Segunda parte

1. FELIZMENTE A TURBO LE GUSTA EL CAVIAR

En agosto estaba de nuevo en Mannheim.

Siempre me ha gustado viajar en vacaciones, y las semanas en el Egeo transcurrieron bajo un resplandor claro y azul. Pero también desde que soy mayor regreso con más ganas que antes a casa. A ésta vine a vivir tras la muerte de Klara. No pude imponer mi gusto durante nuestro matrimonio, así que con cincuenta y seis años tuve que recuperar las alegrías de amueblar un piso, las otras las disfruté ya en la juventud. Me gustan mis dos pesados sofás de cuero, que costaron una fortuna y que resisten mis resacas, las viejas estanterías de farmacia donde tengo mis libros y discos, y en el despacho la cama de barco, que he encajado en un hueco de la pared. A mi regreso me alegra también siempre encontrar a Turbo, al que desde luego sé en buenas manos con la vecina, pero que sin mí sufre a su modo silencioso.

Había dejado las maletas en el suelo y abierto la puerta, y, mientras Turbo se colgaba de la pernera de mi pantalón, descubrí ante mí una enorme cesta de regalo en el pasillo.

La puerta de la vivienda contigua se abrió, y la señora Weiland me saludó:

– Qué bien que ya esté de vuelta, señor Selb. Santo cielo, qué moreno está. Su gato le ha echado mucho de menos, psss, psss, ¿no es verdad, minino? ¿Ha visto ya la cesta? Llegó hace tres semanas con un chofer de la RCW. Lástima de flores, eran bonitas. Pensé ponerlas en un jarrón, pero también se habrían marchitado. El correo está en su escritorio, como siempre.

Le di las gracias y busqué protección de su verborrea detrás de la puerta de mi casa.

Desde el pâté de foie gras hasta el caviar Malossol estaban allí todos los artículos exquisitos que me gustan y los que no me gustan. Felizmente a Turbo le gusta el caviar. El tarjetón adjunto, con un artístico logotipo de la empresa, estaba firmado por Firner. La RCW agradecía mis inapreciables servicios.

También me habían pagado. Entre el correo encontré los extractos de mi cuenta, postales de las vacaciones de Eberhard y Willy y las inevitables facturas. Había olvidado cancelar la suscripción del Mannheimer Morgen; la señora Weiland había apilado limpiamente los periódicos en la mesa de la cocina. Los estuve hojeando antes de echarlos a la basura, sintiendo el sabor insulso de la excitación política rancia.

Abrí las maletas y puse la lavadora en marcha. Luego fui a hacer la compra; dejé que la señora del panadero, el carnicero y el encargado de los ultramarinos admiraran mi aspecto recuperado y pregunté por las novedades, como si en mi ausencia se hubieran producido grandes acontecimientos.

Era época de vacaciones escolares. Los comercios y las calles estaban vacíos; mi mirada de conductor descubría sitios para aparcar en los lugares más insospechadas y sobre la ciudad reinaba la calma veraniega. Había traído de las vacaciones esa ligereza que permite a uno tras su regreso vivir al principio el ambiente familiar como nuevo y distinto. Todo eso me causaba la impresión de estar flotando, y quería seguir disfrutándola. Dejé para la tarde la visita al despacho. Con inquietud fui dando un paseo hasta el Meiner Rosengarten, ¿estaría cerrado por vacaciones? Pero ya de lejos vi a Giovanni de pie a la puerta del jardín y con la servilleta sobre el brazo.

– ¿Tú otra ves aquí de Gresia? Gresia non bueno. Ven, yo a ti hacer spaghetti a la gorgonzola.

– Sí, italiani formidables.

Jugábamos al alemán-conversa-con-trabajador-emigrado.

Giovanni me trajo el frascati y me habló de una película nueva.

– Habría sido un papel para usted, un asesino que también habría podido ser detective privado.

Tras los spaghetti a la gorgonzola, el café y el sambuca, una horita con el Süddeutsehe en los jardines del Depósito de Agua, un helado y otro café en Gmeiner, me fui al despacho. La cosa no estaba tan mal. El contestador automático había comunicado mi ausencia hasta ese día, y no tenía llamadas. En el correo, junto al boletín de la Asociación Federal de Detectives Alemanes, una notificación de impuestos, propaganda diversa y una invitación para suscribirse al Diccionario Evangélico Estatal, encontré dos cartas. Thomas me ofrecía un puesto como docente en los estudios de Diplomatura en Seguridad de la Escuela Técnica Superior de Mannheim. Las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg me pedían que contactara con ellas en cuanto volviera de las vacaciones.

Quité un poco el polvo, hojeé los boletines, saqué de un cajón del escritorio la botella de sambuca, la lata del café en granos y el vaso y me serví. Desde luego me niego a aceptar el cliché del whisky en el escritorio del detective, pero una botella tiene que haber. Luego grabé el nuevo mensaje para el contestador, acordé una cita con las Aseguradoras de Heidelberg, dejé para otro momento la contestación a la oferta de Thomas y me fui a casa. Desde primera hora de la tarde permanecí en el balcón resolviendo pequeños detalles. Con los extractos bancarios me puse a hacer cuentas y comprobé que con los casos que me habían ocupado hasta entonces ya había cubierto casi mi plan anual de trabajo. Y esto después las vacaciones. Muy tranquilizador.

Conseguí mantener mi grato estado de indecisión todavía en las siguientes semanas. Seguía sin entusiasmo el caso de fraude con una compañía de seguros que me habían confiado. Sergej Mencke, mediocre bailarín del Teatro Nacional de Mannheim, había suscrito un elevado seguro para sus piernas y poco después se había roto una de modo más bien complicado. No podría volver a bailar. La cosa rondaba el millón de marcos, y la aseguradora quería tener la certeza de que allí no había nada raro. La idea de que alguien se rompiera a propósito la pierna me resultaba espantosa. Cuando era pequeño, mi madre me contó, para ilustrar la fuerza de voluntad del hombre, que cuando Ignacio de Loyola vio que la fractura de su pierna había soldado mal volvió a rompérsela con un martillo. Siempre he abominado de los que se automutilan, el pequeño espartano que permite que el zorro le devore la tripa, Mucio Escévola e Ignacio de Loyola. Pero por mí podrían haber dado a todos ellos un millón de marcos si de esa forma hubieran desaparecido de los textos escolares. Mi bailarín decía que la rotura se había producido al cerrar la pesada puerta de su Volvo; la tarde del día en cuestión tuvo mucha fiebre, añadía, y a pesar de ello tuvo que soportar una aparición en público, después de lo cual ya no volvió a sentirse en condiciones. Por eso, siempre según él, cerró de golpe la puerta, aunque todavía tenía fuera la pierna. Permanecí mucho tiempo sentado en mi coche e intenté imaginar si algo así sería posible. No pude hacer mucho más a causa de las vacaciones teatrales que habían dispersado en todas las direcciones a sus amigos y colegas.

A veces pensaba en la señora Buchendorff y en Mischkey. En los periódicos no había leído nada sobre su caso. En una ocasión en que pasé con cierta prisa por la Rathenaustrasse vi que las persianas del primer piso estaban cerradas.

2. EN EL COCHE TODO ESTABA EN ORDEN

Fue pura casualidad que escuchara a tiempo su mensaje, a primera hora de la tarde de un día de mediados de septiembre. Normalmente, escucho los mensajes que llegan a esas horas al anochecer o a la mañana siguiente. La señora Buchendorff había llamado pronto por la tarde para preguntar si podía hablar conmigo a la salida del trabajo. Yo había olvidado el paraguas y tuve que volver al despacho, vi la señal en el contestador y la llamé. Quedamos para las cinco. Su voz sonaba débil.

Poco antes de las cinco estaba yo en mi despacho. Preparé café, lavé las tazas, ordené los papeles del escritorio, me aflojé la corbata, me abrí el botón superior de la camisa, volví a ajustarme la corbata y estuve desplazando de un lado a otro las sillas delante del escritorio. Al final estaban donde siempre. La señora Buchendorff fue puntual.

– Ya no sé si he hecho bien en venir. Quizá sean todo fantasías mías.

Sofocada, se hallaba de pie junto a la palmera de interior. Sonreía insegura, estaba pálida y tenía ojeras. Cuando le ayudé a quitarse el abrigo sus movimientos fueron de inquietud.

– Siéntese. ¿Le apetece un café?

– Desde hace días sólo tomo café. Pero sí, déme una taza, por favor.

– ¿Con leche y azúcar?

Estaba con sus pensamientos en otra parte y no contestó. Entonces me miró con una resolución que contuvo enérgicamente sus dudas e inseguridades.

– ¿Entiende algo de asesinatos?

Puse con cuidado las tazas sobre la mesa y me senté en mi silla.

– He trabajado en casos de asesinato. ¿Por qué lo pregunta?

– Peter ha muerto, Peter Mischkey. Fue un accidente, dicen, pero sencillamente no puedo creerlo.

– ¡Dios mío!

Me levanté y me puse a caminar arriba y abajo detrás del escritorio. Me sentí desfallecer. Yo había destruido en verano parte de la vivacidad de Mischkey en la pista de tenis, y ahora estaba muerto.

¿No había destruido también entonces algo de ella? ¿Por qué venía a mi oficina a pesar de ello?

– Usted lo vio una sola vez, jugando al tenis, y jugó como un loco, y es verdad que también conducía como un loco, pero nunca tuvo un accidente y se mantenía siempre muy seguro y concentrado. Esto no cuadra con lo que dicen que ha pasado ahora.

Así que no sabía nada de mi encuentro con Mischkey en Heidelberg. Y el partido de tenis tampoco lo habría mencionado si hubiera sabido que así yo había probado la autoría de Mischkey. Al parecer, él no le había contado nada, y tampoco como secretaria de Firner se había enterado de nada. Yo no sabía qué pensar.

– Mischkey me gustaba, y siento terriblemente, señora Buchendorff, enterarme de su muerte. Pero los dos sabemos que hasta el mejor conductor puede tener accidentes. ¿Por qué cree usted que no fue un accidente?

– ¿Conoce el puente de ferrocarril que hay entre Eppelheim y Wieblingen? Allí ocurrió, hace dos semanas. Según el informe de la policía, el coche de Peter patinó en el puente, rompió la valla y cayó a las vías, no en las de tránsito, sino en las que están en medio. Llevaba puesto el cinturón, pero quedó aprisionado bajo el coche. Se rompió una vértebra cervical, y murió al instante. -Rompió a sollozar, sacó el pañuelo y se sonó-. Discúlpeme. Hacía el trayecto todos los jueves; después de la sauna en la piscina de Eppelheim ensayaba con su banda en Wieblingen. Tenía dotes para la música, sabe usted, y era realmente bueno con el piano. El tramo del puente es prácticamente recto, el piso estaba seco y la visibilidad era buena. A veces hay niebla allí, pero esa noche no.

– ¿Hay testigos?

– La policía no ha encontrado a ninguno. Y también era tarde, hacia las once.

– ¿Examinaron el coche?

– La policía dice que en el coche todo estaba en orden.

No tuve que preguntar por Mischkey. Se lo habían llevado al depósito forense, y si allí le hubieran detectado alcohol en la sangre, un paro cardíaco o cualquier cosa de ese tipo, la policía se lo habría dicho a la señora Buchendorff. Por un momento vi a Mischkey en la mesa de mármol de las autopsias. De joven, cuando era fiscal, tuve que presenciarlas a menudo. Por la cabeza se me pasó la imagen de las virutas con que al final llenaban la cavidad del estómago y las grandes puntadas para coserlo.

– Anteayer fue el entierro.

Me puse a pensar.

– Dígame, señora Buchendorff, ¿hay otros motivos, aparte de la forma como sucedió, por los que duda de la versión del accidente?

– En las últimas semanas a menudo estaba desconocido. Se le veía ausente, absorto, se quedaba mucho en casa, no quería hacer casi nada conmigo. Una vez me echó lisa y llanamente de su casa. Y eludía mis preguntas. A veces pensaba que había otra, pero al mismo tiempo dependía de mí con una ternura que nunca había mostrado conmigo antes. Todo esto me tenía desconcertada. Una vez que estuve particularmente celosa yo… A lo mejor piensa que no puedo superar mi pena y que estoy histérica. Pero lo que pasó por la tarde…

Le serví más café y la miré animándola a que siguiera.

– Era un miércoles, y los dos nos habíamos tomado el día libre para tener más tiempo el uno para el otro. El día ya empezó mal; no es exactamente que quisiéramos tener más tiempo el uno para el otro, lo que yo quería es que él tuviera más tiempo para mí. Después de comer dijo de repente que tenía que ausentarse durante dos horas para ir al centro de cálculo. Me di perfecta cuenta de que eso no era cierto y me sentí defraudada y rabiosa, y sentí su frialdad y le imaginé con la otra e hice algo que, bien mirado, encuentro miserable. -Se mordió los labios-. Le seguí con el coche. No fue al centro de cálculo, sino que se metió en la Rohrbacher Strasse y ascendió la colina por el Steigerweg. Era fácil seguirle. Iba al cementerio de celebridades. Tuve cuidado en todo momento de mantener entre nosotros una distancia prudente. Cuando llegué al cementerio, él ya había bajado del coche y avanzaba por el camino central, el ancho. ¿Conoce usted el cementerio y ese camino que parece que lleva al cielo? Al final hay un bloque de arenisca casi de la altura de un hombre, parecido a un sarcófago pero apenas tallado. Se dirigió allí. Yo no entendía nada en absoluto y me mantuve oculta tras los árboles. Cuando ya casi había alcanzado el bloque salieron de detrás dos hombres, rápidos y silenciosos, como surgidos de la nada. Peter miraba a uno y a otro; parecía que quería dirigirse a uno de ellos, pero sin saber a quién.

»Entonces todo ocurrió en cuestión de segundos. Peter se volvió a la derecha, el hombre que tenía a la izquierda dio dos pasos, lo cogió por detrás y lo inmovilizó. El sujeto de la derecha empezó a darle puñetazos en el estómago, una vez y otra. Era algo completamente irreal. De algún modo los hombres daban la impresión de no participar en lo que estaban haciendo, y Peter no hacía amago de defenderse. Quizá estaba igual de paralizado que yo. Muy poco después ya había pasado todo. Cuando salí corriendo, el que le había golpeado le cogió las gafas de la nariz, con un movimiento casi cuidadoso, las dejó caer y las pisoteó. Con el mismo sigilo y la misma brusquedad con que había ocurrido todo abandonaron a Peter y volvieron a desaparecer tras el bloque de arenisca. Todavía pude oír cómo corrían por el bosque.

»Cuando llegué a donde estaba Peter, lo encontré desmayado y doblado sobre un costado en el suelo. Entonces yo…, pero ahora ya no importa. Nunca me contó por qué fue al cementerio y por qué le golpearon. Tampoco me preguntó por qué le había seguido.

Los dos callamos. Lo que había contado sonaba a trabajo de profesionales, y entendí por qué dudaba de que la muerte de Peter hubiera sido un accidente.

– No, no creo que sea usted una histérica. ¿Hay algo más que le llamara la atención?

– Pequeñeces, por ejemplo que empezó a fumar otra vez. Y que dejó que se marchitaran sus flores. También debió de estar raro con su amigo Pablo. Me encontré una vez con él en esos días porque ya no sabía qué hacer, y también él estaba preocupado. Me alegra que me crea. Cuando quise contar a la policía lo del cementerio, apenas me escucharon.

– ¿Y ahora quiere que yo realice las investigaciones que la policía ha descuidado?

– Sí. No creo que sea usted barato. Le puedo dar diez mil marcos, y como contrapartida me gustaría tener certidumbres sobre la causa de la muerte de Peter. ¿Necesita un adelanto?

– No, señora Buchendorff. No necesito un adelanto, y de momento tampoco le aseguro que acepte el caso. Lo que puedo hacer es una investigación previa, por así decir. Tengo que hacer las preguntas pertinentes, examinar pistas, y sólo entonces podré decidir si me incorporo realmente al caso. No será muy caro. ¿Le parece bien?

– Bien, así lo haremos, señor Selb.

Tomé nota de algunos nombres, datos y direcciones y le prometí que la tendría al corriente. La acompañé a la puerta. Fuera seguía lloviendo.

3. UN SAN CRISTÓBAL DE PLATA

Mi viejo amigo de la policía de Heidelberg se llama Nägelsbach, y es comisario principal. Está esperando la jubilación; desde que empezó con quince años como ordenanza de la Fiscalía de Heidelberg ha construido con cerillas la catedral de Colonia, la torre Eiffel, el Empire State Building, la Universidad Lomonossov y el castillo de Neuschwanstein, pero la reproducción del Vaticano, que es en realidad su sueño y que, sumada a sus obligaciones policiales, es ya demasiado para él, la ha dejado para cuando esté jubilado. Tengo curiosidad. He seguido con interés la evolución artística de mi amigo. En sus trabajos iniciales todas las cerillas eran algo más cortas. Por entonces su mujer y él cortaban la cabeza de las cerillas con una navaja de afeitar; todavía no sabía que las fábricas también venden fósforos sin cabeza. Con las cerillas de mayor longitud los edificios adquirieron después algo de la elevación del gótico. Puesto que ya no hacía falta que su mujer le ayudara con las cerillas, ella empezó a leerle mientras trabajaba. Comenzó con el primer Libro de Moisés y ahora justamente está con Die Fackel, la revista de Karl Kraus. El comisario principal Nägelsbach es un hombre cultivado.

Le había llamado a primera hora de la mañana, y cuando llegué a las diez a la dirección de la policía me hizo una fotocopia del informe policial.

– Desde que existe la Ley de Protección de Datos aquí ya no hay quien sepa lo que se nos permite hacer. Yo he decidido no saber tampoco lo que no se me permite hacer -dijo, y me dio el informe. Sólo eran unas pocas páginas.

– ¿Sabe quién se hizo cargo del caso?

– Hesseler. He pensado que querría hablar con él. Tiene suerte, está aquí esta mañana, y le he avisado que viene usted.

Hesseler estaba sentado ante una máquina de escribir y tecleaba con dificultad. jamás entenderé por qué no se enseña a los policías a escribir a máquina con corrección. A no ser que se quiera torturar a sospechosos y testigos con el espectáculo del policía tecleando. Es una tortura; el policía maneja la máquina de escribir desvalida y violentamente, y el aspecto que presenta cuando lo hace es de infelicidad y obstinación, al mismo tiempo impotente y decidido a arriesgarlo todo, una mezcla explosiva y alarmante. Y aun cuando eso no le incite forzosamente a uno a hacer una confesión, en cualquier caso le hace desistir de cambiar la que el policía ha confeccionado por cuenta propia, por muchas cosas extrañas que haya introducido.

– Nos ha llamado alguien que pasó por el puente después del accidente. Su nombre está en el informe. Cuando llegamos nosotros el médico acababa de hacer lo propio y ya descendía hacia el automóvil siniestrado. Vio inmediatamente que no había nada que hacer. Nosotros bloqueamos la calle para asegurar la conservación de las huellas. No había mucho que conservar. Estaba la marca de los neumáticos, que muestra que el conductor frenó y dio un volantazo hacia la izquierda al mismo tiempo. No tenemos nada en que apoyarnos para conjeturar por qué lo hizo. Nada indica que hubiera otro vehículo, no hay restos de cristales, ni de pintura, ni ninguna otra marca de frenazo, nada. El accidente es extraño, pero probablemente el conductor perdió el control sobre el vehículo.

– ¿Dónde está el vehículo?

– Lo tiene Beisel, la empresa que retira los coches en estos casos, detrás de la Casa de Dos Colores. El perito lo ha inspeccionado; yo creo que Beisel lo dejará pronto para el desguace. Los costes de estacionamiento son ya superiores a su valor en chatarra.

Le di las gracias. Pasé por el despacho de Nägelsbach para despedirme.

– ¿Conoce Hedda Gabler?-me preguntó.

– ¿Por qué?

– Me apareció citada ayer por la tarde en un texto de Karl Kraus, y no entendí si se arrojó al agua o se pegó un tiro, o ni una cosa ni otra, o si lo hizo en el mar o bajo un emparrado. A veces Karl Kraus escribe de manera realmente complicada.

– Yo sólo sé que es una heroína de Ibsen. Pero haga usted que le lean la pieza cuanto antes. La lectura de Karl Kraus se puede interrumpir sin problema.

– Voy a hablar con mi mujer. Sería la primera vez que interrumpimos una lectura.

Luego fui al taller de Beisel. No estaba él; uno de los trabajadores me mostró lo que quedaba del coche.

– ¿Sabe usted lo que van a hacer con el coche? ¿Es usted pariente?

– Supongo que lo dejarán para el desguace.

Visto desde detrás se hubiera podido pensar que estaba intacto. La capota se plegó hacia atrás por causa del accidente, y luego los de la empresa o el perito la habían subido porque llovía; estaba en buen estado. El lado izquierdo del coche estaba por delante totalmente aplastado y con roturas laterales. El eje y el bloque del motor habían sido desplazados hacia la derecha, el capó se había doblado hasta formar una V, el parabrisas y los reposacabezas se encontraban en el asiento de atrás.

– Ah, para el desguace. Usted mismo pude ver que en el coche ya no queda nada. -Al mismo tiempo echó una mirada tan evidentemente furtiva al equipo de música que me llamó la atención. Estaba por completo intacto.

