El contacto

1

Los bambúes.

Lo habían guiado hasta allí, entre las murallas siseantes y los senderos de jungla. Como siempre, los árboles le habían susurrado la dirección que debía seguir… y le habían musitado cómo actuar. Siempre había sucedido así. En Camboya. En Tailandia. Y ahora allí, en Malaisia. Las hojas le acariciaban la cara, lo llamaban, le daban la señal.

Pero ahora los árboles se habían vuelto contra él.

Ahora lo habían atrapado. No sabía cómo había ocurrido, pero los bambúes se habían acercado, erguido, materializado en una celda hermética.

Intentó pasar los dedos entre las paredes y la puerta. Imposible. Rascó el suelo para levantar las tablas. En vano. Alzó los ojos y en el techo solo vio las palmas estrechamente unidas. ¿Cuánto tiempo llevaba sin respirar? ¿Un minuto? ¿Dos minutos?

Un calor de baño turco llenaba el espacio. El sudor le bañaba el rostro. Se concentró en las paredes: briznas de rota taponaban todos los intersticios. Si lograba desenredar una de esas hebras, quizá pasaría el aire. Lo intentó con dos dedos, pero no había nada que hacer. Al cabo de unos segundos se puso a arañar la pared; lo único que consiguió fue partirse las uñas. La golpeó con rabia y se dejó caer de rodillas. Iba a reventar. Él, el maestro de la inmersión en apnea, iba a morir dentro de esa choza por falta de oxígeno.

Entonces recordó la verdadera amenaza. Lanzó una mirada por encima del hombro: los regueros oscuros avanzaban hacia él, lentos y pesados como ríos de alquitrán. La sangre. Iba a alcanzarlo, a cubrirlo, a ahogarlo…

Se acurrucó contra la pared gimiendo. Cuanto más se agitaba, más notaba que aumentaba su necesidad de respirar, un ansia de aire que le torturaba los pulmones y subía hacia la garganta como una burbuja envenenada.

En cuclillas, siguió la línea donde la pared y el suelo se unían, confiando en encontrar un fallo. Avanzaba a cuatro patas cuando se volvió de nuevo. La sangre estaba ya a tan solo unos centímetros. Gritó con la espalda apoyada en la pared y los talones clavados en el suelo, intentando retroceder.

La pared cedió tras él. Un gran chorro blanco entró en la celda, una mezcla de paja y polvo. Unas manos lo levantaron del suelo. Oyó gritos, órdenes en malayo. Vio, más abajo, las palmeras, la playa gris, el mar color índigo. Respiró a pleno pulmón. Un olor a pescado flotaba en el aire. Dos nombres estallaron dentro de su cráneo: Papan y mar de China.

Las manos se lo llevaron mientras unos hombres se inclinaban hacia el umbral de la choza. Unos puños lo golpeaban, unos arpones lo herían. Él lo aguantaba todo con indiferencia. Solo tenía una idea: ahora que había sido liberado, quería verla.

La fuente de la sangre.

La habitante de la penumbra.

Dirigió la vista hacia la puerta arrancada. Al fondo, una joven desnuda estaba atada sobre una picota improvisada. Decenas de heridas le laceraban el cuerpo: muslos, brazos, torso, cara. La habían desangrado. La habían abierto para que se vaciara lenta e incesantemente sobre el suelo.

En ese instante comprendió la verdad; esa obscenidad era obra suya. A través de los gritos, de los golpes que recibía en la cara, admitió la terrorífica realidad.

Él era el asesino.

El autor del sangriento crimen.

Apartó los ojos. La horda de pescadores descendía hacia la playa, arrastrándolo con furia.

A través de las lágrimas, vio oscilar la cuerda en el extremo de una rama.

2

[Exclusiva.]


¿UN ASESINO EN SERIE

EN LOS TRÓPICOS?


7 de febrero de 2003. Once de la mañana, hora local. En Papan, pequeña localidad situada en el sultanato de Johore, en la costa sudeste de Malaisia, un día como los demás. Turistas, comerciantes y marinos se cruzan en la carretera que bordea la gran playa de arena gris. De pronto se oyen unos gritos. Unos pescadores bullen bajo las palmeras. Algunos de ellos van armados con garrotes, arpones o cuchillos.

Toman el sendero situado al final de la playa y suben hasta el bosque por un montículo. Sus ojos expresan odio. Sus semblantes rezuman violencia, sed de matar. No tardan en llegar a otra colina, donde la selva tradicional deja paso a un bosque de bambúes. En ese momento hacen un esfuerzo por calmarse, caminan en silencio. Acaban de localizar lo que buscan: el techo camuflado de una cabaña. Se acercan. La puerta está cerrada. Sin vacilar, clavan los arpones en la pared y la arrancan.

Lo que descubren se asemeja al infierno. Un hombre, un mat salleh (un blanco), está acurrucado con el torso desnudo junto al umbral, en trance. Al fondo de la choza, una mujer está atada a una silla. Su cuerpo es una herida chorreante. El arma del crimen descansa a sus pies: un cuchillo de submarinista.

Los pescadores cogen al culpable y lo arrastran hacia la playa. Ya han preparado una horca. Entonces -nuevo golpe de efecto- interviene la policía de Mersing, ciudad situada diez kilómetros al norte de Papan. Avisada por unos testigos, llega justo a tiempo para evitar el linchamiento. El hombre es salvado y encerrado en la comisaría central de Mersing.

Esa es la asombrosa escena que se desarrolló hace tres días cerca de la frontera con Singapur. Aunque, en realidad, es menos sorprendente de lo que parece. Los casos de ejecuciones sumarias todavía son frecuentes en el Sudeste Asiático. Pero en esta ocasión el autor es alguien insospechado. Es francés, se llama Jacques Reverdi y no es un desconocido. Antiguo deportista de fama internacional, entre 1977 y 1984 batió varias veces el récord mundial de inmersión en apnea en las categorías no limits y descenso en peso constante.

Reverdi había abandonado el mundo de la competición a mediados de la década de los ochenta y vivía desde entonces en el Sudeste Asiático. Actualmente, con cuarenta y nueve años, se dedicaba a dar clases de buceo y se movía entre Malaisia, Tailandia y Camboya. Según los primeros testimonios, era un hombre risueño, sociable pero a la vez solitario, amante de llevar una vida al estilo de Robinson Crusoe en calas alejadas de los lugares habitados. ¿Qué pasó el 7 de febrero de 2003? ¿Cómo se explica la presencia del cadáver de una mujer en la cabaña donde él vivía desde hacía varios meses? ¿Por qué los pescadores malayos quisieron tomarse inmediatamente la justicia por su mano?

Jacques Reverdi ya había sido detenido en 1997 en Camboya por el asesinato de una joven turista alemana, Linda Kreutz, y puesto en libertad por falta de pruebas. Pero el caso había armado mucho revuelo en el Sudeste Asiático. Al instalarse en Papan, todo el mundo lo había reconocido. Y todo el mundo estaba pendiente de él. Cuando vieron que albergaba en su cabaña a una danesa llamada Pernille Mosensen, el recelo y el miedo aumentaron. Hacía varios días que se había dejado de ver a la europea en el pueblo. Un hecho suficiente para levantar sospechas y alimentar la imaginación de todos.

Según los primeros comunicados, los médicos del Hospital General de Johore Bahru han encontrado veintisiete heridas de «arma blanca perforadora y cortante» en el cuerpo de Pernille Mosensen. Heridas situadas en las extremidades, la cara, el cuello, los costados y la zona genital. Un «ensañamiento» patológico, precisaron los expertos durante una conferencia de prensa el 9 de febrero.

En Malaisia, los periódicos ya hablan del amok, esa locura asesina, de esencia mágica, que se apodera de los hombres en esas regiones.

Tras pasar una noche en Mersing, Reverdi fue trasladado al hospital psiquiátrico de Ipoh, el establecimiento clínico más famoso de Malaisia en esta especialidad. Desde su detención, no ha dicho una palabra. Al parecer se encuentra en estado de choque. Según los médicos, este embotamiento postraumático no puede prolongarse mucho más. ¿Confesará cuando vuelva en sí? ¿O, por el contrario, intentará eludir su responsabilidad?

En la redacción de Le Limier nos hemos propuesto arrojar luz sobre este caso. El día siguiente al de su arresto, nuestro equipo se trasladó a Kuala Lumpur siguiendo los pasos de Jacques Reverdi. Queremos repetir el recorrido que él ha hecho y comprobar si se han producido otras desapariciones en los lugares por los que ha pasado.

En el momento de escribir estas líneas, disponemos de fuentes exclusivas que permiten suponer que las revelaciones no han hecho más que empezar. En nuestro próximo número se enterarán de muchas más cosas sobre la cara oculta del maléfico «príncipe de las mareas».


Marc Dupeyrat,

enviado especial de Le Limier

en Kuala Lumpur

3

Marc Dupeyrat sonrió al releer las últimas líneas de su artículo.

«El equipo» del que hablaba se reducía a sí mismo, y su viaje no había sobrepasado el distrito IX. En cuanto a sus «fuentes exclusivas», se limitaban a unos pocos contactos con la agencia France Press de Kuala Lumpur y a los periódicos malaisios. En resumidas cuentas, nada que permitiera lucir la pluma. Abrió su cuenta de correo electrónico, redactó unas líneas dirigidas al jefe de redacción, Verghens, y añadió el texto de su artículo como documento adjunto. Enchufó el ordenador portátil en la primera conexión telefónica que encontró y envió el mensaje.

Mientras observaba en la pantalla la animación que indicaba la transmisión de los datos, pensó que esas pequeñas adaptaciones de la verdad eran pura rutina. Le Limier no tenía escrúpulos. Sin embargo, Verghens exigiría más: su revista, especializada en sucesos, debía ir por delante del resto de la prensa. Marc llevaba un avión de retraso.

Se estiró y contempló la penumbra ocre que lo rodeaba: sillones de piel y cobre bruñido. Hacía años que Marc había instalado su cuartel general en la cafetería de ese hotel de lujo, junto a la plaza Saint-Georges. Lo había elegido porque estaba situado a unos cientos de metros de su estudio; le encantaba ese ambiente de pub inglés, donde los efluvios de café se mezclaban con el humo de los puros y donde algunas estrellas eran entrevistadas con toda discreción.

No podía escribir estando solo. Ya en la época de la facultad, e incluso del instituto, redactaba sus trabajos en bares abarrotados, rodeado por el vocerío de la gente y los chorros de vapor de las cafeteras. Esa presencia le permitía superar su miedo frente a la escritura. Y frente a sí mismo. Marc temía la soledad. La casa vacía, en la que un extraño puede entrar para matar. Un frío lo invadió de golpe, penetró a través de todo su cuerpo. A los cuarenta y cuatro años seguía igual, con sus terrores infantiles.

– ¿Tomará algo más? -El camarero con chaqueta blanca lo observaba de hito en hito, después de haber lanzado una mirada hacia la documentación extendida sobre las dos mesas-. Esto es un bar, señor, no una biblioteca.

Marc rebuscó en su bolsillo y solo encontró algunas monedas.

– ¿Un café? -añadió el camarero en tono irónico-. ¿Con un vaso de agua?

– Sí, con un vaso de agua.

El hombre se alejó. Marc observó los euros en su mano. Brillaban débilmente bajo las lámparas, resumiendo su situación financiera. Mentalmente, repasó sus reservas personales y no encontró nada. Ni en el banco ni en ninguna parte. ¿Cómo había llegado a esa situación, cuando diez años antes era uno de los reporteros mejor pagados de París?

Puso una moneda sobre la mesa y la hizo girar sobre sí misma como si fuera una peonza. Esa imagen le hizo pensar en una linterna mágica que proyectara la película de su propia vida. ¿Qué título se le podría poner? Lo pensó durante unos segundos y se decidió por este: Retrato de una obsesión.

La obsesión del crimen.


Y sin embargo, todo había empezado de un modo inocente.

Con el piano. Durante la adolescencia, Marc tenía una convicción. Su existencia estaría organizada como una partitura. Clases de música en el instituto. Conservatorio de París. Recitales y grabaciones de discos. Como pianista, Marc también quería ser pragmático. Rechazaba el pathos, los recursos románticos. Cuando tocaba las Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach, nunca utilizaba el pedal, lo que acentuaba el carácter matemático de los contrapuntos. Cuando interpretaba a Chopin, se esforzaba en no exagerar jamás el rubato de la mano izquierda, que podía hacer que la pieza se bamboleara como una vieja barca que hace agua. Y cuando ejecutaba una obra de Rachmaninov, en las oscilaciones ternarias de la mano izquierda le gustaba separar la melodía en dos tiempos, con un rigor tenso, rectilíneo.

Las certezas corrían entonces bajo sus dedos. No preveía una sola nota falsa en su destino. Sin embargo, sucedió. Con una violencia fulminante, en la primavera de 1975. La desaparición de D'Amico, su mejor amigo, con quien había compartido los años de instituto, sumió su existencia en el caos. Además, Marc rechazó mentalmente ese hecho. Estuvo en coma seis días. Cuando recobró la conciencia, no recordaba nada. Ni del descubrimiento del cuerpo ni de las horas inmediatamente anteriores al suceso.

Enseguida se dio cuenta de que el accidente no lo había impresionado sin más. El drama había tenido un efecto subterráneo y perverso. Su percepción de la música había cambiado. Ahora experimentaba ante el piano un malestar pernicioso, un hastío que le impedía, no tocar, sino interpretar con sensibilidad. Una grieta se abría cada vez más, y todas sus esperanzas escapaban a través de ella. El conservatorio, los certámenes, los recitales… No había dicho nada a sus padres, ni tampoco al psiquiatra que lo trataba desde que había sufrido la pérdida de conciencia. Mal que bien, había aprobado el bachillerato musical. Pero la máquina se había roto. Ya no podía confiar en ser diferente de otros virtuosos, en aportar algo a la gran historia de la interpretación. Por exclusión, escogió la literatura y se matriculó en la Sorbona.

Estaba terminando sus estudios cuando sus padres murieron. Uno a continuación del otro. Del mismo cáncer. Aturdido todavía por su propio trauma, Marc siguió de lejos aquella tragedia. En realidad, nunca había estado muy unido a esos dos farmacéuticos de Nanterre que no comprendían sus ambiciones. La pareja siempre le había evocado la imagen de dos gomas elásticas alrededor de un mismo fajo de billetes. Nada que ver con sus sueños de músico desinteresado. Por lo demás, Marc tenía una hermana, cortada con el mismo patrón pequeñoburgués, que se había apresurado a hacerse cargo de la farmacia. Cambio de testigo, cambio de moneda.

Marc hizo la memoria de fin de carrera: Apuleyo o las metamorfosis del verbo. Luego descubrió el mercado de trabajo. Redactó con mucho esmero su curriculum vitae. Se veía como un náufrago que lanzaba botellas al mar y, a falta de mensaje interior, retocaba cuidadosamente las etiquetas. ¿Quién necesitaba, en el universo profesional contemporáneo, un especialista en los poetas neoplatónicos? Había buscado en todos los ámbitos donde tenía posibilidad de ejercitar su pluma: periodismo, publicidad, edición… En el fondo, todo eso le era indiferente; su herida, el abandono del piano, aún no se había curado.

El milagro se produjo. Recibió una respuesta afirmativa de un periódico, una simple publicación local, pero lo importante era que iban a pagarle por escribir. Se consagró a su nuevo oficio. Se apasionó por el sur de Francia y descubrió que todos los clichés pintorescos sobre esa región eran ciertos: el sol, las llanuras doradas, los colores pastel del espliego y el romero. Cada sensación era para él como una de esas bolsitas de hierbas secas que se ponen entre las sábanas. Los perfumes lo impregnaban; era un bienestar quedo, íntimo, que se deslizaba entre los pliegues de su ser.

Pasaron los años. Progresó, fue ganándose mejor la vida. Vendió su parte de la farmacia a su hermana y compró una casa en las afueras de Sommières. Allí tenía un círculo de amigos, un círculo de costumbres, un círculo de «novias». A los treinta años se había convertido en un hijo del Gard. El drama de D'Amico le parecía lejano, la escritura era el único hilo conductor de su vida y, naturalmente, alimentaba la idea de escribir una novela. Cada mañana se levantaba más temprano para redactar la «obra maestra». Pero, sobre todo, sus angustias prácticamente habían desaparecido. Seguía yendo a un psiquiatra en Nimes y sus pesadillas iban a menos. El rojo, ese rojo que a veces inundaba las paredes de su cráneo, se aclaraba hasta el punto de desaparecer en el polvo del aire matinal cuando se despertaba.

Pero sin que él se diera cuenta, un nuevo veneno penetraba en su vida: la rutina. Los círculos concéntricos de su existencia se estrechaban hasta el extremo de asfixiarlo. Cada día se anquilosaba un poco más. Se levantaba más tarde, justo a tiempo para llegar a la reunión de la mañana. Por la noche ponía la televisión con la excusa de que se había pasado el día «trabajando como un burro». Poco a poco, las preocupaciones de su vida profesional, minúsculas pero concretas, prevalecieron sobre sus sueños de escritor. Comía más, se abotargaba y tomaba gusto a la inercia. Incluso había vuelto a tocar el piano, pero de la misma forma que se vuelve a hacer bricolaje.

Entonces la conoció.

Al principio no la vio. Como en esos tests psicológicos en los que se muestra al sujeto unas cartas imposibles (as de picas rojo, diez de diamantes negro) y que a este le pasan inadvertidas porque las confunde con cartas normales, Marc asoció a Sophie con el paisaje habitual y fue incapaz de percibir sus diferencias.

Era, simplemente, la carta imposible.

Coincidieron por primera vez en Sagnon, en el parque natural de Lubéron, durante la inauguración de un yacimiento arqueológico. Habían descubierto en una placa calcárea unas huellas fosilizadas de animales prehistóricos. Ese día, Sophie le habló: era la responsable de comunicación de la fundación que financiaba las excavaciones. Marc no se fijó en ella. Una dama de tréboles roja. Una reina de corazones negra. Fue preciso que ella insistiera, que lo invitara varias veces a otros yacimientos financiados por su fundación para que por fin comprendiera.

Sophie se ajustaba exactamente a su ideal femenino.

Era el esbozo que siempre había planeado por su mente. El sueño latente que no se atrevía a precisar por miedo a que se borrara al entrar en contacto con su pensamiento. Todavía hoy sería incapaz de describirla. Alta, morena, a la vez precisa y vaga. Solo recordaba un equilibrio inusitado. Una gracia perfecta. Siempre lo había pensado y por fin tenía la prueba: el color del cabello, la calidad de la tez, la textura de la piel carecían de importancia. Solo contaba la armonía del conjunto. La pureza de las líneas, el rigor del dibujo. Como el prodigio de una melodía, que puede ser interpretada con cualquier instrumento sin perder emoción.

Imposible también decir si le gustaba su mentalidad, su personalidad, puesto que todo en ella, absolutamente todo -comentarios, decisiones, actitudes-, estaba atravesado por esa gracia indescriptible. Marc no la escuchaba; planeaba. No la amaba; le profesaba culto. Solo tenía un deseo: vivir con ella, acompañar a esa belleza hasta el final, igual que se hace una peregrinación. Quería ver aparecer sus arrugas, familiarizarse con su belleza, sin tratar de comprenderla ni de penetrar su secreto. Esperaba simplemente integrarse en su historia, igual que un sacerdote asimila la fe, a fuerza de oraciones, sin comprender los designios de Dios.

Encontró una energía nueva en su trabajo. Desde hacía dos años era corresponsal de una gran agencia fotográfica de París. Cuando se producía un suceso en su región que podía tener relevancia en el ámbito nacional, avisaba inmediatamente a la oficina central y le enviaban un fotógrafo. Gracias a ese trabajo, conocía a reporteros prestigiosos, hombres que no paraban de viajar, que vivían en otro nivel de la realidad. Marc les propuso una colaboración -el famoso tándem periodista-fotógrafo- aplicada a escala mundial.

Le dieron un voto de confianza. Viajó, trató con gente de todo tipo. Etnias lejanas, multimillonarios delirantes, guerras entre gánsteres. Valía todo, con una sola condición: garantizar en papel satinado lo inédito, lo extraordinario, la adrenalina. Sus ingresos aumentaron. Los riesgos que corría también. Vendió su casa de Sommières para regresar a París. Sophie lo acompañó, por supuesto; además, todo eso lo hacía por ella. Paradójicamente, realizaba esos viajes para acercarse a ella, para alimentar su cotidianidad con un material incandescente y sublimar su relación íntima. Frente a su belleza, no podía sino convertirse en un héroe. Era una cuestión de equilibrio.

A finales de 1992, Marc empezó a preparar un reportaje importante sobre la mafia siciliana. Su periplo incluía varias ciudades: Palermo, Mesina, Agrigento… Convenció a Sophie de que se reuniera con él al final del recorrido, en Catania, al pie del Etna.

Allí, en la ciudad volcánica, fue donde el drama se repitió.

Sophie desapareció el 14 de noviembre de 1992. Jamás olvidaría esa fecha. La mujer sagrada, la Pitonisa, se desvaneció en el mismo color que D'Amico. El rojo. Por lo menos eso era lo que suponía, pues no guardaba ningún recuerdo de aquello. Cuando descubrió su cuerpo, perdió el conocimiento y se sumió en un sueño sin sueños. Todo se repitió exactamente igual que la primera vez. El descubrimiento. El choque. El coma.

Se despertó en un hospital parisiense. Le contaron, con mucha precaución, lo que había pasado. Habían transcurrido dos meses. Lo habían trasladado a París. Sophie estaba enterrada con su familia, en la región de Aviñón. Marc no podía hablar. Los viejos fantasmas resurgieron a su alrededor: su hermana, los especialistas en amnesia, el psiquiatra que lo había tratado la primera vez.

Él los escuchaba, comía, dormía. Pero solo experimentaba una sensación: un sabor de cemento en la boca, como después de una larga sesión con el dentista. Ese sabor lo invadía, se extendía por todas partes y lo paralizaba. Estaba convirtiéndose en un bloque mineral. Incapaz de la menor idea, de la menor reacción.

Tardó dos semanas en levantarse. Se observó en el espejo de su habitación y se encontró, simplemente, más delgado. Su piel tenía color de yeso y su boca seguía exhalando el mismo olor a mortero.

Un mes más tarde, sus ideas se ordenaron. Comprendió que lo había perdido todo. No solo a Sophie, sino también el último recuerdo de Sophie. Ese agujero negro era lo que le obsesionaba cuando deambulaba en pijama por los pasillos del hospital. Esa herida de tiempo, esa página borrada que siempre le faltaría y que ningún implante podría reemplazar.

Después calibró el alcance de su propia metamorfosis. Con la muerte de D'Amico había perdido el gusto por el piano. Esta vez había perdido el gusto por la vida, por el futuro, por toda actividad. Ingresó en una clínica especializada, que podía pagar con el dinero obtenido de la venta de la casa de Sommières. Pasaron meses. Marc se veía adelgazar día a día en el espejo. Tez blanquecina, pómulos salientes. Se desmaterializaba porque ya no daba la talla frente al mundo que lo esperaba fuera.

No obstante, encontró una vía nueva: el cinismo.

Recobrarse de la muerte de Sophie era recobrarse de lo peor. Así pues, reanudaría su trabajo, pero sin escrúpulos ni ilusiones. Trabajaría por la pasta. E incluso por toda la pasta posible. Conocía bastante los medios de comunicación para saber que solo una vía era realmente rentable: famosos e indiscreción. Esa mañana se sonrió en el espejo, a la sombra del bigote que se había dejado crecer para dar cuerpo a su semblante de asceta.

Puesto que ya no tenía esperanza, haría fructificar su desesperación.

Se convertiría en paparazzo.

Para un periodista, no se podía caer más bajo. Ser paparazzo era el fondo de la cloaca. Ni valores ni principios: todo está permitido si reporta beneficios. Al mismo tiempo, era un trabajo de tensión, de adrenalina, que exigía mucha investigación. E incluso más: había que esconderse, disfrazarse, engañar. Por no hablar de los riesgos, reales como la vida misma, como que te partieran la cara o te destruyeran el material. Resumiendo, todo lo que necesitaba. No era fotógrafo, pero sería un investigador sin igual.

Un especialista en casos jugosos.

En unos años se convirtió en uno de los mejores del oficio. O sea, uno de los peores. Entrometido, mentiroso, manipulador. Se metió en una especie de intermundo: una ciénaga de la que extraía oro. Se relacionó con prostitutas de lujo, polis cargados de deudas, soplones que se movían entre famosos. Aprendió a sobornar a porteros, a chóferes, a médicos. Se hizo experto en el arte de rebuscar en los cubos de basura, pero también en el de colarse en las fiestas selectas.

No tardó en ser conocido por el apodo del Rapiñador. Su especialidad: robar fotografías íntimas de las familias que, por una u otra razón, estaban en el candelero. ¿Que unos padres se hallaban desbordados por el éxito mediático de su hijo? Él estaba allí, sonriente, cálido, pero birlando discretamente las fotos de encima de la chimenea. ¿Que un padre y una madre, cuya hija de corta edad acababa de ser asesinada, estaban hundidos? Él se mostraba compasivo, pero aprovechaba la desesperación general para rebuscar en la caja de zapatos que contenía los archivos fotográficos de la familia.

Cuando las fotos había que hacerlas, se asociaba, según el caso de que se tratara, con el mejor fotógrafo, venido muchas veces de otros pagos. ¿Un lugar de observación peligroso sobre La Roca de Mónaco? Llamaba a un alpinista capaz de entrar en el Principado sin pasar por la aduana para que escalara el acantilado. ¿Una imagen relámpago de los pechos de Ophélie Winter? Daba con el fotógrafo más rápido, uno de esos virtuosos de los Juegos Olímpicos capaces de tomar la foto perfecta en la salida de los cien metros. ¿Una escena que había que captar de noche, a más de ochocientos metros? Hablaba con un fotógrafo de animales, especialista en el mundo nocturno e inventor de objetivos con infrarrojo.

En 1994 encontró por fin una pareja completa, eficiente en todos los frentes. Vincent Timpani, coloso de pelo largo, exuberante, escabroso, pero capaz de permanecer al acecho noches enteras y de conseguir una imagen clara en cualquier circunstancia. Un gorila que, llegado el caso, podía enfrentarse a guardaespaldas y que no dudaba en infringir la ley; en varias ocasiones habían violado juntos el domicilio de una estrella. Peligroso, pero rentable.

Vestidos de bombero, con la cazadora verde de los aviadores ingleses, llevando un pasamontañas negro enrollado sobre la frente, organizaban auténticas operaciones de comando. Llevaban una vida agitada en la que nunca faltaba la excitación. Todo les iba viento en popa. A mediados de los años noventa, las revistas francesas competían encarnizadamente en el terreno de los famosos. Paris-Match, Voici, Gala y Point de vue libraban una guerra abierta por los mejores negativos.

Amasaron una verdadera fortuna.

Pero Marc no trabajaba por el dinero. Solo se había comprado, al contado, un estudio en el distrito IX que ni siquiera se había tomado la molestia de amueblar. Él buscaba otra cosa: olvidar. Su único triunfo era haber logrado, a fuerza de agitación, hacer retroceder sus pesadillas y encerrar en un rincón de su mente la imagen de Sophie. No había arreglado nada a fondo. Pero así y todo era un éxito. Exhibía con orgullo su piel de cerdo.

Marc era un superviviente.

Y los supervivientes tienen derecho a todo.

1997. Marc y Vincent iban de la isla Mosquito a Gstaad; de Sperone, en Córcega, a Palm Beach, en Florida. Imposible parar: la fiebre de los famosos estaba llegando a su punto culminante. Marc intuía que eso no iba a durar. El viento iba a cambiar, no solo para ellos, sino para todo el mundo. Las revistas se hundían bajo el peso de las imágenes indiscretas. Y también bajo el peso de las demandas presentadas al día siguiente de la publicación de cada número. Las celebridades multiplicaban las protestas, se manifestaban en las tribunas libres de los otros medios de comunicación. Y los lectores empezaban a sentirse incómodos ante tanto voyeurismo. El umbral de la tolerancia se acercaba.

Marc imaginaba un declive progresivo, una caída lenta. No había previsto que ese declive sobrevendría en unas horas. Cortante como una cuchilla.

La cuchilla fue la noche del 30 de agosto de 1997.


Marc nunca se había interesado por lady Diana: demasiada competencia. Prefería trabajar en solitario, en casos más retorcidos, más sorprendentes. Así pues, debería haberse enterado de la noticia de su muerte igual que la mayoría de la gente, a la mañana siguiente, el 31, a través de la radio o de la televisión.

Pero no. A la una de la madrugada, Vincent lo había llamado.

Marc tardó unos minutos en procesar los datos: Diana y Dodi al-Fayed perseguidos por un grupo de paparazzi por los muelles del Sena; el accidente en el túnel de Alma. Vincent era uno de los fotógrafos que seguían al Mercedes. Por teléfono, hablaba como una ametralladora y daba los detalles desordenadamente: los cuerpos incrustados en la chapa, el claxon bloqueado sonando en el túnel, los colegas que habían seguido haciendo fotos y los que habían intentado ayudar a los pasajeros.

Marc se dio cuenta de que ese insólito accidente suponía el fin del oficio… y de la buena racha. Esa era la visión a largo plazo. A corto plazo, comprendió que el coloso había tomado fotos. Y que había conseguido escapar, mientras que los otros paparazzi habían sido detenidos por la poli. Durante unas horas, Vincent poseía las únicas imágenes del mercado. Una fortuna.

Marc se hizo mentalmente una pregunta: ¿era un hombre o un simple buitre? A modo de respuesta, se oyó preguntar en un tono glacial:

– ¿Las fotos que tienes son digitales?

Quedaron en reunirse en la redacción de una de las revistas parisienses más importantes. Vincent tenía que revelar primero las imágenes urgentemente; había trabajado con película convencional. Marc llegó a las dos y media. Cuando vio a los hombres todavía con la cazadora puesta, de pie alrededor de la mesa de montaje, comprendió que las noticias se habían agravado. Diana agonizaba en el hospital de La Pitié-Salpêtrière. Había sufrido dos paradas cardíacas y los médicos estaban operándola.

Marc se acercó a la mesa donde brillaban las diapositivas. Esperaba ver imágenes de carne desgarrada, regueros de sangre en la carrocería, una carnicería abyecta. Vio el rostro diáfano, radiante de la princesa. Tenía los ojos ligeramente hinchados y una gota de sangre resbalaba por su sien, pero su belleza permanecía intacta. Incluso parecía poseer, bajo las contusiones, una juventud y una frescura conmovedoras. Era un verdadero ángel hecho carne, con ojeras, cardenales, sangre y una presencia que encogía el corazón.

Lo peor era otra imagen, sin duda la última de Diana consciente. La princesa, iluminada por un flash, lanzaba una mirada asustada a través de la luna trasera del coche hacia los fotógrafos que acababan de cazarla. Marc leyó la verdad en esa mirada. Diana no iba a morir por un fallo en la conducción, ni siquiera a causa de los fotógrafos que la seguían esa noche. Iba a morir como consecuencia de esos largos años de persecución durante los cuales había sido acosada, acechada, no solo por fotógrafos, sino por el mundo entero. Iba a morir como consecuencia de la curiosidad humana, de esa fuerza oscura que había concentrado en ella todas las miradas, todos los deseos. Un acoso que había comenzado en la noche de los tiempos, con el deseo de ver, de saber, inscrito en los genes del hombre.

– Os lo advierto. Yo no la vendo.

Marc reconoció al fotógrafo que acababa de hablar; tenía lágrimas en los ojos. Comprendió que era el autor de la foto «luna trasera»; las otras, las de Diana entre la chapa estrujada, eran las de Vincent. Lo buscó con la mirada: el gigante parecía intimidado, balanceaba el cuerpo pasando el peso de un pie al otro, con el casco en la mano.

Marc contempló a los otros hombres: los periodistas de guardia, el jefe del servicio fotográfico, al que habían despertado en plena noche. Todos pálidos, demacrados incluso, con la luz de la mesa de montaje iluminándolos desde abajo. En ese momento, sin que se pronunciara una sola palabra, hubo un acuerdo tácito: nadie vendería ni publicaría esas imágenes.

A las cuatro estalló la noticia: Diana había muerto.

Entonces la fiebre subió. Los teléfonos móviles ya no pararon de sonar. Las ofertas procedían de las redacciones de todo el mundo. Las pujas se aceleraban. Marc observaba por el rabillo del ojo a Vincent y a algunos fotógrafos más que habían llegado entretanto con otras fotos. Respondían vacilando, tomando nota de las sumas que no dejaban de aumentar. De vez en cuando se miraban en los cristales de la sala de redacción y también ellos debían de preguntarse: ¿hombres o buitres? Marc se marchó a las seis de la mañana, después de haber llegado a un acuerdo con Vincent: no venderían nada.

Marc se dirigía hacia su coche cuando su teléfono móvil sonó. Reconoció la voz: uno de sus contactos en la policía judicial. «Estamos esperando el certificado de defunción de Diana. ¿Te interesa?» Marc imaginó el cuerpo blanco, tendido sobre la mesa de operaciones. Ese cuerpo que él mismo había profanado hacía unos años vendiendo unas fotos en las que se distinguía, en el nacimiento de los muslos de la princesa, unas marcas de celulitis. El periódico había publicado las imágenes aumentando y rodeando con un círculo rojo la zona «interesante». Marc se había embolsado ochenta mil francos por ese reportaje de interés general. Ese era el mundo en el que vivía. Colgó sin contestar.

Una hora más tarde, el policía volvió a llamar: «Acabamos de recibir el certificado por fax. Tenemos los resultados del análisis de sangre. Posiblemente estaba embarazada. ¿Sigue sin interesarte?». Marc dudó de nuevo, por guardar las formas; luego, movido por una oscura voluntad de tocar fondo, dijo: «Te espero en el Soleil d'Or dentro de media hora. Llevaré el papel». El Soleil d'Or era el bar más próximo al número 36 del Quai des Orfèvres, la sede de la policía judicial. En cuanto al «papel», siempre había que llevar al informador un paquete de folios corrientes para meter en la fotocopiadora: los que utilizaban los servicios policiales llevaban unas marcas características y, si el caso llegaba a los tribunales, constituían una prueba material contra dichos servicios.

Una hora más tarde, tenía en la mano la copia del documento. Dos horas más tarde, la ofrecía a una de las redacciones más importantes de París. Una primicia inestimable. Sin embargo, la dirección dudaba ante ese certificado: nada garantizaba su autenticidad, y aquello iba demasiado lejos, era demasiado fuerte. Al mismo tiempo, fuera se hablaba de linchar a los paparazzi y, en general, a los medios de comunicación, los «asesinos de Diana». Sin estar segura de que fuera a publicarlo, la revista pagó una «garantía» y preparó una compaginación; el propio Marc escribió el texto allí mismo. Pero entonces sucedió un hecho inédito: las secretarias del servicio de estenotipia se negaron a teclear el artículo. Era excesivo. Aquella rebelión hizo que la redacción diera marcha atrás y optara por una solución intermedia. Mencionarían el posible embarazo en el artículo, pero no publicarían el certificado.

Marc, rabioso, cogió su prueba material y se metió en los lavabos del periódico. Allí quemó el documento. En ese preciso instante, el asco inundó su garganta. No cabía duda: era una auténtica basura. Contempló las llamas que se retorcían entre sus dedos y decidió que ese oficio se había acabado para él. Llevaba cinco años pactando con el diablo y en ese momento estaba quemando, simbólicamente, su contrato maléfico.


Emprendió un viaje. Casi a su pesar, volvió a Sicilia, y solo tardó dos días en encontrarse, sin siquiera haber pensado en ello, en Catania. Una especie de peregrinación, con la salvedad de que no se acordaba de nada. En las calles de lava negra, intentó una vez más recordar las horas inmediatamente anteriores a la desaparición de Sophie. ¿Cuáles habían sido sus últimas palabras? Pese a su amor intacto, pese al hecho de que no pasaba un día sin pensar en ella, era incapaz de reconstruir esas últimas horas.

En Sicilia tomó otra decisión. A la manera de un hombre que, acosado durante años, de repente da media vuelta y opta por luchar contra sus perseguidores, Marc decidió mirar hacia atrás y enfrentarse por fin a sus propios demonios. Los cinco años de agitación, de tejemanejes, de fotos indiscretas solo tenían un objetivo: sembrar la confusión, ocultar lo que realmente le obsesionaba. Había llegado el momento de consagrarse a su verdadera obsesión.

El crimen.

La sangre y la muerte.

Ofreció sus servicios a una nueva revista de sucesos, Le Limier. Marc no tenía el perfil requerido para ese puesto, pero su carrera demostraba que tenía dotes de investigador. A los cuarenta años, partió de cero. Por quinta vez. Después de haber sido pianista, periodista de ámbito regional, gran reportero y paparazzo, ahora se dedicaba a los sucesos. Le asignaron la crónica judicial. Pasó días en los juzgados, cubrió los crímenes más sórdidos, observó a los asesinos en el banquillo de los acusados. Ajustes de cuentas, robos abyectos, crímenes pasionales, infanticidios, incestos… No faltaba ni una vileza. Pero Marc se sentía decepcionado. Él esperaba descubrir, frente a los acusados, una verdad. La marca ancestral del crimen.

Lo que veía era más espantoso aún: no veía nada. La trivialidad del mal. Semblantes más o menos arrepentidos, más o menos expresivos, que siempre parecían ajenos a los hechos evocados. Esos seres humanos que habían matado a sus hijos, descuartizado a su cónyuge o destripado a su vecino por unos euros parecían haber sido dominados por una fuerza desconocida, extraña.

A veces, Marc intuía lo contrario. La pulsión de destruir siempre había estado ahí, en el fondo de su mente. Pertenecía a los genes del hombre, a su cerebro primitivo, y no hacía sino esperar una oportunidad para surgir.

Pasaron los años. Trabajó en cientos de casos. No solo procesos, sino también investigaciones criminales sin resolver. Conocía a todos los agentes de la policía criminal, a los magistrados, a los abogados. Y a los criminales. Estaba en su casa tanto en la Brigada Criminal del Quai des Orfèvres como en el locutorio de la prisión de Fresnes. Comía con los mejores investigadores y entrevistaba a los peores asesinos. Buscaba, observaba, descubría. Pero lo esencial se le escapaba siempre. No conseguía contemplar el rostro del Mal.

Sin embargo, no desesperaba. Después de cinco años en Le Limier, seguía aguardando el caso, el «delito flagrante», la confesión que le permitiría por fin descubrir la luz negra. Vivía en sus parajes, así que acabaría por sorprenderla.


– ¿Otro café, señor?

El camarero estaba de nuevo ante él. Marc miró el reloj: las cinco de la tarde. Había tardado más de una hora en hacer el balance de su vida. Se frotó los ojos como si saliera del cine.

– No, gracias. Por hoy es suficiente.

El camarero lo gratificó con una sonrisa de satisfacción, sobre todo cuando lo vio recoger sus carpetas y sus notas. Antes de marcharse, Marc entró en los lavabos para refrescarse. Se sentía más ajado que el pañuelo de una jovencita con mal de amores.

