III En nombre de la fe

… Como los hombres me habían llamado Dios e hijo de Dios, mi Padre, no queriendo que fuese en el día del Juicio un objeto de burla para los demonios, prefirió que fuese en el mundo un objeto de afrenta por la muerte de Judas en la cruz… Y esta afrenta durará hasta la muerte de Mahoma, que cuando venga al mundo sacará de semejante error a los que creen en la ley de Dios.

Evangelio de Bernabé


44

Córdoba, 1584


Hernando observaba los trabajos de pintura y remodelación que se realizaban en la biblioteca de la catedral, una vez vacía de volúmenes, que la convertirían en la capilla del Sagrario. El lugar le atraía poderosamente y acudía a él con regularidad. Salvo pasear a caballo y encerrarse a leer en la gran biblioteca del palacio del duque de Monterreal, su nueva morada, poco más tenía que hacer. El duque había arreglado sus problemas con el conde de Espiel mediante un pacto del que Hernando nunca llegó a conocer los detalles, y, al estilo de los hidalgos españoles, le prohibió trabajar asignándole una generosa cantidad mensual que Hernando ni siquiera sabía cómo gastar. ¡Hubiera sido una afrenta para la casa de don Alfonso de Córdoba que uno de sus protegidos se rebajase a desempeñar cualquier tipo de trabajo!

Sin embargo, y pese a la estima en que le tenía el duque, Hernando quedaba excluido del resto de las actividades sociales en que se entretenían aquellos ociosos hidalgos. El duque tenía sus propias tareas y sus obligaciones en la corte, amén de las impuestas por sus extensos y ricos dominios, que le obligaban a ausentarse de Córdoba durante largas temporadas. Aunque le hubiese salvado la vida, Hernando no dejaba de ser un morisco a duras penas tolerado por la soberbia sociedad cordobesa.

Pero si esto ocurría con los cristianos, algo similar sucedía con sus hermanos en la fe. La noticia de que había liberado al duque en la guerra de las Alpujarras y los favores que dicha acción le reportaba estaban en boca de toda la comunidad. Con la esperanza de que sus correligionarios acabarían por entender y no dar mayor importancia a aquel lejano suceso, admitió el amparo del noble, pero cuando quiso darse cuenta, la historia circulaba por toda Córdoba y los moriscos se referían a él despectivamente con el odiado nombre que le había perseguido desde su infancia: el nazareno.

– No quieren aceptar más tu dinero. No desean deberle favores a un cristiano -le comunicó un día Aisha, cuando él pretendía entregarle una buena cantidad que debía servir para el rescate de esclavos.

Además de los dineros destinados a ese menester, Hernando proporcionaba a su madre el suficiente como para salir adelante sin estrecheces compartiendo casa con varias familias moriscas. Hernando fue en busca de Abbas, el único de los antiguos miembros del consejo que quedaba con vida tras la epidemia de peste que había azotado la ciudad dos años atrás, provocando cerca de diez mil muertos, la quinta parte de la población, entre ellos Jalil y el buen don Julián. Lo encontró en las caballerizas reales.

– ¿Por qué no aceptáis mi ayuda? -le preguntó a solas, en la herrería, tras murmurar un saludo casi ininteligible a su llegada. Después de recibir la noticia de la muerte de Fátima y de sus hijos, y de la violenta reacción de Hernando con el herrador, la amistad entre ambos se había resentido-. Fátima y yo fuimos los primeros en contribuir para la liberación de esclavos moriscos, y lo hicimos en mayor medida que los demás miembros de la comunidad, ¿recuerdas?

Durante unos instantes, Abbas desvió su atención de los instrumentos con que trajinaba sobre una mesa.

– La gente no quiere dádivas del nazareno -le contestó secamente antes de concentrarse de nuevo en sus quehaceres.

– Precisamente tú más que nadie deberías saber que eso no es cierto, que no soy cristiano. El duque y yo nos limitamos a unir nuestras fuerzas para escapar de un corsario renegado que…

– No quiero escuchar tus explicaciones -le interrumpió Abbas sin dejar de trabajar-. Son muchas las cosas que todos sabemos que no son ciertas y sin embargo… Todos los moriscos juraron fidelidad a su rey, por eso están aquí, humillados, porque perdieron la guerra. Tú también juraste lealtad a la causa y sin embargo ayudaste a un cristiano. Si pudiste quebrantar ese juramento, ¿por qué juzgas con tanta dureza a quienes en algún momento no han podido cumplir con sus promesas?

Tras pronunciar estas palabras, el herrador se irguió frente a él, imponente. «¿Por qué sigues juzgándome?», preguntaban sus ojos. «No pude hacer nada por evitar la muerte de tu esposa», parecían querer decirle.

Hernando se mantuvo en silencio. Posó la mirada en el yunque donde se daba forma a las herraduras. No era lo mismo: Abbas le había prometido cuidar de su familia; Abbas le había asegurado que Ubaid no les molestaría. Abbas… ¡Le había fallado! Y Fátima, Francisco, Inés y Shamir estaban muertos. ¡Su familia! ¿Acaso existía perdón para algo así?

– Yo no hice daño a nadie -replicó Hernando.

– ¿Ah, no? Devolviste la vida y la libertad a un grande de España. ¿Cómo puedes asegurar que en verdad no dañaste a nadie? El resultado de las guerras depende de ellos, de todos y cada uno de ellos: de sus padres y de sus hermanos, de los pactos a los que pueden llegar si uno de su familia es hecho preso. Esta misma ciudad santa -continuó Abbas elevando la voz- pudo ser reconquistada por los cristianos porque un solo noble, uno sólo, don Lorenzo Suárez Gallinato, convenció al rey Abenhut de que se hallaba apostado con un gran ejército en Écija, ¡a tan sólo siete leguas de aquí! Y de que debía dirigirse en ayuda de Valencia en lugar de acudir a socorrer a Córdoba. -Abbas resopló; Hernando no supo qué decir-. ¡Un solo noble cambió el destino de la capital musulmana de Occidente! ¿Sigues afirmando que no dañaste a nadie?

Ni siquiera se despidieron.


La recriminación de Abbas persiguió a Hernando durante varios días. Una y otra vez trató de convencerse de que el corsario Barrax sólo quería a don Alfonso para obtener un rescate por él. ¡Su libertad no pudo haber influido en el desarrollo de la guerra de las Alpujarras!, se repetía con insistencia, pero las palabras del herrador no dejaban de regresar a su mente en los momentos más inoportunos. Por eso le gustaba visitar la capilla del Sagrario de la catedral, la antigua biblioteca que tantos recuerdos le traía. Allí lograba el sosiego, mientras contemplaba cómo Cesare Arbasia, el maestro italiano contratado por el cabildo, pintaba y decoraba la capilla desde el suelo hasta la bóveda, incluyendo las paredes y los dobles arcos. Poco a poco, aquel fondo en tonos ocres y rojos se iba llenando de ángeles y escudos. La mano del artista alcanzaba hasta el más pequeño rincón. ¡Hasta los capiteles de las columnas se recubrían de una capa dorada!

– Dijo el gran maestro Leonardo da Vinci que los creyentes prefieren ver a Dios en imagen antes que leer un escrito referido a la divinidad -le explicó uno de aquellos días el italiano-. Esta capilla se hará a imagen y semejanza de la Sixtina de San Pedro de Roma.

– ¿Quién es Leonardo da Vinci?

– Mi maestro.

Hernando y Cesare Arbasia, un hombre de unos cuarenta y cinco años, serio, nervioso e inteligente, habían trabado amistad. El pintor se había fijado en aquel morisco, siempre impecablemente ataviado a la castellana, como era obligado en la corte del duque, en la tercera ocasión en que lo vio sentado en la capilla, contemplando su labor durante horas, y ambos habían congeniado con facilidad.

– Poco te importan las imágenes, ¿no es verdad? -le había preguntado un día-. Nunca te he visto observarlas, ya no con devoción, sino ni tan siquiera con curiosidad. Te interesas más por el proceso de pintura.

Así era. Lo que más atraía a Hernando era el método, tan diferente al que había visto utilizar a los guadamacileros y pintores cordobeses, que usaba el italiano para pintar la capilla del Sagrario: el fresco.

El maestro revocaba la parte del muro que deseaba pintar con una mezcla de cierto espesor hecha con arena gruesa y cal, que después alisaba a conciencia y enlucía con arena de mármol y más cal. Sólo podía pintar sobre ella mientras estuviera fresca y húmeda, por lo que, en ocasiones, cuando veía que el revoco iba a secarse antes de que pudiera finalizar su tarea, los gritos e imprecaciones en su lengua materna resonaban por toda la catedral.

Los dos hombres se observaron en silencio durante unos instantes. El italiano sabía que Hernando era cristiano nuevo e intuía que continuaba profesando la fe de Mahoma. Al morisco no le preocupó confesarse a él. Estaba seguro de que Arbasia también escondía algo: se comportaba como un cristiano, pintaba a Dios, a la Virgen, a los mártires de Córdoba y a los ángeles; trabajaba para la catedral, pero algo en sus formas y en sus palabras lo diferenciaba de los piadosos españoles.

– Yo soy partidario de la lectura -reconoció el morisco-. Nunca encontraré a Dios en simples imágenes.

– No todas las imágenes son tan simples; muchas de ellas reflejan aquello que esconden los libros.

Con esa enigmática declaración por parte del maestro dieron por terminada la conversación ese día.


El palacio del duque de Monterreal estaba en la zona alta del barrio de Santo Domingo. Su cuerpo principal databa del siglo xiv, la época en que fue conquistada la ciudad de Córdoba, de cuyo esplendor califal era testigo un antiguo alminar que destacaba en una de sus esquinas. La casa constaba de dos pisos de altísimos techos, a los que se les habían añadido varias edificaciones hasta llegar a conformar un laberíntico entramado. Poseía dos grandes jardines y diez patios interiores, que unían unos edificios con otros. Todo el conjunto ocupaba una inmensa extensión de terreno. Su interior mostraba las riquezas propias de un noble: una profusión de grandes muebles, esculturas, tapices y guadamecíes, que no obstante iban cediendo su lugar, poco a poco, a pinturas al óleo; la plata y el oro se mostraba en vajillas y cuberterías; el cuero y la seda bordada aparecían por doquier. El palacio contaba con todos los servicios: múltiples dormitorios y letrinas, cocina, almacenes y despensas, capilla, biblioteca, contaduría, caballerizas y vastos salones para fiestas y recepciones.

En 1584, Hernando tenía treinta años y el duque treinta y nueve. De su primer matrimonio le sobrevivía un hijo varón de dieciséis años y del segundo, contraído ocho años atrás con doña Lucía, noble castellana, dos niñas de seis y cuatro años y el benjamín, de dos. Salvo Fernando, el primogénito, que había sido enviado a la corte de Madrid, doña Lucía y sus tres vástagos vivían en el palacio de Córdoba, y con ellos lo hacían once parientes hidalgos sin fortuna, de una u otra rama de la familia y de edades diversas, a quienes don Alfonso de Córdoba, titular del mayorazgo, acogía y mantenía.

Dentro de aquella variopinta corte que vivía a expensas del duque, hidalgos orgullosos y arrogantes como aquel que un día pagó cuatro reales a Hernando para que le señalara quién había puesto en duda su linaje, también había parientes más lejanos, retraídos y callados, como don Esteban, un sargento de los tercios impedido de un brazo, un «pobre vergonzante» al que don Alfonso llevó a su hogar.

Los «pobres vergonzantes» eran una categoría especial de mendigos. Se trataba de hombres y mujeres sin recursos, a quienes el honor impedía tanto trabajar como mendigar públicamente, y que eran aceptados por la digna sociedad española. ¿Cómo iban a pedir limosna honorables hombres o mujeres? Se crearon, por tanto, cofradías para atender a sus necesidades. Investigaban sus orígenes y su condición y, si realmente se trataba de vergonzantes, los propios cofrades pedían limosna de casa en casa por ellos para después entregarles el fruto de las dádivas en privado. En una de sus estancias en la ciudad, don Alfonso de Córdoba presidió la cofradía y se enteró de la existencia de su pariente lejano; al día siguiente le ofreció su hospitalidad.


Hernando volvió al palacio después de pasar la tarde con Arbasia. Recorrió con desidia la distancia que separaba la catedral del barrio de Santo Domingo, deteniéndose aquí y allá sin más objetivo que el de perder tiempo, como si quisiera aplazar el momento de cruzar el umbral del palacio. Sólo en las raras y escasas ocasiones en las que el duque recalaba en Córdoba y le pedía que se sentara a su vera, lograba sentirse a gusto en aquella hermosa y tranquila mansión; en ausencia de don Alfonso, sin embargo, el trato que recibía estaba lleno de sutiles humillaciones. Muchas veces se había planteado la posibilidad de abandonar el palacio, pero se veía incapaz de adoptar decisión alguna. Las muertes de Fátima y de sus hijos le habían secado el corazón y mermado la voluntad, dejándole sin fuerzas para enfrentarse a la vida. Fueron muchas las noches en que permaneció insomne, aferrado a su recuerdo, y muchas más las que pasó sumido en pesadillas en las que Ubaid asesinaba a su familia una y otra vez, sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. Después, poco a poco, esas terribles imágenes que poblaban sus sueños fueron dejando paso a otros recuerdos más felices que llenaban su mente mientras dormía: Fátima con su toca blanca, sonriente; Inés, seria, esperándole en la puerta de su casa, y Francisco, enfrascado en escribir los números que le dictaba la entrañable voz de Hamid. Hernando se refugió en esas evocaciones y los días se convirtieron en jornadas interminables de las que sólo aguardaba su final, la noche que le permitía reunirse con los suyos aunque fuera en sueños. El resto poco le importaba: al parecer su lugar no estaba con los cristianos ni tampoco con los moriscos. No sabía hacer otra cosa que montar a caballo. Su trabajo en las caballerizas reales se había acabado después del triste incidente con Azirat; en ellas ya no le quedaban amigos. ¿Qué futuro le esperaba si abandonaba el palacio? ¿Regresar a la curtiduría? ¿Enfrentarse al desprecio de sus hermanos en la fe? En una ocasión, convencido de que un trabajo le ayudaría a salir de su estado de melancolía, se había atrevido a insinuar a don Alfonso la posibilidad de trabajar domando a los caballos, pero la respuesta de éste fue tajante.

– No pretenderás que la gente piense que no soy generoso con quien me salvó la vida. -Se hallaban en el despacho del duque. Don Alfonso leía un documento mientras un numeroso grupo de personas esperaba en la antesala-. ¿Acaso te falta algo aquí? -añadió sin levantar los ojos del papel-. ¿No eres bien tratado?

¿Cómo decirle al duque que su propia esposa era la primera que le humillaba? El agradecimiento de don Alfonso de Córdoba era sincero Hernando lo sabía, y no percibía en él un ápice de impostura, pero doña Lucía…

– ¿Y bien? -le insistió el noble desde detrás de su escritorio.

– Ha sido una necedad -se retractó Hernando.

Pasara lo que pasase, nunca volvería a la curtiduría, se dijo ese día, una vez más, cuando llegó a las puertas del palacio. El portero le hizo esperar un instante de más antes de abrir la puerta. Lo recibió en silencio, sin la reverencia con que saludaba a los demás hidalgos. En la entrada, el morisco le entregó su capa.

– Con Dios -le dijo él de todos modos, mientras el hombre la recogía sin mirarlo.

A sabiendas de que el portero le observaba a sus espaldas, reprimió un suspiro y se enfrentó a la inmensidad del palacio: en ese momento, y hasta que no pudiera refugiarse en la soledad de la biblioteca, se iniciaba un sinfín de pequeñas afrentas. La cena estaba pronta a ser servida y Hernando vio moverse por el palacio a varios criados; lo hacían en silencio, presurosos. Más de cien personas atendían a los duques, a su familia y a cuantos pululaban a su alrededor.

Hernando había tenido que aprender a distinguir a todo aquel personal. El capellán, el mayordomo, el secretario, el camarero y la camarera de los duques encabezaban la larga lista. Les seguían el maestresala, el caballerizo, el contador y el tesorero. Tras ellos el veedor, el botellero, el repostero de estrados y el repostero de plata; el comprador, el despensero, el repartidor y el escribano. Las ayas de los niños y sus profesores. Y por último el resto de los criados, decenas de ellos: varones en su mayoría; algunos de ellos libres, otros esclavos, y entre estos últimos varios moriscos. Para terminar, media docena de niños que actuaban como pajes.

Doña Lucía había dispuesto que Hernando fuera instruido en los modales cortesanos, principalmente en los de la mesa, una de las ceremonias más importantes en las que debía distinguirse a los caballeros. La dama tomó esa decisión tras la primera comida de Hernando en la larga mesa a la que se sentaban los duques, el capellán y los once hidalgos. Ese día, los pajes y oficiales de mesa sirvieron capones y palominos, carnero, cabrito y lechones como primer plato. Luego, el consabido potaje de los cristianos, cocido hecho con carne de gallinas, carnero, vaca y legumbres, todo aderezado con libras de tocino para el caldo. Después, el manjar blanco: pechugas de gallina cocidas a fuego lento en salsa de azúcar, leche y harina de arroz, y para terminar, pasteles hojaldrados y fruta. Hernando, sentado a la derecha del duque, frente al capellán, se encontró con tenedores, cuchillos y cucharas de plata dorada ordenadamente dispuestos; platos y tazas, copas y vasos de cristal, saleros, servilletas y una escudilla con agua que le trajo un paje. Ante la socarrona mirada de los hidalgos y del capellán, Hernando hizo ademán de llevársela a los labios para beber cuando, azorado, vio cómo el duque le guiñaba un ojo antes de lavarse las manos en ella.

Doña Lucía no pensaba tolerar esa falta de modales en su mesa. Cuando terminaron de comer, el morisco fue llamado a una salita privada donde le esperaban los duques; don Alfonso sentado en un sillón, con la vista algo baja, un poco molesto, como si con anterioridad a la llegada del morisco se hubiera tenido que plegar a las exigencias de su esposa. Al contrario que el duque, doña Lucía le esperaba en pie, soberbia, vestida de negro hasta el cuello por el que asomaban unas delicadas puntillas blancas. Hernando no pudo evitar compararla con las mujeres musulmanas, recatadas y ocultas ante los extraños. A diferencia de ellas, y como todas las nobles cristianas, doña Lucía se mostraba a la gente, aunque, como cualquier dama recatada, trataba de esconder sus atractivos: se fajaba los pechos después de apretarlos con unas laminillas de plomo e intentaba que su tez tuviera un tono macilento, para lo cual ingería con regularidad tierra arcillosa.

– ¡Hernando, no podemos…! -El duque carraspeó; doña Lucía suspiró y suavizó su tono-. Hernando…, al duque y a mí nos complacería mucho que te instruyeras en los buenos modales.

Le asignaron al mayor de los parientes que vivían en palacio, un peripuesto hidalgo llamado Sancho, primo del duque, que aceptó a regañadientes el encargo. Durante casi un año, don Sancho le enseñó cómo utilizar la cubertería, cómo comportarse en público y cómo vestir; incluso se empeñó en tratar de corregir la dicción del aljamiado de Hernando que, como todos los moriscos, adolecía de ciertos defectos fonéticos, entre ellos la tendencia a convertir las eses en equis y viceversa.

Aguantó estoicamente las clases que cada día le impartía don Sancho. En esa época, el desánimo de Hernando era tal que ni siquiera llegaba a plantearse la humillación de ser tratado como un niño; simplemente obedecía sin pensar, hasta que un día el hidalgo, alegre, como si aquello le complaciese, le propuso que aprendiera a danzar.

