Cuando abrió los ojos, el avión estaba atravesando las nubes de París.
Marc pensó en viejos harapos pringosos. La suciedad y el olor de la ciudad habían permanecido en el fondo de sus ojos, de su nariz…, e incluso en el interior del avión, en la clase business, le parecía notarlos. Miró por el ojo de buey: las luces de la Île-de-France, minúsculas, parpadeaban en la turbulencia del amanecer. La mañana de ese jueves, 5 de junio, Marc era incapaz de pensar absolutamente nada.
Solo había dormido unas horas, revolviéndose en el asiento. Había hecho el viaje en tensión. Miembros rígidos, manos ardientes. Nada más despegar, su exaltación del salón VIP se había transformado en angustia y nada había podido eliminarla: ni los pinchitos con salsa satay, ni las encantadoras azafatas, ni la elección de películas en su pantalla. Marc había revivido toda su experiencia. El vuelo se había convertido en una enfermedad de catorce horas.
– Abróchese el cinturón, por favor.
Marc obedeció. A medida que se despertaba, sus ideas iban ordenándose. Vio la bandeja con el desayuno a su lado. Mientras devoraba huevos revueltos y cruasanes, pensó en su aventura, en sus descubrimientos, en su libro. Lo había conseguido. Se había apoderado de la mente de un asesino. Permanecía en el seno de su locura como el arqueólogo que penetra en la cámara funeraria de una reina. Y ahora estaba lejos. A doce mil kilómetros del asesino. A salvo en su ciudad. Dueño y señor de su botín. Podría continuar su viaje con la imaginación. Llevado por la ficción, profundizaría en su estudio, explotaría la menor señal, la menor coherencia del universo del criminal.
Cuando el avión tomó tierra, su presentimiento se convirtió en certeza. Había llegado al límite de la angustia: la luz lo esperaba, la verdad iba a coincidir con la fama, la riqueza y, por fin, la paz.
A las seis de la mañana, el aeropuerto de Roissy se asemeja a los cuadros metafísicos de Giorgio De Chirico. Inmensa rotonda desierta, donde la existencia parece perder todo punto de referencia, toda legitimidad. Un gran vacío en forma de concha, donde la vacuidad del ser resuena interminablemente.
Su bolsa fue una de las primeras en aparecer en la cinta transportadora: privilegio de las primeras y de las business. La cogió y salió a la incierta luz del día. A bordo del taxi, el efecto de harapos se reforzó. La luz lúgubre parecía impregnar los cristales. A lo largo de la autopista se extendían llanuras, descampados olvidados, campos de batalla sin cadáveres. Había experimentado muchas veces esa sensación de fin del mundo después de un largo viaje, al amanecer. El presentimiento de que había sucedido algo durante su ausencia. Una guerra atómica, un terremoto. Tan solo quedaban en pie las vallas publicitarias, últimas convulsiones de un mundo acabado.
Marc las miraba sin verlas. Eran paneles gigantescos, tensados con cables, que se desplegaban al viento matinal como las velas de un barco.
De pronto le gritó al taxista:
– ¡Pare!
El hombre se sobresaltó.
– ¿Qué?
– ¡Pare!
– ¿Se encuentra mal? ¿Va… va a vomitar?
– ¡Pare de una vez!
De mala gana, el hombre aminoró la marcha y se metió en el arcén.
– Dé marcha atrás.
– Se está pasando, ¿no creé?
Marc abrió la portezuela mascullando:
– ¡Me cago en la puta!
Bajó del taxi con el ordenador en las manos. Tenía que retroceder trescientos metros para llegar hasta el anuncio que acababa de ver. Pasó de largo y siguió corriendo un poco más para tener cierta perspectiva.
Por fin, jadeando, se volvió.
Jadiya estaba ahí, a cuatro metros de altura, escrutando el horizonte con sus ojos negros.
Marc, con el corazón en un puño, no acababa de recuperar el aliento. Buscaba en el fondo de su cabeza una explicación. Sin embargo, era fácil imaginarla: Vincent había hecho un buen trabajo. Durante su ausencia, había conseguido un contrato importante para la aspirante a modelo.
En unas semanas, Jadiya se había convertido en una estrella.
En un rostro que debía de multiplicarse en todas las calles de París.
Y se lo merecía. Esa constatación absurda le atravesó la mente. Estaba sublime. De tres cuartos, dirigía su mirada oscura, vehemente, al mundo. En el fondo de esas pupilas de jade había también una dulzura, un estremecimiento líquido que recordaba los reflejos de una laca. Una ternura inaccesible, protegida por los altos pómulos. Esa impresión de fortaleza, de protección mineral, se veía reforzada por los rizados cabellos negros, pegados con gel a las sienes -una idea del peluquero o del fotógrafo-, como tatuajes de tinta china.
La imagen era sepia tirando a dorado. Un color arabizante, cercano a la henna, que armonizaba con el rostro delgado de Jadiya y su vestimenta: una chaqueta blanca entallada, de cuello Mao y con arabescos bordados que recordaban los motivos cachemir.
Parecía a la vez una musa de la época hippy y una begum que hubiera huido del palacio de su nabab con la chaqueta de este. En la parte inferior del anuncio se leía el nombre del perfume, Élégie, junto a un frasco cuya forma evocaba la lámpara de Aladino.
Marc cayó de rodillas.
Estaba sublime…, y él… él era un gusano.
Vomitó el desayuno: huevos revueltos, cruasanes y zumo de naranja. Aún no calibraba las consecuencias de la catástrofe. Pero intuía que estaba metido en una máquina infernal que tenía su propio ritmo, sus propios mecanismos.
Tambaleándose, dando traspiés y limpiándose la boca con una manga, Marc volvió al taxi. Cuando se dejó caer en el asiento, el hombre, tendiéndole un paquete de pañuelos de papel, le dijo:
– Es usted un poco especial, es…
– Circule.
– Encantado. Estamos aquí para eso.
Marc no oía nada, tenía el cerebro como envuelto en algodón. Le quemaba el esófago, y el corazón abría agujeros de aire en su pecho.
– ¿Tiene un móvil?
El taxista se echó a reír.
– ¡Muy bueno! Usted debe de creer que ha alquilado una limusina. Pues no, amigo…
Marc arrojó un puñado de billetes sobre el asiento de al lado del conductor.
– Deme su móvil.
El taxista echó un rápido vistazo a los billetes.
– De acuerdo. No vale la pena ponerse nervioso.
Rebuscó bajo la chaqueta y le tendió con la mano izquierda el teléfono. Marc marcó el número de Vincent, el del teléfono fijo, que estaba junto a su cama. Después de ocho timbrazos, el coloso descolgó.
– ¿Sí?
– Soy yo, Marc.
– ¿Marc? ¿Desde dónde llamas? En París es supertemprano y…
– Estoy en París.
Crujido de sábanas, voz pastosa: el oso emergía del sueño.
– ¿Qué te pasa?
– Acabo de aterrizar. Te llamo por los carteles.
– ¿Los carteles?
– La campaña de Jadiya.
La voz se hizo más clara:
– ¿Los has visto? Es increíble, ¿eh? -Estaba rebosante de orgullo-. Ha sido un golpe maestro, como suele decirse, y eso que ha sido el primero. Te lo había dicho… Esa chica es la nueva Laetitia Casta. ¡Si vieras la cifra que figura en el contrato!
– Lo que quiero saber es el ámbito de la campaña. ¿Nacional o internacional?
Se produjo un silencio.
– ¿Por qué? -preguntó finalmente Vincent.
– Contéstame.
El gigante suspiró con resignación.
– El viaje no te ha cambiado. Nacional. Están haciendo un gran lanzamiento en Francia. Después ya se verá. Es un consorcio de perfumeros. Están poniendo toda la carne en el asador y… -Se interrumpió-. No lo entiendo. ¿A ti qué más te da? Acabas de llegar a París y…
– ¿Qué hay previsto en la prensa?
Vincent resopló de nuevo.
– Lo típico: revistas femeninas, semanarios… La verdad es que todas estas preguntas…
– ¿El anuncio aparecerá en las versiones internacionales de esas publicaciones?
– No. El contrato es muy claro a ese respecto. Únicamente el territorio francés y francófono.
– ¿Seguro?
– He sido yo el que ha redactado el contrato. -Se echó a reír-. Me he convertido en agente, tío, ¿qué te parece? Soy un hombre nuevo. En plena mutación. Y tú, ¿qué? ¿Cómo te ha ido el viaje?
Marc colgó sin responder. Acababan de llegar a la puerta de Bagnolet. Por encima del bulevar periférico, tres vallas exhibían la figura de Jadiya.
Con su cuello Mao, era un magnífico ángel de la muerte.
– No le entiendo -dijo la editora de Marc.
Renata Santi. Sonaba a seudónimo, y efectivamente era un seudónimo. Renata se había inventado ese nombre cuando empezaba en el oficio. Entonces había fundado las publicaciones Santi; luego se había casado y había creado una nueva sociedad con el apellido de su marido: Casal. Más tarde, después de haberse divorciado y de haber vendido su parte de las dos empresas, habría podido por fin utilizar su apellido de soltera. Pero a esas alturas nadie habría sabido quién era. De modo que había conservado su seudónimo y emprendido un nuevo proyecto con el nombre de su hijo, Lorenzo.
Era para perderse, y Marc no estaba seguro de haberlo comprendido del todo. Había trabajado con Renata sobre varios testimonios que había que reescribir deprisa y corriendo para coincidir con la actualidad.
– No le entiendo -repitió-. La sinopsis es apasionante. ¿Por qué quiere renunciar?
Marc no contestó. Estaban en el despacho de Renata, en el primer piso de un inmueble del distrito VI con ventanas semicirculares.
– Si teme que el trabajo lo supere -continuó-, puedo hacer que le ayuden. Tenemos especialistas. Pero sé que usted trabaja deprisa y bien.
Marc sonrió en respuesta al cumplido. Había esperado hasta el martes siguiente, 10 de junio, después de un lunes festivo, para informar a Renata de su decisión. Entre tanto, sus peores previsiones se habían confirmado: el rostro de Jadiya estaba por todo París. No podía hacer nada contra esa campaña, aparte de meterse en un rincón oscuro esperando que Reverdi no viera el anuncio, por ejemplo en una revista francesa.
– Es la oportunidad que llevo tiempo esperando para la editorial. Dar una campanada en el terreno de la ficción. Podríamos incluso tenerlo para septiembre y pillarlos a todos por sorpresa.
Marc observaba a la mujer. Un verdadero fenómeno. Cercana a la sesentena, ancha de espaldas, con una larga cabellera rizada y muy negra, seguramente teñida, que sepultaba un rostro empolvado. Todo ello, unido a que siempre iba vestida de negro, la hacía parecer un cantante de hard rock. Observando los pliegues oscuros, se descubría la extraña coquetería de aquellas prendas superpuestas: un chaleco, un desmangado marinero, una camiseta Petit Bateau y un pantalón de corsario que le dejaba al aire las pantorrillas de ciclista enfundadas en medias satinadas.
– Si es cuestión de dinero…
– El dinero no tiene nada que ver con esto.
Renata echó el busto hacia atrás en el asiento, adoptando una posición regia. Sus labios carnosos y oscuros le daban un aire enfurruñado.
– Entonces, ¿qué?
– El proyecto ya no me interesa, eso es todo.
– Es una lástima. Una verdadera lástima.
Maquinalmente, hojeó la sinopsis que Marc le había enviado desde el aeropuerto de Bangkok. ¿Por qué se había precipitado ese día?
– Es un éxito seguro. Sin contar con su personalidad…
– ¿Qué pasa con mi personalidad?
– Ya sabe…
– No. No sé.
– Tiene usted un pasado… movido. Antiguo paparazzo. Cazador de escándalos. Y ahora especialista en sucesos. Todo eso daría una credibilidad suplementaria al libro.
– No es un documento.
Ella sonrió; el labio superior sobresalía respecto al inferior.
– Por supuesto. Pero está claro en qué se ha inspirado.
A Marc se le heló la sangre.
– ¿Qué quiere decir?
– Ese asesino buceador que detuvieron en Malaisia. Se ha inspirado en él, ¿no?
Esa simple evocación hizo que se le revolvieran las tripas. ¿Cómo había podido imaginar que no establecerían la relación?
– Si lo que le da miedo es él -continuó Renata-, muy pronto Reverdi no será más que un recuerdo. -La corpulenta mujer empujó un periódico hacia él-: Le Monde de hoy. Reverdi no tiene ninguna posibilidad de escapar a la pena capital. Su abogado se ha suicidado.
Marc estuvo a punto de caerse de la silla. El titular ocupaba la columna de la izquierda del periódico, en la primera página. Solo leyó las líneas que introducían el artículo. Jimmy Wong-Fat se había ahorcado en el cobertizo de su padre, en las Cameron Highlands, durante el fin de semana.
No sabía cómo interpretar la noticia. Solo surgían destellos de recuerdos. Las mariposas. Las colmenas. El rostro de Wong-Fat padre, acribillado de insectos, gritando: «¡Quiero que muera!».
Un penetrante perfume de almizcle lo envolvió. Renata se había inclinado hacia él.
– Con un poco de suerte -dijo con su voz grave-, podríamos publicar la novela en el momento de la ejecución.
Marc retrocedió para salir de su parálisis. El instinto le decía por qué el abogado había puesto fin a su vida. Reverdi se había ensañado con él y seguramente había renunciado a sus servicios. El hijo de papá pervertido, que esperaba una «iniciación», solo se había hecho merecedor de su cólera. Y esa cólera tenía una sola motivación: la ausencia de noticias de Élisabeth.
Su traición.
Estaba seguro: Reverdi era responsable de ese suicidio. Era capaz de matar a distancia. A través de los muros de la prisión. ¿Llegaría su poder a alcanzarlo a él?
Marc empujó el periódico hacia su interlocutora.
– Lo siento, Renata. No escribiré ese libro.
Una semana más tarde había cambiado de opinión.
Renata lo había llamado cerca de diez veces. Había subido su oferta económica hasta cincuenta mil euros. Una cifra extraordinaria: por los otros libros, Marc nunca había cobrado más de diez mil euros. Semejante suma daba una idea de las expectativas de la editora.
Pero el dinero no tenía nada que ver con su decisión.
Durante esos días, se había sumergido de nuevo en las noticias sobre Reverdi, que había reaparecido tras el suicidio de Wong-Fat. Había leído todos los artículos. Se había puesto en contacto con los corresponsales y los periodistas que conocía en Kuala Lumpur sin decir una sola palabra de su paso por Malaisia.
Incluso había elaborado una subcarpeta dedicada a Jimmy y obtenido los detalles de su acto decisivo. El abogado había vuelto a casa de su padre, en las montañas de las Cameron Highlands, el domingo 8 de junio. Se había ahorcado en el almacén. Marc podía imaginar el local lleno de mariposas, escarabajos y escorpiones. Un lugar de pesadilla para una muerte sórdida. No había dejado nada escrito y nadie había podido encontrar el expediente que había preparado para la defensa de Jacques Reverdi.
Marc también se había enterado de que el jefe de seguridad de Kanara, un tal Raman, había sido asesinado unos días antes. Según los periodistas malayos, recaían fuertes sospechas sobre Reverdi, pero no se había podido aportar ninguna prueba. ¿Otro gesto de cólera? No: en ese momento, Jacques no tenía ningún motivo para sospechar la traición de Élisabeth. En cambio, Marc recordaba que el 3 de junio había informado a Élisabeth de que iba a haber «follón» en la cárcel. Así pues, sabía que se cometería el asesinato de Raman. ¿Lo sabía porque él era el autor?
Pero la información decisiva no era esa. Jacques Reverdi no caminaba hacia la muerte, corría hacia ella. Se había negado a que lo asistiera otro abogado y, según los periodistas del News Straits Times y del Star, se había sumido en un mutismo total que nadie se explicaba. Solo se relacionaba con las personalidades religiosas de la prisión: imames y predicadores musulmanes. Al mismo tiempo, la instrucción preliminar estaba tocando a su fin. Y apuntaba claramente a su culpabilidad.
Así pues, Marc no tenía nada que temer del monstruo. Tampoco había ningún riesgo de que descubriera, de una u otra forma, el engaño de la cara. Encerrado en su silencio y rodeado de rigoristas del islam, Reverdi se hallaba apartado para siempre del mundo exterior.
De modo que decidió llevar su proyecto hasta el final.
Y se puso a trabajar, todo el verano.
Primero en su estudio.
Después en una casa del sur de Francia que le prestó Renata.
Sus notas, precisas, apasionadas, le permitieron avanzar con gran rapidez. Más de veinte páginas al día. Marc escribía en un permanente estado de trance. De vez en cuando paraba y releía: se asustaba a sí mismo. A lo largo de los capítulos, se identificaba con el asesino. Se recreaba en los detalles violentos y sádicos de los crímenes. El tono utilizado alcanzaba la sinceridad de un diario íntimo. En esos momentos se acordaba de Patang, de su crisis, de su búsqueda de prostitutas a través de las calles…
Sin embargo, pese a esa identificación, Marc se sentía decepcionado. No había captado lo esencial: la esencia misma de la pulsión criminal. El goce. Había cruzado, en cierto modo, la línea negra. Pero, a pesar de ese éxito, seguía siendo ajeno a ese deseo de destrucción, a esa sed de sufrimiento. Simplemente se había acercado al horror, sin comprenderlo ni experimentarlo. Seguía sin sentir el placer del mal, la ebullición de la sangre.
¿No debería haberse alegrado de ello?
Le producía, por el contrario, una extraña amargura. No había terminado su misión. No había ido tan lejos como habría debido, en nombre de Sophie.
A finales de julio tenía entre las manos una primera versión.
Durante dos meses había permanecido totalmente indiferente a la realidad. Ni el calor que abrasaba a Europa ni la muerte de Marie Trintignant de resultas de los malos tratos de su amante habían atraído lo más mínimo su atención.
Marc se movía ahora en otro mundo.
Estaba escribiendo Sangre negra, la historia de un asesino apneísta.
Había conservado a grandes rasgos la intriga de la sinopsis.
La aventura de un periodista solitario que seguía la pista de un asesino en serie a través de Asia. Se había apartado de la historia oficial de Jacques Reverdi, pero había conservado dos elementos clave que tendían un puente directo con el asesino real: la acción transcurría en el Sudeste Asiático y su asesino era un profesor de submarinismo, antiguo apneísta.
Había respetado las etapas de su propia investigación. El Camino de Vida. Los Jalones de Eternidad. La Cámara de Pureza. La Sangre Negra. En cuanto a los decorados y las sensaciones, Marc no había tenido más que copiar las notas tomadas sobre la marcha, limitándose a cambiar los nombres y los lugares.
Como toque personal, había reforzado el suspense inventando un contrapunto dramático. Paralelamente a la investigación del protagonista, el asesino mantenía prisionera a una joven turista a la que se disponía a sacrificar. En el libro se alternaban los dos puntos de vista, las dos historias, hasta que se unían en el momento del enfrentamiento final.
El único punto débil del libro era el acontecimiento que Marc había tenido que inventarse del todo: el trauma del asesino. Él ignoraba por qué Jacques Reverdi se había convertido en ese predador despiadado, sediento de sangre negra. Al igual que ignoraba lo que significaba la frase: «¡escóndete, deprisa, viene papá!».Y por qué las hojas de bambú desencadenaban su pulsión criminal.
Una vez más, había partido de las migajas de la realidad. Había imaginado que, siendo adolescente, el asesino había descubierto el cuerpo de su madre desangrada, cosa que era verdad en el caso de Jacques. Pero en el libro había añadido que no estaba muerta. El futuro asesino había encontrado a una moribunda que le había revelado la identidad de su padre, un ser atroz, mientras le acariciaba el rostro con las manos ensangrentadas. Unas manos negruzcas, ligeras, cuyo contacto había provocado el doble trauma de la sangre negra y del murmullo de las hojas.
Cuando leyó su primer manuscrito, Marc se sintió satisfecho. No era gran literatura, pero en algunos pasajes, sobre todo en los de violencia, se había superado. ¿Había acabado escribiendo como Reverdi? ¿O como Élisabeth, convertida en visionaria por su maestro?
Continuó trabajando. Pasó la canícula sin enterarse. Oyó vagamente hablar de los miles de muertos, víctimas del calor. Vio en los periódicos las imágenes de los cadáveres depositados en las cámaras frigoríficas de Rungis. Solo sentía indiferencia. Su mente estaba totalmente atrapada por la novela. Escribía, sudaba, adelgazaba y se encarnaba por completo en sus páginas.
A principios del mes de septiembre había terminado la obra. Un ladrillo de cuatrocientas páginas que decidió llevar personalmente a Renata Santi. Se sentía ligero, tanto en sentido figurado como propio: había adelgazado siete kilos. Y, pese a su tez bronceada, estaba completamente debilitado, exangüe.
El calor había disminuido ligeramente, pero continuaba presente en la ciudad, en el fondo de la contaminación, como la lenta respiración de un animal que estuviera ardiendo.
Cuando el taxi salió de las estrechas calles del barrio de la plaza Saint-George y llegó al bulevar Haussmann, el rostro de Jadiya lo recibió de nuevo en las paredes de la ciudad.
Era la campaña más larga de la historia de la publicidad.
– Es magnífico.
Renata Santi solo había tardado dos días en leer el manuscrito. Irguió la cabeza y sacudió sus largos cabellos en un gesto teatral; parecía un Luis XIV de parodia.
– Ese asesino y su obsesión por la sangre negra… ¿De dónde saca esas ideas?
Marc se encogió de hombros con modestia.
– Su imaginación es… escalofriante. En serio, es uno de los mejores thriller que he leído. Tenemos un best-seller, tenga confianza en mí. Cuando pienso en los pobres relatos en los que hemos trabajado juntos… Pero ahora vamos a recuperar el tiempo perdido.
Marc estaba taciturno. Pese a esos cumplidos, el hecho de haber acabado el libro le producía una oscura tristeza.
– Debemos actuar con mucha rapidez -continuó Renata-. Dar un gran golpe. No hay que corregir casi nada. Podríamos publicarlo en octubre, ¿qué le parece?
Marc no respondió; el miedo le atenazaba el estómago.
– Este año la nueva temporada literaria se presenta aburridísima. Vamos a causar sensación. -Hizo un gesto amplio con el brazo, como si desplegara un horizonte deslumbrante-. Primero, campaña publicitaria. Carteles. Teasings en la radio. Sabe lo que significa, ¿no?
Marc asintió. Renata hablaba con una voz gutural, como si le faltara aire.
– Ya tengo algo en mente. Algo horripilante… sobre el color de la sangre.
Él permanecía en silencio. Renata añadió en un tono confidencial:
– Con un poco de suerte, hasta podríamos coincidir.
– ¿Coincidir con qué?
– Bueno…, ya sabe… El juicio de Reverdi.
Marc se puso tenso.
– Creía que habíamos llegado a un acuerdo. No hay que establecer la menor relación con ese caso, ¿entendido?
Renata levantó las dos manos.
– Ningún problema. Pero los periodistas lo harán. Será lo primero que le pregunten.
– Entonces no haré entrevistas.
– No entiendo sus temores, ni sus escrúpulos. Para empezar, la fiera está enjaulada. Y sobre todo, su novela es pura ficción. Es verdad que al principio se puede pensar en Reverdi, pero lo que desarrolla después es tan… específico… Todo el mundo reconocerá el poder de su imaginación.
Marc tenía la boca seca. ¿Tendría valor para mentir hasta el final? ¿Tendría suficientes agallas para defender el libro de otro?
– Ahora -prosiguió Renata-, a trabajar. -Golpeó el manuscrito con la palma de la mano-. He señalado con Post-it los párrafos que tiene que retocar. Cuatro tonterías. Mientras tanto, prepararemos la cubierta. Dentro de quince días estará en la imprenta.
Marc estaba paralizado en su asiento. La alusión a Reverdi había abierto un gran vacío en el fondo de su vientre. Un recuerdo lejano acudió a su mente. Cuando triunfaba trabajando con Vincent: eran ricos, intrépidos, estaban rebosantes de vitalidad… y chiflados. Una noche decidieron unirse a un grupo que practicaba el salto con cuerda elástica en el puente de Chatou.
Aquella noche no había querido rajarse. Sujeto con correas y hebillas, se había subido al parapeto, frente al vacío. Justo antes de saltar, se había sentido morir. Las aguas negras a más de cuarenta metros bajo sus pies le tendían el espejo de su propia muerte. Y al mismo tiempo lo atraían, lo invadían.
En ese momento experimentaba la misma sensación.
Salvo que ahora no llevaba ni correas, ni arneses, ni ninguna cuerda elástica en los pies.
– ¡Hola, Élisabeth!
Marc se volvió, estupefacto. Oír ese nombre había sido como recibir un mazazo en su nuca. Estaba cruzando la plaza Saint-Georges y una mano acababa de tocarle el hombro. Tuvo que concentrarse para reconocer, a través de los destellos que danzaban ante sus ojos, al hombre que tenía enfrente.
Alain.
El empleado de correos.
– ¿Ya está curada? -preguntó, echándose a reír.
Marc había olvidado a ese personaje que durante un tiempo tuvo su destino en sus manos. Le parecía que todo eso había pasado hacía un siglo. De pie en la calle, Alain parecía todavía más bajo que sentado detrás del mostrador. Tez mate y cola de caballo: un piel roja en miniatura.
Marc se apartó un mechón de la cara de forma inconsciente mientras buscaba una réplica: no se le ocurría nada. Ni siquiera sabía si el funcionario de correos hablaba de una Élisabeth real o si se había dado cuenta hacía tiempo de que no existía.
Acabó por balbucir:
– Emmm…, ya va todo bien.
Alain le guiñó un ojo.
– Tiene que venir a buscar sus cartas.
– ¿Ha recibido cartas?
El vietnamita rompió de nuevo a reír.
– ¡Veintiocho!
Media hora más tarde, Marc salió de la oficina de correos cargado de sobres. Alain había accedido a entregarle las cartas a pesar de que el contrato de reenvío había expirado hacía tiempo.
Se detuvo para leer los sobres. Todos llevaban el mismo membrete, escrito en árabe. Estaba claro que, tras la muerte de Jimmy, Reverdi había utilizado una asociación musulmana para enviar su correo de forma clandestina. Ahora comprendía mejor los artículos según los cuales Jacques se rodeaba de islamistas.
Marc miró las fechas de franqueo. Durante más de tres meses, el asesino enamorado había escrito una carta cada tres días. Estaban ordenadas cronológicamente. No se resistió a la tentación de abrir algunas allí mismo, en la calle.
Empezó por la primera, fechada el 12 de junio:
Amor mío:
No he recibido ningún e-mail tuyo desde hace diez días. Al principio estaba preocupado. Temía que hubieras sufrido un accidente en la última isla. Pero no; habría oído hablar de ello. Seguramente se trata de un fallo técnico. Por una u otra razón, tus mensajes no llegan a mi cuenta de correo. No sé si tú recibes los míos. Para mayor seguridad, vuelvo a escribirte a tu dirección de París…
Marc metió la hoja en el sobre. Abrió la carta siguiente. 15 de junio. Leyó unas líneas escogidas al azar:
… Cada vez comprendo menos tu silencio… ¿Qué pasó en Phuket? ¿Por qué esta ausencia de noticias?…
Tercera carta. 19 de junio. Cambio de tono radical:
… Lo que había tomado por una avería resulta que es una cancelación voluntaria de tu cuenta de correo electrónico…
Marc se saltó varios párrafos y leyó:
… ¿Se trata acaso de un juego? Si lo es, no puedo admitir tu inconsciencia. Ahora sabes quién soy. Sabes que soy yo quien establece las reglas…
Al final del texto, el asesino se ablandaba:
Resulta doloroso no leer ya tus cartas, pero todavía es un placer escribirte, a mano, como al principio…
Marc arrugó la carta. Cogió un sobre de principios de julio. La letra era menos regular:
Élisabeth:
Tu silencio posee ahora un significado que mantengo a distancia. Dos sílabas que me niego a pronunciar. Porque podrían tener consecuencias definitivas, y tú lo sabes. Eres mi elegida. Eres la mujer a la que he escogido. Te concedo un plazo…
Marc fue de nuevo hasta el final de la carta:
… Todavía puedes escribirme a mi dirección electrónica. Hazlo rápido, antes de que sea demasiado tarde. Ni tú ni yo queremos esto.
Renunció a leer otras cartas más recientes. Temblaba de la cabeza a los pies. Miró a su alrededor: transeúntes, coches, tiendas… Lo veía todo en una versión turbia, como en el fondo de un acuario. Él ya no pertenecía a ese mundo normal. Ahora llevaba una marca roja que lo excluía, que lo condenaba.
Se apoyó en una pared y trató de entrar en razón.
¿Qué estaba sucediendo que no había previsto? ¿Acaso no había imaginado mil veces ese enfado? ¿Qué temía exactamente? Una vez más, prestaba poderes sobrenaturales a Jacques Reverdi. Entre rejas no podía hacer nada. Y ni siquiera sabía que Marc Dupeyrat existía.
Unas semanas más tarde, el enemigo sería juzgado y ejecutado.
Caso cerrado.
Ese razonamiento no lo tranquilizó en absoluto. Estrechaba el correo contra su pecho. Tenía que deshacerse de él. Quemar esas cartas. Conjurar la maldición.
Cuando el taxi llegó al final del túnel de La Défense, Marc no reconoció nada. Se había equivocado de camino. Allí no iba a encontrar los descampados que habían marcado su infancia. Nanterre había cambiado. Había tantas construcciones, y destacaban tanto, que habían borrado hasta el recuerdo de los terrenos abandonados que él buscaba.
