Tres

Paz. Tierra. Pan.


Los hijos y los hijos de los hijos. El lema de todo político reaccionario y de todo revolucionario, y todo revolucionario accede al poder como político. Todo se hace en nombre de las generaciones futuras.

Me han dicho que hasta la gente que carece de convicciones religiosas a veces pasa por la experiencia de tener plena conciencia de los muertos. Una ausencia vuelve a llenarse… esto sintetiza lo que describen. A mí nunca me ha ocurrido contigo; quizá sea necesario estar en el entorno en donde uno espera encontrar a esa persona… y nuestra casa fue vendida hace tiempo. No les pedí tus cenizas, contrariamente a lo que afirma la historia apócrifa que los fieles divulgan y yo no desmiento, según la cual me fueron negadas. A fin de cuentas, tú eras médico y recoger un puñado de potasa… esa vana reliquia del cuerpo humano que tú considerabas un excelente ejemplo de funcionalismo. Aunque apócrifa, en algún sentido tiene su utilidad. Es probable que no me hubieran entregado las cenizas en caso de haberlas pedido.

No puedo explicarle a nadie por qué razón esa llamada telefónica en medio de la noche volvió imposible todo lo que era posible. A nadie, no. No entiendo por qué lo que él tenía que decir y su forma de decirlo -incluso antes de la llamada, incluso en la sala donde nos encontramos- me encolerizó tanto. He oído con anterioridad todos los clichés negros. Sé muy bien que, al igual que los que utilizan los fieles, son un intento por acostumbrar la comunicación ordinaria a significados abrumadores en la existencia humana. Golpetean los teclados mecánicos de los télex; el mensaje tiene que ser recibido y leído. Se convierten en enormes mentiras que encierran enormes verdades, aún existentes en algún sitio. He experimentado antes la misma hostilidad: ser tratada como si no estuviera allí… la chica y el joven en el lugar de Fats, por ejemplo; después no me sentí vil ni despreciable y encontré armas a mano. Como la reacción liberal a comprender y a perdonarlo todo, esta vengativa exaltación me es extraña. El hábito de ordenar en supuestos objetivamente correctos y falsos la posición adoptada… la sensata costumbre de los nuestros me salva de la ridiculez y la vanidad de la afrenta personal. Una guerra en Sudáfrica producirá, sin duda alguna, un enorme sufrimiento humano. También es posible que en sus etapas iniciales abarque un alineamiento en el que los principales antagonistas caigan en los campos raciales, lo que añadiría otra dimensión trágica al conflicto. Por cierto, si existiera una perspectiva razonable de un grupo lo bastante poderoso entre los blancos unidos en un futuro previsible con quienes representan a la mayoría dominante, la sublevación sería menos compulsiva. Tu biógrafo me citó estas palabras en busca de confirmación de un fiel reflejo de ese punto de vista. Entonces no veo por qué he de estar tan… desintegrada, sí; me disolví en lo que dijo, en el ácido de sus palabras. ¿Por qué sentirme tan humillada de haber -automáticamente, sin pensarlo- corrido hacia él en la convención del afecto, de los encuentros casuales intercambiados con las mejillas de los Grosbois, de Bobby, Georges y Manolis, Didier… un frotamiento de narices aprendido de los esquimales? ¿Qué importaba eso?

Lo que se dijo fue reacomodado un centenar de veces; las otras cosas que podía haber dicho a cambio de las que dije, o al menos lo que recordaba haber dicho. ¿Cómo puedo haber manifestado las cosas que manifesté? ¿Dónde estaban ocultas? No creo que tú lo sepas. O quizá, si hubiese crecido en otra época y disfrutado de una educación política abierta, habría sabido resolverlas. Podrían haberme ayudado. Indudablemente Katya era ineducable en este sentido. Nuestra Katya… exagera para impresionar; encantada me dejaría censurar, por ti o los demás, por haber sido capaz de decir lo que dije. «A menos que quieras pensar que ser negro te da ese derecho.» Rechazada por él. ¡Odiándolo! Deseando ser querida… cuánto me desfiguré. Qué sucia y fea me vi en el espejo del cuarto de baño. Corrompida. Con el propósito de defenderte, aproveché la ocasión para sacar a relucir la acusación de más-bueno-que-tú… la timorata defensa última de la clase de gente para la que no habrá futuro. Si todavía hubiéramos sido niños, podría haberle arrojado piedras en un berrinche.