Se observó en los espejos. Como siempre, era incapaz de decidir qué parecía más: ¿pianista, universitario, reportero, paparazzo o periodista de sucesos? Su físico de golfillo no encajaba en ninguno de esos papeles. Rechoncho, pelirrojo, con bigote, parecía un jugador de rugby en miniatura de un equipo británico o irlandés.

Para estilizar su silueta, solo llevaba chaquetas entalladas con motivos discretos, marrón y color crema, y camisas blancas de cuello inglés cuyos puños dejaba sobresalir. No estaba seguro de la eficacia del resultado. En los buenos tiempos, se encontraba muy elegante, muy «británico». En los malos pensaba, por el contrario, que con esas chaquetas marrón chocolate, con reflejos color café, parecía más bien el escaparate de una pastelería.

Sumergió la cara en el agua fresca. Tenía que estar chiflado para que se le ocurriera reconstruir su biografía. En la actualidad, ¿quién era en realidad? Se encarnaba totalmente en su búsqueda. Su pasión por el crimen. Esa idea lo llevó de nuevo al tema del día: Jacques Reverdi.

«Un asesino en serie en los trópicos.» ¿Seguro?

Cerró el grifo y se echó el pelo hacia atrás.

Había llegado el momento de ir a ver el rostro del asesino.

4

Líneas blancas y depuradas.

Espacio zen de simetrías impecables.

Cada vez que entraba allí experimentaba la misma sensación. Ese laboratorio de revelado profesional parecía un lugar de meditación. Un vestíbulo de paredes blancas donde había fotografías enmarcadas en negro. Luego un pasillo con lamparitas colgadas que conducía a la sala donde los fotógrafos entregaban sus películas y recogían sus imágenes. De nuevo el blanco, la pureza… Todo parecía organizado para suscitar el vacío mental, el recogimiento del alma. Incluso las mesas de montaje, bloques blancos, resplandecientes, que enviaban su halo lechoso a la cara de los reporteros, acababan por parecer reclinatorios futuristas.

Marc había quedado con Vincent Timpani a las cinco y media. Ya eran las seis, pero el gigante siempre llegaba tarde. Se dirigía hacia la cafetería cuando vio una cara conocida: Milton Savario, fotógrafo de origen sudamericano que pertenecía a la casta superior de los reporteros de noticias. Un asceta famélico, que siempre parecía sobrevivir entre dos guerras.

Savario le hizo una seña. Se dieron la mano. Marc señaló con la cabeza las diapositivas distribuidas sobre la mesa de montaje.

– ¿No trabajas con cámara digital?

– Para estos temas no.

– ¿De qué se trata?

– El hambre en Argentina.

– ¿Puedo?

Marc cogió el cuentahilos -una pequeña lupa montada en un armazón cromado- y se inclinó sobre las fotografías. Un niño esquelético, de semblante descarnado, en la cama de un hospital con un gotero. Un bebé de piel verdusca, con el cráneo enorme, en un ataúd con unas alitas de ángel. Una enfermera llevando en brazos a un crío inánime, con las piernas reducidas a largos huesos inertes, en una escalera gris. Marc se incorporó.

– ¿No ha sido muy duro?

– ¿El qué?

– Esos niños, el hambre…

Savario sonrió. La barba de tres días y la hirsuta pelambrera negra hacían que pareciese estar maquillado con carbón vegetal.

– En Argentina no hay hambre.

– ¿Y estas fotos?

El sudamericano metió las diapositivas en un sobre sin responder. Cogió el cuentahilos y apagó la luz de la mesa.

– Te invito a un café y te cuento el truco.

Se sentaron en la cafetería. Máquinas de bebidas, mesas, asientos, todo era blanco. El fotógrafo se sentó en uno de los altos taburetes.

– No hay hambre -repitió, después de soplar sobre un vaso ardiendo-. Todos hemos picado.

Sacó de su bolsa una foto en papel del niño de miembros deformes con el gotero.

– Es un caso de polio. No tiene nada que ver con el hambre.

– ¿De polio?

– La foto debió de circular por error en las agencias y en internet. Todos nos precipitamos. Hambre en Argentina; parecía increíble. Pero resulta que allí, en Tucumán, no hay ningún indicio de hambre.

– ¿Y qué has hecho?

– Lo mismo que los demás: he fotografiado al niño enfermo de polio. ¿Sabes cuánto vale un billete a Argentina?

Marc no necesitaba que se lo explicaran con detalles. Una vez hecha la inversión, Savario no estaba dispuesto a volver con las manos vacías. Unas fotos del niño famélico, otras de los dispensarios, de los guetos miserables, y asunto concluido. Siempre habría una revista interesada en comprar esas imágenes e hinchar el asunto de la malnutrición. Nadie mentía realmente, el honor estaba a salvo… y no se había perdido dinero.

– Por la información -dijo el sudamericano levantando el vaso.

Marc brindó con él. Llevaba cinco años trabajando en sucesos, había salido del torbellino de las agencias, pero constataba, con una alegría cínica, que nada, absolutamente nada había cambiado.

Una voz grave se elevó detrás de ellos:

– ¿Arreglando el mundo como siempre?

Marc hizo girar el asiento y vio a Vincent Timpani. Un metro noventa, cien kilos de músculos y de carne informe dentro de un traje claro de lino que le daba aspecto de propietario de plantación en los trópicos. Misteriosamente, parecía estar siempre atezado por el sol meridional; se había criado en Niza y conservaba una pizca de acento meridional.

Saludó a Marc y a Savario con una carcajada y luego se dirigió hacia la máquina de refrescos. Savario aprovechó para irse. Vincent volvió a donde estaba Marc con una lata de Coca-Cola en la mano. Siguió al fotógrafo con la mirada.

– ¿Qué pasa? ¿Espanto al héroe?

– ¿Tienes las fotos?

El gigante sacó tres sobres de un bolsillo de la chaqueta. Tras el drama de lady Diana, se había introducido como fotógrafo en el mundo de la moda, pero de vez en cuando, en recuerdo del pasado, aceptaba hacer algunas fotos para ilustrar los artículos de Marc.

– Me pregunto por qué me presto a reproducir estas horribles caras -dijo con fingido mal humor-. Cuando pienso en las chicas sublimes que me esperan en el estudio…

Marc sacó del primer sobre un retrato antropométrico de Jacques Reverdi. Leyó lo que estaba escrito debajo.

– Esta es de cuando lo detuvieron en Camboya. ¿No tienes la de Malaisia?

– No. He llamado a los de la agencia France Press de Kuala Lumpur y me han dicho que en Malaisia no hay retrato oficial, Reverdi no permaneció el tiempo suficiente en manos de la poli. Fue internado inmediatamente en un hospital psiquiátrico y…

– Estoy al corriente, gracias.

Marc observaba el rostro de Reverdi. Las imágenes que había visto hasta entonces pertenecían al pasado prestigioso del submarinista. Fotos espléndidas en las que el campeón, vestido con un equipo de buzo, sostenía en alto la placa en la que se indicaba la profundidad de su récord. El retrato que ahora tenía delante era distinto. El semblante alargado, musculoso y rugoso de Reverdi ya no sonreía. Las comisuras de sus labios se curvaban en una expresión hosca. En cuanto a su mirada, era oscura, indescifrable.

Abrió el siguiente sobre y descubrió a una chica, casi una adolescente: Pernille Mosensen. Ojos claros y una expresión angelical rodeada de cabellos negros, muy lisos. Y una piel brillante. Marc pensó en la carne pálida de algunas frutas exóticas.

– France Press solo me ha mandado eso -comentó Vincent-. Es la foto de su pasaporte. La he retocado con el ordenador.

La expresión de la joven danesa delataba la voluntad de parecer seria. Sin embargo, pese a ese aire de sensatez, se notaba vibrar una juventud exuberante bajo las pestañas. Una sonrisa que temblaba en el borde de los labios. La imaginaba preparándose para su viaje al Sudeste Asiático. Seguramente su primer gran periplo.

– ¿Y el cuerpo?-preguntó.

– Nada. La Audiencia de Malaisia no ha facilitado absolutamente nada. Parece que no quieren dar publicidad al caso.

– ¿Y la otra? La chica de Camboya.

Vincent dio un largo trago y empujó el tercer sobre hacia Vincent.

– Solo he encontrado esto. En los archivos del Parisien. Y he tenido que hacer auténticos milagros. Es una reproducción de los periódicos de Phnom Penh. Se ve la trama de la impresión.

Linda Kreutz era una pelirroja de facciones delicadas apenas perceptibles. Una fisonomía imprecisa, enterrada bajo una cabellera rizada que no acababa de verse bajo el grano de impresión del periódico. Su expresión se perdía en la trama y adquiría un carácter irreal. Un fantasma de las noticias.

– ¿Y del cuerpo de esta tampoco hay nada?

– Nada publicable. Cambodge Soir me ha enviado unas fotos. La chica fue encontrada en un río, tres días después de su muerte. Hinchada a más no poder, con la lengua como un pepino… Créeme, nada publicable, ni siquiera en tu periodicucho de mierda.

Marc se guardó los tres sobres.

– ¿Qué haces esta noche? -preguntó Vincent en tono de complicidad.

El rostro del fotógrafo estaba cortado por el mismo patrón que el cuerpo: enorme, colorado, fofo. Una cara de ogro, medio oculta por un mechón que le caía sobre el ojo izquierdo a la manera de un parche de pirata. Tenía la boca siempre entreabierta, como un gran dogo jadeante. Sacó otro sobre desplegando una amplia sonrisa:

– ¿Te interesa esto?

Marc echó un vistazo: fotos de chicas desnudas. Además de las fotos oficiales para las revistas, Vincent hacía fotos de modelos principiantes y aprovechaba para desnudarlas.

– No están mal, ¿eh?

El aliento le olía a una mezcla de Coca-Cola y alcohol. Marc hojeó el montón de fotos: cuerpos púberes, de medidas perfectas; pieles inmaculadas, sin el menor defecto; rostros de elegancia felina.

– ¿Las llamo? -preguntó, guiñando un ojo.

– Lo siento -contestó Marc, devolviéndole las fotografías-. No estoy de humor.

Vincent recogió sus fotos con una mueca de desdén.

– Nunca estás de humor. Ese es tu problema.

5

Los rostros estaban ahí.

A la vez familiares y aterradores.

Retorcidos, deformados, aplastados contra el entramado de rota. Jacques Reverdi dominó su miedo y los miró de frente: vio las mejillas aplastadas, las frentes fruncidas, los cabellos enmarañados. Sus ojos trataban de localizarlo en la oscuridad. Sus manos se agarraban a las paredes. Jacques oía también sus voces amortiguadas, sus susurros entremezclados, sin distinguir las palabras.

No tardó en observar detalles increíbles. Uno de los rostros tenía los párpados cosidos. Otro no tenía boca, solo piel opaca entre las mejillas. Otro tenía la barbilla exageradamente saliente, era como si el hueso, doblado hacia arriba, desmesurado, estuviera a punto de rasgar la carne. Otro sudaba sin parar, pero ese sudor, que caía en gruesas gotas, estaba compuesto de carne líquida: diluía sus rasgos, los fundía.

Jacques comprendió que aún estaba durmiendo. Esos hombres pertenecían a su pesadilla habitual, la que no lo abandonaba nunca. Se esforzó en calmarse. Sabía que los monstruos no lo veían a través de las fibras vegetales; estaba a salvo en la oscuridad. Jamás conseguirían abrir el armario de rota, sacarlo de su escondrijo.

Sin embargo, de pronto notó que su monstruosidad penetraba entre los hilos trenzados, pasaba bajo su piel. El rostro de Jacques se levantó, sus músculos se distendieron, sus huesos crujieron… Se parecía cada vez más a ellos, estaba convirtiéndose en «ellos». Apretó los labios para no gritar. Su semblante se desencajaba, se deformaba, pero no debía gritar, no debía revelar su presencia en el armario, no…

Su cuerpo se puso rígido. Su caja torácica se bloqueó. Su ser se cerró al mundo exterior. Imaginó la arborescencia de su aparato respiratorio cerrándose sobre la noche de sus órganos. Era su apnea preferida, la más suave, la más natural. La apnea nocturna, la que sorprendía a los bebés mientras dormían y a veces los mataba.

Jacques ya no dormía, pero mantenía los ojos cerrados. Contó los segundos. No necesitaba cronómetro. El reloj era su flujo sanguíneo. Ralentizado. Apaciguado. Al cabo de unos segundos, las voces se callaron. Luego los rostros se borraron. Las paredes de rota retrocedieron, como si ya no se ejerciera presión desde el otro lado. Él era más fuerte. Más fuerte que los ojos, que los monstruos, que los…

Abrió los ojos, con la mente absolutamente vacía. Aspiró una gran bocanada de aire. A cambio recibió algo amargo y sabroso a la vez. Un trago de té verde. ¿Dónde estaba? Su conciencia regresó en lentas olas. Estaba tendido. El calor, en las tinieblas, era omnipresente. Sus cinco sentidos comenzaron su trabajo de exploración. Notó el viento ardiente en la cara. Después un olor intenso, penetrante, casi nauseabundo: el aroma del bosque. La frondosidad vegetal.

Ruidos amortiguados. Voces. No tenían nada que ver con las de su pesadilla. Se esforzaban en hablar en inglés y tenían un fuerte acento malayo: «Helio… Helio…», «¿Cigarrillos?».

Volvió la cabeza hacia la derecha y, a través de los barrotes de madera pintados de verde, distinguió caras oscuras, confusas. ¿Estaba en la cárcel? Volvió los ojos hacia la izquierda. Se veía un cielo nocturno, vibrante de estrellas. No. Estaba en el exterior.

Se esforzó en calmarse, en analizar los hechos. Era de noche. Una noche azul y verde, con efluvios tropicales. Se encontraba en el pasillo de una galería. A la izquierda, un gran patio de cemento. A la derecha, el muro de barrotes, tras el cual se agitaba un grupo de detenidos. A su espalda se distinguía una gran habitación con camas de hierro. Sí que estaba en la cárcel. Pero era una cárcel al raso.

Instintivamente, intentó levantarse. Imposible: unas correas le inmovilizaban las muñecas y los tobillos. Al segundo siguiente, vio la barra cromada de su cama…, una cama de hospital. Al mismo tiempo, constató que iba vestido con una bata verde. Los presos llevaban la misma indumentaria. Otro detalle le llamó la atención: todos llevaban la cabeza rapada. Sus grandes ojos, abiertos en la oscuridad, parecían heridas blancas. Carcajadas, gruñidos. Aguzó el oído y distinguió las palabras que pronunciaban, en malayo, chino, thai… Frases incoherentes. Palabras absurdas. Chiflados.

Estaba en un manicomio.

Un nombre acudió a su mente: Ipoh, el mayor establecimiento psiquiátrico de Malaisia. La angustia lo invadió. ¿Por qué lo habían llevado allí? Él no estaba loco. A pesar de los rostros, a pesar de las pesadillas, él no estaba loco. Trató de recordar sus últimos días, pero solo pudo acordarse de las hojas de bambú, de las paredes trenzadas, ¿Qué había pasado? ¿Había sufrido otro ataque?

Detrás de él se oyeron unos ruidos. El de un sillón al ser arrastrado, el de un papel al ser arrugado. En plena noche, esos sonidos resultaban más incongruentes aún que el resto. Reverdi dobló la cabeza para ver qué pasaba. Bajo la galería, a unos metros, había un escritorio metálico cubierto de papelotes.

El vigilante, que dormitaba tras la mesa, se levantó en la oscuridad y se ajustó el cinturón, cargado con una pistola, una bomba lacrimógena y una porra. No era precisamente un enfermero. Jacques se encontraba, por lo tanto, en la sección reservada a los criminales. El hombre encendió una linterna y se dirigió hacia él. Reverdi ordenó en malayo:

Tutup lampu tu. (Apaga eso.)

El vigilante dio un paso atrás; la voz le había sorprendido. Y todavía más las palabras pronunciadas en malayo. Tras unos instantes de vacilación, apagó la linterna y rodeó con precaución la cama. En la oscuridad, Jacques vio que acercaba la mano a un interruptor.

– No enciendas -ordenó.

El hombre se detuvo. Tenía la otra mano crispada sobre el arma. Alrededor de ellos, el silencio era total; los demás presos se habían callado. Al cabo de unos segundos, el guardia apartó la mano del interruptor.

– No debo ver tu cara -susurró Reverdi-. Ninguna cara. Ahora no.

– Voy a llamar al enfermero. Te pondrá una inyección.

Reverdi se estremeció. En un segundo, su cuerpo quedó empapado de sudor. No debía dormir más. Los Otros lo esperaban en su sueño, detrás del entramado de rota.

– No -dijo en voz baja-. No lo hagas.

El malayo se echó a reír. Estaba recuperando la seguridad en sí mismo. Se dirigió hacia el teléfono de pared.

– ¡Espera!

El hombre se volvió, furioso, sujetando la porra con la mano. No estaba de humor para dejar que un mat salleh lo jorobara.

– Mira el fondo de mi garganta -ordenó Reverdi.

Como a su pesar, el vigilante volvió sobre sus pasos. Jacques abrió la boca y preguntó:

– ¿Qué ves?

El malayo se inclinó con desconfianza. Jacques sacó la lengua y cerró violentamente las mandíbulas. La sangre brotó por las comisuras de los labios.

– ¡Diablos! -masculló el guardia, precipitándose hacia el teléfono.

Reverdi le dijo antes de que descolgara:

– Oye, si llamas al enfermero, la habré cortado por completo antes de que llegue. -Sonrió. Unas burbujas calientes se formaban sobre su barbilla-. Diré que me has pegado, que me has torturado…

El hombre se había quedado inmóvil. Jacques aprovechó su ventaja:

– No vas a llamar a nadie. Yo haré como que duermo hasta mañana por la mañana. Todo irá bien. Solo responde a mis preguntas.

El malayo pareció indeciso hasta que, al cabo de un momento, bajó los hombros en señal de capitulación. Cogió, de una mesa con ruedas, un rollo de papel higiénico. Con prudencia, se acercó a Jacques y le limpió la boca. Reverdi le dio las gracias haciendo un ademán con la cabeza.

– ¿Estamos en Ipoh?

El hombre asintió. Llevaba bigote y tenía la piel sembrada de marcas de acné. Auténticas hendiduras que, en el azul nocturno, hacían pensar en los cráteres lunares.

– ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

– Cinco días.

Jacques hizo un rápido cálculo mental.

– ¿Hoy es martes o miércoles?

– Miércoles, doce de febrero. Y son las dos de la madrugada.

No guardaba ningún recuerdo del período que lo separaba del viernes anterior. ¿En qué estado había llegado allí? Su cuerpo se bañó de nuevo en sudor.

– ¿Estaba… inconsciente?

– Delirabas.

El sudor se le heló. Le pinchaba el pecho, como partículas de miedo que lo salpicaran.

– ¿Qué he dicho?

– Ni idea. Hablabas en francés.

– Lárgate -ordenó.

El guardia se puso tenso ante su tono autoritario; después fue a sentarse tras su escritorio acompañado por un tintineo de llaves. Reverdi se relajó, con los hombros apoyados en la cama.

Al cabo de un buen rato, dejó de oír ruidos en el lado donde estaba el vigilante… dormido. Al otro lado de los barrotes verdes, los murmullos también se apaciguaban: todo el mundo volvía a acostarse.

Intentó otra vez recordar. No veía nada relacionado con su hospitalización. Pero surgían, de un modo confuso, otros fragmentos. Palabras. La «cámara». Los «jalones». El «sendero»… Vio las paredes de bambú, los regueros de sangre. El miedo lo invadió de nuevo. Un destello: la mujer herida, desangrándose lentamente…

¿Por qué se había dejado vencer por el pánico? ¿Por qué de repente le había dado tanto miedo su compañera? Esa pérdida de control iba a costarle la vida. Recordó que esa incoherencia pertenecía en realidad al proceso. Al final de la ceremonia siempre desvariaba. Pero normalmente estaba solo. Solo en la Cámara de Pureza…, y ese instante de abandono no tenía ninguna consecuencia.

Se concentró más y reconstruyó la escena. La mujer cosida a puñaladas. Su mano, la de él, sosteniendo la llama. Ese pensamiento se hizo tan claro, tan preciso, que creyó estar de nuevo en la Cámara… Sintió deseos de acariciar ese cuerpo abierto, chorreante, pero sabía que era imposible. La fuente era tabú.

No obstante, se acercó a su amada y contempló sus heridas. Admiró esos ríos oscuros que se esparcían sobre la piel bronceada. Sintió una ternura y un agradecimiento ilimitados hacia esos surcos que le aportaban paz.

Se inclinó. Hasta el punto de oír el siseo de las heridas. Hasta el punto de notar el calor del cuerpo… Cerró los ojos y notó, dentro de su boca lacerada, el sabor de cobre de su propia sangre.

Lentamente, el sueño volvía a invadirlo.

Pero esta vez era un descanso límpido, alejado de toda pesadilla.

Vio una vez más el charco oscuro que se extendía a sus pies, alrededor de su compañera. Él mismo se hundía en él como en una almohada mullida, benéfica, donde anidaban sus pensamientos.

Una sonrisa apareció en sus labios.

Ya no tenía miedo; estaba curado.

6

En su búsqueda, los asesinos en serie ocupaban un lugar aparte.

Para Marc eran como diamantes puros. Piedras en bruto. En ellos no encontrabas móviles parásitos, pasión ciega, pánico del último minuto. Ningún arrebato que pudiera explicar, incluso disculpar, el acto criminal.

Nada más que la pulsión de matar.

Fría, aislada, regia.

Había leído todos los libros sobre la cuestión. Relatos. Biografías. Autobiografías firmadas por los propios criminales. Estudios psiquiátricos. Él mismo había redactado informes exhaustivos sobre algunos de los más célebres. Los conocía mejor que nadie. Jeffrey Dahmer, que agujereaba el cráneo de sus presas con un taladrador para verter ácido dentro. Richard Trenton Chase, que se bebía la sangre de sus víctimas y metía los órganos en una batidora para extraer mejor su líquido vital. Y Kumper, dos metros, ciento cuarenta kilos, caníbal, necrófilo, que hablaba a la cabeza de su víctima, colocada sobre la chimenea, mientras sodomizaba su cuerpo decapitado. Y Gein, que se hacía máscaras de carne con el rostro desollado de sus víctimas.

A partir del año 2000 había presentado solicitudes para visitar a asesinos en serie encarcelados en Francia. Así había conseguido interrogar, en ocasiones durante varias horas, a Francis Heaulme, Patrice Alègre, Guy George, Pierre Chanal… Había entrevistado también a las personas de su entorno, hablado con sus padres y con las familias de sus víctimas.

Y siempre había experimentado la misma decepción.

Como todos aquellos a los que había observado en los tribunales, esos hombres eran corrientes. Algunos eran gigantescos, otros estaban llenos de tics, otros tenían realmente cara de pocos amigos, pero su apariencia no revelaba nada fundamental. Su secreto, su abismo, estaba -y permanecía- en el interior de sí mismos.

En esos momentos dudaba de sus propias dotes de entrevistados ¿Por qué no lograba comprenderlos, meterse en su cabeza, imaginarlos en plena carnicería? En su desesperación, casi lamentaba no poder sorprenderlos en flagrante delito, con las manos ensangrentadas, de rodillas ante sus víctimas frías.

A fuerza de estudiar esos casos horribles, había llegado a reunir unas pocas imágenes, unos pocos leitmotivs, que reaparecían para atormentarlo en sueños. Y se felicitaba por ello. Al menos compartía algo con los asesinos.

Estaba obsesionado, por ejemplo, con el ruido de una cuchilla. La de Francis Heaulme degollando a una mujer en la playa de Moulin Blanc, cerca de Brest. Marc había visto las fotos del corte: limpio, profundo, practicado desde el centro del cuello hasta la parte de atrás de la oreja izquierda. Habían encontrado a la víctima en bañador, tendida sobre las piedrecillas, y había una especie de vínculo cruel entre esa herida desnuda y los guijarros grises a merced del viento y del mar. Ese paisaje siniestro era lo que se perfilaba primero en su sueño; luego, de repente, el silbido lo arrancaba de la pesadilla. El ruido de la navaja cortando el cuello.

También soñaba con un cuadro misterioso que representaba a una mujer muy delgada cuyos brazos tenían las manos amputadas. La figura hierática caminaba pensativa, con el vientre abierto y las entrañas recogidas. En su sueño, Marc siempre se preguntaba quién era, dónde la había visto antes. Poco a poco, la respuesta iba tomando forma hasta despertarlo. El espectro del sex-appeal Un cuadro de Salvador Dalí.

En 1998, Marc había investigado una serie de crímenes cometidos en Perpiñán, cuyo autor posiblemente se inspiraba en ese cuadro. Al menos en un caso la joven víctima había sido destripada y se le habían amputado las manos. No habían encontrado al asesino y Marc estaba convencido de que, mientras estuviera libre, su obsesión, bajo el signo de Dalí, planearía por los aires y lo contaminaría a él, el periodista solitario que buscaba el secreto pero solo atrapaba briznas, humo.

El pitido del contestador automático lo sacó de sus pensamientos; desde que se había despertado, divagaba mirando los retratos de Reverdi. La voz de Verghens retumbó en el gran espacio del estudio: «Soy yo. Hace tres días que me mandaste el texto mierdoso sobre el caso de Malaisia. Espero que tengas algo nuevo de aquí al próximo cierre. Llámame esta mañana sin falta. (Una pausa.) Te recuerdo que dentro de unas semanas habrá guerra. A nadie le interesarán ya nuestras historias. Así que, por el amor de Dios, danos una primicia».

Marc sonrió al escuchar la alusión al conflicto inminente en Irak. Como si él necesitara una cuenta atrás para moverse. Las once de la mañana. Había mirado su correo. Ningún mensaje de la agencia France Press, ni tampoco de Reuters o de Associated Press. Ni de sus contactos en el New Straits Times y en el Star, los principales periódicos de Kuala Lumpur. Ninguna respuesta del DPP, el Deputy Public Prosecutor, el equivalente en Malaisia del juez de instrucción, a quien había escrito. Ningún signo de vida tampoco de la embajada de Francia, que supuestamente redactaba un informe diario. Al parecer, Reverdi seguía en el hospital psiquiátrico y su estado no había experimentado ninguna variación. El nombre de su abogado continuaba sin conocerse. Estaban en punto muerto.

Marc fue a prepararse un café a la cocina americana, comunicada con el estudio. Era un apasionado del café: una de sus manías de solterón. Tenía sus contactos para conseguir arábicas únicos, robustas raros, las mejores selecciones de todos los países, y en los tiempos en que era rico había comprado una cafetera muy sofisticada, con tubo «vapor» para capuchinos y descalcificador integrado, que permitía destilar verdaderos néctares. Tomaba todos los días una buena veintena de esos brebajes concentrados y variaba las marcas y los orígenes a lo largo de la jornada. Se decidió por un colombiano fortísimo. Capaz de resucitar a un muerto. Exactamente lo que necesitaba.

Se lo tomó a sorbitos de pie detrás de la barra de madera blanca, paseando la mirada por su antro. Un espacio de ciento veinte metros cuadrados, con el techo de una altura impresionante. Cuando lo compró, le había parecido que semejante verticalidad permitiría despegar a su mente. Ocho años más tarde, eso todavía estaba por demostrar.

Situado en la planta baja, el estudio daba a un pequeño patio embaldosado y decorado con dos palmeras enanas, que montaban guardia a través de los ventanales. Las otras paredes sostenían estanterías donde había libros, partituras y CD. Trozos enteros de su vida que se elevaban hasta las cristaleras abuhardilladas y que no constituían sino la antecámara de su verdadera biblioteca: una pequeña habitación anexa, en un nivel inferior, tapizada de libros especializados.

Todo lo que se había escrito sobre los asesinos en serie, o casi todo, se encontraba ahí metido, amontonado, catalogado. Al igual que montañas de periódicos de sucesos. Ese teatro de sangre era tan completo que los demás periodistas de Le Limier iban a menudo para consultar tal o cual obra o informarse sobre un asesino histórico. Ese cuchitril era el causante del olor a moho que flotaba en el loft y que hacía decir a Vincent cada vez que iba: «Tienes que dejar de fumar champiñones».

En la habitación grande, el mobiliario se reducía a la mínima expresión: una tabla apoyada sobre unos caballetes a modo de mesa; un salón, al fondo, formado por un sofá hundido y unos cojines esparcidos, y unos metros a la derecha, en un entrante, la cama. Un colchón sin somier, colocado directamente sobre el suelo, frente a una mesa baja que sostenía un gran televisor y material electrónico diverso: un lector de DVD, un reproductor de vídeo, unas pantallas acústicas y otros aparatos de alta fidelidad.

A Marc le encantaba dormir en el suelo. Era la posición del soldado que observa, agazapado, la base que hay que atacar. Ese punto de vista resumía su vida: siempre escondido, emboscado. Por la noche observaba su muralla de libros, que brillaba a la luz del farol del patio, mientras que una serie de farolillos rojos, colgados delante, evocaban las señales de una pista de aterrizaje. ¿Cuándo despegaría? ¿Cuándo encontraría la verdad que buscaba?

Se hizo otro café y se instaló frente al escritorio. Ordenó el fárrago de documentos, notas, fotos y cintas de casete que había acumulado sobre un único tema. Material suficiente para escribir una espléndida biografía de Jacques Reverdi. Pero contaría la historia de un gran deportista, no la de un asesino.

Durante los dos últimos días, Marc había recorrido paso a paso su vida. A principios de los años ochenta, Jacques había sido una verdadera estrella. Artículos, entrevistas y fotos componían la imagen heroica de uno de los mejores apneístas de finales del siglo. Entre Jacques Mayol y Umberto Pelizzari. Sin embargo, en las entrevistas Reverdi nunca abusaba de los lugares comunes sobre esa disciplinar la búsqueda del absoluto, el retorno al mar nutricio, la complicidad con los mamíferos marinos… Al contrario, él insistía en el carácter antinatural de la apnea y en sus peligros: los riesgos de síncope, la amenaza constante de la presión, el vértigo de las profundidades. Marc conocía ese deporte por haberlo practicado un poco en Córcega, y recordaba haber tenido problemas de pérdida de conciencia en el fondo de una cala. Inmediatamente lo había dejado; esos desvanecimientos le habían recordado los dos períodos de inconsciencia de su vida.

En realidad, el campeón se refería a la apnea como a una guerra entre el hombre y el mar. Una guerra que había que ganar con el propio cuerpo para sobrepasar, en las grandes profundidades, una especie de límite. En las entrevistas siempre hablaba de esa frontera misteriosa que solo conocía el apneísta. La del récord, por supuesto, pero también la de la mente. Un estadio superior al que, paradójicamente, se accedía en las profundidades. Cuando lo evocaba, se intuía que en el seno de las tinieblas, a una presión alucinante, cuando los pulmones no eran más que dos piedrecitas y la luz un recuerdo, el buceador ganaba algo más que una medalla o una copa.

Marc había encontrado también un artículo más reciente, publicado en L'Express en agosto de 1988, en plena fiebre de El gran azul, cuando en Francia, siguiendo la estela de la película de Besson, miles de adolescentes se habían apasionado de pronto por el submarinismo. Los reporteros habían localizado a Reverdi, convertido en simple profesor de submarinismo en Tailandia. Aparecía entonces más sereno, mucho más cercano a la imagen de sabiduría y de espiritualidad de la apnea.

Pero Marc se había remontado a épocas anteriores de la existencia de Reverdi y había descubierto cosas interesantes. Esas cosas permitían entrever traumas que podían explicar los acontecimientos actuales.

Jacques nació en 1954 en Epinay-sur-Seine, en el departamento de Val-d'Oise. Hijo único y huérfano de padre, creció con su madre, que era asistenta social. Fue una infancia normal y corriente hasta que, en 1968, Monique Reverdi se suicidó. Jacques -tenía catorce años- encontró el cuerpo de su madre en el piso donde vivían, rodeado de un charco de sangre: se había cortado las venas.

El adolescente cambió entonces de personalidad. El niño tímido, reservado, se convirtió en un ser agresivo, un golfo impulsivo que iba de un hogar a otro, no paraba de cometer robos, actos de vandalismo, agresiones. A los diecisiete años lo enviaron a Marsella, a un centro destinado a adolescentes difíciles. Fue el segundo gran giro de su existencia. Allí conoció a Jean-Pierre Genoves, un psiquiatra muy abierto que lo inició en la apnea. Aquello fue una revelación. Jacques se apasionó por ese deporte y demostró poseer unas aptitudes únicas.

En 1977, después del servicio militar y de años de entrenamiento, Jacques batió su primer récord mundial en peso constante. Esa disciplina es particularmente difícil; no se trata de descender gracias al peso de un lastre y luego subir con ayuda de un paracaídas, como en la categoría «no limits», sino de sumergirse y salir a la superficie únicamente con la fuerza de las manos. Jacques alcanzaba así una profundidad de sesenta metros. Paralelamente, se ejercitó en el «no limits» y sobrepasó la línea de los cien metros, cruzada ya por Jacques Mayol en 1976. A partir de 1982, el campeón, que contaba veintiocho años, dejó de desarrollar una actividad tan intensa, hasta que acabó por abandonar la competición y se instaló en el Sudeste Asiático, donde desapareció hasta que el éxito de El gran azul volvió a colocarlo, brevemente, bajo la luz de los focos.

Marc había efectuado asimismo una búsqueda iconográfica. Por supuesto, había encontrado numerosas fotos del campeón durante su período de gloria. Pero había dado también con un retrato de Monique Reverdi y había descubierto a una mujer alta y delgada, perdida dentro de un vestido de flores de estilo Laura Ashley cerrado hasta el cuello. Una belleza lánguida, inquietante. Una larga melena castaña, peinada con raya en medio, acentuaba lo alargado de su rostro. Lo que impresionaba era su mirada, oscura, intensa, así como sus labios sensuales, en forma de pétalos. A Marc, la foto le había recordado, curiosamente, a dos estrellas del rock de distinto sexo: Cher y Marilyn Manson. Al mismo tiempo, había en su actitud una rigidez estoica, un hieratismo de mártir. Monique Reverdi era una mezcla de imagen piadosa y cubierta de disco.

Marc había conseguido hablar por teléfono con antiguos compañeros de trabajo de la asistente social. En opinión de todos, Monique Reverdi era una mujer servicial, generosa. «Una santa.» ¿Por qué se había cortado las venas?

De su experiencia como investigador criminal, Marc había obtenido una certeza: el único punto en común entre los asesinos en serie era su infancia perturbada. Violencia en el seno de la familia, alcoholismo, abandono, incesto… Según todos los indicios, no era ese el caso de Jacques, mimado por su madre. ¿Había bastado la violencia del descubrimiento del cuerpo para provocar la psicosis criminal?

Bebió un trago de café… frío. Tenía que encontrar otra pista. No para redactar su nuevo artículo, sino para comprender mejor el perfil del predador. Ordenó los papeles, las fotografías y las notas según los diferentes períodos cronológicos. Cuando llegó a la carpeta titulada «camboya», se dio cuenta de que no tenía casi nada. El retrato de Linda Kreutz, unos recortes de prensa procedentes de periódicos franceses… Se había puesto en contacto con la embajada de Francia en Phnom Penh, pero el personal había cambiado. Imposible acceder a los archivos del proceso, que tuvo lugar en pleno golpe de Estado. Tampoco había manera de dar con el abogado camboyano de Reverdi. Por lo que estaba viendo, la justicia camboyana era bastante confusa.

A Marc se le ocurrió una idea. Había leído en alguna parte que la víctima pertenecía a una familia acomodada. Seguro que los Kreutz habían contratado, en la época, los servicios de un abogado alemán para redactar la demanda y constituirse en acusación particular. Quizá incluso los de un investigador privado para arrojar luz sobre el caso. El instinto le decía que esos padres estaban convencidos de la culpabilidad de Reverdi y que debían de haberse sentido indignados por su liberación.

Su nueva detención, tras haber sido pillado en flagrante delito, podía darles ideas. Intentarían reabrir el caso de su hija en Camboya. Sí, se podía sacar algo por ese lado. Marc debía identificar al abogado encargado del caso.

7

Marc tenía varias tácticas para obtener información, e internet distaba mucho de ser su favorita. Demasiado vasto, demasiado confuso. En general, no había nada mejor que una buena llamada telefónica y el contacto humano. Llamó a la embajada de Alemania, a cuyo responsable de prensa conocía. Este último, sin siquiera colgar, se puso al habla por otra línea con un amigo reportero de la revista Stern, un especialista en sucesos que había cubierto el caso Kreutz. El periodista aún tenía las señas de Erich Schrecker, defensor de la familia.

Unos minutos más tarde, Marc estaba hablando con el abogado. Le explicó en su mejor inglés la investigación que estaba llevando a cabo: quería demostrar las posibles relaciones entre la acusación de Johore Bahru y las sospechas que habían pesado sobre Reverdi en Camboya. Schrecker lo interrumpió con sequedad:

– Lo siento, no puedo decir nada.

– Dígame al menos si van a reanudar las actuaciones. ¿El arresto de Reverdi en Malaisia permite recurrir en Camboya?

– El caso fue juzgado. Hubo sobreseimiento.

Por el sonido de la voz, Marc intuía que Schrecker y la familia Kreutz ya tenían una estrategia.

– ¿Se ha puesto en contacto con la acusación particular en Malaisia?

– Es muy pronto para decir nada.

– Pero los dos casos presentan similitudes, ¿no?

– Mire, estamos perdiendo el tiempo los dos. No le diré nada. Usted sabe que un abogado no habla con los periodistas, salvo si hacerlo puede ayudarlo en el caso. Este solo necesita una cosa: discreción. Así que no correré ningún riesgo.

Marc se aclaró la garganta.

– Puede informarse sobre mí. Soy un periodista serio.

– La cuestión no es esa.

– Le prometo que le dejaré leer el artículo antes de…

El abogado rompió a reír; su voz parecía rejuvenecer segundo a segundo.

– ¡Si supiera la cantidad de artículos que me han prometido que me dejarían leer y que no he visto jamás!

Marc no insistió; no recordaba haber cumplido ni una sola vez su palabra en ese terreno. Prefirió apostar por el pragmatismo:

– Tengo veinte años de crónica judicial a mis espaldas. No soy de los que escriben cualquier cosa. Deme solo la temperatura. ¿Lo relaciona con el caso de Papan o no?

Silencio del abogado.

– ¿Los dos sistemas judiciales van a colaborar?

– Mire, yo…

– ¿El DPP de Malaisia va a ir a Camboya?

Se notó un cambio en el silencio de Schrecker.

– Me he puesto en contacto con él, en Johore Bahru -susurró con lasitud-. No he obtenido respuesta. Y seguimos sin saber si los camboyanos están dispuestos a dejarle ver el expediente Kreutz.

– ¿Por qué no se lo dan ustedes?

Se echó de nuevo a reír, pero en un tono siniestro.

– Porque no lo tenemos. En 1997 éramos consultores extranjeros. Los jemeres son muy susceptibles en el terreno de las competencias. No están dispuestos a dejar que los occidentales les den lecciones.

