¡Los negros de Azania [1] recordamos a nuestros amados muertos! Mártires que fueron masacrados desde el 16 de junio de 1976 y que aún siguen siendo asesinados. Deberíamos saber que los terroristas de Vorster no han interrumpido su agresión a estudiantes y personas inocentes que se han consagrado a la liberación del negro en Sudáfrica… en Azania. Intentarán a cualquier precio sofocar los sentimientos de los hombres y mujeres jóvenes que ven la liberación a pocos kilómetros, si no metros, de distancia. No hay forma de retroceder, hemos llegado al punto sin retorno como la joven generación de este desafíame país. Hemos demostrado que somos capaces de cambiar las leyes como jóvenes, y en ello proseguiremos hasta alcanzar la meta final. ¡UHURU [2] PARA AZANIA!
Recuerda que Héctor Paterson, el negro de 13 años de Azania, futuro líder que podría habernos guiado, cayó víctima de la intransigente e incontrolable banda de la brigada antidisturbios. ¿Qué dicen sus padres, qué dicen sus amigos, qué dice el estúpido y pelado soldado que lo mató -que de hecho lo asesinó a sangre fría-, aunque por supuesto él está menos comprometido? ¿Qué dices tú como negro oprimido y hermano de Héctor? ¿Recuerdas a nuestro sabio científico Tshazibane, «que de repente decidió suicidarse»? Sospechamos que alguien, en algún sitio, sabe algo de este «suicidio». ¿Cuánto tiempo seguirá nuestro pueblo con estos «intentos de suicidio» y «sucidios logrados»?
¿Recuerdas a Mabelane, que «intentó escapar de la plaza John Vorster saltando por la ventana del décimo piso» aparentemente para eludir unas preguntas? ¿Recuerdas a nuestros hermanos y hermanas baldados deliberadamente por personas que habían sido preparadas para faltar el respeto y hacer caso omiso del negro como ser humano? ¿Recuerdas la sangre que fluía sin cesar de las heridas infligidas por los pistoleros de Vorster a la masa inocente que se manifestaba pacíficamente? ¿Y qué decir de los cadáveres de nuestros colegas muertos que fueron arrastrados a esos monstruosos y horripilantes coches de la brigada antidisturbios que se llaman hipos? Nosotros los estudiantes seguiremos llevando a hombros el carro de la liberación al margen de estas maniobras racistas para demorar la inevitable liberación de las masas negras. El 16 de junio nunca se borrará de nuestra mente. Será conocido y quedará registrado en la mente del pueblo como DÍA DEL ESTUDIANTE, pues los estudiantes hemos demostrado más allá de toda duda razonable, ese día, que somos capaces de jugar un importante papel en la liberación de este país sin armas.
También conocemos la conspiración del sistema:
1. Desacreditar al liderazgo presente y pasado con la esperanza de apartar a las masas de sus líderes.
2. Apresar al liderazgo actual con la esperanza de retardar la lucha y los logros estudiantiles.
¡¡¡SIEMPRE ADELANTE…NUNCA ATRASÜ!
publicado por el C.R.E.S.
Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Los pecados de los padres; por fin, los hijos vengan en los padres los pecados de los padres. Sus hijos y los hijos de sus hijos; ése era el Futuro, padre, en manos no previstas.
Tú sabías que no podía ser: un cambio en las condiciones objetivas de la lucha percibido antes de que lo percibieran los líderes. Lenin sabía; la forma en que ocurrió después de la revolución de 1905: como siempre ocurre, la práctica avanzó por delante de la teoría. Las viejas frases se resquebrajan y el significado se despliega, húmedo y nuevo. Parecen saber qué es lo que debe hacerse. Ya no van a la escuela y son «constantemente reeducados por su actividad política». Los padres que forman comités para mediar entre sus hijos y la policía también son detenidos y proscritos. Podría ocurrirle a Fats; ahora un peso pesado negro puede ganarle el título a un peso pesado blanco, y equipos blancos y negros juegan juntos en los campos de fútbol, pero esto no es lo que aceptarán los hijos. Le ha ocurrido incluso a Daphne Mkhonza, que solía asistir a los almuerzos de Flora. En Johanesburgo hay nuevos nightclubs donde la vestimenta de moda proporciona igualdad a los consumidores y aparentemente privilegia la sociabilidad blanca y negra de nuevo estilo cuando hay una redada policial. Pero no son éstos los placeres que reivindican los hijos. Los negros con ansias de ser hombres de tercera clase, concejales no europeos que participaban de las Juntas Consultivas y juntas escolares establecidas por los blancos, han renunciado ante la amenaza del justo castigo de una generación. Los que eran Tío Tom y evitaban a los Mosutsanyana, Kotane, Luthuli, Mandela, Kgosana, Skobukwe que iban a la cárcel por el CNA y el CP finalmente han comenzado a verse tal como son, tal como los ven sus hijos. Han sido radicalizados -como dirían los fieles- por sus hijos, actúan en consecuencia, son arrestados y detenidos. La Rosa original estaba convencida de que la auténtica iniciativa revolucionaria debía surgir del pueblo. ¿Me pusiste su nombre por eso? Esta vez surge de los hijos del pueblo, que enseñan a los padres… El CNA, el CP, el CPB y el resto, todas las siglas se apresuran a reivindicar, a ponerse al día: la teoría en persecución de los acontecimientos.