– ¿Adónde vamos exactamente?
– Continúe recto -contestó-. Hasta la plaza de La Boule.
Lo había dicho al azar. Intentaba acordarse de esos barrios. La gran zona de las torres, al norte, que tenían nombres poéticos, como Fuentecillas o Campos de Mirlos, o las torres Aillaud, conocidas como las torres-nubes. El Nanterre antiguo, al oeste, con casas de ladrillo apretadas unas contra otras. Y más allá aún, pasada la prefectura y la universidad, la auténtica tierra de nadie, un gueto plagado de descampados, de urbanizaciones en ruinas, de desguaces y de fábricas abandonadas. A ese barrio era al que él quería ir, cuya zona más famosa se llamaba precisamente La Fohe, la locura.
– ¿Y ahora?
Habían llegado a la plaza de La Boule. La rotonda, sobre la que antes había un puente-tobogán, era ahora tan plana y ordenada como un jardín público. Alrededor, Marc solo veía edificios de cristal azulado, zonas verdes, casas rehabilitadas.
– Vaya hasta la estación de Nanterre-ville. Después ya veremos.
– Después vienen los suburbios.
No esperaba tanto. Observaba ahora las calles donde había crecido, donde sus padres tenían la farmacia. ¿Cuántos años hacía que no había puesto los pies en el cementerio de Mont-Valérien, donde estaban enterrados? Siempre se había sentido distanciado de su familia, de sus propios orígenes. Sin embargo, ahora que quería perderse en la Tierra, encontrar un repliegue secreto en el Universo, se había dirigido espontáneamente a Nanterre.
– Tome el bulevar del Sena.
– ¿Está seguro?
– Siga la dirección de las ciudades Komarov.
El nombre había acudido a sus labios. Las últimas concentraciones urbanas antes del río. El coche pasó bajo el puente del tren y salió a un paisaje inesperado: inmuebles grises, fábricas, vías férreas… Marc recobró la confianza.
– Necesito gasolina.
El taxista le lanzó una mirada recelosa.
– Me he quedado sin nada -explicó Marc-. Tengo el coche más lejos. Busque un surtidor.
El taxi se detuvo en una gasolinera. Marc compró una lata y la llenó. En ese momento estalló una tormenta. Una lenta marea negra invadía el horizonte. Las nubes se estrellaban unas contra otras, lo que producía chispas malsanas de tonalidades de hematoma. Marc pensó en la isla de los muertos, cuando el monzón lo había acompañado en su último periplo. «Otra señal», se dijo.
Cogió un encendedor del expositor que estaba junto a la caja y pagó la cuenta. Después volvió corriendo al taxi mientras empezaba a llover.
– Continúe recto y coja la primera a la derecha.
Sus recuerdos se precisaban. De pequeño iba allí con otros niños, otros hijos de burgueses, para pasar miedo y para molestar a los perros y a los pobres.
El bulevar del Sena acababa en una calle desierta, delimitada por un lado por inmensas cubas y por el otro por casitas con las ventanas condenadas. Todo estaba intacto. Una Corte de los Milagros sin milagro…
Cuando vio las cubas negruzcas de las ciudades Komarov, ordenó:
– Pare aquí.
El taxista se mostraba cada vez más escéptico.
– Se lo advierto, no le espero.
Mientras le pagaba, Marc le repitió que tenía el coche aparcado un poco más lejos. Cuando bajó, la lluvia arreciaba. Densa, sombría, aceitosa. Se mezclaba con un polvo rojizo que subía del suelo al caer las gotas.
Dejó atrás los edificios de puertas desvencijadas y entró en la callejuela. Anduvo casi diez minutos, con los sobres en una mano y la lata de gasolina en la otra. Bordeaba una pared ciega, cubierta de pintadas y de anuncios de contactos rosa. Al fondo, el limo gris del Sena lo esperaba.
Llegó a una barrera roja y blanca en la que habían escrito con rotulador, con letras apretadas: «Señor, te pido perdón por mis pecados». Muy apropiado.
Pasó por debajo del obstáculo y se acercó a la orilla. Un camino de sirga, una franja de tierra estrecha y desierta. Enfrente, los espesos bosques de la isla Saint-Martin. El aislamiento del lugar, en plena ciudad, era sorprendente: una mezcla de pleno campo y abandono industrial. Estaba en ninguna parte y había llegado.
Bajó siguiendo el curso del río y continuó andando después de pasar unas enormes plataformas de amarre. Al otro lado, una gabarra herrumbrosa albergaba a unos okupas, cuyos perros ladraban bajo la lluvia. Era la única presencia viva en un kilómetro a la redonda. Se alejó y descubrió una «central de incendio», un edificio sin ventanas cuyos pilotes se hundían en el agua. Se metió bajo la estructura y se refugió al pie de uno de los pilares.
Allí, sobre la crujía de hierro, agrupó las primeras cartas -las que ya había leído- y las roció con gasolina. Prendió un sobre arrugado a modo de antorcha y lo echó encima del montón. Las llamas produjeron un ruido sordo. Se elevaron por encima del agua oscura que corría bajo la pasarela enrejada.
Marc las observaba. Quemar sus remordimientos era su destino. El certificado de defunción de lady Diana. La foto de Jadiya. Pero esta vez no estaba seguro de que las llamas bastaran.
Iba a arrojar las últimas cartas cuando se detuvo. Abrió una fechada a fines de julio. La escritura era temblorosa, atormentada.
… Las dos sílabas que me negaba a pronunciar aún, simplemente para protegerte, estallan ahora en mi mente: traición.
Marc pensó en las palabras de la psiquiatra de Ipoh: «No lo traicione jamás. Es lo único que no podrá perdonarle». Leyó algunos párrafos más. El humo le producía picor en los ojos.
… Has huido, me has abandonado. En cierto sentido, no puedo reprochártelo: ¿qué futuro tenías conmigo? Tampoco te reprocho el haberte aprovechado de la situación: ¿qué riesgo entraña escapar de un hombre que está entre rejas?
Pero hay algo que pareces haber olvidado: posees algo que me pertenece. Debes devolverme mi Secreto…
Marc hizo una bola con la hoja de papel y la arrojó al fuego. En un arrebato de furor, arrojó todo el paquete, o casi. Calado hasta los huesos, miraba los restos de papel ennegrecido que flotaban sobre el río. Hubiera querido sepultarse él también en ese fuego húmedo, en esa corriente densa que arrastraba aquellos vestigios hacia ninguna parte.
Solo le quedaban dos cartas en la mano. Abrió una. Escritura irregular, discontinua. El papel estaba agujereado.
… Me obligas a tomar unas decisiones que jamás hubiera querido contemplar. Pero, insisto, te has llevado una cosa que me es querida… Y solo hay una forma de recuperarla…
A Marc le costaba respirar. Sentía una enorme opresión en las costillas. ¿Qué quería decir Reverdi? Se saltó varias líneas y leyó:
Élisabeth, recuerda esta cita: «Este papel es tu piel, esta tinta es mi sangre». Entre nosotros hay un pacto. De un modo o de otro, vas a tener que hacer honor a tu palabra…
Marc echó la amenaza al fuego. La escritura se retorció entre las llamas. Pero su convicción se hizo más precisa: no, esta vez el fuego no bastaría. Nada quedaría borrado. Nada sería olvidado.
Solo una carta. La quemó sin abrirla. La última cita todavía daba vueltas dentro de su cabeza.
«Este papel es tu piel, esta tinta es mi sangre.»
No sabía cuándo ni cómo, pero estaba seguro de que iba a pasarle algo.
De una u otra forma, iba a correr sangre.
Renata Santi había hecho bien las cosas.
En vez de organizar un cóctel literario en la editorial, o en cualquier restaurante mediocre de la ciudad, había alquilado los locales de un nuevo club nocturno, Les Remises, situado a orillas del Sena, en los últimos muelles del puente de Tolbiac, destinados a otros usos. Ese martes, 14 de octubre, celebraban el lanzamiento de Sangre negra, primera novela de Marc Dupeyrat, best-seller anunciado.
El lugar era desacostumbrado, pero coherente con la estrategia de Renata, que quería marcar la diferencia con los convencionalismos del mundo editorial y se hacía la iconoclasta. Sin disimular su placer por publicar el thriller en el inicio de la nueva temporada literaria, proclamaba su intención de convertirlo en un acontecimiento único.
De momento había efectuado un recorrido impecable.
Tal como había prometido, había logrado publicar el libro en un mes. Marc estaba impresionado. Él ya había trabajado con documentos de candente actualidad editados en unas semanas, pero pensaba que una novela llevaría más tiempo. No con Renata. A medida que él hacía las modificaciones, el manuscrito pasaba a manos de los correctores.
Paralelamente, se trabajaba en la cubierta y la compaginación: Renata avanzaba en todos los frentes. Lo consultaba todo con Marc, pero solo para guardar las formas. Él había entendido perfectamente quién mandaba. A finales del mes de septiembre todo estaba a punto, solo faltaba imprimir, y se ponía en marcha la campaña de prensa y de marketing.
Esa noche, el resultado estaba allí: antes incluso de salir a la venta, el libro era un éxito. Se hablaba de él en los medios de comunicación y era de buen tono decir que esa novela era uno de los mejores títulos de la temporada. Renata se frotaba las manos: mientras los autores se daban codazos para situarse en la lista de los premios literarios, ella rellenaba sus hojas de pedidos y enviaba miles de ejemplares a las grandes superficies. «¡Un fenómeno! ¡Un apocalipsis!», repetía.
Marc estaba en la gloria. Embriagado, se dejaba mecer por ese suave balanceo. Los cumplidos, los halagos, las propuestas… y el cheque: había cobrado la segunda mitad del anticipo. Lo primero que había hecho, ahora que la obra estaba acabada, era devolver a Vincent el préstamo que le había hecho para el viaje. Una manera de cerrar definitivamente el caso Reverdi.
Desde el siniestro exorcismo de Nanterre, su angustia había desaparecido. Se había fijado fecha para el juicio de Jacques: el 5 de noviembre. El asesino había sido interrogado por el DPP, pero se había negado a responder, actitud que constituía una circunstancia agravante. Solo faltaba organizar una reconstrucción; luego el sospechoso sería trasladado a la prisión de Johore Bahru, donde se celebraría el juicio. Según la prensa malaisia, los jueces lo enviarían a la horca en cuestión de días.
Otro hecho tranquilizaba a Marc: los carteles de Jadiya habían desaparecido por fin de las calles de París. Y la campaña de prensa había terminado. En un arrebato de prudencia, había verificado también un detalle: Élisabeth Bremen -la verdadera, la chica cuyo pasaporte todavía obraba en su poder- se había marchado de la Ciudad Universitaria en junio y no había vuelto a aparecer. Otro cerrojo que se cerraba.
Por último, Marc había vendido el ordenador, que seguía a nombre del antiguo propietario. El material había cambiado de manos sin que en ningún momento su nombre apareciera en ninguna parte. El pasado estaba enterrado. No tenía más que saborear el éxito venidero y, por qué no, empezar a pensar en otra novela.
Se dirigió hacia la barra con paso indolente. Le gustaba ese lugar un tanto desastrado. Una especie de almacén con la estructura de acero y las paredes sin enlucir, donde la música sonaba como en el fondo de un barreño de cinc. Flotaba un olor a algas y a moho, seguramente debido a la proximidad del Sena, que lamía los pilotes del edificio bajo sus pies. Además, en cuanto uno se alejaba del calor de los focos, empezaba a tiritar a causa de la humedad. Sonrió: la idea de sacudir un poco a la comunidad literaria, no muy familiarizada con ese tipo de ambiente, le producía un secreto placer. Y la música estaba tan fuerte que era imposible hablar. Un buen medio para hacer callar a todo el mundo y cortar de raíz las críticas y las maledicencias.
Marc llegó a la barra en estado de ingravidez.
Jadiya se mezcló con la multitud.
Conocía Les Remises. Le encantaba ese gran zoco adonde sus compañeras modelos iban de caza. Estaban las que buscaban al «hombre de su vida», las que perseguían una «máquina de hacer dinero» y las que querían simplemente un hombre con una «superpolla». Esos muelles helados albergaban un tráfico infinito de relaciones posibles, entre un estruendo de terremoto.
Esa noche ella también iba de caza. Estaba segura de que volvería a verlo. A principios del verano, cuando se había enterado de que Marc había vuelto, le había mandado un e-mail de bienvenida. Ninguna respuesta. Después se había decidido a dejarle un mensaje en el contestador. Silencio total.
A finales del mes de julio, con motivo de una sesión de fotos, había interrogado discretamente a Vincent: Marc se había encerrado en alguna parte, en el sur, para terminar un libro. ¿Qué libro? Vincent no lo sabía. Lo principal era otra cosa: Marc tenía una excusa. Un caso de fuerza mayor. No había que molestar al «artista».
Ahora era oficial: Marc Dupeyrat había escrito una obra de ficción, Sangre negra, que estaba en boca de todos. Jadiya se estremecía ante la idea de felicitarlo. Había decidido hacer borrón y cuenta nueva. Olvidar su actitud desagradable, su silencio, su grosería, y retener un solo gesto: el robo de la polaroid la primavera pasada. Había repasado tantas veces esa escena que aquellos segundos estaban más gastados en su mente que las cintas de vídeo de películas egipcias.
Jadiya se abría paso a codazos entre el gentío. Estaba impaciente por ver al hombre metamorfoseado en escritor. ¿No había cambiado ella también? Todas las semanas aparecía en las páginas de papel satinado de las revistas, caminaba por las pasarelas. Hasta le habían ofrecido varios contratos en exclusiva con grandes marcas de perfumes y de productos cosméticos.
Se había mudado a un piso de cuatro habitaciones, que había escogido expresamente en el inmueble donde había pasado tres años de su vida prisionera en un cuarto de criada. También se había sacado el carnet de conducir y había decidido posponer hasta el año siguiente la presentación de la tesis. El dinero estaba ahí; había que cogerlo. Freud y Lévi-Strauss podían esperar.
Sí: Marc y ella habían recorrido un buen trecho.
Había llegado el momento de encontrarse… en la cima.
Pero ¿dónde se había metido?
Marc, un poco apartado, marcaba el ritmo con la cabeza y contemplaba el decorado. Por encima de la multitud se alzaba un estrado donde se recortaban, como sombras chinescas, unos bailarines. Un verdadero teatro balinés. Un detalle completaba el encantamiento: enormes ventiladores movían las siluetas como si fuesen figuritas de papel. A la derecha, dominando el escenario, un DJ parecía sacar brillo a sus aparatos con los codos; esa noche apostaba por los años ochenta y ametrallaba la sala con grandes éxitos llenos de viejos sintetizadores gorgoteantes y de voces agudas.
El champán empezaba a hacer efecto. Marc contempló los rostros. No reconocía a nadie. Normal: Renata se había ocupado de todo. Había invitado a las grandes figuras del mundo editorial y a las celebridades de la jet-set. Y él era completamente ajeno a los círculos literarios y hacía mucho tiempo que había dejado de seguir las evoluciones de los famosos.
Sin embargo, de pronto reconoció una cara. Y luego otra. Y otra más. Aquello no encajaba: esos tipos eran colegas. Cronistas judiciales, periodistas de sucesos, fotógrafos de la actualidad. ¿Qué puñetas hacían allí? Vio incluso a Verghens, al que él no había invitado.
Buscó a Renata Santi y la encontró charlando con un grupo de gente junto al bufé. La agarró de un brazo y la llevó aparte.
– ¿Qué significa esto? -gritó-. Me había dicho que sería un cóctel literario y están todos los carroñeros de París, los especialistas en sucesos. Habíamos quedado en no establecer ninguna relación con Reverdi.
Renata puso cara de disgusto y se desasió.
– Yo no he tenido nada que ver con eso, se lo aseguro. Debe de haberse colado algún nombre…
– ¿Me toma por idiota? Mi libro es una novela. ¡Maldita sea, es ficción! ¡No tiene nada que ver con la realidad!
Renata cambió de expresión.
– Es usted un aguafiestas -dijo, sonriendo y asiéndolo del brazo ahora ella a él-. Están todos muertos de envidia. Usted ha conseguido lo que ninguno de ellos ha sido capaz de hacer. Ha transformado su experiencia en creación artística. Ha tenido la suficiente imaginación para escribir una novela. Una novela de verdad.
Marc sintió un desagradable escalofrío. Se liberó de las manos de Renata y se perdió entre la multitud. Los hombros, los codos, las telas lo rozaban. Se acordó de la jungla de Tailandia. Las hojas de bambú. La miel dorada fundiéndose bajo la llama antes de que el cuchillo…
Se puso de puntillas para ver la barra.
Una copa. Urgentemente.
Jadiya continuaba avanzando con dificultad.
Conocía a mucha gente, al menos de vista. Identificaba a las estrellas, las personalidades de moda, las caras que veía en Gala y en Voici. Hacía frente a esa cadencia regular de sonrisas, que le llegaban como chispas electrostáticas y que ella devolvía inmediatamente por la misma vía volátil.
Había también personalidades intelectuales. Filósofos, sociólogos, escritores a los que jamás hubiera pensado que podría conocer. Estos le sonreían y alzaban su copa hacia ella. Una lección de la vida: es más fácil acceder a esos hombres brillantes siendo una modelo famosa que una doctora en filosofía. Ese detalle la animaba a mantener su línea de ataque. Debía utilizar su cuerpo como si fuera un arma.
Una sombra gigante le cerró el paso. Un repentino eclipse oscureció su visión.
– ¿Dónde estabas? -gritó Vincent-. Llevo diez minutos buscándote.
Llevaba una copa burbujeante en cada mano. Jadiya le gritó al oído:
– Estaba admirando todo esto. Es una maravilla, ¿no?
– Genial. -Le tendió una copa-. ¿Champán?
Ella no bebía nunca. No por el islam, pues no lo practicaba, sino por sus padres, demasiado familiarizados con el alcohol. Dijo que no con la cabeza, pero luego pensó en Marc.
Ante la idea de verlo, cogió la copa y la vació de un trago.
– ¿Bailamos?
Tercer whisky.
Con el vaso en la mano y apoyado en una columna, Marc seguía respondiendo a las sonrisas y a las felicitaciones con un ademán de cabeza, pero su entusiasmo se había esfumado. Afortunadamente, la música impedía entablar conversación. Estaba asombrado por la velocidad a la que la angustia se había apoderado de nuevo de él. Una simple alusión a la realidad -el juicio, Reverdi-, y se había echado a temblar como un epiléptico. Esa sensación de seguridad que había experimentado las últimas semanas era una fina capa de barniz. Jacques Reverdi no había desaparecido de su vida, no desaparecería nunca.
Un hombre se inclinó hacia él:
– No me gustan los chivatos.
– ¿Qué?
– Decía que hay un ambiente de miedo.
Marc asintió, con la respiración entrecortada. Bebió un trago de whisky. El ritmo de la música se hacía trepidante, lo llenaba, lo invadía a medida que la quemazón del alcohol pasaba a sus venas.
Otro invitado lo agarró de un hombro:
No me gustaría estar en tu lugar.
– ¿Eh?
– Me han hablado de un buen montaje.
Marc retrocedió. Veía los semblantes pálidos: carnaval de máscaras crispadas bajo la luz, jirones de piel marchita pegados a los huesos. Los focos estroboscópicos congelaban las expresiones, exageraban los rasgos, troceaban las figuras. Miró su vaso; destellos dorados corrían entre sus dedos. Consideró el objeto como un talismán, fuente de sus alucinaciones; luego bebió otro trago. Ya no oía nada y empezaba a hundirse en el terror puro.
En ese instante la vio.
Su silueta ondeaba a través del soplo de los ventiladores. Su cuerpo se bamboleaba, mientras que sus cabellos morenos y las pulseras en sus muñecas se balanceaban a contratiempo. Ese movimiento parecía aislar, cristalizar la oscilación de sus caderas, lanzando reflejos metálicos. Marc pensó en un tamiz de arena que solo retenía unas pepitas de oro en suspensión.
Se acordó de esos pintores del siglo xix que añadían una vértebra a la espalda de sus figuras para afinar su fluidez, su gracia. ¿Cuántas vértebras le habían añadido a Jadiya? Estaba hipnotizado. Seguía mirándola mover las caderas, apoyarse ligeramente en el talón izquierdo y luego en el derecho creando un anillo de Venus alrededor de su cintura, mientras que en el extremo de sus finos brazos los aros de plata iban y venían como los platos de una balanza muy antigua.
Otra imagen surgió ante sus ojos. Jadiya se agitaba ahora en una silla -una picota embadurnada con miel- y se clavaba las ataduras en la carne. Sus heridas suturadas se hinchaban al tensar ella el cuerpo para respirar. De repente, su carne morena se abrió por todas partes, empezó a expulsar tinta negra y a presentar escarificaciones fatales…
Marc bajó los ojos y vio su reflejo deforme en el vaso vacío. Había atizado el deseo de un criminal gracias a la imagen de esa morena enloquecedora. Se la había ofrecido a un asesino loco. Y al mismo tiempo, durante semanas, había sido «ella», había pensado, actuado, escrito como ella.
El vaso se hizo añicos entre sus dedos, demasiado apretados.
Atónito, miró correr la sangre por la palma de su mano.
Había sido «ella».
Y ahora se daba cuenta de que la amaba.
Desde lo alto del estrado, y pese a los focos que la deslumbraban, distinguió al pelirrojo bajito en una esquina. Triste como un chiquillo abandonado.
Bajó al suelo de un salto. Estuvo a punto de caer y tomó conciencia de su embriaguez: tacones de aguja y champán, una ecuación que rozaba el desastre. Sin embargo, antes de atacar a su presa, se abrió camino hasta la barra y le quitó de las manos a un camarero otra copa. Sosteniéndola por encima del gentío, logró volver sobre sus pasos sin derramar ni una gota.
A unos metros de Marc, se puso detrás de una columna y luego surgió del escondrijo a su espalda.
– ¡Hola! -dijo, rompiendo a reír.
Marc se dio media vuelta sin decir una palabra. Parecía hostil.
– ¡Tan amable como siempre! -Jadiya rió y se apoyó en su hombro para no caerse-. Hace tiempo que quiero decirte una cosa -le gritó al oído-. Eres realmente desagradable.
La joven rió de nuevo y vació la copa de un trago. A través de su conciencia brumosa, todo aquello le parecía condenadamente divertido. Él la miró fuera de sí:
– ¿Has bebido o qué?
– En todo caso, lo intento. Solo he conseguido llegar a la barra dos veces en una hora.
Volvió a reír, pero Marc estaba siniestro. Él cogió la botella de whisky que estaba sobre una mesa y llenó la copa de Jadiya con una especie de rabia contenida. La visión de esa bebida densa en su ligera copa le pareció obscena. La joven tuvo un súbito destello de lucidez: todo aquello era lúgubre, mortífero.
Una sensación de deriva se apoderó de ella. Había soñado con otra cosa para su reencuentro. Las lágrimas afloraron a sus ojos mientras el suelo oscilaba bajo sus pies. Tenía la impresión de que el almacén se había separado de la tierra y flotaba sobre el Sena. Bebió un trago caliente y se irguió, buscando la columna a su espalda.
– ¿Sabes que Vincent y yo también tenemos una cosa que celebrar?
– ¿Qué?
– Otra campaña de Élégie, ahora más amplia.
Marc la agarró de la muñeca con tanta fuerza que casi le clavaba las pulseras en la carne.
– No será en el extranjero…
Jadiya se liberó y bajó los ojos: tenía el brazo manchado de sangre.
– ¿Qué es esto?
Marc la agarró de nuevo de la muñeca. Esta vez ella notó el contacto pegajoso de la hemoglobina: estaba herido.
– ¿En el extranjero? -repitió Marc.
«Este tipo está loco», pensó ella. En cuestión de un segundo, lo detestó.
– Gran campaña en Asia, guapo -le escupió a la cara-. Japón, China, Tailandia, Malaisia. Para quitar el hipo. Y eso sin hablar de la pasta… -Cambió de tono y dijo con voz llorosa-: ¡Marc! ¡Marc! ¿Adónde vas?
Al primer timbrazo, Marc abrió los ojos: estaba en su cama. Era un milagro. No tenía ni idea de cómo había vuelto a casa. Esbozó un gesto y vio su mano vendada. Segundo milagro. Ni el menor recuerdo de haber ido al hospital, ni siquiera de haber visto a un médico esa noche de pesadilla.
Otro timbrazo.
Intentó moverse y tomó conciencia de su metamorfosis. Su cráneo -no solo la pared ósea, sino también la membrana y el cerebro- se había transformado en piedra. Su cabeza, de una pesadez y una dureza increíbles, estaba aplastada contra la almohada, hundida por su propia masa. Su nuca jamás tendría la fuerza suficiente para levantar semejante peso.
Otro timbrazo.
Cercano, estridente, insoportable. La imagen de Jadiya se formó en su mente. Bailaba en el escenario, su cuerpo ondeaba de una forma misteriosa. A guisa de comentario, oía su voz dirigiéndose a él: «Eres realmente desagradable».
Cuarto timbrazo.
Ahora podía pestañear. Estaba volviendo a la vida. Solo necesitó unos segundos para recordar la catástrofe anunciada por Jadiya. Iban a hacer una campaña de Élégie en Asia. La pesadilla no tenía fin. El rostro de Élisabeth iba a llegar hasta la celda de Jacques Reverdi. Imposible que no lo viera.
Podía sentir por anticipado toda su cólera. La veía elevarse, igual que se presiente en el desierto la llegada del harmatán. Una humareda lenta, oscura, envenenada, a ras del horizonte. Una rabia que muy pronto se abatiría sobre él y lo aplastaría como si fuese un insecto.
Marc consiguió moverse imperceptiblemente. Al cabo de un rato -interminable-, dejó caer el peso del cuerpo hacia un lado y se dobló en dos, como un soldado herido en el vientre. Le pareció que ese movimiento trasegaba un charco de whisky en el fondo de sus tripas. No solo tenía resaca, sino además el hígado hecho polvo.
Los timbrazos no paraban.
Se apoyó en un codo y alargó el otro brazo. El sol llenaba de rayos oblicuos el estudio. ¿Qué hora era? Descolgó el teléfono.
– ¿Sí?
– Verghens.
La voz atravesó varias capas de bruma antes de llegar a la zona apropiada del cerebro. Marc recordó que el periodista estaba en la fiesta.
– ¿Qué pasa? -dijo.
– Espero no haberte despertado. -El tono estaba cargado de ironía-. Encantadora, tu fiestecita. Pero vas a tener que espabilar. Tengo trabajo para ti.
Marc recobró una pizca de lucidez.
– Ya no escribo artículos -dijo con voz de papel de lija.
– Ya sé que eres un intelectual, colega, pero se trata de un caso de fuerza mayor. Una necro.
– ¿Quién?
Verghens suspiró y dejó pasar unos segundos. Era lo que hacía siempre en las reuniones de redacción: retener la información, crear suspense.
– Reverdi murió ayer -soltó por fin-. A las cuatro de la tarde, hora malaya. La noticia llegó anoche.
Marc se deslizó hasta el suelo y notó la superficie dura del parquet. Reverdi no podía haber sido ejecutado; ni siquiera lo habían juzgado.
– ¿Cómo?
– Un accidente de tráfico. El coche que lo llevaba al sur para la reconstrucción se salió de la carretera en un puente. Rompió la barandilla y cayó al río.
Una cortina de hielo cayó sobre su conciencia. Ahora estaba absolutamente lúcido. La presencia del agua solo significaba una cosa: Jacques Reverdi estaba vivo.
– ¿Han encontrado el cuerpo? -preguntó.
– Todavía no. Solo los de los guardias. Están dragando el río. Pero parece ser que hay una corriente muy fuerte y… ¿Qué pasa? ¿No estás bien?
Marc tardó en darse cuenta de que estaba riendo. Su risa se elevaba, se amplificaba, explotaba en su garganta. Todo aquello le parecía tan cómico… Su historia, su impostura, sus mentiras…, y ahora su éxito, ahí, inminente, que iba a serle arrebatado por la maldición que pesaba sobre él.
Porque ya no le cabía la menor duda.
Jacques Reverdi, con la complicidad del río, se había escapado.
Y se dirigía hacia él.
Su primera reacción instintiva fue encerrarse en su estudio.
Para esperar al asesino.
Se pasó la jornada del 15 de octubre consultando los artículos del New Straits Times y del Star, así como los comunicados de las diferentes agencias de prensa. Reuters. Associated Press. France Press.
Esto fue lo que reconstruyó: el 14 por la mañana, Jacques Reverdi debía ser trasladado de Kanara a Johore Bahru para efectuar al día siguiente una reconstrucción en Papan, en el litoral del mar de China.
El furgón había partido a las seis de la mañana y había tomado la North South Expressway en dirección sur. Tras haber recorrido doscientos kilómetros, a las nueve, en los alrededores de Tangkak, el vehículo había dado un brutal bandazo, todavía inexplicable, en el gran puente que cruza el río de Muar. El coche había atravesado la barandilla y caído veinte metros más abajo.
