Marc recorrió la zona duty-free de la terminal 2D de Roissy-Charles-de-Gaulle. Cigarrillos, bebidas alcohólicas, golosinas: los productos estaban amontonados formando murallas, como en previsión de un asedio. Vio más tiendas, atravesó los efluvios de los perfumes, hizo caso omiso de la ropa chic, los productos tecnológicos y los artilugios inútiles. Los escaparates sobrecargados, con las luces demasiado fuertes, parecía que te ordenaran comprar hasta el delirio, como si fuera la última vez.
Se sentó en la sala de embarque y se puso a tamborilear ligeramente con los dedos en la cartera donde llevaba el ordenador. Había tardado dos días en decidirse a partir. Después del mensaje de Reverdi y su efecto de exaltación, había perdido la ilusión de golpe al calibrar los verdaderos retos del viaje. Se había pasado el domingo dándole vueltas al asunto. Había momentos en que el miedo lo dominaba y pensaba que lo mejor era abandonar. Al segundo siguiente, sentía un calor benefactor: la satisfacción de haber conseguido hacer caer en su trampa a un temible asesino. En el fondo, ¿qué peligro corría?
Era la elección del primer destino lo que le preocupaba. ¿Por qué Malaisia? ¿Acaso Reverdi pensaba pedirle a Élisabeth que fuera a visitarlo a la prisión de Kanara? Imposible: no eran esas las reglas del juego. Se trataba más bien de seguir el hilo de la verdad pero al revés, empezando por el final. Allí donde todo se había acabado para Reverdi.
Poco a poco, remontaría hasta el origen de la «línea».
El martes, por fin, se había decidido. Se había inscrito en la lista de espera para el vuelo del día siguiente de la Malaysian Airlines; luego, a las diez de la mañana, se había arriesgado a mandar su primer e-mail a Reverdi desde un cibercafé del barrio. Había anunciado su salida, pero, tomando aún inexplicables precauciones, no había dado ni su fecha de llegada exacta ni los datos del vuelo.
Durante ese último día había esperado una respuesta en vano. Sin duda recibiría instrucciones en Kuala Lumpur. Estaba seguro de que Reverdi lo enviaría a Papan, al sudoeste del país, el lugar donde lo habían detenido. La voz de la azafata retumbó en la sala: había que embarcar.
Le agradó ver de nuevo el logotipo de la Malaysian Airlines; le recordaba sus años de reportajes. Y a las azafatas, seguramente chinas, cuya tez muy clara contrastaba con sus vestidos azul turquesa. Los colores, las sonrisas, todo empezaba ya a tener un sabor asiático, suave y dulzón. Marc ocupó su asiento, junto a la ventanilla, e inmediatamente notó el cansancio abatirse sobre él. La compresión de los tímpanos en el momento del despegue fue la puntilla.
Antes de que el avión hubiera alcanzado la altitud de crucero, se había dormido.
Cuando se despertó, todo estaba inmóvil. Solo se oía, en la penumbra, el silbido del sistema de presurización y el ruido lejano de los reactores. Marc miró a su alrededor. Los pasajeros, tapados con mantas, parecían monstruosos capullos de gusano con vendas en los ojos. Marc se pasó una mano por la cara; había tenido una horrible pesadilla.
Disculpándose en voz baja, pasó por delante de sus vecinos para ir a refrescarse a los lavabos. Se miró en el espejo y murmuró: «D'Amico, Prokofiev, La Fontaine…». ¿Cuánto tiempo hacía que no había tenido ese sueño?
No se trataba de un sueño, lo sabía, sino de un recuerdo.
Regresó a su asiento y se preparó para afrontar su propia memoria.
1976. Liceo Jean-de-la-Fontaine.
Marc acababa de ingresar en una clase piloto, en la que los alumnos repartían su tiempo entre la enseñanza clásica y la práctica de la música. En aquel instituto tradicional, parecían objetores de conciencia que hubieran dicho «no» a la física y a la geografía en beneficio de la armonía y del contrapunto. Otra diferencia los marcaba: la mayoría eran de sexo masculino. Y el La Fontaine era un liceo de chicas. Pero, sobre todo, eran pobres. Esa era su gran singularidad en aquella guarida de chicas de buena familia, situada en los barrios elegantes del distrito XVI. Marc, que tenía entonces dieciséis años, enseguida se dio cuenta de que su camino hasta acabar el bachillerato sería algo similar a una cuarentena, en la que habría que olvidar toda posibilidad de ligar: las jóvenes herederas los miraban, a él y a sus compañeros, como si fueran vagabundos que hubiesen forzado las puertas del palacio.
A él le tenía sin cuidado; le interesaban más las diferencias existentes dentro de su propia clase. Al igual que en un teclado de piano, había entre los alumnos teclas blancas y teclas negras. Las notas plenas, mayores y sin misterio, y las notas alteradas, menores, atormentadas. Estaban los músicos que pertenecían a la luz, a la simplicidad, y los que pertenecían al dolor, los pájaros heridos.
Los primeros habían escogido la música del mismo modo que habrían escogido la función pública. La mayoría eran hijos de músicos de orquesta y habían optado también por instrumentos de conjunto: fagot, viola, trombón… Los otros, los poetas, tocaban el piano, el violín, el violonchelo. Soñaban con ser concertistas, compositores, revolucionarios… y suicidas.
Las teclas blancas no estaban menos dotadas que las teclas negras. Al contrario. La música fluía bajo sus dedos con una evidencia manifiesta. En su caso, el oído perfecto, el sentido de la armonía y el virtuosismo se daban por supuestos, como la facultad de respirar o de caminar. Las teclas negras tocaban con apasionamiento, pero a menudo les fallaba la técnica. En cierto sentido, y eso era lo más extraño, las teclas blancas «eran» la música. Esta no les planteaba ningún problema. Ni, por descontado, los angustiaba.
Las teclas negras eran la sombra de la música.
Marc pertenecía, por supuesto, a la parte sombría de la clase. Se había unido a los elementos más oscuros. Grégoire Debannier, homosexual exuberante, especialista en la música del Renacimiento, que contaba con complacencia sus aventuras sexuales en los lavabos del Palace y de repente, sin ninguna razón, entonaba una canción de Clément Janequin. Éric Chausson, gigante corto de vista, mal estudiante y jugador de rugby, pero también budista y brujo. Un bruto encerrado en su silencio, cuyos gruesos dedos no paraban de hojear pequeños «Que sais-je?» dedicados a la espiritualidad y podían desgranar, con la levedad más pura, los arpegios de los impromptus de Schubert. Philippe Manganeau, cuyo aspecto era tan normal que se le habría podido tomar por una tecla blanca, pero que era en realidad uno de los más rebeldes. Con sus gafas con montura de concha, sus camisas de cuadros escoceses y sus padres aseguradores, vivía sus orígenes burgueses como una enfermedad genética. Acariciaba el violín a la manera de un terrorista que acaricia la bomba antes de perpetrar un atentado. Y cuando hablaba de abandonarlo todo, todos sabían que sería el primero en hacerlo, porque lo perdería absolutamente «todo» y disfrutaba de ello por anticipado.
Pero el más negro de todos, el verdadero príncipe de las tinieblas, era D'Amico. Marc no se acordaba de su nombre de pila, solo de su semblante encendido y sus cabellos negros, y de que era de origen italiano. Al principio, D'Amico era violonchelista, pero luego se especializó en instrumentos de cuerda exóticos: quena, balalaika, viola mongola… Para él, la música poseía una vocación cabalística que revelaba el sentido secreto del universo. Marc recordaba sus preguntas matinales, en clase de matemáticas: «¿Cómo expresar el Mal? -murmuraba-. Mediante el cromatismo. Los semitonos expresan el deslizamiento hacia Thanatos…». O su pasión por la quinta alterada, conocida como «la quinta del diablo». Cuando D'Amico componía, siempre eran alboradas «maléficas», oratorios dedicados a los «espectros» o cantatas «difamatorias», en las que se acumulaban rupturas y disonancias.
D'Amico participaba en todas las materias con entusiasmo. Intervenía con frecuencia, se presentaba voluntario para hacer exposiciones orales. Marc aún lo veía, de pie en la tarima, haciendo escuchar a la clase, estupefacta, el final del Concierto para piano n.° 2 de Prokofiev mientras, con los carrillos hinchados y las manos abiertas, hacía como si tocara la trompa que cubría los sttacatos del piano. O, en clase de literatura, exponer un trabajo sobre Howard Phillips Lovecraft repitiendo, índice en alto y dirigiendo una mirada recelosa hacia la profesora, como si ella fuera personalmente responsable de lo que él afirmaba: «¡Lovecraft era basurero! ¡Ba… su… re… ro! ¡Nadie lo comprendió jamás!».
El adolescente había conseguido que lo detestaran todos excepto Marc. Su continua agitación, su comportamiento imprevisible, sus reflexiones absurdas suscitaban incomprensión y odio. Algunos detalles agravaban sin cesar el malestar que provocaba: cuando se echaba a reír, lo hacía siempre demasiado fuerte y como a medias, parando de golpe; cuando intentaba ser gracioso, se dejaba caer hacia un lado y perdía los nervios a la manera de un niño incontrolable. Tenía un montón de costumbres raras. Llevaba botines de piel de mala calidad con la cremallera siempre desabrochada. Cuando se sonaba, contemplaba largamente los mocos antes de doblar el pañuelo con cuidado. Y, lo que era más inquietante, no se separaba nunca de una navaja, un objeto ancestral, con mango de hueso, sustraído a su padre, que era peluquero en Bagnolet. Se le podía ver con frecuencia, en una esquina del patio, cortar lentamente las páginas de su libro fetiche, El monje, de Matthew Gregory Lewis. Las jóvenes herederas le habían puesto el apodo de Jack el Destripador.
Al final, la navaja fue el único elemento que encontró su coherencia. Casi treinta años después de los hechos, Marc continuaba preguntándose si habría podido prever lo que había pasado, si habría debido intuir el significado de aquella arma, de la que el violonchelista no se separaba jamás. La verdadera pregunta era: ¿cuánto tiempo tarda un cuerpo humano en perder toda su sangre?
Marc había tardado una clase entera -cuarenta y cinco minutos- en preocuparse por la ausencia de su mejor amigo. Se había dirigido a la enfermería y por el camino se había parado, instintivamente, en los servicios, al final del pasillo de la tercera planta. Había empujado varias puertas y después, en el último retrete, había visto los botines desabrochados. D'Amico estaba en medio de un charco de sangre, con la cabeza contra la taza del váter. En lugar de ir a la clase de geografía, había preferido cortarse las venas. Por bravuconería -pero una bravuconería de su estilo, es decir, ininteligible-, se había metido él mismo el mango de la escobilla en la boca.
Ese gesto tenía una explicación; Marc se enteró más tarde por Debannier, el especialista en el Renacimiento. Él había iniciado al italiano en los placeres homosexuales y a este último le había gustado la experiencia. Sin duda demasiado. Ante la idea de anunciar esta metamorfosis a sus padres -un peluquero muy viril y una madre beata- había preferido bajarse definitivamente del tren.
La explicación no era convincente. Marc sabía que D'Amico no habría temido confesar su homosexualidad a sus padres. Al contrario, pues no desaprovechaba ninguna ocasión para escandalizarlos. Por lo demás, estaba seguro de que el detalle de la escobilla en la boca iba dirigido «personalmente» a ellos. Entonces, ¿por qué se había suicidado? La única explicación que Marc había podido encontrar -y llevaba la firma indiscutible de D'Amico- era que no había ninguna. Una vez más, se trataba de un acto incoherente. Y este daba al personaje su último sinsentido.
Según los resultados de la autopsia, D'Amico, al perder sangre, se había desvanecido mientras estaba sentado en la taza, había resbalado y se había partido la nuca al golpearse contra el borde de loza. La hemorragia se había detenido. No había habido, pues, tanta sangre como en la pesadilla recurrente de Marc. La verdad es que no conservaba ningún recuerdo de aquello. Al encontrar el cuerpo de su amigo, Marc se había desmayado. Se había despertado una semana más tarde con la mente en blanco. No recordaba la escena, ni siquiera las horas inmediatamente anteriores. Esa amnesia retroactiva era lo que le obsesionaba. Estaba seguro de que había hablado con D'Amico antes de la clase. ¿Qué se habían dicho? ¿Habría podido Marc prever -impedir- el suicidio? Peor aún: ¿había pronunciado alguna desafortunada palabra que había precipitado el acto del músico?
La señal luminosa se encendió en la cabina.
Iban a aterrizar.
Se abrochó el cinturón y sintió que una nueva determinación se apoderaba de él. Vio de nuevo claramente la importancia de su misión. Estaba acercándose a la verdad de la muerte. Confusamente, esperaba que ese viaje lo liberase de sus propias obsesiones.
KLIA. Kuala Lumpur International Airport.
Una especie de inmenso centro comercial, en varios niveles, donde la temperatura no debía de sobrepasar los quince grados. Cuando aterrizas en el Sudeste Asiático esperas sentir un calor sofocante, pero lo que sientes la mayoría de las veces es un frío polar, en el extremo opuesto del horno que te rodea.
Marc recogió su equipaje y, después de orientarse visualmente, tomó un tren interior que lo propulsó a otro satélite, por el cual, tras un largo camino, pudo por fin acceder al bochorno tropical.
El choqué fue breve. Una temperatura siberiana lo esperaba en el taxi. Arrellanándose en el asiento, contempló la Malaisia que conocía. Había ido en dos ocasiones. La primera vez, para realizar una serie de reportajes sobre las familias de sultanes que reinan por turno en el país. La segunda, en 1997, para cubrir el rodaje de la película La trampa, con Sean Connery y Catherine Zeta-Jones, en la que había un enfrentamiento armado en la cima de las torres Petronas, las más altas de Kuala Lumpur y del resto del mundo.
La ciudad, predominantemente verde, flameaba en el horizonte. Sobre una meseta rodeada de colinas y de bosques, sus torres de cristal se alzaban como las piezas de un tablero de ajedrez gigante. Llamas de esquisto, cuchillas de hielo, flechas translúcidas: a aquella distancia, espejeaban al sol y recordaban frascos de perfume o de loción para después del afeitado.
En el interior de la ciudad descubrías avenidas anchas y arboladas, siempre frescas. Nada que ver con las metrópolis asiáticas recalentadas, hormigueantes, cargadas de miseria y de contaminación. Kuala Lumpur era una ciudad residencial gigante que respiraba opulencia. Ostentaba ese barniz artificial propio de las ciudades norteamericanas, donde todo es nuevo y está limpio, pero donde todo parece vacío, artificial. Únicamente las mezquitas de cúpula dorada y los antiguos edificios coloniales ingleses daban un toque de realidad a ese decorado, recordando que allí había habido vida antes del crecimiento económico y la fiebre moderna.
Marc le dio al taxista los nombres de las avenidas del centro: Jalan Bukit Bintang, Jalan Raja Chulan, Jalan Pudu, Jalan Hang Tuah… Allí era donde estaban los grandes centros comerciales y los hoteles de lujo, pero también, en las calles perpendiculares, las pequeñas guest-houses a precios razonables. En un callejón encontró, entre dos salones de masaje, un hotel a su medida.
Nada más dejar la bolsa, enchufó el ordenador portátil en la conexión telefónica para consultar sus mensajes. Lo esperaba un e-mail de Reverdi.
Asunto: KUALA – Recibido: 22 de mayo, 8 h 23.
De: sng@wanadoo.com
A: lisbeth@voila.fr
Querida Élisabeth:
Debes de haber llegado a Kuala Lumpur. Una ciudad demasiado nueva, pero en la que uno puede encontrar fácilmente sus marcas preferidas y seguir sus costumbres, como en un bonito apartamento moderno.
Antes de nada, quiero darte la bienvenida y desearte buena suerte. Espero en lo más profundo de mi ser que consigas alcanzar «nuestro» objetivo. Pero también quiero recordarte, por última vez, las reglas del intercambio. No podrás hacer ninguna pregunta. Tendrás que arreglártelas con la información estricta que yo te dé. Tampoco podrás cometer ningún error; si llegas a una conclusión falsa, nunca más volverás a tener noticias mías.
Sin embargo, confío en ti: ya me has demostrado tu inteligencia… y tu determinación. Así pues, lee atentamente lo que sigue. El primer indicio se refiere al Sendero de Vida.
En Kuala Lumpur es posible encontrar las fotografías de Pernille Mosensen; me refiero, por supuesto, a las imágenes de «después» de su transformación. Busca esas fotos y contémplalas, Élisabeth.
Descubrirás el Sendero de Vida.
El camino que Él traza en la desnudez del cuerpo.
Pero, cuidado, debes observar fotos del cuerpo lavado. Absolutamente limpio. Es esencial. La verdad solo aparecerá en la pureza de la piel.
Buena suerte.
Marc tuvo la impresión de que la temperatura del aire acondicionado había bajado varios grados. Había, entrado en el juego. ¿De cuánto tiempo disponía? Reverdi no daba ningún plazo. Pero Marc sabía que debía actuar deprisa. Demostrar la eficiencia de Élisabeth. Y estimular el interés de su guía.
Reflexionó en su primera misión: acceder al expediente medicolegal de Pernille Mosensen y a las fotos del cuerpo. Reverdi insinuaba que ese expediente se encontraba en Kuala Lumpur. Sin embargo, el crimen había sido perpetrado en Papan y la instrucción se estaba llevando a cabo en Johore Bahru, la capital de la provincia de Johore.
Descolgó el teléfono y llamó a su contacto en la agencia France-Presse en Kuala Lumpur, una periodista llamada Sana. Tras haberle explicado brevemente las razones de su presencia en Malaisia -un reportaje exclusivo sobre el caso de Papan-, abordó el asunto de la autopsia. Sana confirmó sus temores: todos los trámites se habían realizado en Johore Bahru. «¿No hay ninguna posibilidad de encontrar documentos en Kuala Lumpur?» Su pregunta provocó en Sana una risa tenue que le recordó a Pisaï, la periodista del Phnom Penh Post. Dada la importancia del caso, se había nombrado un comité de expertos. Uno de ellos era Mustapha Ibn Alang, médico forense en Kuala Lumpur, una celebridad que dirigía la sección de crónica judicial en el News Straits Times. Un personaje pintoresco que, según Sana, «no tenía pelos en la lengua». Marc supo de inmediato que era su hombre. Después de haber anotado su teléfono, prometió a la periodista que la invitaría a comer durante su estancia allí y colgó.
Acto seguido marcó el número y, tal como imaginaba, le respondió un contestador automático. Adoptando su tono de voz más grave, solicitó una entrevista y dio el nombre y el teléfono de su hotel.
Dejó el auricular sobre el aparato. La suerte estaba echada. Oficialmente, estaba trabajando en un reportaje en Kuala Lumpur. Su nombre aparecería en la periferia del caso. ¿Constituía esa presencia una amenaza para su manipulación? En absoluto. Ahí radicaba la perfidia de su impostura: Élisabeth Bremen recogía los primeros indicios y Marc Dupeyrat realizaba la investigación.
Después de darse una ducha templada, su excitación desapareció y dejó paso a la angustia provocada por la diferencia horaria. Se tumbó en la cama y encendió el televisor. No había otra cosa que mirar: su habitación, minúscula, no tenía ventanas.
Se puso a zapear. Un caleidoscopio de las diferentes realidades de Malaisia desfiló ante sus ojos. Una cadena mostraba un consejo de sultanes: hombres de tez dorada oscura, con medallas, túnicas tornasoladas y turbantes brillantes, sentados alrededor de una mesa. Otra daba la palabra a un gran cocinero chino que recordaba, con un rictus en los labios, que todo lo que se consumía, se vendía y se compraba en Malaisia era de origen chino. Otra cadena ofrecía imágenes de una fiesta fastuosa, donde magníficas euroasiáticas, enfundadas en vestidos de Dior o de Gucci, se codeaban con mujeres que llevaban tu dung, el velo malayo.
El timbre del teléfono lo sacó de un abismo negro. Se había dormido. En la pantalla, unos piratas con aspecto de indeseables abordaban un barco inglés.
– Diga…
– ¿Morcduperó?
– What?
– ¿Mister Duperó?
Marc reconoció por fin su apellido. El despertador de la mesilla de noche marcaba las diecisiete horas y diez minutos. Había dormido más de tres horas.
– Soy yo -contestó en inglés.
– Doctor Alang. Me ha dejado un mensaje.
Hablaba alargando las palabras, casi con acento estadounidense. Marc se levantó de un salto y apagó el aire acondicionado, que hacía un ruido infernal; luego se presentó con todo detalle y manifestó su deseo de entrevistarlo.
– No es usted el primero, man.
– Lo sé, pero…
– La instrucción está abierta. No puedo decir nada.
– Claro, pero…
Alang profirió una carcajada atronadora.
– Podemos vernos de todas formas. Le espero en el club de polo de Sengora.
– ¿Dónde?
Deletreó a toda velocidad el nombre del club.
– Hasta ahora, man.
Marc no tuvo tiempo de contestar; el otro ya había colgado.
A la hora del crepúsculo, Kuala Lumpur era rosa y azul. Las torres incandescentes ardían a fuego lento, como mosaicos de brasas, mientras que otros bloques, de color verde translúcido, parecían a punto de apagarlas con su frescor.
Marc había dado al taxista el nombre del club de polo. Su mirada no se apartaba de las torres Petronas, hacia las que se dirigían. A aquella distancia, evocaban dos mazorcas de maíz gigantes coronadas por antenas colosales. Pasaron junto a un hipódromo. La atmósfera onírica se intensificaba más. Todo parecía salpicado de partículas de oro, de neblina rosa. Pero lo más extraño era la ausencia de contraste entre los edificios azulados y las colinas verdosas. A esa hora, los dos frentes intercambiaban sus colores, a la manera de flujos líquidos. Los inmuebles adquirían una tonalidad vegetal y los bosques se llenaban de reflejos cristalinos, de charcos plateados.
El taxi se detuvo junto a una hilera de árboles. Marc se encontró en una especie de sabana. Cercas de madera delimitaban un vasto corral. El nombre del club de polo estaba puesto en una tabla, al estilo del Far West. Más allá se recortaban en el polvo gris unas construcciones hechas con vigas de madera, entre las que se veía, en algunos puntos, el espejo verde del hipódromo.
Entró en el recinto. Sus pies se hundían en la arena. El aire se cargaba de efluvios de estiércol y sudor de caballo. Pese al aspecto deteriorado de las cuadras y al hedor, Marc percibía que se estaba moviendo en el mundo de los privilegiados. Vio un picadero cubierto donde niños vestidos con polos de Ralph Lauren arqueaban el cuerpo sobre la silla de montar, unos boxes donde purasangres esperaban con los cascos enfundados en calcetines. Verdaderos camerinos de artistas. ¿Dónde estaba el espectáculo?
– ¿Eres el Frenchie?
Marc se volvió. Un hombre delgado y estrecho de hombros, con bata blanca, salía de una caballeriza. Cabello largo y negro, bigote largo de bandido mexicano. El hombre se acercó quitándose unos guantes de goma ensangrentados.
– Alang. -Le estrechó la mano-. Mucho gusto, man.
Mustapha Ibn Alang se parecía a su voz. Un malayo puro de estilo moderno. Tez dorada, rasgos de zorro, ojos negros y alargados bajo unas cejas pobladas. El corte de pelo era lo mejor: un tupé sobre la frente y una larga onda engominada en la nuca. Alang parecía un roquero de los años setenta, estilo glitter. Metió los guantes en los bolsillos de la bata, manchada también de sangre.
– Me pillas en plena faena -dijo con su acento peculiar-. Hoy toca romper las mandíbulas de los caballos jóvenes para el polo. ¡Así me olvido un poco de los cadáveres!
Se echó a reír. Sus dientes claros atravesaron su rostro oscuro; una imagen que hacía pensar en un coco al partirlo. De repente, su expresión astuta, clandestina, se tornó franca, altiva, deslumbrante. Marc recordó las palabras de la periodista: «Un personaje pintoresco». Sí, tenía delante a una estrella de Kuala Lumpur. El suelo se puso a temblar.
– Empieza el partido. ¿Tomamos una cerveza en el edificio social?
El edificio social era una larga terraza elevada, bajo un tejadillo de palmas. Un bar tropical, de madera negra, destacaba en el centro. Un fuerte olor a cerveza recalentada por el sol flotaba en el aire.
A lo lejos, en el terreno de polo, los jinetes partían furiosos en una dirección y luego regresaban tranquilamente, como apaciguados de su cólera pasajera. Marc se acercó a la tribuna. A esa distancia, los caballos parecían caramelos a medio chupar, y los jugadores, partículas blancas saltarinas. El cielo, por encima, estaba sublime: largas nubes de color malva, rojo, plateado, extendidas sobre el horizonte verdoso como lánguidas princesas junto a un estanque de nenúfares.
Alang volvió con dos jarras. Presentó a Marc a unos aristócratas septuagenarios; a unos hijos de papá, con cazadora de piel, que jugaban a ser niños malos; a unas chinas guapas y muy sexis con su equipo de polo de piel rojiza. Musculosas, empapadas de sudor, representaban exactamente lo contrario que las malayas con tudung que, inmóviles y gordas, comían pasteles con expresión enfurruñada, haciendo abiertamente caso omiso del partido.
Marc miró el reloj: ya había pasado una hora. Tenía experiencia en entrevistas. Al primer golpe de vista adivinaba el perfil de su interlocutor: charlatán impenitente que te abrumaba con detalles inútiles, taciturno al que había que arrancarle las palabras o campeón de la digresión que tardaba horas en llegar al meollo del asunto. Alang pertenecía a esta última categoría. La entrevista amenazaba con durar parte de la noche. Como para confirmar sus inquietudes, el forense preguntó:
– ¿Has cenado?
Destrozado por la diferencia horaria, Marc esperaba un pequeño restaurante europeo, discreto y retirado. Alang lo llevó al Hard» Rock Café, en pleno centro de la ciudad. Un lugar ruidoso y mal iluminado, donde el olor a salsa barbacoa te asaltaba nada más entrar.
Se instalaron en un box, rodeados de trofeos de rock: la guitarra de Éric Clapton, las gafas de Elton John, la torera de Madonna… Marc miraba a su alrededor con incredulidad. Los camareros, con delantal rojo y un lápiz tras la oreja, corrían entre las mesas llevando montañas de tacos y de hamburguesas de queso. La clientela era variada: adolescentes escandalosos vestidos con disfraces americanos, madres de familia con velo controlando a catervas de colegiales ya demasiado gordos, y occidentales achispados que lanzaban miradas burlonas hacia la barra.
Allí era donde estaba la principal atracción: chicas excesivamente desvergonzadas para ser honestas. Chinas, tailandesas, birmanas, indias… Pieles broncíneas, cobrizas, de porcelana, ojos de líneas asiáticas infinitamente variadas y cuerpos de una flexibilidad exquisita que se contoneaban al ritmo de los grandes éxitos de otros tiempos.
– No están incluidas en el menú.
Marc se volvió hacia Alang. La música hacía temblar los cubiertos.
– ¿Qué?
– Digo que no están incluidas en el menú, pero puedo ir a hablar con ellas en los postres.
Marc notó que se sonrojaba. Se concentró en la carta.
– ¿Qué edad tienes? -preguntó, gritando, el forense.
– Cuarenta y cuatro años.
– Yo, cuarenta y seis. ¿Te gusta el rock?
– ¿Qué?
Marc no oía la mitad de las palabras. Alang se acercó. Había un brillo malicioso en sus ojos.
– ¿Sabes qué es lo que está sonando?
– Sweet Home Alabama. Lynyrd Skynyrd.
– No está mal. ¿Y sabes lo que les pasó?
– La mitad del grupo se mató en un accidente de avión, en 1977.
– Veo que estoy tratando con un experto. El rock es mi pasión. Estoy preparando una enciclopedia en inglés para el Sudeste Asiático.
Marc tuvo la sensación de que se acercaba un peligro. Alang apoyó los codos en la mesa. Llevaba un sello en un dedo y una pulsera de oro en la muñeca.
– ¿Te animas a participar en un pequeño concurso?
Marc se dio cuenta de pronto de que su peinado era la réplica exacta del corte que llevaba David Bowie en la época de Diamond Dogs.
– ¿Cuál es el premio? -preguntó.
– Poder preguntarme lo que quieras.
– ¿Sobre el caso Reverdi?
– Te diré todo lo que sé al respecto. Sin ningún tipo de censura.
Marc poseía una cultura musical prodigiosa. Aunque había abandonado el piano hacía años, no había olvidado nunca su primera pasión. Y aunque su especialidad era la música clásica, también conocía a fondo el universo del rock.
Se bebió la cerveza de un trago y dijo:
– Espero tus preguntas.
Salió todo. ¿El origen de los ojos de distinto color de David Bowie? Una pelea con un amigo de la infancia que le dejó paralizada la pupila izquierda. ¿El nombre del cantante de soul que, después de caerse del escenario, se hizo pastor porque interpretó su caída como una «señal de Dios»? Al Green. ¿El nombre del músico que se había impuesto en el seno de un famoso grupo echando al batería en pleno concierto para ocupar su lugar? Keith Moon, legendario batería de los Who.
Dos horas más tarde salieron al bochorno de la noche. Marc se tambaleaba. No había tocado la comida. Las cervezas acumuladas, las preguntas de Alang, la proximidad de las prostitutas, todo aquello había hecho que su cabeza estuviera en plena ebullición.
En la calle, un indonesio de mirada apagada les dio unas tarjetas de visita. Marc creyó que se trataba de publicidad de un servicio de reparto de pizzas, pero el documento estaba a nombre de monsieur Raymond y precisaba: «Todas las chicas que necesita». Bastaba con hacer el pedido por teléfono.
– Ven -dijo Alang tirando la tarjeta al suelo-. Conozco cosas mucho mejores.
Montaron de nuevo en el coche de Alang. Atravesaron barrios en construcción, recorrieron descampados, se adentraron en una calleja y se detuvieron bajo una luz de neón roja en la que ponía El Niño. Pese a estar un poco bebido, Marc era consciente de lo absurdo de la situación. La segunda parte del concurso iba a desarrollarse en un bar mexicano. En plena capital malaisia.
Marc cumplía sus promesas: era imbatible. ¿Qué cantante destroy se había presentado como candidato a la alcaldía de San Francisco con el eslogan «Apocalypse Now»? Jello Biafra, el líder de los Dead Kennedys. ¿Qué compositor multaba a sus propios músicos si se equivocaban de nota? James Brown. ¿Qué artista había estado a punto de morir asfixiado en su casa, cuando era pequeño, víctima de un malhechor? Marilyn Manson.
A las dos de la madrugada, después de varios tequilas, Marc intentó llevar la conversación al tema que le interesaba. A modo de respuesta, Alang dirigió una mirada de experto a las pequeñas filipinas disfrazadas de mexicanas que se dormían junto a las botellas. Las pantallas acústicas difundían una versión mariachi de Hey Joel cantada por Willy de Ville.
– ¿Por casualidad sabes a qué se dedica su mujer? -dijo-. Me refiero a Willy.
– Es bruja. Bruja vudú, en Luisiana.
El forense levantó su minúsculo vaso:
– Man, me gustas de verdad.
– Hablemos de Jacques Reverdi.
– Paciencia. Tenemos toda la noche por delante.
Fueron a parar a un club de jazz saturado de humo. Al fondo de la sala brillaban los reflejos caoba de un contrabajo y los destellos de la laca de un piano. También pasaban algunos vestidos rojos de putas chinas. Marc empezaba a preguntarse quién era Alang. ¿Por qué le dedicaba toda la noche? Empezó a temer que fuera homosexual.
– ¿Te acuerdas de Peter Hammill? -le preguntó el forense al oído.
Marc no podía más, pero asintió: Hammill era el líder de un grupo de culto de los años setenta, Van Der Graaf Generator. Un autor-intérprete único, de timbre desgarrado, llamado el «Jimi Hendrix de la voz».
– ¿Conoces sus discos en solitario? Los que grabó después de la disolución del grupo…
Marc ya no contestaba.
– Todos esos discos -prosiguió su interlocutor- hablan de una sola cosa, man: su divorcio. -Alang le rodeó los hombros, en un gesto de solidaridad de borrachos-. Voy a decirte una cosa: de un divorcio no te recuperas jamás.
Marc comprendió por fin a quién -o a qué- debía su noche de pesadilla. Alang era un hombre abandonado, una herida abierta que se negaba a cicatrizar.
A las cuatro de la madrugada, en una discoteca de música techno, en el sótano de un gran hotel, preguntó por fin:
– ¿Qué quieres saber exactamente?
Marc había preparado una serie de preguntas que debían llevarlo progresiva y sutilmente a las fotos del cuerpo limpio de Pernille Mosensen. Pero después de las horas que acababa de vivir, y con la cantidad de alcohol que circulaba por sus arterias, dijo simplemente:
– Quiero ver el cuerpo de la víctima.
– Hace mucho que la enterraron en Dinamarca.
– Hablo de las fotos. Las fotos del cuerpo. Lavado.
En la oscuridad lacerada por destellos estroboscópicos, Alang se inclinó hacia él.
– ¿Quién te ha dado el soplo?
En un segundo, Marc se despejó por completo. Una sonda de hielo lo atravesó de arriba abajo. Un descubrimiento esencial estaba ahí, al alcance de su mano.
– Nadie -mintió-. Es simplemente para… completar mi trabajo.
Alang se levantó dándole unas palmadas a Marc en la espalda.
– Entonces el viaje no te decepcionará.
Era un dibujo.
Una red precisa de heridas.
Al primer golpe de vista, Marc comprendió lo que Reverdi quería mostrar a Élisabeth. Los cortes eran numerosos, pero estaban perfectamente ordenados. Un verdadero esquema anatómico, constituido de incisiones horizontales que partían de las sienes, surcaban el cuello, seguían por encima de las clavículas y se extendían a lo largo de los brazos: bíceps, sangradura del codo, muñecas… En el torso, el motivo continuaba bajo las axilas, rodeaba los pulmones y se estrechaba en las caderas. Las heridas descendían a continuación hacia la región genital y luego por las piernas.
La serie recordaba el punteado de los patrones que se utilizan en costura para indicar las líneas por donde hay que cortar, coser, etc.
Hasta entonces se había hablado de las veintisiete puñaladas y evocado la crueldad del asesino. Marc, como todo el mundo, había dado por supuesto que se trataba de una violencia anárquica, de un desorden bárbaro. El cadáver limpio mostraba, por el contrario, las marcas de un acto minucioso, metódico.
Pese a la hora y a la angustia, Marc había recuperado por completo la lucidez. Aquellas fotografías cambiaban totalmente el juego. Reverdi no era un asesino compulsivo que actuaba bajo los efectos de un ataque. Se había tomado el tiempo necesario para dibujar ese motivo abominable, y el suplicio había durado horas.
– La vía de la sangre, man.
Marc levantó los ojos. Estaban en el despacho de Alang, en el Hospital General de Kuala Lumpur. Unos metros cuadrados abarrotados de expedientes, y ya helados por efecto del aire acondicionado. Se oía a lo lejos el canto de los muecines. Viernes por la mañana: el rezo hacía vibrar a toda la ciudad.
El médico, arrellanado en su sillón, comía una chocolatina.
– La vía de la sangre -repitió-. Reverdi siguió la red de las venas.
«El Sendero de Vida», pensó Marc.
– Explícamelo -dijo.
Alang se levantó y rodeó la mesa. Tendió la chocolatina hacia la foto, esparciendo unas semillas de sésamo sobre el papel brillante.
– En la base del cuello: venas yugulares. Bajo las axilas: venas axilares. En la entrepierna: venas ilíacas. En los muslos: venas femorales… Podría darte todos los nombres. Atravesó todas las venas importantes. En cambio, evitó cuidadosamente las arterias.
– ¿Por qué?
El forense volvió a sentarse. Su indiferencia casaba con el frío del despacho.
– Porque la sangró. Viva. Y porque quería prolongar su placer. Si hubiera cortado las arterias, la sangre habría manado a borbotones y ya está. Las venas se hallan sometidas a menos presión. La sangre corre por ellas más lentamente. Esa es también la razón por la que rodeó el corazón y los pulmones. Quería que la máquina funcionara hasta el final.
– ¿Cómo hizo exactamente los cortes?
– Colocó el cuchillo de submarinismo en posición horizontal y seccionó las venas una a una, cortando el camino al flujo sanguíneo. Exactamente igual que hacen aquí en las plantaciones, cuando practican una incisión en la corteza de la hevea para recoger el látex. Te lo repito: ese hijo de puta no tuvo ninguna prisa. Quería verla desangrarse poco a poco hasta que quedara vacía. Dentro de la cabaña, los enfermeros tuvieron que ponerse botas para llegar hasta ella.
Marc pasó a otra foto. El primer plano de una incisión negruzca, cubierta por una ligera costra.
– ¿Hacen falta conocimientos médicos para trazar ese… dibujo?
– Sí. Reverdi hizo un auténtico trabajo de anatomista. No sé de dónde ha sacado esos conocimientos.
– Era profesor de submarinismo. Ha hecho cursos de socorrismo.
– Eso encaja. Lo de las venas es lo primero que se enseña en las urgencias. Por las inyecciones y las perfusiones.
Marc miró más de cerca la fotografía del corte. Lo que había tomado por una costra en realidad no lo era.
– Esas señales negras alrededor de la herida… Parece una quemadura…
– Exacto. Reverdi quemó, o simplemente calentó, las heridas.
– ¿Por qué?
– Por la misma razón de siempre. Para evitar que la sangre se coagulara. Como un calientaplatos, que preserva la fluidez de las grasas. Está claro que le excita ver manar la sangre.
Ese comentario le recordó otro detalle:
– ¿No encontraron en la cabaña rastros de esperma?
– Nada de nada. El amigo no soltó el jugo.
Esa era una de las originalidades de Reverdi. En general, los asesinos en serie sustituyen el amor por la muerte. Para ellos, el crimen es un sustituto del acto sexual. En la mayoría de los casos, gozan en la escena del crimen, antes, en el momento o después de perpetrarlo. Pero el apneísta parecía controlarse. A no ser que buscara otra cosa.
– El verdadero misterio -añadió Alang- es el número de cortes. Más de la mitad eran inútiles.
– ¿Qué quieres decir?
– Imagina la escena. -Alang abrió las manos como si apartara las cortinas de un teatro-: Primero corta las sienes, luego el cuello. Cuando llega a las caderas, la víctima ya se ha desangrado. Por las primeras incisiones fluyó toda la sangre del cuerpo. ¿Por qué continuar, entonces?
Marc siguió en la primera foto el recorrido de las heridas, perfectamente simétricas, hasta las yemas de los dedos.