Es bastante evidente el tipo de educación contra la que se han rebelado los hijos; no saben escribir y no pueden formular su exaltación ni su angustia. Pero saben por qué están muriendo. Tenías razón. Dan vuelta la cara y cierran los ojos, gritan «Eie-na» [¡Ay!». (N. de la T.)] cuando les dan una inyección, pero siguen andando hacia la policía y las ametralladoras. Tú sabes cómo comprenden qué es lo que quieren. Sabes cómo expresarlo. Derechos, no concesiones. Su país, no ghettos asignados en él, ni «patrias» tribales parceladas. La riqueza creada con el trabajo de sus padres y madres, y transformada en dividendos del blanco. El poder sobre su propia vida en lugar de un destino inventado, decretado e impuesto por los gobiernos blancos. Bien, ¿quién entre aquellos a quienes no les gustaba tu vocabulario, tus métodos, lo ha dicho más sinceramente? ¿Quienes son ellos para hacerte responsable de Stalin y negarte a Cristo?
Hay algo sublime en ti… no podría decírselo a nadie más. No en tu biografía. Habrías encontrado en tu propia persona lo que ocurrió a los negros en Bambata, en Bulhoek, en Bondelswart, en Sharpeville. Pero esta vez están más juntos que nunca, como no lo estuvieron en la derrota de las guerras del Kaffir, en el lugar de Bambata, en Bulhoek, en el lugar de Bondelswart, en Sharpeville. ¿Se trata de algo que les es peculiar? Me usaste como visitante de la cárcel, como correo, como todo aquello para lo que servía, pero… ¿te habrías visto a ti mismo observándonos a Tony y a mí, tomados de la mano, acercándonos a las ametralladoras? Nunca me lo dirás. Nunca lo sabrás. A nosotros no nos es dado (no te inquietes, la referencia corresponde a un punto de mira cerebral, no a un Dios miserable; no me he vuelto religiosa, no me he vuelto nada, soy lo que siempre he sido) saber qué nos hace miedosos o audaces. Tú tienes que haber tenido miedo alguna vez, de lo contrario no habrías tenido tu tierna lucidez. Pero eras un poco como los hijos negros: poseías esa exaltación.
Huí. Baasie me resultó repulsivo y me dejé penetrar por la repugnancia: el regate entre la diverticulitis, el cáncer de mama, el estreñimiento, la impotencia, los huesos y la obesidad. Me asusté. Te reirías. Sabías mucho de esas cosas; cuando alguien ha muerto le atribuimos omnipotencia. Tuve miedo. Tal vez me creas. Nadie más me creería. Si intentara decirlo, cosa que no haré. Y el resultado no es el tradicional, según el cual no me «defiendo» de quien piensa mal de mí; por el contrario, se me adjudica un mérito que no merezco. Cuando aparecí detrás de él en la calle, Dick dijo: Sabía que eras tú. Esperaban a tu hija. El hombre de Francia era el único con el que podía hablar y cuando se planteó la cuestión fue el único tema en el que no pude abrirme. No es que él carezca de capacidad para imaginar… ¿qué? Este sitio, todos nosotros aquí. Lee mucho acerca de nosotros. Nuestro destino aleatorio, lo llama. Sabe proyectar. Tenía mucha imaginación… una especie de escritor, además de profesor (pero él se burla de las pretensiones académicas de este título). Una vez mientras me secaba después de la ducha, de pronto se le ocurrió la idea de un libro de ciencia-ficción que produciría dinero. Supongamos que ocurriera que a través de los productos químicos utilizados para matar insectos nocivos, aumentar las cosechas, etcétera, perdiéramos la capa de aceites naturales de la piel que nos hace impermeables, como el aceite de las plumas de los patos… supongamos que empezáramos a absorber agua, nos saturáramos y nos pudriéramos… En otro nivel, incluso podría interpretarse como una alegoría de la explotación capitalista del pueblo mediante el abuso de los recursos naturales…
– Jamás lo habría pensado.