Sin duda alguna, el choque había matado al conductor y al otro pasajero de delante. Según los primeros testimonios, el furgón había tardado apenas unos segundos en hundirse mientras la corriente se lo llevaba lejos del lugar del impacto. Uno de los dos guardias que viajaban detrás, y que iba esposado a Reverdi, había sido encontrado a las dos de la tarde más de cinco kilómetros río abajo, ahogado. ¿Dónde estaba el francés? ¿Por qué no estaba en el otro extremo de la cadena? Nadie hablaba todavía de evasión. Continuaban las labores de rescate para recuperar su cadáver y el del segundo guardia. Según los expertos, había pocas esperanzas de localizarlos: la corriente era allí muy fuerte y numerosos meandros comunicaban con el manglar, infestado de cocodrilos.
Esa era la versión oficial. Pero Marc imaginaba lo que había sucedido realmente. De uno u otro modo, Reverdi había provocado el accidente en el puente. En cuanto el coche había caído en el río, la relación de fuerzas se había invertido. El prisionero esposado se había convertido en el amo. El uniforme, las armas y las cadenas habían sido un estorbo para los guardias, que habían cedido al pánico. Habían empezado a agitarse al entrar el agua en el vehículo y en cuestión de minutos se habían ahogado.
El apneísta, por el contrario, había conservado la calma. Había contenido la respiración; su ritmo cardíaco había disminuido y él se había dejado sumergir por las aguas. Después había registrado los bolsillos de los cadáveres que lo rodeaban y se había liberado de las esposas. Había abierto la puerta del vehículo, o roto una ventanilla, y nadado hasta la orilla. Tal vez hasta había llegado sin sacar la cabeza del agua. ¿Cuánto tiempo había durado esa evasión submarina? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? En cualquier caso, un tiempo razonable para un apneísta de su calibre.
A Marc no le cabía ninguna duda: Jacques Reverdi estaba vivo.
Y él era hombre muerto.
Ya no cogía el teléfono. Ni el móvil ni el fijo. A primera hora de la tarde contestó a una llamada: la de Vincent. Había sido él quien, junto con Jadiya, lo había rescatado en la escalera de Les Remises y lo había llevado al servicio de urgencias de Cochin. Después lo había dejado en su casa, inconsciente, y arropado como a un bebé.
Por teléfono, Marc le dio las gracias, pero no mencionó el caso Reverdi. Era evidente que el gigante no se había enterado de la noticia. A las cinco, movido por una violenta inspiración, contestó también a Renata Santi, que ya había llamado cinco veces. Hizo un último intento para evitar la catástrofe.
– Hay que cancelar la publicación -ordenó sin preámbulos.
– ¿Perdón?
– Hay que cancelarlo todo.
La editora se echó a reír a carcajadas.
– ¿Está loco? ¿Por qué?
– Tengo mis razones.
– ¿Es por la muerte de Reverdi? La verdad, Marc, cada vez entiendo menos…
– ¡Cancele la publicación!
– Imposible. Los libros están en las librerías desde esta mañana.
– Se podrán cancelar las entregas siguientes, ¿no?
– Se han distribuido veinte mil ejemplares. Deje de comportarse como un niño, Marc. Voy a acabar por enfadarme. Además, esa historia del accidente en Malaisia es excelente. Llueven peticiones de entrevistas y…
Marc colgó. Se dejó caer al suelo y se quedó allí sentado varias horas, escuchando, anonadado, los mensajes que se multiplicaban en el contestador. Las exigencias histéricas de Renata, los insistentes requerimientos de Verghens, el asedio de colegas periodistas y también -a modo de guinda- varias llamadas de Jadiya, que telefoneaba para saber si se encontraba mejor.
Finalmente, la oscuridad se hizo en el estudio, entre las cortinas corridas. Él seguía sin moverse. No tenía fuerzas ni para prepararse un café. Su propia trampa se cerraba sobre él y eso le hacía sentir una especie de alivio. Lo sabía desde el principio: todo aquello acabaría mal. No tenía más que esperar la muerte.
En ningún momento se le ocurrió hacer las maletas, emprender la huida. Como tampoco le pasó por la cabeza avisar a la policía. Sin embargo, era la solución más racional. Al principio le resultaría difícil convencerlos, pero tenía un expediente sólido, en especial las cartas de Reverdi. Unos documentos que constituían también una prueba contra él: ocultación de pruebas, complicidad en asesinatos… Todavía se veía exhumando el cadáver en la isla de los muertos.
Sí, era cómplice. Habría podido hacer avanzar la investigación, pero no había dicho nada. Habría podido informar a los parientes de las desaparecidas, ayudar a sus abogados, como Schrecker, pero no había movido un dedo. Había preferido escribir un libro, sin tener en cuenta el proceso ni el dolor de las familias. Como un perfecto egoísta. El premio Pulitzer de la escoria, eso es lo que merecía. Y para completar, unos años en chirona…
Marc ya había sido condenado dos veces por la justicia francesa, por violación de domicilio y robo con fractura. No se beneficiaría de ninguna medida de gracia. La prisión o la muerte: ¿cabía alguna duda?
Por supuesto que no. Sin embargo, cuando consideró esa solución, en el corazón de la noche, la rechazó. Le aterrorizaba la idea del encarcelamiento. Y no acababa de decidirse a entregarse a la policía sin estar seguro. Después de todo, tal vez estaba dejándose llevar por su imaginación. Tal vez Reverdi había muerto y la vía estaba libre.
Jueves 16 de octubre.
Transcurrió otro día en las mismas condiciones.
Marc solo se movía para consultar los periódicos en internet: nada nuevo. Los equipos policiales ya hablaban de abandonar la búsqueda.
La noche siguiente, a las dos de la madrugada -las nueve de la mañana en Malaisia-, tuvo una idea. Podía reaccionar. Al menos, obtener información de primera mano poniéndose en contacto con las personas que conocía. El nombre de Alang fue el primero que acudió a su mente.
El médico forense no hablaba en su tono habitual. Marc se dio cuenta enseguida de que sabía «algo».
– ¿Qué pasa?
– La autopsia del conductor del furgón. El forense de Johore Bahru me ha telefoneado… para pedirme consejo.
– ¿Sobre qué?
– Hay una… anomalía. El conductor no murió ahogado. Ni como consecuencia del impacto de la caída.
– ¿Qué le sucedió?
– Han encontrado la aguja de una jeringuilla clavada en su nuca. Después de los análisis, los médicos han encontrado también burbujas de airé en su médula espinal. Le inyectaron aire entre las vértebras cervicales. La muerte debió de ser instantánea.
Marc recordaba que Reverdi había conseguido un puesto en la enfermería. ¿Tenía acceso a las jeringuillas?
– ¿Podía alcanzar la nuca del conductor? -preguntó.
Alang vaciló.
– Reverdi no viajaba en un furgón tradicional -dijo con voz neutra-, sino en un coche de seguridad que solo llevaba una reja entre el conductor y los asientos traseros. Pudo clavar la aguja a través de ella y provocar el accidente. La información todavía es confidencial, pero…
Marc salió al paso de las precauciones de Alang; los dos se habían entendido. Le dio las gracias y le prometió volver a llamar. La evasión ya no ofrecía dudas.
Esa certeza le causó el efecto de un electrochoque.
La madrugada del viernes decidió moverse.
No huir.
No avisar a la policía.
Sino enfrentarse a Jacques Reverdi.
Y en primer lugar, tratar de adivinar qué iba a hacer.
¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a Europa?
Un fugado corriente tenía pocas posibilidades de pasar inadvertido en Malaisia. Pero Reverdi conocía a fondo el país y hablaba su lengua. También conocía los países vecinos -Tailandia, Vietnam, Birmania- y seguramente sabía cómo llegar a ellos con total discreción. Por otra parte, era un hombre que siempre había estado preparado para ese tipo de eventualidad. Debía de tener desde siempre un «plan B».
Marc cogió el mapa del Sudeste Asiático e intentó imaginar su recorrido, calculando a la vez el tiempo que invertiría. Con el dedo, siguió el río Muar. Reverdi podía llegar por mar a Indonesia. También podía bajar hacia el sur e ir a Singapur, pero Marc no lo creía: demasiado cerca de Johore Bahru. Podía asimismo regresar a Kuala Lumpur y perderse en la ciudad…
Sin saber por qué, Marc se inclinaba más por una huida hacia los países limítrofes, donde podía meterse en la selva.
Desde allí, iría a las zonas de turismo. Un árbol queda oculto entre los árboles. Un blanco, entre los blancos. Hoteles internacionales, clubes, viajes organizados… Reverdi conseguiría un nuevo kit de identidad -pasaporte, carnet de conducir, dinero en efectivo- y se perdería entre un grupo de occidentales.
En hacer un periplo como ese tardaría dos o tres días, no más. Después, podría salir de Bangkok o de Hanoi con destino a un país europeo. Bélgica. Países Bajos. Reino Unido. Alemania. A continuación, ir a París en tren o por carretera. Al contrario que un fugitivo normal y corriente, que esperaría que las cosas se calmaran para moverse, Reverdi actuaría lo más rápidamente posible. Antes incluso de que las autoridades malaisias llegaran a la conclusión de que se había evadido.
Tres días en territorio asiático, tres más para efectuar una escala en un país europeo y dirigirse a Francia con una nueva identidad. O sea, unos seis días.
Jacques Reverdi se había escapado el día 14.
Era día 17.
Marc tenía todavía tres días para prepararse.
¿Para qué exactamente?
Siguió pensando.
¿Qué sería lo primero que haría Reverdi al llegar a París?
La respuesta era simple: se dirigiría a la dirección de Elisabeth.
Lista de correos, calle Hippolyte-Lebas, distrito IX.
Marc cogió la chaqueta y salió como una exhalación.
Tenía que avisar a Alain.
Y protegerlo.
– ¿Cómo que no está?
Marc estaba empapado de sudor; había ido corriendo hasta la oficina de correos. Miraba con intensidad a la mujer sentada en el sitio de Alain.
– ¿Está de vacaciones?
La empleada no paraba de subirse las gafas frunciendo la nariz. Su expresión era contradictoria, a la vez asombrada y recelosa.
– Simplemente no está.
– ¿Está enfermo?
Ella lo miró a través de los cristales: el de la ventanilla y los de sus gafas.
– ¿A qué vienen esas preguntas?
Marc debía reaccionar a toda velocidad. Nada de mencionar a Élisabeth Bremen; ni cualquier cosa relacionada con correos. Tuvo una inspiración:
– Es por la ceremonia del domingo. Yo soy el propietario del local donde organizan la misa.
Marc había vivido años en un inmueble de la calle de Montreuil contiguo a una iglesia católica vietnamita. Un simple almacén donde una comunidad se reunía todos los domingos. La mirada de la mujer se iluminó:
– ¿En Vanves?
Marc había dado en el clavo, pero de todos modos debía actuar con tiento.
– No. Me refiero a la parroquia de la calle de Montreuil. Hay prevista una ceremonia para el sábado, pero no es posible celebrarla. Tengo que hablar con Alain. ¿Tiene su dirección?
La mujer puso boca abajo un impreso de carta certificada y se lo tendió.
– Escríbale una nota y yo se la daré.
– Tengo que hablar personalmente con él.
– Es imposible.
– ¿Por qué?
Su nariz se frunció de nuevo como una trencilla.
– Hoy le toca diálisis.
Marc acusó el golpe; recordaba vagamente que Alain había bromeado varias veces sobre sus problemas de salud y sus «cambios de aceite». Entonces Marc no había comprendido a qué se refería. A decir verdad, ni siquiera había prestado atención.
– ¿Se la hacen en el hospital?
– No, en su casa. Es una hemodiálisis a domicilio. Tiene el material necesario.
– Deme su dirección.
– No la sé.
– Pues dígame su apellido. Solo sé su nombre de pila.
La empleada dudaba. Marc golpeó el mostrador.
– ¿Es que no se da cuenta de que mañana van a desplazarse cien vietnamitas para nada?
Había gritado. Su tono de sinceridad pareció convencer a la funcionaría.
– Se llama Alain van Hêm.
Marc cogió un bolígrafo encadenado a un soporte y ordenó:
Deletréemelo.
– V, A, N, y luego H, E, M. Con acento circunflejo en la E. Vive en el distrito XIII, en el barrio chino.
Marc fue corriendo hacia la puerta. En el umbral, se detuvo, repentinamente asaltado por una duda:
– ¿No ha venido nadie a preguntar por el correo a nombre de Élisabeth Bremen?
– Es la primera vez que oigo ese nombre. -Frunció de nuevo la nariz y sus gafas subieron-¿Qué tiene que ver con la historia de la iglesia?
Marc salió al aire contaminado de París tambaleándose. Aturdido por las mentiras. Por el miedo. Por los coches que pasaban a toda velocidad. Metió las manos en los bolsillos y echó a andar en busca de un bar. Entró en el primero que vio y pidió un café sin pararse en la barra.
Bajó al sótano y se metió en una cabina de teléfono. Bajo la repisa encontró un listín. Hojeó las páginas esforzándose en respirar lentamente. Diálisis o no diálisis, no le gustaba la ausencia de Alain van Hêm precisamente ese día. Ahí estaba:
alain van hêm
calle javelot, 70
torre sapporo
Marcó el número de teléfono. No hubo respuesta. En marcha hacia el barrio chino.
Llegó a la altura del inmueble a la una de la tarde.
Estaba muerto de miedo. El sudor le cubría todo el cuerpo, como la película de agua que se desliza bajo los trajes de buzo y calienta la piel. Con la diferencia de que en su caso era una capa helada.
Mientras avanzaba a paso rápido, veía acercarse la torre. Parecía crecer, ocupar todo el horizonte. Marc penetraba en su sombra como Jonás en el vientre de la ballena.
Empujó la primera puerta de cristal y reprimió una maldición. No tenía el código de entrada para abrir la segunda. Tuvo que esperar, sudar, dar vueltas en redondo en el cubículo hasta que llegó un anciano.
En el vestíbulo, estuvo a punto de gritar otra vez cuando vio la muralla de buzones. Se impuso paciencia y leyó metódicamente los nombres uno a uno, empezando por la izquierda, una hilera tras otra. Hacia la mitad de la cuarta, localizó a su hombre: duodécimo piso, puerta 12238.
Llamó al primero de los cuatro ascensores, pero se dio cuenta de que solo llevaba a los números impares. Pulsó otro botón. Mala suerte: ese subía directamente a la vigésima planta. Aquello era la torre infernal. Marc encontró por fin el ascensor que le servía y montó en él.
Duodécimo piso. Marc recorrió los pasillos, salpicados de puertas rojas todas idénticas. El número estaba puesto arriba, a la derecha, en una placa de cobre: 12236… 12237… 12238. Marc se apoyó con una mano en el marco para recobrar el aliento. Finalmente, llamó.
No hubo respuesta.
Pegó el oído a la puerta. Ningún ruido. Volvió a llamar. ¿Lo habría pillado en pleno «cambio de aceite»? Una vaharada ácida le quemó la garganta. Llamó más fuerte, con el puño. Luego observó la cerradura: un modelo de seguridad sencillo con sistema de cilindro.
Apoyó la palma de la mano en la parte superior de la puerta y empujó. Se abrió una rendija: no estaba cerrada con llave. Marc se sacó del bolsillo una simple tarjeta de visita y la introdujo bajo el pestillo. Al mismo tiempo, empujó con el hombro y levantó la puerta de sus goznes. El mecanismo se abrió.
Inmediatamente, un olor singular penetró en sus fosas nasales.
Una mezcla de comida y metal.
Sangre.
Pensó en la hemodiálisis. Sabía en qué consistía la operación: filtrar la propia sangre haciéndola circular a través de varías membranas. Si Alain la había realizado ese día, no era de extrañar que en la casa flotara ese hedor. Sin embargo, el miedo no lo abandonaba. Avanzó por el vestíbulo. Los latidos de su corazón llevaban una cadencia discreta que aumentaba en un crescendo, a la manera del Bolero de Ravel.
Vio una pequeña estancia con aspecto de casa de muñecas. Papel pintado a rayas; sofá de flores, mesa baja, objetos decorativos en una vitrina; libros de idéntica encuadernación, seguramente comprados por correo. Siguió el pasillo. A la izquierda, la cocina. A la derecha, el dormitorio. Vacíos. Al fondo, una puerta entreabierta que dejaba ver unos azulejos blancos: el cuarto de baño.
El olor tenía ahora la intensidad de la pintura recién aplicada.
Todas sus alarmas estaban encendidas.
Con dos dedos, empujó la puerta y tuvo que apoyarse en el marco.
Era el día de la diálisis, efectivamente.
Pero alguien había prestado una considerable ayuda a Alain.
Estaba desnudo, atado a un sillón con cuerda de tender y cable de antena. A su lado, un equipo compuesto por un largo tubo, contadores de cuarzo y dos bombas: el aparato de filtrar la sangre.
Habían cortado el conducto que partía de la sangradura del brazo del vietnamita y lo habían desviado, como si fuese una manguera, hacia unos recipientes colocados a sus pies. Tarros de especias. Frascos de salsa agridulce. Botellas rotas de agua mineral. Todos habían sido vaciados de su contenido y vueltos a llenar hasta los topes, rebosantes, pegajosos.
Marc retrocedió hacia una esquina.
Iba a tener que revisar a fondo sus cuentas.
Porque Jacques Reverdi ya estaba en París.
Marc visualizaba la escena. Mientras interrogaba a su víctima, el predador mantenía el pulgar en el extremo del tubo cortado a fin de taponarlo. Si Alain no respondía, liberaba el flujo y llenaba un recipiente. Otra pregunta, otro frasco. Y así sucesivamente.
Pero Reverdi había ido más allá.
Después de haber obtenido las respuestas a sus preguntas, le había metido a Alain el tubo en la garganta, obligándole a beber su propia sangre. El vietnamita había muerto ahogado por el brebaje. La sangre todavía fresca le salía por la boca, la nariz y las orejas. Tenía la cara abotargada, las mejillas hinchadas, las sienes abombadas.
Al acercarse, Marc constató que la máquina estaba todavía en marcha: los últimos centilitros, empujados por la presión, continuaban penetrando en el cerebro de Alain. Ese rostro no iba a tardar en estallar.
Marc estaba asombrado de conservar la lucidez. Solo la urgencia lo mantenía en pie. ¿Qué había podido decir el empleado de correos? No gran cosa, salvo que era un hombre quien iba a buscar el correo de Élisabeth. Por lo demás, Alain solo sabía el nombre de pila de Marc. Solo le había pedido una vez el pasaporte, cuando había hecho el «contrato de reenvío», ocho meses antes. Era imposible que se acordara de nada.
Marc contaba, pues, con algo de tiempo. Retrocedió con precaución, tratando de recordar si había tocado algo. No. Un antiguo reflejo de fisgón que no deja nunca huellas.
En la puerta del cuarto de baño, se dijo que debería parar la máquina para evitar el último ultraje. Volvió sobre sus pasos, pero cuando llegó ante los botones se quedó parado. No tenía ni idea de cómo funcionaba el sistema y, ante la idea de cometer un error -aumentar la presión, por ejemplo, y provocar la explosión del cráneo-, prefirió renunciar.
Abrió la puerta de entrada cubriéndose la mano con la manga y echó un vistazo al rellano: nadie. Antes de huir, buscó en su memoria una oración -unas simples palabras- para pedir perdón a Alain.
No encontró nada.
Abandonó al vietnamita sometido a la presión.
Por prudencia, tomó la escalera y bajó un piso a pie. En el undécimo, llamó al ascensor. Una vez dentro de la cabina, se derrumbó. Se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada en la pared de hierro, y se puso a llorar. Estaba perdido y, lo sabía, virtualmente muerto. Ni siquiera trataba de imaginar los sufrimientos que le esperaban.
Las puertas se abrieron en la quinta planta. Marc apenas tuvo tiempo de ponerse de pie. Entraron dos adolescentes chinos riendo. Marc se apoyó en la pared del fondo, conteniendo la respiración y el llanto. Los chavales salieron en la planta baja sin dirigirle una mirada. Él dejó que las puertas se cerraran. La cabina continuó bajando. Se dio cuenta de que el edificio era tan enorme que tenía otra planta baja.
Cuando las puertas se abrieron de nuevo, vio una galería comercial que daba a unos jardines a cielo abierto. Avanzó unos pasos y abrió los ojos con asombro. En un piso, había sido propulsado a Hong Kong o a Pekín. Todos los rostros eran chinos. Todas las voces eran chinas. Las luces de neón dibujaban caligrafías en rojo, azul y amarillo. Olores a comida, cargados de ajo y de soja, flotaban en el aire.
Marc vacilaba. Un hombre lo empujó. Se encontró pegado al escaparate de una tienda de CD y DVD. Unas pantallas acústicas difundían una melodía romántica. Estaba paralizado, con los brazos en cruz.
Haciendo un esfuerzo, echó de nuevo a andar, perseguido por la voz estridente de la canción. Sus ojos le evitaban los obstáculos, pero no analizaban ni las caras ni los objetos que veían. Avanzaba como un sonámbulo, sin que ningún detalle le suscitara el menor pensamiento o reacción.
Tomó conciencia de que había dejado de andar. Delante de él, cuatro ejemplares del mismo libro ocupaban el lugar de honor en un escaparate. En la cubierta se leía, sobre fondo negro, el título en letras rojas: SANGRE NEGRA. En otro espacio-tiempo, Marc se habría sentido satisfecho… o emocionado por ese espectáculo.
Pero en ese momento no estaba ni satisfecho ni emocionado.
Simplemente, aterrorizado.
¿Había pasado Jacques Reverdi por esa galería comercial al salir del apartamento de Alain? ¿Había visto el libro? ¿ Cuánto tiempo había necesitado para comprenderlo todo? Marc no ponía en duda que el empleado de correos hubiera dicho su nombre de pila. Gracias a la novela, Reverdi tenía también su apellido.
Marc echó a andar deprisa bajo las bóvedas. No había dado dos pasos cuando recibió otro choque. Un puñetazo en el hígado. En el escaparate de una perfumería, el rostro de Jadiya lo miraba.
Se acercó tambaleándose. Era un cartel de cartón sobre un soporte. Marc no ponía nunca los pies en una perfumería, de modo que no sabía que la campaña de publicidad de Élégie se había ampliado a los puntos de venta.
¿Había visto ya Reverdi a Élisabeth en un escaparate?
Intentó reanudar la marcha, acorralado entre la cubierta de su libro y los carteles de Jadiya. Se veía como un trampero prisionero de su propia trampa, con unos dientes de acero clavados en la pierna.
Se Volvió bruscamente; le parecía haber visto, reflejada en el escaparate, la figura de un hombre con la cabeza rapada. Un hombre que podría ser Reverdi. No, no había nadie. En cualquier caso, ningún occidental.
En ese momento tuvo un destello de lucidez.
Sus labios pronunciaron a su pesar:
– Jadiya.
De camino hacia la calle Jacob, Marc no paraba de llamar a Vincent. Ninguna respuesta. Ni siquiera un mensaje. Eso no significaba que el fotógrafo se hallara ausente, sino todo lo contrario. Cuando trabajaba, desconectaba el móvil y la línea fija. Marc pidió al taxista que acelerase, lo que provocó suspiros y comentarios sobre «la circulación cada vez más asquerosa» en París.
Marc se sumergió en sus pensamientos, que se reducían a uno solo: salvar a Jadiya. Había que esconderla, protegerla y, de una u otra forma, explicarle la situación. De todas sus razones para ser presa del pánico, la perspectiva de tener que dar una explicación era la más fuerte.
¿Cómo iba a contarle toda la historia?
El taxi había dejado de circular. Un embotellamiento en el bulevar Saint-Michel. Volvió a marcar el número de Vincent. En vano. Estaba seguro de que el gigante sabría dónde estaba Jadiya. También pensaba ponerlo en guardia a él. Marc seguía el camino del asesino: después de ver los carteles, se pondría en contacto con la asociación de perfumeros o con la agencia de publicidad. Le bastarían unas llamadas para averiguar la dirección de Vincent, o incluso la de Jadiya.
El coche seguía parado. Marc pagó al taxista y dijo que continuaría a pie. «¡Viva la solidaridad!», masculló este último. Marc echó a andar deprisa por el bulevar, luego giró a la derecha por la calle Medicis y siguió caminando junto a los jardines de Luxemburgo. Al llegar a la confluencia con la calle de Tournon, la imagen de Renata Santi apareció en su mente. Ella también estaba en peligro. Marcó su número sin detenerse.
– ¿Marc? ¿Dónde está? Hace tres días que…
– He visto el libro.
– ¿Le gusta?
Su voz pulmonar le daba siempre un tono precipitado. Marc debía seguirle un poco el juego.
– Mucho.
– Pero no ha respondido a las peticiones de…
– Renata, tengo que pedirle una cosa.
– Diga. Con las primeras noticias que estoy recibiendo de los libreros, sus deseos son órdenes para mí.
– ¿Ha recibido la llamada de un hombre relacionada con el libro? Un hombre raro…
– ¿A qué tipo de rareza se refiere?
Marc comprendió que iba por mal camino. Reverdi no se presentaría nunca como alguien raro o sospechoso. Al contrario. Sin embargo, insistió:
– No sé. Un periodista al que los encargados de las relaciones con la prensa no conozcan. Un tipo que esté muy interesado en verme por una u otra razón. ¿No ha recibido ninguna llamada de ese tipo?
– No.
– ¿Alguna presencia anómala cerca de la editorial?
– Está empezando a asustarme…
Marc caminaba a toda velocidad por la calle Bonaparte.
– Oiga, si de verdad quiere complacerme, salga de su despacho y vaya a un lugar tranquilo que no sea su casa. Y sobre todo no duerma esta noche allí.
– ¿A qué viene todo esto, Marc? ¿Se da cuenta de que lo que dice resulta muy inquietante?
– Se lo explicaré todo mañana. Lo juro. Pero ahora siga mis instrucciones, ¿de acuerdo?
– Bueno…, es una petición bastante estrambótica, pero de acuerdo… He conocido tipos raros, pero desde luego usted se lleva la palma.
Marc colgó; había llegado a la calle Jacob. Giró a la izquierda y se acercó al portal. El corazón le golpeaba con fuerza las costillas. Le temblaban las piernas. El estudio presentaba su aspecto habitual: grandes cristaleras cubiertas con cortinas. Alargó la mano hacia el timbre.
Su gesto se detuvo en seco.
La puerta de cristal estaba abierta. Marc sintió que las piernas le fallaban de verdad. Dio media vuelta y se apoyó en la cristalera. Un crujido le agrietó el cuerpo. Un largo desgarramiento de huesos que lo atravesó de arriba abajo.
Jacques Reverdi se le había adelantado.
Y tal vez todavía estuviera allí…
Recordó que había una comisaría a unos cien metros, en la calle Abbaye. Pero pensó en Vincent y se volvió de nuevo de cara a la puerta. Después de todo, era el único responsable de esa pesadilla.
Empujó la puerta sin hacer ruido. El estudio se hallaba sumido en un silencio de santuario. Todas las cortinas estaban corridas. Solo entraba un poco de luz por algunas claraboyas altas. No tuvo que dar más de dos pasos para obtener una confirmación: Reverdi había estado allí… y se había marchado.
Cientos de fotos alfombraban el suelo. El asesino había registrado los archivos de Vincent en busca de las imágenes y las señas de Jadiya Kacem, alias Élisabeth Bremen.
Pero había algo mucho más grave.
Más allá de los focos apagados estaba Vincent sentado en su sillón con ruedas, que Reverdi había colocado en el centro del plato. El corpulento hombre estaba de espaldas, con la cabeza baja, vuelto hacia los grandes telones de colores que caían hasta el suelo. Su postura no dejaba lugar a dudas: estaba rígido. A su alrededor había un montón de fotos diseminadas en círculo.
Marc se acercó, más muerto que vivo él también. Su cabeza era como una cámara oscura que solo mostraba imágenes de destrucción.
Vincent estaba desnudo, como Alain pero en una versión XXL, monstruosa. Pliegues de carne, oprimidos por los trozos de cinta adhesiva que lo sujetaban al sillón. Su cuerpo de ballena llevaba la huella de múltiples heridas. No como las que Reverdi infligía a sus víctimas femeninas, incisiones finas y limpias. Esta vez eran grandes cortes. Rabiosos, bárbaros, profundos. Por los chorros oscuros que habían brotado, algunos hasta llegar a una distancia de dos metros, Reverdi había escogido en esta ocasión las arterias, no las venas; gran caudal y fuerte presión.
Sin embargo, Marc se dio cuenta de que Reverdi había obturado primero las heridas con cinta adhesiva a fin de practicar, una vez más, su chantaje sangriento. Había buscado las respuestas a sus preguntas dejando fluir la sangre. Cada vez que obtenía una negativa o un silencio, había arrancado un trozo de cinta, abriendo una compuerta de muerte.
Al acercarse, Marc observó un detalle singular. Los largos cabellos cubrían por completo el rostro, pero algunos mechones parecían retorcidos y duros, como rizos de rastafari. Despacio, muy despacio, Marc levantó la cabeza de Vincent empujándola por debajo de la barbilla.
El asesino había arrancado los ojos del fotógrafo y metido en sus órbitas películas desenrolladas. Un segundo más tarde, Marc se percató de que la cabeza del cadáver había sido colocada de un modo específico. Ese rostro sin ojos «miraba» algo situado a la espalda de Marc.
Se volvió y vio huellas sangrientas en los grandes telones de papel de colores. Sin dudarlo, los arrancó uno tras otro y descubrió la continuación del mensaje.
En el último fondo, el asesino había escrito con la sangre de su víctima:
¡VER NO ES SABER!