Repasé mis declaraciones (así las pienso: tenía que responder de ellas ante mí misma) una a una, las llevé conmigo a todas partes y las miré a la luz del día, les di vueltas entre mis manos mientras permanecía en clase o hablando dulcemente por teléfono con París. ¿Cómo puedo saber lo que está haciendo en Londres? Acaso entra y sale ilegalmente de Sudáfrica como hacía su padre, en misiones que sé muy bien que no puede divulgar. «Este tipo de conversación sonaría mejor entre gente que está en el país y no entre gente como nosotros.» Lo fastidié recordándole que se encontraba a miles de kilómetros del monte donde creí que podía haber muerto combatiendo. ¡Yo! Equiparé su deserción con la mía, cuando en el terruño él es un kaffir que lleva pase e incluso yo podría vivir la vida de una dama blanca. Con ayuda de Brandt, no creo que sea demasiado tarde para eso.

¿Es dinero lo que quieres?

Pero esas cinco palabras que con más frecuencia recuerdo se presentaron de manera distinta a la forma en que le habían sido arrojadas fríamente para herirlo, para volver venal su compromiso, cualquiera que fuera. No suenan como respuesta a un atraco, sino como el lamento de alguien que quiere librarse de una amenaza por medio del dinero.

No tiene nada de inverosímil que en vacaciones una conozca a un joven y llegue a amarlo, pero semejante encuentro -con Baasie- no es fácil que se produzca. ¿Entonces no había modo de evitarlo? En una noche logramos maniobrar hasta adoptar la posición que nos proponían sus libros de historia en el país: él amargo, yo culpable. ¿Qué otro lugar de encuentro podía haber para nosotros? Hubo tantos arrestos, juicios, interrogatorios, fugas: fracasos. El futuro ha estado largo tiempo por venir: ¿Quién reconocerá al mesías por la forma que finalmente adopte? Isaac Vulindlela llamó «tierra doliente» a su hijo y probablemente nunca tradujo para ti, su camarada, el significado de ese nombre; tú pusiste a tu hija el nombre de aquella otra Rosa… ah, si nos hubieras oído… ¡Qué cabrón es! ¡Qué hijo de perra!

Pero al menos tú sabes; todavía sabes… que sólo hay un final para la sucesión de fracasos necesarios. Sólo un éxito; la vida, a diferencia de la suya o de la mía, que recorre todo el camino hasta la cita que interesa, la victoria en la que habrá lugar para todos.

Una pelea entre tus niños.

Mi Chabalier… por supuesto le hablé del encuentro, de la llamada telefónica en medio de la noche. De la historia familiar, de Baasie y de mí. Mi pobre querida. Precisamente a ti. Pero estaba borracho, ¿?¿? ¡Pobre diablo! Tendrías que haber colgado el teléfono. Al cuerno con ese infeliz. ¡No me importa quién es! ¿No estará un poco loco? Ya sabes, el exilio, la negritud, no es fácil. Je hais, done je suis. ¿Qué más hay para alguien como ése? Uno de los exiliados que sobreviven en Londres, bebiendo como esponjas hasta morir… la autocompasión, incluso en París hay algunos que haraganean y viven de favor con un régimen u otro.

Todas estas cosas; y una vez mi amor dijo (lamento que haya sido por teléfono. Si hubiera visto su cara, los gestos… habría descubierto, en ese momento, cómo explicar lo que me estaba ocurriendo, habría descubierto que él se movía para interponerse entre eso y yo), dijo: «Hay ciertas cosas que sólo pueden manifestarse en medio de la noche… y lo que tú quieres decir es que el día siguiente habrán desaparecido para siempre, probablemente la próxima vez… si es que alguna vez vuelves a verlo, todo estará bien». Pero sólo era la voz de Bernard Chabalier. La oportunidad ya había pasado. No te alteres, querida mía. Claro que perdiste los estribos. ¡Tu padre! Es absurdo. Todo el mundo, blancos y negros…; cualesquiera sean las diferencias políticas. Ocurra lo que ocurra. Una vida noble. ¿Qué importancia tiene que en medio de la noche aparezca un loco con sus propias frustraciones? No es más que eso… Ni siquiera deberíamos exaltarnos. Pero es natural, te ofendiste.

Dio con la palabra que a veces empleo para escribir tu clase de indignación, aunque naturalmente la mía no era de ese tipo. Siendo extranjero, probablemente había aprendido ese término de mí.

El hecho es que después de unos días mi obsesión por lo que me había dicho (casi veinte años y luego ese abrazo a préstamo en una mesa llena de comida) me abandonó. Me desertó. No resolví nada pero dejé de sentirme acosada. No tengo ninguna explicación para la forma en que esto ocurrió. Silencio. En lugar de la obsesión estaban los datos simples y prácticos de un plan de vida. El había encontrado un pequeño apartamento con un balcón diminuto en el que no cabía una silla pero de dimensiones suficientes para que una paloma encontrara un saliente donde poner un huevo. Esto era bastante para tomar la decisión de aceptarlo… la paloma ya residía allí con su huevo. Era imposible sentirse sola en compañía de esa paloma, éh? No había paisaje porque lamentablemente las habitaciones daban a una de las estrechas calles laterales (menos ruidosas, de cualquier manera) pero el edificio estaba realmente en una viejísima plaza olvidada, casi como un patio, donde había una iglesia con un reloj que chirriaba antes de repicar. Dos castaños. Ni una brizna de hierba pero sí un banco. Una buena panadería muy cerca. Una especie de tienda furtiva atendida por dos amables árabes, madre e hijo, donde a cualquier hora podía comprarse yogur y alimentos e incluso vino barato… aparentemente nunca cierran. El metro en la esquina… uno de los más viejos, con fiorituras de cobre verde, auténtico art nouveau, exactamente a dos paradas del lycée.