– Por la belleza del gesto -sugirió-. Quiso abrir todos los miembros, todas las partes del cuerpo de la misma forma.
– Tal vez. Pero las otras heridas seguían sangrando. Aquello debió de acabar convirtiéndose en una verdadera carnicería. No sé cómo pudo no desorientarse.
Marc tuvo una iluminación:
– ¿Es posible que hiciera torniquetes?
– Pensamos en esa posibilidad, pero eso habría dejado unas marcas diferentes. Hematomas. No, es un misterio.
Marc trató de ordenar sus ideas. Cuantas más cosas averiguaba sobre Jacques Reverdi, más aparecía como un asesino complejo, racional. Un hombre que perseguía un objetivo secreto.
– ¿Ha redactado un informe oficial?
Por supuesto. Todo está en manos de la Audiencia de Johore Bahru.
– Yo no había oído hablar de todo esto.
Alang sonrió.
– Por suerte no se les dice todo a los periodistas. Y menos a los extranjeros. Hay otra cosa que no sabes.
El médico, que seguía apoltronado en el sillón, abrió con indolencia una carpeta y cogió un fajo de folios grapados.
– Los análisis tóxicológicos de la víctima. La sangre de Pernille Mosensen estaba endulzada.
– ¿Cómo?
Alang se incorporó. Hojeó rápidamente el fajo de papeles y señaló un párrafo subrayado en verde.
– El índice normal de glucosa en la sangre es de un gramo. En este caso llegaba a un gramo treinta.
– ¿Estaba Pernille Mosensen enferma?
– Enseguida pensamos en la diabetes. Pero nos informamos y se encontraba en plena forma. No, ese azúcar está relacionado con el asesinato.
Marc notó que sus músculos se tensaban bajo la piel.
– ¿De qué forma?
– Creemos que le hizo comer productos azucarados justo antes de asesinarla. Los análisis revelaron también la presencia de vitaminas y de oligoelementos. Un verdadero festín.
Una visión infernal le atravesó la mente: Pernille negándose a engullir golosinas, dulces de frutas, chocolate. Su boca torcida, sus dientes apretados, mientras su saliva excesivamente azucarada rebosaba de sus labios.
– ¿Eso hace la sangre más… fluida?
– No. Hemos llegado a otra conclusión.
Alang dejó transcurrir unos segundos para alargar el suspense. Cogió de encima de la mesa un escalpelo que debía de utilizar como cortapapeles y apuntó con él a Marc.
– Reverdi cambió el sabor de la sangre. Quería que fuese más dulce, más suave…
– ¿Quieres decir que…?
– Creemos que bebió sangre, sí. Es un vampiro, man. Un chiflado al que le gusta la sangre azucarada. En Papan lo interrumpieron, pero estoy seguro de que ha habido otras con las que se ha puesto las botas. Cuando los pescadores lo pillaron, estaba en trance. Ni siquiera parecía entender lo que pasaba. Reverdi sufre auténticos ataques de… transformación. Se convierte en una criatura… En un vampiro, un monstruo de película.
Marc puso cara de asentir, pero no lo veía así. Demasiado tosco, demasiado vulgar. Además, ¿qué relación había entre eso y el Sendero de Vida?
– ¿Os habéis puesto en contacto con las autoridades de Camboya para comparar estos datos con los relativos a Linda Kreutz?
Alang apoyó los pies sobre la mesa.
– Por supuesto. Incluso he hablado con el médico que practicó la autopsia en Siem Reap. Él es menos categórico sobre el trazado de las heridas. El cuerpo estaba deteriorado a causa del tiempo que estuvo en el agua. Pero el jemer está de acuerdo con nosotros en lo que se refiere a las incisiones. Es posible que nuestro DPP, ya sabes, el Deputy Public Prosecutor, vaya a Phnom Penh.
Marc pensaba en el abogado alemán y en las dos supuestas víctimas de Tailandia. Si hubieran encontrado sus cuerpos, seguro que habrían descubierto el mismo motivo sobre su carne. La firma de Reverdi. El trazado de su locura.
Se levantó. Una sensación de acidez le quemaba el estómago; no había comido nada desde hacía más de veinte horas.
– ¿Puedo quedarme las fotos?
– No.
– Gracias.
– ¿No crees que te pasas un poco? Ya he hablado demasiado.
Marc no contestó. El forense suspiró y abrió un cajón.
– La verdad es que me caes bien.
Dejó sobre la mesa una cinta de vídeo VHS.
– Un regalo. La primera entrevista de Jacques Reverdi cuando llegó al hospital psiquiátrico de Ipoh. La jefa del servicio es una amiga. Una verdadera primicia. Ni siquiera el DPP la ha visto.
Marc sintió que el sudor de su rostro se cristalizaba. Cogió la cinta y preguntó con voz trémula:
– ¿Habla del asesinato?
– Se encuentra en estado de choque.
– ¿Habla de él o no? -insistió Marc, levantando la voz.
– Sí y no. Es un poco raro.
– ¿Qué es raro?
– Tú mismo te harás una idea.
Marc se inclinó por encima de la mesa.
– Quiero saber tu opinión. ¿Qué es raro?
– Habla del asesinato como si hubiera sido testigo de él, y no su autor. Como si hubiera asistido a la operación sin participar en ella. Es todavía más aterrador que todo lo demás. Reverdi tiene aspecto de inocente. Un inocente venido del fondo de los tiempos.
– ¿Del fondo de los tiempos?
Por primera vez, Alang abandonó su tono sarcástico:
– Del fondo de su propia infancia.
– ¿Cómo se llama?
Ninguna respuesta.
– ¿Cómo se llama?
Ninguna respuesta.
– ¿Cómo se llama?
– Jacques… Reverdi.
Marc había despertado al chino del hotel para que le consiguiera un reproductor de vídeo. Ahora estaba contemplando las imágenes más recientes del asesino de Pernille Mosensen. En la parte inferior de la pantalla se leía: «February IIth, 2003».
Con la cabeza rapada, delgado, vestido con una bata de tela verde, el apneísta estaba atado con correas a los brazos de un sillón de acero, en el extremo de una mesa. Hablaba con voz pastosa, como si le costara articular por efecto de los medicamentos. Un psiquiatra que no se veía en la pantalla lo interrogaba en inglés. -¿Sabe de qué crimen se le acusa?
Ninguna respuesta. Reverdi no parecía escuchar: facciones hundidas, tez gris; pese al bronceado, su piel se confundía con su pelo rapado, de color piedra. Tenía el cuerpo arqueado y los músculos contraídos. Atontado y a la vez tenso como un arco.
– ¿De qué crimen, Jacques?
Marc se acercaba a la pantalla para ver mejor los ojos de Reverdi, pero la cámara estaba muy alta. La calidad de la imagen, mediocre, no ayudaba. Todo lo que vio -o creyó ver- fueron unas pupilas dilatadas, concentradas en un punto imaginario.
– Se le acusa del asesinato de Pernille Mosensen.
El apneísta estiró el cuello, como si la tela de la bata le produjera picor. Pasó un rato antes de que contestara, en inglés:
– No soy yo.
– Lo encontraron en el lugar del crimen, junto a la víctima.
Silencio.
– La mujer acababa de recibir veintisiete puñaladas.
La voz del psiquiatra no era ni grave ni aguda, y eso agravaba el malestar. Reverdi pareció tragar saliva. O reprimir un sollozo.
Marc esperaba contemplar a un monstruo. Una máscara de horror. Pero solo veía a un loco. Alto. Atractivo. Y trágico.
La voz, a medio camino entre dos timbres, prosiguió:
– Era su cuchillo, Jacques.
Silencio.
– Estaba cubierto de sangre de esa mujer.
Silencio. Luego:
– No soy yo.
Marc parpadeó varias veces para romper la fascinación que sentía. Observó el decorado de la escena. Una habitación soleada y vacía, que habría podido ser la celda de una prisión o una dependencia administrativa en cualquier lugar bajo los trópicos. Tan solo un panel de cristal destinado a ver radiografías, en la pared de la derecha, recordaba que estaban en un hospital.
El médico insistía:
– Sus huellas estaban en el cuchillo.
Reverdi se agitaba en el asiento. Sus muñecas atadas daban tirones hacia arriba. Las venas se le marcaban en las manos.
– Yo no -murmuró-. Otro.
– ¿Quién?
Ninguna respuesta.
– ¿Qué otro habría podido cometer ese asesinato?
Reverdi seguía teniendo la mirada fija, vidriosa, pero su cuerpo se animaba cada vez más. Como si el picor se intensificara. En una esquina de la imagen, dos enfermeros aparecieron brevemente. Dos gigantes dispuestos a saltar sobre Reverdi. La tensión crecía.
El apneísta repetía con voz pastosa:
– Otro… Otro…
– ¿Otro… en su interior?
– No. En la cámara.
– ¿La cámara? ¿Quiere decir… la cabaña?
El médico habló más alto. Marc comprendió por fin por qué su timbre lo desazonaba: era la voz de una mujer.
– La choza estaba cerrada desde el interior, Jacques, y no había nadie con usted.
– La pureza. Es la pureza.
– ¿Qué pureza? ¿De qué habla?
Sus antebrazos se levantaron de golpe. Las ataduras se rompieron. Las venas de sus manos parecían a punto de agrietar la piel.
– Jacques…
La psiquiatra subió más el tono; le temblaba la voz.
– ¿Quién, Jacques? ¿Quién estaba con usted?
Ninguna respuesta. Chasquidos de las correas.
– Cuando lo descubrieron, estaba solo.
Ningún comentario.
– Estaba solo en la cabaña. Con una mujer acribillada de heridas.
Ningún comentario.
– ¿Por qué hizo eso, Jacques?
– Escóndete.
La orden había sido murmurada en francés. Un susurro apenas perceptible.
– ¿Qué? -preguntó la psiquiatra en inglés-. ¿Qué ha dicho?
Reverdi estiró el cuello y las venas se le marcaron como raíces arrancadas de la tierra. Separó los labios. Una voz de niño, asustada, brotó de ellos:
– Escóndete. ¡Escóndete, deprisa!
– Jacques, ¿de qué habla? ¿Quién tiene que esconderse?
La mujer había entendido la frase dicha en francés. El apneísta se arqueó más. Levantó la barbilla y miró fijamente a la especialista, pero a la manera de un hombre ebrio, que no distingue nada.
– ¡Escóndete, deprisa, viene papá!
La psiquiatra se inclinó. Uno de sus brazos apareció en la pantalla; estaba tomando notas en un bloc. Llevaba velo. Con la otra mano hizo una seña explícita a uno de los enfermeros: estate preparado para poner una inyección.
– Jacques, ¿qué dice? -insistió, ahora en francés-. ¡Explíquese!
A modo de respuesta, Jacques Reverdi cerró los ojos. Un telón en su teatro interior.
– ¿Jacques?
Ninguna respuesta. Su rostro se estiró, se hundió, palideció. Sus órbitas se convirtieron en agujeros negros. Sus labios se afinaron hasta parecer cables.
La psiquiatra soltó el bloc y se precipitó hacia él. Colocó dos dedos sobre la garganta de Reverdi y se puso a gritar en malayo. Zafarrancho de combate en la habitación. Un enfermero cogió una mascarilla de oxígeno, otro una jeringuilla. Marc no entendía nada.
Entonces, la mujer con tudung le agarró la cabeza a Reverdi y le gritó en francés:
– Respire, Jacques. ¡RESPIRE!
Un enfermero pasó por delante del objetivo, empujó la cámara…, la imagen se emborronó.
Pantalla negra.
Marc paró el magnetoscopio y después pulsó la tecla de rebobinado. Estaba sudando. Para no perderse ni una palabra, no había encendido el aire acondicionado. Estaba atónito por lo que acababa de ver. Una ventana abierta a la locura del asesino.
Los últimos segundos, sobre todo, le parecían impresionantes. La apnea. Reverdi se refugiaba en la apnea. Era un cierre, un caparazón que lo protegía del mundo exterior.
Incluso llegaba más lejos. Conteniendo la respiración, Reverdi no solo se preservaba del mundo exterior, sino también de sí mismo. De sus voces interiores. Inundado por un recuerdo, o una alucinación, había cesado de respirar. «Escóndete, deprisa, viene papá.» ¿Qué significaba eso?
Marc se sentó en la cama y siguió pensando en ello. El padre era el gran ausente del destino de Reverdi. Hijo de padre desconocido: los biógrafos no mencionaban nunca a la figura paterna. Sin embargo, el asesino había pronunciado esa frase incomprensible… con voz de niño: «¡Escóndete, deprisa, viene papá!». Como si de repente reviviera una emoción precisa.
Marc miró el reloj: las ocho de la mañana. O sea, la una de la madrugada en París. Buscó en su agenda electrónica el número de teléfono particular del archivador de Le Limier, Jérôme. El hombre no estaba durmiendo.
– ¿Has visto qué hora es? -masculló.
– Estoy de viaje.
– ¿Dónde?
– En Malaisia.
– ¿Reverdi? -dijo Jérôme, riendo con sarcasmo.
– Si hablas de esto con Verghens…
– Yo no hablo con nadie.
Decía la verdad. Enterrado en sus archivos, Jérôme solo abría la boca cuando lo llamaban. Marc adoptó el tono más amable de que era capaz:
– Me preguntaba… si podrías comprobar una cosa que me interesa.
– Dime.
– Quisiera que buscases en el expediente de Reverdi si efectivamente es hijo de padre desconocido.
– Sí. Solo se conoce la identidad de la madre, Monique Reverdi.
Ni un instante de vacilación. La memoria de Jérôme valía más que todos los ordenadores del mundo. Marc continuó:
– ¿Podrías ponerte en contacto con la Dirección Departamental de Acción Sanitaria y Social para identificar al padre?
– No abrirán el expediente para nosotros.
– ¿Ni siquiera recurriendo a tus contactos?
– Puedo intentarlo, pero hay pocas posibilidades.
– ¿Hay alguna manera de saber si Reverdi ha hecho esa gestión para conocer el nombre de su padre?
Jérôme rió de nuevo.
– Eso es pan comido.
– Envíame un e-mail cuando tengas la información.
Marc le dio las gracias y colgó. En ese instante, la angustia volvió a hacerse presente. Su cuerpo no tenía ninguna referencia temporal, su organismo avanzaba como los cangrejos, entre la noche que había perdido y la que se desarrollaba en Francia. El hambre intensificaba su malestar. Debería haber comido, o haberse acostado, pero la vocecita infantil, aterradora, volvió a sonar en sus oídos. Vio de nuevo el rostro mineralizado, al final de las venas tensadas del cuello. Necesitaba un café.
El hotel no disponía de servicio de habitaciones. Marc bajó al vestíbulo, donde había una máquina automática de agua caliente. Ni un solo sobre de Nescafé. Tuvo que conformarse con té, un pobre Lipton insípido que dejó en infusión un buen rato. Moviendo la bolsita como si fuera un péndulo, intentaba ordenar sus pensamientos.
El viaje prometía ser útil. Hacía menos de veinticuatro horas que estaba en Malaisia y ya había hecho un montón de descubrimientos. La técnica del sangrado. El nuevo perfil de Reverdi, el «asesino organizado». La certeza casi absoluta de que Linda Kreutz había padecido el mismo suplicio. El detalle del azúcar, que orientaba las sospechas hacia un posible vampirismo…
Y ahora esa voz de niño que dejaba entrever un trauma infantil. Una vez más, Marc vio el rostro hundido, paralizado de Reverdi, que había dejado de respirar. El secreto del asesino estaba al otro lado de esa máscara.
Esa idea le hizo pensar en Élisabeth. Casi había olvidado escribir a Reverdi. Tiró la bolsita a la papelera y subió la escalera. Una vez en su habitación, puso el aire acondicionado al máximo y empezó a trabajar mientras engullía dos porciones de cake que había cogido de al lado de la máquina.
Apenas tardó unos minutos en encontrar las palabras, los giros, la «música» de la estudiante. Después de la noche que acababa de pasar, después de aquellas horas de investigación como Marc Dupeyrat, era un milagro. Lo más extraño era que adoptaba un tono de satisfacción: pese al asunto, pese a la violencia, la estudiante se sentía orgullosa de sus descubrimientos.
Élisabeth habló de «su» encuentro con el médico forense. Del cuerpo limpio de Pernille. De la red de venas: el Sendero de Vida. Marc aplicó cierta censura al redactar el mensaje. No escribió ni una palabra sobre los otros indicios. El azúcar. La apnea. El padre.
El sistema continuaba funcionando a dos velocidades.
Élisabeth abría el camino; Marc profundizaba.
Envió el e-mail. Experimentaba una sensación de poder. Por el momento, controlaba la situación. Pero no podía evitar sentirse preocupado ante lo que estaba haciendo: encarnarse en una mujer para identificarse con un hombre. Ser Élisabeth para convertirse en Reverdi. Realmente era como para volverse loco.
Pensando en esto, se durmió en la cama completamente vestido.
Cuando se despertó, no sabía dónde estaba. Aunque la luz seguía encendida, la habitación sin ventanas no le ofrecía ningún punto de referencia. Solo el estruendo del aire acondicionado le daba la sensación de estar metido en el reactor de un avión.
Miró el reloj: las cuatro de la tarde. Se sentó en la cama y se cogió la frente con las dos manos. Una migraña le oprimía la cabeza. Le parecía que tenía una lengua enorme. «Un café», murmuró. Pero la sola idea de bajar al vestíbulo y accionar la máquina despertaba su angustia.
Levantó los ojos y vio el ordenador sobre la mesita.
Por si acaso, conectó el módem.
Asunto: KUALA 2 – Recibido: 23 de mayo, 11 h 02.
De: sng@wanadoo.com
A: lisbeth@voila.fr
Querida Lise:
Eres un consuelo y un estímulo para mí.
De todos los que intentaron verme, escribirme, interrogarme, te elegí a ti. Hoy me felicito por ello. Estaba seguro de que serías digna de tu misión.
Has encontrado el Sendero de Vida. Sabes lo que Él busca y lo que le gusta contemplar. Has comprendido, pues, que nos situamos, Él y yo, al otro lado de una frontera sagrada.
La frontera de la sangre.
Nos movemos en un territorio poco frecuentado, Lise. Un territorio peligroso, en el que actuamos en un plano de igualdad con Dios. Ya te he hablado del pasaje de la Biblia de Jerusalén donde el Señor recuerda que la sangre es el alma. En el mismo capítulo, en el versículo 6, se dice: «La sangre del que derrama la sangre del hombre, por el hombre será derramada». Tan solo Dios tiene derecho a hacerla correr. Quien transgrede esa ley se convierte en rival del Señor.
Aquel cuyas huellas sigues ha dado ese paso. Ha desafiado a Dios y asume esa ofensa. Si quieres comprenderlo, debes seguir buscando. El ritual implica otras reglas. Etapas muy precisas. Debes entender cómo procede exactamente. Cómo prepara la ceremonia de desnudar el alma…
Debes encontrar los Jalones de Eternidad.
Que Vuelan y Pululan…
Toma altura, querida Lise. Busca en el cielo. Y recuerda esta verdad: solo hay una forma de contemplar la eternidad; retenerla por unos instantes.
Mi corazón está contigo.
Jacques
Un café.
Un puto café urgentemente.
Bajó la escalera apoyándose en las paredes. «Los Jalones de Eternidad. Que Vuelan y Pululan.» Reverdi se ponía cada vez más misterioso. Y Marc presentía que ese vocabulario hermético iba a empeorar. A medida que el asesino abriera las puertas de su universo, los términos utilizados serían cada vez más esotéricos… e incomprensibles.
Ya habían realizado el reabastecimiento de Nescafé. Se preparó un líquido pardusco y, después de haberlo probado, se preguntó si no prefería el té de la mañana. Mientras daba vueltas al palito de plástico, las palabras de Reverdi circulaban, en sentido contrario, dentro de su cabeza. «Busca en el cielo.» «Toma altura.» Se dijo que quizá esas palabras tuvieran, tras su sentido metafórico, un significado concreto.
Subió la escalera en unas zancadas. Cogió un mapa de Malaisia y buscó las alturas. En aquel país a flor de mar, las cumbres no eran legión. Encontró las Cameron Highlands, una región de montañas que se extendía alrededor de doscientos kilómetros al norte de Kuala Lumpur y que superaba los 1.500 metros de altitud. Ya le habían hablado de esa zona residencial que ofrecía hoteles de lujo y campos de golf. Marc hojeó su guía y vio confirmados sus recuerdos.
¿Le señalaba Reverdi en esa dirección? Un profesor de submarinismo no tenía nada que hacer en plena montaña. Se le ocurrió una idea para verificar su hipótesis. ¿Habría habido un asesinato, o una desaparición, en esas tierras altas?
Telefoneó a los archivos del News Straits Times. La voz que respondió -una mujer- era afable. Marc llamaba para informarse sobre los horarios y las modalidades de consulta, pero decidió probar suerte por teléfono. Se presentó y dijo lo que buscaba sin indicar la relación con Reverdi. ¿Había habido en las Cameron Highlands, durante los últimos años, un asesinato o simplemente una desaparición?
De memoria, la archivadora no caía. Le pidió que esperase. Marc oyó un tecleo de ordenador; luego, la mujer se puso de nuevo al aparato: no había nada. Ni rastro de un asesinato, ni de ningún suceso, en las Cameron Highlands desde hacía ocho años. Para hacer una búsqueda en un período anterior había que ir allí.
Marc colgó tras pronunciar algunas fórmulas de cortesía. Inexplicablemente, su convicción se vio reafirmada. Reverdi había cazado en aquellas cimas. Había dejado el rastro de esos misteriosos «jalones». En las alturas. Decidió ir a la mañana siguiente.
En ese momento, el ruido de sus tripas le recordó que llevaba dos días en ayunas. Eso ya no era distracción, sino una huelga de hambre. Cogió la llave y salió de la habitación.
La luz del día fue como colocar la cabeza entre dos platillos sonando. En cuanto al calor, produjo en él un efecto inmediato, Marc sintió que se le fundía la piel, hasta el extremo de que el sudor le dejó los dedos arrugados en el acto. Tenía la impresión de estar en una sauna completamente vestido.
En la calle del hotel, las terrazas de los restaurantes rebasaban las aceras hasta invadir la calzada; los coches tenían que rodear las mesas, circulando a marcha de tortuga, y evitar que los tenedores les rayaran la carrocería.
Marc pidió un fried rice, el gran clásico de la cocina china. Le encantaban esos arroces que encierran montones de sorpresas: gambas, verduras, almendras, cebolla, trocitos de tortilla… Todo eso estaba cocido, fundido, salteado en la misma ola dorada.
Cameron Highlands.
Se repetía esas sílabas cada vez que se llevaba la cuchara a la boca.
Estaba seguro de que allí lo esperaba un indicio.
Jalan Ruching.
La ruta de los Gatos.
Según su plano, era la calle que había que tomar para salir de la ciudad. Por la mañana, temprano, Marc había alquilado un coche: un Proton, el vehículo estándar de Malaisia, con el volante a la izquierda. Dejó atrás los grandes inmuebles del centro y se dirigió al norte. Las afueras de la ciudad, donde alternaban parques y barrios residenciales, no se acababan nunca. Marc miraba a lo lejos las colinas que flotaban en la luz naciente.
Llegó a la autopista, la Express 1, y entró en un universo nuevo compuesto de vergeles sombríos, con árboles perfectamente alineados en la tierra roja: las heveas. Circuló así, siempre en dirección norte, durante ciento cincuenta kilómetros, cruzándose de vez en cuando con crestas rocosas, templos indios con adornos de feria y mezquitas con cúpulas de cerámica verde.
Un paisaje ideal para pensar.
Esa misma mañana había recibido un mensaje de Jérôme. El archivador no había encontrado nada: ninguna información sobre la identidad del padre de Reverdi y ningún rastro de una consulta personal de Jacques a la Dirección Departamental de Acción Sanitaria y Social acerca de sus orígenes. Un callejón sin Salida.
Tomó la salida 132 en dirección a la localidad de Tapah y después una carretera nacional de doble sentido, en la que todos se comportaban como si fuese una vía de sentido único. A lo lejos, las colinas adquirían magnitud, majestad, hasta convertirse en montañas.
Marc vio el cartel que anunciaba las Cameron Highlands. Iba a tomar ese camino cuando otro nombre le hizo dar un brusco frenazo: ipoh 20 kilómetros. La ciudad donde estaba el hospital psiquiátrico de Reverdi. La misma donde se había grabado la cinta de vídeo.
Marc imaginaba una institución de estilo inglés: entrada de piedra, extensiones de césped impecables y edificios blancos. Encontró una penitenciaría gigantesca, una ciudad dentro de la ciudad, rodeada de alambre de espinos, circundada por una vía férrea y dotada de su propia estación.
Era la una de la tarde. Pese a ser sábado, parecía en plena actividad. El personal sanitario volvía de comer. Marc tuvo que esperar bastantes minutos a que la avalancha de ciclistas, motociclistas, automovilistas y peatones se precipitara bajo el alto portal de cemento: una entrada en la fábrica al estilo chino.
Observó el movimiento y no tardó en localizar el centro administrativo, que constituía un barrio independiente. Mientras esperaba a un responsable, contempló por las ventanas el conjunto: una vasta llanura jalonada de edificios grises y de campos cultivados. Intuía que allí se practicaba un tipo de psiquiatría en libertad, en la que los pacientes vivían en comunidad y se hacían agricultores o artesanos.
Por fin, el director lo recibió. Un indio de rostro indolente y grandes ojos acharolados. Marc se explicó: Francia, la investigación, Reverdi. Al cabo de un largo silencio, el hombre llamó por teléfono a la doctora Rabaiah Mohd Norman, la psiquiatra que había tratado a Jacques Reverdi.
Unos minutos después, la puerta se abrió para dejar paso a la mujer que Marc había visto en la cinta. Iba vestida con un largo vestido beis y tocada con un tudung del mismo color. El conjunto le daba el aspecto de una estatua de arcilla a la que solo le hubieran modelado la cabeza.
La psiquiatra resultó ser muy ingeniosa. No paraba de hacer comentarios graciosos, reforzando sus palabras con una amplia sonrisa que mostraba unos dientes deslumbrantes y caballunos.
– Le propongo visitar el lugar -dijo-. Hablaremos por el camino.
Lo recorrieron con el coche de Marc. Atravesaron granjas, terrenos cultivados y campos de juego. Una inmensa libertad planeaba bajo el sol. La doctora Norman daba cifras: había dos mil pacientes, sesenta y cinco por pabellón, cincuenta por unidad agrícola…
– Hemos llegado al barrio de seguridad.
Entraron en un recinto sometido a una férrea vigilancia: torres de observación, alambres de espinos y barrotes en todas las ventanas. Un verdadero campo de concentración, con la diferencia de que los barrotes estaban pintados de verde y presentaban gran variedad de motivos. Desde ese punto de vista, recordaban las ventanas cinceladas de una mezquita.
Junto al aparcamiento, Marc vio a los primeros pacientes vagando por el césped: negros, curtidos, rapados. Todos llevaban una bata verde -igual que la de Reverdi en la cinta- y parecían más negros aún bajo el sol deslumbrador. Rasgos planos, una mirada sin relieve, como aplastados por la luz.
En el interior del edificio había un gran patio rodeado por una galería con arcadas, desde la que se accedía a pasillos, despachos y salas. Todo era de cemento pintado, desconchado, deteriorado por el sol, la lluvia, el calor.
Recorrieron uno de los pasillos, en el que se repetía la indicación forensic ward. Marc no recordaba el significado exacto de la palabra, pero estaba relacionado con la medicina legal. Llegaron a un despacho: una simple mesa de madera, apoyada contra la pared y precedida por una larga hilera de carpetas amarillentas, amontonadas en el suelo.
Un paciente era interrogado por un médico, bajo la vigilancia de un guardia. Sentados uno a cada lado de la mesa, sus papeles no se prestaban a confusión: bata blanca en un lado, esposas en el otro. La doctora Norman, sonriendo, intercambió unas palabras en malayo con el médico; luego se volvió:
– Un recién llegado. Un argelino. Parece ser que habla francés.
Se inclinó y, señalando a Marc, le dijo al hombre en inglés:
– Este señor viene de París. Puede hablar en francés con él, si quiere.
– No way -contestó el argelino con gesto hosco.
Tenía una cara huesuda. Sus ojos se perdían al fondo de las órbitas. Marc se fijó en que también llevaba cadenas en los pies. La psiquiatra giró sobre sus talones.
– Como quiera; solo era para que se relajase.
Marc iba tras ella cuando oyó decir:
– Jefe…
La palabra, pronunciada en francés, le hizo volverse. El argelino le sonreía, mostrando una buena colección de dientes torcidos. Sus ojos ardían bajo las cejas. Hizo un gesto con la cabeza apuntando hacia la psiquiatra:
– Cuando le haya cortado a esa la almeja, nos la comeremos juntos. -Le guiñó un ojo-. ¿La prefieres cruda o cocida?
Marc se alejó sin responder. ¿«Cruda o cocida»? Alcanzó a la especialista, que ya estaba girando a la derecha. Vieron un comedor; luego se adentraron en otro pasillo con las celdas cerradas con cerrojos. Todo estaba desierto. Al final, un guardia les abrió otra puerta.
Entraron en una gran sala sumida en la penumbra; las cortinas estaban corridas. Marc pestañeó varias veces antes de distinguir nada. Era un inmenso dormitorio, con ventiladores en el techo, que contenía, tirando por lo bajo, cincuenta camas colocadas contra las paredes. Allí la paz y la quietud era mayor. En algún sitio había encendido un televisor con el volumen bajo. Unos hombres dormían. Otros recorrían el espacio central arrastrando los pies. No llevaban bata verde, sino ropa corriente.
– ¿Están esperando que los suelten? -preguntó Marc.
– Al contrario, estos no saldrán nunca. Han sido víctimas del amok.
– ¿El qué?
– El amok. Así es como llamamos en Malaisia a la locura asesina. El joven que ve allí con una camiseta blanca le arrancó los ojos a su hija para que dejara de mirar la tele. Ese otro mató a su mujer, la descuartizó y arrojó los trozos por la ventana del cuarto piso. Aquel que está al fondo…
– Creo que lo he entendido.
La sonrisa de Norman se ensanchó, dejando todos los dientes fuera:
– Es usted un fuera de serie. Yo hace veinte años que trabajo aquí y sigo sin comprenderlo.
Continuaron avanzando. Ella estrechaba manos, dirigía sonrisas a unos y otros, inclinaba el velo, todo con mucha soltura. Una auténtica embajadora de la Unesco. Al final de la sala, una cortina ocultaba otra habitación. Un taller de informática donde varias pantallas sustituían las camas alineadas. Un sofá tapizado en tela ocupaba una esquina; se sentaron allí uno junto al otro. Los pacientes los miraban sin atreverse a acercarse, formando un gran círculo a su alrededor.
– Desde que hice el doctorado -prosiguió la psiquiatra- trabajo en el fenómeno del amok. En Occidente hace mucho que reemplazaron las nociones de posesión o de hechicería por términos como «histeria» o «esquizofrenia». En Malaisia las cosas no son tan simples. Todo el mundo coincide en decir que el amok corresponde a un ataque de demencia, en el sentido más médico del término. Pero todos piensan también que los demonios desempeñan un papel en el asunto. -La doctora Norman hizo un gesto amplio-. Nosotros seguimos asociando psiquiatría y creencias. En cualquier caso, no está claro que eso sea menos eficaz que Una visión estrictamente clínica. En la medida en que un paciente cree en los diablos que lo poseen, podemos decir que existen, ¿no? La razón no es sino determinado ajuste de la lucidez. Todo es verdad, puesto que todo es percepción…
Marc no la seguía muy bien, pero se dejaba acunar por esa voz suave, esa sonrisa perpetua. Casi había olvidado a Reverdi. Las miradas insistentes de los pacientes lo devolvieron a la realidad.
– ¿Es aquí donde estuvo… detenido?
– ¿Jacques? Los últimos días sí.
Pronunciaba el nombre a la inglesa: Jack.
– En su opinión, ¿fue víctima del… amok?
– Actuó bajo el efecto de un ataque, de eso no cabe duda. Pero yo creo que en ningún momento perdió el control. Su razón no estaba alienada.
– ¿Era consciente de sus actos?
– Yo diría más bien que actuó guiado por una de sus conciencias.
– ¿Es esquizofrénico?
La doctora levantó las dos manos como queriendo decir: «No tan deprisa».
– Todos tenemos varias personalidades más o menos acentuadas.
– Pero ¿se puede decir que el Reverdi que mató a Pernille Mosensen es el mismo hombre que llegó a ser campeón del mundo de inmersión en apnea?
Ella se recostó en el sofá dirigiendo una mirada indiferente a los pacientes, que seguían inmóviles.
– La conciencia humana no es un núcleo único. Es más bien una rueda. Un campo de posibilidades. Una lotería que gira y de vez en cuando se detiene en un número. El asesinato es uno de los números de Jack.
Marc decidió jugar limpio con la doctora Norman. Mencionó la cinta. La sonrisa de la psiquiatra desapareció.
– ¿Quién se la ha dado?
Él no respondió.
– Alang, ¿verdad? Me pregunto por qué nuestro mejor experto en patología criminal es un excéntrico. -Le dirigió una mirada de soslayo-. ¿Qué conclusiones ha sacado?
– ¿Conclusiones?
– Sí. ¿Qué le parece esa escena?
El momento perfecto para comprobar si sus hipótesis tenían fundamento.
– Yo creo que Reverdi se protege mediante la apnea.
– Exacto. Pero ¿de qué?
– De los demás y también de sí mismo, de su locura.
La sonrisa de la especialista apareció de nuevo.
– Tiene razón. Jack utiliza la apnea como un caparazón contra las personalidades que lo asaltan. Contra su esquizofrenia.
– Ahora es usted quien ha empleado la palabra.
– Antes quería relativizar sus convicciones. Pero está claro que a Jack lo torturan distintas personalidades. Esas personalidades intentan ocupar el sitio del Jacques Reverdi que él se esfuerza en ser, el Reverdi oficial. Conoce su historia, ¿no?
– Al dedillo.
– Es la historia de un hombre tenaz. Un bloque que siempre ha conseguido lo que quería. Jack ha seguido una línea absolutamente recta, y esa rectitud es inversamente proporcional a la amenaza de dispersión que lo atormenta.
Marc estaba convencido de lo acertado del diagnóstico. Era una evidencia que lo iluminaba poco a poco.
– Ahora -prosiguió la psiquiatra- hablemos de la apnea. He estudiado esa disciplina; he querido comprender por qué Jack estaba persuadido de que esa actitud lo protegía. Está, por supuesto, la autonomía física. En ese momento, no necesita el mundo exterior. Pero hay otra cosa, algo más profundo. ¿Sabe lo que pasa en el organismo cuando se deja de respirar?
Marc sentía las miradas dilatadas de los amoks posadas sobre él.
– Pues que la sangre no se oxigena, que…
– El cuerpo está en peligro. Contrariamente a todos los lugares comunes sobre la plenitud y la serenidad, la apnea provoca una tensión, un estado de alerta. El organismo se concentra en sí mismo y se produce un reflejo de vasoconstricción en los miembros superiores e inferiores. La sangre, con su reserva de oxígeno, refluye hacia los órganos vitales: el corazón, los pulmones y el cerebro. Es imposible imaginar una concentración mayor. El hombre se convierte literalmente en un núcleo duro, centrado en sus fuerzas vitales. Eso es exactamente lo que busca Reverdi. Forma una unidad sólida contra sus demonios interiores… Pero yo creo que podemos ampliar ese fenómeno también a los asesinatos.
Marc se estremeció.
– ¿A los asesinatos?
– Recuerde lo que le hizo a la joven danesa. Sangró a la pobre chica. Yo creo que en esos momentos el escenario del crimen se transforma en una especie de extensión de sí mismo. Despliega su ser en ese espacio y provoca en él un aflujo de sangre para protegerse mejor. Exactamente igual que cuando la hemoglobina refluye hacia el corazón y los pulmones en el interior del cuerpo.
– ¿Cómo puede estar segura de eso?
– Tengo otra pregunta que hacerle -se limitó a responder -. Recuerda sus últimas palabras, en la cinta?
Marc no vaciló ni un segundo.
– «Escóndete, deprisa, viene papá» -dijo en francés.
Ella asintió lentamente con la cabeza.
– Quizá sea un recuerdo. Un trauma. O una alucinación. No he encontrado una respuesta para eso. Pero una cosa es segura: su comportamiento defensivo es desencadenado por la llegada simbólica del padre. Esa es la última amenaza: la personalidad paterna. Teme que esa personalidad se introduzca en él. Tiene miedo de convertirse en su padre.
La psiquiatra ordenaba unos elementos esenciales, como si fuera un rompecabezas, pero no de la forma en que Marc lo habría hecho.
– Según la información de que dispongo -replicó-, Jacques Reverdi no conoció a su padre. ¿Cómo es posible que tema su llegada, o su influencia?
– Eso es justo lo que quiero decir: lo que cuenta es su ausencia. Porque entonces la figura paterna puede adoptar todas las caras, todas las personalidades. Esa presencia polimorfa es el origen de la esquizofrenia de Jack. Tiene miedo de ser su padre. Es decir, cualquiera, cualquier cosa. Cuando sufre los ataques, su ser se convierte en un signo de interrogación, en una falla abierta.
Marc comprendió de pronto adónde quería ir a parar la doctora Norman.
– ¿Cree que esas figuras potenciales podrían ser negativas?
– Siempre son negativas.
– ¿Podrían ser criminales?
La psiquiatra retrocedió hacia el brazo del sofá para alejarse de Marc y contemplarlo mejor.
– Jack Reverdi está convencido de que su padre era un criminal. Mata cuando no consigue defenderse de esa certeza. Cuando la apnea no logra protegerlo. Su padre entra entonces en su interior, se difunde por su «yo» como un veneno en la sangre.
– No lo entiendo. Acaba de decir que el crimen era un rito de protección, o sea, lo contrario.
– Es todo a la vez, mon cher -dijo ella, adoptando un tono irónico-. Jack recurre a la sangre de su víctima para reforzar su fortaleza, como un niño que construyera murallas de arena frente al mar. Pero ya es demasiado tarde. La ola está ahí y lo destruye todo. Su acto criminal es la prueba de que «papá» ha venido. Todos sus asesinatos son una mezcla de pánico y de resignación. De rebeldía y de aceptación.
Marc se quedó pensativo. Esas conclusiones encajaban con sus propias hipótesis, hasta entonces mal definidas. En ese instante comprendió otra verdad, evidente cuando se seguía la cronología de Reverdi. Hasta la edad de catorce años había estado protegido de esa amenaza por su madre. Cuando ella se había suicidado, el joven, desnudo, sin protección, había sido asaltado por la figura amenazadora del padre. Expuso esa hipótesis en voz alta.