Marc retrocedió y tropezó con el cadáver. Vio moverse toda la habitación y comprendió que iba a perder el conocimiento. En el último instante, se agarró del hombro de su amigo torturado. Ese simple contacto le hizo gritar; un grito que le salía del vientre y que estaba reprimiendo desde su visita a casa de Alain. Gritó más, y más. Doblado en dos sobre su rabia, sobre su miedo. Gritó hasta desgarrarse las cuerdas vocales.
Después cayó de rodillas, llorando, sobre las fotos esparcidas por el suelo, pegadas por la sangré seca.
En ese momento comprendió la conclusión del mensaje.
Todas esas fotos reproducían a una sola persona: Jadiya.
¿Le había dado Vincent su dirección? Sin duda alguna.
¿Qué más había podido decir? Nada. No sabía nada. Al pensar en las torturas inútiles que había sufrido, Marc sintió que lo invadía otra oleada de llanto, pero se dominó.
Tal vez aún podía salvar a Jadiya.
Se levantó y se acercó a la mesa para utilizar el teléfono fijo de Vincent. El número del móvil de Jadiya estaba memorizado. No hubo respuesta. Marc pensó en Marine, su maquilladora. Su número también estaba en la memoria. La chica contestó al tercer timbrazo.
– ¡Marc! ¿Qué tal va todo?
Él dirigió una mirada a las órbitas vacías de Vincent, a la inscripción sangrienta, a las fotos de Jadiya manchadas.
– Va -dijo.
– ¿Qué querías?
Marc se volvió de espaldas a la carnicería e imprimió firmeza a su voz.
– Busco a Jadiya.
– Vaya, vaya… -dijo la maquilladora.
– ¿Sabes dónde está?
– Conmigo. Estamos en plena sesión.
El alivio le arrancó algo, muy lejos, en el fondo del pecho.
– ¿Dónde estáis?
– En el estudio Daguerre.
– ¿Cuál es la dirección?
– Calle Daguerre, número 56, pero…
– Voy para allá.
– Aún tenemos para rato y…
– Voy para allá.
Marc iba a colgar, pero antes preguntó:
– ¿La ha llamado alguien esta tarde al móvil?
– Ni idea. ¿Por qué?
– Escúchame bien: hasta que yo llegue, que no conteste al teléfono ni escuche los mensajes. Que no se acerque nadie a ella salvo los cámaras, ¿entendido?
– Estás volviéndote muy posesivo -dijo Marine en tono burlón-. Le va a encantar.
El plató del estudio estaba totalmente rodeado de pantallas reflectantes. Altas planchas de aluminio que devolvían destellos quebrados, reflejos de nave espacial en toda la habitación.
Ese decorado deslumbrante parecía plantear enormes problemas técnicos. Cinco ayudantes corrían en todas direcciones y no había ni un solo foco dirigido hacia el plató, sino que todos estaban orientados hacia otros puntos con objeto de obtener una iluminación indirecta.
En el estudio reinaba un silencio sepulcral. Una sesión fotográfica de profesionales. Una reunión de expertos. Marc avanzó unos pasos, lo más discretamente posible, hasta el límite de la claridad cegadora.
Jadiya estaba allí, sola, bajo la luz blanca.
Vestida con un mono de malla plateado, parecía una criatura extraterrestre recién llegada del planeta Perfección. Un planeta cuyos habitantes tenían medidas ideales, en el que toda actitud semejaba un río de gracia translúcido.
– Okey. Volvemos a la posición de antes. ¿Está bien la luz así?
Marc acusó el golpe. La simple voz del fotógrafo dando órdenes en la penumbra le recordó a su amigo. Había ido tantas veces a su estudio… Vincent dirigiendo sus fotos difuminadas a golpe de comentarios filosóficos de tres al cuarto. Vincent riendo mientras abría una lata de cerveza. Vincent sacando fotos impúdicas del bolsillo de sus pantalones arrugados. Marc contuvo la respiración para no llorar y se concentró en Jadiya.
Estaba con las manos en las caderas y las piernas separadas, a la manera de una chica James Bond de los años setenta. Parecía plantarle cara al halo blanco que la rodeaba y consumía los bordes de su silueta.
– Ahora avanza un paso. Colócate de tres cuartos. Eso es. Sonríe. Con una pizca de arrogancia…
La expresión solicitada apareció en sus labios claros. Esa sonrisa tenía una incidencia directa, poderosa, en una parte profunda de sí misma, una membrana ancestral, olvidada. Como esas sondas que se pierden en las tinieblas de la Tierra y descubren bolsas llenas de líquidos fósiles todavía palpitantes.
– Perfecto. De cara otra vez. El cuerpo ligeramente arqueado.
Jadiya obedeció. La curva de la espalda se hizo más pronunciada. El movimiento habría podido ser vulgar, incitador, pero en este caso era una indolencia natural que parecía descender desde la sonrisa hasta las ramificaciones más ínfimas de los miembros. Marc apenas podía reprimirse; tenía ganas de meterse en el plató, cogerla de la mano y huir con ella. Había que esconder ese tesoro antes de que fuese demasiado tarde.
El chasquido grave de la cámara sonaba, inmediatamente seguido del silbido del flash y luego del motor de arrastre. Chasquido. Silbido. Arrastre… Una cadencia ternaria. Pero también un tañido fúnebre. La imagen de Vincent apareció de nuevo para lacerarle la memoria. Se volvió en la penumbra; esta vez iba a explotar. A llorar o a vomitar. O las dos cosas a la vez.
– Muy bien. Lo dejamos.
Marc estaba apoyado en la pared, todavía doblado por la cintura, cuando percibió un perfume muy denso, mezcla de pigmentos áridos y aceites dulces. Se volvió: Jadiya estaba frente a él. A la vez irreal y demasiado presente, con su mono de malla brillante.
– De todos los posibles visitantes, tú eras el último de la lista.
No parecía sorprendida; Marine le había avisado.
– ¿Un mensaje urgente? -preguntó.
– Quería invitarte a pasar el fin de semana fuera.
– Directo al grano, ¿eh?
Marc intentó sonreír, pero el esfuerzo le arrancó una mueca de dolor.
– Quería simplemente enseñarte un sitio que me gusta mucho. No está lejos de París.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
– Esto se pone cada vez mejor: el gran autor se dedica a secuestrar chicas.
La ironía burlona se tornaba sarcástica. Marc escogió otra carta, la del orgullo herido.
– Oye, he actuado siguiendo un impulso -dijo-. Esto ya es bastante difícil para mí, así que, si no te apetece, no vamos. No pasa nada.
Ella meneó la cabeza sin apartar los ojos de él. Sus negros cabellos brillaban alrededor de su cara.
– Espera. Voy a buscar mis cosas.
Marc se acordaba perfectamente del lugar.
Un hotel situado en las afueras de Orleans, que constaba de una mansión y sus anexos en un parque de varias decenas de hectáreas. Cuando era paparazzo había montado guardia muchas veces en las inmediaciones de ese hotel. Un refugio secreto, elitista, adonde los personajes célebres iban a consumar sus relaciones ilegítimas a salvo de miradas indiscretas. En aquella época, sobornando a algunos empleados era informado con regularidad de las llegadas de parejas famosas.
Por suerte, Jadiya tenía coche, porque él la había invitado al campo, pero no disponía de vehículo para llevarla. La joven conducía el Twingo con un placer manifiesto. Llevaba una gran A en la parte trasera del vehículo porque acababa de sacarse el carnet, explicó, y era su primer gran trayecto.
Durante el viaje, Marc traté de alimentar la conversación, pero el miedo, la confusión y el sufrimiento se mezclaban en su interior hasta tal punto que apenas conseguía acabar las frases. Había colocado el retrovisor exterior de manera que pudiese observar él la carretera que dejaban atrás. Por si acaso los seguían. Jadiya estaba, tan concentrada en la conducción que no se había percatado de ese detalle.
Después de salir de la autopista, tomaron una carretera departamental. Marc no tuvo ninguna dificultad en encontrar el camino pese a que estaba oscureciendo. Por fin, después de una curva, distinguió el muro de cerca cubierto de musgo, camuflado entre los árboles, y luego las dos torres de la mansión que se alzaban entre la espesura.
El Twingo cruzó la vega y entró en el patio de grava. Cuando Jadiya vio la fachada enterrada bajo la hiedra, emitió un silbido de admiración. Pese a su estado, Marc percibía el encanto de aquella mujer: de cada palabra que pronunciaba, de cada gesto que hacía, emanaba una espontaneidad y una frescura desconcertantes, que no tenían nada que ver con su porte de diosa del Magreb. Cuanto más la conocía, más se alejaba la imagen de icono intocable que tenía de ella. Era ante todo una joven alegre, culta, que no se andaba con rodeos y que llevaba su belleza como un abrigo ligero que hubiera olvidado quitarse.
Cuando hubo aparcado, con gran acompañamiento de tacos, rascadas y caladas del motor, bajaron del coche y contemplaron el edificio iluminado en la noche. La construcción principal era una granja gris, en forma de U, cuyos antiguos establos, a la izquierda, acogían ahora salas de reuniones y un restaurante. Las ventanas de las habitaciones se extendían en serie, en el primer piso, a lo largo del cuerpo del edificio. Frente a la mansión, en el parque, se veían los anexos, acondicionados para albergar suites que eran como islotes de discreción. Marc se relajó un poco; rodeado por los muros de cerca y los robles centenarios, se sentía seguro por primera vez en el día.
El vestíbulo confirmaba la impresión de bienestar rústico, sin fiorituras. Paredes de piedra vista, gruesas alfombras sobre entarimado encerado, armaduras de hierro con el torso abombado. Marc solo temía una cosa: que el recepcionista o algún empleado lo reconociera y le facilitara una información indiscreta que habría interesado en otros tiempos al Rapiñador. Pero no; el personal había cambiado y los trataron como a una pareja estándar que quería disfrutar de un fin de semana a la luz de las velas.
Marc pidió dos habitaciones contiguas, comunicadas por una puerta interior, sin que Jadiya pudiera oírlo para no parecer un pobre seductor que está tejiendo su telaraña. En un rincón de su mente, allí donde el miedo aún no lo había devastado todo, sufría por esa situación…, por su aspecto de ligón de poca monta que le tendía una trampa a su secretaria.
La visita a las habitaciones agravó todavía más la caricatura. Cama con baldaquino, colcha de terciopelo y minibar repleto de botellas de champán: las armas de la emboscada. Marc no se atrevía a mirar a Jadiya. Estaba muerto de vergüenza.
En cuanto el camarero se hubo ido y ella se hubo instalado en su habitación, Marc registró la suya de arriba abajo. Era absurdo; Reverdi no podía estar escondido en un armario. Echó un vistazo por la ventana a la derecha, hacia donde estaba el aparcamiento. Nada de particular. Ningún coche nuevo, ningún visitante, ninguna sombra furtiva.
Marc miró el reloj: las ocho y media. No tardarían en ir a cenar. Entonces hablaría con Jadiya. ¿Cómo reaccionaría? ¿Exigiría acudir a la policía? Seguro. No había otra solución; él mismo estaba convencido de ello.
Pero primero tenía que contárselo todo.
Esa noche.
Jadiya leía la carta en silencio.
En realidad, observaba a Marc por el rabillo del ojo. En otras circunstancias, se habría echado a reír. La decoración de la mesa era por sí sola de antología: los cubiertos estaban multiplicados por cinco, las velas parecían reguladas por un potenciómetro y unas cortinas aislaban las mesas formando recintos íntimos.
Sí, en otras circunstancias se habría desternillado de risa. Pero esa noche no, porque esa cena ridícula, esa emboscada deplorable le estaban siendo servidas por Marc en persona. Y todo en él, desde que se habían visto en París, sonaba a falso. Su invitación, su cambio de actitud respecto a ella, su tono alegre. Pese a sus esfuerzos, parecía ajeno a todo cuanto sucedía allí.
¿Qué buscaba?
¿Por qué la había llevado a ese lugar?
Una semana antes, esa escapada la habría vuelto loca de felicidad -o de angustia-, pero ya no. En el intervalo había habido aquella noche lamentable, aquel cóctel caótico en el que su atleta de bolsillo, con su mano ensangrentada y sus maneras violentas, había tocado fondo. Desde entonces lo miraba con pena. Había en él una dureza, un misterio que nada ni nadie parecían poder penetrar. Un hombre con un caparazón inviolable. Solitario, desesperado, incomprensible. Y esta velada siniestra reforzaba ese sentimiento.
La joven decidió ir directa al grano.
– Tienes algo que decirme, ¿no?
Ya se lo había preguntado en el coche, pero no había obtenido respuesta. Él se escabulló de nuevo.
– No -dijo sonriendo-. Bueno, sí, pero no ahora. ¿Qué vas a pedir?
Marc había utilizado una voz aterciopelada, con doble intención. ¿Por quién la tomaba, maldita sea? Jadiya volvió a mirar la carta.
– No entiendo nada.
Marc propuso en tono divertido:
– ¿No te apetece probar la «farándula de vieiras con jugo de venado perlado con esencia de cítricos»?
Ella sonrió.
– Eso o la «suprema de capón acompañada de crujiente de patas azules».
– ¿Y qué me dices de las «endivias confitadas con agraz»?
– No sé… Tampoco hay que desechar el «budín de pato salvaje hojaldrado».
Rompieron a reír. De repente se creó una complicidad entre ellos. Una especie de tregua. Como un trago de alcohol en el fondo de una trinchera. Pero ella percibió enseguida que aquello no iba a durar.
En efecto, el semblante de Marc se petrificó de golpe. Su piel adquirió el color de un empaste dental.
– Perdona -dijo.
Y se levantó de la mesa.
Estaba seguro.
Lo había visto en el hueco de la ventana. Cabeza rapada. Rostro alargado y gris. Gran estatura. No cabía duda. Reverdi. Marc atravesó el restaurante. No sabía lo que iba a hacer; ni siquiera iba armado. Pero tenía que obtener una certeza.
En la escalinata, se detuvo, como si estuviera al borde del vacío. Observó el cuadrado de luz del patio. Escrutó los guijarros grises, respiró el olor vivo de humedad, escuchó el murmullo de las hojas. Nada. Intentó ver más lejos, a través de las tinieblas. Nadie. Una noche en el campo, ni más ni menos amenazante que cualquier otra.
Una mano se posó en su hombro.
Se volvió profiriendo un grito, resbaló y bajó la escalera dando traspiés hacia atrás. Evitó por un pelo la caída y se colocó en posición de defensa a la luz del farol. Se acercó un hombre con una amplia sonrisa en los labios.
– Lo siento, le he asustado. Soy el director del hotel.
Marc trató de decir algo, pero no lo consiguió.
– No tema, el aparcamiento está vigilado día y noche.
Marc apenas comprendía lo que decía el hombre. Estaba temblando. El sudor le pinchaba el rostro como si fuese una máscara de agujas. Intentó de nuevo hablar: no hubo manera. El director se reunió con él en el patio sin dejar de hablar en un lenguaje incomprensible. Marc masculló finalmente un «muy bien, muy bien»; luego entró con la cabeza gacha y empujó a un camarero al pasar junto a él.
Se sentó de nuevo a la mesa. Temblaba de tal modo que no sentía ni las manos ni los pies. Tenía la impresión de que sus extremidades se habían desprendido, pero al mismo tiempo le dolían. Pensaba en esos soldados que continúan sintiendo picor en los miembros después de que se los hayan amputado.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jadiya-. Parece que hayas visto a un fantasma.
– Una llamada urgente. Todo está en orden.
Para disimular, cogió de nuevo la carta, pero la dejó de inmediato. Sus manos vibraban como las alas de un insecto. Las puso bajo los muslos y se concentró en los nombres que danzaban ante sus ojos.
Dios mío, tenía que decírselo.
– ¿Te molesta si dejo la puerta abierta?
La pregunta era ridícula, como todo lo demás. Jadiya no recordaba una cena tan absurda como aquella. Las conversaciones morían apenas iniciadas y los silencios caían como lápidas de cementerio. No entendía lo que pasaba. Había soñado tantas veces con estar a solas los dos…
Entró en el cuarto de baño y se observó en el espejo. Todavía le quedaban restos del maquillaje de la sesión de fotos. Se quedó pensativa. ¿Se suponía que iban a hacer el amor esa noche? Sería un absurdo más. ¿Aceptaría? No. Rotundamente no. Pero a lo largo de una noche la temperatura podía variar tanto… Le asaltó una duda. Abrió el bolso. No llevaba sus medicamentos, ni ninguna crema. Si pasaba algo, ¿cómo se las arreglaría?
Abrió el grifo de la bañera y volvió a la habitación. Más valía tomarse aquella decoración con humor. La cama colosal, cubierta con una colcha de terciopelo. El tapiz en la pared representando una escena de amor cortés. Incluso habían puesto dos rosas rojas, con los tallos cruzados, sobre la almohada.
La bañera seguía llenándose. Jadiya ya no oía ningún ruido en la otra habitación. Guardó el abrigo en el armario y se decidió a abrir la cama.
Cogió las rosas antes de apartar la colcha.
El grito sorprendió a Marc mientras observaba el patio.
Atravesó su habitación de un salto y encontró a Jadiya petrificada, con los ojos clavados en la colcha. Miró también hacia allí y notó que se le revolvían las tripas.
Unos ojos.
Unos ojos descansaban sobre la colcha.
Marc conocía su origen. El rostro enucleado de Vincent, ver no es saber. Vio también dos rosas rojas. Unos hilos de sangre unían los pétalos a los órganos. Estos habían sido escondidos en el interior de las flores.
Jacques Reverdi les daba la bienvenida.
A su manera.
Marc se precipitó hacia la puerta de entrada y la cerró con llave; después fue corriendo a la suya para hacer lo mismo. Regresó junto a Jadiya y la abrazó. La chica temblaba tanto que se había quedado sin peso, sin masa.
Instintivamente, Marc miró de nuevo la cama. En el ribete de las sábanas vio unas manchas de sangre. Eso no eran salpicaduras de los pétalos. Recordó los telones del estudio y la advertencia de Reverdi. Aquí también estaba incompleto el mensaje.
Sin vacilar, cogió la colcha y la sábana de arriba. Las apartó las dos a la vez, arrastrando con ellas las rosas rojas y los globos oculares.
Sobre la sábana ajustable, unas letras sangrientas tendían sus garras:
ESCÓNDETE, DEPRISA,
VIENE PAPÁ
– Pero ¿qué está pasando?
Él la asió de la mano sin contestar y la levantó del suelo. Jadiya solo tuvo tiempo de coger su bolso, que estaba en el cuarto de baño, mientras él abría la puerta. Bajaron corriendo la escalera y cruzaron el vestíbulo ante la mirada atónita del recepcionista.
Al llegar a la puerta, Marc se paró en seco. Escrutó el patio iluminado. Los coches aparcados. Los árboles susurrantes. Más allá, la oscuridad parecía haberse hecho más profunda. Marc detuvo la mirada en el coche de Jadiya. Durante un breve instante, se sintió tentado de montar en él y regresar a París. Pero quizá Reverdi había colocado una bomba. O bien estaba dentro. Observó el roble macizo. Su seguridad se tambaleó: estaba allí, detrás de la corteza plateada. Después encontró las puertas de los establos, sumidas en la sombra. Reverdi estaba en todas partes. Su simple amenaza saturaba el espacio vital de ellos.
¿Quedarse en el hotel? ¿Llamar a la policía? Subir y encerrarse en sus habitaciones hasta que se hiciera de día? Marc tuvo un flash: los ojos rodando debajo de la cama, la escritura temblorosa y oscura: escóndete, deprisa, viene papá. Huir. Había que huir. Sobre todo, no quedarse en aquella mansión.
Apretó la mano de Jadiya y echó a correr. Una tormenta rugía a lo lejos. Cada segundo que pasaba, las tinieblas parecían más densas, más bajas. Pasaron junto al aparcamiento. Marc observaba todos los coches, todas las parcelas de oscuridad. Al llegar al final, vio un sendero que se adentraba en la oscuridad.
– Quítate los zapatos -ordenó.
Corrieron entre los árboles, las sombras, los crujidos. La noche en el campo. Ese mundo exterior que miramos por la ventana de una casa caldeada estremeciéndonos. Esa quintaesencia del negro, que nos felicitamos de no tener que afrontar. Ellos ya no la contemplaban a través de los cristales; estaban metidos de lleno en ella. La atravesaban, la pisoteaban, la violaban. Como un tabú sagrado que nadie más hubiera osado transgredir.
Las ramas crujían bajo sus pies. Las zarzas les arañaban las piernas. Tropezaban con las raíces. Avanzaban sin rumbo, sin puntos de referencia. Sobre su cabeza, el viento agitaba las copas de los árboles, doblaba las hojas, azotaba la bóveda oscura del cielo.
– ¡Mierda!
Delante de ellos se abría un bosque de sauces, sacudido por largos estremecimientos. Pensó en los bambúes. Imaginó esas hojas sobre la piel del asesino. Su rostro atormentado por el odio, súbitamente acariciado por las ramas. Marc lo veía detenerse para saborear la suavidad del contacto, sintiendo cómo la locura criminal maduraba poco a poco en él, atraída por esas caricias vegetales…
«Por aquí no -susurró.
Apretó más la mano de Jadiya y se dirigió hacia la izquierda, a campo traviesa. Ella lo seguía sin rechistar. Oscuramente, Marc estaba orgulloso de ella, de su silencio, de su valentía.
Ahora corrían a cuerpo descubierto, chapoteando, hundiéndose en los surcos de un campo. Atravesaron tierras desnudas, se adentraron en otros sotobosques. Marc maldecía ese campo hostil, despertado por el viento, vivificado por la lluvia. Pero no se atrevía ni a parar ni a volver atrás. Era, en sentido literal, una huida hacia delante.
Cuando vio el granero, supo que era allí. Un refugio o un callejón sin salida. O bien Reverdi los había perdido y podían esperar a que amaneciera entre aquellas cuatro paredes, o bien estaba pisándoles los talones y todo acabaría en el fondo de ese almacén. Siguió tirando de Jadiya. La oía respirar, jadear, pero sin proferir ninguna queja.
Derribó la puerta golpeándola con un hombro. Pese al hedor, pese al frío glacial, se sintió reconfortado. Desplomarse bajo ese techo, esperar el fin de la noche: su mente no fue más lejos. La oscuridad era casi total. Se adentraron entre los olores solidificados, pisando la tierra batida, sembrada de boñigas secas.
Marc cerró la puerta… y la noche. Se preguntó si por casualidad aún llevaría en algún bolsillo el encendedor que había utilizado en el descampado de Nanterre. Pero en ese momento una llama surgió en la oscuridad. Los cabellos de Jadiya brillaron; ella sí llevaba un encendedor. Al segundo siguiente, el resplandor se transformó en un verdadero hogar. Marc iba a gritar, pero Jadiya se le adelantó:
– No se te ocurra decirme que van a descubrirnos.
Marc se quedó boquiabierto. Jadiya tenía razón. ¿Qué sabía él de las leyes de la caza, de las reglas de la guerra? Fuera llovía a raudales. Las nubes estaban tan bajas que absorberían el humo cuando saliera por la ventana que Jadiya estaba desbrozando. La joven se sentó junto al fuego; alimentaba la hoguera con las boñigas más secas. Marc también se acercó.
Pese al calor incipiente, ella seguía tiritando. Él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros; era lo mínimo que podía hacer. Acto seguido, se levantó. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Prepararse para el asedio. Organizar la resistencia. ¿Cómo? No tenían nada. Ni armas, ni protección, ni víveres…
– Siéntate. Me pone mala que no pares de dar vueltas.
Marc se quedó inmóvil. El tono autoritario le sorprendió, pero todavía le sorprendió más la calma de su voz. Increíble: no tenía miedo. Se dejó caer frente a ella. Entre ambos, los excrementos crepitaban, ardían formando llamas breves, nerviosas, con un curioso brillo verdoso.
– Te escucho -dijo Jadiya-. Quiero toda la historia.
Él se la contó. La usurpación de identidad. Las primeras cartas. El robo de la foto. El pacto con Reverdi. Su periplo por la «línea negra», entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador.
Luego, el secreto de la sangre negra.
Se tomó la molestia de describir todos los detalles, todavía fascinado por el ritual del asesino. Las incisiones. La miel. La cámara hermética. Y el acto final.
Jadiya, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla apoyada en las rodillas, permanecía en silencio. Miraba las llamas fugaces. Algo en ella le hacía no ceder al pánico. Parecía ser capaz de afrontar todo aquello. Marc pensó en las «mujeres con cajones» de los cuadros de Dalí, que esconden su secreto en los repliegues del cuerpo. ¿Dónde había escondido Jadiya la fuente de su fuerza?
Pasó al presente. La evasión de Reverdi. El asesinato de Alain van Hêm, único vínculo con Élisabeth y su dirección en la lista de correos. Luego la furia del criminal al ver el rostro de Jadiya en las perfumerías y la novela Sangre negra en las librerías. Marc intentó explicar que había querido evitar otras catástrofes, salvar a Vincent, protegerla a ella… Dudó unos segundos, pero acabó confesando lo peor: la muerte del fotógrafo.
Jadiya se estremeció, sin apartar los ojos del fuego. No hizo preguntas, pero él intuyó que algo importante se quebraba en ella. Marc prosiguió. No quería ocultarle nada. Describió la tortura de Vincent. Las sangrías. Los ojos arrancados…, los ojos que habían aparecido sobre la colcha. Las fotos de Jadiya pisoteadas. Y la inscripción sobre el telón: ver no es saber.
Ahora Reverdi estaba allí, en alguna parte, alrededor del granero.
Animado únicamente por el deseo de venganza.
Jadiya continuaba callada. Marc consultó el reloj. Era la una de la madrugada. Y ningún ataque todavía, ninguna señal alarmante. ¿Lo habían despistado? Sus miembros empezaban a relajarse. El calor los envolvía. Uno se acostumbra al olor de la mierda quemada. Uno se acostumbra a esperar la muerte.
– No me has dicho lo principal -dijo de pronto Jadiya-. ¿Cuál es la razón de todo eso? ¿Cuál es la razón de esa búsqueda?
Marc balbució unas palabras, trató de justificar sus indagaciones. Ella lo interrumpió.
– ¿Por qué no me hablas de Sophie?
Él dio un salto, como si le hubieran metido una brasa en los ojos.
– ¿Quién te ha hablado de ella?
– Vincent.
Él asintió lentamente. Jadiya conocía, pues, la parte esencial de la historia.
– Me he visto enfrentado a la muerte dos veces -susurró-. A la muerte sangrienta. Dos veces son demasiadas para una vida corriente. -Sus palabras se entrelazaban con el crepitar de las llamas-. La primera cuando tenía dieciséis años. Mi mejor amigo, un músico, se cortó las venas en los lavabos del instituto. Se llamaba D'Amico. El mejor violonchelista que he conocido jamás. Fui yo quien lo encontró. La segunda vez fue Sophie. La… Bueno…
Se quedó sin voz. Jadiya acudió en su ayuda.
– Vincent me lo contó. Pero ¿por qué reaccionaste de esa forma? ¿Por qué te empeñas en perseguir el mal, en vez de tratar de olvidar?
– Esos dos sucesos provocaron en mí una atracción morbosa. Una fascinación por la muerte. Y sobre todo, una voluntad de saber, de comprender. La muerte de D'Amico no tiene nada que ver con la pulsión criminal, pero fue como un preámbulo. La antesala del horror. El cuerpo de Sophie fue la apoteosis. Un interrogante abierto, como una herida. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se podía hacer eso? Esos sucesos apuntaron un dedo hacia mí. Había sido elegido para comprender la naturaleza profunda de la violencia. Yo creo que, en el fondo, también hay remordimientos.
– ¿Remordimientos?
Marc no respondió enseguida. Estaba tocando las capas más profundas de su ser. Estratos de los que nunca había hablado en voz alta.
– Cuando encontré el cuerpo de mi amigo, y también cuando encontré el de Sophie, me desmayé. Me sustraje al mundo. No te hablo de una breve pérdida de conocimiento, sino de un auténtico coma. Seis días la primera vez. Tres semanas la segunda. Parece ser que eso ocurre en los casos de traumas graves. Pero ese coma provocó también una amnesia retrospectiva.
– ¿Retrospectiva?
– Sí, el choque borró el instante del descubrimiento del cadáver y las horas inmediatamente anteriores. Como si mi conciencia se hubiera visto salpicada, en la escala del tiempo, en los dos sentidos, ¿comprendes?
– Lo que no entiendo son tus remordimientos.
Marc casi gritó:
– ¡Es que no sé lo que hice justo antes de esas muertes! -Se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra-. Quizá habría podido evitar aquellos sucesos… Quizá incluso los provoqué. Unas palabras demasiado duras a D'Amico…, y en el caso de Sophie, podría haberme quedado con ella, no sé… Dios mío, ni siquiera recuerdo las últimas palabras que nos dijimos…
Jadiya permaneció en silencio; dejaba crepitar los segundos.
– En cualquier caso -añadió Marc, y sabía que estaba resumiendo en unas palabras su propio destino-, les debía tanto a uno como a otro esta investigación. Su muerte es una página negra en mi cabeza. Tenía que descubrir una verdad sobre la muerte, la sangre, el mal, para recuperar ese olvido. No conozco al asesino de Sophie. Nadie ha encontrado jamás su rastro. Pero al menos me he acercado a la fuerza maléfica que la mató. Es la misma fuerza que habita en todos los asesinos, y he podido contemplarla desde el interior. Gracias a Reverdi.
Jadiya irguió el cuerpo. Esas últimas palabras parecían haberle recordado algo.
