Dos

Saber y no actuar es no saber

Wang Yang-Ming


El toldo de seda del mar matinal se inclinaba, sujeto a puertos donde las embarcaciones husmeaban hogareñas como animales en un pesebre; el antiguo fuerte de Vauban se agazapaba hacia las aguas; dos edificios en forma de S descollaban en escorzo a éste y al otro lado del ala, y volvían a elevarse. Montañas azul lavanda con un rostro de espuma caracoleado, secuela de la nieve del último invierno, bosquejaban un horizonte diagonal a través de las ventanillas semejantes a peceras. Prosaico, el avión se posó en la pista mientras las gaviotas (a través del cristal convexo bajo una artillería de gotitas) arrostraban resueltamente el mar.

Los pasajeros que se dispersaron desde el último peldaño de la escalerilla del avión iban deprisa, pero su andar parecía lento, las piernas no los llevaban, eran vistos a través de la irresolución horizontal de una lente telescópica. El último momento prolongado anterior a que alguien sea reconocido: una mujer dejó caer en su boca la gota de azúcar disuelta asentada en el fondo de un dedal de café exprés y permaneció de pie ante la cristalera. Sus ojos contenían a las figuras en movimiento, su expresión se convirtió en una ofrenda igual a un ramo de flores, la cabeza adelantada a una postura de tensa curiosidad.

Salió del bar y caminó a paso vivo hacia el reducido gentío reunido al otro lado de la barrera de las cabinas de control de pasaportes. Entre los elegantes homosexuales con cuerpos de veinte años y rostros idénticos a estatuas de cuyo original sólo se perpetuaban las cabezas, la rubia con los pezones llamativos a través de la camisa, el joven con un gato siamés sujeto con una cadena, las mujeres bien conservadas con collares de oro y pantalones de piel de tiburón acompañadas por maridos y caniches, los exigentes niños norteamericanos con el pelo dorado y húmedo, las abuelas vestidas de negro asistidas emocionalmente por las hijas, y los bebés llenos de volantes en brazos de padres jóvenes con chaqueta de piel, tenía que ser ella: pómulos redondeados, toques de azul brillante bajo las pestañas cuajadas, párpados arrugados y maquillados, cabellos tornasolados. La del cuello que ascendía con elegancia a pesar del pecho grande aunque era baja en medio de la acogedora multitud… robusta, y cuando se le veían las piernas tenía las duras pantorrillas abultadas y los tobillos descarnados de una ex bailarina.

Su mirada recorrió la cola apiñada detrás de las cabinas de inmigración, descartando a algunas, pasando por encima una vez y retornando, singularizándola. Estaba observando la llegada de una chica cetrina, serena, fatigada. La chica tenía el pelo rizado -era morena-, dio un vistazo a la mandíbula, a la forma de la boca (eso era: la expresión de la mujer se profundizó), aunque de ojos claros y luminosos, no era la que buscaba.

Se habían visto. La compenetración entretejió una hebra por la que se atrajeron mutuamente mientras la chica esperaba su turno; casi en la cabina de inmigración, ahora en la cabina, ahora poniendo el pasaporte verde sobre el mostrador para que un funcionario lo cogiera por debajo del tabique de cristal, de repente inclinada para hundir la mano en la hinchada bolsa de bandolera (¿alguna dificultad?, ¿faltaba algún documento?… la mujer estiró el cuello, de puntillas). La cara con los ojos bajos de alguien que es vigilado. Una sonrisa lateral casi imperceptible a la mujer que observaba. (Ningún impedimento; sólo el habitual sobresalto del viajero que cree recordar algo demasiado tarde.) La chica estaba metiendo el pasaporte verde en un bolsillo de la parte exterior de la bolsa. Cerró con firmeza la cremallera. Siguió adelante, estaba dentro: admitida. En los pocos metros que las separaban, a través de la barrera, la vio de pies a cabeza, ahora libre de la multitud: una chica menuda con un cuerpo sexy no reconocido (la madre nunca había hecho caso de su propia belleza, la consideraba poco importante), cubierto por el inevitable conjunto de tejanos aunque nunca, ni en mil años, habría pasado por una de las jóvenes que se ven en los yates, en los hoteles y las villas con la misma vestimenta. Bonita. Pero no juvenil. El rostro de una chica que parece una mujer.

Las comisuras blandas pero los labios apretados, los ojos extrañamente luminosos fijos en la mujer con expresión de asombro, como si la chica dudara de su propia existencia en ese momento, en ese lugar.

Nunca se habían visto con anterioridad. Las gastadas alpargatas color lila de la mujer avanzaron resueltamente para darle la bienvenida. Ella abrió los brazos en un placaje amplio y sus labios se abrieron: sonriente, sonriente.


El avión en que embarcó Rosa Burger iba rumbo a Francia. El destino de su billete era París, pero después de dos noches en un pequeño hotel donde deshizo la maleta volvió a embarcar en la dirección de donde había llegado, el Sur, Niza. Allí la recibió, una hermosa mañana de mayo, Madame Bagnelli, que de muy joven había asistido al Sexto Congreso de Moscú, había sido o intentado ser bailarina y había estado casada con Lionel Burger. Tenía un hijo de él que vivía en Tanzania, al que no veía desde sus tiempos de estudiante; ahora llevaría a la hija de Burger a su casa, en una aldea medieval conservada para ganar dinero con los turistas, donde -había oído decir a la gente que la conoció en Sudáfrica- llevaba viviendo muchos años.

Habló todo el camino por encima del ruido del viejo Citroen en el que se había instalado como una gallina sentada. El coche daba una impresión de velocidad superior a su capacidad, debido a su estilo de conducción y a la vibración de ventanillas que se abrían como alerones. Había experimentado la terrible sensación de que no era el día que correspondía, de que debía haber ido ayer al aeropuerto… había revuelto toda la casa para verificar la fecha en la carta, guardada con tanto cuidado que no logró encontrarla. Por eso estaba tan excitada, aunque aliviada al verla…

– Me había dado el número de teléfono.

– Sí, pero temía que si llegabas y no me veías allí… volverías a marcharte. Estaba tan preocupada.

Cambiando de carril en carril junto a un paseo marítimo, ráfagas de conversaciones en otro idioma, escenas de vidas inimaginables en el espacio de una ventanilla y la pausa ante un semáforo, palmeras, olorcillos a turrón de almendras que contrarrestaban el del monóxido de carbono, adelfas rosadas, pescados relucientes en una tienda abierta a la calle, banderines ondeando alrededor de un mercado de coches usados, viejos con gorras con borlas agachados para coger una pelota, carteles pronunciados mudamente…

– Ah, eso… fuerte, chateau, la misma cosa, todos los castillos eran fortificaciones. Eso es Antibes. Iremos algún día… allí está el museo Picasso. Santo Cielo, ¿qué está haciendo ese tipo? Que I con, Dios mío, ga vapas la tete, éh? Estos chicos de las motocicletas atacan como avispas, son las doce, por eso el centro está hecho un infierno, todos corren a sus casas para almorzar… no te preocupes, llegaremos, sólo tengo que parar a comprar pan. ¿Tienes hambre? Espero que tengas mucho apetito. ¿Prefieres lechuga o berros? Decídelo tú. Nos queda de camino… no pienso tratarte como si fueras una visita.

Salió de la panadería y pasó una barra de pan a través de la ventanilla. Al llegar a la verdulería de al lado se volvió para sonreír a su pasajera. En el ínfimo papel de seda que lo envolvía, el pan crujió bajo la presión de la mano de Rosa Burger; lo olió como si fuera una flor; la mujer sonrió de oreja a oreja y por medio de gestos le indicó que podía darle un mordisco. Chicos en guardapolvo eran arrastrados por bruscas jóvenes o viejas en zapatillas, que obstruían la acera mientras comadreaban. En algunos balcones los hombres almorzaban en camiseta. Las mesas de afuera de un bar eran diminutas islas alrededor de las que se saludaba la gente con un beso en cada mejilla. Rosa Burger iba en el coche como una efigie a la que llevan en procesión. Fuera de la ciudad, más allá de los viveros de plantas y las fábricas de cemento, la claridad sobre las nuevas hojas de las vides encogidas como inválidos, olivos de copa gris sobrevivían entre las villas, el mar aparecía y desaparecía de curva en curva.

– Me lo dijeron por teléfono, un avión directo esta noche, de modo que pensé, Dios mío, tengo que… después me dije a mí misma: deja de liarte… Me alegro de que hayas llegado antes de que se acaben las peras y las manzanas… mira… allí, ¿sabes de quién es esa casa? Allí vivió Renoir.

Una frágil espuma teñida de verde hormigueó sobre árboles ahuecados como copas de vino. ¿Dónde, dónde? La chica contemplaba un día sin mojones. En cuanto algo era señalado quedaba atrás; para la conductora todo era tan conocido que veía lo que ya no era visible. El coche empezó a corcovear por una empinada cuesta de grava entre los discretos parques de bosques ribereños europeos, los costados del camino tapizados de flores cenicientas por el polvo. Como el mar, un castillo aparecía y desaparecía a cada curva.

– Pobrecillos, más latas que peces en nuestro río en estos tiempos, pero siguen intentándolo. En realidad, a veces ves a alguno con un par de pececillos…

De pronto surgió un castillo de libro infantil ilustrado en la cumbre de casas y muros grises y amarillo yema, elevándose desde los bloques de apartamentos que cubrían el valle como inmensos transatlánticos blancos atracados en mares distantes. Toldos pandeados; gente inclinada en actitud ensoñadora dejando pasar el coche a través de sus ojos, una imagen como la del espejo convexo instalado en el cruce sin visivilidad. Las persianas estaban cerradas: desconocidos imposibles de conocer al otro lado. Una mujer en un velocípedo con un chico al que le colgaban las piernas a través del enrejado del portaequipajes se puso a la altura del coche, saludó tambaleante y aceleró, adelantándolas.

– Es la que me limpia la casa. La conocerás el martes, vaya infierno con ese crío, de bebé se meó en mi cama. ¡Para no hablar de cuando empezó a gatear! Se metía en todas partes, mis papeles y mis libros siempre tenían migas de galletas… ¿Tú que opinas? De los niños, quiero decir. Supongo que soy abuela, pero hace tanto tiempo que no trato con… ¿Cuántos años tienes tú, Rosa? Anoche estaba pensando… ¿cuántos años puede tener esta chica? ¿Veintitrés? ¿No? ¿Cerca de los veinticinco? Siete… Dios mío.

Una mujer con su cabellera de oropel al sol se apoyó en un bastón para dejarlas pasar. Un hombre maduro con la barriga desparramada sobre los téjanos hizo un gesto con la pipa; la chica, con una sonrisa de persistencia oriental, mantuvo alejado del coche a un perro de aguas que retozaba a su alrededor sujeto de la trailla: la conductora saludó a todos con la mano sin mirarlos.

– Tu habitación está en lo alto y te advierto que tendrás que subir muchos escalones… pero tiene terraza, en realidad es la azotea de la casa vecina pero me autorizaron a restaurarla. Pensé que te gustaría salir al despertar por las mañanas. A tomar el sol, lo que quieras. Lejos de mí o de cualquiera, un lugar personal. Aunque si lo prefieres puedo dejarte el cuarto más pequeño del primer piso. Bien, ya verás… un embrollo de casa como las demás, toda la aldea es una conejera, cada una está construida contra la siguiente, si mis cañerías no funcionan tengo que ir a la casa vecina para descubrir la fuga… Debes decirme si prefieres instalarte abajo. Pero la habitación que te ofrezco es contigua a la mía; a mi no me importa, pero quizá tu… claro que podríamos cerrar la puerta de comunicación, por supuesto. La de arriba es la que usaba Bagnelli cuando estaba en casa… Debo decirte que murió hace cuatro años. Fueron quince años. En realidad nunca nos casamos, pero todo el mundo…

El coche frenó bruscamente, un antebrazo bronceado con manchas color té se estiró para impedir que Rosa cayera hacia adelante.

– ¿No te lo dije? ¡Ya estás aquí! El día y la hora que corresponde. ¡Puros nervios! ¡En qué estado se encontraba Madame Bagnelli por tu llegada! Tuve que correr tras ella con los huevos que se dejó esta mañana en la épicerie. A mí no me pareces tan impresionante -una voz de hombre con la precisión de un vicario de teatro inglés, y una larga cara imberbe bajo una visera con galones de capitán inclinada hacia la ventanilla.

– Sí, sana y salva… Rosa Burger, Constance Darby-Littleton. ¿Piensas subir la colina a pie?

– Por supuesto que iré andando. Es mi paseo higiénico. Creí que ya todos conocían perfectamente mis costumbres -hendiduras azul noche entre párpados hinchados, sin blancos ni pestañas, que pasaban de la conductora a la pasajera como los ojos mecánicos empotrados en esos relojes antropomórfícos. El coche pasó al nivel de sus pechos de matrona caídos bajo la camisa a cuadros.

En un aparcamiento cavado debajo de los árboles, un Baco joven y gordo, con botas camperas manchadas de cemento, saltó de una furgoneta cargada con tejas y marcos de ventana rotos.

Madame Bagnelli -voces altas e indignadas, risas; no era necesario dominar el idioma para deducir que eran un trabajador y una clienta que reanudaban una larga disputa.

– ¡Vino y no pudo entrar! ¡Qué le vamos a hacer! He pensado tantos días para nada… Ahora no lo veré en seis semanas y después de una docena de llamadas telefónicas. Tiene que poner un suelo en mi cave, mejor dicho en el hoyo de basura que con un poco de suerte llegará a ser una cave. Se llevará todo lo que encuentre allí.

Retuvo el coche con el embrague en lo alto de la espiral donde el camino se bifurcaba ante una muralla. El castillo mostraba ondulantes gallardetes de naciones no identificadas. El coche se anunció con un alegré bocinazo de advertencia al doblar a la derecha. Se aproximaron unas mechas grasicntas y un bello rostro de enamorado.

Madame Bagnelli -el hombre separó tres cartas de la saca de correspondencia y se las entregó; se dieron las gracias mutuamente, como si lo hicieran por el placer de hablar su idioma.

Rosa Burger fue presentada por un nuevo nombre, con el acento en la última sílaba: la amiga -¡llegada desde África!- que recibiría su correspondencia en este domicilio.

El coche giró después de dejar atrás al cartero, hacia un pequeño callejón con pendiente que subía hasta terminar en dobles puertas tachonadas que bloqueaban el paso; estuvo a punto de apearse para abrirlas por primera vez hacia la casa donde le dijeron que dormiría, escaleras arriba, en una habitación con terraza: por el momento no había nada detrás de ese portal con su botón del timbre y la tarjeta debajo de una ranura de plástico, Bagnelli.

– ¿Cómo la llamo?

– ¿Que cómo me llamas?

– ¿Debo llamarla Madame Bagnelli o…? -se llamaba Colette, «Colette Swan». «Colette Burger.»

La mujer apoyó los brazos en el volante y de repente se relajó, volvió la cabeza con una expresión de astuta complicidad voluptuosa, encerrándose en la pregunta tímida e intrascendente como una forma inerte pero electrizada que podía cobrar vida con un contacto.

– Katya. Llámame Katya y de tú.

En la puerta había un enorme girasol seco en forma de estrella fugaz y una nota pegada con celo. MADAME BAGNELLI URGENTE y signos de admiración, todo subrayado. La puerta se arrastró chirriando sobre el patio empedrado, un olor a humedad fría y un perfume jamás olido. Cuando la puerta se abrió de par en par y entró la maleta, rozó la cara de Rosa Burger: lilas, auténticas lilas europeas.

– Bla-bla-bla; bla… esto puede esperar. ¿Por qué demonios debo telefonear nada más llegaré -la nota voló hasta un cesto de paja-. ¿Quieres subir directamente? No… Entonces dejemos todo por aquí. Tengo un poco -atmósfera multicolor, frondas fuera de foco y un horizonte marino que se balanceaba en los paneles de cristal irregulares-, sólo un poquitín de algo preparado -la puerta de cristales se abrió de golpe, la recién llegada salió a una frondosa repisa de sol, ofrecida al mar de mediodía entre el cielo y terraplenes de pequeños árboles oscuros decorados con naranjas. Olió a gatos y a geranios. Las primorosas villas de juguete de los muertos en un escarpado cementerio atraían sobre sus fachadas la luz que despedía el mar. La sintió en las mejillas y en los párpados. Vi… vio una grieta en un recipiente blanco, que en realidad era una fila de hormigas, un diminuto bote que hacía una muesca del tamaño de una uña en las aguas, vio la vena varicosa serpenteando en la corva de la ex bailarina cuando dejó sobre la mesa la bandeja con la botella de champagne en un cubo.

Bebieron apoyadas en la balaustrada, grandes espacios de mar abierto que absorbían el ventoso tartamudeo de las motos y el zumbido de los engranajes de camiones, música y voces entremezcladas, desde otras terrazas y balcones. De vez en cuando llegaba un tintinear a Rosa Burger: una vez la repentina carcajada burlona de un hombre, el ladrido de un perro que tiene a un gato acorralado, el grito de una mujer llamando a alguien que se alejaba en coche. Todo chocaba suavemente contra ella; la palma de su mano sintió el frío inane de la copa y su lengua el frío vivo del vino. Se sentaron en sillas inclinadas, con los pies en la balaustrada, entre cascadas de geranios y adormiladas plantas crasas con grandes abejas europeas a rayas. La mujer bajó el talón de las alpargatas y pasó el arco de su pie descalzo sobre la cabeza y el lomo de un gato de la isla de Man. (No es mío pero le gusto más que su dueña.) Una vez fuera de las botas, los pies de Rosa se sintieron libres de opresiones y marcas; se arremangó los téjanos hasta la rodilla. La mujer le estaba contando la historia de la aldea, con la satisfacción de quien se proyecta a sí mismo en la impresión que debe causar a quien nunca ha visto nada parecido.

– Una nobleza de señores que vivían del robo, desde las cruzadas hasta los casinos, un señorío feudal, digo soberanía… éstos no eran reyes -rieron al unísono, como mujeres en el serrallo-, la explotación feudal -los términos salían a la manera en que un antiguo soldado usaría las pocas frases que recuerda de una campaña en el extranjero, cuando encuentra a un nativo de ese país- hasta los tiempos de la revolución francesa. Ese inmenso jardín con cipreses e higueras, a nuestras espaldas, debajo del castillo, tienes que haberlo visto desde el coche… era un monasterio. La casa de mi amiga Gaby Grosbois forma parte de las pocilgas de los monjes. Pero después de la revolución los nuevos empresarios industriales y hombres de negocios compraron estas propiedades de la iglesia por nada y las usaban como casas de campo, vivían como aristócratas. En estas latitudes, durante nuestra guerra la Resistencia tenía sus cuarteles generales en los sótanos. Oirás todo tipo de relatos, les encanta que aparezca alguien que nunca los ha oído… todos fueron héroes de la Resistencia, si les crees… pero hace pocos años, todavía vivía Bagnelli, no, fue poco después… iban a convertirla en hotel, un actor estaba interesado en hacer la inversión. La operación no prosperó. Ahora pertenece a un traficante de armas, aunque nunca aparecen por aquí, nadie los ve… el viejo matrimonio Fenouil cuida el jardín. Los señoríos cambian de nacionalidad… ahora son los japoneses quienes compran grandes propiedades por aquí; los norafricanos son los siervos que hacen los caminos y viven en sus bidonvüles… ilegales. Y la gente como yo -riendo- logra sobrevivir en una situación intermedia -el gato seguía deslizándose bajo el pie arqueado-. Imagino cómo te habrán criado -los ojos cerrados y sonriente, echó la cabeza atrás un momento para que el sol le diera en la cara-, pero aquí te olvidas de las categorías de utilidad social… Dios mío. nadie entendería de qué demonios estoy hablando. Aunque por otro lado supongo que te sorprenderá ver que cualquiera hace cualquier cosa; nada se considera indigno -en un movimiento de vaivén el gato se dejaba rastrillar por las uñas de los pies pintadas de castaño-. A veces cocino para los norteamericanos, en verano, conozco la clase de comida francesa que les gusta. Solvig me paga para que le pase la aspiradora a los libros y para que guarde en cajas su ropa de invierno una vez al año. Es amiga, pero como viuda de un importante editor noruego, tiene mucho dinero y por lo tanto… Atiendo la ferretería local las dos semanas de enero que todos los años se toma la propietaria para ir a esquiar. Un agujero pequeño y frío donde se venden rollos de papel higiénico y platos de plástico… cuando los franceses se concentran en ganar dinero ni se les ocurre proporcionarse comodidades. Otros amigos, un pintor griego y su novio, trabajan en el hipódromo cuando empieza la temporada. Pero allí no contratan mujeres. También remiendo muebles viejos… «restauración de antigüedades» suena más elegante, ¿no? A veces tengo la oportunidad de dar clases de inglés… y enseñé danza en el Hogar de Juventud hasta que me puse tan gorda que las tablas del suelo crujían.

– ¿Y tu marido? ¿Qué hacía?

– ¿Bagnelli? -un largo a-a-a-a-ah, divertido, en lo tocante a cuestiones que ni siquiera podían explicarse en la fácil lucidez del vino y el buen tiempo en una comprensión mutua de media hora-. ¿Sabes qué era cuando lo conocí? ¡Capitán de la marina francesa! En Toulon. Pero aquí hizo montones de cosas costa arriba y costa abajo: comerciante en vinos, en una ocasión carreras de automóviles, una mina de estaño en Brasil… ¡cielos! y siempre yates, yates. Tenía participación en los beneficios o eso le prometían. Los botaba para otros, incluso los diseñaba…

– Yo compartí una casita con alguien que pensaba dar la vuelta al mundo. Pero ver cómo construyen un yate en un patio, a seiscientos cincuenta kilómetros del mar…

– ¿Tú? -la mujer sonriente se permitió mirar a la chica tal como deseaba desde que la conoció en el aeropuerto.

Disolviéndose en el vino y en el placer de los aromas, paisaje y sonidos que existían por su cuenta, sin relación con nada ni con nadie, la sensación que Rosa Burger tenía de sí misma era ociosamente objetiva. El mar, la sangre que palpitaba suavemente en sus manos colgadas de los brazos de la silla, el tiempo únicamente como el reloj de sol de las sombras que avanzaban por las paredes, todo imbricado sin bajamar ni pleamar, sin distinción de lo interno y lo externo.

– …es como alguien encarcelado. Todo lo que podría ser o hacer… pero no funcionó. Encerrado. Sin acceso al mar.

– ¿No viste su botadura? Cuando se deslizan en el mar… sí, es maravilloso, como si cobraran vida… yo solía llorar -la mujer adquirió una brillantez líquida en los ojos, un atractivo del pasado. La carne perfectamente lubricada y bronceada entre sus pechos se arrugó brillante bajo la presión de los brazos cruzados, como una piel que forma un líquido refrescante y graso-. Dime… ¿me conocías? O -una sonrisa considerada de la chica-, o… te diste cuenta de que yo reconocí quién eras tú y entonces… Quiero decir si alguna vez viste una foto…

– Cuando revisé las cosas de Lionel. Había una o dos tomadas en Inglaterra y en Rusia. Maldición, tendría que haberlas traído. Las de la Unión Soviética se reconocen de inmediato, aunque el fondo no dé ninguna pista. Lo mismo ocurría con las de mi madre. ¿Conoces a Ivy Terblanche? ¿A Aletta?

– Las conocí a todas, a todos ellos. ¡Hace tanto tiempo!

– Mi madre con Aletta en una estación ferroviaria, con ramos de flores. Enseguida notas cuáles son las rusas… Todos vosotros parecíais tan exaltados.

– Sí, sí -una risilla que fue un lamento-. Como admiradores de una estrella pop. Venga, nos repartiremos la última gota. Aunque ya está tibio y el champagne tibio emborracha -se sentó con las rodillas separadas, olvidada de su barriga-. ¡Moscú, Moscú, Moscú! Hice una prueba con el Maryinsky. Eran unos tiempos maravillosos. Demasiado tarde, demasiado vieja, diecinueve o veinte y ya perezosa… pero se encapricharon con nosotros y lo pasamos muy bien. Sus fiestas duraban toda la noche; después exhalabas vodka como un dragón. Tuve que pedirle a la criada del hotel que cambiara las fundas de las almohadas… despedían vapores de vodka a causa de nuestra respiración. Nos perdimos sesiones enteras del maldito Congreso… bueno, una sesión entera. Lionel, ese padre tuyo -una pausa, auténtica o fingida, de incredulidad, mirando a la chica tendida en la silla-, les despachó un cuento convincente, explicó que habíamos estado levantados toda la noche preparando notas para un comité, en bien de la reputación del Partido. Te pareces a él. A pesar de los ojos. Tú no puedes darte cuenta porque piensas en él tal como es… como era. Pero en Moscú… lo veo cuando te miro. Cuando una ha vivido con diferentes hombres, vivido mucho tiempo, como yo, olvida pronto cómo eran realmente. Cuando te escribí después de su muerte, yo veía una figura pública… Mirándote a ti lo veo a él porque aquí está como realmente era en Moscú. Igual a tu padre… pero creo, diría, después de estar contigo exactamente… ¿cuánto? Una hora y media, después de tan larga relación, mi querida Rosa, yo diría que eres más tu madre. Sí. No la conocí bien… aunque en el Partido «todos dormíamos en el mismo colchón» (nunca lo olvidaré: una vez alguien nos escandalizó diciéndonos eso, alguien que había sido expulsado, naturalmente… Jamás olvidaré semejante blasfemia contra los camaradas). No podía conocerla bien… ella era muy joven. Debió de ser alrededor de 1941. Tu madre era, a simple vista, mi idea de una auténtica revolucionaria.

Estaba observando a la hija de Cathy, la chica sonreía rechazando con lánguida fascinación el juego de una atención que enseguida se desplazó.

– ¿Yo con sombrero de campaña? ¿Calado hasta las cejas? Dios mío… -en cuclillas, las rodillas separadas como si estuviera sentada en el inodoro; nada en esta mujer revelaba la cara de mono tití que asomaba entre un sombrero de piel y un cuello de piel, los zapatos pequeños y puntiagudos junto a los de Lionel Burger al otro lado de la puerta del dormitorio del hotel. Risas y chácharas de espaldas o de frente, la figura sólida y ampulosa entraba y salía, preparando comida, entre habitaciones imprecisas y oscuras con objetos aún no vistos más que como formas, y el resplandor, el dulce murmullo de la aldea, en la terraza.

La inocencia y la seguridad de estar abierta a vidas cercanas era la emoción a la que se agregaba el champagne y más vino, bebido durante la comida. Todo el entorno de Rosa Burger, sólo tamizado por tracerías de verdor y ángulos de casas, gente comiendo o charlando, acariciándose, cumpliendo tareas… un hombre cepillaba madera y una pareja discutía, el susurro de voces tan poco amenazadas por la revelación como el crujido de las virutas al arrollarse. Gente que no tenía nada que ocultar, nadie a quien eludir, despreocupados de la intimidad por su abundancia: dejándose estar. La comida era deliciosa y despertó un nuevo placer: el de la gula. Rosa Burger no sabía que era capaz de comer tanto, pero el gato de Man olisqueó las espinas de pescado fragantes de hierbas como una oferta cotidiana. Llegó una inglesa con el sombrerito ceñido, el pañuelo de gasa y los guantes de quien se mantiene a la altura de un nivel pasado. Se anticipó a la posibilidad de no ser bien recibida adoptando el aire de quien tiene en mente cuestiones más importantes que la invitada de su amiga, y mostrándose demasiado atareada como para que esperasen que se quedara.

– Tengo una cita en el banco.

– Ya sabes que el banco no abre hasta las tres. Venga, Alice…

– No se trata únicamete del banco. Tengo montones de ocupaciones.

– ¿Por ejemplo?

– No te entrometas en mis asuntos, Katya.

Madame Bagnelli rió mientras servía el café.

– Si tuvieras alguno me moriría de curiosidad. Aquí tienes, Alice, tal como te gusta, fuerte y en una taza fina. Vimos a Darby camino de su almuerzo líquido.

– ¿En el bar que venden tabaco?

– No, en la colina.

– Ah, sí. Debió de bajar a la aide sociale por la cuestión de su renta.

– Imposible en martes. Las entrevistas son los jueves.

– ¿Qué día es hoy? ¿Estás segura? Entonces es probable que haya ido a la clínica. Nunca dice nada cuando algo anda mal. Le gusta pensar que no es de carne y hueso como los demás. Pero sé muy bien que se queda sin aliento en las escaleras. La oigo cuando pasa por mi puerta para ir al segundo piso.

– ¿Y a quién más vi antes de ir al aeropuerto? A Francoise. Sí a Francoise sin Marthe, tratando de decidir si compraba sardinas a cinco francos el kilo. No me vio.

– Marthe está en Marsella. ¿No lo sabías? Se ha ido por tres días. Vino a averiguar si queríamos que nos trajera algo. Darby pidió esos granos de pimienta verde que probamos la última vez.

– Probablemente me telefoneó. He estado entrando y saliendo… por la llegada de Rosa. Pero aquí se consiguen, ¿para qué molestarla?

– No de Madagascar.

– Sí, de Madagascar. En la tienda de atrás de correos. Sí, allí mismo, la tiene Monsieur Harbulot. Exactamente la misma, te lo aseguro.

– No estoy tan segura, ¿has visto a Georges?

– Han ido a Vintimille a comprar zapatos. Y a un lugar donde consiguen su aceite de oliva. A Manolis no le gusta ningún otro.

– Pues es afortunado si Georges puede darse el lujo de satisfacer sus caprichos, eso es todo lo que te digo.

– Donna y Didier fueron con ellos.

– ¿Para qué?

Madame Bagnelli recurrió a su invitada para confirmar lo absurdo de la pregunta.

– Para pasear. Para divertirse.

– Está estropeando a ese muchacho como hizo con los demás. Ya verás.

Una voz francesa vibró en la casa como un cuco atrapado. Entró otra mujer y prosiguió en francés el mismo tipo de conversación. La primera se detuvo en la puerta para hablar cinco minutos más.

– Bien, espero que disfrutes de tus vacaciones o lo que sea. ¿Darby la conoció esta mañana?

– Por supuesto, la vio un momento. ¿Por qué?

Con la inglesa apenas fuera del alcance del oído, Madame Bagnelli empezó a explicar:

– Quería ser ella la que le dijera a Darby que había conocido a la chica en casa de Katya. ¡Habráse visto!

