hechicero y ella una sacerdotisa de alta estirpe, pero, debajo de vuestros ropajes, bullen las exigencias de la carne. Tómala en tus brazos y…

Transportado por sus consejos, tuvo que contener a su animal para que, al sentir libre la brida, no se encabritase. Se detuvo en medio del camino, pictórico de entusiasmo y quizá con una sombra de esperanza. Raistlin le imitó. Una vez hubo cesado su avance, el mago se inclinó hacia adelante a fin de posar la mano en el brazo de su gemelo, tan ardientes sus dedos que le chamuscó la piel. Su expresión se había endurecido, sus ojos habían vuelto a asumir el gélido brillo del cristal.

—Escúchame, Caramon, y trata de comprender —le pidió, con un acento desapasionado que provocó un estremecimiento en las vísceras del guerrero—. Soy incapaz de amar. ¿Todavía no lo has adivinado? Aciertas al denunciar mi naturaleza de hombre. No puedo negar que bajo mis vestiduras palpita un cuerpo, mas eso no hace sino acrecentar el conflicto. No soy inmune a la lujuria, de acuerdo. ¿Qué es, sin embargo, el instinto si no lo enaltece un sentimiento más profundo?

»Podría rendirme a las «exigencias de la carne», como tú las llamas, algo que no perjudicaría a mi arte más allá de un pasajero debilitamiento. Pero mis arrebatos lascivos destrozarían a Crysania cuando averiguase la verdad, y te aseguro que antes o después se enteraría.

—¡Eres un bastardo sin escrúpulos! —le insultó el general.

—Al contrario —rectificó el mago con la ceja enarcada—. Si lo fuera, me aprovecharía de las circunstancias y recogería la porción de placer que la sacerdotisa me brinda en bandeja de plata. A diferencia de otros, poseo el don de conocerme a mí mismo y refrenar mis impulsos.

Herido por esta evidente alusión a su propia flaqueza, Caramon espoleó a su corcel y reanudó la marcha. Estaba hecho un lío, como siempre que se enfrentaba con su gemelo, y de su perplejidad no tardó en destacarse la intuición de su culpa. Le consumía pensar que no era lo bastante hombre para acallar la faceta animal de su ser, mientras que su hermano, al admitir su carencia de afectos, se erigía en un héroe noble y sacrificado.

Siguieron explorando el bosque sin más comentarios, atentos al rastro que dejara la dama entre la pinaza. Era fácil la búsqueda. Crysania no se había apartado de la senda y ni siquiera había tomado la precaución de doblar recodos, o de cubrir las ostensibles pisadas de los cascos.

—¡Mujeres! —protestó el hombretón al cabo de un rato—. Si no logró reprimir su ataque de insensatez, al menos podría haber huido a pie. ¿Por qué lanzarse a una cabalgada demente, sin rumbo, en este agreste territorio?

—Hermano, eres demasiado cándido —le regañó Raistlin—. Créeme, no falta un propósito preconcebido en la ruta que ha trazado. Me conmueve tu ignorancia respecto a sus auténticas intenciones.

—¡Habló el experto! —gritó el guerrero, exasperado—. He estado casado, conozco la mente femenina mejor que tú. Escapó a sabiendas de que la perseguiríamos. La encontraremos en algún paraje solitario con el caballo extenuado, quizá cojo, y se mostrará altiva, fría. Nosotros le pediremos excusas, y yo habré de permitirle que se aloje en esa tienda individual para desagraviarla. ¡Mira! —urgió de pronto a su acompañante—. ¿Qué te decía? Hasta un torpe enano gully podría reconocer esas huellas en la hierba.

Habían llegado al linde de la espesura y, en efecto, en el llano se dibujaba con total claridad la impronta reciente que había dejado el galope de un caballo. Raistlin, haciendo un alto, la estudió y, aunque no le replicó, se enfrascó en unas cábalas que nada bueno auguraban.

Los dos hermanos, uno triunfal y meditabundo el otro, atravesaron la planicie hasta el punto donde la sacerdotisa había penetrado en otra arboleda y cruzado un riachuelo. Al arribar a la otra margen, Caramon se detuvo.

—¿Qué diablos significa esto? —preguntó encolerizado.

Oteó el panorama a derecha e izquierda, obligando al equino a moverse en círculo. Raistlin, mientras tanto, descansó las manos en el pomo de su silla y aguardó.

—¿Te convences ahora de que Crysania no ha actuado a la ligera? —reconvino al desconcertado general—. Crysania es inteligente, hermano, lo bastante para predecir tus reacciones y confundirte.

El hombretón clavó en su gemelo una mirada fulgurante, mas guardó silencio. El rastro había desaparecido.


Como apuntara Raistlin, Crysania tenía un propósito. Era lista, astuta, y no le supuso ningún esfuerzo fraguar un plan para despistar al iluso Caramon. Aunque desconocedora de los enigmas del bosque, que no había frecuentado en su juventud, ahora llevaba varios meses recorriéndolo junto a verdaderos entendidos. Apartada de las huestes —eran pocos los que osaban departir con una bruja— y también de Caramon, que debía solucionar las cuestiones inherentes al mando, abandonada a sus propios auspicios por el estudioso hechicero, no le quedaba otro entretenimiento que escuchar de soslayo las historias de cuantos la rodeaban y, naturalmente, aprender de ellas.

Fue sencillo desandar sus pasos en el centro del torrente, remontar el caudal sin grabar en su fondo señal alguna. Al descubrir una orilla rocosa, donde los cascos de su montura tampoco habían de imprimirse, salió de las aguas y retornó a la espesura. Evitó el camino principal, eligiendo las brechas que abrían los animales al objeto de saciar su sed en el cristalino curso e, incluso, se ocupó de borrar sus holladuras en alguna ocasión. No puso en tal tarea excesivo afán, persuadida como estaba de que Caramon no le adjudicaba la suficiente clarividencia para hacerlo y, por lo tanto, no sospecharía.

De haber sabido que Raistlin acompañaba a su hermano, la dama habría sido más cautelosa, ya que, muy a su pesar, debía reconocer que el mago leía en su pensamiento mejor que ella misma. Mas no se le ocurrió siquiera esa posibilidad, de modo que continuó viaje tranquila, a un ritmo moderado que mantenía descansado al caballo y le otorgaba unas valiosas horas en las que perfilar sus designios.

Portaba en sus alforjas un mapa, sustraído de la tienda del general, en cuyo trazado figuraba una aldea situada al abrigo de las montañas. Era tan pequeña que ni siquiera tenía nombre, o al menos no había ninguno escrito en el documento. Este caserío era su destino, el lugar donde se proponía cumplir dos objetivos: el primero era alterar el tiempo, demostrar a los gemelos y a sí misma que era algo más que un fardo, una pieza inútil y, en ciertos momentos, peligrosa de su equipaje.

El segundo era todavía más importante. En aquel pueblo olvidado, Crysania instauraría el culto a los antiguos dioses.

No era esta decisión el fruto de una idea repentina, sino un proyecto que acarició repetidas veces y tuvo que posponer por diversas razones. Para empezar, tanto Caramon como Raistlin le habían prohibido de manera tajante que utilizara en el campamento sus dotes clericales. A ambos les inquietaban su seguridad tras haber asistido al suplicio en la hoguera de numerosas mujeres acusadas de brujería. El hechicero mismo habría sucumbido a una muerte tan espantosa de no haberlo rescatado Sturm y su valiente hermano; así que no podía reprocharles sus temores.

Además, el sentido común le decía que ninguna de las familias que se habían unido al itinerante ejército prestaría oídos a sus pláticas, dado que todos estaban persuadidos de su malignidad. A la vista de tales impedimentos, resolvió que debía dirigirse a desconocidos. Si abordaba a personas que ignorasen la leyenda negra que pesaba sobre ella, les relataría su historia y les transmitiría el mensaje de que era el hombre quien había repudiado a los dioses, no a la inversa. Los nuevos conversos la seguirían, como habían de seguir a Goldmoon doscientos años más tarde.

No hizo acopio de coraje para actuar hasta que revolvieron sus entrañas las despiadadas acusaciones de Raistlin. Todavía ahora, mientras guiaba a su corcel en la incipiente penumbra del ocaso, retumbaba su voz en el intrincado ramaje, sus ojos airados la escrutaban desde los troncos.

«Merecía su reprimenda —admitió en su fuero interno—. En lugar de enarbolar el estandarte de mi fe, de instituirme en vivo ejemplo de lo que Paladine podía aportarle, recurrí a mis "encantos" a fin de subyugarle».

Aunque no estaba en su ánimo embaucar al nigromante, su proceder inspiraba tal conclusión. Alisando con aire ausente su crespa melena, reflexionó que, de no imponerse la fuerza de voluntad del arcano personaje, se habría granjeado el desfavor de la divinidad que idolatraba.

Su admiración por el joven archimago, incondicional desde el comienzo, creció hasta extremos ilimitados, tal como él vaticinara. Anhelaba restablecer la confianza que siempre depositó en ella y hacerse digna de su respeto. Sin duda ahora, imaginó angustiada, su veleidad había repercutido en la opinión de Raistlin. Si regresaba al campamento con una horda de leales creyentes, no sólo pondría de manifiesto que estaba equivocado, que era posible alterar el tiempo poblando el mundo de clérigos en una época en que, según los anales, no debían existir, sino que tendría la oportunidad de difundir sus enseñanzas entre las tropas.

Sus elucubraciones, sus planes, inundaron a Crysania de una paz que no había sentido desde su llegada a la Torre junto a los hermanos. Al fin obedecía a su propia iniciativa, no al desabrido Raistlin ni a Caramon, tan empeñado últimamente en gobernarla. Renació su ánimo. Si sus cálculos eran exactos, arribaría a la aldea antes del anochecer.

La senda discurría por la ladera de la montaña en una cuesta pronunciada y, coronado el risco, descendía con idéntica verticalidad hacia un valle. La sacerdotisa hizo una pausa en la cumbre y examinó el paisaje. En el centro de la vaguada, distinguió el pueblo donde culminaría su excursión.

Algo se le antojó singular en los oscuros contornos de las casas, mas no era todavía una viajera lo bastante avezada como para fiarse de sus instintos. Deseosa tan sólo de llegar antes de que cayera la noche, y de poner en práctica su ambicioso proyecto, azuzó a su caballo sendero abajo, cerrada su mano sobre el Medallón de Paladine que se ceñía a su cuello.


—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Caramon, sentado aún a horcajadas en la grupa de su animal y con la vista puesta en el torrente.

—Tú eres el experto en mujeres, ¿recuerdas? —contestó Raistlin.

—He cometido un error, de acuerdo —rezongó el general—. Pero este acto de humildad de nada nos sirve, dentro de poco se ensombrecerá el cielo y no podremos distinguir sus huellas. No te he oído ninguna sugerencia útil —recriminó, disgustado, a su hermano—. ¿Por qué no invocas tu magia?

—Si mis poderes fueran tan prodigiosos, a estas alturas ya te habría dotado de un cerebro —le espetó el nigromante, malhumorado—. ¿Qué quieres que haga, moldear su imagen en el aire o buscarla en mi bola de cristal? No malgastaré mis energías en tales simplezas y, además, no es necesario. ¿Tienes un mapa, o es pedir demasiado a tu imprevisión?

—Lo tengo —le atajó Caramon, a la vez que lo desprendía de su cinto y se lo alargaba.

