Al principio le envidiaba. Esto era en la época escolar, en el Instituto Federico Guillermo de Berlín. Yo llevaba los trajes de mi padre, no tenía amigos y no podía elevarme en la barra fija. Él era el mejor de la clase, también en educación física, le invitaban a todos los cumpleaños y cuando los profesores le trataban de usted, lo decían en serio. A veces le recogía el chofer de su padre con el Mercedes. Mi padre trabajaba en los Ferrocarriles del Reich y en 1934 acababa de ser trasladado de Karlsruhe a Berlín.
Korten no puede soportar la ineficacia. Él me enseñó el movimiento de elevación y giro de los molinetes. Yo le admiraba. También me mostró cómo se hacía con las chicas. Yo andaba como un tonto detrás de la pequeña que vivía un piso más abajo y que iba al Instituto Reina Luisa, frente al nuestro, el Federico Guillermo. Yo la adoraba y Korten la besaba en el cine.
Nos hicimos amigos, estudiamos la carrera al mismo tiempo, él economía política, yo derecho, y yo frecuentaba la villa a orillas del Wannsee. Cuando su hermana Klara y yo nos casamos, él fue testigo de la boda y me regaló el escritorio que está todavía en mi oficina, de roble sólido, tallado, y con tiradores de latón.
Ahora pocas veces trabajo en él. Mi oficio me lleva de un sitio para otro, y cuando por la tarde voy a echar una breve ojeada a la oficina, en el escritorio no se apilan los expedientes. Sólo el contestador automático está esperando y me comunica a través de su ventanita el número de mensajes recibidos. Entonces me siento ante la superficie vacía del escritorio y juego con el lápiz y escucho lo que tengo que hacer y lo que tengo que dejar, aquello de lo que tengo que hacerme cargo y aquello que no debo tocar. No me gusta quemarme los dedos. Pero también puede uno pillárselos con el cajón de un escritorio que hace mucho tiempo que no ha abierto.
La guerra para mí terminó al cabo de cinco semanas. Un disparo me envió a casa. Tardaron tres meses en zurcirme y me hice funcionario. Cuando en 1942 Korten empezó en la Rheinische Chemiewerke de Ludwigshafen y yo, en la Fiscalía de Heidelberg y no teníamos casa todavía, compartimos durante algunas semanas la habitación del hotel. En 1945 terminó mi carrera en la Fiscalía, y él me ayudó con los primeros encargos que recibí en el mundo empresarial. Entonces empezó su ascenso, tenía poco tiempo y con la muerte de Klara cesaron también las visitas de Navidad y de cumpleaños. Nos movemos en ambientes distintos, y sobre él leo más de lo que oigo. A veces nos encontramos en un concierto o en el teatro y nos entendemos. Después de todo somos viejos amigos.
Luego…, me acuerdo bien de aquella mañana. El mundo estaba a mis pies. El reuma me había dejado en paz, tenía la cabeza clara y con el traje azul nuevo parecía joven -eso pensaba yo cuando menos-. El viento no traía el familiar hedor químico hacia aquí, a Mannheim, sino que lo llevaba más allá, al Palatinado. El panadero de la esquina tenía cruasanes de chocolate y yo estaba desayunando al sol fuera, en la acera. Una mujer joven venía por la Mollstrasse, conforme se acercaba me parecía más bonita; dejé la taza desechable en el alféizar del escaparate y me fui tras ella. Al poco estaba yo ante mi oficina en el parque Augusta.
Estoy orgulloso de mi oficina. En la puerta y el escaparate de lo que fue un estanco he hecho poner vidrio opaco y, encima, con letras doradas y sin adornos:
Gerhard Selb
Investigaciones privadas
En el contestador automático había dos llamadas. El gerente de Goedecke necesitaba un informe. Yo había probado el fraude de su director de sucursal, pero éste no se había dado por vencido y había impugnado su despido ante la Magistratura de Trabajo. En el otro mensaje la señora Schlemihl, de la Rheinische Chemiewerke, me pedía que la llamara.
– Buenos días, señora Schlemihl. Soy Selb. ¿Quería hablar conmigo?
– Buenos días, señor doctor. El señor director general Korten quisiera verle. -Nadie, aparte de la señora Schlemihl, se dirige a mí llamándome «señor doctor». Desde que dejé de ser fiscal no hago uso del título; un detective privado que se ha doctorado es ridículo. Pero, como buena secretaria de dirección, la señora Schlemihl nunca ha olvidado cómo me presentó Korten en nuestro primer encuentro a principios de los años cincuenta.
– ¿De qué se trata?
– Eso se lo explicará él gustosamente mientras almuerzan en el Casino. ¿Le va bien a las doce y media?
En Mannheim y Ludwigshafen vivimos bajo la mirada de la Rheinische Chemiewerke. Esta empresa fue fundada en el año 1872, siete años después de la creación de la Badische Anilin- & Soda-Fabrik, por el profesor Demel y el asesor industrial Entzen, ambos químicos. Desde entonces la fábrica crece, crece y crece. Hoy ocupa un tercio de la superficie construida de Ludwigshafen y da empleo a casi a cien mil trabajadores. Junto con el viento, los ritmos de producción de la RCW determinan si la región ha de oler a cloro, azufre o amoníaco y dónde.
El Casino se encuentra fuera del recinto de la fábrica y goza de su propia reputación de elegancia. Además del amplio restaurante para ejecutivos intermedios hay una zona aparte para los directivos con múltiples salones que se conservan con los colores con cuya síntesis Demel y Entzen alcanzaron sus primeros éxitos. Y un bar.
Allí estaba yo todavía a la una. Me habían dicho ya al llegar que lamentablemente el señor director general vendría con un poco de retraso. Pedí el segundo aviateur.
– Campar¡, zumo de pomelo y champán, a partes iguales.
La muchacha pelirroja y pecosa que ese día servía detrás de la barra se sentía contenta de haber aprendido algo.
– Lo hace usted maravillosamente -dije.
Ella me miró con simpatía.
– ¿Tiene usted que esperar al señor director general?
Había esperado en sitios peores, en coches, accesos a viviendas, corredores, vestíbulos de hoteles y estaciones. Allí estaba bajo estucos dorados y una galería de retratos al óleo entre los que algún día también colgaría el de Korten.
– Mi querido Selb -dijo al acercarse.
Pequeño y nervudo, con ojos azules y vigilantes, cabello canoso cortado a cepillo y la piel coriácea y morena del que hace demasiado deporte al sol. Con Richard von Weizsäcker, Yul Brynner y Herbert von Karajan en un pequeño grupo de jazz podría convertir en éxito mundial la adaptación al swing de la marcha de Badenweil.
– Siento llegar tan tarde. ¿A ti todavía te sienta bien fumar y beber? -Echó una mirada dubitativa a mi paquete de Sweet Afton-. ¡Póngame un Apollinaris! ¿Cómo te va?
– Bien. Me lo tomo con más calma, supongo que a mis sesenta y ocho años me lo puedo permitir, ya no acepto cualquier encargo, y dentro de unas semanas me voy al Egeo a navegar. Y tú, ¿todavía no has soltado el timón?
– Lo haría gustoso. Pero todavía pasará un año o dos hasta que haya otro que pueda sustituirme. Nos encontramos en una fase difícil.
– ¿Tengo que vender? -Yo pensaba en mis diez acciones de la RCW depositadas en el Badische Beamtenbank.
– No, mi querido Selb -rió-. Después de todo, para nosotros las fases difíciles son siempre una bendición. Pero a pesar de ello hay cosas que nos preocupan, a largo y a corto plazo. A causa de un problema de los inmediatos te quería ver hoy, y después llevarte con Firner. Te acuerdas de él, ¿verdad?
Me acordaba bien. Unos pocos años antes Firner había sido nombrado director, pero para mí seguía siendo el despierto asistente de Korten.
– ¿Todavía lleva la corbata de la Harvard Business School?
Korten no contestó. Se quedó pensativo, como si reflexionara sobre la implantación de una corbata con los colores de la empresa. Me cogió del brazo.
– Vamos al Salón Azul, la mesa ya está preparada.
El Salón Azul es lo mejor que la RCW ofrecen a sus invitados. Una habitación de estilo modernista con mesa y sillas de Van de Velde, una lámpara de Mackintosh y en la pared un paisaje industrial de Kokoschka. Había dos cubiertos, y cuando nos sentamos el camarero trajo una ensalada vegetal.
– Yo seguiré con mi Apollinaris. Para ti he pedido un Château de Sannes, seguro que te gusta. Y, después de la ensalada, ¿solomillo de buey?
Mi plato preferido. Qué amable por parte de Korten haber pensado en ello. La carne estaba tierna, la salsa de rábano picante sin la enojosa bechamel, pero con abundante crema de leche. Para Korten el almuerzo se había terminado con la ensalada vegetal. Mientras yo comía abordó el asunto.
– Ya no voy a hacer amistad con los ordenadores. Cuando veo a los jóvenes que nos llegan hoy día de la universidad, sin el menor sentido de la responsabilidad, incapaces de tomar decisiones, y consultando a todas horas el oráculo, pienso en la poesía del aprendiz de brujo. Casi me alegré cuando me contaron los problemas surgidos con el equipo informático. Tenemos uno de los mejores sistemas del mundo de gestión y de información empresarial. Aunque no sé a quién le puede interesar, cualquiera puede averiguar a través de su terminal que estamos comiendo solomillo de buey y ensalada vegetal en el Salón Azul, cuál de nuestros colaboradores está empezando a jugar justo ahora en nuestra pista de tenis, los matrimonios intactos y rotos entre miembros de nuestro consorcio, y qué flores se plantan y a qué ritmo en los arriates que hay delante del Casino. Y, naturalmente, el ordenador registra todo lo que antes tenían en los archivadores sobre contabilidad salarial, asuntos de personal, etcétera.
– ¿Y cómo puedo yo ayudaros en eso?
– Paciencia, mi querido Selb. Se nos había prometido un sistema de máxima seguridad. Eso quiere decir contraseñas, códigos de acceso, filtros de datos, efectos Doomsday y qué sé yo. Todo ello con el fin de que nadie ande metiendo las narices en nuestro sistema. Pero eso justo es lo que ha pasado.
– Mi querido Korten… -Acostumbrados a ello desde los tiempos escolares, no hemos pasado de llamamos por el apellido, siendo como somos los mejores amigos. Pero «mi querido Selb» me crispa, y él lo sabe-. Mi querido Korten, ya de niño tenía problemas con el ábaco. ¿Y ahora pretendes que maneje claves, códigos de acceso y no sé qué historias de datos?
– No, lo que había que aclarar en lo tocante a los ordenadores ya se ha hecho. Si he entendido bien a Firner, hay una lista de personas que pueden haberse infiltrado en nuestro sistema, y se trata tan sólo de encontrar cuál de ellas ha sido. Ahí es donde entras tú. Tienes que indagar, observar, vigilar, hacer las preguntas adecuadas…, lo de siempre.
Quise saber más y seguir preguntando, pero me cortó.
– Eso es todo lo que sé; Firner te dará más detalles. No vamos a hablar durante la comida sólo de este enojoso asunto…, en los años que han pasado desde la muerte de Klara han sido muy raras las ocasiones que hemos tenido para hablar.
Así que hablamos de los viejos tiempos. «¿Sabías que…?» No me gustan los viejos tiempos, los he empaquetado y quitado de en medio. Debería haber prestado más atención a Korten cuando me habló de los sacrificios que hemos tenido que hacer y exigir. Pero eso sólo se me ocurrió mucho más tarde.
Sobre los nuevos tiempos tenemos menos que decirnos. Que su hijo hubiera llegado a diputado en el Parlamento federal no me sorprendió, enseguida había destacado por su precocidad. El mismo Korten parecía despreciarlo, para mostrarse tanto más orgulloso de los nietos. Marion había sido admitida en la Fundación de Estudios del Pueblo Alemán, Ulrich había ganado un premio La Juventud Investiga con un trabajo sobre los pares de números primos. Yo podría haberle hablado de Turbo, mi gato, pero lo dejé estar.
Acabé de tomar el café, y Korten dio por acabado el almuerzo. El chef del Casino nos despidió. Partimos camino de la fábrica.
Sólo eran unos pocos pasos. El Casino se encuentra frente a la puerta 1, a la sombra del edificio principal de Dirección, que con sus veinte pisos de ausencia de fantasía ni siquiera domina el skyline de la ciudad.
El ascensor de los directivos sólo tiene botones para los pisos 15 al 20. El despacho del director general está en el piso 20, y a mí me zumbaron los oídos. En el vestíbulo, Korten me dejó con la señora Schlemihl, que me anunció a Firner. Un apretón de manos, mi mano en las suyas, en lugar de «mi querido Selb» un «viejo amigo», y luego se fue. La señora Schlemihl, secretaria de Korten desde los años cincuenta, ha pagado por el éxito de él con una vida no vivida, es de una cuidada decrepitud, come pasteles, lleva unas gafas que nunca usa colgadas del cuello con una cadenita dorada y estaba ocupada. Yo estaba junto a la ventana y miraba, más allá de una confusión de torres, naves industriales y tuberías, el puerto comercial y Mannheim, descolorida por el humo. Me gustan los paisajes industriales y no quisiera tener que decidir entre el romanticismo de lo industrial y el bucolismo forestal.
La señora Schlemihl me arrancó de mis ociosas reflexiones.
– Señor doctor, ¿me permite que le presente a la señora Buchendorff? Lleva la secretada del señor director Firner.
Me di la vuelta y me encontré frente a una mujer alta y esbelta de unos treinta años. Llevaba el cabello, de un rubio oscuro, recogido hacia arriba, lo que daba a su joven rostro, de mejillas redondas y labios regordetes, una expresión de experimentada competencia. En su blusa de seda faltaba el botón superior, y el siguiente estaba desabrochado. La señora Schlemihl miraba con desaprobación.
– Buenos días, señor doctor.
La señora Buchendorff me dio la mano mirándome directamente con sus ojos verdes. Su mirada me gustó. Las mujeres empiezan a ser hermosas cuando me miran a los ojos. Hay en ello una promesa, aun cuando no se cumpla o ni siquiera se haga.
– Si me lo permite le acompañaré al despacho del señor director Firner.
Atravesó antes que yo la puerta con un hermoso balanceo de las caderas y el trasero. Qué bonito que las faldas estrechas vuelvan a estar de moda. El despacho de Firner estaba en la planta 19.
– Vayamos por la escalera -le dije delante del ascensor.
– No tiene usted el aspecto que me había imaginado yo para un detective privado.
Había oído ya con frecuencia esa observación. Ahora ya sé cómo se imagina la gente a los detectives privados. No sólo más jóvenes.
– ¡Debería verme con gabardina!
– Lo decía en sentido positivo. Uno con trinchera tendría muchas dificultades con el dossier que Firner va a darle ahora mismo.
«Firner», había dicho. ¿Tendría algo con él?
– Así que usted sabe de qué se trata.
– Incluso estoy entre los sospechosos. En el último trimestre, el ordenador me ha asignado cada mes quinientos marcos de más. Y desde mi terminal tengo acceso al sistema.
– ¿Ha tenido que devolver el dinero?
– No soy un caso aislado. Hay cincuenta y siete colegas afectadas, y la empresa todavía está considerando si debe exigir la devolución. -En su antesala apretó el botón del interfono-: Señor director, el señor Selb está aquí.
Firner había engordado. La corbata era ahora de Yves Saint Laurent. Sus andares y sus movimientos seguían siendo ligeros y el apretón de manos no fue más firme. Sobre su escritorio había un grueso archivador.
– Se le saluda, señor Selb. Me alegro de que se haga usted cargo del asunto. Hemos pensado que lo mejor sería prepararle un dossier que incluya todos los detalles. Por ahora, estamos seguros de que se trata de actos de sabotaje con un objetivo. Cierto que hasta ahora hemos podido limitar los daños materiales. Pero hemos de contar constantemente con nuevas sorpresas, y no podemos fiarnos de ninguna información.
Le miré interrogativamente.
– Empecemos con los monitos rhesus. Nuestros télex se escriben mediante tratamiento de textos, y si no son urgentes se almacenan en el sistema; se envían cuando está en servicio la tarifa nocturna, más baja. Así procedemos también con nuestros pedidos indios; cada seis meses nuestro departamento de investigación necesita en torno a los cien monitos rhesus, con licencia de exportación del Ministerio de Comercio indio. En lugar de cien, hace dos semanas salió un pedido de más de cien mil monitos. Por suerte, los indios lo encontraron extraño y nos lo consultaron.
Me imaginé cien mil monitos rhesus en la fábrica y reí irónicamente. Firner sonrió preocupado.
– Sí, sí, todo esto tiene aspectos cómicos. También el lío con la asignación de las pistas de tenis ha provocado mucha hilaridad. Ahora tenemos que volver a mirar cada télex antes de que salga.
– ¿Cómo sabe que no se trata de un error de mecanografía?
– La secretaria que ha pasado el texto del télex lo ha hecho imprimir, como de costumbre, por el responsable de la corrección y la firma provisional. La copia contiene el número correcto. Por tanto, el télex fue manipulado cuando se encontraba en la cola de espera de la memoria. También hemos examinado los demás incidentes contenidos en el dossier y podemos excluir errores de programación o de registro de datos.
– Bien, todo eso puedo leerlo en el dossier. Dígame algo sobre la lista de sospechosos.
– Aquí hemos procedido de forma convencional. Entre los colaboradores que tienen autorización o posibilidad de acceso, hemos eliminado a los que responden a las expectativas de la empresa desde hace más de cinco años. Puesto que el primer incidente ocurrió hace siete meses, no entran en cuenta los que se han incorporado a partir de esa fecha. En algunos casos hemos podido averiguar con exactitud el día en que se intervino en el sistema, por ejemplo en el télex. Con ello también hemos eliminado a los que estaban ausentes ese día. Luego hemos controlado todas las entradas correspondientes a una parte de los terminales durante un determinado lapso, y no hemos encontrado nada. Y, por último -sonrió con autocomplacencia-, probablemente podamos excluir a los directivos.
– ¿Cuántos quedan? -pregunté.
– Unos cien.