Lo repitió en francés; ella y la francesa rieron tanto que sus risas taparon todos los comentarios. De vez en cuando la francesa intentaba conversar en inglés.

– Pero tú también tienes un hermoso sol, éh…? El tuyo es un país maravilloso. Lo sé. Me gustaría ir, pero… -la francesa puso la expresión encantadora de una mujer veinte años más joven y se frotó el índice con el pulgar.

Las dos mujeres desembocaron en una charla acerca del dinero, serias y con contracciones nerviosas alrededor de la boca, haciendo cálculos en los que Rosa sólo entendió milles y cents separados por guiones que formaban eslabones tal como hacían las abejas embriagadas alrededor de los posos de vino. Había aparecido un joven; Rosa alejó la silla del sol y descubrió las almenas del castillo allá atrás, contra el cielo, las banderas luminosas como vidrios de colores, y en el interior de la casa, en la quietud sombreada, notó que uno de los objetos se separaba y adquiría forma humana. Lo vio escuchando a hurtadillas antes de ponerse en evidencia. Afuera, a la luz de la terraza, cayó sobre ellas descalzo, ceñido en unos pantalones blancos que le llegaban debajo del ombligo, el pecho desnudo. Dos manos morenas pulidas por el agua taparon los ojos de Madame Bagnelli; ella pareció reconocerlo al instante.

– ¡Pero tú estás en Vintimille! ¿Qué ha ocurrido?

El se inclinó y la besó; luego, ceremoniosa y pausadamente, se inclinó ante la cara de la francesa. Después que la besara, ella le cogió la cara con ambas manos y dijo algo cuya cadencia era de idolatría y admiración, libidinosamente maternal.

– ¿Qué haces aquí? ¡Didier!

Se apoyó en la balaustrada, delante de su público.

– No fui -en el rostro muy bronceado, las ventanillas de la nariz tenían la crudeza rosada de quien ha estado buceando.

– ¿Y Donna?

– Ella fue.

– ¿Por qué, Didier?

La francesa habló de la oportunidad perdida, dijo que las cosas eran mucho más baratas al otro lado del límite de Vintimille. ¿No había visto la chaqueta de cuero que Manolis compró el invierno pasado?

– ¡Didier! ¿Qué has hecho a solas todo el día?

– Pescar -comentó-. Con arpón. No se necesita a nadie más para hacerlo.

Fueron presentados pero él no se dirigió personalmente a Rosa Burger. Las preguntas y comentarios de las mujeres lo adulaban; de hecho, no se dirigía personalmente a nadie, viéndose a sí mismo en la división de los demás, como si se mirara en un espejo. Recorrió decididamente la mesa entoldada, encontrando bocados que comió deprisa, y después se lamió los dedos. No aceptó las ofertas de ir a buscarle algo más para que comiera; limpió la ensaladera mojando pan en el aceite, se sirvió queso envuelto en paja, con cierta destreza profesional. Sus empañados ojos azul oscuro debajo de unas pestañas tan largas que parecían arrastrarse sobre sus mejillas, masticando, siguió el retorno de la conversación de las mujeres al tema de los impuestos. De vez en cuando aportaba una objeción, alguna corrección; ellas protestaban. Eructó, se golpeteó los músculos del chato vientre, pasó sus finas manos por los suaves pectorales. Ellas rieron.

– Igual que ese gato, Didier. Viene a buscar golosinas y se larga con paso majestuoso.

Volvió a abrazar a las mujeres, meciéndose graciosamente de una a otra. Se despidió de la chica en un inglés empleado a la manera indiferente de un idioma habitual, aunque con marcado acento francés y ligero acento norteamericano.

– ¿Cuándo volverán?

La voz llegó antes del portazo:

– ¿Cómo puedo saberlo?

– ¡Qué travieso! ¿Por qué estás enfurruñado? -gritó Madame Bagnelli descaradamente, riendo fuera del alcance de su oído.

Hizo piruetas y brincó, se abalanzó sobre la mesa y recogió los platos vaciando abejas y restos de vino entre las jardineras. La francesa se fue. Limpiaron los restos de comida, rezagándose en el fresco salón para hablar, la voz de Madame Bagnelli revoloteando sin cesar desde la nevera, en la cocina o repentinamente sentada en un pequeño sofá, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, en una postura de ballet. Su huésped había abierto la maleta para sacar los regalos que forman parte del ritual de los viajeros. La chica los observó con gran cuidado ahora que habían encontrado a su destinataria. Elecciones impersonales para una desconocida, podían dar la impresión de ser para cualquiera, regalos de aeropuerto intercambiables que ella misma había recibido todos los años que permaneció en el país. Sólo uno sugería a un ser imaginado, la afirmación de una relación que podía no existir o no ser bien acogida: un collar de dos vueltas, de carretes de madera hexagonales, finamente tallados, separados por abalorios baratos, comunes y corrientes.

La mujer lo observó, arrollado en sus manos; miró rápidamente a Rosa Burger, otra vez al collar, separó un abalorio de un carrete.

– Veremos con qué están ensartados. Cómo se llama… esa palmera… Hala. Hebras de hala torneadas haciendo rodar las fibras arriba y abajo en el muslo desnudo. He visto cómo los hacen, ¡Mira, no es algodón! Hala -se enorgulleció al verificarlo, se identificó a sí misma-. Y la madera… no me lo digas, espera… -la hija de él estaba allí, delante de ella-. Tambuti. ¿Sí? ¡Esa fragancia! Es Tambuti.

– Creo que sí. Son las cosas que usan las mujeres hereras. Hay una tienda… muy rara vez se encuentra algo.

– Nomihi. Ya ni siquiera los afrikaners la llaman Sudoeste, ¿no? -se paseó por el salón estudiando la disposición de una extraña cabeza de Cristo sobre cuero repujado con dorados escamosos, con ojos rasgados de mirada fija; un cuadro en el que se veía a una chica desnuda con una anguila u otro monstruo marino mutilado a su lado; una enorme llave de hierro; mellado por la edad y un antiguo fervor que lo había separado del todo, un fragmento de un rígido santo de madera que levantaba su mano plegada y con un dedo en posición vertical sobre la chimenea. Colgó el collar del brazo de un portavelas ahora marmóreo con su lava de cera-. Mientras no lo use quiero gozar comtemplándolo.

– Fue anteayer. Pensé que te gustaría… -Rosa Burger vaciló antes de deshacerse del periódico sudafricano junto con las envolturas arrugadas, el mismo que asomaba de su bolsa cuando la mujer la divisó.

– Dios mío. Tantos años… -Madame Bagnalli se hundió en el asiento, dejando el diario al alcance de la mano-. La misma cabecera… En la cocina encontrarás un par de gafas. Probablemente en el estante donde está el molinillo de café… encima de la nevera o dentro de la nevera. A veces saco algo y las guardo sin… -se burló de sí misma llevándose un dedo a la sien-. Todavía estabas allá. Apenas anteayer -miró a Rosa Burger como a alguien en cuya existencia no podía creer. La hija de él inclinó lentamente la cabeza: estaban juntas-. ¿Es la primera vez que sales?

La cabeza floja, abriéndose camino, apartándose en la suave confusión del vino que había originado todo eso.

– Nunca.

– Por supuesto. Nunca.

– Y tú nunca volviste.

La mujer apretó los codos contra el cuerpo, se meció amorosamente, los puños juntos bajo el mentón, el periódico caído.

– No me habrían admitido. Nunca.

Se levantó de un salto sobre sus pies de planta ancha; su equilibrio y su agilidad contradecían su corpulencia.

– ¿Podemos hacer diabluras? Tendremos que subir la escalera colgadas del rabo, como los monos.

Apenas había lugar para que pasara entre pared y pared, con una gruesa cuerda sedosa, un accesorio teatral, bordeando una de ellas en vez de un pasamanos. Mientras la guiaba iba explicándole cómo extraer alguna excentricidad al grifo de agua caliente del cuarto de baño; resollaba alegremente.

En lo alto había una habitación con diferentes matices de luz. La claridad rebosaba contra el techo; más abajo, diseños y formas apenas definidos. Un gran jarrón con lilas, aroma a melocotones vellosos en un cuenco, un espejo sin brillo, baratijas femeninas en frascos, cepillos, una pequeña pantalla de tafetán con encajes para las intimidades sociales, una silla larga de mimbre para leer poesía y revistas elegantes, una cama baja y amplia para recibir a un amante. Era una habitación preparada para una persona imaginada. Una chica, una criatura cuyo sentido de la existencia se centraría en su nariz enterrada en flores, zumo de melocotones chorreando por la barbilla, la cara cuidada en espejos, la mente ensoñadoramente dispersa, el cuerpo buscando placer. Rosa Burger entró, yendo hacia la posesión de esa imagen. Madame Bagnelli, sonriente, halagadora, notó que su invitada estaba un poco achispada, como ella.


De haber sido negra, al menos mi color habría indicado que provenía de África. Incluso a trescientos años de distancia, que era una negra norteamericana, pero allí nadie podía saber de dónde vengo, Nadie en París… excepto mi prima, naturalmente. La hija de tía Velma y tío Coen con quien comparto el nombre de nuestra abuela. Ella estaba en París vendiendo naranjas sudafricanas en alguno de esos edificios que se ensanchan como una proa desde las estrechas perspectivas donde se unen dos calles en forma de V, la única noche que di un paseo. Podría haber buscado la dirección de la junta de Frutos Cítricos en el listín. La boerevrou [ama de casa granjera. (N. de la T.)] con el broche que indicaba cuál era su grupo turístico y que iba a mi lado en el avión, observó mientras charlábamos en nuestro idioma que es lamentable que los afrikaners no viajemos más. Pegados a la tierra, dijo. Es cierto, por una razón u otra. Ella a los cuarenta y tres (me confesó) y yo a los veintisiete (me lo preguntó) íbamos a Europa por primera vez.

Sabía a través de los libros y de conversaciones con gente como Flora y William que me encontraba en el barrio donde iban los turistas porque allí habían vivido pintores y escritores del siglo diecinueve cuyas vidas y obras se popularizaron románticamente. Ahora miles de estudiantes parecen ocupar sus cuartuchos de hotel y guaridas; rubios y gitanos en un alarde de probreza que los pobres se empeñan en ocultar, van con sus botas de pescadores o descalzos entre la multitud, mientras en la granja de tío Coen la gente guarda los zapatos para los domingos. Chicas y muchachos cuya época es la mía, discuten a fondo sus vidas con la misma naturalidad que los relojes hacen tictac, pagando diminutas tazas de café al precio de una bolsa de harina de maíz, bebiendo vino ataviados como guerrilleros que sobreviven en el monte con un vaso de agua por día. Sombrías escaleras, pequeñísimos balcones inclinados, infinitos palomares de buhardillas casi todas a oscuras: todos están en la calle. Caminé por donde ellos caminaban, giré donde ellos giraban, acompañando a éstos o a aquéllos durante unos metros o una manzana. Se encontraban y besaban, se besaban y se separaban, comían delgadas crepés hechas en un puesto resplandeciente como una fragua, compraban periódicos, se pavoneaban para ligar. Si bien los estudiantes no siempre son reconocibles, sin duda había otros que se vestían como si lo fueran, e incluso otros que deseaban que los tomaran por la idea que tenían de cómo eran los modelos, actores, pintores, escritores, directores de cine. ¿Cuáles eran empleados y cuáles camareros en sus horas libres? No podía saberlo. Sólo los putos profesionales, maquillados y lo bastante altivos para estremecer e intimidar a los clientes en perspectiva, son lisa y llanamente lo que son: hombres que conservan la insignia sexual de lo femenino, criatura extinta en las preferencias de los suyos. Uno se paseaba arriba y abajo delante del café donde yo estaba sentada con la bebida que había pedido. Usaba un abrigo largo de ante color verde suave, abierto en su diagrama desnudo y rodeado por un cinturón plateado, con su rostro de una belleza inhumanamente estilizada en la expresión de un ser mitológico. Si yo hubiera sido hombre me habría acercado sólo para ver si de su boca salían palabras como las de cualquier ser común y corriente.

El Boulevard Saint-Michel era mi mojón para volver al hotel con su vestíbulo adornado de dorados y cristales y la habitación del tamaño de un armario para ropa vieja con el bidet que olía a orina. Seguí deambulando por calles laterales hasta ver gente arremolinada en las suaves luces de colores de pequeños restaurantes y casetas con brillantes dulces pegajosos y brochetas de carne lívida. Debajo de los caídos edificios abultados de este país de calles entremezcladas había una especie de bazar oriental, más parecido a la idea que yo tenía de un zoco, donde tampoco había estado nunca. Música de bouzouki entretejida por encima de las cabezas de gente que formaba sociales colas ante pequeñas salas cinematográficas cavadas en edificios ya existentes. Las calles adoquinadas y de nombres hermosos estaban cerradas al tráfico; desde el empinado extremo de una que se llamaba Rué de la Harpe, una multitud retrocedió para formar un círculo abierto en el que vi a un hombre de cuya boca saltaban llamas que se enrollaban en una feroz proliferación de lengua. Me vi llevada hacia la multitud, lentamente masajeada por movimientos de hombros. Todavía había cabezas delante pero logré ver al hombre con sus ansiosos ojos de circense evaluando al público mientras se convertía en un dragón con un trago de gasolina y un leño encendido. Brincaba en mi fragmento de visión entre collares, cuellos y cabelleras. Estaba encerrada en este afable apretón de desconocidos que no eran una turba pues no les unía la hostilidad o el entusiasmo, sino una leve curiosidad y la disposición a ser entretenidos. No pude seguir avanzando fácilmente hasta que decayó su interés, pero el enclaustramiento no era claustrofóbico. Nuestras cabezas estaban al aire libre de una noche de color melón verdoso; sostenida por esta gente que murmuraba y reía en su rápido, despectivo y coqueto idioma, miré los tejados y cañones de chimeneas y antenas de televisión tan negras y afiladas y unidimensionales que parecían tocar las notas de un compás metálico y ser tragadas por los cielos parisinos. Cercana a estos cuerpos me sentía cómodamente ignorante de la individualidad, y sabedora de que no me conocían individualmente al instante experimenté la ligera y veloz intimidad de un movimiento sólo a mí dedicado. Con la misma rapidez mi mano bajó hacia esa especie de caricia; apreté -mientras se deslizaba entre la aleta de mi bolsa en bandolera y mi cadera- una mano.

La aferré con firmeza.

Los dedos apretados se extendieron en vano y los nudillos se inclinaron hacia adentro a través de la palma hasta la curva de mi sujeción, imposibilitados de cerrarse en un puño. El brazo de encima de la mano no podía liberarse de un tirón porque estaba apretado hombro a hombro con el mío, el cuerpo al que pertenecía el brazo estaba contra el mío.

Todavía unida a esa mano que no veía, me volví para enfrentar el rostro de aquel a quien debía pertenecer. Entre esa muchedumbre de desconocidos en esta ciudad de Europa, entre franceses y escandinavos y alemanes y japoneses y norteamericanos, ojos azules y rizos rubios, palidez latina, libaneses letárgicos y fogosos griegos, el viejo vietnamita de cutis terso y cráneo delicado que pasó a mi lado inadvertido, los árabes con cascos de flexible pelo oscuro, labios pardo claro y un color rosa casi escocés en los pómulos a quienes había identificado escuchando su farfulleo de oráculo en las calles por donde anduve… entre todos ellos un negro había sido codeado, empujado, hasta situarse a mi lado. La cara era joven y tan negra que los ojos, separados en aberturas tensas, eran todo lo que podía distinguirse en él. Globos oculares de ágatas en los que se rastrean diluvios y cataclismos volcánicos; los pequeñísimos vasos sanguíneos se adherían al blanco en la forma fosilizada de un helecho. De no haber sido negro habría tenido el mismo aspecto que todos los demás: escéptica o aburridamente absorto en el espectáculo del tragafuegos. Pero esa cara no podía negar la mano en anónima confesión con rostros similares. Era lo que era. Y yo era lo que era, y nos habíamos encontrado. Al menos así se me apareció esta consabida cuestión del carterista y su víctima, eso es todo, nada salvo una estúpida turista con una bolsa, que merecía ser descubierta.

Una punzada movió un músculo junto a la nariz recta y ancha. Fingí ser inocente de contemplar la cara de un desconocido. El llevaba alrededor de su cuello negro y delgado una cadena con granos semejantes a guijarros, de la que colgaba un diente de animal latiendo al ritmo de su corazón, una de las baratijas de mi tierra que durante el día había visto vender a negros como él, collares de granos, toscas máscaras y billeteros de víbora, produciendo tamborileos del África Occidental en las Tullerías, para atraer clientes. Oí o sentí caer algo. Le dije… no sé qué le dije y fue en inglés, por supuesto, o tal vez en afrikaans (porque ése era el idioma que había hablado en el avión y mi lengua seguía acoplada a ese centro del habla). De todos modos no me habría comprendido, aunque no hubiese estado ensordecido por el miedo, porque no le hablé en francés ni en fulani o lo que fuera que tenía significado para él. Y si hubiese apelado a la gente que nos rodeaba… tampoco habrían comprendido. Yo no conocía el francés, no tenía las palabras necesarias para explicar esa mano en la mía.

Lo solté. Lo dejé ir. No podía correr.

De algún modo logré agacharme y palpar en busca de mi monedero o mi cartera con traveller's cheches o mi pasaporte. Entre una multitud de pies encontré una pequeña libreta negra; él había tocado cuero e intentó robarme la libreta de direcciones en la que, de cualquier manera, estaba adiestrada para no apuntar nada más valioso que direcciones de hoteles y de oficinas del American Express. Seguíamos cerca. El miedo que me tenía se combinó con una presencia de confabulación y desdén; porque si no lo había denunciado mientras lo tenía sujeto, ahora que lo había soltado nadie me creería. Era un secreto entre nosotros en medio de los demás; nos encontrábamos en una posición ridícula, hasta que muy despacio -no podía darse prisa como un ladrón- dio la impresión de que volvían a empujarlo, a llevarlo a la deriva, en un movimiento de hombros que se mecían en una aspiración de décima mano, alguien con una chaqueta que alguna vez fue color ciruela, con el corte que aquel día había visto en un joven francés vestido como creía que vestían los ricos y prósperos.


Fui vía París para no implicarte: la primera esposa de mi padre. Brandt Vermeulen no pensaba en ella cuando se cercioró de que entendía de quiénes debía mantenerme alejada. Sin embargo, nadie que haya estado alguna vez relacionado con mi padre será borrado de la lista de sospechosos que nunca se anula. Si a alguien se le ocurría que suya era la aldea, la casa, la persona a quien yo me dirigía cuando me dejaran salir… ¿Pero quién la recuerda?

Me siento como un asno entre ellos: pensando cómo di con esta gente que sólo conoce esas tácticas a través de sus policien de televisión (las viejas lesbianas son adictas); para quienes bajar a la panadería es un acto social mediante el cual todos los demás saben a qué hora se levantaron a desayunar, y cuyo contacto con la policía es un intercambio de habladurías acerca de la verdadera historia del atraco a mano armada a un banco de Niza, mientras charlan con sus pernods de mediodía en la barra de Jean-Paul. Fuera de lugar: no yo, yo misma, han asumido mi vida como propia, me han aceptado. Fuera de lugar mi forma de llegar, que aquí apenas se ajusta a la necesidad ni a la realidad. La primera esposa de Lionel Burger. No te encontrarán en Madame Bagnelli, en su Katya. Noté que la particular forma de bautismo mediante la cual recibió ese nombre volvía a ella cuando le pregunté, el primer día ante el portal (antes de haber visto mi encantadora habitación, este fresco campanario de casa donde sus voces repican), cómo debía llamarla. Para ellos eres Katya porque en una pequeña comunidad de diferentes y a veces oscuros orígenes europeos mezclados con los nativos, los diminutivos y adaptaciones de nombres son una cariñosa lingua franca.

Supongo que para ellos el nombre te sitúa vagamente entre los rusos blancos. Como el viejo Ivan Poliakoff, cuyos cuentos de amor dactilografías a cuatro francos la página. Cuando lo conocí, estando contigo en la aldea, me besó la mano levantada en una de las suyas, tan frágil que sentí bombear la sangre lentamente a través de las venas. Pregunto de qué tratan sus relatos. Es tan anciano que resulta inimaginable que recuerde cómo era… el amor, el sexo. Me dices que le has sugerido que escriba historias románticas acerca de las aventuras de condes y condesas, aristócratas rusos, utilizando el escenario de las grandes propiedades campestres donde pasó su infancia.

– Al menos el ambiente sería algo que conoce. Pero no, sus personajes son hinchas a las que ligan actores del cine norteamericano en el Festival de Cannes, o adolescentes heroinómanos que son salvados por devotos cantantes pop. El cree haber aprendido el vocabulario en la tele… es inútil, así salen sus manuscritos. ¡Después espera que yo baje mi tarifa a tres francos!

Aquí la gente ignora que estoy tan alejada de la vida joven que pupula alrededor del Festival de Cannes como del anciano conde ruso que no quiere confesar su edad.

– ¿Qué es un hincha?

Las quejas de Katya sobre Poliakoff se transforman en una representación que improvisa en medio de nuestras risas.

– Mira qué letra. Se necesita un experto en códigos para desentrañar y diferenciar sus G de sus E… un cortaalambres y una lupa. ¿Podéis creerme? Sus B son como esas anticuadas paletas para alfombras… y para colmo escribe en la cama, de noche, después de ponerse emplastos en la cara. ¡Tendríais que verlo! Todas las páginas con manchas de leche de pepinos o yogur y yema de huevo o lo que se le ocurra inventar. A veces yo misma agrego una oración de relleno, «Delphine esnifa cocaína en el viril sobaco de Marcel», y él no nota la diferencia… aunque con toda probabilidad ve que he mejorado la cosa y es demasiado celoso para reconocerlo.

– Sea como fuere, ¿qué es un hincha?

– Una de esas chicas que siguen a los cantantes y actores. Que les arrancan la camisa. O que se limitan a idolatrarlos con la mirada fija… el elenco de Ivan.

Río con su Katya como las adolescentes en la escuela, que estaban en esa etapa mientras Sipho Mokoena nos mostraba a Tony y a mí el agujero de bala en la pernera de sus pantalones y yo corría de un lado a otro para visitar la cárcel, la primera cárcel, donde estaba mi madre. La cabeza de Cristo con aspecto oriental que está a medias pintada y a medias estampada en cuero es un regalo de Ivan Poliakoff: el primer icono que he visto en mi vida. Me llevaste a una exposición de Cristos famosos prestados por el Hermitage de Leningrado; transmitían cantos gregorianos mientras pasamos toda la mañana contemplando la cara del pálido y atezado proscrito. Me dijiste que era tan hermoso que hasta podrías creer en él. En algunos ejemplares su corona de espinas estaba salpicada de gemas rojas que, supongo, representaban la sangre. Una pareja ataviada de beige y blanco, cuyas ropas de seda sugerían que eran usadas una vez y después tiradas, examinaban de cerca los rubíes y granates, en silencio, ella con un par de gafas de media luna, pasándose el catálogo entre sus manos suaves y pulcras como guantes nuevos de cabritilla, cargadas de oro. Detrás de nosotras venía un joven americano con un brazo en la nuca de su mujer, un bebé en un asiento que cargaba en la espalda y un niño de cinco o seis años tomado de la otra mano. Mostró al chiquillo la máscara cristiana que representaba el sufrimiento del mundo, de igual manera que las máscaras japonesas representaban diversos estados del ser en el teatro.

– Mira Kimmie, ése es nuestro Señor, probablemente mucho más parecido al verdadero que el hombre rubio y de ojos azules que te muestran en la escuela.

Después fuimos a nadar a una de las calas entre Antibes y Juan les Pins que los amigos de Katya consideran una reserva de su propiedad, guardando en secreto las dificultades y la forma insólita de bajar, pasando por lugares prohibidos y entre cubos de basura de restaurantes. Ahora yo podría guiar a cualquiera. Sumamos nuestro almuerzo al de Donna y Didier. Era la última vez, ese verano, que iríamos allí, dijo ella, los suecos y los alemanes llegan después de mediados de junio, habrá que ir a nadar mar adentro, desde el yate. Tiene una mente muy ordenada: los impulsos no dominan a esa mujer que puede hacer lo que le venga en gana. Deduzco de las conversaciones que navega hasta las Bahamas en noviembre, va a esquiar en enero y le gusta viajar a sitios donde no ha estado antes… Oriente o África, digamos, durante un mes a finales del verano europeo. Le sorprende que yo no conozca los países africanos donde ella ha ido para ver cacerías y visitar puntos de interés turístico. Me habla de ello y yo escucho con los otros europeos como Gaby Grosbois, para quienes África es una vocación que no pueden permitirse. No es posible saber qué edad tiene Donna… también es algo que ella ha determinado con todos sus recursos como bisnieta de un canadiense millonario gracias a la instalación de ferrocarriles, me dices: esta mujer de largo y ondulado pelo rojo claro estirado hacia atrás a partir de un rostro elegante y sin afeites, con un brillo alrededor de la boca y las mejillas bajas al sol, tiene el mismo tipo de antecedentes fronterizos que yo. Los Burger emigraban al Transvaal cuando su bisabuelo tendía vías férreas a través de territorio indio. Corresponde a un accidente de nacimiento, eso es todo, que una tenga un abuelo que ha elegido un país donde sus descendientes pueden volverse ricos sin dudar de sus derechos, o donde el patrimonio consiste en descubrir por una misma mediante qué estilo de vida debe ganarse el derecho de pertenencia cada generación sucesiva, si es que puede ganárselo. Supongo que se le ha decolorado el pelo. Incluso puede tener mechones blancos mezclados en su espesura y nadie lo notaría. Probablemente cuarenta y cinco o más, en otros tiempos una chica grandota y de cara sonrosada que aún conserva los hoyuelos en el paréntesis que rodea su sonrisa. A veces, cuando sigue lo que alguien le dice, descubre sus dientes sin sonreír, un amaneramiento semejante a un gruñido complaciente. Noto esta costumbre porque es la única señal de la intensa sexualidad que esperaría encontrar en una mujer que siente la necesidad de pagarse un amante joven. Tú y Gaby -Madame Bagnelli y Madame Grosbois- coincidís en que éste es el mejor que ha tenido; no es ningún «putito» (utilizas las inversiones despectivas de las amigas lesbianas) como Vaki el Griego, su predecesor.

¿Qué ocurrió con Vaki el Griego?

Yo hago preguntas inesperadamente, como un niño que aprende de la tradición oral. Estoy empezando a entender que existe cierto espectro de posibilidades dentro de la órbita de un orden de vida específico; se reproduce en habladurías, en conversaciones íntimas ante mesas donde sólo caben los codos en el fondo del bar de Jean-Paul, en bulliciosas discusiones en las terrazas de la casa de éste o del otro. Vaki el Griego se fugó a América del Sur con el director de una empresa electrónica alemana al que ligó aquí mismo, en la aldea, en la place; Darby fue testigo de todo y se lo contó a Donna después que el putito desapareció con el Alfa Romeo que estaba a nombre de él, por cuestiones impositivas de ella. Didier es derecho (no sé si eso significa que no es bisexual) y aunque con toda razón espera ser tratado generosamente, no parece un ladrón… ¡jamás!

– Cuando se vaya, se irá, eso es todo -aprueba Gaby, avalando las palabras de Katya.

Didier conoce su trabajo. Sabe cómo complacerlas, a todas vosotras. Cómo complacer a Donna, aunque esto puede requerir cierta habilidad: a veces prescinde de su compañía instalándose en la torre de marfil de su juventud, para recordarle su confinamiento, y en otras ocasiones es un asistente personal astuto y altanero que discute en el garaje los precios que le cobran por las reparaciones, que la acompaña a hablar con sus abogados. Sea cual sea la relación entre ellos, percibo que nunca están tan unidos como cuando los encontramos antes o después de una de sus sesiones con los abogados, compartiendo la misma preocupación a la manera en que otros amantes se acarician por debajo de la mesa. Y hay ocasiones, perfectamente cronometradas, en que lo veo volver sobre sus pasos hasta la habitación que estaba abandonando, como con cierta premonición del significado del momento, para besarla una vez, en la boca, sujetándola de los brazos con expresión grave. Ella nunca inicia el movimiento de acariciarlo en público. Este debe ser uno de los acuerdos tácitos entre ambos, quizá para salvar las apariencias delante de las demás mujeres. Por medio de algún instinto sano, él sabe cuándo debe hacer hacia ella el movimiento que ella no puede darse el lujo de hacer hacia él.

Su profesionalidad se extiende a mí. El y Donna intercambian conmigo el saludo en la mejilla izquierda y derecha, como hacen todos los demás desde que llegué a tu casa, pero no coquetea conmigo del mismo modo que con las mujeres mayores que Donna. Heterosexuales o lesbianas, todas pertenecéis a una categoría que no la pone a prueba. Ese es el código. Un día especialmente caluroso en que estaban pintando el yate de Donna, Didier decidió venir con nosotras a nadar en una de las playas demasiado contaminadas para ella. Katya, Madame Grosbois, Solvig: entre ellas tan a salvo de demandas como ellas mismas. Si intento describírmelo a mí misma en una sola palabra, es para etiquetarlo de precoz: un chico cómodo con preocupaciones que van más allá de una prueba y de un esfuerzo sostenido. Que te hagan rico es envejecerte, si eres joven. En la playa, ni la sexualidad de su cuerpo -el bulto de los genitales convirtiendo en un escudo el bañador blanco- era agresiva. La noruega se quitó la parte de arriba del bikini, Madame Grosbois exhibió una barriga arrugada y floja por los partos de años atrás. La presencia del cuerpo de Didier no os avergonzó. Empiezo a ver que en realidad el pudor es una función de vanidad. Cuando el cuerpo ya no es atractivo, una expresión de deseo, destapar los pechos y la tripa es sencillo; os tumbáis como perros o gatos viejos y agradecidos por el sol. Sin intención de escandalizar.