– No voy a llevarme el equipo, desde luego. Pero ¿podría ver yo ahora el coche a solas? -Le pasé diez marcos discretamente y me dejó solo.

Volví a dar una vuelta en torno al coche. Curiosamente, en el faro derecho Mischkey había pegado una cruz con cinta adhesiva negra. De nuevo me fascinó la parte derecha, que daba la impresión de estar casi en perfecto estado. Cuando miré con cuidado descubrí las manchas. No eran fáciles de ver sobre la pintura color verde botella, tampoco eran muchas. Pero parecían de sangre, y me pregunté cómo habían llegado allí. ¿Habían sacado a Mischkey del coche por ese lado? Además, ¿había sangrado realmente Mischkey? ¿Se había cortado alguien durante la operación de socorro? Quizá eso carecía de importancia, pero entonces me interesó saber si era sangre, así que raspé un poco de pintura con mi navaja del ejército suizo en la parte donde estaban las manchas, y la guardé en un pequeño envase de película vacío. Philipp encargaría el análisis de la muestra.

Abrí la capota y miré al interior. En el asiento del conductor no encontré sangre. Las bolsas de las puertas estaban vacías. En la guantera había un San Cristóbal de plata pegado. Lo arranqué, quizá la señora Buchendorff lo quisiera, aunque hubiera fallado con Mischkey. El radiocasete me recordó el domingo en que seguí a Mischkey desde Heidelberg a Mannheim. Todavía había dentro una cinta, que saqué y me metí en el bolsillo.

De mecánica de coches no entiendo mucho. Así que renuncié a arrastrarme bajo los hierros retorcidos. Lo que había visto me bastaba para hacerme una idea de la colisión del coche contra la valla y su caída a la vía. Saqué del bolsillo del abrigo mi pequeña cámara Rollei e hice algunas fotos. En el informe que me había dado Nägelsbach había fotos, pero en las copias no se podía reconocer gran cosa.

4. SUDÉ SOLO

De vuelta a Mannheim, lo primero que hice fue dirigirme al hospital municipal. Encontré el despacho de Philipp, llamé y entré. Lo pillé metiendo el cenicero con un cigarrillo humeante en el cajón de la mesa.

– Ah, eres tú. -Se sintió aliviado-. He prometido a la enfermera jefe no fumar más. ¿Qué te trae por aquí?

– Quisiera pedirte un favor.

– Pídemelo mientras tomamos un café, nos vamos a la cantina.

Mientras caminaba apresurado delante de mí, con su bata blanca agitándose, haciendo observaciones pícaras a todas las enfermeras guapas parecía Peter Alexander en el papel del conde Danilo. En la cantina me cuchicheó algo sobre la enfermera rubia que estaba tres mesas más allá. Ella lanzó una mirada hacia nosotros, la mirada de un tiburón de ojos azules. Me gusta Philipp, pero si un día se lo come uno de esos tiburones, se lo habrá merecido.

Saqué el envase de película del bolsillo y lo puse ante él.

– Es evidente que puedo hacer que te revelen una película en nuestro laboratorio de radiología. Pero que empieces a hacer fotos que no te atreves a llevar a la tienda para su revelado…, no, Gerd, eso me tira para atrás.

Philipp sólo tenía una cosa en la cabeza. ¿También yo era así cuando me acercaba a la sesentena? Me puse a pensar. Tras los insípidos años de matrimonio con Klara, había vivido los primeros tiempos de mi viudez como una segunda primavera. Pero una segunda primavera llena de romanticismo…, el estilo de vividor de Philipp me era ajeno.

– Falso, Philipp. En el envase hay un poco de pintura en polvo con algo más, y tengo que saber si es sangre, y a ser posible de qué grupo. Y no procede de una desfloración sobre el capó de mi coche, como ya estarás pensando, sino de un caso en el que estoy trabajando.

– Una cosa no excluye la otra. Pero, sea como sea, yo lo encargo. ¿Tienes prisa? ¿Quieres esperar el resultado?

– No, te llamo mañana. Por lo demás, ¿cuándo vamos a tomar un vino?

Nos citamos para el sábado por la tarde en las Badische Weinstuben. Cuando salíamos juntos de la cantina echó a correr de pronto. Una auxiliar de enfermería oriental había entrado en el ascensor. También él consiguió entrar antes de que la puerta se cerrara.

En la oficina hice lo que tenía que haber hecho ya hacía tiempo. Llamé al despacho de Firner, cambié algunas palabras con la señora Buchendorff y le pedí que me pusiera con Firner.

– Se le saluda, señor Selb, ¿qué se le ofrece?

– Me gustaría agradecerle la cesta que me estaba esperando a mi vuelta de las vacaciones.

– Ah, estuvo usted de vacaciones. ¿Y adónde fue?

Le hablé del Egeo, del yate, y que había visto en El Pireo un barco lleno de contenedores de la RCW Siendo estudiante él había recorrido el Peloponeso con la mochila a la espalda y en la actualidad de vez en cuando iba a Grecia por cuestiones de la empresa.

– Vamos a sellar la Acrópolis contra la erosión, un proyecto de la UNESCO.

– Dígame, señor Firner, ¿cómo acabó mi caso?

– Seguimos su consejo y desconectamos el registro de datos de emisión de nuestro sistema. Lo hicimos inmediatamente después de recibir su informe y desde entonces no hemos vuelto a tener ninguna dificultad.

– ¿Y qué hicieron ustedes con Mischkey?

– Hace algunas semanas estuvo aquí durante todo un día y tenía muchas cosas que decir sobre las relaciones entre sistemas, los puntos de infiltración y las posibilidades de adoptar medidas de seguridad. Un hombre inteligente.

– ¿No hicieron intervenir ustedes a la policía?

– Al final no nos pareció oportuno. De la policía las cosas pasan a los periódicos, y nosotros preferimos evitar ese tipo de publicidad.

– ¿Y los daños?

– También pensamos sobre eso. Por si le interesa: algunos señores de aquí encontraban al principio intolerable dejar que Mischkey se fuera sin más después de estimar los daños que causó en torno a los cinco millones de marcos. Pero por suerte al fin se impuso la razón económica frente al punto de vista jurídico. También contra las consideraciones jurídicas de Oelmüller y Ostenteich, que querían llevar el caso Mischkey ante el Tribunal Constitucional Federal. No era ninguna tontería; con este caso se demostrarían ante ese tribunal los peligros a que están expuestas las empresas con la nueva regulación de emisiones. Pero también esto hubiera supuesto publicidad indeseada. Además, desde el Ministerio de Economía nos llegaron informaciones procedentes de Karlsruhe [11] en el sentido de que ya no sería necesario otro informe por nuestra parte.

– Así que a buen fin no hay mal comienzo.

– Eso me suena un poco cínico después de haber sabido que Mischkey fue víctima de un accidente automovilístico. Pero tiene usted razón, para la empresa el asunto, a fin de cuentas, ha tenido un buen final. ¿Le veremos por aquí otra vez? No sabía que el general y usted fueran amigos tan antiguos, lo contó él no hace mucho una tarde que pasamos mi mujer y yo en su casa. ¿Conoce usted su casa en la Ludolf-Krehl -Strasse?

Conocía la casa de Korten en Heidelberg, una de las primeras que se construyeron a finales de la década de los cincuenta también con criterios de protección de personas y de bienes. Todavía me acuerdo de cómo Korten me enseñó con orgullo una tarde el pequeño teleférico que une la casa, situada en una pendiente muy por encima de la calle, con la puerta de entrada. «En el caso de que la corriente falle, funciona con mi equipo electrógeno de emergencia.»

Firner y yo nos despedimos con algunas fórmulas de cortesía. Eran las cuatro, demasiado tarde para recuperar el almuerzo desatendido, demasiado pronto para cenar. Fui a las instalaciones deportivas Herschel.

La sauna estaba vacía. Sudé solo, nadé solo bajo la elevada cúpula de mosaicos bizantinos, me encontré solo en el baño de vapor romano-irlandés y en la terraza superior. Envuelto en la gran sábana blanca me quedé dormido en mi tumbona de la sala de reposo. Philipp iba con patines por los largos corredores del hospital. Las columnas por las que pasaba de largo eran piernas bien formadas de mujeres. A veces se movían. Philipp las esquivaba con una sonrisa en el rostro. Yo me reía con él. De pronto vi que era un grito lo que desencajaba su rostro. Me desperté y pensé en Mischkey.

5. OH, DIOS, QUÉ ES ESO DE SER BUENO

El propietario del Café O ha expresado su personalidad con una decoración que une todo lo que estaba de moda a finales de los setenta, desde las lámparas de imitación fin-de-siécle hasta las mesitas de bistró con sus tableros de mármol, pasando por el exprimidor manual para el zumo de naranja. No quisiera conocerle.

A la señora Mügler, la bailarina, la reconocí por su cabello negro, severamente peinado hacia atrás y rematado en una pequeña cola de caballo, por su huesuda feminidad y su mirada su¡ géneris. Hasta donde quería parecerse a Pina Busch, lo había conseguido. Estaba sentada junto a la ventana y bebía un zumo de naranja exprimido a mano.

– Selb. Hablamos por teléfono ayer. -Me miró con las cejas alzadas y asintió de modo apenas perceptible. Me senté junto a ella-. Muy amable por su parte dedicarme su tiempo. Mi aseguradora todavía tiene algunas preguntas sobre el caso Mencke que quizá sus colegas puedan contestar.

– ¿Por qué precisamente yo? No conozco especialmente bien a Sergej, ni llevo mucho tiempo aquí en Mannheim.

– Sencillamente, es usted la primera que ha vuelto de las vacaciones. Dígame, ¿daba el señor Mencke en las últimas semanas antes del accidente la impresión de estar especialmente agotado, nervioso? Estamos buscando una explicación a su extraño accidente.

Pedí un café, ella tomó otro zumo de naranja.

– Ya le he dicho que no le conozco bien.

– ¿Le llamó algo la atención?

– Estaba muy silencioso, a veces parecía agobiado, pero ¡tanto como llamar la atención! A lo mejor es siempre así, después de todo sólo llevo aquí medio año.

– ¿Sabe usted quién le conoce particularmente bien del ballet de Mannheim?

– Hanne tuvo una vez una relación más estrecha con él, hasta donde yo sé. Y anda mucho con Joschka, creo. Quizá ellos puedan ayudarle.

– ¿Era el señor Mencke un buen bailarín?

– Oh, Dios, qué es eso de ser bueno. No era un Nuréiev, pero yo tampoco soy la Bausch. ¿Es usted bueno?

No soy Pinkerton, hubiera podido decir. No soy Gerling, hubiera cuadrado mejor con mi papel. Pero ¿es posible hacer alardes con esas cosas?

– Nunca encontrará otro agente de seguros como yo. ¿Puede darme los apellidos de Hanne y de Joschka?

Hubiera podido ahorrarme la pregunta. No llevaba mucho tiempo aquí, claro, «y en el teatro nos tuteamos todos. ¿Cuál es su nombre de pila?»

– Hieronymus. Mis amigos me llaman Ronnie.

– No quería saber cómo le llaman sus amigos. Yo creo que los nombres de pila han de tener algo que ver con la personalidad.

Me hubiera gustado marcharme gritando. En lugar de ello le di las gracias, pagué en la barra y me fui sin hacer ruido.

6. ESTÉTICA Y MORAL

A la mañana siguiente llamé a la señora Buchendorff.

– Me gustaría ver el apartamento y las cosas de Mischkey. ¿Puede usted arreglarlo para que yo pueda entrar?

– Vamos juntos a la salida de la oficina. ¿Le recojo a las tres y media?

La señora Buchendorff y yo fuimos a Heidelberg pasando por los pueblecitos. Era viernes, la gente salía pronto del trabajo y preparaba casa, patio, jardín, coche e incluso la acera para el fin de semana. El otoño estaba en el aire. Yo sentía venir mi reuma y hubiera preferido poner la capota, pero no quería parecer viejo y no dije nada. En Wieblingen pensé en el puente de ferrocarril que está camino de Eppelheim. Iría allí otro día. Ahora, con la señora Buchendorff, el rodeo me parecía menos adecuado.

– Por ahí se va a Eppelheim. -Señaló hacia la derecha, tras la pequeña iglesia-. Tengo la sensación de que debería visitar el lugar otra vez, pero todavía no lo he conseguido.

Dejó el coche en el aparcamiento del Kornmarkt.

– He avisado que venía. Peter compartía el apartamento con un conocido que trabaja en la Escuela Técnica Superior de Darmstadt. La verdad es que tengo una llave, pero no quería irrumpir así, sin más.

No le llamó la atención que yo conociera el camino del apartamento de Mischkey. No intenté disimular. Cuando llamamos no abrió nadie, y la señora Buchendorff abrió con su llave. El aire fresco del sótano subía hasta el pasillo.

– El sótano que hay bajo la casa está dos niveles por debajo del suelo en la roca.

El suelo era de gres. En la pared, con azulejos que reproducían vistas de Delft, había bicicletas apoyadas. Todos los buzones habían sido ya forzados por lo menos una vez. Los cristales policromos de las ventanas permitían tan sólo el paso de escasa luz sobre los desgastados peldaños de la escalera.

– ¿Cuántos años tiene la casa? -pregunté mientras bajábamos al segundo piso.

– Un par de siglos. A Peter le gustaba mucho. Vivió aquí ya de estudiante.

La parte de la casa que correspondía a Mischkey constaba de dos habitaciones grandes y comunicadas.

– No tiene por qué quedarse aquí, señora Buchendorff, mientras yo echo un vistazo. Nos podemos encontrar después en el café.

– Gracias, no hace falta. Sabe usted lo que busca?

– Hm.

Intenté orientarme. La habitación exterior era la de trabajo, con una gran mesa junto a la ventana, un piano y estanterías en las demás paredes. En los estantes, archivadores y montones de hojas de impresora. A través de la ventana vi los tejados de la parte vieja de la ciudad y el Heiligenberg. En la segunda habitación estaba la cama, con una colcha de patchwork, tres sillones de la época de las mesas con forma de riñón, una de estas mesas, un armario, televisor y equipo musical. Desde la ventana vi a lo alto y hacia la izquierda el castillo, a la derecha la columna publicitaria tras la que yo me había escondido semanas antes.

– ¿No tenía ordenador? -pregunté asombrado.

– No. Tenía todo tipo de archivos privados en las instalaciones del RZZ.

Me dirigí a las estanterías. Los libros trataban de matemáticas, informática, electrónica e inteligencia artificial, de películas y música. Al lado, una hermosísima edición de las obras de Gonfried Keller y pilas de ciencia ficción. En los lomos de los archivadores se hacía mención a facturas e impuestos, avales, folletos de instrucciones, diplomas y documentos, viajes, censo de población y asuntos de ordenadores para mí difícilmente inteligibles. Cogí el archivador de las facturas y me puse a hojear. Con el de los diplomas me enteré de que Mischkey había ganado un premio en tercer curso de segunda enseñanza. Sobre el escritorio había un montón de papeles que revisé. Junto a correspondencia personal, facturas sin tramitar, esbozos de programas y notas, encontré un recorte de periódico.


RCW homenajea al pescador más viejo del Rin. Cuando ayer salía de su casa, Rudi Balser, pescador del Rin que ha cumplido noventa y cinco años, fue sorprendido por una delegación de la RCW presidida por el doctor Korten. «No quería privarme de felicitar personalmente a este gran veterano de la pesca en el Rin.» La fotografía reproduce el momento en que el director general doctor Korten comparte su alegría con el homenajeado y le ofrece una cesta…


La imagen mostraba claramente la cesta de regalo en primer término; era la misma que me habían enviado a mí. Luego encontré la copia de un breve artículo de periódico de mayo de 1970.


¿Científicos condenados a trabajos forzados en la RCW? El Instituto de Historia Contemporánea ha cogido una patata caliente. El último número de los Cuadernos Trimestrales de Historia Contemporánea está dedicado al trabajo forzado de científicos judíos en la industria alemana de 1940 a 1945. De acuerdo con sus informaciones, hubo químicos judíos, algunos de entre ellos eminentes, que trabajaron en condiciones degradantes en el desarrollo de gases de combate de tipo químico. El portavoz de prensa de la RCW remitió al volumen colectivo de conmemoración que se proyecta para 1972, cuando se celebran los cien años de la RCW, en que se encontrará una aportación sobre la historia de la empresa bajo el nacionalsocialismo y, al mismo tiempo, sobre los «trágicos acontecimientos».


¿Por qué había interesado esto a Mischkey?

– ¿Puede venir un momento? -le pedí a la señora Buchendorff, que estaba sentada en un sofá de la otra habitación y miraba por la ventana. Le mostré el artículo y le pregunté si lo asociaba con algo.

– Sí, en los últimos tiempos Peter me había estado pidiendo información sobre esto y lo otro, siempre temas relacionados con la RCW. Antes nunca me había preguntado. Sobre el asunto de los científicos judíos, le tuve que copiar también el artículo de nuestro volumen de conmemoración.

– ¿Y no dijo a qué venía su interés?

– No, tampoco le apremié para que lo dijera, porque al final era muy difícil que pudiéramos hablar.

Encontré la copia del artículo del volumen de conmemoración en la carpeta «Reference Chart Webs». Estaba con las hojas de impresora. La R, la C y la W me habían llamado la atención cuando eché una resignada mirada de despedida a los estantes. La carpeta estaba llena de artículos, de prensa y otros, algo de correspondencia, algunos folletos de ordenadores y hojas de impresora. Hasta donde yo podía ver, todo el material tenía que ver con la RCW

– Puedo llevarme la carpeta, ¿verdad?

La señora Buchendorff asintió. Abandonamos la vivienda.

De vuelta a casa por la autopista pusimos la capota. Yo tenía el archivador sobre las rodillas y me sentía por ello como un colegial.

– Usted fue fiscal, señor Selb -me dijo de pronto la señora Buchendorff-. ¿Por qué lo dejó en realidad?

Saqué un cigarrillo del paquete y lo encendí. Cuando la pausa era demasiado larga dije:

– Enseguida contesto a su pregunta, necesito todavía un momento.

Adelantamos a un camión de toldo amarillo y con el letrero rojo «Wohlfarth», «prosperidad». Un gran nombre para una empresa de transportes. Junto a nosotros pasó zumbando una motocicleta.

– Cuando acabó la guerra ya no me querían. Yo había sido un nacionalsocialista convencido, miembro activo del Partido y un fiscal duro que también solicitó y obtuvo penas de muerte. Aquellos procesos eran espectaculares. Yo creía en aquello y me veía como un soldado en el frente de la justicia; en los otros frentes no me podían emplear después de las heridas sufridas al comienzo mismo de la guerra. -Lo peor de todo ya había pasado. ¿Por qué no le había contado a la señora Buchendorff la versión edulcorada sin más?-. Después de 1945 trabajé en primer lugar en la granja de mis suegros, luego en el comercio de carbón, y más tarde, lentamente, puse en marcha lo de detective privado. Para mí carecía ya de perspectivas el trabajo como fiscal. Yo me veía sólo como el fiscal nacionalsocialista que había sido y que de ningún modo podría volver a ser. Perdí la fe. Probablemente no pueda usted imaginarse hasta qué punto podía creerse en el nacionalsocialismo. Pero usted ha crecido con el saber que hemos adquirido desde 1945, al principio poco a poco. Mal le salió la cosa a mi mujer, que era y siguió siendo una hermosa nazi rubia hasta que se convirtió en una alemana del milagro económico metidita en carnes. -Sobre mi mujer no quería hablar más-. Hacia la época de la reforma monetaria se empezó a emplear de nuevo a colegas con un pasado comprometido. Es probable que entonces yo hubiera podido volver a la justicia. Pero veía el efecto que producían en mis colegas los esfuerzos de esta reincorporación y la reincorporación misma. En lugar de sentimiento de culpa únicamente tenían la sensación de que con el despido se cometió una injusticia con ellos y de que la reincorporación era una especie de desagravio. Esto me daba asco.

– Eso suena más a estética que a moral.

– Cada vez veo menos la diferencia.

– ¿No puede imaginar algo hermoso que sea inmoral?

– Entiendo lo que dice, la Riefenstahl, «Triunfo de la voluntad» y cosas así. Pero desde que soy mayor simplemente ya no encuentro hermosa la coreografía de la masa, ni la arquitectura imponente de Speer y sus epígonos ni el hongo atómico, brillante como mil soles.

Estábamos ante el portal de mi casa, e iban a dar las siete. Me hubiera gustado invitar a la señora Buchendorff al Kleiner Rosengarten. Pero no me atrevía.

– Señora Buchendorff, ¿quiere venir a cenar conmigo al Kleiner Rosengarten?

– Es muy amable, muchas gracias, pero no me apetece.

7. UNA MALA MADRE

Muy en contra de mi costumbre, llevé conmigo la carpeta cuando fui a comer.

– Trabaja y comé no bueno. Echa perdé estómago. -Giovanni hizo como si fuera a quitarme la carpeta. Yo la agarré con fuerza-. Nosotros siempre trabajá, nosotros alemanes. No dolche vita.

Pedí calamares con arroz. Renuncié a los spaghetti porque no quería dejar manchas de salsa en la carpeta de Mischkey. En lugar de ello salpiqué con el Barbera la carta que éste había dirigido al Mannheimer Morgen para poner un anuncio.