Apunté el domicilio y dejé el papel donde siempre pudiera tenerlo a la vista. Lo releía con frecuencia. No tenía la impresión de haber estado en las calles que llevan hasta allí, a unas pocas manzanas de un instituto. París. «París es un lugar distante, en Inglaterra.»

No es Baasie -Zwel-in-zima, tengo que ponerle bien el acento- quien me envió de vuelta. Tú no lo creerías. Porque estoy viviendo como cualquiera y él fue quien dijo que quién era yo para creer que podíamos ser distintos a cualquier otro blanco. Como cualquiera; pero la idea empezó con Brandt Vermeulen. Tú y mi madre y los fieles nunca os limitasteis a ser como cualquiera.

Había encontrado una mujer en camisón deambulando por la calle. Era como cualquiera: Katya, Gaby, Donna; pobrecilla, una hámster que hacía dar vueltas a su rueda de molinillo. Recuerdo hasta el último detalle de esa calle, podría recorrerla con los ojos cerrados. Mi sentido de la hermandad femenina era clara. Nada podía evitarse. Ronald Ferguson, 46 años, ex minero, murió en un banco del parque mientras yo me ocupaba de mis asuntos. Nadie puede desertar.

No conozco la ideología:

Trata del sufrimiento.

De cómo poner fin al sufrimiento.

Y termina en sufrimiento. Sí, es extraño vivir en un país donde todavía hay héroes. Como cualquiera, hago lo que puedo. Les enseño a caminar de nuevo, en el Hospital Baragwanath. Ponen un pie delante del otro.


El retorno de Rosa Burger a su país natal dentro del período en que era válido su pasaporte coincidió con dos acontecimientos que rivalizaban en importancia en los periódicos. Orde Greer estaba sometido a juicio por traición. Había tres acusaciones contra él: haber escrito una de las versiones (descartadas) del texto de una octavilla supuestamente incitadora, distribuida en Ciudad del Cabo por medio de una bomba-panfleto que se hizo estallar en la calle; poseer ciertos manuales referentes a la guerrilla urbana, incluidos Coup d'Etat de Edward Luttwak y los escritos del general Giap; y (la causa principal) haber intentado reclutar a un joven de una conocida familia liberal, que estaba cumpliendo su servicio militar obligatorio, para que proporcionara información y material fotográfico de instalaciones y equipos de defensa sudafricanos. El proceso estaba bastante avanzado. El Estado prácticamente había terminado con las declaraciones de los testigos cuando Rosa asistió a una sesión, El juicio se celebraba en Johanesburgo, pues no consideraban a Greer una personalidad lo bastante destacada como para que hubiera riesgo de que los blancos abarrotaran los tribunales, y con el creciente separatismo político entre radicales blancos y negros se pensaba que era improbable que se reunieran allí las multitudes negras que suelen hacerlo cuando se trata de juicios políticos a los de su raza. De hecho, se congregaron centenares de negros en las puertas del tribunal todos los días; trasladaron la prosecución del juicio a un remoto poblado de cultivos de maíz, en el Transvaal oriental, antes de oír a la defensa.