Nadamos por un mar sin olas, con matices azul eléctrico: Rosa, Didier, Katya. Tú hablabas, llamabas y te quitabas fragmentos de plástico flotando como si creyeras, al igual que uno de los primeros navegantes, que por allí hay un borde del mundo sobre el cual serán transportados, interrumpiendo el ciclo global mediante el cual te liberas de los remanentes. Te cansaste y empezaste a flotar; Didier y yo nadamos alrededor de un pequeño cabo internándonos en una franja de aguas profundas y tocamos tierra entre rocas, donde me corté el dedo gordo del píe con una lata de sardinas. Hilillos de mi sangre caían al agua; cuando saqué el pie, desde abajo de un párpado de piel chorreaba un dolor rojo. Salté sobre los guijarros. No me había dolido después de la primera punzada, en el agua, pero al aire me ardía. Examinamos juntos mi dedo gordo; sangre; el recordatorio de la vulnerabilidad, la vida siempre bajo la amenaza de derramarse. Una pequeña ceremonia de hermandad carnal, cada vez.

– Necesitamos algo para vendarlo -dijo muy serio.

Dos personas con un bikini y un bañador: no podíamos. Sonreí… sanaría en seguida, el agua lavaría la herida cuando volviéramos nadando.

Debo mantener el pie en alto para invertir la circulación. Dije que no, no, estaba bien, el frío del agua restañaría la sangre.

– Pero te duele, ¿no? -cayó agua sobre él cuando se agachó con mi pie entre sus rodillas. La rociada en su cara se secó inmediatamente bajo el sol que atravesaba mis cabellos y gritó-: ¡Eh! -me dirigió una mirada de reojo.

Mi dedo desapareció de la exposición al dolor; lo sentí rodeado de una suave calidez. Como él tenía la cabeza inclinada, sentí antes de ver que se había llevado mi dedo a la boca. Ridículo… ridículo y al mismo tiempo sensual, como son tantos movimientos sensuales si los miras desde afuera. Pero fue hecho con tal confianza que lo comprendí exactamente como debía comprenderlo.

Al agacharse delante de mí, vi y sentí su cabeza, su lengua por así decirlo entre mis pies: lo sabía.

– ¡Tengo el pie sucio! Di toda la vuelta al valle a primera hora de la mañana.

– Tu pie no puede estar sucio… acabas de salir del mar, Rose, dime… -lo tenía entre sus palmas como si fuera un conejo o un pájaro y sabía que lo sostenía así a modo de sugerencia.

– Venga, Didier. Debemos volver.

Me imitó con tono burlón:

– Venga, Didier, debemos irnos.,. Rose, es verdad que tus pies son un poco anchos, pies de campesina, pero tienes un ombligo hermoso como los que se ven en las naranjas… ¿por qué pones cara de circunstancias, por qué no podemos reír juntos? Rose…

– Conmigo, no, Didier.

– ¿Contigo?

– No tienes por qué hacerlo.

– ¿Qué quieres decir con eso? Yo no tengo por qué hacer nada. Hago lo que siento.

– Lo expliqué mal.

– Rose, estás hablando… ¿de qué estás hablando?

– Lo sabes. Si aparece una nueva mujer… una chica, entre las amistades, tú… Es lo mismo que ser amable con las mujeres mayores, es lo que corresponde.

– Pero nosotros somos jóvenes, Rose -a veces parece copiar diálogos de los seriales de televisión-. ¿No es cierto? Es natural, eh? ¡Nosotros somos los únicos jóvenes! ¿Qué te ocurre?

Dije a este ser desconocido, como si lo conociera:

– Entonces crees que está mal, con Donna, que no es natural hacer el amor, vivir con ella.

Frunció el entrecejo con aire escéptico.

– ¿Porque es mucho mayor? ¿Un sacrificio? ¿Te debe algo?

– ¿Qué dices? Donna es una mujer generosa.

– A mí. Es como si creyeras que ella me debe entregar a ti.

Puso una boca semejante a las bocas de los querubines que soplan los cuatro vientos en los cuadros italianos de la colección de Solvig. Me han dicho que esta parte de Francia era italiana un siglo atrás; veo rostros que creía pertenecientes al siglo dieciocho o diecinueve.

– Ella no espera que no me gusten las chicas. Tiene que entender, eh? A ella le gustan jóvenes.

Si muestro curiosidad por ellos, por esta gente, tengo la impresión de que me lo permiten porque soy extranjera. Pero comprendo que se trata de que no tienen miedo a ser descubiertos, la naturaleza de sus motivos es compartida y discutida, porque todos aceptan la misma premisa: vivir donde hace calor, comprar, vender o tomar el placer sinceramente… de acuerdo con sus circunstancias. Reconocen como únicos imperativos la dependencia de una enmarañada red de amistades y la consagración a evadir impuestos siempre que sea posible, aprovechando al mismo tiempo todos los beneficios sociales que sea posible conseguir: descuentos, asignaciones, concesiones y pensiones sobre las que siempre discuten, ya sean ricos o pobres.

– ¿Entonces todo va bien?

El seguía jugando con mi pie, pero uno de los guijarros grises de la playa le habría dado igual.

– Está bien. Nos llevamos muy bien. Como sabrás ella es una buena comerciante. Cuida su dinero -¿No sabe nada de Vaki el Griego? Claro que lo sabe; lo que ocurrió es un riesgo calculado en relaciones de la categoría que entabla con Vaki y él mismo: estoy aprendiendo-. Sabe cómo disfrutarlo. He dado la vuelta al mundo. Vamos donde queremos.

– ¿Y eso llena toda tu vida?

– Haré otras cosas. Tengo algunas ideas.

Sus enfurruñamientos son una estratagema, entonces, un truco para llevar a Donna hasta un límite de recelo en sus previsiones para retenerlo. Este mantenido se siente libre: libre de serlo.

– Cosas que estarías haciendo si no estuvieses con ella.

– No necesariamente. Tengo un buen amigo en Estados Unidos… queremos montar en París lo mismo que tiene él en el Metropolitan Museum -meneé la cabeza: nunca había estado allí-, conseguir una franquicia para hacer reproducciones de arte con el fin de venderlas en los museos franceses. Gatos egipcios, imitaciones de joyas y esas cosas. Es un buen negocio. En Francia todavía no se le ha ocurrido a nadie. Lo importante es ser el primero… como en todas las cosas. Donna y yo estamos analizando la posibilidad de traer trufas por vía aérea desde un desierto cercano a donde tú… he olvidado el nombre. Nos reuniremos con un hombre en Milán por esta cuestión.

– Pero aquí no trabajas. ¿Sientes que ésta es tu vida?

– ¿Por qué no? Tú también encontrarás a alguien. No puedes volver, eh?

– Katya debió decirte esto.

– Donna lo mencionó… supongo que hablan. Botswana, ése es el nombre del lugar. El hombre de Milán dijo que los nativos del desierto a veces no tienen qué comer salvo trufas, pobrecillos… ¡seiscientos francos el kilo! -empezó otra vez a entrelazar sus dedos en mis pies, dispuesto a darse a sí mismo la segunda oportunidad de excitarme-. Sé muchísimo… bueno, muchísimo no, acerca de tu lugar de origen. Yo soy de Mauricio, ¿lo sabías? ¡Casi África! Cielos… -estaba riendo-. Para mí no significa nada. Mugre. Pobreza. A veces me gusta alterar a Donna cuando le cuento que los perros, algunos perros de Port Louis tienen hernias aquí -contuvo el aliento para hundir su estrecho estómago- que les cuelgan hasta el suelo.

Volvió a reír mirándome, pero no vio al burro que todavía existe en algún lado.

– Donna se vuelve loca.

– No sé por qué Katya habrá dicho eso.

– África ya no es un buen sitio para los blancos. Lo mismo ocurre en las islas. Eso estaba muy bien cuando yo era un crío.

– Nací allí, es mi patria.

– ¿Y eso qué importa? Lo que cuenta es el sitio donde puedes vivir como te gusta. Tenemos que olvidar aquello.

– Allí murió mi padre en la cárcel.

– ¿Sabes por qué fuimos a Mauricio? Mi padre había colaborado con los alemanes y lo encarcelaron después de la guerra. La gente sólo habla de su familia si ésta estuvo en la Resistencia. Sí. Nadie pensó que tal vez los alemanes ganarían… no. ¡Donna me ha hecho jurar que no se lo contaré a nadie! Ella es canadiense y no entiende nada de esto. Conozco algunos a cuyas madres les afeitaron la cabeza por acostarse con alemanes. Tenemos que olvidar todo esto. No es asunto nuestro. Yo no soy mi padre, eh?

Me ayudó a entrar en el agua haciéndome apoyar el brazo en su cuello. No había nada sexual en esta proximidad; era la cercanía de las confidencias común a todos vosotros, los amigos de la aldea… las mujeres divorciadas y las que habían enviudado -como Madame Bagnelli- de sus amantes, las viejas lesbianas y los jóvenes homosexuales. Cuando llegamos hasta ti en la playa él debió de recordar mi estupidez por no haber aprovechado tan fácil oportunidad de hacer el amor; se mostró frío conmigo y arisco con Donna cada vez que nos encontramos en los días siguientes. A veces hace un amago de caricia cuando paso a su lado, pero sólo lo hace para ver si reacciono. Es un ademán guasón e incluso despreciativo.


Puede llenarse una mañana entera haciendo compras en el mercado. No en el sentido de pasar el tiempo, sino de llenarse con el aroma picante del apio, el perfume dulce y débil de flores y fresas, las frescas secreciones saladas de escurridizos pescados, el olor a quesos, contrayendo las membranas nasales; llenarse con los colores, formas, brillos, densidades, diseños, texturas y tactos de frutas y verduras; llenarse con los encuentros y las voces de la gente. Cuando Madame Bagnelli y su huésped pasaron por los puestos -tropezaron con amigos, admiraron perros o niños enredados a sus piernas-, comparando precios entre un vendedor y otro, habían comprado una planta con su tiesto que no figuraba en la lista de Madame Bagnelli y comido una porción de tarta de espinacas. Necesitaban un café exprés en el bar de la esquina, donde los obreros jóvenes que llegaban y se marchaban en sus velocípedos, y los viejos con gorra que decidían sus apuestas triples ya estaban bebiendo sus pequeños vasos de vino tinto. Cuando las mujeres iban cuesta arriba hasta la casa, Madame Bagnelli tocaba el claxon a alguien que las invitaba a tomar un aperitivo, o Gaby Grosbois y su marido Pierre se dejaban caer para tomarlo en la terraza de Katya. Pierre y la pequeña Rose bebían pastis y las dos mujeres mayores, siguiendo el régime de Gaby, les decían que el zumo de vegetales era ideal para librar al cuerpo de toxinas.

Madame Bagnelli llevaba lo que tuviera que hacer a la terraza. En cuclillas sobre una banqueta con sus alpargatas raídas, seleccionaba hierbas que había juntado con su invitada en el Col de Vence, y que pondría a secar. Lijaba una mesa vieja que había comprado barata cuando fueron al mercado al aire libre cercano al viejo puerto de Antibes y que esperaba vender a unos alemanes que habían tomado una casa al lado de la de Poliakoff, con la barbilla hundida en la carne de su cuello y partículas doradas atrapadas en el rímel cuajado de sus pestañas. En la misma posición, aparentemente incómoda para una mujer de sus dimensiones, con su máquina de coser en una mesa baja entre las piernas, cosía las ropas de mucho vuelo que cortaba Gaby Grosbois.

– Siempre le repito, Rose, que todavía es una mujer, que los hombres la miran… tiene que saber lo que debe usar. Este año nadie usa cosas ceñidas y cortas; a ella le sienta bien un estilo muy suelto, décolleté… no, no, Katya, conservas tu belleza, te lo digo yo -las dos mujeres rieron, abrazadas-. Si Pierre todavía funcionara -más risas, su boca jugando a la tragedia-, me preocuparía.

Por las tardes, mientras leía en la habitación que la había estado esperando, Rosa Burger tenía conciencia de las actividades de Madame Bagnelli allá abajo, y de las tijeras mordiendo hilos como perros que muerden moscas, del brochazo y el deslizamiento de un pincel al ritmo del disco que había dejado puesto adentro. Las Variaciones Goldberg, la cara uno del Oratorio de Navidad, algunas canciones puntuadas por chasquidos cuando la aguja pasaba por una raya, acompañadas de vez en cuando por una voz: Katya, siguiendo y anticipando frases tan conocidas que la grabación se había convertido en una especie de conversación. En algún momento la conversación era real: aquél era el croar masculino de Darby y el otro el ronco charloteo de uno de sus amigotes. Sus voces cambiaban con la edad como las de los chicos en la adolescencia, como la de quien en París había sido tan famoso como Baker y Piaf-la gente de la aldea siempre le repetía a Rosa: ¿Sabes que Arnys vive aquí?- que no podía distinguirse de la de las lesbianas que probablemente habían cultivado el registro más bajo, o la de los norteamericanos viejos, expatriados durante treinta o cuarenta años, a quienes se les habían «granulado las cuerdas vocales» (intento de Madame Bagnelli por traducir una expresión local: la voix enrouée par la vinasse) con los depósitos del alcohol que habían consumido.

– A una tasa fija del treinta y tres por ciento le iría mejor, sin duda… pero si tienes ingresos flotantes de una docena de fuentes distintas… Sólo tiene sentido si te cercioras de no desparramar tanto tus ingresos como para entrar en otra categoría impositiva -las palabras en inglés son de Donna y la serpenteante risilla cosquillosa significa que está la chica japonesa con el perro.

La chica parloteaba con su hermoso perro en una especie de juego antropomórfico. Rosa bajó la vista de su azotea privada y la vio, tan bonita con sus pantalones franceses ceñidos y los zuecos altos que usaba con el femenino vestido exótico sujeto en los codos y en las rodillas, levantando su rostro sonriente de mandíbulas anchas sobre su frágil tronco. Vivía con un inglés al que la invitada de Madame Bagnelli todavía no conocía. El pasó por abajo en una caminata matinal, con un bastón, la japonesita y el perro; un hombre canoso con la majestuosidad de un árbol de crecimiento lento llevaba con indiferencia, en el igualitarismo que dan los téejanos primero adoptados por los estudiantes a imitación de campesinos y trabajadores, y luego tomados de los jóvenes por los ricos. Era propietario de un astillero en Lancashire -había sido, todos habían sido algo antes de instalarse allí para vivir como querían- para quien trabajó Ugo Bagnelli, cuyo apellido usaba Katya aunque nunca había estado casada con nadie salvo con Lionel Burger.

– Si Tatsu te invita, debes ir… aunque sólo sea para ver lo que hacía Ugo. En esa embarcación todo es idea suya. El armó… debieron ser tres o cuatro, toda una serie de yates de regatas y de paseo para Henry Torren. Oh, a Henry le caía bien… y no son muchos los que le caen bien. Es un solitario. Al margen de la joven con quien se case o viva. Nunca se mezcla aquí. Le gusta creer que no es como nosotros… hay tantos fracasados. Pero aquí la gente que no tiene dinero también hace lo que quiere. Creo que eso es lo que no aprueba, es como si eso le echara a perder las cosas a él. Le encantaría creer que no disfruta de las mismas cosas que nosotros. No es un snob, no, nada de eso, hay que llegar a conocerlo… nos llevamos muy bien. Un puritano. Ugo nunca le cobró… o le cobró tan poco que era lo mismo que nada. Amaba las cosas lujosas, vivía con ellas… con estilo… en su imaginación, mientras lo único que comíamos eran espaguetis. Sabía diseñarlas y hacerlas, pero al mismo tiempo sabía que nunca las tendría. En cierto sentido era lo mismo… No sé por qué me chifla ese tipo de hombre. Mejor dicho por qué me chiflaba… y ahora -el gesto, la expresión de burlona abdicación aprendida de Gaby Grosbois cuando habla de Pierre, su marido.

Madame Bagnelli y Rosa Burger no hablaban deliberadamente de Lionel Burger pero tampoco eludían hacerlo: era una realidad entre ambas. Su existencia las volvía intercambiables en diferentes momentos y en distintos contextos. No se habían reconocido antes de llegar a ser una mujer de edad madura y su joven huésped, con la suerte de encontrarse en un estado que no podían haber anticipado, acordado ni explicado. Compatibles: eso era suficiente en sí mismo; cómodamente, sólo empezaron a existir en el instante en que cada una buscaba con la mirada a la otra en el aeropuerto. Ese hecho -la realidad de Lionel-, cuando el paso de la vida cotidiana se estrechaba o viraba hasta ponerlo de relieve, como un cambio de luz transforma el aspecto de un paisaje, hacía algo más de la relación entre ambas mujeres.

Mientras Madame Bagnelli hablaba, la chica veía a la mujer que se había enamorado de Lionel Burger. La mujer percibió cómo era vista y se transformó en Katya.

– Éramos jóvenes y todas las ideas maravillosas. Sé que lo has oído todo antes, pero así era. «Cambiaremos el mundo.» Incluso mientras te lo digo ahora… podría empezar a temblar, mis manos… ¡Yo pensaba que ocurriría! Nunca más hambre, nunca más dolor. Pero ése es el mayor lujo, ¿verdad? Supongo que yo era una criatura estúpida. Lo era. Un objetivo inaccesible. Algo que no lograríamos en toda nuestra vida, en la de Lionel. El lo comprendía. Estaba preparado para que así fuera, no me preguntes cómo. ¿Pero si nunca…? ¿Entonces qué? Yo no podía esperar, no puedo esperar, no quiero esperar. Siempre tuve que vivir… no podía renunciar a la vida. Cuando vi a tu madre… ¿recuerdas que te dije que pensé: éste es mi fin?

La chica la corrigió.

– No, dijiste… que ella era una «auténtica revolucionaria» -una pausa impuesta con toda precisión. Sonrientes. Estaban pelando grandes pimientos morrones que habían asado a la parrilla.

– Sí, eso es lo que quiero decir. De modo que ése fue mi fin. No tenía la menor posibilidad contra ella. Mi fin con él -la piel de los pimientos era transparente cuando se levantaba en remilgados bucles y la pulpa caliente era suculenta, color escarlata; les ardían las yemas de los dedos-. Así, poco más de un centímetro, no te preocupes si no son regulares -Rosa observaba mientras acomodaba tiras de pulpa en un cuenco-. Pero también me libré de ellos, lo cual es bastante. Unos cabrones. Una vez me puse un par de zapatos de verano, muy bonitos. En aquellos tiempos todos usaban zapatos blancos en verano. Con toda inocencia debió escapárseme que me los había limpiado la sirvienta. En seguida hubo una queja en una reunión: la camarada Katya evidenciaba tendencias burguesas indignas de un miembro del Partido. No quisieron ser específicos. Nadie lo reconoció. Perdí los estribos y chillé en la reunión. Yo sabía que era por los zapatos, por un estúpido y condenado par de zapatos… Ahora unas gotas de aceite entre cada capa -los dedos manchados, seguidos por los de la chica que, chorreantes hasta las muñecas, acomodaban un enrejado colorado. La chica la miró y ella sugirió-: Una pizca de sal.

En el bar jóvenes suecos y alemanes, hombres y chicas ingleses apretujados para beber algo cuya etiqueta decía La Veuve Joyeuse y al atardecer los amigos de Madame Bagnelli preferían reunirse en el bar de Josette Arnys durante la temporada de verano. La vieja cantante estaba rodeada de jóvenes homosexuales que de alguna manera componían una familia numerosa a su alrededor, afectuosos, aburridos y dependientes. Algunos servían detrás de la barra o eran servidos como clientes, indiscriminadamente; Madame Bagnelli los trataba de la manera laxa, mandona, bromista y espontánea que adoptaban hacia los hombres jóvenes todas las mujeres de la aldea que por diversas razones se habían desprendido de sus propios hijos.

Oh pardonl Je m 'excuse, je suis desolée, bien sur,… Je vous avais pris pour le gargon,…

Rosa Burger comenzaba a captar fragmentos enteros de conversaciones en francés, pero la comprensión flaqueaba cuando empezaban a volar insultos y chistes entre Madame Bagnelli y algún joven de expresión distante que cogía su bolso sujeto a la muñeca con una correa, sus cigarrillos y el encendedor dorado. Uno de ellos guisaba para Arnys en la cocina del sótano, a la altura de la bovedilla de diminutas mesas que había junto a la barra. Los manteles individuales de papel, pintados por otro, aconsejaban las spécialités antillaises (entre las viejas grabaciones que sonaban sin cesar aparecía la voz de Arnys en los años treinta, cantando «La isla donde nacimos Joséphine Beauharnais y yo»). Con la toca blanca usada al modo en que un travestí se pone una peluca y cadenas de oro enredadas en el vello rubio de su pecho, el chef de Arnys pasaba casi todo el tiempo jugando a las cartas con ella en su rincón, debajo de fotos en las que aparecía con Maurice Chevalier, Jean Cocteau y otros cuyos nombres no eran tan conocidos para una extranjera.

La barra era central y majestuosa como un fino altar erguido en una iglesia. Cuando Rosa Burger perdía el rastro de la conversación seguía una y otra vez con la mirada la espiral formada por magníficas columnas de caracol color roble oscuro que flanqueaban el espejo donde todos se reflejaban: la gorra de capitán de Darby; los pechos de Madame Bagnelli inclinados sobre la superficie de caoba; los ojos de Tatsu opacos como melaza; la mirada de uno de los homosexuales coqueteando consigo mismo; la disociación de una pareja francesa aturdida de tanto tomar el sol y tanto hacer el amor; el exaltado cuerpo doblado de Pierre Grosbois mientras daba sus opiniones sinceras, sus advertencias sobre tal o cual tema a Marthe y Françoise; la apergaminada pareja de labios brillantes con boquillas largas cuyo patio florido que bordeaba la place era una tienda donde las boas emplumadas, las antiguas bañeras con patas de dragón, los rostros quebrados de ángeles románicos llevaban tarjetas con el precio como si fueran árboles en un jardín botánico. Las columnas de roble -cuando Pierre explicaba algo a Rosa empleaba con toda consideración un francés especial, didácticamente articulado- eran clavijas de antiguas prensas aceituneras que abundaban en los campos de los alrededores, desde tiempos de los romanos (¡Qué estás diciendo! ¡Mucho antes! Su mujer asomó la cara por encima de su hombro) hasta finales de siglo diecinueve (¡Hasta la guerra del catorce, Pierre!).

Madame Bagnelli aún no había mostrado a su huésped la fábrica de aceite de oliva de Alzieri, última de las antiguas que seguían, pero ella y Rosa había llevado panbagnat y vino, y pasaron las horas del mediodía en el olivar que había sido jardín de Renoir. El valle que había sido su panorama al mar alcanzó un nuevo nivel con edificios chatos alegremente feos.

– La gente no quiere jardines en los que haya que trabajar, prefieren tener balcones donde tostarse para ser iguales a los turistas que pueden darse el lujo de venir aquí sólo para bronzer. Esa es la democracia en Francia -las carnes de Madame Bagnelli, que dormitaba de espaldas en la hierba, temblaron con su risa-. Pero mira, la luz que cae sobre nosotras es la luz que él pintó.

El cuidador se acerca para describirle los ruidos que siente en su cabeza; ella debía de tener la costumbre de ir allí a menudo. Rosa se quedó dormida y despertó bajo un árbol del que colgaba una malla de follaje plateado y deslustrado sobre su tronco negro y el cuerpo de ella.

– ¿Crecían aquí antes de que se construyera la casa?

– Probablemente antes de la revolución. Si vives en Europa… las cosas cambian -un movimiento de la cabeza desgreñada hacia el destello de cemento en el valle- pero la continuidad jamás se quebranta. No tienes que desechar el pasado. Si me hubiera quedado… allá, ¿cómo encajarían los blancos? Su continuidad deriva de la experiencia colonial, la blanca. Cuando pierdan el poder será cercenada. ¡Así de sencillo! Lo único que tienen es su horrible poder. Los africanos recuperarán su propio pasado, al que los blancos nunca pertenecieron. Incluso los Terblanche y las Alettas: nuestra rebelión contra los blancos también fue una forma de ser blancos… lo fue, lo fue. Pero aquí nunca tienes que partir de cero… No, hay mucho que asumir. Eso es lo que me encanta; nadie espera que seas más de lo que eres. Yo ni siquiera sabía que existía este tipo de tolerancia. Allá, quiero decir: si no estás a la altura de enfrentarlo todo… eres un traidor. A la causa humana, a la justicia, la humanidad, la totalidad, no hay medias tintas allá.

– ¿Ya lo pensabas cuanto te fuiste?

La mujer se incorporó lentamente, gozando del apalancamiento de sus músculos, frotándose los brazos marcados por la hierba, como un gato que se acicala después de un baño de arena.

– No lo sé. Lo acepto. Pero está el mundo entero… he olvidado que alguna vez pensé así de mí misma -la chica podía sentir curiosidad por alguna vieja aventura amorosa-. Vivir con un hombre como Ugo… no sé cómo explicártelo. Vivía su vida como un pez en el agua, con él dejabas de asombrarte y de dar vueltas… en Europa ahora no saben lo que es un conflicto, Dios los bendiga.

En el bar la voz de Grosbois era siempre inconfundible; mientras hablaba mantenía la mano derecha ligeramente levantada y dispuesta a impedir las interrupciones de su esposa.

– ¿Treinta años? ¿Qué son treinta años? ¿Estamos todos muertos? ¿No tenemos memoria? ¿De qué tenemos que avergonzarnos los franceses que ya no celebramos aquello por lo que luchamos? Si a Giscard le preocupaba ofender a los alemanes, es una pena. A mí no me preocupa. El abuelo francés no está preocupado, eh? Se llevaron nuestros alimentos, ocuparon nuestras casas. Nos ocultábamos en sótanos y montañas y de noche salíamos a la calle para matarlos. ¿Debemos olvidar todo eso? En la casa de enfrente tomaron como rehén a un chico de diecinueve años y lo mataron… su madre vive allí. Caminé por París y vi las placas conmemorativas donde fusilaban a la gente en el cuarenta y cuatro.

– Tiene razón, él tiene razón.

– Sí, ¿pero qué significa la celebración anual del Ocho de Mayo? Apenas otro demonio en las calles…

Exactamente,… no un reconocimiento público a la gloria de la nación francesa, todo eso es desechado. El presidente de la república lo considera vulgar, eh? Hace treinta años libramos a nuestro país de los nazis y eso es algo que hoy no merece una marcha callejera. Pero los estudiantes… los empleados de la Banque de France, de Correos, Telégrafos y Teléfonos… todos los alfeñiques que quieren ganar unos francos más por mes son un espectáculo para París.

– En Vincennes muestran películas fascistas a los estudiantes.

– Ah, no, Françoise. Eso es distinto. Significa advertirles…

– ¿Sí? Ella tiene razón. ¿Cuál es la diferencia entre el tipo de películas que verán y la forma en que ya se comportan? Estropean y destruyen sus propias universidades. Ellos… disculpa, se cagan en los escritorios de sus profesores. Las películas sólo pueden estimularlos.

– ¿A qué? Aparecen nazis pateando a los judíos y arrastrando mujeres hasta los campos…

– La gente ya no ve nada malo en la violencia. Desde mayo del 68, es la forma generalizada de obtener lo que se quiere. ¿Me equivoco? Ya lo viste anoche en la tele… Esa banda de Alemania. El juicio que ha empezado. Los lunáticos de la Baader-Meinhof son el resultado de lo que ocurrió en el 68. Hoy en día cada uno sólo desaprueba los objetivos de los demás, quizá. Todos emplean los mismos métodos, secuestros, raptos.

– ¿Cómo se llama aquel chico, el pelirrojo? Tendríais que ver cómo ha engordado y madurado -las mejillas hinchadas de Gaby en el espejo-. De veras. Publicaron una entrevista en «Elle».

– Se refiere a Cohn-Bendit.

– ¿En esa revista de mujeres? ¿Para qué lo desentierran?

– Es natural. Ponia ha levantado la interrupción que pesaba sobre él y ahora está en París firmando autógrafos en un libro que escribió.

– Pierre, te mostrará el artículo. Está en el cuarto de baño. Lo leí mientras daba tiempo a que me tomara el tinte. ¿Nadie se ha dado cuenta de mi pelo… no es un color muy sexy?

Un joven se aproximó para mirarla de cerca.

– ¿Qué usas? quiero hacerme mechitas.

– Me queda medio frasco, Gérard. Ven mañana por la mañana y te lo daré encantada.

– En Niza cobran sesenta francos. Y parece que tendré que mudarme de mi habitación.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– La patrona puede sacar el doble en verano y ella también necesita dinero. Su marido vive de una pensión y la nieta quedó embarazada. Una estúpida, vi cómo se lo buscaba.

Un hombre al que Rosa Burger saludaba como a mucha gente con la que se cruzaba a menudo en la aldea, finalmente se dirigió a ella en el bar, con la formalidad con que los franceses abordan a las mujeres como preludio de sus expectativas de intimidad. ¿Querría tomar un café o una copa con él?

– ¿Eres inglesa? ¿Sí? Tuve un amigo del ramo de la construcción, como yo, que se instaló en esas tierras. Está ganando montones de dinero. Doce mil francos al mes… me refiero a francos nuevos. Pero por allí hay muchos problemas, eh? Yo no quiero tener problemas. ¿Te gusta Francia? La costa es hermosa. Por supuesto. Hay unos cuantos sitios muy buenos para ir a bailar. ¿Has estado en Les Palmiers bleus? Cerca de Cap Ferrat. ¿Tus amigos no te llevan a bailar?

Había visto a un hombre y a una chica en una cafetería arrojándose mutuamente flores; esa conversación, en cualquier idioma, era igualmente sencilla de manejar.

– Vivo con Madame Bagnelli.

– ¿La casa que está justo encima de la vieja Maison Commune? Pero esa señora es inglesa.

– Sólo el apellido es italiano.

– No, no, es de Niza, por aquí hay montones de franceses con esos apellidos. Yo me llamo Pistacchi, Michel Pistacchi. ¿Podrías haberlo adivinado? Te llevaré a Les Palmiers Bleus, te gustará. ¿De qué te ríes? ¿Me encuentras divertido?

– No podremos hablar… como ves no sé francés.

– Iré a pedirle permiso a Madame para llevarte a bailar.

– ¿Pedirle permiso? ¿Para qué?

Como a casi todos los hombres gregarios, le atraían las chicas que parecían apartadas de la compañía en que las encontraba. Como confirmando su intuición para estas cuestiones, la cara de la extranjera se abrió con vivida luminosidad, generalmente prometedora al reír.

Le llevó rosas a Madame Bagnelli. Fue a buscar a Rosa Burger con un elegante brazer azul marino, en un coche deportivo.