– También habría mucho que decir sobre la desaparición de su madre -confirmó la psiquiatra-. Es el segundo trauma que configura la personalidad de Reverdi. Esa traición…, porque Jack considera ese suicidio una traición…, fue la chispa que encendió su pulsión criminal.
Un escalofrío recorrió a Marc.
– ¿Quiere decir que mata desde la adolescencia?
– No. El paso a la acción siempre requiere un período de maduración. Usted es un especialista en la materia; conoce los datos. Por lo general, los asesinos en serie comienzan a realizar sus siniestras hazañas hacia los veinticinco años. Yo creo que el perfil de Jack sigue esa regla. La ausencia del padre y la traición de la madre «maduraron» en él, como un tumor, hasta transformarlo en predador. Mata tanto para parecerse a su padre como para vengarse de su madre. Odia a las mujeres. Todas son unas traidoras. Quiere verlas «sangrar».
Ese término recordó a Marc otro hecho: Monique Reverdi se había cortado las venas. «Jack» reconstruía la traición inicial.
– ¿Por qué lo dejó marchar? Quiero decir…, ¿por qué envió a una prisión normal a un enfermo como él?
– Porque me lo pidió. Cuando superó su crisis alucinatoria, era su única preocupación: estar con criminales corrientes, no con los locos. No tenía ningún motivo para negárselo. Después de todo, solo le quedan unas semanas de vida.
– ¿Y lo dejó irse sin someterlo a un tratamiento, sin prestarle asistencia?
– No, Toma medicación en Kanara, y uno de nuestros psiquiatras va allí una vez a la semana.
La doctora Norman miró su reloj y se levantó. La conversación había terminado. Se dirigieron hacia la puerta. Los amoks continuaban siguiéndolos con sus grandes ojos encendidos. En el umbral, la psiquiatra le preguntó:
– ¿Puedo hacerle una pregunta… personal?
Él asintió con la cabeza, intentando sonreír, pero la angustia le paralizaba el rostro.
– ¿Ha tenido algún contacto con Reverdi?
– No -mintió Marc-. No concede ninguna entrevista.
Ella le cogió las manos.
– Si alguna vez consigue acceder a él, hablarle, cumpla sus promesas. -Sonrió, como para atenuar la advertencia-. No lo traicione jamás. Es lo único que no podría perdonarle.
Odiaba el fútbol.
Una pelota se le lanza a un perro, no a un hombre. Sentado en las gradas del estadio, miraba a los otros presos disputar un partido. Vociferaban, pegaban, corrían detrás del balón. A las diez de la mañana, cuando el sol ya pesaba toneladas. Unos auténticos gilipollas.
Como una reacción en contra, Jacques pensó en su propia disciplina. Nada que ver con ese deporte vulgar. La apnea ofrecía la clave del universo, que no estaba, como muchos creían, en el fondo del mar, sino en otra parte.
Normalmente, nunca invocaba sus recuerdos como submarinista. Ante todo, para no ponerse melancólico. Pero también para no ensuciar las profundidades poniéndolas en contacto con la superficie. Sin embargo, ese día estaba de un humor excelente y, con los ojos cerrados, se abandonó al juego de las reminiscencias. A su pesar, inclinó brevemente la cabeza para dar la señal de que soltaran el lastre.
Al segundo siguiente, estaba dentro del agua.
Un borboteo de burbujas lo rodeó. Luego apareció la gran masa azul, inmóvil, atravesada por bancos de peces…, nubes de escamas y de luz. Un vistazo hacia abajo: el horizonte sin fin se abría bajo sus pies. Pero el peso del lastre lo arrastraba ya hacia otras sensaciones.
Menos de diez metros. La presión se tornaba omnipresente. Un kilo suplementario por centímetro cuadrado, cada diez metros. Durante una prueba de «no limits», el submarinista lastrado desciende a una velocidad de dos metros por segundo. El fondo lo aspira literalmente. El océano se cierra sobre él.
Menos veinte metros. Jacques compensaba continuamente la presión, que seguía aumentando. Un abrazo implacable que traspasaba la piel, que actuaba sobre todos y cada uno de los músculos y de los órganos. A menos veinticinco metros, los pulmones se reducían a dos puños apretados en los que el aire estaba totalmente comprimido.
Menos treinta metros. La luz se alejaba. El azul adquiría intensidad. Y solidez. Aun así, ningún miedo. Ninguna angustia. Al contrario: la masa del agua repartía las últimas parcelas de oxígeno a través de todo el circuito sanguíneo. El organismo estaba alimentado, saciado, equilibrado. Las arterias y las venas formaban una sola y única cerbatana en la que el mar soplaba sin solución de continuidad, a través de la epidermis. El cuerpo funcionaba en circuito cerrado. Con independencia total.
Menos cincuenta metros. El índigo. Para llegar a esa frontera no se había tardado más que unos segundos, y a partir de ese momento el tiempo dejaba de contar. Se cree que el tiempo del apneísta se encuentra bajo alta tensión, al borde del pánico. Es falso: la apnea te sitúa fuera del tiempo.
Menos sesenta metros. Su corazón latía ahora a veinte pulsaciones por minuto, cuando en tiempo normal lo hacía a setenta. Limitar la agitación del cuerpo… Reducir el consumo de oxígeno… Vivir solo de uno mismo… Con autosuficiencia total, en la sombra y el frío…
Escuchaba el mar, en una relación de intimidad completa. Otra idea preconcebida: el silencio del mar. A esa profundidad, la masa sin límite de los fondos comprimía, cristalizaba los sonidos hasta el extremo de transformarlos en objetos materiales, translúcidos, con los bordes de cristal.
Menos ochenta metros. El vientre del mar. Al final de la inmersión estaba el récord. Al fondo de la oscuridad estaba la medalla que había que ganar. La del límite. La de lo prohibido. Después llegaría el momento de soltar el lastre y abrir el paracaídas para subir. Pero, además de batir un record, había que realizar otro acto.
Menos cien metros. Por fin las tinieblas. Las vastas regiones de la nada. En ese momento, su estado era soberano. No estaba ni perdido ni amenazado de disolución. Al contrario, se había encontrado. En esa soledad única había llegado el momento de abrir la puerta.
De pasar al otro lado del mar.
Nada de equivocarse, de buscar en la oscuridad que lo rodeaba. Los ojos, por el contrario, debían volverse hacia el interior. Al fondo de uno mismo. Ese era el secreto del submarinista: la última puerta, la que daba a la luz, se encontraba en lo más profundo de su conciencia.
De pronto, abrió la boca para aspirar el aire soleado. Su recuerdo había sido tan violento que estaba al borde del síncope. Pestañeó para descubrir con estupor su entorno. La llanura pelada y amarillenta, los bancos de madera gris que servían de tribunas. Y esos estúpidos que seguían corriendo detrás del balón.
Sonrió. Ese día los contemplaba con ternura. Los quería. A todos. Sin excepción. Su recuerdo lo había reconciliado con el tiempo presente.
Y sobre todo, estaba aureolado por otra presencia.
Élisabeth.
Desde que había recibido su mensaje, se sentía transportado.
Discernía una lógica secreta en su destino. A unas semanas de su propia muerte, al final del camino, había encontrado por fin el amor. Esa mujer era diferente. Poseía una parte de inocencia, desde luego, pero también verdaderas tinieblas que le permitían comprenderlo. Y seguir sus huellas sin miedo ni prejuicios.
Instintivamente, veía que podía amarla tal como era. No era necesario purificarla, como a las otras. Ella aceptaba su propia negrura. Ella presentía ya el Color de la Mentira. Por eso era digna de él. Por eso comprendería su obra.
En unas horas había conseguido ver las imágenes del último santuario: el cuerpo de Pernille Mosensen. Había deducido lo que había pasado. Ya sospechaba cuáles eran las primicias del ritual. Lo que él buscaba a través de su paciente trabajo. Jacques ya no ponía en duda que lograría llegar hasta el fondo de la verdad.
En unos días conseguiría identificar los Jalones de Eternidad.
Luego vendrían las etapas siguientes.
Hasta Él.
Se felicitaba también -de un modo más discreto- por la eficacia de su sistema de comunicación. No había tenido ninguna dificultad para utilizar la miniagenda electrónica. Al principio había pensado en conectarla a un teléfono móvil, pero los guardias llevaban a cabo una persecución implacable contra esos aparatos. Así pues, había recuperado su primera idea: pelar los cables de la línea telefónica interior de la enfermería; luego, en esa red, encontrar los cables exteriores a los que conectar su agenda. De esa forma hacía llamadas imposibles de detectar. Conexiones que oficialmente no existían.
Además, había abierto una cuenta de correo electrónico gratuita en un servidor importante: Wanadoo. Nadie, con excepción de Élisabeth, conocía esa dirección. Podía enviar y recibir mensajes con toda discreción, entre los millones de conexiones de la red. Un acto de romanticismo clandestino, tecnológico… e invisible.
Los presos seguían bramando mientras se esforzaban en meter la pelota en unas porterías improvisadas. Vociferaban en malayo, en chino, en inglés. Un amasijo de lenguas a imagen y semejanza de su cerebro. Por contraste, sus propios pensamientos y deseos le parecieron de una pureza exquisita.
Dejó divagar su mente. Y buscó otro recuerdo. El de una película en blanco y negro que había visto de adolescente en la filmoteca de Marsella. Pickpocket, de Robert Bresson. La historia de un hombre que había escogido situarse por encima de las leyes. Normalmente, los actos de un malhechor son descritos como hechos subterráneos, ocultos, inferiores. Allí, la trayectoria del ladrón era una búsqueda elevada, trascendente, un camino de gracia. Contemplando aquellas imágenes, Jacques había comprendido de inmediato que su destino sería idéntico. Y la analogía se mantenía en la actualidad.
En la película de Bresson, el ladrón se cruzaba en su camino con una mujer. No veía inmediatamente en ella a la figura amada. Se aferraba a su vía solitaria. Pero en la última escena, cuando estaba detenido, le susurraba a su compañera a través de la celosía del locutorio: «Jeanne, qué extraño camino he tenido que tomar para llegar hasta ti…».
Metió una mano en el bolsillo, sacó la foto de Élisabeth y repitió: «Qué extraño camino he tenido que tomar para llegar hasta ti».
Se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Enseguida lamentó esa debilidad. Ninguno de sus pensamientos debía cruzar la frontera de sus labios. Su mundo oculto era como una cueva rupestre cuyas pinturas se corroyeran al entrar en contacto con el aire.
El banco crujió a su lado. Éric acababa de sentarse. Reverdi se guardó la foto en el bolsillo.
– Tengo que hablar contigo.
Jacques pensó en el tráfico de fármacos; ahora lo hacía por su cuenta en la enfermería.
– No te preocupes por los medicamentos. Te pagaré tu parte.
– Muy amable, pero he venido a hablar de otra cosa.
– ¿De qué?
– De Raman.
Jacques suspiró: el cabrón mayor era el tema principal de todas las conversaciones, el demonio que poblaba todas las mentes.
– ¿Qué pasa ahora?
El del labio leporino adoptó un aire de conspirador y se acercó. Tenía los huesos del rostro curvados, como si se los hubieran hundido a martillazos.
– Corre el rumor de que tiene el sida.
– Hace un mes, todos los chinos tenían el SRAS.
– Va en serio, Reverdi. Le tomaron una muestra de sangre, como a todos nosotros. Y dio positivo. Está contagiándolos.
– ¿A quién?
– A los chavales del edificio E. Los menores.
Reverdi suspiró de nuevo. En Kanara todo el mundo parecía pensar que él, el «gran Jacques», era el único que podía plantarle cara a Raman. Por reflejo, pensó en Élisabeth. Ni hablar de moverse. Debía seguir siendo un recluso modelo y vivir, mentalmente, junto a su amada.
– No es asunto mío.
– Son críos. Los obliga a chupársela. Les da por el culo sin preservativo. Ese imbécil va a matarlos a todos.
– Yo no puedo hacer nada.
Éric se inclinó más. Su aliento despedía un hedor a descomposición. Jacques imaginó su lengua como un trozo de carne putrefacta. El gnomo dijo, en un tono a medio camino entre la seriedad y la ironía:
– Aquí eres tú el amo, Reverdi. No puedes dejar hacer eso en tu territorio.
El halago era burdo, pero la palabra «amo» accionó un mecanismo. Le dio rabia seguir siendo sensible a ese tipo de vanidad. Sobre todo en aquel reino de degenerados. Sin embargo, Éric tenía razón: estaba escrito que el guardia debía morir. Desde el instante en que lo había obligado a él a rascar el sudor de las paredes. Justo en el segundo en que le había hecho arrodillarse a la fuerza. Ningún ser humano que lo hubiera humillado podía seguir vivo.
En consecuencia, ¿por qué no acelerar el movimiento y salvar a unos cuantos chavales? Una idea lo iluminó. Iba a integrar a Élisabeth en su decisión: «Cuando haya identificado los Jalones -pensó-, le ofreceré la piel de Raman».
– Esperemos unos días -dijo-. No se puede actuar de buenas a primeras.
Las Cameron Highlands eran famosas en Malaisia.
Imposible hojear una guía sin encontrar un largo pasaje dedicado a esa región. Todos los malayos consideraban esas tierras un paraíso porque permitían acceder a un milagro: el frescor. A más de 1.500 metros de altitud, no había que soportar los monzones húmedos y las estaciones sofocantes. Por encima de las brumas estaba el frío.
Los ingleses habían sido los primeros en colonizar esas cimas construyendo mansiones y campos de cricket, plantando té… y prohibiendo el acceso a los malayos. Una vez expulsados los colonizadores, los ricos autóctonos habían ocupado su lugar: habían construido más hoteles de lujo y campos de golf, y habían continuado horadando los gigantescos bosques primigenios.
Porque, antes de llegar a esos verdes paraísos, estaba la selva.
Marc circulaba ahora bajo altas bóvedas de hojas. Seguía curvas en zigzag bordeadas a la derecha por los acantilados cubiertos de lianas, y a la izquierda por precipicios esmeralda. La carretera no cesaba de subir, y abajo se distinguía la cinta de asfalto del tramo recorrido.
Marc saboreaba ese primer encuentro con el espeso bosque. Había parado el aire acondicionado del Proton y circulaba con las ventanillas bajadas para sentir el fresco, que aumentaba en cada curva. A veces incluso cerraba los ojos y trataba de poner nombre a los perfumes que salían a su encuentro. En realidad, improvisaba, repitiendo como una letanía los nombres que había leído en la guía: palmeras, cocoteros, tualangs, orquídeas, raflesias…
En otros momentos, fragmentos de su conversación con la doctora Norman lo sacaban de su placidez. «No lo traicione nunca. Es lo único que no podría perdonarle.» Entonces el miedo podía más que el frescor de las tierras altas y se repetía las preguntas de siempre: ¿había o no había peligro? ¿Podía imaginar Reverdi el montaje? Poniéndose en lo peor (su impostura descubierta), ¿a qué se exponía? El asesino estaba entre rejas… y virtualmente condenado.
La carretera seguía subiendo. Los primeros signos del imperio británico aparecieron. Para empezar, las plantaciones de té. Terrazas, en rellanos ordenados, que exhalaban aromas húmedos, casi mohosos. Desde lejos, esos cultivos parecían vestigios de reinos antiguos encajados en la inmensidad verde. En algunas zonas, los campos eran pardos, compactos, taciturnos. En otras, brillaban como panecillos de espuma, ligeros, luminiscentes.
Luego siguieron los hoteles. Mansiones blancas con entramados negros, ventanas con vidrieras de colores y patios de grava gris, en el más puro estilo british. Inmediatamente después, la selva primigenia volvía a cerrarse, intacta. Podías creer que habías soñado. Luego aparecía de nuevo un campo de golf. O un hotel de lujo con su piscina azul turquesa…
Marc debía de haber sobrepasado los 1.500 metros de altitud cuando vio los primeros poblados de chozas. Las guías también hablaban de eso: los orang-asli, literalmente el «pueblo de los orígenes». Hombres de los bosques, con taparrabos, que sobrevivían, cerbatana en mano, entre los edificios de ladrillo y los viajeros en todoterreno.
Redujo la velocidad y se dio cuenta de que eran una atracción turística más. En lugar de taparrabos, llevaban camisetas Reebok, y las cerbatanas habían sido sustituidas por antenas de radio. En cuclillas delante de sus cabañas, vendían productos del bosque: miel, brotes de flores, escarabajos y escorpiones clavados en trozos de cartón»
En ese momento, un grupo surgió de la jungla. Esos iban provistos de otros instrumentos. Marc los alcanzó y observó la larga vara de madera que llevaban al hombro. Cazamariposas. Seguramente, otra especialidad de la región…
Frenó bruscamente.
«Busca hacia el cielo.»
«Jalones que Vuelan y Pululan.»
¡Mariposas!
Nada más llegar a la primera ciudad, Ringlet, un vistazo a las tiendas le confirmó su intuición: las mariposas eran la especialidad de la región. Entró en uno de los establecimientos y preguntó el motivo: en las Cameron Highlands se habían desarrollado, como consecuencia de la altitud, especies endémicas cuya belleza era única en el mundo.
Prosiguió su camino. En Tanah Rata -dos mil metros de altitud- encontró un restaurante chino y se sentó al fondo de la sala. A las tres de la tarde el local estaba vacío. Pidió un café. Las mariposas. No conseguía quitarse esa idea de la cabeza. «Busca hacia el cielo.» «Jalones que Vuelan y Pululan.» Encajaba.
Mientras bebía a pequeños sorbos una espuma parda con cierto olor a lejía, imaginó prácticas criminales y perversas a base de mariposas. Vio a Reverdi depositando esos insectos sobre las mujeres ensangrentadas, pegando las alas de colores sobre las heridas, observando esa caricia palpitante sobre las incisiones.
Recordó un detalle. El índice anormal de glucosa. Reverdi había forzado a Pernille Mosensen a ingerir alimentos azucarados. ¿Para atraer a las mariposas?
Pidió otro café. Se le ocurrió una objeción. Esa hipótesis recordaba la novela de Thomas Harris, El silencio de los corderos, en la que el asesino colocaba crisálidas en la garganta de sus víctimas. Y Marc estaba seguro de que Reverdi no sufría ninguna influencia. Jamás se habría inspirado en los crímenes de otro. Y menos aún en los de una novela, una ficción que para él tenía el valor de una quimera. Entonces, ¿qué?
Sentado en la sala débilmente iluminada, distinguía, más allá de la terraza, la calle principal de la pequeña ciudad. La mezcla de estilos seguía predominando: tiendas de comestibles asiáticas, edificios coloniales y también -lo que resultaba más curioso- chalets, casas de montaña. Tanah Rata parecía un pueblo alpino.
Centró su atención en los transeúntes. Colegiales con la cartera a la espalda. Adultos indolentes de diversos orígenes: malayos, chinos, indios… Y también turistas, que aportaban su propio toque exótico. Se concentró en dos chicas rubias, de tez rosada, que llevaban grandes zapatones y enormes mochilas. Su convicción se impuso de nuevo con fuerza.
Reverdi había ido allí.
Había cazado en esas cumbres.
Se levantó y pagó.
Las mariposas: solo tenía que comprobarlo.
Visitó los talleres de enmarcado, donde los lepidópteros eran colocados bajo un cristal. Formuló preguntas entre la indiferencia general. Los obreros chinos apenas se dignaban levantar los ojos del trabajo. Partió en busca de los invernaderos, en los alrededores de la ciudad, donde cultivaban plantas secretas, las únicas que servían de alimento a las orugas de las especies más bellas. Otro fracaso. Todo el mundo reconocía a Jacques Reverdi en la foto, pero por haberla visto en la primera página de los periódicos. Subió a la parte alta de la ciudad y llamó a las puertas de los ricos mayoristas han, los que exportaban a todo el mundo mariposas, insectos y reptiles. La misma respuesta: nadie había visto nunca a Reverdi.
A las seis de la tarde, Marc se puso a buscar un hotel. Extenuado, seguía negándose a darse por vencido. Sin embargo, el crepúsculo le embarullaba las ideas, le hacía dudar. Reverdi había hablado de altura y él se había precipitado a la montaña. Después, se había inventado una película sobre aquellas mariposas. Todo eso no tenía ninguna base.
Los hoteles de la ciudad estaban completos. Marc probó suerte en los alrededores de Tanah Rata. Encontró una casa de campo encalada, con crestería cubierta de hiedra, altas chimeneas y sombrillas de rayas blancas y negras en la terraza. El Lake House.
El recepcionista indio preguntó, con exagerado acento británico:
– ¿Vamos a buscar su material?
– ¿Mi material?
– ¿No es usted cazador de mariposas?
– No.
En el rostro oscuro apareció una sonrisa servil.
– Perdone. Se aloja aquí un francés, un cazador muy conocido, y pensé…
Marc ató cabos. Cazador. Francés. Bosque. Ese perfil lo aproximaba confusamente a Reverdi. Decidió hacer un intento. El último del día.
– ¿Ha regresado ese francés de su jornada de caza?
El recepcionista adoptó una expresión burlona.
– Todo lo contrario: acaba de marcharse.
– ¿A las seis de la tarde?
– Señor, estamos hablando de mariposas nocturnas.
La hora verde.
Ese fue el término que le vino a los labios cuando bajó del coche. Había seguido las indicaciones del indio: tomar la carretera hasta el cartel que anunciaba la «misión luterana» y después el sendero que se adentraba, enfrente, en la vegetación. Había recorrido trescientos metros hasta que no pudo seguir avanzando en coche. El camino terminaba en la ladera de la colina y a continuación había una selva exuberante, en terrazas, que se cerraba también por encima de su cabeza.
La hora verde.
El momento en que la sombra se extiende bajo los árboles. En que todo parece contribuir a que el bosque se adormezca, pero en que este, por el contrario, despierta. Marc se sentía transportado. A su alrededor, los ruidos se volvían ensordecedores. Castañeteos a ráfagas, silbidos agudos, raspaduras sordas: cohortes de pájaros invisibles se excitaban en las ramas. A veces se elevaban sonidos momentáneos: el aleteo de unos cuervos, el gorgeo de un pájaro… Pero sobre todo, como telón de fondo, sonaba el rumor continuado de las hierbas altas, cañas, palmas o helechos, que bordeaban el sendero y lo invitaban, como olas, a sumergirse en su vaivén.
Se puso en camino. El recepcionista había dicho: «Espere a que se haga de noche y busque la luz». El cazador nocturno utilizaba focos. Bajó por la ladera de la colina. El azote del viento aumentaba. Se levantó el cuello de la chaqueta y se adentró más.
Las hierbas y los árboles se agitaban, se ahuecaban, se contoneaban, como poseídos por una excitación lánguida provocada por el contacto con la sombra. Los olores se elevaban, se intensificaban. Todos los sentidos del bosque estaban despiertos. Marc no conseguía identificar la causa de ese fenómeno. ¿Qué esperaba la selva? ¿Por qué cobraba tanta vida?
Entonces empezó a llover.
Primero unas gotas. Luego un chapoteo regular que cubrió los gritos de los pájaros. El bosque, sediento, seco tras las horas ardientes del día, vaciado de sus esencias por el intenso calor, despertaba para beber.
Marc continuaba descendiendo. Una vieja pista de tenis apareció entre la vegetación. Siempre la misma paradoja: cuando pensaba haber recuperado la savia primitiva del mundo, se encontraba con las huellas omnipresentes de la civilización, aunque en una versión deteriorada: hojas muertas, lianas y hiedra habían ocupado el lugar de la red y las marcas.
Estaba rodeando la explanada cuando empezó el verdadero chaparrón. Marc había renunciado a refugiarse. Al contrario, avanzaba por el borde de los precipicios para admirar las terrazas de jungla, que espejeaban bajo sus pies. Las frondas parecían ahora rollos oscuros que oscilaban entre la lluvia para transformarse en una espuma verdeante. Toda la vegetación se balanceaba, brillaba, crepitaba, mostrando un verde que ya no era un color sino un grito.
Siguió bajando y encontró un río. Se volvió por reflejo: la oscuridad había borrado su camino. Ya no había sendero, ni pista de tenis, ni coche… Solo un decorado impreciso, como si la noche le volviera la espalda. «Busque la luz.» No había ni rastro de focos en los alrededores.
Decidió cruzar el curso de agua siguiendo un vado de guijarros que distinguía vagamente en la oscuridad, unos metros a su izquierda. Cuando hubo llegado a la otra orilla, empapado hasta la cintura, las tinieblas habían acabado su obra. Continuó avanzando a tientas, maldiciéndose por no haber cogido una linterna, cuando de repente oyó una voz:
– What's going on? Who is here?
Marc, estupefacto, pronunció unas palabras en francés. Solo le respondió el silencio. Luego, de pronto, sin que nada permitiera preverlo, un chorro de luz blanca bañó los árboles con una violencia de quirófano.
Marc se protegió los ojos. Pestañeando, distinguió, unos diez metros más arriba, un rectángulo de luz perfecto, sin manchas ni defectos. Al mismo tiempo, oyó el ronroneo del grupo generador. Sobre la sábana -porque era una sábana blanca rodeada por un marco metálico- se recortó una silueta vestida con un impermeable.
El hombre se acercó y dijo en francés:
– Póngase esto.
Le tendió unas gafas de sol. Él también llevaba, bajo la capucha, unas gafas con cristales de mercurio.
– Mi luz tiene muchos rayos ultravioleta. Vale más protegerse.
Marc se puso las gafas y contempló la trampa, que ya estaba cubriéndose de insectos.
– No se sabe por qué la luz las atrae. Se supone que toman las estrellas como puntos de referencia y que se precipitan hacia cualquier fuente luminosa. Eso las vuelve locas. ¿Sabe que tienen varios miles de ojos? ¿Qué hace aquí? ¿Le interesan las mariposas?
Marc lo observó. Con la capucha y las gafas plateadas, su rostro resultaba poco visible. Pero sus facciones parecían brillantes, musculosas, como lavadas por la lluvia.
Decidió hablar con franqueza.
– Soy periodista especializado en sucesos. Estoy investigando el caso de Jacques Reverdi.
El cazador emitió un silbido de admiración.
– Debe de ser muy tenaz para haber llegado hasta mí.
Marc entró en calor bajo sus ropas mojadas. Así que ese hombre conocía a Reverdi…
– ¿Qué relación había entre ustedes? -preguntó con naturalidad.
El entomólogo se acercó a la tela tensada. El rectángulo ya estaba cubierto de insectos, que chirriaban y se agarraban a la sábana con sus patitas adherentes.
– Coincidimos varias veces -dijo, cogiendo con precaución una mariposa gris. Avispas, abejas y mosquitos formaban a su alrededor una nube zumbante.
– ¿Dónde?
– Aquí, en el bosque.
– ¿De noche?
– De noche, sí. Vagaba. Como yo.
Marc se estremeció. Imaginó a Reverdi: espigado, silencioso, al acecho. Lo «veía», no sabía por qué, con traje de submarinista. Una piel negra, a la vez mate y brillante. Una pantera.
– ¿Cazaba mariposas?
– No creo…, no. No lo vi nunca con el material necesario.
Un fuerte olor a amoníaco impregnó el aire mojado. El cazador acababa de coger un bote de plástico. Metió al lepidóptero en el interior. Marc creyó tener una alucinación: la mariposa gritaba. El hombre colocó el tapón de corcho sonriendo.
– Es una Sphinx, una de las especies nocturnas más importantes. Concretamente, es una Acherontia atropos, una esfinge de la calavera. La llaman así por el dibujo de las alas. Grita y no duda en atacar los panales para llevarse la miel. ¿Se acuerda de El silencio de los corderos? Es la mariposa que el asesino mete en la garganta de sus víctimas.
De nuevo El silencio de los corderos. No, decididamente no le parecía una buena pista. La locura asesina de Reverdi era única. Marc agitaba las manos para apartar los insectos.
– El amoníaco… -murmuró el cazador-. Eso las paraliza antes de la ejecución.
Sacó una jeringuilla. A su pesar, Marc volvió la cabeza. Sobre la sábana, torbellinos de bichos rivalizaban con las ráfagas del aguacero.
– En su opinión -insistió el periodista-, ¿qué buscaba en el bosque?
El hombre cerró el bote con su víctima dentro y se lo metió bajo el impermeable.
– No lo sé. Seguramente un insecto concreto. Un bicho raro.
– ¿No le comentó nunca nada?
– No.
– ¿No tiene ni idea?
– Durante un tiempo creí que trabajaba con ciertas especies diurnas cuya oruga se alimenta de bambúes.
– ¿Por qué?
– Porque lo sorprendí varias veces entre esos árboles. Pero en realidad buscaba otra cosa. Nunca llegué a saber qué.
– ¿Cómo era? Quiero decir… en general.
El cazador no vaciló.
– Simpático. Tomábamos copas al amanecer en el hotel. Decía que no necesitaba luz para «ver» el bosque, que dejaba de respirar cuando se acercaba a su presa. Era especial… Pero bastante tranquilo. -Se calló y pareció reflexionar-. ¿Es verdad lo que dicen los periódicos?
Marc no contestó. Los artefactos voladores redoblaban sus embates. Luchaba contra unos deseos irresistibles de huir a toda velocidad. El hombre prosiguió, como si sus pensamientos hubieran vuelto con toda naturalidad a su disciplina:
– Yo creo que todo lo que decía eran faroles. No era él quien cazaba.
– ¿Quién, entonces?
– Los orang-asli. Son expertos. Debía de mostrarles los bichos que quería y ellos iban en su busca.
– ¿Podría hablar con ellos?
– No. No hablan inglés. Y la mayoría están como cubas de la mañana a la noche. Además, encontrar a los que trabajaban para Reverdi…
– ¿Hay otra solución?
El cazador localizó otra Sphinx en su tela hormigueante.
– Vaya a ver a Wong-Fat. Es uno de los comerciantes han.
Marc seguía moviendo los brazos. Una nieve negra se arremolinaba alrededor de su cabeza.
– Los he visto a todos hoy. -Soplaba y escupía para evitar tragarse un insecto-. Ninguno conocía a Reverdi.
– Este lo conoce. Conoce a todo el mundo. Es un tipo importante. Vive en las montañas de Tanah Rata, en una gran villa construida sobre pilotes. No tiene pérdida.
Percibía la impaciencia del hombre, que no paraba de observar su trampa. Pero Marc tenía una última pregunta:
– ¿Las mariposas se sienten atraídas por el azúcar?
– No. Más bien por la sal.
– ¿La sal?
– Conozco aquí manantiales salinos donde se pueden ver esplendidas concentraciones. ¿Le interesa?
La escena que había imaginado -las mariposas chupando la sangre azucarada de las mujeres- se desvaneció.
– No, gracias.
Se quitó las gafas de sol y se las devolvió. Solo entonces tomó conciencia de que la luz eléctrica había disminuido de intensidad. Cuando su mirada encontró el foco, detrás de la sábana, vio que la lámpara también estaba cubierta de insectos. Un caparazón negro, móvil, se aglutinaba sobre el cristal ardiente. El rostro del cazador también hormigueaba de arrugas animadas y marrones.
Balbució unas palabras de agradecimiento y bajó corriendo la pendiente.
La casa de Wong-Fat tenía un aire de villa californiana. Una construcción de madera marrón, sobre pilotes, situada en la cima de la colina que domina la ciudad. Al llamar, Marc vio, abajo, los cables telefónicos que atravesaban el cielo y la cinta de la carretera que se estrechaba a medida que descendía. Pensó en San Francisco y sus calles en pendiente.
La puerta se abrió. Le hicieron esperar en un jardincillo gris. Una baldosa escasa de cemento, al lado de una piscina turquesa no mayor que un pozo. Un árbol había crecido junto a la vega. Sus raíces agrietaban la piedra y se extendían hasta un balancín rosa. El cazador de mariposas tenía razón: Marc no había visitado a ese comerciante.
A lo largo de las paredes se alineaban cajas metálicas. Latas de conserva y botes de pintura que gruñían, vibraban y tenían una molesta tendencia a moverse solas. A Marc no le costaba nada imaginar lo que bullía allí adentro. La noche anterior, después de su expedición campestre, sus sueños habían estado poblados de avispas y de zumbidos. Había también botellas llenas de miel y tarros que contenían cera de abeja.
– ¿Qué desea?
El tono era hostil. Wong-Fat aparecía enmarcado por las cristaleras, junto al balancín. Debía de tener unos sesenta años, pero llevaba su edad al estilo chino: sin arrugas ni canas. Un rostro semejante a la piel de una naranja. Nada que delatase algo de su persona.
Marc se disculpó -era domingo- y explicó en su mejor inglés las razones de su visita. La investigación. Le Limier. Jacques Reverdi.
– No diré nada.
Aquello tenía el mérito de ser claro. Transcurrieron unos segundos en un silencio interrumpido por crujidos y zumbidos procedentes de las cajas. Marc andaba escaso de ideas, así como de energía.
– Oiga -dijo sin convicción-, he recorrido doce mil kilómetros y…
– Ni una palabra sobre ese hombre. Adiós, señor.
A su alrededor, los gruñidos sonaron más fuerte, como si los insectos percibieran la cólera de su amo. Marc hizo un gesto de lasitud y dio media vuelta, pero de repente volvió sobre sus pasos.
– Por favor, es muy importante para mí.
– No tengo nada que decirle. Si tuviera que hablar, lo haría con la policía de mi país.
Marc percibió un matiz soterrado en la entonación. Cuando entrevistaba a alguien, prestaba atención al timbre, a las inflexiones de la voz. Siempre resultaba perceptible un discurso subliminal. En el caso del vendedor de insectos, quería decir exactamente lo contrario. Hablar con la policía era lo último que deseaba. Marc probó suerte marcándose un farol:
– En ese caso, vayamos juntos. Hablaremos en el puesto de Tanah Rata.
El hombre le lanzó una mirada furiosa.
– Adiós.
Se dirigió hacia la salida y asió la manivela de la verja. Marc fue también, pero para interponerse en su camino.
– Muy bien. Iré solo y volveré con ellos.
Los dedos se crisparon sobre los barrotes.
– ¿Qué quiere exactamente?
La voz era menos agresiva.
– Todo lo que sabe sobre Reverdi. Lo que le compraba y para qué. Le juro que quedará entre nosotros.
– ¿Entre nosotros? ¿Siendo periodista?
El sol estaba ya alto. Marc se puso a la sombra del árbol.
– Hablaré de ello en mi artículo, pero sin citar mis fuentes.
– ¿Qué garantía puede darme?
– La garantía del sentido común. Mis lectores son franceses. Les interesa Jacques Reverdi, no Wong-Fat. Su nombre no le diría nada a nadie.
El comerciante no soltaba la verja, pero su cuerpo se relajó. Marc intuía que no volvería a moverse. Lo que tuviera que pasar, pasaría allí, en unos minutos. Atacó de inmediato:
– ¿Qué le vendió a Reverdi?
– No puedo decirlo.
– ¿Tiene miedo de que lo acusen de complicidad?
Wong-Fat lo miró con asombro.
– No se trata de eso. En absoluto.
– ¿Qué teme, entonces?
El hombre miraba fijamente el suelo. La sombra de las hojas danzaba sobre sus rasgos rugosos.
– Es por mi hijo.
– ¿Su hijo?
Marc no entendía nada.
– Mi hijo… -Señaló la casa, la piscina, las cajas que seguían temblando-. Cada una de las mariposas, cada uno de los escorpiones los he vendido por él. Para ofrecerle lo mejor. Colegios privados, la facultad de derecho en Gran Bretaña…
Se interrumpió. Los bichos, en su prisión, parecían calmarse también, al unísono con su amo.
– Mi hijo. Un inútil. Un hombre malo.
– ¿Malo?
Su rostro parecía crispado por esa idea. La levedad de las sombras contrastaba con la firmeza de sus rasgos. Marc echó un vistazo a las ramas: estaban consteladas de largos insectos verdes, en forma de briznas. Inexplicablemente, el nombre de esos bichos le vino a la mente: fasmos. ¿De dónde lo había sacado?
Wong-Fat repitió:
– Pulsiones malas.
Marc no veía la relación con Jacques Reverdi, pero debía escuchar la confesión.
– Estamos en un país donde ciertas cosas son más fáciles que en otros sitios… Por unos ringgits se pueden satisfacer muchos deseos. En Tailandia es peor. Un puñado de bahts y todo es posible.
El hombre se quedó callado. Sus palabras iban dirigidas a sí mismo. Marc estaba fascinado por los fasmos que desfilaban por su cara.
– Cuando regresó de Inglaterra, mi hijo iba cada vez más a menudo al norte, a la frontera tailandesa. Una vez lo seguí. Localicé todos los burdeles a los que iba e interrogué a los tauke, los chinos que regentan ese tipo de establecimientos, sobre los gustos, las preferencias de mi hijo. Lo que averigüé me horrorizó.
De nuevo el silencio, con un pianissimo de timbales al fondo, de débiles redobles de tambor.
– Al principio buscaba simplemente vírgenes… -En sus labios apareció una breve sonrisa, una especie de tic-. Es odioso, pero en nuestras regiones es habitual, sobre todo desde la aparición del sida. Además, entre los han las vírgenes están consideradas una fuente de juventud. Pero no era eso lo que le interesaba a mi hijo. En absoluto.
Los insectos continuaban trazando un dibujo de terror sobre su tez de color humo.
– Se bebía su sangre. -Clavó los ojos en los de Marc como para desafiar su juicio-. Las desvirgaba y se bebía su sangre.
Marc pensó en las sospechas de Alang: Reverdi transformado en vampiro. Recordó también la información que este había pedido a Élisabeth: la sangre de la regla, de la virginidad. No. No lo creía.
– Descubrí cosas más inmundas aún -continuaba Wong-Fat, como si ya no pudiera parar-. Pedía a las otras chicas que le guardaran los preservativos usados. Exigía que le orinaran encima. Que le ataran el sexo para que no pudiera gozar. Hacía a las niñas cosas que no me atrevo a decirle. Me di cuenta de que robaba escorpiones y serpientes para sus sesiones. Niñas de diez años. Aterrorizaba a todos los burdeles de la frontera. ¡Y era yo quien pagaba eso!
Nuevo silencio. El sol empezaba a resultar insoportable, pero el comerciante no parecía darse cuenta.
– Cuando volví a Tanah Rata, me abalancé sobre él. No podía articular palabra. Le escupí en la cara. Él me sonrió y me dijo: «Sigue, me encanta». Empecé a pegarle. A golpearle con todas mis fuerzas.