– Ahí tendría yo trabajo para años. ¿Y qué pasa con los piratas informáticos de fuera? Se leen ese tipo de cosas.
– En colaboración con el servicio de correos hemos podido excluirlos. Habla usted de años; está claro que el caso no es sencillo. Y sin embargo el tiempo apremia. Además de desagradable, con todo lo que tenemos en el ordenador sobre secretos de la empresa y de producción, este asunto es también peligroso. Es como si en medio de la batalla… -Firner es oficial de la reserva.
– Dejemos las batallas -le interrumpí-. ¿Cuándo quiere el primer informe?
– Quisiera pedirle que me tenga constantemente al corriente. Puede usted disponer libremente del tiempo de los empleados de seguridad, de protección de datos, del centro de cálculo y del departamento de personal, cuyos informes encontrará en el dossier. Huelga decir que le rogamos la máxima discreción. Señora Buchendorff, ¿está lista la acreditación para el señor Selb? -preguntó por el interfono.
Ella entró en el despacho y entregó a Firner un trozo de plástico del tamaño de una tarjeta de crédito. Éste dio la vuelta al escritorio.
– Hemos hecho que le sacaran una fotografía en color cuando entraba en el edificio, que ha sido plastificada al instante -dijo orgulloso-. Con esta acreditación puede moverse libremente en todo momento por el recinto de la fábrica. -Me colocó en la solapa la tarjeta con su apéndice de plástico en forma de pinza. Era como una condecoración. Estuve a punto de entrechocar los talones.
Dediqué la tarde a estudiar el dossier. Un hueso duro de roer. Intenté reconocer una estructura en los sucesos, encontrar un motivo impulsor en las manipulaciones del sistema. El autor o los autores se habían centrado en la contabilidad salarial. Habían provocado durante meses aumentos de quinientos marcos a las secretarias de dirección, entre ellas a la señora Buchendorff, habían duplicado la asignación de vacaciones de la franja salarial más baja y borrado todos los números de cuenta de asalariados y empleados que empezaban por 13. Habían penetrado en las vías internas de transmisión de informaciones, habían derivado comunicaciones confidenciales de la dirección al departamento de prensa y ocultado las efemérides de los empleados, que son confiadas a principio de mes a los jefes de departamento. El programa de asignación y reserva de pistas de tenis había confirmado todas las demandas relativas a los viernes, un día particularmente solicitado, de tal modo que un viernes de mayo se encontraron 108 jugadores en las 16 pistas. Además, estaba la historia de los monitos rhesus. Entendí la sonrisa de preocupación de Firner. Los daños, de aproximadamente cinco millones de marcos, podían ser asumidos por una empresa de la magnitud de la RCW. Pero, quienquiera que los hubiera causado, andaba como Pedro por su casa en el sistema de gestión y de información de la empresa.
Fuera oscureció. Encendí la luz, accioné varias veces seguidas el interruptor, pero, aunque el sistema es binario, tampoco de esa manera obtuve mayor claridad sobre la naturaleza del procesamiento electrónico de datos. Me puse a pensar si había entre mis amigos y conocidos alguno que entendiera algo de ordenadores, y me di cuenta de lo viejo que era. Había un ornitólogo, un cirujano, un campeón de ajedrez, algún que otro jurista, todo señores de edad para quienes el ordenador era, al igual que para mí, un libro con siete sellos. Reflexioné sobre a qué tipo de persona le gusta manejar ordenadores y sabe hacerlo, y sobre el autor de mi caso: se me había hecho evidente la idea de un solo autor.
¿Travesuras de escolar tardías? ¿Un jugador, un manitas, un pícaro que está tomando el pelo grandiosamente a la RCW? ¿O un chantajista, una cabeza fría que señala como a lo tonto que también es capaz de un gran golpe? ¿O una acción política? La opinión pública reaccionaría con sensibilidad si se conociera este nivel de caos en una empresa que manipula productos altamente tóxicos. Pero no, el activista político habría ideado otro tipo de cosas, y el chantajista habría podido golpear mucho tiempo atrás.
Cerré la ventana. El viento soplaba en otra dirección. Al día siguiente lo primero que quise hacer fue hablar con Danckelmann, el jefe de seguridad. Luego iría al despacho de personal a fin de revisar las fichas de los cien sospechosos. Realmente tenía pocas esperanzas de reconocer al jugador que yo me imaginaba por sus datos personales. La idea de tener que examinar a cien sospechosos de acuerdo con las reglas del arte hizo que el pánico se apoderara de mí. Yo esperaba que se corriera la voz de mi misión, que provocara reacciones y que, de esa forma, se redujera la lista de los sospechosos.
No era un caso para echar cohetes. Sólo entonces fui consciente de que Korten no me había preguntado si lo aceptaba. Y de que yo no le había dicho que preferiría pensármelo.
El gato estaba arañando la puerta del balcón. Abrí, y Turbo depositó un ratón a mis pies. Le di las gracias y me fui a la cama.
Con la acreditación especial encontré fácilmente un aparcamiento para mi Kadett en el recinto de la fábrica. Un joven guardia de seguridad me condujo hasta su jefe.
Danckelmann llevaba escrito en la frente que lamentaba no ser un policía auténtico, no digamos ya un agente del servicio secreto. Pasa lo mismo con todo el personal de seguridad de las empresas. Ya antes de que le pudiera hacer mis preguntas me había contado que dejó el ejército sólo porque le parecía demasiado poco estricto.
– Su informe me ha impresionado mucho -dije-. Alude usted a contrariedades con comunistas y ecologistas, ¿no?
– Los tipos son difíciles de pescar. Pero quien sabe sumar dos y dos sabe también quién es cada uno y de dónde viene. Por lo demás tengo que decirle que no entiendo bien por qué lo han traído a usted de fuera. Nosotros mismos hubiéramos podido aclarar esto.
Su asistente entró en la habitación. Thomas, así me fue presentado, parecía competente, inteligente y eficaz. Comprendí por qué Danckelmann podía afirmarse como jefe de seguridad de la empresa.
– ¿Tiene usted algo que añadir al informe, señor Thomas?
– Debe usted saber que no le cederemos el terreno tan fácilmente. Nadie es más adecuado que nosotros para coger al autor.
– ¿Y cómo quiere hacerlo?
– No creo, señor Selb, que quiera decírselo.
– Pues sí, quiere y tiene que decírmelo. No me obligue a entrar en detalles del encargo que se me ha hecho y de las atribuciones que tengo.
– Con gente así hay que ponerse formalista.
Thomas habría seguido en sus trece. Pero Danckelmann intervino:
– Todo está en orden, Heinz. Firner ha llamado esta mañana y ha requerido nuestra colaboración sin reservas.
Thomas dio un respingo.
– Hemos pensado en poner un cebo a modo de trampa con la ayuda del centro de cálculo. Vamos a informar a todos los usuarios del sistema sobre la puesta en funcionamiento de una base de datos nueva, estrictamente confidencial y, éste es el quid de la cuestión, absolutamente segura. Esta base de admisión de datos especialmente clasificados, sin embargo, funciona en vacío; rigurosamente hablando no existe porque las correspondientes informaciones no se encontrarán. Me sorprendería que el anuncio de su absoluta seguridad no incitara al autor a poner a prueba sus habilidades y procurarse un acceso a la base de datos. En cuanto alguien intenta llegar a ella, el ordenador central registra las características del usuario, con lo que el caso puede considerarse resuelto.
Sonaba sencillo.
– ¿Por qué ha esperado hasta ahora para hacerlo?
– Toda esta historia no ha interesado a nadie hasta hace una o dos semanas. Y, además -su frente se arrugó-, los de seguridad no somos los primeros en ser informados. Sabe usted, en esta empresa a los de seguridad se nos considera como un montón de policías retirados o, peor aún, expulsados del cuerpo, en condiciones de lanzar a los perros sobre alguien que escale la valla, desde luego, pero sin nada en la cabeza. Y sin embargo somos personal especializado en todas las cuestiones de la seguridad de una empresa, desde la protección de bienes hasta la de personas, y, particularmente, también la protección de datos. Justo ahora estamos organizando en la Escuela Técnica Superior de Mannheim un programa de estudios que permitirá obtener un diploma como agente de seguridad. Los americanos aquí, como siempre, van…
– Por delante de nosotros -completé-. ¿Cuándo estará lista la trampa?
– Hoy es jueves. El director del centro de cálculo quiere ocuparse personalmente del asunto el fin de semana, y el lunes por la mañana se informará a los usuarios.
La perspectiva de poder cerrar el caso ya el lunes era seductora, aun cuando si eso ocurría no sería un éxito mío. Pero de cualquier forma a alguien como yo no se le ha perdido nada en un mundo de agentes diplomados en seguridad.
No quise abandonar tan pronto, y pregunté:
– En mi dossier he encontrado una lista con aproximadamente cien sospechosos. ¿Tiene conocimiento seguridad de algún otro que no haya sido incluido en el informe?
– Está bien que saque el tema, señor Selb -dijo Danckelmann. Se levantó apoyándose en su silla de escritorio, y cuando se acercó a mí vi que cojeaba. Él se dio cuenta de mi mirada-. Vorkutá. En 1945, con dieciocho años, caí prisionero de los rusos y volví en 1953. Sin el viejo de Rhöndorf [1] todavía estaría allí. Pero para volver a su pregunta: de hecho tenemos conocimiento de varios sospechosos que no quisimos incluir en el informe. Hay algunos por asuntos políticos sobre los que nos mantiene al corriente la Oficina de Defensa Constitucional por la vía administrativa. Y otros cuantos con dificultades en la vida privada, mujeres, deudas, esas cosas.
Me dio once nombres. Cuando repasamos la lista advertí pronto que entre los llamados políticos constaban tan sólo las habituales menudencias: haber firmado durante la carrera el panfleto indebido, haber sido candidato del grupo indebido, haber participado en la manifestación indebida. Me pareció interesante que allí también estuviera la señora Buchendorff. Junto con otras mujeres, se había esposado a la verja de la casa del ministro de la Familia.
– ¿De qué se trataba entonces? -pregunté a Danckelmann.
– Eso no nos lo ha dicho la Oficina de Defensa Constitucional. Después de separarse de su marido, que probablemente fue el que la metió en estas cosas, no ha vuelto nunca a llamar la atención. Pero yo digo siempre que quien se ha metido en política una vez, puede volver a hacerlo de un día para otro.
El más interesante de todos se encontraba en la lista de los «fracasados de la vida», como los llamaba Danckelmann. Un químico, Franz Schneider, a mitad de los cuarenta, separado varias veces y jugador apasionado. Había llamado la atención por haber solicitado con demasiada frecuencia adelantos en contabilidad.
– ¿Cómo han llegado hasta él? -pregunté.
– Es el procedimiento habitual. En cuanto alguien pide un adelanto por tercera vez, lo examinamos más de cerca.
– ¿Y qué significa eso exactamente?
– La cosa puede llegar, como en este caso, hasta el seguimiento. Si quiere puede hablar con el señor Schmalz, que fue quien lo hizo.
Hice que informaran a Schmalz de que lo esperaba en el Casino para almorzar a las doce. Quise añadir que lo esperaría junto al arce de la entrada, pero Danckelmann hizo un gesto de denegación.
– Déjelo, Schmalz es de los mejores que tenemos. Él le encontrará.
– Por una buena colaboración -dijo Thomas-. No me tome a mal que me ponga un poco sensible cuando se nos retiran competencias en materia de seguridad. Y además usted viene de fuera. Pero me alegra haber tenido esta agradable charla, y -su risa desarmaba- nuestras referencias sobre usted son excelentes.
Al abandonar el edificio de ladrillo que ocupaba el servicio de seguridad me desorienté. Quizá tomé la escalera que no debía. Me encontré en un patio en el que estaban aparcados a ambos lados los vehículos de dicho servicio, de esmalte azul y con el logotipo de la empresa en las puertas, el anillo de benceno de plata con las letras RCW en su interior. El acceso del lado frontal tenía forma de portal con dos columnas de piedra arenisca y cuatro medallones del mismo material, desde los que, ennegrecidos y tristes, me miraban Aristóteles, Schwarz, Mendeléiev y Kekulé. Por lo visto me encontraba ante el antiguo edificio principal de administración. Abandoné el patio para pasar a otro, cuyas fachadas estaban completamente cubiertas por emparrados de viña rusa. Había un silencio extraño, mis pasos por el adoquinado resonaban intensamente. Las casas parecían deshabitadas. Cuando me golpeó algo en la espalda me volví asustado. Ante mí daba botes una pelota de colores chillones y un niño llegó corriendo. Recogí la pelota y me dirigí al chico. Entonces vi las ventanas con cortinas en la esquina del patio, tras un rosal, y la bicicleta junto a la puerta abierta. El niño me cogió la pelota de la mano, dijo «gracias» y se fue corriendo a la casa. En el letrero de la puerta reconocí el apellido Schmalz. Una mujer de edad me miró con desconfianza y cerró la puerta. Volvió el completo silencio.
Cuando entré en el Casino se dirigió a mí un hombre pequeño, delgado, pálido y de cabello negro:
– ¿El señor Selb? -murmuró-. Soy Schmalz.
Rechazó mi invitación a tomar un aperitivo.
– Gracias, no tomo alcohol.
– ¿Y qué tal un zumo de fruta? -Yo no quería renunciar a mi aviateur.
– A la una tengo que volver al trabajo, y por eso quisiera pedirle que ya…, de todas formas, no puedo decirle gran cosa.
La contestación fue elíptica, pero sin sonidos sibilantes. ¿Había aprendido a eliminar de su vocabulario todas las palabras con s o z?
La recepcionista pulsó el timbre y la muchacha que había estado ayudando en el bar de los directivos la otra vez nos llevó a una mesa cerca de la ventana en el gran comedor del primer piso.
– ¿Sabe usted qué es lo que más me gusta para empezar una comida?
– Me ocuparé ahora mismo de ello -sonrió ella.
Schmalz le pidió al jefe de comedor «un medallón de ragoút fin con guarnición, por favor». A mí me apetecía cerdo agridulce a la Sichuan. Schmalz me miró con envidia. A la sopa renunciamos ambos por distintos motivos.
Cuando llegó el aviateur le pregunté por el resultado de las investigaciones sobre Schneider. Schmalz me informó con suma precisión y evitando cualquier sonido sibilante. Un ser desdichado ese Schneider. Tras el considerable revuelo que produjo su solicitud de adelanto, Schmalz lo había seguido durante algunos días. Schneider no sólo jugaba en Dürkheim, sino también en garitos clandestinos, y estaba, en consecuencia, metido hasta el cuello. Cuando recibió una paliza por encargo de sus acreedores del juego, Schmalz intervino y le llevó a casa. Schneider no estaba seriamente herido, pero sí muy trastornado. Fue el momento oportuno para una conversación entre él y su superior. Se llegó a un acuerdo: Schneider, imprescindible en la investigación farmacológica, fue retirado durante tres meses de la circulación y sometido a una cura, y en los correspondientes ambientes se obligaron a no dar más oportunidades de juego a Schneider. El departamento de seguridad de la RCW se sirvió de la poderosa influencia que tiene en esos medios de Mannheim y Ludwigshafen.
– Eso fue hace tres años, y desde entonces el hombre no ha vuelto a llamar la atención. Pero en mi opinión sigue siendo una bomba de relojería.
La comida fue excelente. Schmalz comió con prisas. No dejó un solo grano de arroz en el plato; escrupulosidad de neurótico estomacal. Pregunté qué podría pasar a su juicio con quien estuviera detrás de todo el alboroto de los ordenadores.
– Para empezar, le interrogarán a fondo. Y luego darán carpetazo al asunto con él. El tipo ya no supondrá una amenaza para la empresa. Quizá sea de alguna utilidad, y hasta puede que… un genio.
Buscó un equivalente sin sibilante para «sea». Le ofreci un Sweet Afton.
– Prefiero uno de los míos -dijo, y sacó del bolsillo una cajetilla de plástico marrón con cigarrillos de filtro liados a mano-. Siempre me los hace mi mujer, no más de ocho al día.
Si hay algo que odio son los cigarrillos liados a mano. Están al mismo nivel que los armarios empotrados, las caravanas ancladas al sol y las fundas de ganchillo para los Kleenex en la parte trasera del coche de los domingueros. La mención de la mujer me recordó la vivienda del portero con el letrero «Schmalz».
– ¿Tiene usted un hijo pequeño?
Me miró desconfiado y devolvió la pregunta con un «¿A qué se refiere?». Yo le conté mi extravío por la parte vieja de la fábrica, la atmósfera encantada en el patio con parras y el encuentro con el muchacho del balón de colores. Schmalz se relajó y me confirmó que en la vivienda del portero vivía su padre.
– Él también fue parte de la tropa, conoce bien al general de tiempo atrás. Ahora vigila la fábrica antigua. Por la mañana le llevamos al chico, mi mujer trabaja también aquí en la empresa.
Me enteré de que en tiempos vivieron muchos miembros del servicio de seguridad en el recinto y que Schmalz prácticamente había crecido allí. Había vivido la reconstrucción de la fábrica y conocía todos los rincones. A mí me resultó opresiva la idea de una vida entre refinerías, reactores, destiladoras, turbinas, silos y vagones cisterna, con todo y su romanticismo industrial.
– ¿No le ha interesado nunca un trabajo fuera de la RCW?
– No le podía hacer eso a mi padre. Él dice siempre: Pertenecemos a este lugar, el general no arroja a la calle los trastos viejos. -Miró el reloj y se levantó de un salto-. Lástima que no pueda quedarme más tiempo. Tengo que estar a la una en seguridad de personas -palabras estas últimas que pronunció casi impecablemente-. Le agradezco la invitación.
La tarde, que pasé en el departamento de personal, fue improductiva. A las cuatro me rendí a la evidencia de que podía dejar el estudio de las actas del personal. Pasé junto a la señora Buchendorff, de quien entretanto averigüé que se llamaba Judith, treinta y tres años, que tenía estudios universitarios de alemán e inglés y que no había encontrado empleo como profesora. Trabajaba en la RCW desde hacía cuatro años, primero en el archivo, luego en el departamento de relaciones públicas, donde había llamado la atención de Firner. Vivía en la Rathenaustrasse.