—Propongo que abreves a los animales y les concedas un descanso —dijo Raistlin, deslizándose de su montura.

El guerrero se apeó también, y condujo a los equinos hasta el riachuelo mientras su gemelo examinaba el documento.

El sol se ponía tras el horizonte cuando Caramon ató los caballos en un arbusto y regresó al lado del hechicero, que sostenía el mapa delante de su nariz para consultarlo en la penumbra. El hombretón le oyó toser y observó que se arropaba en la capa.

—Temo que el aire nocturno dañe tu frágil salud —dijo, con seco acento a fin de contrarrestar su preocupación.

—No me ocurrirá nada, tranquilízate —repuso Raistlin entre toses.

El general se encogió de hombros y, fingiendo ignorar el tono amargo del hechicero, estudió el mapa por encima de su cabeza. Tras unos breves segundos, el mago señaló una diminuta mancha negra en medio de las montañas.

—Crysania está aquí —anunció.

—¿Por qué habría de dirigirse a una aldea aislada? —indagó el otro, estupefacto, sin comprender—. No tiene sentido.

—Porque en ese punto podrá realizar su propósito, o ella así lo cree.

Pensativo, enrolló el pergamino y contempló la mortecina luz. Una línea hendió su frente, un hondo surco que denotaba lóbregos presentimientos.

—¿A qué te refieres? —insistió Caramon, escéptico—. ¿Qué propósito es ese que no cesas de mencionar?

—Se halla en grave peligro —declaró el nigromante en vez de satisfacer su demanda.

—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso has visto algo?

El guerrero estaba alarmado y la voz de su oponente, ribeteada de ira, no contribuyó a apaciguarlo.

—¿Qué quieres que vea, necio? —lo insultó, incorporándose y corriendo hacia su corcel—. ¡Lo que hago es recapacitar, emplear mi mente! En ese pueblo apartado, la sacerdotisa se dispone a rehabilitar a los vituperados dioses. Espera que sus arengas despierten de nuevo el sentido religioso de los lugareños.

—¡En nombre del abismo! —renegó Caramon, boquiabierto—. Has acertado, Raist —agregó después de unos instantes de meditación—. La oí hablar de ese proyecto, aunque nunca tomé en serio sus palabras.

Al comprobar que su hermano deshacía las ligaduras del caballo y se preparaba para montarlo, fue raudo a su encuentro y posó la mano sobre la brida.

—¡No te precipites! —suplicó al resuelto mago—. Ahora no podemos hacer nada. Habrá que aguardar hasta mañana. Sería una imprudencia recorrer en la oscuridad los accidentados senderos montañosos. Sabes tan bien como yo que los animales son propensos a tropezar cuando avanzan en la negrura. Se ponen nerviosos; si tenemos la mala fortuna de que den un paso en falso podrían romperse una pata. ¡Y prefiero no aludir a las criaturas que quizás anidan en estas frondosidades que nunca han sido desbrozadas!

—Mi bastón nos alumbrará —ofreció Raistlin, que lo portaba ensartado en las correas de la silla.

Empezó a elevar su cuerpo pero un virulento ataque le obligó a detenerse, aferrado a la silla y sin aliento. Cuando cedieron los espasmos, Caramon reanudó su discurso.

—Atiende, Raist —le susurró en actitud conciliadora—. No me inquieta menos que a ti la suerte de Crysania mas, en mi opinión, exageras. Seamos sensatos. Has reaccionado como si la dama se hubiera introducido en una guarida de goblins. ¡Y tú criticas mi atolondramiento! En cuanto vislumbren la aureola luminosa de tu cayado, los moradores de esa jungla se sentirán atraídos hacia ella como la polilla hacia el fanal. Los caballos están extenuados, y tú apenas puedes respirar. ¿Qué pasará en el caso de que tengamos que enfrentarnos a un enemigo, a algún ente vivo o muerto que nos aceche desde las sombras? Acampemos aquí y partamos al despuntar el nuevo día, una vez hayamos repuesto fuerzas.

El hechicero se quedó inmóvil y, con las manos enlazadas en el pomo de su montura, miró a su gemelo. Intentó discutir, pero se lo impidió un virulento acceso de tos que le hizo desistir de su empeño. Resignado, soltó la silla y se apoyó en el terso flanco del corcel.

—Tienes razón, hermano —asintió en un murmullo entrecortado.

Asustado por su inusitada docilidad, más aún que por su quebranto, el hombretón hizo ademán de auxiliarlo. Antes de que Raistlin se percatara, no obstante, contuvo su ímpetu, consciente de que tal despliegue sólo obtendría un humillante rechazo. Como si nada hubiera sucedido, desanudó de las cinchas la cama de campaña mientras parloteaba con aire casual sobre cuestiones prácticas, intrascendentes.

—Extenderé tu lecho para que te acuestes. Me arriesgaré a encender una pequeña fogata y, de ese modo, podrás calentar esa pócima que tanto te alivia. Luego sacaré la carne y las verduras que me ha dado Garic, unas provisiones exiguas pero que, guisadas adecuadamente, nos proporcionarán alimento. Haré un estofado, como en los viejos tiempos.

»¡Por los dioses! —exclamó sonriente—. Pese a ignorar de dónde surgiría el próximo acero destinado a traspasarnos, comíamos bien en nuestras correrías. ¿Te acuerdas? Nada nos quitaba el apetito, y tú solías arrojar a la marmita una hierba especiada. ¿Qué era? —Fijó la vista en lontananza, en su afán de desentelar las brumas del olvido—. Vamos, ayúdame, se trataba de uno de tus ingredientes mágicos. Tengo el nombre en la punta de la lengua. Se asemejaba a nuestro apellido. ¿Majerina, merjoría? ¡Ja! —se carcajeó—. Acabo de rememorar aquella ocasión en que tu maestro nos sorprendió cocinando con los componentes arcanos como aditamento. Casi se desmayó».

Suspiró, y se aplicó a la ardua tarea de aflojar los nudos.

—He probado platos exquisitos desde entonces —prosiguió al rato—, en las situaciones más dispares que cabe imaginar. Me he regalado en palacios, bosques elfos y mugrientas posadas, mas nunca hallé nada equiparable a nuestro estofado. Me gustaría hacerlo de nuevo, aunque no sé si me saldrá igual de sabroso…

Le interrumpió un quedo crujir de tela y, sabedor de que Raistlin había vuelto la encapuchada cabeza y le examinaba con suma atención, tragó saliva y se concentró en su tarea. Había expuesto ante el mago su lado vulnerable, así que no le quedaba otra alternativa que soportar su censura, su burla escarnecida.

Los ropajes crujieron de nuevo, y el guerrero notó que depositaban en su mano una liviana bolsa.

—Mejorana —le aleccionó Raistlin—. La hierba se llama mejorana.

5 Muerte en el valle

Hasta que no llegó a los aledaños de la aldea, Crysania no se percató de que algo extraño sucedía.

Caramon lo habría advertido sólo con otear el panorama desde lo alto de la colina. Habría reparado en la ausencia en las chimeneas del humo revelador de que se preparaban las cenas en los hogares. Y también le habría sorprendido el silencio antinatural. No se oían los gritos de las madres llamando a sus hijos, ni las estrepitosas recuas de bueyes que tiraban de los arados camino del reposo, ni los alegres saludos de los vecinos al recogerse en sus moradas tras una larga jornada de faenar en los campos. Tampoco le habría pasado inadvertida al general la quietud en la normalmente animada fragua, ni habría dejado de preguntarse el motivo de que en las ventanas no brillase el reflejo de los candiles. Y, al alzar la vista, habría distinguido alarmado la enorme cantidad de carroñeros que revoloteaban en círculos sobre el pueblo.

Todo esto habría llamado la atención del guerrero, de Tanis el Semielfo o de Raistlin, quienes, de tener que seguir adelante, lo habrían hecho con la mano en torno a la empuñadura de la espada o un hechizo defensivo en los labios.

No obstante, la sacerdotisa penetró despreocupada en el lugar y transcurrieron unos minutos antes de que experimentara un primer asomo de inquietud. Nació este sentimiento cuando, al mirar a su alrededor, no vio a nadie. Escudriñó su entorno, y al hallarlo vacío, levantó los ojos hacia el cielo. Fue entonces cuando descubrió a las aves, cuyos chillones graznidos frente a su intrusión interrumpieron el hilo de sus meditaciones. Los pájaros se alejaron en la creciente penumbra para, con un perezoso aleteo, posarse en los árboles o fundirse en las sombras del ocaso.

Sin conceder excesiva importancia a este hecho, Crysania desmontó delante de un edificio que una enseña proclamaba como albergue y, después de atar su caballo a un poste, se acercó a la puerta principal. Si en realidad se trataba de una posada era pequeña, pero bien construida y con un ambiente acogedor gracias a las cortinas con volantes que, en medio de la desolación, le conferían un aspecto contrario al pretendido. En efecto, a la dama el establecimiento se le antojó siniestro a causa de la paz sobrenatural que lo envolvía. No ardían luces en el interior, y la noche comenzaba a engullar el arracimado caserío. Estremecida, abrió el acceso.

—¡Hola! —saludó vacilante; pero sólo contestaron a su llamada los discordantes gritos de las aves—. ¿Hay alguien aquí? Busco un aposento…

Murió su voz, consciente de que la sala estaba desierta. Quizá la población en peso había abandonado la aldea para unirse al ejército de Fistandantilus. Ella misma había sido testigo del poder de convocatoria de Caramon y sus seguidores. Mas, de ser tal el caso, sólo habrían quedado los muebles, ya que todos cuantos se enrolaban llevaban consigo sus pertenencias. En aquel comedor, en cambio, incluso había una mesa servida.

Al adaptarse sus ojos a la tenue luminosidad, atisbo copas llenas de vino y botellas abiertas sobre el sencillo mantel. Un examen más minucioso le reveló que no había comida y que los platos se encontraban fragmentados en el suelo junto a unos huesos roídos. Dos perros y un gato que merodeaban alrededor de éstos, hambrientos en apariencia, le dieron una idea de lo ocurrido.

Una escalera conducía al piso superior. Pensó en subir a inspeccionar, pero le faltó valor y decidió dar antes una vuelta por el lugar. Alguien debía de quedar, alguien que pudiera explicarle qué estaba sucediendo.

Recogió un fanal, prendió la mecha con la yesca de su hatillo y volvió a salir a la calle, sumida ahora en una absoluta negrura. ¿Dónde podían estar los habitantes? Aquella soledad no era fruto de un ataque, de haber sido así las secuelas de la lucha se harían patentes en signos tales como cantos desportillados en el mobiliario, restos quebrados de armas, charcos de sangre e, inevitablemente, cadáveres.

Aumentó el desasosiego de la sacerdotisa al detenerse frente a la venta. Su equino relinchó en cuanto traspasó el umbral. La asustada mujer hubo de refrenar su impulso de saltar sobre el lomo del corcel y huir a toda velocidad. El animal estaba cansado, no podía continuar viaje sin dormir ni alimentarse. Este último pensamiento indujo a Crysania a desanudar el ronzal y conducirlo hasta las cuadras, que se hallaban situadas en la fachada trasera del local. Estaban vacías, algo que nada tenía de insólito si se considera que los caballos eran un lujo en los tiempos que corrían. Al menos, en las dependencias había abundante forraje y agua que aliviarían las necesidades del corcel y que, además, demostraban que se recibían huéspedes con cierta frecuencia. Colocando el fanal en un estante, la dama soltó las cinchas y, una vez hubo desensillado a su cabalgadura, procedió a cepillar su pelaje.