Wong-Fat contuvo con dificultad un sollozo. Marc presentía que no era frecuente ver a un chino llorar.
– No podía parar. Golpeé más y más… Un odio increíble me movía. Cualquiera hubiera dicho que siempre lo había odiado.
De repente sonrió, admirando el paisaje devastado de su vida.
– Cuando por fin conseguí dominarme, él estaba cubierto de sangre. Oí algo agudo, tenue… Estaba llorando. Mi pequeño lloraba. Me precipité hacia él. Todo mi odio había desaparecido. Lo abracé y entonces creí morir: estaba riendo. ¡Riendo!
Wong-Fat se quedó en silencio y le dio una patada a una caja de achicoria que andaba por allí; la tapa se abrió y salieron grandes insectos que echaron a volar con un zumbido de helicóptero.
– Ese cerdo estaba acurrucado sobre su propio goce. Vi sus manos: las tenía cerradas sobre la entrepierna. Mientras yo lo apaleaba, él se tocaba.
Miró a Marc con sus ojos negros de contornos amarillentos. -Yo soy un hombre sencillo, señor. Siempre he vivido con los insectos. Todo lo que he ganado ha sido gracias a ellos. ¿Cómo voy a poder comprender semejantes desviaciones? Lo eché. Es un monstruo.
Se produjo un largo silencio. Marc seguía sin entender el motivo de aquella confesión. Se dio cuenta de que un fasmo corría por una de sus manos, pero no se movió por miedo a interrumpir las confidencias.
– ¿Y Reverdi? ¿Cuál es el vínculo con su hijo? ¿Se conocen?
– Actualmente mi hijo es abogado en Kuala Lumpur.
– ¿Y?
– Mi hijo es el abogado de Jacques Reverdi. Se supone que ha sido nombrado de oficio, pero yo sé que ha pagado para hacerse cargo del caso. Está fascinado por ese asesino.
La revelación explotó en su mente. ¿Cómo no había caído en la cuenta, si había enviado sus cartas a «Jimmy Wong-Fat»? El vampiro era el defensor de Jacques Reverdi. De repente se sintió desazonado: Jimmy era el único ser humano, además de él y de Reverdi, que sabía de la existencia de Élisabeth. Sacudió el brazo para liberarse de los insectos.
– Se ha acercado a Reverdi como un discípulo se acerca a su maestro -concluyó el chino-. Para perfeccionarse en el dominio del mal. No quiero que se sepa que yo también conocía a ese asesino. Eso podría agravar las sospechas contra mi hijo.
Marc intuyó que la confesión del comerciante había finalizado sin que este le hubiera revelado lo esencial.
– ¿Puede decirme al menos lo que le compraba?
El vendedor negó con la cabeza y abrió la verja.
– No. Quiero olvidar todo eso. Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas.
– ¿Qué?
El hombre escupió al suelo.
– Déjelo. Sobrepasa el entendimiento.
La verdad estaba allí, cerquísima, pero Marc sabía que no la obtendría.
– Se lo ruego… ¿Qué le compraba? Contésteme. Si no, iré a ver a la policía, iré…
– Vaya a ver a quien quiera. Me tiene sin cuidado. En el fondo, ya solo espero una cosa: que cuelguen a Reverdi. Lo antes posible. Antes de que convierta a mi hijo en un asesino.
La carretera se incendiaba en el crepúsculo.
Marc circulaba pisando a fondo el acelerador, sin preocuparse de mantenerse ni a la derecha ni a la izquierda. Dominado por su sentimiento de derrota. La dirección que le había indicado Reverdi era la de las Cameron Highlands. Allí era donde había un secreto que descubrir. Pero no lo había conseguido. No había encontrado los «Jalones de Eternidad».
Un viaje perdido.
Y unas consecuencias definitivas.
«No podrás cometer ningún error», había escrito Reverdi. Marc notaba que un regusto amargo le quemaba la garganta. Golpeó el volante y se concentró en la carretera.
Los bosques se hacían más espesos, la línea del horizonte ardía. El paisaje entero se convertía en un licor rosa, denso, languideciente. En ese marco, los automóviles, flechas de metal recalentado, pasaban a gran velocidad, vibraban, como imágenes aceleradas. Era domingo por la noche: un regreso de fin de semana en versión fulminante.
A la salida de la autopista, en los alrededores de Ipoh, en la nacional que ya le había llamado la atención a la ida por sus peligros, el caos alcanzaba su punto culminante. Mientras que el paisaje perdía toda precisión, los coches circulaban sin ninguna prudencia. Adelantaban por la derecha, por la izquierda, por el centro, invadiendo los arcenes, tocando el claxon para abrirse un paso que no existía, que no podía existir.
Agarrado al volante, Marc evitaba por los pelos las colisiones. Muy pronto, el polvo ocre se ensombreció hasta hacerse negro. La circulación se ralentizó. Todo el mundo tuvo que aminorar la marcha. Charcos de aceite en la calzada: un accidente. Una humareda negruzca que dejaba escapar, convulsivamente, una visión del infierno.
Un coche se había salido de su carril y había chocado contra un camión que circulaba en sentido inverso. Estaba ardiendo, encastrado bajo el parachoques del semirremolque. Imposible no imaginar al conductor partido en dos. No se veía nada, pero la sangre, las llamas y el olor no dejaban lugar a dudas. Como todos los demás, al llegar a la altura de la escena, Marc miró de pasada en esa dirección, temiendo lo que podría ver.
Los servicios sanitarios aún no habían llegado, pero varios automovilistas caminaban por la calzada agarrados a su teléfono móvil. Marc continuaba avanzando. Creyó, aliviado, que había dejado atrás la zona amenazadora, cuando vio una forma oscura descansando sobre la hierba.
Un brazo.
Un brazo seccionado, proyectado a más de veinte metros del lugar del impacto.
Algunos conductores lo habían visto, pero nadie se atrevía a tocarlo. Marc interpretó ese detalle terrorífico como un presagio. Debía abandonar la investigación…, en el caso poco probable de que la investigación no lo abandonara a él. Planeaba un peligro. Tenía que poner fin a aquella maquinación. Volver a París lo más deprisa posible.
En ese instante comprendió la razón de su miedo. La idea, todavía confusa, de que Jacques Reverdi no estaba solo. De que su abogado, el gordo pervertido, podía constituir un instrumento de venganza en el exterior de la prisión. ¿Qué pasaría si el asesino descubría la intriga? ¿Qué pasaría si lanzaba a su «perro» tras el impostor?
Aceleró sin mirar atrás.
Llegó a su habitación del hotel a las diez de la noche.
La habitación sin aire ni ventana. Puso el aire acondicionado al máximo y vació sus bolsillos entre el estruendo del aparato. Aún tenía en la garganta el olor a carne chamuscada. Se sentía sucio, manchado, impregnado de muerte y de polvo.
Dejó en la mesita las llaves, las tarjetas de visita de la doctora Norman, las de los vendedores de insectos con los que había hablado y otra que no reconoció, escrita con ideogramas chinos.
Le dio la vuelta: el dorso estaba redactado utilizando el alfabeto latino.
La tarjeta del «señor Raymond» que le habían dado en la calle, al salir del Hard-Rock Café. Marc leyó la frase escrita bajo los números de teléfono: «Todas las chicas que necesita».
¿Por qué no?
Para borrar el sabor de la muerte, necesitaba un tratamiento de choque.
A Marc le gustó enseguida.
Menuda, atlética, parecía una gimnasta adolescente. Un fino vestido de muselina negra marcaba sus muslos abombados y sus pechos aprisionados. Su presencia desprendía una energía sensual, una fuerza de deseo que cortaba la respiración, secaba la garganta.
Incómoda, se sentó en el único sillón de la habitación y permaneció a la espera. Su rostro cuadraba con el carácter tosco del cuerpo: facciones bastas, pómulos salientes, ojos pequeños. «La belleza de un puñal», pensó Marc. Pero estaba fantaseando: era una simple cara de campesina disfrazada de pin-up.
– Where do you come from?
– Miam-Miam.
– I'm sorry. I didn't get the name. Where do you come from?
– Miam-Miam.
Necesitó un buen rato para comprender que era de Myanmar, el actual nombre de Birmania. Pagó por adelantado y los malentendidos se multiplicaron. Él soñaba con quitarle él mismo el vestido o, mejor aún, subírselo poco a poco hasta por encima de los muslos. La birmana se desnudó rápidamente, como si estuviera en un vestuario de chicas antes de una competición de natación.
Le señaló la ducha. Marc sonrió, imaginando ya sus caricias a través del vapor, su larga cabellera rozándole el torso. La profesional se encasquetó un gorro de ducha y después empezó a lavarle la verga como si frotara la herrumbre de una vieja vega.
Cuando fueron a la cama, la gimnasta se colocó a horcajadas sobre su vientre y apoyó las manos en su pecho. Por fin los masajes… Marc cerró los ojos, esperando que los pequeños pellizcos de placer recorrieran su cuerpo, luego que la lengua humedeciera sus músculos hasta llegar al sexo. En lugar de eso, recibió unos puñetazos en las costillas; al abrir los ojos, vio que la chica buscaba algo en su bolso. Sacó un preservativo cuyo envoltorio rasgó con los dientes, como si fuera la bolsa de una jeringuilla. Todos sus gestos eran breves, precisos, profesionales.
Marc había esperado un Kama-Sutra tórrido.
Le estaban haciendo un reconocimiento médico.
Con todo, al cabo de unos instantes el goce llegó. Breve como una bolita de arroz tragada sin masticar. La chica fingió quedarse dormida para evitar hablar en inglés, idioma que no sabía.
Marc se levantó sin hacer ruido y se sentó junto a la mesita. Acercó la lámpara e inclinó la pantalla hacia la pared. Luego abrió el ordenador. No podía esperar más. Tenía que escribir a Reverdi. Confesar su fracaso y encontrar la manera de obtener la clemencia del asesino.
Sus deseos de volver a París habían desaparecido. Su miedo de Jimmy también. No había ninguna razón para ser descubierto. Ni para temer a un hijo de papá desequilibrado.
Empezó la carta sin titubear. No tenía más que escuchar a su corazón: su decepción, su amargura, su empeño en actuar bien, que habían desembocado en un callejón sin salida. Llevado por su propio estilo -es decir, el de Élisabeth-, suplicó a Reverdi que le diera otra oportunidad.
Al cabo de media hora, Marc se sintió mejor. Como reconfortado, en la piel de esa chica que no quería ser abandonada. Aunque cada palabra le hacía daño, aunque cada sílaba lo remitía a su fracaso, saboreaba esa relación íntima, espiritual, en la que podía hablar abiertamente de lo único que le preocupaba: el secreto de un asesino.
Oyó cerrarse la puerta.
Vio la habitación, las paredes ciegas, la cama deshecha. Miam-Miam se había ido. Estaba tan absorto en la carta que ni siquiera la había oído levantarse, vestirse, coger el bolso…
Tardó unos segundos más en comprender la siniestra verdad.
En ese instante, prefería escribir a Jacques Reverdi que hacer el amor de nuevo con aquella prostituta.
Prefería ser Élisabeth Bremen que Marc Dupeyrat.
L'Axe era uno de los restaurantes más modernos de París. Jadiya había oído hablar de él y se temía lo peor. Sin embargo, nada más verlo le gustó su arquitectura. Un gran espacio blanco, puro, donde se alineaba una hilera de compartimientos abiertos. En la pared de enfrente se extendía una barra estrecha que acentuaba más la sensación de profundidad.
Esas líneas claras le recordaban uno de sus viejos sueños. Esperaba poder visitar algún día una capilla situada en Ibaraki, en Japón, de la que había visto fotos. El arquitecto, Tadao Ando, había abierto en la pared del fondo dos ejes, uno vertical y otro horizontal, por los que el sol penetraba y dibujaba una cruz. A Jadiya le encantaba esa idea: una cruz de luz pura. Cuando tuviera el dinero necesario iría a Japón a recogerse en esa capilla, se lo había jurado. Era su objetivo secreto.
Vincent eructó.
– Perdón. Un pequeño SOS de mi organismo. -Se puso de puntillas-. No sé por qué nos hacen esperar.
Estaban en el vestíbulo, débilmente iluminado. Reinaba en esa antesala la impaciencia habitual en los restaurantes de moda, donde todo el mundo espera, nervioso, su mesa, temiendo que le den una mal situada o, todavía peor, que le digan que no tienen ninguna disponible. Jadiya, por el contrario, estaba tranquila. Podría haber cenado en cualquier sitio con Vincent. Solo tenía curiosidad por saber qué quería «celebrar» esa noche.
Les dieron una de las mejores mesas. Un compartimiento de entramado de madera que despedía un agradable olor a resina.
– Te advierto que este sitio es frugal -dijo Vincent quitándose la chaqueta-. Del tipo Anoréxicas Anónimas.
Jadiya se sentía cada vez más a gusto con él. Grande, ancho y sin complejos, parecía disfrutar metiéndose con todo el mundo. Siempre llevaba la camisa llena de manchas. Amplios cercos decoraban sus axilas. Y difundía un olor que no debía nada a las fragancias refinadas ensalzadas por la publicidad. En el ambiente de la moda, Vincent era un bicho raro, no pegaba ni con cola, pero había conseguido hacerse un hueco.
Jadiya leyó la carta detenidamente, disfrutando de las asociaciones de palabras, de categorías e incluso de lenguas. Los nombres de especias se codeaban con los de ensaladas campestres. Las carnes más clásicas eran espolvoreadas con azúcar y sabores dulces. Pescados del Báltico se mezclaban con verduras tropicales.
Ella misma pertenecía a esa cultura de mestizaje. No había puesto nunca los pies en el Magreb, pero decoraba su look habitual -tejanos y americana- con elementos étnicos de estilo sahariano. Pesadas joyas de plata, blusas de tejidos tornasolados, perfume penetrante en el que se mezclaba el jazmín y el almizcle… Hasta se había teñido los dedos con henna.
– ¿Ya sabes lo que vas a pedir? -preguntó Vincent.
– Estoy un poco perdida.
– ¿Quieres que te lo explique?
– No. Me da igual.
– Más esnob que los esnobs, ¿eh? -ironizó Vincent.
– Simplemente, mantengo las distancias. Me crié en Gennevilliers. En un barrio llamado La Banane. Puedes imaginártelo. Busco una oportunidad en este oficio para ganarme la vida, no para convertirme en otra persona.
Vincent levantó la copa. Ya había pedido un cóctel helado, coronado de finos cristales de sal.
– ¡Por La Banane!
En ese momento, Jadiya observó un detalle en el que nunca se había fijado. Vincent tenía una señal en el dedo anular de la mano izquierda.
– ¿Has estado casado?
Vincent se miró maquinalmente los dedos y su semblante se ensombreció. Asintió lentamente con la cabeza.
– ¿Un mal recuerdo?
– Digamos que en ese juego me quemé.
Jadiya no dijo nada. Intuía que Vincent iba a ampliar la confidencia.
– Para mí -prosiguió, efectivamente, el fotógrafo-, el matrimonio fue una especie de incendio químico.
Ella optó por la ironía para neutralizar la gravedad que empezaba a pesar en el ambiente.
– Una metáfora muy original.
– No es una metáfora, es una experiencia… práctica. -Vincent no abandonaba el tono serio que había adoptado-. A lo largo de los años, entre un hombre y una mujer todo arde, todo se consume. Me refiero a lo mejor que hay en ellos. Un día, se despiertan entre las cenizas.
– Pero ¿por qué incendio químico?
– Porque entre ellos quedan los materiales más duros, las piezas no inflamables. El odio. La amargura. El rencor. Y el miedo. Cuando era reportero, cubrí muchas catástrofes: accidentes de avión, explosiones de fábricas. Siempre quedan carcasas negras, trozos incorruptibles que se niegan a quemarse. Ese tipo de cuadros me recuerdan mi matrimonio.
El camarero se acercó. Pidieron. Cuando se hubo marchado, Vincent miró el fondo de su copa. La hacía girar siguiendo sus reflejos circulares.
– Por lo menos comprendí una cosa -murmuró-. Las mujeres llevan el amor dentro.
– Igual que los hombres, ¿no?
– No. Ellas tienen el fuego sagrado. Ellas «creen» en el amor, de la misma forma que los integristas creen en Dios. Sea la chica que sea, sea cual sea su actitud, al margen de su despreocupación aparente y de su independencia, siempre conserva en su interior, a veces muy profundamente, ese fuego sagrado.
Las alusiones repetidas al fuego hicieron estremecer a Jadiya. Cualquiera hubiera dicho que Vincent utilizaba esa imagen expresamente. Sin embargo, la joven sentía al mismo tiempo complicidad entre ellos.
– Como esas mujeres de la Antigüedad -continuó Vincent- que vigilaban una hoguera que no debía apagarse nunca.
– Las vestales.
– Eso. -Le guiñó un ojo-. Tendría que haber más modelos como tú.
El sumiller, más tieso que un palo, les llevó el vino. Vincent le quitó la botella de las manos y le hizo una seña para que se fuera.
– Cada mujer es un templo -continuó, llenando las copas-. Con esa llama en su interior que no se apaga nunca.
Jadiya estaba atónita por el giro que había tomado la conversación. Evocar esas figuras antiguas con el «rey del flou»: París reservaba ese tipo de sorpresas.
– En la época, ¿cómo lo superaste? -preguntó a su pesar.
Él vació su copa de un trago.
– Gracias al alcohol. -Rió para sus adentros-. No, es broma. Gracias a un amigo con el que formé equipo durante varios años. Éramos paparazzi. Un tándem infernal.
Jadiya intuía la continuación. El corazón se le aceleró.
– ¿El pelirrojo?
– Sí. Marc Dupeyrat. El que te ha entrado por los ojos.
– Lo encuentro bastante… curioso.
– Es lo menos que se puede decir. Él también vivió una experiencia singular.
– ¿Otro caso de «fuego sagrado»?
– Mucho peor que el mío.
La gravedad de Vincent se acentuó. La cena estaba tomando un cariz abiertamente fúnebre. Jadiya cruzó los brazos sobre la mesa y clavó los ojos en los de su interlocutor.
– Ya has dicho demasiado para callarte ahora.
Él intentó reír y negó con la cabeza, agitando sus largos cabellos.
– Olvídalo. Hemos venido para divertirnos.
– Ya nos divertiremos después.
– Me extrañaría que nos quedaran ganas.
– Correré el riesgo.
Vincent resopló fuerte y miró a ver si el camarero llegaba con los platos, pero, por supuesto, no había nadie a la vista. Así que tuvo que empezar:
– Sucedió antes de que yo lo conociera. En 1992. Estaba trabajando en un caso bastante sonado que guardaba relación con la mafia siciliana. Tenía que pasar varias semanas allí y le pidió a su novia que lo acompañara.
A Jadiya se le hizo un nudo en la garganta.
– ¿Cómo se llamaba?
– Sophie. Para él, ese viaje a Sicilia era una especie de ceremonia de compromiso. Pensaba casarse con ella poco después.
Ella bajó la cabeza para disimular su turbación: aquellas palabras la herían.
– ¿Qué pasó?
– La asesinaron.
Jadiya levantó los ojos. Vincent sonreía tristemente mientras llenaba de nuevo su copa. Bebió un trago e hizo chascar la lengua.
– Estaban en Catania, una de las grandes ciudades de Sicilia. Un día, a última hora de la tarde, cuando Marc volvió de visitar la cárcel de menores de Bicocca, encontró su cuerpo en la pensión donde estaban alojados.
Jadiya comprendía ahora la razón de la extraña personalidad de Marc. Un trauma original. Aquello habría podido crear un vínculo con ella, pero no; esa historia aislaba totalmente a Marc. Un viudo hermético, encerrado en su pesar.
– ¿Fue cosa de la mafia?
– Nunca llegó a saberse, pero no era su estilo. Más bien la obra de un chiflado, del tipo «asesino en serie».
– ¿Qué le hizo?
– Creo que vamos a meternos en un terreno poco apropiado para una cena a la luz de las velas.
– Cuéntamelo.
– ¿Estás segura de que quieres saber los detalles?
– Estoy acostumbrada, no te preocupes.
Vincent se encorvó sobre la mesa y escrutó la botella de vino, cuyos reflejos negros evocaban ahora una lámpara mágica.
– Marc nunca quiso darme detalles -prosiguió con una voz profunda-, pero me pasaba lo mismo que a ti: quería saber más. Así que telefoneé a unos colegas italianos, unos paparazzi que tenían contactos en la policía de Sicilia. Al cabo de una semana tenía toda la información. Hasta conseguí el expediente completo de la instrucción. Ya sabes que en Italia los paparazzi son…
– ¿Qué descubriste?
– Un horror. La pobre chica cayó en manos de un psicópata.
Se interrumpió, todavía dudoso. Cogió la botella y llenó otra vez su copa. Después de tomar un sorbo, continuó:
– Primero le dio una paliza terrible. Después la amordazó y la ató sobre la cama de la habitación con los cordones de las cortinas. Fue a la cocina a buscar unos guantes de goma. Registró el armario y se puso las zapatillas de deporte de Marc, con la suela también de goma. Luego cogió un alargador eléctrico, peló el cable por uno de los extremos y lo enchufó por el otro. Torturó a la víctima penetrándola con el cable de 220 voltios. También la sodomizó con el alargador. Le quitó la mordaza y la obligó a chupar los cables conectados a la corriente. Según el informe de la autopsia, tenía las encías completamente quemadas. Y los órganos genitales también.
Vincent bebió otro trago. Muy a su pesar, sus confidencias lo arrastraban.
– Eso no es todo. El cabrón siguió adelante con su carnicería. A esas alturas, la chica debía de estar muerta. Eso espero, por lo menos. Después de los electrochoques, el asesino encontró en la cocina un cuchillo de pescador con la hoja curva, de los que se utilizan para cortar las redes enmarañadas. Le abrió el vientre, desde el pubis hasta la laringe. Sacó las entrañas y las esparció por la habitación.
Llegaron los platos. Demasiado tarde. Vincent continuó con su voz ronca:
– Cuando Marc llegó, se encontró con el espectáculo. Las vísceras por el suelo. La boca negra, hinchada en un rictus abominable. Las zapatillas, sus propias zapatillas, en el charco de sangre.
Jadiya se había quedado muda. En ese instante se movía por un espacio de no ser. Volaba, ligera, sobre los abismos de la nada. Por fin, al cabo de un siglo, se oyó preguntar:
– ¿Cómo reaccionó?
– No reaccionó. Estuvo en coma tres semanas. Cuando se despertó, no se acordaba de nada. Hablaba de Sophie en presente. Tardó meses en aceptar la realidad. Estuvo en tratamiento en una clínica especializada de París. Lo intentaron todo, pero no recuperó la memoria. Todo lo que sabe sobre lo que sucedió es lo que le contaron.
– ¿Le dieron detalles?
– Él se encargó de buscarlos. Volvió a Sicilia. Acosó a la policía italiana. Llevó a cabo su propia investigación. Sin ningún resultado. En Catania, la tierra de la omertà, no tenía ninguna posibilidad. A partir de entonces, la pulsión criminal se convirtió en una obsesión para él. Al principio trató de liberarse de esa obsesión trabajando, como yo, en la prensa rosa; más tarde se metió en los sucesos. Era su única vía posible.
– ¿Por qué?
– Para comprender cómo un hombre había podido hacerle aquello a su mujer.
Jadiya no conseguía formar un solo pensamiento. Era horrible: estaba celosa de una muerta. Vincent se forzó a reír; el vino le espesaba la voz.
– No pongas esa cara. A su manera, Marc ha encontrado el equilibrio. -Rió de nuevo-. Un equilibrio precario, es verdad, pero lo cierto es que se las arregla solo, sin psiquiatra ni pastillas. No está nada mal, aunque, en mi opinión, su terapia es arriesgada.
A Jadiya la asaltó de pronto una duda.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó-. Me habló de un viaje.
– Yo creo que trama algo relacionado con Jacques Reverdi.
– ¿Reverdi?
– ¿No lees los periódicos? El tipo que se cargó a una turista en Malaisia. Un antiguo campeón de inmersión en apnea. Está en espera de juicio. Estoy casi seguro de que a Marc se le ha metido en la cabeza conseguir su confesión. Es su sueño: penetrar, aunque sea por un instante, en el cerebro de un asesino.
Jadiya no tenía más preguntas. Estaba destrozada. Por hacer algo, cogió la servilleta y vio debajo un sobre que solo Vincent podía haber puesto allí.
– ¿Qué es?
– Una sorpresa. Tu primer contrato. Lástima que nos hayamos cargado el buen rollo.
Jadiya le echó un rápido vistazo y sonrió.
– Si es una broma, no tiene gracia. Pone «tarifa cuarenta».
Vincent levantó de nuevo su copa:
– Es eso lo que se suponía que íbamos a celebrar esta noche. Para ti, la vida va a convertirse en una inmensa broma.
– Ven. Es urgente.
Éric lo asió por el hombro. El gesto mismo implicaba una situación grave: jamás se habría atrevido a tocar a Reverdi, de no ser en circunstancias excepcionales. Jacques soltó las halteras y siguió al francés. Era la una de la tarde. El calor aplastaba la prisión.
Cruzaron el patio a paso rápido; el cemento ardía bajo sus pies descalzos. A su alrededor, las sombras eran tan densas, tan breves, que parecían clavadas en el suelo. Recobraron el aliento al socaire del comedor, agachados junto a la pared.
– ¿Adónde me llevas?
Éric no respondió. Con las dos manos apoyadas en las rodillas, señaló con la cabeza el edificio C. Cincuenta metros más que había que recorrer bajo el sol.
El hombrecillo reanudó la marcha. Reverdi lo imitó de mala gana. Avanzaban levantando mucho los pies, tratando de rozar apenas el suelo. Unos segundos más tarde, estaban de nuevo a la sombra. Éric miraba más lejos todavía: el campo de fútbol y, más allá, los pantanos. La broma había durado bastante.
– ¿Adónde vamos? -rugió Reverdi-. ¡Mierda!
Éric echó a andar de nuevo sin responder. Jacques le siguió los pasos reprimiendo su cólera. Cruzaron una puerta rodeada de alambre de espinos y llegaron al estadio. En doscientos metros no había ni un solo refugio, solo las porterías abandonadas, que en aquella soledad parecían horcas.
Eran incapaces de seguir corriendo; el calor los machacaba, transformando sus miembros en polvo fino. Pero seguían andando deprisa, levantando los talones, lo que recordaba el paso mecánico de los atletas de maratón. Un enano y un gigante que llevaban la misma camiseta blanca y los mismos pantalones de lona informes. «Una auténtica pareja de cómicos», se dijo Jacques, apretando los dientes.
Después de todo, esa carrera absurda estaba sirviéndole de distracción. Llevaba dos días dándole vueltas al fracaso de Elisabeth. No se le pasaba el enfado. En un arrebato de furia, incluso había estado a punto de romper su foto. ¿Cómo había podido fallar? ¿Cómo había podido ir a las Cameron Highlands y no encontrar el indicio? Se había equivocado: esa chica no valía más que las otras.
Llegaron al final del campo de fútbol y bajaron una pendiente de cemento que estaba ardiendo.
– Ya estamos -dijo Éric.
– ¿Dónde?
El otro señaló con un dedo. Reverdi distinguió grandes canalizaciones al final del terreno. Sobre el asfalto había unas lonas enredadas. Más allá, las alambradas inextricables. Luego, más lejos todavía, los pantanos…
– El barrio de los sidosos.
Reverdi notó un escalofrío en la espalda. Ya le habían hablado de ese lugar. Una vez, unos guardias, provistos de guantes y mascarillas, habían llevado a la enfermería un cadáver de esa zona. En Kanara, el sida todavía se consideraba como la lepra. Los guardias ni siquiera se atrevían a pegar a los seropositivos. El director había agrupado a todos los «enfermos» en un bloque, pero durante el día estaban allí. En la frontera. Marginados entre los marginados.
Se acercaron. A su pesar, Reverdi sentía una mezcla de curiosidad y de aprensión. Los enfermos en fase terminal no pasaban por la enfermería. Eran trasladados directamente al Hospital Central. ¿En qué estado se encontraban esos? Imaginaba cuerpos raquíticos, privados de defensas inmunitarias, afectados por toda clase de enfermedades…
Se equivocaba. Los habitantes del lugar presentaban el mismo aspecto que los presos normales: calcinados, hirsutos, vestidos con harapos. Y en plena forma. Unos jugaban a las cartas, otros se apiñaban ante unas estufas de carbón, al pie de los tubos. Reinaba una animación desbordante, despreocupada.
Algo apartado, un grupo de una decena de reclusos con una camiseta en la cabeza a modo de turbante trajinaban alrededor de una gran hoguera que despedía un humo negro.
– Fabrican meth.
Reverdi conocía esa droga. Una porquería muy fácil de producir con disolventes, productos adelgazantes, líquidos desatascadores de retretes… Un auténtico néctar. Esa producción solo presentaba un problema: el riesgo de explosión. Nadie quería manipular una mezcla tan inestable. Pero allí la droga había encontrado sus artesanos, tipos ya condenados que no temían volar en mil pedazos sobre el cemento.
Éric se dirigió hacia la entrada de las canalizaciones. Reverdi lo siguió. El choque de la sombra, después del sol, le causó el efecto de un martillazo. Tuvo que pararse: no veía nada. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Era una verdadera avenida, cilíndrica, tan concurrida como un pasillo de metro en las horas punta. Había grupos sentados y tiendas andrajosas plantadas. Éric avanzó apartando los harapos. Fluctuaban llamas entre un fuerte olor a petróleo. Unos hombres estaban agachados, en una postura animal. Otros estaban tendidos, tiritando bajo trapos. Reverdi no sabía si esos tipos tenían el sida, pero lo que sí tenían todos era mono.
Veía a los fantasmas que iban a mendigar a la enfermería cualquier medicamento para aliviar sus sufrimientos. Cuando conseguían algo, regresaban inmediatamente a esos tubos abandonados. A traficar con sus pastillas. A darse chutes de aguas residuales. A contagiarse unos a otros con jeringuillas usadas. Ya no se hacía preguntas sobre las motivaciones de Éric. Había alguien escondido en ese moridero.
Pasaron por encima de cuerpos inertes. Jacques identificaba signos familiares. Venas hinchadas y duras; miembros cubiertos de hematomas; caras chupadas. Veía también manos y pies sin dedos. Un clásico en las prisiones: los heroinómanos perdían toda sensibilidad cuando estaban perdidos en sus viajes; mientras ellos viajaban, las ratas les comían las extremidades. Más tarde se despertaban roídos hasta los huesos.
Reverdi se percató de que habían llegado a una especie de «sala del consejo». Unos hombres estaban sentados en el suelo alrededor de un fuego central, inmóviles, con las piernas cruzadas y la mirada fija. Solo movían las mandíbulas. Masticaban infatigablemente. Aquellas bocas parecían poseídas por un demonio, mientras que el resto del cuerpo estaba muerto.
– El dross -susurró Éric-. Los desechos de la pipa de opio. Está tan duro que ya no se puede fumar, así que se lo comen. Lo mastican hasta poder tragárselo y obtener algún efecto.
Reverdi sintió que otra oleada de furor lo invadía.
– Estoy hasta los cojones de tu visita guiada. Explícame de una vez qué se nos ha perdido aquí.
El del labio leporino le mostró una sonrisa bañada en sudor. Una cara de pescado nadando en grasa.
– No te pongas nervioso. Ya hemos llegado.
– Pero ¿adónde, hostia?
Éric señaló el fondo del tubo, a su izquierda. Una sombra tiritaba acurrucada, con las piernas dobladas contra el pecho. Reverdi se inclinó. Era Hajjah, el hijo de papá que despilfarraba el dinero de mamá mientras papá creía castigarlo imponiéndole una «vida dura». Estaba irreconocible. Se había quedado en los huesos. Tenía la mirada perdida. No paraba de resoplar.
– Ha querido dárselas de listo y ha intentado tratar directamente con los chinos. En represalia, Raman ha convocado a su padre y se lo ha contado todo. Lo del dinero bajo mano. Lo de la droga. Todo. El padre ha cortado de verdad todos los puentes. Hajjah no ha tomado nada desde hace cinco días. Y está hasta el cuello de deudas.
Reverdi recordó que el chico, movido por un presentimiento, había ido a pedirle ayuda.
– ¿Puedes decirme qué tengo yo que ver con esto?
– Si no paga, mandarán a los filipinos contra él.
Jacques giró sobre sus talones sin contestar. Éric lo agarró de la camiseta. Esta vez, Reverdi lo arrinconó contra la pared abovedada.
– No insistas -susurró-, si no…
– Solo tú puedes hacer algo -imploró el enano-. Negocia con los chinos. Que le den un plazo… Su padre acabará por ablandarse…
Jacques apretó el puño para hacerle tragar definitivamente su labio leporino, pero en ese instante tuvo un flash que lo detuvo en seco. Sobre el rostro de Éric se superponían las magníficas facciones de Élisabeth. Sus pupilas negras, ligeramente asimétricas. Su sonrisa leve, apenas inscrita en su piel morena. ¿Por qué mentirse? La amaba. Estaba loco por ella; no podía abandonada.
Bajó la mano y soltó a Éric, que resbaló sobre la pared curva. Acababa de tomar una decisión. No iba a darle una oportunidad a Hajjah, sino a su amada. Iba a darle otra pista. Si tenía éxito, entonces salvaría al chico.
– Mi respuesta, dentro de dos días -dijo, lanzando una adrada al joven inmóvil.
El verde era el color de Kuala Lumpur.
El gris, el de Phnom Penh.
Las grandes avenidas estaban bordeadas de inmuebles chatos, de un solo piso, de color cemento. Los árboles, tan frondosos que sus ramas se tocaban por encima del asfalto, también eran grises. En la calzada, miles de bicicletas, de motocicletas, de triciclos-taxi no ofrecían más color. Y todas las siluetas que los manejaban, cubiertas con un sarong, ondeaban sobre los sillines como banderas de ceniza.
Al desembarcar en Phnom Penh, a las cinco de la tarde, Marc había tenido que ajustar su reloj: una hora menos que en Kuala Lumpur. En realidad, había retrocedido un siglo o dos. Habían desaparecido las altas torres de cristal, las galerías comerciales, el frenesí consumista. El sueño asiático presentaba aquí un perfil mucho más modesto: los endebles hombros jemeres. El desarrollo económico balbuceaba. Aquí se regresaba al Asia íntima, ancestral, hormigueante.
En el taxi, Marc estaba exultante. Esa mañana todavía pensaba que todo había terminado. Reverdi ya no daba señales de vida. El trato estaba roto. Se había pasado todo el lunes dudando sobre lo que debía hacer. ¿Volver a las Cameron Highlands? ¿Continuar la investigación en solitario? ¿Darse por vencido y regresar a París? No conseguía aceptar su fracaso.
El martes por la tarde se había rendido. Con lágrimas en los ojos, había llamado a la compañía Malaysian para informarse de los horarios de los vuelos de regreso y había hecho una reserva.
Al día siguiente, al abrir su cuenta de correo para verificar la reserva, había encontrado un mensaje de Reverdi.
Un e-mail hipersibilino, pero que significaba que se había reanudado el contacto. El asesino había escrito simplemente:
Camboya.
Marc había cerrado la bolsa de viaje y había corrido al aeropuerto en busca de un avión para Phnom Penh. Había conseguido embarcar a las cuatro de la tarde, un récord de rapidez. Menos de una hora después aterrizaba en la capital jemer. Durante el vuelo había sopesado aquella simple palabra como si fuese una pepita de oro. Reverdi le daba otra oportunidad. Le indicaba otro camino para identificar los Jalones de Eternidad.
Camboya.
Lo ponía sobre la pista de otro de sus asesinatos.
Linda Kreutz.
Febrero de 1997.
Angkor.
Apretando la bolsa entre los dedos, Marc se adentraba ahora en la sombría ciudad. Ya había ido una vez, en 1994, para realizar un reportaje sobre la familia real. Recordaba el carácter átono de la ciudad. El gris que lo recubría todo. No solo las paredes, sino también las almas. Veinte años después, Camboya continuaba en estado de choque, ensordecida por el genocidio de los jemeres rojos. Era un país cercado por los fantasmas, donde se hablaba en voz baja, donde todo el mundo sobrevivía con sus heridas y sus muertos.
Con todo, por la ventanilla del taxi Marc descubría una efervescencia secreta. Los edificios no poseían ningún carácter, pero los comercios rebosaban de colores, de detalles, de letras orladas. Telas, lentejuelas, aparatos de alta fidelidad expuestos en las aceras… Amortiguada, apagada, pero aun así la vida estaba allí. Rebosaba y, paradójicamente, parecía más real que en Kuala Lumpur. A diferencia de lo que sucedía en la capital malaya, donde todo era liso, ordenado, donde todo estaba climatizado, aquí los materiales y los hombres recuperaban su textura, su relieve, su sensualidad.
Al anochecer, las avenidas adquirían poco a poco una tonalidad crema, beis, rosa, lo que hacía resaltar las aceras de laterita, las franjas de tierra pisadas por pies descalzos. Los edificios parecían evaporarse en una nube de polvo rojo, mostrando su carne de ladrillo. El aire se cubría de pigmentos, se fragmentaba en miles de millones de partículas. Y, al final de las avenidas, el sol parecía atraer hacia sí esas nubes púrpura y abandonar en la oscuridad siluetas vacías, sombras muertas… En ese crisol rojizo, hasta las motocicletas, trazos negros enraizados en el suelo, parecían echar a volar, avanzar hacia el cielo abalanzándose contra las nubes.
Entonces apareció el Palacio Real.
Tejados relucientes, ornamentos cincelados, agujas espejeantes, todo rodeado de altos muros ciegos, de color amarillo azafrán. Esos edificios parecían una flota de oro, con los mástiles arbolados y las velas hinchadas, regresando lentamente al puerto, en el interior del recinto.
Marc había llegado. No es que pensara dormir en el palacio, sino en el hotel situado justo enfrente. El Renaksé, el hotel de los occidentales, tan decrépito como esplendoroso era su vecino. Marc se había alojado allí durante su primer viaje.
El edificio poseía verdadero encanto. Situado al fondo de un parque y protegido por grandes árboles, se abría en dos galerías caladas con baldosas color crema y chocolate que daban acceso a las habitaciones. Grandes sillones de mimbre salpicaban la terraza central, incitando a la ensoñación tropical.
Mientras rellenaba la ficha en el mostrador de recepción, Marc vio, sentados en esos sillones, a algunos especímenes de occidentales que encajaban bien en el decorado. No eran turistas corrientes; más bien trotamundos, periodistas cansados o incluso empleados de ONG, numerosos en ese país en reconstrucción, que parecían siempre desbordados e inútiles.