– Por favor, no se levante -dije. Dejó de buscar los zapatos con los pies bajo el escritorio y me ofreció un café-. Con mucho gusto, así podemos brindar por nuestra vecindad. He leído su historial y lo sé casi todo de usted, excepto el número de camisas de seda que tiene. -Llevaba puesta otra, esta vez cerrada por arriba.
– Si viene el sábado a la recepción, verá la tercera. ¿Tiene ya invitación? -Deslizó una taza hacia mí y encendió un cigarrillo.
– ¿Qué recepción? -Yo miraba sus piernas de reojo.
– Desde el lunes tenemos aquí una delegación de China, y como colofón queremos mostrar que no sólo nuestras instalaciones, sino también nuestros buffets son mejores que los de los franceses. Firner opina que así tendría usted ocasión de conocer de manera informal a alguna gente de interés para su caso.
– ¿Podré conocerla también a usted informalmente?
– Yo estoy a disposición de los chinos -dijo riéndose-. Pero entre ellos hay una mujer cuyas competencias no he entendido todavía. Quizá sea experta en seguridad y no es presentada por eso, por tanto una especie de colega suya. Una mujer hermosa.
– ¡Quiere deshacerse de mí, señora Buchendorff! Me quejaré a Firner.
Nada más decirlo me arrepentí. El rancio encanto de los caballeros de antes.
Al día siguiente no corría ni pizca de aire sobre Mannheim y Ludwigshafen. Hacía tal bochorno que incluso sin moverme la ropa se me pegaba al cuerpo. El tráfico estaba congestionado y agitado, hubiera necesitado tres pies para embrague, freno y acelerador. En el puente Konrad Adenauer se acabó todo. Se había producido un accidente cuando un coche embistió a otro, y justo tras éste otro más. Llevaba veinte minutos bloqueado, miraba el tráfico en sentido contrario y los trenes y fumaba para no asfixiarme.
La cita con Schneider era a las nueve y media. El portero de la puerta 1 me indicó el camino:
– No son ni cinco minutos. Vaya todo derecho, y cuando llegue al Rin, cien metros a la izquierda. Los laboratorios están en el edificio claro de grandes ventanas.
Me puse en camino. Abajo, junto al Rin, vi al niño de la víspera. Había atado un cordón a un pequeño cubo y sacaba con él agua del Rin, que luego vertía en el sumidero.
– Estoy vaciando el Rin -gritó cuando me vio y reconoció.
– Espero que lo consigas.
– ¿Qué haces aquí?
– Tengo que ir ahí enfrente, al laboratorio.
– ¿Puedo ir contigo?
Vació del todo el pequeño cubo y me siguió. Los niños se me acercan a menudo, no sé por qué. No tengo ninguno, y en general me irritan.
– Ven -dije, y nos dirigimos juntos a la casa de las grandes ventanas.
Estábamos a unos cincuenta metros cuando algunas personas de blanco salieron apresuradamente del edificio. Echaron a correr aguas abajo por la orilla del río. Luego salieron más, no sólo de bata blanca, sino también con mono azul, y secretarias con falda y blusa. Era una extraña visión, y yo no entendía cómo se podía correr con aquel bochorno.
– Mira, nos hace señas -dijo el niño, y, en efecto, uno de los de bata blanca agitaba los brazos y nos gritaba algo que no entendí. Pero tampoco era necesario que entendiera; evidentemente pretendía que huyéramos con la mayor rapidez posible.
La primera explosión arrojó una cascada de fragmentos de vidrio a la calle. Yo agarré la mano del chico, pero él se soltó. Por un momento me quedé paralizado: no sentía nada, percibí un gran silencio a pesar de los cristales que seguían tintineando, vi correr al chico y resbalar sobre los cristales rotos, incorporarse otra vez y caer definitivamente después de dos pasos tambaleantes cuando, impulsado por su propio movimiento, dio un tumbo.
Entonces llegó la segunda explosión, el grito del chico, el dolor en el brazo derecho. Al estallido siguió un silbido violento, peligroso, maligno. Un ruido que me infundió pánico.
Las sirenas que se dispararon en la lejanía me hicieron reaccionar. Me despertaron los reflejos, ejercitados en la guerra, de la huida, de la ayuda, del buscar y dar protección. Corrí hacia el chico, lo levanté con la mano izquierda, tiré con violencia de él en la dirección de donde veníamos. Sus pequeños pies no podían seguir mi paso, pero pataleaba y no se rendía.
– Venga, chaval, corre, tenemos que irnos de aquí, no te rindas. -Antes de que dobláramos la esquina miré hacia atrás. En el sitio en que habíamos estado una nube verde se elevaba ahora hacia el cielo, de un gris plomizo.
Hice señas en vano a las ambulancias que pasaban veloces. En la puerta 1 el portero se hizo cargo de nosotros. Conocía al chico, que, pálido, magullado y asustado, se mantenía firmemente agarrado a mi mano.
– Richard, por amor de Dios, ¿qué te ha pasado? Ahora mismo llamo a tu abuelo. -Fue al teléfono-. Y en cuanto a usted lo mejor será que llame a alguien de la enfermería. Eso tiene mal aspecto.
Una esquirla de cristal me había hecho un corte en el brazo, y la sangre coloreaba de rojo la manga de la chaqueta clara. Me sentía débil.
– ¿Tiene aguardiente?
De la media hora que siguió me acuerdo sólo vagamente. A Richard vinieron a recogerle. Su abuelo, un hombre alto, ancho y pesado, con el cráneo completamente afeitado por detrás y por los lados, y con frondoso bigote blanco, lo cogió en brazos sin dificultad. La policía intentó entrar en la fábrica e investigar el caso, pero no fue admitida. El portero me dio una segunda y una tercera copa de aguardiente. Cuando llegaron los de la enfermería, me llevaron al médico de la empresa, que me cosió la herida del brazo y me lo puso en cabestrillo.
– Debería descansar un poco en la habitación de al lado -dijo el médico-. No puede irse ahora.
– ¿Por qué no me puedo ir?
– Tenemos alarma de polución, y está prohibido todo tipo de tráfico.
– ¿Cómo debo entender eso? ¿Tienen ustedes alarma de polución y prohíben abandonar el centro del smog?
– Lo ha entendido todo mal. La polución es un fenómeno meteorológico de carácter global y no tiene centro ni periferia.
Todo aquello me pareció un puro disparate. Por mucha polución que pudiera haber además en otras partes, yo había visto una nube verde, y crecía, y estaba creciendo aquí, en el recinto de la fábrica. ¿Esperaban que me quedara allí? Quise hablar con Firner.
En su despacho se había instalado un gabinete de crisis.
A través de la puerta vi policías de verde, bomberos de azul, químicos de blanco y algunos señores de gris de dirección.
– ¿Qué ha pasado en realidad? -pregunté a la señora Buchendorff.
– Hemos tenido una pequeña avería en el recinto de la fábrica, nada serio. Sólo que las autoridades han declarado estúpidamente la alarma de polución, y eso ha producido bastante alteración. Pero ¿qué le ha pasado a usted?
– Yo he salido con algunos pequeños rasguños de su pequeña avería.
– ¿Y qué hacía usted allí…? Ah, iba a encontrarse con Schneider. Pero hoy no ha venido, dicho sea de paso.
– ¿Soy el único que ha resultado herido? ¿Ha habido muertos?
– Pero de qué habla, señor Selb. Algunos casos de primeros auxilios, eso es todo. ¿Podemos hacer algo por usted?
– Puede sacarme de aquí. -No tenía ganas de abrirme camino hasta el despacho de Firner y de que se me recibiera con un «Se le saluda, señor Selb».
Del despacho salió un policía con diversos galones.
– Ya que usted va a Mannheim, señor Herzog, ¿llevaría por favor al señor Selb? Ha sufrido algunos rasguños, y tampoco podemos pedirle que siga esperando aquí.
Herzog, un tipo robusto, me llevó consigo. Ante la entrada de la fábrica había algunos autobuses de la policía y periodistas.
– Evite por favor que le fotografíen con la venda.
No deseaba en absoluto que me fotografiaran, y cuando pasamos junto a los periodistas me incliné hacia el encendedor, en la parte baja del salpicadero.
– ¿Cómo es que se disparó tan rápido la alarma de smog? -pregunté mientras atravesábamos un Ludwigshafen desierto.
Herzog demostró estar bien informado.
– Después de las múltiples alarmas del otoño de 1984, hemos puesto en funcionamiento un plan experimental en Baden-Württemberg y en Renania-Palatinado, con nuevas tecnologías y sobre bases legales nuevas, algo con amplias competencias más allá de las fronteras de la región. La idea es medir directamente las emisiones, ponerlas en correlación con el meteorograma y no esperar a que ya sea demasiado tarde para declarar la alarma de polución. Hoy es el bautizo de fuego de nuestro modelo, hasta ahora sólo hemos hecho simulacros.
– ¿Y qué tal va la colaboración con la empresa? Me he enterado de que la policía ha sido rechazada en la puerta.
– Ahí toca usted un punto delicado. La industria química lucha contra la ley a todos los niveles. En la actualidad el recurso se encuentra en el Tribunal Constitucional Federal. Legalmente hubiéramos podido entrar en la fábrica, pero en este estadio no queremos llevar las cosas al extremo. -El humo de mi cigarrillo molestaba a Herzog, y abrió la ventanilla-. Vaya -dijo, y de inmediato subió de nuevo el cristal-, apague su cigarrillo por favor. -Un olor penetrante había entrado por la ventanilla, mis ojos empezaron a llorar, en la lengua experimentaba un sabor picante y a los dos nos dio un ataque de tos-. Menos mal que los colegas de ahí fuera llevan puestas las máscaras antigás.
A la salida hacia el puente Konrad Adenauer pasamos un control policial, y los dos policías que detenían el tráfico llevaban máscaras antigás. En los márgenes del acceso había unos quince o veinte vehículos detenidos, el conductor del primero gesticulaba tratando de convencer de algo a ambos policías y el pañuelo de colores que apretaba contra el rostro le daba un aspecto cómico.
– ¿Qué pasará esta tarde con el tráfico en la hora punta?
Herzog se encogió de hombros.
– Tenemos que esperar y ver cómo evoluciona el gas cloro. Esperamos poder ir sacando a los trabajadores y empleados de la RCW desde primera hora de la tarde, con esto se reduciría considerablemente el problema de la hora punta. Una parte de los que trabajan en otros sectores quizá tenga que pasar la noche en el puesto de trabajo. Nosotros lo anunciaríamos por la radio y con coches provistos de altavoces. Antes me he quedado sorprendido de la rapidez con que hemos conseguido vaciar las calles.
– ¿Están pensando en una evacuación?
– Si la concentración de gas cloro no desciende a la mitad en las próximas doces horas, tendremos que desalojar el este de la Leuschnerstrasse y quizá también Neckarstadt y Jungbusch. Pero los meteorólogos nos dan esperanzas. ¿Dónde tengo que dejarle?
– Si la concentración de monóxido de carbono lo permite, me gustaría que me llevara hasta mi casa en la Richard-Wagner -Strasse.
– Sólo por la concentración de monóxido de carbono no habríamos declarado la alarma de polución. Lo malo es el cloro; entonces es preferible que la gente se quede en casa o en la oficina, en cualquier caso no en la calle. -Se detuvo ante mi casa-. Señor Selb -dijo todavía-, ¿no es usted el detective privado? Creo que conoció a mi antecesor ¿se acuerda del caso Bender, el alto funcionario, y de aquella historia de los veleros?
– Espero que con esto no llegue para un caso -dije-. ¿Ya saben algo sobre la causa de la explosión?
– ¿Tiene alguna sospecha, señor Selb? Desde luego no estaba usted por azar en el lugar del suceso. ¿Se contaba con atentados en la RCW?
– No sé nada de eso. Mi misión es más bien anodina en comparación y va en una dirección del todo distinta.
– Ya veremos. Quizá tengamos todavía que hacerle algunas preguntas en jefatura. -Elevó la vista al cielo-. Y ahora rece para que haya un buen viento, señor Selb.
Subí andando los cuatro pisos hasta mi vivienda. El brazo había empezado de nuevo a sangrar. Pero era otra cosa lo que me preocupaba. ¿Iba de verdad mi misión en una dirección del todo distinta? ¿Había sido casualidad que Schneider no hubiera ido ese día al trabajo? ¿No habría rechazado con demasiada rapidez la idea de un chantaje? ¿No sería quizá que Firner no me había dicho ni mucho menos todo?
Me saqué el sabor del cloro con un vaso de leche e intenté cambiarme el vendaje. El teléfono me interrumpió.
– Señor Selb, ¿era usted a quien he visto salir antes de la RCW con Herzog? ¿Le ha incorporado la fábrica a las investigaciones? -Tietzke, uno de los últimos periodistas íntegros. Tras el cierre del Heidelberger Tageblatt había encontrado un puesto en el Rhein-Neckar-Zeitung, pero su situación allí era difícil.
– ¿Qué investigaciones? No se haga falsas ideas, Tietzke. Yo estaba en la RCW por otro asunto, y le estaría agradecido si no me hubiera visto.
– Tendrá que decirme algo más si no quiere que me limite a escribir lo que he visto.
– Sobre para qué me han contratado, no puedo hablar ni aun con la mejor voluntad. Pero puedo intentar proporcionarle una entrevista en exclusiva con Firner. Esta tarde hablaré por teléfono con él.
Me costó la mitad de la tarde pillar a Firner entre dos reuniones. No pudo confirmar ni excluir el sabotaje. Schneider, me dijo, según le había informado su mujer, se encontraba en cama con una otitis. Así que también a él le había interesado por qué Schneider no había ido a trabajar. Aunque de mala gana, aceptó recibir a Tietzke a la mañana siguiente. La señora Buchendorff se pondría en contacto con él.
Acto seguido intenté llamar a Schneider. Nadie cogió el teléfono, lo que podía significar todo o nada. Me tumbé en la cama y pude dormir a pesar de los dolores del brazo; desperté de nuevo a la hora del telediario. Allí informaron de que la nube de gas cloro se elevaba en dirección este y de que el peligro, que en realidad nunca había existido, desaparecería en el curso de las primeras horas de la noche. La prohibición de abandonar el domicilio, que tampoco había sido tal, acabaría a las diez en punto. Encontré en la nevera un trozo de gorgonzola e hice con él una salsa para los tagliatelle que había traído de Roma dos años antes. Tenía gracia. Había sido necesaria la prohibición de abandonar el domicilio para que yo cocinara de nuevo.
No me hizo falta el reloj para enterarme de que eran las diez. Por las calles había un ruido como si Waldhof se hubiera proclamado campeón alemán. Me puse el sombrero de paja y fui al Rosengarten. Una banda que se hacía llamar Just for Fun tocaba oldies. Las piletas escalonadas de la fuente estaban vacías, y los jóvenes bailaban en ellas. Di algunos pasos de foxtrot; la gravilla y las articulaciones crujieron.
A la mañana siguiente encontré en el buzón una circular de la Rheinische Chemiewerke con una declaración relativa al incidente en que se medía hasta la última palabra. Así me enteré de que «La RCW protege la vida», y también de que un punto central de las investigaciones en curso era la conservación de los bosques alemanes. Bien, entonces ¿qué? Adjunto al envío había un pequeño cubo de plástico que contenía una saludable semilla de abeto alemán bien protegida. La cosa tenía un aspecto bonito. Mostré el objeto a mi gato y lo puse en la repisa de la chimenea.
Callejeando por las Planken me procuré mi provisión semanal de Sweet Afton, compré en la carnicería del mercado un panecillo caliente de morcilla de hígado con mostaza, visité a mi turco, el de las buenas aceitunas, observé los vanos esfuerzos de los verdes por perturbar con su puesto informativo de la Paradeplatz las buenas relaciones existentes entre la RCW y la población de Mannheim y reconocí entre los presentes a Herzog, que se abastecía de folletos.
A primera hora de la tarde estaba yo sentado en el Luisenpark. Cuesta lo suyo, como el Tivoli. Así que a principios de año había sacado por vez primera un pase anual, que quería amortizar. Cuando no miraba a los jubilados que alimentaban los patos, leía Enrique el verde. El nombre de pila de la señora Buchendorff me había llevado a él. [2]
A las cinco me fui a casa. Coser el botón del esmoquin con el brazo hecho polvo me costó su buena media hora. Fui en taxi desde el Depósito de Agua hasta el Casino de la RCW En la entrada había una pancarta con caracteres chinos. En tres mástiles ondeaban al viento las banderas de la República Popular China, de la República Federal de Alemania y de la RCW A derecha e izquierda de la entrada había dos muchachas con el traje típico del Palatinado y su aspecto era tan auténtico como el de la muñeca Barbie vestida con el traje típico de Munich. No paraban de llegar coches. Todo parecía correcto y digno.
En el foyer estaba Schmalz.
– ¿Cómo le va a su hijo?
– Bien, gracias, después me gustaría hablar con usted y darle las gracias. De momento no puedo ausentarme de aquí.
Subí la escalera y entré en el Gran Salón por la puerta de dos hojas, que estaban abiertas. Se habían formado pequeños grupos, las camareras y los camareros servían champán, zumo de naranja, champán con zumo de naranja, campari con zumo de naranja y campari con agua mineral. Estuve vagando un poco de un lado a otro. Era como en todas las recepciones antes de que se pronuncien los discursos y de que se abra el buffet. Busqué caras conocidas y encontré a la pelirroja de las pecas. Nos sonreímos. Firner me llevó a un grupo y me presentó a tres chinos cuyos nombres formaban combinaciones variables de San, Yin y Kim, así como al señor Oelmüller, jefe del centro de cálculo. Oelmüller intentaba explicar a los chinos lo que es la protección de datos en Alemania. No sé qué les hacia gracia de ello, en todo caso se reían como chinos de Hollywood en la versión cinematográfica de una novela de Pearl S. Buck.
Luego empezaron los discursos. Korten fue fulminante. Pasó de Confucio a Goethe, se saltó la revuelta de los bóxer y la revolución cultural y mencionó la antigua filial de la RCW en Kiaocheu tan sólo para hacerles a los chinos el cumplido de que el último director de filial había aprendido de ellos un procedimiento nuevo de fabricación de azul de ultramar.