– Pasos -anunció en voz alta al tiempo que andaba con afectación por el salón en el que estudiaban-, floretas, saltos, encajes, campanelas -recitó don Sancho al tiempo que brincaba con torpeza y trazaba un círculo con un pie-, cabriolas. -Con las cabriolas, Hernando le dio la espalda y abandonó la estancia en silencio-. Cuatropeados -escuchó que cantaba el hidalgo en la estancia-, giradas…

Después de ese día, doña Lucía consideró que el morisco ya podía convivir con ellos; entendió que difícilmente se vería en la tesitura de tener que acreditar sus dotes en el arte de la danza y dio por finalizada su instrucción. Pese a ello, sus nuevos modales no variaron el rechazo que sufría en palacio cuando don Alfonso no estaba presente.


La noche del viernes en que Hernando confesó a Arbasia que él no podía encontrar a Dios en sus imágenes, cenaron en palacio pescado fresco traído por los playeros del Guadalquivir. En los días de abstinencia, las conversaciones de los catorce comensales eran bastante más parcas y serias que cuando degustaban carnes y tocino, y era sabido que muchos de ellos, entre los que cabía incluir al sacerdote, acudían después a las cocinas a hacerse con pan, jamón y morcillas. Durante la cena, Hernando no prestó atención a las palabras que se cruzaron los hidalgos, el capellán o doña Lucía, que presidía majestuosamente la larga mesa. Éstos, a su vez, tampoco le hacían el menor caso.

Deseaba irse a la biblioteca, donde se refugiaba todas las noches entre los casi tres centenares de libros acumulados por don Alfonso, y así lo hizo tan pronto la duquesa dio por finalizada la cena. Por fortuna para él, había quedado excluido de las largas veladas nocturnas en las que se leían libros en voz alta o se cantaba. Cruzó diversas estancias y dos patios antes de llegar al que llamaban patio de la biblioteca, tras el que se hallaba la gran sala de lectura. Llevaba varios días enfrascado en la lectura de La Araucana, cuya primera parte había sido publicada quince años antes, pero esa noche no tenía intención de continuar con aquel interesante libro. Las palabras que esa tarde había pronunciado Arbasia, citando a Leonardo da Vinci y hablando de buscar a Dios en las imágenes, le habían hecho pensar en otras que en su día le dirigiera don Julián en el silencio de aquella misma capilla:

– Lee, pues tu Señor es el más generoso. Él es el que ha enseñado al hombre a servirse del cálamo.

– ¿Qué significan esas aleyas? -le interrogó entonces Hernando.

– Establecen la relación divina entre los creyentes y Dios a través de la caligrafía. Debemos honrar a la palabra revelada. A través de la caligrafía permitimos la visualización de la Revelación, de la palabra divina. Todos los grandes calígrafos se han esforzado por embellecer la Palabra. Los fieles deben poder encontrar la Revelación escrita en sus lugares de oración para que siempre la recuerden y la tengan ante sus ojos, y cuanto más bella sea, mejor.

A lo largo de aquellas jornadas en las que ambos copiaron ejemplares del Corán, don Julián le habló de los diferentes tipos de caligrafía, principalmente la cúfica, la elegida por los Omeyas en Córdoba para sacralizar la mezquita, o la cursiva nazarí utilizada en la Alhambra de Granada. Pero ni siquiera mientras se recreaban en comentarios sobre los trazos o los magníficos conjuntos que algunos calígrafos conseguían utilizando varios colores, buscaban la belleza en sus escritos; cuantos más ejemplares del Corán pudieran ofrecer a la comunidad, mejor, y la rapidez estaba reñida con la perfección.

Esa noche, tras acceder a la biblioteca y despabilar las lámparas, Hernando sólo tenía en mente un propósito: coger una pluma y un papel, y entregarse a Dios, igual que hacía Arbasia mediante sus pinturas. Visualizaba ya la primera sura del Corán pulcramente caligrafiada en árabe andalusí: las verticales de las letras rectilíneas, que después se prolongaban en forma circular; los signos volados en negro, rojo o verde. ¿Habría tinta de colores en la biblioteca? Ni el secretario ni el escribano de don Alfonso la utilizaban en sus escritos. En ese caso, tendría que comprarla. ¿Dónde podría encontrarla?

Con esos pensamientos se sentó ante un escritorio, rodeado de libros ordenados en estanterías finamente labradas en maderas nobles. Como era de esperar, no había tinta de colores. Hernando observó las plumas, el tintero y las hojas de papel. Podía ejercitarse primero, decidió. Mojó una de las plumas y con delicadeza, deleitándose en el trazo, dibujó una gran letra, el alif, la primera letra del alfabeto árabe, larga y sensualmente curvada, como el cuerpo humano, tal cual la definieron en la antigüedad. Dibujó la cabeza con su frente, el pecho y la espalda, el vientre…

Unas risas en el patio le sobresaltaron. Se estremeció. ¿Qué estaba haciendo? Estuvo a punto de derramar el tintero debido al sudor que empapó las palmas de sus manos; agarró el papel y lo dobló con rapidez para esconderlo debajo de la camisa. Con el corazón golpeándole el pecho, escuchó cómo el sonido de las risas y los pasos se alejaban por el extremo opuesto del patio. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza, se recriminó mientras sentía cómo se acompasaban los latidos. ¡No podía dedicarse a la caligrafía árabe en la biblioteca de un duque cristiano, donde en cualquier momento podía entrar uno de los hidalgos o cualquier criado! Pero tampoco podía encerrarse en su dormitorio, pensó al plantearse aquella posibilidad. Llevaba dos años acudiendo regularmente a la biblioteca después de cenar, mientras los demás leían o cantaban a la espera de que doña Lucía se retirase a sus aposentos, momento que aprovechaban para salir por fin en busca de los placeres que ofrecía la noche cordobesa. Desconfiarían de aquel cambio en sus costumbres. Además, ¿dónde iba a guardar los instrumentos de escritura y los papeles? Los criados… y quizá no sólo ellos, le revolvían sus pertenencias. Lo había notado desde el principio, incluso aquellas que guardaba en el arcón, aunque lo cerrara con llave; alguien disponía de otro ejemplar, dedujo cuando por tercera vez comprobó que habían registrado sus cosas. Desde el primer día mantenía escondida la mano de oro de Fátima, su único tesoro, en el pliegue de un colorido tapiz que representaba la escena de caza de un cerdo salvaje en la sierra; allí estaba a salvo. Pero esconder plumas, tintero y papeles… ¡era imposible!

¿Dónde podía escribir sin peligro de ser descubierto? Hernando recorrió la gran biblioteca con la mirada: se trataba de una habitación rectangular con una puerta en cada uno de sus extremos. Entre las estanterías de los libros y las ventanas enrejadas que daban a la galería y al patio había una larga mesa con sillas y lámparas para la lectura y tres escritorios independientes. No tenía dónde esconderse. Observó una tercera puerta al fondo de la estancia, encajonada en la librería, y que daba acceso al antiguo alminar adosado a una esquina del palacio. En alguna ocasión había curioseado en el interior del alminar y lo único que encontró fue la nostalgia al imaginar al muecín llamando a la oración: se trataba de un simple torreón cuadrado, estrecho, con un machón central a cuyo alrededor, en forma circular, ascendían las escaleras que llevaban a lo alto. Debía encontrar algún sitio donde escribir, incluso si ello requería cambiar de costumbres o hacerlo fuera del palacio, en otra casa. ¿Por qué no? Extrajo el arrugado papel de su camisa y contempló el alif. Le pareció diferente a cuantas letras pudiera haber escrito hasta entonces; notó en ella una devoción de la que adolecían las demás. Hizo ademán de romper el papel, pero se arrepintió: era la primera letra que escribía tratando de representar a Dios en ella, igual que le sucedía a Arbasia con sus imágenes sagradas.

¿Dónde podía ocultar sus trabajos? Se levantó, cogió una lámpara, paseó por la biblioteca descartando posibles escondrijos y al final se encontró al pie de las escaleras del alminar. No parecía que nadie acudiese allí a menudo; los escalones estaban llenos de la arenilla que se desprendía de los viejos sillares. Aquella torre no había sido reparada en siglos, quizá por el significado que tenía para los cristianos. Empezó a ascender apoyándose en el pilar central. Algunas de sus piedras se movían. ¿Y si pudiera esconder sus papeles tras alguna de ellas? Las palpó con detenimiento para encontrar alguna que le sirviese. De repente, a mitad de la ascensión, una de las piedras cedió. Hernando acercó la lámpara: no sólo había sido la piedra; un par de ellas, en línea, habían dejado a la vista una rendija casi inapreciable. ¿Qué era aquello? Empujó con fuerza y las piedras se desplazaron: parecía una pequeña portezuela secreta que se abría a un reducido hueco abierto en el pilar.

Iluminó el interior; la lámpara temblaba en su mano y descubrió una arqueta: lo único que cabía en aquel reducido espacio. Se trataba de un arca de cuero repujado y ferreteado muy diferente a las arcas y arcones que se podían encontrar en el palacio, la mayoría de estilo mudéjar, taraceados en hueso, ébano y boj, o fabricados en Córdoba y adornados con guadamecíes. Tiró de ella para extraerla, se arrodilló en las escaleras y acercó la lámpara para examinarla: el cuero estaba muy trabajado, y entre varios motivos vegetales, entrevió un alif como el que acababa de dibujar. ¡No podía ser más que un alif!

Se acercó cuanto pudo y limpió el polvo del cuero. Tosió. Luego acercó la llama de la lámpara a los dibujos que acababa de limpiar y recorrió las letras desgastadas con la yema de sus dedos al tiempo que las leía: «Muham… Ibn Abi Amin. ¡Al-Mansur!, musitó reverentemente. Poco más podía leerse. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. ¡Se trataba de una arqueta musulmana de la época del caudillo Almanzor! ¿Qué hacía allí escondida? Se sentó en el suelo. ¡Si pudiera abrirla!

Inspeccionó la cerradura que unía las dos láminas de hierro que recorrían la parte central de la arqueta. ¿Cómo podría abrirla? Mientras sus dedos jugueteaban sobre el cierre, la veta de hierro se desprendió suavemente del cuero al que estaba cosida con un tenue ruido a viejo y a podrido. Hernando se encontró con la cerradura en la mano. Dudó unos instantes. Volvió a arrodillarse y abrió la tapa con solemnidad.

Cuando iluminó el interior, descubrió varios libros escritos en árabe.

45

Cesare Arbasia vivía solo en una casa cerca de la catedral, donde estuvo la alcaicería. La noche en que invitó a cenar a Hernando tuvo la cortesía de evitar el tocino, así como los rábanos, los nabos o las zanahorias, que los moriscos relacionaban con la alimentación de los marranos y por tanto detestaban.

– Lo que no he podido conseguir -le confesó el pintor antes de cenar, mientras los dos tomaban una limonada en la galería que daba a un patio primorosamente cuidado- es que el carnero haya sido sacrificado de acuerdo con vuestras leyes.

– Hace mucho tiempo que no podemos permitirnos esos alimentos. Vivimos amparados por la taqiya. Dios lo comprenderá. Sólo en contadas ocasiones, en la soledad de las alquerías perdidas en los campos, algunos de nuestros hermanos pueden hacerlo.

Ambos hombres cruzaron sus miradas en silencio, oliendo el perfume de las flores en la noche de primavera. Hernando aprovechó para dar un sorbo de limonada y se dejó llevar por los aromas, con el recuerdo de otro patio similar y las risas de sus hijos mientras jugaban con el agua. Esa misma mañana había descubierto el último rostro que Arbasia había pintado en el fresco de la Santa Cena que embellecía la capilla del Sagrario. La pintura aparecía en el frontón, sobre la misma hornacina destinada a guardar el cuerpo de Cristo, el lugar principal. Hernando no pudo apartar los ojos de la figura que se sentaba a la izquierda del Señor, abrazada por Él; parecía… ¡parecía una mujer!

– Tengo que hablar contigo -le dijo con los ojos clavados en la figura de mujer.

– Espera. Aquí, no -contestó el pintor al tiempo que seguía la mirada del morisco e intuía su desconcierto.

Entonces, por primera vez, lo invitó a cenar a su casa.

Con el rumor del agua de la fuente siempre presente, charlaron un rato hasta que el maestro decidió tomar la iniciativa:

– ¿De qué querías hablarme? ¿Es sobre la pintura?

– Tenía entendido que en la última cena sólo se hallaron presentes los doce apóstoles. ¿Por qué has pintado una mujer abrazada por Jesucristo?

– Se trata de san Juan.

– Pero…

– San Juan, Hernando, no insistas.

– De acuerdo -accedió Hernando-. Escúchame entonces porque hay algo que quiero contarte. Hará cerca de un mes, encontré en el antiguo alminar del palacio del duque las copias en árabe de varios libros, junto a la nota de un escriba de la corte califal. En los dos años que he pasado en casa del duque he leído mucho sobre él. Al-Mansur, que los cristianos llamaban Almanzor, fue caudillo del califa Hisham II y el mejor general musulmán de la historia de la Córdoba musulmana. Llegó a atacar Barcelona y hasta Santiago de Compostela, en el interior de cuya catedral permitió que abrevara su caballo. De allí hizo traer hasta Córdoba las campanas, a hombros de los cristianos, para luego fundirlas y convertirlas en lámparas para la mezquita; más tarde, el rey Fernando el Santo vengó esa afrenta. -Arbasia escuchaba con atención, sorbiendo limonada-. Pero Almanzor también fue un fanático religioso, lo que le llevó a cometer verdaderas tropelías para con la cultura y la ciencia. Se da el caso de que el padre del califa, al-Hakam II, fue uno de los califas más sabios de Córdoba. Una de sus preocupaciones fue la de reunir en Córdoba el saber de la humanidad, para lo que mandó emisarios a los confines del mundo a fin de que comprasen cuantos libros y tratados científicos hallasen. Reunió una biblioteca de más de cuatrocientos mil volúmenes. ¿Te imaginas? ¡Cuatrocientos mil volúmenes! Más libros que en la biblioteca de Alejandría o en la que ahora se encuentra en la Roma de los papas.

Hernando hizo una pausa para beber y comprobar el efecto de sus palabras en el maestro, que asentía levemente, como si imaginase tal maravilla del saber.

– Pues bien -continuó-, Almanzor ordenó que, salvo los relativos a medicina y matemáticas, debían quemarse todos aquellos libros que se separasen un ápice o que no tuvieran relación con la palabra revelada; libros de astrología, de poesía, de música, de lógica, de filosofía… ¡De todas las artes y ciencias conocidas! ¡Miles de libros únicos, irrepetibles en su saber, ardieron en Córdoba! El propio caudillo los echaba a la pira.

– ¡Qué barbaridad! ¡Qué locura! -musitó el maestro.

– En la carta que encontré en la arqueta, el escriba explica cuanto te he contado sobre la quema y el intento por su parte de salvar para la posteridad el contenido de algunos libros que, en contra de las creencias de Almanzor, él consideraba que merecían pervivir, aunque fuera en forma de copias que escribió apresuradamente, con trazos veloces, sin correcciones, ni reglas.

– ¡Cuatrocientos mil volúmenes! -lamentó Arbasia con un suspiro.

– Sí -asintió Hernando-. Parece ser que sólo los índices de la biblioteca ocupaban cuarenta y cuatro tomos de cincuenta páginas cada uno.

Los dos hombres se dieron un respiro hasta que Arbasia indicó a su invitado que continuara.

– Desde entonces, cada noche me he dedicado a leer alguna de esas copias escondiéndolas en el interior de grandes tomos cristianos: magníficas poesías y tratados de geografía; uno sobre caligrafía, aunque mal favor le hizo a la materia la rapidez del copista. -Arbasia abrió las manos como si aquellas palabras no explicasen la urgencia por hablar con él-. Espera -le instó Hernando-, uno de esos libros es la copia de un evangelio cristiano; un evangelio atribuido al apóstol Bernabé.

Al oír ese nombre, el pintor se irguió en su asiento.

– En la portada de esa copia, el escriba sostiene que los ulemas y alfaquíes designados por Almanzor entre los más inflexibles para escoger qué libros debían ser destruidos, no tuvieron duda alguna al toparse con un evangelio cristiano, pero que él, sin embargo, consideraba que el texto de Bernabé, pese a haber sido escrito por un discípulo de Cristo y ser anterior al Corán, no hacía más que confirmar la doctrina musulmana. Termina diciendo que tal era la importancia que concedía a la doctrina de Bernabé que, además de hacer la copia, intentaría salvar el original de la quema definitiva, ocultándolo en algún lugar de Córdoba, pero, obviamente, en su escrito no consta si lo consiguió o no.

– ¿Qué dice ese evangelio?

– A grandes rasgos sostiene que Cristo no fue hijo de Dios, sino un ser humano y un profeta más. -Hernando creyó ver en Arbasia un casi imperceptible gesto de asentimiento-. Afirma también que no fue crucificado, que Judas le suplantó en la cruz; niega que Él sea el mesías y anuncia la llegada del verdadero Profeta, Mahoma, y la futura Revelación. También afirma la necesidad de las abluciones y la circuncisión. Se trata de un texto escrito por alguien que vivió en tiempos de Jesús, que le conoció y vio sus obras, pero, al contrario del resto de los evangelios, confirma las creencias de nuestro pueblo.

El silencio se hizo entre los dos hombres. Quedaba poca limonada y una criada apareció por el otro extremo del patio con una nueva jarra, pero Arbasia le hizo un gesto para que se retirase.

– Es sabido que los papaces han manipulado la doctrina de los evangelios -añadió Hernando.

Esperó una reacción por parte de Arbasia a sus últimas palabras, pero éste se mantuvo impasible, quizá en exceso.

– ¿Por qué me lo cuentas? -preguntó al cabo, con cierta rudeza-. ¿A qué viene la urgencia por hablar conmigo? ¿Qué te hace pensar…?

– Hoy -le interrumpió Hernando-, ante tu obra, he visto en el Jesucristo que has pintado a un hombre normal, a un ser humano que abraza a una… que abraza a alguien con cariño; amable, sonriente incluso. No es el Jesucristo Hijo de Dios, omnímodo y todopoderoso, sufriente y herido, ensangrentado, que puede verse en todos y cada uno de los rincones de la catedral.

Arbasia no contestó; se llevó una mano al mentón y permaneció pensativo. Hernando respetó su silencio.

– Tú eres musulmán -dijo al fin-. Yo soy cristiano…

– Pero…

El maestro le rogó silencio.

– Es difícil saber quién está en posesión de la verdad… ¿Vosotros? ¿Nosotros? ¿Los judíos? Y ahora los luteranos. Ellos se han separado de la doctrina oficial de la Iglesia, ¿tienen razón? Muchos otros cristianos tampoco aceptan la doctrina oficial. -Arbasia interrumpió su discurso un instante-. Lo cierto es que todos creemos en un único Dios, que es siempre el mismo: el Dios de Abraham. Los musulmanes invadieron estas tierras porque otros cristianos, los arrianos, hoy considerados herejes, los llamaron; pero los castellanos eran arrianos. Los arrianos también estaban en el norte de África y hasta mucho tiempo después no comprendieron que aquellos árabes que habían acudido en su ayuda en realidad eran musulmanes. ¿Te das cuenta? Arrianismo, que no era sino una forma de cristianismo, e islamismo, eran similares. Para ellos, el islam era una religión parecida a la suya: ambas negaban la divinidad de Jesucristo. Ésa fue la razón de que todos estos reinos se conquistaran en tan sólo tres años. ¿Crees que hubiera sido posible conquistar toda Hispania en sólo tres años de no haber sido porque los que vivían en estas tierras se entregaron a aquellas creencias sin abandonar su propia fe? Es un único Dios, Hernando, el de Abraham. A partir de ahí, todos lo vemos de una forma u otra. Es mejor no insistir en ello. La Inquisición…

– Pero si los propios cristianos, aquellos que conocieron a Jesucristo, sostienen que no fue el hijo de Dios… -trató de insistir Hernando.