Licenciado en Historia por la Universidad de Hamburgo busca para estudio social y económico de carácter científico testimonios verbales de trabajadores y empleados de la RCW de antes de 1948. Discreción y reembolso de gastos. Interesados diríjanse a la referencia 379628.


Encontré once respuestas de personas que se habían mostrado interesadas, en parte con manuscritos garabateados, en parte con textos dificultosamente tecleados, y que respondían al anuncio con poco más que el nombre, la dirección y el número de teléfono. Una carta venía de San Francisco.

En la carpeta no había nada que indicara si había resultado algo de los contactos. En realidad, no contenía notas de Mischkey, ni indicios de los motivos que le habían impulsado a hacer la encuesta ni de lo que proyectaba conseguir. Encontré la aportación al volumen de conmemoración que había copiado la señora Buchendorff, y también un pequeño folleto de un Grupo de Base Sector Químico, «100 años de RCW: 100 años ya bastan», con artículos sobre accidentes de trabajo, represión de huelgas, beneficios de guerra, conexiones entre capital y política, trabajos forzados, persecución de sindicatos y donaciones a partidos. Incluso encontré también un artículo sobre la RCW y las Iglesias, con una fotografía de Müller, obispo en los tiempos del Reich, ante un matraz Erlenmeyer. Me acordé de que había conocido a una señorita Erlenmeyer en mi época de universitario en Berlín. Era muy rica, y en opinión de Korten procedía de la familia del padre del citado matraz. Yo le creí, el parecido era innegable. ¿Y qué habría sido de Müller, obispo del Reich?

Los artículos de periódico de la carpeta se remontaban hasta 1947. Todos eran sobre a la RCW; por lo demás, parecían haber sido coleccionados sin un criterio. Las fotografías, borrosas a veces en las copias, mostraban primero a Korten como director sin más, luego de director general, mostraban a sus predecesores, al director general Weismüller, que se jubiló poco después de 1945, y al director general Tyberg, a quien había sucedido Korten en 1967. De las festividades del centenario el fotógrafo había captado a Korten recibiendo la felicitación de Kohl, al lado del cual parecía pequeño, delicado y distinguido. En los artículos se hablaba de balances, trayectorias profesionales y productos y, de nuevo, de accidentes y averías.

Giovanni retiró el plato y me puso delante un sambuca sin decir palabra. Pedí además un café. En la mesa contigua había una mujer de unos cuarenta años que leía la revista Brigitte. Por la portada reconocí que se trataba de la cuestión «Esterilizados: ¿y ahora qué?» Me armé de valor y me dirigí a ella.

– Eso mismo, ¿y ahora qué?

– ¿Cómo dice? -Me miró irritada y pidió un amaretto. Le pregunté si iba por allí a menudo.

– Sí -dijo-, después del trabajo vengo siempre a comer aquí.

– ¿Está usted esterilizada?

– Pues sí, me esterilizaron. Y luego tuve un hijo, una dulzura de chiquillo. -Dejó a un lado Brigitte.

– Estupendo -dije-. ¿Y Brigitte permite eso?

– Ese tipo de casos no los trata. Le interesa más el de los desdichados hombres y mujeres que descubren su deseo de tener niños después de la esterilización.

Tomó un sorbo de su amaretto. Mordí un grano de café.

– ¿No le gusta la comida italiana a su hijo? ¿Qué hace por las tardes?

– ¿Le importa que me siente a su lado antes de que tenga que gritar la respuesta por todo el local?

Me levanté, dispuse invitadoramente la silla y dije que me alegraría que…, en fin, lo que suele decirse. Cogió su vaso y encendió un cigarrillo. La miré con más detenimiento, los ojos algo cansados, el gesto obstinado en torno a la boca, las múltiples arrugas diminutas, el pelo rubio ceniza, sin brillo, el pendiente en una oreja y el esparadrapo en la otra. Si no iba con cuidado, en tres horas estaría en la cama con la mujer. ¿Quería ir con cuidado?

– Para contestar a su pregunta: mi hijo está en Río, en casa de su padre.

– ¿Qué hace allí?

– Manuel tiene ahora ocho años y va a la escuela en Río. Su padre estudió en Mannheim. Estuve a punto de casarme por él, por el permiso de residencia. Cuando llegó el niño él tuvo que volver a Brasil, y convinimos que él se lo llevara. -La miré irritado-. Ahora me está usted considerando una mala madre. Pero no en vano me hice esterilizar.

Tenía razón. La consideraba una mala madre, en todo caso una madre extraña, y ya no tenía demasiadas ganas de seguir flirteando. Como seguí callado ella preguntó:

– ¿Por qué le ha interesado en realidad esa historia de la esterilización?

– Ha sido una asociación de ideas, a partir del titular de Brigitte. Luego me ha interesado usted, la forma soberana como ha abordado la cuestión. Ahora me resulta demasiado soberana en la manera de hablar de su hijo. Quizá es que yo sea demasiado anticuado para ese tipo de soberanía.

– La soberanía es indivisible. Lástima que siempre se confirmen los prejuicios. -Cogió el vaso e hizo ademán de irse.

– ¿Y si me dice ahora mismo lo que se le ocurre cuando oye RCW? -Me miró con reserva-. Entiendo, la pregunta suena estúpida. Pero actualmente la RCW me ocupa todo el día, y con tantos árboles no veo el bosque.

– Se me ocurren gran cantidad de cosas -contestó con seriedad-. Y se las voy a decir, porque hay algo de usted que me gusta. RCW es para mí Rheinische Chemiewerke, píldoras anticonceptivas, aire envenenado y agua envenenada, poder, Korten…

– ¿Por qué Korten?

– Le he hecho masajes. Soy masajista, ¿sabe?

– ¿Masajista?

– Sí, pero no me confunda con nuestras hermanas impúdicas. Korten me visitó durante medio año a causa de sus problemas de espalda, y cuando le hacía masajes me hablaba un poco de él y de su trabajo. A veces acabábamos enzarzados en auténticos debates. Una vez dijo: «No es censurable utilizar a la gente, tan sólo es una falta de tacto dejar que lo adviertan.» Pensé en ello mucho tiempo.

– Korten fue mi amigo.

– ¿Por qué «fue»? Pero si todavía vive.

Sí, ¿por qué «fue»? ¿Había enterrado yo entretanto nuestra amistad? «Selb, nuestra alma cándida»: me había pasado eso por la cabeza una y otra vez en el Egeo, y en cada ocasión me había producido escalofríos. Recuerdos sepultados habían reaparecido para, mezclados con fantasías, ser empujados al mundo de los sueños. De un sueño desperté con un grito y empapado de sudor. Korten y yo hacíamos una excursión a pie por la Selva Negra, yo sabía perfectamente que era la Selva Negra, a pesar de las rocas elevadas y de los profundos barrancos. Éramos tres, un compañero de clase venía con nosotros, Kimski o Pobel. El cielo era de un azul profundo, el aire pesado y de una transparencia irreal. De pronto se desprendieron piedras que, sin producir ruido, rebotaron pendiente abajo, y nosotros estábamos colgados de una cuerda a punto de romperse. Por encima de nosotros estaba Korten, y me miraba, y yo sabía lo que esperaba de mí. Hubo más piedras todavía que se precipitaron mudas en el valle; yo intenté asirme, afianzar la cuerda y elevar al tercero. No lo conseguí, me saltaron lágrimas de desamparo y de desesperación. Saqué la navaja y comencé a cortar la cuerda por debajo de mí. «Tengo que hacerlo, tengo que hacerlo», pensaba mientras cortaba. Kimski o Pobel se precipitó al vacío. Yo lo veía todo a la vez, brazos que parecían remar, cada vez más pequeños y lejanos, indulgencia y burla en los ojos de Korten, como si todo no fuera más que un juego. Ahora él me podía elevar, y cuando ya me tenía casi arriba, sollozante y lleno de arañazos, vino el «Selb, nuestra alma cándida», y la cuerda se rompió, y…

– ¿Qué le pasa? ¿Y cómo se llama, por cierto? Mi nombre es Brigitte Lauterbach.

– Gerhard Selb. Si no ha traído el coche, ¿puedo llevarla a casa tras esta accidentada tarde con mi Opel, también algo accidentado?

– Con mucho gusto. Si no habría tenido que coger un taxi.

Brigitte vivía en la Max-Joseph -Strasse. El beso de despedida en las dos mejillas derivó en un largo abrazo.

– ¿No quieres subir, bobo? ¿Con una mala madre esterilizada?

8. UNA SANGRE DE TODOS LOS DÍAS

Mientras ella fue a buscar vino en la nevera, yo permanecí de pie en su sala de estar con la torpeza de la primera vez. Todavía uno es sensible para lo que no concuerda: los periquitos en la jaula, el póster de Peanuts en la pared, Fromm y Simmel en las estanterías, Roger Whitaker en el tocadiscos. Brigitte no había cometido ninguna de estas faltas. Y, a pesar de ello, allí había sensibilidad: ¿no está siempre presente, después de todo, en el fondo de uno mismo?

– ¿Puedo llamar por teléfono? -grité, puesto que ella estaba en la cocina.

– Adelante. El teléfono está en el cajón de arriba de la cómoda.

Abrí el cajón y marqué el número de Philipp. Tuve que dejarlo sonar ocho veces hasta que descolgó.

– ¿Dígame? -Su voz sonaba untuosa.

– Philipp, soy Gerhard. Espero molestar.

– Exactamente, singular fisgón, sí, singular. Sí, era sangre, grupo O, Rh negativo; una sangre de todos los días, por así decir, la muestra tiene entre dos y tres semanas. ¿Algo más? Disculpa, aquí están reclamando toda mi atención. Tú la has visto, ayer, la pequeña indonesia del ascensor. Ha traído a su amiga. Piénsatelo.

Brigitte había entrado en la habitación con la botella y dos vasos, había servido y me había pasado uno de ellos. Yo le había dado el auricular supletorio, y me miró divertida con las últimas frases de Philipp.

– ¿Conoces a alguien de Medicina Forense en Heidelberg, Philipp?

– No, ella no trabaja en Medicina Forense. En McDonald's, en las Planken, es donde trabaja. ¿Por qué?

– No me interesa el grupo sanguíneo de Big Mac, sino el de Peter Mischkey, que fue analizado por los de Medicina Forense de Heidelberg. Y quisiera saber si lo puedes conseguir. Por eso.

– Pero supongo que no tiene que ser ahora. Pásate por aquí, mejor, hablamos de ello mañana en el desayuno. Pero tráete una contigo. No voy a hacer yo todo el trabajo para que luego a ti te caigan en las manos.

– ¿Tiene que ser una asiática?

Brigitte se rió. Yo la rodeé con el brazo. Ella se estrechó melosa contra mí.

– No, esto es como el burdel de Mombasa, todas las razas, todas las clases, todos los colores, todos los artículos. Y si de verdad vienes, tráete también algo para beber.

Colgó. Yo rodeé a Brigitte también con el otro brazo. Todavía en mis brazos, se echó para atrás y me miró.

– ¿Y ahora?

– Ahora llevamos la botella y los vasos y los cigarrillos y la música con nosotros al dormitorio y nos tumbamos en la cama.

Me dio un pequeño beso y me dijo con voz pudorosa:

– Ve tú, yo voy enseguida.

Fue al baño. Entre sus discos encontré uno de George Winston, lo puse, dejé abierta la puerta del dormitorio, encendí la lámpara de la mesita de noche, me desnudé y me tumbé en la cama. Me sentía un poco molesto. La cama era amplia y olía a fresco. Si esa noche no dormíamos bien, era culpa nuestra.

Brigitte entró en el dormitorio, desnuda, sólo con el pendiente en el lóbulo de la oreja derecha y el esparadrapo en el de la izquierda. Silbaba al compás la música de George Winston. Era un poco pesada de caderas, tenía pechos que, por su dimensión y con la mejor voluntad, no podían menos de caer ligeramente, hombros amplios y unas clavículas salientes que le conferían algo de vulnerabilidad. Se deslizó en la cama, hasta el hueco de mis brazos.

– ¿Qué tienes en la oreja? -pregunté.

– Ah -rió confundida-, peinándome me arranqué como quien dice el pendiente. No me ha hecho daño, sólo que he sangrado como una cerda. Pasado mañana tengo hora con el cirujano. Va a alisar el desgarrón cortando y luego lo compone otra vez.

– ¿Puedo quitarte el otro pendiente? Porque, si no, tendré miedo de arrancártelo.

– ¿Tan apasionado eres? -Ella misma se lo quitó-. Ven, Gerhard, déjame que te quite el reloj. -Era hermosa la forma como se inclinó sobre mí y palpaba mi antebrazo. Tiré de ella hacia abajo, hacia mí. Su piel era suave y perfumada-. Tengo sueño -dijo con voz de somnolencia-. ¿Me cuentas una historia para dormir?

Me sentía bien.

– Había una vez un pequeño cuervo. Tenía, como todos los cuervos, una madre. -Me desplazó al lado con los codos-. La madre era negra y guapa. Era tan negra que los demás cuervos frente a ella eran grises, y era tan guapa que todos los demás frente a ella eran feos. Ella misma no sabía eso. Su hijo, el pequeño cuervo, lo veía y lo sabía bien. Sabía además muchas otras cosas: que negro y guapo es mejor que gris y feo, que los cuervos padres son tan buenos y tan malos como los cuervos madres, que se puede estar indebidamente en el lugar debido y debidamente en el indebido. Un día, después de la escuela, el pequeño cuervo se extravió volando. Desde luego se dijo que a él no le podía pasar nada: en una dirección tendría que dar en algún momento con su padre y en la otra en algún momento con su madre. A pesar de ello tenía miedo. Por debajo de él vio un país amplio, amplio, con pueblecitos pequeños y grandes lagos brillantes. Para verlo era divertido, pero a él le resultaba espantosamente desconocido. Y voló, voló, voló… -La respiración de Brigitte se había hecho regular. Se acomodó de nuevo entre mis brazos y con la boca ligeramente abierta empezó a roncar. Saqué cuidadosamente el brazo de debajo de su cabeza y apagué la luz. Ella se volvió de lado. Yo también, así que estábamos como las cucharillas en el estuche de los cubiertos.

Cuando desperté eran las siete pasadas, y ella dormía todavía. Salí furtivamente del dormitorio, cerré la puerta detrás de mí, busqué y encontré la cafetera, la puse en marcha, me puse la camisa y el pantalón, cogí el llavero de Brigitte de la cómoda y compré cruasanes en la Lange Rötterstrasse. Volví a la cama con la bandeja, el café y los cruasanes antes de que despertara.

Fue un hermoso desayuno. Y tras ello también fue hermoso encontrarse de nuevo juntos bajo la manta. Luego ella tuvo que atender a sus pacientes de la mañana del sábado. Quise dejarla en su consulta de masajista del Collini-Center, pero ella prefirió ir a pie. No quedamos para otro día. Pero cuando nos abrazamos delante del portal de la casa nos costó separarnos.

9. LARGO TIEMPO PERPLEJO

Hacía ya mucho tiempo que no había pasado la noche con una mujer. El regreso a la propia casa es, entonces, como el regreso a la propia ciudad después de las vacaciones. Un corto estado de suspensión antes de que la normalidad le coja a uno de nuevo.

Me preparé un té para el reuma, puramente preventivo, y volví a enfrascarme en el archivador de Mischkey. Primero de todo el artículo de periódico fotocopiado que estaba en el escritorio de Mischkey y que yo había metido en el archivador. Leí el correspondiente artículo del volumen de conmemoración, que llevaba el título «Los doce años oscuros». Trataba sólo sucintamente del trabajo forzado de químicos judíos. Sí, los hubo, pero además de los químicos judíos también la RCW padeció por esa situación impuesta. Al contrario que en otras grandes empresas alemanas, los trabajadores forzados fueron generosamente indemnizados nada más acabar la guerra. Haciendo referencia a Sudáfrica, el autor exponía que a la empresa industrial moderna le es sustancialmente ajeno cualquier estado de cosas que implique relaciones de empleo coactivas. Además, siempre según el artículo, con el empleo en la fábrica se consiguió aminorar lo que hubieran sido los padecimientos en los campos de concentración; la cuota de supervivencia de los trabajadores forzados de la RCW fue demostradamente superior a la de la población media de los campos de concentración. El autor trataba por extenso la participación de la RCW en la resistencia, recordaba a los trabajadores comunistas condenados y describía detenidamente el proceso contra el que luego sería director general Tyberg y su antiguo colaborador Dohmke.

El proceso me vino otra vez a la memoria. Yo instruí la causa entonces, la acusación estaba representada por mi jefe, el procurador general Södelknecht. Los dos químicos de la RCW habían sido condenados a muerte por sabotaje y una infracción de las leyes raciales que ya no recordaba. Tyberg consiguió escapar; Dohmke fue ejecutado. Todo ello tuvo que ser a finales de 1943 o comienzos de 1944. A principio de los cincuenta Tyberg regresó de los Estados Unidos, donde había conseguido un éxito muy rápido con su propia empresa química, entró de nuevo en la RCW y poco después fue nombrado su director general.

Gran parte del artículo estaba dedicado al incendio de marzo de 1978. La prensa había estimado los daños en cuarenta millones de marcos, no mencionaba muertos ni heridos y había reproducido declaraciones de la RCW según las cuales el veneno liberado por la combustión de los pesticidas era absolutamente inofensivo para el organismo humano. Me fascinan esos juicios de la industria química: un determinado veneno destruye a la cucaracha, que, según todos los indicios, sobrevivirá al holocausto atómico, y para nosotros, seres humanos, no es más perjudicial que el humo de una barbacoa de carbón vegetal. En el Stadtstreicher se podía encontrar sobre esto una documentación del grupo Los Verdes Clorhídricos de acuerdo con la cual en el incendio se habían liberado ácidos como los de Seveso: TCDD, hexaclorofeno y tricloretileno. Múltiples obreros heridos habrían sido conducidos al sanatorio que la propia empresa posee en el Luberon en una operación ejecutada al amparo de la noche. Luego había una serie de copias y recortes sobre participaciones de capital de la RCW y sobre una reclamación de la Oficina Federal Antimonopolio que al final no tuvo éxito. Se refería al papel de la empresa en el mercado de los fármacos.

Permanecí largo tiempo perplejo ante las hojas de impresora. Encontré datos, nombres, números, curvas y abreviaturas para mí incomprensibles como BAS, BOE y HST. ¿Eran éstas las copias de los archivos que Mischkey tenía muy privadamente en el RRZ? Tenía que hablar con Gremlich.

A las once empecé a llamar a los números que se hallaban en las contestaciones al anuncio de Mischkey. Yo era el profesor Selk, de la Universidad de Hamburgo, que quería retomar los contactos que había establecido su colega para el proyecto de investigación histórico-social e histórico-económico. Mis interlocutores se mostraron desconcertados, puesto que mi colega les había dicho que sus testimonios verbales no aportaban nada al proyecto de investigación. Yo estaba irritado; una llamada tras otra con el mismo resultado. En todo caso, en algunos casos me enteré de que Mischkey no concedía ningún valor a sus declaraciones porque habían empezado a trabajar en la RCW sólo después de 1945. Estaban enojados porque mi colega les podía haber evitado las molestias de la carta con una indicación del fin de la guerra como fecha tope.

– Se hablaba de reembolso de gastos, ¿nos va a dar nuestro dinero ahora?

En cuanto colgué, sonó el teléfono.

– Desde luego nunca hay forma de comunicar contigo. ¿Con qué mujer has estado hablando tanto tiempo? -Babs quería asegurarse de que no había olvidado el concierto de la tarde, al que habíamos planeado juntos-. Llevaré conmigo a Röschen y Georg. Les gustó tanto Diva que no quieren perderse a Wilhelmenia Fernández.

Naturalmente que lo había olvidado. Y una circunvolución de mi cerebro había estado divagando durante el estudio del archivador y le había dado vueltas a la cuestión de una organización de la tarde que incluyera a Brigitte. ¿Habría todavía entradas?

– ¿A las ocho menos cuarto en el Rosengarten? A lo mejor va alguien conmigo.

– Así que estabas hablando con una mujer. ¿Es guapa?

– A mí me gusta.

Fue sólo para completar las cosas por lo que escribí a Vera Müller, que vive en San Francisco. No había nada sobre lo que pudiera hacerle preguntas precisas. Quizá Mischkey se las hubiera hecho, mi carta intentaba averiguar precisamente aquello. La cogí y fui al edificio principal de correos de la Paradeplatz. De camino a casa compré cinco docenas de caracoles para después del concierto. Para Turbo compré hígado fresco; tenía mala conciencia porque la víspera le había dejado solo.

De nuevo en casa quise prepararme un sándwich de sardinas, cebollas y aceitunas. La señora Buchendorff no me dejó. Antes de comer había tenido que escribir todavía en la fábrica algo para Firner, de camino a casa había pasado por la cervecería Traber y estaba completamente segura de haber reconocido a uno de los matones del cementerio.

– Estoy en la cabina telefónica de enfrente. Todavía no ha salido del local, creo. ¿Puede usted venir ahora mismo? Si el tipo coge el coche, le seguiré. Si no estoy aquí cuando llegue, váyase a casa. Yo le llamaré después -se le quebró la voz-, cuando pueda.