En la etapa que estuvo presente Rosa el tribunal todavía estaba asentado en Johanesburgo. Alguien le hizo lugar en el extremo de un banco en la última fila de la galería de visitantes; llevaba en el bolsillo del abrigo un pañuelo, pero se enteró que desde el juicio de su padre había caído en desuso la convención talmúdica según la cual las mujeres debían cubrirse la cabeza en presencia de un juez. Estaban haciendo repreguntas a Orde Greer sobre la prueba de la grabación de una llamada telefónica de larga distancia controlada por un artilugio que él ignoraba que había sido instalado en su piso por la oficina de telecomunicaciones siguiendo instrucciones de la Rama de Seguridad del BOSS. El tribunal escuchó el rechinar de la cinta y luego la voz de Orde Greer, nada sobria, en un momento dado llorona, preguntando qué había hecho. ¿Qué había dejado de hacer? Con pruebas documentales se estableció que la persona a quien iba dirigida la llamada y que había colgado el receptor de inmediato al reconocer (presumiblemente) la voz y oír las primeras frases, era un antiguo comunista sudafricano, experto en explosivos gracias a sus experiencias como Rata del Desierto durante la guerra y que ahora, según se creía, dirigía el terrorismo urbano en el país. El fiscal recordó a Greer que después de haber sido reclutado en algún momento de 1974, el Partido Comunista lo había dejado caer debido a que no era de fiar. Tenía problemas con el alcohol, ¿verdad? La falta de confianza de sus amos quedó en evidencia, más allá de toda duda, mediante esa ridícula llamada telefónica solicitando instrucciones para cumplir tareas clandestinas que le habían encomendado… Operando con un sentido de «destino decepcionado» se había sentido «diabólicamente inspirado» -¿verdad?- a ponerse a prueba ante sus amos, a rehabilitarse. Incluso controló la bebida, durante un tiempo. Consultó a un médico por sus problemas alcohólicos, el doctor A. J. Rodease, un psiquiatra de Durban, el 25 de febrero de 1975, mientras estuvo en esa ciudad en función de su trabajo de periodista. Había informado al doctor Rodertse que padecía tensiones debido a sus problemas conyugales. Pero no tenía ningún problema «conyugal»; no estaba y nunca había estado casado, tenía problemas con sus amos, los comunistas de Londres, que ya no confiaban en él debido a su ingestión de alcohol. Había decidido mostrarse digno de ellos y en consecuencia fue él mismo, actuando por propia iniciativa aunque estrictamente dentro de las metas y objetivos del Partido Comunista, quien había intentado obtener información militar convenciendo a un joven Soldado Nacional de que si era en realidad un liberal acérrimamente contrario a la política del apartheid, tenía que estar dispuesto a robar documentos, hacer planos y tomar fotos que pudieran conducir a la destrucción del ejército gracias a cuya fortaleza se mantenía dicha política… En resumen, que la obligación de un joven no consistía en defender a su país sino en traicionarlo.

Rosa Burger no pudo volver a insistir. Una semana después de su regreso aceptó un puesto en el departamento de fisioterapia de un hospital negro. Siguió el proceso, como cualquiera, en los periódicos. La defensa reconoció que Orde Greer había escrito un texto que apareció en forma modificada como octavilla distribuida mediante un inofensivo artefacto explosivo («no más revolucionario que un fuego de artificio disparado en Nochevieja»). La diferencia en el texto era decisiva: la versión de Greer (Documento A, retirado de su piso en una redada policial) no incluía exhortaciones a la violencia, en tanto el texto del panfleto divulgado contenía diversas afirmaciones -evidentemente agregadas con posterioridad por otra persona- que podía interpretarse como pertenecientes a esta naturaleza. La conocida frase utilizada por Greer -¿acaso no se la oía en todos los pulpitos, empleada para introducir el justo temor de Dios en toda comunidad cristiana?-, «día del juicio final» no era en modo alguno una amenaza de violencia ni un estímulo a la misma. Por el contrario, era un recordatorio de que en última instancia todos tendrían que responder ante su propia conciencia por sus convicciones y acciones.

Hubo un largo debate entre la defensa y el fiscal por la definición de «manual»: el clásico de Clausewitz sobre la estrategia, ¿era un «manual» o una obra histórica sobre el arte de la guerra, un tipo específico de memoria militar? Y en este último caso, ¿los escritos del general Giap no eran su contrapartida moderna? En cuanto al libro de Luttawak sobre el coup «hágalo usted mismo», ¿puede alguien tomarse en serio semejante obra? ¿No era con toda evidencia la clase de radicalismo distinguido con que se exalta la gente que vive en países políticamente estables, un entretenimiento en los cócteles? El juez solicitó una definición de la expresión «radicalismo distinguido», lo que dio intervención a un periodista cuya misión en el juicio eran las aclaraciones, preferentemente irónicas cuando no triviales. Y en el contexto del material de lectura de un hombre que era, demostrablemente, un excepcional lector de amplio alcance… Un hombre que ganaba un salario modesto y que debía de haber gastado un buen porcentaje del mismo en los más de tres mil libros, sobre todos los temas habidos y por haber, que eran el principal mobiliario de su pequeño piso… ¿tenía algún significado la presencia de los libros de Giap y Luttwak?

El acusado aseguró que esos libros se los habían enviado los editores para las correspondientes reseñas, durante el período en que trabajaba como director literario de un periódico.

Por último, la defensa proporcionó una noticia sensacional para el diario de la tarde guardando en secreto, hasta el momento apropiado, un descubrimiento: el «experto en explosivos» identificado por el Estado como el hombre con quien hablaba Greer en la incoherente conversación telefónica grabada se encontraba en Estocolmo cuando el artilugio incorporado al teléfono de Greer la grabó finalmente. El número era el que figuraba bajo el apellido de ese hombre en el listín telefónico de Londres, sí, pero el abonado no vivía en Inglaterra en ese momento. No había pruebas de que la persona que atendió el teléfono fuese miembro del Partido Comunista, de hecho no existía ninguna prueba para adjudicarle identidad a esa voz; fuera quien fuese, había colgado de inmediato el receptor, como hace normalmente cualquier persona que recibe una llamada fastidiosa. El acusado no negó la evidencia de que no estaba sobrio cuando se hizo esa llamada. De hecho, señaló que no recordaba haber llamado.