Sabía que sus movimientos eran torpes, desatinados, debido a la falta de práctica en tales menesteres, pero el equino piafó satisfecho y, cuando lo dejó a su albedrío, se dirigió a un montículo de heno y empezó a ramonear.

Tras recuperar el candil, la sacerdotisa regresó a las despobladas, lóbregas callejas. Ojeó las viviendas, las exiguas vitrinas de los comercios, sin éxito. No había un ser viviente.

De pronto, al cruzar la calzada, oyó un ruido. Su corazón cesó de latir, la luz del farolillo osciló en su trémula mano. Interrumpió su deambular para aguzar sus sentidos, diciéndose que era un animal el que había provocado aquellos ecos.

No, estaba equivocada. Se repitió el sonido y la sacerdotisa constató que provenía de una acción acompasada, siempre la misma, y que por lo tanto había en ella un propósito definido. Era singular, parecía como si alguien removiese tierra y luego la arrojara a un agujero en puñados de bastante peso. Nada había de ominoso o amenazador en aquel trajinar y, sin embargo, Crysania se resistía a investigar su origen.

«¡Soy una necia!», se reprendió a sí misma. Disgustada por su cobardía, desencantada frente al revés que sufrían sus planes y, sobre todo, ansiosa de descubrir qué pasaba, echó a andar en actitud resuelta. A pesar del arrojo que le imponía su voluntad no pudo evitar que su mano, por su propia iniciativa, asiera el Medallón de Paladine.

Se acrecentó el volumen acústico del trasiego al llegar al final de la hilera de casas que contenía su expansión. Mientras doblaba, sigilosa, la esquina, la dama comprendió que debería haber amortiguado la llama de su fonal. Demasiado tarde, al sentirse iluminada, la figura que producía los peculiares ruidos se giró de manera abrupta sobre sus talones, puso la mano en visera sobre sus ojos y examinó a la recién llegada.

—¿Quién eres? —inquirió con timbre masculino—. ¿Qué quieres de mí?

El hombre no dio muestras de espantarse. Tan sólo hizo un gesto que denotaba agotamiento como si Crysania, al irrumpir en su trabajo, constituyera una molestia adicional.

En vez de contestar, la animosa mujer se aproximó al desconocido. Sus sospechas eran ciertas: aquel individuo desplazaba tierra con ayuda de una pala que, en el radio de acción del candil, se dibujaba nítidamente. Tan atareado estaba que ni siquiera se había dado cuenta de que ya era de noche.

Alumbrando el rostro del curioso individuo, la mujer le escrutó. Era joven, no sobrepasaba la veintena. Sus facciones eran las de un humano pálido, serio, y lo cubrían unas vestiduras que, de no ser por el irreconocible signo que adornaba su pectoral, su observadora habría identificado como un hábito clerical. Al abordarlo, Crysania lo vio vacilar. De no apoyarse en su herramienta quizás habría caído al suelo y, aun así, estaba tan extenuado que apenas podía sostenerse en pie.

Olvidados sus resquemores, la Hija Venerable corrió a socorrerlo. Pero él reprimió su impulso mediante un seco ademán.

—¡Aléjate! —le ordenó.

—¿Cómo? —vociferó, atónita, la dama.

—¡Aléjate! —persistió él en tono más apremiante.

La pala se negó en ese instante a prestarle soporte y se desplomó sobre sus rodillas, al mismo tiempo que se apretaba el estómago con las manos cual si lo atormentara un dolor insufrible.

—Me niego a obedecerte —se rebeló Crysania, remisa a abandonar a un herido o un enfermo.

Cuando se inclinaba hacia él a fin de rodearlo con su brazo y ayudarlo a incorporarse, la mirada de la sacerdotisa se posó de forma accidental en su tarea. Quedó petrificada.

Lo que se desplegó ante sus pupilas, los ruidos que tanto la habían intrigado, respondían a un tétrico afán. El joven humano estaba tapando una tumba colectiva.

En el fondo de la fosa se amontonaban los cuerpos exánimes de niños y adultos. No se adivinaban en ellos señales de violencia, ni tampoco llagas o huellas de sangre. Sea como fuere, era indiscutible que todos estaban muertos y, a juzgar por el abultado amasijo que constituían, debía de tratarse de la población entera.

Estudió con más detenimiento al muchacho y vislumbró, además del sudor que chorreaba por sus pómulos, sus ojos vidriosos. Tales síntomas de calentura no le dejaron lugar a dudas sobre lo que acontecía.

—Intenté prevenirte —dijo él, medio asfixiado—. Padezco fiebres infecciosas.

—Acompáñame —repuso la dama, compadecida.

Tras volver la espalda al dantesco espectáculo de la fosa, sostuvo al doliente con ambos brazos sin arredrarse por sus forcejeos.

—¡Olvídame! —le suplicó el enfermo—. Te contagiaré mi mal y perecerás en pocas horas.

—Estás en el límite de tus energías; necesitas descansar —se impuso Crysania.

—Pero he de llenar la fosa —se obstinó el joven, puesta la vista en la sombría bóveda celeste donde planeaban, expectantes, las carroñeras—. Esas aves mutilarán los cadáveres.

—Sus almas han volado junto a Paladine; eso es lo que importa —le atajó la sacerdotisa quien, pese a su aplomo, hallaba dificultad en controlar la náusea que le inspiraba la anticipación del festín que no tardaría en comenzar—. Sólo sus esqueletos yacen en esa tumba; incluso ellos comprenden que los vivos tienen prioridad.

Suspirando, demasiado frágil para argumentar, el muchacho enterró la cabeza en el pecho y se agarró al hombro de la sacerdotisa. Tal era su delgadez, que ella casi no notó su peso. No pudo por menos que preguntarse cuántas horas hacía que no ingería una comida sustancial.

Despacio, a trompicones, partieron del improvisado cementerio.

—Aquélla es mi morada —anunció el quebrantado humano, a la vez que señalaba un cobertizo erguido en las afueras del pueblo.

Crysania asintió y le invitó a relatar los sucesos, con el único objetivo de sustraerse al sordo batir de alas que retumbaba en sus oídos.

—No hay mucho que contar —susurró él, víctima de pertinaces escalofríos—. Las fiebres sobrevienen súbitamente, sin dar opción a combatirlas. Ayer los niños jugaban en los patios y, antes del anochecer, morían en brazos de sus madres. Había mesas dispuestas para una cena que nadie probó. Esta mañana los que aún podían moverse cavaron ese pozo, un sepulcro que, como bien sabían, habría de recibir también sus despojos.

Ahogó su voz un espasmo de dolor. Su acompañante se apresuró a consolarlo.

—Todo irá bien, no temas —le dijo—. Te acostaré, te daré agua fresca y dejaré que duermas. Mientras velo tu sueño, rezaré.

—¡Plegarias! —exclamó el otro con amargo acento—. Las he agotado todas. Yo era el clérigo de la aldea —explicó a su asombrada oyente—, y ya ves el efecto que han surtido mis oraciones —se lamentó, torcido el rostro hacia la fosa.

—No malgastes tus fuerzas —le conminó la sacerdotisa.

Habían llegado a la cabaña. Tras depositar al paciente en el lecho, la dama cerró la puerta y, acercándose a la chimenea, prendió una fogata con los leños que ya había dispuestos y la llama de su farolillo. Una vez se hubo asegurado de que ardía, encendió algunas velas y volvió junto al joven, que había espiado todos sus movimientos.

Conocedora de los cuidados que aquella criatura precisaba, Crysania instaló una silla al lado de la cama, vertió agua en una jofaina y, ya sentada, hundió un paño en el líquido para extenderlo sobre su frente. De este modo pretendía refrescar sus sienes, que parecían a punto de estallar.

—También yo pertenezco a una orden clerical —declaró, al mismo tiempo que palpaba el talismán de su cuello—. Voy a rogar a mi dios que te cure.

Posó el recipiente en una mesa que había cerca del lecho, extendió ambas manos y aferró los hombros del joven.

—Paladine —musitó—, yo te invoco…

—¿Cómo? —la interrumpió el muchacho—. ¿Qué haces?

—Intento sanarte —contestó la aludida, dedicándole una sonrisa cargada de paciencia—. Soy una sacerdotisa de la divinidad que me has oído mencionar.

—¿De Paladine? —En el demudado rostro del muchacho se hacía ostensible su incredulidad. Contuvo el resuello y, con la mirada prendida de la mujer, protestó—: ¡Eso es imposible! Todos sus siervos desaparecieron poco antes del Cataclismo, o al menos así lo ha transmitido el rumor popular.

—Se trata de una larga historia —confesó la dama, ocupada en arroparlo con las mantas— que reservo para cuando te encuentres restablecido. De momento, conténtate con saber que soy una de las Hijas Venerables de ese gran dios y que, a través de mí, él te devolverá la salud.

—¡No! —vociferó el doliente, quien, para impedir que prosiguiera, asió la mano femenina con una firmeza impensable en sus condiciones—. Yo mismo soy un ministro al servicio de los buscadores, y oré fervientemente por el bienestar de los fieles que me fueron asignados. No pude hacer nada. Todos sucumbieron —agregó en un murmullo agónico—. Mis súplicas no obtuvieron respuesta.

—Porque rindes culto a ídolos falsos —dictaminó Crysania, aleccionadora.

Con suavidad, la sacerdotisa apartó del semblante del enfermo los desordenados mechones que, saturados de sudor, se adherían a su piel. Él alzó los párpados y la observó sin pestañear. Era un hombre atractivo, percibió Crysania desde su distante superioridad. Tenía los ojos azules y el cabello dorado.

—Agua —pidió el muchacho a través de sus labios cuarteados.

Solícita, la sacerdotisa lo ayudó a incorporarse y lo sostuvo mientras saciaba su sed. Cuando hubo reclinado de nuevo la cabeza en la almohada, el clérigo la escrutó aún unos segundos antes de relajar, extenuado, sus músculos.

—¿Conoces a Paladine, el antiguo dios del Bien? —indagó Crysania.

—Sí, le conozco a él y también a los otros dos —balbuceó el interpelado con un extraño brillo en sus ojos—. He tenido noticia de sus acciones, de cómo nos trajeron tempestades, plagas y un sinfín de desastres de todo género hasta devastar el mundo. Luego, cumplido su propósito, se desvanecieron, desoyendo nuestros clamores en el momento en que más los necesitábamos.

Ahora fue la mujer la que fijó su vista en el yaciente. Estaba preparada para enfrentarse a la negación, incluso la absoluta ignorancia de su divinidad. Podía vencer mediante sus pláticas la irracionalidad de una turba supersticiosa, pero no el resentimiento que destilaba el enfermo. Había huido en pos de seres incultos, desorientados, y se tropezaba con una tumba colectiva y un clérigo moribundo.

—Los dioses no nos abandonaron —bramó, autoritaria, tanto que su voz temblaba—. Están aquí. Sólo aguardan los ecos de una plegaria sincera. La perversidad que azota Krynn procede del hombre; él la llamó con su arrogancia y su obstinación.

Mientras hablaba le vino a la memoria el episodio, aún futuro, en el que Goldmoon salvaría a Elistan y lo convertiría a la auténtica fe. Tales imágenes la llenaron de júbilo. Ahora se le ofrecía a ella la oportunidad de adelantarse a la princesa bárbara en la persona de aquel enfermo.