– Somos los hombres los que nos separamos, los que interpretamos, los que elegimos. Dios sigue siendo el mismo; creo que eso nadie lo niega. Vamos a cenar -añadió, al tiempo que se levantaba bruscamente-. El carnero ya debe de estar listo.

Durante la cena, Arbasia rehuyó cualquier diálogo sobre sus pinturas de la capilla del Sagrario y sobre el evangelio de Bernabé. Derivo la conversación hacia trivialidades. Hernando no insistió.

– Que la fortuna y la sabiduría te acompañen -se despidió del morisco a la puerta de su casa.

¿Qué debía hacer con aquel evangelio?, se preguntó Hernando cuando se hallaba ya de nuevo en el palacio. Abbas, según le comentaba Aisha durante sus frecuentes encuentros, se había rodeado de hombres violentos e impetuosos a los que guiaba el rencor y el odio hacia los cristianos. Ya no existía ninguna trama para proveer a la comunidad de la palabra revelada; el nuevo consejo apostaba con decisión por la lucha y los rumores sobre revueltas e intentos de levantamiento corrían de boca en boca por la ciudad de Córdoba, lo que contribuía a exacerbar la animosidad entre cristianos y moriscos. La última tentativa había tenido lugar un año atrás, y originó la inmediata reacción del Consejo de Estado, que solicitó un detallado informe a la Inquisición. Se trataba de una conjura entre los turcos y el rey de Navarra Enrique III, hugonote y enemigo acérrimo de Felipe II, para invadir España con la ayuda interna de los moriscos.

– Son hombres incultos -afirmó Aisha refiriéndose a los nuevos miembros del consejo-. Tengo entendido que ninguno de ellos sabe leer o escribir.

Hernando sabía que no sería bien recibido por Abbas y sus seguidores. ¿Qué iban a hacer aquellos hombres con la copia del evangelio? Probablemente actuarían igual que en su día lo hizo Almanzor: por más que apoyase las doctrinas coránicas, condenarían el libro por herético, en cuanto que había sido escrito por un cristiano. Además, a pesar de su antigüedad, sólo se trataba de una copia y con toda seguridad desconfiarían de él. ¿Habría conseguido el escriba salvar el original de la quema?

Hernando suspiró: si de algo estaba seguro era de que la violencia no mejoraría la situación de su pueblo. Siempre serían aplastados por una fuerza mayor, como ya había sucedido en el pasado, que encontraba en las rebeliones el motivo para dar rienda suelta al profundo odio hacia los moriscos. ¿Existiría, pues, algún otro camino para lograr que unos y otros pudieran convivir en paz?


Ocho días después de la cena con Arbasia, Hernando fue llamado a presencia del duque, que recaló en Córdoba de camino a Sevilla desde Madrid. Se lo comunicaron en las caballerizas de palacio, en el momento en que se disponía a salir a pasear a lomos de Volador, el magnífico tordo que le había regalado el duque y que aparecía herrado con la «R» de la nueva raza creada por Felipe II. Pasara lo que pasase, aquel caballo era suyo, le aseguró don Alfonso, sabedor del problema con Azirat. En prueba de ello, le entregó un documento a su favor, emitido por su secretario y firmado de puño y letra por el duque de Monterreal.

Devolvió a Volador al mozo de cuadras y partió tras el joven paje encargado de transmitirle el requerimiento del duque.

Tuvieron que cruzar cinco patios, todos ellos floridos, todos con una fuente en su centro, antes de llegar a la antesala, donde un nutrido grupo de personas aguardaba a ser recibido por el aristócrata: en cuanto se supo de la llegada del noble, muchos se habían apresurado a solicitar audiencia. En los bancos de las visitas, adosados a las paredes laterales del salón, aparecían sentados algunos sacerdotes, un veinticuatro de Córdoba, dos jurados, varias personas desconocidas por Hernando y tres de los hidalgos que vivían en palacio. En otro banco se sentaban los criados, ocupados en atender a los visitantes durante la espera, y a su lado una banqueta baja donde se sentó el paje que le conducía en cuanto el maestresala se hizo cargo del morisco.

Hernando percibió las miradas de odio con que los visitantes acompañaban su recorrido a lo largo de la sala: pasaba por delante de todos ellos. A diferencia de quienes esperaban ataviados con sus mejores galas, él vestía el atuendo de montar: borceguíes hasta las rodillas, calzas sencillas, camisa y una marlota ceñida, sin adornos. El portero que custodiaba el acceso al despacho del duque llamó suavemente a la puerta al ver acercarse a Hernando y al maestresala, y les franqueó el paso sin que tuvieran necesidad de detenerse.

– ¡Hernando! -El duque abandonó el escritorio tras el que se sentaba y se levantó para recibirle como si fuera un buen amigo.

Tanto secretario como escribano fruncieron el ceño.

– Don Alfonso -saludó el morisco, aceptando con una sonrisa la mano que le tendía.

Se dirigieron a un par de sillones de cuero en el otro extremo del despacho, algo alejados del secretario y del escribano. El duque se interesó entonces por su vida y Hernando contestó a sus muchas preguntas. El tiempo transcurría y la gente esperaba fuera, pero aquello no parecía importar al noble, que se explayó a sus anchas sobre los volúmenes que conformaban su biblioteca cuando, por casualidad, surgió ese tema de conversación.

– Me gustaría poder disponer de tanto tiempo como tú para dedicarme a la lectura -anheló en un determinado momento-. Disfrútalo, porque en breve no podrás hacerlo. -La expresión de sorpresa por parte de Hernando no pasó inadvertida al duque-. No te preocupes, podrás llevar contigo los libros que desees. Silvestre -llamó entonces a su secretario-, acércame la cédula. Verás -añadió con el documento en sus manos-, como sabes, tengo el honor de formar parte del Consejo de Estado de Su Majestad. En realidad, lo que te voy a contar es un problema que concierne al Consejo de Hacienda, pero sus funcionarios son tan incapaces de obtener los recursos que el rey necesita que don Felipe no hace más que despotricar contra ellos cuando le niegan los dineros. Las Alpujarras -soltó entonces don Alfonso entregándole el documento-. ¿No me pediste quehacer? -sonrió-. Casi todos los lugares que componen las Alpujarras pertenecen a la Corona, y Su Majestad está colérico porque no rentan lo que deberían, y ello pese a haber concedido a sus repobladores exenciones en el pago de alcabalas y otros beneficios. Aun así, los tercios reales que debería obtener la hacienda del reino no son los que cabría esperar; así me lo comentó enojado, y entonces se me ocurrió que quizá tú, que conociste la zona, podrías investigar para que Su Majestad compare tus informes con los del tribunal de Población de Granada y el Consejo de Hacienda. El rey aceptó de buen grado la propuesta. Le gustaría darles una lección a los del Consejo.

¡Las Alpujarras!, musitó Hernando. ¡Don Alfonso le estaba proponiendo que viajara a las Alpujarras! Erguido en el sillón, incómodo, manoseó el documento que le entregó Silvestre y miró al malcarado secretario que permanecía a espaldas del duque. Estuvo tentado de romper el lacre que cerraba la cédula, pero el discurso de don Alfonso reclamó su atención.

– Tras la expulsión de los cristianos nuevos de las Alpujarras, el rey envió agentes a Galicia, Asturias, Burgos y León para encontrar colonos con los que repoblar esas tierras. A los nuevos habitantes se les asignaron casas y haciendas, y como te he dicho, se les concedieron beneficios en el pago de alcabalas, además de entregárseles alimentos y bestias para fomentar el cultivo de las tierras. Su Majestad es consciente de que la repoblación no fue completa y que muchos lugares quedaron deshabitados, pero aun así…, las tierras no rentan lo que debieran. Tu objetivo será viajar por la zona como enviado personal mío, nunca del rey, ¿has entendido? Su Majestad no quiere que el alcalde mayor de las Alpujarras ni el procurador general crean que desconfía de ellos.

– ¿Entonces…? -preguntó Hernando.

– Otro de los beneficios concedido a aquellas gentes es el de poder echar el garañón a las yeguas sin necesidad de consentimiento real, por lo que es de suponer que la cabaña equina habrá aumentado considerablemente durante estos años. Tu misión, la que consta en esa cédula, será la de encontrar buenas yeguas de vientre para mis cuadras. Tú entiendes de caballos. Evidentemente, no te satisfará ninguna. No creo que en esas tierras puedan existir animales de calidad, pero si considerases que alguno realmente merece la pena -sonrió-, no dudes en comprarlo.

Hernando pensó unos instantes: las Alpujarras, ¡su tierra! Con todo, un sudor frío le asaltó de repente.

– Allí todavía vivirán cristianos que padecieron la guerra. ¿Cómo recibirán a un cristiano nuevo…?

– ¡Nadie osará poner la mano encima de un enviado del duque de Monterreal! -alzó la voz don Alfonso. Sin embargo, la indecisión que se reflejó en el rostro de Hernando le obligó a replantearse su afirmación-. Tú eras cristiano. Sabías rezar. Lo hiciste conmigo, ¿recuerdas? Rezamos juntos a la Virgen. Ahora también lo haces. Supongo que tendrás amigos que puedan atestiguar tu condición si alguien la pusiera en duda.

Hernando percibió que Silvestre se ponía en tensión y se acercaba por detrás de don Alfonso para escuchar su respuesta. ¿Qué amigos cristianos tuvo en Juviles? ¿Andrés, el sacristán? Le odiaría por lo que su madre le había hecho al sacerdote. ¿Quién más? No lograba recordar a nadie, pero tampoco debía reconocérselo al duque; no podía desvelar que su liberación fue sólo el fruto de una casualidad.

– Los tienes, ¿no? -preguntó Silvestre desde detrás del duque.

Don Alfonso permitió la intervención de su secretario.

– He prometido al rey que se llevaría a cabo esa investigación -insistió el noble.

– Sí…, sí -titubeó Hernando-, los tengo.

– ¿Quiénes? ¿Cómo se llaman? -saltó el secretario.

Hernando cruzó su mirada con la de Silvestre. El hombre parecía saber la verdad y le taladraba con los ojos. Era como si hubiera esperado aquel momento con ansiedad: el momento en el que se desvelaría la verdadera fe de quien tantos favores recibía de su señor. ¡Hasta un caballo de la nueva raza le había regalado!

– ¿Quiénes? -insistió Silvestre ante las dudas del morisco.

– ¡El marqués de los Vélez! -afirmó entonces Hernando alzando la voz.

Don Alfonso se irguió en su asiento, Silvestre retrocedió un paso.

– ¿Don Luis Fajardo? -se extrañó el duque-. ¿Qué puedes tener tú que ver con don Luis?

– Igual que hice con vos -explicó Hernando-, también salvé la vida de una niña cristiana llamada Isabel. Se la entregué al marqués y a su hijo don Diego a las puertas de Berja. Salvé a varias personas -mintió al tiempo que miraba descaradamente a Silvestre, cuyo semblante estaba demudado. El duque escuchaba con atención-. Pero para eso tenía que parecer morisco, pues en caso contrario me hubiera sido imposible hacerlo. Algunos llegaron a saber de mí, la mayoría no. Isabel sí que me conoció y, como se trataba de una niña, la llevé adonde se encontraban los Vélez. Podéis preguntarle a ellos.

– Estás hablando del segundo marqués de los Vélez, el «Diablo Cabeza de Hierro» que luchó en las Alpujarras. Murió poco después -le comunicó el duque-. El actual marqués, el cuarto, también se llama Luis. -Hernando suspiró-. No te preocupes -le animó don Alfonso como si hubiera entendido el porqué de aquel suspiro-. Podemos confirmar tu historia. Su hijo Diego, el que le acompañaba en Berja, caballero de la orden de Santiago, sí que vive y además es pariente lejano mío. El Diablo casó con una Fernández de Córdoba. -El duque dejó transcurrir unos instantes-. Te admiro por lo que hiciste en esa maldita guerra -dijo después-. Y estoy seguro de que todos cuantos viven en esta casa comparten este sentimiento, ¿no es cierto, Silvestre?

Don Alfonso ni siquiera se volvió hacia su secretario, pero el tono imperativo de sus palabras bastó para que Silvestre entendiera que su señor no iba a tolerar más murmullos o suspicacias acerca de su amigo morisco.

– Por supuesto, excelencia -contestó el secretario.

– Pues ponte en contacto con don Diego Fajardo de Córdoba e interésate por esa niña cristiana. Yo te creo, Hernando -aclaró, dirigiéndose a él-. No necesito confirmar tu historia, pero quiero que cuando cabalgues por las Alpujarras seas recibido como lo que eres: un cristiano que arriesgó su vida por los demás cristianos. El rey no debe ver en peligro sus intereses por los posibles recelos de los cristianos viejos que habitan esos lugares.

El duque dio por finalizada una audiencia que se había prolongado mucho más tiempo del que le ocupaban otros temas, por importantes que fuesen, pero que despachaba con rapidez.

– Continuemos con los suplicantes -ordenó don Alfonso. Al instante, de algún lugar del que Hernando no llegó a ver, salió corriendo un paje de escritorio para avisar al maestresala-. No es necesario -dijo el duque interrumpiendo la carrera del pequeño.

El niño se detuvo y, extrañado, interrogó al escribano. Silvestre le hizo señas de que retornase a un pequeño banco situado en una esquina escondida y oscura, en el que se hallaba sentado otro joven paje. El mismo duque, rompiendo el protocolo, acompañó a Hernando hasta la puerta, la abrió y, delante de las sorprendidas visitas, siempre pendientes de las correrías de los pajes con sus instrucciones y mensajes, le abrazó y se despidió de él con sendos besos en las mejillas. Muchos, que no habían ocultado su desprecio a la entrada del morisco, bajaron ahora la vista mientras éste volvía a cruzar la antesala en dirección a las caballerizas.


Aún pendiente de la confirmación del hijo del marqués de los Vélez, el rumor de la ayuda prestada por Hernando a Isabel y a un número indeterminado de cristianos durante la revuelta, que crecía a medida que corría de boca en boca, se propagó tanto por la comunidad cristiana como por la morisca. Los esclavos moriscos del duque se ocuparon de ponerlo en conocimiento de Abbas y de los demás miembros del consejo, quienes encontraron en aquellas informaciones la prueba de cuantas acusaciones vertían contra el traidor.

– ¿Cómo es posible? -le gritó Aisha en una de las ocasiones en que fue a visitarla. Paseaban por la ribera del Guadalquivir en dirección al molino de Martos, cerca de las curtidurías, allí desde donde años ha, se embarcaba en La Virgen Cansada. El cabildo municipal había decidido hacer de aquella zona un lugar de esparcimiento de los cordobeses. Aisha no reparó en la gente que circulaba a su alrededor: hablaba en tono ofendido, no exento de tristeza-. ¡Nos engañaste a todos! ¡A tu pueblo! ¡Al propio Hamid!

– Sólo era una niña, madre. ¡Querían venderla como esclava! No creas en las habladurías…

– ¡Una niña igual que tus hermanas! ¿Las recuerdas? Las mataron los cristianos en la plaza de Juviles junto a más de mil mujeres. ¡Más de mil, Hernando! Y las que no fueron asesinadas terminaron vendidas en almoneda en la plaza de Bibarrambla de Granada. Miles y miles de nuestros hermanos fueron ejecutados o esclavizados. ¡El mismo Hamid! ¿Lo recuerdas?

– ¿Cómo no voy a recordar a…?

– Y Aquil y Musa… -le interrumpió su madre, gesticulando con violencia-, ¿qué hay de ellos? Nos los robaron nada más llegar a esta maldita ciudad y los vendieron como esclavos pese a ser sólo unos niños. ¡Ningún cristiano acudió en su defensa! Eran tan niños como esa…, esa Isabel de la que hablas. -Anduvieron una buena distancia en silencio-. No lo entiendo -se lamentó Aisha con voz rendida, ya cerca del molino que se introducía en el río para aprovechar la corriente y moler el grano-. Ya me costó hacerlo con lo del noble, pero ahora… ¡Traicionaste a tu pueblo! -Aisha se volvió hacia su hijo; su rostro expresaba una firmeza que él pocas veces había percibido en ella antes-. Tal vez seas el jefe de la familia… de una familia que ya no existe, tal vez seas lo único que me queda en este mundo, pero aun así, no quiero volver a verte. No quiero nada de ti.

– Madre… -balbuceó Hernando.

Aisha le dio la espalda y se encaminó al barrio de Santiago.

46

Hernando evocó todos y cada uno de los momentos vividos hacía catorce años, cuando había recorrido aquel mismo camino en dirección a Córdoba, desastrado y maltrecho, junto a miles de moriscos. Sintió de nuevo el peso de los ancianos a los que había tenido que ayudar y escuchó el eco de los lamentos de madres, niños y enfermos.

De malos modos ordenó hacer noche en la abadía de Alcalá la Real, todavía en construcción.

– Podríamos continuar un poco más -se quejó don Sancho-. En primavera los días son más largos.

– Lo sé -contestó Hernando, muy erguido, a lomos de Volador-. Pero nos detendremos aquí.

Don Sancho, el hidalgo designado por el duque para acompañar a Hernando en el viaje, torció el gesto ante las imperativas instrucciones de quien no hacía mucho era su pupilo. Los cuatro criados armados que los acompañaban, y que vigilaban la reata de mulas cargadas con sus pertenencias, cruzaron miradas de complicidad ante lo que no era más que una nueva muestra de autoridad de las muchas producidas durante las jornadas precedentes. Hernando hubiera preferido viajar solo.

La comitiva se acomodó en la abadía. El sol empezaba a ponerse y el morisco pidió que le aparejasen de nuevo a Volador y, solo, al paso, observado por las gentes de la villa, descendió del cerro donde estaban fortaleza y abadía, con las extensas tierras de cultivo a sus pies y Sierra Nevada en la lejanía. Al abandonar la medina y encontrarse en campo abierto, espoleó a Volador. El caballo corcoveó con alegría, como si agradeciera el galope que le pedía su jinete tras las largas, lentas y tediosas jornadas en que había tenido que acompasar su ritmo al de las mulas.

A Hernando no le costó identificar el llano donde pasaron la noche en su éxodo a Córdoba, pero sí encontrar la acequia en la que Aisha lavó a Humam después de arrancar su cadáver de brazos de Fátima. No podía estar muy lejos del campamento. Cabalgó por los campos atento a las acequias que los regaban. No habían señalado la tumba del pequeño; lo enterraron en tierra virgen, sólo envuelto por el triste silencio de Fátima y el monótono canturreo de Aisha.

Creyó adivinar el lugar, cerca de un hilo de agua que aún corría igual que entonces. Se lo debía, pensó. Se lo debía a Fátima y a sus hijos, a quienes ni siquiera había podido enterrar; se lo debía a sí mismo. La tumba de aquel niño muerto era el único resto que le quedaba de su esposa y sus hijos, que, igual que Humam, habían nacido del vientre de Fátima. Hernando desmontó frente a un pequeño túmulo de piedras que el paso del tiempo no había logrado esconder, seguro de que bajo esa tierra reposaba el cadáver del hijo de Fátima. Miró a uno y otro lado: no se veía a nadie; sólo se oía la respiración del caballo a sus espaldas. Ató a Volador a unos matorrales y se dirigió a la acequia, donde se lavó lenta y cuidadosamente. Contempló los destellos rojizos del sol crepuscular, se quitó la capa y se postró sobre ella, pero cuando iniciaba las oraciones, se le formó un nudo en la garganta y rompió a llorar. Sollozó mientras trataba de cantar las suras hasta que el color ceniciento del cielo le indicó que era momento de poner fin a la oración de la noche.

Entonces se levantó, rebuscó entre sus ropas y extrajo una carta escrita con tinta de azafrán: la «carta de la muerte», aquélla por la que se recompensaría al fallecido a la hora de pesar sus acciones en la balanza divina.

Escarbó con sus manos allí donde supuso que debía de estar la cabeza del niño y enterró la carta.