J. B. Marks, tu primera elección como padrino, murió en Moscú mientras estabas preso. Logré transmitírtelo. Ahora, una vez más, tengo la impresión de pasarte fragmentos de noticias como hacía a través de la rejilla de alambre. No veré a Ivy; ha desaparecido, cumpliendo órdenes, antes del juicio de Greer. Si se hubiera quedado la habrían encausado nuevamente; en la acusación la mencionaron como co-conspiradora in absentia. El fiscal aseguró que fue ella quien reclutó a Orde; Theo alegó que el sentido de agravio de su cliente por la injusticia, unido a la experiencia de un periodista político en este país donde los intentos de cambios constitucionales son constantemente derrotados, lo llevó a las manos de personas que entendían su agravio.
Y así, por fin, tú. Es a ti…
El aire está denso de verano, entretejido de vida, pájaros, libélulas, mariposas, formas oscilantes de cocuyos que son moscas enanas viajeras. Después de las lluvias abundantes, los edificios de hormigón tienen bajo el sol un rubor matinal que a mis ojos los vuelve orgánicos. La carretera atraviesa la plaza John Vorster al nivel del quinto piso y en las ventanas de las salas con el mobiliario básico desde donde han saltado algunos, veo mientras conduzco margaritas en tiestos sobre los alféizares. A tu lucidez no se le escapaba nada, en la celda ni alrededor de la piscina. Una lucidez sublime. Tengo una ligera idea de ello. No pienses que estoy melancólica… deprimida. La felicidad no es moral ni productiva, ¿no? Sé que es posible ser feliz mientras (supongo que así fue) se hace daño a alguien. De ello se desprende naturalmente que es posible sentirse muy vivo cuando flotan en el aire cosas terribles: miedo y dolor y amenazadora valentía.
He ido a ver a los Nel. Se pusieron contentos al verme. Siempre había sido bien recibida. Hay una «Holiday Inn» donde ahora van casi todos los viajantes. Pero la venta de bebidas alcohólicas no se ha visto afectada. La federación de Mujeres celebra su reunión anual en una sala privada de la «Holiday Inn», me ha contado tía Velma (distraída por un momento de su problema), aunque es un establecimiento autorizado para despachar bebidas alcohólicas. Y el jefe de la «patria» cercana va a almorzar en el restaurante con los asesores blancos de minería, que estudian la posibilidad de que haya estaño y cromo en su «país».
Los Nel están perplejos. Yo no sabía que podía ser un estado de ánimo tan aplastante. Están sobre todo… desconcertados. Estaban tan orgullosos de ella, que ocupaba un puesto cuasigubernamental, que hablaba un idioma extranjero; el cerebro de tu rama de la familia, pero puesto al servicio de su país en la promoción de nuestros productos agrícolas. Tan orgullosos de Marie, de su vida sofisticada… todo el tiempo imaginando París como los Champs-Elysées de las reproducciones que suelen venderse a los hoteles rurales.