– No es mío pero prácticamente da lo mismo, ya me entiendes… cuando mi amigo encuentre una ganga con algún modelo nuevo, me dejará éste.

Pidió una cena copiosa y se empeñó en que cada uno probara los platos del otro.

– Esto es lo que me gusta, estar con una chica que sabe apreciar la buena comida, una atmósfera… no salgo si no es para ir a lugares de primera. Nada de discotecas.

Bailaba expertamente y sus intentos de caricias durante el baile también estaban expertamente calculados para no exceder el límite en el que de momento podían ser pasadas por alto. Ella entendía casi todo lo que decía; cuando no seguía sus palabras captaba la dinámica de sus movimientos, las actitudes y los conceptos que siempre derivaban en sus necesidades, temores y deseos personales. Se jactó ingenuamente de su familiaridad con el patrón -Todos los días voy a su casa para el casse-croüte- al tiempo que se quejaba de las responsabilidades que se esperaba asumiera en comparación con lo que ganaba, los impuestos que pagaba.

– ¿Pero vuestro sindicato no es fuerte en Francia?

No lo había entendido bien; él estaba ansioso por adivinarla más allá de sus errores. Hubo risas y por un instante la abrazó.

– Eres muy inteligente, sabes lo que ocurre en el mundo, me doy cuenta. Qué placer estar con una chica con la que se puede hablar… ¡y me dijiste que no sabes francés! Permíteme explicarte que los sindicatos… esos tíos no trabajan para nosotros, somos nosotros los que trabajamos y ellos engordan con nuestros esfuerzos.

El tema lo distrajo de la conciencia que tenía del cuerpo de Rosa y de su determinación a que ella tomara conciencia del suyo; la chica notó en su rostro que no quería quedar atrapado en una conversación de ese tipo, pero tampoco podía resistirse a ser escuchado.

– ¿Y si los socialistas acceden al poder? -ella tenía que construir las oraciones mentalmente antes de hablar.

– ¿Mitterrand? Se vendería a los comunistas.

– Entonces los trabajadores serán fuertes, no los patrons.

El dejó de bailar, interrumpió el ritmo. La alejó de su cuerpo.

– Yo quiero lo que es mío, eh? Para eso trabajaron mis padres. Cuando mi padre muera, su casa será mía, eh? Los comunistas no lo permitirían. Me robarían la propiedad de mi padre, lo sabes, ¿no?

Katya lo llamaba «el albañil de Rosa»:

– Apuesto a que es la primera vez que sales con un albañil -las dos mujeres se divirtieron con este ejemplo de infancia protegida.

– Quiero ver la casa que vas a heredar.

Comment?

Una vez más, ella no se había aclarado; finalmente él comprendió, pero siguió sorprendido.

– Nada que valga la pena ver. Es la casa de unos viejos sin dinero y necesita muchas reformas.

Era una pequeña granja-casa-villa, con la tierra de sombra chamuscada, las baldosas rosas que siempre ha utilizado la gente de la región, y una lavadora automática en la cocina. Su madre sacó unos vasos estrafalarios y el padre llevó una botella de vino hecho por él mismo; intercambiaron sonrisas con esa chica extraña pero no intentaron hablar con ella, que a su vez no lograba descifrar el dialecto en el que hablaban con su hijo, aunque percibió que era ese tipo de conversación que todos los padres aprovechan para plantear diversos temas cuando tienen la oportunidad de consultar a sus hijos o hijas adultos. Fugazmente los tres se convirtieron en una familia, mientras ella bajaba a su lado por el jardín en pendiente: el hijo saltando acequias con sus botas elegantes, los padres andando con sus zapatillas embarradas; todos hablaban, escuchaban, ponían reparos. Padre e hijo se sumieron en un desacuerdo sobre la forma de tratar un árbol que amenazaba caerse. La madre llevó a Rosa a ver los surcos de verduras tiernas que se agachaba para levantar, aquí y allá, ajando el suelo gris; a través de frondosos refugios y desvencijados cobertizos donde los semilleros eran verdes y transparentes, canastas con nueces almacenadas y un cubo -vivo como un queso con gusanos- rebosante de caracoles que habían juntado para comer. Bajo algunos olivos y cerezos había una mesa larga cubierta con plástico floreado, encima de la cual colgaba una lámpara conectada en las ramas: había una oveja doméstica amarrada para que cortara la hierba dentro del radio de su cuerda y un columpio para los nietos. Rosa se sentó a comer las cerezas con que el padre había llenado su regazo y el hijo arremetió hacia ella con la cabeza baja, para hacerlos reír a todos; la levantó en el aire hasta que finalmente ella logró ponerse de pie riendo, sujetándose la garganta como si algo estuviera a punto de echar a volar desde el interior.

– Me gusta tu herencia.

– Cuando empiece a soplar el mistral ese árbol aplastará los cables de la electricidad. ¡Nos costará un dineral! Ya se lo he dicho a mi padre. En Francia es un delito obstruir las instalaciones.

Madame Banelli invitó a Georges y Manolis a compartir los espárragos de cosecha propia que le regalaron a Rosa. Una de las íntimas «los olió mientras se cocinaban», como dijo Madame Bagnelli, y llamó a la puerta precisamente cuando Rosa llevaba las cosas para poner la mesa en la terraza. Bobby era la altísima inglesa de hermosas piernas que a los sesenta todavía usaba, sin parecer ridícula, pantalones de torero hasta las rodillas, las uñas de los pies pintadas y cortadas como las de las manos. Si en le place Rosa la encontraba sentada en su banco acostumbrado, daba la sensación de creer que se habían citado; se levantaba de un salto, movía la boca acogedoramente, besaba a la chica e insistía en invitarla a tomar un café, reanudando alguna habladuría local sobre una disputa o una crisis en la aldea, como si ambas la hubieran presenciado.

– Al fin y al cabo ese gran acontecimiento no se produjo ayer. Esperaban una llamada telefónica, pero sólo cuando apareció el cuñado… ya sabes, el gordito de Pegomas, poco apetitoso si quieres que te diga la verdad…

En el cesto de paja llevaba guantes de goma y con frecuencia un periódico, revistas (ésa era la fuente de los números de «Vogue» y «Plaisirs de France» que Katya dejaba en la habitación de su huésped) o una rama florida de la casona cerrada, con una virgen de mayólica en la fachada, que cuidaba en ausencia de los dueños. Por lo que Madame Bagnelli sabía, la había hecho entrar clandestinamente en Francia un oficial francés que se había enamorado de ella cuando la conoció en la marina femenina británica durante la guerra. Las arpías de la aldea se mofaban de su pretensión de haber participado en la Resistencia.

– Ya estaba en la aldea cuando llegué. El tenía una casa y solía venir cada tantos meses… me dijeron que alguna vez vivió realmente allí con ella. Desde que estoy aquí sé que venía cuando podía, lo mismo que Ugo. Esperábamos que su mujer muriera. Estaba tan enferma… Nos interesábamos por la salud de esa mujer, parecía un caso desesperado, tenía todas las enfermedades imaginables. El murió antes. Entonces yo no pensaba… Bobby nunca esperó… lleva viviendo aquí tanto tiempo que tiene sus manías. A veces, si le mencionan a su coronel, te responderá como si supiera de quien hablas, pero es una forma de disimular que no ha caído en la cuenta de quién se trata.

La voz de Manolis precedió a la pareja invitada, dando instrucciones en su francés-griego como si aconsejara la forma de guiar un bulto poco manejable a través de la casa pequeña y oscura de Madame Bagnelli. La frágil carga era Georges maniobrando su propio cuerpo.

– Se ha hecho daño en la pierna. Ya le he dicho que no debería subir escaleras -Manolis pasó al inglés que había aprendido de Georges, de modo que ahora hablaba con acento francés y griego. Su delicada y estrecha cara amarillenta, con sus lunares oscuros y los brillantes ojos negros apesadumbrados, se veía dramática por la arrogante desaprobación y angustia. Georges apareció en escena apoyado en un bastón-. Tuve que preguntar en todas partes hasta conseguírselo… por fin me lo prestó el viejo Seroin, aunque me planteó todo tipo de dificultades: es de su papá, de cuando era gouverneur en lndockine, si se estropeara bla bla bla…

Georges sonrió y extendió el brazo libre para que las mujeres se acercaran a besarlo.

– Manolis tenía listas las cortinas nuevas, yo estaba de pie arriba del armario, ese tesoro que Katya descubrió para nosotros en Roquefort-les-Pins… debí de caer dos metros -olía a ante (la camisa flexible que llevaba) y a colonia de limón; sus ojos azules y el pelo blanco cortado a la Napoleón estuvieron cerca de Rosa, una presencia segura de su vitalidad andrógina, mientras hablaba junto a su oído y la abrazaba.

Bobby los miró con la cabeza libre de las preocupaciones que arrastraba cómodamente por doquier como si de una labor de aguja se tratara.

– En la puerta de mi casa las cosas están así desde hace un mes. Podrías romperte el cuello. No hay una sola luz. Todo está oscuro como boca de lobo. La cuadrilla de árabes deja los picos y las palas a las cinco en punto… no les importa nada.

– Pues aquí tienes exactamente a la persona que necesitas. Deja que te vea Rosa, Georges. Ve despacito a mi dormitorio, métele en la cama y deja que te examine una fisioterapeuta titulada… ¡gratis! -Madame Bagnelli presentó otro aspecto de su huésped, para los demás tan digno de credibilidad como las historias de salvajes de su país de origen.

– ¿Eres enfermera? -Manolis era estricto.

– El único que lo puede tocar es un médico -dijo Bobby con tono confidencial a Madame Bagnelli, frunciendo la nariz. Cuando creía susurrar su voz sonaba más fuerte que nunca.

– Al dormitorio no… no debo moverme ahora que llegué aquí. Manolis, pon los cojines en el suelo.

Madame Bagnelli, agachándose una y otra vez. pesaba sobre sus delgados tobillos, dispuso todo en un santiamén.

– Le quito los zapatos, ¿no?

La chica tomó todo a su cargo, sonriente, la barbilla levantada:

– Arremángate los pantalones. Así no, más arriba. No… llevas los pantalones demasiado ceñidos alrededor de los muslos, quítatelos.

– No es lenta, eh? Bueno, si tú lo dices.

Rieron de él mientras tironeaba hábilmente de su cintura, se desabrochaba el cinturón y bajaba la cremallera. Manolis le quitó los pantalones con el aire de quien prepara un cadáver, provocando nuevas risas. Georges apretó el mentón contra el pecho en una mueca que mostraba sus dientes gastados lateralmente hasta el hueso, poniendo de relieve una vulnerabilidad más personal que el cuerpo que lucía como si fuera una indumentaria que, sabía, causaría buena impresión. El pelo de Rosa Burger había crecido lo suficiente como para caerle por la cara; sólo veían su boca firme en actitud de concentración profesional. Sus manos se movían con el dominio y la sensibilidad de siempre a pesar del largo tiempo en desuso. ¿El médico dijo que la rótula no cruje? ¿Te hicieron radiografías? ¿No había dislocación?

Manolis apeló a todos:

– ¡No encontró nada! Pero fijaos cómo está Georges, ni siquiera puede volverse en la cama.

– Quizá pueda aliviarlo un poco. Dadme media hora.

Se sometieron a ella; Manolis fue a terminar de poner la mesa y Madame Bagnelli arrastró a Bobby a la cocina, donde dio los últimos toques a la salsa.

Varios vasos de vino liberaron la inquietud educadamente contenida que Georges había ocultado a su amante. El tono destinado exclusivamente a él llegaba a Manolis mientras mojaba un trozo de pan en la vinagreta; instantáneamente fijó la atención en su mirada pesarosa (cuando Manolis reía esos ojos brillaban como si estuviera llorando) y apretó los labios para evitar que temblaran.

– Ya está mejor. Quiero decir: creo que está decididamente mejor. Me pondré bien. Puedo mover la rodilla… bien, no lo haré pero siento que podría.

– Pensábamos ir a la Algarve la semana que viene. Un día fabuloso, para poder pasar a Portugal. Hemos esperado tanto tiempo para hacerlo.

Los dos tortolitos llenaron sus vasos en actitud ceremonial.

Madame Bagnelli los tranquilizó:

– Y lo haréis, por supuesto. Rosa irá todas las mañanas para darle masajes a Georges, ¿verdad que sí? Nunca pensé que fuera algo tan maravilloso. Mucha gente que conozco ha ido allí de vacaciones todos los años y siempre han dicho que era tan barato, incluso más que España.

– Jamás se nos habría ocurrido ir en vida de Salazar, ni siquiera gratis.

Bobby eran tan inconsciente de los reproches como de que hacían caso omiso de su presencia.

– Dicen que eso se ha acabado… los comunistas han echado a la gente de sus casas… los ingleses que se habían retirado allí, poniendo hasta el último penique…

Georges se sirvió más salsa y a modo de alabanza arrojó a Madame Bagnelli un beso por el aire.

– Si no pudimos darnos el lujo de visitar Chile con Allende, al menos podemos ir al Portugal de Gomes. No me lo perdería por nada del mundo. ¡Pero la gente de este pueblo! ¿Habéis oído lo que dijo Grosbois? Si ahora todo está tan bien en Portugal, ¿por qué no se han vuelto todos los portugueses que pican calles aquí junto con los árabes? Quieren la prosperidad de la noche a la mañana y si no la consiguen dicen que la izquierda lo embarulla todo. Un año, sólo ha pasado un año.

Era cierto que Madame Bagnelli aún podía adoptar, como un desafío a todos, algo así como el blasón del atractivo y la sexualidad; una especie de cabriola interior al estilo de la pirueta de un boxeador -fornida, ligera sobre sus pies- a veces lucía en su terraza.

– ¡Qué maravilla cuando todos bailamos en la place el año pasado! ¿Verdad, Georges?

Georges señaló a Katya y dijo a Rosa:

– Tendrías que haberla visto con un clavel rojo en la oreja.

– ¿Y tú? Todos delirábamos. Algunos creían que sólo se trataba de la batalla de flores en Niza… -Manolis y Georges habían llevado un vino blanco especial; Katya sacó del cubo la tercera botella chorreante y dio vueltas con ella en alto-. ¿Y qué decir de Arnys? Rosa… Arnys no conocía ninguna canción revolucionaria portuguesa, de modo que cantó una que recordaba sobre La Pasionaria, de la guerra civil del 36… después lloró conmigo, contándome que había tenido un gran amor en la Brigada Internacional -Madame Bagnelli permaneció con el vaso en la mano, como si estuviera a punto de pronunciar un discurso o de ponerse a cantar-. En la tierra de esta chica, abril significó el fin de los blancos en Mozambique, justamente al lado… ¿comprendéis lo que debió de ser eso?

Manolis observó a Rosa a la manera en que la había mirado cuando se hizo cargo de Georges profesionalmente.

– ¡Qué experiencia! Estar en África en ese momento… eh?

La chica también se levantó y apoyó las palmas en la mesa. Veía el castillo iluminado detrás del brochazo negro de los cipreses; la música y la voces eran el único coro de insectos de la noche estival. Paseó la mirada por todos los que estaban alrededor de la mesa, en impulsos expansivos, incluso cariñosos, incluso conmovedores.

– Allá no hubo claveles rojos.

Pero Georges y Manolis se enorgullecían de estar plenamente informados. La miraron, reflexivos. Amablemente, quisquillosamente, Bobby dijo que quería más pan.

– Los negros estaban estáticos. El Frelimo combatió durante once años… pero si salías a la calle, eso es imposible allá. No te atreverías a celebrarlo. Hubo una reunión de masas y la gente fue a parar a la cárcel.

– No de la noche a la mañana, agitando estandartes y con titulares sobre los héroes en los periódicos del día siguiente, como ocurre aquí cuando hay algún jaleo político -Madame Bagnelli mantenía un contrapunto de enfáticas interrupciones.

Manolis hizo un ademán destinado a acallarla en beneficio de su aprendizaje; llevaba la experiencia de los coroneles griegos en la sangre, aunque no había estado en el país durante su mandato.

– ¿Y los blancos? Supongo que tenían miedo de que ocurriera lo mismo allí, ¿no?

– Los refugiados seguían llegando, gente con el mismo aspecto que nosotros, que podía mirarse a sí misma y mirarlos a ellos… arrastrando a sus abuelas y sus lavadoras, gente blanca -los ojos claros de Rosa eran indiscretos, confiados. Ella era su propio público, alineada con los demás.

– ¿Qué pueden esperar? Se lo buscaron. Permitieron que les lavaran el cerebro hasta creer que son una raza superior. ¡Huyendo con la nevera al hombro! Ya ocurrirá. ¡Trescientos años es suficiente! Te proscriben… te arrojan a una celda hasta la muerte si intentas cambiarlos -Madame Bagnelli tenía el aire de quien se deja llevar por las opiniones de aquellos con quienes se encuentra. Con los Grosbois, participaba igualmente animada en su decisión de comer verduras de cultivo orgánico, o en el interés de Gaby por las reformas que según «Nice-Matin» estaban haciendo en la villa de la hermana del sha de Irán.

– Esta chica podría vivir muy bien aquí. Se ganaría la vida. Lo digo en serio -Georges se inclinó para atraer a todos a la repentina idea de sustentar a su propia refugiada política local-. La gente de los yates siempre siente dolores y malestares de tanto ejercicio… se lesionan practicando el esquí acuático y no sé cuántas cosas más. De verdad, es sorprendente lo bien que está mi pierna, ahora, relajada, los músculos… -la convincente sagacidad de sus ojos azules sondeó a los demás.

– ¡E incluso en la aldea!

– No hay nadie que haga ese tipo de trabajo.

– Un momento, un momento, ¿qué me decís de los documentos? -Madame Bagnelli miró a Rosa alegremente por el entusiasmo de Georges y Manolis-. Tiene que tener permiso de trabajo, un…

Georges descartó toda divagación sobre la despreciable burocracia.

– ¡Bobadas! No pide permiso. Nadie se entera. Le pagan en efectivo y se mete el dinero en el bolsillo -los dedos melindrosamente extendidos, con el anillo de sello del reinado de Alejandro Magno, usado a modo de alianza con Manolis, secándose la palma de una mano con la otra.

Katya llevó a Rosa a escuchar los ruiseñores. Cerraron el portal pero las habitaciones quedaron abiertas a sus espaldas, las velas ahumaban la mesa desordenada. Podían estar todavía en la terraza, las voces flotaban bajo la noche tibia y serena.

Bajaron las empinadas calles suavemente empujadas por la fuerza de gravedad, bajo farolas donde diminutos murciélagos aleteaban como gallardetes, abriéndose paso junto a las paredes de las casas de sus amigos, a través de melodiosas voces entrecortadas por la música de la place, ráfagas de olor a caca de perro y a pis humanos en arcadas sarracenas, risueños arpegios en el tintineo de cuchillos y platos desde el restaurante donde un grupo de franceses tardíos ocupaban una mesa bajo el soto de un parral con hojas tiernas y translúcidas a las saltarinas sombras de sus gestos. (Nunca entendiste qué los vuelve tan eufóricos en el ritual de las celebraciones… ni siquiera cuando llegaste a entender perfectamente su idioma; Katya experimentaba una orgullosa fascinación por la impenetrabilidad tribal de la gente entre la cual vivía.) Más allá de las pequeñas villas de los muertos con las urnas de sus jardines marmóreos que difundían el perfume de claveles cortados, como si estuvieran en el florero de cualquier salón familiar; la algarabía de parejas abrazadas que se acercaban y se alejaban trotando, los estertores de las motos, los gorjeos de los mayores que deambulaban por la aldea como si estuvieran ante una exposición de piedra, luces, puertas orladas con cortinas de plástico a rayas, las caras talladas de los leones fundidos por siglos que retrocedían hasta marcar los contornos de un feto. En el vestigio de barranco forestal este elemento conocido desapareció de pronto como un papel que se hace humo azotado por el lengüetazo de las llamas. Se había disipado por encima de las almenas iluminadas del castillo suizo como un dragón domesticado. Katya se precipitó entre matorrales sucios como un raposa o un tejón, que coexiste ingeniosamente con caravanas aparcadas y carreteras. Rosa paseó por la inofensiva jungla europea.

– Espera. Espera.

La respiración de Katya la rozaba como las agujas de pino. Alrededor de las dos mujeres estaba a punto de ser audible un penetrante y dulce tintineo. Una nueva percepción recogía la suprema oleada cuyo centro debe ser un éxtasis inalcanzable. Los temblores de la oscuridad se intensificaban sin acercarse. Ella se movió, inquisitiva; Katya volvió la cara para aquietarla. El vibrante cristal en el que estaban retenidas se hizo añicos en cantares. La sensación de recibir la canción era cambiante; ahora una cuesta celestial en la que planeaban, se ladeaban, navegaban, caían sinuosamente hacia la tierra; después un aliento detenido hasta el desmayo que pasó a ser, más allá, un golpe arrebatador, otra vez, otra vez, otra vez.

Katya tomó a la chica del brazo cuando la senda se ensanchó. Sus pies las llevaban hacia la aldea.

– Así toda la noche. Todos los veranos. Si no puedo dormir, salgo a las dos o las tres de la madrugada… Los tengo conmigo todos los años.


En pleno invierno, embarazada de siete meses, dando clases nocturnas en alguna vieja fábrica helada… de acuerdo, me «disciplinaron». ¡Qué avergonzada estaba! Tuvieron que disciplinarme a causa de mis tendencias burguesas a poner mi vida privada por delante. Recuerdo que lloraba…

Murmuraban, arriba, como escolares debajo de la ropa de cama. Risas.

Una vez me suspendieron del Partido por «inactividad». Cuando dan nombre a algo, qué quieres que te diga, significa lo que ellos deciden. «A cada uno según su capacidad.» Yo bailaba en una maldita revista musical seis noches por semana… ¿Puedes creerlo? Tenía que hacerlo, Lionel era interno y no ganaba prácticamente nada; paseaba por el piso con el bebé cuando volvía. Pero los domingos, con el pequeño grupo teatral callejero que había logrado formar, me iba a los distritos negros en la parte de atrás de un camión de mudanzas… bebé incluido. Me castigaron. No asistía a sus famosas charlas sobre el marxismo-leninismo… podía leer por mi cuenta. Pero no, se supone que debes ir a escuchar su sermón. Una pobre infeliz, ya no recuerdo su nombre… llegaron a acusarla de haber intentado envenenar a los camaradas hirviendo el agua para el té en una lata de aspecto sospechoso. Una de las trotskistas expulsadas…

¿Qué dijo él?

Nunca hablé con nadie como contigo, sin ningún tipo de continencia, femeninamente.

Dick fue el único que… bien, no me defendió exactamente, nadie podía hacerlo… supongo que en realidad yo no era buen material. Pero hubo una especie de asuntillo… (una pausa divertida, mutuamente culpable en la comprensión de nuestro sexo), algo ocurrió en un momento dado. Mucho después, durante la guerra. Yo sabía que le gustaba de verdad. El pensaba que yo era una criatura extraordinaria… unos cuantos besos en las circunstancias más inverosímiles. ¡Oh, el inocente Dick! Despreciábamos el sometimiento de las mujeres a la moral burguesa pero él le tenía miedo a Ivy y experimentaba sentimientos de honor pueriles y no sé cuántas cosas más hacia su enmarada. A él lo adoraba. Una vez me dijo: Lionel será nuestro Lenin. Creo, ahora que lo pienso, sí, no me dejes mentir, que una vez nos acostamos. ¡En la cama de Ivy! Dios mío. Son curiosos los estímulos que excitan a los hombres, ¿no? Es raro, pero recuerdo las sábanas. Nunca he olvidado las sábanas de Ivy. Estaban bordadas, cadeneta de margaritas y todas esas cosas, en azul y rosa brillantes… siempre usaba una ropa horrible. Se había ido a una conferencia en Durban, con los indios. Nosotros teníamos que hacer panfletos en la multicopista. ¡Querido Dick! Aunque comparado con alguien como Lionel,… la aventura no tenía muchas perspectivas. No era inquietante. No logro imaginarme qué aspecto tendrá ahora… Siempre llevaba la chaqueta subida en el trasero, totalmente despreocupado de sí mismo, yo oía las risillas…

¿Qué dijo él?

Nunca me preguntaste por qué vine y yo tampoco te pregunto eso. Me cuentas anécdotas de tu juventud que podrían ser mías. Varias veces podría haber aportado de manera semejante alguna anécdota sobre la forma en que solía ponerme de punta en blanco para ir a visitar a mi «prometido» en la cárcel, usando el anillo de compromiso de Aletta. Sabía imitar el habla de los carceleros y tú reías con el placer de las reminiscencias atenuadas. ¡Es exactamente eso! La brutalidad y la sentimentabilidad sin tapujos del taal de la abuela Marie Burger en sus bocas. Por supuesto sé cómo somos cuando hay un asuntillo… cuando Didier me dio una oportunidad tomando mi dedo del pie por pezón o clítoris. ¿Qué dijo tu marido cuando disciplinaron a su bailarina? Debió de parecerle algo tan mezquino… los zapatos blancos, tus lágrimas. O tal vez consideró esta «limpieza» ideológica como un aprendizaje fundamental para la aceptación incondicional de acciones incondicionalmente realizadas, cuya necesidad se manifestaría en el porvenir. Quizá sonrió y te consoló haciéndote el amor; pero vio que los leales seguían adelante y te sometían a castigo porque preferías el teatro de aficionados a la educación marxista-leninista.

En cuanto al asuntillo con el camarada Dick… ¿Qué dijo él?

A lo mejor no se dio cuenta. Lo engañaste porque no tenías su calibre; fue tu rebancha por ser inferior, pobrecilla, llegaste a ser plenamente consciente de tus defectos porque él ni siquiera notó la suerte de pecadillos con que te consolabas.

Veo y comprendo todas estas cosas mientras desvainamos guisantes, soltamos un dobladillo con una hoja de afeitar vieja, paseamos entre los alcornoques, vemos cómo se hacen a la mar pescadores, saltamos descalzas sobre la piedra calentada por el sol del día después que tus amigos se han ido a dormir. Es fácil, contigo. Soy feliz contigo… veo que él lo fue. Sonriente espectadora, encantada contigo aunque has engordado y la vivacidad de Katya debió de haberse curtido hasta la payasada y el atractivo a veces se deteriora en algo que yo no quiero observar sólo para complacer -un deseo de complacer-, sin recordar cómo, nunca más.

Un asuntillo. ¿Qué dijo él?

No pudo decir nada porque entonces ya había aparecido la auténtica revolucionaría: reconociste a mi madre en cuanto la viste. Nunca me lo ha contado nadie, pero la versión aceptada, la interpretación es que Katya abandonó a Lionel Burger… algo característico en una persona tan poco adecuada (hasta ella lo reconoce años después) para el hombre que él llegaría a ser. Lo abandonó por otro hombre o por otra vida… que viene a ser lo mismo, en realidad. ¿Qué otra cosa le queda a una mujer que no quiere vivir para el Futuro? No has desmentido esta versión. Pero comprendo que hicieras lo que hicieses, tú, él y mi madre sabían que no dijo nada a causa de ella. Allá en mi tierra alguien está escribiendo una semblanza definitiva en la que esto quedará fuera. De todos modos, si me lo preguntaras… no vine en un peregrinaje, adoratriz o iconoclasta, para averiguar nada sobre mi padre. Empero, tiene que haber habido una razón profunda por la que con los ojos cerrados llamé a esta puerta, a esta casa, a esta aldea francesa; una razón que escapa a mi razonamiento de que a Vigilancia no se le ocurriría buscarme aquí.

Quería encontrar la forma de desertar de él. La antigua Katya logró escribirme diciéndome que era un gran hombre, y sin embargo decide que «está el mundo entero», más allá de aquello por lo que él vivió, más allá de lo que habría sido la vida con él.


Fue fácil para Rose Burger rechazar los calculados placeres propuestos por Didier: nunca había tenido la edad de Tatsu, que jugaba con su perro en el jardín del anciano. En una de las reuniones veraniegas le contó a un hombre al que nunca había visto y al que probablemente nunca volvería a ver, su versión del incidente ocurrido en París cuando alguien intentó robarle dinero del bolso.

– Me pescó,

– ¿En qué?

– Creía que alguien estaba vigilando mis movimientos.

– Un carterista. Un pobre diablo.

– Sí.

– Un negro.

– Sí.

El francés con el que mantuvo esta conversación en inglés seguía en la aldea el Día de la Bastilla. Algunos amigos de amigos sólo iban allí a pasar un fin de semana, eran nombres y rostros presentados con entusiasmo como un cuñado, un primo, un colega de París o Lyon; su estar de paso daba al visitante una dimensión de relaciones con sedes gubernamentales, negocios y opiniones de moda. El estaba en la place bailando como todo el mundo, viendo bailar a los demás, aplaudiendo e intercambiando besos cuando los fuegos artificiales se elevaron desde lo alto del castillo. Katya y Manolis, Manolis y Rosa, Katya y Pierre, Gaby y el alcalde, Rosa y el vendedor de coches que era hijo del pastelero, saltaban y giraban cerca de Georges, que hacía sonar castañuelas con sus dedos; una bellas modelos de Cannes permanecían de pie siguiendo el ritmo con la cabeza, como niñas buenas a las que han dicho que no deben retozar para no estropear sus mejores galas; él era uno de los franceses de ciudad con las nalgas bien proporcionadas, camisas entalladas y jerseys anudados por la mangas alrededor del cuello, cuya presencia cosmopolita reforzaba la fiesta familiar contra el elemento turístico. Bailó con ella, más mal que bien, crispando las mejillas por la deplorable música que salía de un estrado decorado con guirnaldas. Estaba al otro lado de la mesa cuando ocho o diez de los amigos comieron en un restaurante después de audibles y serias discusiones acerca de los platos y los precios.

Gaby Grosbois se había hecho cargo de la situación.

– Arreglaré un buen precio con Marcelle. Moules marinieres, ensalada… ¿Qué bebemos, Blanc de Blancs? -se alejó a majestuosas zancadas, silbando la Marsellesa, contoneando la espalda en un burlón pavoneo militar.

El pequeño restaurante era un unánime alboroto íntimo. El camarero de Marcelle cantaba en argot y durante una de las canciones arrebató de la panera una ficelle curva y pasó por las mesas a saltitos, manteniéndola levantada entre las piernas en jubilosa erección. Blandía la barra de pan delante de las mujeres, que empezaban a chillar. Katya, Gaby… Mesdames, se mira y no se toca. Con un floreo y el aire de quien pone una flor en un ojal, la introdujo en la ingle de Pierre Grosbois, desde donde éste, entre aplausos y risas, apretando los músculos de las nalgas, logró hacerla dar golpes sobre la mesa.