El jefe de la delegación china contestó con no menor habilidad. Habló de sus años de estudiante en Karlsruhe, se inclinó ante la cultura y la economía alemanas desde Böll hasta Schleyer, tocó aspectos técnicos que no entendí y terminó con la cita de Goethe de que «Oriente y Occidente ya no pueden ser separados».
Tras la alocución del presidente de Renania-Palatinado un buffet menos soberbio también habría tenido efectos carismáticos. En la primera ronda elegí ostras al azafrán en salsa de champán. Por suerte había mesas. No puedo soportar las recepciones en que hay que estar de pie: te pasas el rato haciendo malabarismos con el cigarrillo, el vaso y el plato, cuando en realidad deberían darte de comer. En una mesa divisé a la señora Buchendorff y una silla libre. Tenía un aspecto cautivador con su traje de seda cruda y color de anilina. No faltaba ningún botón de la blusa.
– ¿Puedo sentarme a su lado?
– Tendrá que coger una silla, a menos que ya quiera sentar en sus rodillas a la china experta en seguridad.
– Dígame, ¿se han enterado los chinos de la explosión?
– ¿De qué explosión? En serio ahora, ayer estuvieron primero en el castillo de Eltz y luego probaron el nuevo Mercedes en las pistas de Nürburgring. Cuando volvieron ya había pasado todo, y la prensa aborda hoy la cuestión básicamente desde el lado meteorológico. ¿Cómo va su brazo? Es usted algo así como un héroe, lástima que eso no haya podido salir en los periódicos; hubiera dado para una bonita historia.
La china apareció. Tenía todo lo que hace que un alemán sueñe con asiáticas. Me fue imposible averiguar si realmente era la experta en seguridad. Pregunté si en China existían detectives privados.
– No plopiedad plivada, no detectives plivados -contestó, y preguntó si en la República Federal de Alemania había también detectives privadas. Esto condujo a consideraciones sobre el languideciente movimiento feminista-. He leído casi todo los liblos que han apalecido en Alemania soble las mujeles. ¿Cómo es que los hombles en Alemania escliben liblos soble mujeles? Un chino peldelía su leputación. -China, qué fericidad.
Un camarero me transmitió la invitación a acercarme a la mesa de Oelmüller. De camino tomé como segundo plato rollitos de lenguado según el acreditado uso de Bremen.
Oelmüller me presentó a su compañero de mesa; me impresionó la precisa habilidad con que había dispuesto sus escasos cabellos en el cráneo. Allí estaba el profesor Ostenteich, jefe del departamento jurídico y profesor honorario de la Universidad de Heidelberg. No era casual que esos señores estuvieran en la misma mesa. Ahora se trataba de trabajar. Desde la conversación con Herzog me preocupaba una cuestión.
– ¿Podrían explicarme los señores el nuevo plan antipolución? El señor Herzog, de la policía, me hizo una alusión al asunto y también dijo que no está completamente libre de críticas. Por ejemplo, ¿qué debo imaginarme cuando se habla de registro directo de emisiones?
Ostenteich se sintió obligado a llevar la voz cantante en la conversación.
– Eso es un peu délicat, que dirían los franceses. Debería usted leer el informe pericial del profesor Wenzel, que desarrolla minuciosamente la problemática de las competencias y que pone al descubierto la arrogancia de Baden-Württemberg y Renania-Palatinado. Le pouvoir arrête le pouvoir; la reglamentación legislativa federal de la protección contra emisiones bloquea este tipo de vías legales particulares en un Land. A ello hay que añadir el ejercicio libre de la propiedad, la protección de la actividad industrial y del ámbito empresarial privado. El legislador pretendió suprimir todo esto de un plumazo: Mais la vérité est en marche, todavía existe, heuresement, el Tribunal Constitucional Federal de Karlsruhe.
– ¿Y cómo funciona ahora el nuevo plan antipolución? -Miré provocativamente a Oelmüller.
Ostenteich no se dejó marginar tan fácilmente en la conversación.
– Está bien que haga usted también preguntas técnicas, señor Selb. Eso se lo puede explicar ahora mismo el señor Oelmüller. El núcleo, l’éssence de nuestro problema es éste: el Estado y la economía sólo caminan saludablemente juntos y vecinos cuando entre ambos se da una cierta distance. Y, permítame por favor una imagen atrevida, aquí el Estado ha ido demasiado lejos y ha metido la mano en el escote a la economía.
Rió fuertemente, y Oelmüller rió también como es debido. Cuando volvió de nuevo la calma o, como diría el francés, le silence, Oelmüller dijo:
– Técnicamente, no hay problema en todo esto. En principio, en protección medioambiental se procede analizando la concentración de elementos nocivos en los portadores de emisiones, que son el aire y el agua. Cuando se sobrepasan los valores admisibles, se intenta localizar y neutralizar la fuente de emisión. La polución solamente puede producirse cuando alguna empresa arroja más emisiones de las debidas. Por otro lado, también puede haber polución cuando las emisiones de las distintas empresas permanecen en los límites de lo admisible, pero las condiciones atmosféricas no pueden con ellas.
– ¿Cómo sabe el que tiene atribuciones para declarar la alarma de polución de qué tipo de polución se trata? Probablemente tendrá que reaccionar de forma del todo distinta según el caso. -La cosa empezaba a interesarme, postergué mi siguiente visita al buffet y me puse a manosear un cigarrillo del paquete amarillo.
– Correcto, señor Selb, en realidad se debería reaccionar de forma diferente en los dos casos, pero con los métodos convencionales son difíciles de separar. Puede pasar, por ejemplo, que el tráfico se paralice y que las empresas tengan que reducir su producción, aunque sólo haya sido una central eléctrica alimentada por carbón la que haya sobrepasado drásticamente los valores admisibles de emisión; basta con que no haya podido ser identificada y parada a tiempo. Lo seductor en el nuevo plan de medida directa de emisiones es que, por lo menos en teoría, pueden evitarse los problemas que también usted ha visto certeramente. Las emisiones se miden mediante sensores allí donde se producen, y se envían a una central, que de este modo sabe en todo momento qué emisiones tienen lugar y dónde. Y no sólo esto, la central alimenta con los datos de las emisiones una simulación de la situación meteorológica local esperable en las siguientes veinticuatro horas, aquí hablamos de un meteorograma, y puede de alguna manera anticipar la polución. Un sistema de alarma prematura que no ha resultado en la práctica tan bien como suena teóricamente porque la meteorología está todavía en mantillas, así de sencillo.
– ¿Cómo ve usted el incidente de ayer en este contexto? ¿Ha resultado eficaz el nuevo sistema o ha fracasado?
– Lo que es funcionar, el modelo ayer funcionó. -Pensativo, Oelmüller se retorció la punta de la barba.
– No, no, señor Selb, aquí tengo yo que ampliar de inmediato la perspectiva del técnico hasta un tour d’horizon económico global. En las condiciones de antes, lo de ayer no habría pasado en absoluto. En su lugar, ayer tuvimos el caos, con todos los mensajes por altavoz, los controles policiales, la prohibición de salir, etcétera. ¿Y para qué? La nube se ha disipado sin intervención de los ecologistas. Se ha creado miedo, se ha destruido la confianza y se ha perjudicado la imagen de la RCW; tant de bruit pour une omelette. Creo que precisamente con este caso es posible mostrar al Tribunal Constitucional Federal lo desproporcionado de la actual reglamentación.
– Nuestros químicos están supervisando incluso si los valores de ayer justificaban la alarma de polución -dijo Oelmüller, tomando de nuevo la palabra-. Ya han empezado a evaluar los datos de las emisiones, que también nosotros recogemos en nuestro sistema MBI, de información y gestión. [3]
– De todos modos, la industria siempre ha tenido el derecho de recibir on line el resultado de los controles oficiales de las emisiones -dijo Ostenteich.
– ¿Le parece posible, señor Oelmüller, que el accidente y los fallos del sistema de ordenadores estén relacionados?
– Yo también he pensado en ello. En nuestra empresa como quien dice todos los procesos de producción se realizan electrónicamente, y hay gran cantidad de conexiones transversales entre los ordenadores de procesos y el sistema MBI. No puedo excluir manipulaciones desde el sistema MBI, a pesar de todas las medidas de seguridad incorporadas. En cualquier caso, no sé suficiente sobre el accidente de ayer para poder decir si tiene sentido una sospecha en esa dirección. Si éste fuera el caso, sería terrible lo que se nos vendría encima.
La interpretación de Ostenteich del accidente de la víspera casi me había hecho olvidar que todavía llevaba el brazo en cabestrillo. Brindé con los señores y me dirigí al buffet. Iba rumbo a la mesa de Firner con las costillas de cordero con corteza de hierbas en el plato precalentado cuando Schmalz me interpeló.
– Señor doctor, a mi mujer y a mí nos gustaría que viniera algún día a casa a tomar café. -Evidentemente Schmalz había averiguado que tengo el título de doctor, y lo utilizaba gustosamente para evitar más sonidos sibilantes.
– Muy amable por su parte, señor Schmalz -le agradecí-. Pero entienda por favor que no puedo disponer de mi tiempo hasta que haya terminado el caso.
– Bien, quizá en otra ocasión. -Schmalz pareció desdichado, pero entendió que la empresa era lo primero.
Busqué a Firner con la mirada y lo vi regresando a su mesa con un plato. Se detuvo un momento.
– Se le saluda, ¿ha encontrado algo? -Mantenía el plato torpemente a la altura del pecho para tapar una mancha de vino tinto en la camisa.
– Sí -dije sencillamente-. ¿Y usted?
– ¿Cómo debo entender eso, señor Selb?
– Imagínese que hay un chantajista que quiere demostrar su superioridad primero manipulando el sistema MBI y luego provocando una explosión de gas. A continuación exige diez millones de marcos de la RCW ¿Quién de la empresa sería el primero en recibir esa exigencia en la mesa del despacho?
– Korten. Porque sólo él podría decidir sobre un importe de esa magnitud. -Arrugó la frente y miró instintivamente hacia la mesa, algo elevada, donde Korten estaba sentado en compañía del jefe de la delegación china, el presidente del Land y otras personalidades. Esperé en vano un tranquilizador «pero, señor Selb, qué cosas piensa usted». Bajó el plato de forma inconsciente, y la mancha de vino tinto hizo lo suyo para que, tras la fachada de tranquila soberanía, apareciera un Firner tenso e inseguro. Como si yo ya no estuviera allí, dio unos pasos en dirección a la ventana abierta perdido en sus pensamientos. Luego se sobrepuso, presentó militarmente el plato delante del pecho, me saludó con la cabeza y se fue con paso decidido a su mesa. Yo fui al retrete.
– Bien, mi querido Selb, ¿avanza la cosa? -Korten se plantó ante el otro mingitorio y se llevó los dedos a la bragueta.
– ¿Te refieres al caso o a la próstata?
Orinó y se echó a reír. Reía cada vez más alto, de forma que se tenía que apoyar con la mano en los azulejos, y entonces me contagié también yo. Ya habíamos estado una vez así juntos en el urinario del Instituto Federico Guillermo. Había sido una medida preparatoria para hacer novillos; Brecher, cuando el profesor advirtiera nuestra ausencia, tenía que ponerse en pie y decir: «Korten y Selb se encontraban mal y están en el servicio, voy corriendo a ver cómo están.» Pero el profesor en persona fue a ver cómo estábamos, nos encontró allí tan alegres y como castigo nos hizo seguir de pie la hora entera, controlados de vez en cuando por el bedel.
– Ahora mismo viene el profesor Brecher con el monóculo -dijo Korten reventando de risa.
– El Vomiteras, que viene el Vomiteras. -Me vino a la cabeza el mote y nos encontramos de pie con la bragueta abierta y dándonos palmadas en los hombros, y a mí se me saltaron las lágrimas y me dolía la tripa de tanto reír. Aquella vez las cosas estuvieron a punto de acabar mal. Brecher se lo había dicho al rector, y yo estaba viendo ya bramar a mi padre y llorar a mi madre y la beca irse al garete. Pero Korten asumió toda la responsabilidad: lo había provocado él, yo sólo le había seguido. Así que la carta en casa la recibió él, y su padre se limitó a reír.
– Tengo que volver. -Korten se abotonó la bragueta.
– ¿Ya? -Yo volví a reír. Pero las bromas habían acabado, y los chinos esperaban.
Cuando volví a la sala todos estaban en retirada. Al pasar la señora Buchendorff me preguntó cómo pensaba ir a casa, puesto que evidentemente no podía conducir con aquel brazo.
– Antes he venido en taxi.
– Le llevo con mucho gusto, y además somos vecinos. ¿En un cuarto de hora en la salida?
Las mesas estaban vacías, se formaban y se disolvían grupos de gente de pie. La pelirroja tenía todavía dispuesta una botella, pero todos habían bebido ya suficiente.
– Hola -le dije.
– ¿Le ha gustado la recepción?
– El buffet ha estado bien. Me sorprende que todavía sobre algo. Pero aprovechando que sobra, ¿podría encargar para mí una bolsita para mi picnic de mañana?
– ¿Para cuántas personas sería? -Esbozó una reverencia irónica.
– Si tiene usted tiempo, para dos.
– Oh, no es posible. Pero a pesar de todo encargaré que le preparen un paquete para dos. Un momento. -Desapareció por las puertas oscilantes. Cuando reapareció, llevaba un cartón grande-. Tenía que haber visto usted la cara de nuestro cocinero jefe. He tenido que decirle que usted es raro, pero importante. -Rió entre dientes-. Como ha estado comiendo con el señor director general, ha puesto también una Forster Bischofsgarten cosecha tardía.
Cuando la señora Buchendorff me vio con el cartón, enarcó las cejas.
– He empaquetado a la experta china en seguridad. ¿Ha visto usted lo pequeña y delicada que era? El jefe de la delegación no la hubiera dejado marcharse conmigo.
Con ella sólo se me ocurrían bromas estúpidas. Si me hubiera ocurrido eso treinta años antes, habría tenido que confesarme que estaba enamorado. Pero ¿qué pensar de ello a una edad en que ya no me enamoro?
La señora Buchendorff conducía un Alfa Romeo Spider viejo sin el desagradable spoiler trasero.
– ¿Cierro la capota?
– Normalmente voy en moto en bañador, incluso en invierno. -Las cosas se ponían cada vez peor. Para colmo además se produjo un malentendido, puesto que se disponía a cerrar la capota. Y todo porque no me había atrevido a decir que para mí no hay cosa más bella que viajar en una noche tibia de verano al volante de un Cabriolet con una mujer hermosa-. No, déjelo, señora Buchendorff, me gusta viajar en un deportivo abierto en las noches tibias de verano.
Pasamos por el puente colgante nuevo, bajo nosotros el Rin y el puerto. Miré hacia arriba, al cielo y a los cables. La noche era clara y estrellada. Al doblar desde el puente y antes de sumergirnos en las calles, por un momento Mannheim, con sus torres, sus iglesias y sus bloques de vivienda elevados, se ofreció ante nosotros. Tuvimos que esperar en un semáforo; una moto pesada se detuvo junto a nosotros. «Venga, seguimos hasta el Adriático», gritó la muchacha desde atrás junto al casco de su amigo para hacerse oír por encima del ruido del motor. En el cálido verano de 1946 fui a menudo al lago artificial, resultado de unas excavaciones, al cual los habitantes de Mannheim y Ludwigshafen le han dado el nombre de Adriático por su nostalgia del sur. Entonces mi mujer y yo todavía éramos felices, y yo disfrutaba del sentimiento de solidaridad, de la paz y de los primeros cigarrillos. Así que todos iban siempre allí, hoy es más rápido y más fácil, después del cine para darse un breve chapuzón. No habíamos hablado en todo el viaje. La señora Buchendorff había conducido con rapidez y concentración. Ahora encendía un cigarrillo.
– El Adriático azul…, cuando era pequeña fuimos allí algunas veces con el Opel Olympia. Llevábamos café de malta en el termo, chuletas frías y además un tarro de conservas con natillas. Mi hermano mayor era lo que se llamaba un gamberro; con su Victoria Avanti ya andaba por su cuenta. Entonces empezó la moda de los chapuzones nocturnos. Todo me resulta tan idílico, cuando pienso en ello ahora, pero de niña siempre sufría durante aquellas excursiones.
Habíamos llegado ya frente a mi casa, pero yo quería saborear todavía un poco la nostalgia que nos había embargado a los dos.
– ¿Por qué sufría?
– Mi padre quería enseñarme a nadar, pero no tenía paciencia. Dios mío, la de agua que tragué yo entonces.
Le agradecí que me hubiera llevado a casa.
– Ha sido un hermoso paseo nocturno.
– Buenas noches, señor Selb.
Con un domingo radiante se despidió el buen tiempo. Durante el picnic en la esclusa de Feudenheim mi amigo Eberhard y yo comimos y bebimos en exceso. Él había traído una caja de madera con tres botellas de un burdeos muy respetable, y después cometimos el error de vaciar todavía el cosecha tardía de la RCW
El lunes me desperté con un terrible dolor de cabeza. Además, la lluvia me había despertado el reuma en la espalda y las caderas. Quizá por eso actué incorrectamente con Schneider. Había reaparecido, no porque lo hubieran encontrado los de seguridad de la empresa, sino así, sin más. Le vi en el laboratorio de un colega, el suyo se había incendiado en el accidente.
Cuando entré en la habitación se alzó delante del frigorífico. Era de talla elevada, delgado. Con un gesto indeciso de la mano me invitó a tomar asiento en un taburete del laboratorio, y él se quedó con los hombros caídos delante del frigorífico. Su rostro era gris, los dedos de la mano izquierda amarillos de nicotina. La bata del laboratorio, de un blanco inmaculado, tenía que ocultar la decadencia de la persona. Pero el hombre estaba acabado. Si era un jugador, entonces había perdido y ya no tenía esperanzas. Un jugador que los viernes rellena el boleto de la lotería pero que el sábado ya no mira en absoluto si ha ganado.
– Sé por qué quiere usted hablar conmigo, pero no puedo decirle nada.
– ¿Dónde estaba usted el día del accidente? Eso sí lo sabrá. ¿Y adónde se fue cuando desapareció?