El abogado se exaltaba. Marc notaba que el caso le resultaba apasionante.

Hay una cosa que debe entender -continuó-. Los jemeres rojos han matado al ochenta por ciento del personal judicial de Camboya. Actualmente, los abogados y los jueces tienen un nivel de formación equivalente al de un maestro. También está la corrupción, y las influencias políticas. Es un caos absoluto. A todo eso, se añaden las relaciones bastante difíciles entre Camboya y Malaisia. Y además, cuando lo hemos intentado con Tailandia…

– ¿Por qué Tailandia?

El abogado no respondió. Marc ya había comprendido.

– ¿Hay una causa contra Reverdi en Tailandia?

Schrecker seguía mudo. Marc insistió:

– ¿Reverdi ha tenido también problemas allí?

– Problemas no. No está acusado de nada.

Marc pensó a toda velocidad mientras abría las carpetas. Cogió sus notas; tenía que demostrar a Schrecker que conocía el caso a fondo.

– De 1991 a 1996, en 1998 y en 2000, Reverdi pasó temporadas en Tailandia. Y volvió en 2001 y en 2002. ¿Hubo otros asesinatos durante esos períodos?

Ninguna respuesta del alemán. Marc oía su respiración entrecortada. No quería hablar, pero una fuerza contradictoria le impedía colgar.

– ¿Han encontrado cuerpos?

– ¡No, cuerpos no! -saltó Schrecker-. Si fuera eso, estaría solucionado.

– Entonces, ¿qué?

– Desapariciones.

– ¿Desapariciones en Tailandia? ¿Con ocho millones de turistas al año? ¿Cómo pueden llamar la atención unas «desapariciones»?

– Hay convergencias.

– ¿De lugar?

– De lugar y de fecha, sí.

Marc bajó la vista hacia su documentación: en las diferentes estancias de Reverdi en Tailandia, se repetía un lugar.

– ¿Phuket?

Phuket, sí. Dos casos de desaparición verificados. Concretamente en Koh Surin, en el norte de Phuket. El feudo de Reverdi.

– La proximidad geográfica no demuestra nada.

– Hay más. -El abogado volvía a exaltarse. Sin duda había tardado meses en descubrir esos indicios-. Una de las mujeres asistió a sus cursos de submarinismo. La otra vivió en su bungalow. Tenemos testigos. Parecía enamorada. Nadie ha vuelto a verla.

Marc se estremeció: el perfil de un verdadero predador estaba dibujándose.

– Las víctimas. Deme sus nombres.

– ¿Qué se cree? Hemos tardado años en preparar el caso. No vamos a dejar ahora que un periodista lo estropee todo.

– Habla en plural. ¿A quién se refiere?

– A las familias. Hemos localizado a las familias en diferentes países de Europa y nos hemos unido. Nuestra acción converge hacia Malaisia. -Schrecker soltó una brusca carcajada-. Es como una rata.

Schrecker parecía sobreexcitado y Marc no le iba a la zaga. ¿Cuántas veces había actuado Reverdi? Ya se imaginaba a sí mismo señalando con rotulador, en un mapa del Sudeste Asiático, las zonas en las que el antiguo campeón había matado. De pronto le vino a la memoria la definición clásica del «asesino multirreincidente»: «Como la mayoría de los sádicos sexuales, es un hombre muy móvil, que se desplaza mucho, socialmente competente, al menos en apariencia, pues es capaz de proyectar una máscara de normalidad y no asustar a sus víctimas, y controla perfectamente el lugar del crimen…».

– ¿Puede decirme al menos la nacionalidad de las chicas? -insistió Marc.

– Adiós. Ya he dicho demasiado.

– ¡Espere! -Casi había gritado. En un tono más bajo, añadió-: Quisiera ver sus caras. Solo eso. Mándeme sus fotos.

– ¿Para que las saque en su periódico?

– Le juro que no publicaré nada. Solo quiero compararlas con las otras víctimas.

– No hay semejanzas. Es lo primero que hemos comprobado.

– Solo las fotos. Sin nombre ni origen.

– Ni hablar. Solo tenemos presunciones. Y estamos tratando de establecer una colaboración entre países que no pueden verse. Con sistemas judiciales diferentes. Un auténtico rompecabezas. No correré el menor riesgo por un periodista que va…

– Olvide al periodista. Olvide la publicación. Solamente quiero entender esta historia. Se ha convertido en una cuestión personal, ¿comprende?

Nuevo silencio. Marc había ido también demasiado lejos, pero esa revelación pareció dar en el blanco. Dos cazadores se habían encontrado.

– ¿Qué garantías puede darme de que no publicará nada?

– Envíeme las fotos por correo electrónico en baja resolución. No podré reproducirlas en el periódico; solo consultarlas en el ordenador.

Después de haber apuntado la dirección del correo electrónico de Marc, el abogado dijo:

– Le facilitaré los períodos de estancia en Tailandia y las supuestas fechas de desaparición. Para que se sitúe.

– Gracias.

– Pero esto es un toma y daca, ¿eh? Me mantendrá al corriente de cualquier descubrimiento que haga.

– Cuente conmigo.

Otra mentira. Marc era un solitario; jamás compartiría sus datos. Se disponía a colgar cuando se dejó llevar por un último impulso. Quería sonsacarle a ese hombre su convicción íntima.

– ¿Está seguro de que Reverdi es un asesino en serie?

El abogado no respondió enseguida. Estaba elaborando su respuesta. Quería que sus palabras sonaran como una sentencia.

– Un animal feroz -dijo por fin-¡ En los dos casos conocidos, asestó más de veinte puñaladas. Les cortó la cara, el sexo, los pechos. Actúa movido por un arrebato, por una pulsión súbita que lo obliga a matar sin tomar precauciones, sin un plan elaborado. Un animal feroz. Solamente quiere desangrar a esas pobres chicas.

Schrecker se equivocaba. Marc sabía por experiencia que Reverdi actuaba según un plan estudiado. De lo contrario, lo habrían detenido tras su primer crimen. Preparaba su trampa. Conseguía atraer a la joven a su guarida y después hacer desaparecer el cuerpo. Sin embargo, el abogado tenía razón en un punto: actuaba dominado por un arrebato. Caótico, desenfrenado. Algo, un detalle, le ordenaba asesinar. ¿Qué?

Unas punzadas heladas le recorrieron el cuerpo. Ese era el tipo de clave que le gustaría descubrir. La chispa del mal en el cerebro del asesino. Esa idea le hizo formular otra pregunta:

– ¿Qué posibilidades tengo de entrevistarlo?

– Ninguna. Por el momento su estado mental es confuso, pero cuando se recupere no dirá ni una palabra. Desde Camboya no ha aceptado ninguna entrevista.

– ¿Desde Camboya?

– Una periodista consiguió verlo cuando estaba encarcelado en el T-5, la prisión de Phnom Penh. Pero no obtuvo ninguna revelación. Como de costumbre, hizo el papel de «príncipe de las mareas» en ósmosis con los elementos. En fin, todas esas chorradas. Se negó a hacer comentarios sobre la acusación.

– ¿Sabe su nombre?

– Pisaï no sé qué, creo… Trabaja en el Phnom Penh Post.

Marc se despidió del abogado sin extenderse en promesas y agradecimientos. Miró el reloj: las once de la mañana. Las cinco de la tarde en Phnom Penh. Se conectó a internet para buscar los datos de contacto del periódico camboyano. Vio que Schrecker le había mandado ya un mensaje electrónico: las fotos de las víctimas de Phuket.

Marc abrió los dos documentos con el programa Picture Viewer. El abogado tenía razón: las desaparecidas eran guapas, pero no se parecían. Y no tenían ningún punto en común con Pernille Mosensen y Linda Kreutz. Una tenía un rostro de líneas cuadradas y expresión decidida, acentuada por llevar el pelo peinado hacia atrás. La otra se ocultaba detrás de largos cabellos rizados y miraba de soslayo. Las únicas similitudes entre esas nómadas eran su edad y su tez bronceada: chicas de la carretera y del sol.

Schrecker había añadido las presuntas fechas de desaparición: marzo de 1998 en el primer caso y enero de 2000 en el segundo. Marc imprimió las fotos en el mismo formato que las de Pernille y Linda; luego colocó las cuatro, una junto a otra, sobre la mesa, como cartas de una baraja. Un extraño solitario, en el que había un solo vencedor.

Si esas cuatro mujeres eran realmente víctimas de Reverdi, ¿por qué las había elegido? ¿Poseían algo que Marc no veía, un signo, una particularidad que desencadenaba su locura asesina?

Clavó las fotos en la pared con chinchetas y después se puso de nuevo a buscar los datos de contacto del Phnom Penh Post. En la redacción del diario, un periodista anglófono le dio el número de móvil de Pisaï van Tham.

Lo marcó.

¿Sí?

Marc empezó a explicarse en inglés, pero la mujer lo interrumpió en francés. Con una alegría manifiesta. Su voz era extraña, a la vez dulce y nasal. La periodista no parecía extrañada por su llamada; al parecer, no era el primero.

– ¿Quiere mi entrevista por e-mail? ¿El texto en inglés?

Marc le dio su dirección electrónica y continuó hablando:

– Es usted la única persona que consiguió una entrevista con Jacques Reverdi. Desde entonces no ha vuelto a hablar…

Se oyó una risita vanidosa al otro lado del hilo telefónico.

– ¿Cómo se las arregló? ¿Cómo explica ese favor?

Volvió a sonar la risa…, un tenue maullido. A Marc le hizo pensar en un gato precioso. Pelaje dorado, ojos verdes y languidez calculada.

Muy sencillo. Yo era mujer.

– ¿Mujer?

– Jacques Reverdi seductor. Hombre de mujeres.

– Cuando lo vio, ¿cómo era?

– Encantador. -Volvió a maullar-. ¡Hombre de mujeres!

Un recuerdo acudió a su mente. Tradicionalmente, los apneístas eran grandes seductores. Jacques Mayol, Umberto Pelizzari: auténticos rompecorazones. Pero para Reverdi el amor no era más que una máscara.

– Sobre todo sonreír -continuó Pisaï-. Muy lento, muy suave. Como fruto, ¿comprende? Y voz muy cálida. A mujeres encanta eso, ya sabe… Y él ama mujeres.

Empezaba a ponerlo nervioso con su horrendo francés y sus monerías.

– ¿Cree que es culpable?

– Seguro. Mata mujeres.

– En Phnom Penh lo dejaron libre, ¿no?

– Eso, justicia Camboya. Pero culpable, seguro. Yo percibí detrás sonrisa… Quiere la piel de las mujeres.

– Acaba de decir que las ama.

– Exacto. Asesinato, último grado de seducción. Estudié francés en la Sorbona. Don Juan de Molière. Comprendí verdad profunda. La seducción es destrucción. Don Juan es un asesino. Mata a Elvira. Le roba el corazón, el alma, la vida. Reverdi, igual. Asesino de mujeres.

Rió de nuevo, con un matiz de miedo fingido. Marc comprendía de un modo confuso lo que quería decir. El asesinato como paroxismo de la posesión. La gatita concluyó:

– Hombre de mujeres. Si quiere entrevista, mande compañera.

– ¿Es posible verlo en Ipoh?

– Ya no está en Ipoh.

– ¿Cómo?

– Reverdi ha salido de hospital.

Marc olvidó la cortesía:

– ¡Mierda! ¿Y dónde está?

– Prisión Nacional de Kanara, cerca de Kuala Lumpur. Salió ayer tarde, jueves 13 febrero. Psiquiatras han dicho: curado. En todo caso, lúcido. Responsable de sus actos.

Marc no sabía si se trataba de una buena o una mala noticia. No tenía ni un solo contacto. Y seguía sin saber el nombre del abogado.

– ¿Quién ha decidido el traslado?

– Él. Ha pedido ir a prisión… normal.

– ¿Él lo ha pedido?

– Si hay algo que no quiere, es que lo tomen por loco.

8

Bajo la tapadera de plástico, la comida estaba compartimentada.

En el hueco más grande, unos trozos marrones, seguramente cordero, flotaban en una salsa grasienta. Al lado, un puñado de arroz apelmazado. En las otras dos cavidades, una porción de queso dentro de un envoltorio de plástico y un pequeño plátano negro.

Sentado en el suelo, con el torso desnudo, Jacques Reverdi hizo un cálculo mental de las calorías que tenía delante. Sumando esa comida al desayuno y a la cena, obtenía alrededor de mil seiscientas calorías. O sea, una carencia diaria de mil calorías en relación con su régimen habitual. Tendría que encontrar la manera de compensar ese desequilibrio.

Levantó los ojos al tiempo que colocaba una mano a modo de visera para protegerse del sol. A las once de la mañana, el patio era de una blancura cegadora. Los presos esperaban en fila india la comida. Todos con camiseta blanca, se refugiaban en la sombra de la pared del comedor. Sus siluetas se estiraban sobre el suelo como largos tentáculos orgánicos y negros. Otros presos comían ya al pie de las construcciones más alejadas, doblados sobre la bandeja.

Los edificios principales -cantina, locutorio, oficinas- estaban agrupados en el centro de la explanada y parecían modelados directamente en el asfalto. Los presos circulaban con toda libertad, pero después de dar unos pasos encontraban siempre un muro pegado al suelo o una puerta cerrada a cal y canto. Era solo una apariencia de libertad que planeaba sobre el lugar, un espejismo.

Reverdi levantó más los ojos y observó las torres de vigilancia que se alzaban en las cuatro esquinas del patio. Sobre los muros ciegos que se extendían entre esas torres había rollos de alambre cuyos espinos habían sido reemplazados por cuchillas de afeitar.

Sonrió: ese cuadro hostil le gustaba.

Cualquier cosa era mejor que estar en Ipoh.

Además, tratándose de un hombre detenido en flagrante delito de asesinato, no se las apañaba tan mal. Mientras empezaba a comer con los dedos, hizo recuento de sus golpes de suerte sucesivos. Primero se había librado por un pelo del linchamiento en Papan. Luego, pese a hallarse en trance, no había revelado ningún elemento del Secreto. Ya estaba seguro. Su última conversación con el psiquiatra de Ipoh, la víspera de su traslado, se lo había confirmado: nadie sabía absolutamente nada.

Después, había logrado acabar en Kanara, donde se había confundido entre la masa. Dos mil detenidos, entre ellos los peores criminales del país: asesinatos, violaciones, tráfico de drogas. A lo que se sumaba un bloque reservado a las mujeres y otro edificio que albergaba a los menores. Una verdadera ciudad, compuesta de bloques blancos o beis, que reflejaban el sol durante todo el día y deslumbraban tanto que acababan por acribillar los ojos de motas negras.

Al llegar, Reverdi había temido lo peor. En el momento del registro había visto que las paredes de la oficina de admisión estaban llenas de recortes de prensa relativos a su detención. Los guardias iban a disfrutar destrozando a la «fiera» occidental. Por más que ahora se llamase 243-554, seguía siendo una estrella occidental. Un asesino famoso que se mofaba, simplemente por su renombre, de la autoridad carcelaria.

Pero se había equivocado: la tendencia era a la tranquilidad. Ni siquiera lo habían llevado a la zona de alta seguridad. Por un inexplicable milagro, le daban libertad de movimientos, es decir, libertad para cocerse durante diez horas en ese patio.

Empezaba a creer que tenía allí un ángel de la guarda. Sobre todo cuando había visto su celda. Casi un estudio de cinco metros cuadrados. Paredes recién pintadas en color crema, suelo de cemento donde había enrollada una estera. Todo lo que le gustaba: pureza y desnudez. Incluso había, a la derecha, un tabique bajo revestido de azulejos grises que delimitaba un cuarto de aseo, con ducha y váteres. Ni pintadas guarras, ni agujero en el cemento tapado con un cartón para contener los olores, ni huellas negruzcas en el suelo, indicativas del paso de los presos anteriores. El espacio estaba como nuevo.

Y sobre todo, estaba solo. Ni rastro de hacinamiento humano, de compañeros apestosos haciéndose pajas a su lado, como en el T-5. Ni siquiera otro preso para compartir su palacio. Ese aislamiento no era una medida de seguridad, estaba seguro, sino un verdadero privilegio.

Cuando el guardia le llevó una pastilla de jabón y una toalla, Reverdi le preguntó a quién le debía todo eso. El hombre se encogió de hombros en señal de ignorancia.

– Es el menú europeo.

Una voz acababa de expresarse en francés a su lado. Reverdi volvió la cabeza: un hombre menudo, que se perdía dentro de la camiseta, se había materializado junto a él.

– El queso -añadió- es un pequeño «plus» para los occidentales.

Se sentó al estilo asiático, sobre los talones. Jacques abrió la boca para soltarle un «lárgate» tajante, pero cambió de opinión. El resto de los hombres que estaban en el patio lo observaban. Tamiles de rostro de piel quemada, malayos de tez azafranada, chinos de tonos cobrizos. Llevaba años relacionándose con esas poblaciones. Simplemente pensar en hablarles, en enfrentarse de nuevo a su lengua, a sus manías, a sus prejuicios, hacía que lo invadiera una sensación de cansancio. Un francés supondría un cambio.

Le sonrió sin contestar. El hombre era minúsculo. Reverdi pensó en un pequeño mono gris; de esos que viven en grupo para defenderse mejor en la selva. Su rostro, curtido como el cuero, era horrible. Agrietado, marcado, hundido. Se hubiera dicho que lo habían modelado a golpe de navaja y de puño de hierro. Recordaba a Chet Baker, cantante y trompetista cool, de una belleza lánguida cuando era joven y que poco a poco se había arrugado, apergaminado, hasta ofrecer una cara curvada, de órbitas profundas, aplastada hacia el interior. En el preso se sumaba además la deformidad: tenía labio leporino, y esa hendidura oblicua parecía paralizarle el lado izquierdo del rostro.

– Me llamo Éric -dijo, tendiendo la mano.

Reverdi se la estrechó.

– Jacques.

– No hace falta que te presentes. Ya eres la estrella aquí.

– ¿Hay más franceses?

– Solo nosotros dos. Hay también dos ingleses, un alemán y un puñado de italianos. El cupo europeo acaba ahí. Todos estamos por tráfico de drogas. A la mayoría le ha caído la perpetua. A mí me condenaron a muerte por treinta gramos de heroína, pero la pena ha sido conmutada por veinte años de cárcel. Si nos portamos bien, nos dejarán a todos en libertad al cabo de diez o quince años. Nadie se queja. Cualquier cosa es mejor que la cuerda.

Éric se calló, sin duda lamentando haber mencionado la horca delante de Jacques. Apoyó el culo en el suelo y se puso a limpiarse las uñas de los pies.

– Tenemos suerte de ser franceses. La embajada nos envía un médico todos los meses para comprobar nuestro estado de salud, así que no pueden apalearnos. Los guardias se desquitan con los indonesios o los que no tienen embajada en Malaisia. -Se echó a reír, concentrado en los dedos de los pies-. ¡Se ponen las botas!

Reverdi observaba a un grupo de guardias con uniforme verde oscuro y la porra en la mano, de pie en el patio. Tenían una pinta más sospechosa que los propios presos.

– Háblame de los guardias.

– Hasta el año pasado, todo iba bien. Incluso había bastante tranquilidad. Kanara está considerada una prisión modelo, de esas modernas. Pero en diciembre cambiaron al jefe de seguridad. Un tipo llamado Raman vino con sus muchachos y desde entonces esto es un infierno.

Jacques apoyó la cabeza contra la pared.

– He conocido toda clase de infiernos.

– Raman es un chiflado. Y un corrupto. Está pringado hasta el cuello, pero eso es normal. La originalidad es que es musulmán practicante, rayando en el integrismo, y además pederasta. Todo eso no casa bien dentro de su cabeza de alcornoque. A veces tiene arrebatos de furia increíbles y se desahoga con nosotros. Pero las palizas no son lo peor. Lo peor son los momentos de tranquilidad…, no sé si me entiendes. Por el momento, yo he podido librarme, y prefiero no imaginar lo que pasa en las duchas.

Reverdi sonrió, pensando: «De algo te sirve ser feo». Seguía mirando a los hombres uniformados, que también lo observaban a él. Le parecían inquietos, anormalmente nerviosos.

– Se chutan, ¿no?

– Solo los muchachos de Raman. Se meten coca, ácidos, anfetas… Cuando están con un bajón de yaa-baa, te conviene estar fuera del alcance de su porra.

Desde hacía unos quince años, lo que más abundaba en el Sudeste Asiático eran las anfetaminas. Una de ellas, el yaa-baa, se consideraba una plaga. Era una pastilla pequeña con forma de corazón y sabor de fresa o de chocolate, que destrozaba los circuitos neuronales y provocaba unos ataques de una violencia inaudita. En Tailandia, los periódicos dedicaban con regularidad la primera página a las muertes provocadas por el yaa-baa.

– Pero ya no estamos en la Edad Media -continuó Éric, esforzándose en resultar tranquilizador-. El director de la trena los vigila. Ha habido denuncias. En cuanto lo pillen con las manos en la masa, llevan a ese cabrón con su comando de la picha loca ante el consejo disciplinario. Mientras tanto, contamos los días.

Jacques miraba ahora a los reclusos, que se agrupaban con su bandeja por origen étnico. Encorvados sobre sus dedos pringosos, permanecían en cuclillas, como si estuvieran cagando al mismo tiempo que comían.

– ¿Cada comunidad está en un bloque?

– En principio no. Pero, a base de pasta, los presos consiguen agruparse. Es la tendencia natural, y las autoridades cierran los ojos. Al menor problema, vuelven a separar a todo el mundo. -Se echó a reír-. Una patada en el hormiguero…

– ¿Y los blancos?

– Perdidos en la masa. Los ingleses han conseguido que los pongan en la misma celda. Con los chinos. Los italianos también, con los indios.

Reverdi pensó en su pequeño estudio con cuarto de aseo. Aún no sabía con qué comunidad estaba. A no ser que estuviera, simplemente, en la zona residencial donde se agrupaban los malayos y los ricos han.

– ¿Cada clan tiene su especialidad?

– Los chinos y los malayos siguen viviendo a su manera: los primeros venden de todo, los segundos no dan golpe. Los indios se ocupan de los problemas administrativos; hacen de abogados, redactan cualquier clase de carta por unos ringgits. Los indonesios son los esclavos. Podrías tener uno al día solo a cambio de tu porción de queso. Con los filipinos, la cosa se complica.

– ¿Y el servicio de orden?

– Unos asesinos. Los peores de todos, porque no tienen nada que perder.

Reverdi prosiguió su recorrido visual escrutando, más allá de los edificios centrales, unos grandes cobertizos con el techo de chapa. Éric siguió su mirada.

– Los talleres. Hay uno por bloque. Ya sabes cuál es el principio: nos hacen tener las manos ocupadas para vaciarnos la cabeza. Y nos pagan con latas de sardinas. Pero eso a ti no te afecta; los que están en prisión preventiva no pueden trabajar. -Éric estiró un brazo nudoso-. Pasadas esas barracas, tienes un campo de fútbol. Y más lejos, en los pantanos, unas cabañas sobre pilotes que algunos consiguen construirse comprando el material a los guardias. Algo así como segundas residencias…

– ¿Y aquellos?

Jacques señalaba, a la derecha, tres edificios achaparrados con manchas de humedad.

– El primero es el guian. El «mono». Ahí es donde meten a los que ya no tienen con qué pagarse los «viajes». Si arman demasiado escándalo, Raman los traslada al segundo bloque: la celda de castigo.

– ¿Y el tercero?

– El tercero es… es el… -Éric no se decidía a decirlo, pero Jacques ya había entendido-. El pabellón de los condenados -dijo por fin-. Dentro está la horca. Parece ser que.

Se interrumpió de nuevo. Se concentró en la tarea de inspeccionar las costras que tenía en las plantas de los pies. Reverdi tragó saliva. El corredor de la muerte. Se había jurado no pensar en él y sabía que, con fuerza de voluntad, lo conseguiría. Su nuevo reto: vivir hasta el último segundo desentendiéndose de la muerte.

Levantó la cara hacia el sol y notó deslizarse por su piel la luz ardiente. Sonrió. La sensación. La vida.

– ¿Y qué me dices de las posibilidades de evasión? -preguntó, abriendo los ojos.

– Cero por ciento. Nadie escapa de Kanara.

Pensó en la frase de bienvenida de los guardias de Auschwitz: «Aquí solo hay una salida: la chimenea». En su caso sería la cuerda.

Éric hurgó en la herida:

– Los muros tienen siete metros de alto. Hace dos años, unos tipos consiguieron escalarlos pasando por el tejado de la cantina. Uno se rajó el vientre con los alambres. El otro acabó con las dos rodillas incrustadas bajo las costillas al caer al otro lado. Al último lo atraparon en los pantanos, asfixiado por el cieno. Aquí tienen perros especiales que detectan los olores incluso dentro del agua. Los traen de Estados Unidos. Una especie de perros mutantes, adaptados al sistema carcelario. Pero nunca son suficientemente rápidos; solo encuentran cadáveres.

De pronto, a Reverdi le llamó la atención una escena extraña. A un centenar de metros, a la izquierda, en el ángulo muerto de un edificio, un hombre con la cabeza rapada caminó pegado a la pared, breve sombra sobre el cemento, hasta reunirse con otro preso, un joven de largos cabellos negros, untados con aceite de coco, con una camiseta y unos pantalones cortos tan ceñidos que le marcaban hasta la raya entre los huevos. La criatura andrógina cogió al hombre de la mano y desaparecieron bajo una chapa gris.

– Los thais -dijo Éric-. Se me habían olvidado. Cien ringgits el polvo. Amasan auténticas fortunas para operarse. También puedo ofrecerte titis. Uno de los guardias las trae los viernes durante la plegaria. Si quieres…

– No. Nada de mujeres.

Éric se fijó en que Reverdi llevaba el torso totalmente afeitado.

– A lo mejor lo que a ti te va son los thais -susurró, haciendo una mueca.

– Es por el submarinismo.

– ¿Cómo?

– Lo de afeitarme el cuerpo… es por el submarinismo. El traje se adhiere mejor.

Éric pareció aliviado.

– Si quieres fumar o pincharte, estoy planeando…

– Tampoco quiero droga.

– ¿Un teléfono móvil?

– No.

Éric se calló, perplejo. Reverdi le hizo una pequeña concesión para no enemistarse con él:

– Cuando quiera algo, me dirigiré a ti.

Éric le obsequió con la mejor de sus sonrisas: un teclado de piano con teclas blancas y negras. Se puso de pie con la expresión satisfecha del negociante que acaba de firmar un contrato.

En ese momento, otra voz se dirigió a Reverdi:

Jumpa.

Un guardia permanecía en pie delante de él. Jacques se levantó, sorprendido. Jumpa: no habría imaginado que oiría esa palabra antes de que pasara mucho tiempo.

Significaba simplemente «visita».

9

En cuanto entró en el locutorio, supo que se encontraba ante su ángel de la guarda.

Un chino de unos treinta años, enfundado en un traje caro. Bajo y muy gordo, respondía a los embates de los trópicos con un sudor brillante que lo cubría como una fina película de barniz. En la mano derecha llevaba una cartera de piel roja. Su brazo izquierdo, doblado, sujetaba un cartón de tabaco, unas tabletas de chocolate y unas revistas. No cabía duda, era su ángel de la guarda.

El guardia lo empujó a través de la sala. Le habían puesto para la ocasión cadenas de hierro en las muñecas y los tobillos. Tenía la impresión de estar interpretando un papel -el de asesino sanguinario- en el que no creía. Las cadenas, el fusil de repetición del guardia, la cadencia marcial de los pasos: todos esos detalles convencionales le parecían falsos; folclore, nada más. Si de repente le hubiera dado a Reverdi por jugar la carta de la realidad -estrangular al guardia con las cadenas, por ejemplo-, el hombre habría muerto antes de haber puesto el dedo en el gatillo del fusil.

El locutorio era una sala larga y estrecha con ventiladores colgando del techo. Había varias mesas con sillas a los dos lados. El sol penetraba por unos tragaluces, y sus finos rayos se quebraban en las esquinas como láseres luminiscentes.

El chino dejó los objetos que llevaba en las manos y avanzó con decisión.

– Me llamo Wong-Fat y soy su abogado -dijo en inglés, sin decidirse a tender la mano ante la visión de las cadenas-. Pero llámeme Jimmy, por favor. Es mi nombre de pila inglés.

– Yo no he pedido a nadie.

– Me han nombrado de oficio -repuso el abogado, abriendo los brazos para indicar que era algo evidente.

En ese instante, Reverdi sintió que el abatimiento lo invadía. La idea de la comedia que se avecinaba -interrogatorios, careos, reconstrucción de los hechos, luego la mascarada del juicio, con los magistrados malayos tocados con peluca blanca- casi le hacía lamentar que el linchamiento de Papan se hubiera visto frustrado.

Wong-Fat señaló al guardia una mesa. Este sentó a la fuerza a Reverdi y enganchó las cadenas de manos y pies a una anilla clavada en el suelo. Mientras tanto, el chino se instaló al otro lado de la mesa después de haber trasladado hasta allí la cartera, las tabletas de chocolate y el cartón de tabaco.

Reverdi observaba a su interlocutor: un hijo de papá, se dijo, atiborrado de tortitas americanas y de tallarines fritos. Sus manos rechonchas estaban cuidadísimas. Bajo la chaqueta, una camisa de Ralph Lauren lo ceñía como la piel de un salchichón. Apestaba a un perfume chic y viril, del que debía de haberse puesto medio frasco. Con su tez amarilla, hacía pensar en una figurita de cera aromática. Jacques acabó por sonreír: su abogado parecía una vela de Navidad.

El guardia retrocedió hasta la puerta con el arma en la mano. Wong-Fat esperó a que estuviera a bastante distancia para empujar los objetos hacia Reverdi.

– Regalos.

Reverdi no dijo nada. Ni siquiera bajó los ojos. El chino añadió, sin dejar de sonreír:

– Espero que le guste su celda. Esos imbéciles querían ponerlo en la zona de alta seguridad.

Reverdi continuó impertérrito. Wong-Fat dio unas alegres palmadas, como para indicar el inicio de la sesión. Colocó con precaución la cartera ante sí, acarició la solapa de piel gastada y finalmente, presionando con los pulgares, abrió los cierres dorados.

Por la manera en que había efectuado ese pequeño ceremonial, Jacques suponía el cariño que el chino le tenía a su cartera, un objeto que seguramente lo había acompañado durante todos sus estudios. Colegios privados en Kuala Lumpur. Facultades inglesas. Regreso a KL, donde papá debía de haberle proporcionado una clientela rica e internacional. En tal caso, ¿por qué era abogado de oficio?

– Voy a hablarle con franqueza -comenzó, lanzando una salva de perdigones-. Su caso no pinta bien. Nada bien. Aquí tengo el atestado de la policía de Mersing. Afirman haberlo sorprendido junto al lugar del crimen. También tengo una copia del informe de la autopsia, un documento redactado por los mejores patólogos de Malaisia. Encontraron veintisiete cuchilladas en el cuerpo.

Jacques continuaba en silencio. Desde que estaba sentado, no se había movido ni un milímetro.

– Describen con todo detalle las heridas y hablan explícitamente de «salvajada», de un «ensañamiento patológico».

El abogado se interrumpió, en espera de una reacción por parte de su interlocutor que no se produjo. Sacando de la cartera otro fajo de papeles, prosiguió:

– He recibido también los resultados de los análisis realizados por el Government Chemistry Department de Petaling Jaya y son demoledores. Las huellas que hay en el cuchillo son suyas. La sangre tomada de sus huellas en el suelo y de su piel pertenece a la víctima… -Cogió otros informes-. Y están, por supuesto, los pescadores de Papan, pero me comprometo a rechazar su testimonio, pues ellos están también encerrados por intento de linchamiento. -Apoyó su mano regordeta sobre el conjunto de los documentos-. Resumiendo, hay muchas pruebas acusatorias, Jacques. Puedo llamarlo Jacques, ¿verdad?

Al no obtener ninguna respuesta, repitió, dejando finalmente de sonreír:

– Muchas. Desde ese punto de vista, no hay manera de demostrar su inocencia.

Reverdi percibía en la voz la actitud del jurista, una especie de excitación. Ese tipo no estaba ni asqueado ni horrorizado por el crimen a cuyo autor tenía que defender. Al contrario, el caso parecía fascinarlo. Jacques tuvo una intuición: Wong-Fat se había presentado voluntario para tener la oportunidad de conocer al «monstruo».

– Solo hay una salida: alegar demencia. Es la única manera de evitar la pena capital. Será internado de por vida, pero, si presenta indicios de recuperación, es posible que, con unos buenos informes de expertos, lo dejen en libertad al cabo de unos diez años.

Reverdi seguía sin abrir la boca. El chino tosió antes de continuar:

– En ese sentido, el pequeño acceso que sufrió en Papan es muy positivo, así como su estancia en Ipoh. Lástima que no haya seguido allí. -Apretó el puño-. Si pillara al idiota que lo ha dejado salir…

– He sido yo.

El sonido de la voz sobresaltó a Jimmy.

– Yo he pedido ser trasladado a Kanara.

– No lo sabía… Es una verdadera pena… Para alegar…

– No alegaré locura. No estoy loco.

Wong-Fat se echó a reír, revolcándose literalmente sobre la mesa. De repente parecía un mal alumno descarado.

– ¡Pero es la única forma de evitar la horca!

– Oiga -dijo Reverdi, que seguía sin mover ni un eslabón de la cadena-, no pienso volver a Ipoh. No necesito ningún tratamiento.

El chino frunció el entrecejo.

– ¿Y qué quiere hacer? ¿Declararse culpable?

– No.

– ¡No pensará defender su inocencia!

– No haré nada. No diré nada. Que la justicia malaya haga su trabajo. Eso no es cosa mía. Además, no contestaré a ninguna pregunta.

Jimmy hizo tamborilear los dedos sobre su vieja cartera; no se esperaba aquello. Su nuez se movía como la bola de un boliche. Miró a Reverdi de soslayo, luego lo intentó de nuevo:

– De momento, debe prometerme una cosa. -Había adoptado un tono confidencial-. No debe dejar que nadie se le acerque, y mucho menos los funcionarios de la embajada de Francia. Querrán nombrar un consultor, un abogado francés que se inmiscuirá en el caso. Eso sería muy perjudicial para usted. Los jueces malayos son susceptibles.

Jacques callaba, pero ese nuevo silencio podía interpretarse como un asentimiento.

– Y por supuesto -prosiguió el abogado-, nada de periodistas. Ninguna declaración, ninguna entrevista. Hay que estar lo más quieto posible, ¿comprende?

– Acabo de decírtelo. No hablaré. Ni con el juez, ni con los periodistas, ni contigo.

Wong-Fat se puso tenso. Reverdi cambió de tono:

– A no ser que tú me digas algo.

– Perdón…

– Si quieres confidencias, primero debes hacerme alguna tú.

– No comprendo lo que…

– Chisss… -susurró Reverdi, colocando un dedo sobre sus labios. Por primera vez las cadenas tintinearon.

El chino rompió a reír. Una risa demasiado fuerte, exagerada, señal evidente de incomodidad.

– ¿Naciste en Malaisia?

Jimmy asintió con la cabeza.

– ¿En qué provincia?

– En Perak. En las Cameron Highlands.

Reverdi había conocido a un Wong-Fat en las Cameron Highlands. ¿Sería posible que el azar…?

– ¿A qué se dedica tu padre?

– Tiene un criadero.

– ¿De mariposas?

– Sí. ¿Cómo lo sabe?

Reverdi sonrió.

– Conozco a tu padre. Durante un tiempo le compré productos.

El chino parecía totalmente desconcertado.

– ¿Qué… clase de productos?

– Las preguntas las hago yo. ¿Tú creciste allí, en el bosque?

– Hasta los quince años -respondió Jimmy de mala gana-. Después me fui a estudiar a Inglaterra.

– ¿Y cuándo volviste a tu país?

– A los veinte años. Para acabar derecho en Kuala Lumpur.

– ¿Y después?

– Regresé a mi casa, a las Cameron Highlands.

Esa vuelta al campo sonaba raro. Las Cameron eran una región elevada, muy apreciada por la alta sociedad de Kuala Lumpur, pero solo para pasar el fin de semana. Jacques no se imaginaba al abogado enterrándose en el bosque.

– Es mi región natal -añadió Jimmy, como si adivinara el escepticismo de su interlocutor.

A Reverdi se le ocurrió otra idea. Ese adolescente tardío le parecía cada vez menos claro.

Viajas por la región?

¿Por la región?

– ¿Visitas los alrededores de las Cameron Highlands?

– Sí y no. Los fines de semana.

Jacques notó un olor extraño. Un toque ácido planeando sobre el perfume del chino. El olor del miedo.

– ¿Adónde vas? insistió.

– Al norte.

– ¿A la frontera con Tailandia?

Jimmy se retorcía en la silla. El olor comenzaba a identificarse. Moléculas de angustia flotaban en el aire.

– ¿Por qué allí? -remachó Reverdi.

– Para… para cazar mariposas.

– ¿Qué clase de mariposas?

Jimmy no respondió.

¿Pequeños pubis graciosos y calientes? -sugirió Reverdi.

– ¿Cómo? No… no comprendo qué quiere decir… Es absurdo.

El chino cerró la cartera temblando. Jacques miró sus manos rollizas y tuvo una visión: el tipo gordo, más joven, tocándose en los cobertizos de papá, rodeado de mariposas, de escarabajos, de escorpiones, recogiendo su placer a la chita callando, entre el hormigueo de los insectos. Ahora que lo había visualizado, supo que estaba en sus manos; el chino era prisionero de su mente.

– Desde los años noventa y el surgimiento del sida -dijo-, los malayos hacen traer vírgenes a la frontera tailandesa. Por lo que sé, se puede desvirgar a una niña por quinientos dólares. No es mucho para un ricachón como tú.

– Está loco.

Wong-Fat se levantó, pero Reverdi lo agarró de una muñeca y lo obligó a sentarse de nuevo. El gesto había sido tan rápido que el guardia no tuvo tiempo de intervenir.

– Dime que no es verdad -susurró Jacques-, que no vas todos los fines de semana a tirarte niñas. A Keroh, a Tanah Hitam, a Kampong Kalai. Debes de pasártelo en grande. Sí, qué gusto follarse esos coñitos sin preservativo, ¿eh?

El abogado permaneció en silencio. Sus ojos huían, buscando un refugio en el suelo. Lentamente, Reverdi le asió la mano y dijo en voz baja:

– No debes arrepentirte de nada. Nunca.

El chino alzó los ojos. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

– ¿Conoces esta frase de Rinzai Roku? «Si te encuentras con Buda, mátalo; si te encuentras con tus padres, mátalos; si te encuentras con tu antepasado, mata a tu antepasado. Solo entonces quedarás liberado.» Debes asumirlo todo. No sentir vergüenza jamás, ¿comprendes?

Vio brillar un destello de esperanza en las pupilas de Jimmy. Era eso lo que había ido a buscar: la complicidad con el mal.

Jacques dejó pasar un minuto en completo silencio para que se recobrara; luego dijo:

– Ahora me toca a mí.

El chino se revolvió en la silla. Parecía aliviado de no estar ya en el punto de mira.