En medio del desorden de sillas echadas para atrás y los abrazos de despedida con balanceos de la cabeza, el desconocido se detuvo apenas delante de Rosa.

– Iremos a tomar un copa.

Perdieron a los demás en el tumulto de la place.

– ¿Dónde? -se detuvo para encender un cigarrillo en una arcada oscura; para él, era la lugareña.

Fueron al bar de Arnys, quien no dio muestras de reconocer a la chica extranjera separada del contexto de sus compañeros habituales. La vieja cantante siguió jugando al solitario con el vestido de gasa que cubría unas piernas enormes brotadas de pequeños escarpines ceñidos parecidos a cascos de raso. Su perro maltes ciego y de pelaje enmarañado, se acercó y babeó un poco el asiento del hombre: Chabalier, estaba escribiendo para Rosa en el margen de un periódico olvidado sobre la barra, Bernard Chabalier.

– ¿Dónde vives cuando estás en París?

– Nunca voy a París.

– Fue allí donde creíste que te seguían.

– Ah, eso. Fueron dos noches; venía hacia aquí. La primera y única vez.

Con la cara entre las manos, él aceptó que no le respondiera.

– ¿Quieres más vino? ¿O café? -se dirigió al barman sencilla y severamente, anticipándose a cualquier objeción irritante-. Ya sé que es verano. También sé que es Catorce de Julio. Pero, ¿tenéis limones? Quiero zumo de limón… caliente.

– No quiero más vino. Tomaré lo mismo.

– ¿Estás segura de que te gustará? No se trata de una exótica bebida francesa, es puro zumo de limón agrio.

– Eso es lo que entendí.

– Cuando yo estudiaba en Londres solía pedir que me orientaran hacia algún lado en el autobús. Diez personas amables me respondían al instante… Sí, sí, les sonreía, muchas gracias… pero estaba perdido. Es una cuestión de orgullo, nadie se resiste al chauvinismo del idioma extranjero. En las conferencias de prensa oyes a un estadista que visita París hablar con gran elocuencia en su idioma; de pronto intenta decir unas pocas palabras en francés y se transforma en un idiota que habla, un analfabeto de algún caserío miserable que aprende a leer a los setenta años.

La chica no se sintió intimidada.

– Estoy acostumbrada. He hablado dos lenguas maternas toda mi vida y siempre estuve rodeada de otros idiomas que no comprendo.

– Yo hablo inglés.

Ella expresó con un gesto que lo hacía con toda competencia, pero él no se dejó impresionar por un triunfo.

– Trabajé seis años en Londres… pero no sé si tú y yo nos entenderemos.

– ¿Por qué no? -ella siguió la fórmula de un hombre y una mujer que se entretienen durante media hora.

– Si hablas así, sí. Yo diré lo que creo que te halagará y me volveré interesante. Me gusta esto. ¿No opinas que…? Cada uno hace su ostentación… pero no pasaré por eso. No es eso lo que… está bien, no tienes por qué responderme, es perturbador no coquetear, no abrir las plumas de pavo real y cacarear.

Uno de los jóvenes de Arnys puso dos vasos con sus platillos delante de ellos. El hombre vació el sobre de azúcar en el líquido turbio y lo agitó como si fuera una medicina; Rosa lo imitó. El se sirvió más azúcar.

– ¿Qué habías hecho?

Volvió a sentir el apretón con que sujetaba una mano en la calle que se llamaba Rué de la Harpe. Esperó su respuesta mientras ella probaba el zumo de limón y lo tomaba a sorbos porque estaba muy caliente.

– Nada -se volvió a la espera de un veredicto, una prueba de sus propias palabras… algo que él no entendería-. No he hecho nada.

– ¿Qué podías haber hecho?

– Ah, no lo sé -paseó indulgentemente la mirada por la barra, observando a los jóvenes que se tocaban el pelo y la ropa como si fueran coristas en espera de entrar en escena, a la vieja cantante que satisfacía su sentido del control sobre todo lo que había vivido mediante la resolución de que saliera el naipe acertado.

– Son muchas las cosas que yo sé que podrías haber hecho. En las tardes parisinas hay chicas que parecen turistas con los pies fatigados y la Guide bleu en la mano que son asaltantes fugadas. Estudiantes menudas con bucles art nouveau que en la cartera llevan cocaína para vender. Diputados que cenan en Matignon, de pelo plateado y manicurados donde Anne-Aymone habla con ellos de jardinería… y que venden armas a ambos bandos del Oriente Medio, a América Latina, a África, a cualquier parte.

– No hice ninguna de esas cosas -él no llevaba un jersey anudado alrededor del cuello (había dejado una gastada chaqueta de cuero en el taburete de al lado); se separó de la conciencia en la que unas pocas características en común desembocan en una sola. La frente alta, con el lóbulo derecho y el izquierdo bien definidos, era casi una coronilla; el pelo ondulado raleante la ribeteaba contra la luz y se extraviaba en alas por encima y detrás de sus orejas. La boca amplia y delgada, con movimientos musculares que modulaban en la carne firme una expresión normalmente transmitida por los labios.

– B-bien. También existen quienes imaginan que cometieron algo y sienten que los siguen. Vale -las cejas espesas que compensan a los hombres la pérdida del cabello, levantadas con tolerancia. Los ojos tenían una fijeza de trance, mostrando el arco del párpado más bien bajo encima del globo del ojo en un hueso hundido.

– No me dejo llevar por la imaginación. No hay nada neurótico ni misterioso -sentía la necesidad de ser natural; como había dicho él, no era aceptable «hacer ostentación»-. Si la policía te sigue te acostumbras, lo mismo que ellos. Sabes si se quedan dormidos esperándote y si se escabullen a horarios regulares para tomar una cerveza. Los conozco desde que era una cría. Pero en una ciudad extranjera no me habría resultado tan fácil reconocerlos. No sé qué clase de persona hace ese trabajo aquí, la ropa que usan, el corte de pelo… -se dio por vencida, sonriente-. Si no vives así, si no has hecho… Y aquí, incluso yo, aunque no viva así…

El la miraba con desenvuelto respeto.

– Has estado en dificultades. Vale. Te digo que es imposible… Sé lo que es eso aunque nunca estuve metido.

– En primer lugar yo no pienso en eso como si fueran «dificultades».

– No, por supuesto. ¿Ves? Lo veo cada vez menos posible. Cuando te dije que no nos entenderíamos no pensaba que sería algo así. Sólo estaba pensando que no reconoceríamos por qué te pedí que me acompañaras y tú viniste. Pensaba únicamente en las cosas que ocurren entre hombres y mujeres. Me atraes muchísimo… lo sabes, y respondiste dejando a los demás y acompañándome. ¿Nunca encontraste a un hombre al que desearas entre los que se mostraron interesados? Ah, sí, pero no puedes decírmelo… y tú no podrías entender nada de mí. Como la comida y bebo el vino de unos amigos a quienes no tengo en buen concepto, vivo de ellos… y tal vez yo también pienso que una chica nueva forma parte de mis pequeñas vacaciones… Soy maestro. «Profesor», sí, así nos presentaron, pero los títulos… Todo francés que da clases en un lycée es un profesor, todo alemán es Herr Doktor. La gente con la que vivo te dirá que estoy escribiendo un libro… en su casa, para ellos es un proceso maravilloso. Debo decirte que se trata de mi vieja tesis del doctorado para el que me presenté en la Sorbona hace tres años y que abrigo la esperanza de que… alguien la publique si alguna vez se termina.

– ¡Y que tú lo digas! -logró reír espontáneamente. Estiró una mano, los tendones extendidos en el dorso, y palpó la espiral de la columna de prensa aceitunera que había seguido con la mirada cuando iba allí con otra gente.

Una voz de mujer grabada treinta años atrás cantaba a la isla donde habían nacido ella y la Josefina de Napoleón. El había cogido la rodaja de limón del fondo de su vaso y engullía la piel con glotonería.

– Un cerdo. Disculpa. Me encanta. ¿Sabes qué es eso? La voz de Arnys… inconfundible. Era la mejor de todas. Como una voz que te llega desde la calle cuanto te estás quedando dormida o aún no estás del todo despierta.

Rosa se inclinó para hablarle al oído y sintió el tacto del pelo de atrás de la oreja, lo olió por vez primera.

– La que está allí es Arnys. Este bar es de ella.

– ¡Ah, no!

– Siempre me lo repiten. Pero para mí no significa demasiado.

El miró a la vieja cantante en una especie de orgullo de seguidor, de reconocimiento de su resistencia.

– Elegiste el bar de Arnys. Son cosas que ocurren… -bajó de su taburete y se acercó a la anciana. Ella levantó la vista, con la boca ligeramente abierta, casi de niña, como la que se veía en las fotos de las paredes. Le habló bajo y rápido en francés. Ella gruñó un incierto Monsieurl, una nota de contrabajo con las cuerdas rotas. Después, estalló una de esas extraordinarias oleadas de animación francesa. Discutieron, hablaron los dos al mismo tiempo, levantaron sus rostros como picos de aves que se desafían, Arnys con los ojos entrecerrados, tocándose las manos, el profesor Bernar Chabalier repitiendo con reverente formalidad chere madame, Jossette Arnys, Josette Arnys. El perro forcejeó bajo su brazo para llegar a él o por haber sido desplazado.

Volvió a la barra riendo íntimamente bajo la mirada amistosa de los demás; podría haber estado mostrando su valoración apreciativa de cualquier otro hito local.

Muy modesta. ¿Sabes lo que dice? Me ha dicho que jamás habrá otra como ella. Que «toda esta cuestión feminista» significa que las mujeres ya no podrán cantar al amor, pues les dará vergüenza. Entonces le dije que la canción de la isla no trataba del amor, al menos de ese tipo de amor, sino sobre los orígenes, que incluso era románticamente política, adelantada a su época (eso no se lo dije a ella), las Antillas, la añoranza de Europa por un humanismo que se supone florecerá en un mundo criollo. Pero ella insiste en que la verdadera fuente de la canción sigue siendo la misma… mira a los pájaros, que sólo cantan para llamar a la pareja.

– ¿Nunca la habías visto?

– ¿Dónde podría haberla visto? ¿En los nighclubs de París cuando era niño? Tenemos algunos discos viejos en casa; la familia de mi mujer es de las que nunca tiran nada. Los ponemos una o dos veces al año, cuando hay una fiesta, como esta noche… todos beben mucho vino y brincan… ¿Trabajas mañana?

– No estoy trabajando.

– Cielos, tendré que reprimirme a mí mismo. Me paso el año diciendo: si pudiera alejarme del piso, de los niños, de los comités, de los almuerzos domingueros, de todo el mundo, si pudiera tener tres semanas para mí, sería suficiente. Y ahora estoy solo con mi tesis, de la que siempre hablo por los codos. Todo el verano se ha adaptado a mis necesidades, mi mujer y mis hijos renunciaron a sus vacaciones, hasta mi madre me escribe pidiéndome que no le conteste, estás demasiado ocupado -dejó de girar alrededor de sí mismo-. ¿La gente como tú tiene vacaciones? ¿Puedes decir arrete? ¿Fijar una fecha para la rentrée?

– Lo prometí -se sintió profundamente tentada, pues este hombre no había demostrado que volverían a verse, a ponerle algo delante como había hecho con aquellos minutos en la Rué de la Harpe-. Me comprometí a tomarme vacaciones. Como cualquiera -el tono era burlón.

– Vendremos mañana -dijo él como si hubieran acordado dar carpetazo a alguna decisión-. ¿Abren a mediodía? Alrededor de las doce -antes de salir volvió a acercarse a la vieja cantante y le besó la mano. Hubo otro intercambio entre ambos-. Quiere abrir una botella de champagne. Sus muchachos se pondrán celosos, eh?, obviamente no les ofreció una celebración del Catorce de Julio. Le dije que mañana -mientras la chica lo precedía hacia la calle, se mostró al mismo tiempo implorante y estricto-: Te estaré esperando aquí.


Algunas veces ella llegaba antes. Él comenzó a ceñirse a la regla de levantarse lo bastante temprano como para haber trabajado tres horas antes de aparecer a través de las puertas en forma de tabernáculo, con los paneles de cristal ampollado color ámbar almibarado. Se abrían hacia adentro y en general sólo para él; apenas iba nadie por las mañanas. Pepe o Toni o Jacques -quien casualmente cogiera las llaves de Arnys cuando cerraba el bar a las cuatro o a las cinco de la madrugada- rondaba apático entre el hueco de la cocina, el nicho del restaurante que olía a corchos hinchados por el vino y los rincones donde el perro maltes había meado en el serrín, la máquina de café exprés que hacía gárgaras y escupía taza tras taza levantada con manos manchadas, delicadas, temblorosas. El ensimismaniento del joven homosexual era extrañamente reposado. Bebía el café como si fuera la fuente de la existencia, fumaba como si lo que aspiraban y expelían elaboradamente sus pulmones a través de la boca y la nariz fuese oxígeno puro; revivía mentalmente y su cara marcada por el sueño y las caricias -como las de un niño por lágrimas olvidadas y una almohada arrugada- cambiaba y vibraba con lo que pasaba por su mente. De vez en cuando limpiaba la barra de un golpetazo en forma de medialuna. En presencia de una criatura tan contenida, Rosa cobraba conciencia de su pobre ser como si fuera el creciente tictac de un reloj en un habitación vacía. Tenía un periódico, o un libro que intercambiaría con Bernard, pero no leía. Las enormes clavijas de madera de la prensa olivarera, la pared del espejo detrás de la barra, las fotos cuyas firmas eran un tesoro en sí mismas, el satén verde que cubría los muros del hueco, inmovilizado donde intentaba soltarse por medio de una tarjeta sujeta con chinchetas, Ouvert jusqu'a l'aube; el pescado de porcelana con lápices en la boca, las botellas de Suze, Teacher's, Richard, Red Heart, alineadas en posición invertida como los tubos en un órgano, el televisor en la vieja mesa de junco de Indias de cara a la cocina por capricho de quien en ese momento cocinaba, de modo que lo veía por las noches, cortando o picando o golpeando mientras miraba la pantalla; las cintas de cajas de bombones o ramos de flores ensortijadas como virutas entre los pinchos para cuentas de encima del escritorio de tapa corrediza de Arnys: en estado exactamente inverso al del joven homosexual, todos ellos objetos definidos del presente de Rosa, habitados por ella como todo lo que la rodeaba en ese momento. En el bar donde se sentaba a mirar las vidas de otros en el espejo, no había umbral entre sus reflejos y ella misma. Las columnas que sólo había notado como una curiosidad, ahora eran interpretadas como señales; cada muesca, cada ranura y cada nudo sustentando la armonía y el equilibrio del espacio-tiempo antes de que la puerta se abriese hacia adentro.

– Eliges algo que esperas nadie esté escribiendo ya. Ese es el alcance de la originalidad -la ironía no era impacable consigo mismo ni con los demás. La mantenía inocente de la mezquindad de Europa. Le tomó un momento la mano que ella había dejado sobre su regazo-. También quería darme tiempo -puso una expresión cómica, culpable-. Si eres demasiado tópico, el interés habrá pasado a otro tema antes de haberlo terminado. Y si se trata de algo puramente erudito, a menos que seas un gran sabio… ¿cuál sería su contribución? Nadie se enteraría. Pero la influencia de los antiguos colonos franceses que han vuelto a Francia desde que terminó el imperio colonial… aún no le he puesto título… eso es algo que continuará años enteros. No tengo por qué preocuparme. Al principio pensaba hacer algo acerca de la declinación de la latinidad, de hecho he dado algunos charlas por la radio…

– ¿Tiene que ver con la lingüística?

– No, no… la declinación de la fuente latina en las ideas y el temperamento francés, y así sucesivamente. No sé si suena como una montaña de mierda. Tú sabes que es verdad que la vida de los franceses está cada vez más dirigida por los conceptos anglosajones y norteamericanos… Vinculada al Mercado Común, a la OTAN… y sabe Dios a qué más. Si quieres ser extravagante puedes compararlo a la destrucción de la antigua cultura que floreció en el sur de Francia y Cataluña en la Edad Media, la civilisation occitane: instintiva, imaginativa, cualidades de autorrenovación que derivan en estériles cualidades tecnológicas militares. Pero no me gusta mucho. ¿Tú qué opinas? Es demasiado nacionalista. Y excluye a Descartes, Voltaire… ¿Dónde termina una cosa así? Aunque yo armo tanto jaleo como el que más cuando veo desaparecer los viejos bistrots y ser reemplazados por drugstores, los mercados derribados y los supermercados que levantan en su lugar… a ese nivel… Enfin, cuando jugaba con la idea de la latinidad pasé un tiempo en los alrededores de Montpellier, en la Languedoc (la región lleva el nombre de la lengua de esa civilización, el idioma que hablaban se llamaba langue d'oc y «oc» significaba sencillamente «sí», eso es todo…). Y desde luego también estuve en Provenza. El provenzal no es un dialecto, sino una de las Zangues d'oc. No es mucho más que un remanente; todavía se hacen intentos por publicar obras en su idioma, pero el gran resurgimiento provenzal tuvo lugar el siglo pasado: Frédéric Mistral, el poeta… ¿has oído hablar de él? Sí. Bien, entonces descubrí que comenzaba a pensar en algo distinto, aunque en cierto modo relacionado, porque las migraciones, el cambio social… empecé a pensar acerca de los pieds noirs concentrados en Provenza, especialmente aquí en las costas, y qué efecto ejerce su mentalidad en la cultura francesa moderna. Parte de las consecuencias del colonialismo y todo esto. Ajjj -tenía gestos indicativos de lo poco que valía todo esto en el mercado intelectual pero era un hombre práctico-. Han vuelto… después de algunas generaciones en Argelia, Túnez, Marruecos, lo que da a la idea un matiz interesante es que la mayoría de ellos provenían de esa parte del mundo… sus familias, originalmente; el sur de Francia, Córcega, España. Incluso tiene cierta relación con la vieja cuestión de la latinidad: poseen en su sangre las cualidades de las culturas antiguas, el temperamento, pero ahora devuelven a Francia, después de su período imperialista, los valores y costumbres particulares que desarrollaron los colonizadores. Personas-langostas. Descienden a tierra, comen las cosechas y huyen volando cuando la población esclavizada los persigue… Sea como fuere, han vuelto cientos de miles y les va muy bien. ¿Sigue viva en sus venas la antigua espontaneidad, la capacidad de improvisación? Es posible. Un millón de parados en Francia este verano, pero no creo que encuentres a uno solo entre ellos. Muchos tienen su dinero en Mónaco por razones impositivas. He hablado con alguna gente. ¿Sabes que el dos por ciento de su población es pied noirt No es un mal tema, eh? Bastante polémico.

– ¿Por qué tiene que ser una tesis? De eso saldría un buen libro.

– Rosa. Rosa Burger -se reclinó en el asiento, con el codo apoyado en la barra, levantó el pescado de porcelana y volvió a dejarlo.

– Me refiero al estilo de una tesis, a las largas y prolijas notas al pie. Lo que quieres decir queda enterrado.

– Soy maestro. Si no obtengo un doctorado, jamás me darán trabajo en una universidad. Lo tenemos todo calculado… tantos francos en comparación con tantos otros en el lycée. Podemos comprar un terreno en Limousin o en Bretaña. En equis años levantaré una pequeña casa de campo. Para correr el riesgo de escribir un libro tienes que ser pobre y estar solo, no puedes tener niveles de clase media -la cogió de la muñeca persuasivamente, sonriente, como si quisiera hacer caer un arma que imaginaba en su puño-. No te imaginas lo cautelosos que somos los izquierdistas franceses burgueses. Separamos tantos francos cada mes, no tenemos la menor posibilidad de vivir peligrosamente.

Rosa lo observó, atenta y curiosa.

– ¿Quién necesita vivir peligrosamente en Europa?

– Algunos. Pero no los eurocomunistas; no la izquierda que vota. Los terroristas que exigen rescates en un país por los horrores que ocurren en otros. Los secuestradores. Los que pasan drogas. Nadie más.

– Uno de los que tú creías que yo era.

– Sé quién eres.

La tercera vez que se encontraron lo manifestó. No indicó que alguien se lo hubiera dicho, como sin duda lo habían hecho alguno de los amigos de Madame Bagnelli: su padre estaba del lado de los negros, lo habían encarcelado, matado o algo parecido… una historia terrible. Bernard Chabalier se encontraba entre los signatarios académicos y periodistas que habían llenado páginas enteras encabezadas por Sartre, Simone de Bauvoir e Ivés Montand con peticiones para la liberación de presos políticos en España, Chile, Irán, y con manifiestos en protesta por el abuso de la psiquiatría en la Unión Soviética y la represión en Argentina. Una vez había firmado una petición de Amnesty International para la liberación de un líder revolucionario sudafricano, viejo y enfermo, Lionel Burger. «En una oportunidad» (una expresión que empleaba a menudo, no del todo correcta en lengua inglesa, y por lo tanto más ambigua que la acertada) le sugirieron que debía formar parte del comité parisino contra el apartheid. Había pronunciado una breve introducción a una película filmada clandestinamente por los negros, en la que se veía cómo arrasaban sus casas durante los traslados masivos, los datos provenían de los exiliados negros que divulgaron la película en Europa; su principal virtud era la capacidad de comunicarse con ellos en inglés.

– Y la pronuncié como conferencia en «France Culture»; a veces me piden que haga cosas, por lo general sobre las consecuencias sociológicas de cuestiones políticas. Ese tipo de programas…

– Me gustaría ir a escucharte. Si pudiera comprender.

– A partir de ahora te hablaré únicamente en francés; mejorarás rápidamente. Pero nunca me digas nada real excepto en inglés. No quiero renunciar a eso -sin darle tiempo a que interpretara estas palabras, se volvió práctico y entretenido-. Si tuviera un magnetófono te haría una entrevista para la radio. Estoy seguro de que la comprarían. Nos dividiríamos los honorarios. Una buena cifra. ¿Qué haríamos con ese dinero? ¿Cambiar nuestra marca de champagne? -bebían todos los días, sin hacer comentarios, la copa de la amistad del primer encuentro, el mismo citrón pressé. Pépé/Toni/Jacques lo preparaba cada vez como si no supiera cuál sería el pedido: una señal de desdén por la cita heterosexual-. Podríamos comprar dos billetes baratos a Córcega. En el transbordador. Yo vomitaría todo el trayecto… me mareo terriblemente en los viajes por mar. Sé que a ti no te ocurriría -un instante de tenebrosa envidia.

– Nunca viajé en barco.

– Sería estupendo… la gente oiría tu voz y yo traduciría lo que dijeras -las yemas de los dedos juntas en la manifestación de un gesto, enseguida separadas- impecablemente.

– Lo prometí. No puedo hablar.

Arnys se sentó ante su escritorio en cuanto llegó; pasaba la primera hora del día en reflexivo retiro detrás de tres paredes de diminutos armarios y cubículos: sus gafas empañadas colgaban de la pequeña nariz que aparecía en las fotos y sus manos traspasaban facturas en pinchos con la ordenada ansiedad por el dinero de arterias cerebrales endurecidas. Sus voces llegaban a ella como las de tantos que eran o serían amantes, cuyos intensos y abruptos interrogatorios y monólogos de banalidades dichas en tono demasiado bajo para ser detectadas, sonaban como si estuvieran en discusión cuestiones secretas e irrevocables.

Bernard dejó de lado lo que había dicho como si se tratara de una baratija con la que estaba jugando.

– ¿A quién se lo prometiste?

Rosa captó el espionaje abstracto por encima de las gafas de la vieja cantante, diplomáticamente caída como forma de respeto por la intimidad sexual que todos conocen a partir de experiencias y desenfrenos comunes. La protección de la inimaginable vida de Arnys y la vida a la cual el llamado Pépé estaba en ese momento conectado por teléfono, las columnas, la encerrada realidad del espejo, todo lo contenía a buen resguardo.

– Así es como llegué aquí. Como me dejaron salir.

– ¿La policía? -rendido el torpe tono respetuoso de iniciativa.

– No directamente, pero en realidad sí. Oh, no te inquietes… -sus ojos sonrieron, extendió la mano hacia él-. No hablé. Me cercioré de no tener de qué hablar antes de apelar a ellos. Pero hice un trato. Con ellos.

– Muy sensato -la defendió.

Ella repitió:

– Con ellos, Bernard.

– No traicionaste a nadie.

«Opresión.» «Rebelión.» «Traición.» Usaba grandes palabras como suele hacer la gente, sin saber lo que pueden representar.

– Lo solicité. Nadie que conozco lo haría. Hice lo que ninguno de los demás ha hecho.

– ¿Qué dijeron?

– No se lo conté a nadie. Me mantuve apartada.

El trabajaba bien; la regulación de sus días había ocupado su lugar alrededor de los encuentros cotidianos en el bar de Arnys por razones comerciales apenas abierto pero tolerando ciertas necesidades. Rosa vio en el borde de espuma de afeitar todavía húmeda en el lóbulo de la oreja que él había perdido la concentración en el último minuto, sobresaltado en el logro de prepararse para ella. Era supersticioso en cuanto a reconocer el progreso, pero el sereno regocijo con que se deslizaba en el taburete a su lado, o la alegría de sus intercambios con Arnys eran una forma de reconocimiento.

– Me gustaría tenerte en la habitación. Siempre me ha sabido mal tener a alguien en el cuarto mientras trabajo -era una declaración, el ensueño de una nueva relación. Pero se retractó-. El problema consiste en que te haría el amor.

Después del primer domingo, en que cada uno de ellos estaba comprometido a hacer excursiones con otros, el martes fueron directamente desde el bar de Arnys hasta la habitación donde vivía él.

– Pensé en un hotel. Desde el Catorce de Julio he estado pensando adonde podíamos ir -sus anfitriones estaban fuera, pero esta situación no se repetiría con frecuencia-. ¿Conoces el hotelito que está en la calle cercana al gran garaje? Detrás del Crédit Lyonnais.

– ¿Te refieres al que está frente al aparcamiento donde juegan a la boule?

– Me encanta el aspecto de las dos pequeñas ventanas de arriba.

– En una de ellas hay una gran jaula con pájaros.

– Tú también la viste…

– Es el pequeño restaurante donde Katya y yo comemos cus-cús, lo hacen todos los miércoles. Catorce francos.

La maleta nunca deshecha, estaba abierta sobre una silla, donde él hurgaba; calcetines y camisas usadas entre camisas limpias cuidadosamente dobladas a imitación del formato de una caja y calcetines limpios arrollados en pulcros puños. Alguien había incluido hormas para zapatos que ahora usaba para sujetar pilas de recortes y papeles clasificados encima de la cama.

Era exactamente la hora del día en que Rosa había llegado y se había presentado al pueblo en la terraza de Madame Bagnelli. El trasladó sus papeles al suelo, ordenadamente, ya desnudo, con los testículos asomando entre sus nalgas, el trasero inclinado, equino y hermoso. Surgieron el uno ante el otro de repente: nunca se habían visto en una playa, acostumbramiento público a todo salvo a un triángulo genital. Era como si nunca le hubieran ofrecido a una mujer, ni un hombre a ella. Extraordinarias y dulces posibilidades de renovación brotaron entre ambos hasta estallar en la tierna explosión de todo lo que ha definido a la sexualidad, desde la castidad hasta el tabú, la ilícita licencia para la libertad erótica. En una gota de saliva se manifestaba todo un mundo. El hizo girar la punta húmeda de su lengua alrededor de la espiral del ombligo que Didier había adjudicado a una naranja.

En el calor que habían dejado afuera, la gente comía con suave estrépito, risas y olores de comidas que habían sido guisadas de la misma manera durante tanto tiempo que su aroma era el aliento de las cosas de piedra. Detrás de otros postigos otras gentes también hacían el amor.


La pequeña Rose tiene un amante.


Paso menos tiempo contigo: tú comprendes muy bien este tipo de prioridad. Fuiste tú quien dijo, Chabalier, para qué volver a casa, quédate esta noche y partiremos temprano por la mañana. Las pequeñas expediciones para mostrarme algo del lugar son organizadas por vosotros dos ahora. La gran cama del dormitorio que me diste -la habitación cuya sensación mantendré en los momentos anteriores a tenerte que abrir los ojos en otros lugares, así como Dick Terblanche sabía las proporciones de la mesa del comedor de su abuelo aunque era incapaz de recordar una poesía durante su confinamiento en solitario-, la cama de mi encantadora habitación está destinada a dos personas. Una vez cerrada la pesada puerta negra, no deja pasar los sonidos que tú misma has conocido tan bien. Si son audibles a través de las ventanas, se mezclan con el tráfico nocturno de motos y ruiseñores. Cuando los tres desayunamos juntos bajo el sol antes de que él se vaya a trabajar, noto que te maquillas los ojos y te cepillas el pelo por respeto a la presencia masculina y como delicadeza estética de diferenciación de la etapa de la vida de una mujer perfectamente laxa y descuidada de la sensualidad. No puedo dejar de bostezar hasta que se me llenan los ojos de lágrimas, sedienta y hambrienta (compras croissants rellenos con pasta de almendras para satisfacerme y mimarme), volcando en un gesto hacia ti una historia de amor con la que puedo darme el lujo de ser generosa. Bernard me dice:

– Estoy lleno de semen para ti -no tiene nada que ver con la pasión que fue necesario aprender para engañar a los carceleros y tú no eres una verdadera revolucionaria que espera descifrar mis endechas mientras informo como es debido.

Con Solvig, con la vieja Bobby (que divaga sobre sus injusticias desesperanzadamente filosóficas en un inglés brillante: «En una época le hacía toda la correspondencia a Henry Torren. ¡Diez francos la hora! Por ese precio ni siquiera conseguirías a alguien para que te fregara el suelo. ¡Con los millones que tiene! Aunque en realidad no me importa. No quiero nada distinto. Su abuela usaba zuecos y una manopla de muletón, te digo la verdad, querida»), con todas las que tu grupúsculo que una vez vivieron con sus amantes: imagino vuestras voces, desde la terraza o la cocina, una conversación sobre las perspectivas que me esperan y que tan bien conocéis.


