Tras un veranillo de San Martín largo y dorado irrumpió bruscamente el invierno. No recuerdo un noviembre más frío.
No trabajé mucho entonces. Las investigaciones en el caso Sergej Mencke avanzaban con lentitud. La compañía de seguros se andaba con remilgos a la hora de mandarme a América. El encuentro con el coreógrafo había tenido lugar en un rato libre del ensayo y me había ilustrado acerca de danzas indias, que precisamente estaban ensayando: pero por lo demás tan sólo había descubierto que a algunos les gustaba Sergej, a otros no, y que el coreógrafo pertenecía a estos últimos. Durante dos semanas el reuma me incomodó a tal punto que no me encontré en condiciones de hacer nada que excediera el esfuerzo que imponen las necesidades diarias. Por lo demás, salía mucho de paseo, a menudo a la sauna y al cine, acabé de leer Enrique el verde, que había abandonado en verano, y oí cómo crecía el pelaje de invierno de Turbo. También un sábado me encontré con Judith en el mercado. Ya no trabajaba en las RCW, vivía del subsidio de desempleo y echaba una mano en la librería de mujeres Jantipa. Nos prometimos que nos veríamos, pero ni ella ni yo dimos el primer paso. Con Eberhard reproducía las partidas del campeonato del mundo entre Kárpov y Kaspárov. Cuando estábamos en la décima partida, llamó Brigitte desde Río de Janeiro. Había zumbidos y murmullos en la línea, apenas la entendí. Creo que dijo que me echaba de menos. No me servía de nada.
Diciembre empezó con unos días inesperados de föhn [13]. El 2 de diciembre el Tribunal Constitucional Federal anunció la inconstitucionalidad del registro directo de datos de emisiones que había sido introducido por Baden-Württemberg y Renania-Palatinado.
Se censuraba la vulneración de la autonomía empresarial en el plano de la información y del derecho al establecimiento y al ejercicio de sus actividades de las empresas industriales, pero al cabo hacía que la regulación fracasara en las cuestiones de competencia. El conocido editorialista del Frankfurter Allgemeine Zeitung celebraba la sentencia como piedra miliar de la administración de Justicia, puesto que, después de todo, la Ley de Protección de Datos había hecho saltar las cadenas de la mera protección del ciudadano para adquirir las dimensiones de la protección de la empresa. Sólo entonces, según el editorialista, manifestaba el dictamen sobre el censo de población su madura grandeza.
Me hubiera gustado saber qué ocurriría con la lucrativa actividad paralela de Gremlich. ¿Le seguiría remunerando la RCW por así decir como durmiente? También me preguntaba si Judith habría leído la información de Karlsruhe y qué le habría pasado por la cabeza en tal caso. Se da medio año antes aquella sentencia, y no se habría producido la conexión entre Mischkey y la RCW
El mismo día encontré en el correo una carta de San Francisco. Vera Müller era una anciana natural de Mannheim, había emigrado a los Estados Unidos en 1936 y había enseñado literatura europea en diversos colleges de California. Desde hacia algunos años vivía jubilada y por nostalgia leía el Mannheimer Morgen. Ya le había sorprendido no oír nada después de su primera carta a Mischkey. Había respondido al anuncio porque el destino de su amiga judía durante el Tercer Reich se había entreverado tristemente con la RCW. En su opinión, se trataba de un capítulo de la historia más reciente sobre el que se debería investigar y publicar más, y estaba dispuesta a ponerse en contacto con la señora Hirsch. Pero no deseaba crear a su amiga ningún problema innecesario y establecería el contacto sólo cuando el proyecto de investigación fuera tanto científicamente sólido como fecundo desde el punto de vista de la superación del pasado nacional. Pedía las correspondientes aclaraciones. Era la carta de una dama ilustrada, redactada en un hermoso alemán que dejaba la impresión de algo arcaico, y escrita con una letra picuda y severa. A veces veo en Heidelberg en verano turistas americanas de cierta edad con un tono azul en el pelo blanco, montura de gafas rosa y un maquillaje llamativo sobre la piel arrugada. A mí siempre me ha resultado extraño ese valor para presentarse como caricatura, como expresión de la desesperación cultural. Leyendo la carta de Vera Müller podía de pronto imaginarme interesante a una de esas damas de edad y descubrir en su desesperación cultural el cansancio sabio de pueblos completamente olvidados. Le escribí diciéndole que iba a intentar visitarla en breve.
Llamé a las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg. Dejé claro que sin el viaje a América tan sólo podía redactar el informe final y pasar la factura. Una hora después me llamó el perito y dijo que debía ir.
Así que estaba de nuevo con el caso Mischkey. No sabía qué más podía descubrir. Pero allí estaba aquella pista, que se había perdido una vez y que ahora reaparecía. Y con la luz verde de las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg la podía seguir con tan poco esfuerzo que no necesitaba pensar demasiado por qué y con qué objeto.
Eran las tres de la tarde y con ayuda de mi calendario de bolsillo determiné que en Pittsburgh eran las nueve de la mañana. El coreógrafo me había informado de que los amigos de Sergej Mencke trabajaban en el State Ballet y el servicio de información telefónica me proporcionó su número.
La chica de correos estaba alegre.
– ¿Quiere usted llamar por teléfono a la pequeña de Flashdance? -Yo no conocía la película.
– ¿Está bien la película? ¿Merece la pena verla? -Ella la había visto tres veces. La conversación telefónica con Pittsburgh fue un tormento con mi mal inglés. Con todo, conseguí que la secretaria del ballet me dijera que los dos bailarines estarían todo el mes de diciembre en Pittsburgh.
Dispuse las cosas con mi agencia de viajes para que me dieran la factura de un vuelo Frankfurt-Pittsburgh con Lufthansa, pero consignando para mí un vuelo barato de Bruselas a San Francisco con escala en Nueva York y un salto a Pittsburgh. A principios de diciembre no había mucho movimiento sobre el Atlántico. Me dieron un vuelo para el jueves por la mañana.
Hacia la tarde llamé a Vera Müller a San Francisco. Le dije que le había escrito, pero que de forma completamente súbita se había ofrecido la oportunidad de una estancia en los Estados Unidos y que estaría el fin de semana en San Francisco. Dijo que comunicaría mi llegada a la señora Hirsch, que ella misma estaría fuera durante el fin de semana y que le alegraría verme el lunes. Anoté la dirección de la señora Hirsch: 410 Connecticut Street, Potrero Hill.
De películas antiguas conservaba imágenes en la cabeza de barcos que arriban al puerto de Nueva York y pasan frente a la Estatua de la Libertad y a lo largo de los rascacielos, y me había imaginado que podría ver lo mismo, aunque, en lugar de encontrarme sobre la cubierta de un vapor, lo mirara por la ventanita situada a mi izquierda. Pero el aeropuerto se encuentra lejos de la ciudad, estaba frío y sucio, y me sentí contento cuando hice el transbordo y tomé asiento en el avión a San Francisco. Las filas de asientos estaban tan próximas que aquello sólo era soportable con el respaldo inclinado. Durante la comida los asientos debían permanecer verticales, y presumiblemente también la compañía aérea servía la comida tan sólo para que al final uno se alegrara de poder recostarse otra vez.
Llegué a medianoche. Un taxi me llevó a la ciudad y al hotel por una autopista de ocho carriles. Me encontraba mal debido a la tormenta que había atravesado el avión. El empleado del hotel que me llevó la maleta a la habitación encendió el televisor, con un crujido apareció la imagen. Un hombre hablaba con abusiva insistencia. Después advertí que era un predicador.
A la mañana siguiente el portero me llamó a un taxi, y salí a la calle. La ventana de mi cuarto daba a la pared de la casa vecina, y la mañana en la habitación había sido gris y silenciosa. Ahora explotaban los colores y los sonidos de la ciudad, en torno a mí bajo un cielo claro y azul. El viaje por las colinas de la ciudad, por calles trazadas a cordel que se elevan y se precipitan hacia abajo, el golpeteo, como un chasquido, de las gastadas ballestas del taxi cuando atravesábamos un cruce, la vista de edificios elevados, los puentes y la gran bahía me hicieron sentir como si estuviera borracho.
La casa estaba en una calle tranquila. Como todas las casas de los alrededores, era de madera. Una escalera conducía a la entrada. Subí y llamé al timbre. Me abrió un anciano.
– ¿Mister Hirsch?
– Mi marido murió hace seis años. No tienes que disculparte, a menudo me toman por un hombre y ya estoy acostumbrada. Eres el alemán del que me ha hablado Vera, ¿no es cierto?
Quizá fuera la confusión o el vuelo o el viaje en taxi, el caso es que debí de desmayarme, y recobré el conocimiento cuando la anciana me echó un vaso de agua a la cara.
– Has tenido suerte de no haberte caído escaleras abajo. Si te ves con fuerza entra y te daré un whisky.
Me ardió por dentro. La habitación olía a moho y a vejez, a cuerpo viejo y a comida vieja. En casa de mis abuelos había el mismo olor, recordé de pronto, y también de pronto me invadió el miedo a envejecer, que reprimía una vez y otra.
La mujer estaba sentada frente a mí y me examinaba. La luz del sol que entraba por la persiana proyectaba rayas sobre ella. Estaba completamente calva.
– Tú quieres hablar conmigo de Karl Weinstein, mi marido. Vera cree que es importante que se cuente lo que ocurrió entonces. Pero no es una buena historia. Mi marido intentó olvidarla.
No me di cuenta inmediatamente de quién era Karl Weinstein. Pero cuando empezó a hablar me acordé. Ella no sabía que estaba contando no sólo la historia de él, sino también mi pasado.
Hablaba con una voz extrañamente monótona. Weinstein fue profesor de química orgánica en Breslau en 1933. En 1941, cuando fue internado en un campo de concentración, su antiguo asistente Tyberg lo reclamó para los laboratorios de la RCW y le fue asignado. Weinstein se mostraba incluso del todo satisfecho de poder trabajar de nuevo en su área y de estar en relación con alguien que lo estimaba como científico, que se dirigía a él como «señor profesor» y que le despedía cortésmente por la tarde antes de que, junto con los otros trabajadores forzados de la fábrica, fuera conducido al campamento de los barracones.
– Mi marido no era muy hábil en la vida y tampoco muy valiente. No tenía ideas, o no quería tenerlas, sobre lo que pasaba a su alrededor o sobre lo que le esperaba a él mismo.
– ¿Vivió usted también aquella época en la RCW?
– Conocí a Karl durante la deportación a Auschwitz, en 1941. Y luego le volví a ver después de la guerra. Yo soy flamenca, sabes, y al principio me pude esconder en Bruselas, hasta que me cogieron. Yo era una mujer guapa. Hicieron experimentos médicos con mi cuero cabelludo. Creo que eso me salvó la vida. Pero en 1945 yo estaba vieja y calva. Tenía veintitrés años.
Un día, uno de la fábrica y otro de las SS fueron a ver a Weinstein. Le habían dicho lo que tenía que declarar ante la policía, el fiscal y el juez. Se trataba de sabotaje, de un manuscrito que había encontrado él en el escritorio de Tyberg, de una conversación entre Tyberg y un colaborador que él, se suponía, había escuchado.
Vi de nuevo ante mí cómo condujeron entonces a Karl Weinstein a mi despacho, él en su traje de recluso, para hacer su declaración.
– Al principio no quiso. Todo era falso, y Tyberg no había sido malo con él. Pero le hicieron ver que lo machacarían. A cambio ni siquiera le prometieron la vida, sino tan sólo que podría sobrevivir un poco más. ¿Puedes imaginártelo? Luego a mi marido lo trasladaron y, sencillamente, fue olvidado en otro campo de concentración. Nosotros nos habíamos puesto de acuerdo sobre dónde nos encontraríamos en el caso de que todo aquello pasara. En Bruselas, en la Grand Place. Luego, por casualidad, yo fui allí, en la primavera de 1946; ya no pensaba en absoluto en él. Él me había esperado allí desde el verano de 1945. Me reconoció inmediatamente, aunque me había vuelto ya una mujer calva y vieja. ¿Quién puede resistir algo así? -Se rió.
No me atreví a decirle que Weinstein había hecho su declaración ante mí. Tampoco pude decirle por qué para mí era aquello tan importante. Pero yo tenía que saberlo. Así que le pregunté:
– ¿Está usted segura de que su marido hizo entonces una declaración falsa?
– No entiendo, le he contado a usted lo que él me dijo. -Se volvió distante-. Váyase -dijo-, váyase.
Descendí por la colina y llegué a los muelles y naves de almacenamiento de la bahía. Hasta donde alcanzaba la vista no había taxis, autobuses ni estaciones de metro. Ni siquiera sabía si en San Francisco había metro. Tomé la dirección en que veía los bloques altos de casas. La calle no tenía nombre, sólo un número. Por delante de mí circulaba lentamente un Cadillac negro y pesado. Cada pocos pasos se detenía, un negro con traje de seda rosa descendía, aplastaba hasta dejarla lisa una lata de cerveza o de Coca-cola y la hacía desaparecer en una gran bolsa de plástico azul. A algunos cientos de metros vi una tienda. Cuando me acerqué advertí que estaba enrejada como una fortaleza. Entré para comprar un sándwich y un paquete de Sweet Afton. Las mercancías estaban detrás de rejas, la caja me recordó la ventanilla de un banco. No conseguí el sándwich, y nadie sabía lo que era Sweet Afton, y me sentí culpable aunque no había hecho nada. Cuando abandoné la tienda con un cartón de Chesterfield, un tren de mercancías pasó de largo ante mí por medio de la calle.
En los muelles encontré un establecimiento de alquiler de coches y elegí un Chevrolet. El asiento delantero sin separación me había hechizado. Me recordó el Horch en cuyo asiento delantero me introdujo en el amor la mujer de mi profesor de latín. Con el coche me dieron un plano de la ciudad con la indicación de 49 Mile Drive. Lo seguí sin dificultad gracias a las señales que había por todos lados. Junto a los acantilados encontré un restaurante. A la entrada tuve que avanzar en una cola hasta que me llevaron a una mesa junto a la ventana.
La niebla se elevaba sobre el Pacifico. El espectáculo me cautivó, como si tras la niebla que se rasgaba pudiera resultar visible al instante la costa de Japón. Comí un filete de atún, una patata envuelta en papel de aluminio y ensalada iceberg. La cerveza se llamaba Anchor Steam y sabía casi como la cerveza ahumada del Schlenkerla de Bamberg. La camarera estaba atenta, llenaba la taza de café constantemente sin que se lo pidiera y preguntaba si todo estaba bien y de dónde venía. También ella conocía Alemania; una vez había visitado a su amigo en Baumholder.
Después de comer salí a estirar las piernas, estuve subiendo de un lado para otro en los arrecifes y de repente vi ante mí, más bello que el recuerdo que tenía de él por las películas, el puente Golden Gate. Me quité el abrigo, lo doblé, lo puse sobre una piedra y me senté encima. La costa descendía en picado, por debajo de mí se cruzaban veleros de colores y un buque de carga seguía tranquilamente su ruta.
Me había propuesto vivir en paz con mi pasado. Culpa, expiación, entusiasmo y ceguera, orgullo y cólera, moral y resignación: todo eso lo había integrado yo en un ingenioso equilibrio. Así, el pasado se habla vuelto abstracto. Ahora la realidad me había alcanzado y ponía en peligro mi equilibrio. Naturalmente que como fiscal había dejado que me manipularan, esto lo aprendí despues de la catástrofe. Uno puede preguntarse si hay formas de manipular mejores o peores. Sin embargo, de pronto para mí no era lo mismo haber cometido una falta por ponerme al servicio de una cosa pretendidamente grande y mala o que, por el contrario, haberme dejado utilizar como un estúpido peón, para el caso también como un caballero, en el tablero de ajedrez de una intriga pequeña y mezquina que todavía no entendía.
¿Adónde conducía exactamente lo que me había contado la señora Hirsch? Tyberg y Dohmke, contra quienes yo instruí la causa entonces, habían sido declarados culpables sólo en base a la declaración falsa de Weinstein. Bajo cualquier punto de vista, también el nacionalsocialista, la sentencia había sido un fallo errado, y mi instrucción había sido una instrucción errada. Se me había engañado con un complot cuyas víctimas habían de ser Tyberg y Dohmke. Mis recuerdos se hicieron más nítidos. En el escritorio de Tyberg se habían encontrado documentos ocultos que evidenciaban la existencia de un plan prometedor y de gran importancia para el desarrollo de la guerra, que en un principio había sido impulsado por Tyberg y su grupo investigador y que luego por lo visto fue interrumpido. Los acusados habían insistido una y otra vez ante mí y el tribunal en que no hubieran podido seguir al mismo tiempo dos líneas de investigación con perspectivas de éxito. Según ellos, habían abandonado temporalmente una de ellas, para retomarla más tarde. Todo había permanecido bajo estricto secreto, y su descubrimiento habría sido también tan excitante que ellos lo habían mantenido oculto con el celo del científico. Sólo por esa causa se explicaría que hubiera sido ocultado en el escritorio. Quizá les hubiera podido salir bien, pero Weinstein reveló una conversación entre Dohmke y Tyberg en la que ambos se mostraron de acuerdo en no dar curso al descubrimiento con objeto de provocar un rápido final de la guerra, incluso al precio de la derrota alemana. Y ahora resultaba que no había habido tal conversación.
La historia del sabotaje suscitó entonces gran indignación. El segundo punto de la acusación, relativo a relaciones raciales ilícitas, no me pareció convincente ya entonces; mis investigaciones no habían encontrado ningún punto de apoyo en el sentido de que Tyberg hubiera tenido relaciones con una trabajadora forzada judía. También se le condenó a muerte por ello. Estuve reflexionando sobre quién en las SS y quién con responsabilidad en el sector económico pudo haber tramado el complot.
Sobre el puente Golden Gate discurría continuamente el tráfico. ¿Adónde iba toda aquella gente? Conduje hasta el acceso a la autopista, aparqué el coche bajo el monumento al constructor y fui caminando hasta mitad del puente. Yo era el único peatón. Miré hacia abajo, al Pacífico, que relucía metálicamente. Por debajo de mí zumbaban grandes coches con insensible regularidad. Un frío viento silbaba entre los cables de soporte. Yo estaba helado.