En la granja pedí que me pusieran en una de las glorietas y no en la finca principal. No argumentaron que estaba ofendiendo su hospitalidad; cuando la gente tiene problemas, de alguna forma se vuelve más comprensiva acerca de las necesidades o de los caprichos, ¿verdad? Andando de noche después de las lluvias, la finca, los cobertizos se desvían de mi vista en una neblina que se puede lamer con los labios. El vino todavía no está servido en la mesa pero el tío Coen nos hizo beber coñac. Me movía insegura pisando la hierba empapada, choqué contra el aljibe, creía que sólo tenía las piernas afectadas, pero supongo que también lo estaba mi cabeza. Apoyé la oreja en el costado de la pared de piedra del granero, en cuya cavidad anidan las abejas, y las oí hormiguear. Capa tras capa de noche las ocultaban. Caminé alrededor, no a través, de las sombras de muros y cobertizos, y sobre los capós de coches aparcados unas luces tendían sábanas de oscuridad y brillo. Como parpadeantes pestañas a mi alrededor: calor, humedad e insectos. Pisé estrellas en los charcos. Es tan fácil sentirse próxima a la tierra, ¿verdad? No es extraño que se hagan todo tipo de sospechosas demandas populares sobre esa base. Los fuertes reflectores que los granjeros de las inmediaciones han colocado en lo más alto de sus fincas aparecen a través de los negros árboles. Unos focos avanzan por el nuevo camino; las tierras de labrantío se funden con la aldea. Pero ésta está demasiado lejos para oír un grito de socorro. Si surgen ahora desde atrás de los grandes y añosos árboles de jeringuilla -en cuyas ramas quedaban los lazos de alambre de los juegos de los chicos y donde cuelga el ángulo de hierro que sonará a las seis de la mañana para marcar el inicio de la jornada-, si saltan sin hacer ruido y me ponen en la espalda una ametralladora rusa o cubana, o sencillamente cogen (¿ha llegado la hora?) una guadaña o incluso una azada… sería una solución. No está mal. Pero no me ocurriría, no te preocupes. Me acosté en la glorieta y dormí como lo hacía de niña, apartando de una patada las gruesas mantas rosadas, con una almohada apelmazada bajo el cuello. Cualquiera podría haber entrado y haberme contemplado: no me habría movido.
Quizás un día alguna calle lleve esa fecha por nombre. Mucha gente fue detenida, arrestada o proscrita el 19 de octubre de 1977; muchas organizaciones y el único periódico negro de ámbito nacional fueron prohibidos. La mayoría de las personas eran negras: africanos, indios, mestizos. La mayoría pertenecía a organizaciones de la Conciencia Negra: Convención del Pueblo Negro, Organización de Estudiantes Sudafricanos, Consejo Representativo de Estudiantes de Soweto, Movimiento Estudiantil Sudafricano, Asociación de Padres Negros y otras, menos conocidas, de las que los blancos nunca habían oído hablar. Algunos pertenecían a las organizaciones clandestinas de los anteriores movimientos de liberación, prohibidos tiempo atrás. Y otros pertenecían a ambas. Todos -organizaciones, individuos, el periódico- parecieron recientemente motivados, después de más de un año, por la rebelión de escolares y estudiantes sobre la cuestión de la educación inferior para los negros. Cientos de maestros habían aceptado la autoridad del boicot escolar y renunciado a su cargo a modo de apoyo. La persuasión, el soborno y la fuerza de la amenaza por parte del gobierno no tuvieron éxito con los jóvenes y mayores de quienes era mentor; el gobierno, por su parte, se negó a abolir el sistema de educación segregada para los negros. De cualquier manera que se evaluara la situación, la explicación seguía simplista. La mayoría de niños de Soweto no había vuelto a la escuela después de junio de 1976.
El 19 de octubre de 1977 y las semanas siguientes fueron detenidos, proscritos o sometidos a arresto domiciliario unos pocos blancos. Entre ellos se encontraba la hija de Burger. Se la llevaron tres policías que la estaban esperando en su piso a la vuelta del trabajo, una tarde de noviembre. El de más alto rango era el capitán Van Jaarseveld, quien para hacerla sentir cómoda con él durante el interrogatorio en una de las salas con dos sillas y una mesa, le recordó que había conocido bien a su padre.
No presentaron cargos contra ella. Como tantos miles de personas detenidas bajo custodia a todo lo largo del país, podían retenerla semanas, meses o años antes de soltarla. Pero su abogado, Theo Santorini, tenía motivos para creer -por cierto, un fiscal se lo había dicho en un momento de indiscreción profesional durante uno de sus frecuentes encuentros en los descansos para tomar el té o almorzar- que el Estado esperaba reunir evidencias para presentarla ante el tribunal en un importante logro de Segundad: un sonado juicio, por fin, a la mujer de Kgosana. Esa, había dicho; Santorini esbozó su regordeta sonrisa de querubín. Esa era la importante. Durante muchos años se había visto empeñado con el mismo fiscal en una batalla de legalidades mediante la cual había logrado que Marisa Kgosana saliera absuelta una y otra vez. El gobierno -probablemente más aún la policía, porque, se quejaban a su abogado, «les ponía las cosas difíciles», no cooperando ni siquiera con el largo de una de sus uñas rojas cuando ellos sólo estaban cumpliendo con su obligación-, el ministro de Justicia, quería quitarla de en medio, confinarla, condenarla durante un largo período. El fiscal, en lo que a la señora Kgosana se refería, hizo una sugerencia por su propio bien, objetivamente, bajo la forma de una advertencia a Santorini. A su defendida no le convenía correr el riesgo de ventilar, en respuesta a alegatos que se hacían ante la Comisión Investigadora de los disturbios de Soweto y que entonces estaba en sesión, ninguna línea de defensa que pudiera resultar útil a la acusación en el caso de que en el futuro se plantearan acusaciones contra ella. Más le valía no hacer presiones para «presentarla»… porque también Marisa estaba detenida.