Marc se adentró en la galería temiendo encontrarse con algún viejo conocido o tener que entablar una conversación. Su habitación era lúgubre. Grande, vacía, oscura, solo estaba dotada de una cama de madera negra bajo un ventilador averiado. Las ventanas, que manifiestamente daban a las cocinas, estaban cerradas con postigos atrancados. La temperatura debía de subir allí a más de treinta y cinco grados.
Se encogió de hombros: no pensaba quedarse en Phnom Penh. Su investigación lo llevaría forzosamente tras las huellas de Linda Kreutz, a Siem Reap, cerca de los templos de Angkor.
Su investigación…
Pero ¿por dónde empezar?
No esperaba más mensajes. Sabía que Élisabeth estaba a prueba: debía avanzar sola. No obstante, encendió el ordenador y se conectó a la línea telefónica.
Había recibido otra señal. Reverdi había escrito simplemente:
Busca el fresco.
Marc se despertó a las nueve de la mañana. Soltó un taco: acababa de perder el vuelo para Siem Reap. Tendría que pasar un día en Phnom Penh esperando el avión de última hora. ¿En qué ocuparía el tiempo? Esa noche había pensado en la orden de Reverdi: «Busca el fresco». El juego de las pistas se reanudaba. Y no había duda sobre el lugar donde debía buscar: los templos de Angkor, en los que había miles de bajorrelieves y de ornamentos. Aquello prometía.
Después de un desayuno frugal, decidió aprovechar aquellas horas en la capital y recurrir a los viejos métodos. Los que un periodista francés utilizaría para avanzar en su investigación. Tras unas llamadas telefónicas, cogió una «mobylette-taxi» y fue al principal periódico francófono de la ciudad, el Cambodge Soir.
Sus locales se encontraban en una calle de tierra batida, en el corazón del centro de la ciudad. Un inmueble gris, con manchas de humedad y un rótulo azul y blanco del estilo de las antiguas placas de calle parisienses.
Después de haber pedido ver al jefe de redacción y dado su tarjeta de visita, se puso a caminar arriba y abajo por el vestíbulo, una estancia oscura, de cemento desnudo, donde había almacenadas motocicletas que apestaban a gasolina. Al fondo, bajo una escalera, se abría una sala más oscura aún, cuya única ventana quedaba tapada por paquetes de periódicos. Marc se acercó, intrigado por aquella leonera.
Un archivo.
A lo largo de su carrera había visto muchos, pero ese batía todos los récords de desorden y abandono. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías, de las que rebosaban legajos de papel sucio. Periódicos tan viejos, tan deteriorados que más parecían lianas muertas que una memoria impresa. El centro del espacio se hallaba ocupado por un montón de ordenadores rotos, mezclados con sillones desvencijados, patas arriba, y libros manchados de grasa.
Inexplicablemente, ese espacio siniestro le recordó otro archivo que había visitado en Sicilia, pese a que aquel estaba mucho más limpio. Después de la muerte de Sophie, había vuelto allí para buscar fotos del cuerpo tal como lo había encontrado pero del que no se acordaba. Todavía veía aquellas imágenes: la boca carbonizada, el vientre abierto, las vísceras por el suelo. Pero las veía con la claridad del papel fotográfico. Imposible recordar el menor detalle… real.
– ¿Ha venido por Reverdi?
Marc se volvió. Una silueta se recortaba a contraluz en el hueco de la puerta. La pregunta le sorprendió: relacionarlo con el caso de Papan le parecía un poco apresurado.
– ¿No soy el primero? -aventuró.
– Ni el último, me temo -dijo el hombre, acercándose-. Su detención ha despertado curiosidad. -Tendió la mano por encima de los ordenadores rotos-. Rouvères, jefe de redacción.
Su mano tenía más o menos la consistencia de los legajos que los rodeaban. Marc no pensaba que pudiera existir una caricatura semejante. Rouvères era un espécimen perfecto de ruina colonial, como los que aparecen en las novelas de aventuras del siglo pasado. Habría podido ser el dueño de una plantación arruinado, un traficante de objetos de arte o un antiguo oficial de Indochina.
Aunque no era demasiado mayor, los años de alcohol habían contado el doble, incluso el triple. Un viejo de cincuenta años, de piel gris y medio calvo. Marc observó que llevaba la bragueta abierta y los botones de la camisa mal abrochados. Un bonito modelo de francés de exportación.
Marc se presentó y luego pasó al ataque procurando ser lo menos preciso posible:
– ¿Qué puede decirme sobre el caso?
– Muchas cosas -dijo Rouvères con una sonrisa de vanidad-. Sin duda soy el mejor especialista en el caso en Phnom Penh. Desgraciadamente, no puedo pasarme la vida informando a los visitantes.
– Entonces…
Rouvères acentuó su expresión satisfecha.
– Responderé a tres preguntas, las que usted quiera. Como en los cuentos infantiles. Seré el «genio bueno» de la lámpara -dijo balanceando la cabeza.
El genio bueno tenía unas bolsas tan grandes en los ojos que Marc experimentó el súbito deseo de traspasarlas con una jeringuilla solo para ver qué elixir contenían. No resultaba difícil de adivinar: whisky o coñac.
Se concentró para encontrar la pregunta adecuada, la más eficaz. Siguiendo un impulso, dijo:
– Quisiera ver una foto.
– ¿Una foto?
– Un retrato de Linda Kreutz cuando estaba viva.
Su petición era absurda; ya había visto el rostro de la víctima y eso no le aportaría nada. Pero tenía ganas de conocerla mejor.
– Ningún problema.
Rouvères pasó por encima de los viejos PC y las sillas rotas, como un pescador provisto de altas botas en una marisma. Consiguió llegar a la pared de enfrente, donde se alzaba un armario metálico. Lo abrió y dejó a la vista unos estantes cargados de sobres de papel kraft.
Hojeó los montones y sacó una foto. Marc permaneció de pie mientras contemplaba el retrato. Recordaba la primera fotografía, encontrada por Vincent, medio borrada y como aplastada por el grano de la impresión. Esta vez tenía una foto de verdad, clara y en color, de formato 21 X 29,7.
Linda Kreutz posaba con un joven monje que llevaba una túnica de un naranja vivo. La misma sonrisa los unía el uno al otro, como una cinta de seda alrededor de dos flores. Ella llevaba unos anchos pantalones árabes, unas sandalias de cuero y una camiseta corta sin mangas. Un look encantador de joven alternativa.
Pero era su rostro lo que provocaba un verdadero arrebato de ternura.
Una tez pálida, lechosa, salpicada de pecas. Su melena roja y vaporosa se le comía la cara y le daba el aspecto de un animalito escondido, a la vez travieso y temeroso. También tenía, en aquel momento, una expresión plena, feliz. Marc se puso a imaginar los sueños de esa chica que, a los veintidós años, se había marchado de la casa familiar, en Hamburgo. Sin duda había ido a Asia en busca de aventuras, de misticismo y también del gran amor.
Rouvères comentó con su voz ronca:
– Es una foto que apareció entre sus cosas, en el hotel de Siem Reap.
De pronto, Marc comprendió que su expresión radiante estaba dirigida hacia el objetivo. Hacia el que había hecho la foto. Con un estremecimiento, se dijo que quizá la imagen había sido captada por el propio Reverdi entre las ruinas de Angkor.
– Espero su segunda pregunta-dijo Rouvères.
Marc tenía que escoger esta vez una pregunta útil. Pensó en orientarla hacia su propio enigma: los Jalones de Eternidad. Pero cambió de opinión: aunque no lograba descifrarlos, esos términos constituían su ventaja, una baza personal; no debía hablar de ellos con un desconocido.
Recordó la última orden de Reverdi: «Busca el fresco». Quizá esa palabra no hiciera referencia a un verdadero ornamento, pintado o esculpido, sino más bien al dibujo de las heridas. El asesino le indicaba que observase las heridas de Linda Kreutz para que comprendiera de una vez el significado de los «jalones»… Antes incluso de considerar mejor esa hipótesis, dijo:
– Hábleme de las heridas.
– Sea más preciso en su pregunta.
– ¿Las heridas de Linda Kreutz eran simétricas? ¿Se podía identificar una especie de… dibujo en el cuerpo?
Rouvères pareció reflexionar, medio enterrado todavía entre los ordenadores desvencijados y las sillas rotas.
– El cuerpo había estado varios días en el río -dijo por fin-. Se hallaba en muy mal estado.
– Pero el agua no pudo borrar las heridas.
– El agua no, pero las anguilas sí.
– ¿Las anguilas?
– El cuerpo de Linda estaba lleno de anguilas de agua dulce. Se habían metido en el vientre a través de la boca, del sexo y también de las heridas. El cuerpo…, puesto que le interesan los detalles…, estaba destripado desde el interior. ¿Cuál es la última pregunta?
Otro callejón sin salida. Solo le quedaba una posibilidad de sonsacarle una revelación al borracho. Rouvères pareció notar la indecisión de Marc. Rebuscó entre los legajos y extrajo varios números de Cambodge Soir.
– Tome -dijo, tendiéndole los periódicos-. Es la serie de artículos que dediqué al caso. El descubrimiento del cuerpo. La detención de Reverdi. Los hechos convergentes de la investigación. Todo está aquí. Antes de desaprovechar su última oportunidad, lea todo esto. Puede volver mañana.
Marc no tenía tiempo. Cogió los ejemplares y los miró intensamente, como si una simple mirada pudiera permitirle asimilar su contenido. Se le ocurrió una idea.
– Deme una respuesta -dijo.
– ¿Qué quiere decir?
– Una respuesta escogida por usted. La que de verdad pueda serme útil.
Rouvères desplegó una amplia sonrisa. Las bolsas de sus ojos se arrugaron.
– Eso es hacer trampa, amigo.
– Imagine que yo le he hecho la pregunta.
El redactor se echó ligeramente hacia atrás, como para considerar mejor la propuesta. Tras un largo silencio, murmuró:
– En este asunto, el verdadero misterio es: ¿por qué dejaron en libertad a Reverdi? Los resultados de la investigación demostraban su culpabilidad. Entonces, ¿por qué se dictó sobreseimiento?
Marc no se esperaba esa orientación jurídica. Recordaba las explicaciones del abogado alemán. La incompetencia de los jueces. La instrucción chapucera. La situación política.
– Por el contexto del país, ¿no?
– Sí, pero solo en parte. Reverdi fue exculpado gracias a un testimonio.
– ¿Quiere decir una coartada?
– No, un aval moral. Una personalidad importante declaró en su favor.
Marc no había oído hablar nunca de eso.
– ¿Quién?
– Una princesa. Un miembro de la familia real.
– ¿La princesa Vanasi?
El nombre había salido automáticamente de sus labios. De todas las figuras principescas que había conocido, esa era la que más le había marcado. Una leyenda viva. Rouvères le dirigió una sonrisa de admiración.
– Hice un reportaje sobre la familia real hace unos años -explicó Marc.
Rouvères asintió con la cabeza.
– Conoció a Reverdi en Angkor durante una campaña de rehabilitación. Vino a testificar. Describió a un hombre entregado, culto, generoso. Ese retrato invirtió la postura del tribunal. Aquello equivalía a una amnistía real. Vaya a verla. Su punto de vista es… inesperado.
Las dos de la tarde.
Cuando abrieron las puertas del Palacio Real, Marc pagó la entrada para visitarlo. La mejor tapadera: la piel del turista anónimo. Incluso había comprado una bolsa de lona de esas que se llevan colgadas del hombro para acentuar su apariencia inofensiva.
No tenía elección. Le había ocultado un detalle a Rouvères: estaba desacreditado ante la familia real. Como siempre, al publicar el reportaje no había cumplido sus promesas de discreción. Era muy posible que su nombre figurase en la lista negra del servicio de protocolo. Así pues, había ideado un plan audaz para ver a la princesa, que vivía en la zona privada del palacio.
Marc siguió al tropel por una estrecha alameda hasta la gran entrada del recinto real: una explanada inmensa, cubierta de césped, salpicada de templos y de pabellones dorados cuyos tejados el sol parecía espolvorear de un polen de luz.
Adelantó a los otros turistas, que se detenían delante de todas las pagodas, y llegó a una galería calada.
A cubierto del sol, se acercó a las torres del pabellón Chanchaya, donde tenía la esperanza de encontrar a la princesa. Una muralla cerraba esa parte. Siguiendo la galería, buscó un paso, una puerta.
Vio una doble puerta de madera entreabierta, con una cadena para cerrar el paso y ante la que montaban guardia dos soldados. Marc se puso a la sombra de una columna y se armó de paciencia. Antes o después, habría un momento en que se relajaría la vigilancia.
Se sentó apoyado contra el pilar y fingió leer la guía. Dejó vagar su pensamiento. No quería seguir dándole vueltas a la investigación: demasiadas preguntas e insuficientes respuestas. Ni siquiera sabía por qué estaba intentando ver a la princesa Vanasi. Quizá por simple placer.
Cerró los ojos y rememoró al personaje.
Su primer encuentro había sido un momento inolvidable.
Vanasi había sido criada por su tía abuela, la reina Sisowath Kossomak, responsable del grupo de «danza celeste». Al crecer junto al pabellón Chanchaya, donde se entrenaban las bailarinas, la niña había desarrollado una verdadera pasión por esa disciplina, para la que demostró poseer unas dotes únicas. A los dieciséis años se había convertido en la primera bailarina del ballet. Era mucho más que una artista: una figura divina que desempeñaba el papel de intercesora entre la familia real y los dioses. En esa época la llamaban Apsara, nombre de la principal divinidad de la cosmogonía jemer.
Después, en 1970, se produjo el primer golpe de Estado y se vio obligada a exiliarse. Primero en China y después en Corea del Norte, mientras los jemeres rojos tomaban el poder y mataban a la mitad de la población de su país. Años más tarde había regresado a la frontera de Tailandia, a los campos de refugiados, para enseñar danza a su pueblo. En los años noventa, su familia había podido volver a Phnom Penh. Era entonces cuando había conocido a Reverdi.
El nombre del asesino interrumpió el hilo de sus recuerdos. Maquinalmente, dirigió la mirada hacia el portón. Había pasado una hora. Los dos guardias ya no estaban. Cogió la bolsa mientras se levantaba y entró en los jardines prohibidos.
El nuevo pórtico estaba lleno de plantas floridas. El tenue silbido de los aspersores sustituía el murmullo de los turistas. El pabellón Chanchaya estaba a cincuenta metros escasos.
Se dirigió hacia el gigantesco saledizo de piedra, sobre el que se alzaban agujas y cuernos de oro. Al subir la escalera, se sintió tan impresionado como la primera vez. El espacio, expuesto al viento y al sol, estaba absolutamente vacío: una simple superficie de mármol, estriada por la sombra oblicua de las finas columnas y protegida por un techo pintado en el que aparecían representados los dioses y los demonios de la danza jemer. Se oía, más allá de la terraza, el rumor de los vehículos que circulaban abajo, por el bulevar Charles-de-Gaulle.
Marc avanzó. Al fondo, un altar sostenía un gran buda, enturbiado por el humo de las varitas de incienso. Un olor a cobre, mezclado con las fragancias acres de la madera de sándalo, planeaba a la luz pigmentada. Se acercó más: al pie de la estatua, los tocados metálicos de las bailarinas descansaban sobre unos trípodes. Todo parecía sumergido en la misericordia dorada del buda.
Se oyó un crujido a su derecha.
Ella estaba allí, acodada en la balaustrada, con la mirada vuelta hacia la calle.
Frágil, minúscula, envuelta en una larga tela azul. Marc recordaba que el azul era un color real. La princesa era la única persona que podía llevar ese color dentro del recinto del palacio. Pero lo que llamaba la atención era la textura de la tela: una seda rígida con hilos de oro, cuyos pliegues parecían romperse y difundir un resplandor raro.
Marc tosió. Ella echó un vistazo por encima de su hombro y no manifestó ninguna sorpresa.
– Alteza -dijo él en francés, esbozando una reverencia ridícula-, me he permitido… Bueno, no sé si se acuerda de mí, soy periodista, me llamo…
– Me acuerdo de usted.
La princesa se volvió completamente y se apoyó en la barandilla con las manos cruzadas tras la espalda.
– Nos había prometido un largo artículo en el Figaro Magazine. Nos encontramos en Voici, con la lista de los gastos diarios de nuestra familia. El artículo se titulaba «Vida palaciega en Camboya».
Hablaba un francés perfecto, sin el menor acento. Marc se inclinó de nuevo.
– No me guarde rencor. Yo…
– ¿Tengo cara de guardarle rencor? ¿Por qué ha vuelto? ¿Otro artículo sobre mi vida privada?
Marc no respondió. Vanasi era idéntica a como la recordaba. Facciones duras, impasibles. Ojos muy negros, apenas rasgados. Su expresión era grave, lejana. Pero un destello, la línea de un relámpago entre las nubes, atravesaba también sus iris oscuros. Algo exaltado que parecía levantar ligeramente sus pestañas.
– Estoy investigando sobre Jacques Reverdi -dijo finalmente, intuyendo que debía ir directo al grano-. Usted declaró en su favor durante el proceso.
Ella confirmó con la cabeza. Parecía cada vez menos sorprendida.
– Vengo de Malaisia, donde está encarcelado por el asesinato de una chica. Su culpabilidad no ofrece ninguna duda. Y creo que tampoco ofrecía ninguna duda aquí, en Camboya.
Vanasi permaneció en silencio, mirando distraídamente los jardines que se extendían detrás de Marc. Este intentó provocarla, -Si no hubiera sido puesto en libertad en 1997, una mujer seguiría viva en Malaisia.
Ella acabó por dar unos pasos a lo largo del balcón. El vestido le llegaba hasta los pies. Parecía deslizarse sobre el mármol.
– Recuerda mi historia, ¿verdad? -La pregunta no esperaba ninguna respuesta-. Lo tuve todo y lo perdí todo… -Esbozó una sonrisa mientras acariciaba con la mano la balaustrada-. Fui princesa, bailarina, criatura divina. Conocí los fastos reales, la vida de estrella. Después sufrí el exilio. La tristeza de Pekín. El alucinante régimen de Corea del Norte, donde mi tío rodaba sus películas.
Marc recordaba ese detalle insólito. Aparte del poder político, el príncipe Sihanouk solo tenía otra pasión: el cine. Rodaba películas, melodramas románticos. Obligaba a actuar a ministros y a generales, así como a los embajadores occidentales para hacer los papeles de «extranjeros».
– Descubrí la locura asesina -continuó Vanasi-. El genocidio de los jemeres rojos. No estaba aquí para verlo, pero sabía lo que pasaba. El éxodo. El hambre. Los trabajos forzados. Las matanzas de bebés a bayonetazos, de hombres y mujeres apaleados y abandonados en los pantanos. En 1979 vine a los campos, en la frontera tailandesa. Quería estar junto a mi pueblo.
»Dijeron que había vuelto para enseñar danza, para despertar las conciencias, para salvar nuestra cultura. Era falso: había vuelto simplemente para morir con los míos. Éramos cerca de un millón, perdidos en la jungla sin medicinas ni alimentos. ¿A quién le preocupaba en ese momento la danza jemer?
»Fue más tarde, en los años noventa, cuando regresé a Camboya y me concentré en la salvaguarda de nuestra cultura, especialmente en Angkor. Jacques Reverdi trabajaba con los que limpiaban los campos de minas.
Hizo una pausa y prosiguió con voz soñadora:
– Se pasaba veladas enteras hablándome de la apnea. De sus inmersiones en las profundidades del mar, de la memoria de los corales, de la inteligencia de los mamíferos marinos. También le apasionaba la arquitectura de los templos. Era un ser… raro.
Marc pensaba en las heridas ordenadas de Pernille Mosensen. En las anguilas que se habían introducido por las heridas de Linda Kreutz. ¿Cómo podía esa mujer ofuscarse hasta ese extremo?
– Bastó que fuera a contar eso para que retiraran la acusación -añadió en un tono seco-. No hay nada más que decir.
– Tengo entendido que fue sobre todo su presencia lo que inclinó la balanza. El hecho de que se desplazara personalmente para abogar en su defensa.
– No. Los cargos no se sostenían. No había pruebas directas. No se puede condenar a un hombre mientras persista la más mínima duda.
– Y ahora, ¿qué piensa?
Ella dirigió la mirada hacia el bulevar. El estruendo de la ciudad se elevaba.
– No puedo imaginar que sea él.
– Alteza, es un delito flagrante. Lo encontraron en Papan junto al cuerpo.
– Entonces, no estaba solo.
Marc se estremeció.
– ¿Cómo?
– Hay otro hombre.
Marc se quedó sin respiración. Se apoyó en una columna.
– Alguien le dicta sus actos -dijo ella alzando la voz, al tiempo que se acercaba-. O actúa en su lugar. Un alma maldita que posee una influencia total sobre él. Nadie puede quitarme esa idea de la cabeza. Jacques Reverdi no puede ser el único culpable.
Marc estaba anonadado. Bajo su cráneo, la blancura del sol se transformaba en relámpago azul, mostrando de pronto abismos hasta entonces sumidos en la oscuridad. Recordó que Reverdi siempre había preferido hablar del asesino en tercera persona. ¿Y si ese «Él» existía realmente?
Pensó de nuevo en el gran ausente de la historia: el padre de Jacques. ¿Y si aún vivía? ¿Y si era un asesino, como suponía la doctora Norman, pero en la vida real, no en la imaginación del apneísta?
Marc descartó esas hipótesis. Debía atenerse a sus pistas y a los mensajes del propio Reverdi.
Vanasi se dirigía hacia los jardines. Marc echó a correr para alcanzarla.
– Alteza…, una última pregunta.
– ¿Qué?
– ¿Sabe por qué a Reverdi le interesan las mariposas?
Ella se detuvo en seco.
– ¿Las mariposas? ¿Quién le ha dicho eso?
– Bueno, yo… Tenía la impresión de que en el bosque…
– ¿Las mariposas? No, no. A Jacques le apasionaban las abejas.
– ¿Las abejas?
– Las abejas y la miel. Sobre todo una miel muy rara. No recuerdo el nombre.
En la mente de Marc se agolparon varias imágenes. Los aborígenes en cuclillas al borde de la carretera, ofreciendo miel en botellas de Coca-Cola. La terraza de Wong-Fat, donde algunos frascos contenían ese líquido dorado. Tenía la verdad delante de los ojos y no había sido capaz de verla.
«Los Jalones que Vuelan y Pululan.»
«Busca en el cielo.»
Las abejas.
La miel.
Preguntó, con la garganta seca:
– ¿Dónde compraba esa miel? Quiero decir aquí, en Camboya.
– No estoy segura… En Angkor, creo. Allí hay un famoso apicultor. Lo llaman el Señor de Oro.
Los puntos se unían como una figura geométrica perfecta.
La miel.
Angkor.
Linda Kreutz.
Marc se despidió precipitadamente de la princesa y se marchó corriendo, estrechando la bolsa contra sí. Durante un breve instante, estuvo tentado de saltar por encima de la balaustrada y aterrizar directamente en el bulevar.
Vuelo interior, destino Siem Reap.
En un estado de sobreexcitación.
Cuarenta minutos en el aire, con los ojos clavados en el bloc escribiendo sus conclusiones. O más bien sus hipótesis.
Al asesino le apasionaba la miel. Y la sangre de Pernille Mosensen estaba anormalmente azucarada. Había muchas razones para creer que Reverdi hacía ingerir a sus víctimas una cantidad considerable de miel. ¿Por qué? No sabría decirlo, pero presentía que esa sustancia desempeñaba un papel purificador en la ceremonia.
Lejanamente, todavía planeaban en su cabeza las palabras de Vanasi sobre la «rareza» de Reverdi. Su discurso panteísta. La miel pertenecía a ese universo. Anotó: «No bebe la sangre de sus víctimas. Les da miel para purificarlas, acercarlas a la naturaleza. La sangre endulzada envuelve a la víctima como el líquido amniótico protege al feto». El apneísta se perfilaba cada vez más como un «asesino ecologista».
Ecologista.
Y místico.
Marc percibía en la propia naturaleza de la miel una proximidad, un parentesco con cierta poesía religiosa, muy antigua, que conocía bien por haberla estudiado durante la carrera. Una poesía que podía presentar un doble sentido erótico. El gran ejemplo era el Cantar de los Cantares. Marc garabateó en una esquina de la página una cita de la obra:
Tus labios, esposa mía,
son como un rayo que destila miel.
Se sabía de memoria ese texto bíblico, que recurría constantemente a las metáforas líquidas: la sangre, el vino, la leche, la miel… Y también a los perfumes procedentes de la naturaleza: mirra, azucena, incienso… Del mismo modo, Reverdi celebraba su unión con su víctima gracias a unos elementos esenciales, primordiales.
Era un acto de amor.
Una ceremonia a la vez cósmica y erótica.
Marc escribía con mano trémula: «Informarse también sobre los procesos fisiológicos relacionados con la miel». ¿Qué cantidad había que ingerir para que la sangre alcanzara el índice de glucosa que tenía la de Pernille Mosensen? ¿Cuánto tiempo tardaba en digerirse? ¿Tenía Reverdi prisioneras a sus víctimas varios días? ¿O solo unas horas?
Le faltaba descubrir, sobre todo, por qué Reverdi asociaba los términos «jalones» y «eternidad». ¿Qué relación había entre las abejas y el infinito?
Una cosa era segura: esas palabras ocultaban un acto de crueldad. La miel daba origen a una tortura específica. Wong-Fat, el vendedor de insectos, había dicho: «Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas». Pero el chino desconocía el detalle de la sangre azucarada, no publicado en la prensa. Y sin embargo, había comprendido la función de la miel en el sacrificio. ¿Por qué?
El contacto del tren de aterrizaje con el asfalto penetró en sus huesos como un rayo de muerte.
Siem Reap era la continuación lógica de Phnom Penh.
Al menos por lo que podía ver en plena noche. Grandes árboles de hojas fatigadas; polvo gris que, a la luz de los faros del coche, adoptaba un matiz plateado; edificios chatos, compactos, austeros.
En el centro de la ciudad, se detuvo en el primer hotel que encontró. El Golden Angkor Hotel. Quince dólares la noche, con el desayuno incluido. Aire acondicionado. Y una limpieza absoluta.
Cuando Marc entró en su habitación, apreció las paredes claras, el lino impecable, el olor a limpio. Pensó en una galería de arte contemporáneo. Con el enorme ventilador en el techo a modo de escultura expuesta.
Un espacio puro.
Un espacio de reflexión.
Era cuanto necesitaba.
Retomó el hilo de sus pensamientos tumbado en la cama. Las preguntas continuaban girando, incansablemente, dentro de su cabeza. Pero, antes de nada, ¿debía escribir un e-mail a Reverdi? No. Más vaha esperar a ir a Angkor y ver al apicultor. Entonces Élisabeth demostraría que había sido capaz de aprovechar su segunda oportunidad.
Apagó la luz. Otras ideas se abrían camino. Como esa teoría del segundo hombre. Vanasi había conseguido introducir la duda en su mente. Marc no podía descartar la posibilidad de que existiera un cómplice.
El enigma del padre se planteó de nuevo. ¿Era posible que existiera en alguna parte un padre criminal que hubiese influido en Reverdi, que lo hubiese formado, o incluso ayudado en sus crímenes? La bailarina real había dicho: «Él no es el único culpable». Y el doctor Alang, refiriéndose al contenido de la cinta de vídeo, había comentado: «Habla del asesinato como si hubiera sido testigo, y no el autor», Marc oía aún la vocecita de Reverdi convertido en niño: «Escóndete, viene papá».
Marc sacudió enérgicamente la cabeza. No. Imposible. Debía abandonar esa teoría absurda. Ya había pasado un mal rato imaginando al abogado pervertido, el tal Jimmy, convertido en el brazo armado de Jacques. No iba a inventarse ahora a un padre diabólico que podría estar siguiéndole los pasos.
Guardó todos sus delirios en un rincón de su cabeza y cerró los ojos con este pensamiento tranquilizador:
Jacques Reverdi estaba solo.
Y él, contando a Élisabeth, era dos.
A la mañana siguiente, Marc alquiló un scooter: las ruinas de Angkor estaban a cinco kilómetros. Atravesó Siem Reap, vasta ciudad de provincias que no tenía rasgos particulares, y llegó a una barrera con peaje que marcaba la entrada al yacimiento arqueológico.
Antes de entrar, Marc tomó un desayuno asiático: un gran cuenco de tallarines templados, con trozos de buey y láminas de zanahoria fríos. Con el estómago lleno, pagó el diezmo a los guardias adormilados y preguntó por el apicultor. Los hombres asintieron con la cabeza levantando el pulgar: «Honey very good».
Marc siguió la carretera entre la maleza gris. Era absolutamente recta, sin ramificaciones ni curvas; una simple pista asfaltada, abierta en el bosque, para llevarte «allí».
Se cruzó con algunos campesinos en bicicleta, enterrados bajo haces de palmas. Vio chabolas donde vendían gasolina en botellas de whisky; elefantes preparándose para una ruda jornada de paseos turísticos. Contemplaba sobre todo los grandes árboles plateados, cuyos nombres había leído una vez más en su guía: banianos, ceibas, bananos…
Una curva lo sorprendió. Más bien un ángulo recto, que se estrellaba contra un río inmóvil, alfombrado de nenúfares. Marc se detuvo y escrutó las aguas estancadas. Ningún cartel. Ningún transeúnte. Percibió -pura intuición- que algo se perfilaba a la izquierda, detrás de la línea de árboles, pasado el primer meandro del río.
Cambió de marcha y avanzó en esa dirección. La carretera estaba cada vez más seca, más polvorienta. Pequeñas hojas rascaban el suelo. La vibración del motor se mezclaba con su frotamiento contra el asfalto. Marc no paraba de lanzar miradas hacia la orilla de enfrente, presintiendo que una presencia iba a aparecer.
Entonces vio, de repente, rematando la superficie de los nenúfares y la franja verdeante del follaje, las torres legendarias de Angkor Vat. Cinco mazorcas de maíz de contornos cincelados, dispuestas en abanico, que en la memoria colectiva se habían convertido en el símbolo absoluto de los templos nacidos en la selva.
Al principio Marc se quedó desconcertado. Como sucede siempre ante un cuadro demasiado famoso, no encontraba sus puntos de referencia. No reconocía la imagen que tenía en la cabeza. Todo aquello parecía falso. Desentonaba. Luego, casi inmediatamente, lo invadió la sensación contraria: una familiaridad natural se asentó en su conciencia, como si hubiera vivido siempre junto a esos edificios.
No se detuvo. Según el plano, faltaba aún bastante para llegar al Bayon, el otro templo importante, en cuyas inmediaciones el apicultor tenía sus colmenas. Siguió la pista, invariablemente recta y desnuda, junto al río.
Al cabo de diez minutos apareció, al final de un puente de piedra, una puerta monumental bordeada de guerreros y dragones. Una pesada ojiva, construida con bloques verdosos y coronada por un inmenso rostro plácido cuya sabiduría y dulzura parecían salir de sus labios sonrientes como si fuera vaho.
Al otro lado no estaba la ciudad, sino que continuaba el bosque. Marc seguía avanzando. Las dimensiones del yacimiento eran vertiginosas. La selva, alta, despejada, parecía interminable. Marc saboreaba el paisaje aspirando el aire soleado. Admiraba los altos troncos cenicientos, la inmensa fronda que se abría ante él como manos en señal de bienvenida.
Al poco, los árboles parecieron quedar clavados al final de la carretera. Marc creyó que era un efecto de la luz. Pero no: aunque él se acercaba, las copas se negaban a alejarse, y las hojas habían dejado de moverse. Ahora dibujaban trazos, curvas, ornamentos. Piedra. El primer templo, tallado en el bosque, estaba a la vista. Torres y terrazas aparecían al fondo de la espesura. Marc revisó su impresión. Rostros. Rostros a flor de jungla… Cada rasgo de laterita, cada bloque de gres revelaba una frente, una mirada, una sonrisa. El templo se aproximaba a él como una procesión de dioses, tranquila y lenta.
Había llegado. El Bayon, conocido como «el bosque de los rostros». Marc recorrió su contorno. En el tercer lado vio, arriba de los escalones, un muro esculpido. Detuvo el scooter y se acercó, pasando por encima de los cientos de bloques caídos y esparcidos por el suelo.
Esa fachada era de una complejidad extraordinaria: había varias terrazas escalonadas, y cada una de ellas sostenía decenas de rostros con diferentes expresiones, miradas y coronas. En los huecos aparecían bailarinas, se recortaban guerreros. Todo estaba tallado, labrado, cincelado.
Marc, con su bolsa de turista al hombro, pensaba en los artistas que habían esculpido esas maravillas. Tenía la impresión de penetrar en su cerebro. Como si cada detalle, cada rincón revelara un aspecto de su conciencia, de su exigencia, de sus obsesiones. Esa reflexión le recordó a Reverdi y su poder nocturno.
«Busca el fresco.»
Ese era el lugar que indicaba. Se trataba de esos bajorrelieves en escalera, cuyos soldados «miraban» el terreno del apicultor.
Sí, estaba seguro, la miel ya no se encontraba lejos.
Marc encontró la granja en el eje del bajorrelieve, a cincuenta metros, detrás de un grupo de altas ceibas. Dos edificios sucios, dispuestos en forma de L, cuyos tejados estaban cubiertos de hojas secas. Un cartel anunciaba con orgullo: laboratorio de bosque. A la izquierda, decenas de cajas de madera: las colmenas. Alrededor de ellas zumbaban nubes de abejas.
Críos con aspecto de gatos salvajes bailaban, giraban, correteaban entre las colmenas, rivalizando en rapidez con los insectos. Marc vio entre la horda una figura no más alta que las demás pero que parecía mucho mayor. El Señor de Oro. Viéndolo, el sobrenombre parecía exagerado. Un esqueleto canijo, con la cabeza envuelta en un sarong viejo y manchado de laterita. Sobre este, un sombrero de paja sujetaba un trozo de red verde de ping-pong que le caía por delante de la cara.
El hombre se acercó a Marc apartando el velo de un rostro quemado y surcado de arrugas. Los niños lo acompañaban. Uno llevaba unos zapatones sin cordones, otro una chaqueta de falso tweed abrochada con un cordel, otro un impermeable sobre el torso desnudo. Todos llevaban la misma red verde delante de los ojos. Los olvidados en versión asiática. Cuando estuvieron delante de Marc, levantaron al unísono su protección y dejaron al descubierto la misma mirada de malicia.
Marc se presentó en inglés. El apicultor debió de notar su acento y contestó en francés. Un francés de la vieja escuela.
– Encantado, señor. Yo me llamo Som.
En su semblante, en forma de piña, brillaba un reflejo socarrón. Los niños no paraban de parlotear a su alrededor y de empujarlo. Él se echó a reír: la mitad de sus dientes eran de oro.
– Y estos son hijos y nietos míos. Pasada cierta edad, vivir sin niños es quedarse completamente seco. Es muy triste vivir solo para uno mismo, ¿no le parece?
Marc asintió sin convicción. Los últimos niños a los que se había acercado descansaban en cajones de acero inoxidable, en un depósito de cadáveres. Asesinatos. Pederastia. Incesto. La retahíla habitual.
Para evitar cualquier pregunta sobre su propia familia, habló inmediatamente de la muerte de Linda Kreutz sin parar de mover los brazos para ahuyentar a las abejas. La escena le recordaba las Cameron Highlands: estaba dando vueltas en el mismo círculo.
– Esa chica… -dijo, haciendo una mueca, el apicultor-. Es muy triste, mucho. Pero ¡qué jaleo se organizó! ¿Sabe cuántos asesinos continúan en libertad en Camboya?
Marc puso cara de circunstancias. Esperaba los inevitables lamentos sobre el genocidio jemer, pero se equivocaba: Som no era un aguafiestas. Se quitó los guantes y preguntó:
– ¿Viene a hacerme preguntas sobre Jacques Reverdi?
Su francés presentaba algunas lagunas, pero su mente no. Marc asintió con la cabeza, observando que las manos del viejo, manchadas de laterita, ofrecían toda la gama de los rojos y los marrones, desde el ocre hasta el naranja pasando por las diferentes tonalidades de carmín. Las abejas y los niños habían desaparecido. Los pájaros estaban ahora a sus anchas.
– No puedo decirle nada sensacional -prosiguió, sacudiendo los guantes contra uno de sus brazos-. Yo apreciaba mucho a Jacques. Venía a verme cuando trabajaba en Ba-Phuon.
Marc no estaba dispuesto a escuchar más elogios.
– ¿Sabe que lo han pillado en flagrante delito de asesinato en Malaisia?
El anciano sacudió enérgicamente su sombrero de paja. Todos sus movimientos despedían un olor dulzón, ligeramente empalagoso.
– Sí, pero me cuesta creerlo. Sobre todo el método. Tan salvaje… Jacques es un hombre muy reflexivo, muy… -se apuntó con los dedos rojos el pecho- interior.
Marc no deseaba evocar otra vez las múltiples personalidades del asesino. Adoptó un tono firme:
– Oiga…
– No, oiga usted. Jacques, gran hombre para la meditación. La apnea le había aportado tranquilidad espiritual. ¿Sabe cómo se practica la meditación?
– No.
El viejo levantó el índice y lo hizo girar.
– Esta noche, en su habitación, observe el ventilador. Las palas giran tan deprisa que no es posible distinguirlas. El cerebro humano igual. Nuestros pensamientos van demasiado deprisa. Imposible desenredarlos. -Ralentizó el movimiento-. Pero detenga el ventilador. Mire cada una de las palas a medida que se van precisando, encuentre su forma… Haga lo mismo con su mente. Separe una idea de las demás. Obsérvela desde todos los puntos de vista. Ese es el papel de la meditación. Transformar el pensamiento en objeto fijo.
Marc suspiró.
– ¿Qué relación tiene eso con Reverdi?
– Él era el campeón. El maestro. Podía aislar una idea, considerarla bajo todos sus aspectos. La apnea le dio poder.
Un ruido extraño, que persistía bajo el piar de los pájaros, distrajo a Marc. Un susurro languideciente que, ahora se daba cuenta, sonaba desde que había llegado.
Volvió la cabeza y vio, detrás de él, a la derecha de las colmenas, un muro de pequeñas hojas prietas, muy verdes, muy ligeras, que se movían como olas. Bambúes. Ese «laboratorio de bosque» incluía un campo de bambúes.
Huyendo de ese murmullo, se dirigió a un mostrador sobre el que había botellas y tarros pegajosos y dorados. Debía volver al objeto de su visita.
– ¿Es esta miel la que Reverdi le compraba?
El apicultor se acercó.