– Dios mío, criatura, no hagas tonterías. Basta con que anotes la matrícula. Voy inmediatamente.

10. ES EL CUMPLEAÑOS DE FRED

Por poco arrollé a la señora Weiland en la escalera, y cuando arranqué el coche casi me llevo por delante al señor Weiland. Pasé por la estación y el puente Konrad Adenauer, dejando atrás peatones que palidecían y semáforos que enrojecían. Cuando, cinco minutos después, estaba delante de la cervecería Traber, el coche de la señora Buchendorff todavía se encontraba enfrente, en zona de aparcamiento prohibido. De ella misma no había ni rastro. Salí del coche y fui a la taberna. Una barra, dos o tres mesas, una máquina de discos y flippers, unos diez clientes y la propietaria. La señora Buchendorff tenía un vaso de cerveza Pils en una mano y una albóndiga en la otra. Me instalé junto a ella en la barra.

– Hola, Judith. ¿Otra vez por este barrio?

– Hola, Gerhard. ¿Quieres tú también una Pils?

Con la Pils pedí dos albóndigas.

– Las albóndigas las hace la madre de la jefa -dijo el tipo del otro lado.

Judith me presentó:

– Éste es Fred. Un vienés auténtico. Tiene algo que celebrar, dice. Fred, éste es Gerhard.

Había celebrado ya abundantemente. Con la deteriorada ligereza del borracho se movió hacia la máquina de discos, para elegir los discos se acodó como si no pasara nada, y cuando regresó se puso entre Judith y yo.

– La jefa, Silvia, es también austriaca. Por eso lo que más me gusta es celebrar mi cumpleaños en su local. Y mira, aquí tengo mi regalo de cumpleaños. -Palmeó suavemente y con la mano abierta a Judith en el trasero.

– ¿A qué te dedicas, Fred?

– Mármol y vino tinto, importación y exportación, ¿Y tú?

– En el ámbito de la seguridad, protección de objetos y personas, guardaespaldas, vigilancia con perros y esas cosas. Podría necesitar a un tío estupendo como tú. Pero tendrías que frenar con el alcohol.

– Vaya, vaya, seguridad. -Dejó el vaso-. Francamente, no hay nada más seguro que un buen culo, ¿eh, tesoro? -También la mano que había dejado el vaso se dirigió a las nalgas de la señora Buchendorff, al trasero de Judith.

Ella se volvió, golpeó con todas sus fuerzas a Fred en los dedos y le miró pícaramente. Le hizo daño, él apartó las manos, pero no se enfadó con ella.

– ¿Y qué haces aquí con la seguridad?

– Busco gente para un trabajo. Aquí hay buena pasta, para mí, para la gente que encuentre y para el cliente para quien busco la gente.

El rostro de Fred mostró interés. Quizá porque en ese momento sus manos no tenían permiso para hacer nada en el trasero de Judith, una de ellas me tocó el pecho con un índice hinchado.

– ¿Eso no te va un poco grande, abuelito?

Le agarré la mano y se la apreté hacia abajo al tiempo que le torcía el dedo índice. Simultáneamente le miraba a los ojos con candidez.

– ¿Cuántos años cumples, Fred? ¿Serás tú el que necesito? No importa, ven, te invito a una copa.

El rostro de Fred se había contraído por el dolor. Cuando le solté vaciló un momento. ¿Debía arremeter contra mí o beber conmigo una Pils? Entonces su mirada se dirigió a Judith, y supe que pasaría a continuación.

Su «Bien, vamos a beber otra Pils» fue el anuncio del golpe que me alcanzó en el lado izquierdo del pecho. Pero yo ya golpeaba con la rodilla entre sus piernas. Se retorció, con las manos en los testículos. Cuando se incorporó mi puño derecho le alcanzó con todas las fuerzas en la nariz. Alzó las manos para protegerse la cara, pero las bajó de nuevo y contempló incrédulo la sangre en sus manos. Cogí su vaso y lo vacié en su cabeza.

– Salud, Fred.

Judith se había hecho a un lado, los demás clientes se mantenían al fondo. Sólo la propietaria participaba en primera línea de la lucha.

– Fuera, si queréis armar follón os vais fuera -dijo, y se dispuso a empujarme en dirección a la puerta.

– Pero, queridísima mía, ¿no ha visto que andamos los dos de broma? Nos llevamos bien, ¿verdad, Fred? -Fred se limpiaba la sangre de los labios.

Asintió con la cabeza y buscó con la mirada a Judith. La propietaria se había convencido con una rápida mirada por la taberna de que el orden y la tranquilidad se habían restablecido.

– Vale, entonces os invito a una copita -dijo, apaciguadora. Sabía llevar su local.

Mientras ella trajinaba detrás de la barra y Fred se escurría hacia los servicios, Judith se me acercó. Me miró preocupada.

– Era de los del cementerio. ¿Estás bien? -Hablaba en voz baja.

– La verdad es que me ha roto todas las costillas, pero si en adelante me llama simplemente Gerd, saldré de ésta -contesté-. Yo también te llamaré Judith sin más.

Sonrió.

– Me parece que te aprovechas de la situación, pero no te lo tendré en cuenta. Acabo de imaginarte con gabardina.

– ¿Y?

– No la necesitas -dijo.

Fred volvió de los servicios. Allí, ante el espejo, había dado a su rostro una expresión contrita e incluso se disculpó.

– Para tu edad no estás mal. Siento haber estado grosero. Sabes, en el fondo no es sencillo hacerse mayor así, sin familia, y el día de mi cumpleaños lo veo siempre muy claro.

Detrás de la amabilidad de Fred ardían secretamente la malicia y el encanto desconsolado del proxeneta vienés.

– A veces se me cruzan los cables, Fred. Lo de la cerveza no era necesario. La cosa ya no tiene remedio -todavía tenía el cabello mojado y pegado-, pero, bueno, no sigas enfadado conmigo. Sólo me pongo bruto cuando se trata de mujeres.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Judith abriendo inocentemente los ojos.

– Primero llevamos a Fred, y luego te llevo a ti a casa -decidí yo.

La propietaria vino en mi ayuda.

– Bien, Fred, que te lleven a casa. El coche lo puedes recoger mañana temprano. Coges un taxi.

Cargamos a Fred en mi coche. Judith nos siguió. Fred dijo que vivía en Jungbusch, «en la Werfstrasse, justo al lado de la antigua comisaría de policía, ¿sabes?», y quería que le dejara allí, en la esquina. A mí me era igual donde no viviera. Atravesamos el puente.

– En toda esa historia tuya, ¿hay algo para mí? También he hecho cosas de seguridad, hasta para una empresa importante de aquí -dijo.

– Podemos hablar de eso en otra ocasión. Si te interesa yo te cojo con mucho gusto. Llámame. -Saqué como pude una tarjeta de visita de la cartera, una auténtica, y se la di. Lo dejé en la esquina, y con paso vacilante puso rumbo a la taberna más próxima. Tenía todavía en el retrovisor el coche de Judith.

Tomé el Ring y doblé por el Depósito de Agua hacia el parque Augusta. Esperaba que detrás del Teatro Nacional me haría señales con las luces para despedirse y luego no la vería más. Pero me siguió por la Richard-Wagner -Strasse hasta la puerta de mi casa y esperó con el motor en marcha a que yo aparcara.

Salí del coche, lo cerré y me dirigí al suyo. Eran sólo siete pasos, y en ellos puse todo lo que había cultivado de deliberada virilidad en mi segunda primavera. Me incliné hacia su ventanilla, sin temor a los costes reumáticos, y con la mano izquierda señalé el sitio libre para aparcar más cercano.

– Subes a tomar un té, ¿no?

11. GRACIAS POR EL TÉ

Mientras yo preparaba el té Judith caminaba de un lado a otro por la cocina fumando. Todavía estaba muy excitada.

– Menudo hombrecito -decía-, menudo hombrecito. Y el miedo que me metió, aquella vez en el cementerio.

– Entonces no estaba solo. Y, ¿sabes?, si hubiera dejado que se acalorara también yo habría tenido miedo. En su vida ya habrá machacado a golpes a más de uno.

Llevamos el té a la sala de estar. Pensé en el desayuno con Brigitte y me sentí contento de no haber dejado la vajilla por fregar en la cocina.

– Todavía no sé si puedo hacerme cargo de tu caso. Pero reflexiona de nuevo si de verdad quieres que me haga cargo de él. Ya hice mis pesquisas una vez en el asunto Peter Mischkey, y contra él. Probé que en cierta forma se había introducido en el sistema informático de la RCW -Le conté todo. No me interrumpió. Su mirada estaba llena de dolor y reproche-. No puedo admitir el reproche que hay en tu mirada. Hice mi trabajo, y en ocasiones forma parte de ello utilizar a otros, comprometerlos, probar su culpabilidad, aunque me resulten simpáticos.

– Y entonces, ¿a qué viene la gran confesión? De algún modo parece que quieras mi absolución.

Hablé a su rostro herido, que me rechazaba.

– Eres mi cliente, y entre mis clientes y yo me gusta que las relaciones sean claras. Por qué no te conté enseguida la historia, te estarás preguntando. He…

– Desde luego que me lo estoy preguntando. Pero en realidad no quiero oír para nada las cosas llanas, cobardes y falsas que puedas decir ahora. Gracias por el té. -Cogió su bolso y se levantó-. ¿Qué le debo por sus servicios? Envíeme la factura.

También yo me levanté. Cuando quiso abrir la puerta en el pasillo le retiré la mano del picaporte.

– Me importas mucho. Y tu interés por lograr claridad sobre Mischkey todavía no está satisfecho. No te vayas así.

Mientras hablaba había dejado su mano en la mía. Luego la retiró y se fue sin decir palabra.

Cerré con llave la puerta de la casa. Cogí el tarro de las aceitunas del frigorífico y me senté en el balcón. El sol brillaba, y Turbo, que había estado merodeando por los tejados, se enroscó ronroneando en mi regazo. Era sólo por las aceitunas, le di algunas. Por un lado oí cómo Judith ponía en marcha el Alfa. El motor lanzó un rugido y se calló. ¿Iba a volver? Al cabo de unos segundos lo puso de nuevo en marcha y se fue.

Conseguí no pensar si me había portado correctamente, y disfruté de cada aceituna. Eran griegas, negras, las que saben a almizcle, humo y tierra pesada.

Después de estar una hora en el balcón fui a la cocina e hice una mantequilla de hierbas para los caracoles de después del concierto. Eran las cinco, llamé a Brigitte y dejé que el teléfono sonara diez veces. Mientras me planchaba la camisa escuché a la Wally y deseé que llegara el momento de ver a Wilhelmenia Fernández. Fui a la bodega por algunas botellas de Riesling alsaciano y las puse en la nevera.

12. LA LIEBRE Y EL ERIZO

El concierto fue en la sala Mozart. Nuestras localidades estaban en la sexta fila, en el lado izquierdo, de forma que el director no nos impedía ver a la cantante. Al sentarme lancé una amplia mirada en torno. Un público agradablemente mezclado, desde señoras y caballeros de edad hasta niños a los que más bien se les habría supuesto en un concierto de rock. Babs, Röschen y Georg vinieron con un ánimo por completo estúpido; madre e hija juntaban constantemente las cabezas y reían con disimulo, Georg sacaba pecho y se pavoneaba. Me senté entre Babs y Röschen, a una le acariciaba la rodilla izquierda y a la otra la derecha.

– Yo pensaba que te ibas a traer tú mismo una mujer para acariciarla, tío Gerd. -Röschen cogió mi mano con las puntas de los dedos y la dejó caer lejos de su rodilla.

Llevaba unos guantes negros de encaje que dejaban libres los dedos. El gesto fue aniquilador.

– Ah, Röschen, Röschen, cuando una vez, siendo tú muy pequeña, te salvé de los indios sujetándote con mi brazo izquierdo, el Colt en la mano derecha, no hablabas así.

– Ya no hay indios, no Gerd.

¿Qué había pasado con aquella encantadora niña? La miré de lado, el peinado posmoderno, el pendiente de plata en forma de puño cerrado con un elocuente pulgar entre el índice y el dedo medio, el rostro plano, que había heredado de su madre, y la boca un poco demasiado pequeña, todavía infantil.

El director era un mafioso sucio de pequeña estatura y gran obesidad. Inclinaba ante nosotros su ondulada cabeza e impulsaba a la orquesta a un popurrí de «Gianni Schicchi». Era bueno el hombre. Con los movimientos parsimoniosos de su grácil batuta producía como por encanto la más delicada melodía con una orquesta potente.

También hablaba en su favor que hubiera ocupado los timbales con una pequeña mujer encantadora de frac y pantalones. ¿Podría después del concierto esperarla en la salida de la orquesta y ofrecerle mi ayuda para llevarle a casa los timbales?

Luego salió a escena Wilhelmenia. Desde Diva estaba un poco más llenita, pero cautivadora en su traje de noche brillante de lentejuelas. La mejor fue la Wally. Con ella se cerró el concierto y con ella la diva conquistó al público. Era bello ver a viejos y jóvenes unidos en el aplauso. Tras dos bises duramente conquistados en los que mi pequeña timbalera agitó de nuevo virtuosamente mi corazón, salimos animados a la noche.

– ¿Vamos a algún sitio? -preguntó Georg.

– Si queréis a mi casa. He preparado caracoles y he puesto el Riesling a enfriar.

Babs estaba radiante, Röschen se puso de morros.

– ¿Tenemos que ir andando hasta allí?

– Yo iré andando con el tío Gerd -dijo Georg-, vosotras podéis ir en coche.

Georg es un joven serio. De camino me habló de sus estudios de derecho -estaba ya en el quinto semestre-, de papeletas de notas buenas y malas y del caso de derecho penal en que estaba trabajando. Derecho penal medioambiental: sonaba interesante, pero sólo era el revestimiento arbitrario de problemas de autoría, inducción y complicidad que a mí se me hubieran podido plantear exactamente igual hacía más de cuarenta años. ¿Son los juristas tan faltos de fantasía, o lo es la realidad?

Babs y Röschen esperaban delante del portal. Cuando abrí con la llave resultó que no funcionaba la luz de la escalera. Subimos tanteando, entre tropezones y risas, y Röschen tenía un poco de miedo en la oscuridad y estaba gratamente apocada.

Fue una velada agradable. Los caracoles estuvieron bien, también el vino. Mi intervención fue un éxito completo. Cuando saqué del bolsillo interior la grabadora -con la que, ayudándome de un pequeño micrófono oculto en la solapa, puedo hacer bastante buenas grabaciones-, la abrí y puse la cinta en mi equipo, Röschen reconoció de inmediato la cita y aplaudió. Georg comprendió cuando se oyó a la Wally. Babs nos miró interrogativa.

– Mamá, tienes que ver Diva cuando la pongan otra vez.

Jugamos a la liebre y el erizo, y a las doce y media el juego estaba en una fase crítica y el Riesling se había acabado. Cogí mi linterna y fui a la bodega. No recuerdo haber bajado antes sin luz la gran escalera de la casa. Pero en los muchos años mis piernas se habían aprendido de tal modo el camino que me sentí completamente seguro. Hasta que llegué al penúltimo descansillo. Aquí el arquitecto, quizá para hacer más representativo y elevado el piso principal, en lugar de los doce escalones del resto de la escalera había puesto catorce. Yo nunca había prestado atención a ello, tampoco mis piernas habían advertido ese detalle de mi escalera, y después de doce escalones di un paso largo hacia delante en vez de uno corto y hacia abajo. Di un traspié y, aunque me pude agarrar a la barandilla, sentí el dolor en el espinazo. Me incorporé, di un nuevo paso a tientas y encendí la linterna. Me di un susto de muerte. En el penúltimo descansillo la pared frontal está ocupada por un espejo con marco de escayola, y en él se encontraba frente a mí un hombre que me dirigía un rayo de luz cegadoramente claro. Duró sólo unas décimas de segundo, hasta que me reconocí. Pero el dolor y el susto fueron suficientes para hacerme continuar el descenso a la bodega con el corazón palpitante y el paso inseguro.

Jugamos hasta las dos y media. Después de que los recogiera el taxi, superara yo de nuevo la escalera a oscuras y llevara la vajilla a la cocina, permanecí todavía lo que dura un cigarrillo ante el teléfono. Tenía ganas de llamar a Brigitte. Pero venció la vieja escuela.

13. ¿ESTÁ BUENO?

Me pasé la mañana sin hacer nada. En la cama hojeé el archivador de Mischkey y seguí dando vueltas en la cabeza a las causas posibles por las que guardó todo aquello; estuve bebiendo el café a sorbos y mordisqueando el pastel de hojaldre que había comprado la víspera anticipando el domingo. Luego leí en la Zeit el artículo de debate de Theo Sommer, el melodrama de la condesa Marion Dönhoff, reflexiones políticas de nuestro mundialmente famoso ex canciller y lo inevitable de Gerd Bucerius. Volvía a saber de qué iba la cosa, así que no fue necesario que me metiera en el cuerpo la recensión de Reich-Ranicki del libro de Wolfram Siebeck sobre la aireada cocina de los que viajan en globo. Luego estuve haciendo caricias a Turbo. Brigitte seguía sin coger el teléfono. A las diez y media tocó el timbre Röschen, que venia a recoger el coche. Me eché la bata sobre la camiseta y le ofrecí un jerez. El peinado posmoderno estaba a esa hora temprana de la mañana reducido a escombros.

Al final me cansé de perder el tiempo y cogí el coche para ir al puente entre Eppelheim y Wieblingen donde Mischkey había encontrado la muerte. Era un día soleado de comienzos de otoño; fui por los pueblos, sobre el Neckar había niebla, en los campos se recogían patatas a pesar de ser domingo, las primeras hojas adquirían tonos multicolores y de las chimeneas de las fondas ascendía el humo.

El puente en sí no me dijo más de lo que ya sabía por el informe policial. Miré a las vías que se encontraban unos cinco metros por debajo de mí, y pensé en el Citroën que se precipitó sobre ellas. Un ferrobús iba en dirección a Edingen. Ya en el otro lado, caminando sobre el tablero del puente miré hacia abajo y descubrí la antigua estación. Un bonito edificio de piedra de aproximadamente un siglo con tres pisos, arcos redondos en las ventanas del primero y una pequeña torre. La cantina de la estación parecía todavía en servicio. Entré. El local era lúgubre, de las diez mesas estaban ocupadas tres, en el lado derecho había una máquina de discos, una flipper y dos videojuegos, sobre la barra, restaurada al estilo tradicional alemán, languidecía una palmera de interior, y a su sombra se encontraba la patrona. Me senté junto a la mesa libre de la ventana que daba al andén y a las vías, me dieron la carta con escalopes a la vienesa, a la cazadora y a la gitana, con patatas fritas en cada caso, y pregunté a la dueña por el plato del día, plat du jour, para hablar como Ostenteich. Podía ofrecer estofado, albóndigas y lombarda, consomé con médula de hueso.

– Muy bien -dije, y pedí también un vino de Wiesloch.

Una muchacha joven me trajo el vino. Tendría unos dieciséis años y era de una exuberancia lasciva que no se debía únicamente a la combinación de los vaqueros demasiado estrechos, la blusa demasiado ceñida y los labios demasiado rojos. A cualquier hombre por debajo de los cincuenta le hubiera puesto a tono. A mí no.

– Que aproveche -dijo aburrida.

Cuando la madre trajo la sopa le pregunté por el accidente de principios de septiembre.

– ¿Se enteraron ustedes de algo?

– Eso tendré que preguntárselo a mi marido.

– ¿Qué diría él?

– Bueno, ya estábamos en la cama, y de repente oímos ese ruido. Y poco después otro más. Yo le dije a mi marido: «Espero que no haya pasado nada.» Él se levantó enseguida y cogió la pistola de gas porque aquí en el local siempre entran por las máquinas expendedoras. Pero no pasaba nada aquí con las máquinas, era arriba, en el puente. ¿Es usted de la prensa?

– Soy de la compañía de seguros. ¿Llamó su marido entonces a la policía?

– Pero si mi marido no sabía nada de nada. Como en el local no pasaba nada, subió y se puso algo encima. Luego salió a las vías, pero en ese momento oyó la sirena de la ambulancia. ¿Para qué tenía que llamar?

La hija, rubia y guapetona, trajo el estofado y escuchó con atención. La madre la envió otra vez a la cocina.

– ¿Su hija no se enteró de nada? -Era evidente que la madre tenía un problema con la hija.

– Nunca se entera de nada. Sólo se queda mirando cada pantalón que pasa, no sé si me entiende. Yo cuando tenía su edad no era así. -Ahora era demasiado tarde. En su mirada había una avidez estéril-. ¿Está bueno?

– Como en casa de mi madre -dije.

Sonó un timbre en la cocina, y su cuerpo presto se separó de mi mesa. Me di prisa con el estofado y el vino. De camino al coche oí unos pasos rápidos detrás de mí.

– ¡Eh, usted! -La pequeña de la cantina llegó sin respiración a la carrera-. Usted quiere saber cosas del accidente. ¿Hay un billete de cien para mí?

– Depende de lo que tengas que decirme. -Era una furcia redomada.

– Cincuenta ahora mismo, antes no empiezo a hablar.

Yo quería saberlo y saqué dos billetes de cincuenta de la cartera. Uno se lo di, y el otro lo arrugué hasta formar una bolita.