– No pudimos acompañar tu muerte con esta carta -susurró mientras la tapaba con tierra-. Dios lo entenderá. Permíteme que incluya en ella oraciones por tu madre y por los hermanos a los que no llegaste a conocer.


Igual que todas las poblaciones que habían atravesado en el camino que nacía en Lanjarón, ante cuya ruinosa fortaleza Hernando no pudo evitar pensar en la espada de Muhammad enterrada a los pies de su torre, Ugíjar, la capital de las Alpujarras, aparecía casi despoblada. Los gallegos y castellanos llegados para reemplazar a los moriscos expulsados no eran suficientes para repoblar la zona, y casi una cuarta parte de los pueblos fueron abandonados. La sensación de libertad al paso por el valle, con las cumbres de Sierra Nevada a su izquierda y la Contraviesa a su derecha, se vio enturbiada ante las casas cerradas y derruidas.

Pero, pese al abandono en que se hallaba sumido el pueblo, Hernando disfrutó con nostalgia de cada árbol, cada animal, cada riachuelo y cada roca del camino; sus ojos recorrían sin cesar el paisaje y los recuerdos se le agolpaban en la mente, mientras don Sancho y los criados no cesaban de quejarse, sin esconder la repugnancia que les causaba la pobreza de tierras y gentes.

Habían transcurrido cerca de dos meses desde que el duque le habló de su misión hasta que llegó el momento de la partida. Durante ese plazo, Hernando habló con Juan Marco, el maestro tejedor en cuyo taller trabajaba Aisha. Se conocían. En alguna ocasión había acudido al taller y conversado con él; se trataba de un arrogante tejedor de terciopelos, rasos y damascos que se consideraba por encima de quienes, en su mismo gremio, trataban con otra clase de telas: sederos, toqueros, hiladores, e incluso de los demás tejedores «menores», los tafetaneros. El maestro no escondía su interés en poder llegar a vender en la casa del duque de Monterreal.

– Auméntale el jornal -le instó Hernando una tarde. Había esperado, escondido en una esquina cercana al taller, a que la silueta de su madre se perdiera en la calle. A partir de la discusión, Aisha no admitía ayuda alguna por parte de su hijo.

– ¿Por qué debería hacerlo? -soltó el maestro-. Tu madre conoce el producto, como muchas granadinas, pero nunca ha llegado a tejer. Las ordenanzas me impiden encargarle ningún trabajo que no sea el de ayudar…

– De todas formas, auméntaselo. Además, nada te costará. -Entonces puso en su mano tres escudos de oro.

– ¡Es fácil para ti decirlo! No sabes cómo son estas mujeres: si le subo el sueldo a una, las otras se me echarán encima como lobas…

Hernando suspiró. El tejedor se hacía de rogar.

– Nadie debe enterarse; sólo ella. Si cumples, intercederé ante el duque para que se interese por tus productos -dijo Hernando, mirándole directamente a los ojos.

La promesa de Hernando, junto a los escudos de oro, convencieron al tejedor, que sin embargo se quedó con la última pregunta en la boca:

– De acuerdo, pero… ¿Por qué?

– Eso no te incumbe -le interrumpió Hernando-. Limítate a cumplir tu parte.

Una vez resuelto ese problema, le restaba un segundo. ¡Qué pocas eran las previsiones que debía tomar ante un viaje!, pensó después de llamar una noche a la puerta de la casa de Arbasia. Importantes ambas, sí, pero tan sólo dos. La criada que abrió la puerta le hizo esperar en el zaguán de entrada, en penumbra. La última vez que había tenido que viajar, se había limitado a dejar la casa en manos de Fátima y a pedir a Abbas que cuidase de su familia…

– ¿A qué debo tu visita, Hernando? Es tarde -interrumpió sus pensamientos un Arbasia que parecía cansado.

– Disculpa, maestro, pero debo partir de viaje y creo que en toda Córdoba sólo hay una persona en la que puedo confiar.

Le tendió un rollo de cuero en cuyo interior estaba escondida la copia del evangelio de Bernabé. Arbasia lo imaginó y no hizo ademán de cogerlo.

– Me pones en un compromiso -adujo-. ¿Qué sucedería si la Inquisición encontrase ese documento en mi poder?

Hernando, a su vez, mantuvo el brazo extendido.

– Gozas del favor del obispo y del cabildo. Nadie te molestará.

– ¿Por qué no lo escondes donde lo encontraste? Lleva años sin ser descubierto…

– No se trata de eso. Ciertamente, podría esconderlo en muchos lugares. Lo único que pretendo es que si a mí me sucede algo, este valioso documento no vuelva a perderse. Estoy seguro de que tú sabrás qué hacer con él si se diera esa situación.

– ¿Y tu comunidad?

– No confío en ellos -reconoció Hernando.

– Ni ellos en ti, al parecer. He oído rumores…

– No sé qué hacer, César. He luchado hasta arriesgar mi vida por nuestras leyes y nuestra religión. Me dijeron que para ello debía parecer más cristiano que los cristianos y, ahora, la misma persona que me lo dijo, me rechaza como musulmán. Toda la comunidad me desprecia… Piensan que soy un traidor. ¡Hasta mi propia madre! -Hernando tomó aire antes de continuar-. Y no es sólo eso: por lo que he oído, para mis hermanos la violencia parece ser la única manera de salir de la opresión.

Arbasia cogió el evangelio.

– No pretendas el reconocimiento de tus hermanos -le aconsejó el pintor-. Eso no es más que soberbia. Busca sólo el de tu Dios. Continúa luchando por lo que sientes, pero piensa siempre que el único camino es el de la palabra, el de la comprensión, nunca el de la espada. -Arbasia se mantuvo unos instantes en silencio antes de despedirse-: La paz, Hernando.

– Gracias, maestro. La paz sea contigo también.


En Ugíjar, el alcalde mayor de las Alpujarras había sido advertido de su llegada. De la misma manera que Hernando había adoptado ciertas medidas antes de partir, también el duque ordenó a su secretario que mandara recado al alcalde de la capital de las Alpujarras, al tiempo que le pedía que, a través de las noticias que pudieran proporcionarle los Vélez, buscara a aquella niña, ya una mujer, que respondía al nombre de Isabel.

Hernando y sus acompañantes llegaron a la plaza de la iglesia. El templo ya estaba restaurado. Montado sobre Volador, paseó la mirada por el lugar. ¡Cuántas experiencias había vivido en aquella plaza y sus alrededores! La recordó abarrotada por los hombres del ejército de Aben Humeya. El mercado, los jenízaros y los turcos que por primera vez conoció en ella. Fátima, Isabel, Ubaid, Salah el mercader, la llegada de Barrax y sus garzones…

– ¡Bienvenidos!

Tan absorto estaba en sus recuerdos que Hernando ni siquiera había advertido la llegada de una pequeña comitiva encabezada por el alcalde mayor, un hombre basto y bajo, de cabello tan negro como su traje, al que acompañaban dos alguaciles. Hernando desmontó, imitando a don Sancho. El alcalde se dirigió al hidalgo, pero éste le hizo una brusca seña de que era al otro jinete a quien debía dirigirse.

– En nombre del corregidor de Granada -añadió, ya frente al morisco-, os doy la bienvenida.

– Gracias -dijo Hernando, y estrechó la mano que le ofrecía con solemnidad el alcalde.

– El duque de Monterreal se ha interesado ante el corregidor por vuestra estancia. Os tenemos preparado un alojamiento.

Varios curiosos se acercaron al grupo. Hernando se movió, incómodo por el recibimiento, y, entendiendo que debía seguir al alcalde hacia la casa que le tenían dispuesta, dio un paso hacia delante, pero el hombre continuó su discurso.

– También debo daros la bienvenida en nombre de Su Excelencia, don Ponce de Hervás, oidor de la Real Cancillería de Granada… -Hernando abrió las manos en señal de ignorancia-. Se trata -explicó el alcalde- del esposo de doña Isabel, la niña a quien valientemente salvasteis de la esclavitud a manos de los herejes. El juez, su esposa y toda su familia desearían daros las gracias personalmente y, por mediación de mi humilde persona, os ruegan que una vez hayáis finalizado la misión que os trae a las Alpujarras, os dirijáis a Granada, donde seréis honrados en casa de Su Excelencia.

Hernando dejó escapar una sonrisa. La niña vivía. Allí mismo, en esa plaza, había tirado de la soga que la ataba, tratando de sortear a los mercaderes del zoco y desdeñar las ofertas que recibía. ¡Más de trescientos ducados podrás obtener por ella!, recordó que le había gritado uno de los jenízaros a las puertas de la casa de Aben Humeya.

– ¿Qué le contesto? -preguntó el alcalde.

– ¿A quién? -preguntó Hernando, volviendo en sí de sus recuerdos.

– Al oidor. Espera respuesta a su invitación. ¿Qué le contesto?

– Decidle que sí… Que iré a su casa.


El duque tenía razón: las yeguas nacidas en las Alpujarras no eran de buena calidad. Se trataba de animales de poca alzada, torpes, de cuellos cortos y rígidos, y grandes cabezas que parecían pesarles en exceso. Hernando recorrió pueblos y lugares preguntando por los caballos, y lo hizo solo, decisión que ni don Sancho ni los criados discutieron, montado en un Volador que por sí solo despertaba admiración en las humildes gentes que se le acercaban para intentar venderle alguno de sus caballos. Nadie reconoció en él a uno de los moriscos que se habían alzado catorce años atrás. Vestía a la castellana, con un lujo que le incomodaba; sus ojos azules y su tez, más pálida incluso que la de muchos alpujarreños, evitaban que llegara a despertar la menor sospecha. Sintiéndose un traidor a su gente, aprovechó las lecciones que le había enseñado don Sancho y trató de hablar sin usar la fonética característica de los moriscos. Todo ello le proporcionó libertad de movimientos. Visitó Juviles. Varias poblaciones de la taa estaban abandonadas y en el pueblo donde vivió sus primeros años no habitaban más de cuarenta personas.

Con sentimientos encontrados a la vista de las casas del pueblo, de la iglesia y de la plaza que se abría junto al templo, siguió al alcalde hacia el lugar donde éste tenía cuatro caballos que quizá pudieran interesarle. Al cruzar la plaza cerró los ojos y, al instante, oyó el ruido de los arcabuces y de los gritos de las mujeres, aspiró el olor a pólvora, a sangre y a miedo. ¡Mil mujeres habían muerto en aquella plaza! Respiró hondo tratando de recuperarse… Aquella noche había visto a Fátima por primera vez, aquella noche habían muerto sus hermanastras. Aquella noche se había convertido en un héroe para su madre, la misma que ahora le despreciaba…

Tan pronto como el hombre se encaminó hacia las afueras, en dirección a lo que había sido su antiguo hogar, Hernando entendió que utilizaba el cercado de sus mulas para estabular a los caballos. Andaba junto al alcalde, tirando de Volador de la mano, y a medida que se acercaban, el sonido de sus cascos se trocó en sus oídos en el irregular repiqueteo de la Vieja al arribar sola al pueblo, anunciando la próxima llegada de la recua. No pudo evitar evocar el temor cerval que él sentía entonces, cuando debía encontrarse con su padrastro. Brahim… ¿Qué habría sido de él? ¡Ojalá estuviera muerto!

Examinó los cuatro caballos del alcalde fingiendo más interés del que sentía, y aprovechó para mirar aquí y allá. Descubrió, arrinconados, el yunque donde arreglaba las herraduras y algunos objetos en los que creyó reencontrar parte de su niñez. La casa estaba deshabitada, se usaba sólo como almacén y, según le dijo el alcalde, como criadero de gusanos de seda que él mismo explotaba con su esposa.

– Las habitaciones del piso superior estaban ya preparadas con andanas de zarzos pegadas a sus paredes para la cría de los capullos -explicó como si aquella situación le hubiera ahorrado mucho trabajo-. ¡No tuve más que aprovechar la labor de los herejes! -rió.

El alcalde se molestó ante la negativa de Hernando a comprarle la única de las yeguas que poseía.

– No encontraréis nada mejor en toda la sierra -le espetó, y escupió al suelo.

– Lo siento -contestó él-. No creo que sea lo que el duque pretende para sus cuadras.

A la sola mención del noble, el hombre se movió inquieto, como si hubiera insultado al noble con el escupitajo.

Perezosos, indolentes y holgazanes; tal fue la impresión que se formó de los repobladores de las tierras que antaño habían pertenecido a su gente. Dejó al alcalde con sus pencos y sus capullos, y ascendió por las laderas de la sierra. Todos los pequeños bancales ganados a la montaña durante años, tanto el que él había trabajado como el de Hamid y los de muchos más, laboriosos moriscos que fecundaban las piedras a golpes de azada, se hallaban baldíos e invadidos por las malas hierbas. Los muretes de piedra que aguantaban los bancales y que escalaban las laderas de la sierra aparecían derruidos en muchos de sus tramos y la tierra caía de unos a otros sin el menor impedimento; las acequias que irrigaban campos y huertos, rotas y descuidadas, dejaban escapar el agua, fuente de toda vida.

Inútiles en el cultivo e incapaces en la ganadería, concluyó Hernando. Cada uno de los repobladores poseía el triple de tierras que los moriscos y, sin embargo, se morían de hambre. Los aldeanos trataban de excusar su dejadez.

– Todas estas tierras pertenecen al rey -le explicó un gallego grueso, rodeado de lugareños, en un alto que Hernando hizo en un mesón-, y por lo tanto dependen directamente del corregidor de Granada, entre ellas las del monte alto, donde el ganado se alimenta de algo de hierba, matas y lastón durante el verano. Siendo los pastos comunales, muchos principales de la ciudad amigos del corregidor envían sus rebaños a pastorear a las Alpujarras y permiten, con indolencia, que los animales arruinen las cosechas y los morales. Además, a la hora de recogerlos o de cambiarlos de un pastó a otro, utilizan a hombres armados que eligen a los mejores, aunque no sean suyos.

– Nos los roban, excelencia -gritó, sofocado, otro hombre-, y el alcalde mayor de Ugíjar nada hace para defendernos.

Pero Hernando no le escuchaba. Recordaba con nostalgia cómo de niño tenía que recomponer los rebaños, una vez desperdigados, para librarse del diezmo.

– ¿Hará algo vuestra excelencia? -insistió el gallego, haciendo ademán de agarrar a Hernando del brazo, acción que fue bruscamente interrumpida por un anciano que se hallaba a su lado.

– Sólo he venido a comprar caballos -le contestó Hernando con cierta brusquedad. ¿Qué sabían aquellos cristianos de lo que eran los robos y las violaciones de los derechos de las gentes? ¿Qué sabían de la impunidad con que se maltrataba a los moriscos?, pensó ante la expectación con que le interrogaban. Ni siquiera pagaban alcabalas: estaban exentos. ¡Trabajad!, estuvo a punto de exhortarles.

A pesar de que estaba seguro de cuáles eran las causas de las exiguas rentas reales, y más seguro todavía de que allí no encontraría yegua alguna que mereciera ser adquirida para las cuadras de don Alfonso, Hernando decidió prolongar su estancia en las Alpujarras. La irritación de don Sancho y de los criados por tener que vivir en una pequeña casa sin comodidades y en un pueblo perdido eran recompensa suficiente. El tosco alcalde mayor y el abad de Ugíjar, junto a algunos de los seis canónigos, constituían las únicas personas con quienes el hidalgo podía permitirse un atisbo de conversación. Hernando, a caballo, abandonaba Ugíjar al amanecer, después de la misa. Le gustaba hacerlo rodeando la casa de Salah el mercader, ahora habitada por una familia cristiana, y recorría todos aquellos lugares que había conocido durante la sublevación. Estudiaba el comercio y hablaba con las gentes para conocer cuáles eran los problemas reales por los que la actividad de esa zona, en la que tantos y tantos moriscos se alimentaron y sacaron adelante a sus familias, se había estancado. En ocasiones buscaba refugio por las noches en alguna casa y dormía lejos de Ugíjar. Ascendió al castillo de Lanjarón pero no se atrevió a desenterrar la espada de Muhammad. ¿Qué iba a hacer con ella? En su lugar, a solas, se arrodilló y rezó.

Pero tal era el aburrimiento del viejo y acicalado don Sancho que un día insistió a Hernando en acompañarle en sus salidas.

– ¿Estáis seguro? -le preguntó el morisco-. Pensad que las zonas por las que me muevo son extremadamente agrestes…

– ¿Dudas de mis habilidades a caballo?

Partieron una mañana al amanecer; el hidalgo se había ataviado como si asistiese a una montería real. Hernando sabía de algunos caballos que se apacentaban en las cercanías del puerto de la Ragua y se encaminó a Válor para desde allí, por senderos o campo a través, ascender a la sierra. Ahora le tocaba a él enseñarle algo al primo del duque.

– Sé cuál es el objeto de tu misión -le advirtió a gritos el hidalgo desde el otro lado de un riachuelo que Volador había saltado sin problema. Don Sancho azuzó a su caballo y éste saltó también. Hernando tuvo que reconocer que el hidalgo se defendía en la montura con una soltura impropia de su edad-. No creo que sea necesario este recorrido para averiguar por qué el rey no obtiene las suficientes rentas…

– ¿Conocéis las tierras y dónde y qué se cultiva? -le preguntó Hernando. Don Sancho negó-. ¿Tenéis miedo entonces?

El hidalgo frunció el ceño y chasqueó la lengua para que su caballo se pusiese en movimiento.

Hacía un espléndido día de finales de mayo, soleado y fresco. Siguieron ascendiendo, don Sancho detrás de Hernando. Sortearon barrancos, descendieron por quebradas y superaron todo tipo de obstáculos. Ambos jinetes estaban ya absortos en sus monturas y en el suelo que pisaban, compitiendo sin hablarse, escuchando sólo el resoplar de los animales y las palabras de ánimo con las que cada uno de ellos los azuzaban. De repente Hernando se topó con una pared casi vertical en la que se adivinaba un sendero para cabras. No lo pensó dos veces: se alzó sobre los estribos y con una mano se agarró a la crin del caballo, casi en la testuz de Volador; entonces lo espoleó con fuerza, el caballo inició el ascenso y Hernando, tirando de la crin y sosteniendo las riendas en la otra mano, pegó su cuerpo al cuello de Volador, que casi miraba al cielo.

El caballo fue ascendiendo a pequeños saltos, uno tras otro, sin detenerse un instante, incapaz de moverse con normalidad por aquella pared vertical. Las piedras del sendero saltaban al vacío y sólo a mitad de la subida, cuando Volador perdió pie y resbaló un corto tramo hacia abajo, sentado sobre sus ancas y relinchando, comprendió Hernando el gran riesgo que corría: si perdía la verticalidad, si Volador se ladeaba siquiera un ápice, rodarían pared abajo irremisiblemente.

– ¡Sube! -gritó, al tiempo que clavaba las espuelas casi en la grupa del animal-. ¡Vamos!

Volador se levantó sobre sus patas y volvió a brincar hacia arriba. Hernando casi salió despedido.

– ¡Te vas a matar! -gritó don Sancho al pie del despeñadero.

Allahu Akbar! -aulló Hernando al oído de Volador, entre el ruido de piedras al caer, los cascos del caballo resbalando sobre la tierra y sus bufidos. Mantenía el cuerpo tumbado sobre el cuello del animal y la cabeza casi entre sus orejas-. ¡Alá es grande! -repitió, a cada salto que el caballo lograba culminar.

Volador casi tuvo que escalar el final de la cortadura, allí donde terminaba y sus manos no podían ya seguir impulsándole hacia arriba. Hernando saltó de la montura y corrió al frente para tirar de las riendas y ayudarle. Caballo y jinete, sudorosos, se quedaron temblando y resoplando en un pequeño llano plagado de flores.

De rodillas, Hernando se asomó al vacío. Le faltaba el aire y era incapaz de controlar sus temblores.