– Levántate y ponte detrás de mí.

Con muchos titubeos, Wong-Fat obedeció. El guardia se irguió; observaba la escena con atención. Jimmy le hizo un gesto tranquilizador.

– Mírame la nuca.

Notaba el aliento entrecortado, jadeante, del hombre a su espalda. Percibía el olor penetrante y viscoso de su transpiración. Por contraste, saboreaba su propia sequedad. Su piel no sudaba. Su pelo, cortado al cepillo, no se adhería. Él pertenecía al mundo mineral.

– ¿Qué ves?

– Un… una marca.

– ¿Qué clase de marca?

– Una especie de cicatriz en la que no crece el pelo.

– ¿Qué forma tiene esa cicatriz?

Silencio. Imaginaba al chino inclinado sobre su nuca, escogiendo cuidadosamente las palabras.

– Yo diría que es… un bucle, una espiral.

– Ven a sentarte.

Jimmy regresó a su asiento, más calmado. Reverdi adoptó un tono grave, el que utilizaba cuando daba clases de inmersión en apnea:

– No es una cicatriz, por lo menos no en el sentido en que tú la entiendes. No ha habido ninguna herida externa. Es una calva.

– ¿Una calva?

– Después de un choque psicológico, en una zona del cráneo los cabellos no vuelven a crecer. La piel conserva la marca del trauma.

– ¿Qué… qué trauma?

Reverdi sonrió:

– Esa confidencia no toca desvelarla hoy. Lo que debes entender es que cuando era pequeño me sucedió algo. Desde que sufrí ese choque, tengo ese dibujo inscrito en la piel. Un bucle que recuerda una cola de escorpión.

El chino estaba boquiabierto. Ya no movía la nuez; no se acordaba de tragar saliva.

– Cualquier otro se habría dejado el pelo largo para esconder esa marca. Yo no. Una herida solo nos debilita si la escondemos.

Wong-Fat seguía mirándolo. Parpadeaba muy deprisa, como si una luz lo deslumbrara.

– Mi herida no es un signo de debilidad. Ni una imperfección. Es un signo de poder que todo el mundo debe ver y aceptar. No escondas nunca nada, Jimmy. Ni tus deseos ni tus pecados. Tu vicio, tu atracción por las vírgenes, es tu huella en el mundo.

Reverdi hizo otra pausa; Jimmy estaba en éxtasis. Después añadió en un tono menos solemne, barriendo el aire con las cadenas:

– Si quieres ser mi amigo, extirpa la vergüenza de tu corazón. Y no vuelvas a adoptar ese tono condescendiente conmigo. No vuelvas a explicarme las leyes de tu país. Antes de que tú echaras a andar, yo ya me sumergía con pescadores clandestinos en las aguas de Penang. Y sobre todo, no vuelvas a hablarme de demencia. Warden! (¡Guardia!) -gritó Jacques antes de añadir con amabilidad, como si le tendiera un mango abierto-: Puedes llevarte el tabaco. No fumo.

10

No había encontrado lo que buscaba en su biblioteca.

Ahora estaba probando suerte en los archivos de Le Limier.

Era un lugar inmenso, laberíntico. El grupo editorial propietario del periódico había comprado varias colecciones de periódicos que se remontaban hasta principios del siglo xx. Esos pasillos forrados de armarios metálicos tenían aspecto de albergar contratos de seguros o expedientes de la Seguridad Social, pero en realidad escondían buena parte de los crímenes de la humanidad: asesinatos, violaciones, incestos. Todas las vilezas imaginables estaban allí, cuidadosamente clasificadas por años, números y categorías.

Marc había ido a trabajar allí con frecuencia, sobre todo cuando redactaba la sección «Los casos negros de la historia», unas páginas de Le Limier dedicadas a los crímenes del pasado. Al lado de los archivos propiamente dichos, había una sala de trabajo con varias mesas y una máquina de café. Una verdadera biblioteca.

Pero el elemento clave de toda búsqueda era el archivero, Jérôme, que parecía haber sido comprado junto con el material. Marc no sabía cuál era su apellido. El hombre se expresaba como si hubiera vivido personalmente todos los procesos y las investigaciones recogidos allí. Ni un nombre, ni una fecha se le escapaba. Físicamente, rozaba la caricatura. Sin edad, sin ningún signo distintivo, llevaba en todas las estaciones varios jerséis superpuestos. Un milhojas de lana y nailon. Al preguntarle Marc por lo que le interesaba. Jérôme lo había orientado sin la menor vacilación.

Mientras recorría los pasillos de hierro ese lunes por la mañana, Marc pensaba en el fin de semana que acababa de pasar. No había parado de pensar en Jacques Reverdi. Asesino compulsivo. Fiera salvaje. Seductor. Hombre de mujeres… Las palabras pronunciadas por Erich Schrecker y la pequeña camboyana no se le iban de la cabeza. Seguramente tenían razón, pero estaba convencido de que, por el momento, nadie sabía la verdad sobre el hombre y sus actos.

El viernes había escrito deprisa y corriendo otro artículo desarrollando el caso de 1997 en Camboya. Pero ya le tenía sin cuidado escribir algo interesante o encontrar una primicia para Verghens. Una convicción se afianzaba en él de forma inexorable. Jacques Reverdi era una encarnación del Mal que perseguía un fin secreto. Uno de esos diamantes puros que Marc llevaba tanto tiempo buscando. Un asesino que, gracias a su práctica espiritual, tenía una visión real de su neurosis y podía mostrar, como si se tratara de una transparencia, el rostro del crimen.

Durante dos días se había encerrado en su estudio y había estudiado una vez más la documentación. Recortes de prensa, fotografías, biografías, sitios de internet: no había pasado nada por alto. Podía recitar de memoria pasajes enteros de esa literatura. Sin embargo, todos esos hechos, datos, comentarios y elogios databan de la época «positiva» de Reverdi. En cuanto a la entrevista de Pisaï, era como una balsa de aceite.

El domingo por la noche, agotado tras cuarenta y ocho horas de búsqueda estéril, había llegado a la conclusión de que debía ver urgentemente al asesino. Conseguir por todos los medios que le concediera una entrevista.

Era la única manera de averiguar algo.

Se le había ocurrido una idea, todavía vaga, que merecía una pequeña investigación. Marc se detuvo en otro pasillo: acababa de dar con el armario que buscaba. Descorrió la puerta y cogió un número antiguo de Le Limier. Allí mismo, de pie, hojeó el periódico hasta encontrar el artículo que quería releer.

Era un artículo sobre la correspondencia mantenida entre presos y personas de fuera de la cárcel. Marc no era un especialista en el tema; solo sabía que los asesinos en serie recibían mucho correo: insultos, exhortaciones al arrepentimiento y cartas de compasión, así como poemas, declaraciones de amor, discursos de admiración…

Leyendo el artículo, recordó las cifras y los hechos. Un asesino como Guy George había recibido hasta cíen cartas al día durante el juicio. Más alucinante todavía: los asesinos norteamericanos creaban sitios en internet, donde se presentaban (Charles Manson tenía un sitio muy completo), vendían fotos dedicadas e incluso cuadros, dibujos, textos y poemas de su cosecha.

Pero el reportaje no hablaba solo de los famosos. Todos los presos mantenían contactos. La correspondencia en prisión era un universo en sí misma. Una esfera de intercambios, organizada casi siempre por asociaciones caritativas especializadas con nombres como El Correo de Bovet, Genepi o Amistad sin Rostro. De este modo circulaban miles de cartas. Las organizaciones siempre aconsejaban a los voluntarios, como medida de prudencia, utilizar un seudónimo y poner la dirección de su sede social. Los anuncios por palabras en los periódicos también eran legión. La sección «Sentimientos en la sombra» del semanario L'Itinérant, por ejemplo, publicaba peticiones de presos simplemente de una mujer con quien cartearse, de una compañera o del alma gemela.

El alma gemela.

Ese era el tema que le interesaba a Marc. Los idilios que se habían vivido gracias a esos contactos eran innumerables. Dos cifras resumían la situación: el noventa por ciento de los que escribían desde la cárcel eran hombres y el ochenta por ciento de los que escribían desde fuera eran mujeres. Las cartas tomaban enseguida un giro amoroso y a veces conducían a un final feliz: boda a la salida de la cárcel o dentro del centro penitenciario.

Había amor.

Había también sexo.

Las que escribían a los reclusos debían de esperar ver aparecer, explícitamente o entre líneas, los fantasmas de estos. Para los presos, la relación epistolar se convertía en un sucedáneo del acto físico.

Marc seguía leyendo con la mente en ebullición. Recordaba que el periodista revelaba algunos patinazos en este terreno. Los reclusos son presas fáciles; tipos duros, criminales que desconfían de todos, pero a la vez hombres enfermos de aburrimiento y de soledad.

Encontró las anécdotas. En Francia, una mujer había «inflamado» a un preso a golpe de cartas sensuales y lo había empujado a revelar sus propios fantasmas. Ese juego pornográfico había alarmado a la administración penitenciaria, que acabó descubriendo que la mujer estaba casada y escribía las cartas con su marido: dos viciosos que se excitaban leyendo las respuestas.

En Estados Unidos, esos engaños tomaban un giro más lucrativo. En cárceles de California y Florida, varios presos habían mantenido una correspondencia amorosa cuya temperatura subía de carta en carta. Sus parejas enseguida les habían propuesto mandarles fotos sugerentes de ellas a cambio de dinero. Los tipos habían pagado y derramado sudor y esperma ante esas fotografías de mujeres a las que creían conocer. En realidad, esas confidentes no existían; se trataba de una simple red de pornografía, dirigida por unos listillos a los que se les había ocurrido esa idea para hacer más atrayentes -y más rentables sus fotos estándar.

Tipos duros, criminales.

Pero a la vez hombres enfermos de aburrimiento y de soledad.

Marc dobló el periódico y se dirigió hacia la fotocopiadora. Oía la voz de Pisaï: «Hombre de mujeres. Si quiere entrevista, mande compañera». Llegó donde estaba la máquina y empezó a fotocopiar el artículo, página tras página, sin siquiera bajar la tapa.

Mientras la luz del flash le pasaba por la cara, trazaba un plan. De pronto, unas sílabas acudieron a su mente.

Élisabeth.

Ese era el nombre que elegiría.

11

Jadiya tenía un truco para los castings: la filosofía.

Durante esas esperas en salas que apestaban a colillas y a perfumes mezclados, entre risas contenidas y secreteos, ella repasaba sus clases. Cuando la aparcaban junto con las demás en una habitación sin ventanas ni muebles, salvo varias filas de sillas desvencijadas, recitaba los Tres Conocimientos de Spinoza. Cuando la sometían al habitual examen anatómico, repasaba la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel. Y cuando le pedían que diera unos pasos por el despacho del director del casting, pensaba en la voluntad de poder de Nietzsche. En esos momentos, concentrarse le permitía olvidar que era carne tibia y nada más que eso. Aunque esa carne aspirara a convertirse en la más cara de París.

Aquel día reflexionaba en un capítulo de su tesis doctoral, que trataba sobre la prohibición del incesto. En su obra Las estructuras elementales del parentesco, Claude Lévi-Strauss constataba que el único rasgo común entre las sociedades humanas y animales, el único punto de convergencia entre naturaleza y cultura era la prohibición del incesto. Una ley social que era asimismo universal.

Jadiya sentía un interés especial por ese análisis. Porque el etnólogo se equivocaba: parecía ignorar que algunas de las sociedades antiguas más ilustres habían alentado las relaciones consanguíneas. En las dinastías egipcias, por ejemplo, había matrimonios entre hermano y hermana, entre madre e hijo. Era una forma de preservar la sangre sagrada de los reyes. Se le ocurrían más ideas sobre ese tema, pero no tenía nada para escribir. Suspiró, cerró el libro y paseó la mirada por las chicas que la rodeaban.

La comunidad habitual se hallaba presente: las Anoréxicas Asociadas, las Bimbos Bohemias, las Golondrinas del Este… Como siempre, tuvo un destello de lucidez: ¿qué hacía ella allí? La respuesta era simple: la pasta. Si una era una jovencita de veintidós años de ascendencia argelino egipcia, se había criado en el barrio de La Banane, en Gennevilliers, y medía, pese a una crianza basada en un régimen exclusivo de pasta, un metro setenta y nueve para cincuenta y nueve kilos de peso, no había que dudarlo: debía probar suerte. La idea de ganar miles de euros gracias a su contorno de caderas o a su mirada oscura sí que la llenaba de orgullo. No estaba dispuesta a desperdiciar esa oportunidad.

Maquinalmente, hojeó su book financiado por la agencia Alice, que la apoyaba en su cruzada. Las fotos no mataban… ¿O sería el tema en sí? Esa chica de tez mate y cabello moreno, que se esforzaba en tener un aire natural sobre el papel brillante. Con todo, a Jadiya le gustaba su aspecto. Llevaba su piel tostada como si fuera una gran pieza de tela, tornasolada y sedosa, en la que se envolvía soñando con el desierto. Le gustaba ese rostro anguloso, extraño, que le había hecho pasar por un adefesio durante su infancia y cuya belleza había emergido en la adolescencia como una isla volcánica en un mar grisáceo. Pero sobre todo le gustaba su mirada, ligeramente asimétrica, de pupilas negras rodeadas de oro y sumergidas bajo unas pestañas espesísimas. A veces, por la mañana, cuando se miraba en el espejo, le asaltaba una pregunta: ¿cómo había podido París prescindir de ella hasta entonces?

Aquel día sentía cierta desazón. ¿La angustia del casting? No. Llevaba por lo menos treinta y estaba blindada. ¿Incomodidad ante las otras chicas? Tampoco. Estaba acostumbrada a la compañía de esas malas pécoras espléndidas que te calaban al primer golpe de vista. Había otra cosa. Un detalle subliminal que la inquietaba profundamente. Pasó revista a las candidatas y le llamó la atención una rubia de cabellos lisos y belleza irreal, una especie de ángel anémico.

Jadiya pensó en esos personajes de ciencia ficción, pálidos, que buscan un nuevo planeta porque el suyo está perdiendo energía. Bajo la curva etérea de las cejas, se fijó en una estrella azul: la pupila. Un signo de cobalto que evocaba un rasguño, una herida celeste.

Su sensación de náusea se intensificó. Era esa rubia la que la descomponía. Identificó las señales de alerta bajo el maquillaje: las ojeras, la nariz húmeda, los párpados caídos. «Drogadicta», se dijo Jadiya. Una toxicómana a unos centímetros de ella, observándola sin verla entre dos tics de los labios.

Jadiya volvió la cabeza e intentó concentrarse de nuevo en el libro, pero era demasiado tarde. Los recuerdos ya habían comenzado a afluir a su mente.

La Banane de Gennevilliers.

El F3 atravesado por los gritos.

Las llamadas desesperadas a SOS Médicos.

Y sus padres.

La larga historia de sus padres envenenada por la heroína.


La droga había sido su cuna.

El lecho de sus orígenes.

No habría sabido decir con exactitud cuándo y cómo había tomado conciencia de ello. Era una verdad, una enfermedad que se le había revelado poco a poco. A los cinco años había tenido que acostumbrarse a las comidas irregulares, a las esperas interminables en el patio del colegio. Había tenido que adaptarse al reloj misterioso que parecía regir su vida familiar. Un reloj de agujas blandas que instauraba un tiempo, una sucesión sin ninguna lógica. Sus padres cenaban a las dos de la madrugada, desaparecían varios días, volvían para dormir veinticuatro horas seguidas.

Pero, sobre todo, había tenido que dominar el miedo. La amenaza permanente de los ataques, los accesos de ira, los golpes. Una violencia imposible de prever, que se abatía sin ninguna explicación. Siempre con esa convicción confusa de que el origen del mal estaba en otro sitio. Al crecer, Jadiya acabó por entenderlo: la causa de todos esos disgustos era la «enfermedad» de papá y mamá. Esa afección que los obligaba a ponerse inyecciones, a salir de noche con urgencia y a veces a quedarse en el hospital varias semanas.

Jadiya tenía nueve años. Empezó a ver a sus padres de otro modo. Olvidó sus miedos, sus rencores, sus enfados silenciosos para sentir una soledad universal. Las palizas y los insultos no eran justos, sobre todo los que recibía su hermano, de cuatro años, y sus dos hermanas, de seis y siete años respectivamente, pero nadie tenía la culpa. Sus padres estaban presos; estaban infectados y no eran realmente verdaderas «personas mayores».

Jadiya había tomado las riendas de la situación. En su condición de hija mayor se convirtió, para el hogar, en la fuente de regularidad que ella no había conocido nunca. Ella era la que iba a buscar a sus hermanos al colegio, la que les preparaba la comida, la que los ayudaba a hacer los deberes y les leía un cuento antes de que se durmieran. Ella firmaba los boletines escolares, rellenaba los formularios de solicitud de asistencia social, administraba todo lo que había para leer y escribir en casa. No tardó en ser ella -a los diez años- la que iba a buscar a la otra punta de Gennevilliers las dosis de sus padres, igual que otros niños bajan a comprar una barra de pan.

Se hizo una experta. Sobre todo en preparar los chutes. Disolver la heroína en agua. Calentar la mezcla para purificarla. Añadir una gota de limón o de vinagre para diluir mejor la droga. Pasarlo todo a la jeringuilla filtrándolo a través de un pedazo de algodón para que no se introdujera nada de polvo. Otros niños aprenden la receta del bizcocho y ella aprendió la de la heroína. O la del crack, según las temporadas.

Se veía como una enfermera. Estaba obsesionada con la asepsia. No paraba de limpiar el cuarto de baño, la cocina, los lavabos… Lo desinfectaba todo con alcohol, se las arreglaba para conseguir varias jeringuillas de más en la farmacia. También sabía dónde pinchar a sus padres. Desde hacía tiempo, las venas de sus brazos estaban demasiado duras para soportar la aguja. Cicatrices, costras, abscesos… Había que encontrar otros puntos donde inyectar intramuscularmente: en un pie, bajo la lengua…

El jardín secreto de Jadiya comenzaba a las once de la noche, cuando había terminado todas las tareas familiares. Solo entonces se ponía a hacer los deberes. Era su actividad preferida. Todavía recordaba sus cuadernos coloreados, el deslizarse de la estilográfica por las páginas de cuadrícula azul. La única satisfacción de su vida. El oasis en la pesadilla.

Pasaron los años. La situación se agravó. A los doce años, Jadiya había comprendido que la palabra «droga» era exactamente lo contrario de la palabra «esperanza». Con la heroína solo se podía descender, ir a la deriva, hundirse… hasta la muerte. Las estancias en el hospital se sucedieron. Cada vez más a menudo. Por suerte, su madre y su padre nunca estaban internados al mismo tiempo. Si no, los cuatro niños habrían sido ingresados en hogares infantiles. Cuando uno de los padres volvía de una cura de desintoxicación, había una breve tregua. Pero la enfermedad aparecía de nuevo… y la locura se agravaba.

A los catorce años, Jadiya vivía una carrera contra el reloj. Solo le faltaban cuatro años para ser mayor de edad. Todas las mañanas rezaba para que sus viejos no murieran o se volvieran locos antes de esa fecha. Ya se había informado de lo que tenía que hacer para convertirse en la tutora de sus hermanos. Estaba preparada. Ni un solo día había dudado de que aquello desembocaría en una catástrofe. Pero imaginaba un deterioro progresivo, una lenta extinción.

Le tocó en suerte un apocalipsis.

Tenía dieciséis años. Acababa de empezar el bachillerato de letras. Era otoño, pero todavía en la actualidad seguía negándose a recordar la fecha. Esa noche, cuando dormía, la pesadilla se hizo realidad. De repente tomó conciencia de un olor muy intenso, un olor a fuego que siempre la había obsesionado y que ahora estaba allí, muy cerca de ella. Cuando abrió los ojos, no vio nada. Una masa negra llenaba la habitación. Sin entender lo que pasaba, murmuró: «Los ceniceros», e inmediatamente supo que sus padres estaban perdidos.

Jadiya se levantó de un salto y, a tientas, zarandeó a sus hermanos, que dormían al lado de ella. Sus cuerpos estaban inanimados, como si hubieran pasado directamente del sueño a la muerte. Jadiya gritó, les pegó, los levantó y logró arrancarlos de la asfixia. Abrió la ventana y les ordenó que se quedaran allí, respirando, sin moverse.

Salió y se adentró en las tinieblas del pasillo. Apoyándose apenas en las paredes ardientes, avanzó a tientas hacia «su» habitación. Se tambaleaba, su cuerpo temblaba al calor, pero su voluntad era firme. Ya no estaba en el tiempo presente, estaba en el futuro. Se juraba, en lo más profundo de sí misma, no dejar nunca a los suyos, a los «pequeños».

¿La puerta estaba realmente roja, incandescente, como en su recuerdo? No. Eso era una deformación de su memoria. Además, la había abierto empujándola con un hombro, sin siquiera quemarse. En cambio, en el interior, las llamas se retorcían formando círculos furiosos. Sentado en la cama, su padre ardía vivo, aparentemente indiferente al fuego que le consumía la cara. Permanecía inmóvil, con los brazos abiertos, delante de una jeringuilla. Sobredosis. Un cigarrillo encendido había hecho el resto.

Jadiya buscó a su madre. La vio acurrucada junto a su marido, con los cabellos crepitantes. Se dijo: «No han sentido nada, no han sufrido», y justo en ese momento sus cuerpos se desplomaron, se hundieron en el interior de la cama y perdieron toda materialidad. Tal vez no era sino una alucinación, otra deformación de las lágrimas y de las llamas… Como esa última imagen que atormentaba su memoria: un brazo de su padre desprendiéndose del cuerpo y cayendo al suelo, como un tronco al fondo de la chimenea.

Cuando se despertó, estaba tendida en la cama de un hospital y respiraba a través de una mascarilla translúcida. Un médico le hablaba en tono afectado. Sus hermanos se habían salvado, pero tenía que ir a reconocer los cuerpos de sus padres. ¿No era ella la mayor? Dos días más tarde, abrieron delante de ella un cajón refrigerado. Permanecían abrazados; había sido imposible separarlos, eran dos masas negruzcas pegadas por una red de fibras fundidas.

Ante aquellos restos carbonizados, Jadiya rompió a llorar. Un auténtico ataque de nervios. La sacaron de allí, la consolaron, la cubrieron de palabras reconfortantes. Pero era odio lo que la invadía. La rabia y la amargura acumuladas desde hacía tanto tiempo por fin habían estallado. Una furia multiplicada frente a esas formas irreconocibles. Continuaban unidos al margen de todo juicio, de toda acusación. Los dejaban solos en el mundo y continuaban eludiendo sus responsabilidades. ¡Malditos cabrones! Se calmó en el pasillo del depósito de cadáveres. Todavía recordaba la voz del médico. Solo eso; su cara no. Una voz suave, que la exhortaba a la calma. De nuevo ese tono de mierda. Y la vanidad de las palabras.

Creyó que había acabado con los dos monstruos. Se equivocaba. El psicólogo se lo advirtió: un choque así -hablaba de un «hematoma del afecto»- no se supera fácilmente. Tenía razón. Sin ella saberlo, el fuego la había alcanzado. Para empezar, se había quemado. Y ni siquiera se había dado cuenta. Durante mucho tiempo, una piel de tortuga, con pliegues minerales, le cubrió el antebrazo izquierdo. Pero también se había quemado por dentro. Todas las noches, el fuego resurgía. Su padre la miraba con las pupilas incendiadas. Y su brazo caía una y otra vez, destrozándole los sueños, desgarrándole el vientre. Nadie lo veía, pero se quemaba viva. Durante años, Jadiya estuvo convencida de que pertenecía a una generación postatómica, como los contaminados de Hiroshima, cuyos genes estaban chamuscados y que solo podían producir cánceres y niños-monstruos.

El fuego provocó otros estragos. Ella tenía dieciséis años; no podía obtener la custodia de sus hermanos. Presentó una solicitud de mayoría de edad anticipada; se la denegaron. Acabaron en diferentes hogares. Jadiya no se dio por vencida; todos los fines de semana iba a Trappes, donde vivía su hermano, y luego a Melun, donde sus hermanas la esperaban. No sirvió de nada. Al cabo de dos años, cuando por fin tenía dieciocho, se habían convertido en unos extraños. Sin reconocerlo explícitamente, todos se daban cuenta de que esas entrevistas solo les traían malos recuerdos. Las palizas. La droga. El incendio. Y los dos torturadores que habían destrozado su infancia.

Jadiya los abandonó a su destino. Por su bien. Aunque eso no los había llevado a nada bueno. La última vez que había visto a Samir, su hermano, fue en el locutorio de la prisión de Fresnes, donde había sido encarcelado por un robo en un hospital. Durante toda la visita, él solo le había hablado de un concurso de rap en el que participaba en la trena. Jadiya no lo escuchaba: lo observaba y buscaba en vano, en ese rostro de chico adocenado, los rasgos del pequeño Samir al que había querido, mimado, protegido, aquel al que siempre le faltaban dientes y al que ella llamaba su «quesito gruyere». Se había marchado sabiendo que no volvería.

El fuego se cerraba tras sus pasos.


Una voz la llamó. Jadiya parpadeó: la mitad de la sala estaba vacía. Siguió a la secretaria titubeando, perdida aún en sus recuerdos. El despacho donde se efectuaba la selección no era mejor que la sala de espera: montones de cajas de cartón, muebles desvencijados, efluvios de tabaco.

Detrás de una mesa metálica, dos tipos con gorra de béisbol hablaban en voz baja, repantigados en la silla, considerando las fotos esparcidas ante ellos. Parecían dos adolescentes agotados después de masturbarse delante de una colección de Playboy. Jadiya tendió su book sin pronunciar palabra; hacía tiempo que ya no malgastaba saliva.

Los hombres miraron sus fotos. Ella solo veía la visera de sus gorras. Una llevaba la N y la Y entrelazadas de la sigla de Nueva York. La otra, el logotipo de la marca Budweiser. En el universo de la moda, a determinada altura, esa imagen era un valor seguro. El equivalente de la ironía, pero en un mundo sin humor.

Los dos tipos acabaron por echarse a reír.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jadiya.

Uno de ellos levantó la cabeza: piel bronceada, barba de tres días. Sacó una de las fotos metidas en el book y leyó el nombre que había escrito.

– Tus fotos no matan, Kadidja.

– Ja-di-ya -repitió ella muy despacio-. Se pronuncia Ja-di-ya.

– Sí, vale -dijo él, frotándose la nuca-. Pero, en fin, tu book parece el catálogo de La Redoute…

– ¿Qué le veis de malo?

– Los encuadres, el maquillaje, tú. Todo.

Jadiya sintió resurgir el fuego, lo notó crepitar bajo su piel.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Cambia de fotógrafo.

– Es mi agencia la que…

– Pues cambia también de agencia. ¿Con las cejas piensas hacer algo?

– ¿Las cejas?

– Verás, hay aparatos. Y también hay cera. Y pinzas de depilar. Pero no puedes dejarte ese bosque encima de los ojos.

El hombre ya no reía. Su voz estaba impregnada de lasitud. Jadiya debía de ser la quincuagésima chica a la que humillaba esa mañana. El otro, a su lado, hojeaba el book haciendo restallar las páginas al pasarlas.

Jadiya tuvo un destello: vio a su padre acurrucado en el sofá del salón, pasando páginas de revistas de la misma forma una tarde tras otra, con la mirada fija, esperando la hora de su dosis.

Esa visión le devolvió la coherencia, la rebelión permanente que la constituía, como un armazón de titanio. Sonrió mientras recuperaba su book. Estaba más decidida que nunca a gustarles, a seducirlos.

Se impondría a ellos en su propio terreno.

Muy pronto serían ellos los que arderían de deseo.

Y la antorcha sería su cuerpo.

12

Los días pasaban, pero el programa de actividades permanecía inmutable.

A las cinco, despertar.

A través de la claraboya, el azul oscuro de la noche. Poniéndose de puntillas, Jacques podía observar los otros edificios. En las ventanas palpitaban luces. Se oían los primeros ruidos: toses, orines, abluciones. El rumor se elevaba, amortiguado todavía pero atravesado por tintineos, gruñidos, gritos. La enorme bestia despertaba.

A las seis, luz.

Encendido anémico de las bombillas de sesenta vatios. Herida sorda bajo los párpados. A modo de contrapunto, los guardias recorrían los pasillos, golpeaban todas las puertas, cruzaban el patio. Era la hora de las náuseas. Poco a poco, Jacques tomaba conciencia de cada sensación, ya insoportable.

Las paredes, demasiado juntas. El calor, asfixiante. El galope de las cucarachas sobre su estera. Y los olores. Pese a su obsesión por la limpieza, Kanara era una podredumbre imparable. Todas y cada una de las piedras, de las baldosas, de las grietas estaban habitadas por la humedad. Incluso en plena estación seca, los materiales conservaban el monzón en su memoria.

Otros olores se añadían: orina, mierda, sudor… El concierto de las exhalaciones orgánicas que parecían ensombrecerse, espesarse entre aquellas paredes. Luego, ya, los efluvios de comida. Pesados, grasientos, perezosos. El desayuno estaba en marcha. Pero antes aún había que sufrir algunas pruebas.

Las siete.

La llamada.

La enfermedad de las prisiones. El ritual de la llamada -en malayo, muster- se repetía cinco veces a lo largo del día. Ya no era una comprobación, sino un conjuro, como si esa letanía pudiera impedir toda ausencia, toda tentativa de evasión.

El ruido seco de los cerrojos. Las rascadas de las puertas. El estruendo sordo de los pasos. Esos sonidos se volvían a la larga tan familiares, tan íntimos como los latidos del propio corazón. Concentración en el patio principal. Ante la visión de todos aquellos hombres, las náuseas de Jacques se intensificaban. Dos mil reclusos en cuclillas en el suelo, como papeles arrugados, relegados al rango de números.

Las siete y media.

Himno nacional bajo el sol.

Luego, por fin, desayuno. Los presos se desperdigaban para ponerse de nuevo en fila a lo largo del edificio de la cantina. Después, el hormiguero se dispersaba en el patio: puntitos concentrados en el caldo espeso de la mañana.

Jacques aprovechaba ese momento para ir a las duchas. Provisto de su gayong (una caja de plástico que contenía jabón, dentífrico y útiles de afeitado), con su toalla y su camiseta de recambio al hombro, desaparecía en el edificio situado a trescientos metros del comedor. Reverdi tenía su propia ducha en la celda, pero le gustaba ese edificio a cielo abierto, ese instante de soledad entre las grandes cisternas de agua. Respondía a su propia llamada. La llamada del agua.

Las ocho.

Empezaban las faenas.

Cambiaban de una semana a otra. Aquella, la última de febrero, tocaba rascar las rejas y los barrotes de la prisión antes de que obreros especializados fueran a aplicarles un revestimiento antióxido. Los «voluntarios», con un trapo tapándoles la cara, rascaban, frotaban, lijaban, se cubrían de esquirlas de hierro y acababan confundiéndose poco a poco con los barrotes de metal.

Las nueve, fin de las faenas.

Apertura de los talleres.

Éric se lo había advertido: mientras estuviera en prisión preventiva, Reverdi no podía realizar esos trabajos. De modo que se quedaba con los viejos, los lisiados y los enfermos. El calor comenzaba entonces a aumentar. A medida que transcurrían las horas, iba convirtiéndose en una presencia incontrolable, en una estera sin límite. Jacques se instalaba en el patio preservando su soledad, evitando escuchar las tonterías de los demás, que farfullaban en su dialecto. Chismorreos, rumores, historias de amok y de kriss, esos puñales malayos de hoja torcida que se decía que estaban sedientos de sangre.

A las diez empezaba el deporte.

Flexiones. Abdominales. Después, halteras; allí fabricaban las pesas con bloques de los que se emplean en la construcción. En general, los reclusos trabajaban el cuerpo para salir más fuertes, más peligrosos. En su caso, ¿a qué venía aquello? Era una cuestión de filosofía: quería morir en plena forma. También le producía satisfacción, en el momento presente, mantener su cuerpo despierto. Sentir esa fuerza que fluía bajo su piel, como una luz, un aceite dorado que irradiaba cada uno de sus músculos, cada una de las parcelas de su carne.

Esa exhibición presentaba otra ventaja: demostraba su vigor físico. Mientras hacía ejercicio, sabía que muchos ojos lo observaban a través de las ventanas de los talleres. Incluso los guardias calibraban, por el rabillo del ojo, su fuerza en acción.

Las once y media.

Otra llamada.

Las doce.

Comida.

Comía sin placer, sin apetito, pero siempre contaba con gran precisión las calorías. Allí, alimentarse era un acto de supervivencia. Gracias a la complicidad de Jimmy, había podido mejorar su ración diaria: una pieza de fruta, azúcar y leche suplementarios.

Las dos de la tarde.

Vuelta a los talleres.

Para él, la hora de la siesta. El peor momento. Las moscas, enormes, frenéticas, se estrellaban contra su cara rompiendo el silencio, buscando los ojos. Somnoliento, relegado como los demás al rango de larva inerte, Jacques se tumbaba en el suelo y empezaba a confundir, en la pantalla blanca del patio, moscas y hombres.

Las tres y media.

Otra llamada.

Los números, los brazos que se levantan, los murmullos… Terminaba por resultar hipnótico. Pero entonces Jacques se despertaba. Se enfadaba consigo mismo por haberse abandonado. Ahora percibía su propio cuerpo, que funcionaba, palpitaba entre todos esos zombis. Una máquina clandestina que marchaba en silencio, sometida al calor, a la vigilancia, a la presencia de los demás. Él no estaba muerto. Y hasta el último segundo, estaría rebosante de esa vitalidad ordenada… e incorruptible.

Las cuatro.

Cena.

A partir de las cuatro y media, libertad.

¿Libertad para qué? El patio se animaba a medida que el calor disminuía. Los presos iban a la cantina. Practicaban el trueque; negociaban favores con los guardias; se compraban chucherías en una especie de tienda montada bajo un tejadillo. Y sobre todo, compraban droga. La prisión revelaba su lógica interna, basada en una corrupción total. Todo podía conseguirse con la condición de tener dinero o algo para dar a cambio. Reverdi había llegado a un acuerdo con Jimmy para disponer de dinero, pero no abusaba. Sus deseos no podían satisfacerse con un transistor o unas tabletas de chocolate. Y todavía menos con un chute.

Las seis.

Vuelta a las celdas.

Cuando la puerta se cerraba tras él, Jacques, incrédulo, se quedaba inmóvil. ¿Había vivido realmente un día? Lo peor estaba por venir. Una noche de doce horas. Encerrado entre cuatro paredes, sin ninguna ocupación. En ese instante, odiaba la celda. A esa hora apestaba más que nunca a muerte y a salitre. Un mundo subterráneo, invisible, compuesto de parásitos, de insectos y de ratas, lo acechaba.

Esa noche, a su pesar, dirigió una mirada hacia la claraboya. Todavía penetraba una luz deslumbradora. Recordó la cabaña entre los bambúes. La última Cámara. Se acordó de hasta qué punto se había apartado de su búsqueda por ceder al pánico, por ceder a la…

En el preciso instante en que la palabra «locura» se formó en su mente, las piernas le fallaron y se desplomó en el suelo. Se acurrucó junto a la pared y reprimió las lágrimas. Habría dado cualquier cosa por encontrar una razón para existir, para vivir… incluso los pocos meses que le quedaban.

El chasquido del cerrojo le hizo levantar la cabeza. La puerta de la celda se abrió:

Jumpa!

13

Jimmy Wong-Fat permanecía en su postura habitual. Traje chic descuidado, cartera roja y vaso de café. Jacques se negaba a admitir que ese gordinflón se hubiera convertido en su única distracción.

– Tengo malas noticias -dijo para empezar-. He recibido un primer informe de los psiquiatras de Kuala Lumpur que vinieron a visitarlo para el contradictamen pericial. Según ellos, su salud mental es buena. Es usted plenamente responsable de sus actos.

– Te lo había advertido.

Jimmy caminaba alrededor de la mesa; sudaba un poco menos que de costumbre. Jacques estaba encadenado al suelo.

– Parece que no lo entiende -susurró-. Si no encuentro una manera de eludir la acusación, sea la que sea, todo está perdido. Es la pena capital.

Reverdi guardó silencio; no tenía ganas de repetir lo que ya había dicho. Prefirió cambiar de tema:

– ¿Tienes mis libros?

La pregunta desconcertó al abogado. Tras un momento de vacilación, rebuscó en una gran bolsa depositada junto a la mesa. Reverdi había decidido confiar en el chino y le había firmado una autorización para manejar una de sus cuentas bancarias.

Wong-Fat dejó sobre la mesa una pila de libros. Jacques miró los lomos: el Kanjur, los Yoga-Sutra, los Rubaiyat del sufí mawlana Umar Jayum…

– Faltan.

El abogado sacó una lista y la desdobló.

– La Biblia de Jerusalén. Los sermones del Maestro Eckhart. Las Enéadas de Plotino. ¿Dónde quiere que encuentre estos libros?

– Están traducidos al inglés.

Jimmy se guardó la lista en el bolsillo.

– Sí, claro, ya lo sé. Los he pedido. -Metió de nuevo la mano en la bolsa-. Por lo menos he encontrado unos pantalones de su talla.

Los dejó sobre la mesa, cuidadosamente doblados, con cara de satisfacción. Finalmente se sentó y cruzó las manos.

– Volvamos a las cosas serias. ¿Sigue el tratamiento?

– ¿El tratamiento?

– Las prescripciones de la doctora Norman. Se supone que debe tomar ansiolíticos todos los días. Quiero saber si lo hace. Y si ve al psiquiatra de Ipoh todos los miércoles, tal como está previsto. ¿Va todo bien por ese lado?

Jacques pensó en Éric, que vendía sus pastillas; no se había tomado ni una. En cuanto al psiquiatra de Ipoh, solo lo había visto una vez y lo confundía con los expertos enviados por Jimmy, todos tamiles que hacían las mismas preguntas nebulosas.

– Sí, muy bien.

– Perfecto. El hecho de que esté en tratamiento es muy importante para su perfil.

Reverdi asintió con la cabeza.

– Pese a todo, hay una buena noticia -añadió Wong-Fat, levantando el dedo índice-. Los padres de Pernille Mosensen han enviado a Johore Bahru a un abogado danés para que se persone como acusación particular. También hay una asociación, alemana, me parece, que asoma la nariz. Intentan exhumar el expediente de Camboya. Al DPP no le va a hacer gracia, créame. La acusación está poniéndose antipática, y eso es muy bueno para nosotros.

Reverdi apenas escuchaba esos argumentos repetidos machaconamente. Decidió meterse un poco con su bufón.

– Cuando te masturbabas en casa de tu padre, ¿utilizabas los insectos?

– He venido a hacer mi trabajo. No me arrastrará a…

– Y cuando te tiras a las pequeñas vírgenes, ¿miras el color de su sangre?

El abogado pronunció un «well» sibilante frunciendo los labios y cerró la cartera. Era como un colegial ofendido.

– ¿Ya no te interesan mis confidencias? -preguntó Reverdi.

El chino levantó los ojos. Jacques le dirigió una sonrisa.