– Bueno, fue así. El jueves Struppi me trajo a casa, con su Manta. Cuando llegamos al puente estaba allí la camioneta. A mí me extrañó, qué estaría haciendo en el puente. Entonces Struppi y yo, bueno…, pues seguimos con lo nuestro. Y cuando oímos el estallido le dije a Struppi que se marchara porque pensé que iba a venir mi padre. Mis padres tienen algo contra Struppi, porque está así como casado. Pero yo le quiero. Pero es igual, en todo caso vi cómo la camioneta se iba.

Le di la bolita.

– ¿Qué aspecto tenía la camioneta?

– Tenía algo raro. De ésas ya no hay por aquí. Pero no puedo decirle más. Tampoco tenía las luces encendidas.

Desde la puerta de la cantina la madre nos observaba.

– ¿Vas a venir, Dina? ¡Deja a ese hombre en paz!

– Ya voy.

Dina volvió con provocadora lentitud. La compasión y la curiosidad me impulsaron a conocer al hombre que tenía por mujer e hija a aquellos fardos. En la cocina encontré a un hombrecito delgado y sudoroso ocupado con pucheros, cacerolas y sartenes. Probablemente ya había intentado de forma repetida cometer suicidio con su pistola de gas.

– No lo haga. Ninguna de las dos lo merece.

En el camino de vuelta estuve buscando con la vista camionetas de las que ya no hay por aquí. Pero no vi nada, era domingo. Si era cierto lo que me había contado Dina, querría decir que sobre la muerte de Mischkey quedaban por saber más cosas de las que figuraban en el informe policial.

Cuando por la noche nos encontramos en las Badische Weinstuben, Philipp sabía que el grupo sanguíneo de Mischkey era AB. Por tanto no era sangre suya la que yo había rascado del costado del vehículo. ¿Cuál era la conclusión de esto?

Philipp comió su morcilla con apetito. Me habló de pan de especias en forma de corazón, de trasplantes de corazón y de su nueva amiga, que se había afeitado el vello púbico dándole la forma de corazón.

14. VAMOS A ANDAR UN POCO

Me había pasado la mitad del domingo con un caso para el que ya no estaba contratado. Es, por principio, lo que un detective no debe hacer jamás.

Miraba el parque Augusta por los cristales ahumados. Me había propuesto decidir que haría a continuación cuando viera pasar el décimo coche. El décimo coche fue un Volkswagen escarabajo. Me arrastré hasta mi mesa de despacho con la intención de escribir un informe final para Judith Buchendorff. Un final tiene que tener su forma.

Tomé un bloc y un lapicero e hice unas notas breves. ¿Qué se oponía a la hipótesis de un accidente? Estaba lo que Judith me había contado, los dos golpes que había oído la madre de Dina, y sobre todo lo que ésta había observado. Esto último era lo bastante explosivo como para ponerme a buscar intensamente la camioneta y a su conductor suponiendo que hubiera seguido con el caso. ¿Tenían algo que ver con mi caso la RCW? Sobre ella había investigado largamente Mischkey, con la intención que fuera, y era probablemente la gran empresa para la que Fred trabajó una vez. ¿La había emprendido a golpes Fred en el cementerio por encargo de ella? Después estaban las huellas de sangre de la parte derecha del descapotable de Mischkey. En fin, también la impresión de que algo no casaba, y las muchas ideas sugeridas por los últimos días. ¿Judith, Mischkey y un rival celoso? ¿Otra intrusión informática de Mischkey con una reacción mortal? ¿Un accidente en que intervino la camioneta, cuyo conductor se dio a la fuga? Pensé en los dos golpes: ¿un accidente en que estaba implicado también un tercer vehículo? ¿Suicidio de Mischkey, al que todo aquello sobrepasaba?

Necesité mucho tiempo para convertir todos aquellos elementos fragmentarios en un informe final. Casi el mismo tiempo permanecí sentado pensando si debía enviar una factura a Judith y qué debería poner en ella. La redondeé en los mil marcos y añadí el Impuesto sobre el Valor Añadido. Cuando ya había escrito a máquina el sobre, colocado el sello y metido la carta y la factura, me había puesto además el abrigo e iba a dirigirme al buzón, volví a sentarme y me serví un sambuca con tres mosquitos.

Todo había sido una mierda. Echaría de menos el caso, que me había afectado más de lo que suele mi trabajo. Echaría de menos a Judith. Por qué no había de confesármelo.

Cuando la carta estaba ya en el buzón retomé el caso de Sergej Mencke. Llamé al Teatro Nacional y acordé una cita con el director del ballet. Escribí a las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg preguntándoles si deseaban hacerse cargo de los costes de un viaje a los Estados Unidos. Los dos mejores amigos y colegas de mi autolesionado bailarín de ballet, Joschka y Hanne, habían adquirido compromisos para la nueva temporada en Pittsburgh, Pennsylvania, y se habían ido allí, y yo nunca había estado en los Estados Unidos. Averigüé que los padres de Sergej Mencke vivían en Tauberbischofsheim. El padre era capitán allí. La madre me dijo por teléfono que podía pasarme por allí al mediodía. El capitán Mencke comía habitualmente en casa. Hablé por teléfono con Philipp y le pregunté si en los anales de las fracturas de pierna se encontraban consignados casos en que el paciente fuera el causante de la propia lesión y de fractura por cierre de puerta de un coche. Se ofreció a proponerlo a su asistenta en la facultad como tema de tesis.

– ¿Te vale el resultado en tres semanas?

Me valía.

Luego me puse en camino a Tauberbischofsheim. Todavía tenía tiempo para cruzar tranquilamente el valle del Neckar y tomar café en Amorbach. Ante el castillo alborotaba un grupo escolar a la espera del guía. ¿Se podrá realmente enseñar a los niños el sentido de bello?

El señor Mencke era un hombre valeroso. Se había construido su propia casa, a pesar de que contaba con que lo destinaran a otra parte. Me abrió vestido de uniforme.

– Pase, pase usted, señor Selb. Aunque no dispongo de mucho tiempo, tengo que irme enseguida.

Nos sentamos en la sala de estar. Habían abierto una botella de Jägermeister, pero ninguno de los dos bebió.

Sergej se llamaba en realidad Siegfried y, para dolor de su madre, había abandonado ya con dieciséis años la casa paterna. Padre e hijo habían roto. Al hijo, deportista, no se le había perdonado que se hubiera librado del servicio militar fingiendo una lesión de la columna vertebral. También su elección del ballet había chocado con la desaprobación de los padres.

– A lo mejor tiene también su lado bueno que ahora ya no pueda bailar -dijo la madre-. Cuando le visité en el hospital volvía a ser mi Sigi de siempre.

Pregunté cómo se las había arreglado Siegfried económicamente desde entonces. Al parecer, siempre había habido algunos amigos, o también amigas, que le apoyaran.

El señor Mencke se sirvió entonces un poco de Jägermeister.

– A mí me habría gustado pasarle algo, de la herencia de la abuela. Pero, claro, tú no querías. -Ella se dirigió al marido con un tono de reproche-. Lo único que has hecho es hundirle más en todo.

– Déjalo, Ella. Eso no interesa al señor de la compañía de seguros. Y ahora yo tengo que volver al servicio. Venga, señor Selb, le acompaño fuera. -Permaneció de pie en la puerta y me siguió con la mirada hasta que desaparecí con el coche.

En el viaje de vuelta me detuve en el restaurante de Adelsheim. Estaba lleno; algunos hombres de negocios, profesores del internado y en una mesa tres señores que me produjeron la impresión de ser el juez, el fiscal y el defensor del juzgado local de Adelsheim que celebraban el juicio en un ambiente distendido y sin la enojosa presencia de los acusados. Conocía eso de mi época en la administración de Justicia.

En Mannheim me vi atrapado en el tráfico de fin de la jornada laboral y tardé veinte minutos para recorrer los quinientos metros del parque Augusta. Abrí la puerta de mi despacho.

– Gerd -gritó alguien, y cuando me volví vi a Judith que venía desde el otro lado de la calle por entre los coches detenidos-. ¿Podemos hablar un momento?

Volví a cerrar con llave mi despacho.

– Vamos a andar un poco.

Ascendimos la Mollstrasse y avanzamos por la Richard-Wagner -Strasse. Pasó un buen rato hasta que dijo algo.

– El sábado me excedí en mi reacción. Sigue sin parecerme bien que no me dijeras el mismo miércoles lo que hubo entre Peter y tú. Pero de algún modo entiendo cómo te sentiste, y que hablé de ti como de alguien en quien no se puede confiar, lo lamento. Me pongo fácilmente histérica desde que Peter murió.

También yo necesité tiempo.

– Esta mañana te he escrito un informe final. Lo encontrarás, junto con la factura, en tu correo hoy o mañana. Ha sido triste. He tenido la sensación de que me tenía que arrancar algo del corazón, a ti, a Peter Mischkey, y una claridad sobre mí mismo que he empezado a adquirir con el caso.

– Entonces ¿estás de acuerdo en continuar? Dime ya lo que pone en tu informe.

Habíamos llegado al museo; cayeron algunas gotas. Entramos, y mientras caminábamos lentamente por las salas con cuadros del siglo XIX le conté lo que había descubierto, lo que suponía y lo que me preguntaba. Nos paramos ante el cuadro de Feuerbach con lfigenia en Táuride.

– Es un hermoso cuadro. ¿Conoces la historia?

– Creo que Agamenón, su padre, la destinó como víctima a la diosa Artemisa para que el viento soplara de nuevo y la flota griega pudiera zarpar hacia Troya. Me gusta el cuadro.

– Me gustaría saber quién fue la mujer.

– ¿Te refieres a la modelo? Feuerbach la quiso mucho; Nanna, la mujer de un zapatero romano. Dejó el tabaco por ella. Luego los abandonó a él y a su marido, por un inglés.

Fuimos a la salida y vimos que todavía llovía.

– ¿Cuál es el próximo paso que vas a dar? -preguntó Judith.

– Mañana quiero hablar con Gremlich, el colega de Peter Mischkey en el Centro Regional de Cálculo, y también otra vez con algunas personas de la RCW

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– Si se me ocurre algo te lo diré. ¿Está Firner al corriente de lo tuyo con Peter Mischkey y de que me has contratado?

– Yo no le he dicho nada. Pero, mirándolo bien, ¿por qué no me ha dicho él nada de la implicación de Peter en nuestro asunto de los ordenadores? Al principio siempre me mantenía al corriente.

– ¿Y no te enteraste en absoluto de que cerré el caso?

– Sí, un informe tuyo pasó por mi mesa. Pero todo era muy técnico.

– Sólo te ha llegado la primera parte. Me gustaría saber por qué. ¿Crees que podrás enterarte?

Prometió que lo intentaría. Había dejado de llover, anocheció y se encendieron las primeras luces. La lluvia había traído consigo el hedor de la RCW De camino al coche no hablamos. Los andares de Judith reflejaban cansancio. Al despedirnos vi también el profundo cansancio de sus ojos.

Advirtió mi mirada.

– No tengo buen aspecto estos últimos días, ¿eh?

– No, deberías irte.

– En los últimos años siempre he pasado las vacaciones con Peter. Nos conocimos en el Club Mediterranée, ¿sabes? Ahora deberíamos estar en Sicilia, a finales de otoño siempre íbamos al sur. -Empezó a llorar.

Le pasé el brazo por los hombros. No supe decirle nada. Lloró hasta agotarse.

15. EL PORTERO TODAVÍA ME RECORDABA

Gremlich estaba casi irreconocible. Había cambiado el traje safari por un pantalón de franela y una chaqueta de cuero, llevaba el pelo corto, en el labio superior lucía un bigotito a lo Menjou cuidadosamente recortado, y con el nuevo look mostraba una seguridad recién adquirida.

– Buenos días, señor Selb. ¿O tengo que llamarle Selk? ¿Qué le trae por aquí?

¿Qué debía pensar yo de aquello? Mischkey no le habría hablado de mí. ¿Quién, entonces? Alguien de la RCW ¿Una casualidad?

– Qué bien que esté enterado. Eso me facilitará la labor. Tengo que ver los archivos que Mischkey llevaba aquí. ¿Me hace el favor de enseñármelos?

– ¿Cómo? No entiendo. Aquí ya no hay archivos de Peter. -Su mirada era de irritación, de desconfianza-. ¿A qué ha venido en realidad?

– Tendrá que adivinarlo. ¿Así que ha borrado los archivos? Quizá sea mejor así. Pero dígame lo que piensa de esto. -Saqué de la cartera las hojas de impresora que había encontrado en la carpeta de Mischkey.

Se las puso delante en la mesa y las estuvo examinando un buen rato.

– ¿De dónde la ha sacado? Tienen cinco semanas, y han sido impresas en esta casa, pero no tienen nada que ver con lo que hacemos aquí. -Sacudió pensativo la cabeza-. Me gustaría quedármelas. -Miró el reloj-. Ahora tengo que ir a una reunión.

– En otra ocasión paso por aquí gustosamente y se las dejo. Ahora me las tengo que llevar.

Me las dio, pero tuve la impresión de arrancárselas. Metí en mi cartera el material prohibido, evidentemente explosivo.

– ¿Quién se ha hecho cargo de las tareas de Mischkey?

Gremlich me miró francamente alarmado. Se incorporó.

– No entiendo, señor Selb… Ya continuaremos la conversación en otra ocasión. De verdad, ahora tengo que ir a la reunión. -Me acompañó a la puerta.

Salí de la casa, vi la cabina telefónica de la Ebertplatz e inmediatamente llamé a Hemmelskopf.

– ¿Tenéis en el Servicio de Información Crediticia algo sobre un tal Jörg Gremlich?

– Gremlich… Gremlich… Si tenemos algo sobre él, lo veré inmediatamente en pantalla. Un momento… Aquí está, Gremlich, Jörg, nacido el diecinueve de noviembre de 1948, casado, dos hijos, residente en Heidelberg, en la Furtwänglerstrasse, tiene un Escort rojo, matrícula HD-S 735. Tuvo deudas, pero parece que ha logrado salir. Sólo hace dos semanas que ha saldado el crédito que tenía con el Bank für Gemeinwirtschaft. Eran unos cuarenta mil marcos.

Le di las gracias. Pero esto no bastó a Hemmelskopf.

– Mi mujer sigue esperando la dragontea que le prometiste en primavera. ¿Cuándo te pasas por nuestra casa?

Puse a Gremlich en la lista de los sospechosos. Hay dos hombres que están relacionados; uno de ellos encuentra la muerte y el otro dinero, y el que consigue dinero sabe todavía demasiado; no tenía ninguna teoría, pero aquello me olía mal.

La RCW nunca me había pedido que devolviera el pase. Gracias él encontré aparcamiento sin dificultad. El portero todavía me recordaba y se llevó la mano a la gorra. Fui al centro de cálculo y conseguí dar con Tausendmilch sin caer en las manos de Oelmüller. Me hubiera sido desagradable explicarle qué hacía allí. Tausendmilch estuvo despierto, diligente y de entendimiento rápido, como siempre. Silbó entre dientes.

– Éstos son archivos nuestros. Curiosamente mezclados. Y la copia no es nuestra. Pensaba que ahora nos dejarían tranquilos. ¿Quiere que intente averiguar de dónde es la copia?

– Déjelo. Pero ¿puede decirme qué tipo de archivos son?

Tausendmilch se puso frente a una pantalla y dijo:

– Tengo que pasar algunas páginas… -Esperé pacientemente-. Aquí tenemos por un lado las bajas por enfermedad de primavera y verano de 1978, luego nuestros registros de inventos y derechos de explotación, que se remontan hasta antes de 1945, y aquí está…, no puedo abrirlo, pero las abreviaturas podrían corresponder a otras empresas químicas. -Desconectó el aparato-. Me gustaría expresarle mi más sincero agradecimiento. Firner me llamó a su despacho y me dijo que usted me mencionó elogiosamente en su informe y que tiene pensado algo para mí.

Dejé tras de mí un hombre feliz. Por un momento imaginé cómo Tausendmilch, en cuya mano derecha había visto el anillo de casado, llegaría a casa esa tarde y le contaría el éxito de hoy a su bonita esposa, que le estaría esperando con un martini y que a su manera trabajaba por el ascenso del marido.

En seguridad fui a ver a Thomas. En una pared de su despacho colgaba un proyecto semiacabado del plan de estudios de la diplomatura en Seguridad.

– Precisamente tenía que hacer en la fábrica y quería hablar con usted sobre su amistosa oferta de una cátedra. ¿A qué se debe tal honor?

– Me ha impresionado la forma como ha resuelto nuestro problema de seguridad de los archivos. Nosotros, los de la fábrica, no hemos podido sino aprender de usted, especialmente Oelmüller. Aparte de eso, para el plan de estudios es imprescindible contar con una persona independiente procedente del área de la seguridad.

– ¿Y cuál es el programa de estudios?

– Desde la práctica hasta la ética del oficio de detective. Con ejercicios y examen final, si no es mucho trabajo para usted. Sería para empezar en el semestre de invierno.

– Ahí veo un problema, señor Thomas. Tal y como usted lo tiene pensado, y es la única forma que yo también veo con sentido, sólo puedo formar a los jóvenes estudiantes remitiéndome estrictamente a mi experiencia. Pero piense usted sólo en este caso de la fábrica del que hemos hablado ahora mismo. Incluso aunque no dé ningún nombre y me esfuerce por disfrazar algunos datos, cualquiera sabrá de inmediato de qué va el asunto.

Thomas no entendió.

– ¿Se refiere usted al director Moster, de coordinación de exportación? Pero si no…

– Me ha dicho Firner que mi caso le ha producido más contrariedades.

– Sí, todo resultó luego en cierto modo desagradable por lo de Mischkey.

– ¿Debí haberle tratado con más dureza?

– Estaba bastante reticente cuando nos lo envió usted.

– Después de todo lo que he oído decir a Firner, en la fábrica desde luego se le trató con guantes de seda. No se habló de policía ni de juicios ni de cárcel, eso invita a la reticencia.

– Pero, señor Selb, eso no se lo revelamos a él. El problema era completamente otro. Él intentó chantajearnos sin rodeos. Nunca conseguimos saber si realmente se traía algo entre manos, pero organizó un buen jaleo.

– ¿Con las viejas historias?

– Sí, con las viejas historias. Con la amenaza de dirigirse a la prensa, a la competencia, a los sindicatos, a Inspección de Trabajo, a la Oficina Federal Antimonopolio. Sabe usted, es duro decir algo así, yo también siento que Mischkey acabara así, al mismo tiempo me alegra haberme quitado de encima el problema.

Danckelmann entró sin llamar.

– Ah, señor Selb. Ya he hablado hoy de usted. ¿Qué anda haciendo todavía con ese asunto sobre Mischkey? Pero si su caso está ya cerrado hace tiempo… Ande, no me alborote el corral.

Como en la conversación con Thomas, también con Danckelmann me movía sobre una delgada capa de hielo. Preguntas demasiado directas podían romperlo. Pero quien no se expone al peligro perece en él.

– ¿Le ha llamado Gremlich?

Danckelmann no contestó a mi pregunta.

– En serio, señor Selb, deje de una vez esta historia. No nos parece que merezca la pena.

– Para mí mis casos están cerrados sólo cuando lo se todo. ¿Sabía usted, por ejemplo, que Mischkey se estuvo paseando otra vez por su sistema?

Thomas escuchaba con atención y me miraba extrañado. Ya estaba lamentando haberme ofrecido un puesto de docente. Danckelmann se dominó y su voz adquirió un tono forzado.

– Tiene usted una curiosa idea sobre lo que es un contrato. Se acaba cuando quien le contrató ya no necesita sus servicios. Y el señor Mischkey ya no pasea por ninguna parte. Así que le pido que por favor…

Ni en sueños hubiera imaginado oír algo así, y no tenía interés en seguir la escalada. Una palabra indebida más y Danckelmann se acordaría de mi pase especial.

– Tiene usted toda la razón, por supuesto, señor Danckelmann. Por otra parte, seguro que a usted también le pasa que en asuntos de seguridad su actividad no siempre puede mantenerse dentro de los estrechos límites de un contrato. Pero no se preocupe, como independiente no me puedo permitir comprometerme demasiado sin contrato.

Danckelmann abandonó la habitación reconciliado sólo a medias. Thomas esperó impaciente a que me fuera. Pero yo todavía tenía una sorpresa para él.

– Para volver otra vez a ello, señor Thomas, acepto gustoso el puesto de docente. Voy a redactar un currículum.

– Le agradezco su interés, señor Selb. Después de todo, tan lejos no estamos.

Abandoné el recinto de seguridad y me encontré de nuevo en el patio con Aristóteles, Schwarz, Mendeléiev y Kekulé. En el lado norte del patio lucía un cansado sol otoñal. Me senté en el escalón superior de una pequeña escalera que llevaba a una puerta cegada. Tenía de sobras para reflexionar.

16. EL MÁS VIVO DESEO DE PAPÁ

Cada vez encajaban más piezas del rompecabezas. Pero no formaban una imagen verosímil.