– ¡Ahora me toca a mí! -gritó de nuevo don Sancho al ver aparecer la cabeza del morisco por el borde del precipicio. ¡No podía ser menos que el morisco!-. ¡Santiago!

– ¡No! -clamó Hernando. El hidalgo se detuvo justo antes de atacar la cortadura. Hernando logró levantarse-. Es una locura -chilló desde arriba.

Don Sancho obligó a su caballo a dar unos pasos atrás para lograr ver al morisco.

– Soy hidalgo… -empezó a recitar don Sancho.

Se matará, pensó Hernando. Y él tendría la culpa. ¡Le había animado!

– ¡Por Dios y la santísima Virgen que un caballero español es capaz de subir allí por donde ha subido un…!

– Vos, sí -le interrumpió Hernando antes de que mencionara su condición de morisco-. ¡Vuestro caballo, no!

El hidalgo pensó un instante y miró la cortadura. El caballo se movía inquieto. Alzó la mirada a lo alto, acarició suavemente a su montura y se destocó a regañadientes, cediendo a los consejos de Hernando.

– Montáis realmente bien -reconoció Hernando tras bajar del llano rodeando el pico en el que se ubicaba y encontrarse con don Sancho. Volador aparecía sudoroso y ensangrentado allí donde le había espoleado.

– Lo sé -replicó el hidalgo, tratando de esconder su alivio por no haber tenido que seguir los pasos del morisco.

– Volvamos a Ugíjar -propuso Hernando, orgulloso al sentirse superior al hidalgo.

Esa misma noche, Hernando anunció que a la mañana siguiente partirían para Granada.


– Al parecer -le contó don Sancho durante el viaje-, doña Isabel fue acogida por el marqués de los Vélez.

Andaban los dos por delante de criados y mulas, con las riendas de los caballos en banda.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Por el abad mayor de Ugíjar. Eso es lo que me explicó, y varias veces, por cierto, mientras tú andabas por ahí. -Hernando alzó las cejas como si no comprendiera-. Sí, sí -se quejó don Sancho-. Doña Isabel entró en casa del marqués para asistir como dama de compañía de las niñas, aprendió con ellas, y tanto se hizo querer que el sucesor del Diablo Cabeza de Hierro ofreció una buena dote para su matrimonio. Entonces casó con un licenciado que prosperó con la ayuda de los Vélez y que de la mano de otro Fajardo de Córdoba, juez en Sevilla, llegó a ser oidor de una de las salas de la Cancillería de Granada.

– ¿Eso es importante?

Don Sancho dejó escapar un silbido antes de contestar:

– La Cancillería de Granada, con la de Valladolid, es el tribunal más importante del reino de Castilla. En Aragón hay otros. Por encima suyo y exclusivamente con respecto a algunos asuntos, sólo tiene al Consejo de Castilla en representación de Su Majestad. Sí, sí que lo es. Don Ponce de Hervás es juez de una de las salas de lo civil. Todos los pleitos de Andalucía terminan en él o en alguno de sus compañeros. Eso da mucho poder… y dinero.

– ¿Está bien pagado?

– No seas ingenuo. ¿Sabes lo que decía el duque de Alba de la justicia en este país? -Hernando se volvió en la montura hacia don Sancho-. Que no hay causa alguna, sea civil o criminal, que no se venda como la carne en la carnicería y que la mayoría de los consejeros se venden a diario a quienes los quieran comprar. Nunca pleitees contra un poderoso.

– ¿Eso también lo decía el duque?

– Éste es un consejo que te doy yo.

Hicieron noche en Padul, a algo más de tres leguas de Granada, puesto que no querían llegar a casa de sus anfitriones a horas intempestivas, y Hernando sorprendió a don Sancho al empeñarse en acudir a la iglesia antes de partir la mañana siguiente. Allí fue donde contrajo matrimonio con Fátima según el edicto del príncipe don Juan de Austria. Un falso enlace, sólo válido a los ojos de los cristianos, pero que para él había supuesto un rayo de esperanza. Fátima… La iglesia, vacía a aquellas horas, se le antojó un espacio frío, tan helado como su alma. Cerró los ojos, arrodillado, y simuló rezar, pero de sus labios sólo salía «Muerte es esperanza larga». Aquella frase le perseguía, parecía haber sellado su destino desde el mismo día que la pronunciara para ella. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué Fátima…? Tuvo que enjugarse las lágrimas antes de levantarse y, ante la extrañeza de don Sancho, se mantuvo en pertinaz silencio hasta llegar a la ciudad de la Alhambra. Accedieron a ella a media mañana por la puerta del Rastro. Cruzaron el río Darro por una zona en la que se vendían todo tipo de maderas. Una calavera, metida en una oxidada jaula de hierro que colgaba del arco de la puerta de la ciudad, le recibió con su lúgubre presagio. Algunos campesinos y mercaderes que intentaban cruzar se quejaron cuando Hernando se detuvo a leer la inscripción que se mostraba por encima de la jaula:


ESTA CABEZA ES LA DEL GRAN PERRO ABEN ABOO,

QUE CON SU MUERTE DIO FIN A LA GUERRA


– ¿Le conociste? -inquirió don Sancho en un susurro, mientras la gente, malhumorada, adelantaba mulas y caballos por los costados para sortear a la pareja de jinetes que se había detenido en mitad del paso.

¿A Aben Aboo? Aquel perro castrado le había vendido como esclavo a Barrax y entregó a Fátima en matrimonio con Brahim. Hernando escupió.

– Veo que sí -sentenció el hidalgo, y azuzó a su caballo tras Hernando, que se había apresurado a cruzar bajo la calavera del rey de al-Andalus.

Siguiendo el curso del Darro, que atravesaba la ciudad, llegaron hasta la alargada y bulliciosa Plaza Nueva, donde el río desaparecía hasta emerger de nuevo más allá de la iglesia de Santa Ana. A su derecha, la cuesta que ascendía a la Alhambra, presidiendo Granada; a su izquierda, un gran palacio casi terminado.

– ¿Cómo sabremos dónde vive don Ponce? -preguntó Hernando al hidalgo.

– No creo que nos resulte difícil. -Don Sancho se dirigió a un alguacil armado que estaba frente al palacio en construcción-. Buscamos la residencia de don Ponce de Hervás -le dijo con autoridad, desde su caballo. El alguacil entendió el apremiante lenguaje de los nobles.

– En este momento, Su Excelencia está ahí adentro. -El hombre señaló hacia el edificio en el que montaba guardia-. Os halláis frente a la Cancillería, pero él vive en un carmen en el Albaicín. ¿Deseáis que le mande recado?

– No pretendemos molestarle -contestó don Sancho-. Sólo queremos llegar a su casa.

El alguacil recorrió la plaza con la mirada y llamó a dos chiquillos que jugaban.

– ¿Conocéis el carmen del oidor don Ponce de Hervás? -les gritó.

Hernando, don Sancho y los criados con las mulas se internaron con los niños en el laberinto de callejuelas que conformaban el Albaicín de Granada y que se elevaba en la otra vertiente del valle que formaba el río Darro, frente a la Alhambra. Muchas de las pequeñas casas propiedad de los moriscos aparecían cerradas y abandonadas y, como en Córdoba, allí donde se había alzado una mezquita, aparecía ahora una iglesia, un convento o un hospital de los muchos que se podían contar en Granada. Ascendieron una larga cuesta, estrecha y sinuosa, y descendieron por otra mucho más corta y empinada que moría en el portalón de doble hoja de una casa. Ya pie a tierra, tras haber dejado los caballos junto con las mulas en manos de los criados, Hernando entregó una blanca a los muchachos mientras don Sancho golpeaba la madera de una de las puertas con una aldaba en forma de cabeza de león.

Los recibió un portero vestido de librea que mudó el semblante al escuchar el nombre de Hernando y que corrió a avisar a su señora, después de dejarles apresuradamente en los jardines que se abrían detrás del portalón. Hernando y don Sancho se apoyaron en una de las muchas barandillas de obra que cerraban largos y estrechos jardines y huertos, que descendían por la ladera a modo de bancales, por debajo de la vivienda, hasta el linde del siguiente carmen o de alguna de las sencillas y humildes viviendas moriscas con las que compartían el espacio del Albaicín. Ambos miraron al frente, embriagados: entre el aroma de las flores y los frutales, entre el murmullo del agua de las numerosas fuentes, la Alhambra se alzaba al otro lado del valle del Darro, magnífica, esplendorosa, como si les llamara para que alargaran las manos hacia ella.

– Hernando…

La voz sonó tímida y rota a sus espaldas.

Hernando tardó en volverse. ¿Cómo sería ahora aquella niña de pelo pajizo y ojos castaños siempre temerosos? Fue lo primero en que se fijó: el pelo rubio, recogido en un moño, contrastaba con el vestido negro de una bella mujer cuyos ojos, a pesar de estar enturbiados por las lágrimas, se percibían vividos y brillantes.

– La paz sea contigo, Isabel.

La mujer apretó los labios y asintió, recordando la despedida de Hernando en Berja, antes de que su salvador partiese a galope tendido, aullando y volteando el alfanje sobre su cabeza. Isabel sostenía en brazos a una criatura y junto a ella, dos niños, uno agarrado a su falda y el otro algo mayor, de unos seis años, quieto a su lado. Empujó al mayor por la espalda para que se adelantase.

– Mi hijo Gonzalico -lo presentó, al tiempo que el pequeño extendía avergonzado su mano derecha.

Hernando evitó estrechársela y se acuclilló frente a él.

– ¿Te ha hablado tu madre de tu tío Gonzalico? -El niño asintió-. Fue un niño muy, muy valiente. -Hernando notó que se le hacía un nudo en la garganta y carraspeó antes de continuar-. ¿Tú eres tan valiente como él?

Gonzalico volvió la mirada hacia su madre, que asintió con una sonrisa.

– Sí -afirmó.

– Un día saldremos a pasear a caballo, ¿quieres? Tengo uno que pertenece a las cuadras del rey Felipe, el mejor de Andalucía.

Los ojos del pequeño se abrieron de par en par. Su hermano se soltó de la falda de su madre y se acercó a la pareja.

– Éste es Ponce -dijo Isabel.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Gonzalico.

– ¿El caballo? Volador. ¿Querréis montar en él?

Los dos niños asintieron.

Hernando les revolvió el cabello y se levantó.

– Mi compañero, don Sancho -indicó, señalando al hidalgo, que se adelantó un paso para inclinarse ante la mano que le tendía Isabel.

Hernando observó a Isabel mientras ella contestaba a las solícitas preguntas de cortesía de don Sancho. La chiquilla asustada de antaño se había convertido en una bella mujer. Durante unos instantes la vio sonreír y moverse con delicadeza, sabiéndose observada. Cuando el hidalgo se retiró un paso e Isabel desvió la mirada hacia él, sus ojos castaños le transmitieron mil recuerdos. Hernando se estremeció, y como si quisiera liberarse de aquellas sensaciones, la urgió a que le contara qué había sido de su vida a lo largo de los años.

47

El oidor don Ponce de Hervás templó su carácter austero y reservado con una actitud de agradecimiento hacia Hernando que sorprendió incluso al servicio de la casa. Se trataba de un hombre bajito, de rostro redondo y facciones blandas, entrado en carnes, siempre vestido de negro y que medía una cabeza por debajo de su esposa, por la que mostraba adoración. Distinguió a su huésped con un sobrio dormitorio en la segunda planta del carmen, junto a los del matrimonio, con acceso a una terraza que daba a los jardines, frente a la Alhambra. Don Sancho fue acomodado en el mismo piso, en una zona cercana a la de los niños, al otro lado de un largo pasillo lleno de recovecos que cruzaba la mansión.

Sin embargo, la presencia de Hernando no varió los hábitos de don Ponce, que se volcaba en su trabajo como si en él encontrase el reconocimiento que no obtenía junto a la protegida de un grande de España y que con sólo un movimiento de su mano, una sonrisa o una palabra, eclipsaba al pequeño juez. Don Sancho, por su parte, solicitó permiso a la anfitriona para perderse por Granada en busca de la compañía de parientes y conocidos. Hernando, pues, pasaba los días en el carmen, junto a Isabel y sus hijos.

Con el permiso del oidor, durante las primeras jornadas Hernando usó el escritorio que éste tenía en la planta baja para escribir al duque e informarle del resultado de sus averiguaciones.

«Cabría establecer una alcaicería en Ugíjar», propuso después de advertir del perezoso carácter de las gentes y de los problemas con que se topó en sus paseos por las Alpujarras. «De esta forma, los lugareños no tendrían que malvender sus sedas en Granada, como al parecer hoy se ven obligados a hacer. Con ello se ahorrarían los gastos del viaje hasta la ciudad, y tampoco afectaría a los numerosos telares de Granada, puesto que se surten de la seda de otros muchos lugares además de la de las Alpujarras…»

Unas risas infantiles le distrajeron de su trabajo. Hernando se levantó del sencillo escritorio de madera labrada del oidor y se acercó a una puerta de doble hoja, entreabierta para que entrase la brisa procedente del jardín principal del carmen: un pedazo de tierra largo y estrecho que se abría en uno de los costados del edificio al nivel de la planta baja. En su centro, ocupando toda su extensión, había un estanque alimentado por numerosas fuentes dispuestas a intervalos en sus lados. El jardín estaba cubierto por emparrados sostenidos por arcos que en aquella época primaveral estaban tupidos, así que encerraban un fresco y agradable túnel que finalizaba en una glorieta. Junto a las bases de los emparrados estaban dispuestos bancos de obra desde los que contemplar los numerosos chorros de agua que se alzaban en el aire antes de caer al estanque.

Hernando se apoyó contra una de las hojas de la puerta. En uno de los bancos estaba sentada Isabel con un bordado en su regazo. Miraba sonriente las correrías de sus hijos, que intentaban escapar de los cuidados del aya. Un rayo de sol que se filtraba a través del emparrado iluminaba su figura en la umbría del frondoso túnel. Hernando la contempló, vestida con su acostumbrado traje negro: su cabello pajizo, el mismo que llamó su atención años atrás y la salvó de la esclavitud, hacía destacar unas facciones dulces y agradables, unos labios carnosos, el cuello largo bajo su pelo recogido y unos pechos generosos que pugnaban con el vestido que los oprimía; cintura estrecha y caderas grandes, el cuerpo voluptuoso de una joven madre de tres hijos. El sol se reflejó en su mano cuando Isabel la extendió para indicarle a Gonzalico que no se acercase tanto al estanque. Hernando siguió el movimiento de aquella mano blanca y delicada y se quedó prendado de ella. Luego observó al niño, pero éste volvía a correr delante del aya, sin hacer caso a su madre. Un inquietante cosquilleo recorrió la espalda de Hernando cuando se volvió hacia Isabel: sus ojos castaños se mantenían fijos en él. Su respiración se aceleró al percibir cómo los senos de Isabel se agitaban bajo el «cartón de pecho» que los aprisionaba. ¿Qué estaba sucediendo? Turbado, aguantó su mirada unos instantes, seguro de que desviaría la atención a los niños o al bordado, pero ella no cedió. En el momento en que empezaba a sentir cómo el cosquilleo descendía hasta su entrepierna, abandonó con brusquedad el lugar, buscó a uno de los criados y le ordenó que embridase a Volador.


Una semana más tarde, don Ponce y su esposa organizaron una fiesta en honor de su invitado. Durante esos siete días, mientras trabajaba por las mañanas, Hernando, de espaldas a las puertas, trató de concentrarse en el informe del duque y hacer caso omiso de las risas que parecían llamarle desde el jardín.

Establecer una feria franca anual para que los alpujarreños pudieran vender sus mercaderías… Habilitar un puerto… Plantar morales y viñas… Permitir que los lugareños pudieran vender las tierras adjudicadas… Organizar la justicia en la zona… Reprimiendo el instinto que le movía a volverse hacia el jardín para ver a Isabel, desarrolló todas y cada una de las ideas que se le ocurrieron a fin de promover el comercio en la zona y así posibilitar un aumento de las rentas reales. Pero lo cierto es que trabajaba con lentitud, se sentía cansado. No dormía bien. Durante las noches, cada ruido que escuchaba desde el dormitorio de doña Isabel retumbaba en su habitación. Sin quererlo, sin poder evitarlo, se encontró aguzando el oído, conteniendo la respiración para escuchar los murmullos al otro lado de la pared; hasta creyó oír el roce de las sábanas y el crujir de la madera de la cama, seguramente adoselada, cuando Isabel cambiaba de postura. Porque tenía que ser ella; en momento alguno de sus tortuosas noches pudo imaginar que cualquiera de aquellos sonidos provinieran del juez. A veces pensaba en Fátima y se le encogía el estómago, como la primera vez que tras su muerte había acudido a la mancebía, pero al cabo de unos instantes volvía a descubrirse pendiente de la habitación contigua. Sin embargo, durante el día, a la luz del sol, se esforzaba por evitar a Isabel, entre avergonzado e incómodo.

La misma mañana del día de la fiesta logró poner punto final a su informe, en el que en carta aparte comunicaba al duque su estancia en casa de don Ponce de Hervás y de su esposa Isabel. Como no disponía de sello, pidió al oidor que lo lacrase con el suyo y, aprovechando una expedición que según don Ponce iba a partir hacia Madrid, despachó a uno de los criados con el encargo.

La fiesta estaba prevista para el atardecer. Hernando y don Sancho, a cargo del oidor, fueron provistos de ropas nuevas acordes con el boato que éste quería dar al acontecimiento. Parados en la entrada del carmen, como les rogó don Ponce, el hidalgo y Hernando esperaban a los invitados para ser presentados a ellos. Don Sancho no podía ocultar su nerviosismo.

– Tendrías que haber aprendido a danzar -le dijo, contemplándose con vanidad.

– ¡Campanela! -se burló Hernando dando un saltito en el aire.

– El arte de la danza… -empezó a replicar el hidalgo.

Unos comedidos aplausos interrumpieron sus palabras.

– ¿También sabes danzar? -se escuchó de voz de una mujer.

Hernando se volvió. Isabel dejó de palmear y se dirigió hacia ellos erguida y altiva. Andaba a pasitos debido a los chapines de suela de corcho adornada con incrustaciones de plata y de una altura de cuatro dedos, que se entreveían bajo su falda. La mujer había trocado el negro habitual por un traje de raso verde oscuro de dos piezas, acuchillado y picado con telas en diferentes tonalidades del mismo color. La pieza superior, que se iniciaba en una lechuguilla que le tapaba el cuello hasta las orejas, tenía forma de cono invertido, cuya punta se montaba sobre la falda verdugada que se abría en campana desde la cintura. El cono escondía un «cartón de pecho» que presionaba sobre sus senos, quizá más de lo usual, ocultando la generosidad natural que se intuía otros días. Sus pómulos resaltaban, coloreados con papel tintado en rojo, y sus ojos aparecían brillantes y delineados con una mezcla de antimonio disuelta en alcohol. Un magnífico collar de perlas realzaba el conjunto. Don Sancho desvió la mirada de Isabel, regañándose con una casi imperceptible negación al percatarse de que su atención superaba los límites de la cortesía. Luego intentó advertir a Hernando llevando la mano a su antebrazo, pero ni siquiera consiguió que éste cerrara la boca: observaba embobado a la mujer que caminaba hacia ellos.

– ¿Sabes danzar? -repitió Isabel ya a su lado.

– No… -titubeó envuelto en el aroma del perfume que acompañaba a aquella encantadora figura.

– No quiso aprender -intervino el hidalgo, procurando romper el hechizo, consciente de las miradas que de reojo les dirigían algunos de los criados ataviados con libreas coloradas que esperaban a los invitados.

Isabel contestó a don Sancho con una ligera inclinación de cabeza y una leve sonrisa. Sólo un paso separaba su rostro del de Hernando.

– Es una lástima -musitó la mujer-. Seguro que a muchas damas les complacería que las sacaras a bailar esta noche.