– ¿Y si te dijera que no fui yo quien mató a Pernille Mosensen?

– ¿Cómo?

– Un niño.

– ¿Qué dice?

Reverdi se frotó los hombros con las manos, como si de repente tuviera mucho frío. Las cadenas tintinearon sobre su pecho.

– El niño-muralla -susurró-. El niño que hay en mí…, que contiene la respiración…

Wong-Fat se inclinó, como un sacerdote contra la celosía del confesionario.

– Repita, por favor.

¿Te acuerdas de mi calva?

Hablaba con la cabeza metida entre los brazos cruzados, tendiendo la nuca hacia Jimmy.

– ¿Te acuerdas del choque del que te hablé? -Su voz quedaba ahogada por el pecho-. Fue en esa época cuando el niño-muralla nació. -Apretó los dedos sobre el cráneo-. Gracias a él escapé.

– ¿Escapó? ¿De quién?

– De las caras… detrás del entramado de rota. Las caras que se introducen bajo mi piel. De no ser por el niño, me habría convertido en…

– ¿En qué? ¿En qué se habría convertido?

Reverdi levantó la cabeza sonriendo.

– Olvídalo. Estaba bromeando.

El chino estaba pálido. El tumulto de sus pensamientos se traducía en tics en su rostro.

– Esto es intolerable. Se burla de mí. No comprendo su actitud. -Cogió la cartera y la bolsa de viaje-. Prefiero venir otro día.

Se levantó. Jacques estaba decepcionado: su numerito no le había divertido en absoluto al chino. Decididamente, ese montón de grasa no le interesaba.

– Se me olvidaba… Su correo. -Jimmy balanceó sobre la mesa un gran sobre de papel kraft-. Solicitudes de entrevistas, ofertas de abogados, cartas de amor… -Se echó a reír-. Una auténtica estrella.

Reverdi levantó con dos dedos la solapa del sobre. Todas las cartas estaban abiertas.

– ¿Las has leído?

– Todo el mundo las ha leído. Está en Kanara, no en el Sheraton. -Wong-Fat se secó la cara con una manga. Había empezado a sudar de nuevo-. El director de la cárcel ha pedido un traductor a su embajada para saber más o menos qué dicen. Después, he tenido que comprárselas a los guardias. Es lo establecido.

Jacques sacó algunas cartas.

– Saca de mi cuenta lo que te hayas gastado.

– Ya lo he hecho.

Las direcciones estaban escritas a mano. Observó algunas con más atención: letra redonda, cuidada, letra de mujer. Apoyó las cadenas sobre el paquete y dijo, sin mirar al abogado:

– Gracias. Hasta el próximo día.

14

Una vez en la celda, Reverdi extendió su correspondencia sobre el suelo. Tirando por lo bajo, un centenar de cartas. Una oleada de orgullo lo invadió. Llevaba menos de tres meses encerrado en Kanara y ya le había llegado correo de toda Europa, en especial de Francia. Clasificó cuidadosamente las cartas en tres categorías y a continuación empezó a leerlas.

Primero, los medios de comunicación. Pasó rápidamente por las peticiones de entrevistas. Cuatro cartas de editores completaban el lote: «¿Por qué no escribe sus memorias?». Hojeó más deprisa aún el grupo siguiente: las oficiales. La embajada de Francia le había mandado varias cartas y manifestaba su extrañeza ante su silencio. La institución adjuntaba cartas de abogados franceses, especialistas en derecho internacional, que habían llevado casos más o menos parecidos -europeos encarcelados en el Sudeste Asiático por tráfico de drogas- y le ofrecían sus servicios. Algunos de ellos incluso precisaban que renunciarían a sus honorarios. Sus intenciones estaban claras: defender a Reverdi garantizaba ser, durante el tiempo que durara el juicio, el centro de todas las miradas. Había también cartas de asociaciones humanitarias, que querían asegurarse de que sus condiciones carcelarias eran correctas. Para morirse de risa.

Arrojó aquel batiburrillo a un rincón.

Pasó a las cartas de los particulares. Mucho más estimulantes, fuera cual fuese el registro: odio, solicitud, fascinación, amor… Su lectura le ocupó más de una hora. Fue una nueva decepción. Eran a cuál más estúpida. Los insultos y las palabras bondadosas convergían en la misma mediocridad.

Pero lo que le interesaba era la forma. Lo que se podía leer entre líneas, bajo los giros de las frases. Notaba en cada coma el miedo, la excitación, la atracción. También le gustaban las diferentes letras, el contacto de la mano sobre el papel, la huella de un estremecimiento al final de las palabras. Era como si aquellas mujeres -prácticamente solo había cartas femeninas- le hubieran hablado en susurros al oído. O rozado su piel. Como las hojas de bambú. Cerró los ojos y dejó que el recuerdo lo acariciara. La vegetación. El murmullo. El camino que había que seguir…

Después volvió a empezar desde cero, examinando detalladamente cada una de las cartas a la luz de la débil bombilla. Contaba las faltas de ortografía, los errores de sintaxis. Estaba sorprendido por la banalidad de aquellos textos. E irritado por la familiaridad del tono. Afirmaban odiarlo, compadecerlo o, lo que era peor, comprenderlo y amarlo, pero siempre adoptando un tono muy cercano. Excesivamente cercano.

En ese registro, una carta superaba a las demás. Destacaba por su ingenuidad. La leyó varias veces y detectó en ella un sentimiento ambiguo: desprecio mezclado con ira.


París, 19 de febrero de 2003


Apreciado señor:

Me llamo Élisabeth Bremen. Tengo veinticuatro años y estoy preparando la memoria de un máster en psicología de la facultad de Nanterre (París X) sobre el profiling, ese método que nosotros llamamos «ayuda psicológica en la investigación» y que consiste en identificar el perfil psicológico de un asesino basándose en el análisis de la escena del crimen y de los demás indicios que se encuentran a disposición de los investigadores.

Mientras realizaba el trabajo de campo, sobre todo durante mis encuentros con varios presos, me di cuenta de que el tema de mi memoria era en realidad un pretexto para abordar el que de verdad me interesa: la pulsión criminal.

Así pues, hace unos meses decidí cambiar de tema, centrar mi atención en los propios presos y tratar de establecer su perfil psicológico al margen de toda consideración penal o moral. Incluso confiaba en trazar una especie de «metaperfil», reagrupando sus puntos en común a través de su historia, su personalidad, su modo de operar…

Estaba en ello cuando el pasado 10 de febrero leí los primeros artículos sobre su detención y las circunstancias extraordinarias en que tuvo lugar. En ese momento tomé una decisión: realizar mi memoria exclusivamente sobre usted.

Por supuesto, eso solo será posible si usted está de acuerdo, es decir, si colabora. No puedo emprender ese trabajo si no estoy segura de que aceptará responder a mis preguntas…


Jacques interrumpió la lectura. No solo lo asimilaba fríamente a un asesino en serie, sino que lo hacía en una carta expuesta a todas las miradas antes de que se hubiera celebrado el juicio. La mayoría de los autores de las cartas esparcidas por el suelo hacían algo similar, pero en esta había un candor, una necedad que sobrepasaba todos los límites.

La carta continuaba en el mismo tono varias páginas.


Dado que no dispongo de mucho dinero, desgraciadamente no puedo desplazarme para verlo personalmente, al menos de forma inmediata. Pero ya he ideado un cuestionario que podría permitirnos establecer un primer contacto. Me gustaría enviárselo lo antes posible.


La cosa iba de mal en peor: le pedía sin rodeos que admitiera su culpabilidad. ¿Por qué no una confesión completa? Cautivado por tanta estupidez, prosiguió la lectura:


Comprenda mi modo de proceder: gracias a mis conocimientos en psicología, creo estar en condiciones de comprender lo que otros no han percibido, ni siquiera intuido.

Por lo demás, mediante mis preguntas y los comentarios que le enviaré inmediatamente, puedo hacerle ver más claramente en su interior. Todavía no soy una psicóloga experimentada, pero puedo ayudarle a soportar mejor ciertas verdades…


Reverdi arrugó la hoja de papel; la ira lo invadía en oleadas ardientes. Encerrado allí, se hallaba expuesto a las miradas y a la curiosidad de todos. Prisionero en un zoo, sometido a la contemplación indiscreta y malsana de cualquiera. Cerró los ojos y buscó en su interior algo de calma que le permitiera serenar su cuerpo y su mente.

Cuando hubo recuperado el control de sí mismo, estiró la hoja de papel. Quería llegar hasta el final de ese viaje al fondo de la imbecilidad.

Sorpresa: la última parte era más interesante. De pronto, Jacques advirtió un acierto en el tono que rompía con el discurso pretencioso del principio. La estudiante se arriesgaba a hacer una comparación entre la apnea y los crímenes:


Quizá voy demasiado lejos, y demasiado deprisa, pero percibo…, ¿cómo lo diría?…, una especie de analogía entre los fondos submarinos y las pulsiones sombrías que lo dominan. En los dos casos está la oscuridad, la presión, la adversidad. Pero también, en cierto modo, una barrera de pureza, un límite desconocido…

¿Cómo expresarlo? Intuyo, entre esos actos y esas inmersiones, la misma voluntad de explorar, de superarse. Y sobre todo, el mismo vértigo, la misma tentación irresistible.

Quisiera sentir ese vértigo, experimentarlo a su lado, a fin de coincidir con su punto de vista. No quiero juzgar, sino compartir.

Si tuviera la suerte de que aceptase guiarme, cogerme de la mano para descender con usted bajo la superficie, estaría dispuesta a comprenderlo todo. A ir hasta el final con usted.


Esas palabras unidas no significaban gran cosa, pero Jacques percibía ahí un toque de sinceridad. Esa chica estaba dispuesta a embarcarse, en cuerpo y alma, en un viaje hacia las tinieblas. Incluso advertía, con su instinto de predador, cierta duplicidad entre esas líneas. Ese «mirlo blanco» quizá no era tan puro como parecía.

Olió la hoja manuscrita: estaba perfumada. Una fragancia de mujer. O más bien, de chica que juega a ser mujer. Él habría apostado por Chanel N.° 5. Sí, Élisabeth no quería simplemente pasar miedo; quería excitarlo, seducirlo, y estaba dispuesta a seguirlo hasta su madriguera.

Tiró la carta al suelo y contempló aquel montón de tonterías, de indiscreciones, de faltas de ortografía. Una procesión de cucarachas ya correteaba entre las hojas de papel. En ese momento, las luces de las celdas se apagaron.

Las nueve. Jacques empujó con un pie el montón de cartas y se tendió junto a la pared. La cólera se le había pasado, pero la amargura no. No le importaba morir, pero por primera vez se daba cuenta de que estaba solo, de que nadie lo comprendía y de que su «obra» iba a morir con él.

Una idea subliminal interrumpió sus pensamientos. Un detalle que no lograba identificar lo martilleaba. Se levantó y cogió su linterna. Se la colocó entre los dientes para tener las manos libres y rebuscó entre los papeles. Al cabo de unos segundos encontró la carta de Élisabeth Bremen. Se le había escapado algo, pero ¿qué?

La releyó rápidamente; nada nuevo. Buscó el sobre, miró el interior: vacío. Lo examinó atentamente. En el dorso, vio la dirección del remitente.

Élisabeth Bremen no había escrito sus señas particulares, sino las de una lista de correos en el distrito IX de París.

Ese era el detalle que buscaba. Pese a sus hermosas palabras, pese a su voluntad de acercarse a él, la estudiante había tomado esta medida de precaución. Tenía miedo. Como los demás. Tendía la mano hacia la fiera, pero con moderación.

Jacques apagó la linterna y sonrió en las tinieblas.

Se divertiría un poco.

15

Marc estaba especialmente orgulloso de su carta.

La había concebido, madurado y retocado con esmero. No había una sola palabra, un solo detalle que no hubiera sido objeto de una larga reflexión.

Marc seguía una estrategia: con semejante asesino era impensable utilizar ardides, interrogarlo de una manera indirecta. Jacques Reverdi era un ser dotado de una inteligencia aguda. Un predador de instinto infalible. El único medio de atraer su atención era atacarlo de frente, afectar inocencia y darle la impresión de que era él quien dominaba la situación.

Por eso Marc había ido hasta el fondo en la pretensión de ingenuidad. Al mismo tiempo, al final de la carta había dejado traslucir una ambigüedad. Tal vez Élisabeth no fuera tan idiota, tan opaca como parecía.

Una vez redactado el texto, se había dedicado a la letra utilizando material de sus archivos personales. Se había pasado horas y horas copiando cartas manuscritas de las mujeres que le escribían -recibía muchas en Le Limier-, reproduciendo esas sílabas aplicadas hasta forjarse poco a poco una escritura femenina.

A continuación había comprado un papel de carta bastante caro, con trama, y escogido una estilográfica. Después había decidido añadir un toque personal a su carta: la había perfumado muy discretamente. Al principio había pensado en un perfume juvenil -Anaïs Anaïs, de Cacharel-, pero luego había cambiado de parecer. Élisabeth, de veinticuatro años, no iba a usar una fragancia de adolescente. Optaría, por el contrario, por un perfume de mujer: fuerza, seducción y madurez. Había optado por el N.° 5 de Chanel.

La carta estaba lista; solo faltaba solventar el último punto, crucial: la dirección de la remitente. No podía dar la suya. Había pensado en un apartado de correos, pero le había parecido demasiado impersonal. Se había decidido por la lista de correos.

Los verdaderos problemas habían empezado con la administración de Correos. Debería habérselo imaginado. Siempre había detestado ese organismo, el color amarillo de sus logotipos, sus interminables colas, su sistema de sellos, timbres y collages más digno de un taller de niños que de una empresa del siglo xxi. Así pues, Correos había sido fiel a su divisa: ¿Por qué simplificar las cosas cuando es posible complicarlas?

Imposible hacer un «contrato de reenvío temporal a lista de correos» dando un nombre cualquiera. De hecho, solo podías recibir ese tipo de correo a tu propio nombre. Marc había probado suerte en otra oficina de correos, esta vez contando una mentira: deseaba hacer un «contrato de reenvío» para una amiga que se hallaba inmovilizada a causa de un accidente y domiciliar ese contrato allí, en esa oficina. Iría él mismo a buscar las cartas.

El empleado, escéptico, le había explicado entonces el procedimiento: su amiga debía rellenar una autorización a nombre de él; pero, cuidado, en presencia de un cartero, que actuaría de testigo. Marc creía estar soñando. Tan solo así podría hacerse un contrato de reenvío, pero Marc tendría que presentar, cada vez que fuera, los dos carnets de identidad, el suyo y el de su amiga.

Marc había salido de la oficina atónito, con los formularios en blanco en la mano. Había considerado el problema desde todos los ángulos y llegado a la conclusión de que la única dificultad real era que debía conseguir el pasaporte o el carnet de identidad de una mujer. Después se vería obligado a utilizar ese nombre en sus cartas.

¿Dónde encontrar un documento así? Tenía una sólida experiencia de los robos y las violaciones de domicilio. Recuerdos del Rapiñador. Pero no iba a entrar en un piso al azar. Se le ocurrió ir a una piscina y forzar el vestuario de una bañista previamente localizada. Pero implicar a una persona real en semejante proyecto estaba descartado. Después de todo, se trataba de tender una trampa a un asesino. Se encontraba en un callejón sin salida.

A la mañana siguiente, al despertar, tuvo una iluminación. Debía robar el pasaporte de una turista, de una mujer que estuviera de paso en Francia. Pensó en la Ciudad Universitaria, situada junto a la puerta de Gentilly: la mayor concentración de estudiantes extranjeros en París. Visitó el campus: una aglomeración de arquitecturas diversas que recordaban las grandes exposiciones universales del siglo anterior. Recorrió las galerías con ornamentos latinos, las fachadas de ladrillos, las escalinatas con figuras africanas. ¿Adónde era mejor ir? ¿A un dormitorio? ¿Y en qué momento era preferible actuar? ¿En pleno día?

La idea: los vestuarios de una instalación deportiva.

Encontró el gimnasio de Artes y Oficios, en la zona sur del campus. Un bloque soviético de siete pisos, cuyo sótano albergaba una sala de deporte. Se adentró en el pasillo y, a través de las ventanas enrejadas, vio abajo el espacio forrado de linóleo verde, con rayas blancas pintadas. Golpe de suerte: en ese momento estaban jugando un partido de balonmano… femenino. Encontró los vestuarios; ni siquiera estaban cerrados.

Frente a una hilera de perchas, había unas taquillas metálicas cerradas con candados. Marc había llevado lo necesario. Introdujo un destornillador en la primera asa de metal y la forzó. En la tercera taquilla, tenía su pasaporte: una alemana. Sin embargo, excitado por esas intimidades violadas, esos olores de mujer y esas prendas interiores que encontraba, prosiguió con el saqueo. Descubrió más pasaportes, carnets de estudiante… Debía de ir por la décima taquilla cuando dio con un tesoro. Un golpe de suerte inaudito: un pasaporte sueco de una chica cuyo nombre de pila era… Élisabeth.

Su mano se cerró sobre el documento de color granate. Siguió registrando el bolso y encontró el carnet de estudiante con la dirección de la Ciudad Universitaria. Ni siquiera miró la cara. El nombre era perfecto: Élisabeth Bremen.

Al día siguiente volvió a la segunda oficina de correos, en la calle Hippolyte-Lebas, donde el empleado le había explicado los pasos que tenía que dar. El hombre, un asiático menudo con cola de caballo, hizo una mueca.

– No ha seguido el procedimiento. El cartero tiene que…

Marc no lo dejó acabar la frase; hizo pasar por debajo del cristal el pasaporte y el carnet de estudiante de Élisabeth.

– Vive en la Ciudad Universitaria. Un verdadero laberinto.

– ¿Qué le pasa exactamente? -preguntó el empleado en un tono más conciliador.

– La cadera. Se ha roto la cadera jugando al balonmano.

El hombre meneó la cabeza sin convicción, observando los documentos. Detrás de Marc, la cola se alargaba. El asiático levantó un ojo.

– No comprendo una cosa. Usted quiere recibir el correo de esta chica. De acuerdo, pero ¿por qué no en su casa?

Marc había previsto la objeción. Se acercó al cristal y colocó ostensiblemente la mano izquierda delante de su interlocutor. Se había puesto una alianza en el dedo anular. Un truco que ya utilizaba en su época Rapiñador para inspirar confianza.

– En mi casa es complicado.

– ¿Complicado?

Marc dio tres golpes en el cristal con la alianza. El empleado bajó la vista y pareció comprender.

– Entonces, ¿está todo en orden?

El hombre terminó de rellenar las casillas de los formularios reservadas a la administración.

– Son diecinueve euros.

Marc pagó, notando que el sudor le corría por la espalda. El asiático le dio varios resguardos y dijo:

– Cuando venga a buscar el correo, traiga siempre los documentos de identidad. Si no hay pasaporte, no hay carta. ¿Está claro? Y diríjase a mí; yo soy el responsable de las listas de correos.

Finalmente le guiñó un ojo en señal de complicidad. Una vez en la calle, Marc debería haberse alegrado, pero un fondo de angustia lo atormentaba. Confusamente, temía los acontecimientos que seguirían.


A partir del 1 de marzo, fue a correos todos los días.

Era absurdo. Una carta de París tardaba como mínimo diez días en llegar a Malaisia. Además, la administración penitenciaria debía de almacenar las cartas antes de dárselas a los presos. Y en el caso de que Jacques Reverdi decidiera responderle, habría que contar entre diez y quince días antes de que le llegara la carta. O sea, más de tres semanas, en la versión más optimista. Y él había enviado la carta el 20 de febrero.

Sin embargo, todas las mañanas una fuerza magnética lo arrastraba hacia la calle Hippolyte-Lebas. El empleado de correos (se llamaba Alain y era de origen vietnamita) se había relajado con su visitante. Incluso se permitía algunas bromas. «Buenos días, señorita», decía cuando veía aparecer a Marc. O bien adoptaba un tono policial detrás de la ventanilla y preguntaba: «¿Tiene los papeles?».

Sus pullas sonaban a falso.

Y los días pasaban sin respuesta.


En lo tocante al trabajo, Marc lo hacía sin un celo excesivo. Había cubierto otros sucesos y hablado de varios personajes pintorescos: el estrangulador de Pas-de-Calais, el violador de la CX…

Pero en el periódico la motivación descendía. Las ventas estaban cayendo en picado. Las previsiones de Verghens se confirmaban: la guerra en Irak era inminente y a los lectores solo les preocupaba esa cuenta atrás. En períodos de crisis, el público no siente el mismo deseo de sumergirse en historias violentas y siniestras: la amenaza del presente les basta.

El 9 de marzo, los norteamericanos aún no habían bombardeado Irak.

Marc aún no había recibido ninguna carta.

Esa noche le hizo una visita a Vincent.

A las ocho de la tarde entró en el estudio fotográfico del coloso. El artista se hallaba en plena sesión: fotomontajes para una aprendiz de modelo. Ese era su verdadero fondo comercial. Vincent trabajaba para las agencias o directamente para las modelos, y en este segundo caso cobraba en negro. Un auténtico negocio desde el punto de vista fiscal.

Había creado un estilo de imágenes basado en el flou que causaba furor en las agencias y las revistas. Incluso corría el rumor entre las modelos de que esas fotos daban suerte.

Ese triunfo asombraba a Marc. Lo que había empezado como una broma se había convertido en un filón. A finales de aquel invierno, el de 2003, el gigante, al que había conocido vestido de paracaidista inglés, con la gorra en la mano y los dedos siempre manchados de grasa, se había convertido en uno de los fotógrafos más solicitados de París. Hasta se había comprado un estudio al fondo de una escuela de arquitectura, en la calle Bonaparte, en el distrito VI.

Marc se adentró en la penumbra. De pie detrás de su aparato, en el límite de las luces del plató, Vincent peroraba sobre la mejor manera de «atravesar las apariencias». Ayudantes, peluquera, maquilladora y estilistas lo escuchaban religiosamente mientras una joven andrógina era atrapada por los deslumbrantes focos.

Vincent hizo un gesto explícito: «Se acabó por hoy». Un ayudante se precipitó sobre su aparato y extrajo la película como si se tratara de una sagrada reliquia. Otros corrieron hacia los grupos generadores. Todavía crepitaron unos flashes, emitiendo largos silbidos. Cuando el coloso vio a Marc, abrió los brazos exageradamente.

– ¿Habías desaparecido o qué?

Sin responder, Marc siguió con la mirada a la joven modelo, que se metió en el vestuario.

– Olvídate -dijo Vincent-. No vale la pena… -Señaló una serie de polaroids que estaban sobre la mesa de montaje-: Tengo cosas mucho mejores en el almacén, ¿quieres verlas?

Marc ni siquiera echó un vistazo. Vincent abrió la puerta de un pequeño frigorífico situado al fondo del estudio, junto a la sala de revelado.

– Sigues sin estar de humor, ¿eh?

Se acercó destapando una lata de cerveza. Marc se dio cuenta de que va estaba bebido. El fotógrafo compensaba la falta de adrenalina de su nuevo trabajo con fuertes dosis de alcohol. Por la noche era terrorífico. Resoplando como un buey, apestándole el aliento, te miraba con su único ojo visible, a la vez brillante y congestionado. Sin embargo, fue él quien dijo:

– Tienes mala cara. Vamos, te invito a cenar.

Acabaron en un pequeño restaurante de la calle Mabillon. Un lugar de los que le gustaban a Marc: abarrotado, lleno de humo, ensordecedor. Una burbuja de calor humano donde el guirigay general podía sustituir la conversación. Pero Vincent no se dejaba desbordar por el jaleo: monologaba sobre las perspectivas de su propio futuro, encadenando una cerveza tras otra.

– ¿Te das cuenta? -bramaba-. ¡Dos de mis chicas han pasado directamente a la tarifa cuarenta! Gracias a mis fotos. Lo que yo te diga: el flou es el maná. He decidido hacer también de agente. Hago gratis las primeras fotos y me llevo un porcentaje de los contratos que vengan después. Puedo hacerlo tan bien como las agencias, que de todas formas no hacen nada. Soy un mago. ¡Un verdadero descubridor!

Decía aquello en el tono del seductor que quiere convertirse en proxeneta. Con una sonrisa en los labios, Marc levantó su vaso de agua con gas y miró a Vincent a través de él.

– ¡Por el flou!

El coloso alzó su copa.

– ¡Por las tarifas cuarenta!

Se echaron a reír. En ese momento, Marc solo tenía una cosa en la cabeza: se preguntaba si Élisabeth tenía alguna posibilidad de que Jacques Reverdi le respondiera.

16

– Esto viene de Malaisia.

El vietnamita, con una sonrisa radiante, deslizó un sobre por debajo de la pared de plexiglás. Marc lo cogió y tuvo que morderse los labios para no gritar. La carta estaba arrugada, tachada, había sido abierta y cerrada de nuevo, pero era lo que él esperaba: una respuesta de Jacques Reverdi.

Cuando vio, bajo los sellos y los borrones de la administración, la escritura inclinada, regular, formando el nombre de Elisabeth Bremen, notó que su ritmo cardíaco se alteraba, invadía su pecho. Saludó brevemente a Alain y se fue corriendo a su estudio.

Allí, cerró la puerta con llave, corrió las cortinas de los ventanales y se sentó tras su mesa. Encendió una lamparita halógena y se puso unos guantes de algodón de los que se utilizan para manipular los negativos fotográficos. Finalmente, abrió el sobre con un cúter y luego, con precaución, como si cogiera un insecto raro que pudiera desmenuzarse, sacó la carta. Una simple hoja de papel cuadriculado, doblada en cuatro.

La desplegó sobre la mesa y, con el corazón palpitante, empezó a leer.


Kanara, 28 de febrero de 2003


Querida Élisabeth:

Una estancia en la cárcel siempre es una dura prueba: promiscuidad entre los criminales, aburrimiento mortal, humillaciones y, por supuesto, sufrimiento por el encierro. Las distracciones son bastante raras. Por eso deseo agradecerle su carta, tan entusiasta y tan explícita.

Hacía mucho tiempo que no me había reído tanto.

La cito: «Gracias a mis conocimientos en psicología, creo estar en condiciones de comprender lo que otros no han percibido, ni siquiera intuido». Y también: «Mediante mis preguntas y los comentarios que le enviaré inmediatamente, puedo hacerle ver más claramente en su interior».

Élisabeth, ¿sabe a quién le ha escrito? ¿Cree por un solo instante que necesito a alguien para ver «claramente en mi interior»?

Pero, ante todo, ¿ha pensado en las implicaciones de su carta? Se dirige a mí como si fuera un asesino cuyos crímenes estuvieran probados. Olvida un detalle: todavía no me han juzgado. Mi juicio aún no se ha celebrado y, que yo sepa, mi culpabilidad está por demostrar.

Le recuerdo que en la cárcel abren todas las cartas, las leen y las fotocopian. Tiene tal desfachatez, manifiesta tanta seguridad cuando describe mis «pulsiones sombrías» y mi «psicología» que parece poseer elementos determinantes sobre mi culpabilidad. Su carta constituye, pues, una presunción suplementaria contra mí.

Pero eso no es lo importante.

Lo importante es su arrogancia. Se dirige a mí como si fuera a responderle sin la menor vacilación. Infórmese: no he concedido una entrevista desde hace años. No he dado la más mínima explicación a nadie. ¿De dónde saca sus certezas? ¿Por qué supone que voy a responder a las preguntas de una estudiante que pretende analizarme?

Además, ¿qué sabe exactamente de mí? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Periódicos? ¿Documentales? ¿Libros escritos por otros? ¿Cómo es posible comprender una personalidad siguiendo tales caminos?

En cuanto a sus comparaciones entre la apnea y mis «pulsiones», sepa que tan solo yo escojo mi absoluto y que todo eso es inaccesible a los demás seres humanos.

Élisabeth, por favor, haga de psicóloga con los jóvenes delincuentes de Fresnes o de Fleury-Mérogis. Asociaciones especializadas la pondrán en contacto con presos a su medida, dignos de sus pequeños «trabajos prácticos».

No quiero volver a recibir una carta de ese tipo. Se lo repito: una estancia en la cárcel es una dura prueba. Lo bastante penosa de por sí para no tener que sufrir, por añadidura, los insultos de una parisina pretenciosa.

Élisabeth, adiós. Espero no volver a leer pronto una carta suya.


Jacques Reverdi


Marc permaneció inmóvil un buen rato. Observaba la hoja cuadriculada. Ahora parecía un puño que se hubiera estrellado contra su nariz. Con la fuerza de un búfalo.

Había recibido un buen vapuleo. Sin embargo, su cabeza se hallaba en plena ebullición. Sus pensamientos chocaban unos contra otros, seguían trayectorias diferentes, eran como unos fuegos artificiales de ideas contradictorias.

¿Qué significaba esa carta? ¿De verdad había fracasado? ¿Era la primera y última respuesta que recibiría de Reverdi? ¿O, por el contrario, bajo las palabras, bajo los insultos, había una esperanza?

Volvió a leerla. Varias veces. Finalmente, decidió que aquella misiva era una victoria. Algunas señales discretas, implícitas en el texto, lo alentaban. Se había equivocado en la forma, de acuerdo, pero el asesino no le cerraba la puerta.


Además, ¿qué sabe exactamente de mí? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Periódicos? ¿Documentales? ¿Libros escritos por otros? ¿Cómo es posible comprender una personalidad siguiendo tales caminos?


Marc se sentía tentado de traducir: «Si quiere saber la verdad, remóntese a los orígenes. Hágame las preguntas adecuadas». Sin duda pecaba de optimismo, pero se negaba a admitir que Reverdi se hubiera tomado la molestia de escribir a Élisabeth simplemente para insultarla. Entre líneas, el submarinista ponía algunos cebos:


… sepa que tan solo yo escojo mi absoluto y que todo eso es inaccesible a los demás seres humanos.


El hombre no decía: «Soy inocente». Decía: «Usted no lo entiende». ¿No era eso una forma de atizar su curiosidad? Marc sentía escalofríos. Siempre había estado convencido de que Jacques Reverdi no era un simple asesino en serie, un «asesino compulsivo», como lo describía Erich Schrecker.

En los crímenes había una coherencia.

Una búsqueda.

Sonrisa. Sí, decididamente, había dado en el clavo. Su ataque frontal había irritado al criminal, pero le había hecho reaccionar. Y esa carta era una invitación a ahondar, a preguntar, a ir más allá de las apariencias.

Marc, sin quitarse los guantes de algodón, cogió un paquete de papel de carta y la estilográfica que reservaba para Élisabeth. Había que contestar enseguida. Con el ímpetu de la emoción. Élisabeth debía explicarle que podía cambiar de método, que podía, simplemente, escucharlo, comprender, dejarse guiar…

Pero primero, mea culpa.

17

París, lunes 10 de marzo de 2003


Querido Jacques:

Acabo de recibir su carta. Estoy apesadumbrada. ¿Me perdonará mi torpeza? ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Jamás querría perjudicarlo, y menos aún ofenderlo.

No había pensado en el problema de las cartas abiertas. Debo confesar que desconozco por completo las normas y los procedimientos vigentes en las prisiones malayas. Siento muchísimo que, por mi manera de expresarme, pareciera que doy crédito a unos hechos que no están ni probados ni demostrados. También en esto confieso mi ignorancia: no sé exactamente cómo va la investigación. Mis conocimientos se limitan a lo que he leído en la prensa francesa.

Perdón, perdón, perdón… En ningún caso quisiera agravar su situación frente a la justicia.

Pero déjeme explicarle las razones profundas de mi petición. Yo ya lo conocía mucho antes de los acontecimientos de Malaisia… y los de Camboya. Lo conocía desde la época de sus hazañas deportivas. La inmersión en apnea me apasiona; cuando tenía ocho años, veía una y otra vez El gran azul. Pasaba horas imaginando lo que puede ser la sensación de las profundidades. Lo que se puede experimentar descendiendo, sin respirar, mucho más allá de los límites del hombre. En esa época, su nombre ya figuraba en primer lugar en mi pequeño panteón íntimo.

Actualmente lo acusan de asesinato. Usted no desea hablar de ello y yo respeto su silencio. Pero no por eso su personalidad es menos extraordinaria. Paradójicamente, los actos de los que ahora es sospechoso están tan alejados de sus proezas deportivas, de su imagen de sabiduría y de paz, que esta situación refuerza más mi interés por usted. Ese vínculo hipotético entre el azul profundo y el negro total, ese recorrido imposible entre el bien y el mal me produce vértigo. Sea cual sea la verdad, el arco de su destino es grandioso.

Esto es lo que espero o, mejor dicho, lo que no me atrevo a esperar: que me ofrezca algunos recuerdos personales, que me cuente cosas que le interesan. Las que sean. Emociones submarinas, recuerdos de infancia, anécdotas sobre Kanara… Lo que quiera, con tal de que esas palabras marquen el inicio de un intercambio.

Nada le obliga a escribirme y no tengo más argumentos para convencerlo. Pero estoy segura de una cosa: yo podría ser para usted un oído amigo, cómplice, atento. Ya no hablo de la estudiante de psicología. Hablo simplemente de una chica que le admira.

No olvide nunca que estoy dispuesta a escuchar cualquier cosa. Será usted quien establezca los límites, las fronteras de nuestra relación.

Abismos los hay de todo tipo.

Y todos me interesan.

En espera -impaciente- de leer…


Élisabeth


Cuando acabó de escribir la carta, Marc estaba sudando.

Tenía literalmente las manos fundidas dentro de los guantes. Había redactado el texto varias veces, presionando la pluma con los dedos, siempre con el mismo apasionamiento. Era la letra lo que no acababa de quedar bien. Ahora ya tenía la carta manuscrita: puro Élisabeth. Al releerla, se percató de que el tono era enfático, sentimental. Quizá debería reflexionar antes de mandarla. Al final decidió dejarla tal cual. Era una reacción en caliente. Y Reverdi notaría esa espontaneidad.

Estaba oscureciendo. Eran más de las cinco de la tarde. Se le había pasado el día sin enterarse. No había oído el teléfono ni pensado en el mundo exterior. Ahora que la oscuridad invadía el estudio, le parecía que unas aguas negras lo cubrían a él también. Un malestar que estaba empezando a notar: durante esas pocas horas, había sido realmente Élisabeth.

Un café, eso era lo que necesitaba. Escogió uno italiano muy denso y puso en marcha su pequeña fábrica cromada. Aspiró, reconfortado, el aroma amargo del exprés. Saboreaba por anticipado esa quemazón concentrada que iba a deslizarse hasta el fondo de sus entrañas… y a sacarlo de su trance.

Tomó uno e inmediatamente después preparó otro. Con la taza en la mano, volvió a sentarse, más tranquilo, y contempló aquellas líneas escritas por la mano de una mujer que no existía. El sudor había traspasado los guantes. El papel estaba combado. Mejor. Reverdi advertiría también ese detalle. Imaginaría la excitación de Élisabeth. O quizá imaginara lágrimas. Tampoco estaba mal… Marc se preguntó si debía perfumar esa carta. No. Ya no estaban en la etapa de la seducción, sino en la del apremio.

Cerró el sobre, se puso la chaqueta y cogió las llaves y la carta; tenía que moverse antes de que la oficina de correos cerrara. Había decidido mandar la carta urgente. Le daba igual si el envío parecía precipitado. Le daba igual si el sello de «urgente» en el sobre atraía la atención de los vigilantes de Kanara. No podía esperar un mes la llegada de la respuesta…, si es que había respuesta.

No tomó el camino de la calle Hippolyte-Lebas; no quería encontrarse con Alain. Optó por la oficina de la calle Saint-Lazare, pasado el distrito IX. Al entrar, contuvo la respiración. Como le había sucedido la primera vez, al mandar esta carta tenía la impresión de sumergirse en lo desconocido. Pero en esta ocasión estaba pasando a otro nivel de compresión, hacia las capas oscuras de las aguas heladas.

18

Gosok kuat sikit! (¡Frota más fuerte!)

Jacques Reverdi estaba de rodillas bajo el sol. Armado con un cepillo metálico y un cubo de agua con lejía, intentaba borrar lo imborrable: el rastro de sudor humano, de mugre impregnada en una de las paredes del patio. Huellas incrustadas en el cemento, tan profundamente como si fueran fósiles. Pese a sus esfuerzos, no conseguía atenuar las manchas. Habría sido necesario rascar, lijar, atacar la piedra con una pulidora.

Por encima de su cabeza, Raman lo observaba. Con los pies separados y las manos cerradas sobre el cinturón. El hombre mascullaba insultos entre dientes, prometiendo que la porra iba a hacer muy pronto realidad sus palabras.

Reverdi se mostraba indiferente. Ni el dolor físico ni los insultos le afectaban. Pensaba en un trozo de vidrio. Las palabras y los golpes lo atravesaban como la luz atraviesa un cristal. En esos momentos se transformaba en prisma y descomponía el espectro de sus propias reacciones, eliminaba las que podrían debilitarlo: vergüenza, dolor, miedo…

Celaka punya mat salleh! (¡Bastardo blanco!)

Una patada lo alcanzó en el costado. La piel le ardía de tal modo que apenas notó ese dolor suplementario. Otro golpe se perdió en el sufrimiento del aire. Reverdi lanzó una breve mirada por encima de él. Raman se había puesto a caminar de nuevo arriba y abajo. Apretó los dientes, volvió a coger el cepillo y trazó mentalmente el retrato del hombre al que intentaba evitar desde su llegada a Kanara.

Abdallah Madhuban Raman, cincuenta y dos años, padre de cinco hijos, musulmán rigorista, quintaesencia pura de autoridad y de sadismo. En la penitenciaría de Camboya, Reverdi había conocido a funcionarios de la crueldad. Vigilantes que habían integrado la brutalidad como uno de los deberes de su función. Raman no tenía nada que ver con esa versión moderada del guardia. Al malayo le excitaba el sufrimiento. Le hacía vibrar. Era un psicópata puro, más peligroso que todos los asesinos de Kanara juntos.

Era malayo, pero por sus venas corría también sangre tamil. Tenía el rostro negro, perforado por grandes fosas nasales que recordaban el hocico de un toro. Sus ojos eran todavía más negros y su cara aplastada, marcada por profundas arrugas, evocaba la de un aborigen de Australia.

El cabrón medía cerca de un metro ochenta y cinco, una estatura excepcional en Malaisia, y llevaba permanentemente, pese al calor, una chaqueta oscura con galones, ceñida en la cintura. En el cinturón lucía una batería de amenazas: pistola, porra eléctrica, bomba lacrimógena, llaves… Contaban que le había sacado un ojo a un preso con la llave que abría la última puerta, la que daba al exterior.

Practicante fanático, miembro de la secta prohibida al-Arqam, Raman era también un homosexual en perpetua ebullición. Éric se lo había dicho, pero su apetito superaba las peores previsiones. El malnacido solo pensaba en el culo. Estaba rodeado de un clan hecho a su medida: guardias de la misma inclinación sexual, amantes de la musculación y de los deportes de combate. Sodomitas duros a los que les gustaba torturar y dar palizas, y a quienes Raman «pagaba» con carne fresca. Todos los presos estaban obsesionados con los gritos que salían de las duchas a última hora de la tarde. Pero Éric se equivocaba: no violaban a las víctimas. Los molían a palos hasta que se desvanecían. Entonces, los guardias follaban entre ellos, embriagados por el olor de la sangre.