– Lamentablemente mi salud no es óptima y en los últimos días he estado indispuesto. El accidente de mi laboratorio me ha afectado mucho, han quedado destruidos importantes documentos de investigación.
– Eso no responde a mi pregunta.
– ¿Qué quiere usted de mí en realidad? Déjeme en paz.
En realidad, ¿qué quería yo de él? Ver en él al extorsionador genial me era cada vez más difícil. Hecho polvo como estaba, no me lo podía imaginar ni siquiera como instrumento de alguien de fuera. Pero mi imaginación me había engañado ya alguna vez, y algo no cuadraba en Schneider, y tampoco tenía tantas pistas. Mala pata para él y para mí que estuviera en el dossier del departamento de seguridad. Y también estaba mi resaca y mi reuma y la actitud de Schneider, un enojo lacrimoso que me crispaba. Si no meto a éste en cintura, ya puedo tirar la toalla como detective. Me preparé para una nueva acometida.
– Señor Schneider, aquí se están investigando casos de sabotaje que han provocado daños por muchos millones de marcos, y se trata de evitar peligros adicionales. En mis investigaciones todo el mundo ha cooperado. Su negativa a ayudarme, se lo digo abiertamente, resulta sospechosa. Y ello tanto más cuanto que en su biografía hay períodos durante los que se ha visto implicado en delitos.
– Hace años que dejé el juego. -Encendió un cigarrillo. Su mano temblaba. Dio unas chupadas apresuradas-. Pero, por favor, yo estaba en cama en mi casa, y a menudo desconectamos el teléfono durante el fin de semana.
– Pero, señor Schneider, personal de seguridad de la empresa estuvo en su casa. Y no había nadie.
– Así que no me cree. Pues no diré nada más.
Había oído eso a menudo. A veces daba resultado convencer al otro de que creía todo lo que me dijera. A veces había sabido apelar al sufrimiento profundo oculto tras la reacción infantil, de tal manera que el otro arrojara todo fuera de sí. Hoy no era capaz ni de una cosa ni de la otra. Ya no quería hacerlo.
– Bien, entonces tendremos que continuar la conversación en presencia del personal de seguridad y de su superior. Me gustaría ahorrarle eso. Pero si no tengo noticias de usted antes de esta tarde… Aquí tiene mi tarjeta.
No esperé su reacción y me fui. Permanecí de pie bajo la marquesina, miré la lluvia y encendí un cigarrillo. ¿Estaría lloviendo también en las orillas del Sweet Afton? No sabía qué hacer. Entonces recordé que los chicos de seguridad y los del centro de cálculo habían preparado sus trampas, y me dirigí al centro de cálculo para ver que sucedía. Oelmüller no estaba. Uno de sus colaboradores, a quien una chapa acreditaba como señor Tausendmilch, me mostró en una pantalla la información dirigida a los usuarios sobre el archivo falso.
– ¿Le parece que se lo imprima? No es ninguna molestia.
Cogí la copia en papel y pasé al despacho de Firner. No estaban ni Firner ni la señora Buchendorff. Una mecanógrafa me dijo algo de cactos. Por ese día ya tenía suficiente y abandoné la fábrica.
De haber sido más joven habría ido al Adriático a pesar de la lluvia y así me habría quitado la resaca nadando. Si tan sólo hubiera podido coger mi coche quizá lo habría hecho, a pesar de la edad. Pero con el brazo en ese estado seguía sin poder conducir. El portero, el mismo que estuvo allí el día del accidente, llamó a un taxi.
– Usted es quien trajo al hijo de Schmalz el viernes. Es usted Selb,¿no? Entonces tengo algo para usted.
Se agachó para buscar algo bajo su tablero de control y de alarma y se incorporó de nuevo con un paquetito que me entregó ceremoniosamente.
– Dentro hay un pastel, una sorpresa para usted. Lo ha hecho la señora Schmalz.
Dije al taxista que me llevara a los baños de Herschel. En la sauna era día exclusivo para mujeres. Hice que me llevara al Meiner Rosengarten, donde tengo mi tertulia, y tomé saltimbocca romana. Luego fui al cine.
La primera sesión de la tarde tiene su encanto, con independencia de la película que proyecten. El público está compuesto de vagabundos, treceañeros e intelectuales frustrados. Antes, cuando todavía los había, iban a los primeros pases los alumnos de las autoescuelas. También iban para besuquearse estudiantes precoces de secundaria. Pero Babs, una amiga directora de instituto, me asegura que ahora los estudiantes se besuquean en el mismo instituto y que a la una ya se han besuqueado por completo.
Había ido a la peor taquilla de las siete que tenía el cine y tuve que ver En el estanque dorado. Me gustaron mucho todos los actores principales, pero al final me alegré de no tener ya mujer, de no tener hijas y de no tener un pequeño bastardo por nieto.
Camino de casa pasé por la oficina. Encontré el mensaje de que Schneider se había ahorcado. Lo había dejado en el contestador la señora Buchendorff, con la máxima objetividad, y pedía que la llamara cuanto antes.
Me serví un sambuca.
– ¿Ha dejado Schneider alguna nota?
– Sí. La tenemos aquí. Creemos que su caso está cerrado. A Firner le gustaría verle para hablar con usted de eso.
Dije a la señora Buchendorff que iría enseguida, y llamé a un taxi.
Firner estaba de buen humor.
– Se le saluda, señor Selb. Una escena espantosa. Se ha colgado en el laboratorio, con un cable eléctrico. Una becaria lo encontró. Por supuesto que hemos intentado todo para reanimarle. En vano. Eche una ojeada a la carta de despedida; tenemos a nuestro hombre.
Me entregó la fotocopia de una hoja escrita con prisas, dirigida a su mujer por lo que parecía.
Dorle mía, perdona. No pienses que no me has querido suficiente: sin tu amor lo hubiera hecho antes. Ahora ya no puedo más. Lo saben todo y no me dejan otra salida. He querido hacerte feliz y dártelo todo; que Dios te conceda una vida más fácil que la de estos últimos años terribles. Lo mereces, y mucho. Te beso hasta la muerte, tu Franz.
– ¿Que tienen a su hombre? Pero si esto deja todo en el aire. He hablado esta mañana con Schneider. Es el juego lo que le tenía cogido y lo que le ha llevado a la muerte.
– Es usted un derrotista. -Con la boca abierta, Firner se rió sonoramente ante mi rostro.
– Si Korten opina que el caso está resuelto, naturalmente puede quitármelo de las manos en cualquier momento. Pero yo creo que sus conclusiones son precipitadas. Y que tampoco van del todo en serio. ¿O es que han prescindido ya de su programa-trampa?
Firner no se inmutó.
– Rutina, señor Selb, rutina. Naturalmente que dejamos el programa como está. Pero por lo pronto el asunto está resuelto. Tan sólo tenemos que aclarar algunos detalles, sobre todo cómo pudo realizar Schneider sus manipulaciones.
– Estoy seguro de que pronto me volverán a llamar.
– Veremos, señor Selb. -Firner metió el pulgar en el chaleco de su terno y con los dedos restantes acompañaba el tarareo del Yankee Doodle.
En el taxi de vuelta a casa pensé en Schneider. ¿Era yo culpable de su muerte? ¿O la culpa era de Eberhard, que había traído demasiado burdeos, y por eso ese día estaba yo con resaca y había tratado groseramente a Schneider? ¿O del jefe de cocina con su Forster Bischofsgarten cosecha tardía, que nos había dado la puntilla? ¿O de la lluvia y del reuma? La cadena de culpas y de causas podría continuar infinitamente.
Schneider, con su bata blanca de laboratorio, ocupó a menudo mis pensamientos en los días siguientes. Mucho que hacer no tenía. Goedeke exigía otro informe, más detallado, sobre el director de sucursal desleal, y otro cliente se dirigió a mí porque no sabía que habría podido recibir la misma información en las dependencias del Ayuntamiento.
El miércoles, mi brazo estaba en vías de recuperación, pude al fin recoger mi coche del aparcamiento de la RCW El cloro había atacado la pintura, eso lo cargaría en la factura. El portero me saludó y me preguntó si me había gustado el pastel. Lo había olvidado el lunes en el taxi.
El problema de las cadenas de culpas y de causas lo expuse ante mis amigos mientras jugábamos a la cabeza doble [4]. Varias veces al año nos juntamos para jugar el miércoles en las Badische Weinstuben. Eberhard, el campeón de ajedrez, Willy, ornitólogo y emérito de la Universidad de Heidelberg, Philipp, cirujano en el hospital municipal, y yo.
Philipp, con sus cincuenta y siete años, es nuestro benjamín; Eberhard, de setenta y dos años, nuestro Néstor. Willy es medio año más joven que yo. Con el juego de la cabeza doble nunca llegamos muy lejos, nos gusta demasiado charlar.
Yo les conté la vida de Schneider, su pasión por el juego y las sospechas que tenía sobre él, en las que yo mismo no creía del todo, pero por cuya causa le había apretado las tuercas.
– Dos horas después se ahorca el hombre, no creo que fuera por mis sospechas, sino porque temía que se descubriera su pasión por el juego, que no había dejado. ¿Soy culpable de su muerte?
– El jurista eres tú -dijo Philipp-. ¿No tenéis criterios para casos como éste?
– Jurídicamente no soy culpable. Pero me interesa el problema humano.
Los tres se me quedaron mirando sin saber qué decir. Eberhard cavilaba.
– Visto así yo no debería ganar más al ajedrez, porque mi rival podría ser sensible y tomarse tan a pecho la derrota que se matara por ello.
– Vamos a ver, si sabes que la derrota es la gota que colma el vaso de la depresión, entonces déjalo estar y búscate otro rival.
Eberhard no se mostró satisfecho con esta respuesta de Philipp.
– ¿Y qué hago yo en un campeonato donde no puedo elegir a mi rival?
– Bueno, entre los mochuelos… -intervino Willy-. Cada vez veo más claro por qué me gustan tanto los mochuelos. Cazan ratones y gorriones, alimentan a sus crías, viven en sus agujeros en los árboles o en la tierra, no necesitan sociedad ni Estado, son valerosos y resueltos, fieles a su familia, sus ojos reflejan una profunda sabiduría, y nunca he oído entre ellos peroratas así de lloronas sobre crimen y castigo. Además, si para vosotros no se trata de lo jurídico, sino de lo humano: todos los seres humanos son culpables de todo.
– Ponte tú un día bajo mi bisturí. Si se me escapa porque la enfermera me pone cachondo, ¿serán culpables todos los que están aquí? -Philipp hizo un movimiento amplio con la mano. El camarero interpretó que le pedíamos una nueva ronda y trajo una Pils, una copa de vino noble de Laufen, un Vulkanfelsen de Ihring y un grog de ron para Willy, que estaba resfriado.
– Bueno, en todo caso tendrás que vértelas con todos nosotros si cortas a Willy en trocitos.
Brindé con Willy. Él no pudo responder al brindis, su grog estaba todavía demasiado caliente.
– No tengáis miedo, tonto no soy. Si hago algo a Willy, desde luego ya no podremos jugar a la cabeza doble.
– Exacto, juguemos otra ronda -dijo Eberhard. Pero ya antes de que se pudiera declarar bodas y anunciar cerdito [5] juntó pensativo sus cartas y puso el montoncito sobre la mesa-. Ahora en serio, yo, como el más viejo de todos, puedo decirlo el primero. ¿Qué sería de nosotros si alguno…, bueno, si alguno…?, ya me entendéis.
– ¿Si sólo quedáramos tres de nosotros? -sonrió irónicamente Philipp-. Entonces jugaríamos al skat.
– ¿No conocemos a nadie que pudiera hacer de cuarto, alguien que a lo mejor podríamos incorporar ya como quinto?
– Un párroco estaría pero que muy bien, a nuestra edad.
– No tenemos por qué estar jugando siempre, después de todo tampoco ahora lo hacemos. Sencillamente, podríamos ir de vez en cuando a comer o intentar alguna cosa con mujeres. Os traigo una enfermera a cada uno, si queréis.
– Mujeres -dijo Eberhard con desaprobación, y volvió a desplegar sus cartas.
– En cualquier caso eso de comer es una buena idea. -Willy hizo que trajeran la carta. Todos pedimos. La comida fue buena, y olvidamos la culpa y la muerte.
De vuelta a casa advertí que me había distanciado del suicidio de Schneider. Ya tan sólo sentía curiosidad por saber cuándo me volvería a llamar Firner.
No ocurre muchas veces que me quede en casa por la mañana. No sólo porque ando mucho de un sitio para otro, sino porque no puedo evitar ir al despacho, incluso cuando no tengo nada que hacer allí. Esto es un vestigio de mis tiempos de fiscal. Quizá influya también el hecho de que de niño no vi a mi padre ni un solo día laborable en casa, y entonces la semana laboral tenía todavía seis días.
El jueves salté sobre mi propia sombra. La víspera había recogido mi aparato de vídeo del taller de reparación. Había alquilado algunas cintas. Aunque hace años que apenas se ruedan y se proyectan películas del Oeste, yo he permanecido fiel a ellas.
Eran las diez. Había puesto La puerta del cielo, que me había perdido en el cine y que probablemente ya no repondrían, y estaba viendo a los graduados de Harvard vestidos de frac en plena carrera por llegar a la fiesta de fin de estudios. Kris Kristofferson estaba bien situado. Entonces sonó el teléfono.
– Qué bien que le encuentre, señor Selb.
– ¿No habrá pensado que con este tiempo estarla en el Adriático, señora Buchendorff? -Fuera llovía a cántaros.
– Siempre el mismo viejo adulador. Le paso con el señor Firner.
– Se le saluda, señor Selb. Creíamos que el caso estaba resuelto, pero ahora me dice el señor Oelmüller que algo vuelve a pasar en el sistema. Me alegraría si pudiera usted venir por aquí, a ser posible hoy. ¿Cómo está su agenda de compromisos?
Acordamos que sería a las cuatro. La puerta del cielo duraba casi cuatro horas, y no debe venderse barata la propia piel.
Camino de la fábrica estuve preguntándome por qué había llorado Kris Kristofferson al final. ¿Porque las viejas heridas no cicatrizan nunca? ¿Porque cicatrizan y un día son sólo pálidos recuerdos?
El portero de la entrada principal me saludó como a un viejo conocido, la mano en la visera de la gorra. Oelmüller permanecía distante. También estaba allí Thomas.
– Ya le he hablado de la trampa que planeamos y preparamos -dijo Thomas-. Pues hoy se ha cerrado…
– Pero el ratón se ha escapado con el trozo de queso, ¿no?
– Sí, puede decirse así -dijo Oelmüller con cierta amargura-. Lo que ha pasado exactamente es lo siguiente: ayer a primera hora el ordenador central nos anunció que nuestro archivo de cebo había sido solicitado desde el terminal PKR 137, por un usuario con el número 23045 ZBH. El usuario, el señor Knobloch, trabaja en la central de contabilidad. De todas formas, en el momento en que se hizo la solicitud del archivo se encontraba reunido con tres señores de Hacienda. Y el terminal de que hablo está al otro extremo de la fábrica, en la estación depuradora, y fue inspeccionado ayer mismo por nuestro propio técnico de mantenimiento off line.
– El señor Oelmüller quiere decir que el dispositivo no estaba en condiciones de funcionar durante el trabajo de mantenimiento -le ayudó Thomas.
– Eso significa entonces que detrás de Knobloch y de su número se esconde otro usuario y detrás del falso número de terminal otro terminal. ¿No han contado ustedes con que el autor se camuflara?
Oelmüller aprovechó solícitamente la ocasión que le brindaba mi pregunta.
– Sí, señor Selb. He estado pensando todo el fin de semana en la manera de echar mano al autor a pesar de todo. ¿Le interesan los detalles?
– Inténtelo. Si me resulta demasiado difícil, se lo diré.
– Bien, me esforzaré para resultar inteligible. Nos hemos preocupado de que los terminales en servicio activen un pequeño interruptor en su archivo de trabajo como respuesta a una determinada señal de control del sistema. El usuario no puede advertirlo. La señal de control se envió a los terminales en el momento en que se producía un intento de entrada al archivo de cebo. Nuestra intención con esto era identificar todos los terminales que se conectaban en ese instante con el sistema, y esto precisamente con independencia del número de terminal con que pudiera haberse camuflado el autor.
– ¿Vendría a ser como la identificación de un coche robado no por la matrícula, sino por el número de motor?
– Bueno, algo así. -Oelmüller me hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
– ¿Y cómo se explica entonces que a pesar de todo el ratón no haya caído en la trampa?
– De momento -contestó Thomas-, no tenemos ninguna explicación. Tal vez piense usted en una intervención desde fuera, pero para nosotros sigue estando excluido. El programa-trampa del correo todavía funciona y no ha indicado nada.
No había explicación. Y eso para los especialistas. Me molestaba mi dependencia de su criterio profesional. Cierto que podía seguir el relato de Oelmüller, pero no podía verificar sus premisas. A lo mejor es que ninguno de los dos era especialmente inteligente, y no representaba un gran problema burlar la trampa. Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Familiarizarme con el funcionamiento de los ordenadores? ¿Seguir las otras pistas? Pero ¿qué otras pistas? No sabía qué hacer.
– Para el señor Oelmüller y para mí todo esto es muy penoso -dijo Thomas-. Estábamos seguros de coger al autor con la trampa, y hemos sido lo bastante tontos como para decirlo. El tiempo apremia, y sin embargo sólo veo la posibilidad de supervisar todas nuestras premisas y conclusiones en profundidad. Quizá debiéramos hablar también con el fabricante del sistema, ¿no es cierto, señor Oelmüller? ¿Puede decirnos, señor Selb, cómo piensa proceder a partir de ahora?
– Primero tengo que reflexionarlo.
– Me gustaría que siguiera en contacto con nosotros. ¿Volvemos a reunirnos el lunes por la mañana?
Cuando ya estábamos de pie despidiéndonos pensé de nuevo en el accidente.
– ¿Qué han averiguado sobre las causas de la explosión? ¿Fue correcta la alarma de polución?
– Parece que el RRZ dispuso correctamente la alarma de polución. Sobre la causa del accidente podemos afirmar que no tiene nada que ver con nuestro ordenador. No hará falta que le diga lo aliviado que me sentí. Una válvula rota: ahí esta la causa según el equipo de instalaciones.