Las cárceles para mujeres que aguardan juicio y para las que están detenidas, no se encuentran entre las comodidades segregadas que el país se enorgullece en proporcionar. En la que se encontraron Rosa y Clare Terblanche también había mestizas, indias y africanas; las de diferente color y grado de pigmentación no ocupaban celdas contiguas ni correspondientes a los mismos retretes y cuartos de baño, ni se les permitía estar en el patio al mismo tiempo, pero la cárcel era tan vieja que las barreras físicas contra la comunicación interna estaban desvencijadas y la vigilancia de las carceleras -nocivas minifalderas devotas de la Jefa como si de la abadesa de una orden religiosa se tratara- no podía impedir que entre las distintas razas se intercambiaran mensajes o los pequeños y preciosos regalos de la economía carcelaria (cigarrillos, un melocotón, un tubo de crema para manos, una minúscula linterna eléctrica), o canciones. Muy temprano, la penetrante voz de contralto de Marisa anunciaba su presencia, no muy lejos, desde su confinamiento en solitario, a Rosa y Clare. Cantaba himnos religiosos, fluctuando entre el tono de «Sométeme» y canciones del CNA en xosa, estallando en ocasiones con estrofas de Miriam Makeba, sobre todo para apaciguar a las carceleras, para quienes era una reconocida cantante popular. Las voces de otras negras se unían en armonía en cualquier tema que cantara, siguiendo rápidamente los cambios de repertorio. Las negras que eran presas comunes y eternamente lustraban la roca granosa del claustro de la Jefa, alrededor del patio, recogían diminutos mensajes arrollados, caídos cuando permitían salir a Rosa y a Clare para vaciar sus cuencos o a hacer su colada, y por el mismo sistema las mujeres de la limpieza les entregaban mensajes. De inmediato Marisa se convirtió en la más habilidosa de la presas políticas y en la encarnación, la personificación, de una especie de autoridad de la que ni siquiera estaba protegida la Jefa: obtuvo permiso para que la acompañaran dos veces por semana a la celda de Rosa para realizar ejercicios terapéuticos a causa de una dolencia en la columna vertebral agravada por la vida sedentaria en prisión. Durante las sesiones escapaban risas a través de la gruesa malla romboidal y los barrotes de la celda de Rosa. Aunque las detenidas no estaban autorizadas a tener artículos para escribir con ningún propósito ajeno a las cartas que eran censuradas por el jefe de Carceleros Magnus Cloete antes de ser despachadas, Rosa solicitó materiales de dibujo. Su abogado le envió un cuaderno de dibujo de los que se usan en los parvularios y una caja de pasteles; ambos artículos pasaron el escrutinio. Las carceleras encontraban bate, baie mooi [en afrikaans: «muy, muy bonitos». (N. de la T.)] (hablaban con ella en su lengua madre) los desmañados bodegones con que intentaba enseñarse a sí misma el que según había afirmado era su «hobby», y el ingenuo paisaje imaginario, no susceptible de despertar ninguna sospecha de que estuviera incorporando planos del trazado de la cárcel: representaba, en una serie de versiones, una aldea con un castillo en la cumbre de la montaña, una arboleda en primer plano, el mar detrás. La piedra de las casas parecía crearle dificultades: la intentó en rosas, grises, incluso naranjas amarronados. Había tenido más éxito con las alegres banderas de las almenas del castillo y las brillantes velas de pequeñas embarcaciones, aunque debido a algún fallo de perspectiva navegaban directamente hacia la torre. Aparentemente la luz emanaba por los cuatro costados: todos los objetos se veían soleados. Para navidad se permitió a las detenidas enviar tarjetas hechas a mano a un número razonable de parientes o amigos. Para el jefe de Carceleros Cloete la de Rosa era una escena trivial, pues podía encontrarse en cualquier estantería con tarjetas de felicitaciones: un grupo de cantores de villancicos en el que sólo los encantados destinatarios reconocerían, inconfundiblemente, pese a la ausencia de arte y técnica con que estaban dibujadas las figuras, a Marisa, Rosa, Clare y una india conocida de todos. A través de la postal también sabrían que esas mujeres estaban en contacto, aunque separadas del mundo exterior.