Me costó volver a encontrar el hotel. Se hizo rápidamente de noche. Pregunté al portero dónde podía conseguir una botella de sambuca. Me mandó a una Liquor Store dos calles más allá. En vano recorrí los estantes. El propietario del comercio lo lamentó, no tenía sambuca pero sí algo parecido, qué tal si probaba Southern Comfort. Me envolvió la botella en una bolsa marrón de papel que retorció por arriba. Por el camino de vuelta al hotel me compré una hamburguesa. Con la trinchera y la bolsa marrón en una mano y la hamburguesa en la otra me sentía como un actor secundario en una película policíaca americana de serie B
En la habitación del hotel me tumbé en la cama y encendí el televisor. El vaso para mi cepillo de dientes estaba envuelto en una bolsa sellada de celofán, lo rasgué y me serví. Southern Comfort no tiene que ver lo más mínimo con el sambuca. A pesar de ello, tenía un sabor agradable y se deslizaba por mi garganta con toda naturalidad. Tampoco el encuentro de fútbol de la televisión tenía nada que ver con nuestro fútbol. Pero comprendí las reglas y seguí el juego con tensión creciente.
Al cabo de un tiempo aplaudía cuando mi equipo había hecho avanzar un buen trecho el balón. Luego me empezaron a divertir los anuncios publicitarios que interrumpían el partido. Al final debí de gritar demasiado, porque dieron unos golpes en la pared. Intenté levantarme y devolver los golpes, pero la cama se elevaba siempre por la parte por donde quería bajarme. Tampoco era tan importante. Lo principal era que todavía podía servirme. El último trago lo dejé en la botella. Para el viaje de vuelta.
En medio de la noche me desperté. Ahora me sentía borracho. Estaba vestido sobre la cama, el televisor escupía imágenes. Cuando lo apagué, mi cabeza implosionó. Conseguí quitarme la chaqueta antes de volver a dormirme.
Al despertarme no supe dónde estaba por unos instantes. Mi habitación estaba limpia y recogida, el cenicero vacío y el vaso del cepillo de dientes de nuevo con celofán. En mi reloj de pulsera eran las dos y media. Estuve largo rato sentado en el inodoro sujetándome la cabeza. Cuando me lavé las manos evité mirar al espejo. Encontré un envase de Saridon en mi neceser de viaje, y al cabo de veinte minutos mi dolor de cabeza había desaparecido. Pero con cada movimiento el líquido cefalorraquídeo chocaba pesadamente contra las paredes de mi cráneo, y el estómago gritaba reclamando comida pero al mismo tiempo me decía que no la conservaría mucho rato. En casa me habría hecho una infusión de manzanilla, pero no sabía cómo se decía manzanilla, ni dónde conseguirla ni cómo calentar agua.
Me di una ducha, primero caliente, luego fría. En el tea room de mi hotel pedí té negro y tostadas. Di unos pasos por la calle. El camino me llevaba a la Liquor Store. Todavía estaba abierta. No le tomé a mal la última noche al Southern Comfort, no soy rencoroso. Para dejárselo claro, compré otra botella. El propietario dijo:
– Better than any of your Sambuca, hey?
No quise decir nada en contra.
Esta vez me quería emborrachar sistemáticamente. Me quité la ropa, colgué el cartel de «Do not disturb» ante la puerta y mi traje en el perchero. La camiseta, que entre tanto ya estaba sucia, la metí en una bolsa de plástico prevista al efecto, que también dejé en el corredor. Dejé asimismo los zapatos, en la esperanza de que a la mañana siguiente encontraría todo en buen estado. Cerré por dentro la puerta, corrí las cortinas, encendí el televisor, me puse por encima el pijama, me serví el primer vaso, puse la botella y el cenicero en la mesilla de noche al alcance de la mano, a su lado los cigarrillos y las cerillas, y me tumbé en la cama. En la televisión ponían Río Rojo. Me tapé con la manta hasta la barbilla; miraba, fumaba y bebía.
Al cabo de un rato desaparecieron las imágenes de la sala de audiencias en que yo solía intervenir, de las ejecuciones que había tenido que presenciar, de los uniformes verdes y grises y negros y de mi mujer con el traje de las juventudes hitlerianas. Ya no oía botas resonando por largos corredores, ni discursos del Führer en la radio, ni sirenas. John Wayne bebía whisky, yo bebía Southern Comfort, y cuando se fue a poner las cosas en su sitio yo estaba a su lado.
Al mediodía siguiente, el regreso de la borrachera ya se había hecho un ritual. Al mismo tiempo tuve claro que se había terminado el beber en exceso. Fui con el coche hasta el parque Golden Gate y caminé dos horas. Por la tarde me topé con el Perry's, un local italiano en que me sentí casi tan bien como en el Kleiner Rosengarten. Dormí profundamente y sin sueños, y por la mañana descubrí el desayuno americano. A las nueve llamé a Vera Müller. Me esperaba para el lunch.
A las doce y media estaba con un ramo de rosas amarillas ante su puerta de Telegraph Hill. No era la caricatura de cabello azul que me había imaginado. Era aproximadamente de mi edad, y si como hombre llevaba yo los años al igual que ella como mujer, me daba por satisfecho. Era alta, esbelta, huesuda, llevaba el pelo gris cogido hacia arriba, sobre los vaqueros una blusa de estilo ruso, las gafas colgadas de una cadenita y en torno a los ojos grises y a la boca pequeña tenía una expresión burlona. Llevaba dos alianzas en la mano izquierda.
– Sí, soy viuda. -Había advertido mi mirada-. Mi marido murió hace tres años. Usted me recuerda a él. -Me llevó al salón, por cuyas ventanas vi Alcatraz, la isla prisión-. ¿Le apetece un pastis de aperitivo? Sírvase, en este momento iba a meter la pizza en el horno.
Cuando volvió yo había servido dos vasos.
– Tengo que hacerle una confesión. No soy un historiador de Hamburgo, sino un detective privado de Mannheim. El hombre a cuyo anuncio contestó usted, que tampoco era un historiador de Hamburgo, fue asesinado, y yo estoy intentando descubrir por qué.
– ¿Y sabe usted ya por quién?
– Sí y no. -Le conté mi historia.
– ¿Le ha mencionado a la señora Hirsch su propia implicación en el asunto Tyberg?
– No, no me atreví.
– De verdad que me recuerda usted a mi marido. Era periodista, un célebre y furibundo reportero, pero en todos sus reportajes tenía miedo. Por otra parte está bien que no se lo haya dicho a ella. Le habría perturbado mucho, también por su relación con Karl. ¿Sabía usted que él volvió a hacer una gran carrera en Stanford? Sarah nunca pudo incorporarse a ese mundo. Se quedó junto a él porque pensaba que se lo debía, por haberla esperado tanto tiempo. Y al mismo tiempo él vivió con ella sólo por lealtad. Nunca se casaron. -Me llevó al balcón de la cocina y sacó la pizza-. Del envejecer me gusta que a los principios les salen agujeros. Nunca habría pensado que alguna vez pudiera comer con un antiguo fiscal nazi sin que se me atragantara la pizza. ¿Sigue siendo nazi?
La pizza se me atragantó a mí.
– De acuerdo, de acuerdo. No le veo yo aspecto de serlo. ¿Tiene a veces problemas con su pasado?
– Por lo menos para dos botellas de Southern Comfort. -Le conté cómo me había ido el fin de semana.
A las seis todavía estábamos sentados. Me habló de sus comienzos en América. En la Olimpiada de Berlín había conocido a su marido y se había ido con él a Los Ángeles.
– ¿Sabe usted lo que más me ha costado de todo? Ir en traje de baño a la sauna.
Luego se tuvo que ir al turno nocturno del teléfono de la esperanza, y yo volví a Perry's y sólo me llevé a la cama un lote de seis latas de cerveza. A la mañana siguiente, mientras desayunaba, le escribí una postal a Vera Müller, luego pagué la cuenta y fui al aeropuerto. Por la noche estaba en Pittsburgh. Había nieve.
Los taxis que me llevaron por la noche al hotel y a la mañana siguiente al ballet eran exactamente igual de amarillos que los de San Francisco. Eran las nueve, la compañía todavía estaba ensayando, a las diez hicieron una pausa, y preguntando a uno y a otro llegué a los dos de Mannheim. Estaban de pie, con leotardos y camiseta y con un yogur en la mano junto a la calefacción.
Cuando me presenté y expliqué lo que buscaba, apenas pudieron comprender que hubiera hecho todo aquel viaje por ellos.
– ¿Sabías tú eso de Sergej? -Hanne se volvió a Joschka-. Oye, esto me deja perpleja, me inquieta.
También Joschka estaba asustado.
– Si podemos ayudar de algún modo a Sergej… Voy a hablar con el jefe. En realidad basta con que estemos de vuelta a las once. Así que podemos ir un rato a la cantina y hablar.
La cantina estaba vacía. Por la ventana veía un parque con grandes árboles sin hojas. Había madres paseando con sus hijos, esquimales con monos guateados que se revolcaban ruidosamente en la nieve.
– Bueno, para mí es de verdad importante explicar lo que sé sobre Sergej. Me parecería terrible que se llegara a falsas…, que se pensara… Sergej es tan inquietantemente sensible. También es muy vulnerable, para nada un macho. Sabe usted, ya sólo por eso no puede haber sido él mismo, siempre ha tenido un miedo espantoso a las lesiones.
Joschka no estaba tan seguro. Con un bastoncito de plástico revolvía pensativo en su taza de café de polietileno.
– Señor Selb, yo tampoco creo que Sergej haya querido lesionarse. No puedo imaginarme que alguien haga algo así por las buenas. Pero si alguien… Sabe, Sergej siempre ha tenido ideas locas.
– ¿Cómo puedes decir algo tan cruel? -le interrumpió Hanne-. Pensaba que eras su amigo. Debo decir que eso me entristece, de verdad.
Joschka le puso la mano en el brazo.
– Pero, Hanne, ¿no te acuerdas de la tarde en que tuvimos de invitados a los de la compañía de Ghana? Entonces contó cómo se cortó a propósito en la mano al pelar patatas cuando era boy scout para no tener que hacer más servicio de cocina. Nos reímos todos de aquello, tú también.
– Pero si lo entendiste todo mal. Él hizo sólo como si se hubiera cortado, y se puso una venda muy gorda. Así que estás tergiversando las cosas… Mira, Joschka, de verdad…
Joschka no parecía convencido, pero no quería discutir con Hanne. Pregunté por el estado de ánimo y la moral de Sergej en los meses previos al accidente.
– Exacto -dijo Hanne-, tampoco eso cuadra con su curiosa sospecha. Creía mucho en sí mismo, además quería hacer sin falta flamenco e intentó conseguir una beca para ir a Madrid.
– Pero, Hanne, precisamente no le dieron la beca.
– Pero no entiendes que, solicitándola, mostraba su fuerza. Y ese verano todo fue bien en su relación con su profesor de germanística. Sabes, Sergej no es maricón, pero también puede querer a hombres. A mí eso me parece formidable. Y tampoco son sólo encuentros cortos, sexuales, sino auténticamente profundos. Simplemente hay que quererle. Es tan…
– ¿Suave? -propuse.
– Exacto, suave. ¿Le conoce usted en realidad, señor Selb?
– ¿Cómo?, dígame otra cosa más, ¿quién es el profesor de germanística que ha mencionado?
– ¿Era realmente de germanística, no era de derecho? -Joschka arrugó la frente.
– Tonterías, tú no dejas ni un pelo sano a Sergej. Era germanista, un cielo. Pero el nombre… No sé si debo decírselo.
– Hanne, ninguno de los dos hizo un secreto de ello tal y como andaban juntos por la ciudad. Es Fritz Kirchenberg, de Heidelberg. Puede que le sirva de algo hablar con él.
Pregunté a ambos su opinión sobre los méritos de Sergej como bailarín. Hanne contestó en primer lugar.
– Pero es que no se trata para nada de eso. Aun en el caso de que no se sea un buen bailarín, no es preciso cortarse la pierna. Me niego en absoluto a hablar de ello. E insisto en que no tiene usted razón.
– No tengo en modo alguno una opinión formada, señora Fischer. Y también quisiera señalar que el señor Mencke no ha perdido la pierna, sólo se la rompió.
– Yo no sé cuánto entiende usted de ballet, señor Selb -dijo Joschka-. Al fin y al cabo con nosotros pasa como con todo. Están las estrellas y los que lo serán alguna vez; están los que se han librado de sus sueños de gloria, pero que no tienen miedos existenciales. Y quedan todavía los que viven en el miedo constante de no conseguir el siguiente contrato, y para los que todo ha terminado en cuanto sobrepasan cierta edad. Sergej pertenecía al tercer grupo.
Hanne no le contradijo. Con su rostro altivo dio a entender que consideraba la conversación por completo descaminada.
– Yo pensaba que usted quería averiguar algo sobre Sergej como persona. Y es que los hombres no conocen otra cosa que la carrera.
– ¿Qué idea se hacía el señor Mencke de su futuro?
– Paralelamente ha hecho siempre baile de sociedad, y una vez me dijo que le gustaría abrir una escuela de baile, algo muy corriente, para gente de quince y dieciséis años.
– Pero eso demuestra además que no puede haberse lesionado él mismo. Piénsalo bien, Joschka. ¿Cómo iba a ser profesor de baile sin una pierna?
– ¿Sabía usted también de sus planes de clases de baile, señora Fischer?
– Sergej andaba con muchos planes. Es increíblemente creativo y tiene una fantasía inquietante. También podría imaginarse haciendo cosas del todo distintas; criar ovejas en la Provenza o cosas así.
Tenían que regresar al ensayo. Me dieron sus números de teléfono para el caso de que se me ocurrieran más preguntas, me preguntaron si tenía algo pensado para la tarde, y me prometieron dejar en la caja una entrada gratuita para mí. Les seguí con la vista. Los andares de Joschka eran concentrados y elásticos; Hanne caminaba con pasos ligeros y flotantes. Había dicho muchas tonterías, de verdad, pero andaba con convicción, y me hubiera gustado verla por la tarde en el ballet. Pero Pittsburgh era demasiado frío. Hice que me llevaran al aeropuerto, volé a Nueva York y me dieron para esa misma tarde un vuelo de vuelta a Frankfurt. Creo que soy demasiado viejo para América.
Tomando el brunch en el Café Gmeiner hice un programa para el resto de la semana. Fuera caía la nieve en densos copos. Tenía que dar con el jefe de los boy scouts en cuyo grupo había estado Mencke, y hablar con el profesor Kirchenberg. Y también quería charlar con el juez que en aquella ocasión condenó a muerte a Tyberg y Dohmke. Tenía que saber si la condena se había producido por instrucciones de arriba.
Tras la guerra el juez Beufer había sido presidente de la Audiencia Territorial de Karlsruhe; en la central de correos encontré su nombre en la guía telefónica de Karlsruhe. Su voz sonaba sorprendentemente joven, y se acordaba de mi nombre.
– El Selb -dijo con acento suabo-. ¿Y qué ha sido de él? -Estaba dispuesto a recibirme para charlar conmigo ese día a primera hora de la tarde.
Vivía en Durlach, en una casa en una pendiente con vistas a Karlsruhe. Vi el gran gasómetro que saluda con el nombre de la ciudad. Me abrió el mismo juez Beufer. Se mantenía militarmente erguido, llevaba un traje gris, debajo una camisa blanca con corbata roja y alfiler de plata. La camisa había quedado demasiado ancha para su viejo y arrugado cuello. Beufer estaba calvo, su rostro colgaba pesadamente hacia abajo, mejillas, barbilla, bolsas bajo los ojos. En la Fiscalía siempre hacíamos chistes sobre sus orejas salientes. Eran más impresionantes que nunca. Parecía enfermo. Debía de pasar con creces los ochenta.
– Así que se nos ha hecho detective privado. ¿No le da vergüenza? Pero él era un buen jurista, un fiscal brillante. Yo esperaba verle de nuevo entre nosotros, una vez pasado lo peor.
Estábamos sentados en su gabinete de trabajo y bebíamos jerez. Él leía todavía la Neue Juristische Wochenschrift.
– Pero el Selb no viene únicamente para hacer una visita a su viejo juez. -Sus ojitos de cerdo brillaron taimados.
– ¿Se acuerda de la causa Tyberg y Dohmke? ¿Finales de 1943, principios de 1944? Yo instruí entonces el sumario, Södelknecht era el representante de la acusación y usted presidía el tribunal.
– Tyberg y Dohmke… -pronunció los nombres algunas veces como para sí-. Claro, fueron condenados a muerte, y en el caso de Dohmke también fue ejecutada la sentencia, Tyberg escapó a la ejecución. Sí, y llegó lejos el hombre. Y fue un hombre de mundo, ¿o vive todavía? Lo encontré una vez en una recepción en la Solitude, bromeamos sobre los viejos tiempos. Comprendió que entonces todos nosotros teníamos que cumplir con nuestro deber.
– Lo que yo quisiera saber…, ¿el tribunal recibió entonces señales de arriba en lo que respecta al desenlace del procedimiento, o fue un proceso completamente habitual?
– ¿Por qué le interesa eso a Selb? ¿Y qué está cociendo ahora?
La pregunta tenía que llegar, claro. Le hablé de un contacto fortuito con la señora Müller y de mi encuentro con la señora Hirsch.
– Sencillamente, quisiera saber lo que ocurrió entonces y qué papel he desempeñado yo.
– Para una revisión nunca será suficiente lo que la mujer le ha contado. Si Weinstein viviera todavía…, pero bueno. Tampoco lo creo. Uno tiene su criterio, y cuanto más me acuerdo, más seguro vuelvo a estar de que el fallo fue correcto.
– ¿Y hubo señales de arriba? No me malinterprete, señor Beufer. Los dos sabemos que el juez alemán supo mantener su independencia también bajo condiciones extraordinarias. A pesar de ello, repetidamente se intentó ejercer influencia desde algunas partes interesadas, y me gustaría saber si en este procedimiento hubo parte interesada.