Con buena música puedo reflexionar bien. Había conectado el equipo, pero todavía no había puesto el Clave bien temperado porque primero quería coger una cerveza de la cocina.
Cuando volví, mi vecina del piso de abajo había subido el volumen de la radio y pude oír su canción preferida por entonces. «We're living in a material world and I'm a material girl…»
Golpeé en vano el suelo con los pies. Así que me quité la bata, me puse los zapatos y la chaqueta, bajé un piso y llamé. Quería preguntar a la material girl si ya no quedaba sitio para el respeto en un material world. No hubo contestación a mi llamada, y de la vivienda no salía música. Evidentemente no había nadie en casa. Los demás vecinos estaban de vacaciones, y encima de mi piso sólo quedaba el desván.
Entonces advertí que la música procedía de mis propios altavoces. No tengo radio en mi equipo. Estuve manipulando el amplificador y no conseguí hacer desaparecer la música. Puse el disco. Bach podía hacer callar en los forti al otro canal, el ominoso, pero los piani tenía que compartirlos con el locutor de las noticias del Südwestfunk. Algo parecía estar averiado en mi equipo.
Quizá fue la falta de buena música la causa de que por la tarde no se me ocurriera gran cosa. Imaginé un escenario en que Oelmüller era el autor. Todo cuadraba, menos la psicología. Pícaro y jugador desde luego no era, ¿podía ser el extorsionador? Según mis esporádicas experiencias con la delincuencia informática, alguien que trabajara con un ordenador lo emplearía de otra forma para sus fines delictivos. Utilizaría el sistema, pero no lo pondría en ridículo.
A la mañana siguiente, antes de desayunar, busqué un establecimiento de radios. Había probado de nuevo el equipo, y la perturbación había desaparecido. Esto me irritaba aún más. Difícilmente puedo soportar que la infraestructura se muestre imprevisible. Ya puede el coche seguir funcionando y la lavadora lavando, pero en tanto la señal luminosa más insignificante no sea de precisión prusiana yo no estoy tranquilo.
Di con un joven competente. Tuvo compasión de mi falta de juicio técnico, y por poco me llama abuelito con amistosa condescendencia. Por supuesto que sé que las ondas hertzianas no aparecen porque las atraiga la radio, sino que siempre están presentes. La radio se limita a hacerlas audibles, y el joven me explicó que en el amplificador se encuentran casi los mismos circuitos que realizan aquella función en el receptor, y que bajo determinadas condiciones atmosféricas el amplificador funciona como receptor. Aquí no había nada que hacer, había que admitirlo sin más.
De camino desde la Seckenheimer Strasse hasta mi café bajo las arcadas, próximas al Depósito de Agua, me compré el periódico. En el kiosco siempre se encuentra el Rhein-Neckar-Zeitung junto al Süddeutsche que yo compro, y por alguna razón la abreviatura RNZ quedó fijada en mi cabeza.
Cuando estaba sentado en el Café Gmeiner con la taza delante y esperando los huevos con tocino, tuve la misma sensación que experimentaría si tratara de decir algo a alguien, pero sin lograr saber qué. ¿Tenía esto que ver con el RNZ? Recordé que no había leído la entrevista de Tietzke con Firner. Pero no era esto lo que yo buscaba. ¿No me había hablado alguien la víspera del RNZ? No, Oelmüller había dicho que el RRZ se había equivocado al provocar la alarma de polución. Probablemente era ésa la instancia responsable de la alarma de polución y de la obtención de datos sobre emisiones. Pero ahí había todavía algo que se me escapaba. Algo que tenía que ver con el amplificador que funcionaba como receptor.
Cuando llegaron los huevos con tocino pedí otro café. La camarera lo trajo sólo después de pedírselo tres veces.
– Lo siento, señor Selb, hoy estoy dura de entendederas. Ayer estuve cuidándole el niño a mi hija porque los chicos tienen un abono en el teatro y volvieron tarde a casa. El crepúsculo de los dioses de Wagner duró mucho.
Dura de entendederas, un conducto largo [6]. Naturalmente, eso era, un conducto largo hasta el RRZ. Herzog me había hablado del modelo de la obtención directa de datos de las emisiones. Los mismos datos sobre las emisiones los obtenía también el sistema de la RCW, había dicho Oelmüller. Y Ostenteich había hablado de la conexión on line de la RCW con el sistema público de vigilancia. Por tanto el centro de cálculo de las RCW y el RRZ tenían que estar relacionados de algún modo. ¿Era posible penetrar en el sistema MBI desde el RRZ mediante esa conexión? ¿Y era imaginable que la gente de las RCW sencillamente lo hubiera olvidado? Haciendo memoria pude recordar con exactitud que habían mencionado terminales en servicio y líneas telefónicas hacia fuera cuando tratamos el tema de posibles puntos de infiltración en el sistema, pero nunca una línea entre RRZ y la RCW tal y como me la imaginaba ahora. No formaba parte de las líneas telefónicas ni de los enlaces de terminales. De todos éstos se distinguía probablemente en que a través de ella no se daba la comunicación activa. Lo que se producía en lugar de esto era un silencioso flujo de datos desde los poco queridos sensores a algún expediente. Datos que no interesaban a nadie en la empresa y que podían ser olvidados siempre que no hubiera alarma o un accidente. Ahora entendía por qué me había preocupado tanto el alboroto musical de mi equipo: la perturbación venía de dentro.
Estuve revolviendo en los huevos con tocino y en las muchas cuestiones que me pasaban por la cabeza. Sobre todo necesitaba información adicional. Con Thomas, Ostenteich o Oelmüller no quería hablar en ese momento. Si habían olvidado una conexión RCW-RRZ, al final ese olvido les iba a ocupar más que la conexión misma. Yo tenía que ver el RRZ y pescar allí a alguien que pudiera explicarme la relación que existía entre los sistemas.
Desde la cabina telefónica que habla junto a los servicios llamé a Tietzke. El RRZ era el «Centro Regional de Cálculo» de Heidelberg [7], me dijo.
– En cierto modo incluso fuera de las fronteras de la región -añadió-, porque de él dependen Baden-Württemberg y Renania-Palatinado. ¿Qué tiene usted intención de hacer allí, señor Selb?
– ¿Nunca puede dejar las cosas como están, señor Tietzke? -pregunté por mi parte, y le prometí los derechos de mis memorias.
Fui directamente a Heidelberg. Conseguí aparcamiento delante del seminario jurídico. Caminé los pocos pasos que hay hasta la Ebert-Platz, la antigua Wrede-Platz, y encontré el Centro Regional de Cálculo en el viejo edificio con dos columnas a la entrada que en tiempos fue sede del Deutsche Bank. En el antiguo vestíbulo de las ventanillas estaba sentado el portero.
– Selk, de la Editorial Springer -me presenté-. Me gustaría hablar con uno de los señores de la supervisión de emisiones, la editorial ya ha anunciado mi llegada.
Cogió el teléfono.
– Señor Mischkey, aquí hay alguien de la Editorial Springer que quiere hablar con usted, dice que tiene una cita. ¿Le hago subir?
Intervine yo:
– ¿Puedo hablar yo mismo con el señor Mischkey? -Y puesto que el portero estaba sentado ante una mesa sin cristales de protección y puesto que yo ya había extendido la mano, me pasó perplejo el auricular-. Buenos días, señor Mischkey, soy Selk, de la Editorial Springer, la del caballito, la científica, ya sabe usted. En nuestro espectro informático quisiéramos incorporar un informe sobre su modelo de obtención de datos de emisiones, y después de haber hablado con gente de la industria, me gustaría conocer la otra parte. ¿Puede recibirme?
No tenía mucho tiempo, pero me rogó que subiera. Su despacho estaba en el segundo piso, la puerta estaba abierta, la habitación daba a la plaza. Mischkey estaba sentado de espaldas a la puerta frente al terminal, en el que tecleaba concentrado y a gran velocidad con dos dedos. Me gritó por encima del hombro:
– Entre, entre, acabo ahora mismo.
Miré alrededor. La mesa y las sillas estaban repletas de hojas de impresora y de revistas, desde números de Computer hasta ejemplares de la edición americana de Penthouse. En la pared había un encerado en que se leía algo borrosa la inscripción en tiza «Happy Birthday Peter». A su lado Einstein me sacaba la lengua, en la otra pared había carteles de películas y un fotograma que no pude asociar con ninguna película. Me acerqué para verlo mejor.
– Madonna -dijo él sin levantar la vista.
– ¿Madonna?
Entonces levantó la vista. Un rostro expresivo, huesudo, con profundas arrugas transversales en la frente, un bigote pequeño, una mandíbula voluntariosa y encima un mechón de pelo revuelto, entero y ya parcialmente canoso. Sus ojos me miraban entornados y divertidos a través de unas gafas de escogida fealdad. ¿Volvían a estar de moda las gafas de médico del Seguro de los primeros años cincuenta? Llevaba unos vaqueros y un jersey azul oscuro, sin camisa.
– Con mucho gusto se lo pongo en pantalla desde mi archivo de películas. -Hizo un gesto para que me acercara, tecleó algunas órdenes y la pantalla se llenó a la velocidad del rayo-. ¿Y sabe usted lo que es andar buscando una melodía que uno no recuerda en el momento, el problema de cualquier fan de canciones de moda o de un freak cinematográfico? También lo he resuelto con mi archivo. ¿Le gustaría oír la música de su película favorita?
– Barry Lyndon -dije, y en segundos sonó débil pero indudablemente el comienzo de la zarabanda de Händel, bum bum, bum bum bum-. Es increíble-dije.
– ¿Qué le trae por aquí, señor Selk? Ya ve usted que en este momento estoy muy ocupado y apenas tengo tiempo. ¿Se trata de datos de emisiones?
– Exacto, de los, o más bien de un informe sobre ellos en nuestro espectro informático.
Un colega entró en la habitación.
– ¿Otra vez jugueteando con tus archivos? Yo tendré que pechar con el ajuste de datos de registro para las iglesias. Debo decirte que lo encuentro altamente insolidario.
– Permita que le presente a mi colega Gremlich. Se llama realmente así, pero con e [8]. Jörg, éste es el señor Selk, del espectro informático. Quiere informar sobre el clima interno en el RRZ. Sigue con lo tuyo, eres realmente auténtico.
– Bueno, Peter, bueno… -Gremlich hinchó los carrillos. Calculé que ambos estarían en la mitad de la treintena, pero uno de ellos daba la impresión de ser un joven maduro de veinticinco años y el otro un cincuentón que hubiera envejecido mal. El traje de safari y el pelo largo y ralo de Gremlich sólo servían para subrayar su tristeza. Me sentí apoyado en mi política de llevar siempre el pelo corto, que ya no tengo abundante. Una vez más me pregunté si a mi edad cambiaría todavía algo en mi cabello o si su caída se había acabado ya, como para las mujeres tener hijos después de la menopausia.
– El informe, por otra parte, hace tiempo que lo habrías podido obtener con el terminal. Yo estoy trabajando en la evaluación del censo de tráfico. Tiene que salir hoy mismo. Ya ve, señor Selk, por eso no pinta nada bien nuestro asunto. ¿A menos que me invite a comer…? ¿En McDonald's?
Quedamos para las doce y media.
Estuve paseando por la Haupstrasse, un impresionante testimonio de la voluntad destructiva de la política comunal de los años setenta. En aquel preciso momento no llovía. Pero el tiempo no podía decidir todavía lo que ofrecería el fin de semana. Me propuse preguntar a Mischkey por el meteorograma. En el centro comercial Darmstädter Hof encontré una tienda de discos. A veces tomo muestras del espíritu de la época, me compro el disco o el libro de moda, voy a ver Rambo II o veo un debate electoral entre Kohl, Rau, Strauss y Bangemann. Madonna estaba justo de oferta. La muchacha de la caja me miró y preguntó si quería que me envolviera el disco para regalo.
– No, ¿tengo aspecto de eso?
Salí del Darmstädter Hof y vi ante mí la plaza Bismarck. Me hubiera gustado visitar al viejo señor en su pedestal. Pero el tráfico no me dejó. En el estanco de la esquina compré un paquete de Sweet Afton, y poco después ya era la hora.
En McDonald's estaban en plena actividad. Mischkey se abrió y me abrió paso, se le vela un experto en eso. Por recomendación suya tomé para la poca hambre que tenía un fishmac con mayonesa, una ración pequeña de patatas fritas con ketchup y un café.
Mischkey, alto y esbelto, pidió un bocadillo de cuarto de kilo con queso, una ración grande de patatas fritas, tres dosis individuales de ketchup, una hamburguesa pequeña más «para cuando vuelva luego el hambre», un apple pie y además dos batidos y un café.
Por la bandeja entera pagué veinticinco marcos escasos.
– No es caro, ¿verdad? Para ser una comida para dos. Gracias por la invitación.
Al principio no encontramos dos sitios libres en una mesa. Quise coger una silla de otra mesa, pero estaba atornillada en el suelo. Yo estaba perplejo, ni como fiscal ni como detective privado me había topado con el delito del robo de sillas en restaurantes. Al final nos instalamos en una mesa con dos estudiantes de secundaria, que miraban de soslayo y con envidia el menú de Mischkey.
– Señor Mischkey, la obtención directa de datos de emisiones ha llevado al primer gran conflicto legal asociado con la informática desde el del censo de población, también el primero que vuelve al Tribunal Constitucional Federal. El espectro informático quiere de mí un informe jurídico, y el periodismo jurídico es también mi terreno. Pero advierto que técnicamente tengo que adivinar más cosas, y me gustaría que usted me proporcionara algunas informaciones a ese respecto.
– Mm. -Satisfecho, comía a dos carrillos su bocadillo de cuarto de kilo.
– ¿Qué sistema de interconexión de datos utilizan ustedes con las industrias cuyas emisiones supervisan?
Mischkey tragó.
– Sobre eso podría decirle mil cosas, sobre la tecnología de transmisión de bits, bytes y baudios, del hardware, del software y patatín, patatán. ¿Qué quiere saber?
– Quizá como jurista no pueda yo plantear las cuestiones con suficiente precisión. Me gustaría saber, por ejemplo, cómo se dispara una alarma de polución.
En ese momento Mischkey cogió la hamburguesa para el hambre de después y distribuyó generosamente ketchup encima.
– En realidad, eso es una banalidad. En los puntos de salida de los elementos nocivos relevantes en la fábrica hay sensores que, a través de conductos fijos, nos comunican durante las veinticuatro horas del día los valores de esos elementos. Nosotros levantamos protocolo de esos valores, y al mismo tiempo son incorporados a nuestro meteorograma. El meteorograma es el resultado de los datos sobre el tiempo que nos proporciona el Servicio Meteorológico. Si los valores son demasiado altos o las condiciones atmosféricas no pueden absorberlos, en nuestro RRZ se produce una señal de alarma y entonces se pone en marcha la maquinaria que alerta sobre la polución, que tan excelentemente ha funcionado la semana pasada.
– Me han dicho que las fábricas reciben los mismos datos sobre emisiones que ustedes. ¿Cómo funciona eso técnicamente? ¿Son dependientes también de esos sensores, como dos lámparas de una clavija doble?
Mischkey rió
– Sí, en cierto modo. Técnicamente la cosa es un poco distinta. Puesto que en las fábricas no hay un sensor, sino múltiples, los distintos conductos se juntan ya en la misma fábrica. Desde ese depósito central, por decirlo así, nos llegan a nosotros los datos a través de la línea asignada. Y cada una de las empresas recibe, como nosotros, los datos del depósito central.
– ¿Es muy seguro eso? Se me ha ocurrido que la industria podría tener interés en falsear los datos.
Esto atrajo la atención de Mischkey, y dejó el apple pie en el plato sin morderlo.
– Para no ser técnico hace usted preguntas realmente astutas. También a mí me gustaría decir algo sobre eso. Pero creo que después de este apple pie -miró con ternura el achacoso producto de pastelería, que despedía un aroma sintético a canela- no debemos quedarnos aquí, es mejor que acabemos la comida en el café de la Akademiestrasse.
Yo eché mano de un cigarrillo y no encontré el encendedor. Mischkey, que no fumaba, tampoco me pudo ayudar.
Para ir al café pasamos por los almacenes Horten; Mischkey se compró el último Penthouse. Entre la muchedumbre nos perdimos de vista unos instantes, pero a la salida nos encontramos de nuevo.
En el café Mischkey pidió tarta de cerezas al estilo de la Selva Negra, un pastel de frutas variadas y una palmera con su jícara de café. Con nata. Evidentemente un mal metabolizador de alimentos. Los delgados que pueden meterse tantas cosas me dan envidia.
– ¿Qué tal ahora una astuta respuesta a mi astuta pregunta? -retomé el hilo.
– Teóricamente, hay dos flancos abiertos. Por un lado los sensores se pueden manipular, pero están tan bien sellados que eso se advertiría. El otro punto de intrusión es el depósito central con la conexión del conducto de la empresa. Ahí los políticos han alcanzado un compromiso que yo encuentro completamente sospechoso. Porque, al fin y al cabo, no se puede excluir que desde esa conexión se falseen las emisiones o, peor todavía, se manipulen las estructuras de los programas del sistema de alarma de polución. Por supuesto que hemos incorporado dispositivos de seguridad que mejoramos constantemente, pero se hará una idea de ello si piensa en la carrera de armamentos. Cada sistema de defensa puede ser sorprendido por uno de ataque y al revés. Una espiral infinita e infinitamente cara.
Tenía el cigarrillo en los labios y me palpaba todos los bolsillos en busca de mi encendedor. Naturalmente, de nuevo en vano. Entonces Mischkey sacó del bolsillo superior derecho de su chaqueta de napa fina dos encendedores desechables protegidos con cartulina y plástico, uno rosa y el otro negro. Mischkey quitó la protección.
– ¿Le parece que sea el rosa, señor Selk? Una atención de la casa Horten. -Me guiñó un ojo, deslizó el rosa sobre la mesa y me dio fuego con el negro.
«Antiguo fiscal encubre el hurto de encendedores.» Vi ante mí el titular y estuve jugando un poco con el encendedor antes de guardarlo y dar las gracias a Mischkey.