Manolis hacía una exposición de sus pinturas sobre vidrio; Georges, invirtiendo los papeles y asumiendo la responsabilidad de las labores domésticas para la inauguración, calculaba con Madame Bagnelli el número de personas para las que iba camino de encargarle amusegueules a Perrin: Donna y Didier, doce, Tatsu… y Henry; tal vez catorce, tú y Rosa y Chabalier, diecisiete. Pierre Grosbois había hecho con sus propias manos una barbacoa y la estrenaron con una fiesta. Nada de madonas y burros alados (recuerda demasiado a Chagall, eh?), los discos de bouzouki que le regala su novio fueron la única inspiración griega, ¿qué te parece? Pero yo también sé hacer cosas con las manos… y la pequeña Rose traerá a su profesor, desde luego.

Imprevistamente Gaby cortó un vestido para ella; hubo ajustes con Rosa de pie en la mesa de la terraza, saludando con la manos a conocidos que levantaban la vista y la veían en lo alto, y los niños del vecindario, curiosos y cohibidos. El mar y el cielo equidistantes quedaban hundidos, desde su posición, por la línea de gravedad, como un reloj de arena, a través del cual una nave envuelta en brumas rosa malva pasaba de un elemento al otro, desplomándose sobre el horizonte. Gaby y Katya prendían alfileres e hilvanaban; mientras Rosa reconocía el transbordador de Córcega o Cerdeña que Bernard identificó cuando paseaban rodeando las murallas, Gaby le hablaba a Katya acerca de un libro que había encargado a París.

La Níénopause effacée; aparentemente si tu médico no es un idiota redomado, puedes evitarla. No tiene por qué ocurrirte, sencillamente -Rosa se partió de risa, sumida en la incontrolada improvisación y parloteo que a veces se volvía compulsivo: Gaby era capaz de charlar en una esquina o ante una puerta, imposibilitada de soltar a su interlocutor-. Puedes seguir siempre. En teoría. No es que a una le interese, santo cielo… con Pierre, monpauvre vieux, no tiene mucho sentido. ¿Y dónde encontraría a otro en este lugar? Imagínate, corno la mujer del dentista de Fierre, ¿recuerdas que te lo conté? Se lleva a un policía al Negresco en su día libre todas las semanas, va a buscarlo a la prefectura de Niza, almuerzan bien… ella paga la habitación -la carcajada se convirtió en un quejido-. Ahora está en la recepción la segunda hija de Madame Perrin, el viejo Perrin dice que la verdad es que hacen las cosas comme il faut… no es como si un tipo te ligara en la playa, se trata de un hombre de la prefectura, un padre de familia. No, pero mírame, mis cejas son cada vez más gruesas, como las de un viejo. Observa las manchas que tengo en las manos…

– Protégete del sol, Gaby.

– ¡Protégete del sol! Ya sabes que el sol no tiene nada que ver, Katya. Según mi médico no hay nada que hacer. Claro, es un hombre y a él no le importa. Pero yo no estoy tan segura. Tendríamos que haber tomado hormonas hace años, Katya… dicen que el deterioro no puede repararse pero sí detenerse. ¡Así está mucho mejor, ésta es la forma en que debe caer la falda… Esta chica no tendrá necesidad de envejecer, ¿quién puede saberlo?

El barco pasaba de lo velado a la solidez, del rosa al blanco, y al escorar apuntaba en un océano trazado como un mosaico romano en onduladas bandas de contaminación hacia los límites costeros. Ella y Bernard Chabalier abordarían una nave, algún día; estarían en cualquier sitio de ese objeto que avanzaba, acercando una vez más las montañas de color lavanda gredoso más allá de Niza y los edificios blancos anidados en los acantilados, donde brillaba una cúpula de tejas en escama de pez, azul, verde o rosa, con la punta dorada, y las torres sobre la playa, hacia Antibes, alzadas por encima del mar, inclinadas, girando lentamente sobre sus ejes el ala del avión, construidas en la espiral -esa ambiciosa figura inacabada- reducida a la escala de su mano en el bar de Arnys. Rosa aspiró una gran bocanada de aire, los alfileres cedieron y las mujeres protestaron con tono indulgente.

– Tomo las píldoras que me recetó, por supuesto, pero me pregunto si eso será lo mejor. Según lo que he leído siempre hay nuevos descubrimientos. Pienso llevarle el libro y decirle, simplemente… Katya, te haces examinar los pechos, ¿verdad? Es esencial que lo hagas. Espero que no te estés descuidando.

– Tú eres la única que se visita con un médico particular. Te pierdes las reuniones con la chicas en el ambulatorio; Bobby, Francoise y Marthe, Darby con su gorra más vieja (temerosa de que reconsideren las pensiones y le cobren si la ven demasiado próspera). Todas nos hacemos la prueba de Papanicolaus. Es un disparate que pagues.

– Es idea de Pierre, no mía. No confía en los médicos del ambulatorio… en lo que a mí se refiere el nuestro es un vieux con. Pero los pechos es algo que hay que ver todos los meses. En la bañera, yo me tiendo en la bañera y con mucho cuidado… cierro los ojos y palpo… tienes que concentrarte.

Katya tendió vivamente la mano a Rosa.

– Baja. Tengo la impresión de que te gusta estar allí arriba -de vez en cuando, en ocasiones en que las francesas se lanzaban a una discusión sobre los movimientos intestinales u otras regulaciones de sus funciones corporales, aún se distinguía por su condición de extranjera. Habló en inglés para redefinirse a sí misma ante los ojos de la chica; un comentario sobre preocupaciones hábilmente abandonadas, dejando deslealmente a sus amigas consigo mismas-. Si alguien escribiera un libro que indicara cómo hacerse vieja y fea sin que a una le importe…

– No te he entendido del todo bien -Gaby pasó la mirada de una a otra.

Katya lo repitió en francés.

Gaby montó su numerito de festiva alegría.

– ¡Fíjate en lo que dices! Todavía conservas tu belleza, Katya -detuvo en Rosa su mirada impresionada-. Mírala… cuando la tengas así -una imitación de la boca de Françoise, o tal vez la de Marthe-, como el ano de una gallina… cuando estés gaga como Poliakoff, entonces podrás quejarte, eh? Fue bailarina, ¿lo sabías? Todavía tiene los músculos flexibles. El Ballet Russe… -dibujó toda una carrera profesional en el aire.

Katya cruzó sus manos con las de su amiga en la posición del corps de polluelos, moviendo la cabeza al ritmo de El lago de los cisnes, entonando unos compases. Las masas de sus senos se balanceaban de lado a lado como cojines a los que se golpea para dar forma.

Pierre había salido de la oscuridad de la pequeña escalera y de la casa, un niño calvo y solitario en busca de compañeros de juego. Observó a su esposa que reía y jadeaba y dio a entender a Rosa, acercando una silla en la que se acomodó con gran cuidado, que ella y él eran los únicos seres razonables en ese lugar.

Gaby terminó en seguida.

– ¿Te gusta? ¿No está hermosa? Francamente me siento orgullosa de mí misma.

El marido miró personalmente, sin dejarse influir.

– Espera. Siéntate, Rose. No se puede juzgar un vestido hasta ver a la mujer que lo usa yendo y viniendo, levantándose y sentándose. ¿No tengo razón?

– ¡Si está muy bien! El color va con su piel. Los dibujos pequeños, auténticos satín fermiere, el estilo es gracioso…

– Espera. Sí. Está bien.

Rosa se paseó de un lado a otro como en un desfile de modelos, sonriendo por encima de su hombro al mover el cuerpo que Chabalier definía para ella con sus manos, el rostro que él observaba con una atención sólo a ella dedicada.

La vigorosa conciencia de sí misma que tenía la chica devolvió a Katya la presencia física que había conocido y que había quedado tapada por tantas otras: la carne y el rostro jóvenes de Lionel Burger siempre sometidos a una atención que iba más allá del deseo, a una pasión que superaba la propia en la cama, la pasión-más-allá-de-la-pasión, similar a la pasión de Dios, aunque para él no existía ese concepto: estaba solo, un ser del espanto, un joven que arrojaba su calor dentro de ella en las ciudades más frías del mundo.

Pierre acercó el vaso de pastis que era su intimidad de tío mayor con la chica y la cogió del cuello en un apretón momentáneo, murmurando con generosidad y un sentido de la celebración que no necesitaba apelar al tacto:

– La pequeña Rose en pleine forme, todo es maravilloso en ti, eh?


Existe el deseo de crear una pequeña reserva de experiencias comunes entre amantes, entre extranjeros: mientras ella vivía con la familia Nel en el hotel aldeano de Springbok Flats, un joven de dieciocho años hacía su bachillerato en el liceo Louis le Grand. Los cuadritos de cafeterías con terraza, toldos y caniches en las habitaciones del hotel.

– Les dije a las chicas de la limpieza que eso era París, un lugar de Inglaterra.

– Eras una presumida y una ignorante como la mayoría de los presumidos. En tanto yo podría haber puesto un dedo exactamente en el punto del mapa de África donde tu tío y tu tía tenían su pequeño hotel -apartó de los párpados de Rosa y de la curva de sus codos los años y lugares que no podían existir, los suyos para ella, los de ella para él. Los del presente y el pasado inmediato no parecían tener mucha importancia. Desde que había quitado la placa y vendido esa casa, vivió con amigos; en un piso; en una cabaña con un joven que se había detenido en sus vagabundeos alrededor del mundo y después otra vez en un piso, en la misma ciudad-. Es un condominio en el quinzieme, no está mal, Christine lo encontró cuando estaban reformando el interior, de modo que quedó más o menos de acuerdo con sus ideas. Al menos cuento con una pequeña habitación en la que trabajo; antes tenía mi mesa en el dormitorio y si quería trabajar a altas horas de la noche… la otra persona se harta, quiere dormir. Hay una terraza grande donde los chicos pueden guardar las bicis… pero ella la ha atiborrado con montones de plantas, yo no soy tan entusiasta de…

Rosa Burger y Bernard Chabalier encajaban fácilmente en estas circunstancias contingentes; usando las mismas ropas para cubrir los mismos cuerpos recién descubiertos y minuciosamente conocidos, recorrían las calles que habían desgastado los zapatos que ahora usaban en su mutua presencia, con un impermeable europeo de color gris en un andén del metro volviendo a casa en uno de los nuevos rectángulos empotrados entre floridas mansardas decimonómicas y frágiles paredes amarillentas de edificios anteriores, o seguidos -una niña fuerte cuyos músculos del hombro de un físico campestre se movían en un vestido con la espalda descubierta, como el que llevaban ahora- a través del tráfico de negros en bicicleta y de negras con bultos en la cabeza, imagen familiar en los telediarios.

Cuando su deleite mutuo desbordaba y sus energías se apagaban les gustaba ir de pesca. El viejo coche que les prestaba Katya seguía huellas abiertas junto al Loup; compartían las modestas oportunidades de su captura con jóvenes maridos que usaban gorros regalados en las gasolineras, viejos con mujeres que tejían y cuidaban las bolsas de papel con carnada, pan y vino; todos se sobresaltaban al ver bajar pandillas de roncos adolescentes que se empujaban, salpicaban y se alejaban, juntos esperaban que las vibrantes estelas de luz y sombra volvieran a asentarse en figuras y agua, afectados en una forma que rompía los límites y producía un único estado del ser durante toda una tarde estival.

Miraban pinturas.

– En África uno va a ver a la gente. En Europa, los cuadros.

Pero ella estaba viendo en los lienzos de Bonnard más allá de los que avanzaban como si los procesara la multitud, una confirmación de la experiencia que corría en su interior. La gente entre la que vivía, la forma de percibir, de estar viva, en el río, coexistían con la vida fijada por la visión del pintor. ¿Cómo era posible?

– Cuando miras una pintura, se trata de algo terminado, ¿no? Es un registro de lo que ya ha pasado por la mente del pintor, tanto el hecho de ver como el concepto que surge, la inventiva, están fijos en la pintura. Así, para mí un cuadro siempre es abstracto… y el estilo pictórico no tiene que ver. Pero cuando Katya y yo nos tumbamos bajo los olivos… incluso en la habitación, la que me dejó, las flores en una vasija en el suelo, y las flores del pintor, ese ramo de mimosa… Estos cuadros son la prueba de algo. Es la gente entre la que vivo la que veo, no los cuadros.

– ¿Quieres saber por qué, querida mía? Esa mujer que ves pisando las hojas y aquella mimosa… la mujer que pintó en 1894 (fíjate en el catálogo, allí figura), la mimosa pintada en 1945, durante la guerra, durante la Ocupación, ¿ves? Muy bien. En los cincuenta años transcurridos entre ambas pinturas se desarrolló el fascismo, hubo dos guerras, la Ocupación… Y para Bonnard es como si nada hubiera ocurrido. Nada. Obsérvalo… Podría haberlos pintado el mismo verano, el mismo día. Y así son los que están alrededor del cháteau… así es como viven. Como si nada hubiera ocurrido nunca, como si nada les hubiera ocurrido a ellos ni a nadie, como si no estuviera ocurriendo nada. En ningún sitio. No hay presos en los manicomios soviéticos, ni Sudáfrica… no hay jornaleros migratorios que viven sin mujeres camino abajo… ni «lugar de protección» en Arene, bajo nuestras propias narices en Marsella. Este año ya han encerrado allí a siete mil pobres diablos como si fueran animales extraviados antes de ser deportados… Estar vivo día a día: lo mismo que en Bonnard… tout voirpourpre-miere fots, a la fots. Hasta los ochenta años. Es encantador, naturalmente, si lo consigues. Mira aquí, y allí, la carne de la mujer y las hojas que la rodean son hermosas y corresponden a manifestaciones idénticas. Porque ella no tiene más existencia que las hojas fuera de este encantador bosque en el que están. Ni pasado, ni futuro. La mimosa: cincuenta años más tarde, está viva en el mismo verano que la mujer. Como si no hubiera existido Hitler, los campos de concentración -la oleada de gente que se movía lentamente con sus ropas de vacaciones los alejaron de las galerías hasta los peldaños poco profundos y bajaron a un patio de esculturas alargadas como sombras tardías. Las piernas musculosas de Bernard con su vello negro y sus pálidas manos de europeo con el delgado anillo de oro indicativo de su estado civil brillaban tenuamente en las sombras-, ni bombardeos, ni ocupación alemana. Tu chica del bosque y el jarrón con mimosas… c'est un paradis inventé.

Los dos llevaban pantalones cortos y mientras paseaban la pierna de él frotaba la de ella a la manera del zigzag de un gato cariñoso.

– Si fuera a París…

– Vendrás, vendrás -Chabalier tomó un estrecho sendero bajo pinos de tronco azul rosado, extendiendo la mano para guiarla a sus espaldas.

– No logro imaginar cómo sería… elaborado. Cómo te vería…

– Como me ves ahora. Todos los días.

– Y yo estaría… ¿dónde?

– En un hermoso hotelito. Cerca del lycée. Para poder llegar rápido hasta ti. Lo primero que quiero hacer es mostrarte la dame a la licorne en el Cluny.

– Y harás que nos encontremos por sorpresa.

– ¿Qué significa eso?

– Cuando lleves a pasear a tus hijos.

– Ah, no. La quiero, no puedo dejarte seguir adelante sin saber que también la ves a ella.

Rosa se apoyó a su lado contra un muro de piedra, contemplando cuestas con viñedos extendidos a madurar al sol y olivos encorvados a lo largo de terraplenes abandonados interrumpidos por viejas granjas y nuevas villas. Un hombre sin camisa andaba de puntillas por un tejado que estaba reparando; los brazos y la postura de una mujer eran los de alguien que les gritaba, aunque estaba demasiado lejos para ser oída. Más allá, en la franja de mar que se colaba detrás de las torres de castillos de arena, banderas y gallardetes de aldeas encumbradas, un barco despedía humo blanco a la manera del chorro de una ballena. Rosa siguió con la mirada a la mujer que retrocedía para ver el hombre en el tejado, como si completara una figura que conducía al tapiz de la pared de un museo desde una habitación de hotel que sería especial entre calles llenas de hoteles semejantes. Levantó el mentón y sonrió con los labios apretados en una especie de maestría tímida y torpe. Bemard vio al hombre en el tejado.

– Mira su tripa. Il va se casser la gueule, vieux con… Tal vez un pequeño apartamento. No es fácil, pero se me ocurren algunas ideas. Sé qué es lo que te gustaría… un pequeño estudio en un edificio viejo… aunque por lo general apestan… los pasillos… no te imaginas lo que es eso. No, encontraremos algo mejor -dejó de ver al hombre en el tejado, la mujer, el valle; los ojos entrecerrados como para protegerse del destello, de pensamientos en el idioma en que ella no podía seguirlo-. En realidad, un hotel… siempre estará el portero si necesitas algo y yo no estoy -la larga boca con la línea superior delgada reaccionó con tristeza y fina obstinación ante objeciones de las que ella nada sabía; los ojos fijos adquirieron un foco cálido y tranquilizador, rechazándolas-. Estoy absolutamente seguro de que se puede hacer algo a través de la gente que corresponde. El comité antiapartheid puede conseguirte una residencia temporal e incluso un permiso de trabajo. Si no lo hacen por ti, ¿por quién demonios lo harían? Pero discretamente… aunque por supuesto les encantaría que subieras a una plataforma, Rosa, créeme… Podríamos conseguir la película sobre tu padre, sería… no, claro que no, no hasta que tengas documentos franceses. Darían saltos ante la sola idea de que tú… Probablemente encontrarían un trabajo para ti de inmediato. También mis contactos, que no están nada mal. Unos cuantos académicos negros que tienen influencia en los países africanos francófonos de donde provienen. Hay muchos proyectos y nunca gente suficiente para llevarlos a cabo. Es posible que consigas un trabajo maravilloso relacionado con la medicina en Camerún o Brazzavile, en un lugar así… Muchas veces me han ofrecido una cátedra en una de sus universidades negras, un contrato de un año, ni hablar de trasladar a toda la familia…

Habían asumido, sin pensarlo, una de las posiciones clásicas de las parejas; encontraron un lugar en la hierba, donde ella cruzó las piernas debajo de su cuerpo y él apoyó la cabeza contra el vientre, sintiéndolo temblar cuando reía y oyendo los sonidos amortiguados de su tripa como lo haría un hijo suyo en ella.

– Iré solo. Tendríamos un año entero.

– Ayer, antes de que llegaras al bar de Arnys, hablé con esos chicos. Estaban consultando sus horóscopos en «Mari-Claire». Son muy serios. Encontré las palabras necesarias, logré unirlas sin pensar -la cara que se alzó para mirarla era la que él debía tener diez años atrás, una cara curiosa, alisada como una hoja de papel bajo una mano, desprovista de las arrugas de una ansiedad ambiciosa, tal como era antes de que la grieta de la barbilla se viera profundizada por una inteligencia sensual.

– Tu francés funcionará de perlas. Te las arreglarás perfectamente. Y es posible que en África logre terminar mi condenado libro. Una excelente idea: una de las razones para que acepte ese trabajo, al fin y al cabo es necesario volver a las fuentes coloniales y así sucesivamente.

Todas las cuestiones prácticas se manifestaban abiertamente entre ellos; una mujer y dos hijos, una responsabilidad asumida tiempo atrás por un hombre responsable. La actitud en que reposaba la aceptación de Bernard y de Rosa en cuanto a las circunstancias se basaba en una de las declaraciones más simples de un hombre complejo: Vivo entre mi mujer y mis hijos, no con ellos.

La declaración, a su vez, pareció buscar en Rosa una explicación que no podía dar; pero al manifestarla, la carga de la misma se trasladó un poco, su hombro quedó bajo el de él. No tenían hogar pero vivían prácticamente juntos. Para él la seguridad era casi palpable en el vigor y el reposo del menudo cuerpo de Rosa. Apoyado en ella, Bernard adquirió lo que una y muchas veces Rosa había encontrado en el pecho de su padre, cálido y sonoro con los latidos de su corazón, en aguas tratadas con cloro. Los ojos de Rosa (del color de la luz, creadores de incomodidad: ¿ojos de bóer, ojos de pied-noir?) se movieron por encima de la cabeza de él, entre árboles, transeúntes y -una rápida mirada hacia abajo- una motivación íntima de visión interior, tan alerta y contenida como la mirada de la que su madre había sido igualmente inconsciente al levantar la vista cuando su hija regresaba lentamente, pisando gravilla, de la visita en la cárcel.

El joven rostro terso habló por debajo del suyo, desde lo que había sido y lo que era:

– Eres lo que más quiero en el mundo.


En las reuniones se perdían entre el gentío y luego tomaban conciencia, cerca, de una nuca o una voz: ella oía una versión ligeramente distinta de Bernard Chabalier ofreciendo una versión ligeramente distinta de lo que había dicho acerca del pintor.

– …cincuenta años, fauvismo, futurismo, cubismo, arte abstracto… para él todo pasa como si nada. Para él 1945 es 1895. Quizá lo que está concluido sea intemporal… pero los acontecimientos modifican la conciencia del mundo, ésta se sacude y las sacudidas se registran sismográficamente en movimientos artísticos.

Donna estaba obligada a entretener a un amigo inglés que era propiedad de su familia: el tipo de ejemplo único, escogido en los círculos político-intelectuales cuya existencia ignoran y que es el orgullo de una familia rica. El hombre se tomaba a sí mismo como una tasación de su propia distinción. Esperaba que dieran una fiesta en su honor; Donna había tenido que reunir, entre los asiduos que conocía, a algunos que él considerara en un nivel capaz de apreciarle. Su explicación de lo que era o hacía fue poco certera; había sido miembro del parlamento, tenía algo que ver con el jaleo de la entrada de Inglaterra en el Mercado Común, y también algo que ver con la publicación de un periódico. Ella no recordaba si se manejaba bien en francés; los Grosbois, las lesbianas de la brocanterie y otros de su contingente local francés congregados en una parte de la terraza, contentos de todos modos con su propia fiesta; Didier, con un exquisito traje italiano de color blanco (sólo Manolis supo reconocer la pura seda natural) afirmaba su propio estilo de distinción mientras iba de una lado a otro rápidamente, sirviendo bebidas con el absorto desparpajo de alguien contratado para la ocasión. Su contribución a la correcta apreciación del invitado de honor consistió en asumir instintivamente el papel de sustentar la posición de Donna como anfitriona de James

Chelmsford. Este se presentó en mangas de camisa, pantalones de hilo azul, alpargatas que mostraban sus gruesos tobillos pálidos cruzados por venas azules, pañuelo Liberty amarillo bajo una cara encarnada y pulcramente afeitada. Bebía pastis, dejando bien sentado que no era ningún recién llegado a esa parte del mundo. Donna lo llevó hasta un pequeño grupo que incluía a Rosa y que atrajo a uno o dos más que solicitaban opiniones para tener la oportunidad de manifestar las suyas… un periodista parisino que era huésped en la casa de alguien, un ingeniero de la construcción, miembro de la Société des Grands Travaux de Marsella.

– ¿Por qué fue necesario Soljenitzin para que la gente se desilusionara con Marx? Otros han salido de la Unión Soviética con el mismo tipo de testimonio. Su Gulag no es algo que desconociéramos.

Chelmsford escuchaba al periodista con aire de atención profesional.

– Bien, en este sentido podríamos preguntarnos cómo es posible, desde los juicios de Moscú…

– No, no, porque pertenecen al período stalinista y la izquierda hace una clara distinción entre lo que murió con Stalin, los malos tiempos viejos… Pero a partir de la nueva era, la posterior a Jruschov, el deshielo y otra vez el hielo, todos saben que se repitieron los horrores, que los hospitales son el último modelo de cárcel, nombres nuevos para el viejo terror. ¿Por qué tuvo que ser Soljenitzin el que sacudió a la gente?

– ¿Lo fue?

El periodista dedicó al ingeniero la sonrisa destinada a alguien que carece de opinión. Dirigió su reacción a los demás.

– Sin la menor duda; después de ver a una criatura tan torturada, tan dañada, ¿quién podía mirarlo a los ojos en la pantalla del televisor, cómodamente sentado en un sillón Roche-Bobois con un whisky en la mano? Sé que yo… esa cara que da la impresión de haber sido golpeada, abofeteada, de manera tal que las mejillas ya no experimentan sensación… y esa boca que se vuelve -levantó los hombros, agitó las manos cerradas y apretó la boca hasta que los labios se pusieron blancos-, esa boca que se vuelve tan pequeña por la costumbre de no poder hablar libremente. La izquierda occidental ya no sabe cómo seguir creyendo. No sabe cómo defender a Marx después de él.

– No es fácil responder -el ingeniero habló amistosamente a Rosa, como si sólo lo hiciera para ambos; poseía los modales escrupulosamente tolerantes de algún nuevo tipo de misionero, los pies calzados con prácticas sandalias, la cabeza rubia casi afeitada para recibir un poco de fresco en los terrenos pantanosos de las desembocaduras de los ríos de Brasil y África donde (parloteó) preparaba estudios de eventuales emplazamientos portuarios-. Tal vez sea su enfoque, algo en su estilo. Me refiero a los escritos. Hay en él algo de Victor Hugo que apela a un amplio público, mucho más amplio…

– El público. El público en general siempre estuvo dispuesto, de todos modos, a tragarse que los comunistas sólo son bestias y mostruos… pero la que ahora rechaza el marxismo es la izquierda intelectual.

– Dudo que lo mismo pueda decirse de Inglaterra… claro que también dudo de que pueda decirse que mi país tenga una izquierda intelectual en el mismo sentido. No podríamos proponer a Tony Crosland como candidato entre los filósofos de café… -los franceses no entendieron el chiste.

– E incluso rechazar a Mao… no se puede «institucionalizar la felicidad». ¡Precisamente los mismos que en el 68 fueron los estudiantes que salieron a la calle!

El periodista y el ingeniero se singularizaron, constantemente interrumpidos, por encima de las cabezas de los demás.

– No, no es del todo cierto; Glucksmann ataca a Soljenitzin por decir que Stalin ya estaba contenido en Marx.

– B-bien, montaron una especie de espectáculo poco entusiasta… quiero decir que, por supuesto, uno no se presenta y grita me equivoqué, nosotros, los jóvenes brillantes, los nuevos Sartre y Foucault, nuestras teorías, nuestras premisas básicas… sangre y mierda, eso es todo lo que queda de ellos en el Gulag, éh?

– Claro que no debemos pasar por alto que el pesimismo básico de Soljenitzin siempre ha hecho de él un escritor plebeyo más que socialista…

– ¿Pero cómo cambiaremos el mundo sin Marx? -el ingeniero admitió, como si confesara sonriente haber sido futbolista de primera división, aunque no se le reconociera en la estructura física: «Yo estuve en las calles en el 68»-. Todavía están de acuerdo en que debe cambiarse.

– Lo dudo. Apenas. Incluso eso. No sé qué tienen entre las piernas, para no hablar de lo que tienen en la cabeza. Filósofos políticos. Capitularán por entero ante el individualismo. O se volcarán en la religión. En cualquier caso, terminarán en la derecha.

– Bien, en principio, debemos repudiar a la primogénita de Marx. La filie aínée. Tenemos que declarar a la Unión Soviética hereje del socialismo -Bernard Chabalier se unió al grupo; Rosa oyó la interjección entre otras. El hacía los gestos elípticos de quien ha vuelto a deslizarse en el montón.

– No, no, seamos claros: existe una diferencia entre el antisovietismo de la derecha y el nuevo antisovietismo de los intelectuales izquierdistas. Quizás ahora la izquierda parece definir los males del socialismo soviético tal como lo ha hecho siempre el pensamiento reaccionario: dictadura implacable en los trabajos forzados. Pero lo que condenan no es la diferencia entre el socialismo soviético y el liberalismo occidental… que es más o menos la tesis del liberalismo occidental e incluso de la derecha ilustrada… ¿Esto se aplica a Inglaterra?

– Mmm, sí, supongo que podríamos decir que creemos saber qué derechos humanos defenderemos, pero no deseamos la nacionalización ni la migración ilimitada de los negros. Por esta razón el Partido Laborista se irá al traste -esta vez los franceses rieron con el invitado de honor, que fue apagándose en un vago asentimiento, simulador, desdeñoso en murmullos que lo disociaban de esa específica locura política.

– Tampoco se trata de la ortodoxa tesis apologista según la cual lo ocurrido al socialismo en la Unión Soviética tiene algo que ver con el legado del atraso ruso. La vieja historia: su estado de subdesarrollo cuando llegó la revolución, el revés económico de la guerra, la tradición autocrática del pueblo ruso y así sucesivamente. La teoría de izquierdas dice que si Stalin estaba contenido en Marx se debe a que el culto del estado y la rationalité sociale ya estaban contenidos en el pensamiento occidental… esto es lo que se originó en la Unión Soviética, pero su doctrina nace en Maquiavelo y Descartes.

La frente definida con la pelusa detrás de cada oreja se inclinó hacia atrás, los párpados cayeron intensificando la mirada.

– De modo que todo lo que anda mal en el socialismo es lo que anda mal en Occidente. Otra vez la culpa del capitalismo.

– Permíteme terminar… por ende el antisovietismo de los izquierdistas occidentales es un antisovietismo de la izquierda, totalmente distinto.

– Y permíteme decirte -saltó Bernard a través de la elipse de su propia ironía- que la tragedia de la izquierda consiste en que aún está convencida de que todo lo que tiene de malo el socialismo está en Occidente. Nuestra tragedia como izquierdistas, la tragedia de nuestra época. El socialismo es el horizonte del mundo, Sartre lo ha dicho de una vez por todas; pero es una evasión… cierra los ojos, apriétate la nariz, antes de reconocer de dónde viene el hedor.

– Sin duda alguna lo importante es…

La voz del ingeniero se paseó por temas que lo complacían:

– Ojalá pudiera acomodar mis convicciones al genio de un nuevo philosophe… y hablaban de maniqueísmo… acusan a Giscard…

– Sin ningún género de dudas el factor importante reside en que -el inglés había metido la panza y sacado el pecho, manteniendo sus opiniones por encima de la discusión-,…al menos estos tipos pueden tener la cordura de haber acabado con las ideas totalitarias y la represión total inseparable de dichas ideas. Cuando encuentras a alguien que dice que el gran invento del siglo veinte puede resultar ser el campo de concentración… cuando apareces con ideas semejantes, es posible que por fin nos estemos alejando del señuelo de la maligna utopía. ¡Si la gente se olvidara de la utopía! Cuando el racionalismo destruyó el paraíso y decidió instalarlo aquí, en la tierra, la meta más terrible penetró la ambición humana. Era evidente que no tenía fin lo que se haría sufrir a la gente para alcanzarla.