—Primero conjuraré el mal que te consume —decidió—; más tarde habrá tiempo de dialogar e inducirte a comprender.

Se arrodilló en el flanco del camastro, asió el Medallón y reanudó su demanda al hacedor que veneraba. No obstante, antes de que pronunciara el nombre de Paladine una mano se cerró en torno a su muñeca y, violenta, la obligó a soltar el talismán. Sobresaltada, levantó los ojos. Era el joven clérigo quien, pese a su fragilidad y a las convulsiones de la fiebre, la estudiaba con una paz que parecía brotar de sus entrañas.

—Estás en un error —la corrigió—; eres tú quien debe comprender. No has de persuadirme de nada, te creo. —Hizo una pausa para explorar las sombras circundantes y, con una amarga sonrisa, concluyó—: Paladine te acompaña. Siento su inefable presencia. Quizás en el umbral de la muerte me ha sido otorgada la gracia de vislumbrarle a través de las tinieblas.

—¡Eso es magnífico! —se regocijó la sacerdotisa, casi en éxtasis—. Puedo…

—¡Aguarda! —consiguió intercalar el clérigo antes de enmudecer, forzado a tomar aliento por tan agotador despliegue de energías. Ya más tranquilo, sin liberar la mano de la dama, continuó su discurso—. Te creo, sí, y ése es precisamente el motivo de que rehuse ser curado.

—¿Cómo? —Crysania lo examinó confundida hasta que, transcurridos unos segundos, sentenció—: Deliras, no sabes lo que dices.

—¿De verdad? —la desafió el joven—. Fíjate bien en mí. ¿Descubres algún signo de demencia?

La sacerdotisa obedeció; hubo de guardar silencio al no detectar tales síntomas.

—Admítelo, estoy tan cuerdo como tú. Tengo plena conciencia de cuanto sucede.

—Entonces, ¿por qué…?

—Porque —la atajó el muchacho—, si Paladine se halla en esta cabaña, y no dudo de que así sea, aún me indigna más que haya permitido la ruina de mi pueblo. Les ha dejado morir, no se inmuta frente al sufrimiento de sus criaturas. —Cada sílaba surgía en un jadeo que delataba su desgarro, pero no por ello desistió—. Él provocó esta calamidad o, peor aún, la consintió. ¿Por qué? —preguntó a su vez—. Contéstame, ¿por qué?

Crysania se hundió en el desaliento, en una oscuridad más negra que la noche. El clérigo acababa de formular sus propios titubeos, los que Raistlin le atribuyera en una de sus conversaciones en Istar. ¿Cómo iba a iluminarle si ella era la primera que buscaba ansiosa una respuesta?

Tumefactos los labios, la dama se limitó a repetir los axiomas de Elistan.

—Debemos conservar la fe; los caminos de los dioses son inescrutables.

Su oyente meneó la cabeza y, lánguido, reposó unos minutos. También la sacerdotisa se inmovilizó, inerme ante la manifestación de ira que acababa de presenciar. «Lo sanaré de todos modos —determinó—. Está enfermo, débil de cuerpo y de alma. En tal estado es imposible hacerle entrar en razón».

No; era consciente de que no lo lograría, de que la divinidad no atendería a su ruego. Quizás en otras circunstancias le habría concedido su favor, pero ahora, en su infinita sabiduría, llevaría al clérigo hasta su seno y despejaría allí todas las incógnitas.

De pronto, junto a esta certidumbre, la asaltó otra no menos inquietante: no podía alterarse el tiempo. Sería Goldmoon quien instaurara la antigua religión en el mundo, en una época en que se hubiera mitigado la inquina en el espíritu de los hombres y éstos se hallaran dispuestos a escuchar y aceptar. No antes.

Se sintió abrumada por su fracaso. Arrodillada todavía al lado del lecho, ocultó el rostro entre las manos y pidió perdón por su incapacidad para acatar los designios del destino.

Alzó los ojos al notar el contacto de una mano en su cabello. El agonizante la observaba con una expresión mezcla de placidez y arrepentimiento.

—Lamento haberte defraudado —susurró, torcidos sus labios resecos.

—Me hago cargo —le aseguró ella—. Respetaré tus deseos.

—Gracias.

Ambos permanecieron callados largo rato, en el que sólo alteró la quietud la dificultosa respiración del enfermo. Cuando Crysania hizo ademán de levantarse, el infortunado clérigo masculló:

—¿Harías algo por mí?

—Lo que quieras —ofreció la sacerdotisa, esforzándose en sonreír, pese a que apenas podía verlo a través de las lágrimas.

—Quédate junto a mí esta noche. Así la muerte se me antojará más liviana.

6 La insistente pesadilla

«Asciendo la escalera que conduce al cadalso. Tengo la cabeza inclinada, me han atado las manos a la espalda. Forcejeo para liberarme mientras subo, pero sé que es inútil. Durante días, semanas, me he debatido sin éxito.

»Tropiezo con el repulgo de mi túnica. Alguien impide mi caída, me sostiene y, sin embargo, me obliga a seguir. Alcanzo la cúspide. El tajo, manchado de sangre, se yergue ante mí. Realizo un supremo esfuerzo, he de soltar mis manos. Tan sólo aflojar las ligaduras, utilizar mi magia y ¡huir!

»—No hay escapatoria —brama mi verdugo entre risas, y constato que soy yo quien ha hablado. Reconozco mi voz, mi sarcasmo—. Arrodíllate, patético hechicero. Coloca tu cabeza en la fría y ensangrentada almohada del sueño eterno.

»¡No! Lanzo aullidos de terror, de furia, y entablo una lucha desesperada, mas unas garras me atenazan. Me hacen hincar las rodillas, y mi carne roza la gélida superficie del tajo. Me convulsiono, me retuerzo, vocifero sin que nadie me preste atención.

»Me cubren con una capucha negra y, aunque amortiguados, oigo los pasos del ejecutor. Sus oscuros ropajes crujen alrededor de sus tobillos cuando enarbola el hacha…».


—¡Raistlin, despierta!

El nigromante abrió los ojos; pero cegado por el terror, de momento no adivinó dónde estaba ni quién le había llamado.

—Raistlin, ¿qué te sucede? —inquirió la misma voz.

Unos poderosos brazos lo sujetaron, un timbre familiar, teñido de preocupación, se impuso al zumbido del arma que descargaba el verdugo.

—¡Caramon! —suplicó el mago a su hermano, abrazándose a él—. ¡Socórreme! Deténles, no permitas que me asesinen. ¡Vamos, actúa!

—Tranquilízate, no osarán lastimarte si yo estoy a tu lado —murmuró el hombretón y, protector, acarició su cabello—. Silencio, ya ha pasado todo.

Apoyada la cabeza en el pecho del guerrero, acunado por su palpito regular y sosegado, Raistlin emitió un hondo suspiro. Entornó entonces los párpados y, en la beatífica penumbra, prorrumpió en llanto.


—Resulta paradójico, ¿no te parece? —comentó el hechicero unas horas más tarde, mientras su gemelo avivaba el fuego y ponía a calentar una marmita llena de agua—. Soy el nigromante más dotado de cuantos pisaron Krynn, y una pesadilla me convierte en un niño desvalido.

—Eso significa que eres humano —rezongó Caramon, inclinado sobre la olla a fin de vigilar la ebullición como si, de esta manera, pudiera precipitarla—. Tú mismo lo dijiste.

—Sí, humano —repitió Raistlin salvajemente, arrebujado en su atuendo de campaña para contener los escalofríos.

Al percibir su acento el hombretón le lanzó una furtiva mirada. Aquella rabia le recordó las revelaciones que le hicieran Par-Salian y sus colegas en el cónclave celebrado en la Torre de la Alta Hechicería. Según la egregia asamblea, su hermano se proponía desafiar a los dioses e instituirse en uno de ellos.

Bajo el atento escrutinio del guerrero, el mago dobló las piernas y, una vez levantadas las rodillas, posó las manos en ellas para reclinar, a su vez, la cabeza encima de las palmas. Una singular sensación de asfixia aprisionó la garganta del observador quien, al evocar las tiernas emociones que experimentara cuando su enteco gemelo buscó cobijo en su cuerpo, trató de concentrarse en el burbujeante líquido, próximo ya al hervor. De pronto, Raistlin irguió la cabeza.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó al mismo tiempo que el general, que también había percibido un ruido, se ponía en pie.

—No lo sé —confesó el hombretón aunque con voz queda, aguzados todos sus sentidos.

De puntillas, sigiloso, el guerrero avanzó hacia su cama de campaña y, con sorprendente rapidez, asió su espada y la desenvainó. El hechicero, no menos raudo, agarró el Bastón de Mago que yacía en su proximidad y, deslizándose como un gato, volcó la marmita y apagó la fogata. La negrura se cernió sobre ellos en medio de los siseantes sonidos producidos por las brasas al extinguirse.

Mientras se concedían unos instantes en los que acostumbrar sus ojos a la súbita penumbra, ambos hermanos se mantuvieron inmóviles, atentos a cualquier indicio de peligro.

El riachuelo junto al que habían acampado saltaba susurrante entre las rocas, las ramas de los árboles crujían y las hojas se agitaban al son de la brisa que, recién levantada, ululaba en la noche otoñal. Pero lo que los dos hombres escuchaban no eran los elementos, ni el viento a su paso por el bosque, ni el arrullo del agua.

—Viene de ahí —anunció Raistlin a su vecino—. De la arboleda, pasado el torrente.

Eran unos ecos discordantes; parecían los arañazos de alguien que quisiera abrirse camino en un territorio ignoto. Se prolongaron unos segundos, murieron y volvieron a reanudarse. O bien, como habían supuesto, los provocaba una criatura poco familiarizada con la región, o bien se trataba del torpe andar de un par de botas.

—¡Goblins! —sugirió Caramon.

Enarbolada su arma, intercambió una fugaz mirada con su hermano. Los años de oscuridad, de alejamiento entre ellos, los celos, el odio, todo se difuminó en aquel instante. Al reaccionar ante una amenaza se fundieron en uno al igual que en las entrañas maternas.

Moviéndose con suma cautela, el aguerrido hombretón empezó a cruzar el curso fluvial. Lunitari, la luna encarnada, destellaba a través del ramaje, aunque por hallarse en su primera fase, se asemejaba al pabilo de una vela agotada y apenas proyectaba luz. Temeroso de tropezar con un guijarro, Caramon tanteaba el lecho del río antes de apoyarse con todo su peso. El nigromante lo siguió en la travesía, apoyada una mano en el bastón arcano y la otra en el hombro de su compañero a fin de conservar el equilibrio.

Atravesaron el río, tan silenciosos como el aire, y llegaron a la otra orilla. Oyeron de nuevo el singular murmullo, sin duda procedente de un ser animado pues persistía incluso cuando cesaba la brisa.

—La retaguardia de unos salteadores —aventuró el fornido luchador, girando la cabeza hacia su gemelo y vocalizando lo mejor que supo.

Raistlin asintió. Las bandas de ladrones goblins solían designar exploradores para que vigilasen el camino y rastrearan a posibles espías mientras los otros atacaban los poblados. Como era una tarea aburrida, y significaba además que los elegidos no tomarían parte en los asesinatos ni en el reparto del botín, lo más habitual era que tal cometido recayera sobre los menos dotados, los miembros del grupo de los que mejor podía prescindirse.