Theo Santorini no repitió, ni siquiera a los más íntimos de la familia de Rosa Burger durante muchos años, la firme posibilidad de que el Estado intentara establecer la connivencia de Rosa con Marisa en la conspiración para fomentar los objetivos del comunismo y/o del Congreso Nacional Africano. La acusarían de incitación, apoyo y complicidad en la rebelión de escolares y estudiantes.
Su discreción no impidió todo tipo de especulaciones. No está claro qué hizo Rosa durante las últimas dos semanas que pasó en Londres. Después de todo, se puso en contacto con exiliados de izquierdas. Estuvo en un mitin (los informadores tienden a mejorar la calidad de su información) en homenaje a líderes del Frelimo, donde su presencia se vio honrada por un discurso -pronunciado por uno de su antiguos compañeros íntimos- encomiando a su padre, Lionel Burger. Todo eso había sido vigilado y sin duda alguna aparecería en cualquier acusación. Aparentemente abandonó sin explicaciones su intención de exiliarse en Francia, donde el Movimiento Antiapartheid francés estaba dispuesto a protegerla bajo sus alas. No le dijo a nadie, absolutamente a nadie, cómo había ocupado su tiempo entre la reunión con los viejos camaradas en ese mitin o fiesta y su regreso. Es razonable suponer que hizo planes con otros, poniéndose al servicio de la última estrategia de lucha, que proseguirá hasta que el último preso salga de Robben Island y el último disidente cuerdo abandone un manicomio de Europa del Este. ¿Quién puede creer que los niños se rebelan por su propia voluntad? En su mayoría, los blancos postulan la teoría de que los agitadores (sin especificar), y las organizaciones prohibidas y clandestinas, adoptan la rebelión como parte de su propio impulso incrementado, si no como su inspiración directa. Los marineros vomitan con la carne podrida, los niños se niegan a ir a la escuela. Nadie sabe dónde comenzará el fin del sufrimiento.
Una mujer que llevaba cajas de fruta y flores esperaba con un grupo ante las puertas de la cárcel.
Había pulsado el timbre con más fuerza y durante más segundos de lo aparentemente necesario. Las pocas personas que esperaban afuera lo oyeron sonar débilmente en el interior. No obstante, hubo que esperar para obtener respuesta. Habló con ellas: una prostituta negra que llevaba dinero para la fianza en un monedero de plástico dorado y que movía un tumor de chicles de una mandíbula a la otra, dos mujeres que reñían soltándose susurrados tacos en zulú, una joven en compañía de una vieja que fumaba una pipa con una pequeña cadena adherida a la tapa. Se mostraban pacientes. La joven bailaba -mientras alguien tarareaba inaudiblemente- apoyada en los talones y los dedos de los pies calzados con zapatillas azules, rojas y negras. La mujer era blanca, conocía sus derechos, estaba habituada a considerar mezquina y ridícula la burocracia, no poderosa.
– ¿Están durmiendo? -la voz alta y penetrante de una señora rica-. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí? No os deberíais quedar tan tranquilas… se supone que deben atendernos.
Las negras estaban acostumbradas a que los blancos hicieran caso omiso de ellas y sospechaban de cualquier presunción de causa común, excepto la prostituta joven, que conocía demasiado íntimamente a los blancos para dejarse impresionar por las mujeres que los habían parido. Hizo una mueca:
– Contestaron, pero dijeron que debíamos esperar.
– ¡Esperar! Ya hemos esperado bastante -la blanca apoyó el pulgar en el timbre y jugó a inclinar todo el peso de su cuerpo, sonriendo alegremente a las demás. Su pelo teñido, como los oscuros cristales de sus gafas de sol, contrastaban con su frente bordeada de blanco; una cincuentona con la enérgica franqueza de una chica encantadora. La mano que apretó el timbre lucía jades y marfiles.
La prostituta rió entre dientes, animándola:
– Muy bien, eso está muy bien. Me gustaría tener un anillo como ése.
– ¿Cuál? No, no, este pequeño es mi favorito. ¿Ves cómo está hecho? Muy ingenioso…
Se abrió la mirilla de la puerta y apareció en el marco una cara de payaso, dos cejas arqueadas, tensas y delgadas, ojos perfilados en negro, mejillas rosa tiza.