Bernard vio que Rosa los miraba a todos, a él mismo como uno de ellos. Sus pómulos estaban tensos de asombro; su presencia entre ellos era como un brazo que los hace retroceder de algo perdido y pisoteado.

– ¿«No puedes institucionalizar la felicidad»? ¿En serio? ¿Como un descubrimiento…? Es una de esas máximas que aparecen en las sorpresas del árbol de navidad…

El ingeniero se mostró encantadoramente perspicaz.

– Quizá se referían a la libertad, de alguna manera están… no sé, algo trastornados en estos tiempos para usar esa palabra. Sea como fuere, según la visión izquierdista de la vida, ambas significan más o menos lo mismo, siempre insisten en que su «libertad» es condición de la felicidad.

Ella sopesó por un instante sus manos vacías. Bernard vio que se levantaba y se mostraba allí aquello que había sido pisoteado. Enseguida Rosa ocultó los puños detrás de los muslos.

– ¿No lo sabes? No existe ninguna posibilidad de felicidad sin instituciones que la protejan.

El inglés sonrió desde una ventana de minúsculos dientes que sujetaban el cigarro.

– ¡Qué Dios nos proteja! Entonces levantan la alambrada de púas y quién sabe en qué momento descubres cuál es el lado erróneo…

– No estoy postulando una teoría. Me refiero a gente que necesita tener derechos (allá) en un código para poder moverse en su propio país, decidir qué trabajo harán y qué aprenderán sus hijos en la escuela. Para poder montar en un autobús o entrar en un sitio y pedir una taza de café.

– Ah, sí, los derechos civiles ordinarios. No puedo decirte que sea una utopía. Pero para ello no es necesario una revolución.

– En algunos países sí. La gente muere por cosas como ésas -dijo Bernard en voz alta, para sí mismo.

Rosa no dio muestras de haberle oído.

– Pero la lucha por el cambio se basa en la idea de que la libertad existe, ¿verdad? La libertad, esa idea estrafalaria. La gente tiene que estar en condiciones de crear instituciones… y es necesario desarrollar instituciones que la vuelvan posible en la práctica. Esa utopía es interna… sin ella, ¿cómo puedes… actuar? -la última palabra sonó como si hubiera dicho «vivir», aquella por la que la había sustituido incoscientemente; hubo modificaciones comprensivas, incómodas, apreciativas en esos rostros que aceptaban, amablemente o como un reproche, una verdad ingenua por todos modos admitida.

El inglés colocó su perfil como si lo situara para un retrato, en actitud resuelta.

– Los embustes. La crueldad. Demasiado dolor emana de todo ello.

– Pero no hay indemnidad. No puedes tener miedo de hacer el bien por si acaso el resultado es el mal.

Mientras Rosa hablaba, Katya se detuvo al pasar y la rodeó con un brazo; miró a todos un momento, disfrutando del reflejo de un desafío pretérito, como un viejo veterano que todavía se muestra capaz de recuperar la atención. Prosiguió su camino para limpiar una mancha de vino derramado en la pechera de su vestido:

– Mi enorme balcón recoge hasta la última gota de lo que se cae.

La autoridad del inglés se inclinó y rodó. Cogió otro pastis de la bandeja de Didier sin enterarse del cambio de su vaso vacío por uno lleno.

– No es una cuestión de justificación moral, tenemos que apartarnos de eso. La maligna utopía… el estado monolítico, que es todo lo que es susceptible de producir el sueño utópico, ha asumido la justificación moral y la ha convertido en el mayor embuste.

– Sí, sí, exactamente lo que están diciendo… ya se trate del Partido Comunista como de una gigantesca empresa multinacional, la gente se vuelve contra las estructuras descomunales y limitadoras…

– Nuestra única esperanza reposa en un desapasionado precepto tecnológico, nuestro credo tiene que ser, hablando en un sentido general, ecológico… admitiendo siempre la premisa de que el lugar del hombre es fundamental.

Bernard encontró a Rosa en el matorral del ensimismamiento de los derechos:

– Para ellos ésta es la forma de animar una fiesta.

Ella se encogió de hombros e imitó su gesto de levantar el labio inferior: para todos nosotros. Le sonrió fugazmente.

Se apartaron como si no tuvieran un destino común, como si estuvieran a punto de separarse para ir a la barra de Didier o unirse a la facción Grosbois, donde incitaban a Darby a refunfuñar alguna historia que hizo caer sobre ella tal bombardeo de carcajadas que Donna los observó, fastidiada. Se movieron mesuradamente, como dos que se encuentran para intercambiar un mensaje bajo la cobertura de la multitud. De improviso él empezó a hablar.

– Es mucho lo que puedes hacer, Rosa. En París, en Londres… Lo suficiente para abarcar toda una vida. Si creemos que debes hacerlo. Aunque empiezo a pensar… -se interrumpió; siguieron andando lentamente-. Oye, mis motivos no son los de ellos -no podría haber dicho lo que dijo en ningún otro sitio, ni a solas con ella; lo facilitó la presencia de la muchedumbre, salvadora de cualquier muestra de emociones liberadas-. Debo decirte que no puedes inscribirte en la causa ni en la salvación de los demás. Fíjate en los idiotas que hace unos años cantaban en las calles con las cabezas afeitadas. Nunca alcanzarán el nirvana hindú -ella tenía la cabeza baja, inclinada hacia él para oírlo mejor. Daban la impresión de estar cotilleando acerca del grupo que acababan de dejar-. Lo sé, no puedo comparar… -se detuvo en espera de una rápida mirada que no llegó- el mismo caso que tu padre y los negros… su libertad. Disculpa que te lo diga… lo mismo ocurre contigo y los negros. No es accesible a ti.

– Sigue -lo fijó al tema sabiendo que él no encontraría el momento ni el lugar para atreverse a retomarlo: una reunión ajena a los amantes Bernard y Rosa.

– Ni siquiera a ti.

Pero tenía miedo. Se perdió en pensamientos en su idioma y la marea de seres humanos estalló a su alrededor. En la visión del mar desde la terraza de Donna desfilaban velas rojas, azules y amarillas de las pequeñas embarcaciones de paseo de los lugareños en una tarde de sábado, que viraban antes las boyas demarcadoras del límite de las aguas protegidas. Vio tambalearse Córcega a través de la distorsión de la distancia.

– Tengo ganas de que vayamos a Ajaccio. Tendríamos que experimentar personalmente la sensación de lo que allí ocurre. El sótano que ocuparon los autonomistas cuando mataron a los dos gendarmes, pertenece a uno de mis pieds noirs. Los francoargelinos están amasando una fortuna en Córcega. Me gustaría hablar con ellos.

– ¿La rebelión fue realmente contra ellos o también contra el dominio francés? Dicho de otra manera, ¿fue deliberada la elección del sótano de ese hombre?

Bernard gozó explicándole lo que le interesaba, disfrutó de su experta comprensión acerca de la forma en que ocurren las cosas en acontecimientos de esa categoría.

– Las dos cuestiones están íntimamente relacionadas, el traslado de los colonos desde Argelia es visto, por el movimiento independentista, como parte de la explotación colonialista de Francia; cuando los echaron de Argelia, se trasladaron a otra de las «colonias» francesas pobres, aunque se supone que Córcega forma parte de la Francia metropolitana… De modo que es lo mismo. Para los corsos, los francoargelinos representan a París. Hasta rechazan a Napoleón como a una especie de traidor: el gran héroe de los franceses, el asimilador. Los hermanos Simeone, que lideran el movimiento independentista, han adoptado como héroe a Paoli. ¿Has oído hablar de Pascal Paoli? En el siglo dieciocho luchó contra los franceses por una Córcega independiente… sería fascinante para nosotros, ahora… y para mi libro. Una revuelta popular que realmente está dentro de su alcance… los disturbios constituyen los problemas más serios de Córcega. El tema daría para un buen capítulo.

– Sería suficiente con que apartaras tu mente del estómago -cuando los amantes no pueden tocarse, se toman el pelo.

– Iremos en avión. Al cuerno con el transbordador.

– Yo querría viajar en ese hermoso barco blanco…

– Santo cielo, no quiero que me veas vomitar. Y no es un hermoso barco blanco. Rosa, sólo es una panza flotante llena de coches.

– ¿Cuándo? Espero no tener ningún problema con la visa. ¿Me dejarán entrar?

– Ya estás dentro. Como te he dicho está colonizada, es Francia…

Le apretó la muñeca, lleno de alegría.

Georges y Manolis se reunieron con ellos. Didier había puesto un viejo disco de Marlene Dietrich e hizo levantar a Tatsu de los cojines apilados en el suelo como en un harén escenificado. Ella no sonreía ni emitía risillas entre dientes mientras bailaba: la expresión de su rostro era otra. Manolis seguía con la mirada los pasos de Didier:

– Le estaba diciendo a Georges… beati, mais tres ordinaire.


Bailando, la expresión de la japonesita era distinta a como había sido siempre; ahora era grave, ensoñadora, plenamente expectante, y sentí lo que ella deseaba: vivir su época. Algo se nos debe. A las mujeres jóvenes, todavía chicas. La capacidad que experimento al bajar corriendo los callejones regados bajo jardineros para ir al encuentro del hombre que me dice que su carne se eleva cuando sus oídos reconocen el deslizar de mis sandalias, los fogonazos de brillantes sensaciones que me zarandearon en el punto desde el que veía el mar, la abundancia que persigo para mí en olorcillos que llegan desde atrás de las cintas de plástico de puertas abiertas de cocinas y los saludos de los barrenderos que se detienen a tomar un vaso de vino en el bar tabac. Los escolares salen a almorzar y un remolino de chiquillos atolondrados se enreda en mis piernas, sujetándose de cualquier sitio que ofrezca un asidero, regateo de un lado a otro como un guardameta, los brazos extendidos…

Veo que todo, todo, tiene que detenerse para acariciar a cada gato que adopta la pose de un león de Grimaldi en un umbral. O voy con los ojos vendados en la oscuridad de sensaciones que acabo de experimentar, sorda a todo salvo a una larga dialéctica de cuerpo y mente que prosigue en mi interior y en el de Bernard Chabalier cuando no estamos juntos. De pronto una mujer apareció ante mí; el otro día, una mujer en camisón me detuvo en una de esas calles cerradas que son la madriguera de mis amores. Una de las chicas, las lesbianas o bellezas de los años treinta. Por un instante creí que era Bobby.

Me cogió del brazo; los nervios de sus dedos se crisparon como pulgas. Las lágrimas formaban arroyos en las arrugas de su cuello. Ayúdame, ayúdame. Me asomé a su necesidad con el encogimiento y la cobardía ante la luz de una hora del día o de la noche que no se reconoce. Y eso era precisamente lo que en ella moraba: ¿Qué hora es? Quería saber si acababa de levantarse o si estaba lista para acostarse; se le habían escurrido las amarras de los días y las noches. Cuando le pregunté qué era lo que andaba mal, investigó mi rostro, la boca abierta y tensa, el lápiz labial manchando los pliegues verticales que interrumpían el contorno de sus labios: eso era lo que andaba mal… que no lo sabía, que no podía recordar qué era lo que andaba mal.

La alejé de la calle, a través de unos dobleces de nilón azul dejaba al descubierto el balanceo de sus oscuros pezones en el extremo de dos alerones de piel. La puerta de una casa pequeña -Lou Souliou escrito en hierro forjado- estaba abierta a sus espaldas. Le ofrecí ayuda para vestirse o volver a la cama (suponiendo que hubiera estado en la cama: ella misma no lo sabía). Pero en cuanto estuvimos dentro empezó a charlar con una animación normal y cotidiana. No mencionamos lo que había ocurrido en la calle. Se puso algo más parecido a un traje de terciopelo que a una bata. Me ofreció café… o vodka. Tenía que haber una botella de vodka en la nevera. ¿Un poco de zumo de tomate? Cuando oyó mi francés macarrónico respondió en inglés con el formal fraseo norteamericano de un personaje de Henry James. Fotografías y recuerdos en una acogedora habitación con tenue luz… como todas las casas de las mujeres que viven por aquí. Una vida de amplio alcance; algunos objetos parecían peruanos, mejicanos… de los indios norteamericanos. El panetiere provenzal con libros y pequeños tesoros detrás de sus barras de madera, el ahusado escritorio con fiorituras cargado de periódicos arrollados, sin abrir.

– Tú eres la amiguita de Arnys, ¿no? En su bar nos hemos visto. Arnys adora a la gente.

El amiguito de Arnys es Bernard, pero supongo que ésta debía de ser una de las mujeres que me han visto tan a menudo en el bar este verano. Cuando vuelva otro año tal vez recuerden a tu chica, la chica de Madame Bagnelli, el gran amor del profesor parisino que estaba escribiendo un libro.

Yo quería irme y ella quería retenerme por si la mujer que había conocido en la calle volvía a tomar posesión de su cuerpo. Volé cuesta arriba a buscarte, a oírte cantar mientras tapizabas una vieja silla o pintabas las uñas de tus pies con una valiente capa de esmalte rojo. Quería preguntarte quién era y contarte lo que había ocurrido. Pero al verte, Katya, no dije nada. A ti podría ocurrirte lo mismo. Cuando yo no esté. Algún día. Cuando esté en mi país, o en Camerún reuniendo cosas con las que me encapriche, los recuerdos que me llevaré.


Las perspectivas: ¿cuáles son las perspectivas? Para la primera mujer de Burger, la amante de Ugo Bagnelli, para Rosa Burger.

Tú tienes los ruiseñores cada mes de mayo, y los pechos que dieron tan dulces placeres son palpados clínicamente cada tres meses en la rutina de prolongar la vida. La cama donde se acostaba Ugo Bagnelli cuando podía alejarse de su familia en Toulon -en la que yo duermo ahora con Bernard- no será ocupada por otro hombre tuyo. Como dice Gaby Grosbois, sólo puede haber un acuerdo, una paga la habitación de hotel, como la mujer del dentista de Pierre y el policía. El querido y viejo Pierre con su Levis azul… a su esposa no le preocupa que todavía pudiera encontrarse deseable; lo único que queda es hacer una broma entre vosotras a costa de su impotencia. Te ríes de ella cuando dice: «Todavía conservas tu belleza, Katya»; hoy te vi bajo la buena luz que sólo se encuentra en el cuarto de baño entre las habitaciones en penumbra de esta casa en la que ojalá pudiera quedarme el resto de mi vida… te he visto arrancándote cerdas de la barbilla.

Es posible vivir dentro del ámbito de una persona, no de un país. París, Camerún, Brazzaville; el terruño. Existe la posibilidad con Chabalier, mi Chabalier. Me dice que una vez instalados en París, tendría a mi Chabalier, que es el único que cuenta. No es desleal. No dice que no ama a su mujer y a sus hijos: «Vivo entre ellos, no con ellos». Entre nosotros no pronunciamos palabras rituales; no quiero usar las que tuve que emplear para entrar bonafide en una cárcel. ¿Cómo lo sabía él? Pero de alguna manera lo estaba reconociendo en su disgusto por coquetear como es debido aquella primera noche en el bar.

– A veces tengo que satisfacerla.

Se lo pregunté francamente: tendrás que hacerle el amor cuando vuelvas a casa. Sabíamos que no sólo me refería al día en que se fuera de aquí, sino cuando esté viviendo «cerca» del lycée y él haya estado conmigo. Nunca miente y la mía era una pregunta que, sin duda, sólo puede hacer una extranjera. Lo comprendo. No estoy celosa aunque he visto su foto… ella aparecía en la que me mostró cuando le dije que quería ver a sus hijos. Es una mujer bonita, con una cabeza insolente y decidida, a la que imagino diciendo, como me contaste que dijo la mujer de Ugo: Puedes tener todas las mujeres que quieras mientras yo no me entere.

– Una burguesa indestructible -dijiste de la mujer de Ugo y reiste generosamente, Katya-. Eso estaba muy bien. Yo no quería destruir a nadie, no quería nada de ella -y tuviste a tu Bagnelli más de quince años. Bobby tuvo a su coronel. Es posible.

Incluso podríamos tener un hijo.

– Eres el tipo de mujer que puede hacerlo -me ha dicho-. No tendría miedo de que tuviéramos un hijo. En general no estoy de acuerdo con la idea de que una chica deba seguir adelante y tener un hijo sólo porque quiere demostrar que no necesita un marido… lo mismo que demostrar que es capaz de obtener un título. Ahora no es más fácil que antes. Un chico sin familia, sin hermanos mi hermanas… pero nuestro. Un niño para tu padre.

En la edad mediana tendré un hijo joven que ira al Liceo Louis le Grand y llevará el nombre de Lionel Burger; no necesitará reivindicar el apellido de los hijos de Chabalier. Tenemos familia en París, mi niño y yo: a veces pienso que algún día, cuando viva allá, la buscaré, buscaré a la prima Marie, que promociona naranjas. En París no habrá ninguna razón para evitar a nadie en cuanto tenga documentos nuevos. Seré libre de hablar. Libre. ¿Y si encuentro a Madame Chabalier en compañía de su marido en una de las reuniones de izquierdistas?

– No importa. Probablemente os caeréis bien. Tú hablarás con ella como con cualquiera con quien tienes ideas políticas más o menos semejantes… eso es todo. Ella intenta aguantar -saca la correosa rodaja de limón del vaso después que se ha comido la suya, y la chupa-. No le has hecho ningún daño.

No quiero saber nada más de ella, no quiero conocer sus debilidades ni calcularlas. Lo que yo tengo no es para ella; él me da a entender que su mujer no sabría qué hacer con eso y que no es culpa suya.

– Uno está casado y no hay nada que hacer.

Sin embargo me ha dicho que se casaría conmigo si pudiera, queriendo decir: deseo intensamente estar casado contigo. Lo ofendí un poco al no mostrarme conmovida. Son otras cosas que me ha dicho las que corresponden al texto según el cual vivo. En realidad no sé si deseo alguna forma de manifestación pública, de posición, de código como el matrimonio. No hay nada más privado y personal que la vida de una amante, ¿verdad? Externamente, nadie sabe siquiera que somos responsables el uno ante el otro. La amante de Bernard Chabalier no es la hija de Lionel Burger; indudablemente no es responsable del Futuro, puede ir a hacer buenas obras en Camerún o contemplar el unicornio en la foresta de tapicería. «Este es el ser que nunca ha sido», me recitó una poesía acerca de este unicornio, traducida del alemán. Una criatura mítica. Un paradis inventé.

Cuando te vi arrancarte la barba cruel de tu suave mentón, tendría que haberme acercado y haberte besado y rodeado con mis brazos para protegerte de la perspectiva de la decadencia y la muerte.


Después de un breve viaje de investigación a Córcega para su tesis, Bernard Chabalier dedicó sus pensamientos a encontrar una sólida razón para justificar su necesidad de ir también a Londres. Era bueno en estas cuestiones; sumamente experimentado y práctico, empezó convenciéndose a sí mismo. Una vez superada esta prueba -el rostro que habitualmente se arrugaba en irónico escepticismo y diversión ante proposiciones sospechosas, aceptó ésta como pasable-, confiaba en poder convencer a quien fuera necesario.

– Tendría que pasar unos días en Londres para hablar con un colega británico… sí, por supuesto, de la LSE… se dedica al mismo tipo de investigación que yo. La influencia de la contraemigración en Inglaterra. No está mal lo de «contraemigración». Creo que acabo de inventarla. Los colonizadores que regresaron de Kenya, los rodesianos que está volviendo desde la Declaración Unilateral de Independencia, los paquistaníes, huelga decirlo, los antillanos. A modo de comparación: un capítulo corto con fines comparativos. La mutación de los valores anglosajones post coloniales frente a… Esas cosas son estupendas para una tesis. Toques de erudición. Impresionan a los supervisores -apenas era necesario plantear estas cuestiones a su mujer (se llama Christine) y a su madre, para quienes las necesidades de la tesis eran prioritarias-. Si sentarme en lo alto de una columna en medio del desierto fuese la mejor manera de obtener el doctorado me enviarían, sin la menor compasión, una botella de Evian para asegurarse de que en caso de estar a punto de morir de sed no bebería agua con gérmenes. Son ambiciosas por mí, te lo aseguro. Ellas también hacen sacrificios, es verdad…

Cuatro días y tres noches juntos en Córcega habían permitido a Rosa Burger y Bernard Chabalier degustar la experiencia de estar solos, una pareja en estado puro, la incomparable experiencia de que no corrían peligro de perder en el intento de prolongación que es el matrimonio. Pero la alegría sin exigencias -porque la presencia constante del otro, la sensación y el ritmo de la respiración, el olor, el tacto, la voz, la vista, la interpretación mutua era la provisión total- se convierte en una única exigencia unificadora. De la pareja; sobre el mundo, sobre el tiempo: volver a experimentar ese equilibrio perfecto. Una resolución impetuosa, fuerte, bronca, de ojos entrecerrados, fundida en deseo, rozando los límites, derribando todo lo que vuelve improbable e incluso imposible el tránsito de la voluntad. Rosa Burger y Bernard Chabalier no tenían muchas oportunidades de vivir juntos días enteros con sus noches mientras sus cuerpos se velaban mutuamente en el sueño como las efigies de tumbas vecinas que representan cuerpos enamorados y desertados por la muerte. Si los días y las noches han de contarse con los dedos, la suma es importante. A Rosa le pareció brillante la idea de Londres porque en un contexto urgente las ideas sólo tienen que ser factibles para resultar brillantes. Estaba en condiciones de complementar la ocurrencia básica de Bernard, su razón para ir a Londres. Un hotel era peligroso; por retirado que fuese, alguien que conociera a alguno de los dos podía alojarse allí; al fin y al cabo siempre existen sobradas razones para buscar lugares recónditos. Ella disponía de un piso… tenía acceso a la llave de un piso en Holland Park, que nunca había usado. Jamás había estado en Inglaterra, en Londres. ¿Le parecía bien Holland Park? A Bernard le encantó la idea de mostrar Londres a la jeune anglaise (los franceses del pueblo donde la había conocido no sabían hacer distinciones de origen entre los extranjeros de lengua inglesa). ¡Holland Park era ideal! Un corto trayecto en metro hasta el West End.

¿Y a qué distancia de la London School of Economics?

Ataques de risa y parloteo.

– Lejos de nuestra ruta, nunca la encontraremos, no te preocupes. Pero mi colega que vive en Holland Park y me conseguirá una habitación en casa de unos amigos éh? Será más barato que un hotel… y si alguien llama por teléfono -Rosa entiende la pausa, deduce, la anciana Madame Chabalier ha sufrido un infarto, de hecho dos, y siempre tiene que haber una manera de llegar a su hijo-, no tiene nada de particular que otra persona que vive en la misma casa atienda, ¿no?

Sí. Y otra vez sí. Sí a todo, a medida que empieza a alcanzarse lo que no se podía hacer, con el entusiasmo de las soluciones prácticas seguidas paso a paso y atentamente planeadas, porque la negligencia produce heridas y nadie debe resultar herido si Bernard Chabalier y Rosa Burger han de permanecer intactos e inalcanzables.

El 7 de septiembre Bernard Chabaiier reunió las páginas escritas a máquina y las notas manuscritas dispersas en ordenado desorden por toda la habitación donde había trabajado y hecho el amor, ambas cosas bien… tenía que admitirlo; testigo singular, esa habitación con la que no quería volver a enfrentarse bajo otras circunstancias, nunca… y volvió a París. Faltaba una semana para el comienzo de las clases en la escuela donde era profesor. Una decisión razonable. Faltaba una semana para el comienzo de las clases en las escuelas de sus hijos; ésa era la razón. Podía volver un día y entrar en su aula al siguiente… había enseñado muchas veces lo que debía enseñar, pero a sus hijos les gustaba que los acompañara cuando había que comprar lápices y cuadernos y zapatos nuevos como preparativos para el nuevo curso. Había hablado con Rosa acerca de su conciencia de que no sabía, más allá de cierto nivel elemental, cómo debía comportarse para ser lo que él mismo etiquetaba como padre «constante», cómo satisfacer necesidades que debía adivinar; por el momento se limitaba a hacer lo que parecía complacer más obviamente a los niños. No le dijo que la fecha que habían acordado para su partida correspondía a un caso específico. Este era el tipo de cosas que ella adivinaba y tendría que adivinar en la clase de vida que vivían y vivirían; no era necesario plantear el supuesto de que un «profesor» necesita una semana para asumir esta identidad. Amando a la chica, en cualquier sitio ajeno al estado puro, el principio de que nadie debía resultar herido invertía su posición de posible perpetradora en posible víctima. Si nada se decía y no obstante ella comprendía por qué él estaba comprometido consigo mismo a marcharse ese día, éste sería otro de los sobreentendidos que unirían firmemente a Rosa Burger y Bernard Chabalier.

Se fue un día distinto al que especificaba el billete aéreo. Las muchedumbres de vacaciones ya se habían marchado, pero los antiguos huesos de piedra de la aldea contenían la médula estival. El azul del mar, triunfante a pesar de su contaminación, era sólido. Por contraste, las montañas se esfumaban en delicados halos de bruma solar, sin memoria de la nieve, que nunca retornaría. En el coche de Madame Bagnelli aroma a geranios a través de las ventanillas en lugar de vapores de gasolina, y los viejos jugando bajo los olivos en el aparcamiento vacío de coches, tal como Rosa lo vería jugar a él cuando envejeciera. Conducía ella y tal vez su concentración (todavía incapaz de confiar en sus reflejos para mantenerse del lado derecho del camino en vez del izquierdo… como era norma en su lugar de origen) mantuvo a raya la desesperación que acometió a Bernard, de modo que a su lado las manos le temblaban y respiraba con la boca abierta.

Pero dentro de unas semanas se encontraría con ella en Londres. Entretanto le buscaría el apartamento en París, en el quartier del lycée; ella se instalaría en Londres a esperarlo, en el piso que siempre estaba a su disposición. El pediría una semana de permiso -no había faltado por enfermedad ni por estudios un solo día en diez años, le importaba un rábano que el trimestre acabara de empezar- y volverían juntos a París el mismo día, si no en el mismo avión, o sea juntos. No era una separación sino el inicio del compromiso de estar precisamente así: juntos. Ya no eran una de las aventuras de la aldea. El le telefonearía todos los días; una vez más volvieron a hablar de la mejor hora para hacerlo… también ella era muy hábil en los tejes y manejes de la intimidad. Rosa no lloró, pero él estaba impresionado por todo lo que había tenido que pasar con el fin de aprender a no llorar, algo que no podía desaprender. Todo eso cayó de nuevo sobre ella, pero de pronto volvió su pequeño perfil a la manera que se modifica el ángulo de un espejo para mostrar el rostro pleno, los grandes labios serenos, los ojos del color de las conchas de mejillones negros (Bernard tardó semanas enteras, muy influido por el entorno en el que se movía con ella e incluso -¡por fin!- reconociéndose a sí mismo como un ejemplo de la preocupación francesa: las cosas que comían, decidir el color).

– Tú eres el único hombre que he amado entre aquellos con los que he hecho el amor. Por eso siento que tú puedes hacer que todo sea posible para mí.

– ¿Qué cosas?

Rosa cogió la lengüeta del billete que sobresalía del contador en la barrera del aparcamiento del aeropuerto y no reaccionó en seguida cuando aquélla se levantó. El le observó la boca con la apasionada atención de los placeres que allí encontraba. La mandíbula era casi fea; ella se empeñaba tan poco en ocultar algo nada bello como en fomentar las hermosuras de su semblante. Sus labios se movieron en busca de formas para la plenitud: el placer de sí misma, la inocente y jactanciosa confianza de ser, la certeza de dar lo que seria recibido, aceptado sin cuestionamientos. Antes de arrancar lo intentó.

– No sé. Cosas que no conocía. Que he descubierto. A través de ti.

– ¡A través de mí! Querida mía, debo decirte… que a veces contigo me siento como un niño al que echan de la sala mientras los adultos hablan, y que ahora he crecido… que he vivido toda mi vida… allí…

¡Cuánto le encantaban los giros de su fraseo! Rieron juntos de él, en el viejo coche de Madame Bagnelli que los llevaba a una parada, al destino de aquel día. Las risas se tornaron abrazos y en el estado de descarada borrachera recíproca, totalmente confiada, se separaron por un rato. Menos de dos horas más tarde, desde el aeropuerto Charles de Gaulle donde acababa de aterrizar, Bernard Chabalier -encontrando una excusa para alejarse unos minutos de quienquiera fuese (Christine con o sin los niños, la madre anciana) que había ido a su encuentro- telefoneó a Rosa Burger. Esta vez le dijo con tono de contundente maravilla: Eres para mí la criatura más querida de este mundo. Ella lloró con una emoción desconocida, un nuevo aspecto de la alegría, una extraña experiencia.

Partió a Londres diez días después, en tren, porque era el medio más barato. Había ganado algo de dinero ejerciendo su profesión con gente a la que había sido recomendada, en los puertos para yates, pero la libreta de traveller's checks que había llevado a Europa estaba casi vacía. No se sentía especialmente inquieta. Había telefoneado a Flora Donaldson a Johanesburgo y le explicó que después de pasar el verano en Francia quería visitar Londres. Un tipo de itinerario normal para unas vacaciones en el extranjero; Flora -como Rosa sabía muy bien que podía esperar de cualquiera de los amigos y/o conocidos de su padre- no le hizo preguntas susceptibles de sugerir otra cosa ni expresó ninguna sorpresa o reproche por el hecho de que la hija de Burger hubiera viajado sin hablarle de su intención a nadie, sin explicar cómo había sido posible, sin despedirse de quien se consideraba, justificadamente, la amiga más íntima de la familia, que había permanecido a las puertas de la cárcel con la chica cuando ésta tenía catorce años y padecía los retortijones de la primera regla. No informó a Flora con quién ni dónde estaba en Francia. Flora le dijo a quién debía pedir la llave del piso de Holland Park y encontró la forma de hacerle saber que si necesitaba dinero también era una cuestión que podía arreglarse. La voz del pasado sonaba muy cercana y con timbre de soprano a causa de la excitación que siempre la embargaba ante la perspectiva de mezclarse en problemas de evasión e intriga. Rosa también encontró el modo de agradecérselo, aunque supo explicarle que no necesitaba dinero. De repente Flora Donaldson dio la impresión de hablar como si no se la oyera claramente:

– ¿Pero cómo estás tú? ¿Cómo estás? ¿Realmente bien? ¿Cómo estás?