De repente, el mago cerró la mano sobre el ancho hombro del guerrero al fin de imponer una pausa.

—¡Crysania! —masculló—. ¡La aldea! Tenemos que averiguar dónde está esa cuadrilla de maleantes.

—Lo apresaré vivo —prometió Caramon, a la vez que indicaba con un significativo gesto que atenazaría la garganta del primer goblin que encontrase.

—Y yo le interrogaré —apostilló el mago, satisfecho, con una sonrisa de complicidad y un ademán que no denotaba menor fiereza.

Juntos se internaron en la senda mas sin alejarse de las sombras, de tal manera que los intermitentes haces lunares no pudieran reverberar en el escudo ni en la espada. Aunque irregulares, los susurros renacían siempre poco después de interrumpirse y no sugerían el menor desplazamiento, como si quien los emitía no tuviera idea de la proximidad de los expedicionarios. Los gemelos caminaron un corto tramo por la linde del sendero hasta hallarse, según sus cálculos, frente al enemigo.

Ahora distinguían con perfecta claridad el ruido, que surgía del bosque a escasa distancia del lugar donde se habían apostado. Tras dar un rápido vistazo a su entorno, Raistlin atisbo con sus penetrantes ojos una angosta trocha. Apenas discernible bajo la pálida luz de la luna y las estrellas, constituía una ramificación del trazado principal y, como las innumerables veredas que desbrozaban los pobladores animales de la espesura, conducía al torrente. Era un excelente escondrijo para los centinelas de las bandas de forajidos, ya que les facilitaba el acceso a la senda si decidían arrojarse contra un rival y si, por el contrario, este último se les antojaba invencible, les proporcionaba una espléndida vía de escape.

—Aguarda aquí —ordenó el corpulento luchador.

El nigromante respondió mediante un mudo asentimiento y Caramon, complacido de no enfrentarse a una réplica, estiró la mano para apartar una rama colgante antes de jalonar entre la maleza el sendero animal, que se perdía en el corazón de la espesura.

El hechicero se situó junto a un grueso tronco arbóreo, hundidos sus delgados dedos en uno de sus incontables bolsillos secretos. Extrajo una pelotita de heces de murciélago, espolvoreó un puñado de azufre y repitió mentalmente la fórmula de un sortilegio. Sin embargo, pese a estar concentrado en este quehacer no dejó de percibir el estrépito que hacía Caramon en sus evoluciones.

En efecto, los denodados intentos del humano para preservar la quietud no impidieron que retumbasen en el aire los chasquidos de su coraza de cuero, el tintineo de sus hebillas metálicas y los quiebros de la pinaza bajo sus rotundos pies. Por fortuna, pensó el mago, su proyectada presa organizaba también tal estruendo que existía la posibilidad de que no le oyese.

Un alarido espeluznante rasgó el aire, sucedido por un zumbido y una retahíla de gritos que hacía suponer que un centenar de hombres habían irrumpido en el agreste paraje.

—¡Raist, ayúdame! —vociferó alguien, Caramon a juzgar por su timbre.

Era innegable que se estaba debatiendo con todas sus fuerzas, así lo confirmaban el ajetreo, los ruidos sordos de la hojarasca y el matraqueo de los leñosos miembros de la espesura. Tras recoger su holgada túnica, Raistlin echó a correr por la vereda, olvidada la necesidad de camuflarse. Lo curioso del caso era que los gritos de su hermano, aunque amortiguados, no expresaban ahogo ni dolor.

En su desenfrenada marcha, el archimago se desentendió de los latigazos que le infligían en el rostro las ramas bajas y las desgarraduras que los arbustos de espino producían en sus vestiduras. Al salir, de modo tan imprevisto como repentino, a un claro, se detuvo al lado de unos matorrales y se acuclilló. Vio delante de él un impreciso movimiento, una sombra gigantesca que parecía suspendida en el aire. Contra ella, también flotando en el aire, luchaba Caramon, si bien su figura se había desdibujado y tan sólo sus enfurecidos reniegos delataban su presencia.

Ast kiranann Soth-aran, suh kali Jalaran.

El hechicero entonó esta esotérica frase y lanzó sobre su cabeza la bola rebozada de azufre, en dirección a las frondosas copas. Hubo un instantáneo estallido de luz en la vegetación, festoneado por una aureola flamígera. Prendió acto seguido un fuego en las verdes alturas que iluminó la escena.

Sin previa reflexión, Raistlin cargó contra la imponente criatura armado con sus encantamientos y unas lenguas ígneas en las puntas de sus dedos. No obstante, sofocó su arranque un espectáculo que lo privó del resuello.

En medio del claro, colgado por una cuerda de un macizo árbol, estaba Caramon. A su lado, enloquecido a causa de las llamas, gemía un conejo en idéntica situación.

El nigromante contempló perplejo a su gemelo quien, sujeto por una pierna, daba incesantes vueltas en medio de una lluvia de cortezas chamuscadas.

—¡Raist! —seguía suplicando—. ¡Bájame de aquí!

Un giro completo colocó su faz a la vista del recién llegado. Enrojecido, con la sangre agolpada en los pómulos, hizo una mueca avergonzada.

—Una trampa para lobos —se disculpó.

Teñía la espesura un resplandor anaranjado. El fuego se reflejaba en la espada del hombretón, que yacía en el suelo allí donde la había soltado, y arrancaba fulgores de las piezas de su armadura en sus continuadas rotaciones. También en las pupilas del conejo, de pequeño tamaño ahora que las sombras no lo magnificaban, se recortaban los contornos de las copas incendiadas.

Raistlin no pudo contener la risa y este hecho hirió en su amor propio al guerrero, quien, en su posición invertida, se dio impulso a fin de encararse con él y torció el cuello en un vano afán de reprenderle en igualdad de condiciones.

—¡Vamos, Raist, no tiene gracia! ¡Desátame!

Se ensanchó la mueca divertida del mago; los hombros le temblaban en su esfuerzo de no prorrumpir en carcajadas.

—¡Maldita sea, hermano! ¡Haz algo de una vez! —insistió el general.

Encolerizado como estaba, hizo unos bruscos aspavientos con los brazos que alteraron su trayectoria. En lugar de trazar una órbita circular, ahora comenzó a balancearse como un péndulo y el espantado animal, afianzada su pata en el otro extremo, quedó sometido a un vaivén similar en el que arañaba el aire en frenéticas convulsiones. Pronto se cruzaron los infortunados danzantes, enredándose sus cabos de cuerda o chocando sus cuerpos.

—¡Bájame! —rugió Caramon, coreado por un chillón alarido de su compañero de desdicha.

Frente a tan hilarante visión, en la memoria del archimago se avivaron los recuerdos de su juventud, unas evocaciones del pasado que tuvieron la virtud de diluir la negrura y el horror que corroían su alma desde hacía más años de los que estaba dispuesto a admitir. De nuevo era un adolescente esperanzado, lleno de sueños, de nuevo viajaba con su hermano, la persona a quien más indisolubles lazos le habían unido a lo largo de su existencia. Nadie le importaría tanto, tampoco en el futuro, como aquel botarate que le dirigía improperios.

Emocionado, regresó a la realidad. Al estudiar la grotesca figura que le increpaba, se dobló sobre sí mismo y se revolcó en la pinaza para entregarse a unas carcajadas que hicieron asomar las lágrimas a sus ojos.

El prisionero le lanzó una mirada furibunda. Pero aquella actitud en un hombre colgado del revés no hizo sino aumentar la jocosidad de su gemelo. Raistlin rió hasta que creyó que algo se había roto en su interior, generando un dolor que le hizo sentirse, paradójicamente, mejor que nunca. Se habían esfumado las tinieblas y, tumbado en el húmedo suelo bajo el radio luminoso de las llamas, arreciaron sus carcajadas. La jovialidad fluía a través de sus venas cual un vino tonificador, tanto que Caramon, contagiado, se sumó a la algazara. Los atronadores espasmos de ambos volaron por la espesura, la invadieron de unos ecos renovadores que ahuyentaron su temible misterio.

Tan sólo los fragmentos vegetales que, socarrados, se estrellaban contra la tierra, devolvieron la compostura al hechicero. Se secó los profusos lagrimones y, tan débil que apenas podía sostenerse, se incorporó para sacar de su escondite la daga de plata que siempre portaba ajustada en la muñeca.

Erguido sobre sus talones, estirado el brazo, segó la cuerda que atenazaba el tobillo del hombretón, quien fue a dar con sus huesos en la tierra entre inequívocas maldiciones.

Todavía sonriente, el mago cortó asimismo las ligaduras que algún cazador había anudado en torno a la pata trasera del conejo. Asió al animal y trató de transmitirle calor con tanto éxito que, aunque estaba desencajada por el terror, la criatura permitió que su salvador le acariciara la cabeza. Al sentir que le acunaban sus entecos miembros y oír también sus dulces palabras de consuelo, recuperó poco a poco la calma, sumiéndose en una suerte de trance.

—Como antes indicaste, lo hemos atrapado vivo —dijo Raistlin a su gemelo—. Sin embargo, temo que no hemos de sonsacarle mucha información.

Tan purpúrea su faz que daba la impresión de haber caído de bruces en un barril rebosante de pintura, Caramon se sentó y empezó a frotarse su magullado hombro.

—Muy divertido —gruñó, al mismo tiempo que alzaba los ojos hacia el conejo con una mueca entre disgustada y socarrona.

El incendio se extinguió en el maltrecho ramaje, si bien el aire estaba cargado de humo y el sotobosque ardía allí donde se desplomaron los rescoldos. Por fortuna, el otoño había sido lluvioso y la intensa humedad impidió que se propagaran estos pequeños conatos.

—Un hechizo estupendo —recriminó el hombretón a su gemelo al examinar las ruinas centelleantes del que fuera un prístino rincón. Rezongando y profiriendo lamentos inarticulados, se izó sobre sus talones.

—Siempre me gustó —coreó el nigromante, quien prefirió ignorar la crítica—. Me lo enseñó Fizban. Espero que no lo hayas olvidado. Creo que el anciano habría sabido apreciar semejante despliegue de poder —añadió, puesta la mirada en el devastado paraje.

Con el animal en sus brazos, sin cesar de palpar suavemente sus sedosas orejas, Raistlin se alejó del claro. Mecido por los dedos del humano y sus hipnóticas frases, el conejo cerró los ojos y se dejó llevar sin recelo. Mientras, Caramon recogió la espada y los siguió renqueante.

—Esa dichosa trampa ha interrumpido la circulación de mi sangre —protestó, golpeando repetidas veces la planta del pie contra el suelo en un intento de normalizar su circulación.

Se habían acumulado unos densos nubarrones, que obstruían la luz de las estrellas y sofocaban por completo la de Lunitari. Al morir los últimos resquicios del fuego, el bosque quedó envuelto en una oscuridad tan insondable que ninguno de los hermanos podía vislumbrar la vereda.

—Supongo que ya no necesitamos ocultarnos —murmuró el mago—. Shirak.

Al ser invocadas sus virtudes, la bola de cristal que coronaba el bastón empezó a refulgir en un aura radiante, arcana. Los gemelos regresaron al campamento en silencio, en ese grato mutismo de la camaradería que no habían compartido durante mucho tiempo. Los únicos sonidos que rasgaban la quietud nocturna eran los relinchos de los caballos, los chasquidos metálicos de la armadura de Caramon y el crujir de los ropajes del hechicero en su caminar. En una ocasión, oyeron un seco estrépito y se volvieron alarmados: era una rama que, marchita por el incendio, se había desprendido de su tronco.