Se hizo un silencio espeso, casi palpable, que don Sancho rompió de repente.

– ¡Don Ponce! -exclamó el hidalgo. Isabel se volvió, azorada-. Me había parecido verle -se excusó don Sancho ante la expresión con que le interrogó ella al no ver a su esposo.

– Disculpadme -dijo Isabel, escondiendo su turbación tras cierta brusquedad-. Aún tengo cosas que hacer antes de que lleguen los invitados.

– ¿Qué pretendes mirando así a una dama? -le regañó en un susurro don Sancho cuando Isabel se hubo alejado de ambos-. ¡Es la esposa del oidor!

Hernando se limitó a abrir las manos. ¿Qué pretendía?, se preguntó a su vez. Lo ignoraba, sólo sabía que, por primera vez en años, se había sentido hechizado.


Hernando y don Sancho, junto al oidor e Isabel, superaron el besamanos y las presentaciones de cerca de un centenar de personas que aceptaron encantadas la invitación del rico e importante juez granadino: compañeros de don Ponce, canónigos catedralicios, inquisidores, sacerdotes y frailes, el corregidor de Granada y varios veinticuatros del cabildo municipal, caballeros de diversas órdenes, nobles, hidalgos y escribanos. Hernando recibió tantas felicitaciones y agradecimientos como personas circularon por delante de él. Don Sancho permanecía a su lado, intentando infructuosamente terciar en las conversaciones, hasta que el morisco, consciente de su desesperación, trató de darle oportunidad:

– Os presento a don Sancho de Córdoba, primo del duque de Monterreal -le dijo a quien le anunciaron como el párroco de la iglesia de San José.

El cura saludó al hidalgo con una inclinación de cabeza y ahí terminó su interés en él.

– Me siento dichoso -afirmó, dirigiéndose a Hernando- por conocer a quien salvó a doña Isabel del martirio a manos de los herejes. Sé de vuestras hazañas con don Alfonso de Córdoba y muchos otros cristianos. -Hernando trató de ocultar su sorpresa. Desde su llegada a Granada, muchos habían sido los rumores de liberaciones que se sumaron a las dos únicas actuaciones que verdaderamente se podía atribuir-. Doña Isabel -continuó el sacerdote llamando la atención de la mujer- es una de mis feligresas más piadosas, podría decir que la que más, y todos nos sentimos felices de que salvarais su alma para el Señor.

Hernando miró a su anfitriona, que aceptaba los halagos con humildad.

– He hablado con algunos de los canónigos de la catedral -prosiguió el sacerdote- y nos gustaría proponeros cierto asunto. Estoy seguro de que el deán, que según tengo entendido compartirá mesa con vos, os hablará de ello.

Después de escuchar al párroco de San José, Hernando permaneció distraído mientras los demás personajes discurrían por delante de él. ¿De qué asunto se trataría? ¿Qué podían querer de él los miembros del cabildo catedralicio?

No tardó en enterarse. Efectivamente, fue invitado a ocupar un lugar de honor en la larga mesa principal, instalada en uno de los corredores emparrados del jardín principal, entre don Ponce y el corregidor de la ciudad; enfrente se sentaban Juan de Fonseca, deán de la catedral, y dos veinticuatros de Granada que ostentaban los títulos de marqués y conde. Más allá, el resto de los invitados, acomodados por orden de preeminencia. En el corredor del otro lado del estanque se dispuso una mesa gemela en la que Hernando distinguió a don Sancho, que departía animadamente con los demás comensales. Además de aquellas dos, se repartieron otras muchas por los jardines y huertos abancalados del carmen que descendían por la ladera. En unas cenaban los hombres, la mayoría vestidos de negro riguroso según las normas tridentinas, y en otras las mujeres, compitiendo entre sí en boato y belleza. En la glorieta que cerraba el jardín principal, un grupo de música compuesto por un sacabuche, una corneta y una chirimía, dos flautas, un timbal y una vihuela, amenizaba la noche fresca, clara y estrellada.

Mientras daban cuenta de las perdices y capones rellenos que les sirvieron como primer plato, Hernando tuvo que satisfacer la curiosidad de los huéspedes de don Ponce, y fue asediado a preguntas acerca del cautiverio y fuga del duque don Alfonso de Córdoba y alguna que otra, más comedida y prudente, sobre la esposa del oidor.

– Tengo entendido -terció uno de los veinticuatros mientras mordisqueaba el ala de una perdiz- que, además de al duque y a doña Isabel, ayudasteis a más cristianos.

La pregunta quedó flotando en el aire justo en el momento en que la vihuela tocaba en solitario y uno de los músicos la acompañaba con una canción sentimental. Hernando escuchó el triste rasgueo del instrumento, parecido al de los laúdes que amenizaban las fiestas moriscas.

– ¿Os acordáis de quiénes eran? -preguntó el corregidor, volviéndose hacia él.

– Sí, pero no en todos los casos -mintió. Había preparado la respuesta al enterarse de los rumores sobre sus imaginarios favores a más cristianos.

El veinticuatro dejó de mordisquear el ala y se produjo un incómodo silencio.

– ¿Quiénes? -le apremió el deán catedralicio.

– Preferiría no decirlo. -En ese momento, incluso don Ponce, empeñado en la pechuga de un capón, se volvió hacia él. ¿Por qué?, parecía preguntar con sus ojos. Hernando carraspeó antes de explicarse-: Algunos tuvieron que dejar atrás a familiares y amigos. Los vi llorar mientras huían; amor y pánico enfrentados en sus conciencias mientras luchaban por la supervivencia. Hubo uno que, cuando estaba ya libre y escondido, renunció a escapar, prefiriendo volver y ser ejecutado junto a sus hijos. -Varios de los comensales que escuchaban asintieron con expresión seria, los labios apretados, alguno con los ojos cerrados-. No debo descubrir sus identidades -insistió-. De nada sirve ya. Las guerras… las guerras llevan a los hombres a olvidar sus principios y actuar según sus instintos.

Sus palabras originaron más asentimientos y un silencio que permitió escuchar los últimos lamentos de la vihuela, que se prolongaron en la noche hasta que los comensales recuperaron su ánimo.

– Hacéis bien en callar -intervino entonces el deán Fonseca-. La humildad es una gran virtud en las personas, y el miedo a la muerte o la tortura, excusable en quienes cedieron. Sin embargo, confío que vuestro silencio no se extienda a los herejes que tanta sangre cristiana derramaron y tantos sacrilegios y profanaciones cometieron. -Hernando clavó sus ojos azules en el deán-. El arzobispado de Granada está llevando a cabo una investigación sobre los mártires de las Alpujarras. Disponemos de datos y decenas de declaraciones de las miles de viudas que perdieron a sus esposos e hijos en las sucesivas matanzas, pero entendemos que los conocimientos de alguien como vos, un buen cristiano que vivió la tragedia desde la posición de los moriscos, mezclado con ellos, constituirían una fuente imprescindible e inconmensurable. Necesitamos que nos ayudéis en el estudio de los mártires. ¿Qué sucedió? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quién lo ordenó y quiénes lo ejecutaron?

– Pero… -titubeó Hernando.

– Granada tiene que acreditar a esos mártires ante Roma -le interrumpió el corregidor-. Llevamos casi cien años, desde el mismo momento en que la ciudad fue reconquistada por los Reyes Católicos, buscando los restos de su patrón, san Cecilio, pero todos los esfuerzos son inútiles. Esta ciudad necesita equipararse a las demás sedes cristianas de los reinos: Santiago, Toledo, Tarragona… Granada ha sido la última ciudad en ser arrebatada a los moros y carece de antecedentes cristianos, como el apóstol Santiago o san Ildefonso. Son precisamente esos valerosos cristianos los que hacen grandes a sus ciudades. Sin santos, sin mártires, sin historia cristiana, una ciudad no es nada.

– Sabéis que vivo en Córdoba -se le ocurrió decir a Hernando como única excusa al encontrarse con la mirada de los comensales puesta en él.

– Eso no es ningún problema -se apresuró a señalar el deán, como si con ello cerrara las puertas a cualquier otro impedimento-. Podríais seguir haciéndolo. El arzobispado os proveerá de cédulas y de dinero suficiente para vuestros viajes.

– Sabía que no fallaríais a tan santa y justa causa -afirmó entonces don Ponce al tiempo que le daba una palmada en el hombro-. Tan pronto como me enteré del interés de la Iglesia granadina en vuestra participación, escribí al duque de Monterreal solicitando su permiso, pero sabía que no sería necesario.

Alguien alzó una copa de vino, y al instante los invitados más cercanos a Hernando brindaron por él.

Terminó la cena y los músicos se desplazaron al interior de la mansión, al salón principal, que previamente había sido vaciado de todos los muebles. Una parte de los invitados se desperdigó en grupos por los jardines o por la gran terraza que, desde el salón, se alzaba por encima del cauce del Darro, frente a la Alhambra, con el Albaicín a sus pies; otros se prepararon para el baile. Hernando vio a don Sancho remoloneando por la estancia, pendiente de que empezase la música, y envidió su alegría y despreocupación. ¡Sólo le faltaba aquel encargo por parte del arzobispado! Hasta su madre le había dado la espalda y ahora tenía que trabajar para la Iglesia… ¡denunciando a sus hermanos!

Escuchó la música y observó cómo danzaban hombres y mujeres, en círculos o en fila, en parejas o en grupo, acercándose unos a otros, sonriendo, flirteando incluso, saltando todos a la vez, como hacía el hidalgo en el palacio de don Alfonso. Reconoció a Isabel con su traje verde y sus chapines, que destellaban cuando la falda se levantaba del suelo, pero que pese a su altura no le impedían danzar con elegancia. Creyó ver que ella le miraba de reojo en varias ocasiones.

Mientras se desarrollaba el baile, se vio obligado a saludar a las numerosas personas que se le acercaron y a contestar a sus preguntas, aunque su mente estaba muy lejos de allí.

Toda su vida se había desarrollado igual, pensó mientras una dama vestida de azul le hablaba de algo a lo que no prestó atención. Había pasado toda su vida atrapado entre cristianos y musulmanes. Hijo de un sacerdote que violó a una morisca, de niño le quisieron matar en la iglesia de Juviles por cristiano; más tarde, Aben Humeya le distinguió como el salvador del tesoro de sus hermanos, pero luego terminó cayendo en la esclavitud acusado de cristiano, período en el que tuvo que negarse a renegar de una religión que no era la suya para no convertirse en el simple garzón de Barrax. En Córdoba, en la misma catedral, trabajó como cristiano para el propio cabildo catedralicio y copió el libro revelado una y mil veces, al tiempo que la Inquisición le obligaba a presenciar, como un buen cristiano que colaboraba con el Santo Oficio, la tortura y muerte de Karim ahora que acababa de encontrar el extraño y sorprendente evangelio de Bernabé, la Iglesia reaparecía otra vez imponiéndole una nueva colaboración. Y sin embargo, él sabía quién era su Dios, el único, el misericordioso… ¿Qué pensaría de él el buen Hamid, si le viera en esa situación?

– Lo siento, no sé danzar -dijo, sin pensar, al toparse con la mirada interrogante de la dama de azul que, aún a su lado, parecía esperar una respuesta.

No había llegado a escuchar su pregunta. Quizá no fuera aquella la respuesta adecuada, concluyó al comprobar la cara ofendida de la mujer, que le dio la espalda sin despedirse.

El baile se desarrolló hasta bien entrada la noche. Don Sancho reapareció sudoroso en la terraza cuando la música cesó a instancias de don Ponce. La danza había terminado.

– Como final de fiesta -gritó el oidor desde el pequeño estrado donde tocaban los músicos-, los invito a presenciar el castillo de fuegos que tenemos preparado en honor a nuestro invitado. Les ruego acudan a las terrazas y los jardines.

Don Ponce buscó a su esposa y acudió adonde se hallaba Hernando.

– Acompañadnos, por favor -le rogó.

Se situaron en primera fila, sobre la balaustrada que cerraba la terraza del salón principal, Isabel a espaldas de Hernando y del deán Fonseca. Alguien hizo una señal luminosa desde el carmen y parte de las murallas de la Alhambra se encendieron en un fuego amarillo intenso. La gente, apiñada tras ellos, se deshizo en elogios cuando unas bolas de fuego surcaron el cielo estrellado, pero también, sin querer, todos se apretaron contra la balaustrada en busca de una mejor visión del espectáculo. Una sucesión de rayos cruzó el cielo nocturno y Hernando notó el calor del cuerpo de Isabel. El tronar de las explosiones de pólvora se confundió en él con la cálida respiración de Isabel junto a su oído, entrecortada. Isabel no se movía, ni rehuía el contacto. Los invitados estaban absortos en los fuegos de artificio; nadie se percató del gesto, pero Hernando notó el roce de una mano contra la suya. Volvió la cabeza. Isabel esbozó una sonrisa tímida. Entonces él presionó con dulzura esa mano. Entre la confusión de los invitados que se agolpaban en la terraza, juguetearon y entrelazaron sus dedos; acercaron sus cuerpos uno contra otro, sintiéndose, hasta que una traca puso fin al castillo de fuegos y la gente estalló en vítores y aplausos.

Después, los invitados empezaron a abandonar el carmen. En esa ocasión no tuvo la menor duda: entre el bullicio de las despedidas, Isabel sostuvo la mirada de Hernando cuando éste la persiguió con la suya.

48

Qué sucedió en Juviles?

El notario del cabildo se apresuró a formular esa pregunta una vez hechas las presentaciones formales, dispuesto a transcribir cuanto antes la contestación de Hernando. Se encontraban en una estancia de reducidas dimensiones, cerca del archivo catedralicio.

A la mañana siguiente de la fiesta, temprano, mientras la casa aún dormía -a excepción del oidor, al que nada ni nadie hacía faltar a sus obligaciones-, Hernando había tenido que acudir a la llamada del deán. Montó en Volador y acompañado de un criado, cruzó el Albaicín hasta la calle de San Juan. Pasó junto a la ermita de San Gregorio y desde allí a la calle de la Cárcel, que lindaba con la catedral que, aquellos días, como la de Córdoba, se hallaba en construcción: se habían terminado ya las obras de la capilla mayor y se trabajaba en las torres, pero a diferencia de lo que sucedía con la cordobesa, el templo granadino no se erigía sobre la antigua mezquita mayor, sino a su lado. La gran mezquita granadina con su alminar había sido reconvertida en sacristía, y en ella había, además, diversas capillas y servicios. Cruzó el lugar de oración de los musulmanes granadinos de antaño, de techos bajos, con la atención puesta en las columnas de piedra blanca culminadas en arcos que aguantaban la techumbre de madera y que dividían las cinco naves de la mezquita. Desde allí, un sacerdote le acompañó al escritorio del notario.

¿Qué decir de Juviles?, se preguntó mientras el hombre, pluma en mano, esperaba su respuesta. ¿Que su madre acuchilló hasta la muerte al sacerdote de la parroquia?

– Es difícil y verdaderamente doloroso para mí -dijo, tratando de eludir la cuestión- hablaros de Juviles y del horror que me vi obligado a presenciar en ese lugar. Mis recuerdos son confusos. El notario alzó la cabeza y frunció el ceño-. Quizá…, quizá fuera más práctico que me permitierais pensar en ello, aclarar mis ideas y que yo mismo las pusiera por escrito y os las hiciera llegar.

– ¿Sabéis escribir? -se sorprendió el notario.

– Sí. Precisamente me enseñó el sacristán de Juviles, Andrés.

¿Qué habría sido de Andrés?, pensó entonces. No había vuelto a saber nada de él desde su llegada a Córdoba…

– Lamento deciros que ha fallecido recientemente -afirmó el notario como si hubiera adivinado sus pensamientos-. Tuvimos conocimiento de que se instaló en Córdoba, y lo buscamos para que testificase, pero…

Hernando respiró hondo, si bien al instante se removió inquieto en el duro y desvencijado sillón de madera en el que permanecía sentado frente al escritorio. ¿Por qué no terminar con aquella burla? ¡Él era musulmán! Creía en un único Dios y en la misión profética de Muhammad. Al tiempo que se lo planteaba, el notario cerró el legajo que descansaba sobre la mesa.

– Tengo muchos quehaceres -adujo-. Me ahorraríais un tiempo precioso si vos mismo lo relataseis por escrito.

Y esfuerzo, añadió para sí Hernando cuando el hombre se levantó y le tendió la mano.

El sol brillaba con fuerza y Granada hervía de actividad. Hernando acababa de montar sobre Volador y pensó en despedir al criado y perderse en la ciudad; pasear por la cercana alcaicería o buscar un mesón en el que meditar acerca de todo lo que le estaba ocurriendo. La noche anterior, cuando el carmen ya había quedado libre de invitados, oró con la mente puesta en Isabel, excitado, sintiendo el calor de su cuerpo y el roce de sus dedos. ¿Por qué había buscado su mano? Volador piafó inquieto ante la indecisión de su jinete. El criado esperaba sus órdenes con cierta displicencia. Y ahora, Juviles. De pronto, Hernando tironeó de las riendas del animal con brusquedad. Recordó a los cristianos del pueblo, desnudos y con las manos atadas a la espalda, en fila, esperando a la muerte en un campo, mientras los moriscos, su madre entre ellos, terminaban con la vida del cura y el beneficiado. Muchos de esos hombres sobrevivieron por la clemencia del Zaguer, que detuvo la matanza contrariando las órdenes de Farrax. ¿Qué habrían contado todos ellos? A nadie pudo pasarle inadvertida la crueldad de Aisha ni su aullido al cielo clamando a Alá, con la daga ensangrentada en las manos al poner fin a su venganza. ¿La habrían relacionado con él? ¡La madre de Hernando asesinó a don Martín! Probablemente no, procuró tranquilizarse. Como mucho, habrían vinculado a Aisha con Brahim, el arriero del pueblo, no con un niño de catorce años, pero aun así siempre cabía la posibilidad…

– Volvemos al carmen -ordenó al criado, adelantándose sin esperarle.


Hernando encontró a don Sancho desayunando, a solas.

– Buenos días -le saludó.

– Veo que has madrugado -replicó el hidalgo. Hernando se sentó a la mesa y le explicó la solicitud del deán y su temprana y rápida gestión de esa mañana. Don Sancho escuchó su historia entre bocado y bocado-. Pues yo también tengo otro encargo para ti. Ayer cené junto a don Pedro de Granada Venegas -anunció. Hernando frunció el ceño. ¿Qué más querrían ahora los cristianos?-. Periódicamente -continuó don Sancho-, los Granada Venegas celebran una tertulia en su casa de los Tiros, a la que don Pedro ha tenido a bien invitarnos.

– Tengo mucho que hacer -se excusó-. Id vos.

– Nos han invitado a los dos… Bien, en realidad creo que el interés de don Pedro es exclusivamente conocerte a ti -reconoció. Hernando suspiró-. Son gente importante -insistió el hidalgo-. Don Pedro es señor de Campotéjar y alcaide del Generalife. Sus circunstancias podrían compararse a las tuyas: musulmanes de origen que abrazaron el cristianismo; quizá por ello desee conocerte. Su abuelo, descendiente de príncipes moros, prestó grandes servicios en la conquista de Granada, después lo hizo al emperador. Su padre, don Alonso, colaboró con el rey Felipe II en la guerra de las Alpujarras, hasta el punto de que casi llegó a arruinarse y el rey le ha señalado una modesta pensión de cuatrocientos ducados para compensar sus pérdidas. Acude gente muy interesante a esas tertulias. No puedes desairar así a un noble granadino emparentado con las grandes casas españolas; mi primo don Alfonso se sentiría contrariado si se enterase.

– Veo que tenéis mucho interés como para presionarme con el posible malestar del duque -repuso Hernando-. Ya hablaremos, don Sancho. -Se zafó de la conversación con el hidalgo levantándose de la mesa.