Ahora entendía lo que era la carpeta de Mischkey: la colección de lo que había de emplear contra la RCW. Una colección miserable. Muy alta tuvo que ser su jugada de póquer para impresionar a Danckelmann y Thomas como parece que hizo. Pero ¿qué quería conseguir o impedir con ello? La RCW había mantenido en secreto su voluntad de no proceder contra él con la policía, los tribunales y la cárcel. ¿Por qué quisieron ejercer presión? ¿Qué pretendían hacer con Mischkey, y contra qué se defendía él con sus débiles alusiones y amenazas?

Pensé en Gremlich. Había conseguido dinero, esa mañana había mostrado reacciones extrañas y yo estaba bastante seguro de que había informado a Danckelmann. ¿Era Gremlich el hombre de la RCW en el RZZ? ¿Habían destinado a Mischkey para esa función? ¿No llamamos a la policía y a cambio usted se preocupa de que nuestros datos de emisiones permanezcan siempre limpios? Tener un hombre así era muy valioso. El sistema de supervisión perdería su importancia y la producción ya no podría verse afectada.

Pero todo esto no explicaba de forma verosímil que se asesinara a Mischkey. ¿Gremlich como asesino que quiere hacer el negocio con la RCW y que para ello no podía hacer uso de Mischkey? ¿O el material de Mischkey poseía un contenido explosivo que yo no había sabido ver y que había provocado una reacción mortal de la RCW? Pero en tal caso Danckelmann y Thomas, a quienes difícilmente podría habérseles escapado una acción de este tipo, no habrían hablado tan abiertamente sobre el conflicto con Mischkey. Y Gremlich desde luego producía mejor impresión con la chaqueta de cuero que con el traje safari, pero ni siquiera con borsalino podría imaginármelo como asesino. ¿Sería simplemente que estaba buscando en la dirección equivocada? Fred pudo haber golpeado a Mischkey para la RCW, pero también lo pudo haber encargado cualquier otro, y para éste también podía haberlo matado. Qué sabía yo de los enredos en que se había metido Mischkey con sus maneras de impostor. Tenía que hablar otra vez con Fred.

Me despedí de Aristóteles. De nuevo ejercían su hechizo los patios de la vieja fábrica. Pasé por el arco al patio siguiente, cuyas paredes brillaban en el rojo otoñal de la viña rusa. No vi a Richard jugando a la pelota por ninguna parte. Pulsé el timbre de la vivienda de servicio de los Schmalz. La mujer mayor que ya conocía de vista abrió la puerta. Iba de luto.

– ¿La señora Schmalz? Buenos días, mi nombre es Selb.

– Buenos días, señor Selb. ¿Va a ir usted desde aquí con nosotros al entierro? Mis hijos van a recogerme ahora.

Media hora después me encontraba en el crematorio del Cementerio Central de Ludwigshafen. La familia Schmalz me había incorporado al duelo por Schmalz senior como la cosa más natural del mundo, y no quise decir que sólo por casualidad había caído en los preparativos del entierro. Había ido en coche al cementerio con la señora Schmalz, el joven matrimonio Schmalz y el hijo Richard, contento por la gabardina azul oscuro y el traje de tono discreto que llevaba ese día. Por el camino me enteré de que Schmalz senior había sucumbido a un infarto.

– Tenía tan buen aspecto cuando lo vi hace pocas semanas…

La viuda sollozó. Mi amigo el sibilante me habló de las circunstancias que le llevaron a la muerte.

– Papá todavía tenía mucho que hacer después de haberse jubilado. Tenía un taller en el viejo hangar junto al Rin. Allí tuvo un descuido hace poco. La herida de la mano no era profunda, pero el doctor pensaba que también había sufrido un derrame cerebral. Después de eso papá sentía siempre un cosquilleo en la parte izquierda del cuerpo, se sentía muy mal y se quedó en la cama. Y luego, hace cuatro días, el infarto.

En el cementerio, la RCW estaba ampliamente representada. Danckelmann pronunció una alocución: «Su vida fue la seguridad de la empresa, y la seguridad de la empresa fue su vida.» En el curso de su intervención leyó una despedida personal de Korten. El presidente del Club de ajedrez de la RCW, en cuya segunda agrupación había jugado Schmalz senior en la tercera mesa, pidió la bendición de Caissa para el finado. La orquesta de la RCW tocó Yo tenía un camarada. Schmalz, conmovido, me cuchicheó: «El más vivo deseo de papá.» Luego el ataúd, cubierto de flores, se deslizó en el horno crematorio.

No me pude escapar del café y el pastel del ceremonial del entierro. Pero pude evitar sentarme al lado de Danckelmann o de Thomas, aunque Schmalz junior me había adjudicado ese puesto de honor. Tomé asiento junto al presidente del club de ajedrez de la RCW, y estuvimos charlando sobre el campeonato mundial entre Kárpov y Kaspárov. Con el coñac que siguió empezamos una partida a ciegas. En la jugada treinta y tres perdí la visión de conjunto. Empezamos a hablar del finado.

– Schmalz era un jugador ordenado. Aunque empezó tarde con ello. Y de él se podía uno fiar en la asociación. No dejó pasar un entrenamiento ni un torneo.

– ¿Con qué frecuencia entrenaban?

– Todos los jueves. Ahora hace tres semanas que Schmalz faltó por primera vez. La familia dice que cometió algún exceso en el taller. Pero, sabe usted, yo desde luego creo que había tenido la embolia ya antes. Porque en otro caso no habría estado en el taller, sino entrenando. Algo no le funcionaba bien.

Las cosas sucedieron como en toda comida posterior a un entierro. Al principio las voces bajas, la esforzada tristeza en el rostro y la rígida dignidad en los cuerpos, mucha timidez, algún incidente penoso y el deseo de todos de dejar atrás el asunto rápidamente. Y ya al cabo de media ahora es tan sólo la ropa la que distingue al cortejo fúnebre de cualquier otra reunión, ni el apetito ni el ruido ni, con unas pocas excepciones, la mímica y los gestos. Y, sin embargo, me quedé un poco pensativo. ¿Cómo ocurrirían las cosas en mi propio entierro? En la primera fila de la capilla del cementerio cinco o seis figuras, entre ellas Eberhard, Philipp y Willy, Babs, quizá también Röschen y Georg. Pero a lo mejor nadie se enteraba de mi muerte y, aparte del párroco y de los cuatro que llevaran mi ataúd, no habría alma viviente que me acompañara a la tumba. Veía a Turbo caminando tras el ataúd, un ratón en la boca. Una pequeña cinta ceñida en torno a éste: «A mi querido Gerd, de su Turbo.»

17. A CONTRALUZ

A las cinco estaba en mi despacho, ligeramente bebido y de mal humor. Fred llamó por teléfono.

– Hola, Gerhard, ¿te acuerdas de mí? Quería preguntarte otra vez por ese trabajo. ¿Tienes ya a alguien?

– Algunos candidatos tengo. Pero todavía nada definitivo. Bueno, te podría examinar otra vez. Pero en todo caso tendría que ser ahora mismo.

– Me va bien.

Le cité en el despacho. Empezaba a oscurecer, encendí la luz y bajé las persianas de tablillas.

Fred vino contento y confiado. Fue desleal por mi parte, pero le golpeé de inmediato. A mi edad no puedo permitirme juego limpio en esas situaciones. Le alcancé en el estómago y no me detuve a quitarle las gafas de sol antes de golpearle en el rostro. Sus manos se alzaron, y volví a darle de lleno en el bajo vientre. Cuando intentó tímidamente devolver un golpe con la derecha le retorcí el brazo hacia la espalda, le aticé en la corva y cayó al suelo. Le tenía a mi merced.

– ¿Quién te encargó golpear a un tipo en el cementerio?

– Para, para, me haces daño, de qué me hablas. No lo sé exactamente, el jefe no me dice nada. Yo…, aaaah, suelta…

Poco a poco salió todo. Fred trabajaba para Hans, que recibía los encargos y establecía los acuerdos; no le daba nombres a Fred, sólo le indicaba la persona, el lugar y la hora. Alguna vez Fred se había enterado de algo, «para el rey del vino eché una vez una mano y otra vez para el sindicato y para la química…, para, sí, quizá el del cementerio de guerra… ¡para!»

– Y para los de la química has matado al tipo unas semanas después.

– Pero tú estás loco. Yo no he matado a nadie. Le atizamos un poco, nada más. Para, me vas a dislocar el brazo. Te lo juro.

No conseguí hacerle el suficiente daño como para que prefiriese cargar con las consecuencias de confesar un asesinato antes que soportar el dolor por más tiempo. Además, lo encontré creíble. Le solté.

– Siento mucho, Fred, haber tenido que ser duro contigo. No puedo permitirme que trabaje para mí alguien que tiene un asesinato a las espaldas. Está muerto, el tipo del que os ocupasteis aquella vez.

Fred se estaba reponiendo. Le indiqué el lavabo y le serví un sambuca. Se lo bebió de un trago y se dispuso a irse.

– Vale, vale -murmuró-. Pero ya tengo suficiente, me voy.

Quizá le pareciera bien mi forma de conducirme desde un punto de vista profesional. Pero había perdido sus simpatías.

De nuevo una pieza más y sin embargo la figura general no era más clara. Así que el enfrentamiento entre la RCW y Mischkey había llegado al empleo de matones profesionales. Pero del aviso que habían dado a Mischkey en el cementerio hasta el asesinato hay un largo trecho.

Estaba sentado ante mi escritorio. El Sweet Afton se había fumado solo y no había dejado más que las cenizas de su cuerpo. Del parque Augusta llegaba el zumbido del tráfico que pasaba. En el patio trasero se oía el griterío de los niños que jugaban. Hay días de otoño en que a uno le vienen las Navidades a la memoria. Me puse a pensar con qué adornaría mi árbol aquel año. A Klara le gustaba lo clásico y año tras año ponía bolas de cristal plateadas y brillantes y cintas de papel de plata en el árbol. Desde entonces yo he probado unas cuantas cosas, desde coches Wiking hasta paquetes de cigarrillos. Con ello he conseguido una cierta fama entre mis amigos, pero también he establecido una norma con la que me siento obligado. El universo de los pequeños objetos susceptibles de ser empleados como decoración del árbol navideño no es ilimitado. Las latas de sardinas en aceite por ejemplo serían decorativas, pero son muy pesadas.

Philipp me llamó y me pidió que fuera a ver su nueva embarcación con camarote. Brigitte preguntó qué planes tenía para la tarde. La invité a cenar en mi casa, salí corriendo y compré lomo de cerdo, jamón cocido y endibias. Preparé lomo a la italiana. Después puse El hombre que amaba a las mujeres. Ya conocía la película y tenía curiosidad por ver la reacción de Brigitte. Cuando el mujeriego estaba persiguiendo las hermosas piernas de mujer y fue atropellado por el coche, a ella le pareció que le estaba bien merecido. La película no le gustó especialmente. Pero cuando terminó no pudo evitar posar como por casualidad ante la lámpara de pie para poner de relieve a contraluz sus piernas.

18. UNA PEQUEÑA HISTORIA

Dejé a Brigitte en su trabajo del Collini-Center y tomé en Gmeiner el segundo café. No tenía ninguna pista segura en el caso Mischkey. Naturalmente que podía seguir buscando una pieza estúpida, hacerla girar indeciso en un sentido u otro y combinarla para formar esta o aquella figura. Estaba harto de ello. Me sentía joven y dinámico tras la noche con Brigitte.

En el mostrador la jefa discutía con su hijo.

– Tal y como te comportas, me pregunto si de verdad quieres ser confitero.

¿Quería yo realmente seguir mis pistas, tal y como me comportaba? De las que llevaban a la RCW tenía miedo. ¿Por qué? ¿Temía descubrir que yo había arrojado a Mischkey en brazos de sus enemigos? ¿Había echado a perder yo mismo las pistas por consideración a mí, a Korten y a nuestra amistad?

Fui al RRZ de Heidelberg. Gremlich me quiso despachar rápidamente de pie. Yo me senté y saqué de nuevo de la cartera las hojas de impresora de Mischkey.

– Usted quería ver esto otra vez, señor Gremlich. Ahora se lo puedo dejar aquí. Mischkey era por supuesto un sujeto endiablado, volvió a introducirse en el sistema de la RCW, aunque la red ya estaba cortada. Yo supongo que por teléfono, ¿o qué piensa usted?

– No sé de qué habla -mintió mal.

– Miente usted mal, señor Gremlich. Pero no importa. Para lo que tengo que decirle no tiene importancia que usted mienta bien o mal.

– ¿Qué?

Seguía de pie y me miraba perplejo. Hice un movimiento invitador con la mano.

– ¿No quiere sentarse? -Sacudió la cabeza-. No tengo que decirle de quién es el Ford Escort rojo matricula HDS 735 que está abajo en el aparcamiento. Hoy hace exacta mente tres semanas que Mischkey se precipitó a las vías desde el puente de ferrocarril que hay entre Eppelheim y Wieblingen, después de que un Ford Escort rojo lo empujara. El testigo que he encontrado vio incluso que la matrícula del Escort rojo empezaba por HD y acababa con 735.

– ¿Y por qué me cuenta eso? Debería ir a la policía con ello.

– Completamente correcto, señor Gremlich. El testigo debería haber ido ya a la policía. Hasta le he tenido que explicar que una mujer celosa no es motivo para encubrir un asesinato. Entretanto se ha mostrado dispuesto a ir conmigo a la policía.

– Muy bien, ¿y? -Cruzó los brazos sobre el pecho con calma.

– La probabilidad de que otro Escort rojo de Heidelberg tenga una matrícula que corresponda a la descripción es quizá… Bah, haga usted mismo el cálculo. Los daños del Escort rojo parecen haber sido escasos y fáciles de reparar. Dígame, señor Gremlich, ¿le robaron el coche hace tres semanas, o lo prestó?

– No, naturalmente que no, qué tonterías dice.

– También me habría sorprendido a mí. Seguro que sabe usted que en un caso de asesinato siempre hay que preguntarse a quién le beneficia. ¿Qué piensa usted, señor Gremlich, a quién le beneficia la muerte de Mischkey?

Resopló con desprecio.

– Entonces, déjeme que le cuente una pequeña historia. No, no, no se impaciente, es una pequeña e interesante historia. ¿Sigue sin querer sentarse? Bueno, pues había una vez una gran empresa química y un centro de cálculo regional que no quería perder de vista a la empresa química. La empresa química tenía interés en que no se la controlara con demasiada exactitud. En el centro regional de cálculo decidían dos personas sobre el control de la empresa química. Para la empresa química se trataba de mucho, mucho dinero. ¡Ah, si por lo menos pudiera comprar a uno de los controladores, qué no daría por ello! Pero sólo compraría a uno, porque sólo necesitaba a uno. Sondea a ambos. Poco después uno de ellos muere, y el otro restituye su crédito. ¿Quiere saber la cuantía del crédito?

Entonces se sentó. Para enmendar su error se las dio de indignado.

– Es terrible lo que nos imputa usted no sólo a mí, sino a una de nuestras empresas químicas de más tradición y más fama. Lo mejor será que yo les transmita eso; ellos pueden defenderse mejor que yo, un pequeño empleado con BAT [12].

– Comprendo que quiera salir corriendo hacia la RCW Pero de momento la historia se juega exclusivamente entre usted, la policía y yo y mi testigo. Así que a la policía le interesará saber dónde estaba usted y, como la mayoría de la gente, tampoco usted podrá presentar post festum una coartada sólida.

Si aquel día hubiera visitado a los suegros junto a su mujer y sus sin duda asquerosos hijos, Gremlich me lo habría soltado en aquel momento. En lugar de ello dijo:

– No puede haber ningún testigo, porque no estuve allí.

Le tenía donde quería tenerle. No me sentí más limpio que la víspera con Fred, pero sí igual de bien.

– Correcto, señor Gremlich, no hay ningún testigo que le haya visto allí. Pero tengo a alguien que dirá que le ha visto allí. Y qué piensa usted que va a pasar: la policía tiene un muerto, unos hechos, un autor, un testigo y un motivo. En la vista de la causa el testigo podrá derrumbarse, pero para entonces usted ya estará destruido. Yo no sé las corruptelas que hay hoy día, pero a eso hay que agregar la prisión preventiva por asesinato, la suspensión de empleo, la vergüenza para mujer e hijos, el rechazo social.

Gremlich se había puesto pálido.

– Pero ¿qué es esto? ¿Por qué hace usted esto conmigo? ¿Qué le he hecho yo?

– No me gusta la forma como se ha dejado comprar. No le puedo soportar. Además quisiera saber algo de usted. Y si no quiere que le arruine será mejor que juegue mi juego.

– ¿Qué quiere de mí?

– ¿Cuándo contactaron con usted los de la RCW por primera vez? ¿Quién le ha reclutado y quién es, por así decir, el oficial que le da las órdenes? ¿Cuánto le han dado los de la RCW?

Lo contó todo: el primer contacto que realizó Thomas con él tras la muerte de Mischkey, las negociaciones sobre servicios y pagos, los programas que en parte tenía pensados y en parte ya había realizado. Y contó lo de la maleta con los billetes nuevos.

– Mi estupidez fue ir directamente al banco en lugar de pagar lentamente el crédito, sin levantar sospechas.

Sacó un pañuelo para secarse el sudor, y le pregunté qué sabía sobre la muerte de Mischkey.

– Hasta donde sé, querían presionarle, después de haber probado su culpabilidad. Querían tener gratis la cooperación por la que ahora me pagan a mí, y a cambio silenciar la cuestión de las intrusiones de Mischkey en el sistema. Cuando éste murió se mostraron más bien contrariados, porque entonces tendrían que pagar. Precisamente a mí.

Hubiera podido seguir contando hasta la eternidad, probablemente también le hubiera gustado justificarse. Yo había oído suficiente.

– Gracias, por ahora es suficiente, señor Gremlich. En su lugar yo sería discreto con nuestra conversación. Si la RCW empieza a sospechar que yo sé algo, usted le resultará inútil a la empresa. En el caso de que se le ocurra algo más sobre el accidente de Mischkey, llámeme. -Le di mi tarjeta.

– Sí, pero… entonces a usted le da igual lo que está pasando con el control de emisiones. ¿O va usted a ir a la policía a pesar de todo?

Pensé en el hedor que con tanta frecuencia me obligaba a cerrar las ventanas. Y en todo lo que no se olía. A pesar de ello, ahora eso me era indiferente. Volví a coger las hojas de impresora de Mischkey, que estaban sobre la mesa de Gremlich. Cuando me volví para irme Gremlich me ofreció la mano. No se la di.

19. ENERGÍA Y TENACIDAD

A primera hora de la tarde estaba citado con el coreógrafo. Pero no tenía ganas y la anulé. Una vez en casa, me tumbé en la cama y no desperté hasta las cinco. Casi nunca duermo la siesta. A causa de mi tensión baja me resulta difícil ponerme en forma después. Me di una ducha caliente y me preparé un café bien cargado.

Cuando llamé a Philipp a su departamento, la enfermera dijo:

– El señor doctor se ha ido ya a su barco nuevo.

Fui en coche por Neckarstadt hasta Luzenberg y aparqué en la Gewirgstrasse. En el puerto pasé por delante de muchas embarcaciones hasta que encontré la de Philipp. La reconocí por el nombre. Se llamaba Fauno 69.

No entiendo nada de navegación. Philipp me explicó que con el barco podía viajar hasta Londres o rodear Francia hasta Roma sólo con no alejarse mucho de la costa. El agua alcanzaba para diez duchas, el frigorífico para cuarenta botellas y la cama para un Philipp y dos mujeres. Después de haberme enseñado todo, conectó el equipo estereofónico, puso a Hans Albers y descorchó una botella de Burdeos.

– ¿Vas a hacer un viaje de prueba conmigo?

– Tranquilo, Gerd. Primero vamos a vaciar la botellita, y luego levamos anclas. Tengo radar y puedo navegar en cualquier momento del día o de la noche.

La botellita se convirtió en dos. En primer lugar Philipp me habló de sus mujeres.

– Y a ti, Gerd, ¿cómo te va en el amor?

– Bah, qué voy a contarte.

– ¿Nada con policías de tráfico guapas o con secretarias elegantes, o con quién si no tienes tú relaciones?

– Con un caso he conocido hace poco a una mujer que ya me gustaría. Pero está difícil, porque su novio murió.

– ¿Y dónde radica la dificultad, si me lo puedes explicar?

– Bueno, yo no puedo acercarme a una viuda que está de duelo, y menos aún si tengo que averiguar si su novio fue asesinado.

– ¿Por qué no puedes? ¿Es ése tu código de honor de fiscal, o es que simplemente tienes miedo de que te dé calabazas? -Se estaba burlando de mí.

– No, no, no se trata de eso. Además, hay otra, Brigitte. También me gusta mucho. No tengo ni idea de qué voy a hacer con dos mujeres.

Philipp estalló en una sonora carcajada.

– Desde luego, eres un auténtico ligón. ¿Y qué te impide una relación más íntima con Brigitte?

– Ya he…, bueno, también con ella ya he…

– ¿Y ahora va a tener un hijo tuyo?

Philipp apenas podía aguantarse la risa. Entonces notó que yo no tenla ningunas ganas de reír, y se interesó en serio por mi situación. Se la conté.

– Eso no es motivo para ponerse tan triste. Sólo tienes que saber lo que quieres. Si buscas una para casarte, entonces quédate con Brigitte. No están mal las mujeres a los cuarenta, ya lo han visto todo, vivido todo, son sensuales como un súcubo si uno sabe despertarlas. Y encima masajista, a ti con tu reuma… Con la otra la cosa suena a estrés. ¿Te va eso?, ¿el amour fou, júbilo hasta el cielo y aflicción a muerte?