– Ah, por qué no dejará Selb en paz esas viejas historias. Pero si es que quiere saberlo para la tranquilidad de su alma… Por aquella época me llamó Weismüller algunas veces, el que era entonces director general. Lo que él pretendía es que se cerrara el caso y que cesaran las habladurías sobre la RCW Quizá justo por eso le pareciera bien la condena de Tyberg y Dohmke. Porque, claro, no hay nada que cierre un caso tan radicalmente como una ejecución rápida. Que Weismüller tuviera interés en la condena por otros motivos… Ni idea, a decir verdad no lo creo.
– ¿Eso fue todo?
– Weismüller sin duda tenía relación con Södelknecht todavía entonces. El defensor de Tyberg había presentado a alguien de la RCW como testigo de descargo que en el estrado habló casi como si su propia vida estuviera en juego; Weismüller se interesó por él. Espere, el hombre también ha llegado lejos…, sí, Korten es su nombre, el actual director general. Así que tenemos juntos a todos los directores generales. -Se rió.
¿Cómo había podido yo olvidarlo? Yo mismo me sentí contento entonces de no tener que mezclar a mi amigo y cuñado en el procedimiento, pero después fue llamado por la defensa. Me alegró, porque Korten había trabajado tan estrechamente con Tyberg que su participación en el proceso habría podido arrojar sospechas asimismo sobre él, en cualquier caso perjudicando su carrera.
– ¿Sabía entonces el tribunal que Korten y yo éramos cuñados?
– Dios mío. Jamás lo hubiera pensado. Pero entonces aconsejó usted mal a su cuñado. Defendió con tal vehemencia a Tyberg que poco faltó para que Södelknecht lo apresara en el acto. Muy decente, demasiado decente, a Tyberg no le sirvió de nada. Es algo que deja mal sabor de boca, que un testigo de la defensa no sepa decir nada sobre los hechos y sólo pueda extenderse en amistosas generalidades sobre el acusado.
No tenía nada más que preguntar. Bebí el segundo jerez que me sirvió, y estuve charlando sobre colegas que conocíamos ambos. Luego me despedí.
– El Selb, que vuelve a seguir a su olfato de sabueso. Claro, porque es ella la que no le deja, la justicia. ¿Se dejará ver otra vez por casa del viejo Beufer? Me alegraría.
Sobre mi coche había diez centímetros de nieve reciente. La quité, tuve suerte y descendí seguro la colina hasta la carretera nacional, y en la autopista seguí a una quitanieves en dirección norte. Había oscurecido. La radio del coche anunciaba embotellamientos y se oían hits de los años sesenta.
La espesura de la nieve hizo que me saltara la salida de Mannheim en el cruce de Walldorf. Después la máquina quitanieves se quedó en un aparcamiento, y me sentí perdido. Conseguí llegar sin embargo hasta el restaurante de Hardtwald.
De pie en el establecimiento, esperaba con mi café a que cesara la nevada. Miraba los copos que bailaban. De pronto las imágenes del pasado cobraron vida.
Fue una tarde de agosto o septiembre, en 1943. Klara y yo habíamos tenido que dejar nuestra vivienda de la Werderstrasse y nos acabábamos de mudar a la Bahnhofstrasse. Korten había venido a cenar. Había patatas, col blanca y morcilla caliente. Korten estaba entusiasmado con la nueva vivienda, hizo alabanzas a Klara por la comida y yo me sentía molesto porque él sabía lo lamentablemente que cocinaba ella y porque no podía habérsele escapado que las patatas tenían demasiada sal y la col estaba a medio quemar. Luego, Klara nos dejó solos fumando en el salón durante casi una hora.
Precisamente entonces acababan de llegar a mi mesa las actas de Tyberg y Dohmke. A mí no me convencían los resultados de la investigación policial. Tyberg era de buena familia, había querido ir al frente y sólo contra su voluntad se había quedado en la RCW por la importancia para la guerra de sus trabajos de investigación. No me lo podía imaginar como saboteador.
– Conoces a Tyberg. ¿Qué piensas de él?
– Un hombre intachable. Todos estamos horrorizados de que él y Dohmke, nadie sabe por qué, hayan sido detenidos en el trabajo. Miembro del equipo nacional alemán de hockey en 1936, condecorado con la medalla del Profesor Dehmel, un químico de talento, un colega apreciado y un superior admirado. Bueno, de verdad que no entiendo lo que vosotros, los de la policía y la fiscalía, os habéis imaginado.
Le expliqué que una detención no es una condena y que ante un tribunal alemán nadie sería condenado a no ser que existieran las pruebas necesarias. Éste era un tema recurrente entre nosotros desde nuestra época de estudiantes. Korten había encontrado entonces en los bouquinistes un libro sobre sentencias judiciales erróneas famosas y discutía conmigo noches enteras sobre si la justicia humana podía evitar esos errores. Yo había defendido esa postura; Korten, por el contrario, adoptaba el punto de vista de que hay que vivir con sentencias judiciales erróneas.
Me acordé de una tarde de invierno de nuestra época de estudiantes en Berlín. Klara y yo íbamos en trineo por Kreuzberg y luego estábamos invitados a merendar en casa de Korten. Klara tenía diecisiete años, mil veces la habla visto, en tanto que hermana pequeña de Ferdinand, sin fijarme nunca en ella, y si la había llevado conmigo en el trineo era sólo porque me lo había estado pidiendo con zalamerías. En realidad, yo esperaba encontrarme con Pauline en el tobogán, ayudarla tras una caída o poder defenderla de los sucios pilluelos de Kreuzberg. ¿Había estado Pauline? En cualquier caso, de pronto sólo tuve ojos para Klara. Llevaba una chaqueta de piel y un chal de colores, y sus rizos rubios volaban, y en sus mejillas encendidas se derretían los copos. Camino de su casa nos besamos por primera vez. Klara tuvo primero que convencerme para que subiera con ella a merendar. Yo no sabía cómo debía comportarme frente a ella en presencia de los padres y el hermano. Cuando más tarde me fui, me acompañó con un pretexto hasta la puerta y me dio un beso en secreto.
Me sorprendí sonriendo hacia la ventana. En el aparcamiento del restaurante se habla detenido un convoy del ejército que tampoco podía seguir adelante a causa de la nieve. Mi coche ya volvía a tener encima un grueso manto. Fui a la barra a buscar otro café y un bocadillo. Volví junto a la ventana.
Korten y yo habíamos hablado entonces también de Weinstein. Un acusado intachable y un testigo de cargo judío: estuve reflexionando si no debería interrumpir la instrucción del sumario. Yo no podía informar a Korten de la importancia de Weinstein para la instrucción, pero no quería perder la ocasión de saber algo sobre Weinstein por él.
– ¿Qué piensas en el fondo del empleo de judíos en vuestra fábrica?
– Tú sabes, Gerd, que en la cuestión judía siempre hemos sido de pareceres distintos. Todavía nunca he tenido una buena opinión del antisemitismo. Encuentro grave tener trabajadores forzados en la fábrica, pero que sean judíos, franceses o alemanes me da igual. En nuestro laboratorio trabaja el profesor Weinstein, y es una pena que ese hombre no pueda estar en una cátedra o en su propio laboratorio. Nos rinde servicios inestimables, y si vas a juzgar por el aspecto o por la mentalidad, no encontrarás a nadie que sea más alemán. Un profesor de la vieja escuela, hasta 1933 catedrático de química orgánica en Breslau, todo lo que Tyberg es como químico se lo debe a Weinstein, de quien fue asistente y ayudante. El tipo del sabio amable y distraído.
– ¿Y si yo te dijera que inculpa a Tyberg?
– Por Dios, Gerd. Pero si Weinstein tiene un enorme apego a su alumno Tyberg… No sé qué decirte.
Un vehículo quitanieves se fue abriendo camino hasta el aparcamiento. El conductor descendió y entró en el restaurante. Le pregunté cómo podía seguir hasta Mannheim.
Justo ahora ha salido un colega hacia el cruce de Heidelberg. Apresúrese, antes de que la carretera vuelva a estar cerrada.
Eran las siete. A las ocho menos cuarto estaba en el cruce de Heidelberg y a las nueve en Mannheim. Necesitaba estirar las piernas, y me sentí alegre por la nieve copiosa. La ciudad estaba silenciosa. Me hubiera gustado atravesar Mannheim con una troika.
A las ocho me desperté, pero no me levanté. Todo había sido demasiado, el vuelo nocturno desde Nueva York, el viaje a Karlsruhe, la conversación con Beufer, los recuerdos y la odisea en la autopista nevada.
A las once llamó Philipp.
– Al fin te encuentro. ¿Dónde has estado? Tu trabajo de doctorado está terminado.
– ¿Trabajo de doctorado? -No sabía de qué me estaba hablando.
– Fracturas causadas por puertas. Y además un artículo sobre la morfología de los que se autolesionan. Es lo que tú encargaste.
– Ah, bueno. ¿Así que hay un tratado científico sobre eso? ¿Cuándo puedo tenerlo?
– Cuando quieras, sólo tienes que pasarte por mi despacho en la clínica y recogerlo.
Me levanté y me preparé café. El cielo sobre Mannheim seguía cargado de nieve. Turbo entró desde el balcón, moteado de blanco.
Mi frigorífico estaba vacío, y fui a hacer la compra. Qué bien que en las ciudades se proceda más cuidadosamente con la sal contra los resbalones en la nieve. No tuve que chapotear por una mezcla de nieve y barro, sino que caminé por la crujiente nieve recién caída, bien pisada. Los niños hacían muñecos y a veces se entregaban a batallas con bolas de nieve. En la panadería que está junto al Depósito de Agua encontré a Judith.
– ¿No hace un día maravilloso? -Sus ojos brillaban-. Antes, cuando tenía que ir al trabajo, me irritaba que hubiera nieve. Limpiar los cristales, el coche no arranca, hay que ir lento, pararse. Lo que me he perdido.
– Ven -dije-, vamos a dar un paseo invernal hasta el Kleiner Rosengarten. Te invito.
Esta vez no dijo que no. Junto a ella me sentía un poco pasado de moda; ella con chaqueta y pantalón guateados y con botas altas, que posiblemente fueran un producto derivado de la investigación espacial, yo con paletó y chanclos. Por el camino le hablé de mis investigaciones en el caso Mencke y de la nieve en Pittsburgh. También ella me preguntó enseguida si me había encontrado con la pequeña de Flashdance. Me entró curiosidad por la película.
Giovanni puso cara de asombro. Cuando Judith estaba en el lavabo se acercó a nuestra mesa.
– ¿Mujer antigua no buena? ¿Mujer nueva mejor? La próxima vez yo te procurar mujer italiana, así tú lograr tranquilidad.
– Hombre alemán necesitar no tranquilidad, necesitar muchas, muchas mujeres.
– Entonces tú tener mucho bien comer. -Recomendó el filete pizzaiola y para empezar la sopa de pollo-. El jefe mismo ha matado hoy por la mañana el pollo.
Pedí lo mismo para Judith y además una botella de chianti classico.
– En América he estado también por otro motivo, Judith. El caso Mischkey no me ha dejado en paz. Desde luego que no he avanzado con él. Pero el viaje me ha confrontado con mi propio pasado.
Ella escuchaba atentamente mi informe.
– En realidad, ¿qué estás investigando ahora?, ¿y por qué?
– Todavía no lo sé exactamente. Me gustaría hablar alguna vez con Tyberg, si es que todavía vive.
– Desde luego que vive todavía. Le he escrito a menudo cartas y le he mandado informes de negocios y obsequios de aniversario. Vive junto al lago Maggiore, en Monti sopra Locarno.
– Entonces quisiera también hablar de nuevo con Korten.
– ¿Y que tiene que ver él con el asesinato de Peter?
– No lo sé, Judith. Por lo demás, daría lo que fuera por ver claro en todo esto. De todos modos, Mischkey me ha llevado a ocuparme con el pasado. ¿Se te ha ocurrido algo más sobre el asesinato?
Ella había estado pensando si no se podría ir con la historia a la prensa.
– Me parece sencillamente inadmisible que la cosa tenga que acabar así.
– ¿Quieres decir que lo que sabemos es insatisfactorio? Por el hecho de que vayamos a la prensa no sabremos más.
– No. A mí me parece que la RCW no ha pagado realmente. Es completamente igual cómo hayan ido las cosas con el viejo Schmalz, de alguna forma eso es responsabilidad de ellos. Y además quizá nos enteremos de más cosas si la prensa mete el dedo en el avispero.
Giovanni trajo los filetes. Durante un rato estuvimos comiendo en silencio. No me acababa de gustar la idea de contar la historia a la prensa. Después de todo, yo había encontrado al asesino de Mischkey por encargo de la RCW, en todo caso era la RCW la que me había pagado por ello. Lo que Judith sabía y pudiera decir a la prensa, lo sabía por mí. Mi lealtad profesional estaba en juego. Me molestaba haber aceptado el dinero de Korten. De lo contrario ahora sería libre.
Le expliqué mis reparos.
– Tengo que pensar si puedo saltar sobre mi propia sombra, pero preferiría que esperaras un poco.
– Bueno. Me alegró mucho no tener que pagar tu factura, pero tendría que haber pensado en el acto que una cosa así tiene su precio.
Habíamos acabado de comer. Giovanni sirvió dos sambuca, «Con los buenos deseos de la casa». Judith me contó su vida como desempleada. Al principio había disfrutado de aquella libertad, pero pronto empezaron los problemas. De la oficina de desempleo no podía esperar que le proporcionaran un trabajo comparable. Tendría que moverse por su cuenta. Por otra parte no estaba muy segura de querer volver a trabajar como secretaria de dirección.
– ¿Conoces personalmente a Tyberg? Yo mismo le vi por última vez hace más de cuarenta años y no sé si le reconocería.
– Sí, en los actos de entonces, cuando se cumplieron cien años de la RCW, se me encargó que me ocupara de él como chica para todo. ¿Por qué?
– ¿Quieres venir conmigo si voy a Locarno? A mí me gustaría.
– Así que quieres saberlo de verdad. ¿Qué plan tienes para contactar con él?
Me quedé pensando.
– No te preocupes -dijo-, de eso me encargo yo. ¿Cuándo salimos?
– ¿Para cuándo puedes organizar como muy pronto una cita con Tyberg?
– ¿El domingo? ¿El lunes? No puedo decirlo. A lo mejor está en las Bahamas.
– Fija la cita para cuanto antes, y entonces nos vamos.
El profesor Kirchenberg se mostró dispuesto a recibirme de inmediato en cuanto oyó que se trataba de Sergej.
– El pobre muchacho, y usted quiere ayudarle. Pues pásese cuanto antes por aquí. Yo estaré toda la tarde en el Palais Boisserée.
Por los informes de prensa del llamado proceso de los germanistas yo sabía todavía que el Palais Boisserée albergaba el Seminario de Germanística de la Universidad de Heidelberg. Los profesores se sentían sucesores legítimos de sus primitivos ocupantes principescos. Cuando lo profanaron estudiantes rebeldes, con ayuda de la justicia se les dio un castigo ejemplar.
Kirchenberg era especialmente principesco-profesoral. Tenía una ligera calva y un rostro saturado y rosáceo, usaba lentes de contacto, y pese a su tendencia a la corpulencia se movía con elegancia saltarina. Para saludarme tomó mi mano entre las suyas.
– ¿No es realmente estremecedor lo que le ha pasado a Sergej?
Repetí mis preguntas sobre estado de ánimo, planes profesionales, situación financiera.
Se recostó en el respaldo del sillón.
– Serjoscha ha quedado marcado por una juventud difícil. Entre los ocho y los catorce años residió en Roth, una plaza militar gazmoña de la Franconia; fue un martirio para el niño. Un padre que sólo podía vivir su homosexualidad con esa virilidad militar, la madre laboriosa como una abeja, muy bondadosa, débil como una mimosa. Y el tap, tap, tap -golpeó con los nudillos en el escritorio- de los soldados que a diario llegaban y se iban. Escuche esto atentamente. -Hizo un gesto con una mano que me ordenaba silencio, y siguió golpeando con la otra. Lentamente fue cesando el ruido de la mano. Kirchenberg suspiró-. Sólo junto a mí ha podido asumir esos años.
Cuando abordé la sospecha de que se autolesionara, Kirchenberg se puso fuera de sí.
– Eso sí que me hace reír. Sergej tiene una relación muy afectuosa con su propio cuerpo, casi narcisista. Con todos los prejuicios que circulan sobre nosotros los maricones, cuando menos debiera comprenderse que cuidamos nuestro cuerpo con más esmero que el heterosexual corriente. Nosotros somos nuestro cuerpo, señor Selb.
– ¿Así que Sergej era de veras maricón?
– Otro a priori -dijo Kirchenberg casi compasivo-. Usted nunca ha estado en la terraza Scheffel leyendo a Stefan George. Hágalo alguna vez. Entonces quizá sienta usted que el homoerotismo no es una cuestión de ser, sino de devenir. Sergej no lo es, se está volviendo.
Me despedí del profesor Kirchenberg y, ascendiendo hacia el castillo, pasé por casa de Mischkey. También me quedé un momento en la terraza Scheffel. Tenía frío. Por lo demás, no sucedía nada, acaso sin Stefan George no podía suceder nada.
En el Café Gunde ya tenían en el mostrador las pastitas de anís típicas de Navidad. Compré una bolsa quería sorprender a Judith en el viaje a Locarno.
En mi oficina todo fue viento en popa. En información telefónica me dieron el número de la parroquia católica de Roth; el vicario interrumpió muy gustosamente los preparativos de su sermón para decirme que el jefe de los boy scouts de San Jorge en Roth era desde siempre Joseph Maria Jungbluth, maestro de oficio. Poco después pude hablar por teléfono con el maestro Jungbluth, y dijo que con gusto me recibiría al día siguiente, después de comer, para charlar sobre el pequeño Siegfried. Judith había establecido con Tyberg una cita para el domingo a primera hora de la tarde, y decidimos viajar el sábado.
– Tyberg tiene curiosidad por verte.
Con la autopista nueva se viaja de Mannheim a Nuremberg en realidad en dos horas. La salida Schwabach/ Roth se encuentra treinta kilómetros antes de Nuremberg. Algún día Roth se encontrará en la autopista Augsburgo-Nuremberg. Pero eso ya no lo veré yo.