Pero fue la principal acusación -el presunto reclutamiento de un joven liberal que cumplía su servicio militar- la que despertó mordaces y soterrados antagonismos en los suburbios blancos. Cenas tranquilas entre personas inteligentes se volvían estridentes y explosivas cuando hombres y mujeres airearon sus pareceres secretos sobre la moral política y personal de los demás bajo el disfraz de desacuerdos acerca de la significación política y moral, no tanto de lo que había hecho Orde Greer, como de la conducta del joven que él había contactado. En principio ese joven había accedido a hacer lo que le solicitó Greer, y estaba en condiciones de hacerlo porque era una especie de asistente-conductor de un agregado de prensa militar que con frecuencia acompañaba a su superior, con los altos mandos, en inspecciones oficiales de instalaciones secretas de todo el país, de posición lo bastante humilde como para que lo tuvieran tan en cuenta como a un mueble, aunque de ojos y oídos abiertos, manos con acceso a archivos y fotografías de información reservada. Después de un breve período durante el que nada entregó a Greer excepto una guía confidencial de comportamiento entre negros rurales extranjeros -un folleto distribuido entre las tropas sudafricanas durante la invasión de Angola- aparentemente se asustó o decidió, por alguna razón, que no estaba dispuesto a seguir adelante en su compromiso con Greer. Con los puños cerrados en posición de descanso junto a un vaso de vino, o golpeándolos, alguien insistía en que la actitud correcta, si tanto repugnaba al joven la idea de servir en «ese ejército», si era algo tan contrario a sus principios, consistía en hacerse objetor de conciencia y no espía. La posición liberal era la de oponerse abiertamente al régimen, y no la de traicionar el derecho de los ciudadanos del país a defenderse de potencias extranjeras que querían aprovecharse de esta situación. Un joven rió enfurecido: ¿Cuándo aprenderá la gente que esta moral de campos de deporte evidencia un profundo equívoco de lo que es la represión.

– Dices que quieres liberar a los negros y liberarnos a nosotros mismos de este gobierno y al mismo tiempo esperas que la gente juegue a ser decente.

– ¡Caray! El apartheid es el timo social más sucio que el mundo haya conocido… y tú quieres combatirlo según las reglas del patriotismo, la honradez y la decencia desarrolladas para sociedades donde todos tienen algo que vale la pena proteger de la traición. Estas virtudes, estas preciosas «pautas» tuyas… no son más que otro timo, ¿no te das cuenta? Jamás se permitió a los negros entrar en vuestras escuelas, vuestros clubes, vuestro ejército, entonces… ¿qué significan? ¿Las reglas de quiénes? Dices que estás en contra de la supremacía blanca… en cuyo caso no puedes limitar tu conciencia de la fineza moral que sólo pueden permitirse los blancos. Ese tío tenía todo el derecho del mundo a usar su servicio militar obligatorio para obtener cualquier información que pudiera contribuir a destruir a ese ejército y a todo lo que representa. Yo sólo quiero aplastar a esos hijos de puta de cualquier manera posible. ¿Quieres librarte de ellos o no? Esta es la única pregunta que me hago a mí mismo.

William Donaldson interrumpió la discusión haciendo elegir a sus invitados entre Grand Marnier y Williamine mientras Flora, su esposa, seguía sirviendo café.

Orde Greer fue declarado culpable del principal cargo de la acusación y condenado a siete años de cárcel. La única ocasión en que Rosa lo vio en los tribunales iba acicalado como un escolar desarrapado al que ponen presentable para una cita en el despacho del director. Llevaba la barba afeitada. Su pelo, todavía largo, había sido peinado con agua hasta quedar domado. Usaba un traje de pana color tabaco proporcionado por alguien que no quería llegar tan lejos como para ponerlo totalmente fuera de papel con un traje a rayas azul marino. Rosa pensaba que no la había visto en la galería. La cara rojiza y poco atractiva de Greer (durante largo tiempo los ojos en sus arcos profundos, la delgada boca inteligente y retorcida, la frente alta bifurcada, el pelo crespo detrás de las orejas sería la imagen con que compararía los rostros de todos los hombres) estaba serena y secretamente inquisitiva, como si él y sus acusadores atravesaran juntos el mismo proceso de escrutinio. Rosa tenía esta representación mental de Greer cuando leyó que en ocasión de dirigirse al tribunal afirmó (inevitablemente) que había actuado de acuerdo con su conciencia. A continuación se había interrumpido -diciendo no, no, no- para declarar que ésa sólo era una frase hecha, que lo que quería decir era de acuerdo con la «necesidad». Todos los días había detenidos por expresar, meramente, su convicción de que aquella era una sociedad injusta, hipócrita y cruel. «He pasado muchos años enorgulleciéndome de codearme con gente lo bastante valerosa para arriesgar su vida en actos. Pasé demasiados años observando, escribiendo sobre el tema; ahora prefiero ir a la cárcel por actuar contra el mal a haber esperado a que me detuvieran sin haber hecho nada.»