– Pero si no sé lo que quiero. Probablemente quiero las dos cosas, la seguridad y lo picante. En todo caso a veces quiero a una, y otras veces a la otra.

Eso lo entendió. Coincidíamos en ello. Entretanto ya sabía yo dónde estaba el Burdeos y traje la tercera botella. El camarote estaba lleno de humo.

– ¡Eh, cocinero, vete a la cocina y pon a asar el pescado del congelador!

En el frigorífico había ensalada de patatas y de salchichas de Kaufhof y también estaban los filetes de pescado congelados. Sólo había que ponerlos en el horno. Dos minutos después llevé la cena al camarote. Philipp había puesto la mesa y un disco de Zarah Leander.

Después de comer fuimos al puente, como lo llamaba Philipp.

– ¿Y dónde se iza aquí la vela?

Philipp conocía mis bromas fastidiosas y no se irritó. También mi pregunta sobre si todavía podía navegar le pareció un chiste malo. Estábamos bastante colocados.

Pasamos por debajo del puente Altrhein y, una vez que alcanzamos el Rin, nos dirigimos aguas arriba. La corriente era oscura y silenciosa. En el recinto de la RCW había muchos edificios intensamente iluminados, tubos elevados lanzaban como antorchas un fuego multicolor y había focos que arrojaban una luz deslumbrante al ritmo de latigazos. El motor traqueteaba suavemente, el agua palmoteaba contra la borda, y de la fábrica llegaba un jadeo potente y estruendoso. Nos deslizábamos a lo largo del puerto de embarque de la RCW, de gabarras, atracaderos y grúas de contenedores, de trazados de vías y de naves de almacenamiento. Se levantó la niebla. Se notaba ya el fresco. Ante nosotros ya podía distinguir el puente Kurt Schumacher. El recinto de la RCW se oscureció, detrás de las vías se elevaban en el cielo nocturno edificios antiguos escasamente iluminados.

Tuve una corazonada.

– Acércate a la derecha -le dije a Philipp.

– ¿Quieres decir que atraque? ¿Ahora, ahí, en la RCW? ¿Para qué?

– Quisiera echar un vistazo. ¿Puedes aparcar durante media hora y esperarme?

– No se dice aparcar, sino echar el ancla, estamos en un barco. ¿Sabes que son las diez y media? Yo pensaba que íbamos a dar la vuelta delante el castillo, traquetear de regreso y bebernos después la cuarta botella en la dársena de Waldhof.

– Te lo explico todo después con la cuarta botella. Pero ahora tengo que entrar ahí. Tiene que ver con el caso del que te he hablado. Y ya no estoy en absoluto colocado.

Philipp me examinó un momento con atención.

– Tú sabrás lo que haces. -Puso rumbo hacia la derecha y continuó lentamente a lo largo del muro del muelle con una serena concentración de que no le hubiera creído capaz, hasta que encontró una escalera vertical incorporada al muro-. Cuelga fuera las defensas. -Señaló tres objetos de plástico blancos parecidos a morcillas. Los tiré por la borda, felizmente estaban atados entre sí, y fijó la embarcación a la escalera.

– Me gustaría que vinieras conmigo. Pero todavía me gusta más saberte aquí, dispuesto a zarpar. ¿Tienes una linterna para mí?

Aye, aye, Sir.

Trepé por la escalera. Temblaba de frío. El polo que me vendieron con algún nombre americano y que llevaba con mis nuevos vaqueros bajo la vieja chaqueta de cuero no calentaba. Asomé la cabeza por encima del muro del muelle.

Ante mí discurría paralelamente a la orilla del Rin una calle estrecha, y tras ella unas vías con vagones de ferrocarril. Los edificios eran construcciones de ladrillo del estilo que ya conocía por las dependencias de seguridad y la vivienda de los Schmalz. Tenía ante mí la fábrica antigua. En algún lugar por allí tenía que estar el hangar de Schmalz.

Me volví a la derecha, donde los edificios de ladrillo eran más bajos. Intenté caminar al mismo tiempo con prudencia y con la naturalidad del que formaba parte de aquello. Me mantuve a la sombra de los vagones.

Llegaron sin que el perro pastor que les acompañaba soltara el menor ladrido. Uno me iluminó el rostro con la linterna, el otro me pidió la acreditación. Saqué el pase especial de mi cartera.

– ¿Señor Selb? ¿Qué hace usted aquí con su misión especial?

– No necesitaría el pase especial si tuviera que decírselo.

Pero con ello no los había tranquilizado, ni tampoco intimidado. Eran dos jovenzuelos de los que ahora se encuentra uno en las unidades especiales de la policía. Antes se los encontraba en las Waffen-SS. Esto es, por supuesto, una comparación inadmisible, porque en la actualidad tenemos un orden liberal y democrático, pero la mezcla de celo, seriedad, inseguridad y servilismo en los rostros es la misma. Llevaban una especie de uniforme paramilitar con el anillo de benzol en el distintivo del cuello.

– Pero, vamos muchachos -dije-, déjenme acabar mi trabajo, y hagan ustedes el suyo. ¿Díganme sus nombres? Mañana diré con mucho gusto a Danckelmann que se puede confiar en ustedes. ¡Sigan así!

No me acuerdo ya de sus nombres, sonaban algo así como Energía y Tenacidad. No conseguí que se pusieran firmes y entrechocaran los talones. Pero uno de ellos me devolvió el pase, y el otro apagó la linterna. El perro pastor se había mantenido todo el tiempo al margen. Cuando ya no los veía y el ruido de sus pasos se había perdido a lo lejos seguí mi camino. Los edificios bajos que había visto producían una impresión ruinosa. Algunas ventanas tenían los cristales rotos, algunas puertas colgaban inclinadas de los goznes, en ocasiones faltaba el techo. Evidentemente estaba previsto el derribo de toda la superficie. Pero la ruina se había detenido ante un edificio. Era también una construcción de ladrillo de un piso, con ventanas románicas y bóveda de cañón de chapa ondulada. Si uno de aquellos edificios era el hangar de Schmalz, tenía que ser ése.

Mi linterna encontró la pequeña puerta de servicio en la gran puerta corredera. Ambas estaban cerradas, la grande además se abría sólo por dentro. Al principio me negué a intentar el truco de la tarjeta de crédito, pero luego pensé que en la noche en cuestión, tres semanas atrás, probablemente Schmalz ya no tuvo en absoluto la fuerza y el ánimo para pensar en nimiedades como las cerraduras. Y, en efecto, con mi pase especial entré en el hangar. Con la rapidez del rayo tuve que cerrar la puerta. Energía y Tenacidad doblaban la esquina.

Me apoyé en la fría puerta de hierro y respiré hondo. Ahora estaba realmente sobrio. Y me seguía pareciendo bien la decisión de lanzarme espontáneamente a investigar en el recinto de las RCW Que el viejo Schmalz se hiriera una mano, tuviera una embolia y olvidara la partida de ajedrez el día en que Mischkey tuvo el accidente, no era mucho. Y que hubiera estado haciendo chapuzas aquí y allá con la furgoneta y que la chica de la estación junto al puente hubiera visto una furgoneta extraña, tampoco era una buena pista. Pero tenía que averiguarlo.

Por las ventanas entraba poca luz. Vi el contorno de tres furgones. Encendí la linterna y reconocí un viejo Hanomag, un Unimog y un Citroën. En efecto, se ven pocos como éstos circulando en nuestras carreteras. En la parte trasera del hangar había una gran mesa de trabajo. Avancé tanteando hacia allí. Entre las herramientas había un juego de llaves, una gorra y un paquete de cigarrillos. Me guardé el juego de llaves.

Sólo el Citroën estaba en condiciones de circular. En el Hanomag faltaban los cristales, el Unimog estaba alzado sobre tacos. Me senté en el Citroën y probé las llaves. Una entraba, y cuando me volví vi los pilotos encendidos. En el volante había sangre coagulada, y también el paño del asiento del copiloto estaba manchado de sangre. Me lo guardé. Cuando quise sacar la llave de contacto toqué un interruptor de palanca en el salpicadero. Tras de mí oí el zumbido de un motor eléctrico, por el retrovisor vi cómo se abrían las puertas de carga. Salí y fui hacia a la parte trasera.

20. NO SOLO UN ESTÚPIDO MUJERIEGO

Esta vez ya no me asusté tanto. Pero el efecto era igualmente impresionante. Ahora sabía lo que había pasado en el puente. Toda la parte trasera de la camioneta estaba cubierta con papel metálico reflectante, desde la hoja izquierda hasta la derecha, ambas abiertas. Un tríptico mortal. El papel estaba terso, sin arrugas o alabeos, y me vi reflejado en él como el sábado anterior en el espejo de la escalera de mi casa. Cuando Mischkey llegó al puente, allí estaba la camioneta detenida con la parte trasera abierta. Mischkey, enfrentado a los faros que de forma aparentemente repentina se dirigían a él en su carril, dio un volantazo hacia la izquierda, y luego perdió el control de su vehículo. De nuevo recordé la cruz del faro derecho del coche de Mischkey. No la había puesto Mischkey, sino el viejo Schmalz, que con ella reconoció en la oscuridad que tenía que abrir rápidamente las puertas traseras porque llegaba su víctima.

Oí golpes en la puerta del hangar.

– ¡Abran, seguridad de la empresa!

Energía y Tenacidad tenían que haber advertido la luz de mi linterna. El hangar, a lo que parecía, había sido a tal punto para uso exclusivo de Schmalz que los de seguridad no tenían llave. Me alegró comprobar que ninguno de los dos novatos conocía el truco de la tarjeta. A pesar de ello yo estaba en una trampa.

Me quedé con el número de matrícula y vi que habían quitado la marca oficial de identificación de las placas y las habían sujetado con alambre de cualquier manera. Encendí el motor mientras fuera golpeaban en la puerta con mayor energía y tenacidad, y retrocedí con la camioneta, que tenía la superficie reflectante extendida, hasta una distancia de un metro de la puerta. Luego cogí de la mesa una llave inglesa larga y pesada. Uno de mis perseguidores se lanzó contra la puerta.

Me pegué a la pared que estaba junto a la puerta. Ahora me hacía falta mucha suerte. Cuando calculé que vendría el siguiente golpetazo a la puerta, presioné hacia abajo el picaporte.

La puerta se abrió de golpe, con ella el primero de los guardias se precipitó al suelo del hangar. El siguiente se abalanzó tras él con la pistola en alto y se detuvo espantado ante su imagen en el espejo. Al perro pastor se le había enseñado a atacar a todo hombre que amenazara a su dueño con un arma en alto, y saltó contra el papel metálico, que se desgarró. Le oí aullar de dolor en la zona de carga de la camioneta. El primer guardia estaba aturdido en el suelo, el segundo todavía no entendía qué estaba pasando, yo aproveché la confusión, me escurrí por la puerta y me lancé a un sprint en dirección al barco. Había avanzado unos veinte metros sobre la zona de las vías, ya en la calle, cuando oí que Energía y Tenacidad se lanzaban en mi persecución: «¡Alto, deténgase o disparo!» Sus pesadas botas marcaban un compás veloz en el adoquinado, el jadeo del perro estaba cada vez más cercano y yo no tenía ningunas ganas de conocer la aplicación de las ordenanzas sobre el empleo de armas de fuego en el recinto de la fábrica. El Rin parecía frío. Pero no tenía otra elección y salté.

El salto de cabeza a toda velocidad me dio suficiente impulso como para permitirme salir de nuevo a la superficie después de un buen trecho. Volví la cabeza y vi en el muelle a los guardias de seguridad con el perro; dirigían la luz de la linterna al agua. La ropa me pesaba, y la corriente del Rin es fuerte; avancé penosamente.

– ¡Gerd, Gerd! -A la sombra del muro del muelle, Philipp dejó que el barco se deslizara aguas abajo y me llamaba entre susurros.

– ¡Aquí! -susurré yo a mi vez.

Pronto el barco estuvo junto a mí, Philipp me subió a bordo. En ese momento nos vieron Energía y Tenacidad. No sé qué querían hacer. ¿Disparar contra nosotros? Philipp encendió el motor y con un centelleante oleaje de proa viró hacia el centro del Rin. Agotado y temblando de frío, yo me quedé sentado en cubierta. Saqué del bolsillo el paño manchado de sangre.

– ¿Puedes hacerme otro favor y analizar qué sangre es ésta? Desde luego creo que lo sé, grupo O, Rh negativo, pero hay que ir sobre seguro.

Philipp rió sarcásticamente.

– ¿Por ese paño húmedo toda esta agitación? Pero vayamos cosas por orden. Ahora tú te vas abajo, te das una ducha caliente y te pones mi albornoz. En cuanto pasemos de largo la policía fluvial te preparo un grog.

Cuando salí de la ducha ya estábamos a seguro. Ni la RCW ni la policía habían enviado una cañonera tras nosotros, y justo entonces Philipp se aprestaba a maniobrar para entrar en el brazo del Rin antiguo a la altura de Sandhofen. Aunque la ducha me había hecho entrar en calor, todavía temblaba. Había sido demasiado para mi edad. Philipp se había detenido en el antiguo atracadero y entró en la cabina.

– Mi querido amigo -dijo-. Me has dado un buen susto. Cuando he oído que los tipos golpeaban contra la puerta ya he imaginado que algo iba mal. Y no sabía qué hacer. Luego te he visto saltar. Todos mis respetos.

– Ah, sabes, cuando un perro bien entrenado te persigue no te paras a pensar si el agua está demasiado fría. Mucho más importante es que tú hayas hecho lo adecuado en el momento adecuado. Sin ti probablemente me habría ahogado, la única cuestión es si con una bala en la cabeza o sin ella. Me has salvado la vida. Me alegra de que no sólo seas un estúpido mujeriego.

Desconcertado, Philipp trajinaba de un sitio a otro en la cocina de la embarcación.

– Quizá me cuentes ahora qué se te ha perdido en la RCW

– Perdido nada, pero encontrado algunas cosas. Aparte de este asqueroso paño, he encontrado el arma homicida, probablemente también al asesino. De ahí el trapo húmedo. -Con el grog delante le conté a Philipp lo de la camioneta y su sorprendente equipamiento.

– Pero si eso de tirar a Mischkey por el puente es tan sencillo, ¿a qué responden las heridas del guarda veterano? -preguntó Philipp cuando acabé mi relato.

– Deberías haberte hecho detective privado. Eres rápido. Todavía no tengo la respuesta, a no ser que… -Pensé en lo que me había contado la dueña del local de la estación-. La mujer de la estación antigua oyó dos golpes, con poca diferencia. De repente lo vi claro. El coche de Mischkey quedó colgando en la barandilla del puente; entonces Schmalz senior con un gran esfuerzo le hizo perder su precario equilibrio, y así se lesionó. A causa de ese esfuerzo, al cabo de dos semanas, murió de un infarto. Sí, así es como debió de pasar.

– De este modo todo encajaría, también desde el punto de vista médico. Un golpe al romper la valla, otro al chocar contra las vías del tren. Si una persona mayor se excede puede ocurrir que le dé una pequeña embolia cerebral. Nadie se da cuenta hasta que el corazón deja de funcionar.

De repente me sentí muy cansado.

– A pesar de todo, todavía hay muchas cosas que no veo claras. Desde luego que no fue idea del viejo Schmalz matar a Mischkey. Y el motivo tampoco lo conozco. Llévame a casa por favor, Philipp. El burdeos lo bebemos otro día. Espero que no tengas tú problemas por mi escapada.

Cuando doblamos hacia la Sanhofenstrasse desde la Gerwigstrasse un coche patrulla con luz azul y sin sirena pasó a gran velocidad a nuestro lado en dirección ala dársena del puerto. Ni siquiera me volví.

21. LAS MANOS QUE REZAN

Tras una noche de fiebre ininterrumpida llamé a Brigitte. Vino enseguida, trajo quinina para la fiebre y gotas para la nariz, me masajeó la nuca, puso a colgar mi ropa para que se secara -yo la había dejado tirada la noche anterior en el pasillo-, preparó en la cocina algo que yo debía calentarme a mediodía, se fue, compró zumo de naranja, pastillas de glucosa y cigarrillos y dio de comer a Turbo. Estuvo laboriosa, competente y atenta. Cuando le pedí que se quedara un poco más sentada en el borde de la cama, tenía que irse ya.

Dormí casi todo el día. Philipp llamó y confirmó el grupo sanguíneo O y el Rh negativo. Por la ventana entraban en la penumbra de mi habitación los ruidos del tráfico del parque Augusta y el griterío de los niños que jugaban. Recordé días de enfermedad en la infancia, el deseo de jugar fuera con los otros niños, y al mismo tiempo el disfrute de la propia debilidad y de los mimos maternos. En el duermevela de la fiebre corría una vez y otra delante del perro pastor jadeante y de Energía y Tenacidad. El miedo que no había sentido la víspera, puesto que todo había sucedido con demasiada rapidez, se apoderó de mí. Tuve fantasías febriles sobre el asesinato de Mischkey y los motivos de Schmalz.

Hacia el atardecer me sentí mejor. La fiebre había bajado, y estaba débil pero con deseos de tomar el caldo con fideos y verdura que Brigitte había preparado, y después fumar un Sweet Afton. ¿Qué había de hacer a continuación con m¡ caso? El asesinato tiene que pasar a manos de la policía, aun suponiendo que la RCW extendiera el velo del olvido sobre los sucesos de la víspera, algo que yo podía imaginarme bien, nadie de la empresa volvería a informarme de nada. Llamé a Nägelsbach. Él y su mujer habían cenado y estaban en su estudio.

– Por supuesto que puede venir por aquí. También puede escuchar con nosotros Hedda Gabler, estamos precisamente en el tercer acto.

Colgué una nota en la puerta de mi casa para tranquilizar a Brigitte en el caso de que se pasara por allí para verme. El viaje a Heidelberg fue malo. Mi lentitud y la rapidez del coche armonizaban a duras penas.

Los Nägelsbach viven en una de las casitas de la colonia de Pfaffengrund, que data de los años veinte. El cobertizo, inicialmente pensado para gallinas y conejos, Nägelsbach lo había convertido en su estudio, con una gran ventana y lámparas claras. La tarde era fresca, y en la estufa sueca de hierro ardían algunos leños. Nägelsbach estaba sentado en una silla de la altura de un taburete de bar, y sobre la amplia mesa iban adquiriendo forma de cerillas las Manos que rezan de Durero. Su mujer leía en voz alta en el sillón que estaba junto a la estufa. Éste fue el perfecto cuadro idílico que se ofreció a mi vista cuando llegué al estudio por la puerta trasera del jardín y miré por la ventana antes de llamar con los nudillos.

– ¡Dios mío, qué mal aspecto tiene! -La señora Nägelsbach me cedió el sillón y se sentó en un taburete.

– Debe de tener muchas ganas de desahogarse cuando viene en este estado -me saludó Nägelsbach-. ¿Le molesta que esté presente mi mujer? Yo se lo cuento todo, también las cuestiones profesionales. Las normas de discreción no son para matrimonios sin hijos, que sólo se tienen el uno al otro.

Mientras yo hablaba, Nägelsbach seguía trabajando. No me interrumpió. Al final de mi relato permaneció un rato silencioso, luego apagó la luz de su mesa de trabajo, se volvió a nosotros con su silla alta y dijo:

– Di al señor Selb cuál es la situación.

– Con lo que nos acaba de contar, la policía quizá consiga una orden de registro para el hangar viejo. Dentro quizá encuentren todavía el Citroën. Pero ya no que dará nada sospechoso, nada de papel metálico reflectante, nada de tríptico mortal. Por lo demás, muy bonita la forma como lo ha descrito usted. Bien, y luego la policía puede interrogar a algunos miembros del personal de seguridad y a la viuda de Schmalz y a todos los que ha nombrado, pero ¿qué conseguirá con eso?

– Así es, y naturalmente yo puedo pedirle a Herzog que haga todo lo posible en este caso, y él puede intentar poner en juego sus relaciones con seguridad de la empresa, sólo que eso no cambiará nada. Pero eso ya lo sabe usted, señor Selb.

– Sí, ahí también he llegado yo con mis reflexiones. A pesar de ello, pensaba que a lo mejor a usted se le ocurría algo, que quizá la policía todavía puede hacer algo, que… Ah, no sé ya lo que pensaba. No me parece bien que el caso tenga que acabar así.

– ¿Tienes alguna idea del móvil? -La señora Nägelsbach se dirigió a su marido-. ¿No se puede hacer algo en ese sentido?

– Con lo que sabemos hasta ahora sólo puedo imaginarme que algo ha salido mal. Algo así como en la historia que me has leído hace poco. La RCW está contrariada con Mischkey, y la situación es cada vez más incómoda, y entonces algún responsable dice: «Bien, ya basta», y su subordinado se lleva un susto y por su parte transmite esto: «Preocúpese de que Mischkey nos deje en paz, aguce el ingenio», y el que recibe este mensaje quiere mostrar su eficiencia y aguijonea a sus subordinados y les estimula para que se les ocurra algo, que puede ser tranquilamente algo extraordinario, y al final de esta larga serie hay uno que piensa que lo que de él se exige es que mate a Mischkey.