Al llegar a su destino, Caramon atizó las ascuas aún incandescentes de su fogata y comentó observando al conejo, que dormitaba en el regazo de Raistlin:

—Confío en que no lo consideres nuestro desayuno.

—No como carne de goblin —contestó el hechicero de buen humor.

Colocó a la criatura en la senda. Al entrar en contacto con el frío suelo, el conejo se despertó sobresaltado y, tras contemplar el lugar para cerciorarse de su paradero, corrió a refugiarse en la espesura.

El guerrero suspiró al mismo tiempo que, sin perder la sonrisa, se sentaba pesadamente junto a su rústica cama de campaña y se tanteaba el hinchado tobillo.

Dulak —musitó Raistlin con objeto de extinguir el halo luminoso del bastón.

Tras depositar el cayado al lado del lecho, el nigromante se arrebujó en sus mantas.

Acostado en la penumbra, volvió la pesadilla. En ningún momento había cesado de acecharle, sólo precisaba del ambiente propicio para reaparecer. El mago se estremeció. Los escalofríos se entremezclaban en su ser con un sudor gélido que se manifestaba en el goteo de sus sienes. No osaba entornar los párpados y abandonarse al sueño, pese a lo extenuado que se sentía. ¿Cuántas noches hacía que no lo visitaba un descanso reparador?

—Caramon —invocó a su hermano en un cuchicheo.

—¿Qué quieres? —indagó éste en la negrura.

—Caramon —repitió el hechicero después de una breve pausa—, ¿recuerdas que cuando éramos niños me asaltaban a menudo visiones espantosas en la madrugada?

Le falló la voz, irritadas sus cuerdas vocales por una molesta ronquera. Su interlocutor nada contestó, así que se aclaró la garganta a fin de continuar.

—Sólo tú podías ahuyentarlas, velando mi reposo.

—Cierto —confirmó el aludido, con un tono cavernoso que apenas disimulaba sus emociones.

—Caramon… —intentó proseguir Raistlin, mas no pudo concluir la frase.

El dolor y el agotamiento se hacían irresistibles, no lograba serenarse frente al implacable avance de la pesadilla agazapada en su imaginación.

Oyó un repiqueteo de piezas metálicas y una imponente sombra se materializó ante él, pero el mago salió de su espanto al reconocer al hombretón, quien, atento a su llamada de auxilio, se acomodó contra un tronco y depositó la espada atravesada sobre las piernas.

—Duerme, Raist —le invitó, y su áspera manaza le dio unas palmadas, toscas pero cariñosas, en el hombro—. Montaré guardia.

Relajado, el mago cerró los ojos y dejó que le invadiera un agradable sopor. Lo último que agitó su conciencia, en una suerte de ensoñación, fue la proximidad de sus fantasmas, el perfil de sus huesudas manos resueltas a asfixiarlo y obligadas a retirarse por el destellante pertrecho de su gemelo.

7 Crysania confiesa su fracaso

El caballo de Caramon piafaba desasosegado mientras éste, a horcajadas en su grupa, se inclinaba hacia adelante a fin de otear la arracimada aldea del valle. Con el ceño fruncido, el guerrero miró a su hermano si bien no distinguió su rostro, oculto bajo la negra capucha. Una lluvia pertinaz, que se había iniciado poco después del alba, caía monótona a su alrededor desde unas nubes aserradas que, inmóviles, parecían adherirse a los altos árboles. Aparte de los riachuelos que se formaban en las hojas, ningún sonido perturbaba la calma.

Raistlin meneó la cabeza antes de hostigar con suavidad a su equino. Caramon lo siguió a un vivo trotecillo para no quedar rezagado y desenvainó su espada que, al deslizarse, emitió un ruido chirriante.

—No necesitarás armas, hermano —le advirtió el mago sin volverse.

Los cascos chapoteaban en el barro del camino, sus amortiguados ecos resonaron con excesivo estruendo en el aire denso, saturado. Pese al aviso de su gemelo, el luchador mantuvo la mano sobre la empuñadura hasta que llegaron a los aledaños del pueblo. Desmontando, entregó al hechicero las riendas de su animal y se aproximó cauteloso a la posada que descubriera Crysania la noche anterior.

Al asomarse al interior vio la mesa preparada para la cena, la vajilla rota. Un perro acudió a su encuentro lleno de esperanza y le lamió la mano entre alegres cabriolas. Los gatos, en cambio, se camuflaron bajo las sillas para fundirse en las sombras furtivos, en una actitud casi de culpa. El hombretón acarició al can con aire ausente pero, cuando se disponía a entrar, Raistlin lo llamó.

—He oído un relincho cerca de aquí —le anunció.

Esgrimiendo su espada, el fornido luchador dobló la esquina del edificio en dirección a la cuadra. Regresó unos segundos más tarde, bajada la guardia y visiblemente preocupado.

—Es el caballo de la sacerdotisa —informó—. Desensillado y alimentado. —El nigromante asintió como si esperara esta noticia, mas nada dijo. Se limitó a ajustarse la capa encerrado en su mutismo.

El guerrero examinó la aldea. El agua fluía por los tejados y se derramaba profusa, en torrentes, a través de los aleros, mientras que la puerta del albergue se balanceaba en sus oxidados goznes, rechinando de manera discorde. Ninguna luz brotaba de los hogares, ningún niño henchía el aire de alegres risas, ninguna mujer fisgaba junto a su vecina a los recién llegados ni tampoco se divisaba, en el desolado paraje, a grupos de hombres que se quejaran del mal tiempo camino del trabajo.

—¿Qué sucede aquí, Raist? —inquirió Caramon a su acompañante.

—Han sufrido una epidemia.

Al escuchar tal revelación, el musculoso humano contuvo el aliento y se cubrió la boca y la nariz con el embozo. Entre los pliegues del suyo, el hechicero torció los labios en una sonrisa irónica.

—No temas, hermano —lo tranquilizó—. ¿Has olvidado que nos protege una sacerdotisa auténtica?

—¿Dónde está? —gruñó el interpelado a la vez que asía las riendas de sus corceles y, tras ayudar a apearse a su gemelo, los ataba a un poste.

Ahora fue el archimago quien contempló las hileras de casas que les flanqueaban.

—Supongo que allí —dictaminó al fin.

De nuevo Caramon siguió con la mirada el lugar que señalaba, y atisbo un oscilante resplandor tras la ventana de una cabaña que se erguía en el otro extremo de la calle.

—Preferiría adentrarme en una cueva de ogros antes que en este desierto —balbuceó sin por ello dejar de escoltar al impasible Raistlin, a quien no parecía afectarle la fantasmal atmósfera.

Avanzaron por el lodazal en que se había convertido la vía principal, el guerrero con un miedo que no conseguía disimular. Era capaz de enfrentarse a la muerte en forma de un acero clavado en su vientre, mas la idea de perecer bajo las garras de algo que no podía combatirse le causaba un terror insuperable.

El arcano personaje permaneció semioculto en su enlutado hábito, inmerso en unos pensamientos que su hermano no acertó a adivinar. Arribaron al punto en que se terminaban los edificios, cercados por la cortina de lluvia que, más tormentosa, les azotaba el cuerpo. Cuando se hallaban cerca de la luz, Caramon desvió, de modo accidental, la vista hacia la izquierda.

—¡En nombre de los dioses! —susurró, deteniéndose abruptamente y agarrando al hechicero por el brazo.

En medio de una calleja se dibujaba, tras el acuoso manto, la tumba colectiva. Ninguno de ellos pronunció una palabra. Tan sólo retumbaba en el silencio el graznar de las aves carroñeras que, disgustadas por la inoportuna presencia de aquellos extraños, alzaron el vuelo en un tétrico aleteo.

El hombretón sofocó una náusea y, pálido, volvió la espalda a la escena. Raistlin, por su parte, la observó unos momentos y comprimió los labios en una línea delgada, recta.

—Procedamos, hermano —instó al amedrentado fortachón a la vez que, en ademán resuelto, reanudaba la marcha.

Tras espiar el interior de la casucha a través de la ventana, cerrada la manaza en torno a la empuñadura de su espada, Caramon suspiró e hizo al mago la señal convenida. El nigromante empujó la puerta sin violencia, y ésta cedió a su contacto.

Un hombre joven yacía en un camastro desvencijado. Tenía los ojos cerrados, las manos enlazadas sobre el pecho y una expresión de beatitud en su faz cenicienta que se contradecía con sus cuencas hundidas, amoratadas, con los huesudos pómulos y los labios tensos, todos ellos símbolos de una muerte precedida por un dolor atroz. Una sacerdotisa, cuya túnica conservaba leves vestigios de su antigua blancura, estaba arrodillada a sus pies, enterrado el semblante entre las manos. Caramon quiso saludarla, pero Raistlin lo detuvo mediante un gesto inconfundible. Era obvio que no deseaba interrumpirla.

Sin mover un músculo, los gemelos aguardaron en el umbral de la humilde vivienda a pesar de estar empapados.

Crysania conferenciaba con su dios. Concentrada en sus plegarias, no advirtió la intromisión de los hermanos hasta que el tintineo y el crujir del atavío del guerrero la devolvieron a la realidad. Alzó entonces la cabeza, y su melena azabache se esparció en cascada sobre sus hombros. Contra todo pronóstico, no dio muestras de sorprenderse.

Aunque lívida por el agotamiento y el pesar, mantuvo una perfecta compostura. No había suplicado a Paladine que le enviase a los dos hombres, pero el hacedor respondía tanto a los anhelos del corazón como a aquellos que se manifestaban abiertamente. Ladeando de nuevo la cabeza para agradecerle su clemencia, se recogió unos instantes más antes de incorporarse y enfrentarse a sus perseguidores.

Sus pupilas tropezaron con las de Raistlin, donde se reflejaba la llama de la solitaria vela incluso a través de las profundidades de su capucha. Cuando la dama habló, tuvo la sensación de que su acento se diluía en los murmullos de la persistente lluvia.

—He fracasado —admitió.

El mago no se inmutó. Dirigió una fugaz mirada al inerte joven e inquirió:

—¿Rechazó tu fe?

—Peor aún, era creyente —contestó Crysania, puestos también los ojos en el pacífico cadáver—. No permitió que lo curase, justamente por ese motivo. Su ira le dictó tal decisión. —Calló unos segundos para extender un lienzo sobre él, y apostilló—: Paladine le ha llevado a su seno. Estoy convencida de que allí se ha iluminado su alma.

—Sin duda —apuntó Raistlin—. Y tú, ¿has comprendido?

La aludida bajó de nuevo la cabeza y quedó como petrificada, tanto rato que Caramon, ignorante de la auténtica situación, se aclaró la garganta con objeto de poner fin al silencio.

—Hermano… —invocó en un titubeo.

—Chitón —le atajó éste.

La sacerdotisa retornó al presente inmediato, aunque ni siquiera había oído al hombretón. Sus iris habían tomado unas tonalidades grisáceas, oscuras, parecían absorber el negro terciopelo de la túnica arcana.

—He comprendido —repitió con voz firme—. Por primera vez en toda mi existencia sé lo que debo hacer. En Istar me cercioré del deterioro de la Iglesia, y Paladine, en su infinita bondad, me otorgó la gracia de mostrarme la fatal flaqueza del príncipe, su más alto ministro: la arrogancia. También me dio a conocer el medio de liberarme de esta falta y me comunicó que, si preguntaba, él me atendería.