La otra historia sólo se convirtió en un titular cuando se supo que estaba implicada una chica sudafricana. Antes era un asunto europeo, concerniente a los secuestros de industriales y asesinatos de funcionarios de embajada y políticos cuya responsabilidad era reivindicada por -y a veces imputada a- grupos terroristas internacionales. Se pensaba que un hombre conocido como García -al que se creía de origen boliviano y miembro de los Núcleos Armados para la Autonomía Popular, el Ejército Rojo Japonés, la banda Baader-Meinhof, o quizás algún nuevo agrupamiento que incluía a éstos y otros- era el cerebro gris de la serie más reciente de actividades terroristas urbanas. Seguía en libertad y había sido protegido por una serie de mujeres, cada una de ellas ignorante de la existencia de las otras, con las que mantenía relaciones amorosas en Londres, Amsterdam y París. La de París resultó ser una sudafricana empleada por la Junta de Cítricos para promocionar la venta de naranjas. La historia dominó los periódicos dominicales; se trataba de Marie Nel, hija de un destacado granjero de Springbok Flats, que junto con su esposa también regentaba el hotel de la aldea. Había fotos de la fachada en las que se veía el bar y la placa: C. J. S. NEL, «Venta autorizada de vino y bebidas alcohólicas». En otra aparecía Marie Nel tomada por sorpresa y con flash por un fotógrafo itinerante de los nightdubs; parecía ser navidad o año nuevo, y el lugar de reunión era probablemente una ciudad sudafricana; un camarero indio sonreía al fondo.

La historia cobró vida una semana más cuando uno de los periodistas, sin duda mientras husmeaba en la aldea, se enteró de que la señora Velma Nel era hermana de Lionel Burger. A los ojos de muchos lectores, ésta fue una especie de explicación. La diferencia entre el fenómeno anárquico de una banda Baader-Meinhof o algo llamado Ejército Rojo Japonés que tenía muy poco que ver con Japón, y las ideas de un Lionel Burger, que quería entregar su país a los negros, quedaron desdibujadas por la equidistancia de semejantes ideas en la comprensión de los lectores. La prima de Mariel Nel, hija de Lionel Burger y único miembro superviviente de su familia inmediata, trabajaba como fisioterapeuta en un hospital de Johanesburgo. La reproducción de una vieja fotografía en los archivos periodísticos mostraba a una chica muy joven saliendo del tribunal en el curso del juicio de su padre.


Ni siquiera una postal del Musée de Cluny.

El unicornio entre las beldades medievales, los tapices de flores, cohibidos conejos; el espejo. 0 dieses ist das Tier das es nicht gibt. En la unión del Boulevard Saint-Germain con el Boulevard Saint-Michel. Una vieja abadía en el solar de las termas galorromanas, y ella entraría en el patio descrito y subiría a la sala redondeada donde puedes sentarte en los peldaños poco profundos y contemplar los seis tapices. En una isla milflores azul celeste la Dama sostiene un espejo en el que el unicornio, con las patas delanteras sobre el terciopelo rojo del forro de su vestido plegado hacia atrás, ve una diminuta imagen de sí mismo. Pero el óvalo del espejo corta la imagen precisamente en el nivel de su cabeza donde se eleva el cuerno: un cuerno blanco como su pelaje, rabo empenachado, melena y barba rizadas, un cuerno alto y delicadamente curvado. Dos mechones del pelo rubio de la Dama unidos con una cinta de perlas alrededor de su rostro oval (como el marco dorado que rodea el espejo) y entrelazados en lo alto de su cabeza a imitación del modelo del cuerno, que al mismo tiempo es un artificio, éh?, el hueso a imitación de una aspiral. Un león sonriente sujeta estandartes heráldicos. Allí hay conejos, un perro, una jineta moteada. Zorros, onzas, cachorros de león, un halcón en persecución de una garza, perdices, un mono doméstico atado con una cadena a una pequeña rueda -para evitar que trepe a los árboles-, se distinguen alrededor de la representación de los otros cuatro sentidos:

El León y el Unicornio escuchando la música que en el jardín interpreta la Dama con su órgano portátil.

La Dama ensartando claveles de dulce aroma en una guirnalda mientras su mono olisquea inquisitivamente una rosa hurtada de una cesta.