– Tengo algunas cosas para unas detenidas -la mujer era vivaz; la cara pintada no dijo nada. La mirilla se cerró y la mujer acababa de volver la cabeza en exasperado comentario a las otras, cuando se oyeron sonidos de cerrojos y llaves aceitadas y se movió una puerta en el interior del gran portal para dejarla entrar. Se cerró de inmediato, dejándola pasar únicamente a ella.
La carcelera propietaria de la cara dijo:
– Espere.
La falda plisada color crema y la camisa de seda amarilla de la mujer reflejaban luz en el oscuro pozo de ladrillos y hormigón, por lo que una criatura que fregaba el suelo con trapos atados a las rodillas para protegerlas, levantó la vista. Apareció una imagen tardía ante los ojos que volvieron a la fregona y al suelo. Esencias de finos jabones, cremas, cuero, ropas guardadas en armarios de donde colgaban bolsitas aromáticas, perfume destilado de azucenas y hasta un leve aroma natural a ciruelas y mangos, un aura que separaba a la mujer del aire viciado e impregnado de tristes fragancias a mala comida y a la lejía de la higiene institucional, del olor bajo las uñas rotas, desteñidas hasta la médula. La visitante ya había estado antes; nada había cambiado salvo la vestimenta de las carceleras, blanca y negra… acicaladas con los que le parecían uniformes sobrantes de los que cinco años antes usaban las azafatas: viajaba mucho en avión. Debajo de las escaleras de la izquierda había maletas y cajas de cartón atadas con cuerdas etiquetadas, incluso algunos abrigos; posesiones retiradas a las detenidas al llegar, que guardaban el día o la noche de su liberación. Vio la resplandeciente luz solar encerrada en el patio de la cárcel. Las gordas palmeras ornamentales, la brillante piel púrpura de la roca granosa. Hábilmente se deslizó unos pasos hacia adelante para echar un rápido vistazo, pero no había nadie haciendo ejercicios… suponiendo que les permitieran acercarse a la entrada.
Una falda diminuta moviéndose en un trasero alto y redondo, un cuerpo con tacones altos la condujo al despacho de la Jefa.
Como, como… para poder describir después a la Jefa era necesario hacer la comparación con una imagen en un escenario que formara parte de la experiencia de sus interlocutores, porque la suya era una figura indescriptible, un elemento de una escala de valores estéticos que sólo podía definirse a sí mismo. Como la mujer del patrón en un bar o salón de baile de una pintura francesa decimonónica… Toulouse-Lautrec, sí… aunque más bien alguien de segunda categoría, Félicien Rops, digamos. Su escritorio quedaba calzado debajo de unos pechos con toda la parafernalia: llevaba galones de servicio y aretes de oro empotrados en sus carnosos lóbulos. Las pequeñas cejas de la carcelera eran una buena imitación de las suyas, rojo-cobrizo, dibujadas en lo alto desde las cercanías de ambos lados del tabique nasal. Su menuda mano regordeta, con las uñas pintadas de un espeso rosa refinado, golpeteaba un bolígrafo y se movía entre papeles que observaba a través de unas gafas de arlequín con las piezas laterales doradas y decoradas con volutas. Había gladiolos en un florero, en el suelo. Sobre el escritorio, unos lánguidos claveles blancos con un cuenco de oropel que contenía un vaso… probablemente había asistido a un baile de la policía.
La visitante llevaba dos bandejas de madera con fruta, y un enorme ramo de margaritas y rosas de su jardín.
– Rosa Burger y Marisa Kgosana. Sus nombres están en las etiquetas. Ciruelas, mangos, naranjas y unos caramelos… sueltos. En paquetes abiertos. No puedo traer un pastel, ¿no?
– No, nada de pasteles -el tono de alguien que intercambia observaciones sobre las rarezas del menú de una cafetería.
– ¿Ni siquiera si lo corto delante de usted? -la visitante sonreía, con la cabeza inclinada, coquetona, las comisuras de los labios en expresión desdeñosa.
La Jefa sabía compartir una broma, pero de allí no pasaba.
– Ni siquiera en ese caso, no, ya sabe que no está permitido. Deje las cajas en el suelo, allí, muchísimas gracias, nos ocuparemos de que las reciban en seguida. Ahora mismo -nadie la igualaría en femenina corrección-. Firme en el libro, por favor.