– Eso que ponía en la sábana, escóndete, deprisa, viene papá, ¿qué quiere decir?
– No lo sé. Es la parte de sombra de Reverdi que no he podido penetrar.
– ¿Por qué la habrá escrito como una amenaza?
– Ni idea. O tal vez sí: creo que antes de matarnos quiere ofrecernos una última revelación. Está loco, ¿comprendes?
Ella no contestó. Observaba a Marc intensamente, con las manos apoyadas en el suelo tras de ella y la cabeza alzada. Sus ojos dorados no cesaban de moverse, como si fotografiara hasta el menor detalle del rostro de Marc.
Finalmente, miró por el ventanuco rodeado de paja; empezaba a clarear.
– Vamos a ir a la policía. Reza para que nos metan en la cárcel y nos protejan. Y sobre todo, reza para que a ti no te manden a un manicomio.
Conducía con las manos crispadas sobre el volante.
Marc se había ofrecido para conducir, pero Jadiya se había negado. Su coche lo llevaba ella, y punto. Además, él no estaba en mejores condiciones.
A las seis habían salido de su madriguera y se habían adentrado en el amanecer monocromo. Habían caminado a campo traviesa, despavoridos, embarrados, empapados de rocío. Dos parisinos errantes, sosteniéndose el uno al otro en un paraje desconocido. De pena. Tanto más cuanto que el hotel estaba a unos cientos de metros de su escondrijo; en la noche tormentosa, se habían limitado a dar vueltas en redondo. De pena.
El personal del hotel se había abstenido de hacer comentarios. El aspecto de Marc y Jadiya era el de una pareja para la que la noche había sido muy, muy dura. Una pareja que había discutido hasta el amanecer y que volvía a París para curar sus heridas. Marc había subido a las habitaciones; ella no había tenido valor para acompañarlo. Él había recogido las cosas y había bajado, pálido, inexpresivo, indescifrable. Había pagado la cuenta y rechazado el desayuno continental, incluido en el precio. Después habían montado en el coche. Sin más.
A medida que el paisaje recuperaba sus colores, los pensamientos de Jadiya recobraban su solidez y su vigor. Debía seguir siendo ella misma. Un bloque indestructible en el que las agresiones exteriores, por delirantes que fueran, no podían hacer mella. Un núcleo duro en el que la vida se rompía los dientes. Así era como siempre había salido adelante. La guerra continuaba, eso era todo.
Marc no tenía esa fuerza, ella lo notaba. Luchaba, pero ya no creía que sirviese de nada. Resistía por ella, por deber, por necesidad, pero sin convicción. Estaba condenado. En su propia cabeza.
Otra cosa era segura: ya no estaba enamorada de él. Demasiadas ondas funestas, demasiados fantasmas alrededor de ese hombre. Sin embargo, seguía dándole pena y no quería abandonarlo. No es posible escapar a la ley de los ciclos: en vez de odiarlo, estaba dispuesta a cuidar de él, al igual que había cuidado durante años al cerdo al que tenía que pinchar entre los dedos de los pies y dar de comer en la boca.
Puerta de Orleans.
Avenida Général-Leclerc.
Alésia.
Uno de los centros policiales más importantes de París era la comisaría del distrito XIV, en la avenida del Maine. Jadiya había pensado enseguida en ese cuartel general, situado en el camino de regreso. Lo conocía porque había ido a parar varias veces allí siendo adolescente, cuando hacían las redadas «antimoros» los sábados por la noche.
Aparcó justo enfrente, al otro lado de la avenida, delante del restaurante La Marée. Marc no parecía decidirse a salir del coche. Jadiya se volvió hacia él:
– O esto o Reverdi, ¿qué prefieres?
Marc miró su reloj: llevaban esperando casi una hora. La sala estaba abarrotada. Polis, denunciantes, delincuentes. Todo el espacio bullía como consecuencia de las detenciones del día anterior: una noche de viernes normal y corriente en el barrio de Montparnasse.
De los calabozos salían con regularidad sospechosos esposados que atravesaban el vestíbulo con la cabeza gacha o, por el contrario, gritando, hasta desaparecer en uno de los despachos adyacentes. Había también «personas honradas» que reclamaban justicia en el mostrador de la entrada como si pidieran una caña. Y polis, de uniforme o de paisano, que intentaban calmar la agitación matinal.
Un teniente había prometido recibirlos lo antes posible. Marc no había perdido los nervios; no había representado su papel de «testigo capital» en un «caso excepcional». Se sentía demasiado abatido para eso. Por lo demás, no estaba ni irritado ni impaciente; simplemente destrozado. La realidad que percibía estaba amortiguada y era a la vez estridente, le enviaba sonidos extraños, desconocidos, como si estuviera en el fondo del agua. Los ruidos y los olores de la comisaría le llegaban a través de gruesas murallas líquidas.
Sin embargo, tras la urgencia de la noche, emergían lentamente verdades. Veía, por ejemplo, hasta qué punto estaba destruida su existencia. El suplicio de Alain; la tortura de Vincent: deudas imposibles de saldar. La noche anterior había jugado a ser un guerrero heroico, un samurái preparado para el combate. Pero ahora no asumía nada porque estaba seguro de que iba a morir.
Esa mañana aún estaba vivo.
E iba a tener que pagar.
Ni con sangre ni con sufrimiento, sino por la puerta pequeña. La del despacho de un juez. Y luego en la celda de una prisión. La única pregunta con sentido era: ¿por qué no había acudido antes a la policía? ¿Habría podido evitar la muerte de Alain y de Vincent?
Había otro misterio mucho más amenazador: ¿por qué Reverdi no había acabado con ellos la noche anterior? No podía creer que lo hubieran despistado. El predador les pisaba los talones. Los había vigilado toda la noche. ¿Por qué? ¿A qué esperaba para sacrificarlos?
Jadiya se levantó.
– ¿Adónde vas?
– A hacer pipí. ¿Puedo?
– No.
– ¿Estás de broma o qué?
La joven señaló a los hombres uniformados, a los oficiales que pasaban con declaraciones en la mano.
– Yo creo que aquí podemos respirar, ¿no?
Marc la dejó desaparecer por el pasillo. Observó las esposas, las culatas de revólver, las placas plateadas, y se calmó. Se puso rígido al tocar la pared con la espalda. El sueño lo vencía. El cansancio acumulado invadía su cuerpo como una ola templada. No debía adormilarse. De ninguna manera debía…
Se sobresaltó.
Se había dormido. Profundamente. Miró el reloj: más de las diez. Echó un vistazo a derecha e izquierda: cada vez había más gente en la comisaría, pero Jadiya no estaba allí. ¿Había comenzado la entrevista sin él? Imposible.
Se puso en pie y preguntó a los agentes que montaban guardia. Nadie había visto a Jadiya. Preguntó dónde estaban los servicios y se adentró en un pasillo menos frecuentado. En la primera esquina, el corredor se vació por completo. Tubos de neón blancos. Tuberías mugrientas. Ventanas con rejas. Marc siguió avanzando. En aquella comisaría había servicios para los dos sexos. Los hombres a un lado, las mujeres al otro. Todo estaba desierto.
– ¿Jadiya? -dijo desde la puerta.
El ruido de una cisterna le respondió. A la izquierda, los retretes. A la derecha, los lavabos, con un espejo sobre cada uno.
– ¿Jadiya?
Una de las puertas se abrió; salió una mujer de uniforme que le lanzó una mirada hostil y se dirigió hacia los lavabos. Maquinalmente, él apartó la mirada y se volvió hacia la entrada de los servicios para hombres. Oyó correr el agua del grifo. El chasquido de la máquina de toallas de papel. Montaba guardia en el pasillo, esperando que saliera la agente.
Cuando apareció, la abordó de inmediato:
– Perdone…, ¿no habrá visto a una chica morena, muy alta, guapa? Vino al servicio hace un rato y…
La mujer puso mala cara al oír las palabras «alta» y «guapa». Ella medía un metro cincuenta y tenía un culo enorme. Sin responder, se subió la bragueta y se alejó con paso bamboleante.
Marc se quedó solo. Se decidió a asomar la cabeza. Silencio total. ¿Dónde estaba? No había podido escapar. ¿Se habría quedado dormida dentro de uno de los compartimientos? A él le había pasado en el banco…
– ¿Jadiya?
Empujó la puerta del primer retrete: nadie.
– ¿Jadiya?
Hizo girar la puerta siguiente: nadie.
Dio otro paso.
Un ruido detrás de él.
Jacques Reverdi está ahí.
Pelo cortado al cepillo. Impermeable gris. Un auténtico policía.
– Yo…
Una punzada sorda en la nuca.
La oscuridad.
Alvéolos.
Alvéolos gigantes. Cavidades ovales de varios metros de altura, excavadas en una pared de acero… o de aluminio. Un material plateado que la luz hacía brillar suavemente.
Marc salió de la inconsciencia. Continuó observando la pared que tenía enfrente y obtuvo nuevos detalles. Al parecer, las elipses se multiplicaban hasta el infinito. Había también en el suelo y en el techo, más pequeñas pero reproduciendo la misma regularidad hipnótica. Daba la impresión, a causa de una ilusión óptica, de que se movían, como en un cuadro de Vasarely.
Parpadeó de nuevo y consiguió más información. La pared no solo era circular, sino redondeada por arriba y por abajo. «Estoy en una esfera», concluyó. Luego rectificó: la habitación no era totalmente esférica. Más bien curva y plana a la vez. Una especie de balón de rugby de metal cromado, tapizado de cráteres y de pernos. Jamás había visto un lugar como aquel.
Un olor extraño, dulzón, flotaba en el aire.
– Una cámara de reacción.
La voz había sonado detrás de él. Intentó volver la cabeza. Imposible. Estaba atado a una silla. No solo el cuerpo, sino también la cabeza. Atado no, pegado. La espalda, el trasero, los antebrazos, la nuca. Todos esos puntos estaban adheridos a una superficie fría, metálica. Se dio cuenta de que estaba desnudo, completamente clavado a un sillón de acero que parecía soldado al suelo.
– Una cámara de reacción -repitió la voz-. Una cuba de química pesada, totalmente estanca.
Los recuerdos acudieron a su mente: la desaparición de Jadiya, los servicios de la comisaría, Reverdi con un impermeable, la jeringuilla… ¿Dónde estaba Jadiya?
Se desmayó de nuevo y volvió a despertarse.
El olor dulzón, penetrante, excitó otra vez sus fosas nasales.
– Aquí se mezclan gases muy peligrosos gracias a presiones vertiginosas.
La voz se acercaba. Era la de la cinta de Ipoh. Grave, reconfortante. Intentó de nuevo volver la cabeza; solo sintió quemaduras y tirones. Sus cabellos estaban soldados al metal. Otras sensaciones emergían: agujetas, calambres.
Reverdi debía de haberlo molido a palos.
– Pero hoy -continuaba- simplemente vamos a esparcir gas carbónico a fin de acelerar la ceremonia.
Marc distinguía ahora un silbido muy claro: la difusión del CO2. Jacques Reverdi había puesto en marcha el sistema. El oxígeno iba a ser rápidamente repelido por el dióxido de carbono.
La superficie de su piel se cubrió de sudor. Aquella sala estaba transformándose en Cámara de Pureza. Unos minutos más tarde, la atmósfera sería mortal. Iba a sufrir el sacrificio de la sangre negra.
Haciendo un esfuerzo logró bajar los ojos: su cuerpo presentaba múltiples huellas de incisiones. No había recibido una paliza. Había sido perforado, cortado, sajado. Las heridas habían sido cerradas, pero para ser abiertas de nuevo más tarde.
Entonces identificó el olor dulzón: la miel.
Sus heridas estaban untadas de miel. Miró hacia el frente y localizó, sin sorpresa, el frasco dorado depositado en el suelo. Al lado, un pincel y una lámpara de aceite encendida. Siguió buscando: inclinada al fondo de la pared esférica, una botella de oxígeno provista de su descompresor.
– Jadiya… -murmuró-. ¿Dónde está Jadiya?
Jacques Reverdi apareció en su campo visual. Iba enfundado en un traje de buzo de neopreno negro. Cada vez que aspiraba aire, destellos mates que recordaban los reflejos densos del fuel oil surcaban su torso.
Marc estaba atónito. El asesino poseía un realismo impresionante. Las sienes grises, las arrugas alrededor de los ojos, las venas hinchando su piel bronceada. Sí, Jacques Reverdi existía. Era un ser real. No un predador fantasmagórico. Un detalle ridículo le daba casi un aspecto cómico: llevaba un gran contador en la muñeca. Un auténtico apneísta, preparado para sumergirse. ¿En qué abismo?
– ¿Dónde está Jadiya? -repitió Marc.
Reverdi esbozó un gesto. Un reflejo plateado brilló en su mano. Un cuchillo de submarinista.
– Aquí, con nosotros.
Marc siguió la dirección del cuchillo. Tirando de su nuca y su pelo, consiguió verla. A su derecha, a tres metros de distancia, estaba Jadiya desnuda también, clavada a una silla de acero. Cabeza gacha, rostro oculto por sus cabellos morenos. Inconsciente. Él sabía que no estaba muerta: veía las heridas suturadas en su piel oscura. Reverdi la sangraría más tarde, en el momento del gran vacío.
– Se despertará, no te preocupes -dijo en voz baja-. Pero me he asegurado de que no pueda molestarnos con su parloteo. Ya sabes cómo son las mujeres…
Aterrorizado, Marc vio, entre los negros cabellos, la mutilación particular. El asesino había sellado los labios de la joven incrustando unas grapas industriales en su carne. Su belleza estaba desfigurada para siempre. Pero ya no habría un «siempre»: aquella diversión no era sino un último rodeo antes del final.
– Ella no tiene nada que ver -gimió-. Te mandé su foto, pero ella no lo sabía…
– Calla.
Reverdi se desplazó lateralmente y se detuvo entre sus dos víctimas, a la misma distancia de ambas. Negro, estrecho, inmenso, formaba el tercer pivote de un triángulo perfecto.
– Da igual quién haya hecho una cosa u otra -prosiguió en un tono muy sosegado-. En el fondo, me alegro de que seáis una pareja. Entre los tres, reproducimos el triángulo de los orígenes. El padre, la madre y el hijo. El de la mentira fundadora. Vamos a poder representar la traición inicial. Y vivir la última catarsis.
– Te lo suplico… ¡Ella no sabía nada!
Reverdi colocó el cuchillo sobre sus labios.
– ¡Chisss…! Escucha… ¿Oyes ese ruido? Ya no nos queda mucho tiempo. Dentro de menos de media hora, el oxígeno habrá descendido por debajo del nivel crucial del diez por ciento.
Jadiya levantó la cabeza. Sus párpados se movieron con lentitud, mostrando solo el blanco de los ojos. Intenso contraste entre su piel morena y esas ranuras blancas. La joven profirió un grito mudo. Su respiración hinchó los labios, clavando todavía más las grapas en la carne.
– Nuestra princesa está despertando. Muy bien. El horario previsto se cumple.
Reverdi cogió un mando a distancia que llevaba en la espalda.
– No temas -dijo, como si siguiera los pensamientos de Marc-, conozco este tipo de aparatos. Funcionan igual que las campanas de alta presión de los buzos. De momento estamos al veinte por ciento. Vais a empezar a sudar…
Levantó los ojos. Tenían un brillo especial, de satisfacción y a la vez de exaltación. A sus pies, la llama azul de la lámpara seguía oscilando.
– Primero, os debo unas precisiones prácticas. ¿Cómo es posible que estemos aquí? ¿Cómo hemos podido llegar a esta cámara circular?
Dio unos pasos. De perfil, era fino como un cordel. Marc pensó en esos cables negros que se extienden bajo los océanos, enterrados en la arena, llenos de tecnología y de energía. Se fijó en que iba descalzo. El apneísta preparado para sumergirse.
– Me saltaré nuestros primeros desencuentros en París. Encontrar vuestra pista, la de los dos, era fácil. No había más que mirar los escaparates… Después vino esa carrera-persecución, un tanto ridícula, a campo traviesa. Os observé encerraros en aquel granero. Realmente erais unas presas… lamentables.
Marc intentó hablar. En lugar de eso, tosió. La falta de oxígeno parecía más evidente, más desgarradora. Tenía el torso cubierto de sudor. Una migraña invadía los más pequeños repliegues de su cerebro. Se aclaró la garganta y consiguió decir:
– ¿Por qué no nos mataste en aquel momento?
– No estabais maduros para el sacrificio. El miedo tenía que aligeraros un poco. Privaros de vuestras certezas, de vuestros puntos de referencia. Cuando os seguí ayer, desorientados en la mañana gris, me dije que empezabais a estar a punto…
Echó un vistazo al contador. Un analizador numérico de atmósfera.
– Después, las cosas se complicaron un poco. Yo sabía que, habiendo llegado al límite de vuestras fuerzas, iríais a la policía. Pero ¿a qué comisaría? A la de la avenida del Maine, por supuesto. Una de las más grandes. Una de las más conocidas. Y sobre todo, la única que os pillaba de paso. Os vi entrar en el edificio. Dejé pasar unos minutos y entré yo también.
«Simplemente me incorporé al barullo general de la comisaría, adoptando un aire de concentración. Parecía un teniente de policía, o un médico llamado con urgencia para atender a uno de los encerrados en los calabozos. Recuerda lo que te escribí una vez, "Élisabeth": "Cuanto menos te escondes, menos te ven".
»Inspeccioné el lugar. Os vi sentados en un banco. Me situé a cierta distancia, en espera de que se presentara una oportunidad. No había trazado aún un plan concreto, pero tenía varias posibilidades en cartera. Cuando Jadiya se levantó y fue a los servicios, comprendí que había llegado el momento. Una sola inyección, y no tenía más que representar el papel de médico diligente. La llevé por la salida de atrás, adormilada, hasta el aparcamiento, donde había estacionado mi coche, provisto del distintivo de los médicos. Ningún problema.
»Después te esperé a ti en los servicios. Como tardabas en aparecer, volví a la sala principal. Al verte dormido, estuve a punto de echarme a reír. Regresé a mi escondrijo. Después de haberte puesto una inyección, volví al coche lo más discretamente posible, sujetándote por debajo de los brazos. Y eso es todo.
A Marc le costaba cada vez más reprimir los temblores. Cada sacudida, cada convulsión le producía un vivo dolor al tirar de su piel pegada al metal. Tenía que respirar más fuerte, más hondo, para obtener su dosis de oxígeno. También sentía el dolor profundo, y al mismo tiempo irreal, de sus heridas internas. Imaginaba su sangre bullendo bajo la piel, liberada de las venas cortadas, a punto para manar cuando la llama reabriera las heridas.
– Pero la verdadera pregunta es: ¿cómo es posible que estemos aquí? -continuaba Reverdi-. Y ante todo: ¿dónde estamos? Todo lo que puedo deciros es que se trata de una instalación industrial de alto riesgo. En los alrededores de París, cerca de un río. Un río muy importante. Tú lo sabes, Marc, y quizá se lo hayas dicho a Jadiya: allí donde hay agua, soy invencible.
»Entrar aquí era más difícil que entrar en una comisaría, créeme. Pero no imposible. Me han bastado unos papeles falsificados y un vocabulario apropiado para convencer a los vigilantes de que se estaba realizando una simulación de alarma. Una vez dentro, las inyecciones han vuelto a serme útiles. Dentro de unas horas, se despertarán con la boca pastosa y dolor de cabeza. Exactamente igual que vosotros ahora. Pero en vuestro caso eso ya no tiene importancia.
Reverdi accionó otra vez el mando a distancia. El silbido sonó más fuerte.
– Quince por ciento. No tardaréis en sentir náuseas.
Marc notó un hueco en el pecho debido a la falta de aire. Al mismo tiempo, sintió una pesadez en el vientre, una arcada.
El asesino se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y colocó delante de él el frasco de la miel, el pincel y la lámpara de aceite. Suspiró con lasitud, como si tuviera que abordar cuestiones penosas:
– He leído tu libro, Marc. Aunque debería decir «mi» libro.
Cogió una cartera metida dentro de un alvéolo. Sangre negra se materializó entre sus manos. Hojeó la novela distraídamente, pasando el filo del cuchillo sobre las páginas.
– En el fondo, lo has hecho bastante bien. Aunque, todo hay que decirlo, poseías información de primera mano. Pero hay unas cuantas verdades que quisiera aclarar. Es demasiado tarde para efectuar correcciones en el texto, claro. -Le apuntó con el cuchillo-. Simplemente vamos a hacer esas modificaciones en vuestra cabeza. Antes de sufrir el sacrificio, debéis ser absolutamente puros. Estar limpios de toda mentira.
Marc lanzó una mirada hacia Jadiya: sus ojos, blancos y negros, estaban inyectados en sangre. Placas rojizas salpicaban sus cabellos. Debatiéndose, había tirado de sus cabellos hasta el punto de arrancarse trozos de cuero cabelludo.
Reverdi se echó hacia atrás apoyándose en las manos, sin apartar los ojos de sus víctimas.
– Todo empezó con mi madre -dijo en un tono de narrador-. Pero no de la forma que tú has imaginado. -Rió para sí mismo-. Cuando era una leyenda en el mundo de la apnea, un periodista escribió que el mar estaba en mí. Quería decir que estaba habitado, invadido por el mar. Algo de razón tenía, pero solo algo. -Echó la cabeza hacia atrás y se puso a observar las elipses de arriba-. Lo que siempre ha estado en mí no es el mar, sino la madre.
– Tú, Marc, conoces mi historia. Al menos, crees conocerla: huérfano de padre, que crece junto a su madre en una sucesión de viviendas baratas. A partir de ahí, has fantaseado mucho. Esa figura del padre ausente que obsesiona al niño, el futuro asesino, esa especie de fantasma amenazador que separa al hijo de su madre. Puedo citarte, ¿no?
Abrió la novela por una página que tenía una esquina doblada y leyó en voz alta:
Claude no podía oír llamar a la puerta sin imaginar que su padre regresaba. No podía dormirse sin que una sombra ancha y negra se inclinara sobre su cama. No podía escuchar a sus compañeros de colegio mencionar a sus padres sin que lo recorriera un estremecimiento. Una carencia, un llamamiento, una herida se abría entonces en él, y secretamente hacía responsable de ello a su madre. ¿Acaso no había dejado que se fuera?
Dejó el libro.
– No está mal, Marc, no está mal… Pero mi situación era más simple. Y mucho más banal. Llevábamos una vida normal y corriente. Incluso bastante equilibrada. En cualquier caso, desde ese punto de vista. No se hablaba nunca de mi padre. Éramos dos y ya está. Y, contrariamente al personaje de tu libro, mi madre no era una fanática religiosa, una chiflada de la caridad, dura consigo misma y con los demás…
Se incorporó, pero siguió sentado con las piernas cruzadas.
– No. Para resumir, yo diría que mi madre solo tenía un problema: le gustaba demasiado el sexo.
Acercó el mango del cuchillo a su entrepierna mirando a Jadiya, que bajó los ojos.
– Necesitaba esto entre las piernas, ¿comprendes? Un rabo bien duro que le restregara las carnes, que la penetrara hasta la garganta.
Cerró los ojos, sopesando esa idea.
– Sí, mi madre, la queridísima y santa asistenta social, era una ninfómana. Estaba totalmente enganchada al sexo. Y su oficio, esa supuesta vocación, no era sino un modo de echar el anzuelo a parados, tipos desocupados, un montón de sementales fáciles de atraer…
Marc ya no estaba seguro de sus percepciones, pero le parecía que otro ruido se mezclaba con el del escape de CO2. Un ruido más agudo… No cabía duda, a Reverdi le rechinaban los dientes. Al evocar a su madre, el odio tensaba sus mandíbulas.
– La llamada del pene -proseguía-, eso es lo que la animaba todos los días cuando recorría los barrios humildes.
Se volvió de nuevo hacia Jadiya, que le devolvía una mirada estupefacta. Las grapas clavadas en la carne le embadurnaban los labios de un rojo terrorífico.
– ¿A ti también te gusta eso? -Se volvió hacia Marc-. ¿Se abre en dos cuando la ensartas? ¿Pensáis en mí cuando os revolcáis? ¿Pensáis en el pequeño Jacques, que no comprendió nunca a su mamá?
De pronto bajó la voz.
– No había que fiarse de su belleza melancólica y sus vestidos con cuello cerrado. Su agujero era un sumidero, una cloaca que se abría a todos, hasta las vísceras…
Se levantó, como para serenarse. Se puso a caminar; el oxígeno continuaba saliendo sin que pareciera afectarle. Se encogió de hombros.
– Pero, después de todo, ¿por qué no? Esos asuntos no son de la incumbencia de los niños. Además, cuando esos hombres iban a verla, la mayoría de las veces yo ya estaba durmiendo. Pero era una perversa. Necesitaba integrarme de una u otra forma en sus placeres. Cuando le pregunté quién iba a verla por la noche, me dijo en un tono confidencial: «Tu papá». Después se echó a reír. Yo debía de tener seis o siete años. Esa brusca aparición de mi padre, cuando nadie me había hablado nunca de él, me perturbó. Desde entonces solo tuve una idea: verlo.
»Por la noche permanecía al acecho en mi habitación, intentando captar detalles, oír su voz, percibir su olor. Pero no me atrevía a abrir la puerta. Lo único que llegaba hasta mí eran ruidos amortiguados, gemidos. Saqué mis propias conclusiones. Mi padre iba por la noche a hacer daño a mamá. Imaginaba a una especie de demonio con los miembros duros y las uñas afiladas que la hería, la arañaba, la desollaba. Empecé a detestarlo con todas mis fuerzas.
»Pero al mismo tiempo mi fascinación no disminuía. Solo pensaba en él. Me torturaba la mente imaginándolo. Por la noche, pegaba la cara a la ranura de la puerta para verlo. Por la mañana, buscaba sus huellas en el salón y en la habitación de mi madre, entre los olores viciados de sexo. Buscaba debajo de la cama, entre las sábanas, bajo la alfombra. Encontraba objetos que le pertenecían. Un encendedor. Cigarrillos. Un folleto de las quinielas… Guardaba todo eso en una caja. La caja de los tesoros.
»Un día, me armé de valor y le pregunté a mamá por qué papá le hacía daño. ¿Es que era malo? Al principio, no comprendió; después volvió a echarse a reír, con su voz grave, y adoptó aires de suficiencia. Todavía veo su rostro alargado, con aquellos labios demasiado gruesos. Sonriendo, me dijo que sí, que era muy malo. Por eso no debía verlo jamás… A partir de ese momento me hizo esperarlo despierto; y cuando llamaba a la puerta, me susurraba en un tono de pánico fingido: "¡Escóndete, deprisa, viene papá!". Yo me iba corriendo a mi habitación, aterrorizado. Me acurrucaba detrás de la puerta, acechando el menor ruido, la menor señal, imaginando las peores torturas. Y temiendo que me encontrara…
»Pero no podía más: tenía que verlo. Agujereé la puerta de mi cuarto. A través de una hendidura erizada de astillas, por fin lo vi. Un hombre alto y robusto, muy moreno, muy peludo. Enseguida me gustó. Parecía un oso.
»Pero esa noche vi por primera vez lo que no debía ver. Miembros entrelazados, frotamiento de carnes, colores violáceos. A mamá con algo en la boca. Unas nalgas oscuras. Un "pajarito" de chica que parecía una herida irritada. Todo acompañado de esos gritos de animal, esos ronquidos, esos ahogos… Aunque no podía definirlo, lo que estaba contemplando era una violación, la violación de la especie humana, de todo lo que yo creía saber sobre los "mayores".
»Estaba enfermo. No quería seguir soportando aquello. Sin embargo, todas las noches estaba apostado tras la puerta. Quería volver a ver a mi papá. Fue entonces cuando empecé a perder todo punto de referencia. Porque cada vez era distinto. Unas veces era bajo, escuchimizado, de piel muy blanca. Otras era gordo, calvo, de piel cobriza. Una noche fue un negro colosal, lustroso, de movimientos lentos. Me volvía loco. Me decía: "Si mi papá tiene varias caras, entonces yo también soy varios diferentes". Me volvía cambiante, líquido, inestable. Por la mañana, cuando me lavaba los dientes, tenía la impresión de que mi rostro se desmenuzaba bajo el cepillo. Perdía toda identidad. Me dividía…
Reverdi no paraba de caminar arriba y abajo por la sala de acero. Hablaba con la cabeza baja. Como encorvado bajo el peso de los recuerdos. Su larga silueta negra, atravesada por destellos azulados, daba una forma animal a su dolor. Una corriente oscura, poderosa, familiar de los abismos.
– Un día -prosiguió-, mi madre me sorprendió detrás de la puerta. Todavía oigo su exclamación sofocada. Aquel flagrante delito le dio otra idea. Si eso me interesaba tanto, me quedaría con ellos. En el dormitorio. Escondido en el armario. Una especie de baúl vertical de rota, como los que se llevaban en aquella época, situado enfrente de la cama.
»A partir de ese día, el ritual se repitió. Todas las noches sonaba el timbre y, antes de empujarme hacia el interior del armario, entre los vestidos colgados, me susurraba: "Escóndete, deprisa, viene papá". ¿Cuántas veces oí esa frase? Se quedó impresa en mí, en el fondo de mi cerebro reptiliano, donde residen los instintos primitivos. El hambre. El odio. El deseo.
La voz de Reverdi dejó de sonar. Él permaneció inmóvil, ausente, aspirado por su propia memoria.
Marc notaba la garganta cada vez más irritada. El dolor de cabeza aumentaba de intensidad, con la fuerza de una tenaza industrial.