En esos momentos, el jefe de los torturadores salía el primero del edificio maldito, titubeando, cegado por el sol y el remordimiento. Todos lo observaban de lejos, aterrorizados, temiendo otras represalias.

– ¡Para! -ordenó Raman a su espalda-. Se acabó por hoy.

Jacques siempre había sabido que su posición de estrella occidental le permitiría gozar de un trato de favor. La tarea de esa mañana marcaba el comienzo de los festejos.

– Mañana limpiarás otra pared -prosiguió el guardia, acercándose-. Y así sucesivamente. -Paseó su mirada de carbón por el patio-. ¡No quiero ver ni una mancha de sudor en estas putas paredes!

Reverdi se puso de pie y buscó los ojos del guardia.

– Acabas de perder un punto, muchacho -le susurró en malayo.

Raman desenfundó la porra y golpeó el torso desnudo de Reverdi. Este tuvo el tiempo justo de doblar los brazos para protegerse las costillas.

– ¡El que cuenta los puntos aquí soy yo!

Reverdi no bajó la mirada. Raman levantó de nuevo la porra, pero de pronto sonrió, mostrando sus dientes blanquísimos, como si se le acabara de ocurrir una crueldad mejor.

– El día que te cuelguen, escoria, ya no podrás mirar a nadie con esos ojos. Te pondrán una capucha en la cabeza y eso será lo último que sentirás.

Jacques meneó lentamente la cabeza.

– ¿Sabes que los ahorcados se empalman como cabrones? Por fin podrás chupármela, encanto.

La porra se abatió de nuevo. Reverdi se puso de lado en el último momento y recibió el golpe en el hueco de la espalda. Su clavícula izquierda crujió. El dolor lo atravesó oblicuamente para rebotar en el omóplato. Retrocedió, se tambaleó, pero no cayó. Con lágrimas en los ojos, arrojó la brocha al cubo afectando una actitud indolente.

– Te juro que, cuando me vaya de aquí, tu autoridad no será la misma.

Raman acercó el pulgar al interruptor eléctrico de la porra, pero no llegó a presionarlo. Los demás presos se acercaban. Todos los ojos estaban clavados en ellos. En el ambiente vibraba una esperanza confusa. Todos esperaban un duelo en la cumbre entre los dos hombres, dos gigantes, el blanco y el negro.

Pero el guardia no estaba tan loco para correr semejante riesgo. Enfundó la porra y dio media vuelta sin pronunciar palabra. Caminaba a un paso tan brusco, tan mecánico que parecía cojear. El calor blanco deformaba su silueta a medida que se alejaba.


Las once de la mañana.

Jacques sentía el mismo dolor cada vez que levantaba las halteras. ¿Tenía la clavícula rota o no? A modo de respuesta, levantó los bloques. Quería borrar ese sufrimiento con el que se infligía a sí mismo torturándose los músculos.

Una voz lo llamó. Reverdi se detuvo en seco, tendido en el banco con los brazos doblados. Se preguntó quién podía atreverse a molestarlo en un momento semejante. Bloqueó los músculos, dejó lentamente las pesas sobre su soporte y se levantó, chorreando de sudor.

El tengku.

Reverdi debería haberse imaginado que se trataba de él. Solo ese chaval era lo bastante inconsciente para interrumpirlo en pleno ejercicio físico. En malayo, tengku designa una posición real, un vínculo de parentesco, aunque sea lejano, con uno de los nueve sultanes del país. Hajjah Elahe Numah pertenecía a la familia del sultán de Perak. Estaba encerrado en Kanara por tráfico de estupefacientes. Lo habían pillado con cuatrocientos gramos de heroína. En general, un miembro de una familia real no acababa nunca en la cárcel; una simple llamada telefónica resolvía el asunto. Pero esta vez el padre había querido dar una lección a su hijo dejándolo pudrirse unos meses en Kanara. Una manera brutal de hacer que se le pasaran las ganas de drogarse.

– ¿Te molesto? -preguntó en inglés.

Reverdi cogió su camiseta sin responder. Al ponérsela notó otro latigazo de dolor. Estaba seguro de que tenía la clavícula rota. Mierda.

Hajjah se sentó frente a él, sobre el cemento caliente. Era un joven gracioso, de cuello largo y piel cobriza. Estaba diplomado por varias universidades inglesas, pero tenía el cerebro machacado por la droga. Sus ojos, saltones como los de un sapo, miraban fijamente. Parecían escrutar un lado invisible del mundo.

– ¿Qué quieres?

– Quisiera…

El tengku hizo una pausa dubitativa.

– Suelta lo que tengas que soltar.

Reverdi no podía admitir que una parte de sí mismo estuviera rota, deteriorada. Ya se veía con un brazo en cabestrillo. Hajjah se decidió por fin a hablar:

– ¿Cuánto pedirías por protegerme?

– ¿Protegerte? ¿De quién?

– De los chinos. De los filipinos.

– ¿Por qué habrían de molestarte los chinos? Tú eres su mejor cliente.

La decisión del padre de Hajjah no había sido acertada para lograr el objetivo deseado. En cuestión de droga, el aristócrata estaba en la gloria en Kanara, sobre todo porque su madre le mandaba a escondidas pequeñas fortunas.

– Tengo… tengo un presentimiento. Esto no va a durar.

– ¿Porqué?

– Si mi padre descubre lo que me da mi madre…

Hajjah se interrumpió a mitad de la frase. Siempre daba la impresión de que se tragaba las últimas palabras en lugar de pronunciarlas. Reverdi notó que lo invadía una sensación de asco: ese toxicómano le recordaba Ipoh y sus zombis atiborrados de fármacos.

– Si dejas de tener dinero, ¿cómo podrás pagarme?

– Podría… Bueno…, podría ser tu…

Hajjah bajó los ojos. Reverdi comprendió su incomodidad. Se levantó del banco.

– No eres mi tipo, cielo. Si te protejo, no será ni por el culo ni por el dinero.

– ¿Por qué entonces?

– Porque decida hacerlo. Así de sencillo. Lárgate.

El hijo de papá le dirigió una mirada despreciativa sin moverse. Pese a su peso pluma, pese a su fragilidad, continuaba comportándose allí como un aristócrata.

– ¡Te digo que te largues! -repitió Reverdi, levantando la voz.

El toxicómano se marchó correteando sobre el asfalto como un ratón de frágiles patas.

La sirena de la llamada sonó. Las once y media. En ese momento comprendió la razón de su mal humor. No era el idiota malayo, ni tampoco su clavícula rota. Ni siquiera la amenaza que se estrechaba a su alrededor en la cárcel. No, era la chica. Elisabeth. Eso era lo que le preocupaba.

A su pesar, esperaba una carta de ella. Jimmy tenía que ir ese día a verlo y le angustiaba pensar que no le llevara nada. Esa dependencia lo humillaba. ¿Cómo podía estar enganchado a una tontería semejante?


Jimmy parecía especialmente en forma. Ponía toda su pasión en ese caso y siempre parecía esperar, a cambio, algunas manifestaciones de complicidad por parte de su «cliente». Antes de que Jacques estuviera encadenado al suelo, anunció:

– La semana ha sido muy positiva. Los pescadores han renunciado a declarar en su contra. En realidad, les he propuesto un trato: si ellos no testifican, usted no se querella contra ellos. El intento de homicidio queda olvidado. Es un acuerdo favorable para todo el mundo.

Jacques lo dejó hablar y recrearse en su propia satisfacción.

– Eso no es todo. He descubierto que hubo un grave error de procedimiento cuando lo detuvieron. Con el barullo, la policía no hizo constar por escrito las condiciones en las que se le pidió la identificación. Además, usted no dijo nada en el puesto central. Eso es un hecho determinante para la ley malaya. En el atestado, usted simplemente no existe. He consultado la jurisprudencia y…

– ¿Tienes cartas?

Volvió a su madriguera.

A la hora de la comida, las duchas estaban desiertas. Recorrió los lavabos y se metió en uno de los retretes, como un colegial que se esconde para fumar.

El volumen de su correspondencia casi se había duplicado, pero él solo había cogido una carta. Había reconocido la letra al primer golpe de vista. Las formas redondas de las vocales, las altas curvas de las eles y las bes. Élisabeth había mandado la carta urgente. La impaciencia era, por lo tanto, igual de manifiesta en el otro extremo de la cadena.

La primera lectura solo duró unos segundos, pero le hizo desplegar una sonrisa que permaneció en sus labios. No se había equivocado. Iba a divertirse con esa chica. En esencia, Élisabeth le pedía perdón y le aseguraba que estaba dispuesta a escuchar lo que fuera: «Abismos los hay de toda clase. Y todos me interesan».

Estuvo a punto de echarse a reír.

Había una cosa que esa tontaina no había entendido.

No era él quien iba a confesarse, sino ella.

19

Jadiya sabía que se trataba de un sueño.

Pero, mientras duraba el sueño, vivía la escena como si fuera un recuerdo.

Estaba delante de una puerta cerrada. Un miserable tablero de contrachapado que podría haber sido derribado empujando con el hombro. Sin embargo, ella la consideraba un portal sagrado, un umbral prohibido que difundía un calor misterioso. Jadiya oía, detrás de la puerta, el crepitar del fuego. Seco, limpio, como el que producen las ramas de acacia en una chimenea.

Se acercó más. En ese momento, la puerta cedió, como si hubiera sido aspirada hacia el interior. Un soplo ardiente le devoró la cara. Una bomba roja que le azotó los ojos pero no la quemó.

Descubrió la habitación incendiada. Cercada por las llamas. Torbellinos de humo brotaban del suelo. Caían jirones de papel pintado. En ese naufragio, todos los objetos parecían arrastrados, aspirados por mandíbulas temblorosas: lámpara de mesilla de noche, mantas, ropa… Jadiya dio un paso adelante y frunció los ojos para distinguir mejor las formas del fondo de la cama.

El hombre sentado era su padre. Se hubiera dicho que esperaba a un médico. O a un enterrador. Estaba ardiendo y su piel despedía miasmas oscuros. Parecía reflexionar, concentrado, cuando su rostro no era más que un crepitar negro. Viéndolo, Jadiya experimentaba temor, desasosiego, pero nada semejante al terror que debería haber sentido. Era una especie de nerviosismo, como en el momento de subir a un estrado para recoger un premio.

Una voz le susurró: «No tengas miedo. Quiere decirte algo». Ella se volvió y vio que el personaje que le hablaba estaba también ardiendo. Tenía la cabeza rapada e iba vestido con una toga. Lo reconoció: era el bonzo de una foto famosa, que se había inmolado en Vietnam y se había consumido en la calle, en la posición del loto. Ahora estaba de pie, pero seguía igual de calvo y envuelto en llamas. Sus ojos ya no tenían pupilas, mientras que sus dientes, blanquísimos, se negaban a arder. El bonzo apoyó una mano en el hombro de Jadiya. Ese contacto la tranquilizó. Como ya no tenía miedo, se dirigió hacia la cama y se percató de que caminaba sobre un mar rojo que se desplazaba bajo sus pies.

Se sentó frente a su padre como si lo hiciera junto a la cama de un convaleciente. Pero entonces él la miró con crueldad. Dos cráteres volcánicos ocupaban el lugar de sus ojos.

– Tengo arena dentro del cerebro.

Jadiya retrocedió. El hombre se puso a rugir mientras brotaban llamas de sus labios.

– Tengo arena dentro del cerebro. ¡La culpa es tuya!

Abrió un brazo, negro y duro como la rama de un árbol calcinado. Jadiya vio la jeringuilla clavada en la sangradura del brazo. Esa imagen era la más absurda de todas: su padre no se pinchaba en el brazo desde hacía años.

– La culpa es tuya -repetía. Su voz crepitaba, pero, como en el caso del bonzo, el esmalte de sus dientes permanecía intacto-. ¡No has limpiado el algodón!

Jadiya se levantó, horrorizada. La voz rechinaba:

– Había arena. Había arena en el algodón. ¡La culpa es tuya!

Jadiya trató de justificarse, pero un algodón ardiendo le tapó la boca. La voz seguía silbando entre el crepitar del fuego: «¡La culpa es tuya!». Ella intentó de nuevo contestar, pero el algodón le quemaba y la asfixiaba a la vez. Sus palabras no atravesaban el umbral de su conciencia. «No es verdad… He hecho lo mismo que siempre… Lo he limpiado todo…»

Jadiya se despertó sobresaltada.

La almohada estaba empapada de sudor y de lágrimas.

Aún notaba el olor a quemado en la garganta y no acababa de tener la mente clara. Estiró un brazo fuera de la cama y sintió el frescor de las baldosas bajo los dedos. Ese contacto la devolvió a la realidad. Se incorporó, procurando no golpearse la cabeza contra el techo abuhardillado. Su habitación era minúscula, apenas cinco metros cuadrados. No había allí nada a su medida.

Se frotó los ojos para recuperar la lucidez. El humo se desvaneció. Las imágenes de llamas desaparecieron. ¿Cuántos años más tendría que soportar esa pesadilla? ¿Cuánto tiempo viviría con ese remordimiento absurdo?

Echó un vistazo al despertador: las tres de la madrugada. No conseguiría volver a dormirse. Se tumbó de nuevo, notando que las náuseas la invadían.

A medida que recobraba la razón, una certeza tomaba forma: tenía que convertirse en modelo. Alejarse de sus orígenes de mierda. Dejar ese cuarto de criada. Acceder al verdadero confort. Gracias al dinero, gracias al ascenso social, lograría escapar de su pasado, de sus pesadillas.

Sonrió en la oscuridad.

Era una idea típica de pobre: pensar que el dinero podía borrarlo todo.

Pensó en sus últimos castings. Un fracaso tras otro. Sin embargo, su agencia le aseguraba que debía perseverar: su físico tenía «potencial». Entonces, ¿por qué no la escogían nunca? Oyó la voz del imbécil de la gorra neoyorquina decirle: «Tu book parece el catálogo de La Redoute».

Había que hacer fotos más modernas. Se lo había dicho al director de la agencia, pero este se negaba a pagar ni una más. Entonces, ¿qué?

Seguía teniendo náuseas que le hacían sentir el cuerpo y la mente pesados.

Se incorporó apoyándose en un codo y tomó una decisión. Pagaría ella misma las fotos. Volvería a su trabajo en la cafetería de Casino, en Cachan. A pesar del olor a grasa quemada. A pesar del cocinero mandón. A pesar de la chusma que la observaba a través del cristal del self-service como si fuera un plato más.

Salió de la cama, agachada bajo el techo.

Primero, vomitar.

Después, esperar a que se hiciera de día para encontrar trabajo.

20

Marc no prestaba ninguna atención a la guerra de Irak.

Desde el 20 de marzo, los disparos de misiles estadounidenses arreciaban en Bagdad y a él aquello no le daba ni frío ni calor. Una picadura de mosquito en el lomo de un rinoceronte. Su única preocupación era saber si ese conflicto influía, de uno u otro modo, en el tráfico del correo internacional. Llevaba dos semanas esperando, perdido en conjeturas, imaginando el recorrido de la carta de Reverdi, preguntándose todavía si no pecaba de exceso de optimismo. Quizá el asesino no tenía ningunas ganas de escribir a Élisabeth.

Mientras esperaba, Marc seguía estudiando una y otra vez la información que había recopilado. Y permanecía atento al caso de Papan. Pero parecía cerrado. Desde el comienzo del conflicto, en Malaisia nadie se preocupaba ya de Reverdi. Todas las mañanas consultaba en la red los periódicos de Kuala Lumpur, leía los despachos de las agencias, llamaba a la embajada de Francia. Y siempre le respondían como si estuviera loco, como si se hubiera equivocado de espacio-tiempo. ¿No había oído hablar de la guerra? El único punto positivo era que había conseguido por fin el nombre del abogado de Jacques Reverdi: Jimmy Wong-Fat. Sin embargo, no había recibido ninguna respuesta a las peticiones que había enviado.

Entretanto, Le Limier funcionaba al ralenti. Las ventas habían alcanzado su nivel más bajo y sus periodistas estaban en hibernación. En ese aletargamiento, Marc vivía al ritmo de su paseo matinal hacia la calle Hippolyte-Lebas. Alain lo recibía con una sonrisa en los labios y siempre lo obsequiaba con una broma nueva. Sin embargo, parecía haber advertido que había «gato encerrado», una apuesta personal en esa historia. Marc se marchaba todas las mañanas cabizbajo y el vietnamita empezaba a mirarlo con compasión. Incluso sus pullas se tornaban más suaves, más alentadoras.

Hasta el sábado 29 de marzo.

Ese día le entregó otra carta por debajo del cristal.


Kanara, 19 de marzo de 2003


Querida Élisabeth:

No tengo fama de ser blando de corazón. Sin embargo, su carta me ha conmovido. De verdad. He percibido en ella un arrebato de sinceridad, una espontaneidad que me ha emocionado. He constatado que ha abandonado la pobre jerga de los psicólogos y que ha renunciado a toda actitud pretenciosa.

Ese nuevo tono me ha gustado, porque es razonable.

Élisabeth, si quiere establecer una relación franca conmigo, debe convencerme de que esa sinceridad es real. Solo entonces podría quizá abrirme yo también. Y escribirle como a una amiga.

Si quiere obtener algo de mí, primero debe darme algo usted. Debe hacerme confidencias.

Soy un submarinista. No puedo considerar una relación -aunque sea por carta, aunque sea aquí, en esta prisión- sino en términos de profundidad. En el fondo de usted será donde lea la verdad de nuestro intercambio. Sumergiéndome bajo su carne será como llegue a saber si puedo escucharla, acercarme a usted.

¿Acepta abrirse? Espero su respuesta. Nuestro futuro está en sus manos. Usted es quien determinará la naturaleza de nuestra inmersión.

Hasta pronto,


Jacques Reverdi


Como la primera vez, Marc se quedó petrificado.

Pero en esta ocasión su estupor era de otra naturaleza. No daba crédito al alcance de su victoria. Jamás hubiera podido imaginar un giro tan radical en un plazo tan corto. ¿Era una trampa? Pero ¿de qué clase de trampa podía tratarse? ¿Y para atrapar qué?

No. El cambio de tono era una compensación, no había más. El predador había percibido la sinceridad de la segunda carta. A ello se sumaban el aburrimiento, la soledad y la crueldad de la cárcel. En semejante contexto, incluso alguien como Reverdi debía de ser más sensible a las tentaciones exteriores.

Sin quitarse los guantes, Marc cogió el rotulador y el bloc que utilizaba para los borradores. Su respuesta se resumía en dos palabras: «Por supuesto». Haría todas las Confidencias que el asesino exigiera.

Mientras redactaba la carta, Marc temblaba de excitación. Si continuaba así, si no cometía errores, obtendría verdaderas confesiones, estaba seguro. En el umbral de la muerte, el asesino se lo diría todo. Tal vez entonces comprendería la pulsión criminal. Contemplaría el destello negro.

Al cabo, de treinta minutos había acabado el texto. La redacción, de mano de Élisabeth, le llevó otra media hora. Iba mejorando en todos los aspectos: concepción del mensaje, redacción manuscrita… Al igual que las dos primeras veces, hizo una copia con el fax. Archivos personales. Después miró el reloj: las once y media.

Fue corriendo a la oficina de la calle Saint-Lazare. Era sábado y cercaban a las doce. Por el camino, un pasaje inquietante de la carta de Reverdi le vino a la mente y enturbió su alegría: «Sumergiéndome bajo su carne será como llegue a saber si puedo escucharla, acercarme a usted». Cuando un hombre normal y corriente te escribe eso, suena raro. Pero cuando se trata de un asesino capaz de clavar veintisiete veces el cuchillo en el cuerpo de una mujer, hay motivos para tomarse la frase al pie de la letra.

Marc se hizo a sí mismo entrar en razón. El monstruo estaba entre rejas. Al cabo de unos meses, sería ejecutado. Hasta entonces, Marc debía jugar con tiento y arrancarle su secreto.

Al cruzar la puerta de la oficina de correos, se sentía de nuevo ligero. Cuando deslizó la carta por debajo del cristal y dijo «urgente», incluso lo invadió una especie de embriaguez. Estaba sobrepasando otro límite. Sometiéndose a otra presión, exponiéndose a otros riesgos.

– ¿Ha dicho algo? -preguntó la empleada.

Marc negó con la cabeza, pero sus labios lo habían traicionado. Al pensar en su inmersión, había murmurado: «Cuidado con el riesgo de síncope».

21

Miércoles 2 de abril de 2003, comedor de la prisión de Kanara.

Desde hacía dos semanas, veían imágenes televisadas, nocturnas, abstractas, de la nueva guerra del Golfo. Pétalos de luz. Ramilletes de azufre. Regueros de fuego sobre un fondo de noche verdusca. Con comentarios proiraquíes que se limitaban a la solidaridad natural entre musulmanes. En la cárcel, esos acontecimientos adquirían una importancia lejana y vaga. No interesaban a nadie.

Pero esa noche era diferente.

Las imágenes difundidas resultaban mucho más cercanas.

Y angustiosas.

Un hombre con una mascarilla cubriéndole la cara, guantes de látex en las manos y una bolsa de basura a modo de traje de faena, limpiaba con aplicación el vestíbulo de un edificio. El comentario precisaba que se trataba de un complejo residencial de Kowloon, en la parte continental de Hong Kong, donde más de doscientas cincuenta familias habían sido puestas en cuarentena.

En el comedor, todos los presos miraban la pantalla en silencio, como si contemplaran los primeros indicios del fin del mundo. De pie al fondo de la sala, Jacques Reverdi observaba también esa escena, preguntándose por enésima vez qué provecho podría obtener del síndrome respiratorio agudo severo, comúnmente conocido como SRAS. Su instinto guerrero le decía que, en ese contexto, había algo que sacar. Pero ¿qué?

Desde hacía unos dos meses se hablaba de la enfermedad. Los chinos habían empezado a decir que Hong Kong y la provincia de Guangdong, en el sur, en China meridional, estaban afectadas por una epidemia de gripe mortal. Poco a poco se había sabido que esa gripe era una neumonía inusual, «atípica», decían los periódicos. En el mes de marzo, la noticia fue oficial: una neumonía de naturaleza desconocida y muy virulenta se propagaba por Hong Kong y Cantón provocando cientos de muertes. La enfermedad se estaba extendiendo también por el Sudeste Asiático. Mencionaban casos mortales en los países fronterizos, en la capital de Vietnam, Hanoi, y en Singapur.

El pánico no había tardado en extenderse en la cárcel. Primero pusieron en cuarentena a los chinos. Nadie quería acercarse a ellos, como si ya estuvieran afectados por el virus. Después, unos presos mostraron signos de la enfermedad: fiebre, sudores, tos… Eran síntomas psicológicos, pero las mascarillas se cotizaban ya a precio de oro, así como los medicamentos chinos tradicionales, amuletos, vinagre…

Y las noticias, cada vez más alarmantes, seguían llegando: la alarma mundial había sonado. Describían la enfermedad como una afección fulminante. Mataba en unos días, sin posibilidad de tratamiento. Y bastaba una ínfima parcela de saliva o de sudor contaminado para contraerla.

Reverdi se negaba a preocuparse. Durante sus viajes había visto otras epidemias. Se había encontrado con la lepra, la peste e innumerables afecciones contagiosas. Por lo demás, él ya estaba condenado. Pero tenía que reconocer que las noticias no eran muy alentadoras. Incluso estaba sorprendido de que las autoridades penitenciarias dejaran filtrar tales informaciones. Nadie ponía en duda una cosa: si el SRAS penetraba en la prisión, en unas semanas caerían todos. Kanara se transformaría en una monstruosa burbuja de muerte.

El programa televisivo dio paso a la guerra de Irak, pero nadie escuchaba ya. El murmullo se elevaba en el comedor. Unas voces preguntaban por qué los presos que limpiaban la cárcel no llevaban ninguna protección. Otras hablaban de una petición para que trasladaran a los chinos a otro edificio. Los propios chinos, relegados a un rincón, empezaban a vociferar. Todo aquello apestaba a trifulca inminente.

Reverdi prefirió esfumarse.

Fuera reinaba el frenesí de las cinco de la tarde. En el patio, los reclusos iban de acá para allá antes de ser encerrados de nuevo durante toda la noche. Intercambiaban, compraban, traficaban. Unos vociferaban, se agitaban, se impacientaban. Otros, en cambio, hablaban en voz baja, con un móvil en el hueco de la mano. Hormigas disputándose migajas de espacio y de esperanza.

Reverdi caminó junto a la pared del comedor y llegó al patio de las cocinas, de donde emanaban efluvios tan abyectos que nadie se arriesgaba a acercarse. A esas horas era un cuadrado rojo que parecía un lecho de brasas. Un arroyo corría por el centro: aguas inmundas y desechos flotantes. Jacques se puso a caminar arriba y abajo con la sensación de chapotear en un fango en fusión.

Dejó a un lado el SRAS para pasar a su tema favorito: Elisabeth. Esperaba su carta. Y esa impaciencia lo irritaba cada vez más. El jueguecito que tramaba para divertirse con la estudiante le ocupaba demasiado la mente. Para ser eficaz, un cazador debía permanecer siempre tranquilo y frío.

Y él se retorcía las manos contando los días.


Jueves 10 de abril, locutorio de la cárcel.

– Tengo buenas noticias.

Reverdi suspiró.

– Tú siempre tienes buenas noticias.

Wong-Fat no se dejó desanimar.

– Hemos marcado otro punto. Hemos…

– Ya sabes lo que me interesa.

Jimmy se mordió los labios. Jacques leyó en sus ojos una decepción que le divirtió. El chino estaba celoso.

– ¿Se refiere a las cartas? Las he traído. He…

Jacques hizo un gesto explícito. El abogado dejó los sobres encima de la mesa. El número iba bajando. El efecto de la guerra. Y del SRAS. E incluso del paso del tiempo: en Europa ya empezaban a olvidarlo.

Les echó un vistazo rápido. Su mano se posó sobre una carta. Acababa de reconocer la escritura. En ese instante, la visión de los bordes abiertos le hizo daño. Comprendió la advertencia: ya no podía soportar esa violación de su intimidad, de la intimidad de los dos.

Cogió la carta de Élisabeth y dejó las demás.

– Posponemos nuestra conversación hasta mañana.

– Jacques, el juicio se celebrará dentro de unas semanas y…

Reverdi movió violentamente las cadenas para que el guardia fuese a liberarlo.

– Mañana -repitió-. Te pediré un favor.

– ¿Qué favor?

– Mañana.


El crepúsculo de nuevo.

Imposible ir a su madriguera habitual.

A esa hora, las duchas estaban ocupadas. Las «noches de paz», los homosexuales se escondían allí para practicar sus juegos eróticos. Las «noches de Raman», nadie se aventuraba a ir.

Tampoco podía acercarse a las cocinas; no estaba dispuesto a leer la carta entre los olores de comida. Decidió volver a su celda y encerrarse dentro aunque fuera a costa de quedarse sin cenar.

Reverdi rodeó los edificios centrales, pasó junto al edificio C y contuvo la respiración para pasar junto al D, donde se encontraba lo que él llamaba «el muro de las lamentaciones»: una especie de parapeto que daba a un descampado donde «trabajaban» los travestis tailandeses. La mayoría de los reclusos no tenían con qué pagarse un polvo, de modo que se quedaban allí, detrás de la pared, con las rodillas dobladas, masturbándose como epilépticos mientras miraban a los travestis contonearse. Reverdi los habría achicharrado allí mismo con un lanzallamas solo para devolver unos grados de dignidad a la humanidad.

Llegó al edificio B, donde estaba su celda. Subió la escalera y tomó una crujía. Bajo sus pies había una gran red extendida para impedir los intentos de suicidio. Siempre había pájaros agonizantes atrapados en las mallas. Se adentró en la galería. Diferentes músicas se entremezclaban: raps violentos contra canciones melosas. Delante de las celdas abiertas, grupos de hombres jugaban a los dados, traficaban, mantenían conciliábulos interminables. Su sudor acababa por formar una bruma pestilente, una especie de humedad pringosa que se pegaba a las plantas de los pies.

Jacques llegó a su celda y, sin dudarlo, cerró la puerta, aunque sabía que después no podría abrirla. Se sentó con las piernas cruzadas e introdujo los dedos en el sobre, ya rasgado.

Mentalmente, ordenó a la hoja de papel doblada que no lo decepcionara.


París, 29 de marzo de 2003


Querido Jacques:

Su carta me ha producido una profunda exaltación. ¡Me alegro tanto de que haya comprendido cuáles son mis intenciones, de que haya percibido mi sinceridad!

Me pide pruebas de franqueza. Sin saber muy bien lo que eso significa, le respondo: «Todo lo que quiera».

No tiene más que preguntar; no tendré ningún secreto para usted. Pero se lo advierto: soy una simple estudiante, una parisina que vive para estudiar y tratar de comprender a los demás. Mi personalidad en sí misma no tiene nada de apasionante. Sin embargo, si dejarla al desnudo puede tender un puente entre nosotros, entonces no le ocultaré nada.

Con la esperanza, claro, de que después usted me dé algunas claves de su personalidad. ¿Puedo confiar en ello? ¿Puedo rezar para que un día me ofrezca unas revelaciones?

Jacques, querido Jacques, espero sus preguntas… Estoy impaciente por leerle y por ver cómo su escritura me habla, indirectamente, de mí. De nosotros.

Espero su carta. Y, para ser sincera, no espero nada más.


Élisabeth


Reverdi contempló el cielo por la claraboya: rojo ardiente. El calor de la carta se difundía por su interior. Un río de vida que se extendía por sus venas, que penetraba a través de todas las fibras de su cuerpo. Un soplo de felicidad.

Una vez más, se felicitó por su sagacidad. Continuaba siendo un predador que sabe escoger a su presa. Conseguiría lo que quería de esa chica. Y sus confesiones, más allá de la transgresión, de la indiscreción que implicarían, incluso prometían ser interesantes.

Penetraría su intimidad.

Y descubriría el color de su sangre.

22

– ¿No se encuentra bien? ¿Qué le pasa?

Jacques Reverdi no consiguió responder. Estaba doblado en la silla, arqueado sobre la mesa; el dolor le atravesaba el vientre como una sonda al rojo vivo. Pensaba en esos tizones de hierro candente que los cazadores del Gran Norte les meten a los renos por el ano para no estropearles la piel.

Jimmy se inclinó por encima de la mesa.

– ¿Quiere… quiere que llame a un médico?

Reverdi se encogió sobre las cadenas. Había logrado aguantar hasta llegar al locutorio, pero ahora…

– No -dijo, jadeando-. Una disentería. No… no se me pasa. Hasta he tenido que hacer una parada en los retretes viniendo hacia aquí. He… -No terminó la frase. Sus palabras se perdieron en un gemido. Jimmy se levantó y rodeó la mesa. Reverdi miró hacia atrás por encima del hombro y vio al guardia, que dudaba entre acercarse o no él también. Comprendió que tenía tiempo. En ese instante, abandonó su tono quejumbroso y murmuró-: En el pasillo. Los retretes.

Jimmy se sobresaltó.

– ¿Co… cómo?

– El tercer retrete de la izquierda contando desde la puerta -dijo Reverdi en voz baja-. Detrás de la cisterna. Una carta.

– ¿Qué dice?

Reverdi lo agarró por las solapas de la chaqueta; con su espalda, ocultaba la escena al guardia.

– Escúchame bien, hijo de puta. Anoche me comí unos cili padi (pimientos) para encontrarme hoy en este estado y hacer una parada en los retretes en el momento de la visita.

– Sabe perfectamente que no puedo…

– ¡Calla! Cuando salgas de aquí, haz lo mismo que yo. Ve a mear. Coge la carta y métetela en un bolsillo. Tercer retrete contando desde la puerta.

– ¿Qué… qué tengo que hacer con ella?

– Envíala desde tu despacho de Kuala Lumpur tal como voy I a indicarte. La dirección está en el sobre.

Reverdi soltó al abogado. Una violenta contracción le retorció las tripas, que hicieron un ruido atroz. No estaba seguro de poder evitar cagarse encima, allí, en pleno locutorio.

– Eso es una irregularidad -dijo Jimmy.

– ¿Y qué no lo es? -preguntó Jacques apretando las nalgas-. ¿Tirarse niñas como haces tú?

– Si cree que va a hacerme hablar…

– Vas a hacer lo que te digo y punto.

El abogado se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa.

– Suponga que me pillan. Eso comprometería mi trabajo en este…

– Haz lo que te digo. Manda esa carta. -Reverdi compuso una sonrisa que era en realidad una mueca-. Pero, cuidado, no se te ocurra leerla. Es como una cicatriz. Si intentas abrirla, lo notaré en mi carne. Y en tal caso, te prometo que me las pagarás.

23

– Supongo que no será droga…

Marc no contestó. A través del cristal, miraba la carta entre las manos de Alain. Estaba estupefacto. Había ido a correos, como todas las mañanas, pero no esperaba nada antes del 20 de abril.

Y ese día, 15 de abril, había una carta allí.

Un sobre plastificado con las iniciales DHL.

– ¿Qué hay aquí dentro? -preguntó el funcionario de correos.

– No lo sé.

– Viene también de Malaisia. -Alain se inclinó, miró a su alrededor y luego susurró, junto al cristal-: Su historia huele a chamusquina…

Marc permaneció en silencio. Solo tenía ganas de pasar por encima del mostrador para coger el sobre.

– Desde que abrió esta lista de correos, solo ha recibido tres cartas. Y las tres de Malaisia. ¿Qué significa eso?

– No se preocupe. ¿Puede darme mi carta?

El empleado se resistió un poco más a soltarla.

– ¿Y su amiga? ¿Cómo está?

– ¿Mi amiga?

Alain sonrió contemplando el rostro de Marc, pillado en flagrante delito de olvido. Leyó en el sobre el nombre de la destinataria:

– Élisabeth Bremen. Su novia, que supuestamente está en cama y que solo recibe cartas de Malaisia.

– Pasó bastante tiempo allí -improvisó Marc, percatándose por fin de que la situación estaba poniéndose fea-. Es estudiante de economía.

– ¿Y su cadera?

– ¿Su cadera?

– Su accidente. El balonmano.

A Marc le costaba muchísimo concentrarse en las preguntas que le hacía Alain. Su cabeza no paraba de pensar: Reverdi se las había arreglado para mandar la carta de respuesta urgente, al margen de los controles de la prisión. ¿Qué había en esa carta?

– Está recuperándose -dijo, haciendo un esfuerzo-. Pero todavía le quedan unas semanas de guardar cama. ¿Me da la carta, sí o no?

Alain se puso rígido. Con lentitud, como a regañadientes, colocó el sobre plastificado en el tambor que estaba al lado de la ventanilla.

– Es para sus estudios -dijo Marc, sonriendo-. No se preocupe.

Cogió el sobre. Enseguida vio, arriba, a la izquierda, la dirección del remitente.


JIMMY WONG-FAT

7TH FLOOR, WISMA HAMZAH-KWONG HING

NOI LEBOH AMPANG

50 100 KUALA LUMPUR, MALAYSIA


El abogado de Jacques Reverdi; recordaba su nombre. Su correspondencia iba a pasar ahora por él, seguramente para mayor discreción.

Marc salió de la oficina de correos como un loco. Tenía que reprimirse para no rasgar allí mismo, en la calle, la solapa adhesiva del sobre.

Fue corriendo a su estudio, estrechando su tesoro contra el corazón.


Kanara, 10 de abril de 2003


Querida Élisabeth:

Me alegro de que aceptes las reglas de nuestra relación. Eres tú, pues, quien va a hablar antes de que yo tome la palabra.

Lo has entendido: necesito pruebas.

Y esas pruebas son rojas.

Existe una traducción de la Biblia que se llama Biblia de Jerusalén, uno de cuyos pasajes siempre me ha impresionado. Se trata del Génesis, 9,1-6. Seguramente esos números no te dicen nada: se trata simplemente del final de la historia de Noé y su arca.

Se suele tener una imagen positiva de ese personaje que regresa, acompañado de las parejas de animales, para poblar la tierra. La realidad es más cruel: Noé regresa con el alimento de los hombres. Después del diluvio, la cólera de Yahvé se ha apaciguado. La especie humana puede vivir, pero solo puede hacerlo sacrificando a los animales. Es el favor concedido por Dios: los hombres pueden ahora matar a los animales para alimentarse.

Pero Yahvé añade un detalle esencial: no les estará permitido beber su sangre, pues es de «Su» propiedad. Es una constante en todas las religiones: la sangre siempre es derramada en el altar, nadie debe tocarla. Porque la sangre, y en esto la Biblia de Jerusalén es explícita, es el alma de la carne. Y el alma pertenece a Dios.

¿Por qué te cuento esto? Porque esa idea corresponde a una verdad profunda. Muéstrame tu sangre y te diré quién eres.

Unas pocas preguntas serán suficientes. Respóndeme con precisión y, a cambio, te abriré las puertas de mi mente.

En tu primera carta me decías que tienes veinticuatro años. Supongo que todavía no has vivido muchas historias de amor. Pero supongo también que ya no eres virgen. ¿Has pasado al acto, Élisabeth? ¿A qué edad lo hiciste por primera vez? ¿Recuerdas esa primera noche?

No quiero los detalles sentimentales. Solo me interesa una cosa: ¿miraste, después del acto, las huellas de ti misma dejadas entre las sábanas? ¿Dirigiste una mirada, discreta, casi refleja, hacia esas parcelas de ti misma que abandonabas para siempre?

¿Recuerdas el color de esa sangre? Descríbeme esas pequeñas islas oscuras, Élisabeth, con detalle y empleando tus propias palabras. Cuéntame lo que sentiste cuando tomaste conciencia de esa pérdida. Esa sangre perdida era un poco de tu alma ofrecida en sacrificio.

Remontémonos más en el tiempo.

Antes de perder la virginidad, hubo otro momento importante. La matriz femenina despertó en ti. También entonces, sangre. También entonces, un no retorno… ¿Cómo fue esa otra «primera vez»? No te pregunto por las circunstancias. Solo quiero que me describas ese primer período, tibio y desconocido.

Sumérgete en tus recuerdos y busca las palabras exactas para permitirme ver, sobre el papel, el color de ese líquido íntimo. Háblame también de ahora: ¿cómo es tu sangre menstrual? ¿Cómo vives ese flujo regular?

Última pregunta (como ves, no te pido gran cosa): ¿guardas el recuerdo de una herida, provocada por un accidente o por otra circunstancia, de la que manara sangre? ¿De qué color era? ¿Qué sentiste al verla? ¿No había, bajo el dolor, otras sensaciones más confusas, una voluptuosidad vaga, nacida de esa emergencia de la sangre, de esa expansión frente al mundo exterior?

No sigo; no quiero influir en tus respuestas. Escríbeme enseguida, Élisabeth. Que tus confidencias sellen nuestro pacto, como esos niños que se hacen un corte en la muñeca para mezclar su sangre.

Un último punto, esencial: mándame una foto tuya con la próxima carta. Quiero contemplar tu rostro. Y visualizarlo cuando piense en ti.