– Pero…

– Después, don Sancho, después -insistió ya en pie.

Dudaba si salir a los jardines y optó por refugiarse en su dormitorio. Isabel, Juviles, el cabildo catedralicio y ahora esa invitación a casa de un noble musulmán renegado que había colaborado con los cristianos en la guerra de las Alpujarras. ¡Todo parecía haber enloquecido! Necesitaba olvidar, sosegarse, y para ello nada mejor que encerrarse a orar durante lo que restaba de la mañana. Cruzó por delante del dormitorio de Isabel en el momento en el que su camarera abandonaba la estancia tras ayudarla a vestirse. La muchacha lo saludó y Hernando giró la cabeza para responder. A través de la puerta entreabierta vio a Isabel alisándose la falda de su vestido negro. Con la mano en el pomo, la camarera tardó un instante de más en cerrarla, el suficiente para que Isabel, arqueada en el centro de la habitación, el sol entrando a raudales por el gran ventanal que daba a la terraza, clavase sus ojos en él.

– Buenos días -balbuceó Hernando sin dirigirse a ninguna de las dos mujeres en concreto, asaltado por una repentina oleada de calor.

La camarera curvó los labios en una discreta sonrisa e inclinó la cabeza; Isabel no tuvo oportunidad de contestar antes de que la puerta se cerrase. Hernando continuó hasta su habitación con el recuerdo del calor del cuerpo de Isabel pegado a él, respirando con agitación. Turbado, recorrió la estancia con la mirada: la magnífica cama con dosel ya arreglada; el arcón de marquetería; los tapices con motivos bíblicos que colgaban de las paredes; la mesa con la jofaina para lavarse y las toallas de hilo pulcramente dobladas junto a ella; la puerta que se abría a la misma terraza que las de los dormitorios del oidor y su esposa, con vistas a la Alhambra.

¡La Alhambra! «Desdichado el que tal perdió.» Con la vista clavada en el alcázar, recordó la frase que, según decían, había exclamado el emperador Carlos. Alguien explicó al monarca las palabras con que Aisha, la madre de Boabdil, último rey musulmán de Granada, recriminó a éste sus llantos al tener que abandonar la ciudad en manos de los Reyes Católicos: «Haces bien en llorar como mujer lo que no has tenido valor para defender como hombre».

«Razón tuvo la madre del rey en decir lo que dijo -contaban que replicó el emperador- porque si yo fuera él, antes tomara esta Alhambra por sepultura que vivir sin reino en las Alpujarras.»

Embelesado con la roja silueta del palacio, se sobresaltó ante la figura de Isabel, que desde su dormitorio se había adelantado hasta la baja baranda de piedra labrada que cerraba la terraza del segundo piso del carmen, en la que se apoyó con sensualidad para contemplar el gran alcázar nazarí. Desde el interior de su habitación, Hernando contempló el cabello pajizo de Isabel recogido en una redecilla; se fijó en el esbelto cuello de la mujer y se perdió en la voluptuosidad de su cuerpo.

Hernando avanzó un par de pasos hasta llegar a la terraza; Isabel giró la cabeza hacia él al oír el ruido; sus ojos chispeaban.

– Resulta difícil elegir entre dos bellezas -le dijo Hernando, señalándola a ella y luego a la Alhambra.

La mujer se enderezó, se volvió y se dirigió hacia él con la mirada trémula hasta que sus respiraciones se confundieron. Entonces buscó el contacto de sus dedos, rozándolos.

– Pero sólo puedes llegar a poseer una de ellas -le susurró.

– Isabel -musitó Hernando.

– Mil noches he fantaseado con el día en que cabalgué contigo. -La mujer llevó la mano del morisco hasta su estómago-. Mil noches me he estremecido igual que lo hice entonces, de niña, al contacto de tu mano.


Isabel le besó. Un largo, dulce y cálido beso que Hernando recibió con los ojos cerrados. Isabel separó sus labios y Hernando tiró de ella hacia el interior del dormitorio. Luego comprobó que la puerta estaba atrancada y se dirigió a cerrar la que daba al balcón.

Volvieron a besarse en el centro del dormitorio. Hernando deslizó sus manos por su espalda, luchando con la falda verdugada que le impedía acercarse a su cuerpo. Isabel, pese a la pasión de sus besos y su respiración entrecortada, mantenía las manos quietas, apoyadas en la cintura de él, sin ejercer presión. Hernando tanteó las puntas con las que se abrochaba la parte superior del vestido y peleó torpemente con ellas.

Isabel se separó y le ofreció la espalda para que pudiera desabrochar el vestido.

Mientras Hernando pugnaba con los corchetes con dedos temblorosos, Isabel se desabrochó las mangas, independientes del vestido, y se deshizo de ellas. Después de conseguir desabrochar el cuerpo superior de la saya, que cayó hacia delante liberando a sus senos de la presión del cartón, el morisco se empeñó con las puntas que ceñían la falda a la cintura, hasta conseguir que Isabel se deshiciera de las incómodas prendas. Terminó de quitarle la parte superior del vestido al tiempo que buscaba sus pechos con las manos, por encima de la camisa, y le besaba el cuello. Isabel hizo ademán de separarse de él, pero Hernando se apretó contra su espalda. Suspiró en su oído y deslizó una mano hasta sus muslos; los extremos de la larga camisa se doblaban por debajo de su pubis y sus nalgas, cubriendo sus partes íntimas. Deshizo los nudos con torpeza.

– No… -se opuso Isabel al notar los dedos de Hernando en la humedad de su entrepierna. El morisco cedió en sus caricias e Isabel se zafó de su abrazo y se volvió, acalorada y convulsa, con las mejillas enrojecidas-. No -musitó de nuevo.

¿Habría ido demasiado rápido?, se preguntó Hernando.

Ella extendió las manos hacia el pecho de él y, para su sorpresa, en lugar de desabrocharle el jubón, le besó y se dirigió al lecho donde se tumbó vestida con la camisa y con las piernas encogidas y ligeramente entreabiertas.

Hernando se quedó inmóvil al pie de la cama, observando cómo los senos de la mujer subían y bajaban al acelerado ritmo de su respiración.

– Tómame -le pidió, al tiempo que abría ligeramente las piernas.

¿Tómame? ¿Eso era todo? ¡Permanecía vestida con la camisa! Ni siquiera había logrado verla desnuda, juguetear, acariciarla para procurarle placer, conocer su cuerpo. Se acercó al lecho y se recostó junto a sus piernas. Trató de alzar la camisa para descubrir el triángulo de pelo oscuro que se adivinaba bajo ella, pero Isabel se incorporó y le agarró la mano.

– Tómame -repitió tras volver a besarle, agitada.

Hernando se puso en pie y empezó a desnudarse. Si ella era incapaz…, él no lo sería. Continuó hasta quedar completamente desnudo al pie del lecho, con el miembro erecto, pero Isabel apoyó la mejilla en la cama, con la mirada perdida, y suspiró abriendo todavía un poco más las piernas. La camisa resbaló hasta el inicio de sus muslos.

Hernando la observó. Lo deseaba, eso era evidente: suspiraba y se removía inquieta sobre el lecho esperando a que él la poseyese, sin embargo… ¡sólo conocía aquella actitud! ¡Pecado! Era pecado disfrutar del amor. Como un fogonazo se le apareció la imagen de Fátima, desnuda, alheñada y aceitada, adornada, buscando la postura más placentera para ambos, retorciéndose entre sus piernas, dirigiendo sus caricias sin vergüenza. ¡Fátima! Un gemido de Isabel le devolvió a la realidad. ¡Cristianos!, murmuró para sí antes de tumbarse sobre ella con la camisa interpuesta entre sus cuerpos.

Isabel tampoco se liberó de sus prejuicios mientras Hernando se movía rítmicamente, despacio, firmemente acoplado, empujando su miembro con suavidad. Ella lo mantenía agarrado por la espalda, el rostro todavía apoyado en el lecho, como si no se atreviera a mirarle, pero Hernando no notó sus uñas clavándose en su piel.

– Disfruta -susurró a su oído.

Isabel se mordió los labios y cerró los ojos. Hernando continuó, una y otra vez, tratando de entender el sentido de los apagados gemidos de la mujer.

– ¡Libérate! -insistió mientras la luz que entraba en el dormitorio envolvía sus cuerpos.

Empuja, le rogó. Siénteme. Siéntete. Siente tu cuerpo. Déjate ir, mi amor. ¡Disfruta, por Dios! Hernando alcanzó el éxtasis sin dejar de pedirle que se entregara al placer y se quedó encima de ella, jadeante. ¿Buscaría Isabel un segundo lance?, se preguntó. ¿Querría…? La respuesta le llegó en forma de un incómodo movimiento que la mujer hizo bajo su cuerpo, como si pretendiera indicarle que quería escapar de él. Hernando la liberó de su peso apoyándose sobre las manos y buscó sus labios, que lo recibieron sin pasión. Entonces se levantó y tras él, lo hizo la mujer, escondiendo su mirada.

– No debes avergonzarte -intentó tranquilizarla cogiéndola del mentón, pero ella se resistió a alzar el rostro y, descalza, vestida con la sola camisa, se apresuró a huir a la terraza para cruzar hacia su dormitorio.

Hernando chasqueó la lengua y se agachó para recoger sus ropas, amontonadas al pie de la cama. Isabel le deseaba, de eso no le cabía duda alguna, pensó mientras empezaba a ponerse la camisa, pero el sentimiento de culpa, el pecado y la vergüenza le habían dominado. «La mujer es un fruto que sólo ofrece su fragancia cuando se frota con la mano», recordó que le había explicado Fátima con voz dulce, remitiéndose a las enseñanzas de los libros sobre el amor. «Como la albahaca; como el ámbar, que retiene su aroma hasta que se calienta. Si no excitas a la mujer con caricias y besos, chupando sus labios y bebiendo de su boca, mordiendo el interior de sus muslos y estrujando sus senos, no obtendrás lo que deseas al compartir su lecho: el placer. Pero tampoco ella guardará ningún afecto por ti si no alcanza el éxtasis, si, llegado el momento, su vagina no succiona tu pene.» ¡Cuán lejos estaban las piadosas cristianas de tales enseñanzas!


Esa misma noche, al otro lado del estrecho que separaba España de Berbería, tendida en la penumbra de su dormitorio en el lujoso palacio de la medina de Tetuán que Brahim había construido para ella, Fátima era incapaz de conciliar el sueño. Notaba a su lado la respiración del hombre a quien más odiaba en el mundo notaba el contacto de su piel y no podía evitar un escalofrío de repugnancia. Como todas las noches, Brahim había saciado su deseo; como todas las noches, Fátima se había acurrucado a su lado para que él pudiera introducir el muñón de su brazo derecho entre sus senos y así mitigar los dolores que aún le provocaba la herida; como todas las noches, los lamentos de los cristianos presos en las cárceles subterráneas de la medina se hacían eco de las mil preguntas sin respuesta que poblaban la mente de Fátima. ¿Qué habría sido de Ibn Hamid? ¿Por qué no había ido en su busca? ¿Seguiría con vida?

Durante los tres años que llevaba en poder de Brahim, nunca había dejado de esperar que el hombre a quien amaba acudiese en su ayuda. Pero, a medida que pasaba el tiempo, comprendió que Aisha había accedido a su muda súplica. ¿Qué le habría dicho a su hijo para que no acudiera en su busca? Solamente podía ser una cosa: que habían muerto. De no ser así…, en cualquier otro caso, Ibn Hamid los habría seguido y peleado por ellos. ¡Estaba segura! Sin embargo, aunque Aisha le hubiese asegurado sus muertes, ¿por qué Ibn Hamid no había buscado venganza en Brahim? En la quietud de la noche, escuchó de nuevo los gritos de los hombres del marqués de Casabermeja durante su secuestro: «¡En nombre de Ubaid, monfí morisco, cerrad las puertas y las ventanas si no queréis salir perjudicados!». Todos en Córdoba debían de pensar que había sido Ubaid quien los había matado y si Aisha callaba… Ibn Hamid nada sabría de todo lo sucedido. ¡Tenía que ser eso! En caso contrario habría removido cielo y tierra para vengarlos. No le cabía duda… ¡Venganza! El mismo sentimiento que, con el transcurso de los meses, cuando se convenció por fin de que él no acudiría en su busca, Fátima había logrado aplacar en Brahim.

– No es más que un cobarde -repetía Brahim, refiriéndose a Hernando-. Si él no viene a Tetuán a recuperar a su familia, mandaré una partida para que lo maten.

Fátima se cuidó mucho de decirle que no creía que llegase a venir, que ella misma le había suplicado a Aisha con la mirada que no le dijera nada de lo sucedido.

– Si cejas en tus intenciones de matarle, me tendrás -le propuso una noche después de que la hubiera montado como podía hacerlo un animal-. Gozarás de mí como si en verdad fuera tu esposa. Me entregaré a ti. De lo contrario, yo misma me quitaré la vida.

– ¿Y tus hijos? -la amenazó.

– Quedarán en manos de Dios -susurró ella.

El corsario pensó durante unos instantes.

– De acuerdo -consintió.

– Júralo por Alá -le exigió Fátima.

– Lo juro por el Todopoderoso -afirmó él, sin detenerse a pensar en el compromiso.

– Brahim -Fátima frunció el ceño y habló con voz firme-, no trates de engañarme. Tu sola sonrisa, tu solo ánimo, me indicarán que has incumplido tu palabra.

A partir de ese día, Fátima había cumplido su parte del trato y noche tras noche transportaba a Brahim al éxtasis. Le dio dos hijas más y el corsario no volvió a visitar a su segunda esposa, que quedó relegada en un ala apartada de palacio. Shamir y Francisco, rebautizado como Abdul, los dos retajados a lo vivo nada más llegar a Tetuán, se preparaban para zarpar algún día a las órdenes de Nasi, quien cada vez asumía más responsabilidades en el negocio del corso, como si fuera el verdadero heredero de Brahim, mientras éste se dedicaba a engordar, obsesionado sólo en contar y recontar los beneficios obtenidos por el saqueo y sus múltiples negocios. No le costó demasiado esfuerzo a Nasi, el niño piojoso que el corsario había encontrado a su llegada a Tetuán, ocupar el lugar que habría correspondido al hijo del corsario: Shamir se negaba a reconocer en Brahim al padre que nunca había tenido. Al principio, asustado, añorando día y noche a la madre que había dejado atrás, le negó el cariño y se refugió en Fátima y Francisco. ¡Aisha le había dicho que su padre había muerto en las Alpujarras! Brahim se sintió despreciado y respondió con su acostumbrada brutalidad. Arrancaba al niño de manos de Fátima y le golpeaba e insultaba cuando éste trataba de zafarse de sus brazos. Francisco, también maltratado, se convirtió en su inseparable compañero de desgracia. Nasi se estaba aprovechando de la situación y se acercaba al corsario, mostrándole su fidelidad y lealtad, recordándole con sutileza todo cuanto habían sufrido hasta aquel momento. Por su parte, la pequeña Inés, ahora Maryam, corrió la suerte que Brahim había anunciado en la venta del Montón de la Tierra y fue destinada al servicio de su segunda esposa, hasta que Fátima concibió a su primera hija. Entonces, tras una noche de pasión, ella logró convencerle. ¿Quién mejor que Maryam, su hermanastra, iba a cuidar de Nushaima, la pequeña que acababa de nacer?

Los ronquidos de Brahim, mezclados con los lamentos que llegaban del subsuelo, interrumpieron sus recuerdos. Fátima reprimió la necesidad de moverse, de levantarse de la cama, de apartar el muñón de Brahim de su cuerpo. Estaba presa… prisionera en aquella cárcel dorada.

Había llegado a convencerse de que no era más que otra esclava de las muchas que servían y atendían el lujoso palacio que, al estilo andalusí, como una gran casa patio, construyó Brahim en la medina, cerca de los baños públicos, de la alcazaba y de la mezquita de Sidi al-Mandari, erigida por el refundador de la ciudad, un exiliado granadino. Ella jamás había convivido con esclavos. Hombres y mujeres que obedecían, siempre dispuestos a satisfacer hasta el más nimio de los deseos de sus amos. Observó que sus rostros eran inexpresivos, como si les hubiesen robado el alma y los sentimientos; se fijó en ellos y se vio reflejada en sus semblantes: obediencia y sumisión.

El nuevo palacio que el gran corsario ordenó construir se levantó en la calle al-Metamar, sobre las inmensas e intrincadas cuevas calcáreas subterráneas del monte Dersa, en el que se asentaba Tetuán. Las cuevas eran utilizadas como mazmorras en las que se encerraba a miles de cautivos cristianos. Durante el día, cuando salía a comprar acompañada de los esclavos y se dirigía a alguna de las tres puertas de la ciudad, donde se asentaban los agricultores que traían sus productos de los campos extramuros, Fátima veía a los cautivos esforzarse bajo el látigo, descalzos, encadenados por los tobillos y vestidos con un simple saco de lana. Cerca de cuatro mil cristianos al permanente servicio de las necesidades de la ciudad.

Rodeada por esclavos y cautivos, todos sometidos, poco tardó en comprender que tampoco encontraría consuelo en sus paseos por la ciudad. Tetuán había seguido el modelo de los pueblos de al-Andalus, pero evitando la más mínima influencia cristiana. Sus casas se alzaban como el más claro exponente de la inviolabilidad del hogar familiar, y aparecían cerradas a las calles con las que lindaban, sin ventanas, balcones ni huecos. El sistema hereditario imperante llevaba a que los edificios se dividieran y subdividieran hasta dibujar un trazado caótico: las calles no eran más que la proyección exterior de la propiedad privada, por lo que su espacio era anárquicamente ocupado por tiendas y todo tipo de actividades y edificaciones. Algunas construcciones sobrevolaban las calles mediante «tinaos», otras las cortaban o las interrumpían con caprichosos e inoportunos salientes en un alarde de convenios entre vecinos, generalmente familiares, sin que las autoridades intervinieran en modo alguno.

Fátima era una mera esclava en su lujoso palacio, pero fuera de él tampoco existía lugar alguno en el bastión corsario que pudiera ayudarle a evadirse de su fatal condición, ni siquiera anímicamente, ni siquiera durante unos instantes. Dios parecía haberse olvidado de ella. Tan sólo en las plazas, allí donde confluían tres o más calles, encontraba, si no sosiego espiritual, sí algo de diversión en los titiriteros que cantaban o recitaban leyendas al compás del laúd o que vendían a las gentes papelitos con extrañas letras escritas prometiendo que curaban todos los males. También se distraía con los encantadores de serpientes, que las llevaban colgando alrededor del cuello y en las manos al tiempo que hacían bailar a ridículos monos a cambio de las monedas que mendigaban del público. Alguna vez les premió con una de ellas. Pero por las noches, cuando sentía el muñón de Brahim entre sus pechos, escuchaba con terrible nitidez los llantos y lamentos de los miles de cristianos que dormían bajo palacio y que se deslizaban al exterior por los agujeros que servían de ventilación de las mazmorras subterráneas, la cárcel que ocupaba gran parte del subsuelo de la medina.

«Algún día seré libre -pensaba entonces-. Algún día volveremos a estar juntos, Ibn Hamid.»

49

Al fin, Hernando cedió ante la insistencia de don Sancho y acudió a la casa de los Tiros, donde los Granada Venegas celebraban sus tertulias. Al atardecer de un día de junio, ambos montaron a caballo y descendieron desde el Albaicín hasta el Realejo, el antiguo barrio judío del que se apoderaron los Reyes Católicos tras la toma de Granada y la expulsión de los judíos, y que se extendía en la margen izquierda del río Darro, bajo la Alhambra. La casa de los Tiros se emplazaba frente al convento de los franciscanos y su iglesia junto a otra serie de palacios y casas nobles construidos en los solares de la derruida judería.