De una manera absurda, pensó en la psiquiatra de Malaisia. La mujer con velo había acertado. La esquizofrenia de Reverdi; su pérdida de identidad; los múltiples rostros de su padre. Pero lo que ella imaginaba como fantasmas era una realidad.
El apneísta volvió a emplear un tono de conversación ligera.
– ¿Por qué hacía eso mi madre? Podríamos responder: porque estaba loca. Pero sería una explicación demasiado simplista. Había algo más. Algo que todos compartimos. Al hacerme adulto, yo también me sentí atraído por esos extremos, esos contrarios que rompen barreras y liberan el placer. Esas desviaciones que, no se sabe por qué arte de magia, incrementan el goce. Hoy sé que mi presencia en el armario aportaba una disonancia a su intimidad, una fisura que reforzaba su satisfacción. Mi proximidad agravaba su desnudez, su exposición, su vulnerabilidad: todo lo que constituía la base de su deleite de mujer crucificada por el hombre.
Su voz se quebró. Reverdi se cogió la cabeza con las dos manos, como si sufriera una neuralgia insoportable. Durante varios segundos, sus dientes siguieron rechinando. Luego se irguió, con el semblante relajado.
– Para mí, esos momentos pasados en el armario fueron…, ¿cómo lo diría?…, muy formativos. Miles de veces quise salir para salvar a mi madre, porque todavía Creía que sufría, pero el temor me paralizaba. Tenía miedo de él. Y sobre todo de ella, Conocía sus arrebatos, su sadismo latente, que era ejercido discretamente contra mí: la comida demasiado salada, los baños helados, los despertares bruscos… Mi madre siempre afirmó que me quería, pero todo cuanto decía era mentira. Ella era la encarnación de la mentira. Como todas las mujeres.
Reverdi se plantó frente a Marc y lo miró directamente a los ojos.
– Sé que te gustan los detalles. Podría hablarte durante horas de aquel armario trenzado que se convirtió en mi segunda piel. Mi caja de Pandora. Podría contarte cómo me estremecía en la oscuridad, presa de calambres, cómo intentaba, a mi pesar, mirar a través del entramado de rota. Cómo, cuando veía el nuevo rostro de mi padre, sus rasgos se filtraban bajo mi piel y presionaban mis huesos. A veces, el hombre se incorporaba en la cama y preguntaba: «¿No has oído un ruido?». Se levantaba, se acercaba hasta rozar el armario. Yo retrocedía hasta el fondo de mi escondrijo, dejaba de respirar. Él se acercaba tanto que percibía su aliento cargado de cerveza o de cannabis. Detrás de él, oía a mi madre decir, riendo: «Déjalo, será un ratón». Luego repetía más fuerte, para que yo lo oyera: «¡Un sucio ratoncito vicioso!».Y se echaba a reír mientras el hombre volvía con ella.
Reverdi imitaba todas las voces: la del hombre, la de la mujer, la respiración entrecortada del niño. El espectáculo de ese atleta de pureza olímpica convirtiéndose alternativamente en diferentes personajes era aterrador. Una vez más, la doctora Norman había acertado: Jacques Reverdi no poseía una sola personalidad. Varios seres distintos cohabitaban en él, se articulaban sin formar nunca un conjunto coherente.
Marc se arqueó. La migraña se volvía insoportable. Manchas negras danzaban en la estancia circular. No estaba seguro de si viviría hasta el final de la historia.
El apneísta, como si hubiera querido empalmar con los pensamientos de Marc, prosiguió:
– Pero, sobre todo, me faltaba oxígeno. Dentro de mi escondrijo escaseaba el aire. Me costaba respirar. Me entraba pánico. Me moría. Entonces, no sé cómo, encontré la solución.
De repente, una amplia sonrisa, radiante, orgullosa, suavizó sus facciones.
– El arma de la lucha, que iba a hacerme invencible. La apnea. Todas mis biografías cuentan que descubrí esa disciplina en Marsella, después de la muerte de mi madre. Yo mismo difundí esa leyenda. Pero es falsa. Descubrí la apnea en las afueras de París. En el fondo de un armario.
»No sé cómo, un día, en vez de buscar desesperadamente el oxígeno a través del entramado de rota, contuve la respiración. Y entonces se produjo el milagro. De pronto me sentí dotado de una fuerza extraordinaria. Los suspiros de mi madre se alejaron, la amenaza de mi padre, sus múltiples rostros, todo retrocedió… La apnea alzaba entre mí y el mundo exterior un muro, una pared absolutamente estanca. Todo se rompía contra mi caparazón. Me había vuelto impenetrable.
»Empecé a entrenarme todas las noches en mi escondrijo. Ya no oía sus gritos, sus gemidos, sus insultos. Me concentraba para mejorar mi tiempo. Un detalle simbólico: me cronometraba con el reloj que se había dejado uno de mis "padres". Cada noche lo hacía mejor. Cada noche era más fuerte. El armario ya no me daba miedo; yo mismo era un recipiente hermético, inviolable, que protegía mi identidad contra los demás.
»Gracias a esa disciplina, conseguí hacerme mayor. Controlé mis pesadillas, así como también mis pulsiones, cada vez más sombrías. Mi pubertad no fue el despertar del amor, sino el de la muerte. Evidentemente, mis deseos de matar se centraban en mi madre. Unas voces me hablaban, me susurraban que la matara. Pero en el momento culminante, cuando estaba a punto de pasar a la acción, la apnea siempre me salvaba.
»Al mismo tiempo, la situación en casa iba cambiando. Mi madre se desinteresaba de mí. Me había hecho demasiado mayor para participar en sus jueguecitos viciosos. Empezaba a salirme barba. Me estaba cambiando la voz. A los doce años medía más de un metro setenta y cinco. Ya no era un crío. Al contrario, la relación de fuerzas se estaba invirtiendo. Era impensable seguir avasallándome, torturándome. Por lo demás, ella también se había transformado. Su belleza se había marchitado. Se maquillaba exageradamente. Bebía. Y cuando llamaba a las puertas de los desocupados, con la cara pintarrajeada, sus encantos ya no surtían efecto. Volvía a casa con las manos vacías, desesperada, borracha perdida.
»A los trece años, empecé a ocuparme de ella. A cuidarla, a alimentarla, a acostarla. La mantenía con vida, igual que un criador engorda a una oca, con vistas a un festín de odio. Esperaba que estuviese a punto. Para sacrificarla. Pero tuvo suerte. Lejos del armario, lejos de las torturas, lejos de las sesiones de sexo, mi cólera se calmó poco a poco. Incluso acabé por compadecer a aquella ruina, a aquel desecho humano que se arrastraba por casa. Sobre todo cuando identifiqué la enfermedad que seguía destruyéndola, el cáncer incurable que la corroía. El sexo. Mi madre, insaciable, seguía estando igual de salida que siempre.
»Yo tenía catorce años. Asistía más o menos regularmente a las clases del instituto. Lo suficiente para que los profesores se fijaran en mis aptitudes intelectuales. Conocían mi situación familiar. Hablaron de separarnos, a mi madre y a mí. Hablaron de un internado para mí y de un establecimiento especializado para ella. Tal vez hubiera sido la solución. Alejándome de casa, habría podido superar mis pesadillas, mis pulsiones, convertirme en un ser normal. Tal vez. Pero, como de costumbre, ella lo estropeó todo.
»Empezó a ser conmigo sospechosamente dulce, mimosa. El instinto me hizo presentir un peligro. No me equivocaba: esa chiflada contaba conmigo para que la satisficiera. Físicamente. Cuando se aventuró a hacer la primera aproximación, cuando puso la mano sobre mi sexo, firmó su sentencia de muerte. Mi odio se desencadenó de nuevo. Inmediatamente supe lo que iba a hacer. Mientras le cogía la mano y la apartaba como si fuese una vieja pata de gallina, planeaba su ejecución.
Jacques Reverdi sonrió.
Marc lo observaba, fascinado; pese a la certeza de que iba a morir, pese a que respirar era un puro sufrimiento, sentía compasión por su adversario. A través de ese gigante con traje de buzo negro, de ese predador demente, veía a un niño traumatizado, aterrorizado en el fondo de un armario de rota.
– Me puse a trabajar. Recuperé el proyecto que había elaborado para ella dos años antes. Aquello me exigió varias semanas: material, preparativos, pruebas. Una noche, después de una buena tajada, mi madre se despertó en su cama. Se percató de que no podía moverse: estaba atada a los largueros. Levantó la cabeza y me vio sentado en el suelo. Yo la contemplaba, en paz conmigo mismo. Ella se puso a reír, luego a gritar, luego las dos cosas a la vez, vomitando sobre su vestido arrugado. Al principio no le extrañó que le doliera la cabeza; estaba acostumbrada a las resacas. Pero cuando empezó a toser, a aspirar el aire a pequeñas bocanadas, comprendió que algo no iba bien. Su hijo no estaba gastándole una simple broma.
»Durante dos semanas, había tapado cuidadosamente todos los orificios de su habitación. Las rejillas de ventilación, las rendijas de la puerta, las ranuras de la ventana. Había rellenado todos esos orificios con fibra de rota. En recuerdo del armario. Quería que mi madre saboreara las sensaciones que me había impuesto años atrás. La asfixia. El terror. La oscuridad. Mientras ella lloraba en la cama, yo permanecía inmóvil; dejaba que la noche llenara la habitación. Llenara su boca, su cerebro.
»El suplicio no había hecho más que empezar. Según mis cálculos, la asfixia no debía producirse hasta cuarenta y ocho horas más tarde. Pero su pecho cavernoso adelantó la llamada: al día siguiente por la noche, hacia las once, empezó a ahogarse. Yo no me movía, sombra en la sombra. Quizá no se dio cuenta, pero entonces yo utilizaba una botella de oxígeno para respirar mientras ella moría jadeando.
»Pasaron varias horas. La vi convulsionarse, llamar, abrir la boca de par en par y envenenarse con el gas carbónico que saturaba la habitación. Cuanto más se agitaba, más aceleraba el proceso de la muerte. Intenté avisarle, pero no me escuchaba. Lloraba, vomitaba, me suplicaba con su mirada de vieja perra lúbrica. Tuvo algunas convulsiones más y después se desplomó como una muñeca desarticulada.
»Yo me encontraba en un estado de euforia indescriptible. Partículas doradas danzaban ante mis ojos. El corazón me latía con una lentitud de resaca nocturna. Me quité el descompresor y me puse en apnea. Quería verla escupir el último suspiro. Chupar aquellas últimas parcelas de oxígeno que ella me había robado durante mi infancia. Sus ojos se volvieron hacia mí… y me pregunté por qué había esperado tanto tiempo para ejecutar mi sentencia.
»Mi plan incluía un segundo acto. Tenía que maquillar la ejecución para que pareciese un suicidio. Había pensado abrirle las venas, antes de que muriera, en los lugares donde las ataduras la hubieran herido. Todavía en apnea, retiré las cuerdas y cogí el cuchillo que había preparado, el más afilado, el que ella utilizaba para el ajo y las cebollas. Con aplicación, corté las muñecas por la red venosa.
»Entonces ocurrió el prodigio.
»En aquella habitación que ya no contenía oxígeno, la sangre que manó era negra.
»Absolutamente negra.
»Al principio retrocedí, asustado; después entré en éxtasis. Admiré aquel cuerpo que segregaba semejante néctar. Jamás había contemplado un espectáculo tan bello. Un cuadro tan puro, tan auténtico. Era una simple cianosis, resultado de la anoxia, pero para mí era el mal que escapaba del cuerpo de mi madre. El mal era ese alquitrán oscuro. La verdad de esa mujer…, el vicio y la mentira…, era esa sangre negra.
»Me puse en pie, con lágrimas en los ojos, y me di cuenta de que había tenido un orgasmo. Había tenido un orgasmo por primera vez. En la pureza de la apnea. A partir de entonces, para mí ya no habría otra vía. En ese instante, lo sé, apareció una marca en mi nuca. En la parte de atrás de mi cabeza, una línea de cabellos cayó y no volvió a crecer. Ese trazo era la marca de mi nuevo destino.
La mente de Marc funcionaba al ralenti. Su cerebro no estaba suficientemente oxigenado. Reverdi se acercó a él. Su voz continuaba sonando igual de clara.
– En tu libro no has ido suficientemente lejos. No has querido, o no has podido, seguirme hasta determinado punto. Allí donde las motivaciones son cristalinas. Sin embargo, pensaba que le había dado muchos indicios a Élisabeth…
Marc lanzó una mirada hacia Jadiya. La joven aspiraba el aire como un pez fuera del agua, emitiendo un silbido atroz. Estaba rabioso por su impotencia. Él mismo se hallaba al borde del síncope. Entre dos accesos de tos, murmuró, casi sin voz:
– ¿A cu… a cuántas has matado?
– Todos los años desaparecen miles de personas en el Sudeste Asiático -dijo Reverdi, sonriendo-. Yo he tomado mi parte de esa cifra. Para mí, la Sangre Negra no es un fenómeno físico, ni un accidente. Y todavía menos un libro chapucero. Es una búsqueda perpetua, Marc. En esas aguas profundas es donde sumerjo mi ser. Mi apnea real, mi reto de los cien metros siempre ha sido esa inmersión…
La estancia circular solo debía de contener ya unas parcelas de aire respirable. La llama azulada de la lámpara de aceite seguía resistiendo. El asesino echó un vistazo al contador.
– Diez por ciento. El tiempo apremia. -Se volvió hacia Jadiya-. ¿Practicas el islam, preciosa?
Ella no reaccionó. Se había desvanecido. Quizá había muerto. Reverdi continuó como si pudiera oírlo:
– ¿No? ¿No conoces este pasaje del Corán?
Está escrito que el Profeta, antes de su Misión, cayó al suelo profundamente dormido. Y dos hombres blancos descendieron a derecha e izquierda de su cuerpo y permanecieron allí. Y el hombre blanco de la izquierda le rajó el pecho con un cuchillo de oro, y sacó de él el corazón, cuya sangre negra extrajo. Y el hombre blanco de la derecha le rajó el vientre con un cuchillo de oro, y sacó de él las vísceras, y las purificó. Y volvieron a poner las entrañas en su sitio, y desde entonces el Profeta fue puro para anunciar la fe…
Reverdi cogió el descompresor unido a la botella de aire comprimido. Por primera vez, habló con ira:
– Dame las gracias, Marc. Por ti y por ella. Después de todas vuestras mentiras, vuestras profanaciones, voy a purificaros, a lavaros, igual que los hombres blancos del Corán…
Marc ya no tenía fuerzas para levantar la cabeza; eclipses, manchas oscuras obstruían su conciencia. Su cerebro producía una sola idea: ganar tiempo. Unos segundos. E intentar hacer algo, cualquier cosa, para salvar a Jadiya.
El asesino estaba acercándose el respirador a la boca cuando Marc susurró en un jadeo:
– Espera.
Su voz no era más que un frotamiento.
– Los bambúes… ¿por qué? ¿Por qué te dan las hojas la señal de matar?
Reverdi se quedó inmóvil y sonrió.
– Por los vestidos.
– ¿Por los vestidos?
Rozó su rostro con los dedos, de arriba abajo.
– Los vestidos de Laura Ashley que llevaba mi madre… Cuando estaba dentro del armario, cuando me moría de terror, cuando me ahogaba, colgaban de las perchas y me acariciaban la cara. Esos roces quedaron asociados para siempre a mi sufrimiento. Cada vez que las hojas de bambú me acarician la cara, estoy de nuevo dentro del armario. Siento los vestidos sobre mi piel. Oigo a mi madre y sus suspiros de placer. Y vuelvo a tener sed de sangre negra.
Reverdi mordió el descompresor. Luego se sentó tranquilamente sobre los talones, al estilo asiático, con la mirada clavada en los ojos de Marc.
Era el final.
Sin duda Jadiya ya estaba muerta. Y a él no le quedaban más que unos segundos. Oía la respiración artificial de Reverdi mientras él se asfixiaba, consciente de que estaba envenenándose inhalando gas carbónico.
Reverdi observaba atentamente cada una de sus inspiraciones. Ya no necesitaba el analizador de aire. Le bastaba mirar el rostro de Marc. Cuando sus facciones quedaran paralizadas, entonces el apneísta se quitaría la máscara, contendría la respiración y acercaría la llamita a la carne suturada a fin de hacer manar la sangre negra.
La sangre.
Al borde de la nada, Marc tuvo una idea.
Era imposible hacer nada, salvo desbaratar el ritual de Reverdi.
Sabotear su sacrificio.
Haciendo un esfuerzo desesperado, hinchó los pulmones y tensó los músculos. Simplemente ese esfuerzo estuvo a punto de mandarlo al otro mundo. Al segundo siguiente, se relajó, lo que provocó una conmoción en todo su torso. No obtuvo ningún resultado, excepto un agujero negro en el fondo de su conciencia provocado por el aflujo de gas carbónico.
Inmediatamente repitió la operación, abombando el pecho, haciendo sobresalir los músculos. Se ahogaba, se moría…, pero antes de eso, y antes de que la cámara fuese totalmente pura, sangraría. Ganaría por la mano al fenómeno de la cianosis.
Su maniobra dio resultado: la tensión extrema de su piel abrió las heridas pegadas con miel. Una vez más, relajó los pectorales; los bordes de las heridas se reblandecieron y la hemoglobina comenzó a brotar.
Reverdi se arrancó el descompresor al tiempo que dirigía una mirada al analizador de aire. Su voz estaba deformada por la falta de oxígeno.
– ¡No! ¡Todavía no!
Marc proseguía con su ejercicio gimnástico: tensión, reposo, tensión, reposo… Su carne se abría, la sangre tibia corría sobre su piel. Consiguió bajar los ojos. Su sangre era oscura, pero roja. Había profanado la ceremonia.
– ¡Todavía no!
Reverdi se abalanzó hacia él empuñando el cuchillo. Marc sonrió. ¿Qué podía hacer? ¿Matarlo? La silla se tambaleó. Los dos hombres se estrellaron contra el suelo. El rostro del asesino quedó salpicado de sangre. Al caer, este había presionado las heridas de Marc. La hemoglobina brotaba a chorros, expulsada por la masa de Reverdi, que se agitaba y decía con voz trémula:
– Todavía no…, todavía no…
Intentaba taponar las heridas con las manos. Pero el líquido escapaba obstinadamente a través de sus dedos apretados.
Marc cerró los ojos. Ondas calientes se deslizaban sobre sus clavículas, sus costillas, sus muslos. Su cuerpo se abandonaba con languidez, envuelto en un olor a miel y metal mezclados. Un lecho tibio se extendía bajo él y le ofrecía una sepultura viscosa. Tenía la impresión de hundirse, a la vez en el suelo y en sí mismo. Al mismo tiempo experimentaba una sensación de despegue, de liberación, casi despreocupada.
Abrió los ojos. Reverdi, todavía arqueado sobre su torso, gritaba. Pero Marc ya no oía su voz. Ya no notaba su peso. Le parecía que el asesino le decía adiós, mientras que los gigantescos alvéolos de la estancia danzaban mirándolo partir.
En una última convulsión, percibió un ruido sordo en la esfera.
Volvió la cabeza.
Unas siluetas blancas lo deslumbraron.
En la sala estaban entrando unos hombres. Vestidos con monos, guantes y mascarillas respiratorias de una blancura resplandeciente. Una especie de cazadores alpinos, armados con fusiles ametralladores.
Marc sabía que era demasiado tarde.
Había entrado en la muerte.
Pero vio a Jacques Reverdi agarrándose a él mientras los hombres enmascarados lo asían por los brazos. Notó sus dedos aferrándose a su carne pegajosa. Vio que sus labios se abrían, articulaban súplicas mudas. Pensó en los gritos desgarradores de un padre al que le arrebatan a su hijo.
Fue la última imagen que se llevó.
Una habitación blanca.
Pero es a la vez una habitación y su cráneo.
Una luz blanca.
Pero es a la vez una luz y la carne de sus párpados.
Flashes. Cometas. Estelas de fósforo atravesando su conciencia. Explosiones cegadoras desgarrando sus tinieblas. La joven grita. Cada grito hace elevarse otro grito. El doble del primero. Un grito dentro del grito. El de su piel, que tira. El de sus labios, que arden. El de su garganta, que estalla.
El sueño vuelve a empezar. Unas pinzas de acero abren su cráneo. Unas manos enguantadas penetran en su interior y dejan desnudo su cerebro. Sus ojos parpadean. Inexplicablemente, ese movimiento provoca una visión aérea de la operación. Ella ve las manos transportando su cerebro. Le parece pardo, violáceo, impregnado de sudor.
Los médicos depositan el órgano en un recipiente de acero. Ella piensa en un huevo de carne negra, palpitante. Entonces comprende. Acecha un peligro. Jadiya quiere gritar, avisar a los cirujanos: ¡esa entidad es un pulpo! Su cerebro es una criatura que va a saltarles a la cara. Quiere gritar, pero se da cuenta de que es imposible: las garras siguen estando ahí, sujetando sus labios.
– ¿Jadiya?
Un rostro inclinado sobre ella.
Un hombrecillo gris, que flota entre dos aguas.
Es calvo; ella ya lo ha visto en alguna parte. Se ha inspirado en él para su sueño. Ahora ve su frente de cerca: grisácea y picada de viruelas. Una piedra pómez.
– ¿Marc? -murmura.
Inmediatamente, el dolor le devora los labios. El hombre sonríe. Jadiya ha pronunciado algo parecido a «Org». Un ruido ronco.
– Es por los puntos. No hable.
Ella cierra los ojos. Un recuerdo acude a su mente. Los trozos de hierro en su carne. La hiedra de acero estrechando sus labios. Reverdi y los alvéolos gigantes…
Abre de nuevo los ojos, hace otro intento:
– ¿Morg?
– Está en reanimación. Los médicos de urgencias han hecho milagros.
Jadiya cierra los ojos. «Morg…» Tiene sed de oscuridad. Sed de paz. Pero su boca sigue ardiendo. Alambre de espinos alrededor de cada sílaba.
De pronto toma conciencia de que está desfigurada.
Se desmaya.
Pasan días, noches.
Las pesadillas y los delirios se suceden. Los ladrones de cerebros. «¡Es un pulpo!» Reverdi con traje de buzo y un cuchillo en las manos. La fiebre se abate sobre ella como una capa ardiente que la impregna y la consume. Arde, suda, se deshace en vapores bajo las sábanas.
Y el dolor.
El dolor la golpea a través de todo el cuerpo, a la manera de una criatura viva, despertando en diferentes puntos según las horas del día y de la noche. Una criatura irascible, indomable, prisionera de su carne, que quiere salir por sus heridas apenas cerradas.
Para explotar en su garganta.
Mordedura atroz, mandíbula invisible que le arranca los labios.
Nueva «crisis» de conciencia.
Mejor controlada.
Su habitación de hospital es blanca, está casi vacía. Las paredes, blanco sucio; la estructura de la cama, blanco plateado; la ventana de cortinas venecianas, blanco a rayas.
El hombre de piedra pómez permanece delante de ella. Su sonrisa es más cercana, menos irónica. Su presencia produce la misma sensación que el olor a medicamentos. Consuelo mezclado con tristeza, con inquietud.
– Dentro de unos días le quitaremos los puntos.
Jadiya no puede contestar, ni siquiera reaccionar. Está desfigurada, lo sabe. El médico le coge suavemente la mano.
– No se preocupe, está espléndida. Probablemente no le quedará ninguna cicatriz. -Hace como si mirara detrás de él, por encima del hombro-. El médico que la ha operado es el mejor. Uno de los cirujanos plásticos más brillantes de La Salpêtrière. Ha hecho una obra maestra.
Ella continúa observándolo. Cada parpadeo es una pregunta muda. El hombre prosigue:
– Yo me he ocupado de reanimarla. De curarle las heridas. Eran numerosas, pero superficiales. Sus venas están cicatrizando muy deprisa. Estaban también las quemaduras provocadas por la cola, pero ninguna era profunda tampoco. -Le presiona ligeramente la mano-. Está en vías de curación. No la engaño.
Jadiya se aventura a pronunciar:
– ¿Marc?
Mejor. La quemadura es más tenue.
– Sigue en coma. Pero despertará. Tenemos su historial médico. Ya le ha pasado esto dos veces. No hay ninguna razón para pensar que no va a volver en sí, como sucedió las veces anteriores.
– ¿Sus… heridas?
– Hemorragia; el interior hecho papilla. Pero le han cosido todas las venas. Un trabajo de chinos. Ahora ya están cicatrizando.
Jadiya cierra los ojos. Sigue sintiendo dolor, pero un dolor alegre. De pronto busca imágenes reconfortantes: una casa, niños, la armonía con Marc… Las imágenes estallan; eso no funciona. No vivirán nunca juntos, y sobre todo jamás olvidarán la sala de los alvéolos.
– ¿Re… verdi?
El médico hace una mueca confusa.
– Muerto.
– ¿Cómo?
Se encoge de hombros mientras coge el gráfico colgado a los pies de la cama.
– No conozco los detalles. -Consulta la curva de la temperatura-. La policía vendrá a verla y se lo explicará.
Jadiya cierra una vez más los ojos. Sus pensamientos se agolpan. Reverdi muerto, Marc vivo: debería sentirse feliz, aliviada. Pero la inquietud gira en el fondo de ella. Un torbellino sombrío que solo espera una corriente, una presión para subir a la superficie.
– No piense demasiado. Descanse.
Se dirige hacia la puerta y en el umbral se vuelve:
– Ah, y el pelo corto le sienta muy bien.
Jadiya levanta las cejas, sin comprender.
– Tenía los cabellos completamente pegados al asiento, en la cámara a presión. Los de urgencias tuvieron que cortárselos allí mismo, después de ponerle la mascarilla de oxígeno. Aquí retocamos el corte. -Se echó a reír-. Es de lo que estamos más orgullosos.
Una mañana -no tiene reloj, pero posee un conocimiento muy seguro de los matices de sombra y de luz en las paredes-, un hombre va a verla.
Cabellos rubios y lisos.
Una sonrisa dorada, como lustrada con cera de abeja.
Se presenta. Es policía. Jadiya no entiende su nombre; todavía tiene breves ausencias. El hombre se acerca. Su rostro es alargado, suave, bronceado. Lleva una trenca y desprende un perfume dulce. Una vez más, piensa en las abejas, en la miel. Se le hace un nudo en la garganta: ve de nuevo el frasco brillante y el pincel…
– Había dos sistemas de seguridad -explica el policía hablando muy lentamente, como si ella estuviera sorda-. Es una instalación de alto riesgo, con normas muy estrictas.
Se sienta en el borde de la cama, con precaución: espalda encorvada, manos juntas, sonrisa clara.
– Reverdi neutralizó el primer sistema: los vigilantes, las alarmas, las redes de bloqueo. Pero prescindió del sistema latente: el control de la atmósfera. Cuando el aire deja de responder a la norma reglamentaria, un montón de protocolos se ponen en marcha automáticamente. Intervino una brigada especial.
Jadiya intenta acordarse del rescate. Solo ve hombres blancos, con mascarillas, y a Marc bañado en su propia sangre.
– Mis colegas piensan que Reverdi ignoraba que existía ese segundo nivel de alerta. Yo estoy convencido de lo contrario. Lo que ocurre es que creía que le daría tiempo de «hacer lo que tenía que hacer». -Esboza una débil sonrisa-. No sé qué les contó, pero, fuera lo que fuera, lo trastornó. No se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Eso fue lo que los salvó.
Ella asiente vagamente. Sobre la mesa con ruedas, repara en un ramo de pequeñas gardenias. Increíble: le ha comprado flores. Un ramo ajado que parece un puño. Mira de nuevo al policía; él asiente a su vez, con una sonrisa. Ese tipo tiene encanto, pero parece un pretendiente eternamente rechazado. Jadiya imagina una vida en forma de orilla gris, para mirar pasar las ocasiones perdidas.
Separa los labios con precaución; ya le han quitado todos los puntos.
– ¿Lo… han… matado?
El policía se levanta. Su perfume se extiende inmediatamente. Su pelo esparce reflejos rubios. Un desayuno con miel. Camina en silencio y se mete las manos en los bolsillos. Jadiya toma aire para pronunciar una frase entera:
– ¿Lo… han… matado… o… no?
– Sí. No cabe ninguna duda. -Hace una pausa-. Pero no tenemos el cuerpo.
Ella cierra los ojos y el pánico se desata. El policía prosigue, como si leyera el miedo en su rostro:
– Espere. En la cámara, Reverdi consiguió escapar. Los monos y las mascarillas impedían a mis compañeros moverse con rapidez. Él salió corriendo, descalzo, en apnea. En los pasillos nadie se atrevió a disparar; era demasiado peligroso.
Jadiya imagina los dédalos circulares, los pasillos de acero, los aparatos. A Reverdi con el traje negro de buzo y los pulmones bloqueados, desapareciendo entre los reflejos cromados.
– En la entrada, los tiradores lo alcanzaron. Recibió como mínimo cinco disparos en el vientre. Le hablo de tiradores de élite. Tipos superentrenados. Se puede confiar en ellos.
– ¿Por qué… no hay cuerpo?
– Pese a las heridas, consiguió salir del terreno vallado por el oeste. La fábrica se encuentra situada en Nogent-sur-Marne, lo sabe, ¿no? Creemos que se metió en el río que bordea la instalación.
Se interrumpe, se acerca a la mesa con ruedas y acaricia distraídamente las flores.