– No. Eso, miel para comer. Jacques compraba miel para curar.
– ¿Para curar?
Con su mano roja, el hombre cogió un frasquito.
– Miel muy rara, que cierra las heridas. -Apretó el índice contra el pulgar-. Coagula la sangre. ¿Cómo se dice en francés? He… mos… tá… ti… ca.
Marc le quitó el frasco de las manos. Estaba pringoso. Unas abejas seguían revoloteando alrededor.
– ¿Esta miel permite pegar carne desgarrada?
– La mejor para cicatrizar. Reverdi la compraba para las heridas producidas por el coral. Normalmente tardan mucho en cicatrizar. Con esto, ningún problema… Lo pone sobre la herida. La miel se seca, los vasos y la piel se cierran. En unos segundos. No hay nada mejor.
Marc tenía la impresión de estar cayendo en el interior de sí mismo.
Escrutaba los reflejos del cristal como si fuese el fondo del crisol de un alquimista. Las palabras de Wong-Fat azotaban su memoria: «Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas». Y había añadido: «Sobrepasa el entendimiento».
Marc estuvo a punto de echarse a reír.
Y de dejarse llevar por el espanto.
Sí: aquello sobrepasaba el entendimiento.
Marc acababa de entender también la atrocidad del rito.
Modus operandi.
Circulando deprisa con el scooter, Marc analizaba su descubrimiento.
Como punto de partida, la reflexión del doctor Alang: ¿por qué el asesino había practicado veintisiete heridas para sangrar un cuerpo que, después del segundo corte, estaba completamente vacío?
Respuesta: porque la sangre aún no había manado.
Reverdi, después de practicar cada incisión, cerraba inmediatamente la carne con ayuda de la miel hemostática. Abría una herida y la cerraba con el líquido, que se secaba en el acto. Cuando había acabado su obra, liberaba la sangre de una sola vez.
¿Cómo?
Con una llama.
Acercando una vela o un encendedor, licuaba la miel que había pegado la carne. Entonces, las heridas se abrían y la sangre manaba toda a la vez.
Marc tenía la prueba de esta última maniobra. Las señales de quemaduras qué él mismo había visto en las imágenes. Alang suponía que la utilización del fuego tenía como objeto impedir que la sangre se coagulara. Estaba equivocado: el calor servía para fundir la miel.
Esto permitía desentrañar otro misterio: la presencia del azúcar en la sangre. Desde el principio, Alang creía que esa sangre había sido enriquecida con azúcar, mediante alimentos, en el interior del cuerpo. Pero lo que se había producido era lo contrario: el azúcar y la sangre se habían mezclado en el exterior de la carne, al fundirse la miel y disolverse con la hemoglobina que manaba de las heridas.
Marc apretaba el manillar. La carretera se enturbiaba ante sus ojos. Ya tenía todas las respuestas a las preguntas de Reverdi. Comprendía todas las palabras, todas las comas de su lenguaje esotérico.
¿Jalones que «Vuelan y Pululan»?
Heridas cubiertas de miel, «habitadas» simbólicamente por las abejas.
¿Jalones «de Eternidad»?
Cortes que se abrían sobre la muerte, con un tiempo de retraso.
¿No había escrito Reverdi, a modo de indicio: «Solo hay una forma de contemplar la eternidad: retenerla por unos instantes»?
Sí, gracias a la miel, Reverdi retenía la muerte.
Retenía el líquido vital para liberarlo mejor, de una sola vez.
Y transformar a su víctima en una fuente de sangre.
En su habitación, la luz de mediodía se proyectaba sobre las paredes blancas con una violencia insoportable. Corrió las dobles cortinas de un tirón. La penumbra lo calmó. Las telas tostadas solo difundían un halo anaranjado, un color de té. Sacó el ordenador de la cartera, pero en el momento en que lo abría tuvo una alucinación.
En la pared que quedaba frente a la cama vio, como en una pantalla de cine, la escena del asesinato de Linda Kreutz. Se derrumbó sobre la cama y no apartó los ojos de la terrorífica proyección.
La ceremonia de Jacques Reverdi.
Era una cabaña.
Una choza con el techo de palmas y las paredes trenzadas. Al fondo, en la sombra, estaba la chica atada en una silla, desnuda. Se debatía, pero no lograba moverse ni un centímetro ni desplazar la silla, soldada al suelo. También intentaba gritar, pero una mordaza la reducía al silencio. Solo sus cabellos vaporosos se agitaban sin ruido, como un estandarte desesperado.
Marc no habría sabido decir por qué, pero «veía» velas colocadas delante de ella, formando un semicírculo en el suelo. El punto de vista se desplazó lateralmente y Reverdi apareció en el campo visual, desnudo también, sentado con las piernas cruzadas en el suelo, al otro lado de las llamas palpitantes. Parecía en actitud devota, de oración.
De pronto, se levantó de un salto. En su mano derecha se materializó un cuchillo de submarinista que el reflejo de las velas convirtió en un tallo de oro. Apoyó la punta bajo la clavícula derecha de Linda. La piel, comprimida por las ataduras, se abombaba y parecía invitar a la hoja. Él la clavó sin ningún esfuerzo.
Marc contuvo un gemido.
Reverdi mantuvo el arma dentro de la carne y, con la otra mano, acercó un pincel reluciente de miel. Embadurnó el contorno de la herida. Solo entonces tiró muy lentamente del cuchillo, al tiempo que retocaba la obturación aplicando toques azucarados. Cuando observó que la miel se secaba y soldaba los labios de la herida, lo extrajo por completo.
Indiferente a los gritos mudos de la mujer, a sus contorsiones inútiles, pasó a la herida siguiente. Otro Jalón de Eternidad a lo largo del Sendero de Vida. Luego pasó a otra más.
Marc lo veía todo en la pared. La claridad dorada de la cabaña. La sombra vacilante del asesino sobre las paredes trenzadas. Los dos cuerpos desnudos, chorreando de sudor, uno frente a otro en una sutil mezcla de sensualidad y religiosidad.
Marc ya no sabía si estaba dormido o despierto. No tenía conciencia del tiempo. De repente, se percató de que el cuerpo estaba preparado. Cubierto de incisiones, brillante de miel, pero sin una sola gota de hemoglobina. A punto de reventar, en todos los sentidos del término.
Lentamente, Reverdi dejó el arma y el pincel y cogió una de las velas. Con precisión y destreza, acarició las heridas una a una con la llama, haciendo que la miel se fundiera. En todas se formaban unas burbujas de oro en la superficie del corte y luego, al cabo de un segundo, la carne se entreabría y brotaba la sangre. Todo eso sucedía tan deprisa que él asesino parecía tener en la mano un rayo, un zigzag de luz.
Entonces, a la manera de un dique que se rompe como consecuencia de la fuerza de una crecida, el cuerpo de Linda Kreutz se abrió. La joven alemana abrió desmesuradamente los ojos al ver derramarse su propia sangre. Su piel bronceada estaba convirtiéndose en el territorio de una inundación alucinante. Nervaduras, arroyos, ríos… El jugo fluía, el cuerpo entero se oscurecía, se derramaba sobre las tablas del suelo, transformando la choza en una terrorífica caja de Pandora.
Marc fue corriendo al cuarto de baño. Vomitó su miedo, su asco, la fuerza de su visión. Vomitó su proximidad con el asesino. Vomitó al asesino, que ahora lo habitaba. Los espasmos lo levantaban del suelo. Se ahogaba, se asfixiaba, se moría…
Cayó de rodillas y apoyó la cara, de lado, en la taza del váter. El frescor de la loza le resultó infinitamente benéfico. Pero su rostro seguía ardiendo. Los vasos sanguíneos de sus sienes, que habían reventado, le producían un hormigueo en la superficie de la piel. Sin cambiar de posición, alargó un brazo hacia el lavabo y encontró a tientas el grifo. Hizo correr el agua y dejó la mano bajo el chorro.
Transcurrieron así largos minutos, durante los cuales el frío se extendió poco a poco por su organismo. Finalmente consiguió levantarse. Se mojó la cara y volvió a la habitación. El calor le pareció insoportable. Encendió el aire acondicionado y el ventilador mecánico, y en ese momento vio, a través de las cortinas, que era de noche.
Su delirio había durado toda la tarde.
Decidió darse una ducha.
Para recuperarse del todo.
Media hora más tarde, Marc estaba tendido en la cama, lavado, peinado… y con la mente despejada. O casi. Las ocho de la tarde. Si hubiera sido razonable, habría salido a comer algo, un buen plato de arroz, por ejemplo. Pero precisamente la idea de ingerir algo despertó su dolor de estómago. No, tenía una cosa mejor que hacer. Ahora debía escribir.
Al monstruo.
Al verdugo.
Encendió el ordenador, conectó el módem y se instaló en la cama. Había que desarrollar las conclusiones de Élisabeth con todo detalle. Lo había logrado, había comprendido lo ocurrido. A cambio, su «amado» debía darle más indicios.
Marc no debía dejar escapar al asesino.
Por eso decidió ir hasta el fondo.
Asunto: ANGKOR Enviado: jueves 29 de mayo, 20 horas.
De: lisbeth@voila.fr
A: sng@wanadoo.com
Amor mío:
Estuve a punto de perderte y creí volverme loca. Volviste a mí y se diría que una luz me llena de nuevo, me inunda de felicidad.
Pero tu ausencia tuvo una virtud. Creó en mí un desgarramiento que barrió las últimas escorias de mi mente y me permitió ver en el fondo de mi alma. Cuando creí que me habías abandonado, estaba desnuda, perdida, como ajena a mí misma. Entonces supe que el sentido de mi vida era seguirte… hasta el final.
Ahora sé que esta búsqueda es el viaje inesperado que dará sentido a mi vida. Una búsqueda que me enriquece, me exalta, me purifica y teje entre nosotros un vínculo único.
Amor mío, me has dado otra oportunidad y yo la he aprovechado. He cumplido tu orden. He seguido tu indicación.
He encontrado el fresco de Angkor. He hablado con el Señor de Oro, el apicultor que controla la cría de las abejas y la fabricación de la miel que utilizas.
Finalmente, he encontrado el camino. He descifrado el significado de los Jalones de Eternidad…
Marc estuvo más de una hora escribiendo en ese mismo tono apasionado. Dio todos los detalles de su búsqueda, mencionando incluso su visita al Cambodge Soir y su encuentro con la princesa Vanasi. No quería ocultar nada. Sabía que Reverdi imaginaría a la bella Élisabeth -con el aspecto de Jadiya-, recorriendo las calles de Phnom Penh, la explanada del Palacio Real, las ruinas de Angkor Thom…
Después contó lo que imaginaba: los cortes siguiendo las venas, cicatrizados con ayuda de la miel, abiertos con la llama.
Cuando hubo terminado su largo mensaje, lo mandó sin releerlo. No quería retocar nada, quería conservar su espontaneidad. Le asombraba más que nunca su capacidad para meterse en la piel de Élisabeth. Ese tono apasionado, esa admiración amorosa le salían de modo natural. Y prefería no ahondar demasiado en sí mismo para averiguar de dónde sacaba esas palabras tumultuosas.
Pero había algo peor: la crisis alucinatoria que había sufrido por la tarde. Durante unas horas había sido Reverdi.
Su perfil se volvía cada vez más confuso. Cincuenta por ciento Élisabeth. Cincuenta por ciento Reverdi. ¿Dónde estaba el verdadero Marc?
Las tres de la madrugada.
Aún no se había dormido. En la oscuridad, con las manos cruzadas detrás de la nuca, observaba el ventilador, que giraba incansablemente. Recordaba las palabras del apicultor: «Las palas giran tan deprisa que no es posible distinguirlas. El cerebro humano, igual. Nuestros pensamientos van demasiado deprisa. Imposible desenredarlos».
Para distraerse, intentó aislar mentalmente una parte de la hélice. Si lo conseguía, quizá se le ocurriera una idea nueva. El viejo había dicho: «Transformar el pensamiento en objeto fijo».
De pronto se incorporó: acababa de pensar algo evidente. Debía hacer partícipe al mundo de los resultados de su investigación. No podía guardarse una cosa así para él.
Un libro.
Debía escribir un libro.
Un documento en el que contaría su aventura. Un testimonio único sobre su descenso a los infiernos. Tenía que difundir su experiencia, revelar a los demás el secreto que estaba descubriendo. Estaba aislando, cual un investigador científico, un virus maligno. Era un hito en la historia del conocimiento humano.
En ese instante se le heló la sangre. En realidad, no podría publicar nada. Ni siquiera después de la ejecución de Reverdi. Por una razón elemental: sería acusado inmediatamente de «ocultación de pruebas» y «obstrucción a la justicia». Verían que había indagado por su cuenta, con toda discreción, que había conseguido obtener informaciones esenciales, pero que había seguido el proceso sin mover un dedo, sin ofrecer la menor colaboración.
Condenarían sus métodos abyectos: su impostura, sus mentiras. Y su indiferencia hacia las familias de las víctimas. No le había pasado ni una sola vez por la mente proporcionar a los padres información sobre la desaparición de sus hijas.
Un periodista despreciable, un cabrón cínico que merecía un castigo: esas eran las distinciones que recibiría.
Sin contar con que ya había sido condenado en dos ocasiones, en 1996 y en 1997, por «acoso», «violación de la intimidad» y «robo con fractura». Se había librado por los pelos de ir a la trena. Esta vez le caería una pena de prisión.
Intentó relajarse, aceptar esa decepción. Se concentró de nuevo en el ventilador y trató otra vez de detener el movimiento y de visualizar una de las palas. A medida que su atención se centraba, notaba que otra idea iba aflorando en su mente. Un pensamiento todavía confuso, pero que podía sacarlo del túnel.
De pronto, supo de qué se trataba.
Una novela.
Debía escribir una obra de ficción donde contaría la verdad sin que nadie lo supiera. Le bastaría apartarse de los hechos oficiales, revelados por los medios de comunicación, y todo el mundo creería en una historia imaginaria. Sí. Iba a escribir una novela que sonaría rabiosamente a «auténtico» porque todo, o casi todo, sería verdad.
Una ola se formó dentro de él. Algo oculto, enterrado en su corazón desde hacía años. Sus sueños frustrados de novelista. Sus esperanzas reprimidas de escritor. ¿Cuántos años hacía que había renunciado a escribir una obra literaria? ¿Cuánto tiempo llevaba ese proyecto arrumbado en el fárrago de sus desilusiones?
Pero ahora estaba decidido.
Su historia iba a convertirse en un thriller implacable.
Un thriller escrito desde el interior.
Al dictado de un asesino.
Jacques Reverdi contemplaba el cuerpo de Hajjah Elahe Tengku Noumah, miembro de la familia real del sultanato de Perak.
El chico acababa de ser encontrado muerto en su celda.
A las tres de la madrugada, durante una ronda.
Habían llevado a dos «voluntarios» para transportar el cadáver. Reverdi formaba parte del equipo. Lo habían instalado en el consultorio de la enfermería, en espera de que fuera trasladado al depósito de cadáveres del Hospital Central. El doctor Gupta, medio dormido, había pedido a Jacques que velara el cuerpo y después había ido a acostarse.
Las primeras constataciones hacían pensar en un suicidio. El joven aristócrata se había colgado en su celda, con el cable del televisor. Colgado: Reverdi estaba de acuerdo en eso. Pero desde luego no por voluntad propia. Habían encontrado al chico arrodillado en el suelo, con las vértebras cervicales rotas y el cable atado a las tuberías del lavabo.
¿Quién se colgaba de rodillas, contando únicamente con la fuerza de su voluntad?
Un hombre como Jacques tal vez, pero no un chaval como Hajjah, hijo de una familia rica, cuyo más mínimo esfuerzo había sido ahogado en la gelatina del dinero. Nada más quedarse a solas con el cuerpo, Reverdi había palpado sus miembros inferiores. Las articulaciones de las piernas estaban flojas…, rotas. Resultaba fácil imaginar la escena. Los filipinos, pagados por los chinos y con la complacencia de Raman, habían sorprendido a Hajjah en su celda. Lo habían amordazado y le habían atado al cuello el cable del televisor, sujeto a las tuberías. Después, manteniéndolo en posición horizontal, habían tirado con todas sus fuerzas de sus piernas hasta partirle las vértebras.
Bajo las uñas de la víctima, Reverdi había visto restos de piel. El chaval había intentado defenderse mientras los cabrones lo desmembraban. ¿Qué posibilidades tenía contra unos asesinos que habrían liquidado a cualquiera por un paquete de cigarrillos?
Una vez, Hajjah le había pedido protección.
Él había contestado «ya veremos».
En otra ocasión, Éric había implorado su ayuda.
Él había contestado «ya veremos».
Ahora veían.
Y él no había movido un dedo para defender al chico.
No sentía ningún remordimiento. La cárcel no se basa en un sistema de ayuda mutua o de solidaridad. Es un mundo en el que los intereses personales cohabitan sin mezclarse. Llegado el caso, pueden coincidir en un objetivo común, pero la regla es no salir nunca del propio círculo de existencia. Una lógica de ratas, en la que la inteligencia solo se aplica a la supervivencia inmediata.
Sin embargo, ahora todo era distinto.
Aprovechando ese velatorio, rodeado de tarros de formol y de desinfectantes, Jacques había consultado en la enfermería desierta, utilizando la miniagenda, su cuenta de correo electrónico.
Una maravilla lo esperaba: Élisabeth había encontrado el camino. Había comprendido el significado de los Jalones de Eternidad. Y había empezado a utilizar un lenguaje de puro amor.
Jacques había redactado un mensaje de respuesta, liberando él también su palabra y dando nuevas instrucciones. Cada vez que lo hacía, experimentaba una vaga aprensión. ¿Hacía bien en confiar en ella hasta ese punto? Esas palabras, esos hechos jamás habían salido hasta entonces de su conciencia.
Pero no tenía elección.
Era el único camino para unirse a Élisabeth.
Una hora más tarde lo condujeron a su celda, antes de la primera llamada.
Se dirigió al cuarto de baño y cogió su cepillo de dientes.
En el extremo del mango, escondida entre las cerdas, había metido una hoja de afeitar. Un filo asesino totalmente invisible. Pasó suavemente el dedo índice por la hoja.
Había llegado el momento de vengar a Hajjah.
Y de ofrecer su tributo de sangre a Élisabeth.
Domingo 1 de junio, Tailandia.
Una de la tarde.
La isla de Phuket era una tapadera perfecta.
El modesto aeropuerto, las tiendas de recuerdos, las cabañas de las agencias de viajes: todo despedía un perfume tropical e insular. Un modelo de destino exótico.
En realidad, Phuket era una de las zonas más tórridas de Tailandia. Un lugar destacado del turismo sexual. Marc sabía que estaba entrando en otro círculo del infierno. Después de Malaisia y las heridas formando un dibujo, de Camboya y los cortes soldados con miel, ¿qué iba a descubrir en Tailandia?
El sábado por la mañana, unas horas después de haber enviado su mensaje, había recibido una respuesta.
Asunto: TAKUA PA – Recibido: 31 de mayo, 8 h 30.
De: sng@wanadoo.com
A: lisbeth@voila.fr
Amor mío:
Esperaba con impaciencia que encontraras tu camino. «Nuestro» camino. Esa línea que nos une, tendida bajo el mundo de las apariencias y el universo mediocre de los hombres.
Lise, amor mío, has sido capaz de restablecer ese vínculo. Incluso has decidido liberar nuestro lenguaje y te lo agradezco. Este silencio también ha sido para mí una verdadera herida…
Tus descubrimientos nos permiten ahora acercarnos más. Muy pronto dejará de haber límites en nuestra unión.
Pero antes debes superar la tercera etapa. Debes ir a Tailandia. Concretamente a una isla del sudeste…
Marc había perdido el vuelo de la mañana y había tenido que esperar hasta la noche para trasladarse de Siem Reap a Phnom Penh. Allí se había hospedado de nuevo en el Renaksé y había esperado a la mañana siguiente para tomar un avión en dirección a Bangkok. Nada más aterrizar, sin salir del aeropuerto, había tomado otro avión hacia Phuket, alrededor de las once de la mañana.
Otro territorio de caza del asesino; el apneísta había ejercido allí durante años. Sus indicaciones eran cada vez más precisas:
En Phuket, alquila un coche y sube por la costa hacia el norte. Cruza el puente y entra en el continente, en dirección a la frontera birmana. Cuando llegues a Takua Pa, recibirás más instrucciones.
Muy importante: tienes que alquilar un teléfono móvil y conectar a él el ordenador para poder recibir mis mensajes en cualquier lugar del camino.
Para concluir, Reverdi presentaba el nuevo indicio que había que descubrir:
El método no lo es todo, amor mío. Un rito necesita un espacio particular. Un lugar sagrado donde cada gesto adquiere un significado superior, donde cada movimiento es un símbolo.
Ahora te diriges a uno de esos lugares. La Cámara de Pureza. Mantén el rumbo. Muy pronto penetrarás en el espacio mismo del Secreto…
El Sendero de Vida.
Los Jalones de Eternidad.
Y ahora, la Cámara de Pureza.
Reverdi lo guiaba, simple y llanamente, al escenario de un crimen. La excitación de Marc iba en aumento; sentía físicamente que se acercaba al asesino, que penetraba en su reino.
A cincuenta metros del aeropuerto, bajo la sombra de unas palmeras, Marc vio las agencias de alquiler de coches. Simples quioscos de madera blanca. Escogió un Suzuki Caribbean, una especie de jeep descapotable, cubierto con una lona azul y provisto de aire acondicionado. Alquiló también un teléfono móvil y compró un abono.
El encargado de la agencia lo acompañó hasta su coche y lo puso en guardia contra el monzón. Empezaba en el norte. Marc estuvo a punto de contestarle que la tormenta no le daba miedo.
Al contrario, se dirigía hacia el ojo del huracán.
Por el camino, no dejaba de pensar en su novela. Durante aquellos dos últimos días ya había ordenado sus notas en torno a una trama policíaca. Nada más fácil: su viaje era, en sí mismo, una novela policíaca. Desde que se le había ocurrido esa idea, no había vuelto a tener la menor duda. Ese proyecto lo animaba a proseguir su investigación en todos los frentes. El trabajo de ficción le permitiría identificarse mejor, mediante la imaginación, con el asesino. En sus notas ya había empezado a escribir en primera persona cuando adoptaba el punto de vista del asesino.
Marc empezaba también a acariciar planes menos desinteresados. ¿Y si escribiera un best-seller? De repente soñaba con el éxito, la gloria, el dinero…
Llegó a Takua Pa a las cinco de la tarde. Una ciudad de provincias, insulsa y polvorienta, con unos depósitos de agua a modo de puntos de referencia. Situado en el interior, ese antiguo establecimiento portugués no tenía nada que ver con los lugares turísticos por los que había pasado a lo largo del día. Allí no había ni un solo extranjero, y tuvo que dar muchas vueltas para encontrar un hotel.
Por fin, detrás de la única gasolinera, descubrió un bloque blancuzco y decrépito que parecía un hospital reciclado. El único hotel de Takua Pa. En el interior, la analogía se reforzaba: largos pasillos grises, puertas estrechas, ventanas con rejas. Un auténtico asilo. Marc pagó por adelantado y subió al cuarto piso.
Estaba cayendo la noche. Encendió la bombilla desnuda que constituía la iluminación de su cuarto. Una simple celda, sin mobiliario ni decoración. Un lugar de paso donde no se podía robar nada; ni siquiera un recuerdo.
Conectó el ordenador: ningún e-mail. Decidió salir a cenar. Cerca del surtidor de gasolina encontró una terraza con varias mesas y comió el fried rice habitual. Cuando volvió a su habitación, no eran más que las siete. Ningún mensaje. Se tumbó y estudió el mapa de la costa tailandesa. La frontera birmana estaba aún a doscientos kilómetros. ¿Adónde lo llevaba Reverdi?
Marc abrió de nuevo el ordenador y se puso a trabajar en sus borradores. Perfiló la sinopsis. La única diferencia con su propia aventura era que, en la novela, el asesino todavía no estaba entre rejas. El investigador, más ingenioso que el propio Marc, obtenía sus resultados sin la ayuda ni los consejos del asesino, cuyas «hazañas» transcurrían de forma paralela.
A las ocho bajó la pantalla sobre el teclado, después de haber comprobado de nuevo su cuenta de correo, y luego apagó la luz. Su última visión fue una columna de hormigas subiendo por la pared.
La sensación siguiente fue que una mano lo agarraba por el hombro. Confusamente, Marc pensó en el chico del mostrador de recepción, pero no había pedido que lo despertaran. Volvió la cabeza y vio una vela en la mano del hombre. La cera que resbalaba por sus dedos apretados era miel. Se volvió del todo: Reverdi estaba inclinado sobre él. Semblante demacrado, cabeza rapada, torso desnudo. Le sonreía y murmuraba: «Escóndete, deprisa, viene papá».
Marc se cayó de la cama.
Una pesadilla.
Una simple pesadilla.
Miró el reloj. Las cinco menos cuarto.
Abrió el ordenador. El mensaje había llegado.
Asunto: KUALA – Recibido: 2 de junio, 4 h 10.
De: sng@wanadoo.com
A: lisbeth@voila.fr
Amor mío:
Ahora estás en Takua Pa. Aprovecho una guardia en la enfermería (he ascendido) para darte las nuevas directrices.
Cuando acabes de leer estas líneas, ponte de nuevo en camino. Continúa hacia el norte hasta Khuraburi. Allí, ve hasta la salida de la ciudad; a la derecha verás una agencia de viajes, Jinda Tours. Es la única que organiza el viaje en barco a una isla llamada Koh Surin.
Compra un billete de ida y vuelta el mismo día. No pases la noche allí. No hagas la visita submarina guiada. Un detalle: no des un nombre falso. No intentes ser discreta. Recuerda siempre esta regla: cuanto menos te escondes, menos te ven.
Una vez en la isla, apártate del grupo y ve por tu cuenta. La Cámara de Pureza no estará lejos. Tienes que descubrirla tú misma. Penetra en el interior y observa todos los detalles. Entonces comprenderás mejor lo que pasó realmente en ese espacio apartado del mundo.
Mi corazón está contigo.
Jacques
Marc cerró la cartera y la bolsa de viaje y bajó. Todavía era de noche. El vestíbulo del hotel estaba desierto. El vigilante dormitaba en la oscuridad. Salió sin hacer ruido y fue al coche.
Se marchaba como un ladrón.
Un ladrón de secretos.
Dos horas más tarde, Khuraburi apareció a la luz del amanecer. La ciudad ya tenía un pie en el manglar. Sus casas bajas parecían deslizarse hacia las aguas, bajo los mangles. Al final de la arteria principal, Marc encontró la agencia. Sólo eran las siete de la mañana, pero todo parecía ya quemado por el sol.
Marc se apuntó para la salida de las ocho. Inmediatamente lo instalaron en un autocar con otros occidentales que aparecían en pequeños grupos, medio dormidos, huraños.
Había suecos, alemanes, norteamericanos y tailandeses. Golpe de suerte: ningún francés a la vista. Marc temía tener que dar explicaciones sobre su periplo. Al mismo tiempo, tenía la siniestra sensación de que su secreto no era tal, de que era como una mancha de nacimiento en la cara.
Tras recorrer unos kilómetros, llegaron al embarcadero. Un gran speedboat, blanco y liso, los esperaba. Embarcaron bajo un cielo de tormenta. Marc pensó en las advertencias del empleado de la casa de alquiler de coches. Sin embargo, a medida que el barco se deslizaba entre los meandros de los pantanos, el sol iba reapareciendo. Se adentraron en el mar bajo un resplandor duro e implacable. El monzón quedaba para otra ocasión.
Instalado en la popa de la embarcación, Marc reflexionaba en el final del mensaje de Reverdi. Una especie de consejo suplementario:
Lise, amor mío, cuando busques la Cámara de Pureza, cuando camines por el bosque, no olvides nunca observar, captar todos los detalles que te rodean. Cerca de la Cámara te espera otra señal. Algo sin lo cual nada sería posible…
Acuérdate de los Jalones que Vuelan y Pululan. En la selva habrá otro movimiento que debes advertir. Una respiración, un estremecimiento que anunciará la inminencia de la Cámara…
El rito está vivo, amor mío. Jamás es letra muerta. Busca el movimiento en el seno de la vegetación y descubrirás la Cámara…
A Marc no le gustaba la alusión a los Jalones, que habían estado a punto de hacerle fracasar. No estaba preparado para estrellarse de nuevo contra un enigma vegetal o animal. ¿Qué señalaba Reverdi? ¿Una nube de insectos? ¿Un vuelo de pájaros? ¿Un río?
Presentía que el asesino integraba su rito en el bosque y lo consideraba un elemento entre otros de la naturaleza. Un acto vivo, orgánico, que formaba parte del biorritmo de la selva. Tal vez incluso lo convertía en una condición sine qua non para el equilibrio de la flora y la fauna. Marc recordaba a un asesino en serie de Estados Unidos, Herbert Mullin, que creía impedir terremotos mediante sus asesinatos y leía el grado de contaminación del aire en las vísceras de sus presas.
Al cabo de dos horas de travesía, llegaron a Koh Surin. Una isla esmeralda posada sobre un azul brutal. Todo parecía de una virginidad original. Ajeno al hombre.
Sin embargo, al poner pie a tierra Marc descubrió la catástrofe. Cientos de turistas estaban acampados en la playa, en tiendas alineadas a la sombra de los árboles. Pululaban como cucarachas, saqueando la belleza que decían admirar.
Marc se había informado: Koh Surin era un parque nacional. Estaba prohibido construir, pero los empresarios tailandeses habían burlado la ley instalando un gigantesco camping. Unas barracas de madera ofrecían los servicios mínimos. En una de ellas se leían las palabras, pintadas a mano: diving, scubba, snurckling. Sin duda Reverdi había trabajado allí como monitor de submarinismo.
Cogió de un mostrador un mapa de la isla y dejó a sus compañeros, que ya estaban probándose gafas y aletas con vistas a un diving tour.
Koh Surin era un fragmento de tierra en forma de cacahuete que no sobrepasaba los dos kilómetros de longitud. Tenía tiempo de sobra para recorrerla antes de última hora de la tarde, y reunirse con su grupo para la vuelta. Se dirigió hacia el este por la playa pasando entre enormes raíces de mangle; luego se adentró bajo las palmeras. Inmediatamente descubrió un sendero que permitía seguir la orilla desde cierta altura, bajo la vegetación.
Eran las once. El bosque estaba vibrante de sombras y de luz. Las hojas y las lianas susurraban confidencias de agua y savia a través de las manchas del sol. De vez en cuando, Marc veía el mar abajo. El color de las aguas era diferente en cada cala. Ligeras infusiones de turquesa o de jade. Profundidades mentoladas o bloques de lavanda con un espesor de acuarela.
A veces Marc veía a un grupo de tailandeses bañándose de un modo original: totalmente vestidos, con chalecos salvavidas, gafas y tubo de bucear, cuando el agua solo les llegaba hasta las rodillas.
Toda la isla estaba invadida de turistas y, sin embargo, Marc tenía una sensación de soledad total. En ese instante supo que coincidía con Jacques Reverdi. Con su modo de vida contradictorio. Solitario y secreto en lugares demasiado frecuentados, siempre amenazados por la civilización.
Marc percibió un cambio a su alrededor. Una especie de aligeramiento, de refinamiento de los sonidos. Y también una atención y una condescendencia orientadas hacia él. La jungla se inclinaba, lo rodeaba, lo acariciaba… Tardó unos segundos en comprender: los bambúes. Se encontraba en una gran extensión de gramináceas que se balanceaban al viento con languidez. Por pura intuición, Marc se adentró entre el follaje: un sendero descendía hacia la izquierda, hasta el borde de la roca que dominaba el mar.
No había dado veinte pasos cuando vio, enterrado bajo el follaje, un techo negro. Con una certeza absoluta, supo que había encontrado la Cámara de Pureza. La choza en la que Jacques Reverdi había vivido y sin duda sacrificado a una de sus víctimas.
Un cuadrado de tablas y de palmas, situado en un minúsculo claro. Por poco que soplara el viento, las hojas de los bambúes lamían sus paredes, cubrían su techo. Marc aguzó el oído: nada se movía en el interior. Lo rodeó con precaución: la puerta y las ventanas estaban selladas.
Se decidió a forzar la entrada.
La primera sensación fue el olor a moho. Al mismo tiempo, percibía la atmósfera sanísima del espacio. De una u otra forma, la choza había sido preservada de las estaciones de las lluvias.
Dio unos pasos y observó el decorado. Paredes desnudas, un suelo de madera, una mesa y una silla en la esquina más alejada, a la derecha. Una estera de rafia, acartonada, a la izquierda. Ni rastro de sangre. Ninguna señal de violencia. Marc distinguió en la penumbra, dispuesto a lo largo de la pared, material de submarinismo: cinturón de plomos, botella de aire comprimido, descompresor, traje de neopreno, linterna frontal…
Estaba, sin sombra de duda, en la madriguera de Jacques Reverdi, monitor de submarinismo.
Pero ¿por qué Cámara de Pureza?
Dio unos pasos más. Algo no cuadraba en aquella caseta. Un detalle no coincidía con su situación física. Cerró la puerta. La oscuridad total se cernió sobre él. Era imposible. En ese tipo de cabañas, la luz del sol siempre se filtra por multitud de orificios.
Abrió de nuevo la puerta y observó las paredes con atención: las ranuras entre las tablas habían sido cuidadosamente taponadas con fibra vegetal. Rota o rafia. Levantó los ojos y siguió la unión entre el techo y las paredes; normalmente, ahí suele haber una abertura, una ventilación natural. En este caso, la línea había sido tapada con hojas de palma cruzadas y atadas, una vez más, con cuerdas de rota. Marc bajó la mirada. Increíble: los espacios entre las tablas del suelo habían sido obstruidos también con silicona. Observó la puerta y obtuvo confirmación del sistema: estaba rodeada asimismo de fibra vegetal, de manera que, una vez cerrada, no dejaba penetrar el menor soplo de aire.
La Cámara de Pureza.
Reverdi había preparado cuidadosamente su celda a fin de que no pudiera entrar ni una mota de polvo.
Una frase del último mensaje acudió a su memoria:
«Un rito necesita un espacio particular. Un lugar sagrado donde cada gesto adquiere un significado superior, donde cada movimiento es un símbolo».
Marc pensó en las crisis de apnea de Reverdi, cuando se cerraba al mundo dejando de respirar. Reproducía el mismo fenómeno en otra escala. La cabaña calafateada se convertía en el espacio de su yo…, de su locura. En la prolongación de su persona. La doctora Norman había dicho: «El escenario del crimen se transforma en una especie de extensión de sí mismo. Despliega su ser en ese espacio y provoca en él un aflujo de sangre para protegerse mejor».
Una vez más, la psiquiatra había acertado. Pese al calor, Marc estaba empezando a temblar. Se proyectó mentalmente al interior del cuerpo del apneísta cuando dejaba de respirar. Imaginó la sangre convergiendo hacia sus órganos vitales. Unos órganos rojos, palpitantes, brasas en el fondo del hogar… El proceso era idéntico en aquella cámara: la sangre se concentraba en su centro, en el cuadrado de pureza.
Marc se ahogaba. A su pesar, había contenido la respiración.
Se dirigió hacia la puerta.
En el umbral, se volvió.
La escena del crimen se desarrollaba claramente ante él.
Jacques Reverdi estaba sentado en la postura del loto, con los ojos cerrados, rodeado de velas, de varitas de incienso y de tarros de miel. El silencio y la limpieza parecían circular por el espacio. Ni una mota de polvo, ni un soplo de aire penetraban en él. Tan solo se oía, fuera, el susurro de los bambúes. Como plegarias recitadas por fieles.
Jacques abrió los ojos y contempló a la mujer que se debatía bajo sus ataduras. Se hallaba sumida en la oscuridad y parecía una crisálida de dolor retorciéndose para liberar una mariposa de sangre. Jacques se levantó…
Marc se apoyó en el marco de la puerta. Trató de huir, pero no lo consiguió. Notaba el calor sofocante de la choza. Respiraba las emanaciones. Olores venidos de muy lejos, huellas de tierras áridas y de junglas húmedas. Unos versos del Cantar de los Cantares le vinieron a la memoria:
¿Quién es esa que se eleva del desierto
como humo que brota de la mirra,
el incienso y toda clase de polvos aromáticos?
Reverdi clavó el cuchillo en la garganta. Marc gritó: acababa de notar, en la yema de los dedos, el choque de la hoja contra una vértebra. Salió de la cabaña y echó a correr, aplastando los bambúes a su paso. Le parecía oír los gemidos de la víctima amordazada.
A las cinco de la tarde, Marc estaba en el embarcadero de Koh Surin preparado para partir. Un turista entre muchos más. No temblaba. No se leía nada en su semblante. Él mismo estaba sorprendido de su hazaña. Nadie habría podido imaginar la experiencia que acababa de vivir. Se instaló en la proa del speedboat, como a la ida, y miró la tierra que se alejaba.
El barco rodeó despacio el flanco este de la isla. Marc seguía con la mirada la costa que había recorrido a pie. Incluso percibía el susurro de los bambúes en el viento. Sintió de nuevo las hojas sobre su rostro, las olas verdes entre las que había «nadado».
Tomó conciencia de otra verdad.
Cuando había escogido ir en esa dirección, había creído actuar instintivamente. En realidad, había recordado inconscientemente las últimas palabras de Reverdi: «Busca el movimiento en el seno de la vegetación y descubrirás la Cámara…».
Los bambúes.
Eso era lo que el asesino le había indicado.
Rememoró otros hechos. La cabaña de Papan, donde Pernille Mosensen había sido asesinada, estaba situada en el corazón de un bosque de bambúes. El cazador de mariposas, en las Cameron Highlands, había encontrado varias veces a Reverdi entre esas gramináceas. Marc oía también el murmullo que había acompañado su encuentro con el apicultor, en Angkor.
Reverdi mataba a la sombra de los bambúes.
Marc incluso estaba convencido de que estos últimos desempeñaban un papel en el rito. ¿Poseían un valor purificador? ¿Había que atravesarlos para «lavarse» del mundo inferior? ¿O se trataba, por el contrario, de un encuentro agravante, de un hecho desencadenante que le recordaba un trauma y suscitaba el deseo de matar? Marc sintió de nuevo el roce de las hojas sobre su piel, extraña caricia que evocaba la de unas manos indolentes.
El barco navegaba ya por alta mar. Marc cerró los ojos y llevó sus pensamientos más lejos. Se identificó con Jacques. Cuando el bosque cobraba vida a su alrededor, cuando las sombras temblaban ante él, cuando las hojas rozaban sus sienes, entonces se volvía loco. Su deseo asesino afloraba para eclosionar, como una planta venenosa.