Por la noche había nevado. Durante el viaje tenía la elección entre dos carriles, el muy utilizado de la derecha y uno estrecho para adelantar. Pasar junto a un camión era una aventura entre balanceos. Tras tres horas y media de viaje llegué. En Roth hay algunas casas de paredes entramadas, algunas construcciones de cantería, una iglesia evangélica y una católica, tabernas que se han adaptado a las necesidades de los soldados y muchos cuarteles. Ni siquiera un patriota local podría designar Roth como perla de la Franconia. Era poco antes de la una, y yo buscaba un restaurante. En el Ciervo Rojo, que se había resistido a la tendencia al fast food y que hasta había conservado su antigua disposición, cocinaba el propio dueño. Pregunté a la camarera por algún plato bávaro. No entendió mi pregunta.
– ¿Bávaro? Estamos en Franconia.
Así que pregunté por un plato franconio.
– Todos -dijo-. Toda la carta es Franconia. El café también. -Gente servicial la de allí. Pedí al buen tuntún saure Zipfel con patatas salteadas y también una cerveza negra.
Las saure Zipfel son salchichas, pero no se asan, sino que se calientan hasta la ebullición en una mezcla de vinagre, cebollas y especias. Y es así como saben. Las patatas salteadas estaban deliciosamente picantes. La camarera se ablandó y me indicó el camino hasta la Allersberger Strasse, donde vivía Jungbluth.
Jungbluth me abrió la puerta de paisano. En mi fantasía me lo había imaginado con medias hasta la rodilla, pantalón corto marrón, pañuelo azul al cuello y un sombrero de boy scout de alas amplias. Ya no se acordaba del campamento de boy scouts en que el pequeño Mencke había llevado puesta una venda auténtica o falsa y de esa forma se había librado de fregar. Pero recordaba otras cosas.
– Le gustaba escurrir el bulto a Siegfried. También en la escuela, donde lo tuve en los dos primeros cursos. Sabe, era un niño introvertido. Y también era un niño miedoso. Yo desde luego no entiendo nada de medicina, aparte, naturalmente, de los primeros auxilios que requieren mis funciones como maestro y jefe de hoy scouts. Pero pienso que se necesita valor para autolesionarse, y no creo que Siegfried tuviera ese valor. Su padre ya es de otra pasta.
Me acompañaba a la puerta cuando se le ocurrió algo más.
– ¿Quiere ver fotos? -En el álbum ponía 1968, las imágenes mostraban distintos grupos de boy scouts, tiendas, fogatas de campamento, bicicletas. Vi a niños cantando, riendo y haciendo muecas, pero también vi en sus ojos que el jefe de boy scouts Jungbluth les había hecho posar-. Éste es Siegfried.
Me mostró a un niño rubio y más bien flaco, de rostro reservado. Algunas fotografías después lo descubrí otra vez.
– ¿Qué le pasaba aquí en la pierna? -Tenía la pierna izquierda enyesada.
– Cierto -dijo el maestro Jungbluth-. Ésa fue una historia desagradable. Durante medio año el seguro de accidentes intentó imputarme negligencia en el ejercicio de mis tareas de control. Y sin embargo Siegfried se cayó de un modo muy estúpido cuando visitábamos la cueva de Pottenstein, y se rompió la pierna. Yo no puedo estar en todas partes. -Me miró reclamando mi aprobación. Se la di con gusto.
De vuelta a casa hice balance. No quedaba mucho por hacer en el caso Sergej Mencke. Todavía quería echar un vistazo a la tesis doctoral de la asistente de Philipp, y para el final había reservado la visita a Sergej en la clínica. Estaba harto de todos, de maestros, capitanes, profesores de germanística maricones, de todo el ballet y también de Sergej, incluso antes de verle. ¿Estaba cansado de mi oficio? Ya en el caso Mischkey había quedado por debajo de mis estándares profesionales, y antes no habría perdido a tal punto las ganas con un caso como me sucedía ahora con Mencke. ¿Debía dejarlo todo? ¿De verdad que quería vivir más de ochenta años? Podría pedir a la compañía de mi seguro de vida que me hicieran efectivo el pago; con eso me alimentaría doce años. Decidí hablar a principios de año con mi asesor fiscal y agente de seguros.
Iba conduciendo en dirección Oeste, hacia el sol poniente. Hasta donde podía ver la nieve brillaba rosácea. El cielo era de un azul pálido, de porcelana. De las chimeneas de los pueblecitos y ciudades pequeñas de Franconia por los que pasaba ascendía el humo. La luz acogedora de las ventanas despertaba viejas nostalgias de protección. Añoranza de ninguna parte.
Philipp estaba todavía de servicio cuando a los siete pregunté por él en su departamento.
– Willy ha muerto -me saludó abatido-. Ese tonto. Morirse hoy por un apéndice perforado es sencillamente ridículo. No entiendo por qué no me ha llamado; tiene que haber sufrido dolores tremendos.
– Sabes, Philipp, después de la muerte de Hilde el año pasado a menudo tuve la sensación de que en el fondo no quería seguir viviendo.
– Qué maridos y viudos más idiotas. Bastaba con que me dijera una sola palabra, yo conozco mujeres que le hacen a uno olvidar a cualquier Hilde. Por cierto, ¿qué ha sido de tu Brigitte?
– Anda por Río de Janeiro. ¿Cuándo es el entierro?
– Dentro de una semana. A las dos en el cementerio central de Ludwigshafen. He tenido que hacerme cargo de todo. ¿Estás de acuerdo con una lápida de piedra arenisca roja y un pequeño mochuelo encima? Vamos a ponernos de acuerdo tú, Eberhard y yo para que sea enterrado como es debido.
– ¿Has pensado ya lo de las esquelas? Y tenemos que avisar al decano de su antigua facultad. ¿Puede hacerlo tu secretaria?
– Conforme. Me gustaría ir contigo, seguro que vas a comer. Pero no puedo irme ahora; no olvides la tesis doctoral.
Así que sólo quedábamos tres. Fui a casa y abrí una lata de sardinas. Ese año quería probar con latas de sardina en aceite para mi árbol de Navidad y tenía que empezar la colección. Ya era casi demasiado tarde para lograr un número suficiente de ellas para Navidad. ¿Debería invitar el siguiente viernes por la tarde a Philipp y Eberhard a una comida funeral con sardinas en aceite?
«Fracturas producidas por puertas» tenía cincuenta páginas. El trabajo se basaba en una combinación sistemática de puertas y roturas. La introducción contenía una representación gráfica que consignaba en abscisas las distintas puertas causantes de roturas y en ordenadas las fracturas provocadas por puertas. En la mayor parte de los ciento noventa y seis cuadrados había cifras que indicaban con qué frecuencia la correspondiente combinación se había presentado en el hospital municipal de Mannheim en los últimos veinte años.
Busqué la columna «Puerta de coche» y la línea «Fractura de tibia». En la intersección encontré el número dos, al final del texto las anamnesis pertinentes. Aunque eran anónimas, en una de ellas reconocí la de Sergej. La otra era del año 1972. Un caballero excitado había ayudado a su dama a subir al coche y había cerrado demasiado pronto la puerta. El informe sólo podía mencionar un caso de autolesión. Un orfebre fracasado había querido hacerse de oro asegurándose el pulgar de la mano derecha y rompiéndoselo a continuación. En el sótano de las calderas había puesto la mano derecha en el marco de la puerta de hierro, que luego había cerrado con la izquierda. El asunto fracasó porque, tras haber cobrado de la compañía de seguros, el individuo había fanfarroneado con el golpe dado. Declaró a la policía que ya de niño se arrancaba los dientes de leche flojos con un hilo fijando un extremo al picaporte de una puerta y el otro al diente. Esto le dio la idea.
La decisión de llamar por teléfono a la señora Mencke y preguntarle por los métodos que tenía el pequeño Siegfried para extraerse los dientes la dejé para otro momento.
La víspera había estado demasiado cansado para ver Flashdance, que había cogido en un local de alquiler de vídeos de la Seckenheimer Strasse. Ahora lo puse. Después de ello estuve bailando bajo la ducha. ¿Por qué no me había quedado más tiempo en Pittsburgh?
Judith y yo hicimos la primera parada. Salimos de la autopista para entrar en la ciudad y aparcamos en la plaza de la catedral. Estaba nevada, sin adornos navideños perturbadores. Recorrimos los pocos pasos que nos separaban del Café Spielmann, encontramos una mesa en la ventana y ante nosotros tuvimos la vista del Rin y del puente con la capillita en medio.
– Ahora cuenta con detalle cómo lo has organizado todo con Tyberg -le pedí a Judith cuando nos sirvieron el muesli, que allí preparan con verdadera exquisitez, con mucha nata y sin excesivos copos de avena.
– Cuando tuve que atenderle durante los actos del aniversario, me invitó a visitarle si iba a Locarno. He vuelto sobre ello, y le he dicho que tenía que llevar en coche a mi tío, ya mayor -puso tranquilizadoramente su mano sobre la mía-, que quiere buscar algún alojamiento de vacaciones para personas de la tercera edad junto al lago Maggiore. Enseguida he añadido que conoce a mi tío de los años de la guerra. Y entonces nos ha invitado a los dos para mañana a tomar el té. -Judith estaba orgullosa de su jugada diplomática. Yo tenía mis reservas.
– ¿No me echará en el acto si reconoce en mí al desagradable fiscal nacionalsocialista? ¿No habría sido mejor habérselo dicho sin rodeos?
– También lo he pensado, pero entonces tal vez ni siquiera habría permitido que entrara en su casa el desagradable fiscal nacionalsocialista.
– ¿Y en realidad por qué tío ya mayor y no amigo ya mayor?
– Eso suena a amante. Creo que a Tyberg le gustaba como mujer, y quizá no me recibiría si supiera ya que además venía conmigo. Eres un detective privado sensible.
– Sí. Estoy dispuesto con gusto a asumir la responsabilidad de haber sido el fiscal de Tyberg. Pero ¿tengo que confesar luego a renglón seguido que soy tu amante y no tu tío.
– ¿Me lo preguntas a mí? -Lo dijo rápidamente y en un tono altivo, pero al mismo tiempo sacó su labor de punto, como si se prepara para una conversación más extensa.
Encendí un cigarrillo.
– Siempre me has interesado como mujer, y ahora me pregunto si para ti soy sólo el viejecito inofensivo, una especie de tío asexuado.
– ¿Qué pretendes ahora? «Siempre me has interesado como mujer.» Si antes te interesé, déjalo estar. Si te intereso ahora, entonces reconócelo. Siempre prefieres asumir la responsabilidad pasada que la presente. -Empate, la pelota en medio.
– No tengo ninguna dificultad en reconocer que me interesas, Judith.
– Sabes, Gerd, por supuesto que te veo como hombre, y también me gustas como hombre. La cosa no ha ido nunca tan lejos como para que haya querido dar el primer paso. Sobre todo en las últimas semanas. Pero ¿cuáles son los pasos tortuosos que das tú, si es que los das? «No tengo ninguna dificultad en reconocer», y estás teniendo las mayores dificultades ya sólo con pronunciar esa frase retorcida y cautelosa. Venga, sigamos el viaje. -Enrolló la manga del jersey que había empezado sobre las agujas y luego pasó por encima algo más de hilo.
No sabía qué decir. Me sentía humillado. Hasta Olten no cruzamos ni una palabra.
Judith había encontrado en la radio el concierto de violonchelo de Dvorák y hacía punto.
¿Qué me había humillado en el fondo? Después de todo, Judith sólo me había restregado por la cara lo que yo mismo había experimentado en los últimos meses: la falta de claridad en mis sentimientos con respecto a ella. Pero lo había hecho con frialdad, con su forma de citarme me sentía puesto en evidencia como un gusano que se retuerce en su anzuelo. Se lo dije a la altura de Zofingen.
Dejó caer la labor de punto en el regazo y miró un buen rato la autopista ante ella.
– He vivido eso tan a menudo en mi trabajo como secretaria de dirección, hombres que quieren algo de mí pero que no actúan debidamente. Les hubiera gustado tener algo conmigo, pero al propio tiempo no quieren que pase nada. Y lo organizan también así, de forma que se pueden retirar inmediatamente, en última instancia sin implicarse. Vi que eso mismo sucedía contigo. Das un primer paso, que quizá no lo es en absoluto, haces un gesto que no te cuesta nada y con el que no arriesgas nada. Hablas de humillación… Yo no te he querido humillar. Ah, mierda, por qué sólo puedes ser sensible para tus propias heridas. -Volvió la cabeza. Sonaba como si estuviera llorando. Pero yo no podía verlo.
A la altura de Lucerna oscureció. Cuando llegamos a Wassen ya no me apetecía seguir conduciendo. La autopista estaba despejada, pero empezó a nevar. Conocía el Hôtel des Alpes de anteriores viajes al Adriático. En la recepción todavía estaba la jaula con la corneja india. Cuando nos vio, cotorreó: «Coged al ladrón, coged al ladrón.»
Para cenar tomamos ternera troceada con patatas laminadas hechas a la sartén a la manera de Zurich. Durante el viaje habíamos empezado a discutir si el éxito ha de forzar al artista a menospreciar al público. Röschen me había hablado de un concierto de Serge Gainsbourg en París, con un público que había aplaudido con mayor gratitud cuando peor era tratado por Gainsbourg. Desde entonces me ocupaba la cuestión, y luego había ido a mayores e hizo que me preguntara si se puede envejecer sin menospreciar a las personas. Durante mucho rato Judith había rechazado cualquier relación entre éxito artístico y menosprecio humano. Con el tercer vaso de Fendant transigió.
– Tienes razón, Beethoven al final estaba sordo. La sordera es la expresión consumada del menosprecio al propio entorno.
En una habitación individual monacal dormí profundamente y sin interrupciones. Por la mañana temprano partimos hacia Locarno. Cuando salimos del túnel de San Gotardo, el invierno había pasado.
Llegamos hacia mediodía, tomamos habitaciones en un hotel junto al lago y comimos en el mirador acristalado, con vistas a veleros multicolores. El sol se dejaba sentir muy intensamente tras los cristales. Yo estaba agitado con la idea de ir a tomar el té en casa de Tyberg. Un funicular azul lleva de Locarno a Monti. A medio camino, donde la cabina que sube se encuentra con la que baja, hay una parada, Madonna del Sasso, un famoso santuario que no es bello, pero está situado en un bello lugar. Fuimos hasta allí caminando por el vía crucis, empedrado con grandes guijarros redondos. El resto de la ascensión nos lo ahorramos y tomamos el pequeño funicular.
Seguimos las muchas vueltas de la carretera hasta la casa de Tyberg, situada en una pequeña plaza donde también estaba la oficina de correos. Nos encontrábamos ante un muro con sus buenos tres metros que descendía hasta la carretera y sobre el cual discurría una verja de hierro forjado. El pabellón en una esquina y los árboles y matorrales de detrás de la verja permitían reconocer la posición elevada de la casa y el jardín. Tocamos el timbre, abrimos la maciza puerta, subimos la escalera hasta el jardín delantero y apareció ante nosotros una casa sencilla, pintada de rojo y de dos pisos. Junto a la entrada había una mesa y sillas de jardín de las que se ven en las cervecerías. La mesa estaba llena de libros y manuscritos. Tyberg se desembarazó de la manta de pelo de camello y vino hacia nosotros, de gran estatura, con andares levemente inclinados hacia delante, cabello blanco completo, barba cuidada, canosa y corta, y cejas abundantes. Llevaba gafas para leer, por encima de las cuales nos miraba con unos ojos azules y curiosos.
– Querida señora Buchendorff, qué bien que se haya acordado de mí. Y éste es su señor tío. Bienvenido también a Villa Sempreverde. Ya nos conocíamos, me ha contado su sobrina. No, déjelo -me detuvo cuando yo iba a empezar a hablar-, ya me acordaré. Estoy trabajando precisamente en mis memorias -señaló la mesa-, y me gusta ejercitar la memoria.
Nos condujo al jardín trasero a través de la casa.
– ¿Paseamos un poco? El mayordomo está preparado el té.
El camino del jardín nos llevaba monte arriba. Tyberg preguntó a Judith por su estado de salud, por sus proyectos y por su trabajo en la RCW. Tenía una manera tranquila y agradable de hacer las preguntas y de mostrar a Judith su interés con pequeñas observaciones. A pesar de ello me desconcertó la frecuencia con que Judith, por supuesto que sin mencionar mi nombre o mi papel en ello, habló de su baja en la RCW. Y asimismo me desconcertó la reacción de Tyberg. No se mostró escéptico en lo tocante a las explicaciones de Judith, ni indignado con ninguno de los citados, desde Mischkey a Korten, y tampoco manifestó pesar o condolencia. Sin más, se estaba poniendo al corriente con atención de lo que le contaba Judith.
El mayordomo trajo pastas con el té. Estábamos sentados en una gran sala con piano que Tyberg llamaba el cuarto de música. La conversación había llegado a la situación económica. Judith hizo malabarismos con capital y trabajo, input y output, balanza de comercio exterior y producto social bruto. Tyberg y yo coincidimos en la tesis de la balcanización de la República Federal de Alemania. Me dio la razón con tal velocidad que al principio temí haber sido mal interpretado en el sentido de que hay demasiados turcos. Pero también él estaba pensando en que los trenes cada vez circulan menos y son más impuntuales, que correos trabaja cada vez menos y merece menos confianza y que la policía cada vez es más impertinente.
– Sí -dijo pensativo-, además hay tantos reglamentos que los mismos funcionarios no los toman en serio, y los aplican según su gusto y su capricho a veces con rigor, a veces con negligencia, y a veces no los aplican en absoluto. Es sólo una cuestión de tiempo que el cohecho rija el gusto y el capricho. A menudo pienso en el tipo de sociedad industrial que saldrá de ahí. ¿La burocracia feudal posdemocrática?
Me gustan esas conversaciones. Lástima que a Philipp, por más que a veces lea un libro, en último extremo sólo le interesan las mujeres, y que el horizonte de Eberhard no vaya más allá de las sesenta y cuatro casillas. Willy pensaba en amplias perspectivas evolucionistas y había acariciado la idea de que en el próximo Eón los pájaros se harían cargo del mundo, o lo que los seres humanos dejen de él.