– En cierto sentido, es bastante horrible imaginarlo: ese tipo con traje de buzo atraído por las aguas, como un animal que volviera a su elemento.
Sin darse cuenta, el policía arranca unos pétalos.
– Cayó al agua ya muerto. Eso es indudable. Llevan diez días dragando el río.
Ella cierra los ojos. Él insiste, como si le leyera el pensamiento:
– Está muerto, Jadiya. Seguro.
Añade algo más, pero Jadiya oye la voz de Reverdi, de pie en la cámara: «Allí donde hay agua, soy invencible».
A principios del mes de noviembre, Marc se despertó.
Jadiya no guardaba cama desde hacía varios días. Fue a verlo. Estaba instalado en la habitación contigua, pero era la primera vez que la dejaban entrar. Cuando lo vio, sintió miedo. No a causa de los aparatos que lo rodeaban, ni de las pantallas que mostraban el funcionamiento de su organismo, sino a causa de él. De su rostro. Esa frente inclinada, terca, que parecía atormentada aún por las tinieblas, bajo el pelo cortado al cepillo… También lo habían pelado; los dos parecían supervivientes de un campo de concentración.
Se esforzó en sonreír pese a los tirones de los labios. Marc había adelgazado mucho. Los huesos de la cara sobresalían bajo la piel, acentuando las sombras sobre su piel blanca. La cabeza de un muerto. Al mismo tiempo, era una palidez viva, casi fosforescente bajo los cabellos rubios. Le recordó esas lamparitas que se hacen con la piel de una naranja, cuya pulpa blanca arde sin solución de continuidad.
Se acercó. Sobre cada incisión llevaba un apósito. En las sienes, el cuello, las clavículas, los antebrazos. Ella sabía que la serie continuaba bajo la bata, bajo las sábanas. Había tenido las mismas y el médico no había mentido: habían cicatrizado en unos días. Ironía de la situación: según el doctor, la presencia de la miel, incrustada en las heridas, era lo que había favorecido esa rápida reparación.
La primera frase que Marc pronunció fue:
– No lo tienen. No tienen el cuerpo.
Jadiya sonrió de nuevo, con tristeza. Debía de estar obsesionado con eso desde que había abierto los ojos. Reverdi estaba vivo. Reverdi andaba tras ellos. Reverdi iba a destruirlos…
Comprendió que la psicosis de Marc era desesperada: incluso delante del cadáver del asesino, continuaría temiendo lo peor, prestando al criminal poderes sobrenaturales. Marc había despertado del coma, no de su pesadilla.
No lo haría nunca.
No tenía cura.
Jadiya salió del hospital.
Se alejó de Marc, del médico grisáceo, del policía dorado.
De todo lo que podía vincularla al trauma.
Regresó a su apartamento, en la avenida de Ségur. A su despacho. A su tesis. A sus filósofos. Pero nada le era ya familiar. Después de lo que había vivido, las teorías filosóficas le parecían bastante abstractas. Por no decir absurdas.
En cambio, tuvo la sorpresa de ser requerida de nuevo por el mundo de la moda. No la habían olvidado. Varios agentes se habían presentado para tomar el relevo de Vincent. Fotógrafos, agencias y diseñadores habían telefoneado. ¿Ignoraban acaso que estaba desfigurada? En el mundo de la perfección, ¿quién iba a querer a una chica con los labios perforados?
Se equivocaba. Su maquilladora, Marine, fue la primera en explicarle que esas marcas no se verían en las fotos. Era una cuestión de polvos, de luz. Pero, sobre todo, su físico era «actual», y mientras siguiera siéndolo, aunque llevara una pata de palo los fotógrafos se las arreglarían para que el resultado fuera bueno.
Además, había otro hecho inesperado: el pelo corto había incrementado la fuerza y el hechizo de su rostro. Su belleza acerada cortaba ahora cómo un sílex.
Por último, el caso Reverdi se había comentado mucho y le había dado una pincelada de realidad, un toque vampiresco que pocas chicas poseían en ese oficio. Jadiya nunca había sido transparente. En el invierno de 2003 estaba deslumbrante y era la estrella de la temporada.
Aceptó los contratos como un reto.
Reanudó el camino de la luz.
Pese a las decisiones tomadas, no tardó en ir de nuevo a ver a Marc.
Simplemente por solidaridad, pensaba.
Iba todos los días a visitarlo a su habitación soleada. Después de intercambiar las habituales palabras de cortesía, un silencio cómodo se instalaba entre ellos. Blanco, liso, sin estela. Marc se complacía en su mutismo. Jadiya no intentaba romperlo. Sabía que ese bloqueo ocultaba pensamientos inextricables y ella no tenía ganas de conocerlos.
En los pasillos se encontraba a veces con los médicos, que la tranquilizaban: Marc estaba recuperándose. Muy pronto podría salir. También oía lo que no le decían: estaba en observación. A todos les preocupaba su salud mental.
No hablaba, apenas comía, dormía mucho. Parecía refugiarse en el sueño. Si lo asaltaban las mismas pesadillas que a Jadiya, no debía de ser muy reparador. Pero ella intuía que se sumergía deliberadamente en esas visiones. Como si lo atrajeran sus recuerdos más morbosos. Como si intentara -la sola idea le helaba la sangre- comunicarse con Reverdi por la pasarela de los sueños.
En la superficie, sin embargo, Marc manifestaba una angustia constante. Había exigido, a través de su abogado, la presencia de un policía ante la puerta de su habitación. El juez de instrucción no se había hecho de rogar, revelando así lo que todo el mundo temía: Reverdi había sobrevivido al enfrentamiento de Nogent-sur-Marne.
El 12 de noviembre, Jadiya Consiguió ver al psiquiatra encargado oficialmente de seguir la evolución de Marc Dupeyrat. Bajo, enjuto, muy moreno, llevaba una barba cuadrada y acentuaba determinadas sílabas, como los alemanes.
Mientras limpiaba su pipa, sentenció:
– No hay enfermedades mentales. Solo hay conflictos mal gestionados.
Jadiya cruzó las piernas y pensó: «Empezamos bien». En ese momento, el hombre la observó con insistencia. Seguramente acababa de fijarse en sus cicatrices. Seis agujeritos sobre el labio superior y otros seis bajo el inferior, rodeando su boca como un tatuaje hecho con henna.
– En materia de conflictos, creo que Marc ha tenido más de la cuenta -replicó.
– Exacto. -El psiquiatra se levantó como propulsado por un resorte-. Exacto… -Se puso a caminar por el despacho mientras encendía la pipa-. Marc no puede asumir toda esa violencia. Su psique, en lugar de integrarla, la rechaza. -Tachó el aire con la pipa-. En el pasado, ese era el papel de sus comas. Un campo negro. Una cinta borrada. Hoy, esa es la razón por la que duerme tanto; su mente se refugia una vez más en la inconsciencia. Su superyó…
Jadiya interrumpió bruscamente aquella jerga de especialista:
– ¿Qué tiene exactamente?
Él sonrió, como si esa pregunta fuera justo la que esperaba.
– Nada. No hay psicosis. Ni tampoco fallo neurológico. Podría decirse que el problema de Marc es la realidad.
– ¿La realidad?
– Un mal ajuste de su psique frente a los acontecimientos. Unos acontecimientos de una violencia excepcional, desde luego.
– Desde luego.
– Eso es lo que pasa -dijo, abriendo las manos-. Actualmente, el proceso se está invirtiendo. Todo esto ha ido demasiado lejos. La agresión de Reverdi ha roto sus barreras mentales, su sistema de protección. Ya no consigue mantener esa violencia a distancia.
– Concretamente, ¿qué significa eso?
El psiquiatra se apuntó la sien con la pipa.
– La violencia ha entrado en su cerebro. Se extiende por todas partes. Marc ya no puede pensar en otra cosa. Algunos animales ven el infrarrojo, pero no la luz corriente. Marc ya no capta la vida cotidiana. Las sensaciones sencillas. Su mente ya no puede distinguirlas. Está totalmente impregnado, aspirado por Reverdi y su crueldad.
Después de oírlo un rato, lo que decía aquel hombre sonaba más bien a italiano. Jadiya había hecho, años atrás, un trabajo sobre la antipsiquiatría italiana. Los años sesenta. La escuela de Franco Basaglia. La época en que se abrían las puertas de todos los manicomios. Ese tipo no habría desentonado en el cuadro.
– Insisto, no hay enfermedades mentales. Solo hay conflictos…
– Se lo advierto: si intenta internarlo…
– No ha entendido nada. Marc necesita llevar una vida normal y corriente. Es su único remedio posible. Sale mañana.
Cuando Marc llegó a su casa, Jadiya estaba esperándolo.
Con su acuerdo, se había trasladado al estudio. La noche anterior había limpiado, despejado, ordenado. Había descubierto un cuchitril, una especie de salita por debajo del nivel del suelo, donde Marc guardaba sus libros especializados y sus «expedientes». No había resistido la tentación. Se había zambullido en esos archivos. Había tenido la sensación de que penetraba en el cerebro de Marc. Decenios de crímenes, de violaciones, de sangre inocente derramada. Testimonios, biografías, estudios psicológicos: todo estaba cuidadosamente clasificado, registrado, especificado. Una taxonomía de la crueldad.
Pero, sobre todo, había encontrado el expediente Reverdi. Había leído las cartas y los recortes de prensa, había contemplado las fotos. Había visto el alcance de la trampa tendida. Aquello iba mucho más allá del celo periodístico. Marc se había encarnado en su maquinación.
Jadiya había leído con detenimiento las copias de las cartas manuscritas de Élisabeth y se había dicho que sí, que, decididamente, ese tipo era retorcido. Perverso. Estaba chiflado. Sin embargo, una vez más veía circunstancias atenuantes. Había estado hasta el amanecer buscando el expediente de Sophie, pero no había encontrado nada. Ni una foto, ni una línea sobre el asesinato de la «mujer de su vida». A las cinco de la mañana, Jadiya había cerrado la puerta del cuchitril igual que se pasa definitivamente una página.
Cuando Marc cruzó el umbral del loft, todo estaba a punto. Impecable. Él sonrió, le dio las gracias y se preparó un café con una máquina cromada que ella no se había atrevido a tocar. Después se colocó frente a la cristalera que daba al patio pavimentado y se quedó en silencio con la taza en la mano.
Ella intuyó que no diría nada más.
Las reglas estaban establecidas.
Encontraron su ritmo. Una convivencia muda, basada en una compasión mutua. Una convalecencia en la que compartían una vida cotidiana de estudio. Marc se pasaba el día delante del ordenador. No escribía; consultaba internet. Leía los periódicos, los despachos de las agencias de prensa. Así consumía las horas, pendiente del menor detalle, de la menor noticia relacionada con Reverdi.
Las raras veces en que encadenaba más de dos frases seguidas era por teléfono, con su abogado. El hombre de leyes había evitado que abrieran una investigación por «obstrucción a la justicia y ocultación de pruebas», tras varias demandas presentadas por el Ministerio de Justicia de Kuala Lumpur. Malaisia incluso pedía su extradición.
El abogado esperaba ahora alejar toda amenaza en Francia, arguyendo ante el juez de instrucción que Marc Dupeyrat, si había cometido faltas, las había pagado con creces. Por lo que pillaba de esas conversaciones telefónicas, Jadiya había llegado a la conclusión de que las cosas se presentaban bastante bien, pese a su responsabilidad indirecta en los asesinatos de Alain van Hêm y de Vincent Timpani.
En cuanto a ella, había puesto una mesa en la otra punta del estudio con su ordenador. Había instalado otra línea telefónica, reservada a internet, gracias a la cual conseguía fragmentos de libros y citas filosóficas, y mantenía correspondencia con especialistas sobre su tema. La mayor parte del tiempo la dedicaba a escribir su tesis; páginas enteras que no estaba segura de si conservaría, pero que le permitían simplemente pasar el tiempo.
Marc consultaba.
Jadiya escribía.
El ruido de los dos teclados de ordenador sonaba en el estudio.
El tableteo de dos esqueletos en plena danza macabra.
Y los trabajos de búsqueda en el Marne continuaban.
Sin resultado.
Mientras tanto, por encima de sus cabezas, fenómenos atmosféricos, amplios movimientos de masas seguían produciéndose. Movimientos que les concernían directamente, pero que los dejaban indiferentes.
Sangre negra continuaba encabezando las listas de ventas de las librerías, arrastrado por los «recientes acontecimientos». Según Renata Santi, la editora de Marc, iban a superar los trescientos mil ejemplares, «¡un cataclismo!». Marc permanecía aislado: se negaba a conceder entrevistas, a firmar libros, a mantener contacto con nadie.
Jadiya, por su parte, era una de las modelos más solicitadas en esos momentos. Varios diseñadores la habían escogido para sus desfiles, y las propuestas para posar para fotos llovían de todas partes del mundo. Le había encargado a su nuevo agente que aceptara solo las sesiones que fuesen en París. No tenía intención de salir de Francia y abandonar a Marc.
Él: autor de un best-seller, rico, adulado.
Ella: modelo-vedette, princesa étnica de las tendencias venideras.
Dos estrellas, dos perdedores enclaustrados en un estudio del distrito IX.
A la sombra de su trauma, veían el alcance de la mentira que mueve el mundo. El éxito, el triunfo y el confort no saben a nada.
Marc consultaba.
Jadiya escribía.
Y los trabajos de búsqueda en el Marne continuaban.
Sin resultado.
Esa noche, a las nueve, Jadiya hizo girar la llave del estudio.
Era sábado. Venía de una sesión fotográfica para una revista japonesa. Exhausta y asombrada de su propio éxito. Ese día, el fotógrafo había incrementado deliberadamente la luz sobre las marcas de los puntos, susurrando, inclinado sobre la cámara: «Espléndidas, las cicatrices. Parecen escarificaciones».
Al oír esas palabras, ella se había puesto a llorar. Esa torpeza le había recordado en el acto a Vincent; era único para decir sandeces así con un aire inspirado. Y sobre todo, era único para conseguir que resultaran soportables. Jadiya no acababa de calibrar el alcance de su ausencia. Cada hora, cada día aumentaba su tristeza.
En el momento de abrir la puerta, estaba de un humor de perros. ¿Cuánto tiempo soportaría ese medio grotesco? Para buscar una excusa, se repitió que se trataba de una terapia personal. Aceptando que la fotografiaran, exhibiendo sus cicatrices, superaba sus heridas interiores.
Reverdi estaba muerto y ella estaba viva.
Él estaba en el fondo del río y ella en cabeza de cartel.
Ese era el escaparate oficial. En el piso inferior, en los arcanos de su conciencia, era sobre todo una manera de afrontar su propio terror, su oscura certeza de que Jacques Reverdi no había muerto. Merodeaba por algún sitio. Herido. Furioso. Decidido. Si todavía era de este mundo, entonces podía ver las nuevas fotografías de Jadiya. Viva. Y en pie.
Dejó las llaves en el cuenco de bronce destinado a este uso y se repitió la decisión que había tomado ese día: dejar a Marc. Los dos juntos no saldrían nunca adelante. Ante la ausencia del cuerpo, ante el vacío, se aferraban el uno al otro por puro reflejo. Se arrastrarían en su doble caída.
Estaba decidida a anunciárselo esa noche.
Ya oía su silencio, su mutismo indescifrable.
– ¿Marc?
Ninguna respuesta.
Avanzó con decisión y repitió:
– ¿Marc?
Estaba allí, junto a su mesa, acurrucado en el suelo. Jadiya se precipitó hacia él. Su cuerpo estaba duro como un trozo de madera. Pensó en la rigidez cadavérica, pero la piel estaba tibia. Le puso una mano sobre el cuello y notó latir el pulso, lento y tenue.
No estaba muerto; estaba en coma.
Corrió hacia el teléfono. Maquinalmente, marcó el número del servicio de urgencias médicas. Ese número que había marcado tantas veces cuando se hallaba ante una sobredosis de su padre o de su madre.
Mientras hablaba con el tipo que estaba de guardia, ya imaginaba la continuación: la llegada del equipo, la agitación del personal, sus pasos ruidosos en el estudio. Esa intrusión caótica que alteraba la existencia, violaba la cotidianeidad, ponía patas arriba el hogar… Esa mezcla de pánico y de salvamento que había sido su leitmotiv en la época de La Banane de Gennevilliers.
Colgó. Se dio cuenta de que se había dejado puesta la ropa que llevaba para las últimas fotos: botas de ante y cazadora de pelo…, materiales orgánicos, crueles, que implicaban muerte y sangre, muy de moda ese invierno. Materiales apropiados para el caso, que la hacían, oscuramente, más fuerte, más salvaje.
Volvió hacia donde estaba Marc, que seguía inmóvil, y contempló su cabeza pelirroja, hundida entre los hombros, bajo la que ella había colocado un cojín. Definitivamente «muerto para la causa».
Su resolución era más firme que nunca.
Se ocuparía de su hospitalización, pondría la casa en orden y se largaría inmediatamente.
– Se trata de un caso claro de histeria.
El médico de urgencias no se había quitado la parka. Era un joven alto, robusto, que parecía haber dormido completamente vestido, tenía una cabeza enorme y el pelo hirsuto. Jadiya acababa de ofrecerle un café, a él y también al capitán Michel, el policía dorado del hospital, que había acudido en su auxilio. Otros dos hombres se llevaban a Marc en una camilla, enrollado en una manta de supervivencia brillante.
– ¿Histeria? -repitió ella.
El médico se bebió el café humeante de un trago.
– Su marido presenta todos los indicios clínicos de la catatonia, pero ninguno de los síntomas internos. Todo ocurre dentro de su cabeza. En cierto sentido, es una buena noticia. Saldrá de esta sin problemas. Mañana o pasado estará en pie. Lo llevamos al Sainte-Anne. Su caso va a interesar a nuestros amigos psiquiatras.
– No. Ahí ni hablar.
– ¿Por qué?
– Verá, Marc ya ha tenido problemas… psiquiátricos -intentó explicar Jadiya.
– ¿En serio? -bromeó el médico mientras le devolvía la taza vacía.
– ¡Escúcheme! -Casi había gritado. Bajó un poco el tono para continuar-: Si se despierta en el Sainte-Anne, eso puede agravar más su estado. Acaba de estar ingresado en La Salpêtrière. Puedo darle el nombre de los médicos que lo han tratado. Entre ellos hay un psiquiatra.
El hombre suspiró y sacó su teléfono móvil.
– Voy a ver si tienen sitio.
Las once de la noche.
Jadiya estaba sola. No tenía hambre. No tenía sueño. Su mente acumulaba los pensamientos vacíos, mudos. Decidió hacer las maletas.
Pero, primero, limpieza.
Abrió las ventanas para que se fuera el olor de los hombres, colocó los muebles en su sitio y ordenó la mesa de Marc, alineó las notas, las páginas impresas, el teclado del ordenador.
Ese simple gesto bastó para que se encendiera la pantalla.
El estudio empezó a dar vueltas a su alrededor.
Marc había recibido un e-mail.
Ese mensaje era lo que había provocado su nueva crisis.
En la pantalla se podía leer:
No ha acabado todo.
– Es lo que nos faltaba.
Jadiya miró el reloj luminiscente. Las dos de la madrugada. Acababa de apagar la luz. Tras su descubrimiento, había llamado al capitán Michel, que había acudido otra vez de inmediato. Le había mostrado el mensaje, y él y sus hombres se habían llevado el ordenador de Marc. Todo eso había sucedido en media hora. Y ya volvía a llamarla.
– Es lo que nos faltaba -repitió.
Ella hizo un gesto reflejo para apartarse el pelo y recordó que ya no le hacía falta. Se concentró en el parquet oscuro.
– ¿Qué pasa?
– Hemos identificado el ordenador y la línea utilizados para enviar el mensaje.
Jadiya sentía un dolor en la parte inferior de la espalda.
– ¿De dónde venía la llamada? ¿Dónde está Reverdi?
Silencio del poli.
– Suéltelo ya: ¿desde dónde lo ha enviado?
– Desde su casa. Desde el estudio.
Un velo de escarcha sobre el rostro. El hombre continuó:
– Ha utilizado la línea telefónica que instaló recientemente. La de su módem. Nuestros especialistas son categóricos. El autor del mensaje ha utilizado su ordenador. Y su propia cuenta de correo. ¿Hace falta una contraseña para utilizarla?
– No.
– ¿No estaba en casa a las tres y diez?
Jadiya le dijo que estaba en una sesión de fotos, pero su propia voz le parecía lejana. Notaba cómo su cuerpo se volvía pesado y cómo se le formaba un vacío en el vientre.
– No cabe duda: es Reverdi -prosiguió el policía-. Es su estilo. Pura provocación. Quiere demostrarles que puede entrar en su casa sin problemas. He enviado a unos hombres para que vigilen su casa. Llegarán de un momento a otro. Irán también unos técnicos; hay que instalar escuchas. Enseguida.
A tientas, sin colgar, buscó el interruptor de la lamparilla, junto a la cama. Al encenderla, le sorprendió descubrir el estudio perfectamente en orden. La realidad estaba ahí, sólida, familiar.
– ¿Quiere que vaya yo?
El policía había preguntado aquello en un tono a la vez serio y tierno que recordaba su pequeño ramo de flores ajadas. Por pura crueldad, ella le hizo repetir la pregunta:
– ¿Cómo?
– ¿Quiere que vaya? Quiero decir… en persona.
– No.
Había jurado que no volvería a tener miedo.
Una promesa muy antigua. Génesis personal.
Se levantó, se puso unos vaqueros y abandonó el campamento espartano que le servía de cama: un simple colchón sobre el suelo, junto a la barra de la cocina. Empezó a ir de aquí para allá, a ordenar cosas otra vez. En cuanto paraba, de los rincones surgían montones de ruidos que revestían un significado funesto.
Jacques Reverdi había ido allí.
De pronto, se detuvo: ¿y si todavía estaba? Tuvo la sensación de que el corazón se le desprendía y chocaba contra las costillas. Emprendió un registro en toda regla haciendo el mayor ruido posible, como cuando de pequeña estaba sola en casa y daba portazos, subía el volumen del televisor para ahuyentar las sombras.
Nadie, por supuesto.
El silencio pareció volver a la carga. A crujir. A gemir. A palpitar. Jadiya se quedó parada ante las ventanas, cubiertas con cortinas blancas. ¿Y si estaba en el patio? ¿Y si la observaba por un resquicio de las cortinas?
Cogió las llaves, buscó una linterna en el armario del contador eléctrico y, sin pensar, salió descalza, con vaqueros y camiseta.
El haz de luz de la linterna temblaba ante ella. Los golpes de su corazón sonaban en el fondo del tórax. Pensaba en Marc. Ya no podía dejarlo. Ahora ya no. Había querido abandonarlo a su locura, pero, si Reverdi estaba vivo, Marc ya no estaba loco; simplemente era lúcido.
Avanzó por el patio. En el edificio, frente al estudio, no había ninguna ventana encendida. Enfocó con la linterna hacia la izquierda, hacia la entrada. Nadie. Solo distinguía el murmullo lejano de la circulación, que no cesa nunca en París. Y ese olor de ciudad, ácido, contaminado, pero más suave, más tenue a esas horas…, un aliento de sueño.
Jadiya bajó la linterna. Había vencido el miedo. Todo estaba en su cabeza. Todo… Gritó al oír los pasos.
La linterna se le escapó de las manos y rodó por el suelo en pendiente.
Para detenerse contra los punteras metálicas de unos grandes zapatos.
– ¿Señorita Kacem? Nos envía el capitán Michel.
Las cinco de la mañana.
La noche más larga de su vida.
Los técnicos habían terminado de equipar los teléfonos fijos, los móviles, los ordenadores y los módems. Ella les había ofrecido de nuevo café -empezaba a dominar la máquina- y los había invitado a marcharse. Dos policías permanecían ahora delante de su puerta.
Rendida, Jadiya apagó las luces y se metió bajo el edredón. Inmediatamente se quedó dormida.
Otra llamada telefónica la arrancó de la nada. Recuperó la lucidez en un segundo. Cogió el auricular:
– ¿Sí?
La ranura que había entre las cortinas era clara. Había amanecido. Mirada al reloj: las nueve y media de la mañana.
– ¿Sí? -repitió, con la voz llena de temor.
– :¿Señora Kacem? Soy Solin, el teniente Solin. Nos vimos en los locales de la policía judicial, no sé si se acuerda…
– Sus hombres ya han venido.
– Lo sé, lo siento. La llamo… Tengo una noticia… En fin, vale más que se entere cuanto antes: el capitán Michel ha muerto.
– ¿Ha… mu… muerto?
No podía hablar. Las grapas sellaban de nuevo sus labios. No podía abrirlos.
– ¿Qué… qué ha pa… pasado?
– Tenía que venir a buscarlo a las ocho. Lo he encontrado en su casa. Ha sido… Bueno…, lo han asesinado.
– ¿En su casa?
– Sí, la llamo desde allí. Seguramente lo sorprendieron cuando volvía de su casa.
Puntos. Mordeduras. Quemaduras.
Se esforzó en separar los labios.
– ¿Lo ha matado Reverdi?
Silencio. Finalmente, el policía dijo:
– Es demasiado pronto para…
– ¿Cuál es la dirección?
Él fingió no haberla oído y siguió hablando:
– … pero claro, sí, hay muchos indicios que…
– ¿CUÁL ES LA PUTA DIRECCIÓN?
La luminosidad del hombre había estallado.
Se había desintegrado sobre las paredes, la moqueta, el techo.
Fue lo primero que pensó Jadiya al entrar en el apartamento. El capitán Michel vivía en un edificio moderno de la calle Convention. En un piso de tres habitaciones cuadradas, blancas, con pocos muebles.
Pero una de las habitaciones había sido transformada.
El salón había sido pulverizado de oro.
El asesino había apartado los muebles y colocado a su víctima en el centro del espacio, con el torso desnudo, pegado a una silla con el respaldo de mimbre. A su alrededor, pequeños panes de cera natural, cuyo tamaño oscilaba entre los veinte y los sesenta centímetros, sostenían velas, algunas de las cuales todavía estaban encendidas. Cada llama se reflejaba en los lados de los otros panes y dibujaba surcos rojizos.
Jadiya tenía la sensación de entrar en una colmena gigante. Solo faltaba el zumbido de las abejas. El olor dulzón de la cera lo impregnaba todo, a la manera de una resina perfumada. Las propias llamitas parecían miel líquida, ingrávida, elevándose hacia el techo claro.
El policía tenía la cabeza bajada. Sus cabellos lisos enviaban destellos rubios. Su torso cobrizo entraba también en el cuadro. La sangre, que le cubría todo el pecho, adquiría a la luz de las velas una curiosa tonalidad dorada.
– Es alucinante -susurró el teniente Solin mientras unos técnicos científicos, con mono blanco, trabajaban tomando muestras-. El asesino ha practicado una traqueotomía. Según el forense, primero le ha tapado la boca con cinta adhesiva y luego le ha cortado la garganta. Inmediatamente después, ha cerrado la herida. Con una cera especial, parece ser. A continuación, ha fundido la misma cera en el interior de las fosas nasales. Michel no podía respirar. En su desesperación por encontrar aire, ha hinchado los pulmones, la tráquea, y ha abierto su propia herida. Ha sido él mismo, intentando respirar, quien ha expulsado la sangre de la herida. El asesino ha debido de verlo vaciarse.
A su pesar, Jadiya bajó los ojos: el charco de sangre se extendía sobre un radio de un metro alrededor de la silla. Estaba asombrada de su calma. Quizá era la puesta en escena. La irrealidad del conjunto. Flotaba en ese teatro rosa y oro. Sin creérselo. Se resistía a aceptar la nueva situación: estaba sola. Absolutamente sola frente al asesino. El único policía que le inspiraba confianza estaba muerto. Y Marc, ni muerto ni vivo.
– ¿Hay alguna inscripción en algún sitio?
– No.
– ¿Las rendijas de puertas y ventanas han sido taponadas?
– No. No ha tenido tiempo de preparar la habitación hasta ese extremo. Ya es demencial que haya podido obligar a Michel a sentarse ahí. A pesar de su aspecto angelical, no era fácil doblegarlo. Michel…
El hombre reprimió un sollozo. Tenía una cara, una voz, un aspecto desesperadamente corrientes. En su oficio, seguramente era una ventaja, pero Jadiya jamás habría podido reconocerlo en la calle;
– Lo más demencial -prosiguió, después de haberse sonado- es que los vecinos no han oído nada. Quizá lo drogó. Los análisis nos lo dirán. En cualquier caso, lleva el sello de Reverdi. No cabe duda: el cabrón está vivo.
Jadiya no se movía. Un frío polar le crispaba la punta de los miembros y se extendía hacia el centro de su cuerpo. Se puso a andar para eliminar el entumecimiento. Observaba a los hombres hacer fotos y luego, con precaución, apagar las velas y coger los panes de cera para meterlos en bolsas de plástico.
– Esos pequeños panes son una pista -comentó el policía-. No deben de abundar productos así. Interrogaremos a los apicultores y…
– Solo le pido una cosa -lo interrumpió Jadiya.
– ¿Qué?
– Deje que se lo diga yo a Marc Dupeyrat.
– ¿Qué haces?
– La bolsa. Me largo.
De pie en la habitación del hospital, Marc recogía sus cosas. Se había despertado de su «coma ligero» dos horas antes.
– Me he enterado.
– ¿Cómo?
Señaló la puerta con la cabeza.
– Ahí afuera no hablan de otra cosa.
– Yo…
Marc se acercó a ella y la agarró por los hombros.