Para acabar, una precisión técnica: nuestra correspondencia no debe seguir pasando por la dirección de la cárcel. A partir de ahora debes enviar las cartas a la dirección de mi abogado, a través de DHL. Si nuestros vínculos deben estrecharse, que sean también más rápidos.

Espero leerte… y verte.


Jacques


Marc estaba helado… y ardiendo a la vez.

El predador salía del bosque.

Revelaba su naturaleza viciosa y violenta. Su obsesión por la sangre. Eso ya era en sí mismo una primicia. Pero ese giro era también angustioso: Reverdi se acercaba a Élisabeth como a una presa. Quería olfatearla. Oler su sangre. ¿Por qué? ¿Para imaginarla mejor acribillada a cuchillazos?

Marc tendió ante sí las manos, todavía enguantadas: temblaban espasmódicamente. De excitación y de miedo. En vez de pasarse horas pensando en la falla tectónica que acababa de abrir, se levantó.

Tenía que hacer una sola cosa.

Ponerse a buscar las respuestas exigidas.

24

– ¿Viene por su mujer?

– No estoy casado.

– ¿Por una amiga?

– No. Yo…, bueno…

– Bueno ¿qué?

La ginecóloga sonreía, pero su voz delataba impaciencia.

Su rostro, surcado de arrugas, era atezado y redondo como una hogaza de pan integral. Emanaba de él la misma suavidad, el mismo sabor familiar. Sus cabellos cortos, muy blancos, contrastaban con su piel oscura y reforzaban su carácter avejentado, reconfortante.

El despacho encajaba con esa impresión de benevolencia: se respiraba una intimidad de muebles antiguos, de objetos decorativos con pátina. Las mujeres embarazadas debían de sentirse a gusto en ese refugio, en pleno distrito VI.

– Recibo a muy pocos hombres aquí -dijo ella ante el silencio de Marc.

Este esperaba el comentario y había preparado una mentira:

– Soy escritor. En mi próxima novela, el personaje central es una mujer. Y no sé nada de ellas. Quiero decir sobre lo que constituye la intimidad de una mujer.

– ¿A qué llama «intimidad»?

– Bien…, quiero dar la impresión de estar en su lugar, ¿comprende? Quisiera, sobre todo, describir algunos recuerdos… marcados por la sangre. La sangre de la regla, de la virginidad, de heridas.

– ¿Por qué la sangre?

La ginecóloga lo observaba con sus ojos oscuros. Tenían el color gris de las perlas negras. Marc, incómodo, se ajustó la chaqueta.

– Digamos que se trata de una licencia del autor. Creo que es un símbolo fuerte.

La mujer no parecía muy convencida. La conversación amenazaba con resultar más difícil de lo previsto. Había conseguido esa visita a última hora, después de todo un día de búsqueda inútil.

Primero había consultado libros de ginecología en librerías especializadas y no había entendido nada. Además, esas obras no poseían lo esencial: el toque personal, la voz del testimonio. Al día siguiente había decidido acudir a un especialista. Esta ginecóloga era la única que había aceptado recibirlo el mismo día, a las siete de la tarde.

– ¿Qué quiere saber exactamente?

Marc sacó un bloc y un lápiz.

– ¿Le molesta si tomo notas?

Ella expresó su consentimiento con un ademán desenvuelto.

– Para empezar, me gustaría saber si la sangre de los hombres y la de las mujeres tienen la misma composición.

– Por supuesto que no.

– ¿Qué es lo que cambia?

– Las hormonas. La sangre de la mujer está cargada de estrógenos y de progesterona.

– ¿Y las hormonas influyen de algún modo en el color de la sangre?

– No. Más bien en el estado de ánimo. Los cambios bruscos en la cantidad de hormonas a lo largo del ciclo menstrual provocan cambios de humor, períodos de depresión. A veces tengo que prescribir parches de progesterona para evitar el abatimiento.

– ¿Puede hablarme de la sangre de la regla?

– ¿Desde qué punto de vista?

– Su aspecto. Su color. Para empezar, ¿es muy abundante?

La especialista se tomó tiempo para pensar. Su tez de ladrillo se fundía en la semipenumbra.

– Varía de una mujer a otra. En algunos casos, las reglas son muy abundantes; en otros, se reducen a unas gotas. Eso cambia también a lo largo de la vida. Las jóvenes suelen sangrar como fuentes. Su mecanismo todavía no está ajustado.

– ¿Y el color? ¿Es siempre el mismo?

– En general, sí. Una sangre oscura. Venosa, poco oxigenada.

– Perdone, pero no comprendo la relación entre esas palabras.

– Entonces tenemos que empezar por el principio… El cuerpo humano está irrigado por dos circuitos. El primero, el de las arterias, parte del corazón y difunde por los órganos una sangre cargada de oxígeno. El segundo, la red de las venas, constituye el viaje de vuelta, cuando la hemoglobina ya no contiene mucho oxígeno. Por lo tanto, es mucho más oscura.

– ¿Cuál es la relación?

– El oxígeno es lo que da la tonalidad clara a la sangre.

– ¿Por qué la regla pertenece al segundo circuito?

– Esto está convirtiéndose en un curso de anatomía… La mujer tiene, en la pared del útero, una mucosa que se impregna de sangre a lo largo del ciclo. Son reservas para el futuro embrión. La madre alimenta al feto igual que alimenta sus músculos y sus fibras: con la hemoglobina. Al final de la ovulación, si no hay embrión, el útero reacciona automáticamente y deja fluir esas reservas inútiles. Eso es la regla. Aunque la sangre no haya servido para el feto, se ha quedado sin oxígeno y, por lo tanto, tiende a ser oscura. Y las partículas de mucosa la oscurecen todavía más.

Mientras escribía, Marc trataba de imaginar ese líquido que no había visto nunca.

– Si contiene partículas, no será muy fluida.

– En efecto, es bastante espesa, un poco fangosa.

Inclinado sobre el bloc, anotaba todos los adjetivos, todas las características. La mujer no encendía la luz y el despacho estaba cada vez más oscuro.

– Pasemos a la sangre… de la virginidad, por ejemplo.

La ginecóloga miró rápidamente su reloj; aquella visita debía de parecerle ridícula.

– ¿Puede explicarme el fenómeno? -preguntó Marc, riendo un poco a causa de la incomodidad que le producía la situación-. Habría que empezar desde cero también en esto.

– Es más sencillo aún. El sexo de la mujer está provisto de una membrana situada al fondo de su cavidad: el himen. Cuando la verga penetra el orificio por primera vez, perfora esa membrana.

– ¿Es eso lo que sangra?

– Sí. Pero cuidado: en general, ya está más o menos perforada. Basta haberse frotado con una manopla de baño, o haberse acariciado.

Marc se quedó con este último detalle. Quizá había material para describir algo íntimo en la juventud de Élisabeth.

– ¿De qué color es? -preguntó.

La mujer no respondió. Solo se veían ya sus cabellos blancos, que formaban un violento claroscuro con su tez de tierra cocida. Parecía reflexionar de nuevo. Marc, con sus preguntas torpes, la obligaba a explicar conocimientos elementales.

– En este caso se trata también de una sangre muy oscura -dijo por fin-. Contiene partículas del tabique himeneal. Y también, por supuesto, secreciones vaginales. A priori, todo esto sucede en un contexto de placer.

– ¿A priori?

A Marc le interesaba cualquier digresión, cualquier opinión personal.

– Es muy raro que se sienta placer -prosiguió la ginecóloga-. Está el desgarramiento, la novedad de la relación sexual. Todo eso, se quiera o no, es muy brutal. Esa sangre es la de una herida. Una herida interior. Marca el fin de una etapa…

La voz se tornaba soñadora. Poco a poco, Marc percibía una atmósfera particular en el despacho. Las paredes se oscurecían como las de una gruta. Las palabras de la especialista adquirían una dimensión ancestral y mágica. El periodista tenía la impresión de estar escuchando un oráculo. Ella pareció darse cuenta y rompió el encanto aclarándose la voz.

– ¿Se las arreglará con esto? Tengo más visitas.

Mentía. No quería abandonarse al hechizo.

– Perdone -dijo Marc-, pero le había hablado de una tercera sangre: la de las heridas… accidentales. ¿Puede decirme algo sobre ellas?

La mujer encendió la lámpara suspirando. Una pantalla de tela apergaminada, veteada en rojo. A la luz dorada, su rostro pareció más viejo aún. Una facies arrugada, seca, como exhumada del desierto.

– No tengo nada que decir -contestó-. Esa sangre es… corriente.

– ¿Hay alguna diferencia de aspecto entre la del hombre y la de la mujer?

– No, ninguna. La composición es idéntica. Se lo repito: si la herida ha afectado a las arterias, la sangre será de un rojo vivo; si ha afectado a las venas, será más oscura. Eso es todo.

– ¿Tiene fotos?

– ¿Fotos?

– Sí. De las diferentes sangres de las que hemos hablado. -No sé qué iba a hacer con ellas. Lo único que tengo son negativos médicos, a escala microscópica.

– ¿Se distinguen los colores?

– No. Lo siento. -Apoyó las manos en la mesa-. Ahora…

Una frase de Reverdi acudió a la mente de Marc: «… busca las palabras exactas para permitirme ver, sobre el papel, el color de ese líquido íntimo…».

– Espere -insistió-. Si tuviera que dar un valor simbólico a cada una de esas sangres, ¿qué diría?

– Oiga…

– Solo unas palabras.

Tras una breve vacilación, la mujer echó el cuerpo hacia atrás hasta apoyarlo en el sillón de madera. Cerró los ojos. Una breve sonrisa acentuó las arrugas alrededor de sus órbitas.

– Yo diría que la sangre de la virginidad es densa, está cargada. Es a la vez la vida y la muerte. El fin de la inocencia, de la libertad. La sexualidad existe en la niña, pero todavía no es una prisión. Los deseos son simples apariciones que atraviesan el cuerpo de manera fugaz. Con la pubertad, y la desfloración, esos fuegos fatuos se encarnan, se tiñen de rojo, se convierten en poderes orgánicos que ya no abandonarán a la adolescente… -Abrió los ojos-. Se lo repito: esa sangre es la de una herida que no cicatriza jamás. Es la vocación misma del deseo. Una llamada perpetua, insaciable.

– Si tuviera que caracterizar su color en la paleta de un pintor, ¿qué diría?

– Un rojo pardusco. Entre limo y frambuesa. Algo relacionado con los aluviones, pero también con el frescor de una pulpa. Laca de granza sería el nombre exacto del color.

Marc anotaba febrilmente: el oráculo había encontrado su voz.

– Hay un famoso cuadro de Bonnard que se cita siempre para designar la laca de granza, no sé si lo conoce. Se llama Mujer con gato. El fondo es de esa tonalidad. Un fondo artificioso, coagulado, pero también lleno de una vida nueva, rica, azucarada.

Marc no habría podido esperar nada mejor: la ginecóloga se transformaba en poeta.

– Y para la sangre de la regla, ¿tiene un nombre de color?

– Ocre rojizo. Aquí también está la idea de fango. Un fango pardusco, un desecho. La regla es una cita frustrada. En ese flujo hay siempre una decepción, un desperdicio. Es un alimento que no ha sido aprovechado. -Se interrumpió y repitió, en un tono más firme-: Sí, ocre rojizo. Un luto pardo. Una tierra nutricia arrojada al fondo de una tumba.

– ¿Podría citar un cuadro?

– No, más bien un paisaje. Esos pueblos inhóspitos de Bélgica o de los Países Bajos, construidos en ladrillo, hundidos en la tierra, aplastados por la lluvia.

Marc escribía cada vez más deprisa. Élisabeth tenía material para llenar páginas.

– Solo una palabra sobre las heridas y la dejo. En mi libro -inventó sobre la marcha-, la protagonista tiene un accidente de coche. Quisiera contraponer esa sangre «corriente» a esa otra, más femenina, de la que acabamos de hablar.

Ella hizo una mueca que convirtió su rostro en una máscara fúnebre. Durante un segundo, Marc pensó en las caras quemadas de Pompeya.

– Cuando era interna, vi muchos accidentados. Recuerdo mi asombro ante toda aquella sangre. Estaba estupefacta por su vivacidad, su brillo, su… fogosidad. Era como vida robada, sorprendida en flagrante delito de agitación. Un rojo carmín.

– ¿Un cuadro?

– Un cuadro muy vivo, sí, en el que el color sea una fanfarria. Gran parada sobre fondo rojo, de Fernand Léger. ¿Lo conoce?

– No.

– Intente verlo y comprenderá lo que le digo. El fondo de la tela está pintado de un rojo vibrante. Los personajes circenses, que ocupan el primer plano, son todos blancos. -Sonrió al evocar el cuadro-. Glóbulos rojos, glóbulos blancos: sí, la verdad de la sangre está en esa fanfarria.

Tras pronunciar estas palabras, apoyó de nuevo las manos en la mesa.

– Bueno, hemos trabajado bastante, ¿no?

Bastante, en efecto.

En una sola visita Marc había obtenido tocias las respuestas que buscaba. Ahora le quedaba por resolver el último problema: la foto de Élisabeth.

No había parado de pensar en ello desde el día anterior. Enviar la foto de la verdadera Élisabeth Bremen, la del pasaporte, que Marc había conservado, estaba descartado. Para empezar, no quería implicar más a esa sueca, que esperaba que hubiera regresado a su país. Pero, sobre todo, su rostro, más cuadrado que un adoquín, no encajaba en los gustos de Reverdi.

Había que buscar en otro sitio, y Marc ya tenía una idea.

Además, estaba a dos pasos de allí.

25

– El flou es el único medio de captar la belleza.

El coloso sacó la película y la marcó con los dientes. Metió otro rollo en la cámara.

– La belleza no necesita para nada una imagen precisa, superpunteada. No te hablo de la apariencia, Jadiya, sino del espíritu. El spirit, ¿lo pillas? Vuélvete. No. De tres cuartos. Eso es.

La deslumbró un flash, seguido de un largo silbido. Jadiya no sabía si decirle al gigante que estaba haciendo el doctorado de filosofía y que sus consideraciones de tres al cuarto sobre el flou, el espíritu y la belleza eran dignas de figurar en una antología de disparates sobre el pensamiento estético. Pero todo el mundo coincidía en afirmar que Vincent Timpani era un fotógrafo genial. En el reducido mundo de las modelos, solo se hablaba de él y de sus fotos difuminadas, que entusiasmaban a todas las revistas y a todos los diseñadores.

– Por eso mis fotos funcionan -prosiguió Vincent-. Hasta los tarados de los bookers y las gilipollas de las periodistas de modas perciben la diferencia. Solo una foto difuminada puede captar la esencia del sujeto. Fijar lo que es inmaterial. Vuélvete más. Muy bien. Cuando levante la mano, da un paso adelante y luego vuelve a esta posición…

En otras circunstancias, todo eso le habría parecido ridículo. Pero se movía en un universo grotesco, así que debía adaptarse. Y esa sesión era idea suya. Había trabajado duro, ahorrado e incluso renunciado a sacarse el carnet de conducir para pagar de su bolsillo esas fotos. Los últimos peldaños hacia la gloria.

– Ahora mírame. Cuando yo te diga, te desplazas hacia la derecha… Ahora… Okey… -Se oyó el chasquido de otro flash-. En la filosofía budista…

Jadiya ya no escuchaba. En realidad, ese paquidermo con traje arrugado le gustaba. En el círculo de la moda, debían de considerarlo un oso escapado de un circo que había conseguido quitarse el bozal. Sus maneras eran torpes, toscas, y estaba totalmente fuera de lugar. Pero también era franco, alegre, y parecía haber vivido otra vida antes de esa. Además, era el primer tipo desde hacía meses que no le había preguntado, en un tono profundo, sobre la guerra de Irak: «Como musulmana, ¿qué opinas?».

– Ahora siéntate en el suelo con las piernas cruzadas. Eso es… Fantástico. Cuidado: nuca a la derecha. Cuando te haga una señal, te inclinas hacia delante y… ¡Mierda!

El flash no se había disparado. Vincent gritó, al otro lado de los paraguas de luz:

– ¿Qué pasa con los flashes?

Un silencio denso a modo de respuesta. Maquinalmente, Jadiya se rodeó los hombros con los brazos, como si estuviera desnuda. En realidad, llevaba un vestido ajustado de cuadros en colores pastel que le recordaban los collares de caramelos que chupaba cuando era pequeña.

El fotógrafo vociferaba, pulsando como un loco el mando a distancia que acababa de coger.

– ¿Qué les pasa ahora a esta mierda de flashes? ¡Arnaud! ¡ARNAUD!

Una silueta se puso en movimiento en dirección a los grupos generadores colocados al pie de los focos.

– Okey, Jadiya, haremos un descanso -dijo Vincent-. Yo no trabajo en estas condiciones.

– Yo tampoco.

Era una broma, pero nadie la entendió. Jadiya se adentró en la penumbra como si se sumergiera en una piscina benéfica. Sus ojos agradecieron encontrar la oscuridad. Le gustaba ese estudio: un gran cuadrado con las paredes de cemento pintado en un verde agua, poblado solamente de paraguas de luz y de altos telones de diferentes colores al fondo.

Se acercó a la mesa de montaje, en ese momento apagada, donde estaban extendidas sus primeras polaroid. Por hacer algo, se puso a mirarlas. Se oía una música tenue, entre étnica y electrónica.

– ¿Quiere beber algo?

Se volvió hacia la voz y vio a un hombre achaparrado delante del frigorífico abierto. Su silueta se recortaba a contraluz sobre la fría luz: hombros anchos, brazos cortos. Un luchador en miniatura, con chaqueta de estilo inglés y puños blancos.

– Una Coca-Cola.

– ¿Light?

– No.

El hombre se agachó hacia el frigorífico y luego se acercó con una lata de Coca-Cola en una mano y una botella de cerveza en la otra.

– ¿El azúcar no es el peor enemigo de las modelos?

– Todavía no soy modelo, así que aprovecho.

Cogió la lata riendo sin convicción. Detestaba ese tono desenfadado, esa frivolidad convencional, de uso en París, que no venía a cuento de nada. El desconocido sonrió, seguramente para complacerla, y se inclinó sobre sus fotografías: primeras pruebas, sin maquillaje.

Mientras él contemplaba las polaroid, ella lo observó. Raras veces había visto a un personaje tan original. Era pelirrojo y llevaba -horror absoluto- bigote. Un mechón de finísimos cabellos, lisos como caramelo, le caía sobre la frente, y su look -chaqueta de cuadros y cuello inglés- acentuaba más su aspecto británico, tipo Sherlock Holmes.

Bebía la cerveza a pequeños sorbos, apartándose continuamente el mechón con un gesto seco. Había en él algo forzado, brutal. Al tiempo, Jadiya advertía, con sus antenas de Madre Teresa, una vulnerabilidad, una herida. También percibía el olor de una dependencia. Ese tipo era adicto, no a la heroína ni a la coca, sino a algo distinto.

– No hago ningún comentario sobre su físico porque ya deben de habérselo dicho todo -dijo por fin, levantando la cabeza.

– Todo, esa es la palabra.

Jadiya se devanó los sesos para ser ingeniosa, espabilada, parisina, pero no se le ocurrió nada. La voz de Vincent la salvó:

– ¿Ya os conocéis?

Salía de la sala de revelado. Se acercó con sus andares torpes, sacudiéndose los bolsillos, y cogió de entre las manos de Marc la botella de cerveza.

– Jadiya Kacem -dijo, señalándola con el cuello de la botella-, futura estrella efímera de nuestro mundillo vanidoso. Ella aún no lo sabe, pero todo esto (señaló el estudio) va a salirle gratis. Sí, encanto, si estás de acuerdo, nos asociamos. Tú no pagas nada por las fotos y llegamos a un acuerdo sobre los contratos futuros.

Jadiya estaba estupefacta; no sabía si se trataba de una estafa o de una ganga. Ni siquiera sabía si era posible, contractualmente, con su agencia. De momento, dijo:

– Bueno, gracias, yo…

– Marc Dupeyrat -la interrumpió Vincent, rodeando con un brazo amigable los hombros del pelirrojo-, mi mejor amigo y el periodista más tenaz que conozco. Él y yo hemos hecho un montón de barrabasadas juntos.

El hombre se dobló en dos a guisa de saludo.

– ¿Para qué periódico trabaja? -preguntó Jadiya.

Fue Vincent quien respondió:

– Para Le Limier. -Le guiñó un ojo a su amigo-. Un periódico de sucesos.

– No lo conozco -confesó Jadiya.

El periodista volvió a apartarse el mechón.

– No se pierde nada.

Jadiya detestaba a los hombres que se complacían en desvalorizarse. En general, indicaba una vanidad excesiva. Como si en otra vida hubieran podido valer mucho más. O como si pese a todo se situaran tan alto que podían despreciar su propia existencia.

– Un cazador de crímenes -prosiguió Vincent-. Un amante de los cadáveres con mucha sangre. El señor Dupeyrat podría dirigir una de las mejores redacciones de París, pero no, prefiere pasarse la vida en los juzgados y en las escenas de crímenes.

Jadiya había dejado de escuchar. Estaba tomando conciencia de que cada detalle se aguzaba, vibraba, cantaba literalmente bajo su carne. La pureza de las paredes verdes y desnudas del estudio; el olor de la laca en sus cabellos; el peso de las joyas de plata sobre su piel… Cada sensación se cristalizaba, adquiría agudeza, inmortalizaba el instante. Conocía esos síntomas, esa efervescencia secreta de todo su ser. La excitación amorosa. Vincent la salvó de nuevo:

– Bien, tenemos que volver a lo nuestro. El flou no espera. -Dio unas palmadas-. ¡A trabajar, vamos! Arnaud, ¿está todo a punto?

Jadiya siguió con la mirada a Vincent, que se dirigía hacia el plato. Pese a su corpulencia, cuando se movía dejaba una especie de estela de animación, un rastro luminiscente.

– Vaya -murmuró Marc-. No es de los que les gusta esperar.

Jadiya sonrió y buscó de nuevo algo que decir. Ni la menor idea. Mierda. Regresó al plato. El maquillador la detuvo junto a los focos, pinceles en ristre. A su pesar, dirigió una mirada hacia la penumbra. Habría jurado que el periodista la observaba, pero con un aire preocupado, casi contrariado. «Un adicto -se dijo de nuevo-. Un hombre que vive con una obsesión que nadie puede compartir.» Y sintió que la invadía una oleada de calor.

El maquillador la dejó libre y ella salió a escena. Tenía la deliciosa impresión de ser una princesa, el centro de todas las miradas.

– Ponte en la misma postura que antes, sentada en el suelo con las piernas cruzadas -ordenó Vincent-. Muy pura. Haz salir tu lado zen.

Jadiya sonrió al oír esa nueva sandez y obedeció. Se sentía en suspenso, trascendida por el nuevo sentimiento que la invadía. Un agua volátil, más ligera que el aire.

En ese momento, pese a su alegría, pese a los focos, todo se ensombreció. Acababa de acordarse de su propio secreto.

La maldición que le vedaba el amor.


La quemadura india.

Las niñas llaman así a una tortura que se infligen unas a otras. Consiste en apretar la muñeca de su víctima con las dos manos y hacerlas girar en sentido inverso, produciendo un frotamiento doloroso.

La quemadura india.

El nombre de la tortura era muy apropiado. Cuando era pequeña, Jadiya siempre imaginaba a los indios haciendo girar una ramita dentro de un lecho de hojas secas hasta conseguir que brotase primero un hilillo de humo y después, poco a poco, unas chispas…

Eso era exactamente lo que sentía cuando hacía el amor. El dolor que sufría cuando la penetraban. El frotamiento de la carne seca, a punto de arder. Había consultado a varios ginecólogos. El diagnóstico era siempre el mismo: padecía una carencia de secreciones vaginales. No había explicación patológica. «Está todo en su cabeza», le repetían.

¡No me diga! Los médicos le hablaban de frigidez, de bloqueo, de terapia… También le recetaban medicamentos, pomadas para los «casos urgentes», y le daban las señas de un especialista, un psiquiatra sexólogo.

Jadiya asentía, sin precisar que ya se había sometido a cinco años de psicoanálisis que le habían permitido «superar» algunos de sus traumas, sobre todo su educación bajo el signo de la heroína. Pero esos años de introspección no habían podido hacer nada contra el fuego. Jadiya seguía ardiendo. Seca para siempre. Un auténtico desierto, poblado de huesos de animales muertos, blanqueados por el sol.

Sin embargo, se enamoraba con facilidad. Bastaba una mirada o una sonrisa en los bancos de las aulas. O incluso en el self-service, en Cachan. Entonces se sentía dolorida, casi agarrotada. Para ella, el amor era esa irradiación febril, pero también reconfortante, que ascendía bajo sus pechos, constelaba todo su torso. Un coral rojo: así era como visualizaba el deseo que se abría en ella. En contrapartida, tenía un éxito unánime, por supuesto. Una auténtica reina de Saba que subyugaba a los hombres. Sin embargo, enseguida parecían darse cuenta de que algo fallaba. Notaban, con su instinto infalible para evitar toda complicación, que Jadiya no era como las demás. Demasiado sombría, demasiado retorcida…


– ¡Eh, Jadiya! ¿Se puede saber dónde estás? Es la última vez que te pido que te levantes. ¿Crees que podrás hacerlo?

Ella obedeció. Entre flash y flash, intentaba ver al pelirrojo. ¿Seguía estando allí? ¿La miraba? Se sentía atraída por ese periodista enigmático. Y al mismo tiempo, todos sus sensores le avisaban del peligro: un obseso, indiferente a los demás, aferrado a sus manías.

– Ahora vuélvete. ¡Para! Eso es, de tres cuartos… Muy bien.

Por más que se concentraba en la sombra de los paraguas, no veía a nadie.

– ¿Jadiya? Mierda. Si no te importa, ¿puedes volver hacia mí esa sonrisa beatífica?

Acababa de localizarlo por fin, junto a la mesa de montaje. Y en el preciso instante en que lo veía, se había producido un milagro. Una escena de amor de las que solo pasaban en las comedias musicales egipcias que a ella le encantaban.

Creyéndose a salvo de las miradas, el periodista había robado una de sus polaroid y se la había guardado en el bolsillo.

26

Cuando Jacques Reverdi se enteró de que habían organizado una visita médica «monstruo» en la cárcel para detectar posibles casos de SRAS, supo que era el golpe de suerte que esperaba. Sin embargo, no se le ocurría la forma concreta de aprovechar la ocasión. Se había pasado cuatro días dándole vueltas al asunto sin encontrar una solución.

En ese momento, once de la mañana del 23 de abril, esperaba su turno en la inmensa cola y seguía sin tener ninguna idea.

En realidad, en ese momento le tenía absolutamente sin cuidado.

Porque desde hacía dos días estaba bajo los efectos del choque.

El choque del rostro.


Nunca había entendido el desprecio que planeaba sobre la valoración del físico cuando se trataba de juzgar a una mujer. Como si tuviera que ser ante todo un genio, una santa, una madre, rebosante de cualidades morales. Como si apreciarla, adorarla por su rostro, por su cuerpo, por su aspecto fuera un insulto. Las propias mujeres siempre querían ser amadas por su «belleza interior».

Simples y puras gilipolleces.

El don de Dios, el único, era la belleza física. Sobre todo el rostro. El milagro de la armonía, del equilibrio, se concentraba ahí. E imponía silencio. Ni una palabra, ni un susurro… Había que admirar y nada más. El resto era escoria, impureza, contaminación. Todo lo que llamaban «intercambiar», «compartir», «conocer al otro» era mentira. Por una sencilla razón: en cuanto una mujer abría la boca, mentía; no podía expresarse de otro modo. Era su naturaleza ancestral. El magma informe, denso, insidioso del que no podía salir.

Él siempre había escogido a sus compañeras por su belleza. Encontrar un rostro por la calle: era a la vez tan sencillo y tan difícil como eso. Después, no era más que estrategia, cálculo, manipulación. Desde el momento en que empezaba a hablarle a su «elegida», comenzaba él también a mentir. Penetraba en el círculo abyecto de la relación humana. Cuando esas mujeres creían conocerlo, cercarlo, no hacían sino alejarse de él, cayendo en la trampa que les tendía. Una canción de Georges Brassens acudió a su mente:


Quiero dedicar este poema

a todas las mujeres a las que amamos

durante unos instantes secretos…


«Las transeúntes.» Esos versos siempre le habían obsesionado. Le parecía que resumían la esencia misma de su Búsqueda. Ese drama íntimo y eterno, que consiste en dejar pasar un rostro bello en un tren, entre la multitud, en una calle, cuando un irresistible impulso te empuja hacia él. Lo único que cuenta es ese primer deslumbramiento. La chispa primordial.

Por eso, cuando él se disponía a sonsacarle algunas confesiones a Élisabeth y a obtener de ello un mediocre placer, se había sentido subyugado por la foto.

No esperaba eso, en absoluto.

Más que un rostro, las facciones de Élisabeth eran una revelación.

Bajo el cabello rizado y moreno, su expresión fina, acerada, se veía reforzada por unos pómulos altos y unas cejas anchas. Al mismo tiempo, de la parte inferior de la cara emanaba dulzura, ternura. La boca en especial, de labios carnosos y claros, expresaba una sensualidad traviesa, casi divertida.

Pero eran los ojos lo que atraía la atención. Iris negros, dotados de la precisión del cuarzo, con un cerco brillante alrededor (quizá un ribete dorado, pero la foto, una polaroid, era en blanco y negro) y ligeramente asimétricos. Ese extraño desplazamiento del eje de las pupilas era irresistible. Atravesaba directamente los filtros habituales de la percepción, los prejuicios, los hábitos, y hacía añicos todo punto de referencia, toda protección. Te encontrabas desnudo frente a esa mirada y sentías que te deshacías, que te rendías, herido ya en lo más profundo de tu ser.

«Herido», esa era la palabra exacta.

Una herida en tu interior se abría más y más. Un deseo, ya doloroso. Una llamada, una ansiedad… Si Jacques se hubiera cruzado con esa «transeúnte» en las playas de Koh Surin o entre las ruinas de Angkor, la habría escogido inmediatamente. En ningún caso la habría dejado convertirse en una de esas «esperanzas frustradas de un día». Y ella habría constituido su presa más hermosa. Por sí sola, borraba a todas las que había seleccionado.

Ese rostro lo cambiaba todo.

Jacques había decidido entrar en el juego de la confesión.

E incluso ir más allá.


En la cola se armó un alboroto.

Se produjo cierta agitación y se oyeron unos gritos. Reverdi salió de sus pensamientos. Tal vez era el golpe de suerte que esperaba. Se abrió paso entre la multitud y vio en el suelo a un hombre presa de convulsiones, con el cuerpo arqueado. De sus labios brotaba una espuma sanguinolenta. Tenía los ojos en blanco. «Epilepsia», pensó Jacques. El tipo no iba a tardar en morderse la lengua.

– ¡Apartaos! -gritó en malayo.

Se quitó la camiseta y la colocó, enrollada, bajo la nuca del hombre, que seguía temblando espasmódicamente. Cogió la cuchara que llevaba siempre encima para metérsela al enfermo en la boca. Tuvo que intentarlo varias veces hasta que consiguió apoyarla contra el paladar. De este modo, el aire pudo pasar de nuevo al esófago.

Por último, puso el cuerpo de lado para evitar que el tipo se ahogara con sus vómitos. Se encontraba fuera de peligro. El ataque estaba remitiendo. En ese momento reconoció al epiléptico: un indonesio, un asesino de mujeres apodado Vitriolo porque utilizaba ácido para desfigurarlas.

– ¿Qué pasa?

Jacques se volvió hacia la voz. Un rostro cubierto con una mascarilla verde claro apareció entre la multitud. Se apartó. El médico auscultó al indonesio, cuyos espasmos iban disminuyendo. Efectuó los mismos gestos que Reverdi: comprobó cómo tenía la nuca y la garganta.

Se bajó la mascarilla. Era el viejo médico de la cárcel, un indio llamado Gupta.

– ¿Quién ha hecho esto? -preguntó a la concurrencia.

Reverdi dio un paso adelante y dijo en malayo:

– Yo. Hay que inyectarle Valium.

El médico frunció el entrecejo. Era un anciano de tez cerosa, con el pelo aplastado sobre la frente.

– ¿Eres médico? -dijo en inglés.

– No. Hice un curso de socorrismo.

Gupta dirigió una mirada al indonesio, que vomitaba con débiles espasmos. La cuchara seguía brillando al fondo de su garganta, como una prueba.

– ¿De dónde eres? ¿Eres europeo?

– Sí, francés.

– ¿Por qué estás aquí?

– Es usted el único que no lo sabe. Por asesinato.

El médico asintió con la cabeza, como si se acordara en ese momento de un «prisionero especial». Llegaron dos enfermeros y tendieron a Vitriolo en una camilla. El médico se levantó, se puso de nuevo la mascarilla y le dijo a Jacques:

– Tú ven conmigo.


Reverdi conocía perfectamente la enfermería; era allí adonde iba a buscar sus medicamentos todos los días antes de comer. Se reducía a un bloque prefabricado, con las paredes forradas de tablas de madera negra. Estaba dividido en tres habitaciones: una sala grande con camas metálicas, una consulta al fondo y, a la izquierda, un cuartito donde estaban los «archivos»: kilos de historiales clínicos amarilleados por las estaciones secas y los sucesivos monzones.

Normalmente, ese barracón era el lugar más tranquilo de la prisión. Solo unos cuantos lisiados gemían en sus camas, en espera de ser trasladados al Hospital Central. Ese día estaba abarrotado: los hombres se agolpaban entre las paredes tambaleantes, se daban codazos, se agitaban, hasta el punto de que todo el edificio amenazaba con derrumbarse hacia uno u otro lado. Unos médicos disfrazados de cosmonautas habían habilitado alrededor de las camas «salas de consulta», donde se amontonaban presos vacilantes, asustados, bajo el control de guardias armados que no parecían más tranquilos. Todo el mundo temía a un enemigo invisible que amenazaba con atacar de un momento a otro: el SRAS.

– Sígueme -susurró Gupta tras la mascarilla.

Atravesaron la multitud. El médico tenía unos andares raros -movía en círculo los hombros cada vez que daba un paso-, a medio camino entre los de un chulo y los de un jorobado. Reverdi lo seguía, dominando la multitud por una cabeza. Oyó a un médico que gruñía ante las venas invisibles de un drogadicto. A otro que gritaba porque acababa de salpicarlo un chorro de sangre.

La visita médica parecía reducirse a una monstruosa extracción de sangre. Corría a raudales. En los frascos, los tubos, las venas. Decenas de recipientes eran llenados, etiquetados, transportados en bandejas con agujeros. Reverdi sintió náuseas. No podía soportar la visión de esa sangre, exactamente la contraria de su Búsqueda. Sangre de hombre. Sangre impura.

Gupta abrió una puerta corredera. Reverdi entró, aliviado, en la apacible consulta. Una sólida mesa de roble, historiales desordenados, una talla de madera, una báscula y un cartel de lectura con letras de todos los tamaños. Un auténtico dispensario de pueblo.

El médico quitó un montón de historiales de la silla que estaba frente a la mesa.

– Siéntate.

Gupta se instaló también y se bajó de nuevo la mascarilla. Su rostro moreno se hallaba dividido entre el agotamiento y el mal humor. Jacques pensó en un tampón demasiado usado y con la marca de varios sellos diferentes.

– ¿Por qué estás aquí exactamente?

– Por nada.

Gupta suspiró.

– Tengo suerte de vivir en este universo de inocentes.

– Yo no he dicho que fuera inocente.

El anciano lo observó con atención.

– ¿Cuál es el motivo de la acusación? -preguntó.

– El asesinato de una mujer, una europea. En Papan. Jacques Reverdi: ¿no ha oído pronunciar nunca ese nombre?

– Tengo muy mala memoria -contestó, suspirando-. Claro que aquí eso es más bien una ventaja. De todas formas, lo que has hecho fuera de estos muros no me concierne.

Cruzó las manos y permaneció en silencio unos segundos. Un silencio nervioso, eléctrico. No paraba de mover los pies. Al otro lado de la puerta, el barullo parecía aumentar.

– Conozco muy bien al epiléptico de antes… Vitriolo. Está en tratamiento, pero vende las pastillas. ¿Sabes que le has salvado la vida?

– Mejor.

– O peor. Ha matado a más de veinte mujeres. Pero, una vez más, esa no es la cuestión. ¿Estás en prisión preventiva?

– Sí.

– Entonces, ¿no trabajas en los talleres?

– No.

– En caso de que haya epidemia de SRAS, ¿aceptarías ayudarnos?

– Ningún problema.

– ¿No tienes miedo de contagiarte?

– Ya estoy muerto. No tengo ninguna posibilidad de que no me condenen.

– Muy bien. Bueno, quiero decir…

Al otro lado de la puerta, el escándalo seguía aumentando. Un médico vociferaba porque una serie de frascos llenos acababa de estrellarse contra el suelo. Jacques pensó en la sangre…, toda esa sangre extraída de las venas, brillando con su luz oscura…

Por asociación de ideas, se acordó de la carta de Élisabeth. Sus confesiones habían sido otra agradable sorpresa. Se expresaba con inteligencia y originalidad. Esa manera de evocar su propia sangre…, los nombres de los colores, las comparaciones con cuadros… Había sentido una sutil excitación. Esas imágenes enardecían todos sus sentidos, y debía confesar que se había masturbado varias veces leyendo y releyendo aquellas palabras hechizadoras.

– ¡Eh, te estoy hablando!

Jacques se irguió en la silla. Gupta se había levantado y se había puesto la mascarilla.

– Empiezas mañana -dijo con voz sofocada-. Yo me ocupo del papeleo. En cualquier caso, haya SRAS o no, aquí necesitamos gente.

Reverdi se levantó también. En ese momento vio lo que, inconscientemente, buscaba desde que había entrado en el despacho: una conexión de teléfono.

A su pesar, sonrió.

El golpe de suerte que esperaba finalmente se había presentado.

– Estaré encantado de ser útil -murmuró.

27

Una semana más tarde, aún no había enviado su respuesta a Elisabeth. No podía hacerlo antes de confirmar algunos detalles. Su plan requería preparativos y quería tenerlo todo solucionado antes de darle instrucciones.

Las dos de la tarde.

Se dirigió hacia la enfermería.

El día anterior habían llegado los resultados de las muestras de sangre: todos negativos. Ni un solo caso de infección relacionado con el SRAS en la prisión. En aquel momento había temido que lo retiraran de su puesto en la enfermería, pero Gupta había convencido a las autoridades de que necesitaba al número 243-554. Reverdi disfrutaba ahora de una libertad de movimientos increíble. Se hubiera dicho que, debido a la gran conmoción causada por la falsa epidemia, se habían olvidado de él. Hasta Raman lo controlaba menos.