Tyberg me examinó largamente.
– Naturalmente. Como tío de la señora Buchendorff no tiene por qué apellidarse también Buchendorff. Usted es el fiscal jubilado doctor Selb.
– Jubilado no, excluido en 1945.
– Excluido a la fuerza, supongo -dijo Tyberg.
Yo no quería dar explicaciones. Judith lo advirtió e intervino.
– Excluido a la fuerza tampoco significa mucho. La mayoría volvieron. Éste no es el caso del tío Gerd, no porque no hubiera podido, sino porque no quiso.
Tyberg siguió mirándome inquisitivamente. No me sentía bien en mi piel. ¿Qué se dice cuando uno está sentado frente a alguien a quien se estuvo a punto de ejecutar en base a una instrucción defectuosa? Tyberg quería saber más.
– Así que usted ya no quiso ser fiscal después de 1945. Eso me interesa. ¿Cuáles fueron sus motivos?
– Una vez que intenté explicar eso a Judith, fue de la opinión de que mis motivos habían sido de naturaleza más estética que moral. A mí me repugnó la actitud que mostraron mis colegas cuando fueron readmitidos y después, la ausencia de toda conciencia de la propia culpa. Bien, yo hubiera podido hacer que se me readmitiera con otra actitud y con la conciencia de la culpa. Pero de esa forma me hubiera sentido como un outsider y entonces preferí quedarme fuera a todos los efectos.
– Cuanto más tiempo le tengo delante, más claro le veo de nuevo ante mí como joven fiscal. Por supuesto que ha cambiado. Pero sus ojos azules todavía brillan, sólo que miran con más picardía, y donde ahora tiene un cráter en la barbilla antes tenía un hoyuelo. ¿Qué pensaba usted en el fondo entonces, cuando nos zurró la badana a Dohmke y a mí? Precisamente hace poco me he ocupado en mis memorias con el proceso.
– También yo he desenterrado el proceso no hace mucho. Por ello me alegro de poder hablar con usted. Fui a San Francisco para encontrarme con la compañera del profesor Weinstein, testigo de cargo entonces, y he sabido que su declaración fue falsa. Alguien de la empresa y alguien de las SS le presionaron. ¿Tiene alguna conjetura, o sabe usted incluso quién en la RCW pudo tener entonces interés en que desaparecieran Dohmke y usted? Sabe usted, haber sido utilizado de esa forma como instrumento de intereses desconocidos es algo que me preocupa.
A un timbrazo de Tyberg vino el mayordomo, que despejó la mesa y sirvió jerez. Tyberg había arrugado la frente y miraba al vacío.
– Sobre eso empecé a reflexionar cuando estaba en prisión preventiva y hasta ahora no he dado con la respuesta. Una vez y otra pensé en Weismüller. Ésa fue también la razón de que no quisiera volver a la RCW justo después de la guerra. Pero no he encontrado nada que corrobore esa idea. También me ocupó mucho tiempo la cuestión de cómo pudo hacer Weinstein su declaración. Que estuviera fisgando en mi escritorio, encontrara los manuscritos en el cajón, los interpretara erróneamente y me denunciara, ya me dejó bastante perplejo. Pero su declaración sobre una conversación entre Dohmke y yo que jamás tuvo lugar me afectó profundamente. Todo por algunas ventajas en su reclusión, me preguntaba. Ahora me entero de que le obligaron. Tuvo que haber sido terrible para él. ¿Supo su compañera, y se lo ha dicho, que después de la guerra él intentó contactar conmigo y que yo me negué? Yo estaba demasiado herido, y él era demasiado orgulloso para hablarme en la carta de la presión a que estuvo sometido.
– ¿Qué pasó con sus investigaciones en la RCW, señor Tyberg?
– Las continuó Korten. Después de todo fueron el resultado de una colaboración estrecha entre Korten, Dohmke y yo. También los tres tomamos juntos la decisión de seguir inicialmente sólo una línea de investigación y dejar de lado la otra. Porque nosotros éramos los padres de la criatura, que mimábamos y cuidábamos, y no dejábamos que nadie se acercara. Ni siquiera Weinstein estaba al corriente, aunque en nuestro equipo ocupaba una posición importante, científicamente estaba con nosotros casi de igual a igual. Pero usted quiere saber lo qué pasó con las investigaciones. Desde la crisis del petróleo me pregunto a veces si no volverán a estar pronto de inmediata actualidad. Síntesis de combustibles. Nosotros recorrimos caminos diferentes de los de Bergius, Tropsch y Fischer porque desde el principio atribuimos una importancia decisiva al factor costes. Korten apostó muy fuerte en el desarrollo posterior del método que habíamos concebido y lo maduró hasta la producción. Esos trabajos se convirtieron con todo derecho en el fundamento de su rápido ascenso en la RCW, aun cuando el método perdió importancia al final de la guerra. A pesar de ello, creo que todavía Korten lo registró como el método Dohmke-Korten-Tyberg.
– No sé si puede hacerse una idea de lo que me pesa que Dohmke fuera ejecutado; por lo mismo, me alegra que usted consiguiera fugarse. Es sólo curiosidad, naturalmente, pero ¿le importaría algo decirme cómo lo logró?
– Es una larga historia. Sí, se la quiero contar, pero… ¿Se quedarán ustedes a cenar? ¿Qué tal después? Avisaré al mayordomo para que prepare la cena y encienda la chimenea. Y hasta entonces… ¿Toca usted algún instrumento, señor Selb?
– La flauta, pero en todo el verano y el otoño no he encontrado el momento.
Se levantó, cogió del armario Biedermeier una caja de flautas y me la dio para que la abriera.
– ¿Cree que podrá tocar con ésta?
Era una Buffet. La monté y probé algunas escalas. Tenía un espléndido sonido, suave pero claro, alegre en los tonos altos, a pesar de mi mal comienzo tras la larga pausa.
– ¿Le gusta Bach? ¿Qué tal con la suite en si menor?
Estuvimos tocando hasta la cena, tras la suite en si menor vino el concierto en re mayor de Mozart. Él tocaba seguro y con fuerza en la expresión. En las escalas rápidas en ocasiones yo tuve que hacer trampa. Al final de cada pieza Judith soltaba la labor de punto de las manos y aplaudía.
Comimos pato relleno con castañas, albóndigas y lombarda. El vino yo no lo conocía, un Merlot afrutado del Ticino. Junto a la chimenea Tyberg nos pidió que guardáramos en secreto su historia. En breve sería pública, pero hasta entonces se imponía el deber de la discreción.
– Esperaba la ejecución en la celda de los condenados a muerte de la prisión de Bruchsal. -Describió la celda, la vida cotidiana de un condenado a muerte, la comunicación mediante golpes en la pared con Dohmke, que estaba en la celda contigua, la mañana en que vinieron a buscar a Dohmke-. Pocos días después también vinieron a buscarme a mí, en medio de la noche. Dos de las SS me reclamaron para llevarme a un campo de concentración. Y entonces advertí que uno de los oficiales de las SS era Korten. -Esa misma noche fue depositado en la frontera, más allá de Lörrach, por Korten y el otro miembro de las SS. Al otro lado le esperaban dos señores de Hoffmann-La Roche-. A la mañana siguiente bebía chocolate y comía cruasanes, como en tiempos de paz.
Era un buen narrador. Judith y yo escuchábamos embelesados. Korten. Siempre volvía a sorprenderme, y hasta a admirarme.
– Pero ¿por qué no puede hacerse público eso?
– Korten es más modesto de lo que parece. Me ha pedido con insistencia que no haga mención del papel que desempeñó en mi fuga. Yo siempre lo he respetado, no sólo como un gesto de modestia, sino también de sabiduría. Todo eso cuadraba mal con la imagen de líder empresarial que se estaba labrando. Este verano he aireado por vez primera la historia. La posición de Korten como líder empresarial es hoy reconocida en todas partes, y creo que le alegrará cuando el episodio ocupe su lugar en la semblanza que Die Zeit quiere publicar la próxima primavera con ocasión de sus setenta años. Por eso le conté la historia al reportero que investigaba para la semblanza, cuando estuvo aquí hace unos meses.
Puso otro leño. Eran las once.
– Una pregunta más, señora Buchendorff, antes de que la velada acabe. ¿Le gustaría trabajar para mí? Desde que estoy con mis memorias busco a alguien que haga el trabajo de investigación, en el archivo de la RCW, en otros y en bibliotecas, que sepa hacer lecturas críticas de control, que se acostumbre a mi letra y escriba el manuscrito definitivo. Me alegraría que pudiera empezar el uno de enero. Trabajaría fundamentalmente en Mannheim, de vez en cuando tendría que pasar una semana aquí. La retribución no sería peor que la que ha tenido hasta ahora. Piénselo hasta mañana a primera hora de la tarde, llámeme, y en caso de que acepte podemos discutir mañana mismo los detalles.
Nos acompañó a la puerta del jardín. El mayordomo esperaba con el Jaguar para llevarnos al hotel. Judith y Tyberg se despidieron con un beso en cada mejilla. Cuando le di la mano, me sonrió con un guiño.
– ¿Volveremos a vernos, tío Gerd?
En el desayuno Judith me preguntó qué pensaba de la oferta de Tyberg.
– Me ha gustado él -contesté.
– Te creo. Hicisteis un buen número, los dos. Cuando el fiscal y su víctima empezaron a tocar juntos música de cámara, no podía creer lo que estaba oyendo. Me parece bien que te guste, también me gusta a mí, pero ¿qué piensas de su oferta?
– Acéptala, Judith. Creo que no puede pasarte nada mejor.
– ¿Y que yo le interese como mujer no dificulta el trabajo?
– Pero eso te puede pasar en cualquier trabajo, con esas cosas ya sabes manejarte. Y Tyberg es un gentleman y no te meterá la mano bajo la falda cuando te esté dictando.
– ¿Y qué hago cuando haya terminado sus memorias?
– Enseguida te digo algo sobre eso.
Me levanté, fui al buffet del desayuno y para terminar cogí unas rodajas de pan tostado con miel. Vaya con ésta, pensé. ¿Se querrá construir su propia casa? De vuelta en la mesa dije:
– Ya te procurará un empleo. Es de lo último que deberías preocuparte.
– Voy a pensármelo más dando un paseo por la orilla del lago. ¿Nos vemos para comer?
Yo sabía qué pasaría a continuación. Ella aceptaría el puesto, llamaría a Tyberg a las cuatro y estaría con él tratando los detalles hasta la noche. Decidí buscarme un alojamiento para mis vacaciones; dejé una nota a Judith con mis mejores deseos de que las negociaciones con Tyberg fueran exitosas y salí con el coche a recorrer el lago hasta Bissago, donde pasé con el barco hasta la Isola Bella, y allí comí. Después me dirigí hacia las montañas y describí un arco amplio, que me dejó de nuevo junto al lago a la altura de Ascona. Vi numerosos alojamientos para mis vacaciones. Pero no quería reducir mis expectativas de vida hasta el punto de poder comprarme una con el seguro. A lo mejor hasta me invitaba Tyberg para las siguientes vacaciones.
Cuando se hizo de noche estaba de vuelta en Locarno y anduve callejeando por la ciudad, decorada para la Navidad. Busqué latas de sardinas para mi árbol de Navidad. En una tienda de ultramarinos bajo las arcadas encontré sardinas portuguesas con indicación del año de envasado. Cogí una lata de 1983, de tonos brillantes verdes y rojos, y una de 1984, de un blanco sencillo con letras doradas.
En la recepción del hotel me esperaba una nota de Tyberg. Me proponía recogerme para la cena. En lugar de llamarle por teléfono y hacer que me recogieran, fui a la sauna del hotel, pasé allí tres horas agradables y me metí en la cama. Antes de dormirme le escribí una carta breve a Tyberg en que le expresaba mi agradecimiento.
A las once y media Judith llamó a la puerta. Le abrí. Me hizo un cumplido sobre mi pijama, y acordamos que saldríamos a las ocho.
– ¿Estás satisfecha con tu decisión? -le pregunté.
– Sí. El trabajo con las memorias durará dos años, y Tyberg ya ha pensando en algo para después.
– Formidable. Que duermas bien.
Olvidé abrir la ventana, y desperté de un sueño. Yo dormía con Judith, que sin embargo era la hija que nunca tuve y que llevaba una ridícula faldita roja de teatro de variedades. Al abrir una lata de sardinas para ella y para mí, salió Tyberg de ella, y fue creciendo hasta que al final ocupó toda la habitación. A mí me faltaba espacio, desperté.
Ya no pude volver a dormirme y me alegró que llegara la hora del desayuno, y sobre todo la de irnos por fin. Pasado el túnel de San Gotardo empezó de nuevo el invierno, y para llegar a Mannheim necesitamos siete horas. En realidad mi intención era visitar el martes a Sergej, que estaba en la clínica tras una nueva operación, pero ahora no me veía con fuerzas para hacerlo. Invité a Judith a champán para celebrar su nuevo trabajo, pero le dolía la cabeza.
Así que bebí solo el champán con mis sardinas.
Sergej Mencke se encontraba en la Clínica del Este en una habitación doble que daba al jardín. La otra cama estaba vacía en aquel momento. Su pierna colgaba elevada por una especie de polea y era mantenida con la inclinación adecuada por medio de un sistema metálico de bastidores y tornillos. Con la excepción de unas pocas semanas, había estado los últimos tres meses en la clínica, y, en consonancia con ello, su aspecto era miserable. A pesar de ello se veía que era un hombre bello. Cabello claro, rubio, un rostro inglés alargado con una barbilla potente, ojos oscuros y un gesto vulnerable y arrogante en torno a la boca. Lástima que su voz tuviera algo de lloroso, aunque acaso fuera sólo por causa de los meses anteriores.
– ¿No hubiera sido mejor hablar conmigo antes que nada, en lugar de molestar a todo mi entorno social?
Así que era uno de ésos. Un quejica.
– ¿Qué me habría contado en tal caso?
– Que sus sospechas son puramente fruto de su fantasía, producto de una mente enferma. ¿Se imagina a sí mismo autolesionándose una pierna de esa forma?
– Ah, señor Mencke. -Acerqué la silla a su cama-. Hay tantas cosas que yo no haría. Tampoco me podría cortar en el pulgar para no tener que fregar más platos. Y tampoco sé qué haría para cobrar un millón de marcos si fuera un bailarín sin futuro.
– Esa estúpida historia del campamento de boy scouts. ¿De dónde la ha sacado?
– Molestando a su entorno social. ¿Y cómo fue lo del pulgar?
– Fue un accidente de lo más normal. Estuve cortando tacos para las tiendas con la navaja. Sí, ya sé lo que va a decir. He contado una versión distinta, pero sólo por que me parece una bonita historia, y mi infancia no abunda en ellas. Y en lo que se refiere a mi futuro como bailarín… Bueno, escuche. Usted tampoco da la impresión de tener un gran futuro, pero no iba a romperse ningún miembro por eso.
– Dígame, señor Mencke, ¿cómo pretendía usted financiar la escuela de baile de que ha hablado tan a menudo?
– Frederick quería apoyarme, Fritz Kirchenberg, me refiero. Tiene mucho dinero. De haber querido engañar a la compañía de seguros me habría podido inventar algo más inteligente.
– La puerta del coche no me parece tan tonta. Pero ¿qué habría sido más inteligente?
– No me apetece seguir hablando con usted. Yo sólo he dicho en el caso de haber querido engañar a la compañía de seguros.
– ¿Estaría usted dispuesto a someterse a un examen psiquiátrico? Eso facilitaría considerablemente la decisión de la compañía de seguros.
– Ni pensarlo. Tampoco voy a dejar que me hagan pasar por loco. Si no pagan inmediatamente iré a un abogado.
– En el proceso no va a librarse del examen psiquiátrico.
– Eso está por ver.
La enfermera entró llevando una pequeña bandeja con pastillas de colores.
– Las dos rojas ahora, la amarilla antes de la comida, la azul después. ¿Cómo estamos hoy?
Sergej tenía lágrimas en los ojos cuando miró a la enfermera.
– No puedo más, Katrin. Siempre estos dolores y nunca podré volver a bailar. Y ahora este señor de la compañía de seguros me trata de impostor.
La enfermera Katrin le puso la mano en la frente y me miró enojada.
– ¿No ve cómo sufre Sergej? ¿No le da vergüenza? Déjele tranquilo. Siempre ocurre lo mismo con las compañías de seguros; primero le sacan a uno el dinero, y luego le atormentan a uno porque no quieren pagar.
Yo no podía aportar nada a aquella conversación y huí. Mientras comía tomé algunas notas para mi informe a las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg.
Mi conclusión era que no se trataba ni de autolesión deliberada ni de un mero percance. Sólo podía agrupar los argumentos que hablaban en favor de lo uno o lo otro. En el caso de que la compañía no quisiera pagar, no quedaría mal en el proceso.
Al ir a cruzar la calle un coche me salpicó de arriba abajo con nieve sucia. Ya estaba de mal humor cuando llegué a la oficina, y el trabajo con el informe no hizo más que empeorarlo. Al caer la tarde había grabado trabajosamente dos cintas, que llevé a la Tattertallstrasse para que las mecanografiaran. Camino de casa recordé que había querido preguntar a la señora Mencke por los métodos de extracción de dientes de su hijo. Pero eso ya me importaba un pito.
Fue un grupo reducido de amigos del difunto el que se juntó el viernes en el cementerio central de Ludwigshafen a las dos. Eberhard, Philipp, el representante del decano de la Facultad de Ciencias de Heidelberg, la señora de la limpieza de Willy y yo. El representante del decano había preparado un discurso, que leyó de mala gana a causa del escaso público. Nos enteramos de que Willy era una autoridad internacionalmente reconocida en el ámbito de la investigación de los mochuelos. Y además con corazón; en la guerra, cuando era profesor no titular en Hamburgo, había rescatado de la pajarera en llamas del jardín zoológico de Hagenbeck la familia de los mochuelos, que estaban por completo trastornados. El párroco habló sobre Mateo 6, 26, sobre las aves del cielo. Bajo un cielo azul y con una nieve que crujía discurrió la comitiva desde la capilla hasta la tumba. Philipp y yo seguíamos los primeros al ataúd. Me susurró:
– Te tengo que enseñar la foto algún día. La encontré cuando ordenaba su casa. Willy y los mochuelos salvados, uno y otros con el pelo y el plumaje chamuscados, seis pares de ojos miran agotados, pero felices, a la cámara. Eso me animó, y también me dio pena.