– ¿Y cómo son las cosas al revés? ¿Se podría penetrar en el ordenador de una empresa desde el RRZ?
– Si el conducto de la empresa lleva al ordenador y no a una estación de datos aislada, entonces… Pero, pensándolo bien, debería saberlo usted mismo, después de todo lo que le he dicho.
– Así que realmente están ustedes frente a frente como las dos superpotencias, con sus armas de ataque y de defensa.
Mischkey se estiró el lóbulo de la oreja.
– Sea usted prudente con sus comparaciones, señor Selk. Los americanos, según su imagen, sólo pueden ser la industria capitalista. Luego a nosotros, funcionarios del Estado, nos queda el papel de rusos. Como miembro de la función pública -se incorporó en la silla, echó los hombros hacia atrás y puso cara de responsabilidad estatal- debo rechazar esa impertinente imputación con toda energía. -Se rió, se relajó y se comió su palmera-. Y otra cosa -dijo-. A veces me divierte la idea de que la industria, que ha obtenido luchando ese compromiso tan nocivo para nosotros, como compensación se ha castigado a sí misma en la medida en que naturalmente ahora a través de nuestra red cualquier competidor puede manipular el sistema del otro. No está nada mal: el RRZ como meollo del espionaje industrial. -Hizo girar el tenedor en el plato. Cuando se detuvo señalaba con su punta hacia mí.
Reprimí un suspiro. El divertido juego imaginativo de Mischkey aumentaba explosivamente el círculo de los sospechosos.
– Una interesante variante. Señor Mischkey, me ha ayudado mucho. ¿puedo llamarle si se me ocurre algo más? Aquí está mi tarjeta. -Saqué de mi cartera la tarjeta de visita con mi dirección y mi teléfono privados; en ella aparezco como Gerhard Selk, periodista free lance.
Hicimos juntos el camino a la Ebertplatz.
– ¿Qué dice su meteorograma sobre el próximo fin de semana?
– Está mejorando el tiempo, nada de polución y ni siquiera lluvia. Parece que vamos a tener un fin de semana de piscina.
Nos despedimos. Pasando por el Römerkreisel llegué a la Bergheimstrasse, para llenar el depósito. Al oír la gasolina fluyendo por el conducto no pude evitar pensar en la línea entre RCW y RRZ y ahora cualquiera sabía qué otras empresas. Si mi caso era un caso de espionaje industrial, pensé en la autopista, entonces todavía faltaba una pieza. Lo ocurrido en el sistema de la RCW, por lo que recordaba, no correspondía a un caso de espionaje. A no ser que…, ¿y si el espía hubiera querido borrar con ello su rastro? Pero ¿qué motivo aparte del temor a que estuviéramos sobre su pista? ¿Y por qué había de temer eso? ¿Quizá uno de los primeros percances hubiera podido desenmascararle? Tenía que ver otra vez los informes. Y tenía que llamar a Firner y hacerme con una lista de las empresas conectadas al sistema de alarma de polución.
Llegué a Mannheim. Eran las tres, la posición de las persianas de tablillas de la Mannheimer Versicherung anunciaban ya el fin de la jornada laboral. Sólo en las ventanas que permanecían iluminadas por la noche para formar la M, había todavía gente. M de Mischkey, pensé.
El hombre me gustaba. También me gustaba como sospechoso. Allí estaba el jugador, el sofisticado y el pícaro que había estado buscando desde el principio. Tenía la fantasía necesaria, la competencia necesaria y ocupaba el puesto adecuado. Pero no pasaba de ser un sentimiento. Y si pretendía pedirle cuentas, me dejaría soberanamente con dos palmos de narices.
Le seguiría durante el fin de semana. Por el momento, no tenía más sentimiento que ése, y no veía otra forma de seguir sus huellas. Quizá hiciera también un movimiento susceptible de darme nuevas ideas. De haber sido invierno me habría abastecido en la librería con literatura sobre delitos informáticos para el fin de semana. Seguir a alguien en invierno es un asunto duro y frío. Pero en verano puede hacerse, y Mischkey quería ir a la piscina.
Que Mischkey vivía en la actualidad en el Burgweg 9, que tenía un Citroën DS descapotable con matrícula HD-CZ 985, que era soltero y sin hijos y como funcionario de rango medio ganaba 55.000 marcos, y que en el Bank für Gemeinwirtschaft tenía un crédito personal de 30.000 marcos que amortizaba regularmente, me lo dijo el mismo viernes mi colega Hemmelskopf del Servicio de Información Crediticia. El sábado a las siete estaba yo en el Burgweg.
El Burgweg es un trozo corto de calle cerrado al tráfico, y su parte superior es un camino por donde se va a pie al castillo. Los habitantes de las cuatro o cinco casas de la parte inferior pueden aparcar allí el coche y tienen llave de la barrera que separa el Burgweg del Unterer-Fauler-Pelz. Me alegró ver allí aparcado el coche de Mischkey. Era una belleza, de color verde botella con cromados relucientes y capota crema. Así que en esto se había ido el crédito personal. Aparqué el coche en la curva llamada Haarnadel, de la Neue Schlosstrasse, desde la cual una escalera recta y empinada baja hasta el Burgweg. El coche de Mischkey estaba con el morro hacia arriba; cuando arrancara, yo tendría tiempo suficiente para estar al mismo tiempo que él en el Unterer-Fauler-Pelz. Me situé de tal modo que podía vigilar la entrada sin ser visto desde la casa.
A las ocho y media en la casa que yo había tomado por la de los vecinos se abrió una ventana a la altura de mis ojos, y Mischkey se estiró desnudo en el aire de la mañana, ya tibio. Tuve el tiempo justo de escurrirme detrás de una columna publicitaria. Me asomé, bostezó, hizo flexiones de tronco. No me había visto.
A las nueve salió de casa, fue al mercado que hay ante la iglesia del Espíritu Santo, comió allí dos panecillos con salmón, tomó un café en el drugstore de la Kettengasse, estuvo flirteando con la bella exótica que servía en la barra, llamó por teléfono, leyó la Frankfurter Rundschau, jugó una partida de ajedrez relámpago, hizo todavía un par de gestiones, fue a casa para dejar la compra y salir de nuevo con un gran bolso, y subió al coche. Iba a bañarse, llevaba una camiseta con la inscripción «Greatul Dead», vaqueros recortados y sandalias de Jesucristo, y tenía las piernas delgadas y blancas.
Mischkey tuvo que dar media vuelta con el coche, pero la barrera de abajo estaba levantada, por lo que me costó mucho situarme tras él con mi Kadett, entre nosotros había otro coche. Podía oír la música de su equipo estereofónico, que estaba al máximo. «He's a pretender», cantaba Madonna.
Fue hacia la autopista de Mannheim. Luego pasó a ochenta frente al pabellón de ADAC y el edificio del Tribunal Administrativo, y más adelante bordeó la parte superior del Luisenpark. De pronto frenó bruscamente y torció a la izquierda. Cuando el tráfico en sentido contrario me hizo torcer también a mí había perdido de vista el coche de Mischkey. Continué conduciendo lentamente, buscando el descapotable verde. En la esquina de la Rathenaustrasse oí música ruidosa, que se extinguió de pronto. Seguí avanzando con lentitud. Mischkey bajó del coche y se dirigió a la casa de la esquina.
No sé lo que me llamó la atención primero, si el domicilio o el coche de la señora Buchendorff, que brillaba plateado ante la iglesia de Jesús. Bajé el cristal derecho y me incliné hacia fuera para echar una mirada a la casa. A través de una reja de hierro forjado y del jardín descuidado vi el balcón del primer piso. La señora Buchendorff y Mischkey se estaban besando.
¡Que precisamente entre ellos existiera algo! Eso no me cuadraba lo más mínimo. Seguir los pasos de alguien que te conoce ya es algo penoso, pero si te descubren puedes fingir un encuentro fortuito y salir pasablemente airoso del asunto. En principio esto vale también cuando son dos, pero no en este caso. ¿Me presentaría la señora Buchendorff a él como el detective privado Selb o Mischkey a ella como el periodista free lance Selk? Si iban a bañarse tendría que quedarme fuera. Lástima, ya me había hecho ilusiones y llevaba mis bermudas en el maletero. Se estaban besando tiernamente. ¿Había allí algo más que no me cuadrara?
Al cabo de media hora pasaron ante mí con el coche, y yo me oculté tras el Süddeutsehe. Luego les seguí por Canal de Suez hasta las instalaciones de Stollenswörth.
Se encuentran al sur de la ciudad, y constan de dos piscinas privadas. La señora Buchendorff y Mischkey fueron a la de correos. Yo permanecí con mi coche frente a la entrada. ¿Cuánto tiempo se pasan bañándose hoy día los jóvenes enamorados? En mis tiempos eso podía durar horas en el lago Müggel; yo contaba con que las cosas no hubieran cambiado a peor. Desde luego, ya había renunciado al baño en la Rathenaustrasse, pero la perspectiva de permanecer tres horas sentado en el coche o apoyado en él me impulsó a buscar otra solución. ¿Podía verse esta piscina desde la otra? En cualquier caso el intento merecía la pena.
Fui a la piscina de enfrente y metí los prismáticos Zeiss en la bolsa de la ropa de baño. Los heredé de mi padre, que fue oficial del ejército y que con ellos perdió la Primera Guerra Mundial. Saqué la entrada, me puse las bermudas, metí la tripa y salí al sol.
Encontré un sitio desde el que podía ver la otra piscina. El césped estaba lleno de familias, grupos, parejas y gente sola, e incluso entre las mamás algunas se arriesgaban a llevar los pechos al aire.
Cuando saqué los prismáticos de la bolsa me alcanzaron las primeras miradas reprobatorias. Los dirigí a los árboles, a las golondrinas que había por allí, y a un pato de plástico de la superficie del lago. Ah, si hubiera traído mi atlas ornitológico, pensé, con él podría adoptar medidas que no inspiraran desconfianza. Enseguida tuve la otra piscina en el campo visual; de haber sido sólo por la distancia, habría podido controlarlos bien a los dos. Pero no se me permitió.
– ¿No le da vergüenza? -dijo un padre de familia a quien la tripa le colgaba sobre el bañador y el pecho sobre la tripa. Él y su mujer eran lo último que yo hubiera querido mirar con o sin prismáticos-. Si no para inmediatamente, mirón, romperé en pedazos ese trasto.
Era absurdo. Los hombres que se hallaban a mi alrededor no sabían adónde dirigir la mirada, bien para ver todo o para no ver nada, y no creo que sea demasiado anticuado suponer que las mujeres sabían lo que ellos hacían. Y allí estaba yo, a quien nada de aquello importaba; no porque no hubiese podido interesarme, sino porque en aquel momento realmente no me interesaba, en aquel momento sólo tenía una misión en la cabeza. Y precisamente yo era sospechoso, acusado y declarado convicto y culpable de lascivia.
A esa gente sólo se la puede vencer con sus propias armas.
– Y usted, ¿no se avergüenza? -dije yo-, con ese aspecto que tiene debería cubrirse con algo. -Y metí mis prismáticos en la bolsa. Por añadidura, al incorporarme vi que le sacaba la cabeza. Él no pasó de unos gestos de desaprobación con la boca.
Salté al lago y fui nadando hasta la otra piscina. Pero una vez allí no salí del agua; la señora Buchendorff y Mischkey se habían tumbado a pleno sol cerca de la orilla. Mischkey estaba a punto de abrir una botella de vino tinto en ese preciso instante. Eso me daba, pensé, en todo caso una hora. Volví nadando. Mi desafiador se había puesto una camisa hawaiana, resolvía crucigramas con su mujer y me dejaba en paz. Fui a comprar una salchicha con mucha mostaza y patatas fritas y me puse a leer mi Süddeutsehe.
Una hora después estaba esperando de nuevo con mi coche delante de la otra piscina. Pero hasta las seis no atravesaron los dos el torniquete. Las delgadas piernas de Mischkey estaban rojas, la señora Buchendorff llevaba el pelo suelto hasta los hombros, y subrayaba su bronceado con un vestido azul de seda. Luego se fueron a casa de ella, a la Rathenaustrasse. Cuando volvieron a salir ella llevaba un pantalón de pinzas tres cuartos de cuadros atrevidos y encima un jersey negro de punto combinado con cuero, él iba con un traje de hilo claro. Fueron caminando los pocos pasos que los separaban del Steigenberger Hotel, en el parque Augusta, y una vez allí se dirigieron al bar. Yo estuve rondando por el vestíbulo del hotel hasta que los vi pasar con sus vasos desde el bar al restaurante. Entonces fui yo al bar y pedí un aviateur. El barman puso cara de sorpresa, le expliqué la combinación y él mostró su aprobación con un movimiento de cabeza. Empezamos a hablar.
– Hemos tenido una suerte increíble -dijo-. Acaba de llegar una pareja al bar, querían comer en el restaurante, Al hombre se le ha caído una tarjeta de la cartera aquí en la barra, delante de mí. La ha guardado otra vez enseguida, pero yo he podido ver lo que ponía: Inspecteur de bonne table, y al lado el dibujo del hombrecito de Michelin. Es uno de ésos, sabe usted, que hacen la guía. Nosotros somos un buen restaurante, pero a pesar de todo se lo he comunicado inmediatamente al maître de service, y ahora les están poniendo un servicio y una comida que no van a olvidar.
– Y al final a ustedes les ponen la estrella o por los menos las cucharitas y los tenedorcitos cruzados.
– Esperemos.
Inspecteur de bonne table, diablo también [9]. No creo que existan acreditaciones de ese tipo; lo que me fascinaba era la fantasía de Mischkey, pero al mismo tiempo no me sentía bien con esta pequeña estafa. También el estado de la gastronomía alemana me preocupaba. ¿Era necesario recurrir a eso para obtener un servicio decente?
Por ese día podía interrumpir tranquilamente el seguimiento. Después de un último calvados se irían a casa de la señora Buchendorff, o a la de Mischkey en Heidelberg. Un paseo matinal el domingo veraniego hasta la iglesia de Jesús me permitiría averiguar rápidamente si estaban los dos coches, ninguno o sólo el de la señora Buchendorff ante la casa de la Rathenaustrasse.
Fui a casa, alimenté al gato con comida de lata y a mí con ravioli y me fui a la cama. Todavía antes de dormir leí un poco de Enrique el verde, y deseé encontrarme junto al lago de Zurich.
El domingo por la mañana me llevé el té y las galletas de mantequilla a la cama y me puse a reflexionar. Estaba seguro: tenía a mi hombre. Mischkey correspondía en todo a la imagen que me había hecho del autor, era un manitas, jugador y pícaro, y el rasgo de impostor la completaba. Como empleado del RRZ tenía oportunidad de penetrar en el sistema de las empresas conectadas; como amigo de la señora Buchendorff, el motivo para hacerlo precisamente en la RCW La subida salarial de las secretarias de dirección había sido una deferencia anónima para la amiga. Estos indicios por sí solos no serían suficientes para un tribunal si las cosas fueran como tenían que ser. Con todo, para mí eran suficientemente convincentes, no tanto para seguir reflexionando si era él como para pensar en la forma de probar su culpabilidad.
Someterlo a un careo ante testigos para que se derrumbara por el peso de la culpa era absurdo. Ponerle una trampa, con la colaboración de Oelmüller y de Thomas, esta vez con un objetivo y mejor preparada: por un lado, no sabía si tendría éxito, y, por otro, no quería perderme el duelo con Mischkey, con mis propios medios. Sin duda era éste uno de esos casos que a mí personalmente me cautivan. Quizá hasta me incitaba en exceso personalmente. Sentía una mezcla poco limpia de ambición profesional, respeto por el adversario, celos incipientes, clásica rivalidad entre cazador y cazado y envidia por la juventud de Mischkey. Ya sé que en esto consiste la suciedad del mundo, a la que sólo escapan los santos, mientras que los fanáticos creen poder escapar de ella. Pero a veces me molestaba. Como son tan pocos los que la confiesan, concluyo que tan sólo yo sufro por ella. En la Universidad de Berlín Carl Schmitt, profesor mío, nos había expuesto una teoría que distinguía limpiamente entre el enemigo político y el personal, y todos estaban convencidos y se sentían justificados en su antisemitismo. Ya entonces me había preocupado la idea de que o bien los otros no podían soportar la falta de limpieza de sus sentimientos y tenían que encubrirla, o bien la que estaba subdesarrollada era mi capacidad para trazar emocionalmente una clara frontera entre lo personal y lo objetivo.
Me preparé otro té. ¿Podía obtener una confesión por medio de la señora Buchendorff? ¿Podría lograr a través de la señora Buchendorff que Mischkey interviniera otra vez en el sistema de la RCW, esta vez de forma identificable? ¿O podía hacer uso de Gremlich y de sus innegables deseos de jugarle una mala pasada a Mischkey? No se me ocurrió nada convincente. Tendría que fiarme de mi talento para improvisar.
Me podía ahorrar seguimientos ulteriores. Pero para ir al Meiner Rosengarten, donde a veces me encuentro con los amigos para comer, en lugar de seguir el camino habitual por el Depósito de Agua y el Ring, pasé por la iglesia de Jesús. El Citroën de Mischkey no estaba, y la señora Buchendorff trabajaba en el jardín. Cambié de acera para no tener que saludarla.
– Buenos días, señora Buchendorff ¿Qué tal el fin de semana?
A las ocho y media todavía estaba sentada ante el periódico; lo tenía abierto por las páginas deportivas y leía las últimas noticias de nuestra joven maravilla del tenis de Leimen [10]. Tenía para mí preparada en una carpeta verde de plástico la lista de las aproximadamente sesenta empresas incorporadas al sistema de alarma de polución. Le pedí que anulara mi cita con Oelmüller y Thomas. Prefería verlos una vez resuelto el caso, pero lo que más deseaba era no verlos tampoco entonces.
– ¿Suspira también usted por nuestro niño prodigio del tenis, señora Buchendorff?
– ¿A qué se refiere con «también»? ¿Como usted mismo o como millones de mujeres alemanas?
– Yo desde luego lo encuentro fascinante.
– ¿Juega usted al tenis?