»Pero, además, Paladine me mostró mi propia debilidad. Cuando abandoné la malhadada ciudad y te acompañé en tu viaje a esta época era poco más que una niña asustada, que se aferraba a ti en la noche eterna. Ahora he recobrado mi fuerza, la visión de esta calamidad ha encendido mi espíritu».

Mientras pronunciaba tales palabras, Crysania se acercó a Raistlin. Las refulgentes pupilas del hechicero la atrapaban en una mirada sin pestañeos, y la dama columbró su efigie en aquellos espejos a la vez opacos y translúcidos. Atisbó asimismo el Medallón que se ceñía a su cuello, iluminado por una aureola blanca, fría. Su voz adquirió un nuevo fervor, sus manos entrechocaron al añadir, situada frente al archimago:

—Este espectáculo pervivirá en mi memoria el día en que atraviese el Portal junto a ti, armada con mi fe y provista de la energía que ha de proporcionarme la certeza de desterrar la negrura para siempre de la faz del mundo.

Raistlin alargó los brazos en busca de sus manos ateridas, tumefactas, para prestarles el cobijo de sus palmas y caldearlas con aquella cualidad ardiente que dimanaban.

—No necesitamos alterar el tiempo —le aseguró la mujer—. Fistandantilus era una criatura perversa, ocupada únicamente en forjar su gloria personal. Pero tú y yo no somos egoístas, nos inquieta el destino de nuestros semejantes y por eso rectificaremos el desenlace. Lo sé, mi dios me ha hablado.

Despacio, ensanchada su boca en una ambigua mueca, el hechicero cogió los dedos de la dama y los besó, sin apartar los ojos de ella. Crysania se ruborizó, inhalando un hondo suspiro y Caramon, que había presenciado su intercambio con creciente disgusto, lanzó un gruñido inarticulado, dio media vuelta y salió del cobertizo.


De pie en el desolado paraje, con el enojoso tamborileo de la lluvia en su cráneo, el guerrero oyó un zumbido en su cerebro, una sentencia emitida en un tono tan monótono como las gotas que caían en su derredor.

«Pretende convertirse en un dios. ¡Pretende convertirse en un dios!».

Mareado y lleno de espanto, agitó la cabeza para desembarazarse de la angustia que embargaba todo su ser. Su interés en el ejército, la fascinación que ejercía sobre él el cargo de general, el seductor atractivo de Crysania y, en fin, sus innumerables cuitas habían borrado de su pensamiento el auténtico objetivo de su empresa. Ahora, las palabras de la sacerdotisa le habían despertado cual el flagelo de una oleada en los fríos mares del norte.

Sin embargo, y pese a sentirse azuzado por tal conciencia, sólo podía visualizar al Raistlin de la víspera. ¿Cuánto tiempo hacía que no lo oía reír de buen grado, cuánto que no compartían el placer de la mutua compañía? Recordó haber observado el rostro de su gemelo mientras velaba su sueño y advertido que se difuminaban los surcos de su malévola astucia, los acerbos pliegues de sus comisuras. El archimago parecía el adolescente de antaño y este hecho trajo al hombretón remembranzas de sus años mozos, de aquellos días que habían sido los más felices de su existencia.

Pero, destacándose sobre estas gratas escenas, lo asaltó otra espeluznante, como si su alma se deleitase en torturarlo. Se vio de nuevo a sí mismo en aquella lóbrega celda de Istar, obligado a contemplar la ingente capacidad del mago para convocar a las fuerzas del Mal. Entonces había tomado la determinación de matarlo, convencido además de que había provocado la destrucción de Tasslehoff…

Sin embargo, Raistlin le había dado toda suerte de explicaciones. En la malhadada ciudad había malinterpretado sus acciones, y él no había dudado más tarde en sacarlo de su error. Estaba confundido. Se debatía en un dilema de emociones encontradas.

«¿Y si Par-Salian se equivoca? Quizá sea verdad que Crysania y el hechicero pueden salvar al mundo de sufrimientos tan espantosos como el que ha devorado esta aldea».

—Soy un estúpido, los celos me corroen —se reprendió en voz alta, al mismo tiempo que se enjugaba los riachuelos de la frente con el dorso de la mano—. Y no descarto la posibilidad de que a los ancianos del cónclave les moviera un sentimiento de envidia similar al mío.

Se ensombreció el cielo a causa de los nubarrones que, en su acrecentada densidad, se habían tornado negros. La lluvia se intensificó todavía más. Salió Raistlin de la cabaña y, con él, la sacerdotisa, que apoyaba la mano en su brazo. Se arropó la dama en su capa, echada la grisácea capucha sobre el semblante.

—Cargaré el cadáver a mi espalda y lo depositaré junto a los otros —ofreció el guerrero, dando un paso hacia el umbral—. Luego llenaré la fosa…

—No, hermano —lo interrumpió el nigromante—. No, este espectáculo no debe ocultarse en la tierra. ¡Me propongo exhibirlo, con toda su punzante vigencia, frente a los dioses! —exclamó, vuelta la mirada hacia la oscura bóveda—. El humo de su exterminio se elevará hacia el firmamento; los postreros ecos de la hecatombe resonará en los tímpanos de los hacedores.

Caramon, sorprendido ante tan inusitada vehemencia, se giró para observar al mago. Su tez estaba más macilenta que la del joven clérigo, sus labios más violáceos pese a encenderlos la llama de la cólera.

—Venid conmigo —urgió a sus acompañantes, a la vez que se desprendía abruptamente de la mano de Crysania y se encaminaba hacia el centro del pueblo.

Ella lo siguió sumisa, sujeto el embozo a fin de impedir que el viento lo arrancase y expusiera su rostro al aguacero, mientras que el hombretón obedecía más a regañadientes.

Erguido en medio de la encharcada calle, Raistlin aguardó hasta que los otros se hubieron detenido delante de él.

—Ve en busca de los tres caballos, Caramon —ordenó—; condúcelos a los bosques de las inmediaciones, véndales los ojos y regresa.

El aludido lo miró atónito.

—¡Hazlo! —vociferó el hechicero en tono apremiante, y el luchador no tuvo otro remedio que acatar su mandato.

Cuando volvió su gemelo, el archimago continuó impartiendo instrucciones.

—Permaneced donde ahora estáis y no os mováis bajo ninguna circunstancia. No te acerques a mí pase lo que pase, hermano —insistió, y le indicó mediante un gesto que no se separase de la sacerdotisa, que la vigilase—. Creo que me has comprendido.

El guerrero asintió con un mudo ademán y asió la mano de Crysania para subrayar que, en efecto, le había entendido.

—¿Qué sucede? —indagó ella, intrigada.

—Va a invocar su magia —fue la escueta respuesta.

Aunque hubiera querido prolongarla, la imperiosa mirada que le clavó Raistlin habría congelado las palabras antes de que brotasen. Alarmada por la extraña, fiera expresión que había adoptado el arcano personaje, Crysania, trémulo el cuerpo, se aproximó a Caramon. El fornido humano, sin perder de vista a su frágil gemelo, la rodeó con un brazo a fin de brindarle su amparo, ambos se paralizaron en la acuosa cortina. No osaban casi respirar, temían romper la concentración del archimago.

Entornó éste los párpados, levantó el rostro hacia los cielos y también los brazos, con las palmas hacia fuera como si deseara sostener el bajo, tupido manto de nubes que los cubría. En tal postura comenzó a musitar una frase, si bien los dos testigos no lograron discernirla a causa del tono apagado en que la pronunciaba. Poco a poco, sin que en apariencia aumentara el volumen de su voz, las sílabas ganaron claridad, y ambos reconocieron el enrevesado lenguaje de la nigromancia. Repitió Raistlin el mismo versículo hasta la saciedad, en las diferentes modulaciones de un cántico que, pese a su invariable contenido verbal, se alteraba al ritmo de cada inflexión, poseedoras todas ellas de una asombrosa riqueza melódica.

Una quietud sobrenatural invadió el valle, hasta tal extremo que incluso se desvaneció el repiqueteo de la lluvia. El guerrero no oía sino el armonioso canturreo, la etérea musicalidad que destilaba la voz de su hermano. Crysania, por su parte, se apretujó contra Caramon con las pupilas desorbitadas, y él le dio unas suaves palmadas con el objeto de serenarla.

Al propagarse el crescendo de la tonada, un insólito sobrecogimiento se apoderó del general. Tenía la vivida impresión de que el hechicero le atraía de manera irresistible, de que el universo entero fluía hacia él, aunque, al escudriñar su entorno, comprobó que nada se había desplazado. No obstante, volvió a mirar a su gemelo, y tales sensaciones le inundaron con mayor prontitud todavía.

Raistlin se hallaba en el núcleo del mundo, de tal modo que los sonidos, la luz y el aire mismo volaban hacia sus manos abiertas. El suelo se combó, o así se le antojó a él, bajo los pies del guerrero, para deslizarse ondulante al encuentro de tan poderoso señor.

El nigromante extendió sus palmas resuelto a atraer la atención de las alturas. Hizo una pausa en su cántico, que reemprendió a los pocos segundos con acento firme pero a un son lento, pausado, deletreando cada vocablo. Los vientos soplaron huracanados, la tierra se encrespó en una marea que impulsó a Caramon a afianzar sus plantas temeroso de ser absorbido también él por el torbellino que envolvía a aquella flaca figura.

Los dedos del mago arañaron, en un gesto simbólico, el hirviente cielo. La energía que, a través de su sortilegio, había acumulado merced a las dimanaciones del suelo y el aire revitalizaron sus entrañas, y un relámpago de plata surgió de sus yemas para penetrar en la capa de nubes. En respuesta, un luminoso haz de aserrado perfil cayó sobre el refugio donde yacía el cadáver del muchacho. Se produjo un estallido deslumbrador, procedente de la aureola de llamas azules que había cercado el edificio.

De nuevo habló Raistlin, y de nuevo un rayo salió de sus dedos. Contestó una segunda lengua de fuego, en esta ocasión dirigida contra él mismo. El hechicero desapareció en un incendio de matizaciones que iban del rojo al verde.

Crysania exhaló un alarido y forcejeó con las garras del guerrero para liberarse. Pero él, consciente de la orden de su hermano, la retuvo con el único propósito de que no corriera junto al supuesto atacado.

—¡Fíjate en eso! —susurró a la dama—. Las llamas no le tocan.

En efecto, al despejarse los vapores volvió a recortarse la figura del nigromante. Extendió los brazos hasta el límite de su envergadura, y las negras vestiduras revolotearon en su derredor como si se hubiera constituido en el ojo de un violento huracán. Masculló su inefable, reiterativo versículo, y así dio vida a otros dardos ígneos que se abrieron en abanico alumbrando la penumbra, surcando el lodo y danzando sobre el agua, de forma que ésta empezó a rezumar una sustancia oleosa. Y él, creador imponente del prodigio, permaneció en el centro del círculo de llamas, dueño indiscutible de los elementos.

La sacerdotisa no atinó a moverse, atenazada por una mezcla de terror y admiración que nunca había experimentado antes. Buscó el apoyo de Caramon, mas él fue incapaz de proporcionarle consuelo. Se abrazaron ambos cual niños espantados en el vértice del torbellino, del incendio arcano que, en su viaje a través de las calles, sembró su semilla en las vacías casas. Una tras otra, las construcciones prendieron entre atronadoras explosiones.