Luego nos encontramos en torno a la tumba, muy profunda. Es como cuando a uno le toca el turno en los juegos infantiles. Por edad el siguiente es Eberhard, y luego me toca a mí. Ya hace mucho que cuando muere alguien a quien quiero no pienso: «Ah, si más y más a menudo yo hubiera…» Y cuando muere alguien de mi edad la impresión que tengo es que, sencillamente, ya se ha adelantado, aunque no pueda decir hacia dónde. El párroco rezó el Padrenuestro, y todos le seguimos; incluso Philipp, el ateo más recalcitrante que conozco, lo recitó en voz alta. Después cada uno de nosotros echó su puñadito de tierra a la tumba, y el párroco nos dio a todos la mano. Un muchacho joven, pero convencido y convincente. Philipp tuvo que volver enseguida al hospital.
– Vendréis esta noche a casa para la cena funeral, ¿verdad? -La víspera había comprado doce pequeñas latas de sardinas en la ciudad, y había puesto los pescaditos en salsa de escabeche. Para acompañar habría pan blanco y vino rioja. Quedamos a las ocho.
Philipp se fue como una exhalación, Eberhard hizo los honores al representante del decano y a la señora de la limpieza, que seguía sollozando conmovedoramente, el párroco la llevó con suavidad del brazo hasta la salida. Yo tenía tiempo y estuve paseando lentamente por las calles del cementerio. Si Klara hubiera estado allí, me habría gustado visitarla y mantener una pequeña conversación con ella.
– ¡Señor Selb! -Me volví y reconocí a la señora Schmalz, con una azada pequeña y una regadera-. Precisamente iba al panteón de la familia, ahora descansa allí también la urna de Heinrich. Ha quedado bonita la tumba, ¿viene a verla?
Me miraba con timidez desde su rostro estrecho y afligido. Llevaba un abrigo negro y pasado de moda, botas negras de botones, una gorra negra de piel sobre el cabello canoso, recogido en un moño, y un deplorable bolso de imitación de cuero. Hay en mi generación personajes femeninos cuya simple visión hace que crea todo lo que escriben las profetas del movimiento feminista, aunque nunca las haya leído.
– ¿Sigue usted viviendo en la fábrica vieja? -le pregunté mientras caminábamos.
– No, tuve que irme, porque lo han tirado todo. La empresa me ha dado un alojamiento en la Pfingstweide. La vivienda está bien, desde luego, muy moderna, pero, sabe usted, al cabo de tantos años… Necesito una hora para llegar a la tumba de mi Heinrich. Gracias a Dios, después me recoge mi hijo con el coche.
Llegamos al panteón de la familia. Estaba completamente cubierto de nieve. La corona enviada por la empresa se había convertido ya hacía tiempo en mantillo; la cinta había sido fijada a un pequeño taco y lucía como un estandarte junto a la lápida. La viuda Schmalz dejó la regadera y la azada en el suelo.
– Pero si no puedo hacer absolutamente nada con tanta nieve. -Allí de pie los dos pensábamos en el viejo Schmalz-. Al pequeño Richard tampoco lo veo apenas. Ahora vivo fuera, demasiado lejos. Qué me dice usted, le parece bien que la fábrica vieja… Oh Dios, qué cosas pienso desde que ya no está Heinrich. Él me lo prohibió, nunca permitió que se hablara mal de la Rheinischen.
– ¿Desde cuándo sabían que se tenían que ir?
– Desde hace medio año ya. Nos enviaron una carta. Pero luego todo fue muy rápido.
– ¿No habló Korten con su marido cuatro semanas antes de que se trasladaran para que no les resultara tan difícil?
– ¿Sí? A mí no me dijo nada. Realmente tenía una estrecha relación con el general. Desde la guerra, cuando las SS le destinaron a la fábrica. Lo que dijeron en el entierro es cierto, que la fábrica era su vida. No le sirvió de mucho, pero yo nunca pude decirlo. Como oficial de las SS o como oficial de seguridad de la empresa, la lucha continúa, pensaba siempre.
– ¿Qué ha sido de su taller?
– Con cuánto amor lo construyó. Y también se desvivía por los coches. Con las obras de derribo se llevaron todo muy rápido, el hijo apenas pudo sacar nada, yo creo que fue todo para la chatarra. Y a mí eso tampoco me pareció bien. Oh, Dios. -Se mordió los labios y puso el rostro del que comete una ofensa-. Perdóneme, no he querido decir nada malo de la Rheinischen. -Me cogió del brazo para tranquilizarse. Lo tuvo cogido un rato mientras miraba la tumba. Luego siguió hablando, pensativa-. Pero a lo mejor al final no le pareció bien la forma como la empresa se portó con nosotros. En su lecho de muerte le quiso decir al general algo del garaje y de los coches. Pero no pude entenderlo.
– Permita que un hombre mayor le haga esta pregunta, señora Schmalz. ¿Fue usted feliz con Heinrich en su matrimonio?
Cogió la pequeña regadera y la azada.
– Qué cosas preguntan hoy. Yo nunca he pensado en eso. Era mi marido, y ya está.
Fuimos al aparcamiento. El joven Schmalz acababa de llegar. Mostró alegría al verme.
– El señor doctor. Ha encontrado a mamá junto a la tumba de papá. -Le conté el entierro de mi amigo-. Mi pésame. Duele perder a un amigo. Yo también lo he sufrido. Le sigo estando agradecido por haber salvado al pequeño Richard. Y a mi mujer y a mí todavía nos gustaría invitarle a tomar café. Mamá puede venir también, claro. ¿Qué pastel preferiría?
– Mi favorito es el Zwetschgenstreusel. -No lo dije con mala idea [14]. Es de verdad mi pastel favorito. Schmalz estuvo magnífico.
– Oh, pastel de ciruela con masa de harina y mantequilla. Nadie los hace como mi mujer. ¿Quizá hacia los días tranquilos de Navidad o principios de año?
Dije que sí. Convinimos en telefonearnos para fijar la fecha exacta.
La velada con Philipp y Eberhard fue de una alegría melancólica. Recordamos la última tarde en que jugamos a la cabeza doble con Willy. En aquella ocasión habíamos bromeado sobre lo que pasaría con nuestra tertulia de jugadores cuando muriera uno.
– No -dijo Eberhard-, no vamos a buscar a un cuarto hombre. A partir de ahora jugaremos al skat.
– Y luego al ajedrez, y el último se dará cita a sí mismo dos veces al año para hacer solitarios -dijo Philipp.
– Para ti es fácil reír, eres el mas joven.
– Río por reír. Hacer solitarios…, yo prefiero morirme profilácticamente.
Desde que me trasladé de Berlín a Heidelberg me compro los árboles de Navidad en Tiefburg, de Handschuhsheim. Por descontado que hace ya tiempo que allí son como en todas partes. Pero a mí me gusta la pequeña plaza que está frente al castillo en ruinas y rodeado de agua. Antes el tranvía daba la vuelta a la plaza rechinando sobre los carriles; la línea termina aquí, y Klara y yo hicimos a menudo excursiones desde aquí al Heiligenberg. Hoy Handschuhsheim se ha convertido en un lugar de moda de la gente fina, y en su mercado semanal se dan cita todos los que en Heidelberg creen que son algo cultural e intelectualmente. Llegará el día en que ya sólo serán auténticas las aglomeraciones al estilo del barrio de la Marca.
Me gusta especialmente el abeto blanco. Pero para mis latas de sardinas me pareció más adecuado el abeto Douglas. Encontré uno, hermoso, enhiesto, de la altura de una habitación y frondoso. Poniéndolo en diagonal entraba justo en mi Kadett, con el asiento del copiloto completamente desplazado hacia delante y el respaldo de los traseros abatido. Dejé el coche en el aparcamiento del Palacio Municipal. Me había hecho una pequeña lista para la compra navideña.
En la Hauptstrasse había un gentío de mil demonios. Me abrí paso como pude hasta la joyería Welsch y compré unos pendientes para Babs. Nunca se ha presentado la ocasión, pero algún día me gustaría ir a tomar una cerveza con Welsch. Tiene el mismo gusto que yo. Para Röschen y para Georg elegí, en una de esas llamativas boutiques de regalos, dos relojes desechables de los que están de moda entre la juventud posmoderna, plástico transparente con maquinaria de cuarzo y esfera integrada. Luego me sentí agotado. En el Café Schafheutle me encontré a Thomas con su mujer y sus tres hijas púberes.
– ¿De un guarda de seguridad no se espera que dé hijos varones a su empresa?
– En el ámbito de la seguridad hay también, y cada vez más, tareas atractivas para las mujeres. En nuestros cursos contamos que habrá un treinta por ciento de participantes femeninas. Ah, y además la Conferencia de Ministros de Educación nos apoya como proyecto piloto, y la facultad se ha decidido en consecuencia a establecer su propia especialidad de Seguridad Interna. Hoy puedo presentarme a usted como el decano fundador designado y anunciarle que el uno de enero dejo la RCW.
Le felicité y le hice partícipe de mi respeto para con su cargo, honor, dignidad y título.
– ¿Y qué va a hacer Danckelmann sin usted?
– Lo tendrá difícil en los próximos años, hasta que se jubile. Pero yo quisiera que la especialidad tuviera también atribuciones consultivas, y en tal caso él podría comprarnos nuestros consejos. ¿No habrá olvidado el currículum que quería enviarme, señor Selb?
Evidentemente Thomas se estaba emancipando ya de la RCW y crecía en su nuevo papel. Me invitó a sentarme a su mesa, donde las hijas reían tontamente con disimulo y la mujer parpadeaba nerviosa. Miré el reloj, me disculpé y me apresuré a ir al Café Scheu.
Después hice la siguiente acometida para comprar las cosas de mi lista. ¿Qué se regala a un varón que está cerca de los sesenta? ¿Ropa interior atigrada? ¿Jalea real? ¿Las historias eróticas de Anáis Nin? Al final le compré a Philipp una coctelera para el bar de su barco. Y entonces mi aversión contra el tintineo incesante y el negocio de la Navidad fue excesivo. Me invadió una profunda insatisfacción con respecto a las personas y a mí mismo. Necesitaría horas en casa para volver a ser el de siempre. ¿Y por qué me había lanzado yo al tumulto navideño? ¿Por qué cometía todos los años el mismo error? ¿Es que tampoco en esto he sido capaz de aprender algo más en mi vida? ¿Y para qué todo aquello?
El Kadett olía agradablemente a bosque de abetos. Cuando conseguí abrirme paso entre el tráfico hasta la autopista, pude respirar. Puse una cinta, una de las de abajo porque las demás ya las había oído con frecuencia en el viaje de ida y vuelta a Locarno. Pero no salió música. Se oía descolgar un teléfono, la señal de marcar, luego alguien marcando un número, y enseguida la señal en el otro extremo. Alguien contestaba a la llamada. Era Korten.
– Buenos días, señor Korten. Aquí Mischkey. Se lo advierto: si su gente no me deja en paz haré que le estalle en las narices su propio pasado. No voy a dejar que se me presione por más tiempo, y todavía menos que me den otra paliza.
– Yo había imaginado que era usted más inteligente, después de leer el informe de Selb. Primero se introduce en nuestro sistema y ahora intenta chantajearme. No tengo nada que decirle.
Mirándolo bien, Korten debería haber colgado en ese mismo instante. Pero el instante pasó, y Mischkey siguió hablando.
– Ya han pasado los tiempos, señor Korten, en que bastaba con tener un contacto en las SS y un uniforme de las SS para enviar a la gente de aquí para allá, a Suiza o al patíbulo.
Mischkey colgó. Le oí respirar profundamente, luego el ruido de final de la grabación. Comenzó la música. «And the race is on and it looks like heartache and the winner loses all.»
Desconecté el aparato y me detuve en el arcén. La cinta del descapotable de Mischkey. La había olvidado por completo.
Esa noche no pude dormir. A las seis me rendí y decidí instalar y adornar el árbol de Navidad. Había escuchado una y otra vez la cinta de Mischkey. El sábado no estaba yo en condiciones de poner en orden mis ideas.
Puse en agua y jabón las treinta latas de sardinas vacías que había reunido. En el árbol de Navidad no podían oler a pescado. Las estuve mirando con los brazos apoyados en el borde del fregadero mientras se hundían en el agua. En algunas se había desprendido la tapa al abrirlas. Las pegaría con cinta adhesiva.
¿Así que fue Korten quien hizo que Weinstein encontrara e informara de los documentos escondidos en el escritorio de Tyberg? Debería haberme dado cuenta de ello cuando Tyberg contó que sólo él, Dohmke y Korten conocían el escondite. No, Weinstein no había hecho un hallazgo casual, como Tyberg creía. Le habían ordenado encontrar los documentos en el escritorio. Eso era lo que dijo la señora Hirsch. Quizá Weinstein tampoco vio nunca los documentos; se trataba al fin y al cabo de su declaración, no del hallazgo.
Cuando amaneció salí al balcón e introduje el árbol de Navidad en su soporte. Tuve que utilizar la sierra y el hacha. La punta era demasiado larga; la corté de tal forma que pudiera meter de nuevo su extremo en el tronco con una aguja de coser. Luego puse el árbol en su sitio en la sala de estar.
¿Por qué? ¿Todo por la carrera? Sí, Korten no hubiera podido destacar como lo hizo con Tyberg y Dohmke a su lado. Tyberg había hablado de los años que siguieron al proceso como los decisivos para su ascenso. Y la liberación de Tyberg había sido la forma de cubrirse las espaldas. Y bien que había merecido la pena. Cuando a Tyberg le nombraron director general de la RCW, catapultó a Korten a alturas de vértigo.
Todo había sido un complot, del que yo había sido el tonto útil. Urdido y ejecutado por mi amigo y cuñado. También había sido una alegría para mí no tener que involucrarle en el proceso. Me había utilizado de forma magistral. Pensé en la conversación tras nuestro traslado a la Bahnhofstrasse. También pensé en las últimas conversaciones que tuvimos, en el Salón Azul y en la galería de su casa. Yo, el alma cándida.
No me quedaban cigarrillos. Hacía años que no me pasaba eso. Me puse el paletó y los chanclos, me metí en el bolsillo el San Cristóbal que había cogido del coche de Mischkey y que también había recordado la víspera, fui a la estación y luego pasé por casa de Judith. Entretanto se había hecho casi mediodía. Ella bajó al portal en bata.
– Pero ¿qué te ocurre, Gerd? -Me miró asustada-. Sube, acabo de preparar café.
– ¿Tan mal aspecto tengo? No, no subiré, estoy decorando el árbol de Navidad. Quería pasar a traerte el San Cristóbal. No hace falta que te diga de dónde procede, lo había olvidado por completo y ahora lo he encontrado.
Cogió el San Cristóbal y se apoyó en la jamba de la puerta. Trataba de retener las lágrimas.
– Dime, Judith, ¿recuerdas si Peter se fue de viaje por dos o tres días durante las semanas transcurridas entre lo del cementerio y su muerte?
– ¿Cómo?
No me había escuchado, y repetí la pregunta.
– Si se fue de viaje.
– Sí, ¿por qué lo dices?
– ¿Sabes adónde fue?
– Al sur dijo. Para recuperarse, porque todo aquello era demasiado para él. ¿Por qué lo preguntas?
– Me preguntaba si no sería él quien fue a ver a Tyberg haciéndose pasar por reportero de Die Zeit.
– ¿Quieres decir buscando material que se pudiera utilizar contra la RCW? -Se quedó pensativa-. Desde luego yo le hubiera creído capaz de ello. Pero allí no había nada que encontrar, tal y como describió la visita Tyberg. -Tiritando de frío se ajustó la bata-. ¿De verdad que no quieres café?
– Te llamaré pronto, Judith. -Regresé a casa.
Todo concordaba. Un Mischkey desesperado había intentado utilizar contra Korten el cantar de los cantares de la decencia y la resistencia que había entonado Tyberg. Intuitivamente había prestado oídos, mejor que todos nosotros, a las disonancias, al vínculo con las SS, a la liberación de Tyberg pero no de Dohmke. No adivinó lo cerca que estaba de la verdad y lo amenazador que tenía que sonarle aquello a Korten. No sólo le tenía que sonar amenazador, sino que con sus obstinadas indagaciones lo era.
¿Por qué no me había llamado eso la atención? Si había sido tan fácil liberar a Tyberg, ¿por qué Korten no los había sacado a ambos dos días antes, cuando Dohmke todavía vivía? Para cubrirse las espaldas uno era suficiente, y Tyberg, el jefe del grupo investigador, era más interesante que el colaborador Dohmke.
Me quité los chanclos y los golpeé uno contra otro a fin de desprender la nieve. En la escalera de la casa olía a asado marinado. La víspera no había comprado nada para comer y sólo pude hacerme dos huevos fritos. El tercer huevo que quedaba se lo partí a Turbo sobre su comida. Con el olor a sardinas en el apartamento tenía que haber sufrido mucho en los últimos días.
El miembro de las SS que ayudó a Korten en la liberación de Tyberg había sido Schmalz. Con la ayuda de Schmalz, Korten presionó a Weinstein. Por Korten, Schmalz mató a Mischkey.
Lavé con agua caliente las latas de sardinas, las aclaré y las sequé. Donde faltaba, pegué con cinta adhesiva la tapa. El hilo de lana verde con que quería colgarlas lo pasé en algunas por la tapa enrollada, en otras por la anilla de abertura y en otras por el punto en que la tapa abierta colgaba de la lata. Cuando terminaba con una lata le buscaba el lugar apropiado en el árbol de Navidad; las grandes abajo, las pequeñas arriba.
No podía engañarme. El árbol de Navidad me importaba una mierda. ¿Por qué había permitido Korten que Weinstein siguiera con vida, si conocía la historia? Quizá carecía de toda influencia en las SS y sólo pudo manipular y dominar a Schmalz, el oficial de las SS en la fábrica. No pudo disponer que mataran a Weinstein, pero sí contar con que lo hicieran a su regreso al campo de concentración. ¿Y después de la guerra? Incluso si Korten se había enterado de que Weinstein había sobrevivido al campo de concentración, podía confiar en que para éste sería preferible no presentarse ante la opinión pública con el papel que había tenido que representar.