– Se va a reír, pero me resulta difícil encontrar adversarios a los que no pueda barrer de inmediato. Si en ocasiones me vencen los más jóvenes es tan sólo porque están en mejores condiciones físicas Pero en dobles soy casi imbatible con mi pareja habitual. ¿Juega usted?
– Ya puestos a hacer alardes, señor Selb, juego tan bien que los hombres se acomplejan. -Se levantó-. Permítame que me presente. Campeona junior del suroeste de Alemania en 1968.
– Una botella de champán contra los complejos de inferioridad -ofrecí.
– ¿Y qué quiere decir eso?
– Quiere decir que voy a ganarle a usted a conciencia, pero que como consuelo le traeré una botella de champán. Aunque, ya digo, mejor por parejas. ¿Tiene usted pareja?
– Sí, tengo a alguien -dijo combativa-. ¿Y cuándo va a ser?
– Por mí esta misma tarde a las cinco, después del trabajo. Así ya no tendremos esto pendiente entre nosotros. Pero ¿no será difícil conseguir sitio?
– De eso mi amigo. Parece que conoce a alguien de la reserva de pistas.
– ¿Dónde jugamos?
– En nuestra pista de la RCW Está allí, en Oggersheim, le puedo dar un plano.
Me fui al centro de cálculo y pedí al señor Tausendmilch -«pero, por favor, que esto quede entre nosotros» una hoja de impresora con el estado actual de las reservas de pistas.
– ¿Estará usted aquí todavía a las cinco? -le pregunté. Acababa a las cuatro y media, pero era joven y se mostró dispuesto a hacerme otra copia justo a las cinco-. Le hablaré al señor director Firner de su buena disposición. -Relucía.
Cuando iba hacia la puerta principal me salió al paso Schmalz.
– ¿Le gustó el pastel? -quiso informarse.
Yo tenía la esperanza de que el taxista se lo hubiera comido.
– Déle a su mujer mis más expresivas gracias. Era excelente. ¿Qué tal le va a Richard?
– Gracias. Bastante bien.
Pobre Richard. A los ojos de tu padre nunca te irá muy bien.
En el coche miré la hoja de impresora de la reserva de pistas, aunque sabía de antemano que no encontraría la reserva de Mischkey o de la señora Buchendorff, que eran las que buscaba. Luego permanecí sentado sin más un rato en el coche y fumando. En realidad, no hacía falta en absoluto que jugáramos al tenis; si Mischkey estaba ese día a las cinco y había reservado una pista para nosotros, entonces le tenía. A pesar de ello fui al Instituto Herzogenried para asegurarme de que contaría para los dobles mixtos con Babs, que todavía me debía un favor. Era la hora del recreo largo, y Babs tenía razón: se estaban besuqueando por todos los rincones. Muchos estudiantes tenían puesto el walkman, ya estuvieran solos o en grupo, jugaran o se besuquearan. ¿No les bastaba lo que les llegaba del mundo exterior o les resultaba insoportable?
Pillé a Babs en la sala de profesores, donde discutía sobre Bergengruen con dos profesores en prácticas.
– Pues sí, tenemos que leerlo de nuevo en el instituto -decía uno-. «El gran tirano y el tribunal»: la forma como se despliega ahí lo político más allá de la actualidad diaria, que es siempre poco relevante, eso necesita nuestra juventud.
– Hoy día hay de nuevo tanto temor en el mundo, y el mensaje de Bergengruen dice: «¡No temáis!» -le secundaba el otro.
Babs estaba algo desconcertada.
– ¿No está superado sin esperanza Bergengruen?
– Pero, señora directora -dijeron al unísono-, de Böll y Frisch y Handke hoy ya nadie quiere saber nada, ¿cómo hemos de acercar entonces a la juventud a la modernidad?
– A la paz de Dios en el cielo y en la tierra -interrumpí, y me llevé a Babs a un lado-. Haz el favor de disculparme, esta tarde tienes que jugar al tenis conmigo. Te necesito con verdadera urgencia.
Me abrazó, contenida, como tiene que ser en una sala de profesores.
– ¡Vaya, será posible! ¿No me prometiste una excursión a Dilsberg para la primavera? Y no te dejas ver hasta que quieres algo de mí. Está bien que hayas venido, pero también estoy enfadada.
Así es como me miraba también, al mismo tiempo alegre y enojada. Babs era una mujer vivaz y generosa, pequeña y enérgica, de movimientos ágiles. No conozco muchas mujeres de cincuenta años que puedan vestirse y presentarse así de desenvueltas y sin sacrificar el encanto de su edad a una apariencia juvenil artificial. Tenía un rostro ancho, una profunda arruga transversal en la raíz de la nariz, una boca llena, decidida y a veces severa, ojos marrones bajo unos párpados carnosos y el cabello corto y grisáceo. Vive con sus dos hijos ya adultos, Röschen y Georg, que se sienten demasiado bien con ella como para dar el salto a la independencia.
– ¡No te habrás olvidado tú de nuestra excursión del día del padre a Edenkoben! Porque entonces más bien soy yo el que tiene que enfadarse.
– Ay, ay, ¿cuándo y dónde tengo que jugar al tenis? ¿Y puedo saber por qué?
– Te recojo a las cuatro y cuarto, ¿en tu casa o dónde?
– Y a las siete me llevas a la Sociedad Filarmónica, hoy por la tarde tenemos ensayo.
– Será un placer. Jugamos de cinco a seis en las pistas de la RCW de Oggersheim, un encuentro de dobles mixtos con una secretaria de dirección y su amigo, el principal sospechoso del caso que llevo ahora entre manos.
– ¡Qué emocionante! -dijo Babs.
A veces tenía la impresión de que no tomaba en serio mi oficio.
– Si quieres saber algo más, puedo contártelo por el camino. Y si no, tampoco importa, de todos modos tú tienes que mostrarte natural y despreocupada.
Sonó el timbre. Sonó el timbre verdaderamente como sonaba en mi época de estudiante de instituto. Babs y yo salimos al pasillo, y vi a los estudiantes que afluían a las aulas. No sólo eran otros vestidos y otros cortes de pelo, también los rostros eran distintos a los de antes. Los vi más descontentos, con más saber y sin alegría por ese saber. Los niños tenían una forma provocativa de moverse, violenta y al mismo tiempo insegura. El aire vibraba por el griterío y el ruido continuo. Me sentía agobiado y casi amenazado.
– ¿Cómo soportas esto, Babs?
No me entendió. Quizá a causa del ruido. Me miró sin comprender.
– Bueno, entonces hasta la tarde.
Le di un beso. Algunos estudiantes silbaron.
Disfruté de la tranquilidad de mi coche, fui al aparcamiento de Horten, compré champán, calcetines de tenis y cien folios de papel de máquina para el informe que tendría que escribir esa noche.
Babs y yo llegamos a la pista poco antes de las cinco. Ni el descapotable verde ni el plateado se encontraban allí. Me venía bien ser el primero. Ya me había puesto la ropa de tenis en casa; pedí que pusieran el champán a enfriar. Babs y yo nos sentamos en el peldaño más alto de la escalera que llevaba desde la terraza del centro social hasta las pistas. Teníamos el aparcamiento a la vista.
– ¿Estás nervioso? -me preguntó. Por el camino no había querido saber más. Ahora preguntaba sólo por deferencia.
– Sí. Quizá debiera dejar el trabajo. Los casos me afectan más que antes. Lo que me resulta más complicado en éste es que el principal sospechoso me resulta muy simpático. Lo vas a conocer enseguida. Creo que Mischkey te va a gustar.
– ¿Y la secretaria de dirección?
¿Sentía que la señora Buchendorff era algo más que una comparsa de la sospecha?
– También me resulta simpática.
No estábamos cómodos en los escalones. Los que habían jugado hasta las cinco iban ahora a la terraza, y los que les sucedían venían de los vestuarios y tenían que apretujarse para bajar la escalera.
– ¿Tiene un descapotable verde el sospechoso?
En cuanto el campo quedó despejado también para mí vi que Mischkey y la señora Buchendorff acababan de detener el coche. Él saltó del coche, dio la vuelta y le abrió con energía y una profunda inclinación la puerta a ella. Ella bajó riendo y le dio un beso. Una bonita pareja, alegre, feliz.
La señora Buchendorff nos vio cuando estaban al pie de la escalera. Saludó con la mano izquierda y con la derecha dio un toque de asentimiento a Peter. También él levantó el brazo para saludar; entonces me reconoció, y su movimiento se congeló, y su rostro se puso rígido. Por un momento el mundo dejó de girar, y las pelotas de tenis estaban en el aire, y el silencio era completo.
Luego la película siguió su curso, y los dos se encontraban ante nosotros, y nos dimos la mano, y oí decir a la señora Buchendorff
– Mi amigo, Peter Mischkey, y éste es el señor Selb, del que ya te he hablado.
Yo pronuncié las fórmulas de presentación habituales. Mischkey me saludó como si nos viéramos por primera vez. Jugaba su papel con sangre fría y con arte, con los gestos apropiados y la sonrisa correcta. Pero era el papel equivocado, y casi me dio pena que lo desempeñara con esa valentía, y en lugar de ello hubiera querido el pertinente «¿Señor Selb? ¿Señor Selk? ¿Un hombre con múltiples rostros?»
Nos dirigimos al vigilante. La pista 8 estaba reservada a nombre de Buchendorff; el vigilante nos la señaló sin ceremonias y como sin ganas, enzarzado como estaba en una discusión con un matrimonio de edad que insistía en haber solicitado anticipadamente una pista.
– Por favor, mírenlo ustedes mismos, todas las pistas están llenas, y sus nombres no figuran en la lista. -Y giraba el terminal de forma que pudieran verlo.
– No permitiré que me hagan esto -dijo el hombre-; reservé la pista hace ya una semana.
– ¡Bah!, déjalo, Kurt. -La mujer había abandonado-. A lo mejor has vuelto a equivocarte.
Mischkey y yo intercambiamos una rápida mirada. Puso cara de falta de interés, pero sus ojos me dijeron que su juego se había terminado.
El partido al que nos entregamos es parte de los juegos de mi vida que no olvidaré. Era como si Mischkey y yo quisiéramos recuperar la lucha que no se había producido antes. Yo jugué por encima de mis fuerzas, pero Babs y yo perdimos a conciencia.
La señora Buchendorff estaba alegre.
– Tengo un premio de consolación para usted, señor Selb. ¿Qué tal una botella de champán en la terraza? -Fue la única que disfrutó despreocupadamente del partido, y no disimuló su admiración por su compañero y sus rivales-. Estabas desconocido, Peter. Tienes un buen día, ¿eh?
Mischkey intentó estar radiante. Ni él ni yo hablamos mucho mientras tomábamos el champán. Fueron las mujeres las que mantuvieron la conversación.
– En realidad no ha sido un doble -dijo Babs-. Si no fuera tan mayor alimentaría la esperanza de que los dos hombres os hubierais peleado por mí. Pero ha sido usted la cortejada, señora Buchendorff. -Y luego las mujeres se pusieron a hablar de la madurez y la juventud, de maridos y amantes, y cuando la señora Buchendorff hizo una observación frívola, le dio inmediatamente un beso a Mischkey, que estaba mudo.
En el vestuario me quedé a solas con Mischkey.
– ¿Y qué va a suceder ahora? -preguntó.
– Voy a presentar mi informe a la RCW Lo que hagan ellos después ya no lo sé.
– ¿Puede dejar a Judith fuera del asunto?
– No es tan sencillo. Ella ha sido de algún modo el cebo. ¿Cómo explico, si no, que he descubierto sus manejos?
– ¿Tiene que decir cómo ha descubierto mis manejos? ¿No basta con que yo reconozca que he reventado el sistema MBI?
Me quedé pensativo. No creía que quisiera engañarme, sobre todo porque no veía cómo hubiera podido hacerlo.
– Voy a intentarlo. Pero no me haga jugarretas. Porque en tal caso tendré que entregar el segundo informe.
En el aparcamiento encontramos a las mujeres. ¿Estaba viendo por última vez a la señora Buchendorff? La idea me dio una punzada.
– ¿Hasta pronto tal vez? -se despidió-. Dicho sea de paso, ¿avanza usted con su caso?
Mi informe para Korten fue corto. A pesar de ello necesité cinco horas y una botella de Cabernet Sauvignon hasta que acabé de dictarlo a medianoche. El caso entero volvió a desfilar ante mí, y no fue sencillo dejar fuera a la señora Buchendorff.
Describí el vínculo RCW/RRZ como el flanco abierto del sistema MBI a través del cual podían penetrar en la RCW no sólo la gente del RRZ, sino también otras empresas conectadas al RRZ. De Mischkey tomé prestada su descripción del RRZ como meollo del espionaje industrial. Recomendé que desvincularan del sistema central la protocolarización de los datos de emisiones.
Luego describí de forma maquillada el desarrollo de mis investigaciones, desde mis conversaciones y pesquisas en la fábrica hasta una confrontación ficticia con Mischkey en cuyo curso él había reconocido su intervención y se había declarado dispuesto a repetir una confesión ante la RCW proporcionando detalles técnicos.
Con la cabeza vacía y pesada me fui a la cama. Soñé con un partido de tenis en un vagón de ferrocarril. El revisor, con máscara antigás y gruesos zapatos de goma, intentaba continuamente retirar la alfombra sobre la que estaba jugando yo. Cuando lo consiguió continuamos jugando sobre el suelo de cristal; bajo nosotros pasaban a toda velocidad las traviesas. Mi contrincante era una mujer sin rostro y con pechos pesados y colgantes. Sus movimientos eran vigorosos, y yo tenía miedo todo el tiempo de que se rompiera el cristal y ella cayera por él. Cuando lo hizo me desperté asustado y aliviado.
Por la mañana fui al despacho de dos jóvenes abogados de la Tattersallstrasse, cuya secretaria, que sólo trabajaba media jornada, a veces me mecanografía los textos. Los abogados jugaban con su terminal. La secretaria me aseguró que tendría el informe para las once. De regreso a mi despacho, eché una ojeada al correo, casi todo folletos de instalaciones de alarma y de control, y llamé a la señora Schlemihl.
Anduvo con muchos melindres, pero al final conseguí mi cita para comer a mediodía en el Casino con Korten. Antes de recoger el informe reservé en la agencia de viajes de las Planken un vuelo para Atenas esa misma noche. La verdad es que Anna Bredakis, una amiga de mi época de estudiante, me había pedido que la avisara con tiempo de mi llegada. Para nuestro crucero tenía que poner en condiciones el yate heredado de sus padres y organizar una tripulación con sus sobrinas y sobrinos. Yo prefería andar vagando por las tabernas del puerto de El Pireo a tener que leer en el Mannheimer Morgen la detención de Mischkey y solicitar a la señora Buchendorff que me pusiera con Firner, quien me felicitaría por mi éxito con lengua aduladora.
Llegué media hora tarde a la comida con Korten, pero con ello no pude demostrar nada a nadie.
– ¿Es usted el señor Selb? -me preguntó en recepción un ratón gris que se había aplicado demasiado colorete-. Ahora mismo aviso al señor director general. Si tiene usted la amabilidad de esperar.
Esperé en el vestíbulo de recepción. Korten llegó y me saludó sin ceremoniales.
– ¿No avanzas, mi querido Selb? ¿Necesitas mi ayuda?
Era el tono con que el tío rico saluda al sobrino incómodo, que tiene deudas y mendiga dinero. Le miré perplejo. Él podía tener mucho que hacer y estar estresado y crispado, pero yo también estaba crispado.
– Necesitar, sólo necesito que pagues la factura que está aquí, dentro del sobre. Por lo demás, puedes escuchar cómo he resuelto el caso, pero también puedes dejarlo estar.
– No seas tan susceptible, querido, no seas tan susceptible. ¿Por qué no has dicho directamente a la señora Schlemihl de qué se trataba?
Me cogió del brazo y me llevó de nuevo al Salón Azul. Mi mirada buscó en vano a la pelirroja con pecas.
– ¿Así que has resuelto el caso?
Le reproduje brevemente el contenido de mi informe. Cuando, con la sopa, toqué el tema de los fallos de su equipo, aprobó con seriedad.
– ¿Entiendes ahora por qué no puedo soltar el timón? Todo son mediocridades. -A eso no tenía yo nada que decir-. ¿Y qué tipo de hombre es ese Mischkey? -preguntó.
– ¿Cómo te imaginas a alguien que hace un pedido para vuestra empresa de cien mil monitos rhesus y que borra los números de cuenta que empiezan por trece?
Korten sonrió satisfecho.
– Exacto -dije-, un pájaro divertido y además un informático alucinantemente competente. Si lo hubierais tenido en vuestro centro de cálculo, no se habrían producido averías.
– ¿Y cómo has cogido a ese pájaro alucinantemente competente?
– Está todo en el informe. No tengo ganas ahora de entrar en detalles ni en elogios; de alguna manera encontraba simpático a Mischkey, y no me ha sido fácil demostrar su autoría. Sería bonito si por vuestra parte no hay mucho rigor, mucha dureza, tú me entiendes, ¿verdad?
– Selb, nuestra alma cándida -rió Korten-. Eso es algo que no has aprendido nunca, llevar las cosas hasta el final o no empezarlas. -Después, en tono pensativo-: Pero a lo mejor es ésa precisamente tu fuerza: con sensibilidad descubres los secretos de personas y cosas, con sensibilidad cuidas tus escrúpulos, y después de todo funcionas.
Me quedé sin habla. ¿Por qué esa agresividad y ese cinismo? La observación de Korten me había dado donde hacía daño, y él lo sabía y pestañeaba divertido.
– No temas, mi querido Selb, no haremos destrozos innecesarios. Y lo que he dicho sobre ti, yo lo valoro, no me entiendas mal.
No hizo más que empeorar las cosas y me miró benévolamente a la cara. Aunque en sus palabras hubiera algo de cierto, ¿no es la amistad el proceder cuidadosamente con las mentiras vitales del otro? Pero no había nada de cierto. En mí creció la cólera.
Ya no quise postre. Y el café preferí también tomarlo en el Café Gmeiner. Y Korten tenía una reunión a las dos.
A las ocho fui a Frankfurt y cogí el avión de Atenas.