– Pero el viejo Schmalz estaba jubilado y ya no estaba por la labor -observó su mujer.

– Difícil decirlo. Cuántos policías conozco yo que también después de la jubilación se siguen sintiendo policías.

– Por Dios -le interrumpió ella-, no irás a…

– No, no iré a. Quizá Schmalz senior era uno de esos que se sienten siempre en servicio. Lo que quiero decir con todo esto es que aquí no tiene que haber un móvil del crimen en el sentido clásico. El asesino es meramente órgano ejecutor sin motivo, y el que tenía el móvil no quería necesariamente un asesinato. Éstos son los efectos y, a fin de cuentas, la finalidad de las jerarquías de mando. También conocemos esto en la policía, en el ejército.

– ¿Quieres decir que podría hacerse más si el viejo Schmalz estuviera vivo todavía?

– Bueno, de entrada el señor Selb no habría llegado tan lejos. No se habría enterado de nada de la lesión de Schmalz, no habría estado buscando en el hangar viejo y desde luego no habría encontrado allí la furgoneta del crimen. Las huellas habrían sido borradas largo tiempo atrás. Pero bueno, supongamos que hubiéramos averiguado lo que sabemos por otros caminos. No, no creo que hubiéramos sacado nada del viejo Schmalz. Tiene que haber sido un hueso muy, muy duro de roer.

– Pero eso no puede ser, Rudolf. Oyéndote, se diría que el último eslabón es el único de esas cadenas de mando al que se puede echar el guante. ¿Y todos los demás han de quedar como inocentes?

– Que sean inocentes es una cuestión, y que se les pueda echar es otra. Mira, Reni, naturalmente yo no sé si algo ha salido mal o si más bien ha sido la cadena la que estaba de tal modo engrasada que todos sabían de qué se trataba pero nadie debía decirlo. Pero si estaba engrasada así, en cualquier caso no se puede demostrar.

– ¿Hay que aconsejar entonces al señor Selb que hable con uno de los grandes jerifaltes de la RCW para que se haga una idea de lo que pasó?

– Tampoco eso serviría para la persecución del delito. Pero tienes razón, eso es lo último que le queda por hacer.

Me venía bien la forma como los dos, con su juego de preguntas y respuestas, aclaraban cosas sobre las que yo no podía reflexionar debidamente en mi estado de magullamiento. Me quedaba pendiente por tanto una conversación con Korten.

La señora Nägelsbach preparó una infusión de verbena, y hablamos de arte. Nägelsbach nos contó lo que le excitaba realizar las manos que rezan. Las reproducciones plásticas usuales las encontraba no menos empalagosas que yo. Precisamente de ahí venía su deseo de alcanzar la noble sobriedad del modelo dureriano mediante la estructura rigurosa de las cerillas.

Al despedirnos me prometió que verificaría la matrícula del Citroën de Schmalz.

La nota para Brigitte todavía colgaba de la puerta de mi casa. Ya estaba en cama cuando me llamó.

– ¿Estás mejor? Siento no haber podido pasar otra vez a verte, sencillamente me ha resultado imposible. ¿Cómo ves el fin de semana? ¿Crees que estarás en condiciones de venir a cenar mañana a mi casa? -Algo no iba bien. Su alegría sonaba forzada.

22. TÉ EN LA GALERÍA

El sábado por la mañana encontré un mensaje de Nägelsbach y otro de Korten en el contestador automático. La matrícula que tenía el Citroën del viejo Schmalz había sido asignada cinco años antes a un funcionario de correos de Heidelberg para un Volkswagen escarabajo. De su desguazado predecesor procedía presumiblemente la matrícula que yo había visto. Korten preguntaba si no quería pasar el fin de semana por su casa de la Ludolf-Krehl -Strasse. También me pedía que le llamara.

– Mi querido Selb, me alegro de que hayas llamado. ¿Tomamos un té en la galería esta tarde? Has organizado algún alboroto en nuestras dependencias, he oído. Y pareces acatarrado, pero no me sorprende, ja, ja. Estás en buena forma, todos mis respetos.

A las cuatro estaba en la Ludolf-Krehl -Strasse. Para Inge, en el caso de que fuera todavía Inge, llevaba un ramo de flores otoñal. Me quedé contemplando con admiración la puerta de entrada, la cámara de vídeo y el interfono. Constaba de un auricular telefónico al extremo del largo cable, que el chofer podía coger de una pequeña cabina junto a la puerta y llevarlo hasta el coche a su jefe. Cuando quise entrar en mi coche, con el auricular oí a Korten que hablaba con la irritada paciencia con que se reconviene a un niño travieso:

– ¡No hagas tonterías, Selb! El funicular ya va a recogerte.

Mientras subía tenía ante mí el paisaje de Neuenheim, la llanura del Rin y, al fondo, los bosques del Palatinado. Era un día claro, y pude distinguir las chimeneas de la RCW Su humo blanco se perdía inocentemente en el cielo azul.

Korten, con pantalones Manchester, camisa de cuadros y una chaqueta informal de punto, me saludó cordialmente. En torno a él brincaban dos perros zorreros.

– He hecho poner la mesa en la galería, ¿no tendrás frío? Puedo dejarte una chaqueta, si quieres; Helga me tricota una tras otra.

Estábamos de pie, y disfrutábamos de la perspectiva.

– ¿Es aquella de allá abajo tu iglesia?

– ¿La iglesia de San Juan? No, nosotros pertenecemos a la iglesia de la Paz de Handschuhsheim. Me han hecho presbítero. Una bonita tarea.

Helga llegó con la cafetera, y yo me desembaracé de mis flores. A Inge sólo la había conocido fugazmente y tampoco sabía si había muerto, si se había separado o sencillamente se había ido. Helga, la nueva mujer o la nueva amante, se le parecía. La misma alegría, la misma falsa modestia, la misma satisfacción por mi ramo de flores. El primer trozo de tarta de manzana lo comió con nosotros.

– Seguro que querréis estar solos. -Como debe ser le dijimos que no. Y como debe ser se fue a pesar de ello.

– ¿Puedo comer otro trozo del pastel? Está delicioso.

Korten se reclinó en el sillón.

– Estoy seguro de que tuviste una buena razón para asustar a nuestros guardias la noche del jueves. Si no te importa, me gustaría saberla. Hace poco que por así decir te introduje en la fábrica y ahora, al conocerse tu escapada, me ha tocado recibir miradas de asombro.

– ¿Qué relación tenías con el viejo Schmalz? En su entierro se leyó una despedida personal tuya.

– No era eso lo que buscabas en el cobertizo. Pero bueno, le conocía mejor y me gustaba más que todos los demás de seguridad. En tiempos, en los años oscuros, uno trataba con colaboradores sencillos de los que ya no se ven.

– Él mató a Mischkey. Y en el hangar encontré la prueba de ello, el arma homicida.

– ¿El viejo Schmalz? No mataría ni a una mosca. Qué cosas se te ocurren, mi querido Selb.

Sin mencionar a Judith y sin entrar en detalles le informé de lo sucedido.

– Y si me preguntas qué me va a mí en todo ello, entonces te recordaré nuestra última conversación. Te pido que procedas con suavidad con Mischkey, y poco después está muerto.

– ¿Y qué razón, qué móvil podría tener el viejo Schmalz para hacer una cosa así?

– De eso hablaremos enseguida. Primero me gustaría saber si tienes alguna pregunta sobre el desenlace del asunto.

Korten se levantó y empezó a andar con pasos fatigosos de un lado a otro.

– ¿Por qué no me llamaste inmediatamente ayer por la mañana? Entonces quizá hubiéramos podido encontrar en el hangar de Schmalz más pistas sobre lo ocurrido. Ahora es demasiado tarde. Estaba pendiente desde hacía semanas, ayer derribaron el complejo de edificios con el hangar viejo. Ésta ha sido también la razón por la que hablé personalmente con el viejo Schmalz hace cuatro semanas. Intenté explicarle tomando una copita que por desgracia no podíamos dejarle el viejo hangar, y tampoco la vivienda en la fábrica.

– ¿Estuviste en casa del viejo Schmalz?

– Le mandé llamar. Como es natural, normalmente una notificación así no es cosa mía. Pero él me recordaba siempre los viejos tiempos. Ya sabes lo sentimental que estoy últimamente.

– ¿Y qué ha pasado con las camionetas?

– Ni idea, de eso se habrá ocupado el hijo. Pero, insisto, ¿dónde ves tú un motivo?

– En realidad, pensaba que eso podrías decírmelo tú.

– ¿Por qué lo piensas? -Los pasos de Korten se hicieron más lentos, se detuvo, se volvió a mí y me examinó.

– Es evidente que el viejo Schmalz no tenía ninguna razón personal para matar a Mischkey. Pero ya la empresa tenía problemas con él, se le presionó, incluso hicisteis que le dieran una paliza; y él reaccionó presionándoos a su vez. Después de todo él podía airear vuestro trato con Gremlich. No irás a decirme que no sabías nada de todo esto…

No, Korten no iba a decirme eso. Estaba informado de los problemas, desde luego, y también del trato con Gremlich. Pero, en principio, de ahí al asesinato habla un largo trecho.

– A no ser que… -se quitó las gafas-, a no ser que, bueno, el viejo Schmalz entendió ahí algo completamente al revés. Sabes, era una persona que seguía sintiéndose en servicio, y si su hijo u otro de seguridad le habló de los problemas con Mischkey, probablemente pensó que tenía que erigirse en salvador de la empresa.

– ¿Y qué pudo haber entendido mal, y con consecuencias tan graves, el viejo Schmalz?

– Yo no sé lo que su hijo o quien sea le puede haber contado. O si alguien le ha calentado los cascos en toda regla. Llegaré hasta el fondo. Resulta insoportable pensar que el viejo Schmalz haya sido manipulado de esta manera. Y qué tragedia hay en todo eso. Su gran amor por la empresa y un pequeño y estúpido malentendido le hacen destruir sin sentido y sin necesidad una vida, y también dar la propia.

– ¿Qué te está pasando? Dar la vida, destruir la vida, tragedia, abuso, ¿no decías que abusar de la gente no es lo censurable, y que sólo es una falta de tacto que lo adviertan?

– Tienes razón, pero volvamos a la cuestión. ¿Damos parte a la policía?

¿Eso era todo? Por exceso de celo un guarda veterano había matado a Mischkey, y eso ni siquiera quitaba a Korten las ganas de comer el huevo del desayuno. ¿Podría asustarle la perspectiva de ver a la policía en la empresa? Lo intenté.

Korten sopesó los pros y los contras.

– Para mí no sólo se trata de que siempre es desagradable ver a la policía en la empresa. Me da pena la familia Schmalz. Perder al marido y al padre y además enterarse de que ha cometido un asesinato, ¿podemos aceptar esa responsabilidad? Ya no hay nada que expiar, Schmalz ha pagado con la vida. Cómo reparar lo sucedido es lo que me preocupa. ¿Sabes tú si Mischkey tenía padres a su cargo, u otro tipo de obligaciones, si le han puesto una lápida como es debido? ¿Deja a alguien a quien se pueda dar una alegría? ¿Estarías dispuesto a hacerte cargo de ello?

Supuse que Judith no querría que le dieran una alegría así.

– Ya he investigado lo suficiente en el caso Mischkey. Si quieres saber algo más, si hablas realmente en serio, eso te lo soluciona la señora Schlemihl con algunas llamadas telefónicas.

– Siempre tan susceptible. Has hecho un excelente trabajo en el caso Mischkey. Y también te estoy agradecido de que hayas llevado a cabo la segunda parte de las investigaciones. De esas cosas tengo que estar al corriente. ¿Me permites que amplíe a posteriori el encargo inicial y pedirte que me mandes la cuenta?

Sí, tendría la factura.

– Ah, y algo más -dijo Korten-, aprovechando que hablamos de las cosas prácticas. Olvidaste incorporar a tu informe el pase especial. Así que adjúntalo esta vez con la factura en el sobre.

Saqué el pase de la cartera.

– Puedes quedarte ahora mismo con él. Y también me marcho ahora mismo.

Helga entró en la galería como si hubiese estado escuchando detrás de la puerta y hubiese percibido la señal de la despedida.

– Las flores son realmente preciosas, ¿quiere ver dónde las he puesto?

– Pero bueno, chicos, os podéis tutear. Selb es mi amigo más antiguo. -Korten nos pasó a los dos la mano por el hombro.

Quería irme de allí. En lugar de eso seguí a ambos al salón, estuve admirando mi ramo de flores sobre el piano, oí como se descorchaba una botella de champán y brindé con Helga por nuestro tuteo.

– ¿Cómo es que no vienes más a menudo por aquí? -preguntó ella con toda inocencia.

– Sí, hay que poner remedio a eso -dijo Korten antes de que yo pudiera responder algo-. ¿Qué piensas hacer en Nochevieja?

Pensé en Brigitte.

– Todavía no lo sé.

– Eso sí que es formidable, mi querido Selb. Así que pronto sabremos uno del otro.

23. ¿TIENES UN PAÑUELO?

Brigitte había preparado filetes de solomillo a la Strogonoff con champiñones frescos y arroz. Estaban deliciosos, la temperatura del vino era adecuada, y la mesa había sido puesta con cariño. Brigitte hablaba mucho. Yo le había traído los Greatest Hits de Elton John, y él cantaba sobre el amor, el sufrimiento, la esperanza y la separación.

Ella se extendió hablando sobre reflexoterapia podal, de la acupuntura con presión y del método Rolfing. Me habló de pacientes, seguros de enfermedad y colegas. Le importaba una mierda que me interesara o no y saber cómo me iba.

– ¿Qué está pasando hoy en realidad? Esta tarde apenas he reconocido a Korten, y ahora estoy en casa de una Brigitte que lo único que tiene en común con la mujer que me gusta es la cicatriz en el lóbulo de la oreja.

Soltó el tenedor, apoyó los codos en la mesa, ocultó el rostro entre las manos y se echó a llorar. Di la vuelta a la mesa para llegar a ella, apretó la cabeza contra mi vientre y lloró con más intensidad aún.

– Pero ¿qué pasa? -Le pasé la mano por el cabello.

– Yo…, ah, es para desesperarse. Me voy mañana.

– ¿Y qué hay en eso para desesperarse?

– Es todo tan terriblemente largo. Y tan lejano. -Arrugó la nariz.

– ¿Cómo de largo y cómo de lejos?

– Ay…, yo… -Hizo un esfuerzo-. ¿Tienes un pañuelo? Me voy a Brasil por seis meses. A ver a mi hijo.

Volví a sentarme. Ahora tenía yo ganas de desesperarme. Al mismo tiempo estaba enojado.

– ¿Por qué no me lo has dicho antes?

– Yo no sabía que lo nuestro iba a ser tan bonito.

– No lo entiendo.

Me cogió la mano.

– Juan y yo nos habíamos dado seis meses para ver si podíamos seguir juntos. Manuel no deja de preguntar por su madre. Y contigo yo pensé que sólo sería un episodio corto que habría acabado cuando me fuera a Brasil.

– ¿Qué es eso de que pensabas que habría acabado cuando fueras a Brasil? Las cosas no van a cambiar nada con postales del Pan de Azúcar. -Yo lo veía todo negro de pura tristeza.

Ella no dijo nada y se puso a mirar al vacío. Al cabo de un rato retiré mi mano de debajo de la suya y me levanté.

– Es mejor que me vaya. -Asintió en silencio. En el pasillo se apoyó en mí por un momento.

– No puedo seguir siendo la mala madre que, de todos modos, a ti no te gusta.

24. CON LOS HOMBROS ENCOGIDOS

La noche transcurrió sin sueños. Me desperté a las seis, supe que ese día tenía que hablar con Judith y reflexioné sobre lo que había de decirle. ¿Todo? ¿Cómo podría seguir trabajando en la RCW y vivir como hasta entonces? Pero ése era un problema que yo no podía resolver por ella.

A las nueve la llamé.

– He llegado al final del caso, Judith. ¿Damos un paseo por el puerto y te lo cuento?

– Tu voz no suena muy bien. ¿Qué has encontrado?

– Te recojo a las diez.

Preparé el café, saqué de la nevera la mantequilla, los huevos y el jamón ahumado, piqué cebolla y cebollino, calenté la leche para Turbo, exprimí tres naranjas, puse la mesa y me hice dos huevos fritos con jamón y cebolla levemente dorada. Cuando los huevos estaban a punto distribuí por encima el cebollino. El café ya estaba listo.

Me quedé un buen rato sentado ante el desayuno sin tocarlo. Poco antes de las diez tomé un par de sorbos de café. Le puse los huevos a Turbo y me fui.

Cuando llamé, Judith bajó de inmediato. Tenía buen aspecto con su loden de cuello subido, todo lo bueno que podía ser el aspecto de quien era desdichada.

Dejamos el coche en las oficinas del puerto y caminamos entre dependencias de ferrocarril y viejas naves de almacenamiento a lo largo de la Rheinkaistrasse. Bajo el ciclo gris de septiembre todo estaba de una tranquilidad dominical. Los tractores John Deere estaban allí como si esperaran el comienzo de la misa de campaña.

– Empieza ya de una vez.

– ¿Ha mencionado Firner algo de mi tropiezo con los vigilantes de la empresa el jueves por la noche?

– No. Creo que se ha enterado de mi relación con Peter.

Empecé con la conversación que habíamos tenido la víspera Korten y yo, me extendí más con la cuestión de si el viejo Schmalz había actuado como último eslabón de una cadena de mando que funcionaba bien, si en su megalomanía se había creído el salvador de la empresa o si había sido utilizado, y tampoco ahorré detalles sobre el asesinato en el puente. Dejé claro que entre lo que sabía y lo que era demostrable había un largo trecho.

Judith caminaba junto a mí con paso seguro. Había encogido los hombros y con la mano izquierda mantenía cerrado el cuello del abrigo contra el viento norte. No me había interrumpido. Pero entonces dijo con una risa suave que me afectó más que si hubiera llorado:

– Sabes, Gerhard, es tan absurdo todo esto. Cuando te encargué que descubrieras la verdad, pensé que me ayudaría. Pero ahora me siento más desvalida que antes.

Envidié a Judith por lo inequívoco de su tristeza. Mi tristeza estaba impregnada de la impotencia que había experimentado, del sentimiento de culpa por haber provocado la muerte de Mischkey, si bien involuntariamente, de la sensación de haber sido objeto de un abuso y de un improcedente orgullo por haber llevado tan lejos la resolución del caso. También me entristecía que el caso nos hubiera unido al principio a Judith y a mí, para después liarnos de tal manera que ya nunca podríamos aproximarnos con naturalidad.

– ¿Me enviarás la factura?

No había entendido que Korten quería pagar mis investigaciones. Cuando se lo expliqué, se retrajo todavía más y dijo:

– Cuadra bien con este caso. También cuadraría que me ascendieran nombrándome secretaria jefe de Korten. Qué asco me da todo esto.

Entre la nave de almacenamiento con el número 17 y la del número 19 giramos a la izquierda y llegamos al Rin. Enfrente se encontraba el alto edificio de la RCW. El Rin fluía amplio y tranquilo.

– ¿Qué debo hacer ahora?

Yo no tenía respuesta. Si al día siguiente era capaz de presentar a Firner documentos para firmar como si nada hubiera pasado, entonces se las arreglaría.

– Lo terrible es también que Peter esté ya tan lejos en mi interior. En casa he retirado todo lo que me recordaba a él porque me dolía mucho. Pero ahora siento frío en mi ordenada soledad.

Caminamos Rin abajo. De pronto se volvió a mí, me agarró del abrigo, me sacudió y gritó:

– ¡No podemos conformarnos con esto sin más! -Con la mano derecha describió un arco amplio, que comprendía toda la fábrica de enfrente-. No deben salirse con la suya.

– No, no deben, pero lo harán. Los poderosos siempre se han salido con la suya. Y en este caso a lo mejor ni siquiera fueron los poderosos, sino un Schmalz megalómano.

– Pero precisamente eso es el poder, que ya no haya que actuar porque se encuentra a un megalómano cualquiera que lo hace. Pero eso no disculpa al poder.

Intenté explicarle que yo no quería disculpar a nadie, pero que sencillamente no podía seguir adelante con las investigaciones.

– Así que tú también eres un cualquiera que hace el trabajo sucio para los poderosos. Será mejor que te vayas, yo sola encontraré el camino.

Reprimí mi impulso de dejarla plantada, y en lugar de ello dije:

– Eso es una locura. La secretaria del director de la RCW está reprochando que trabaje para la RCW al detective que ha cumplido un encargo para la RCW Qué arrogancia.

Seguimos andando. Al cabo de un rato me cogió del brazo.

– Antes, cuando pasaba algo malo siempre tenía la sensación de que las cosas se arreglarían. La vida, me refiero. Incluso después de mi separación. Ahora sé que nunca será como antes. ¿Conoces la sensación?

Asentí.

– ¿Sabes?, de verdad que me haría bien caminar un poco sola. Vete tranquilamente. No pongas esa cara de preocupación, no voy a hacer ninguna tontería.

Desde la Rheinkaistrasse miré otra vez hacia atrás. Todavía no se había movido. Miraba la RCW, el recinto aplanado de la fábrica antigua. El viento empujaba un saco de cemento vacío por la calle.

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