Ahora también cobraban sentido las últimas palabras que recordaba la viuda Schmalz de su marido en el lecho de muerte. Había intentado advertir a su dueño y señor de la pista que había dejado y que por su estado físico ya no pudo borrar él mismo. ¡Qué bien lo había hecho Korten para lograr que aquel hombre dependiera de él! El joven universitario de buena familia, el oficial de las SS de procedencia humilde, grandes retos y tareas, dos hombres al servicio de la fábrica, sólo que cada uno en su sitio. Podía imaginarme lo que había ocurrido entre ambos. Quién mejor que yo sabía lo convincente y seductor que podía ser Korten.
El árbol de Navidad estaba listo. Había colgado treinta latas de sardinas y colocado treinta velas. Una de las latas que colgaban verticalmente era oval y me recordaba al aura que rodeaba la cabeza de María en algunas representaciones. Fui al sótano, encontré la caja de cartón con los adornos del árbol navideño de Klara y dentro la pequeña y esbelta madonna de capa azul. Encajaba bien en la lata.
Tampoco la siguiente noche pude dormir. A veces daba una cabezada y soñaba con la ejecución de Dohmke y la intervención de Korten en el proceso, con el salto que di al Rin, del que no salía en el sueño, con Judith en bata tratando de retener las lágrimas en la jamba de la puerta, con el viejo Schmalz, ancho y macizo, que en el parque de Bismarck de Heidelberg descendía del monumento y se dirigía a mí, con el partido de tenis con Mischkey, en la que un jovencito con uniforme de las SS y la cara de Korten hacía de recogepelotas, con mi interrogatorio de Weinstein, y una vez y otra Korten me miraba riendo y decía: «Selb, el alma cándida, el alma cándida, el alma cándida…»
A las cinco me preparé una manzanilla e intenté leer, pero mis pensamientos no querían tranquilizarse. Seguían dando vueltas. ¿Cómo podía haber hecho aquello Korten, por qué me había dejado utilizar tan ciegamente por él, qué iba a pasar ahora? ¿Tenía miedo Korten? ¿Tenía yo alguna deuda con alguien? ¿Había alguien a quien yo pudiera contárselo todo? ¿Nägelsbach? ¿Tyberg? Judith? ¿Debía dirigirme a los periódicos? ¿Qué podía hacer yo con mi culpa?
Durante un largo rato los pensamientos giraron en círculo, cada vez con mayor rapidez. Cuando su velocidad alcanzaba el desvarío, se disiparon y se ordenaron para formar un cuadro completamente nuevo. Supe lo que tenía que hacer.
A las nueve llamé a la señora Schlemihl. Korten se había ido a pasar el fin de semana a su casa de Bretaña, donde él y su mujer pasaban las Navidades todos los años. Encontré la postal que me había enviado el año anterior por Navidad. Mostraba una espléndida finca rural de piedra gris con tejado de pizarra y contraventanas rojas cuyos travesaños formaban una Z invertida. Junto a la casa había una rueda de paletas elevada; detrás se extendía el mar. Consulté el horario de trenes y encontré uno con el que llegaría a París hacia las cinco de la tarde. Tenía que apresurarme. Cambié la arena de la caja de Turbo, le puse abundantes croquetas secas en su plato e hice la maleta. Fui a la estación, cambié dinero y saqué un billete de segunda. El tren estaba lleno. En el vagón internacional no encontré sitio y así al llegar a Saarbrücken tuve que cambiar de vagón. El tren seguía lleno. Soldados ruidosos con permiso para pasar las Navidades en casa, estudiantes, hombres de negocios rezagados.
La nieve de las últimas semanas se había derretido del todo; un paisaje sucio, entre verde y marrón, pasaba volando frente al tren. El cielo estaba gris, a veces el sol resultaba visible tras las nubes como un disco descolorido. Pensaba en la razón por la que Korten había temido las revelaciones de Mischkey. Desde el punto de vista penal, probablemente se le podría acusar del asesinato de Dohmke, no prescrito e imprescriptible. Y aun si fuera absuelto por falta de pruebas, su existencia civil y su mito quedarían destruidos.
En la Gare de l’Est había una agencia de alquiler de coches, y elegí uno de esos coches de clase media que tienen igual aspecto en una marca que en otra. Pero lo dejé en la agencia y salí a la ciudad, que latía agitada en la tarde. Ante la estación había un árbol navideño gigantesco que difundía tanto ambiente de Navidad como la torre Eiffel. Eran las cinco y media; tenía hambre. La mayor parte de los restaurantes estaban todavía cerrados. Encontré una brasserie que me gustó y en la que había un intenso ajetreo todo el día. El camarero jefe me asignó una mesita pequeña y me encontré rodeado de otras cinco personas que comían intempestivamente. Todos comían chucrut con cerdo cocido y salchichas, y yo pedí lo mismo. Y para acompañar una botella de medio de Riesling alsaciano. En un abrir y cerrar de ojos estaban ante mí el plato humeante, la botella en la húmeda cubitera y una cesta con pan blanco. Cuando estoy en vena me gusta la atmósfera de las brasseries, las cervecerías y los pubs. Aquel día no. Acabé rápidamente. En el hotel más cercano tomé una habitación y pedí que me despertaran cuatro horas después.
Dormí como un tronco. Cuando me despertó el sonido del teléfono, al principio no sabía dónde estaba. No había abierto las contraventanas, y el ruido del bulevar llegaba tan sólo apagado hasta mi habitación. Me duché, me cepillé los dientes, me afeité y pagué. De camino a la Gare de l’Est tomé un café expreso doble. Y pedí que me pusieran cinco más en el termo que llevaba. Mis Sweet Afton se estaban acabando. Compré de nuevo un cartón de Chesterfield.
Para el viaje a Trefeuntec había calculado seis horas. Pero transcurrió una hora hasta que logré salir de París y llegué a la autopista de Rennes. Había poco tráfico, el viaje era monótono. Sólo entonces advertí lo templado que estaba el tiempo. Navidades con trébol. Pascua con nieve. De vez en cuando pasaba una estación de peaje y nunca sabía si había que pagar o recoger una tarjeta. En una ocasión salí de la autopista para echar gasolina y me sorprendió su precio. Las luces de los pueblos se iban haciendo más escasas, y pensé si sería por lo avanzado de la hora o porque la región estaba menos poblada. Al principio me alegró ver que el coche tenía radio. Pero sólo cogía con claridad una emisora, y después de oír tres veces la canción del ángel que pasa por la room la apagué. A veces cambiaba el piso de la autopista, y los neumáticos cantaban una canción nueva. A las tres, poco después de pasar Rennes, estuve a punto de dormirme, en todo caso tuve la alucinación de personas que atravesaban la autopista. Abrí la ventanilla, me dirigí al área de estacionamiento más próxima, vacié el termo e hice diez flexiones de rodillas.
Cuando reanudé el viaje pensé en la intervención de Korten en el proceso. Había apostado fuerte. Su testimonio no tenía que salvar a Dohmke y Tyberg, pero debía sonar como si lo quisiera, y al mismo tiempo no comprometerle. Södelknecht por poco lo hizo arrestar. ¿Cómo se había sentido Korten entonces? ¿Seguro y superior porque había engañado a todo el mundo? No, seguro que no tuvo remordimientos de conciencia. Mis antiguos colegas de la administración de Justicia me habían enseñado que hacía falta dos cosas para superar el pasado: cinismo y el sentimiento de haber tenido razón en todo momento y de haber cumplido tan sólo con el propio deber. ¿Habría servido también para Korten retrospectivamente el asunto Tyberg para la mayor gloria de la RCW?
Cuando dejé atrás las casas de Carhaix-Plouguer, vi en el retrovisor las primeras luces del alba. Todavía quedaban setenta kilómetros hasta Trefeuntec. En Plovénez-Porzay ya habían abierto el bar y la panadería, y me tomé dos cruasanes con el café con leche. A las ocho menos cuarto estaba en la bahía de Trefeuntec. Con el coche me metí en la parte firme de la playa, húmeda por la marea alta. Bajo un cielo gris el mar se acercaba rodando con su grisura. En los acantilados a derecha e izquierda de la bahía el mar rompía en sucias crestas de ola. El tiempo era todavía más templado que en París, a pesar del fuerte viento del oeste que arrastraba consigo a las nubes. Las gaviotas chillonas se dejaban elevar por él y se precipitaban verticalmente al agua.
Me puse a buscar la casa de Korten. Retrocedí un poco hacia el interior y por un camino rural llegué a los acantilados del norte. Con sus bahías y sus arrecifes se extendía la costa hasta perderse de vista. En la lejanía divisé el contorno de algo, que podía ser desde un depósito de aguas hasta una gran rueda de paletas. Dejé el coche tras un cobertizo destartalado por el viento y me dirigí al depósito.
Antes incluso de que viera a Korten, sus dos perros zorreros me habían divisado. Desde lejos se dirigieron hacia mí corriendo y ladrando. Entonces surgió él de una depresión del terreno. No estábamos lejos uno de otro, pero entre nosotros había una cala que tuvimos que rodear. Por el estrecho sendero que bordeaba el acantilado nos dirigimos el uno hacia el otro.
– Tienes mal aspecto, mi querido Selb. Te vendrán bien unos días de descanso aquí. No te esperaba tan pronto. Vamos a dar un paseo. Helga prepara el desayuno a las nueve. Se alegrará de verte.
Korten me cogió del brazo y se dispuso a continuar caminando conmigo. Llevaba puesto un abrigo loden ligero y parecía distendido.
– Ahora lo sé todo -dije, y retrocedí.
Korten me miró inquisitivamente. Lo entendió de inmediato.
– No es fácil para ti, Gerd. Tampoco fue fácil para mí, y me alegró no tener que cargar a nadie con ello.
Le miré atónito. Él se acercó de nuevo, me volvió a coger del brazo y me llevó camino adelante.
– Tú crees que entonces se trataba de mi carrera. No, en la confusión de los últimos años de guerra era de la máxima importancia establecer claramente dónde estaban las responsabilidades, tomar decisiones inequívocas. Con nuestro grupo investigador las cosas no habrían seguido bien. Ya entonces lamenté que Dohmke hiciera aquellas maniobras para apartarse. Pero hubo tantos, y mejores, que tuvieron que creer en ello. También Mischkey tuvo la elección, y actuó cuando su vida estaba en juego. -Se detuvo y me cogió por los hombros-. Entiéndeme, Gerd. La empresa me necesitaba tal y como me fui haciendo en aquellos años difíciles. Siempre he sentido un gran aprecio por el viejo Schmalz, que, por sencillo que fuera, entendió aquellas complicadas circunstancias.
– Tienes que estar loco. Has asesinado a dos personas y hablas de ello como…, como…
– ¡Ah, qué palabras más solemnes! ¿He asesinado yo? ¿O fue el juez, o el verdugo? ¿O el viejo Schmalz? ¿Y quién llevó la instrucción contra Tyberg y Dohmke? ¿Quién tendió la trampa para Mischkey e hizo que él cayera? Todos estamos implicados, todos, y así tenemos que verlo y soportarlo y cumplir con nuestro deber.
Me desasí de su brazo.
– ¿Implicados? Quizá lo estemos todos, pero tú eras el que tiraba de los hilos, ¡tú! -grité a su rostro tranquilo. Pero él siguió sin moverse.
– Eso son creencias infantiles, «ha sido él, ha sido él». Y ni siquiera cuando éramos niños lo creíamos en realidad, sino que sabíamos exactamente que todos habíamos participado cuando hacíamos rabiar al profesor, nos burlábamos de un compañero o jugábamos sucio con el contrincante.
Hablaba con plena concentración, paciente, didáctico, y yo tenía la cabeza pesada y confusa. Sí, así se había escurrido también mi sentimiento de culpa, año tras año. Korten siguió hablando.
– Pero, de acuerdo, he sido yo. Si lo necesitas, acepto las consecuencias. ¿Qué crees que hubiera pasado de haber alertado Mischkey a la opinión pública, a los periódicos? Una cosa así no se arregla sustituyendo al jefe antiguo por uno nuevo, y que todo siga igual. No quiero hablarte de la resonancia que habría tenido su historia en los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, de la competencia, con la que se combate por cada centímetro con todos los medios posibles, de los puestos de trabajo que habrían sido destruidos, de lo que significa hoy estar sin trabajo. La RCW es un barco grande y pesado, que a pesar de su pesadez se mueve entre los témpanos de hielo con una velocidad temeraria, y si el capitán se va y se pierde el control del timón, encalla y queda destruido. Por eso acepto las consecuencias.
– ¿Del asesinato?
– ¿Debería haberle sobornado? El riesgo era demasiado alto. Y no me cuentes que para salvar una vida ningún riesgo es demasiado alto. No es cierto, piensa en los muertos por accidentes de tráfico, en los accidentes de trabajo, en los disparos mortales de la policía. Piensa en la lucha contra el terrorismo, en que la policía ha matado por error quizá a tanta gente como los terroristas intencionadamente, ¿hemos de capitular por eso?
– ¿Y Dohmke?
De pronto me sentí vacío. Me vi a mí mismo y a él allí de pie, hablando los dos como si fuera una película a la que han quitado el sonido. Bajo las grises nubes la costa escarpada, la chispeante espuma sucia de las olas, el camino y detrás los campos, dos hombres de edad conversando excitados: las manos gesticulan, las bocas se mueven, pero la escena es muda. Deseé estar muy lejos.
– ¿Dohmke? Bien mirado no debería decir nada más al respecto. El hecho de que hayan sido olvidados los años entre 1933 y 1945 es el fundamento sobre el que se ha construido nuestro Estado. Bien, es cierto que teníamos y tenemos que hacer un poquito de comedia con procesos y condenas. Pero en 1945 no hubo noche de los cuchillos largos, y ésa hubiera sido la única posibilidad de un ajuste de cuentas. Entonces quedó decidido el fundamento. ¿No estás satisfecho tú? Bien, de acuerdo, Dohmke era poco seguro e impredecible, quizá un químico dotado, pero en todo lo demás era un diletante que no hubiera sobrevivido dos días en el frente.
Continuamos andando. No hizo falta que me cogiera de nuevo del brazo; cuando él reanudó la marcha yo avancé a su lado.
– El destino puede hablar así, Ferdinand, pero tú no. Buques de vapor que siguen su trayectoria, fundamentos inconmovibles, asuntos en los que nosotros sólo somos marionetas; lo que me estás contando de las fuerzas y los poderes de la vida no cambia nada del hecho de que tú, Ferdinand Korten, tú solo…
– ¿Destino? -Ahora se puso él furioso-. Nosotros somos nuestro destino, y yo no echo la culpa a fuerzas y poderes de ningún tipo. Eres tú el que ni hace completamente las cosas ni las deja de hacer. Meter en un lío a Dohmke y Mischkey sí, pero cuando pasa lo que tiene que pasar, empiezas a tener escrúpulos, y quisieras no haberlo visto y no haber estado allí. Por Dios, Gerd, madura de una vez.
Continuó andando pesadamente. El camino se había estrechado y yo caminaba tras él, a la izquierda la costa, a la derecha un muro. Detrás los campos.
– ¿Por qué has venido? -Se dio la vuelta-. ¿Para ver si te mato a ti también? ¿Si te empujo al vacío? -Cincuenta metros por debajo de nosotros el mar se encrespaba.
Rió como con un chiste. Luego lo leyó en mi rostro antes de que yo lo dijera.
– He venido para matarte.
– ¿Para volverlos de nuevo a la vida? -se burló-. Porque tú…, el autor quiere ser juez, ¿eh? ¿Te sientes utilizado en tu inocencia? ¿Y qué serías tú sin mí, qué hubiera sido de ti antes de 1945 sin mi hermana y mis padres y después sin mi ayuda? Pues mejor que te lances tú mismo al vacío si es que no lo puedes soportar.
Le salió voz de falsete. Yo le miré fijamente. Luego asomó en su rostro la sonrisa irónica que yo conocía y me gustaba desde que éramos jóvenes, la que me había alentado con halagos a cometer algunas imprudencias conjuntas y me había sacado del mismo modo de situaciones fatales; intuitiva, cautivadora, superior.
– Pero, hombre, Gerd, esto es de locura. Dos viejos amigos como tú y yo… Ven, vamos a desayunar. Ya huelo el café. -Silbó a los perros.
– No, Ferdinand. -Me miró con la expresión de un asombro sin límites cuando le golpeé en el pecho con ambas manos, perdió el equilibrio y se precipitó en el vacío con el abrigo agitándose a su alrededor. No oí ningún grito. Chocó contra un arrecife antes de que el mar se lo llevara.
Los perros me siguieron hasta el coche y corrieron junto a mí ladrando alborozados hasta que abandoné el camino vecinal para entrar en la carretera. Me temblaba todo el cuerpo, y al mismo tiempo hacía mucho que no me sentía tan ligero. Por la carretera se acercaba un tractor en sentido contrario. El campesino me miró fijamente. ¿Habría observado desde su posición elevada cómo había empujado a Korten a la muerte? No me había parado a pensar en testigos. Miré hacia atrás; otro tractor trazaba surcos en un campo, y dos niños avanzaban en sus bicicletas. Conduje en dirección oeste. En Point-du-Raz consideré la posibilidad de quedarme, serían unas Navidades anónimas en el extranjero. Pero no encontré hotel, y la costa escarpada tenía el mismo aspecto que en Trefeuntec. Conduje de vuelta a casa. En Quimper encontré un control policial. Podía decirme mil veces que aquél era un sitio improbable para buscar al asesino de Korten, pero, mientras estaba en la cola de coches en espera de que el policía me hiciera señas para seguir, tuve miedo.
En París cogí el tren de las once de la noche, iba vacío, y conseguí sin problemas un compartimento de coche cama. El primer día festivo de las Navidades hacia las ocho estaba de nuevo en mi casa. Turbo me saludó de morros. La señora Weiland me había dejado el correo en el escritorio. junto a los buenos deseos comerciales para las fiestas encontré una postal navideña de Vera Müller, una invitación de Korten para pasar la Nochevieja con él y Helga en Bretaña, y de Brigitte un paquetito de Río con una túnica india. Me la puse de pijama y me tumbé en la cama. A las once y media sonó el teléfono.