Marc abrió los ojos y miró a los otros pasajeros. No reconoció a nadie. Estaba impaciente por estar en su coche, a salvo, para ir inmediatamente a Phuket. Allí, lo escribiría todo en el ordenador y lo incorporaría a la trama de la novela.
Se dijo que no tenía título para su thriller.
French Kiss, Pinocchio, Soï Cow-Boy… Los nombres de los clubes, escritos con letras luminosas, danzaban en los charcos de lluvia. Cada fachada exhibía una originalidad, un pequeño hallazgo. Una brillaba bajo una herradura. Otra dibujaba un anillo de Saturno. Otra representaba la entrada de un submarino. Pero en la puerta siempre había mujeres.
Jóvenes sobre todo, vestidas con prendas más o menos relacionadas con el tema de la casa madre. Chaquetas con flecos, uniformes con aberturas o, simplemente, cintas y trozos de tela inflamando el cuerpo. Todas bailaban al ritmo de una música techno ensordecedora. A veces se agrupaban para contonearse de espaldas a la calle, con las piernas abiertas y las nalgas hacia fuera, evitando una lluvia de cubitos lanzados desde el bar. Otras veces iban a buscar al cliente y le metían una mano entre los muslos. Algunas caminaban balanceando con las dos manos sus pechos desnudos, en cuyos pezones llevaban un corazón fluorescente.
Marc caminaba con el equipaje en la mano, consciente de que tenía un aspecto horrible. Había conducido toda la tarde. Pese a la lluvia, pese a que a las seis se había hecho de noche, había mantenido su velocidad media. A las diez, mientras circulaba por una carretera mal iluminada, había ido a parar a una verdadera explosión solar: Patang, el barrio más tórrido de Phuket. No había podido resistirse a la tentación. Había estacionado el Suzuki en un aparcamiento vigilado y se había sumergido en el frenesí. En busca de un hotel. Y de nuevas sensaciones.
Oscuramente, intuía que Reverdi había merodeado por esos lugares.
Olores a comida lo asaltaban. Ajo, cebolla, pimiento, cilantro… Los deseos, los apetitos se mezclaban en su organismo. Las propias chicas, doradas y finas, le recordaban pequeñas golosinas caramelizadas. Pese a las bolsas que acarreaba, pese al cansancio, su erección iba en aumento: las jóvenes tailandesas poseían verdadera fuerza magnética. No a causa de sus vestidos sugerentes o sus maneras provocativas, sino, por el contrario, porque hicieran lo que hiciesen siempre conservaban un toque de inocencia, una parcela de pureza susceptible de ser degradada. Gatitas o campesinas hoscas cuyos pómulos salientes sustituían el maquillaje y los atavíos incitantes. Era precisamente ese vestigio de cosechadoras de arroz lo que resultaba excitante.
Observaba también a los occidentales. Los jóvenes, en grupos, con una lata de cerveza en la mano, disimulaban su incomodidad tras unas risas burlonas; los viejos, solitarios, nadaban allí como tiburones en aguas apacibles; los trotamundos, agotados, posaban sobre aquel hervidero una mirada hastiada. Pero en el fondo de todos esos ojos siempre había el mismo deseo desnudo. El mismo apetito, crudo y vil, pillado por sorpresa.
A Marc le interesaba especialmente otra categoría: las mujeres extranjeras. Esposas atónitas, cohibidas, del brazo de su marido; chicas con mochila en busca de un alojamiento barato, que trataban de manifestar su cólera contra ese «mercado de esclavas» mediante una expresión indignada. Todas parecían perdidas. Acorraladas entre el deseo de los machos, que nunca había sido tan claro pero que no les estaba destinado, y el odio de las putas tailandesas, que las detestaban por regodearse contemplando el espectáculo igual que los hombres.
Marc pensó en Linda Kreutz, en Pernille Mosensen. En las dos presuntas víctimas de Reverdi en Tailandia. Su convicción se reafirmó: el predador había cazado aquí. Este barrio era otro bosque, mucho más demencial, más inextricable que el de las Cameron Highlands o Angkor.
Marc imaginaba al asesino tranquilizando a sus jóvenes compañeras, llevándolas lejos de ese infierno, explicándoles en un tono resignado que «Asia funciona así». Y seduciéndolas con su voz grave, apaciguadora, hipnotizándolas… Apretó el paso en busca de un hotel.
En la habitación, evitó tumbarse para no quedarse dormido enseguida y se obligó a escribir a Reverdi. Élisabeth tenía la palabra. Contó el periplo en Koh Surin, describió sus descubrimientos. Todo de un tirón, sin vacilar ni un instante. Marc tuvo fuerzas justo para conectar el módem a la toma telefónica y enviar el mensaje. Todavía no se había acostado y ya dormía.
Cuando su cuchillo chocó de nuevo con un hueso, abrió los ojos. Vio su habitación atravesada por flashes de luz rosa y azul. La música hacía temblar las paredes y el suelo. Bajó los ojos: su mano continuaba crispada sobre un arma imaginaria. Las dos de la madrugada. Solo había dormido tres horas. Y, por supuesto, había soñado con asesinatos. Heridas costrosas y azucaradas. Carnes violentadas por estiletes cromados. El crimen no lo abandonaba. ¿No era eso lo que esperaba?
Fue tambaleándose al cuarto de baño y se metió bajo la ducha. El agua se mantenía templada en las ardientes tuberías. Se observó en el espejo del lavabo. Bronceado, más delgado, de aspecto tosco, como un viajero que hubiera permanecido demasiado tiempo al sol y quemado todas sus señas de identidad. ¿Quién era en la actualidad? Recurrió a su fórmula habitual: cincuenta por ciento Élisabeth, cincuenta por ciento Reverdi, cien por cien impostor.
Su sueño, al igual que la alucinación sufrida en la cabaña, había sido de otro tipo. Poblado de sensaciones físicas reales. Ya no imaginaba los crímenes, los vivía. ¿Qué estaba pasando? No tenía una explicación, pero decidió aprovechar la proximidad del sueño, que aún hormigueaba en su cuerpo, para redactar una parte de la novela. Anotar las sensaciones precisas, patológicas, del asesino.
Escritura automática.
Sus manos revoloteaban sobre el teclado, sin pasar ni por la reflexión ni por la conciencia. Alguien que no era él describía su deseo de matar, su placer al ver la sangre fluir, el goce que le producía hacer sufrir. En un rincón de su cabeza, Marc lo dejaba libre. Mantenía las distancias frente a ese ser imaginario que ahora se expresaba en su lugar. ¿Acaso no estaba desarrollando en ese momento su faceta de novelista? ¿Acaso su papel no era prestar su cerebro a su personaje mientras estuviera escribiendo?
De pronto se dio cuenta de algo que lo dejó helado: estaba teniendo una erección mientras describía la escena de un asesinato. Aterrado, miró hacia la ventana: estaba amaneciendo.
Se vistió, cogió la llave y salió. Se abrochó la camisa mientras bajaba la escalera. Tenía que atajar el mal, aplacar su cuerpo de una u otra forma.
En las calles ya no quedaba ni rastro de una chica con encanto. Solo algunas putas acabadas. No viejas, no, fulanas sin edad, derrengadas, maltrechas, con un maquillaje vulgar. Se arremangaban la falda para enseñar sus muslos deformes a los últimos clientes que pasaban o los llamaban con voz ronca. A la luz del día, el espectáculo parecía siniestro, abyecto, de color pus.
Marc se dirigió a los bares que había visto la noche anterior. Cerrados. O vacíos. Siguió caminando. El servicio de limpieza estaba regando la calle. Algunas parejas buscaban, titubeantes, su hotel. Empezaban a aparecer mendigos. Mujeres con un bebé en bandolera iban a hacer la compra, indiferentes a las fachadas de estuco, a los rótulos apagados. El día revelaba toda la fealdad y la falsedad del decorado. La pintura se desprendía. Las paredes estaban manchadas de humedad.
Marc, saturada la mente por su deseo, no veía en ese deterioro sino un obstáculo, un contratiempo para su satisfacción. Por más que ahora solo se cruzaba con auténticos monstruos -putas famélicas o, por el contrario, enormes, a punto de explotar bajo el sol naciente-, imágenes febriles se superponían a esa lamentable realidad. Un surco de sombra entre unos pechos abultados, el nacimiento de jóvenes pubis, nalgas redondas y suaves… Avanzaba apretando el paso. ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaban las chicas? Quizá debería entrar hasta el fondo de los patios, en las trastiendas, subir a las habitaciones…
Oyó unas risas graves a su derecha. Unos polis tailandeses, impecablemente uniformados y empuñando un arma, charlaban acodados en un bar. Más lejos, en el recodo de una calle, vio a otros dándole una paliza a un hombre. Sí, estaban retirando el decorado. Los engranajes innobles quedaban a la vista. Los que permitían al escaparate funcionar, a la riada occidental ir a embriagarse y a llenar el depósito de sexo todas las noches. Marc casi corría. Estaba enfermo. Tenía que encontrar su medicina…
Vio algunas figuras malsanas más -pechos erguidos y barba incipiente- al otro lado de un cruce. Travestis. Fue en su dirección sin pensar. En ese instante lo detuvo un espectáculo inesperado.
El mar.
Al doblar la esquina, la inmensidad centelleante, apacible, estaba allí. Aquella visión lo paralizó. Nada más abrumador, más ajeno a su vicio que esa grandeza infinita, libre, indiferente. Entonces otra presencia aniquiló definitivamente sus turbias veleidades.
En la calle clara, todavía sembrada de papeles sucios y botellas vacías, unas chicas salían de los burdeles en lenta procesión. No tenían nada que ver con las busconas desenfrenadas de la noche anterior. Cabellos húmedos, sin maquillaje, un simple sarong por todo vestido. Todas llevaban un cuenco de arroz y lo dejaban en la calzada. Marc no comprendía lo que hacían, pero en ese momento los vio llegar.
Siluetas vestidas de naranja, con el cráneo brillante, ligeras en el viento matinal como delicados farolillos de papel. Los monjes. Unos llevaban una sombrilla, otros avanzaban por parejas, cogidos del brazo. Parecían irreales en ese campo de batalla todavía humeante. Tomaron las ofrendas inclinando varias veces la cabeza, mientras que las chicas estaban arrodilladas, con las manos juntas sobre la frente. La hora de la oración y del perdón.
Marc permaneció al sol, estupefacto.
Completamente despejado.
No obstante, la serpiente continuaba retorciéndose en el fondo de su vientre.
De vuelta en la habitación, la quemadura volvió a devorarle la entrepierna. Sin dudarlo, entró en el cuarto de baño, bajó la tapa de plástico y se masturbó. Imágenes caóticas estallaron en su mente. Ropas arrancadas, pechos al aire, pubis desnudos, ofrecidos, cautivadores… Auténticos trozos de carne, colgados dentro de su cabeza como fotos recién reveladas, sujetas con ganchos de carnicero. Forzaba a chicas. Las penetraba saboreando sus lágrimas, su humillación. Era abyecto, pero muy lejos, entre los bastidores de su teatro, se decía con alivio: ninguna escena de asesinato, ninguna imagen de heridas.
Al menos ya no estaba excitado por la sangre.
Finalmente llegó la liberación, en largos espasmos febriles. Había en ese chorro algo enfermizo. La purga de una herida purulenta. Se sintió apaciguado. Más que apaciguado, diferente. Ya no tenía nada que ver con el chiflado que era unos segundos antes.
Como todos los hombres, conocía desde hacía mucho esa sensación. Esa ruptura total, frontera radical entre la inflamación del deseo y el brusco retorno a la razón. Pero esa mañana la fractura presentaba una violencia inédita. Era literalmente otro. Miraba, alelado, sus dedos manchados de esperma y no comprendía lo que había sucedido.
Sacó una conclusión acerca del asesino. En el caso de Reverdi debía de ocurrir lo mismo: antes de saciar su sed de destrucción, eso era lo único que debía de contar. El universo entero debía de estar sometido a su fantasma. Después, tras su danza de muerte, debía de sumirse en un estado de estupor, de incredulidad. En Papan, los pescadores lo habían encontrado atontado. Parecía que él hubiese descubierto al mismo tiempo que ellos el cadáver de Pernille Mosensen. Marc recordaba también al hombre gris, atado con correas al sillón en la sala de Ipoh, repitiendo: «No soy yo…». En ese instante, Jacques no había salido de su estado de choque. Debía de sentir un pánico confuso al pensar en el crimen cometido. Y rechazar la idea de que él era su autor.
Al final, quizá las cosas fueran más sencillas de lo que Marc imaginaba. Jacques estaba solo, tanto en sentido propio como figurado. No tenía ningún cómplice. No padecía esquizofrenia. Simplemente tenía unas pulsiones mórbidas que, cuando estallaban, exigían ser satisfechas sin discusión.
En cambio, cuando escogía a su víctima, cuando compraba la miel, cuando preparaba la Cámara de Pureza e introducía las cuerdas de rota en todos sus intersticios, mantenía la cabeza fría. Preparaba todos los detalles de la ceremonia sabiendo que la crisis se produciría, que no tardaría en oír la llamada irresistible. De un modo similar a como las etnias primitivas preparan el altar del sacrificio, en espera de que un tigre-dios o un King Kong acuda a reclamar su tributo de carne fresca.
Eso es lo que era Reverdi: un simple fiel.
Consagrado a sus propios demonios.
Marc se levantó de la taza y se metió otra vez en la ducha. Con los ojos cerrados, permaneció largos minutos bajo el chorro de agua templada confiando en eliminar, de cuerpo y mente, los últimos miasmas de su trance. No olvidaba que su primera erección, antes de su ridícula expedición, había nacido de una escena de asesinato. No había intentado matar, claro, solo hacer el amor. Pero había sido la misma locura, la misma pérdida de control. ¿A qué distancia estaba aún de la línea negra? ¿Cuántos pasos le faltaba dar para cruzarla?
Salió de la ducha y tomó una decisión. Debía marcharse de Asia lo antes posible si no quería perder la razón. Había que romper con Reverdi. Descubrir su último secreto y abandonar el asunto antes de que fuera demasiado tarde. Volver a París. Terminar el libro. Olvidar la pesadilla y abrazar el éxito.
Siguiendo un impulso, cogió el teléfono móvil y marcó el número de Vincent. Quería oír una voz amiga. Una voz real, «normal». No hubo respuesta. Eran las dos de la madrugada en París. El gigante estaba durmiendo o todavía no había vuelto a casa.
Entonces, movido por otra idea inexplicable, Marc sacó de la bolsa la fotografía de Jadiya que había llevado para buscar inspiración en caso de que le fallara. Con lágrimas en los ojos, admiró aquel magnífico rostro, aquella extraña mirada que siempre le había evocado una disonancia musical, y se durmió de golpe, estrechando la foto contra su pecho.
Diez de la mañana, a pleno sol.
Tumbado sobre una de las paredes de separación de las duchas, con los brazos recogidos contra el pecho, Jacques Reverdi esperaba. Raman no se resistiría. Pese a la hora, pese a los riesgos…
El chaval que gozaba actualmente de sus favores era un indonesio llamado Kodé, de dieciséis o diecisiete años, que había sido condenado a cadena perpetua por haber degollado a su madre con un trozo de tubo de escape. Todos los días, alrededor de las seis de la tarde, el jefe de seguridad se reunía allí con él mientras los demás reclusos regresaban a sus celdas.
Reverdi sonrió.
Ese día las cosas irían de un modo diferente.
Un gran líquido blanco, cegador, se esparcía entre las duchas a cielo abierto, restallando sobre la cerámica en reflejos agudos. Todas las paredes, todas las esquinas vibraban como esos paneles reflectantes que utilizan los fotógrafos. Jacques evitaba bajar los ojos para no ser deslumbrado y perder el equilibrio.
Permanecía inmóvil, en el eje de la pared, vientre y cara pegados al borde, respirando el olor a la masilla entre los baldosines. Iba en calzoncillos y ya no notaba la quemazón del sol. A esas alturas ya era él mismo una brasa. Una materia incandescente cuya menor parcela estaba chamuscada, cuyo menor movimiento despedía efluvios de fuego.
Cuando las agujetas resultaban insoportables, recordaba su plan y todo su organismo entraba en esa lógica. Sus miembros anquilosados se ajustaban, se introducían en el proyecto como cartuchos en la culata de un fusil.
Raman no se resistiría.
Reverdi había ido a ver a Kodé. Le había ordenado que incitara al guardia después del desayuno y lo atrajera hacia las duchas, a esa cabina en concreto. El guardia desconfiaría, pero Reverdi podía contar con el encanto del mariquita. En unas semanas había eclipsado a todos los travestis del edificio D.
Jacques conocía las manías de Raman. Se desnudaba, pero se dejaba puestos los zapatos con suela de goma y no soltaba la porra eléctrica. Antes de encular a los chavales, les propinaba violentas descargas a fin de hacerles contraer las nalgas al máximo y experimentar, en el momento de la penetración, una sensación de desvirgamiento. Les desgarraba el ano, y saboreaba la sangre que resbalaba entre sus piernas y lubrificaba la penetración, acariciaba su piel todavía cargada de electricidad…
Reverdi cerró las manos en torno al cepillo-cuchilla. Había llevado unos guantes de crin porque Raman hacía el amor al estilo indio, con el cuerpo untado con aceite de sésamo. Bajo la lengua notaba la aguja de dar puntos de sutura y el hilo quirúrgico que había cogido de la enfermería. Echó un vistazo hacia abajo y vio, en el cuadrado de la ducha, el cubo que contenía los despojos. Como haciendo eco a su estrategia, oía a los chinos, a lo lejos, trajinar en la entrada de las cocinas: el principal jefe de los gánsteres han celebraba ese día su cumpleaños. Desde hacía una semana, él y los suyos estaban preparando un banquete destinado a toda la comunidad china.
Reverdi sonrió de nuevo al pensar en el festín.
Él iba a hacer su pequeña aportación al menú.
De pronto, ruido.
La luz blanca empezó a vivir, a palpitar, a lo largo de las duchas. Jacques tensó los músculos. Maquinalmente, acercó la mano a su calva de la misma forma que habría tocado un fetiche; luego se puso los guantes. Oyó unas risas, las del chaval. Inmediatamente después, un grito de dolor. Raman acababa de calmar a su compañero golpeándolo con la porra.
La puerta de la cabina se abrió con violencia.
Kodé se estampó de cara contra el cemento, completamente desnudo. Reverdi podía ver brillar sus cabellos untados de aceite de coco, moverse sus músculos bajo la piel como pequeñas perlas. Raman entró tras él y cerró la puerta. Desnudo también, con la porra y los zapatos con suela de goma. Jacques estaba a cincuenta centímetros de su cabeza.
El indonesio se había acurrucado contra los baldosines con el culo levantado. Raman le propinó una serie de golpes en los riñones, las nalgas y los muslos. Cada vez que recibía una descarga chocaba contra la pared y levantaba más el culo, tenso, vibrante, excitante. El chaval gritaba.
Reverdi no intervino enseguida. Después de todo, esa «víctima» le había rebanado el cuello a su madre de una oreja a la otra.
Un golpe.
Convulsión eléctrica.
Contemplaba, fascinado, la espalda negra de Raman. Sus vértebras se movían bajo su piel reluciente, a la manera de falanges dentro de un guante de seda negra. Su cuerpo era fibra muscular. Un armazón de pura violencia, que exhalaba al mismo tiempo un suave olor a sésamo.
Otro golpe.
El degollador suplicaba. Muslos apretados, trémulos. Hasta Reverdi estaba impresionado por ese espectáculo de humillación sexual.
Cuando notó que estaba teniendo una erección, supo que debía actuar.
Alargó un brazo hacia la izquierda hasta tocar la pared de enfrente. Apoyado en ambas, estiró el cuerpo sobre la cabina y lo envolvió de pronto en una sombra gigante. Raman, con la porra en alto, se volvió para averiguar qué pasaba.
Reverdi se dejó caer. Empujó al guardia contra la pared, le puso la cuchilla de afeitar sobre la base del pubis y le tapó la boca con la mano. El hombre echó el cuerpo hacia atrás, con los ojos desorbitados. Jacques ordenó al chaval:
– Get out.
Kodé, sacudido por espasmos, no se movía.
– I said: GET OUT!
El chico se esfumó. La puerta rebotó contra los baldosines. Reverdi la cerró con el talón sin soltar a su presa. Él también se había dejado puestos los zapatos; la porra eléctrica despedía chispazos sobre el suelo mojado. Se felicitó asimismo por haber pensado en coger los guantes: el pervertido chorreaba aceite.
Raman, inmóvil, respiraba por las fosas nasales. Reverdi estaba impresionado por la belleza de su cara a cara: cuerpo de bronce, cuerpo de cobre. Dos atletas unidos por la lucha… o por el amor. De momento se mantenía la ambigüedad.
Jacques clavó ligeramente el cepillo-cuchilla. Lo justo para que brotara una pizca de sangre. Notaba contra su mano apretada los músculos abdominales del guardia, más duros que el acero. Durante un segundo, temió que la cuchilla no pudiera penetrar en semejante caparazón, pero la sensación de tibieza lo tranquilizó: ya manaba sangre.
Las aletas de la nariz de Raman palpitaron. Sus ojos encendidos decían: «No te atreverás». Pero las arrugas que se multiplicaban en su frente delataban lo contrario. La duda. La incertidumbre. El pánico. Acababa de ver los despojos en el cubo.
Jacques sonrió a unos centímetros de su cara.
Notaba la aguja y el hilo debajo de su lengua.
– ¿Te acuerdas de lo que te dije una vez? -preguntó en malayo.
Raman temblaba.
– Vale más que lo cosan a uno muerto que vivo -añadió Reverdi.
En un solo gesto, clavó la cuchilla en el pubis del malayo y la subió hasta los pulmones.
Marc se despertó a las dos de la tarde.
La habitación estaba inundada de luz. Las sábanas estaban empapadas. No guardaba ningún recuerdo de sus sueños y se alegraba. Seguía teniendo la foto arrugada de Jadiya en la mano. La soltó como si fuera un objeto sagrado y vio encima de la silla, frente a la cama, su ordenador.
Su boya, su mojón, su único punto de referencia.
Alargó un brazo y cogió el aparato.
Asunto: RANONG – Recibido: 3 de junio, 8 h 10.
De: sng@wanadoo.com
A: lisbeth@voila.fr
Amor mío:
Has penetrado en la Cámara de Pureza y, sin saberlo, has penetrado «Su» corazón. El corazón palpitante del Artífice Supremo. Una vez más, has comprendido el indicio. Una vez más, has llegado a la inteligencia de Su Obra.
Lise, me gustan tus palabras, tus deducciones, tus conclusiones. Tu manera de captar y de describir lo Inexpresable. De introducirte como agua clara en Su Estela.
Solo queda ya un secreto por descubrir. Los demás indicios, las demás etapas no eran sino peldaños para acceder a este fin.
El Color de la Verdad.
Ese es el designio de la Obra: ver, durante unas fracciones de segundo, el Color de la Verdad, que es también el Color de la Mentira.
Si sigues con precisión mis instrucciones, tú misma podrás, si no contemplarlo, al menos imaginarlo.
De ahora en adelante debe cambiar la manera de comunicarnos. Por razones que te explicaré más adelante, va a haber follón aquí, en Kanara. Es muy posible que no pueda escribirte ni leer tus mensajes durante varios días.
Adjunto a este mensaje varios documentos que debes consultar por orden cronológico. Cuidado: no puedes leer un mensaje hasta que hayas ejecutado las instrucciones del anterior. Es una condición esencial. Por lo demás, solo comprenderás su significado respetando esta regla.
La Búsqueda toca a su fin, amor mío. Cuando poseas el Ultimo Conocimiento, estaré, en cierto sentido, liberado. Estaré desnudo ante ti. Y tú estarás revestida de luz.
Entonces podremos unirnos.
Te quiero.
Jacques
Marc prefería no entretenerse pensando en esas declaraciones de amor. ¿Qué quería decir cuando prometía unirse a Élisabeth? Tampoco quería reflexionar en los nuevos términos del juego de las pistas: el Color de la Verdad y el Color de la Mentira. La salsa esotérica habitual.
Debía simplemente cumplir las órdenes. Abrió el primer documento adjunto, que estaba escrito utilizando el procesador de textos Word.
Estés en el lugar de Phuket que estés, ve al centro de la isla y toma la 402. Ve en dirección al aeropuerto. En esa carretera encontrarás el Bangkok Phuket Hospital.
En el servicio de urgencias hay abierto un despacho para atender a las prostitutas y los toxicómanos. Ese servicio ofrece atención gratuita y material de prevención, como preservativos y jeringuillas hipodérmicas.
Ve allí y pide una jeringuilla. Después de hacerlo, abre el segundo documento adjunto.
Un flujo helado le corrió por las venas. La mención de una jeringuilla implicaba una inyección… o una muestra. ¿De qué? ¿A quién? Las respuestas no eran muchas: Jacques Reverdi lo orientaba ahora hacia una de sus víctimas. La muestra habría que tomarla de un cadáver.
En el fondo, no estaba sorprendido por ese desenlace. Siempre lo había presentido. Su Iniciación debía terminar en uno de los santuarios del asesino. Reverdi había matado muchas veces. ¿Dónde estaban esos cuerpos? ¿Cómo los escondía? La respuesta estaba al final de los documentos adjuntos, guardados en la memoria de su ordenador. Se sintió tentado de abrirlos inmediatamente -había siete-, pero cambió de parecer. Debía respetar las reglas. La estrategia del maestro.
Salió para el hospital a las dos. Con el estómago vacío y la mente sobreexcitada. Conseguir la jeringuilla no supuso ningún problema. Ninguna pregunta, ningún formulario que rellenar. En el servicio estaban acostumbrados a tener una clientela averiada. Y el aspecto de Marc encajaba en ese perfil. Un médico intentó auscultarlo. Él se negó, pero pidió «something for headache». Tenía una migraña espantosa.
Marc se tomó una aspirina y se llevó la caja para tener reservas. En el aparcamiento del hospital, leyó el segundo documento.
Toma de nuevo la carretera del continente, en dirección a Takua Pa. Esta vez, continúa. En dirección a Ranong, junto a la frontera birmana. Hay que recorrer unos cuatrocientos kilómetros. O sea, diez horas de viaje.
No dudes en parar para dormir, porque tienes que llegar a los alrededores de Ranong de día para ver la señal al borde de la carretera. Busca el círculo, mi vida. Los ojos en la tierra. Cuando lo encuentres, abre el documento siguiente.
Ten paciencia, estás acercándote cada vez más a mí.
Fue hacia el norte.
Alucinado, temblando, con la jeringuilla rodando, dentro de su bolsa de plástico, sobre el asiento del acompañante.
Al caer la noche, ni siquiera había llegado a Takua Pa. Paró en un centro turístico constituido de bungalows arracimados en una colina, frente al mar. Se durmió a las ocho sin siquiera haber encendido el ordenador.
Al día siguiente, a las cinco, estaba de nuevo al volante.
En plena noche, la carretera atravesaba la jungla negra. Poco a poco, la vegetación se volvió gris; luego, a medida que el horizonte se iluminaba, las murallas pasaron al azul. Las lianas, los árboles, las hojas adoptaron el aspecto de un bosque de alfileres. Lentos vapores se elevaron de la espesura: la canopea estaba despertando. Por fin, el azul se apartó de la oscuridad para transformarse en frescor, fertilidad, exuberancia. El verde. Una pirotecnia de hojas y de copas.
Marc no apartaba los ojos del asfalto, sin dejar de mirar al mismo tiempo el reloj del salpicadero. A las diez dejó atrás Takua Pa. A mediodía, Khuraburi. Los carteles que anunciaban Ranong empezaron a multiplicarse. Si no levantaba el pie del acelerador, podía llegar a la frontera birmana antes de las cuatro de la tarde.
A cincuenta kilómetros de Ranong, los coches se espaciaron. Ni rastro de autobuses ni de turistas. La región estaba recuperando su majestad primitiva. En ese momento, el bosque incandescente parecía a punto de arder. Los jugos, las savias, las resinas se evaporaban en perfumes, esencias, gases inflamables… Sin embargo, dentro del coche, con el aire acondicionado al máximo, Marc tiritaba. Cuando se enjugaba el sudor de los párpados, tenía la impresión de que tocaba hielo. «Busca el círculo -se repetía-. Los ojos en la tierra.» Observaba los valles que se extendían más abajo de la carretera. ¿Qué tenía que encontrar? ¿Un cartel? ¿Una construcción? ¿Una carretera?
A veinte kilómetros de Ranong vio un conducto abierto que emergía de una colina. Redujo la velocidad. El cilindro de hormigón parecía un órgano reventado saliendo de un vientre abierto. Marc advirtió que se había equivocado de escala. El objeto estaba mucho más lejos de lo que había creído: en el fondo del precipicio.
La primera esfera, enorme, quedaba sobre unos codos, unos tramos de metal hundidos en el fango. De repente, en la sombra de las paredes aparecieron unos hombres más pequeños que hormigas. Mineros. Marc comprendió que había llegado. Los ojos en la tierra: una mina. Aparcó al borde de la carretera y abrió el tercer documento.
Después del círculo, toma la primera carretera a la izquierda. A unos cinco kilómetros encontrarás un embarcadero. No busques ningún cartel; ni siquiera es un puerto. Simplemente un pontón de donde parten los pescadores de ámbar que se arriesgan a cruzar la frontera birmana.
Allí, busca a un marinero y pídele que te lleve a Koh Rawa-Ta. Incluso con tu acento, comprenderá: es una de las islas que están frente al litoral. Sé generosa; acercarse a Koh Rawa-Ta es difícil a causa de los corales de la orilla.
Cuando avistes la isla, abre, en la barca, el documento siguiente. Allí encontrarás las últimas instrucciones.
Amor mío, tiemblo al escribir estas páginas porque te imagino leyéndolas, y eso significa que estás a unos kilómetros de la Verdad.
Lise, te tiendo la mano. Por encima de los hombres. Por encima de las apariencias y de las mentiras.
Por encima de la mediocridad y de la razón, te he encontrado.
Ahora te toca a ti encontrarme.
Marc cerró despacio el ordenador. Observó que, llevado por el impulso de la pasión, Reverdi ya no utilizaba la tercera persona. Las máscaras estaban cayendo. El tiempo de mantener las distancias, de tomar precauciones, había pasado.
Hizo girar la llave de contacto y se puso en camino hacia la isla.
Cuando llegó al embarcadero, se acercaba una tormenta. A su pesar, Marc sonrió. Todo encajaba perfectamente. El encuentro con el monzón que no se había producido el día antes, en Koh Surin, iba a tener lugar entonces, en el momento de la etapa crucial.
Mientras aparcaba el coche, empezó a llover. No el diluvio esperado, sino solo un avance. Lo que los asiáticos llaman los pockets rain. «Bolsillos de lluvia» o «lluvias de bolsillo», Marc nunca había acabado de entenderlo.
El muelle era miserable. Parecía un cementerio marino a lo largo de un brazo de mar. Barcas vacías, botes herrumbrosos, medio hundidos en un fango oscuro, corroídos por la sal y las algas. Al otro lado, unas barracas sin ventanas, construidas sobre pilares altos como chimeneas de fábrica, sobresalían en el manglar. Todo estaba desierto.
No obstante, encontró, sentado en su barca, a un pescador que estaba reparando unas redes. Tenía la piel como la de una pantera, absolutamente negra. Marc pronunció varias veces el nombre de Koh Rawa-Ta. El hombre pidió tres mil bahts. Marc regateó para guardar las formas. Le preocupaba sobre todo la hora. Le enseñó su reloj: las cinco y media. El pescador indicó en la esfera que llegarían a la isla a las seis. O sea, prácticamente de noche. Solo dispondría de media hora para encontrar el último indicio.
Pero no podía esperar más. No estaba dispuesto a dejar pasar otra noche. Corrió hasta el coche para coger el impermeable, la linterna, el ordenador y la jeringuilla. El hombre lo ayudó a subir a bordo y se embolsó dos mil bahts. Marc se instaló en la proa. Era una barca típica de la región, muy estrecha, que no llevaba más que un motor sujeto a un largo astil en cuyo extremo giraba la hélice.
El pescador maniobró. Siguieron el dédalo de las marismas y llegaron al estuario. El agua estaba negra, como contaminada por la tormenta. Los remolinos tenían el espesor del fuel oil. Al salir de las marismas se levantaron las olas. Las aguas adquirieron un color entre marrón y amarillo, ferruginoso. Marc tenía la sensación de estar atravesando eras inmemoriales. La edad del bronce, la edad del hierro…
El horizonte parecía un hilo de plomo, tenso y negro. Todo el monzón parecía concentrarse ahí, en una franja dura, compacta. Las nubes, color de sangre coagulada, eran traspasadas por relámpagos. Cortinas de lluvia ensombrecían más el decorado en algunas zonas.
Marc abrazaba su material bajo el impermeable. Alrededor de la barca, el mar empezaba a recuperar un tono índigo. Dirigió una mirada al marinero. De pie en la popa, como un gondolero, este señaló con la barbilla hacia la derecha. En el aire nebuloso, acababan de aparecer las islas solitarias.
Cubiertas de jungla, parecían esmeraldas posadas a flor de agua. El hombre señaló con el dedo. Koh Rawa-Ta era la de en medio. Como para subrayar su gesto, un relámpago cruzó el cielo e iluminó precisamente esa bóveda de vegetación.
Navegaron cerca de veinte minutos. Marc distinguía ahora detalles: las paredes de acantilado gris, los árboles soportando el peso de las lianas, el ribete de espuma blanca que marcaba la frontera entre el mar y la tierra. El marinero paró el motor a doscientos metros de la orilla. Imposible acercarse; no había suficiente fondo. Reverdi le había avisado. Pero tenía que haber un paso, un medio de acostar… Había llegado el momento de abrir el cuarto mensaje. Protegiendo el ordenador con el impermeable, abrió el documento.
Amor mío:
Has llegado ante la isla. Ahora será preciso orientarte hacia el interior de la joya. Recuerda: en Koh Surin descubriste la respiración que rodea toda Cámara de Pureza. Busca aquí el mismo soplo y encontrarás el lugar…
Los bambúes. Debía localizar un bosque de bambúes en Koh Rawa-Ta. Pero eso no le indicaba la manera de acostar. Continuó leyendo.
Cuando hayas descubierto la Cámara, tendrás que sumergirte en su sombra. Allí te espera algo. Una iglesia.
Debes encontrar esa iglesia, mi vida, y recorrerla. Cruzar la nave, el transepto, el ábside… Hasta encontrar los cruceros donde se respiran perfumes de incienso.
Entonces toma con la jeringuilla la pureza que planea en esas alturas. Ahí es donde se halla el Secreto.
El Color de la Verdad.
Que es también el de la Mentira.
Ahora, mi amor, cierro los ojos.
Y te imagino ante el Secreto.
Cuando te haya deslumbrado esa luz sombría, podremos unirnos. El Secreto sellará nuestras almas y nuestros cuerpos en una misma Gracia.
Te quiero.
Bajo el impermeable, Marc ahogó una maldición. No entendía absolutamente nada. Ni sombra de una indicación para abordar la isla. En cuanto a las consideraciones sobre la «iglesia» y los «cruceros», batían todos los récords del hermetismo.
Se habían acercado un poco, unos cinco metros. Marc frunció los ojos, pero no vio ninguna claridad particular entre la vegetación; no había bambúes en el horizonte. Le dijo por señas al pescador que quería dar la vuelta a la isla. El marinero respondió haciendo una mueca de desaprobación. No paraba de expresar, con la palma de la mano, la falta de profundidad. Marc sacó otros mil bahts. El piloto se los guardó. Refunfuñando, encendió el motor.
La barca efectuó una maniobra marcha atrás para rodear la isla por la derecha. El marinero siguió un itinerario preciso entre los corales que arañaban las olas. Marc seguía sin ver las pequeñas hojas. Solo había bosques espesos y oscuros, en los que de vez en cuando se abrían cavernas. Le recordaba La isla de los muertos, el famoso cuadro de Böcklin. Era la misma presencia mórbida, el mismo recogimiento secreto, agazapado en el fondo de la jungla.
La luz no cesaba de declinar. Marc calculó que no le quedaban más de quince minutos. En ese momento estaban bordeando un acantilado que descendía en vertical hacia el mar. Apareció una playa con palmeras tan inclinadas que parecían horizontales.
Seguía sin haber bambúes.
Estaba cayendo la noche. La lluvia arreciaba. El pescador hizo un gesto explícito: debían regresar. Marc le contestó con otro ademán: ¡continúe! El tailandés negó con la cabeza e inició la maniobra sin esperar respuesta.
En ese instante, un murmullo característico llegó a los oídos de Marc. Un roce ligero, creciente, lánguido. El viento traía el sonido y se lo llevaba enseguida, cual un espejismo sonoro. Pero estaba seguro: los bambúes estaban allí, en algún lugar del arrecife.
En el momento en que la barca giró, deslizándose entre dos grandes olas, Marc vio justo encima de la playa, a la derecha, la cinta verde claro. Las hojas parecían formar, entre las duras palmeras, una nube inmaterial. Gritó, señalando con el índice. El piloto negó de nuevo y siguió dando media vuelta.
Sin dudarlo, Marc se guardó en un bolsillo la jeringuilla, se quitó el impermeable y se zambulló en el mar. El frescor del agua aceleró su respiración. Tuvo la impresión de penetrar en la carne misma de la tormenta. Inmediatamente fue arrastrado por la corriente. Aspirado a través de un pasillo abierto por los corales. Mientras daba brazadas, chocaba contra las concreciones, se arañaba el vientre, se desollaba los codos. Pero se estaba produciendo un pequeño milagro: la corriente lo llevaba hacia la orilla. Se obligó a no moverse; dejó de oponer resistencia y empezó a notar las crestas de los corales rozándole el vientre.
Por fin llegó a la orilla y salió del agua. Bajo la luna, la playa tenía la blancura de la tiza. A medida que se alejaba del mar, oía mejor el canto de las hojas. Su crujido se volvía ensordecedor. Risas de brujas. Marc se volvió: el marinero seguía allí. Parecía furioso. Sin embargo, Marc estaba seguro de que lo esperaría.
Se dirigió hacia el bosque de bambúes, que quedaba sobre la playa. Después de dar unos pasos, distinguió más claramente la forma que le había parecido ver desde la barca.
Una cabaña construida sobre pilares y pegada al acantilado.