La pequeña Rose dejó atrás los vestidos de verano que le había hecho Gaby Grosbois porque se sabía, en el sur de Francia, que los otoños ingleses eran como el invierno de cualquier otro sitio, y el verano siguiente volvería a hospedarse con Madame Bagnelli.

– Oh, mucho antes. Volverás para navidad o para Paques, en esas fechas Bernard… las cosas pueden ser difíciles para ti en París. En cualquier momento, ésta será siempre tu casa. Aquí las mimosas brotan la semana de navidad -los besos cálidos en las mejillas, el fuerte olor a deliciosa sopa de verduras y a barniz para madera. ¿Y los ruiseñores?-. ¡Por supuesto! En mayo, ven en mayo y te estarán esperando.

La calle londinense no era un túnel atravesado por una lluvia sucia y por la niebla, tal como decían. Los árboles eran de un fuerte verde sereno. Alfombras soleadas junto a las ventanas alargadas, frente a la estera española de Flora Donaldson. Una planta baja con una franja de jardín compartido que descendía desde los plátanos. Pájaros negros (¿urracas? Pájaros de tarjetas de navidad del hemisferio norte) soltaban dulces exclamaciones desde una silvestre domesticidad de hierbas sin cortar y margaritas.

¡Parece una casa! Sonaba emocionada, por teléfono. Una especie de esfera de reloj de madera con un rabo de vaca móvil para indicar cuántas botellas debía dejar el lechero en la puerta. Una pared llena de libros y un congelador lleno de alimentos, suficiente para aguantar un sitio. Pero los franceses no sabían cómo era Inglaterra… Inglaterra era el sol, los pájaros, los amantes ocultos en el césped. Apenas paraba en casa. Paseaba por los parques y tomó el barco a Greenwich. No conocía a nadie y hablaba con todo el mundo. Bernard Chabalier se vio obligado a postergar su llegada otras dos semanas porque uno de sus colegas había contraído oreillons y el lycée estaba escaso de personal. (¿Qué demonios…? No conocía el nombre de esa enfermedad en inglés pero describió los síntomas: paperas, de eso se trataba, paperas.) No sólo la llamaba todos los días excepto los domingos, sino que le escribía largas cartas; la demora sirvió meramente para darle más tiempo en el goce de la anticipación del momento en que estarían juntos, solos, entre tantos placeres. Seguía un curso audiovisual de francés en el centro estudiantil… costaba muy poco y era excelente. Se había presentado en el Consulado Francés y estaba a la espera de información acerca de la validez de su título de fisioterapeuta en Francia. El había hablado confidencialmente con el presidente del Comité Antiapartheid en París con el fin de conseguirle residencia permanente y un permiso de trabajo, con toda probabilidad usando expresiones como «un miembro anónimo de una familia blanca cuyos miembros son víctimas destacadas del apartheid». Incluso entre París y Londres, por teléfono o en las cartas, él no fue más allá de hacerle saber que había «hablado con unos amigos», como si -otro amante adoptaba los tics de su amada en el deseo de identificarse con la forma de vida que la había conformado antes de conocerla- asumiera las costumbres de un país que desconocía.

Aparte de la precaución de inscribirse en el centro estudiantil bajo un apellido que no era el suyo -aunque por motivos privados más que políticos-, Rosa Burger se mostraba relajadamente comunicativa y no participaba en conversaciones cuyo tema exigiera discreción: intercambios de palabras con madres jóvenes acerca del ingenio de los hijos que construían casas con palos y hojas; discusiones con barqueros sobre los peces que habían vuelto a poblar el Támesis; debates entre condiscípulos acerca del significado de tal o cual escena en una película japonesa que todos habían visto. Sus respuestas rápidas no llegaban al punto de permitirle verse envuelta en ligues de bares: poseía la sonriente e invencible habilidad para desviar tales intentos, habilidad sólo posible en una mujer que ya está enamorada. Pero asistió a una fiesta con una joven pareja de indios que estudiaba francés con ella. La chica era originaria de la India, pero el hombre hablaba inglés con un acento que Rosa reconoció, así como él reconoció el suyo. En la reunión había otros indios sudafricanos; había dicho a la pareja su verdadero nombre pero les pidió que por el momento callaran su identidad; el resto de los invitados sólo vio en ella a una estudiante de su tierra. Volvió a encontrarlos en el piso de la joven pareja. Esos encuentros casuales ejercieron el curioso e imprevisto efecto de hacerle pensar, o soñar despierta, en buscar a la gente que se había ocupado de evitar, porque no podía imaginarse a sí misma deseando lo contrario. Ahora se veía hablando con ellos, acompañada por Bernard Chabalier. La siguiente vez que una de las fieles en el exilio telefoneó al piso con la esperanza de encontrar a Flora, Rosa no respondió como una ocupante anónima; aceptó el entusiasta supuesto de que aquella se presentaría; un sábado por la tarde estuvo en el Swiss Cottage, una refugiada política entre otros, hablando de los viejos tiempos. Se suponía que al igual que ellos seguiría en la lucha de un modo u otro; alguien dijo que había mencionado Francia como su base de operaciones. Fue a otra reunión; en esta ocasión resultó ser en honor de una delegación del Frelimo de paso por Londres para pedir ayuda al gobierno británico. Algunos hombres de Samora Machel habían asistido a la escuela o a la universidad en Sudáfrica. En la causa revolucionaria común al África meridional entre los negros de Mozambique, Angola, Rodesia y Sudáfrica, el gobierno del Frelimo formaba parte de la autorrealización de los negros sudafricanos, era una prueba de su existencia. Mozambiqueños negros que eran jornaleros migratorios todavía trabajaban mano a mano con los negros sudafricanos en las minas de oro y como sirvientes de hoteles y casas a todo lo largo y lo ancho de Sudáfrica. Los exiliados de ambos países habían estado juntos en campo de refugiados, juntos habían sido entrenados como guerrilleros en recónditos lugares del mundo, tomando partido en las luchas internas por el poder, las divisiones y los nuevos alineamientos; los unos hablaban el idioma de los otros, y el inglés del blanco que había industrializado culturalmente el extremo de su continente aun allí donde la lengua del poder colonial era el portugués. No era fácil saber cuáles de entre los negros de la ruidosa y atestada sala eran de Mozambique y cuáles de Sudáfrica. Al menos entre los que llevaban el uniforme del liderazgo: los trajes bien cortados y las chaquetas estilo Mao contaban con el favor indiscriminado del mismo sujeto de rostro autoritario y esclarecedor, tanto si pertenecía al CNA o al Frelimo, y pasaban de grupo en grupo. Alguien pronunció un discurso sobre el Frelimo y el principio del fin del imperialismo colonialista en el África austral. Otro pronunció un discurso acerca del Congreso Nacional Africano y la lucha contra el racismo y el fascismo mundial, vinculando a Vorster con Pinochet. «Unas pocas palabras» fueron dichas espontáneamente -y desarrolladas en una elegía con la elocuencia de uno (de los files) que habían bebido lo suficiente para calibrar su gran momento- sobre los grandes hombres que no habían vivido para ver las fisuras de la opresión en el África meridional… Xuma, Luthuli, Mondlane, Fischer, y por supuesto Lionel Burger, que esa noche ocupaba especialmente los pensamientos de mucha gente porque «alguien muy cercano a él» y su esposa, Cathy Jansen, otra estupenda camarada… se encontraban entre ellos. El papel de Lionel Burger en la lucha; la callosidad y la cobardía del gobierno de Vorster al mantener en la cárcel a un hombre anciano y agonizante, en contraste con la valentía de ese mismo hombre, invicto hasta su último aliento, que rechazó la concesión de compasivas apelaciones en su nombre, que nada pidió a Vorster salvo justicia para el pueblo. El gobierno racista blanco había robado su cadáver pero su espíritu estaba en todas partes… en Mozambique, en esta sala, esta noche. Una anciana inglesa blanca se acercó a la chica y la besó. Se la llevaron de allí para presentarla al contingente del Frelimo. Un maduro miembro del CNA recordó las campañas de los años sesenta, trabajando con Burger. Ella sonreía y agradecía, como una novia durante la boda o una actriz entre bastidores. En su intimidad estaba a su lado Bernard Chabalier, manteniéndola a buen resguardo en otro orden de realidades.

Un periodista del «Guardian» le preguntó si existía la posibilidad de hacerle una entrevista. Un productor de la televisión independiente quiso acordar una charla con ella para incluir a Lionel Burger como tema en una serie de televisión que llevaba el título provisional de «A hombros de la historia». ¿Tendría acceso a fotos, cartas, además de (afortunadamente) el testimonio de muchos exiliados que se encontraban en Inglaterra y podían hablar de él? Rosa mencionó una fuente en Suecia. El hombre la guió solícitamente hasta la mesa donde se pescaban salchichas calientes en una enorme olla. Unos cuantos jóvenes negros comían con espíritu de clan, de espaldas a la sala. El hombre irrumpió entre ellos, hablando sobre su proyecto, presentándole a uno o dos que conocía, murmurando el civilizado borboteo inglés que ocultaba su desconocimiento de los nombres de los demás. Los agrupados dieron la lacónica respuesta de gente que se siente invadida. Rosa miró a uno que, con sus altos hombros hundidos hacia el plato, mientras masticaba la contemplaba como si de alguna manera lo estuviera amenazando. Le había tendido por un segundo su mano delgada, caliente y seca, y luego apuñaló una salchicha de piel dura con el tenedor. Rosa cogió su plato; el grupo que ahora incluía al hombre de la televisión y a ella fue nuevamente invadido por otro, Rosa pasó a formar parte de un nuevo alejamiento, de un nuevo núcleo. Pero no participó de la conversación de este último. Comió lentamente y bebió su vaso a sorbos regulares. Poco después dejó de lado el plato y el vaso, como ante un llamamiento; la persona que hablaba a su lado pensó que había sido llamada por alguien que estaba fuera de todo ángulo de visión salvo el de ella. Volvió junto a la camarilla de jóvenes negros. Rechinando palabras y bocados él hablaba bajo, en xosa, con su vecino, pero el toque que él le había dado antes se interpretó a sí mismo y ella lo interrumpió:

– Bassie -la respuesta a una pregunta.

Un trozo de piel o de cartílago que se negaba a bajar por la garganta. Tragó notoriamente. Los tendones que unían la boca con la mandíbula tironearon hacia el lado izquierdo mientras intentaba, con los músculos de la mejilla, desalojar algo encajado entre dos dientes. El movimiento se transformó en dispersión; en una sonrisa resucitada, desenterrada, una vieja prenda de vestir todavía adecuada.

– Sí. Rosa.

Ella avanzó torpemente (él dejó de lado su plato).

Ella recurrió al saludo de los extranjeros aprendido en todo encuentro en cafeterías, bares y esquinas, se estiró para rozarle ambas mejillas. El se secó la boca como si la de ella se hubiese posado allí.

– Sí, Rosa. Te vi cuando entraste.

La conversación parecía seguir alguna fórmula, como una carta tipo copiada de un manual que trata de saludos de cumpleaños, nacimientos y defunciones.

– Entonces vives aquí; ¿llevas fuera mucho tiempo?

– Un par de años, por aquí y por allí.

– ¿Y antes?

El arrugó la frente para restar importancia a toda cronología, o para establecer una constante en su vaguedad.

– Alemania, Suecia. Estuve dando vueltas.

– ¿Estudiando algo? ¿Cómo es Suecia? Me han invitado a ir pero nunca hice nada por llevarlo a la práctica. Parece gente muy servicial.

El soltó una risotada triste y amarga.

– Están muy bien.

– ¿Estuviste trabajando o…?

– Se supone que estudiaba económicas. Pero el idioma… tienes que pasarte dos años aprendiendo el idioma antes de seguir un curso en la universidad. De lo contrario no entiendes lo que dicen en clase.

– ¡No me lo imaginaba! Tiene que ser espantosamente difícil.

– Oh, simplemente renuncias, abandonas.

– ¿Y Alemania?

– Está muy bien. Quiero decir que sabiendo afrikaans no es tan difícil captar un poco de alemán.

– ¿Aquí sigues algún curso o ya te has graduado?

El parecía dudar entre responder o no; dio la impresión de no saber la respuesta.

– Bien, aquí, una vez que vives en este lugar -una carcajada, por primera vez toda su cara tembló-. En realidad aún no he vuelto, como debería, a los estudios. Antes tengo que aprobar algunos exámenes…

– Sí… me pregunto si a mí me permitirían trabajar aquí. Si reconocerían mi título.

– Pero tú has asistido a una universidad, ¿no? -como muchos negros de su país natal (de él y de ella) para quienes el inglés y el afrikaans son tingue francbe, no lenguas madres, utilizó la frase traducida literalmente del afrikaans, en lugar del equivalente inglés.

– Sí, pero no todos los títulos son internacionales. De hecho, muy pocos lo son. Hice uno que tenía que ver con la medicina. No era lo que realmente quería… pero… -las razones, para él, estaban implícitas.

– Pensé que serías médico, como tu padre.

El hombre de la televisión había vuelto con una joven pareja que esperaba serle presentada a Rosa, escuchando con amables movimientos de los ojos de una cara a la otra, con el propósito de no perderse nada.

– Es increíble la forma en que prosiguió con su trabajo en el interior de la cárcel. ¿Es verdad que los carceleros solían consultarle sus dolencias y lo preferían a los médicos de la prisión? ¿No tenían miedo de que los envenenara o algo semejante? -rió con Rosa, se volvió hacia la pareja-. Un hombre fantástico. Estoy inspirado para hacer la serie. Esta es su hija, Rosa Burger… Polly Kelly, Vernon Stern. Dirigen la AAA de las universidades, que no tiene nada que ver con el RAC; es la Acción Antiapartheid.

No había necesidad de presentarles a nadie más; la pareja saludó con un gesto a su alrededor, era conocida de todos los presentes.

En medio de la conversación, Rosa se puso apremiante.

– ¿Cuándo nos vemos? -sin que mediara respuesta agregó-: Ven a verme. O yo iré a verte a ti. Podemos encontrarnos en algún sitio… donde tú digas. No conozco Londres. ¿Estás muy ocupado?

– No estoy ocupado.

Rosa pidió prestado un bolígrafo a alguien, que lo sacó del bolsillo de la chaqueta, sin interrumpir la conversación con Kelly y Stern sobre la mano de obra migratoria. Escribió su domicilio y el número de teléfono, le metió el trozo de papel en la mano. El lo estaba observando cuando alguien le habló a Rosa y reclamó su atención. Estuvo por allí toda la velada, no lejos de ella, que una a dos veces le sonrió, aunque Bassie debió de sentir sus ojos en él, pero no volvieron a estar juntos entre el gentío. El siempre había sido esbelto, del tipo que se volverá alto y delgado. Un chiquillo de ojos estrechos, casi orientales, y las diminutas orejas de su raza… las del hermano de Rosa eran el doble de grandes cuando hicieron las comparaciones anatómicas que suelen hacer en secreto todos los niños por curiosidad sexual y asombro científico. Ahora había una irregularidad en su mirada cuando la paseaba por la sala; cuando estuvieron juntos ella había notado que su ojo derecho sobresalía un poco y vacilaba, desenfocándose. Una cicatriz le atravesaba la frente; una vieja cicatriz con pequeños puntitos donde habían estado las suturas… pero en aquellos tiempos nada tenía. La pareja de universitarios la siguió de grupo en grupo; se convirtió en el centro de unas mujeres que querían saber de qué manera el movimiento feminista podía tener una función explícita en la situación sudafricana (tendría que habérselas remitido a Flora), y volvió -por intermedio de diversas personas que la reclamaban- con sus amigos indios, que explicaban al periodista del «Guardian» la asociación de su padre con los líderes Dadoo, Naiker, Kathrada. Muy tarde, habló a solas con uno de los hombres del Frelimo cuya pasión por su país era un revelación, vista desde la distancia de los europeos que la habían aceptado como a una de ellos y que sólo entendían el nacionalismo en términos de chauvinismo o asqueada apatía. La acometió agradablemente un anhelo sensual, la oleada de relajación después de un bostezo; ansia de Bernard, de exhibir a ese hombre ante Bernard Chabalier.

– Cuando tu delegación vaya a Francia, me gustaría que conocieras a alguien.

El hombre se mostró entusiasmado.

– Estoy interesado en todo el que esté interesado en Mozambique… ¿Comprendes? Cualquiera que pueda ayudarnos. Necesitamos apoyo de la izquierda francesa. Y lo tenemos, sí. Pero lo que más necesitamos es dinero del gobierno francés.

La blanca bonita dijo que no podía prometerle eso… pero comerían juntos los tres, beberían algo de vino. Sus fechas de llegada a París, en la medida en que podían predecirlas a partir de sus intenciones presentes, coincidían. Rosa prometió confirmárselo tras la habitual llamada desde París al día siguiente.


El teléfono sonaba enterrado en la carne.


Bernard.

Tambaleante -el vértigo del sueño- chocando alegremente contra objetos en la oscuridad, hacia la sala.

La voz de la tierra dijo: Rosa.

– Sí.

– Sí, Rosa.

– ¿Eres tú, Baasie?

– No -una larga pausa vacilante.

– Lo eres.

– No soy «Baasie», soy Zwelinzima Vulindlela.

– Lo siento, así surgió esta noche… es ridículo.

– ¿Sabes lo que significa mi nombre, Rosa?

iVuíindlelaf El apellido de tu padre… tampoco sé si el mío tiene algún significado… «ciudadano», ciudadano fuerte… -tratando de complacer al otro, aunque a semejante hora… tal vez había bebido demasiado.

Zwel-in-zima. Ese es mi nombre. «Tierra doliente». El nombre que me dio mi padre. Tú conoces a mi padre. Sí.

.

– ¿Sí? ¿Sí? Lo conociste antes de que lo mataran.

– Sí. Cuando éramos niños. Tú sabes que lo conocí.

– ¿Cómo lo mataron? No lo sabes, no lo sabes, no lo sabes, no hablas de eso.

– No… porque no quiero decir lo que dijeron ellos.

– Dilo, dilo…

– Lo que ellos siempre dicen es que… lo encontraron ahorcado en su celda.

– ¿Cómo, Rosa? ¿No sabes que te quitan los cinturones y todo lo demás?

– Lo sé.

– Se colgó con sus propios pantalones de preso.

«Baasie»… no dice ese nombre pero está presente en su voz, en su intimidad infantil:

– Te pregunté si querías venir a verme… o si querías que fuera a verte yo, mañana, pero tú…

– No, te estoy hablando ahora.

– ¿Sabes qué hora es? Yo lo ignoro… me levanté para atender el teléfono en la oscuridad.

– Enciende la luz, Rosa. Te estoy hablando.

Ella no usa ningún nombre porque no tiene ninguno para él.

– Estaba profundamente dormida. Podemos hablar mañana. Será mejor que hablemos mañana, ¿eh?

– Enciende la luz.

Un intento de risa:

– Será mejor que los dos volvamos a la cama.

– Yo no estaba acostado -ramalazos de ruidos bruscamente interrumpidos como telón de fondo de su voz; todavía estaba en algún sitio, en medio de gente que a cada rato abría y cerraba la puerta.

– ¿La fiesta sigue animada?

– No estoy hablando de ninguna fiesta, Rosa.

– Ven mañana… hoy, supongo que ya es hoy, todavía está tan oscuro…

– Entonces no encendiste la luz. Te dije que lo hicieras.

Empezaron a pelearse.

– Óyeme, no sirvo de mucho cuando me despierto así. Y es tanto lo que quiero… ¿Cuántos años teníamos? Recuerdo que tu padre… o alguien, te trajo de vuelta una sola vez. ¿Cuántos años teníamos entonces?

– Te dije que la encendieras.

Rosa imploró, riendo.

– jEstoy tan cansada! Por favor, hasta mañana…

– Escucha. No me gustaron las cosas que dijiste esta noche.

– ¿Que yo dije?

– No me gustó la forma en que ibas de un lado a otro y hablabas.

El receptor adquirió forma y tacto en la mano de Rosa, la sangre fluyó hacia su cerebro. Oyó la respiración de él y la propia, la suya con aliento a ajo por la salchicha a medias digerida.

– No sé qué responder. No entiendo por qué me dices todo esto.

– Oye, no me gustó en absoluto.

– ¿Lo que yo dije? ¿Acerca de qué?

– Lionel Burger, Lionel Burger, Burger…

– Yo no pronuncié ningún discurso.

– Hay que contarle a todo el mundo que fue un gran héroe y que sufrió mucho por los negros. Todos tienen que llorar por él y mostrar su vida por la tele y escribir artículos en los periódicos. Escucha, hay docenas de padres nuestros enfermos y muriendo como perros, echados a patadas de las localidades cuando ya no pueden trabajar. Envejeciendo y muriendo en la cárcel. Asesinados en prisión. Como si nada. Conozco a montones de negros como Burger. Pero no es nada, somos nosotros, tenemos que estar acostumbrados a eso, nadie lo mostrará por la televisión inglesa.

– El habría sido el primero en decir lo que tú estás diciendo. No consideraba algo especial que un blanco fuera un preso político.

– Te besaban y te rodeaban, tu padre murió en la cárcel, fue terrible. Conozco a montones de padres, de padres negros…

– El no pensaba que lo que le ocurrió fuese más importante.

– Te besaban y te rodeaban…

– ¡Tú lo conociste! ¡Sabes que todo esto es verdad! Es delirante que yo tenga que decírtelo.

– Oh, sí, lo conocí. Diles que me entrevisten a mí para el programa de televisión. Cuéntales que tus padres introdujeron al negrito en su casa, no por la puerta trasera como hacen otros blancos, no en el patio sino en el interior de la casa. Que comía en la misma mesa y dormía en el dormitorio, el cabronzuelo negro dormía en la misma cama. Y después el cabronzuelo fue arrojado otra vez a sus chozas de adobe y sus casillas de hojalata. Su padre estaba demasiado ocupado para atenderlo. Siempre tenía que huir de la policía. Demasiado ocupado con los blancos que aplastarían al gobierno y dejarían que otro puñado de blancos nos dijera cómo debemos dirigir nuestro país. Uno de los negros mejor domesticados por Lionel Burger tuvo que escabullirse como una condenada cucaracha, uno de esos bichos a los que siempre es posible pisotear.

Tironeando del teléfono -el cordón era corto, por un instante su voz se perdió- palpó la suave y fría pared en busca del interruptor: bajo la luz de las lámparas la voz ya no estaba en su interior, se retransmitía débil, desmayada y desabrida en un sistema de comunicación pública, en presencia de una multitud.

Acercó el objeto a su cabeza, apretando con la otra mano la muñeca de la mano que lo sostenía.

– ¿Adonde te llevaron cuando nos dejaste? ¿Por qué no quieres decírmelo? ¿Al Transkei? Oh, Dios. ¿A King William? Y supongo que sabes… aunque quizá no lo sepas… que Tony se ahogó. En casa.

– Pero fue él quien nos enseñó a nadar.

– Zambulléndose. Se golpeó la cabeza contra el fondo de la piscina.

– No, no me enteré. Tu negrito que era de la familia no pudo aprovechar las lecciones, no había piscinas privadas en los lugares donde estuve.

– Cuando dejamos el parvulario no había ninguna escuela a la que pudieras asistir en nuestra zona. ¿Qué podrían haber hecho tu padre o el mío al respecto? Mi madre no quería que tu padre te llevara.

– ¿Y qué tenía yo de especial? Era un chico negro. Todo lo que tocáis los blancos se convierte en una expropiación. El era mi padre. Incluso cuando nos liberemos querrán que nos acordemos de darle las gracias a Lionel Burger.

Rosa había empezado a temblar. Los dedos de sus pies descalzos colgaban, cubriéndose el uno al otro, como los de un chimpancé nervioso en el zoológico.

– Y te hablo de hechos consumados. El está muerto pero puedo decirte en su nombre que nada quería tanto como esa liberación. No tengo por qué defenderlo, pero tampoco tengo más derecho que tú a juzgarlo.

La voz de él danzó, se elevó y chocó contra la de ella.

– Bien, bien, ahora empiezas a mostrarte.

– A menos que quieras pensar que ser negro te da ese derecho. Tu padre también murió en la cárcel, no lo he olvidado. Déjalos en paz.

– ¡Vulindlela! Nadie habla de él. Ni siquiera yo recuerdo muchas cosas sobre mi padre.

El temblor se irguió como el pelaje de un perro en su lomo.

– Quiero decirte algo. Cuando te vea y podamos hablar. No ahora.

– ¿Y por qué tendría que verte, Rosa? ¿Porque incluso nos bañábamos juntos? ¿Como a la familia no le molestaba la piel negra somos diferentes a todos para siempre? Tú eres diferente, de modo que yo también tengo que serlo. Ni tú eres blanca ni yo soy negro.

Ella estaba gritando:

– ¿Cómo pudiste seguirme por esa sala como si fueras un hombre del BOSS? ¡Escuchando estúpidas palabrerías! ¿Por qué estamos hablando en medio de la noche? ¿Por qué me telefoneaste? ¿Para qué?

– No soy tu Baasie, no sigas pensando en el chiquillo que vivió contigo, no pienses en ese «hermano» negro, eso es todo.

Ahora ella no quería que él colgara; deseaba que cada uno se mantuviera enclavado en la voz del otro y de la hora de la noche en que nada fortuito podía liberarlos… bien, bien, él había echado por tierra su capricho de volver a la cama y enterrarlos a ambos.

– Te diré algo más. No nos encontraremos, tienes razón. Vulindlela. Con respecto a él y a mí. Te diré algo. A mí me enviaron a llevarle un pase falso para que pudiera volver a Botswana aquella última vez. Lo entregué en cierto lugar. Después lo cogieron, fue entonces cuando lo cogieron.

– ¿Y qué significa esto? ¿Qué sentido tiene para mí? Ahora son los negros quienes deben sufrir. No pueden atraparnos aunque estemos atrapados, no pueden matarnos aunque la muerte nos coja en la cárcel, estamos acostumbrados a eso, no tiene nada que ver contigo. Los blancos confinan a los negros todos los días. ¿Querías hacer tu gran confesión? ¿Por qué crees ser distinta al resto de los blancos que se han cagado en nosotros desde el día que llegaron? El pudo volver y ser aprehendido porque tú llevaste ese pase. Quieres que lo sepa por si se me ocurre culparte por nada. Piensas que como me lo dices todo estará bien… para ti. No fue culpa tuya… quieres que te lo diga para sentir que todo anda bien. Para ti. Porque yo soy el único que puede decirlo. Pero él está muerto. ¿Y qué decir de los demás? ¿A quién le interesa saber de quién es la «culpa»? Mueren porque los matan los blancos, la sangre negra es la materia prima para quitarse de encima a la mierda blanca.

– Este tipo de conversación sonaría mejor entre gente que está en el país y no entre gente como nosotros -impulsos de crueldad estimularon sus vasos sanguíneos sin calentar el frío de los pies y las manos; mientras él hablaba ella daba saltitos, encorvada, balanceando su cuerpo, deseosa de lanzarse sobre él en cuanto vacilara.

– No sé quién eres. ¿Me oyes, Rosa? Ni siquiera conoces mi nombre. No tengo por qué decirte lo que estoy haciendo.

– ¿Qué es lo que quieres? -el insulto la estremeció mientras seguía adelante-. Estás buscando algo. Si es dinero, debo decirte que no lo hay. Ve a pedírselo a uno de tus ingleses blancos, que pagarán pero no lucharán. Nadie telefonea en medio de la noche para quejarse del nombre que le daban cuando era un crío. Has bebido de más, Zwelinzima -pero puso el acento en la sílaba que no correspondía y él se echó a reír.

Como si hurgara con un palo a un animalejo que se retorcía entre ambos:

– Estabas loca por verme, eh, Rosa. ¿Qué quieres?

– Podrías haberlo dicho directamente. ¿Por qué no apartaste la mirada cuando me acerqué a ti? ¿Por qué no pusiste en evidencia que me había equivocado de persona? Pero no, me hiciste hacer el papel de tonta.

– ¿Qué podía decir? No fui yo quien te buscó.

– Podrías haber movido negativamente la cabeza. Habría sido suficiente. Cuando dije ese nombre. Te habría creído.

– Vamos, anda.

– Te habría creído. No te había visto desde que tenías nueve años y por lo que sabía podías estar muerto. Estás en mi mente en la misma forma que mi hermano… que nunca crece.

– Lamento lo de tu hermanito.

– Podían haberte matado en el monte con los Combatientes por la Libertad. Tal vez eso es lo que yo pensaba.

– Sí, tú piensas eso. No tengo que estar vivo en tu mente.

– Adiós, entonces.

– Sí, Rosa, de acuerdo, tú piensa eso.

Ninguno de los dos agregó palabra y ninguno de los dos colgó el receptor por un rato. Luego ella soltó los dedos rígidos por el apretón y el objeto volvió a su lugar. Las luces encendidas fueron testigos.

Permaneció en medio de la habitación.

Dio un puñetazo a la puerta al pasar, corrió hasta el cuarto de baño y cayó de rodillas ante el inodoro, vomitando. El vino, los trozos de salchicha… apoyó la cabeza, jadeando entre un espasmo y otro, en el borde de porcelana, chorreando baba por la boca mientras se deslizaban las lágrimas del esfuerzo por su nariz.


El amor no exorciza los temores pero hace posible llorar, aullar al menos. Como Rosa Burger había llorado de alegría una vez, salió del cuarto de baño y se paseó por el piso, encendiendo todas las luces al pasar, sollozando y apretando su fea mandíbula, manchada, metiéndose el puño en la boca. Durmió hasta bien entrado el día siguiente: otro mediodía perfecto. La racha de buen tiempo continuó un poco más. Así, para Rosa Burger, Inglaterra siempre tendrá este aspecto; hileras de sombras por la calle soleada, los tímidos pies blancos de gente que se ha quitado los zapatos y los calcetines para sentir la hierba, el sol serpenteando a través de las sendas que marcan las embarcaciones de paseo en el antiguo río; un lugar donde la gente se sienta en bancos para beber al aire libre a la puerta de los pubs, las chicas arreglándose con los dedos sus brillantes cabelleras.

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