Purpúreo, encarnado, azulado y verdusco, el fuego se encaramó hacia las alturas en un despliegue de luz que habría eclipsado al sol, de brillar éste. Los pájaros carroñeros huyeron en desorden al transformarse en una auténtica tea el árbol donde se hallaban posados.

Una última manifestación de la esotérica fórmula generó una bola de luz blanca, pura que, nacida ahora en el firmamento, consumió en su descenso a los cadáveres de la tumba colectiva.

El ciclón que despedían las llamas, y que contribuía a expandirlas, arrastró en una de sus ráfagas la capucha de Crysania. El calor resultaba abrasador al azotar su tez, el humo la asfixiaba hasta lo impensable. Las ascuas encendidas que se derramaban en cascada por todos los flancos oscilaban antes de extinguirse, tan feroces que la dama se creyó próxima a morir en la conjura de las fuerzas naturales. Sin embargo, no la rozó ninguna astilla. El hombretón y ella estaban a salvo, debido a un singular fenómeno que escapaba a su inteligencia. Fue entonces cuando, despertándola de estas reflexiones, las pupilas del archimago se posaron en las suyas.

Desde el infierno donde se alzaba incólume, Raistlin le hizo señas para que se acercara. La sacerdotisa se refugió tras el cuerpo del luchador, remisa a atender su llamada, pero él persistió sin perder la calma, rizados los pliegues de su atavío con la brutal caricia de la tempestad que había provocado. Incluso alargó sus manos, en una invitación difícil de declinar.

—¡No! —gritó Caramon.

Crysania, prendidos los ojos de los seductores espejos del nigromante, hizo caso omiso de la protesta del guerrero. Se desasió con suavidad y echó a andar.

—Ven a mí, Hija Venerable. —Raistlin la exhortaba en un quedo siseo que se imponía al caos reinante y que, más que oírlo la mujer lo intuyó en su corazón—. Ven por la senda del fuego y saborea el poder de los dioses.

El cegador incendio que tamizaba el contorno del archimago abrazó su alma al aproximarse. ¿Y si su piel se socarraba y ennegrecía? Su cabello crepitaba peligrosamente, unas dolorosas punzadas acosaban sus pulmones faltos de aire; pero la atracción que ejercía sobre ella aquella ígnea escena, ribeteada por el apremio del hechicero, la empujaban a seguir en una suerte de trance.

—¡No! ¡Retrocede, te lo ruego!

Resonaban a su espalda las súplicas del hombretón en un lejano eco que en nada la afectó, más mortecino aún que su propio palpito. Alcanzó la cortina de llamas y, antes de aferrar la mano que Raistlin le ofrecía, titubeó.

Los delgados dedos la quemaron. Los vio marchitos, chamuscada su carne.

—Ven a mí, Crysania —entonó él, impertérrito.

Incapaz de controlar un escalofrío, la sacerdotisa aplicó la palma a las rugientes llamaradas. Durante unos segundos, un indescriptible sufrimiento atenazó sus entrañas. Gimió de pánico, de angustia, hasta que una mano del mago se cerró sobre uno de sus brazos y tiró de ella en pos de la rojiza cortina. Al traspasarla, la dama cerró los ojos en un espasmo involuntario.

Una fresca brisa la reconfortó, y respiró aliviada. El único calor que recibía era la familiar tibieza que irradiaba Raistlin. Se atrevió a levantar los párpados y, tras comprobar que estaba a su lado, escrutó sus facciones. Se le hizo un nudo en la garganta.

El semblante de Raistlin estaba bañado en sudor, en sus pupilas se reflejaban los albos resplandores que despedían los cuerpos sin vida de los aldeanos, su respiración era rápida y entrecortada. Parecía ajeno a cuanto le rodeaba, resultaba ostensible que se había sumido en el éxtasis del triunfador después de materializar una de las grandes ambiciones de su existencia.

«Ahora lo comprendo —pensó Crysania sin soltarlo—. Comprendo por qué no puede amarme. Sólo tiene una querencia, su magia, a ella consagra todo su esfuerzo y sacrificaría cualquier sentimiento mundano».

Era un descubrimiento hiriente, pero teñido de una melancolía que mitigaba su desazón.

«Una vez más —siguió recapacitando— se erige en mi guía y ejemplo. He pasado demasiado tiempo ocupada en satisfacer mis frívolos impulsos. Tiene razón, me ha sido otorgada la gracia de paladear el poder de los dioses y debo hacerme digna de tal honor. Por mí misma y también por él».

El nigromante cerró los ojos y la sacerdotisa, agarrada a su cálida mano, percibió que sus arcanas virtudes le abandonaban como la sangre brota de una herida. Se desplomaron sus brazos sobre los costados y la bola, la rueda de fuego que lo circundaba, se apagó entre débiles destellos.

Con un suspiro que apenas pudo completar, Raistlin hincó las rodillas en el asolado suelo. La lluvia arreció, la mujer oyó los crujidos que arrancaba de las bamboleantes vigas al apagar las brasas. Unos vapores grisáceos se elevaron desde los esqueletos de los edificios en caprichosas formas que se asemejaban a fantasmas, quizá los de los moradores del pueblo.

Acuclillándose junto al extenuado hechicero, Crysania alisó su moreno cabello y él la miró, aunque sin reconocerla. La dama vislumbró en sus espejos una honda pesadumbre, infinita, la de quien ha obtenido acceso al reino de la belleza para luego ser arrojado a un mundo real encharcado por la lluvia.

El mago hundió la cabeza en el pecho y, doblado sobre sí mismo, caídos los brazos, se entregó al desánimo. La sacerdotisa consultó a Caramon con la mirada al precipitarse éste en el lugar del encantamiento e interesarse por su estado.

—Yo me encuentro bien —le aseguró—. Pero ¿y él?

Entre ambos ayudaron a incorporarse a Raistlin, quien actuó como si ignorase su existencia. Exhausto, se desplomó contra el cuerpo de su hermano y se dejó arrastrar.

—Se recuperará, siempre ha sido así —murmuró el hombretón. Transcurridos unos instantes de mutismo, no obstante, rectificó—: ¡Siempre ha sido así! No sé lo que digo, nunca antes había presenciado nada semejante. En mi larga experiencia jamás me había enfrentado a un poder tan avasallador. ¡En nombre de los dioses, desconocía…!

Incapaz de concluir, abrazó con uno de sus musculosos brazos al maltrecho nigromante que, apoyado en él, comenzó a toser casi sin resuello, presa de un ahogo tal que no lograba sostenerse. Caramon lo sujetó más firmemente. La bruma y el humo se arremolinaban en sus flancos, la lluvia se empecinaba en filtrarse por sus permeables atuendos y, aquí y allí, les perturbaba el estrépito de un pilar de madera al derrumbarse o el sibilante chapaleo del agua sobre las llamas. Cuando hubo pasado el ataque, el hechicero levantó el rostro y el guerrero percibió un atisbo de vida, de conciencia de la situación, en sus aún apagadas pupilas.

—Crysania —apeló Raistlin a la mujer—, te pedí que te reunieras conmigo porque era preciso que profesaras una fe ciega en mí y mis dotes. Si logramos el éxito en nuestra misión, Hija Venerable, atravesaremos el Portal y nos adentraremos en el abismo, una sima donde los horrores de tus pesadillas se te antojarán banales.

La dama tiritaba de manera incontrolable mientras lo escuchaba, fascinada por el centelleo de sus ojos.

—Tienes que ser fuerte, sacerdotisa —prosiguió él su arenga—. Por ese motivo te he traído en tan azaroso viaje. Yo me he sometido a mis pruebas, tú debías superar las tuyas. En Istar combatiste el influjo del viento y el agua, en la Torre venciste el miedo a la negrura y ahora, en esta aldea, has aprendido a resistir el fuego. Pero te aguarda un último examen, Crysania. Has de prepararte, al igual que todos nosotros.

Se bamboleó, se nubló su visión y el luchador, de pronto demacrado, lo alzó en volandas y lo llevó hacia los caballos. Crysania fue tras los gemelos, espiando a Raistlin sin molestarse en esconder su inquietud. Pese a la fragilidad que delataban las arrugas de sus labios, de sus sienes, en la faz del nigromante se adivinaba una paz sublime, una felicidad exultante.

—¿Qué hace? —indagó al guerrero.

—Duerme —afirmó el general, en un tono ronco que enmascaraba una emoción ignota para la desconcertada sacerdotisa.

Las ruinas del pueblo apenas se dibujaban tras el manto de niebla. Los armazones de los edificios se habían venido abajo hasta amontonarse en cúmulos de blanca ceniza, los árboles no eran sino columnas humeantes cuyas ramificaciones se elevaban en densas volutas. Bajo el atento escrutinio de la mujer, el chaparrón volatilizó los restos al fundirlos con el fango y dispersarlos en un sinfín de riachuelos. Y no fue esto todo: la ventolera, que había amainado al extinguirse el sortilegio, reanudó su embate y, tras hacer jirones la neblina, transportó sus vapores hacia rincones inexplorados. El caserío se desvaneció como si nunca hubiera existido.

Yerta de frío, Crysania se recogió en su capa y giró el rostro en dirección a Caramon, quien se afanaba en colocar a Raistlin sobre la silla y lo zarandeaba a fin de ponerlo en condiciones de cabalgar.

—Hay algo que deseo preguntarte —dijo la dama al luchador mientras la ayudaba a montar—. ¿Qué prueba es esa que ha mencionado tu hermano? He advertido la expresión que adoptabas al oírle. ¿De qué se trata? Intuyo que tú le has comprendido.

El interpelado no contestó de inmediato. A su lado, el nigromante se balanceó incierto hasta que, inclinando la cabeza, se extravió en sus sueños. Tras asistir a Crysania, el corpulento humano fue hacia su caballo y se encaramó a la grupa; una vez instalado, se hizo con las riendas que se deslizaban entre los dedos del amodorrado hechicero. Ascendieron a continuación la montaña, sin que el luchador oteara ni una sola vez el panorama que dejaban a su espalda.

En silencio, guió a los corceles por la senda, pendiente del mago que, relajados sus músculos en su inoportuno descanso, se reclinó en la crin del equino. Al ver que daba tumbos, el solícito guerrero lo enderezó con mano enérgica pero sin brusquedad.

—Caramon, aguardo una explicación —persistió la mujer ya en la cumbre del cerro.

Él la espió antes de contemplar, entre suspiros, el paisaje. Al sur, lejos de ellos, se erguía Thorbardin bajo una masa de nubes que encapotaba el horizonte.

—Afirma la leyenda que, antes de enfrentarse a la Reina de la Oscuridad, Huma fue puesto a prueba por los dioses. El Gran Caballero hubo de luchar contra el viento, el fuego y el agua. Su última conquista, la más difícil —apostilló quedamente—, fue la de la sangre.

Cántico de Huma (continuación)

Sobre cenizas y sangre, cosecha de los Dragones,

viajó Huma, mecido por los sueños del Dragón Plateado,

con el ciervo perpetuo como guía.

Al final, el último puerto, un templo que quedaba

tan al este que yacía donde el este acababa.

Allí apareció Paladine, en un estanque de

estrellas y gloria, anunciando que,

de todas las alternativas,

la más terrible había caído sobre Huma.

Pues Paladine sabía que el corazón es un nido de

anhelos, que podemos viajar hacia la luz eternamente,

convirtiéndonos en lo que nunca podremos ser.

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