La Dama cogiendo dulces de una bandeja que le tiende a su doncella; es posible que piense alimentar con ellos a su periquito… el mono paladea algo exquisito en secreto.

La Dama toca el cuerno del Unicornio.

El sexto tapiz muestra a la Dama delante de un suntuoso pabellón o tienda, entreteniéndose con un alhajero. En los Bestiarios medievales se le llama «monochirus»; allí está, esta vez en pareja con el león, sujetando con una zarpa uno de los alerones de la tienda y sosteniendo su estandarte, graciosamente rampante (en la ridícula posición de un perro pordiosero). Alrededor del toldo de la tienda aparece la siguiente leyenda, tejida en oro: A mon seul désir.

Aquí están: para amarte dejándote venir a descubrir lo que amas.

Allí permanece con la vista fija, con la vista fija.

Un viejo mundo encantador, jardines y amables beldades entre amables bestias. Semejante armonía en paz sensual en la época de las empulgueras y la mazmorra que ahí llega con su cuerno de marfil en espiral

ella permanece con la vista fija

engalanada, engatusada,

afianzada por fin mediante una caricia… ¡Oh, la queridísima! ¡La maravilla! Nada sorprendente, nada abandonado al temor, aproximándose…

Ella permanece con la vista fija, con la vista fija. Y si ha llegado la hora del cierre del museo podrá volver mañana y otro día, cualquier día, días.

Permanece con la vista fija, este ser que nunca ha sido.


Los niños a quienes Rosa enseñaba a caminar y que eran lisiados de nacimiento recibían excelentes cuidados de rehabilitación, mejores de los que su hermano médico podía soñar con proporcionar en Tanzania. En el segundo semestre de 1976, se unieron a los que habían nacido deformes aquellos que habían sido tiroteados. Las secuelas de los disturbios escolares llenaban el hospital; la policía, que respondió a las piedras con ametralladoras y que patrullaba Soweto disparando sus revólveres a cualquier grupo reunido en una esquina, que hacía batidas en las escuelas secundarias y escogía como blanco a los jovenzuelos que escapaban a la desbandada, también hería a quien casualmente estuviera al alcance de sus balas perdidas. El hospital propiamente dicho se vio amenazado por un contragolpe de enfurecido pesar que llevó a la gente de Soweto a incendiar y saquear todo lo que los blancos habían «dado» a cambio de todo lo que, a lo largo de tres siglos, habían negado a los negros. El millón o más (nadie conoce la cifra exacta) de residentes en Soweto no tienen municipio propio; un funcionario blanco que había hecho lo que podía dentro del sistema de bienestar para negros dirigido por blancos, para ayudarlos a soportar su vida, fue apedreado y pateado hasta que murió. Otros funcionarios blancos se libraron por los pelos; algunos fueron rescatados y escondidos por los propios negros, en sus propias casas. No había forma de identificar una cara blanca distinta a cualquier otra, alguna que pudiera salvarse. Los médicos y técnicos sanitarios blancos del personal viajaban todos los días ida y vuelta, entre el hospital y la ciudad blanca de Johanesburgo, con el privilegio de atravesar las barricadas policiales que aislaban el área de Soweto, y a riesgo de verse rodeados y arrancados de sus coches al pasar por el camino por donde habían pasado antes los vehículos blindados a los que la gente llamaba «hipos» o «hipopótamos», levantando en vano los puños contra las planchas de acero y las armas.

Después de los funerales de la primera ola de niños y jóvenes muertos por la policía, en cada entierro sucesivo, disparaban a los negros que se reunían para rendir homenaje a sus muertos o mientras se lavaban las manos en casa de los deudos siguiendo la tradición. La policía afirmaba que era imposible diferenciar a los dolientes de la turba; lo que decían era más verídico de lo que creían: allí se fusionaban el dolor y la rabia.

Aunque el personal blanco del hospital conocía los acontecimientos y las consecuencias en los distritos negros -apenas tratados superficialmente por los informes periodísticos reunidos, entre peligros y dificultades, por periodistas negros-, ningún miembro blanco del personal del hospital podía entrar en los lugares de los que salían sus pacientes. Aunque extraían proyectiles de la matriz de la carne, recogían astillas de huesos destrozados, suturaban, socorrían, devolvían gota a gota a las arterias los fluidos derramados en las calles junto con las bebidas alcohólicas de botellas hechas añicos por niños que despreciaban los consuelos de sus padres, estos blancos no podían imaginar lo que era estar viviendo como vivían sus pacientes. Un domingo por la noche, un conocido de Rosa, Fats Mxenge, la visitó en su piso. Se disculpó por aparecer sin previo aviso, pero no era sensato utilizar el teléfono aunque (naturalmente) él era uno de los pocos habitantes de Soweto que lo tenía. Debía transmitirle un mensaje; después de cumplida su misión se quedó en el piso (un estudio de una sola habitación al que ella se había mudado al regresar de Europa) y aceptó el coñac y el té caliente que le ofreció. Fats paseó la mirada a su alrededor; alguien desembarcado de una tempestad mirando cortinas, lámparas, el plato giratorio del tocadiscos dando vueltas justo después de retirar el disco. Bebió de un trago el coñac y luego removió el té con las rodillas juntas, lo removió y lo removió. Para recapitular meneó la cabeza… y se dio por vencido. Hablaron de lo obvio.