– Feliz Navidad, Gerd. ¿Dónde te metes?
– ¡Brigitte! Feliz Navidad. -Me sentía alegre, pero lo veía todo negro por la fatiga y el agotamiento.
– Gruñón, ¿no te alegras? Estoy aquí otra vez. Hice un esfuerzo.
– No me digas. Es formidable. ¿Desde cuándo?
– Llegué ayer temprano y he estado intentando hablar contigo desde entonces. ¿Dónde te has metido? -Había reproche en su voz.
– No quería estar aquí en Nochebuena. Se me caía la casa encima.
– ¿Quieres comer con nosotros lomo de ternera? Ya está en el fuego.
– Si… ¿Quién más irá?
– Me he traído conmigo a Mano. Oye…, tengo tantas ganas de verte. -Me envió un beso por teléfono.
– Yo también. -Le devolví el beso.
Me encontraba en la cama y estaba volviendo al presente. A mi mundo, en el que el destino no hace que naveguen barcos de vapor ni que bailen las marionetas, en el que no se construye fundamento alguno ni se hace historia.
La edición navideña del Süddeutsche estaba junto a la cama. Hacía el balance anual de los accidentes provocados por productos tóxicos en la industria química. Dejé pronto el periódico.
El mundo no se había vuelto mejor con la muerte de Korten. ¿Qué había hecho yo? ¿Había superado mi pasado??O lo había liquidado?
Llegué muy tarde a comer.
El primer día festivo de las Navidades las noticias no hicieron ninguna mención a la muerte de Korten, tampoco el día siguiente. A veces tenía miedo. Cuando sonaba el timbre de la puerta me asustaba y esperaba ver a la policía irrumpiendo en mi casa. Cuando me sentía bien en los brazos de Brigitte, feliz por la dulzura de sus besos, me preguntaba inquieto si no sería ése nuestro último encuentro. En ocasiones me imaginaba la escena en que me encontraba ante Herzog y desembuchaba. ¿O preferiría hacer la declaración ante Nägelsbach?
La mayor parte del tiempo me encontraba en un estado de serenidad fatalista y disfrutaba los días de fin y de comienzo de año, hasta que llegara el café con pastel de ciruela y masa de harina y mantequilla con Schmalz junior. Me gustaba el pequeño Manuel. Intentaba valerosamente hablar alemán, aceptaba sin celos mi presencia en el baño por las mañanas y esperaba la nieve con denuedo. Al principio emprendíamos nuestras actividades los tres juntos, la visita al Parque Encantado de Königstuhl y al planetario. Luego salíamos solos él y yo. Le gustaba tanto como a mí ir al cine. Cuando salimos de Único testigo los dos teníamos los ojos húmedos. En Splash no entendió que la sirena amara al tipo aquel, a pesar de ser tan grosero con ella; no le dije que siempre es así. En el Kleiner Rosengarten percibió inmediatamente el juego que nos traíamos Giovanni y yo, y se sumó a él. Después de aquello no había forma de enseñarle una frase alemana razonable. Cuando volvíamos a casa después de patinar sobre hielo me cogió de la mano y me dijo:
– ¿Tú siempre con nosotros cuando vuelva?
Brigitte y Juan habían decidido que Manuel se matriculara en el Instituto de Mannheim el siguiente otoño. ¿Estaría yo en la cárcel el siguiente otoño? Y suponiendo que no, ¿seguiríamos juntos Brigitte y yo?
– Todavía no lo sé, Manuel. Pero en todo caso iremos juntos al cine.
Pasaron los días sin que Korten apareciera en los titulares de los periódicos, bien como muerto o bien como desaparecido. Había momentos en que deseaba que la cosa acabara, de una forma u otra. Luego volví a estar agradecido por el tiempo que se me regalaba. El tercer día de las Navidades llamé a Philipp. Se quejó de que aquel año todavía no había visto mi árbol de Navidad.
– Y por cierto, ¿dónde has estado los últimos días?
Entonces se me ocurrió la idea de hacer una fiesta en Nochevieja.
– Tengo algo que celebrar -dije-. Ven a mi casa en Nochevieja; doy una fiesta.
– ¿Te llevo algo manejable de Taiwan?
– No es necesario, Brigitte ha vuelto.
– ¡O sea que por ahí te apretaba el zapato! Pero, y yo, ¿puedo llevar algo a tu fiesta?
Brigitte había oído también la conversación.
– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?
– Vamos a celebrar la Nochevieja con tus amigos y los míos. ¿A quién quieres invitar tú?
El sábado después de comer pasé por casa de Judith. La encontré haciendo las maletas. Quería salir el domingo para Locarno; Tyberg quería introducirla el día de Nochevieja en la sociedad de Ticino.
– Me alegro de verte, Gerd, pero tengo mucha prisa. ¿Es importante, no puede esperar? Regreso a finales de enero. -Señaló las maletas abiertas y las ya hechas, dos grandes cajas de cartón de mudanzas y un desordenado revoltijo de trajes. Reconocí la blusa de seda que llevaba cuando me acompañó desde el despacho de Korten a ver a Firner. Todavía faltaba el botón.
– Ahora puedo decirte la verdad sobre la muerte de Mischkey.
Se sentó en una maleta y encendió un cigarrillo.
– ¿Sí?
Escuchó sin interrumpirme. Cuando terminé preguntó:
– ¿Y qué va a pasar ahora con Korten?
Había temido la pregunta, y por eso había reflexionado mucho sobre si no sería mejor hablar con Judith cuando la muerte de Korten hubiera sido públicamente anunciada. Pero yo no debía dejar que el asesinato de Korten determinara mi modo de proceder, y sin él no había motivo para silenciar durante más tiempo la solución del caso.
– Intentaré pedir cuentas a Korten. Vuelve de Bretaña a comienzo de enero.
– Oh, Gerd, ¿de verdad crees que Korten va a derrumbarse y a confesar?
– ¿Y crees tú que la policía lo haría mejor? -Me era muy desagradable discutir lo que había de suceder con Korten.
Judith sacó otro cigarrillo del paquete y le dio vueltas entre las puntas de los dedos de ambas manos. Parecía triste, agotada por todos los vaivenes que siguieron al asesinato de Peter, también nerviosa, como si quisiera dejar tras de sí todo aquello de una vez por todas.
– Voy a hablar con Tyberg. ¿Tienes algo en contra?
Aquella noche soñé que Herzog me interrogaba.
– ¿Por qué no fue usted a la policía?
– ¿Qué hubiera podido hacer la policía?
– Oh, hoy día tenemos posibilidades impresionantes. Venga, se las voy a enseñar. -Por largos corredores y muchas escaleras llegamos a una sala como las de los castillos medievales, con tenazas, hierros, antifaces, cadenas, látigos, correas y agujas. En la chimenea ardía un fuego infernal. Herzog me mostró el potro del tormento-: Aquí probablemente habríamos hecho hablar a Korten. ¿Y por qué no confiaba usted en la policía? Ahora es usted quien tiene que colocarse aquí. -No opuse resistencia y se me ató. Al ver que ya no podía moverme me asaltó el pánico. Debí de gritar antes de despertarme.
Brigitte había encendido la lamparita de noche y se volvió hacia mí preocupada.
– Tranquilo, Gerd. Nadie te va a hacer nada.
Me quité pataleando las sábanas, que me estaban oprimiendo.
– Oh, Dios, qué sueño.
– Cuéntalo, te pondrás mejor.
No quise, y ella se sintió ofendida.
– Ya me he dado cuenta, Gerd, estás todo el tiempo como si te pasara algo. Algunas veces estás completamente ausente.
Me estreché gratamente en sus brazos.
– Ya ha pasado, Brigitte. Ten un poco de paciencia con un hombre viejo.
Hasta el último día del año los medios de comunicación no informaron de la muerte de Korten. Un trágico accidente le había precipitado al mar desde un acantilado de Bretaña durante un paseo en la mañana del día de Nochebuena. Las informaciones recogidas a la espera de celebrar sus setenta años fueron incorporadas ahora a los obituarios y los elogios. Con Korten terminaba una época, la época de los grandes hombres de la reconstrucción del país. El entierro habría de tener lugar a principios de enero, en presencia del presidente de la República, del canciller federal y del ministro de Economía, así como de la totalidad del gabinete de Renania-Palatinado. Pocas cosas podían haberle pasado a su hijo que fueran mejores para su carrera. Yo como cuñado sería invitado, pero no iría. Tampoco daría el pésame a su mujer Helga.
No le envidiaba su fama. Tampoco le perdonaba. Asesinar es no tener que perdonar.
Babs, Röschen y Georg llegaron a las siete. Brigitte y yo habíamos terminado justo entonces los preparativos de la fiesta, habíamos encendido las velas del árbol de Navidad y estábamos sentados en el sofá con Manuel.
– ¡Así que ésta es! -Babs miró a Brigitte con curiosidad y simpatía y le dio un beso.
– Todos mis respetos, tío Gerd -dijo Röschen-. Y el árbol de Navidad es auténticamente cool.
Les di los regalos.
– Pero Gerd -dijo Babs con tono de reproche-, habíamos quedado de acuerdo en que este año no nos regalábamos nada -y sacó su paquetito-. Esto es de parte de los tres.
Babs y Röschen habían tejido un jersey rojo oscuro en el que Georg había incorporado en el lugar adecuado un circuito eléctrico con ocho lamparitas en forma de corazón. Cuando me puse el jersey las lamparitas empezaron a lucir intermitentemente al ritmo de los latidos de mi corazón. Luego llegaron el señor y la señora Nägelsbach. Él llevaba un traje negro, cuello alto y lazo, sobre la nariz unos quevedos: iba disfrazado de Karl Kraus. Ella lucía un vestido de fin de siglo.
– ¿La señora Gabler? -pregunté prudente. Ella hizo una reverencia y fue a reunirse con las demás mujeres. Él miró con desaprobación el árbol de Navidad-. Condición burguesa, que ya no puede tomarse en serio a sí misma pero tampoco puede salir de su piel…
El timbre no paraba de sonar. Eberhard vino con una pequeña maleta.
– He preparado algunos trucos de magia.
Philipp se presentó con Füruzan, una enfermera turca racial y exuberante:
– ¡Fürzchen [15] baila la danza del vientre!
Hadwig, una amiga de Brigitte, iba acompañada de Jan, su hijo de catorce años, que se puso enseguida a dar órdenes a Manuel.
Todos se apelotonaban en la cocina en torno al buffet frío. Desatendido por todos, en la sala vacía sonaba el «No te pongas a morder inmediatamente todas las manzanas» de Wencke Myhres; Philipp había puesto los éxitos de 1966.
Mi despacho estaba vacío. Sonó el teléfono. Cerré la puerta tras de mí. La alegría de la fiesta llegaba ya amortiguada a mis oídos. Todos los amigos estaban allí, ¿quién podía llamar?
– ¿Tío Gerd? -Era Tyberg-. ¡Que tenga un buen año! Judith me lo ha contado todo, y he leído el periódico. Parece que ha resuelto usted el caso Korten.
– Hola, señor Tyberg. Que tenga usted también un buen año. ¿Va a usted a escribir el capítulo sobre el proceso?
– Se lo mostraré cuando me visite. La primavera es hermosa junto al lago Maggiore.
– Iré. Hasta entonces.
Tyberg había entendido. Me hacía bien saber que tenía un confidente secreto que no me pediría cuentas.
La puerta se abrió de golpe, y mis invitados me reclamaron.
– Dónde te escondes, Gert. Füruzan va a bailar para nosotros ahora mismo la danza del vientre.
Dejamos libre un espacio para el baile, y Philipp puso una bombilla roja en la lámpara. Füruzan salió del baño con un bikini de velos, cordones y lentejuelas. A Manuel y Jan por poco se les salen los ojos de las órbitas. La música empezó triste y lenta, y los primeros movimientos de Füruzan fueron de una elasticidad tranquila y lasciva. Luego se elevó la música y con ella el ritmo de la danza de Füruzan. Röschen comenzó a aplaudir, todos la seguimos. Füruzan soltó los velos, hizo girar furiosamente los cordones que había fijado a su ombligo y el suelo de la habitación tembló. Cuando la música terminó, Füruzan remató el baile con un gesto triunfal y se arrojó a los brazos de Philipp.
– Esto es el amor de los turcos -rió Philipp.
– Sí, ríete, espera que te coja, con las mujeres turcas no se juega. -Ella le miraba orgullosa a los ojos. Yo le ofrecí mi bata.
– Alto -gritó Eberhard cuando el público iba ya a dispersarse-. Les invito al impresionante show del gran mago Ebus Erus Hardabakus. -E hizo girar anillos que se enlazaban y volvían a separarse, los pañuelos amarillos se convertían en rojos, las monedas aparecían y desaparecían por arte de magia, y a Manuel se le autorizó a que controlara que todo transcurría en orden. El truco del ratón blanco salió mal. Turbo saltó a la mesa en cuanto lo vio, tiró el sombrero de copa en que Eberhard lo había hecho desaparecer, lo persiguió por toda la casa y detrás del frigorífico le rompió juguetonamente el cuello antes de que pudiera intervenir ninguno de nosotros. Después Eberhard quiso romper el cuello a Turbo, felizmente Röschen lo impidió.
Ahora le tocaba a Jan. Declamó «Los pies en el fuego», de Conrad Ferdinand Mayer. Inquieta, junto a mí estaba sentada Hadwig, y sus labios seguían en silencio el poema. «Mía es la venganza, habla el señor», tronó Jan al acabar.
– Llenad los vasos y los platos y volved aquí -exclamó Babs-, el show continúa. -Estuvo cuchicheando con Röschen y Georg, y los tres corrieron mesas y sillas para hacer un pequeño escenario de lo que había sido pista de baile. Adivinar películas. Babs sopló con toda la fuerza de los carrillos, y Röschen y Georg salieron corriendo. «Lo que el viento se llevó» [16], exclamó Nägelsbach. Luego Georg y Röschen se golpearon mutuamente hasta que Babs se colocó entre ellos, cogió sus manos y las unió. «¡Kemal Atatürk en la guerra y en la paz!»
– Demasiado turco, Fürzchen -dijo Philipp y le acarició el muslo-, pero ¿a que es lista?
Eran las once y media, y me cercioré de que había suficiente champán en frío. En la sala de estar Röschen y Georg se habían hecho cargo de la música y ponían a todo volumen los discos viejos. «Uno y uno suman dos», cantaba Hildegard Knef, y Philipp intentaba bailar valses con Babs por el estrecho pasillo. Los niños jugaban con el gato a perseguirse. En el baño Füruzan tomaba una ducha después de sudar con la danza del vientre. Brigitte entró en la cocina, donde estaba yo, y me dio un beso.
– Una hermosa fiesta.
Faltó poco para que no oyera el timbre. Pulsé el botón del interfono que abría el portal, pero entonces vi la silueta verde a través del cristal esmerilado de la puerta de mi apartamento, y supe que el visitante ya estaba arriba. Abrí. Ante mí estaba Herzog de uniforme.
– Lo siento, señor Selb…
Así que aquello era el final. Se dice que pasa justo antes de la ejecución, pero a mí, ya entonces, me cruzaron por la cabeza como en una película las imágenes de las semanas anteriores, la última mirada de Korten, la llegada a Mannheim en la mañana del primer día festivo de las Navidades, la mano de Manuel en la mía, las noches con Brigitte, nuestra alborozada fiesta en torno al árbol de Navidad. Quise decir algo. No conseguí articular sonido.
Herzog pasó a mi lado y entró en mi apartamento. Oí que bajaban el volumen de la música. Pero los amigos seguían riendo y hablando alegremente. Cuando me sobrepuse y fui a la sala de estar, Herzog tenía un vaso de vino en la mano y Röschen, un poco entonada, jugaba con los botones de su uniforme.
– Precisamente iba de camino a casa, señor Selb, cuando me informaron por radio de que algún vecino se había quejado a causa de su fiesta. Así que decidí hacerme cargo de ver qué pasaba.
– Apresuraos -dijo Brigitte-, quedan dos minutos. Fueron suficientes para distribuir las copas de champán y para hacer estallar los tapones.
Ahora estamos en el balcón, Philipp y Eberhard están lanzando cohetes, en todas las iglesias suenan las campanas, brindamos.
– Por un feliz año nuevo.
[1] Konrad Adenauer. (N del T)
[2] En la novela de formación Enrique el Verde [Der grüne Heinrich], del suizo Gottfried Keller (primera versión de 1855), el protagonista, Heinrich Lee, es amorosamente atraído por Judith, de la que luego se separa en buenos términos. (N del T)
[3] MBI es acrónimo de «Management- und Betriebsinformationssystem». (N. del T)
[4] Juego de cartas alemán. (N del T)
[5] Envites del juego mencionado. (N del T.)
[6] «Ser duro de entendederas» es «eine lange Leitung haben», literalmente, «tener un conducto largo». (N del T)
[7] Regionale Rechenzentrum. (N. del T.)
[8] Grämlich, de pronunciación muy próxima al apellido mencionado, es «melancólico, triste, huraño». (N. del T)
[9] Es probablemente la traducción más próxima a la paranomasia del original entre el francés table y el alemán Teufel («demonio»). (N. del T.)
[10] Boris Becker. (N. del T)
[11] En esa ciudad tiene su sede el mencionado Tribunal Constitucional. (N. del T)
[12] Bundesangestelltentarif es «tarifa de empleados federales»; Gremlich se encuentra en el segmento modesto de la franja salarial. (N del T)
[13] Viento cálido y seco del norte de los Alpes. (N. del T)
[14] Alusión a la connotación sexual de «ciruela» en alemán. (N del T)
[15] Fürzchen, deformación jocosa del nombre de la muchacha, es «pedito», de Furn, «ventosidad». (N. del T)
[16] El clásico cinematográfico norteamericano Gone With the Wind, que en España lleva como título Lo que el viento se llevó, es para los alemanes Vom Winde verweht, «Dispersado(s) por el viento», y de ahí la estampida de los jóvenes. (N del T)