Un simple bungalow cerrado, con una terraza. Alrededor de cuatro metros de ancho. Cinco de hondo. El antro de un Robinson Crusoe. O simplemente un cobertizo para material de submarinismo. De pronto lo invadió una angustia inexplicable. ¿Y si alguien lo esperaba allí? ¿Y si Reverdi lo había citado con otro? En un segundo, sus hipótesis más descabelladas se desbocaron: el padre, el abogado… Entró en razón, pero decidió rodear primero la choza.
Encendió la linterna y se metió entre el tabique y el acantilado. Nadie, por supuesto. Inspeccionó la superficie de las paredes. Un simple vistazo le confirmó lo que ya sabía: la cabaña había sido «tratada». Cada intersticio había sido obturado con hilos de rota y silicona.
Al salir por el otro lado de la cabaña, se dio cuenta de que la noche se había hecho más clara. Alzó los ojos. Las nubes se alejaban. La luna llena brillaba como un sol frío. La arena, espejeante, agujereada por la lluvia, evocaba ahora una superficie de nácar. Apagó la linterna y la luz nocturna le hizo sentirse mejor.
Subió a la terraza. Allí vio también el calafateado. El marco de la puerta. Las ranuras de la ventana. El hueco entre la pared y el techo. Todo estaba taponado. Durante un breve instante, pensó que el cadáver estaba en el interior, pero era imposible. Reverdi no había puesto los pies en Tailandia desde hacía por lo menos seis meses; jamás habría dejado que un cuerpo se pudriese, ni siquiera en un espacio protegido.
Marc se colocó frente a la puerta y empezó a darle patadas. La ropa mojada entorpecía sus movimientos. La puerta cedió. La arrancó completamente de los goznes a fin de que la luz de la luna penetrara en el interior. La cabaña estaba vacía, o casi. Una botella de aire comprimido. Un descompresor blanquecino por efecto de la sal. Lastres. Una linterna frontal. Ninguna señal de lucha o de violencia. Ningún rastro de sangre o de cera de vela. Ningún objeto sospechoso. La madriguera inofensiva de un hombre asocial.
¿Qué se suponía que debía encontrar allí? «Cuando hayas descubierto la Cámara, tendrás que sumergirte en su sombra. Allí te espera algo. Una iglesia.» Ahora estaba siguiendo el razonamiento del asesino. Sacrificando a sus víctimas, creía purificarlas. Ellas mismas se convertían en espacios sagrados. En «iglesias».
Golpeó el suelo con el talón. No había doble fondo. Pensó en la elevación del bungalow sobre pilotes. La solución era más sencilla: Reverdi había enterrado el cadáver en la arena, bajo la choza.
Salió y se metió debajo. A cuatro patas, observó la superficie, las hojas secas, los pilares devorados por los arbustos: nada destacable. Con decisión, aunque de manera inconsciente, empezó a excavar con las manos.
No tardó en encontrar la mejor manera de hacerlo: hundir los dos brazos en la arena y retirarlos cruzados, a la manera de una excavadora, por encima de su cabeza. De vez en cuando, cambiaba de posición: se sentaba en el hoyo y empujaba los montículos con los pies.
Se encontró, sin aliento, dentro de una verdadera fosa. Excavó más, notando que los cangrejos le rozaban la frente y correteaban por sus brazos. Cuando hubo llegado a un metro de profundidad, se puso en pie y se dijo que deliraba. Allí no había ningún cuerpo.
De pronto se quedó petrificado. El hoyo se había movido a sus pies. Las tinieblas brillaban, trazaban movimientos relucientes. Se oyó un silbido amortiguado, luego otro. Serpientes. Marc dio un salto hacia atrás e intentó subir a la superficie. En vano. Los animales se enredaban entre sus pies. Blancuzcos. Sinuosos. Abominables. Se quedó inmóvil. Las serpientes desaparecieron sin morderlo: un milagro.
– Los guardianes del templo -susurró.
No cabía duda: el nido había sido puesto por el propio Reverdi. Una última medida de protección contra posibles visitantes. Pero ¿cómo se había arriesgado a matar a Élisabeth? Marc presentía su lógica de demente: la ofrecía en sacrificio al destino. Si era la Elegida, las serpientes no la atacarían. Si no, no habría nada que lamentar.
– Hijo de puta -murmuró Marc.
Esa trampa le hizo recuperar energías. Demostraba que efectivamente había algo enterrado ahí debajo. Después de haber explorado la fosa para asegurarse de que la vía estaba libre, se puso de nuevo a excavar con ímpetu renovado, apretando los dientes. Doblado por la cintura, jadeando, iba hundiéndose en el hoyo. Tenía arena en la boca, en los ojos, en las orejas. Nada todavía. Exhausto, se puso de nuevo en pie, se tambaleó y se dejó caer de culo.
Fue como una descarga eléctrica.
Su peso no había producido el ruido sordo esperado. Más bien un roce. De un salto, se puso boca abajo y empezó a apartar arena con frenesí. Al cabo de un momento, sus manos encontraron un objeto envuelto en plástico. No temía el contacto con el cadáver. Al contrario, esa forma pálida, plateada, que aparecía poco a poco, lo hipnotizaba. Consiguió dejar al descubierto el torso, hasta las caderas.
Bajo el plástico, el cadáver estaba perfectamente conservado. Cabeza, hombros, caderas: todo se dibujaba con precisión. La piel, blanquísima, parecía inmaculada, con excepción de las heridas negras que marcaban, bajo los pliegues transparentes, el Camino de Vida. El conjunto poseía un carácter de limpieza aséptica.
¿Cuánto tiempo llevaba muerta esa mujer? Debería haber sido comida por los gusanos y los cangrejos. Sin duda Reverdi utilizaba una técnica de embalsamamiento. O un método de protección total. Marc recordaba un reportaje que había realizado sobre un «artista anatomista» alemán, inventor de una técnica de conservación de los cuerpos: la plastinación.
Dejó las piernas totalmente al descubierto. Sin pensar, subió y apartó la arena de los lados, excavando un túnel hasta el aire libre. Después volvió sobre sus pasos, se tumbó boca abajo y asió el cadáver por los hombros. Sus manos resbalaban sobre el plástico, que parecía engrasado, untado con un bálsamo protector. Finalmente consiguió agarrar el cuerpo y arrastrarlo hasta el exterior. En ese momento sintió la repulsión que había creído evitar.
Era una mujer, por supuesto.
Tenía el semblante pálido, huesudo. Los ojos, que brillaban al fondo de las órbitas, parecían dos bolas de cristal. Los labios, demasiado finos, mostraban unas encías descoloridas de las que salían, dibujando un rictus de crispación, unos dientecillos crueles. Marc pensó: «Un cadáver albino». Hasta los cabellos, bajo el plástico, parecían sin color.
Siguió arrastrando el cuerpo hasta extraerlo de la hojarasca que rodeaba los pilotes. Era muy pequeño. Unos despojos de niña. Su piel luminiscente parecía cómplice de la luna. Marc se sentó sobre la arena húmeda y observó el envoltorio, adherido al cuerpo y perfectamente cerrado. De pronto se le ocurrió una idea demencial.
Esa víctima no estaba embalsamada, sino liofilizada.
Reverdi la había secado. Le había extraído toda el agua y de ese modo la había protegido contra la amenaza de la descomposición. Después había conseguido envolverla al vacío, igual que los alimentos destinados a una larga conservación. Marc era incapaz de imaginar un método concreto, pero estaba seguro de que el asesino había utilizado su material de submarinismo. Especialmente el descompresor, no para introducir aire en el plástico, sino para hacer el vacío.
Había llegado el momento de tomar la muestra. Marc sacó la jeringuilla del bolsillo. Se arrodilló delante de la mujer, como para rezar, y se concentró en las palabras del asesino:
Debes cruzar la nave, el transepto, el ábside… Hasta encontrar los cruceros donde se respiran perfumes de incienso.
Marc imaginó el plano de una iglesia y lo superpuso sobre el cuerpo. La nave era el busto, de eso no cabía duda. Pero ¿y el ábside? Creía recordar que era la parte superior de la iglesia, el semicírculo donde se encuentra el altar. Por lo tanto, la cabeza. En cuanto al transepto, debía de ser la parte intermedia entre nave y ábside: el tórax, donde se encuentran los órganos vitales. Todo aquello era realmente confuso. ¿Dónde estaban los cruceros? Se hallaban situados a uno y otro lado de la nave. Un destello lo iluminó: los pulmones.
La continuación del mensaje confirmaba esa opción:
… donde se respiran perfumes de incienso…
Debía pinchar en esa región. A fin de recoger los vestigios de la atmósfera que la víctima había respirado en el momento de morir. Los rastros físicos de una materia volátil, las partículas de un pigmento inhalado durante la agonía.
Esa era la apoteosis.
Se inclinó y examinó el pecho. No tenía ningún conocimiento anatómico. ¿Dónde estaban exactamente los pulmones? ¿Sería suficientemente larga la aguja para llegar hasta los alvéolos? Pensó en las costillas. Debía clavar la aguja entre las costillas superiores, bajo los pechos.
Comenzó a palpar el torso a través del plástico. Mientras maniobraba, Marc comprendió otro aspecto del ritual. Reverdi no calafateaba la Cámara para protegerla de las agresiones exteriores. Era lo contrario: quería impedir que el perfume que había dispersado saliese fuera. Quería «envolver» los cuerpos en incienso, en un olor, trascenderlos gracias a esa fragancia.
Marc se decidió a pinchar entre las costillas primera y segunda, partiendo de la parte superior de la caja torácica. Pero todavía dudó: ¿debía retirar el envoltorio del cadáver o pincharlo a través de él? ¿Debía sacar la jeringuilla de la bolsa o simplemente atravesar esta con la aguja? Decidió actuar a través de las membranas, sin tocar nada. Para conservar la máxima asepsia.
Cerró los ojos y clavó el instrumento. La carne no ofreció ninguna resistencia. Polvo friable. Tiró del émbolo. Abrió los ojos y observó la jeringuilla. No veía nada en el cilindro; en cualquier caso, ningún color.
Cuando el émbolo hubo terminado su recorrido, se inclinó más a fin de extraer la aguja con la máxima precaución. Al hacerlo, se apoyó en el hombro izquierdo del cuerpo. El brazo se partió y quedó desprendido del cuerpo. Marc gritó. El plástico se rasgó. Vio el miembro separado, el polvo de piel y huesos que se esparcía entre los pliegues transparentes. Ese cuerpo estaba tan seco que se rompía como si fuera de cristal.
Marc se dio cuenta de que había roto el vacío; la descomposición del cadáver no se alargaría ahora más de unos días. Conteniendo un gemido, se guardó la jeringuilla en el bolsillo. Llevó el cuerpo hasta su tumba y luego, volviendo la cabeza, echó rápidamente la arena encima. Mentalmente, pidió perdón a aquella desconocida cuyo rostro iban a devorar muy pronto los cangrejos.
– Tenemos un problema.
Jimmy Wong-Fat estaba en la puerta de la celda. Jacques se preguntaba cómo demonios había podido llegar hasta allí. Desde que habían encontrado el cuerpo de Raman, todos los edificios estaban cerrados. Ningún recluso estaba autorizado a salir. Las visitas se habían cancelado hasta nueva orden.
– Tenemos un problema.
Reverdi se incorporó sobre la estera e invitó al abogado a sentarse a su lado. El chino permaneció de pie.
– Ya le han practicado la autopsia a Raman. Ciertos detalles «técnicos» hacen que las sospechas recaigan sobre usted.
– ¿Qué detalles?
– El hilo utilizado para coserle los labios, los ojos y el abdomen es quirúrgico. Solo se encuentra ese hilo en la enfermería.
– No soy el único que trabaja allí. Ni el único que ha tenido problemas con esa basura. Incluso aquí hacen falta pruebas para acusar.
El abogado hizo caso omiso de la reflexión.
– Está también el misterio de las entrañas.
– ¿Las entrañas?
– Las vísceras encontradas en el vientre de Raman no eran las suyas.
– Ah, ¿no?
– Eran vísceras de cerdo.
Jacques levantó las cejas. Jimmy lo observaba con sus ojos rasgados.
– ¡De cerdo! ¿Se da cuenta de lo que eso significa para un musulmán? El asesino sacó sus órganos y metió dentro del abdomen las tripas de un lechón. Después cosió la carne.
Jacques pensaba en la cara del forense al practicar la autopsia. Seguro que ese musulmán nunca había contemplado despojos de cerdo tan de cerca.
– ¿De dónde procedía ese… material? -preguntó en un tono de indiferencia.
Wong-Fat se plantó delante de él con las piernas abiertas. Seguía llevando la cartera roja, como si fuera un animal doméstico.
– De las cocinas. Todo lleva a creer que se trata de las tripas del lechón que la comunidad china había hecho entrar en la prisión para celebrar no sé qué. Ese bicho ya había provocado un escándalo.
Reverdi había pensado que el descubrimiento de su castigo le divertiría más. Pero, en realidad, no experimentaba nada: solo pensaba en Élisabeth. Estaba impaciente por reanudar el contacto con ella.
– ¿Y han encontrado…, bueno, el «interior» de Raman? -preguntó para guardar las formas.
– No. Y nadie se dio cuenta de que las tripas del cerdo habían desaparecido. Sabe por qué, ¿verdad?
– Me lo imagino, sí.
– El asesino metió las entrañas de Raman en el cuerpo del animal. Lo que los chinos se comieron anteanoche eran las tripas de Raman. ¡Despojos humanos!
Jacques dejó caer la cabeza hacia atrás y la apoyó en la pared. No sentía nada, pero apreciaba la sincronización perfecta de la operación. Los chinos, responsables del asesinato de Hajjah, se habían comido a su jefe.
– Menuda sorpresa -murmuró.
Jimmy le apuntó con el dedo índice. La cólera hacía que se le hincharan las venas bajo la piel.
– Hace mal en reírse. Todo el mundo sabe que ha sido usted, Jacques. Solo usted podía atreverse a cometer un crimen semejante.
Jacques permaneció en silencio.
– ¡Con lo que he preparado el caso! -prosiguió el abogado-. Todo está perdido. ¿Qué le ha pasado? -Se inclinó hacia él, brillante de sudor y de incredulidad-. ¿Es que le da igual morir?
Reverdi se levantó de un salto y cogió una de las velas que ardían en el otro extremo de la celda, entre varitas de incienso colocadas sobre una caja boca abajo. El conjunto evocaba un altar.
– ¿Tú crees en la reencarnación? -le preguntó a Jimmy.
– No.
Jacques cogió otra vela, apagada, y se acercó al abogado.
– Hay una metáfora clásica para explicar la transmigración del alma. -Encendió la segunda vela con la primera-. Los cuerpos se consumen, pero la llama pasa simplemente de uno a otro. Es eterna.
– ¿Qué significa eso?
Reverdi sonrió y le puso en la mano una de las velas.
– Significa que no moriré. Me reencarnaré.
Wong-Fat miró la llamita entre sus dedos; no sabía qué hacer con la vela. La dejó en su sitio, sobre el altar. En ese momento se fijó en la fotografía clavada en la pared, por encima de las varitas de incienso.
– ¿Quién es la de la foto?
– Mi mujer.
El chino volvió la cabeza.
– ¿Qué?
– Todavía no estamos casados, pero quiero celebrar esa unión antes de ser ejecutado.
Jimmy observó el retrato y preguntó, con una voz extraña:
– ¿Es la chica de las cartas? ¿La chica de París?
– La ley malaya me permite hacerlo.
La expresión de Jimmy había cambiado: tenía los rasgos hundidos y los labios le temblaban. Parecía consternada.
– Pero… ¿lo dice en serio? ¿De verdad quiere casarse con…?
No pudo acabar la frase. Jacques lo observó: el obeso estaba al borde de las lágrimas. Era para morirse de risa. Así que había creído que entre ellos había una relación profunda… Complicidad, amistad, incluso algo más…, ¡tantas afinidades! Reverdi susurró en un tono cálido, como para consolarlo:
– No va a ser una cosa inmediata. Todavía no está preparada.
– ¿Todavía no está preparada? -El abogado adoptó de nuevo su tono profesional-: Pero ¿de qué demonios habla?
Reverdi se arrodilló ante la fotografía y acarició con los dedos el rostro de Élisabeth:
– Su iniciación aún no ha terminado.
– ¿Siguen teniendo contacto? Yo no he vuelto a recibir ninguna carta, yo…
Reverdi cerró los ojos.
– La siento venir. Se acerca a mí… -Se puso en pie y miró a Wong-Fat-. Es cuestión de días.
El quinto mensaje se reducía a tres palabras: «Ve a Bangkok». Marc no se había hecho de rogar. Desde la frontera birmana, había dado media vuelta de inmediato y conducido toda la noche, parando solo para repostar gasolina. Después de nueve horas de viaje, había llegado al aeropuerto de Phuket a las cinco de la mañana. Allí, había dormido dos horas acurrucado en el Suzuki sin soltar la jeringuilla, su botín, su talismán. Se había despertado, medio helado y medio ardiendo, justo a tiempo para tomar el primer vuelo con destino a Bangkok.
Desde la expedición a la isla de los muertos estaba obsesionado con el contenido de la jeringuilla. A simple vista, solo contenía un gas volátil, ligeramente teñido de linfa y de partículas rosáceas. ¿De verdad era ese el Color de la Verdad? ¿Qué había extraído del fondo de los pulmones de la víctima? ¿De qué forma iba a revelarle esa muestra la clave del rito?
La llegada a la capital le aportó una calma relativa. Se sentía feliz de estar rodeado de nuevo de vida, del ruido de los coches, de la indiferencia familiar de los rascacielos. Desde la autopista, la metrópolis incluso le pareció de un azul relajante. Seguramente era la influencia del cielo puro, que penetraba en las torres de cristal.
Una vez en el centro, tuvo que revisar su juicio. Bangkok se hundía bajo su propia presión. Ahogada por sus construcciones, su tráfico, su aire asfixiante. Inmensos puentes de hormigón penetraban en las calles a la fuerza, apartando los inmuebles, imponiendo un mundo nuevo, ciego y triunfal. Había asfalto por doquier, recubriendo barrios enteros, paralizando las callejuelas. Parecían impacientes por enterrar el pasado, como si se tratara de un cadáver vergonzoso.
Dando tumbos en el taxi, Marc leía las instrucciones del sexto documento.
Dirígete hacia el hospital de Siriraj. Desde el aeropuerto, sigue la orilla del río en taxi hasta encontrar una estación de barcos-autobuses. Allí compra un billete para la estación Pran Nok, también llamada Wang Lang. Cuando hayas llegado a esa estación, abre el documento siguiente.
Marc pagó al taxista y montó en un barco. Contemplaba los contrastes de la ciudad con indiferencia. Las barracas de madera construidas en islas llenas de vegetación y rodeadas de torres modernas. Las stupas y las pagodas plantadas entre ciudadelas de acero y de asfalto. Las barcas en forma de hoja cruzándose con fuerabordas rugientes… Todo ese universo le parecía febril, enfermo. Hasta los pasajeros que había a su alrededor le parecían turbios, terrosos, contaminados.
Pran Nok daba acceso a un mercado. Había tal multitud que costaba bajar del barco. Marc encontró un banco apartado en el recinto de la estación y abrió el séptimo documento. Pensó en el Séptimo Sello del Apocalipsis.
Lo que leyó lo dejó estupefacto, pero ya no tenía elección.
Se sumergió en la agitación. Los comercios invadían aceras y calzada. Las tiendas ofrecían estufas de carbón, cocinas de gas y placas eléctricas a cientos, lo que hacía el aire todavía más sofocante. Entre el desorden, Marc pasó ante dulces aromatizados, vapores ardientes, pastas translúcidas de colores chillones, pinchitos chisporroteantes, pescados de piel gruesa y blanca carne…
Llegó al hospital Siriraj, pero pasó de largo. No era su destino final. Reverdi le indicaba un laboratorio de análisis médicos situado en la misma calle, unos números más lejos. Allí debía buscar a un químico llamado Kantamala, un militante ecologista que realizaba de tapadillo análisis de muestras comprometidas para las grandes compañías industriales.
¿Dónde lo había conocido Reverdi? Eso carecía de importancia y Marc tenía otras cosas en las que pensar. Ahora debía interpretar muy bien un papel ante el experto. Poseía los nombres y los términos que había que pronunciar para formular su petición, e incluso las réplicas.
Empujó la puerta de cristal ahumado del laboratorio y descubrió en el interior un mostrador blanco como un trozo de hielo. Marc preguntó por Kantamala. Al cabo de unos segundos vio llegar a un tailandés alto con una bata inmaculada. Tez oscura, cabellos largos recogidos en una cola de caballo, expresión hostil. El hombre sonrió cuando Marc pronunció el nombre de un ecologista inglés que le había dado Reverdi.
Salieron a la calle. Kantamala encendió un cigarrillo. Un Kron Tip, la marca local.
– ¿Qué tenemos hoy? -preguntó en inglés, en un tono de conspirador.
– Un muerto. Envenenamiento.
Kantamala frunció el entrecejo.
– ¿Un muerto? ¿Dónde?
– No puedo decir nada.
El tailandés daba caladas al cigarrillo con avidez. En la calle saturada de contaminación, aquello parecía un doble suicidio.
– Necesito detalles. Un muerto es un asunto grave. No estoy acostumbrado a…
– Yo tampoco sé nada. Creo que se trata de una mina, cerca de Ranong…
Marc estaba improvisando, pero el nombre pareció agradar a Kantamala.
– No me extraña. Allí utilizan mercurio y…
– En cualquier caso, es urgente. Esperan los resultados para iniciar un procedimiento.
El otro asintió con la cabeza. Fumaba con nerviosismo y no paraba de lanzar miradas recelosas por encima del hombro.
– Pero ese muerto… -insistió-. ¿Qué ha pasado?
– No lo sé. Ha respirado un gas, creo. No está muy claro.
– ¿Qué tipo de muestra traes?
Marc le dio la jeringuilla al químico.
– Le han practicado una punción en los pulmones.
– Mierda.
Marc adoptó una actitud firme y decidida:
– Si es demasiado difícil para ti…
Kantamala tiró la colilla.
– Vuelve dentro de dos horas.
Marc se sentó a una mesa de un restaurante instalado en la acera, desde donde podía vigilar las puertas de cristal ahumado del laboratorio. Ese puesto de observación lo tranquilizaba, como si Kantamala pudiera huir con «su» prueba.
Pidió un té. No tenía el estómago suficientemente asentado para tomar café. En ese momento tenía la mente en blanco. Estaba agotado por un exceso de reflexiones, de descubrimientos, de angustia. Dejó resonar en su conciencia unos versos del Cantar de los Cantares:
¿Quién es esa que se eleva del desierto
como humo que brota de la mirra,
el incienso y toda clase de polvos aromáticos?
Solo le faltaba eso. Identificar el perfume o el incienso que Jacques Reverdi había utilizado. Entonces, estaba seguro, se produciría un milagro. Esa última información cerraría el círculo, daría coherencia al conjunto.
Se decía eso una y otra vez, como si fuese una plegaria. Pero sin convicción. La contaminación, el calor y el cansancio lo transformaban en un sonámbulo.
Despertó de su letanía y miró el reloj. Habían pasado dos horas sin que se hubiera dado cuenta. Nada había cambiado en la calle. El mercado continuaba exhalando sus olores insoportables, los coches continuaban despidiendo su gas envenenado. Con las piernas flojas, Marc se dirigió hacia el laboratorio.
– ¿Estás tomándome el pelo?
El químico, con un cigarrillo entre los labios, parecía furioso.
– ¿Qué has encontrado?
– Nada.
– ¿Cómo que nada?
– Ni rastro de contaminación ni de sustancias extrañas.
– Es imposible… La muestra está sacada de un pulmón…
– Eso no lo pongo en duda. Pero ese tipo no ha muerto envenenado. Ha muerto por asfixia.
Marc levantó los ojos: el hombre flotaba ante él.
– La jeringuilla contenía mioglobina, una molécula muscular que fija los gases. La he analizado y está saturada en un ochenta por ciento de gas carbónico.
Marc no sabía qué contestar. Kantamala continuó, sin dejar de fumar:
– No ha habido intoxicación. Ese tipo no ha respirado nada. Nada en absoluto. En realidad, ha muerto por eso. Por asfixia. Pero no con una almohada tapándole la cabeza. No hay ninguna huella de traumatismo. Ni el más mínimo rastro de derrame pleural, ese líquido amarillento que aparece alrededor de los pulmones tras una muerte violenta. No, el tipo ha muerto lentamente por falta de oxígeno, respirando su propio gas carbónico.
Toda la calle se tambaleaba a sus pies. El químico subió el tono de voz:
– No sé a qué jugáis, pero no quiero seguir metido en vuestros tejemanejes. Esto no tiene nada que ver con la ecología. Es un asesinato, ¿entiendes?
Marc retrocedió hacia la calzada, entre los coches, los puestos, los transeúntes. Estaba como absorbido por la alucinante verdad.
El arma del crimen no era el cuchillo.
Sino la cabaña.
La Cámara de Pureza, que actuaba como un ahogadero.
Esa era la marca de Reverdi.
El maestro de la apnea mataba a sus víctimas privándolas de oxígeno.
Marc se incorporó a la multitud y recorrió la calle Pran Nok hasta la estación de los barcos-autobuses. Se sentó en el mismo banco de antes, a la sombra de la verja, y reunió los últimos elementos. Por fin conocía el modus operandi con todo detalle.
Primero, el asesino encerraba a su víctima en una choza totalmente calafateada. Esperaba pacientemente a que consumiera la reserva de oxígeno de la Cámara. ¿Cuánto tiempo duraba ese suplicio? Horas, seguro. Tal vez incluso días.
Marc imaginaba a la mujer amordazada, atada, respirando cada vez con más dificultad, notando que el veneno carbónico llenaba sus pulmones. Jacques Reverdi la observaba. Contemplaba la muerte en acción. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas en el otro extremo de la cabaña, saboreando el espectáculo de esa chica que gritaba en silencio, amordazada, con la garganta en carne viva…
¿En qué momento practicaba las incisiones? Sin duda durante esa espera. Pero, contrariamente a lo que Marc había imaginado, no reabría inmediatamente las heridas. Dejaba que su víctima se asfixiara antes de sangrarla.
En ese punto, la hipótesis se estancaba. El umbral crítico de asfixia se prolongaba durante horas: ¿cómo aguantaba Reverdi? Esa espera sobrepasaba con mucho sus capacidades de apneísta. En un flash, como una última pieza que encajaba en el engranaje, vio la botella de oxígeno en la primera madriguera, luego en la segunda. No había prestado atención a ese detalle, pero las botellas desempeñaban un papel. Mientras su víctima agonizaba, el asesino, con los labios apretados en torno al descompresor, respiraba aire comprimido.
En esa fase, la mujer se convertía en una especie de barómetro para medir la composición del aire. A medida que se agitaba, que se ahogaba, Reverdi evaluaba el vacío de la estancia. Cada uno de sus gritos mudos, de sus ronquidos, era como un indicio de la pureza en marcha. Cuando la víctima se hallaba a unos segundos escasos de la muerte, entonces la Cámara estaba a punto.
Reverdi podía pasar a la acción.
Se quitaba la mascarilla y se ponía en apnea.
Esa era la increíble verdad: Reverdi no temía ese espacio mortal porque podía permanecer varios minutos sin respirar. La pureza de la choza era «su» pureza.
Una vez más, Marc pensó en las palabras de la doctora Norman acerca de la escena del crimen, que era una extensión de la personalidad de Reverdi. La psiquiatra tenía toda la razón. La Cámara de Pureza se había convertido en una proyección de su cuerpo. Su ser, su poder se habían extendido hasta las paredes de la celda.
La víctima moría realmente en el «reino» de Reverdi. En el seno de su fortaleza: la apnea.
Marc retomó la escena. Prácticamente ya no quedaba aire sano, las velas temblaban, la mujer se debilitaba.
Entonces, antes de que exhalara el último suspiro, Reverdi cogía una vela y pasaba la llama sobre las heridas para abrirlas haciendo que la miel seca se fundiera. Al mismo tiempo, quitaba la mordaza a su víctima a fin de que pudiera dar las últimas bocanadas de aire. Había un vicio extremo en ese método, pues la boca jadeante y la llama se disputaban las últimas parcelas de oxígeno. La vela mataba a la mujer de dos maneras distintas: fundiendo la miel de las heridas y robándole aire.
Marc congeló la imagen. ¿Por qué Reverdi mataba dos veces a su víctima, asfixiándola y sangrándola?
Aún no lo había comprendido todo.
Siguió concentrándose y se situó en el punto de vista del asesino. Contemplaba la sangre que brotaba de los brazos, de los muslos, del torso (advertía, de pasada, la razón de ser de las linternas frontales desperdigadas por el suelo de las cabañas: en una habitación privada de aire, las velas acababan por apagarse; para ver su obra hasta el final, Reverdi tenía que utilizar la electricidad). Marc admiraba, a su pesar, la hemoglobina que manaba por sus múltiples fuentes, como torrentes de montaña. Ese cuerpo torturado se convertía en un glaciar de sangre fundido con fuego.
Tuvo otro destello. El rojo. El ritual iba encaminado exclusivamente a eso. A contemplar el color escarlata en un espacio absolutamente puro.
La ausencia de oxígeno debía de provocar determinado efecto en el color de la sangre. Debía de producirse una transmutación química entre la hemoglobina y el gas carbónico.
Marc necesitaba la ayuda de un experto. Un solo nombre acudió a su mente: Alang, el forense. Rebuscó en sus bolsillos y encontró el teléfono móvil que había alquilado en Phuket.
El médico contestó enseguida. En cuanto reconoció la voz, rompió a reír. Esa espontaneidad y esa alegría emocionaron a Marc. Estuvo a punto de echarse a llorar, pero se aferró a sus propias palabras.
– Te llamo para pedirte un consejo. Tengo que preguntarte una cosa.
– Yo también: ¿quién es un trovador escocés, con abrigo rojo, reconvertido en criador de salmones?
Marc suspiró. Se apartó del momento presente y buscó entre sus recuerdos musicales. Lo absurdo de la situación superaba todo lo imaginable.
– Ian Anderson, del grupo Jethro Tull.
– Eres una joya. ¿Qué quieres saber?
Marc cerró los ojos. El calor lo estaba matando. Una cortina de sudor se aglutinaba sobre sus párpados.
– Imagina…, y digo exactamente eso, imagina…, que alguien hace manar sangre en una habitación totalmente privada de oxígeno.
– Sé más concreto. ¿Te refieres a sangre almacenada en un laboratorio o a sangre de un cuerpo herido?
– De un cuerpo. De una herida.
– ¿Está relacionado con Reverdi?
– ¿Con quién si no? La sangre fluye en una atmósfera cerrada, sin oxígeno.
– No lo entiendo. En ese caso, ¿la víctima ya está muerta?
Marc estuvo a punto de gritar, pero logró contenerse.
– Todo sucede a la vez: la víctima se desangra al mismo tiempo que se asfixia. La escena se desarrolla en una habitación al vacío, ¿comprendes?
– Continúa.
– Esa ausencia de oxígeno, ¿influye en el color de la sangre?
– Más bien sí.
– ¿De qué color sería en ese caso?
– No tendría color.
– ¿Cómo?
– La sangre sería negra. Absolutamente negra. Es el oxígeno lo que da el color rojo a la hemoglobina. Sin él, la sangre se vuelve muy oscura. Por eso las venas, en la superficie de la piel, son azules; la sangre, poco oxigenada ahí, es pardusca. También por eso el cuerpo de una víctima asfixiada es gris. Se trata de un fenómeno conocido con el nombre de cianosis, del griego kuanos, que significa azul oscuro. En el caso que me planteas, yo creo que la sangre sería especialmente oscura.
Marc, incrédulo, insistió:
– ¿Por qué?
– Porque la hemoglobina ya no tendría ningún contacto con moléculas de oxígeno, ni en el interior del cuerpo ni en el exterior. Sería una desoxihemoglobina pura. Una sangre tan oscura que sería negra. En Malaisia, esa «sangre negra» es objeto de muchas leyendas. Es el color de la muerte y…
Marc ya no escuchaba las palabras de Alang. Había tenido esa información desde el principio. La ginecóloga con la que había hablado en París al comienzo de la investigación le había dicho: una sangre oscura. Una sangre venosa, poco oxigenada.
El negro.
La sangre negra.
La búsqueda de Jacques Reverdi.
Transformar a cada mujer en fuente de sangre negra.
«El Color de la Verdad, que es también el Color de la Mentira.»
Marc colgó. La blancura del sol lo hacía tambalearse. Manchas oscuras danzaban bajo sus párpados. Estaba a punto de desmayarse. La verdad lo penetraba como una sustancia lenta y demasiado densa, saturada de evidencias, de lógica, de locura…
Iba a tener que acostumbrarse a esa demencia.
Porque era esa pulsión criminal lo que había querido mirar directamente a los ojos.
¿A cuántas mujeres había matado Reverdi para maravillarse ante el negro absoluto?
Huir.
Huir con el secreto.
Marc tomó un taxi y atravesó Bangkok en dirección al aeropuerto. No veía nada, no oía nada, no sentía nada. Ensordecido por los latidos de su propio corazón. Sus dedos se hundían en la bolsa de viaje hasta hacer que los nudillos se pusieran blancos. Alejarse de ese país. Alejarse de la pesadilla. Llevarse su secreto lo más lejos posible.
La neutralidad del aeropuerto fue un alivio. Se dirigió hacia el mostrador de las clases económicas, pero cambió de parecer. Teniendo en cuenta su estado, y el tesoro que tenía en su poder, decidió regalarse una vuelta de lujo.
Se acercó a la ventanilla de la Cathay Pacific, una de las compañías aéreas asiáticas más prestigiosas, y compró un billete de primera clase. Un violento martillazo en su hucha: casi cinco mil euros por un simple billete de vuelta. Pero ¿y qué? Era una buena manera de empezar a gastar el adelanto sobre los derechos de autor que iba a sacarles a los editores. Seguía apretando maquinalmente su bolsa de viaje. Su ordenador. Su libro. Su futuro.
El billete que había comprado permitía acceder al salón VIP del aeropuerto. Un gran espacio cálido, de líneas y simetrías sobrias.
Marc vio en ese lugar austero un símbolo. Había llegado el tiempo del orden, de la estructura. Decidió escribir la trama definitiva de la novela mientras esperaba su vuelo. Ahora que sabía cuál era el punto de llegada, le resultaba fácil trazar la línea decisiva.
Se dirigió al bar y se preparó un plato de tapas. Se sirvió una copa de champán y fue directamente al business-center, una gran jaula de cristal donde había ordenadores, teléfonos y faxes alineados.
Se sentó y conectó su ordenador a la corriente. Antes de empezar con el trabajo propiamente dicho, tenía que hacer limpieza. Se conectó con su servidor, Voilà, y abrió la página de inicio. En unos pasos, canceló su cuenta de correo. El programa le preguntó si estaba seguro de su decisión y le informó de que tenía un mensaje sin leer: sin duda la última cita de Reverdi, en el locutorio de la prisión de Kanara. Marc confirmó la cancelación. Borró para siempre el último mensaje y su dirección de correo electrónico.
A partir de ese momento era imposible ponerse en contacto con Élisabeth.
Élisabeth Bremen estaba muerta.
Muerta y enterrada.
Unas semanas más tarde le tocaría el turno a Reverdi.
Juzgado y ejecutado.
Ya no quedaría nada de esa pasión epistolar, de ese gran amor ficticio. Nada, excepto una novela que, si Marc se aplicaba un poco, podía convertirse en un éxito.
Pero Élisabeth merecía un funeral más serio. Cerró el ordenador, lo metió en la cartera y se fue a los lavabos con el aparato bajo el brazo, después de haber cogido una caja de cerillas de la barra del bar. Se encerró en una cabina y registró el bolsillo posterior de la cartera. Allí era donde llevaba, a modo de amuleto, el retrato de Jadiya.
Se aseguró de que no había detectores de calor encima de él y, con precaución, mantuvo la fotografía sobre la taza del váter y le prendió fuego. Contempló la llama mordiendo el papel brillante, devorando la cara de la chica.
– Adiós, Élisabeth -susurró, dirigiéndole una sonrisa.
Cuando los últimos restos negruzcos aterrizaron en el fondo del agua, tiró de la cadena y recordó una escena idéntica vivida años antes. Cuando había destruido en los lavabos de una famosa revista el certificado de defunción de lady Diana. En aquella época, esa pequeña hoguera había marcado su adiós a la princesa y a su oficio de paparazzo.
Ahora su destino daba de nuevo un giro.
Dejaba a Élisabeth y se hacía escritor.
De vuelta en el centro de negocios, empezó a elaborar el esquema de la novela. Su propia calma lo sorprendía. En realidad, era una paz superficial, precaria. Seguía sintiendo náuseas y su angustia amenazaba con explotar en un largo grito de un momento a otro. Era cómplice de un asesino. Era el único ser del mundo que poseía su secreto.
Durante un breve instante, se sintió tentado de cambiar totalmente de rumbo: vuelta a Malaisia, entrevista con el juez, declaración bajo juramento y cartas a modo de pruebas… Aquello no duró. Vació la copa de champán y se puso a escribir. ¿De qué serviría aclarar esos crímenes en el marco de un proceso cuyo resultado se sabía por anticipado, cuando podía convertirlos en un espléndido thriller?
Se concentró en la sinopsis. Tardó menos de una hora en redactar el texto. Sin volver atrás ni una sola vez. Luego leyó las veinte páginas con satisfacción. No, eso era quedarse corto. Saboreó cada palabra con una exaltación cercana al éxtasis. Le temblaban las manos. El corazón le latía desacompasadamente. Estaba seguro de que tenía una intriga «explosiva». Una pequeña revolución. Y lo que le hacía estar más convencido era que él no tenía nada que ver.
Contemplaba, en la superficie reluciente del ordenador, un diamante puro. La locura, mostrada con absoluta transparencia, de Jacques Reverdi. La había encontrado, aislado, limpiado… y ahora la contemplaba desde todos los ángulos.
Llevado por su entusiasmo, Marc se dijo que ya podía buscar un editor. Solo conocía a uno, un especialista en sucesos para el que había escrito varios textos.
Buscó en su cuenta de correo -la verdadera, la de Marc Dupeyrat- la dirección electrónica de su contacto.
Transformó la sinopsis en mensaje electrónico y redactó unas líneas de introducción, explicando que en el transcurso de un viaje al Sudeste Asiático se le había ocurrido esa intriga. Acababa el mensaje con la pregunta: «¿Le interesa?».
Conocía la respuesta. Se disponía a enviar el mensaje cuando se percató de que la novela no tenía título. Sin vacilar, escribió al principio del texto, en letras mayúsculas:
SANGRE NEGRA