El trabajo en el dispensario era repugnante, pero no se quejaba. En una semana se había hecho una idea de la situación. El combate principal era contra la infección. Heridas purulentas, úlceras supurantes, gangrenas galopantes. Había también eccemas, irritaciones, alergias que se multiplicaban por efecto del calor. Los reclusos se rascaban hasta arrancarse la piel y se hinchaban a ojos vista. Estaban asimismo los lisiados habituales, caídas y otras fracturas abiertas. Sin contar el fondo permanente: disenterías, beriberi, paludismo, tuberculosis…

En cuanto a las urgencias, ya había participado en cinco intervenciones. Un intento de suicidio con hoja de afeitar, una paliza, una caída misteriosa por la escalera y otra caída, más misteriosa aún, dentro de un caldero de sopa hirviendo; por último, un psicópata que había intentado ahogarse comiéndose su propia mierda. Pura rutina.

En realidad, la «gran batalla» era otra. Pese a los esfuerzos de Gupta por practicar una medicina justa, la enfermería era sobre todo el lugar donde se desarrollaba un negocio inagotable, controlado por Raman. Para entrar había que pagar y los tratamientos tenían un precio. A ello se añadía un comercio incesante de tranquilizantes y otros productos químicos. El propio Reverdi explotaba el sistema; no habría podido soñar con un sitio mejor para vender sus medicamentos y renovar su clientela: el cincuenta por ciento de los reclusos que estaban en la enfermería eran toxicómanos con mono.

Jacques estaba a escasos metros del bloque cuando lo llamaron. Se volvió con desconfianza, pues había reconocido la voz: Raman.

– Acércate.

Jacques obedeció, pero se mantuvo fuera del alcance de su porra.

– Tú y yo tenemos que hablar -susurró el guardia en malayo, lanzando miradas circulares.

– ¿De qué, jefe?

– De tu nuevo trabajo.

Jacques observó sin pestañear el semblante negro de Raman: un trozo de meteorito venido de una galaxia diabólica. Sabía de qué quería hablar el cabrón: del reparto de las ganancias obtenidas de las ventas ilícitas en la enfermería, sobre todo las de sus propias pastillas. Sin embargo, se hizo el inocente.

– Tendría que hablar más bien con el doctor Gupta, ¿no?

Raman se quedó inmóvil; luego, de pronto, sonrió. Sus facciones permanecían siempre agazapadas. Cada nueva expresión te pillaba por sorpresa.

– ¿Quieres jugar a hacerte el tonto? Allá tú. También quería hacerte una pregunta. ¿Sabes por qué está presente un cirujano en el momento del ahorcamiento?

Sus músculos se tensaron.

– No, jefe.

– Porque siempre hay que coserlo. Al ahorcado. -Rodeó su propio cuello con una mano-. La cuerda desgarra la carne, ¿comprendes? Espero que al menos no vaya en contra de tu religión.

Reverdi guardó silencio. Un buen rato. Luego, imitando a Raman, sonrió bruscamente.

– Vale más que lo cosan a uno muerto que vivo.

Le guiñó un ojo. Raman lo miró, indeciso. Finalmente dijo:

– Tu abogado está ahí. En el locutorio.

Jimmy lo esperaba en su postura habitual, con un café humeante sobre la mesa, frente a él. Jacques miró el vaso blanco. El abogado empezó a pronunciar el discurso preparado para la ocasión una vez que hubieron encadenado a Reverdi al suelo. Pero este lo interrumpió sin contemplaciones:

– ¿Está bueno el café?

Wong-Fat, indeciso, dirigió una mirada al guardia.

– Excelente.

– ¿Mejor que de costumbre?

El chino asintió. Su rostro de cera chorreaba. Jacques alargó un brazo.

– ¿Puedo probarlo?

El abogado asintió de nuevo. Reverdi echó también un vistazo hacia el vigilante, que dormitaba por efecto del calor. Cogió el vaso y lo ocultó a su mirada. Sumergió los dedos en el café caliente y sacó un objeto electrónico envuelto en plástico.

Un objetó minúsculo, cromado, plano como una calculadora de bolsillo.

Sonrió.

Ahora ya podía escribir a Élisabeth.

28

Kanara, 1 de mayo de 2003


Perdón por el retraso, pero debía llevar a cabo ciertos preparativos con vistas a nuestras nuevas relaciones. Además, ahora trabajo en la enfermería de la cárcel, lo que exige mucho tiempo y energía.

He leído con atención tu última carta. Tus respuestas me han gustado mucho. Es más, me he sentido seducido por tu manera de expresarte, de describir esos detalles que te afectan en lo más íntimo y que me interesan enormemente.

Pero, sobre todo, he visto tu rostro. Y debo confesar que me ha deslumbrado. Jamás hubiera podido sospechar, cuando leí tu primera carta, que detrás de tu burda petición se ocultara un rostro así.

Élisabeth, yo creo en los rostros como se cree en los mapas geográficos. En su superficie podemos leer la composición de los suelos, el clima de las regiones, las selvas interiores… Los rostros encierran la realidad interna de los seres. En tus rasgos he visto una inteligencia y una voluntad de comprender que deberían permitirnos ir muy lejos juntos.

Así pues, me toca a mí responderte. Pero, te lo advierto: no necesito tus preguntas. Yo sé lo que te interesa. Yo sé lo que esperas.

Sin embargo, debo decepcionarte: semejantes verdades no se cuentan. Son experiencias demasiado fuertes, demasiado plenas, que saturan el ser. No tengo ganas de intentar llenar páginas sobre ese tema. Empobrecerlo con palabras, ensuciarlo con explicaciones.

Élisabeth, si de verdad quieres comprender mi historia, solo es posible tomar un camino: el mío. En el sentido literal del término.

En alguna parte del Sudeste Asiático, entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador, existe otra línea.

Una línea negra.

Jalonada de cuerpos y de terror.

Ahora puedes seguirla si aceptas ser guiada, a distancia, por mis consejos. ¿Te interesa? Por supuesto. Puedo imaginar tus ojos negros centelleando, tus labios de color miel estremeciéndose al leer mi proposición.

Si aceptas efectuar este viaje, comprenderás lo que realmente pasó en mi camino.

Tu periplo no será fácil. Los indicios no serán numerosos. Y no cuentes con que yo sea muy explícito. Tendrás que deducir tú misma los acontecimientos, experimentar en tu carne los mecanismos de la historia, las causas y los efectos de la línea negra.

En cada etapa, me enviarás tus conclusiones. Describirás con precisión lo que has encontrado, lo que has comprendido, lo que has sentido. Si vas por el buen camino, te facilitaré lo necesario para seguir avanzando.

En caso de error, no habrá una segunda oportunidad.

Volveré a mi silencio.

También es importante que entiendas una cosa. Si me dices «sí» ahora, no habrá marcha atrás. Estarás unida a mí para siempre. Por un secreto inexpresable.

Por último, un punto fundamental: cuando hable de los actos que te interesan, nunca diré «yo». Es posible que yo sea el autor de esos actos. Pero también es posible que se trate de otro al que conozco bien, que está cerca de mí o en libertad. Yo soy el único que tiene la respuesta y no estoy preparado, por el momento, para revelártela.

Confórmate con seguir «sus» consejos.

¿Estás preparada para esta experiencia, Élisabeth? ¿Te sientes bastante fuerte para asumir este papel, para ir hasta el origen de las tinieblas?

Escríbeme enseguida a las mismas señas. Después cambiaremos de forma de comunicación. Dame una dirección electrónica. He podido preparar aquí un sistema que me permitirá escribirte, sin que nadie se entere, por vía electrónica.

Muy pronto ya no podré sentir la huella de tu mano en el papel. Ni pensar en tu bello rostro inclinado sobre la mesa cuando me escribes. Pero entonces te imaginaré en las carreteras del Sudeste Asiático.

Un día me dijiste: «Abismos los hay de todas clases. Y todos me interesan». Ha llegado el momento de que me lo demuestres.

Un beso, querida Lise.


Jacques


Marc no alzó enseguida la cabeza de la carta; estaba llorando.

De alegría. De emoción. Y también de miedo.

Había esperado tanto tiempo esa carta… Era 6 de mayo. Montaba guardia en correos desde mediados de abril. Se había vuelto medio loco a fuerza de esperar, no trabajaba, no se afeitaba, apenas dormía.

Pero el resultado valía ese sufrimiento.

Un asesino en serie iba a confesarse por fin ante él.

Mejor aún: iba a guiarlo, a situarlo tras sus propios pasos.

Con los guantes puestos, cogió una hoja y escribió, sin sombra de vacilación, una respuesta entusiasta, dejando un espacio en blanco para la dirección electrónica. Releyó el texto y no vio que tuviera que hacer ni una sola modificación. Era un texto de amor, loco, ciego, de una joven dispuesta a todo para seguir a su mentor.

De pronto, tomó conciencia de que había redactado directamente la carta con la letra de Élisabeth, Todo un símbolo.

Alzó la vista y contempló la pared que tenía enfrente. Había colgado todos los retratos del apneísta que tenía. Una manera de acercarse a su cómplice-adversario. Ahora, un bosque de Reverdi lo miraba. Triunfal, con traje de submarinista. Sonriendo, bajo el sol de los trópicos. En primer plano, taciturno.

«En alguna parte del Sudeste Asiático, entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador, existe otra línea.

»Una línea negra.

»Jalonada de cuerpos y de terror.»

Marc sonrió, con los ojos bañados en lágrimas.

– ¿A cuántos has matado, cabrón?

29

Primera prioridad: la dirección electrónica.

Marc fue a un cibercafé situado junto a la avenida Trudaine. Utilizar su propio ordenador para abrir una cuenta de correo electrónico a nombre de Élisabeth estaba descartado. Él no sabía nada de tecnología, pero estaba seguro de que crear una dirección electrónica dejaba rastros.

Sentado ante un PC anónimo, escogió un servidor de origen francés. Voilà, y rellenó el cuestionario previo necesario para abrir una cuenta de correo gratuita, ya que cualquier pago dejaba asimismo huellas.

Todos los datos que dio eran falsos y se referían exclusivamente a Élisabeth Bremen, una parisina de veinticuatro años que no existía. Se inventó una dirección personal, en el distrito IX, para dar mayor coherencia, una fecha de nacimiento y una contraseña; luego escogió un nombre de usuario, lisbeth@voila.fr.

Esa era su llave para entrar en las tinieblas.

Después se dirigió con su carta a la agencia de DHL de la estación de Bercy; nada de pedir que fueran a recogerla a su casa. A mediodía había solucionado ese primer problema. Salió de buen humor. Todo aquello parecía un juego. Sin embargo, la angustia afloraba a la superficie de su conciencia.

Ciertos pasajes de la carta resultaban especialmente inquietantes, cómo uno en el que Reverdi hacía mención a «otro», que quizá fuera el verdadero asesino, todavía en libertad. Marc se encogió de hombros. Era un farol, estaba seguro. Simplemente una medida de precaución por si la correspondencia entre ellos fuera descubierta y utilizada en su contra.

En el taxi que lo llevaba a casa, hizo una lista de lo que tenía que comprar y de las medidas que debía adoptar con vistas a su viaje. Decidió que lo arreglaría todo durante los dos días siguientes. Era 6 de mayo. El 8 era fiesta y abría uno de esos puentes interminables que a Marc le horrorizaban. Nada de esperar hasta la semana siguiente.


Pero lo primero de todo era despejar el terreno.

En unas horas recuperó el control de su vida. Se lavó, se afeitó, se sacó brillo de arriba abajo. Después fue a la tintorería, donde había dejado varias chaquetas, así como una serie de pantalones y de camisas.

– Esto es una tintorería, no un almacén -masculló la encargada.

Marc pagó sin rechistar.

De vuelta en casa, quitó de la pared las fotos de Reverdi y las guardó cuidadosamente en una carpeta. A continuación ordenó sus artículos, notas y comunicados. Agrupó las copias de sus cartas y las cartas de Reverdi. Entre esos elementos, apareció el retrato de Jadiya, del que había hecho una copia.

Tenía que reconocer que era una chica sublime. Bajo la regularidad de sus facciones, poseía un movimiento indómito que la hacía más atractiva que las demás modelos y le otorgaba más fuerza. Quizá eran sus pupilas, ligeramente desniveladas. O sus pómulos demasiado altos, que, según la luz, proyectaban sombras verticales, casi amenazadoras, sobre el resto de la cara. O esa languidez que pasaba por sus ojos como un velo.

Nada más verla, había pensado en esos conciertos para piano de Bartok y de Prokofiev en los que las melodías, cercadas de acordes disonantes, parecen brotar de un magma de violencia y se vuelven más bellas, más puras. Dejó la foto sobre la mesa y le sonrió.

Virtualmente, compartía a esa chica con un asesino.

Pero ni uno ni otro la verían nunca más.

Cerró la carpeta y la llevó al anexo, el cuartito que olía a champiñón. Guardar toda aquella documentación, sobre la que tanto había soñado, era simbólico. Había vuelto al mundo real. Su contacto con Reverdi ya no era una quimera.

Pero lo concreto, ahora, era también el dinero.

Marc se pasó la noche haciendo cuentas de los gastos que se le avecinaban. Un billete de ida y vuelta para el Sudeste Asiático no era excesivamente caro, con la condición de adaptar las fechas de salida y de llegada. Pero Marc no sabía adónde iba exactamente ni cuánto tiempo se quedaría. Suponía que recorrería los países donde Reverdi había vivido -Malaisia, Camboya, Tailandia-, pero nada más. Así pues, tendría que comprar un billete abierto, sin fecha de vuelta establecida, es decir, el más caro. Y comprar otros billetes allí mismo para desplazarse de un país a otro.

Tenía experiencia en viajes. Calculó su presupuesto para desplazamientos, contando los vuelos internacionales, los nacionales y el alquiler de coches, en alrededor de cuatro mil euros. A lo que había que añadir los hoteles, los restaurantes y los imprevistos. En total, unos cinco mil euros.

A esos gastos se sumaba la compra de un ordenador y los programas necesarios; de ningún modo podía utilizar su Macintosh y su módem para comunicarse con Reverdi. Le pareció, tras echar un vistazo a los precios, que dos mil euros bastarían. Si a ese total se añadía un margen para no ir demasiado justo, se obtenía un presupuesto global de alrededor de ocho mil euros.

¿De dónde podía sacar una suma como esa?

Miró, sin ninguna convicción, su cuenta bancaria. El saldo no sobrepasaba los mil euros. Lo justo para acabar el mes trampeando, como de costumbre. Comprobó sus otras cuentas. Vacías. Ninguna inversión. Ningún ahorro. Desde hacía seis años, Marc vivía así, sin red, al día.

Pensó con incredulidad en su época dorada, cuando un mes en que ganaba cien mil francos era un mes «malo». ¿Qué había hecho con todo ese dinero? El estudio era lo único que tenía. ¿Estaba dispuesto a venderlo para emprender ese viaje? No. No es que le tuviera mucho apego, pero ponerlo en venta llevaría algún tiempo. Y sobre todo, no se imaginaba mudándose. Aquel era su antro. Su guarida, forrada con sus notas y sus libros. Un anexo de su cerebro.

Se acostó, manteniendo los ojos clavados en la biblioteca, que brillaba a la luz del farol del patio. Decidió pedir un préstamo al banco al día siguiente, a primera hora.

Por la mañana, después de tomar varios cafés, se puso a ello, pero no se tomó la molestia de desplazarse. Estaba tan seguro de la respuesta de su agencia que llamó por teléfono.

– No lo entiendo -dijo el banquero tras un largo silencio-. ¿Ese viaje es por motivos profesionales?

– Desde luego.

– ¿Y por qué no pide el dinero al periódico?

– Se trata de una primicia y quiero ser yo el propietario. Créame, hay enormes intereses detrás.

Percibía el escepticismo del otro. Cambió de táctica y recordó su época buena, los tiempos en que ingresaba en su cuenta cheques de seis cifras. No había sido siempre un cliente difícil.

– Justo -lo cortó el banquero-. Nosotros ayudamos sobre todo a los clientes que siguen la curva inversa. Clientes difíciles que se vuelven más «fáciles». Comprende, ¿no?

– Le aseguro que se trata de una excelente inversión. Esta investigación me permitirá volver a los años de esplendor.

– Muy bien, pues vuelva y entonces ya veremos.

Marc se contuvo para no pasar a los insultos y colgó. No era el momento de cambiar de banco, ni de añadir tareas administrativas a las que ya tenía que hacer.

La otra posibilidad era Le Limier. También en este caso sabía la respuesta. Verghens no soltaría ni un euro sin saber de qué se trataba… y sin adjudicarse el proyecto.

– ¿Para qué quieres esa cantidad? -preguntó antes de que Marc hubiera acabado la frase.

– Un asunto importante.

– Eso ya lo he entendido. Pero ¿de qué se trata?

– No puedo decírtelo. Por el momento no.

– ¿Es una primicia?

– Exacto.

– Si no hay información, no hay pasta.

– Es justo lo que me imaginaba. Te llamaré cuando vuelva.

Negociaron su tiempo disponible. Verghens no estaba de acuerdo, pero le debía a Marc un montón de días de vacaciones. Al final, tuvo que ceder y le dio tres semanas de permiso.

Solo quedaba una solución: Vincent. Ante la idea de darle un sablazo a su antiguo socio, a quien se lo había enseñado todo, un reflujo ácido le quemó la garganta. ¿Cómo había llegado a aquello? Mendigarle a su propio discípulo… Se consoló diciéndose que lo que estaba realizando era una cruzada. Era un guerrero. Un misionero. Y los misioneros siempre son pobres. Esa miseria constituye incluso un signo de superioridad.

A mediodía, cuando empujó la puerta del estudio fotográfico de la calle Bonaparte, había decidido situarse mentalmente por encima de todo sentimiento de vergüenza o incomodidad. Sin embargo, pese a su resolución, cuando llegó el momento de hablar la humillación le bloqueó la garganta. Vincent le facilitó las cosas.

– ¿Cuánto? -preguntó.

Movido por un oscuro resentimiento, Marc multiplicó por dos la suma que había previsto pedir.

– Diez mil euros.

Vincent atravesó su gran bunker. Abrió la puerta negra de la sala de revelado. Al fondo, Marc lo sabía, había una caja fuerte. Para el material y también para el dinero que las jóvenes modelos le daban en efectivo.

– Cinco mil euros -dijo, dejando un fajo de billetes sobre la mesa de montaje-. No tengo más aquí. Te hago un cheque por el resto.

Marc asintió, con los ojos clavados en el dinero. Debería haber pronunciado una frase de agradecimiento, pero tenía los músculos de la garganta demasiado tensos. Al coger el cheque logró a duras penas articular:

– Te lo devolveré…

– No hay prisa.

– Gracias -dijo por fin.

– Soy yo quien te está agradecido. Si no hubieras decidido poner fin a nuestras gilipolleces de paparazzi, aún estaría encaramado en un árbol espiando a famosas y habría dejado pasar mi oportunidad.

– Me alegro.

Marc intentó sonreír, pero sus facciones se crisparon. Vincent lo acompañó hasta la salida. Una pesada cortina ocultaba la puerta, una estructura de acero pintado que enmarcaba un grueso vidrio.

– Al final -dijo Vincent, apartando la cortina-, lo de Diana, todo aquel escándalo, fue mi salvación. Lástima que en tu caso no se pueda decir lo mismo.

Marc recibió aquellas palabras como un latigazo. Su mente reaccionó dejándose llevar por el entusiasmo. Se vio recoger las confesiones de Reverdi, descubrir un secreto increíble en el corazón de las selvas de Asia. Se vio escribir un documento único narrando su experiencia, ganar premios prestigiosos de periodismo, se vio…

– Mi hora va a llegar también -dijo apretando los dientes-. No te preocupes.

– ¿Qué estás tramando?

– Secreto profesional.

– Un día, tus historias de asesinos acabarán por volverte loco.

Con las mandíbulas más apretadas aún, Marc murmuró:

– Es una investigación, y tengo razones profundas para hacerla.

– Ya conozco tus razones, y deberían más bien hacerte salir corriendo.

– Tú no estás dentro de mi cabeza.

Vincent lo asió de un brazo con afecto:

– Nadie quisiera estar dentro de tu cabeza.


Las tres de la tarde, FNAC Digital, bulevar Saint-Germain.

Marc temía ese tipo de expedición. La espera, el calor, la jerga tecnológica; las respuestas siempre más complicadas que las preguntas; la oferta ilimitada de productos, cuando cualquier ordenador serviría.

– Es exactamente lo que usted necesita -afirmó el vendedor.

Marc miró el nuevo Macintosh que le proponían: puro, ligero, desconocido. Se imaginó perdido entre los documentos de ayuda, tardando horas en hacer algo que hacía sin pensar en su ordenador actual. Tuvo una idea. Para no perder tiempo, debía comprar exactamente el mismo modelo que el que tenía.

– Quisiera una máquina de la generación anterior.

– ¿Está de broma? ¡Esas tienen por lo menos dos años!

Marc no se dio por vencido. El vendedor hizo una mueca de disgusto.

– Ya no hacen esas antiguallas. Tendría que buscar en el mercado de segunda mano.

Al oír esas palabras, su idea ganó puntos. Comprar un ordenador que ya hubiera sido utilizado, facturado a nombre del primer propietario. Con un poco de suerte, aún tendría instalados los programas, que también estarían registrados a nombre del usuario anterior. Una nueva forma de no dejar huellas.

Salió de muy buen humor con la dirección de una tienda de segunda mano situada en el mismo bulevar Saint-Germain. Saboreaba todos los engranajes de su estrategia.

Era un juego.

Pero también una amenaza.


Marc encontró exactamente lo que buscaba. Un Macintosh Powerbook provisto de un módem antiguo y que funcionaba con un sistema antiguo, el Mac OS 9.2. Una buena máquina, antigua y conocida.

El tipo de la tienda le propuso hacerle una factura a su nombre; él no aceptó. Le ofreció una garantía de un año; la rechazó: tenía que dar sus datos.

Al conectar la máquina en la tienda se dio cuenta de que la suerte estaba de su lado: el disco duro contenía programas de tratamiento de texto y de correo electrónico instalados a nombre del anterior propietario. El vendedor le recordó que era ilegal utilizar esos programas. Le propuso que comprara los mismos en versiones nuevas.

– Lo pensaré -dijo Marc, aunque ya lo tenía todo decidido.

Pagó en efectivo y se marchó con la caja bajo el brazo. En el coche, que circulaba por la orilla derecha con lentitud -eran las seis de la tarde y había un tráfico denso-, Marc hizo recuento de sus pantallas de protección.

Un ordenador y programas a nombre de otro. Una cuenta de correo electrónico abierta para Élisabeth Bremen. Líneas telefónicas pertenecientes a cibercafés. Y muy pronto a hoteles asiáticos. Ni un solo elemento permitía llegar hasta Marc Dupeyrat.

Literalmente, no existía.

Pero ¿de qué tenía miedo? ¿De que Reverdi descubriera el engaño? ¿Cómo iba a poder realizar la menor indagación estando en la cárcel? Ya era un milagro que consiguiese enviar e-mails desde Kanara. ¿Su abogado? No. Estaba seguro de que ese tal Wong-Fat no estaba al corriente de nada. Era un simple instrumento, un satélite en la galaxia Reverdi.

Él sabía cuál era la verdad: estaba otorgando poderes paranormales al asesino apneísta, dotes de adivinación, el don de la ubicuidad. Sí, le temía, como si el asesino pudiera salir de la cárcel, o deslizarse entre los circuitos electrónicos…


A las seis, Marc consiguió entrar en una agencia de viajes que se disponía a cerrar, en la calle Blanche. Pidió información sobre las tarifas de los vuelos que le interesaban y los trámites administrativos que había que realizar. De los tres países que tenía en mente, solo Camboya pedía visado, que se podía obtener en el mismo aeropuerto. Se informó también sobre el SRAS: nada que temer en ese sentido. La enfermedad parecía controlada. Por lo menos en el Sudeste Asiático. Marc dio las gracias a la chica del mostrador y prometió volver cuando supiera exactamente la fecha de salida.

Esa noche, Marc preparó virtualmente su bolsa de viaje. Hizo una lista de lo que necesitaba y se dijo, por ejemplo, que estaría bien llevar una pequeña cámara de fotos digital. En los diferentes lugares que Reverdi fuera indicándole, podría hacer fotos y efectuar verdaderas localizaciones. ¡Quién sabía! Quizá el asesino lo guiara por las escenas de sus crímenes.

Esa idea lo sobresaltó. ¿Se daba cuenta realmente de lo que estaba haciendo? ¿Cómo iba a utilizar esa información, obtenida de un modo tan retorcido? Ni siquiera estaba seguro de que fuese a explotarla. Trabajaba para sí mismo. Tal vez su primicia no saliera nunca a la luz, pero lo esencial era otra cosa: iba a meterse en el cerebro del asesino. Iba a mirar al Mal directamente a los ojos.

Y quizá, por fin, a comprender.

El cansancio se le vino encima, como un bloque de cemento, a las once. Se fue a la cama sin cenar, casi a tientas.

Unas horas más tarde, todavía estaba despierto. Observaba, en la oscuridad, la mancha blanca que formaba el mapa del Sudeste Asiático extendido junto a la cama. Tenía en el pecho un nudo de angustia cada vez más duro, cada vez más doloroso. «Entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador existe otra línea…»

Era un juego.

Pero, sobre todo, una amenaza.

30

– Lo sacaron de la tierra tal cual: estaba intacto.

– ¿El cuerpo no estaba descompuesto?

– Intacto, como te lo cuento. Lo llaman «incorrupción del cadáver».

Jadiya estaba desconcertada. Cuando Vincent la había invitado a esa cena en su casa, había imaginado una reunión de periodistas especializados en el mundo de la moda y estilistas homosexuales parloteando ruidosamente de cosas fútiles. En realidad, allí solo había reporteros y fotógrafos.

– Increíble -insistía el que estaba hablando-. Parecía que lo hubieran enterrado el día anterior. -Se echó a reír-. Los italianos ya hablan de un milagro.

Por lo que Jadiya había entendido, ese periodista acababa de realizar un reportaje sobre los milagros en Italia. Por casualidad, había asistido a la exhumación del papa beatificado Juan XXIII con vistas a su canonización. Y había resultado que el cuerpo del futuro santo, fallecido en los años sesenta, se hallaba perfectamente conservado.

El reportero era incapaz de hablar de otra cosa. Era un tipo desgarbado, que llevaba un jersey de lana azul marino. Pese a su cara surcada de arrugas, el pelo bien peinado y el cuello blanco de la camisa le daban el aspecto de un colegial muy formalito.

Un viejo italiano, con bolsas en los ojos y la voz más espesa que el licor, apuntó al exaltado con los palillos (era una cena a base de sushi):

– Has pasado demasiado tiempo en Italia.

El aventurero rechazó la objeción con un gesto, adoptando la expresión de un visionario incomprendido.

– Es por los conservantes.

Todas las miradas se volvieron hacia la mujer que acababa de hablar, una rubia flacucha de pelo mate y rostro alargado.

– ¿Qué conservantes? El Papa no había sido embalsamado -repuso el periodista.

– Me refiero a los agentes conservantes de los alimentos. Ingerimos tantos que acaban por conservarnos a nosotros. Nuestros cuerpos ya no se descomponen. Está demostrado científicamente.

Se produjo un silencio; luego, de repente, todo el mundo se echó a reír. La rubia, furiosa, insistió:

– ¡Lo digo en serio! Se han hecho estudios sobre la cuestión y…

La interrumpió la llegada de Vincent, que llevaba una carabela de madera clara constelada de sushi. El puente estaba alfombrado de rollitos rellenos de aguacate; la borda, constituida de filetes de salmón, y las velas eran hojas de alga.

– ¿Y si dejáis de decir gilipolleces? Jadiya va a pensar que estáis todavía más pirados que la gente de la moda.

Algunas miradas se posaron en ella. Los invitados estaban sentados sobre cojines, alrededor de una larga mesa baja situada en el centro del estudio fotográfico. Vincent había avisado: «No hay bastantes sillas. Será una cena japonesa».

Como de costumbre, a Jadiya le habría gustado encontrar una réplica ingeniosa y divertida, pero no se le ocurrió nada. Esbozó una vaga sonrisa y esperó, sonrojándose, que pasaran a otro tema.

Seguía preguntándose por qué la había invitado Vincent. ¿Quería ligar? No, el plan era otro. El especialista en el flou la había acogido bajo su ala protectora; ella formaba parte de su gran proyecto de «conquista del mercado». Decía que iba a transformarla en top-model. En cualquier caso, Jadiya tenía que reconocer que sus fotos eran magníficas. Extrañas y brumosas.

– ¿Tú qué opinas?

Jadiya se sobresaltó.

– ¿Perdón?

– ¿Qué opinas del terrorismo checheno?

Se había perdido un capítulo. Su vecino de mesa, un calvo que llevaba sus últimos cabellos en forma de corona, la miraba. Parecía un emperador romano.

– Pues…

Agarrada a los palillos, balbució una respuesta. Se había preparado para hablar sobre el conflicto iraní, pero no había tenido tiempo de empollarse la expansión del terrorismo islámico. Se sentía cada vez más incómoda. El olor a algas y los efluvios de pescado crudo se le agarraban a la garganta. Detestaba el sushi.

Sin embargo, en medio de aquel marasmo tenía una razón para alegrarse.

Él estaba allí, en el otro extremo de la mesa.

Marc Dupeyrat. El enamorado solitario que había robado una foto de ella allí mismo, hacía un mes. Parecía más encerrado en sí mismo que nunca, atrincherado tras el pelo y el espantoso bigote. Ni siquiera le había dirigido una mirada. ¿Timidez? ¿Desconcierto?

Desde el episodio de la foto robada, Jadiya se había montado una película del estilo de las que le gustaban. Tenía una colección de cintas de vídeo de comedias musicales egipcias legadas por su abuela, que había interpretado pequeños papeles en ellas en los años sesenta. Historias románticas en las que cualquier excusa era buena para ponerse a cantar, en las que el amor siempre triunfaba, la miseria se acababa, los hombres eran guapos y buenos, llevaban el pelo engominado…

Para una película de ese tipo, la polaroid robada era un excelente principio. Jadiya imaginaba a Marc cantando en su apartamento mientras admiraba su foto. O dudando delante del teléfono, sin atreverse a llamarla. O cenando con Vincent y orientando discretamente la conversación hacia ella. Al llegar a la cena, tenía la vaga esperanza de encontrarlo allí. Pero ahora se hallaba frente a un muro.

La cena había terminado. Había que actuar. Bebió dos sakes seguidos y se concentró en su recuerdo: el hombre robando su foto. Se agarró a esa escena como se agarraría a un paracaídas y se acercó a él mientras los invitados intentaban levantarse como podían.

– Marc, quería decirte…

Él se irguió y su nuca emitió un extraño crujido.

– ¿Qué?

– Compré Le Limier. Para ver qué era.

– Debe de gustarte perder el tiempo.

De nuevo ese tono sarcástico. De repente le pareció muy estirado, muy idiota. Pero era demasiado tarde para echarse atrás.

– No, al contrario. Me ha parecido… interesante. Desde un punto de vista sociológico.

Él asintió con la cabeza, sin convicción. Saltaba a la vista que esa conversación le desagradaba. La escena era ridícula: ella estaba a cuatro patas y él seguía sentado en el suelo.

– Me gustaría hablar contigo sobre esto. Verás, aparte de las fotos, estoy haciendo la tesis de filosofía. Trabajo sobre el incesto. Tú has debido de investigar…

– Lo siento. En este momento no trabajo en Le Limier. Si quieres, te pondré en contacto con un colega.

Jadiya sentía la cólera vibrar bajo su piel. Se sentó con las piernas cruzadas y lo miró de frente.

– ¿Trabajas para otro periódico?

– ¿Esto es un interrogatorio o qué?

– Perdona.

Marc acabó por sonreír.

– No. Soy yo quien pide perdón. No sé controlarme. -Se apartó el mechón-. Tengo que hacer un viaje.

– ¿Una investigación?

– Una especie de investigación. Un proyecto personal.

– ¿Un libro?

– Demasiado pronto para decirlo.

Cuanto más hablaba, menos le decía. Jadiya experimentaba ahora una alegría perversa hurgando en su secreto.

– ¿Vas a estar mucho tiempo fuera?

– No lo sé.

– ¿Dónde?

– Eres muy curiosa. Lo siento, pero es algo… muy personal.

Jadiya sintió deseos de abofetearlo, pero murmuró:

– Quizá antes de que te vayas tengamos tiempo de vernos.

Él se levantó de un salto, con una flexibilidad extraña, felina.

– Me habría encantado, pero me marcho pronto.

Marc rodeó la mesa y se perdió entre el humo y la algarabía, sin una mirada, sin un adiós. Jadiya se levantó también. Estaba petrificada. El vacío que la llenaba pesaba toneladas, la anquilosaba hasta la punta de los dedos.

¿Por qué esa actitud? ¿Estaba soñando cuando lo vio robar la foto? ¿La había cogido por otra razón? ¿Era un fetichista? ¿Un maníaco? ¿O bien había percibido los problemas de ella, la quemadura india?

Al pensar aquello, su soledad la rodeó como un círculo de llamas. Entre el crepitar, una voz gritaba:

«¡Tengo el cerebro lleno de arena! ¡La culpa es tuya!»

31

¡Qué pesada!

Bajaba deprisa por la calle Saints-Pères. ¿Qué puñetas quería esa chica de él? Lo había Literalmente acosado. ¡Venga a hacer preguntas sobre su viaje! Cualquiera hubiera dicho que estaba al corriente del proyecto…

Marc había decidido volver andando a casa para que se le calmaran los nervios. Pero cuando llegó a la plaza del Louvre seguía igual de furioso. Cruzó la explanada sin levantar los ojos del asfalto. Ni una mirada para la pirámide resplandeciente. Ni un vistazo a las galerías, que dibujaban largas series de arcos azulados.

La presencia de Jadiya le había hecho sentirse incómodo. Había pasado una cena atroz, notando que ella lo observaba, lo examinaba. Para rematar la noche, había tenido que hablarle. ¡Y ahora resultaba que era una intelectual! Nada que ver con la aspirante a modelo estándar, sin color ni relieve. No comprendía la actitud de esa chica. En otro espacio-tiempo hubiera creído que andaba detrás de él.

En la plaza del Palais-Royal se calmó un poco al ver el edificio de la Comédie-Française brillando en las tinieblas. Las dos de la madrugada. Un viento tibio soplaba en la noche parisina, como para barrer los últimos gases de escape y obtener su imagen más pura, más perfecta. Fuentes iluminadas; círculos de piedras; largas galerías de columnas grises. Un verdadero decorado del siglo xvii, como salido de una obra de Molière. Uno casi esperaba ver aparecer, bajo las farolas, al Comendador persiguiendo a Don Juan.

Marc se sentó en el borde de una de las fuentes y notó el frescor del agua subir hacia él, envolverlo como en un encantamiento. Cerró los ojos y los abrió varias veces seguidas. Cada vez que lo hacía, las luces de las arcadas se precisaban un poco más en su conciencia, se adentraban en él. Como agujas de acupuntura que tocaran sus meridianos de ciudadano.

Con la calma volvió la lucidez. Sumergió los dedos en el agua helada y se pasó las manos por la cara antes de reconocer la verdad.

La cólera que experimentaba era contra sí mismo.

¿Por qué mentirse? Se sentía atraído por Jadiya. Como cualquier hombre ante semejante belleza. Pero, mientras que otro probaría suerte, él había robado una foto suya para enviársela a un asesino en serie. Esa era la clase de tipo que era.

No le gustaba el amor; le gustaba la muerte.

La imagen de Sophie barrió inmediatamente esas reflexiones. Estaba maldito, lo sabía. Y pobre de aquel o aquella que se le acercara demasiado. Ya había tenido la prueba. Dos veces. Por eso debía mantenerse apartado del amor. E incluso de la amistad. Marc Dupeyrat, cuarenta y cuatro años, sin esposa ni hijos. Un simple cazador de crímenes, incapaz de compartir su existencia con nadie.

Echó a andar de nuevo. La cólera había dejado paso a la desesperación. La avenida de la Ópera no arreglaba nada. Larga, ancha, vacía, más vacía aún con sus tiendas para turistas con los escaparates muertos que parecían pertenecer a otro planeta.

Al acercarse al Palais-Garnier, rodeó de lejos sus luces llamativas y se adentró en la calle de la Chaussée-dAntin, totalmente oscura, por donde algunas prostitutas vagaban, solitarias, como si se hubieran equivocado de vida. Finalmente, llegó al pie de la colina del distrito IX, que se alzaba por encima de la iglesia de la Trinidad.

Bajo su cráneo, un enorme abatimiento se abría camino…

Un cuarto de hora más tarde, entraba en su estudio. No se decidía a encender la luz. Distinguía los mapas del Sudeste Asiático sujetos con chinchetas en la pared, su bolsa de viaje, que había dejado a medio preparar. Y sobre todo el ordenador, cuya pantalla levantada brillaba en la penumbra.

Fue el momento de la verdad.

No estaba enfurecido contra Jadiya.

Ni contra sí mismo o su aventurada estrategia.

Estaba simplemente irritado, envenenado, destrozado por el fracaso.

Jacques Reverdi no le había enviado ningún e-mail.

Llevaba más de una semana esperando y había perdido toda esperanza. Había consultado todos los días su cuenta de correo en los cibercafés del barrio: ningún mensaje. Reverdi había abandonado a Élisabeth. Había renunciado a su proyecto común.

Se oyó, una hora antes, decirle a Jadiya: «Tengo que hacer un viaje». Era falso. Nadie lo había llamado. Había imaginado mil veces su partida, pero no le habían escrito. Ni la más mínima señal. Un niño olvidado, con su maleta, en el andén de una estación.

Todavía de pie en la entrada del estudio, notó un fluido eléctrico a lo largo de sus nervios. Un deseo irreprimible de consultar la cuenta de correo de Élisabeth. Tal vez esa noche…

Era absurdo: ya la había mirado de camino al estudio de Vincent, a las ocho de la tarde, en un cibercafé del bulevar Saint-Germain. Y no podía haber pasado nada desde entonces: apenas había amanecido en Kanara. Sin embargo, la ansiedad no lo dejaba en paz, una auténtica comezón en los miembros.

Pero ¿adónde podía ir a esas horas? Eran las tres de la madrugada. Su mirada fue a parar de nuevo al ordenador. Se había jurado no utilizar jamás ni su Mac ni su línea telefónica. Ningún vínculo directo debía establecerse, ni una sola vez, entre Marc Dupeyrat y Jacques Reverdi.

Pero esa noche la tentación era demasiado fuerte.

Optó por una medida intermedia: utilizar su línea telefónica, pero con el nuevo ordenador portátil, el de Élisabeth.

El aparato no tardó más que un minuto en presentar el logotipo de bienvenida.

Marc abrió el programa de correo electrónico y escribió la contraseña de Élisabeth. De repente, entró en razón. Estaba corriendo un riesgo inútil. Y todo por simple nerviosismo. Cogió el ratón para detener el proceso antes de que se produjera la conexión cuando recibió un impacto en el tórax. Se había quedado sin respiración.


Había recibido un e-mail.

Un remitente desconocido llamado sng@wanadoo.com.

Código límpido:

«sng» significaba «sangre».

«Sangre» significaba «Reverdi».

Temblando, abrió el mensaje. Su cabeza empezó a arder cuando leyó:


Ya. Kuala Lumpur.

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