– Las flores están separadas en dos ramos… ¿Sería tan amable de ponerlos en un cubo con agua? ¡Hacía tanto calor en el coche!
Una pareja de pomeranias olisqueaba los zapatos de la visitante. La Jefa los regañó en afrikaans:
– Abajo Dinkie, abajo, chico. Romperás las medias de la señora… -cambió de tono y prosiguió, en inglés-: Ya no se permite traer flores. No sé qué… es una nueva orden que llegó ayer, no podemos aceptar flores. Lo siento en el alma.
– ¿Por qué?
– No sabría decírselo, yo misma lo ignoro…
– Mi nombre está en las cajas.
– Pero escríbalo aquí, por favor -la carcelera saltó para acercar un enorme registro casi antes de que la Jefa diera la señal-. Déjeme ver, sí… eso es, y el domicilio por favor… muchísimas gracias -su estilo era el de quien intenta ser amable por una mera cuestión de forma: la necesidad de que una dama comprensiva y bien intencionada se comprometiera, de su puño y letra, en su relación con las sospechosas políticas. La Jefa movió los labios leyendo las sílabas del nombre, como si así pudiera comprobar si era falso o auténtico: Flora Donaldson.
A los detenidos según la Sección 6 del Acta de Terrorismo no se les permite recibir visitas, ni siquiera de sus parientes más cercanos. Pero más adelante, cuando Rosa Burger pasó a ser una prisionera en espera de juicio se le concedieron los privilegios de esa condición, y, en ausencia de parientes cosanguíneos, Flora Donaldson solicitó permiso para verla y se lo concedieron. Otros postulantes fueron rechazados, con la única excepción de Brandt Vermeulen quien, sin duda por medio de influencias en las altas esferas, apareció allí de repente, un día que llevaron a Rosa a la sala de visitas. No eran visitas de contacto; Rosa recibía a las suyas desde detrás de una mirilla metálica. No se sabe de qué habló Brandt Vermeulen dentro de la categoría de «cuestiones domésticas», categoría a la que deben ceñirse todas las conversaciones de la cárcel bajo la supervisión de carceleros presentes. Es un conversador fluido y entretenido, un hombre de amplias miras y con muchos intereses, que no se desorientaría con facilidad. Flora informó que Rosa «no había cambiado mucho». Hizo esta observación a William, su marido.
– Está muy bien. En buena forma. Parecía una cría; por lo que entendí, Leela Govind o alguien volvió a cortarle el pelo, hasta aquí, a la altura del cuello… Me dio la impresión de tener catorce años… aunque se la ve más vivaz que antes. En cierto sentido. Menos reservada. Bromeamos muchísimo… eso es algo que a los malditos carceleros les cuesta seguir. ¿Pero por qué no habrían de ser divertidas las cuestiones familiares? Ya son de por sí bastantes aburridas. Sólo te das cuenta de lo aburridas que son cuando intentas transformarlas en metáforas de otras cosas… Theo me ha dicho que la defensa se las hará pasar canutas a los testigos públicos. Piensa que esta vez Rosa tiene bastantes posibilidades de salir bien librada… tal vez el Estado retire los cargos después del interrogatorio preliminar. En cuyo caso es posible que la sometan a arresto domiciliario en cuanto la suelten… cualquier cosa es preferible a la cárcel. Se pueden hacer muchas cosas bajo arresto domiciliario y al fin y al cabo Rosa saldrá todos los días a trabajar…
En Francia, Madame Bagnelli recibió una carta. Llevaba el sello del Departamento de Prisiones de Pretoria, lo que no despertó el menor interés en el apuesto cartero que se detenía a tomar un Pernod cuando le entregaba la correspondencia, porque no leía inglés ni sabía dónde estaba Pretoria. En un párrafo relativo a las comodidades de una celda a la manera en que se describen las características de un hotel turístico que no se ajusta exactamente a lo prometido en el folleto -he improvisado con una caja de fruta una especie de escritorio portátil de estilo japonés (¿recuerdas el que tenía el viejo han Poliakoff, el que usaba cuando escribía en la cama?) y encima de él te estoy escribiendo- había una referencia a una filigrana de luz que se filtraba en la celda al atardecer, reflejaba desde alguna superficie exterior de cara al oeste; algo que una vez mencionó Lionel Burger. Pero el censor de la cárcel había tachado esa línea. Madame Bagnelli nunca logró descifrarla.