– Terrible, terrible. Sólo quiero sacar a mi chico, eso es todo.

Ella empezó a hablar de alguna de las cosas que había visto en el hospital, aunque no en su departamento: una cría que había perdido un ojo; estaba acostumbrada a trabajar con horrores (empleó el término «deformidades») sobre los que podía hacerse algo… devolver sensaciones a los nervios, reforzar músculos para que vuelvan a flexionarse.

– El ojo izquierdo. Siete u ocho años. Perdido para siempre -no fue capaz de describir el agujero negro, el vacío donde debía estar el ojo.

– La semana pasada el hombre que vive al lado… ¿conoces nuestro lugar? Sí, estuviste con Marisa… allí mismo, en la casa de al lado, salió a comprar algo a la tienda, velas, algo que necesitaba su madre. Nunca volvió. Esta vino a averiguar qué debía hacer. Acude a la policía, le dijo mi mujer, pregúntales dónde está… creía que lo habían arrestado. Entonces la mujer va a ver a la policía y pregunta dónde está el hijo, dónde puede buscarlo. ¿Sabes qué le contestaron? No nos lo pregunte a nosotros, vaya al depósito de cadáveres.

– Yo paso por allí cuando vuelvo a casa. Todos los días hay cola afuera: una fila de hombres y mujeres negros que esperan ordenadamente para levantar sábana tras sábana hasta encontrar el rostro familiar entre los muertos. Hay bebés, por supuesto, dormidos, abrigados y húmedos contra las espaldas, bajo la manta, siempre hay bebés. Y las usuales bolsas de la compra con el sustento envuelto en papel de periódico, destinadas a los tribunales y los hospitales y las cárceles; una mujer tenía una bolsa de la que asomaba un termo a cuadros… la cola era larga y algunos tendrían que volver al día siguiente.

– La policía debió de dispararles entre nuestro lugar y la tienda. Muerto. Lo identificó de inmediato. Allí mismo, en la calle donde vivía. Era alrededor de las nueve de la noche cuando salió, eso es todo. Te encierras en casa en cuanto oscurece. No te mueves. Esta noche no volveré de ninguna manera. Te aseguro que cuando oscurece tengo miedo de cruzar el patio para ir al lavabo. No puedo saber en qué momento recibiré un balazo de la policía en la cabeza o una cuchillada de algún otro en el estómago -agitó los gemelos de la camisa que tenían un cuadrado dorado y eslabones esmaltados. Iba trajeado para el éxito y la felicidad, sus acostumbradas ropas elegantes, como una mujer que no tiene nada que entregar en una emergencia salvo el conjunto que usó para la cena y dejó colgado sobre la silla al acostarse-. Todas las mañanas espero encontrar el coche quemado. En nuestros lugares no hay garajes. ¿Qué puedo hacer? Lo dejo en la calle. Los estudiantes van por allí prendiendo fuego a los coches de representantes y gente así, que tiene buenos puestos de trabajo en empresas de blancos… ¿Quién no trabaja para los blancos? Si saben que el propietario de tal o cual coche es un promotor deportivo que organiza encuentros de boxeo con blancos… Pueden caerme encima… -su carcajada fue una exclamación, una protesta-. ¡Fíjate lo que nos ha hecho este gobierno! ¿Puedo? -Rosa le acercó la botella de coñac y él se sirvió. Ella volcó las últimas gotas de té de su taza y se sirvió coñac, dando un primer sorbo voluptuoso que le quemó los labios mientras lo escuchaba-. Quiero sacar a mis hijos, eso es todo. Margaret y el bebé pueden ir a Natal con la vieja… allí está su gente. Quiero meter a los mayores en internados… ¿Pero sabes lo que dicen los estudiantes? Abordarán los trenes cuando los chicos partan hacia las escuelas del campo y los harán detener, los bajarán a rastras. Dicen que nadie debe quebrantar el boicot. Y lo harán, te aseguro que lo harán. Me llevaré a los míos en coche. No nos escucharán a mí ni a su madre, no van a la escuela, corren por la calle y todos los días uno se pregunta si volverán vivos.

– Yo no sé lo que haría -era blanca, nunca había tenido un hijo, sólo un amante con hijos de otra mujer. Ningún chico salvo los que pasaban bajo sus manos y a los que debía rehabilitar cuando era posible, en el hospital.

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