– Os había avisado, ¿no? -Bajó un poco el tono de voz-. Os lo había advertido a todos. Dios mío, Reverdi está vivo. No vamos a librarnos ninguno.
– No puedes salir -dijo ella débilmente, desasiéndose.
– Pues voy a hacerlo.
– ¿Para ir adónde?
– Me voy al extranjero.
– ¿Al extranjero? Pero…, pero los médicos no te lo permitirán.
– Los médicos necesitan la cama, y ya he visto al psiquiatra esta mañana. No hay ningún problema. Según él, soy un enfermo de la realidad. Debo sumergirme en el mundo corriente. Así que, mejor no perder el tiempo.
Jadiya jugó otra carta:
– La policía no te dejará salir de Francia. Eres un testigo capital. Y puedes verte sometido a una investigación.
Él cerró la bolsa y se puso la chaqueta.
– No estás al día, Jadiya. Eso ya ha quedado atrás. Mi abogado me ha puesto a cubierto de todas esas complicaciones. Podría haber sido implicado en Malaisia, pero aquí, en Francia, soy una víctima. ¡Una víctima! En cuanto a mi testimonio, la policía tiene mi declaración. No sé qué más podría añadir, aparte de mi acojone actual.
Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta. Ella le cortó el paso.
– ¿Adónde vas? ¡Tengo derecho a saberlo!
– A Sicilia. -Sonrió con orgullo-. Conozco un sitio adonde ese cabrón no irá a buscarme.
Las miradas son libros abiertos. La de Marc siempre había estado cerrada, pero Jadiya había aprendido a distinguir indicios en ella. Comprendió cuáles eran sus verdaderas intenciones.
Marc no huía de Reverdi.
Quería, por el contrario, atraerlo a un terreno que él conocía.
Tenderle una trampa.
Estupefacta, Jadiya se oyó decir:
– Voy contigo.
Todos los otoños deberían ser como el otoño siciliano.
Jadiya lo comprendió nada más aterrizar, al día siguiente a las cinco de la tarde.
El avión desapareció en las nubes, se enderezó y después penetró en un arco de luz líquida, de una suavidad infinita. A través del ojo de buey, el paisaje se evaporaba en pigmentos cobrizos, dejando entrever, entre dos destellos, la superficie lacada del mar índigo. Más lejos se veía la costa: llanuras verde limón, como aclaradas por haber ardido demasiado todo el verano. Luego, a ras del suelo, se precisaron edificios grises y, sobre todo, rocas. El caparazón de la isla. Una piedra negra, a la vez dura y pulida, emergiendo de las hierbas calcinadas.
Catania.
Ni siquiera había oído nunca el nombre.
Sin embargo, sobre el asfalto, respirando el aire marino, mezcla de sal y algas, se sintió al instante en su casa. Se dijo que, en uno de sus países de origen, el otoño debía de parecerse a esa caricia tibia. No había puesto nunca los pies ni en Argelia ni en Egipto, pero era exactamente ese otoño el que, desde que era pequeña, corría por sus venas.
Hasta el taxi le gustó: pequeño, gris, más alto de un lado que del otro, de marca desconocida. Le recordaba los coches de sus primeros amigos, en las calles de Gennevilliers: Fiat, Lada desvencijados… Se arrellanó en el asiento y oyó el chirrido de los muelles con un estremecimiento de felicidad.
Pese a todo, a la huida, a la amenaza, a la violencia, era feliz. Una palabra que no se habría atrevido a pronunciar se agitaba en la linde de su conciencia: luna de miel.
Al cabo de un rato, el paisaje se hizo más lúgubre. Negro, monótono, vulgar. Se habría dicho que una tormenta de ceniza lo había cubierto todo, petrificando el menor relieve, ahogando las colinas bajo una costra mate.
– ¿Qué ha pasado aquí?
– Nada especial -respondió Marc con la mirada vuelta hacia la ventanilla-. El Etna está muy cerca. Las rocas son volcánicas.
Entonces lo vio.
El volcán. En el extremo del horizonte. Un monte negro que parecía atraer la línea de las nubes. Una cima de humores sombríos que parecía un lugar de oráculos y de misterios. Sin saber por qué, Jadiya percibía una presencia remota…, una historia muy antigua que todavía palpitaba y de la que emanaban símbolos y mensajes.
Se dijo otra vez que Marc quería atraer a Reverdi a esa tierra ancestral. ¿Quería enfrentarse a él en la cima del volcán, entre los gases humeantes? Llevarlo allí no presentaba ninguna ventaja. Pensó en el mar. Más absurdo aún: era el espacio predilecto de Reverdi. ¿La ciudad? Ya imaginaba las callejuelas, estrechas y negras. ¿Conocía Marc esos dédalos tanto como para tender una trampa al asesino?
Maquinalmente, tocó a través de la bolsa su teléfono móvil. Antes de marcharse, había llamado a Solin sin decirle nada a Marc. El teniente había intentado disuadirla, pero, por el tono de su voz, ella había comprendido que Marc decía la verdad: su abogado los había puesto, a él y a ella, a salvo de cualquier procedimiento judicial. Tenían libertad total de movimientos.
Jadiya había prometido al policía que, en cuanto llegara, le mandaría por fax las señas de su hotel. En contrapartida, Solin informaría a las fuerzas de seguridad de la ciudad, a fin de que los sicilianos estuvieran preparados para cualquier eventualidad. Pero, una vez más, había captado el mensaje en la voz: la policía de Catania tenía otras cosas de que ocuparse.
Seguía toqueteando el móvil cuando entraron en la ciudad.
Al día siguiente se enamoró.
Se enamoró de su habitación, en una pequeña pensión anticuada, absolutamente desierta, al fondo de un callejón. Se enamoró de los motivos pasados de moda de las cortinas y la colcha, de los toalleros y los grifos de cobre viejo. Se enamoró de los tejados grises, de las cruces de las iglesias, de las antenas parabólicas, que podía admirar en equilibrio sobre un balcón de hierro forjado que parecía la garra de un águila.
Se perdió por la ciudad. Recorrió las avenidas, las callejuelas, las plazas, negras y tibias, que parecían contener aún un fuego reconcentrado, muy antiguo. Le gustaban aquellas aceras pardas, abolladas, como golpeadas con un martillo de herrero, aquellos muros de piedras oscuras, aquellos patios, aquellos jardines cercados de lava fría. Curiosamente, la piedra volcánica avivaba los contrastes, subrayaba los detalles. Todo destacaba allí como un dibujo trazado con tiza de color en una gran pizarra.
A Jadiya le encantaba también la vida siciliana, la agitación del núcleo urbano, a la vez ruidoso y quedo, vehemente e íntimo. Las plazas llenas de humo, maceradas en el olor de los puestos donde se vendían bocadillos, pinchitos, buñuelos de pescado. Las estatuas antiguas, cumbres de deterioro gris tambaleándose sobre sus pedestales, a cuyo alrededor los niños se perseguían riendo. Las baldosas plateadas, espejeando bajo los chaparrones que de vez en cuando visitaban la ciudad sin quedarse nunca mucho tiempo.
Sí, definitivamente Jadiya se había enamorado de Catania. Se dedicaba a pasear, olvidando sus miedos, ocultando la amenaza latente de Reverdi y las repetidas ausencias de Marc. Este la abandonaba todas las mañanas para entregarse a misteriosas ocupaciones. Había alquilado un coche y se iba todos los días fuera de la ciudad. Cuando ella le preguntaba sobre esas salidas, él hablaba de vigilancia, de localizaciones, de protección. En el fondo, a Jadiya le era indiferente. Pensaba, inocentemente, que estaba viviendo una apacible tregua.
Incluso la violencia soterrada de Catania la atraía. En la ciudad, que presentaba el índice de criminalidad más elevado de Italia, abundaban los crímenes, los sucesos, las amenazas. Como esa cabeza cortada que había aparecido al pie de la estatua de Garibaldi. O ese bar de Trappetto Nord que había sido escenario de una matanza.
Catania, ciudad de sombra y de sol, era también la ciudad de la mafia.
Así transcurrió una semana.
Por la mañana, temprano, Marc y Jadiya iban a un cibercafé; no habían llevado, deliberadamente, su ordenador. Consultaban las ediciones de los periódicos franceses. Seguían esperando ver anunciada la detención de Jacques Reverdi. O por lo menos alguna noticia sobre el caso. Los periódicos se mostraban lacónicos. Era evidente que la investigación no avanzaba.
Cuanto más tiempo pasaba, con más distanciamiento seguía ella el caso. Había dejado de escuchar el buzón de voz, de modo que no se enteraba de los nuevos contratos que su agente estaba negociando. Se desentendía de sí misma. Estaba en suspenso, y la ciudad influía en eso. Era una enfermedad que la alejaba de la realidad; una convalecencia en la que todo le parecía vago, sin importancia.
La verdadera vida estaba en Catania. Allí, un estremecimiento de excitación cristalizaba cada instante, cada sensación, a la manera de esos frisos de azúcar sobre los grandes cruasanes con los que comenzaba el día. Todas las mañanas se sentaba en una gelateria, junto a las blancas ventanas, envuelta en el olor demasiado fuerte del café, y leía los periódicos italianos, de los que solo entendía la mitad de las palabras.
Le apasionaban los sucesos; por ejemplo, el caso de una enfermera de las afueras de Catania que pasaba por ser una santa y acababa de matar a su marido con ácido. Mientras leía, dejaba de buscar respuestas a preguntas imposibles: ¿qué hacía exactamente allí con Marc, conviviendo sin ninguna manifestación de ternura o de interés? ¿Quería ayudarlo, tentar al diablo o simplemente ver quién quedaba vencedor?
Y él, ¿a qué jugaba?
Una noche sucedió.
No la irrupción de Reverdi. Todavía no. Sino la aparición de Marc en el hueco de la puerta que comunicaba sus habitaciones.
Hacía cuatro días que no estaba cerrada. Hacía cuatro días que Jadiya aguardaba, esperando y temiendo a la vez que se abriera. Presentía que aquello ocurriría en esa ciudad antigua, cargada de oráculos, que no se conformaba con predecir los acontecimientos sino que los provocaba. Una ciudad situada al borde del destino, ahí donde las conciencias se decantan, donde las cosas se deciden, donde los hombres se juegan la vida.
Sin una palabra, se acercó a ella. Se abrazaron con una extraña familiaridad, como si sus pieles se hubieran hablado durante aquellas semanas mientras sus labios callaban. Jadiya, como siempre, permaneció seca, pero sus cuerpos se fundieron literalmente. Ella notaba los músculos y los huesos de Marc sobresalir bajo la piel. Pensaba en las burbujas de lava que crepitaban al fondo de los abismos, en la cima del Etna. El sudor los cubría por completo, penetrando en todos los huecos e intersticios de su carne. Sus muslos se lubrificaron, su sexo se abrió como un cráter. Se mojó los dedos con saliva y los introdujo en su sexo. La quemadura india se convirtió en lava.
Marc hacía el amor igual que había vivido aquellas últimas semanas, con los dientes apretados, encerrado en su silencio. Jadiya no sintió ningún placer. Pero lo acompañó como lo acompañaba desde la noche de Reverdi. Sin amor, tan solo con una benevolencia dócil que le venía de lejos. En pleno acto amoroso, seguía haciendo de enfermera.
Poco a poco, Marc se incorporó, se arqueó sobre ella. Sus músculos se tensaron, sus caderas se aceleraron. Jadiya estaba ausente. Ajena al instante. Deliraba, lo confundía todo: a su padre ardiendo, su cerebro-pulpo, el Etna rugiendo… Pero no olvidaba emitir las señales convencionales, los suspiros que la ocasión requería, las caricias obligadas, sintiendo bajo los dedos las múltiples cicatrices de Marc. La única concesión que no podía hacer era ofrecerle la boca, aún demasiado dolorida. No lo había besado ni una sola vez, y ese hecho le hacía sentir oscuramente cierto alivio.
De repente, él se agarrotó, encorvado, como empujado por una burbuja de placer que lo mantuviera a distancia. Gruñó, gimió, se desahogó profiriendo un rugido bestial que no tenía nada que ver con el Marc que ella conocía, el del día, el de la vida cotidiana. Se desplomó a su lado. Jadiya no estaba segura de que él hubiera disfrutado. Lo único seguro era la distensión total de sus cuerpos, la maravillosa relajación que ahora los apaciguaba.
Tuvo una revelación: podría morir perfectamente allí, en aquella ciudad lamida por el fuego. Contemplaba esa posibilidad con calma, como el final lógico de un círculo del que nunca había salido. Sí, podría morir al lado de Marc, ese extraño al que cuidaba, cuando él era el responsable de su desdicha.
Marc no se movía. Ella oía su respiración. Grave, breve, en la que vibraba un oscuro resentimiento. Un fondo de tormenta, apenas calmado. Se volvió hacia la pared y dijo:
– Tienes una cita.
Ninguna respuesta.
Ella rozó el papel pintado con el dorso de los dedos y repitió:
– Sé que tienes una cita aquí. Con él.
El silencio, las tinieblas.
Finalmente se alzó un susurro. Una sombra de voz.
– Yo no te he obligado a venir.
Pero Jadiya no lo oyó. Ya se había dormido.
El tañido de las campanas la despertó.
Unas campanadas graves, secas, soleadas. Unas campanadas que la despertaron como jamás había sido despertada. Se sentó en la cama: Marc ya se había ido. Mejor.
Pensó en la noche pasada y en la sensación de malestar que le había dejado. Imposible decir si amaba o no a Marc. Ni siquiera, y sobre todo, después de esa noche. Continuaban en el estadio de aferrarse el uno al otro, al borde del vacío.
Las campanas llenaban el cielo, vibraban en la luz. Jadiya recordó que era domingo. Se levantó, se puso un vestido y miró a través de la doble puerta del balcón.
Nunca había contemplado un espectáculo tan bello. Bajo los cables eléctricos, las calles se habían transformado en ríos de luz. La lava negra parecía líquida, dorada, reluciente. Y en el polvo del aire, un ejército de siluetas caminaban en fila india. Hombres y, sobre todo, mujeres, la mayoría de ellas viejecitas menudas, vestidas de negro, que andaban presurosas como hormigas de luto en dirección a la iglesia más cercana.
Decidió ir a misa. Jadiya no practicaba ninguna religión, ni la de sus orígenes ni ninguna otra. Pero ese día quería saborear el frescor de la nave, respirar el incienso, rozar los velos negros de las ancianas.
Se puso un jersey y una falda y se calzó las botas. Cogió el abrigo, la llave, y se dirigió hacia la puerta.
Estaba abriéndola cuando sonó el teléfono de la habitación.
Jadiya se quedó inmóvil: ¿quién podía llamar a ese número?
Descolgó y murmuró un «¿sí?» vacilante.
– ¿Jadiya? Me alegro de encontrarla.
Reconoció enseguida la voz de Solin, el policía de rostro anónimo. Pero ese timbre encajaba tan poco en el momento que tardó en comprender sus palabras.
– ¿Cómo dice?
Se volvió hacia la ventana: el encanto se había roto. Las campanas, las viudas, el sol…, todo eso le parecía perdido, inaccesible.
– Es demencial -repitió el policía-. Hemos encontrado el cuerpo.
– ¿Cómo?
– Bueno, casi. Acabamos de recibir los resultados de los análisis que pidió Michel antes de morir. En la instalación había también una incineradora. Michel había pedido un análisis de las cenizas de la noche del enfrentamiento, por si acaso. Han tardado mucho en realizar esas pruebas debido, parece ser, a complicaciones técnicas, aunque no lo he entendido muy bien. Pero ahora sabemos con certeza una cosa: un cuerpo vivo se consumió allí aquella noche. Y según las pruebas de ADN, es Reverdi en persona. Buscábamos en el río y resulta que no había salido de la fábrica. Se metió en el horno y se quedó atrapado dentro. Ardió vivo.
Ella intentó hablar, pero las grapas se cerraban de nuevo sobre sus labios. Las manos engarfiadas gritaban más fuerte que su voz. Finalmente consiguió balbucir:
– Pero…, pero… ¿qué significa eso?
– Hay otro asesino. Un imitador, no sé… ¿Jadiya? ¿Está ahí?
Ella no respondió.
Su peso se duplicaba; se hundía en el suelo.
– Usted y Marc deben regresar sin falta. No me obliguen a pedir al juez un mandato internacional» Hay acuerdos con Italia y… ¿Jadiya…? ¿Qué pasa?
Un largo silencio. Después, ella pronunció claramente:
– Le llamo más tarde.
Colgó.
Fue el único movimiento que pudo efectuar. Todo su ser se había transformado en lava helada.
Frente a ella, las ranuras de la doble puerta acristalada estaban tapadas. Con fibra de rota.
Sí, Jacques Reverdi tenía un imitador.
Y ella compartía la cama con él.
La puerta de comunicación entre las dos habitaciones se abrió a su espalda.
– ¿Lo han encontrado?
La voz de Marc sonaba amable, llena de solicitud. Jadiya se dijo: «No quiero morir». Oyó la puerta cerrarse. El roce de esta con el suelo era significativo: fibra de rota también, por todas partes. Y unas horas más tarde, la asfixia.
– No tiene importancia -continuó la voz-. El cuerpo no es nada. Solo cuenta el espíritu.
Ella se dijo de nuevo: «Soy Jadiya y no quiero morir». Entonces se volvió.
Marc, todavía con el abrigo puesto, le sonreía. En la mano izquierda llevaba una bolsa de cruasanes. En la otra, un cuchillo de pescador de hoja curva.
– Jacques Reverdi ha muerto, pero su obra continúa.
Jadiya retrocedió. Las campanas seguían tañendo. El sol, el viento, la vida… a miles de kilómetros, al otro lado del cristal. Marc dejó los cruasanes encima de la cómoda y dio un paso adelante. La miraba por debajo del flequillo; por absurdo que fuera en aquellos momentos, ella pensó que le crecía el pelo muy deprisa.
– En la cámara creí que la última etapa de mi iniciación era morir a manos de Reverdi. Estaba equivocado: el último estadio, el último conocimiento era convertirme en Reverdi. Proseguir su obra. Jacques creía en la reencarnación y tenía razón.
Marc siguió avanzando. Ella se apoyó contra la doble puerta con las manos tras la espalda. Notaba en las palmas la fibra de rota que sobresalía a lo largo del marco.
– Es imposible -susurró-. Nadie se convierte en un asesino. No puedes estar influido hasta ese punto…
Nueva sonrisa de Marc.
– Pero yo soy un asesino. Desde siempre.
Jadiya no quería oír nada. Ni una palabra más.
– El ritual de Reverdi me reveló a mí mismo. Y mi último coma, el de la cámara, me devolvió la memoria. Cuando desperté, lo recordé todo. La verdad que se ocultaba detrás de mis otras pérdidas de conciencia. Fui yo quien mató a D'Amico, mi compañero de estudios. Fui yo quien mató a Sophie, mi mujer.
Ella se dijo: «No es verdad. Está loco». Pero vio los resquicios alrededor de la puerta, detrás de él: rellenos. La rejilla de ventilación: obstruida. Las grietas del parquet: tapadas. ¿Cuánto tiempo había invertido en hacerlo? Eso era lo que hacía mientras ella paseaba: preparaba la Cámara de Pureza.
Con la mano izquierda, Marc abrió el cajón superior de la cómoda, de donde sacó una caja forrada de piel que dejó en el suelo.
– Durante todos estos años he creído que buscaba a un asesino. Pero solo buscaba un espejo. El reflejo que me devolvería mi coherencia, mi verdad.
– Es imposible -susurró ella sin convicción.
Con una rodilla apoyada en el suelo, Marc cogió un frasco que contenía un líquido ambarino: la miel. Un largo pincel. Una lamparilla de aceite en forma de aceitera. Sonrió de nuevo mientras se levantaba.
– He encontrado todo esto en la tienda de un anticuario, en el centro de Catania. ¿Has ido tú también? Tienen cosas muy bonitas…
Quitó el tapón y aspiró el perfume. Mirando fijamente a Jadiya, empezó a hablar más deprisa:
– D'Amico era homosexual. Malinterpretó nuestra amistad. Intentó forzarme en los servicios del instituto. Nos peleamos. Él cayó al suelo. Lo agarré del pelo y le golpeé la cabeza contra el borde de la taza del váter. Después se me ocurrió una idea. D'Amico era un tipo raro; siempre llevaba encima una navaja de afeitar. La encontré y le corté las venas, pero la sangre no manaba. Le hice un masaje cardíaco para expurgar la sangre… Sabía que el médico forense observaría el golpe en la nuca, pero que invertiría los acontecimientos. Llegaría a la conclusión de que había sido un suicidio, seguido de una caída.
»Entonces me di cuenta de que había eyaculado. La violencia, la muerte, su humillación, no sé… Una cosa era segura: me gustaba la sangre. Me gustaba el crimen. Rechacé esa realidad. La rabia me empujó a meterle la escobilla en la boca. Salí del retrete, aturdido, y cuando me vi en los espejos de encima de los lavabos entré en coma. Lo que sigue es la versión oficial.
Aspiró otra vez la miel. Jadiya negó con la cabeza.
– No mataste a Sophie -dijo.
– La maté aquí mismo -repuso él, riendo-. En esta habitación, hace más de veinte años.
El abismo se abría. Jadiya se concentró en los motivos anticuados de las cortinas y la colcha para recuperar puntos de referencia familiares. Pero ahora le parecían recargados, hostiles, amenazantes.
– Quería dejarme. Intenté evitarlo haciendo un viaje de reconciliación a Sicilia. Pero ella ya lo había decidido. Una noche me dijo que había otro. Me abalancé sobre ella. Empecé a darle puñetazos, pero ella me provocaba con sus ojos heridos, su boca ensangrentada…
Rió de nuevo y adoptó un tono irónico:
– Había que darle una lección. Me puse las zapatillas de deporte. Salí al pasillo y encontré, en el cuarto de las cosas de limpieza, unos guantes de goma y polvos de fregar. Volví a la habitación y pelé unos cables eléctricos. La amordacé, enchufé el cable y se lo metí en sus partes íntimas, en todos los sitios por donde el otro había pasado. Aquello duró mucho rato. Mucho. La resistencia física es realmente… asombrosa. Por último, la abrí y la esparcí por el suelo. Para ver qué tenía en el vientre.
»Después me lavé y eché polvos dentro de los guantes para borrar mis huellas. Lo dejé todo tal cual y salí a perderme por las calles de Catania. Estaba como ausente. Cuando volví, lo había olvidado todo. Pero me invadió un temor indescriptible. Cuando la descubrí, quemada, violada, destripada, perdí de nuevo el conocimiento. Durante varias semanas. Lo recobré en Francia; no recordaba nada.
Dejó el frasco sobre la cómoda. Jadiya tosió: el aire ya estaba viciado. Las campanas golpeaban ahora bajo su frente, con crueles vibraciones. Y el olor a miel flotaba en la habitación.
Todo empezaba otra vez…
Marc encendió la mecha de la lámpara. La llama era azulada, oscilante; también le faltaba oxígeno.
– Pero esos actos eran simples borradores -continuó-. Jacques me ha mostrado la vía. Ahora no tengo más que proseguir su obra. Es un segundo nacimiento, Jadiya.
Se inclinó, metió un brazo debajo de la cómoda y sacó una pequeña botella de aire comprimido unida a un sistema de respiración.
– ¿Sabías que las hacen tan pequeñas? -preguntó, levantándose-. La he encontrado en el puerto. Decididamente, esta ciudad está llena de recursos.
Marc abrió la botella, mordió el descompresor para probarlo y luego lo dejó. Sus gestos eran seguros, breves, precisos. Jadiya se encontraba cada vez peor. Tenía que encontrar una solución. En plena ciudad, en aquella habitación, podía conseguirlo.
– ¿Por qué mataste a Michel? -preguntó con la voz ronca.
– Era un buen policía. Demasiado bueno para mi gusto. No se fiaba de mí. Quería pedir que me sometieran a otro examen psiquiátrico. Incluso se había puesto en contacto con la policía italiana para que le facilitaran el expediente del asesinato de Sophie. No podía dejarle hacer, ¿comprendes? Tenía que continuar una obra. Mandé el e-mail. Simulé la inconsciencia. Me escapé del hospital para sorprenderlo en su casa, después de haber recuperado los panes de cera que había comprado previamente. No fue muy difícil.
Zonas oscuras atacaban su percepción. Sus funciones cerebrales parecían apagarse, una tras otra. Pensar. Tenía que pensar. Y ganar tiempo.
– Pero anoche -gimió-, lo… lo que hicimos… ¿Cómo puedes…?
– ¡Yo te quiero, Jadiya! -dijo Marc, haciendo un ademán para expresar que era algo evidente-. Siempre te he querido, desde la primera sesión en casa de Vincent. Por eso vas a ser la primera de mi serie. Reverdi también las quería. Lo sé. Lo comprendí durante mi viaje. Sentía por ellas un amor radical, eterno, purificador.
Avanzó empuñando el cuchillo. Su rostro, reluciente de sudor, estaba pálido, cadavérico, como si toda su sangre se hubiera concentrado en el puño.
– No tengas miedo… Vamos a esperar a que la habitación esté a punto. Después, te prometo que trabajaré con cuidado.
Jadiya saltó hacia un lado, junto a la cama. Marc sonrió.
– No, preciosa. No debes moverte. Si no, esto va a resultar muy, muy doloroso.
Ella saltó de nuevo. La habitación no era grande -quizá cuatro metros por cinco-, pero había espacio suficiente para jugar al ratón y el gato. Estaba recobrando la conciencia. Y también su agudeza. Permanecía inclinada, concentrada. No se rendiría. Si tenía suerte, saldría de aquella. Si no la tenía, provocaría una carnicería. Le boicotearía el ritual, como él mismo le había hecho a su mentor.
– Cálmate, Jadiya, cálmate…
Marc abrió los brazos para cerrarle mejor el paso. Ella, con la espalda contra la pared, se desplazaba lateralmente hacia la puerta.
– Haces mal, Jadiya. Si sigues así, no tendrás una muerte digna. Voy a sangrarte, voy…
La joven asió el pomo de la puerta: cerrada. Lo había previsto. Marc se precipitó tras ella; Jadiya se escabulló. La hoja patinó sobre la puerta. Al volverse él, ella ya estaba junto a la puerta acristalada. Cogió la mesita de noche y rompió con ella el cristal.
– ¡NO! ¡ESO NO!
Ella acercó la cara hacia la abertura. Aquella breve bocanada de aire la regeneró. Cogió la colcha tirando de una punta para protegerse, arrancó un gran trozo de cristal del vano y se volvió rápidamente. En ese momento, Marc se precipitaba hacia ella con el cuchillo en alto. El cristal se clavó profundamente en sus entrañas. Un abundante chorro de sangre caliente regó los muslos de Jadiya.
Él la miró con sus ojos dorados y ella descubrió que estaban bordeados por un filamento de jade. Se quedó paralizado a unos centímetros de ella. Un hilo de sangre brotaba ya de sus labios, bajo el bigote. Ella pensó que había besado esa boca, que había acariciado esos hombros, lamido ese torso. Y su voluntad se hizo más firme. Se coló entre él y la puerta rota.
Él intentó atraparla con un gesto torpe y pasó a través del cristal roto. Jadiya estaba en el otro extremo de la habitación; lo observaba, de espaldas, encorvado sobre su propia sangre. En un flash, lo vio arqueado sobre ella, sobre su cuerpo desnudo, como empujado por una burbuja de placer. Esa imagen la electrizó. Gritando, arremetió contra él adelantando el hombro derecho. Notó que la espina dorsal de Marc se tensaba, se arqueaba, se hundía. Notó que la puerta se hacía añicos. Notó que su cuerpo salía disparado hacia delante y ella con él. Marc chocó contra la barandilla del balcón y se irguió. «Una garra de águila», pensó ella, y esas palabras le dieron la última inspiración. Se arrojó a sus pies, le agarró las piernas a la altura de las rodillas y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se levantó, fuera de sí, fuera de todo.
Marc cayó de cabeza, sin conseguir asirse a la barandilla.
Jadiya se desplomó hacia atrás. En estado de choque, sin respiración. Pasó tiempo. Tomó conciencia del sol, del frío, del silencio… Las campanas habían dejado de sonar.
Tenía cristales clavados en la palma de las manos, en las piernas, en las nalgas. Le parecía que sus heridas se concentraban en el fondo del paladar. Notaba la boca como de cobre.
Finalmente se puso en pie y se asomó por encima de la barandilla.
Todo era real. El cuerpo de Marc encogido, con los puños sobre el suelo de lava. Las ancianas que se acercaban. Las paredes estrechas que acentuaban más la profundidad del vacío. Un cuadro en blanco y negro. Con una sola mancha de color: la sangre roja que se extendía sobre los adoquines, entre los toscos zapatos de las viudas.
Jadiya se inclinó más. Las mujeres formaban un círculo alrededor del cadáver, como espectros que reconocieran a uno de los suyos. Algunas dirigían sus rostros en forma de hostia hacia ella.
El suelo osciló. No, era ella la que se tambaleaba. Durante un instante, un brevísimo instante, se sintió tentada de acabar con todo, de saltar para reunirse con la muerte, que había pasado tan cerca de ella, que había destruido todo su universo.
Pero no.
Se agarró a la barandilla y susurró bajo el sol:
– Jadiya.
En el fondo de ese desierto, estaba viva.
Un fragmento de cuarzo. Una rosa del desierto. Una individualidad pura.
Era lo único de lo que estaba segura.
«Jadiya.»
Viva.