A lo largo del trayecto, Hernando hizo caso omiso a la conversación que le procuraba el complacido hidalgo. Durante los días anteriores había intentado cumplir con su promesa al notario del cabildo catedralicio y escribir un informe acerca de los sucesos de Juviles durante la sublevación, pero no sólo no encontró las palabras para excusar los monstruosos desafueros de sus hermanos, sino que en cuanto trataba de concentrarse, sus pensamientos volaban hacia Isabel y se confundían con los recuerdos del día en que su madre acuchilló a don Martín.

– No me gusta verlos morir -recordaba haberle dicho a Hamid ante la fila de cristianos desnudos y atados que se dirigían al campo-. ¿Por qué hay que matarlos?

– A mí tampoco -le había contestado el alfaquí-, pero tenemos que hacerlo. A nosotros nos obligaron a hacernos cristianos so pena de destierro, otra forma de morir, lejos de tu tierra y tu familia. Ellos no han querido reconocer al único Dios; no han aprovechado la oportunidad que se les ha brindado. Han elegido la muerte.

¿Cómo iba a trasladar las palabras de Hamid en un informe al arzobispado? Y en cuanto a Isabel, ésta parecía haberse sobrepuesto a la vergüenza con la que abandonó el dormitorio tras su único encuentro, y se movía por el carmen con fingida soltura. No obstante, la duda le asaltaba al toparse con la mirada de ella: unas veces se la sostenía un instante de más, otras la escondía con celeridad. Quien nunca la escondía era la joven camarera de Isabel, que incluso se permitió sonreírle con cierto aire de picardía; debía de haber sido ella quien recogió las ropas de su señora.

La misma mañana en que debía acudir a la tertulia volvió a encontrarse con Isabel en la terraza y el deseo mutuo afloró en el incómodo silencio que se produjo entre la pareja. Pero Hernando, pese a la pasión que sentía, no quiso repetir una experiencia que no había logrado más que satisfacer su lado más instintivo, sin procurarle el gozo que esperaba.

– Debes aprender a disfrutar de tu cuerpo -le susurró, notando cómo ella se estremecía al oír esas palabras.

Isabel enrojeció, pero calló y se dejó llevar por segunda vez al interior del dormitorio de Hernando.

Él quiso hablarle de que se podía encontrar a Dios a través del placer, pero se limitó a proporcionárselo tratando de no asustarla en el momento en que ella se ponía en tensión y reprimía los jadeos de satisfacción. Isabel se dejó acariciar los pechos, sin llegar a descubrirlos, de espaldas a él, erguida, mordiéndose el labio inferior ante los pellizcos en sus erectos pezones, pero escapó como alma que lleva el diablo, volviendo a abandonar sus ropas, cuando Hernando deslizó una mano hasta su entrepierna.

– Hemos llegado -le sobresaltó el hidalgo interrumpiendo sus pensamientos.

Hernando se encontró frente a un torreón cuadrado coronado por almenas, en cuya fachada se abrían dos balcones y en la que a diversos niveles se adosaban cinco esculturas de cuerpo entero de personajes de la antigüedad. Tras el torreón que daba a la calle se extendía un edificio noble, con numerosos salones distribuidos en varios pisos alrededor de un patio con seis columnas de capiteles nazaríes y un jardín en el extremo opuesto. Después de dejar sus caballos en manos de los criados y acceder al palacio, fueron guiados por un portero a través de unas estrechas escaleras que llegaban al segundo piso, donde había un gran salón.

– A este salón se le conoce como la «Cuadra Dorada» -susurró don Sancho mientras el criado abría unas puertas en cuyas hojas se mostraban bustos laureados.

Nada más acceder a la estancia, Hernando entendió el porqué del nombre: la sala estaba inundada por unos reflejos dorados provenientes del magnífico artesonado del techo, en verde y oro, donde aparecían tallados personajes masculinos.

– Bienvenidos. -Don Pedro de Granada se separó de un grupo de hombres con los que charlaba y le tendió la mano a Hernando-. Nos presentaron en la fiesta que el oidor don Ponce ofreció en vuestro honor, pero no pudimos cruzar más que un corto saludo. Sed bienvenido a mi casa.

Hernando aceptó la mano del noble, que se la mantuvo presionada más tiempo del que era necesario. Aprovechó para fijarse en él -delgado, de frente ancha y despejada, cuidada barba negra y expresión inteligente-, y se esforzó por no exteriorizar los prejuicios con los que acudía a la cita: don Pedro y sus antecesores habían renunciado a la verdadera religión y colaborado con los cristianos.

Después de saludar al hidalgo, el señor de Campotéjar fue presentándoles a las demás personas que se hallaban en la Cuadra Dorada: Luis Barahona de Soto, médico y poeta; Joan de Faría, abogado y relator de la Chancillería; Gonzalo Mateo de Berrío, poeta, y otras cuantas personas más. Hernando se sentía incómodo. ¿Por qué habría cedido a la insistencia de don Sancho? ¿De qué podía hablar él con todos aquellos desconocidos? En una de las esquinas del salón se hallaban dos hombres que departían con sendas copas de vino en la mano. Don Pedro los llevó hasta ellos.

– Don Miguel de Luna, médico y traductor -presentó al primero.

Hernando le saludó.

– Don Alonso del Castillo -dijo su anfitrión refiriéndose al otro hombre, elegantemente vestido-, también médico, y también traductor oficial del árabe al servicio de la Inquisición de Granada y ahora del rey Felipe II.

Don Alonso le ofreció la mano con la mirada clavada en sus ojos. Hernando aguantó el envite y la apretó.

– Deseaba conoceros. -Hernando dio un respingo. El traductor le hablaba en árabe al tiempo que aumentaba sensiblemente la presión sobre su mano-. He oído de vuestras hazañas en las Alpujarras.

– No hay que concederles mayor importancia -contestó Hernando en castellano. ¡Otra vez la liberación de cristianos!-. Don Sancho, de Córdoba -continuó, haciendo un gesto hacia el hidalgo y liberándose de la mano del traductor.

– Primo de don Alfonso de Córdoba, duque de Monterreal -se jactó don Sancho igual que venía haciendo con cuantos saludaba.

– Don Sancho -terció Pedro de Granada-, creo que todavía no os he presentado al marqués. -El hidalgo se irguió ante la mera mención del título-. Venid conmigo.

Hernando hizo ademán de seguir a los dos hombres, pero Castillo le agarró del antebrazo y le retuvo. Miguel de Luna le rodeó también, y los tres quedaron en grupo en la esquina de la Cuadra Dorada.

– He oído también -apuntó el traductor, esta vez en castellano- que colaboráis con el obispado en la investigación del martirologio de las Alpujarras.

– Así es.

– Y que trabajabais en las caballerizas reales de Córdoba -añadió en esta ocasión Miguel de Luna.

Hernando frunció el ceño.

– También es cierto -admitió con cierta brusquedad.

– En Córdoba -agregó el primero sin prestar importancia a la actitud de Hernando, manteniéndolo todavía agarrado del brazo-, auxiliasteis en la catedral, como traductor…

– Señores -le interrumpió Hernando al tiempo que se soltaba-, ¿acaso me habéis invitado para someterme a un interrogatorio?

Ninguno de los dos hombres se inmutó.

– Allí en la catedral de Córdoba, en la biblioteca -continuó hablando don Alonso, al tiempo que volvía a agarrar suavemente a Hernando, como si no quisiera darle la oportunidad de escapar-, trabajaba un sacerdote…, don Julián.

Hernando torció el gesto y se zafó una vez más del contacto del traductor. Los tres permanecieron en silencio unos instantes, sondeándose, hasta que Miguel de Luna tomó la palabra.

– Sabemos de don Julián, el bibliotecario del cabildo catedralicio de Córdoba.

Hernando titubeó y se movió, inquieto. En el resto del salón, la gente charlaba animadamente en grupo, algunos en pie, otros sentados en lujosos sillones alrededor de mesas bajas de marquetería surtidas de vino y dulces.

– Mirad -intervino Castillo-, Miguel y yo, al igual que don Pedro de Granada, descendemos de musulmanes. Después de la guerra de las Alpujarras, en la que trabajé como traductor para el marqués de Mondéjar primero y después para el príncipe don Juan de Austria, fui llamado por el rey Felipe para ocuparme de los libros y manuscritos árabes de la biblioteca del monasterio de El Escorial: debía traducirlos, catalogarlos… Otra de las funciones que me encomendó el rey fue la de buscar y adquirir nuevos libros en árabe. Hallé algunos en tierras de Córdoba, un par de ejemplares del Corán que no resultaron interesantes para la biblioteca real y algunas copias de jofores y de calendarios lunares.

El traductor detuvo su discurso. Hernando ya no pugnaba por librarse de su mano y Castillo le permitió pensar. ¿Qué pretendían aquellos dos renegados? ¡Todos colaboraban con los cristianos! Sus padres fueron quienes entregaron Granada a los Reyes Católicos y no les dolían prendas por reconocer que ellos mismos estuvieron en el bando cristiano en la guerra de las Alpujarras. Eran nobles, eruditos, médicos o poetas entregados a la evangelización, igual que don Pedro de Granada. ¡Castillo trabajaba para la Inquisición! ¿Y si aquella invitación no era más que un ardid para desenmascararle?

– Finalmente no los compré. -La repentina afirmación del traductor puso en guardia a Hernando-. Estaban escritos en papel basto y actual e interlineados en aljamiado, como si…

– ¿Por qué me contáis todo eso? -le interrumpió Hernando.

– ¿Qué es lo que le contáis a mi invitado?

Hernando se volvió y se encontró cara a cara con don Pedro de Granada.

– Le estábamos hablando acerca del trabajo de Alonso en la biblioteca del rey -explicó Luna-, y de que conocíamos a don Julián, el bibliotecario de la catedral de Córdoba.

– Buen hombre -afirmó el noble-. Una persona volcada en la defensa de la religión…

El señor de Campotéjar dejó flotar en el aire sus últimas palabras. Hernando sintió sobre sí la atención de los tres. ¿Qué quería decir? Don Julián, el bibliotecario, era un musulmán escondido bajo los hábitos de un sacerdote.

– Sí -mintió-. Era un buen cristiano.

Don Pedro, Luna y Castillo intercambiaron miradas. El noble asintió con la cabeza a Castillo, como si le autorizase. El traductor comprobó que nadie podía escucharles antes de hablar.

– Don Julián me contó que erais vos quien copiaba los ejemplares del Corán -le espetó entonces con seriedad-, para distribuirlos por Córdoba…

– Yo no… -empezó a negar Hernando.

– Me contó también -añadió, al tiempo que aumentaba la presión sobre su antebrazo- que gozabais de la confianza del consejo de ancianos junto a Karim, Jalil y… ¿cómo se llamaba? Sí: Hamid, el alfaquí de Juviles.

Hernando se encontraba rodeado por los tres hombres, sin saber qué hacer, qué decir o adónde mirar.

– Hamid -terció entonces don Pedro- era descendiente de la dinastía nazarí. Teníamos cierto parentesco. Su familia eligió otro camino: el destierro a las Alpujarras junto a Boabdil, pero tampoco quisieron huir a Berbería cuando el Rey Chico lo hizo.

Hernando tiró del antebrazo para librarse definitivamente de Castillo.

– Señores -empezó a decir haciendo ademán de abandonar el grupo- no entiendo qué es lo que pretendéis, pero…

– Escuchad -le interrumpió bruscamente Castillo al tiempo que se apartaba para franquearle el paso, como si ya no pretendiera obligarle a permanecer con ellos-, ¿acaso creéis que don Julián, el bibliotecario, hubiera sido capaz de traicionaros y contarle a unos simples renegados como ahora mismo pensáis que somos todo lo que os hemos revelado?

Hernando se detuvo en seco. ¿Don Julián? Mil recuerdos acudieron a su mente en un fogonazo. ¡Jamás lo hubiera hecho! Antes hubiera dejado que lo torturasen, igual que Karim. ¡Ni la Inquisición consiguió que el anciano les proporcionase el nombre que pretendían y que no era otro que el suyo: Hernando Ruiz, de Juviles! Los verdaderos musulmanes no se denunciaban unos a otros.

– Pensadlo -escuchó que le decía Luna.

– Sé muchas más cosas de vos -insistió Castillo-. Don Julián os tenía en alta estima y en la mayor consideración.

¿Por qué había tenido que contarles nada el sacerdote?, continuaba preguntándose Hernando. Pero si lo hizo, eso sólo podía significar que aquellos tres hombres luchaban por la misma causa que él. Sin embargo, ¿luchaba él ya por algo? Hasta su propia madre acababa de repudiarle.

– Ya no tengo nada que ver con todo aquello -afirmó con voz tenue-. La comunidad de Córdoba me ha dado la espalda al enterarse de la ayuda que presté a los cristianos durante la guerra…

– Todos jugamos esas cartas -le interrumpió don Pedro de Granada-. Yo, el primero. Mirad -añadió señalando un gran arcón que estaba detrás de Miguel de Luna, que se apartó para permitir la visión-. ¿Veis el escudo de armas? Ése es el escudo de los Granada Venegas; esas mismas armas han estado del lado de los reyes cristianos en las guerras contra nuestro pueblo, pero ¿distinguís su emblema?

– Lagaleblila -leyó Hernando en voz alta-. ¿Qué quiere decir…?

Él mismo se interrumpió al desentrañar el significado: Wa la galib illa Allah. ¡No hay vencedor sino Dios! El lema de la dinastía nazarí; el lema que se repetía por toda la Alhambra en honor y glorificación del único Dios: Alá.

– A nosotros no nos interesan los consejos de ancianos de las comunidades moriscas -adujo entonces Castillo-. De una u otra forma, todos apuestan por la confrontación armada si no por la conversión verdadera; todos esperan la ayuda del turco, de los berberiscos o de los franceses. Creemos que no es ésa la solución. Nadie acudirá en nuestra ayuda y si lo hicieran, si alguien se decidiese a ello, los cristianos nos aniquilarían; los moriscos seríamos los primeros en caer. Mientras tanto, y debido a esas actitudes, la convivencia degenera y se va haciendo más difícil cada día. Los moriscos valencianos y los aragoneses son levantiscos y en cuanto a los granadinos… ¡no son más que un pueblo sin tierra! Hace seis meses fueron expulsados de nuevo de Granada cerca de cuatro mil quinientos moriscos que habían retornado subrepticiamente al que fuera su hogar. Ya son muchas las voces que se alzan exigiendo la expulsión de España de todos los moriscos, o la adopción de medidas mucho más crueles y sanguinarias. Si continuamos así…

– ¿Y qué? -le interrumpió Hernando-. Soy consciente de que carecemos de oportunidades en un enfrentamiento armado contra los españoles y de que, salvo un milagro, nadie va a acudir en nuestra ayuda, pero en ese caso sólo nos resta la conversión que pretenden los cristianos.

– ¡No! -afirmó con contundencia Castillo-. Existe otra posibilidad.


– ¡Debemos volver a Córdoba!

Don Sancho irrumpió en el escritorio donde Hernando, por enésima vez, trataba de explicar los sucesos ocurridos en Juviles durante el levantamiento. Unos días atrás, después de releer lo escrito, desechó y rompió los legajos. Alzó la vista de un papel que seguía en blanco desde que se había sentado detrás la escribanía, hacía ya más de una hora, y vio al hidalgo caminando hacia él con el rostro desencajado.

– ¿Por qué? ¿Qué sucede? -se preocupó.

– ¿Qué sucede? -gritó don Sancho-. ¡Dímelo tú! Estás en boca de la servidumbre de la casa. ¡Has mancillado el honor de un oidor de la Real Cancillería de Granada! Si don Ponce se enterase.. ¿Cómo has osado? El rumor podría extenderse por la ciudad. ¡No quiero ni pensarlo! ¡Un juez! -Don Sancho se revolvió el escaso cabello cano que le cubría la cabeza-. Debemos irnos de aquí, volver a Córdoba ahora mismo.

– ¿Qué es lo que se cuenta? -preguntó Hernando, simulando desinterés, en un esfuerzo por ganar tiempo.

– Tú deberías saberlo mejor que nadie: ¡Isabel!

– Sentaos, don Sancho. -El hidalgo golpeó el aire con una mano y permaneció en pie, andando arriba y abajo junto al frontal de la mesa-. Os veo alterado y no alcanzo a comprender el motivo. Isabel y yo no hemos hecho nada malo -trató de convencerle-. No he mancillado el honor de nadie.

Don Sancho se detuvo, se apoyó con los puños en la mesa y observó a Hernando como haría un maestro a su pupilo. Luego desvió la mirada hacia el jardín a espaldas del morisco y pensó unos instantes: Isabel no se hallaba en él.

– No es eso lo que ella dice -mintió entonces.

Hernando palideció.

– ¿Habéis… habéis hablado con Isabel? -balbuceó.

– Sí. Hace un momento.

– ¿Y qué os ha contado? -Su voz traicionaba la seguridad en sí mismo que había intentado fingir.

– Todo -casi gritó don Sancho. Respiró hondo y se obligó a bajar la voz-. Su rostro me lo ha contado todo. Su azoramiento es suficiente confesión. ¡Casi se desmaya!

– ¿Y cómo pretendéis que reaccione una piadosa cristiana si la acusáis de adulterio? -se defendió Hernando.

Don Sancho golpeó la mesa con un puño.

– Ahórrate el cinismo. Me he enterado. Una de las criadas cristianas ha tratado de convencer a un esclavo morisco para que le proporcione el placer que al parecer tú le proporcionas a su señora; quiere ser tomada «a la morisca», según ha dicho. -Hernando no pudo reprimir una casi imperceptible mueca de satisfacción. Le había costado días y encuentros furtivos el que Isabel empezara a ceder y abandonarse a sus caricias-. ¡Sátiro! -le insultó el hidalgo al percatarse de la complacencia con que el morisco se deleitaba en sus últimas palabras-. No sólo te has aprovechado de la inocencia de una mujer que probablemente habrá caído en tus garras por agradecimiento, sino que la has pervertido obscena e impúdicamente atentando contra todos los preceptos de la Santa Iglesia.

– Don Sancho… -intentó calmarle Hernando.

– ¿No te das cuenta? -volvió a interrumpirle el hidalgo, en esta ocasión hablando con lentitud-. El oidor te matará. Con sus propias manos.

Hernando se pasó la mano por el mentón; a su espalda los rayos del sol atravesaban las puertas que daban al jardín.

– ¿Qué estás pensando? -insistió don Sancho.

Que no es el momento de abandonar, le hubiera gustado contestarle. Que estaba consiguiendo que los ojos de Isabel languidecieran y que sus suspiros fueran más y más profundos mientras la acariciaba y mordisqueaba, señal inequívoca de que su cuerpo anhelaba copular. Que en cada uno de sus encuentros Isabel lograba superar un escalón más por encima de la rutina, las culpas, los prejuicios y las enseñanzas cristianas, y que estaba casi preparada para alcanzar un éxtasis que jamás había llegado tan siquiera a imaginar. Y que, a través del placer de aquel cuerpo, él quizá volvería a tocar el cielo como hacía con Fátima. Hernando notó el miembro erecto bajo sus calzas. Su mente recreó a Isabel desnuda, deseable, voluptuosa, solícita y atenta a las yemas de sus dedos y a su lengua, ávida por descubrir el mundo.

– Pienso -replicó al hidalgo- que ahora no puedo partir hacia Córdoba. El obispado espera mi informe y vuestros amigos de la casa de los Tiros reclaman mi presencia. Lo sabéis.

– Y tú también debes saber -bramó don Sancho- que la ley dice que después de que don Ponce acabe con tu vida, tiene obligación de matarla a ella.

– Quizá no lo haga con ninguno de los dos.

Hidalgo y morisco enfrentaron sus miradas por encima de la mesa.

– Escribiré a mi primo contándole lo que sucede -le amenazó aquél.

– Os cuidaréis mucho de poner en duda la virtud de una dama.

– ¿Tanto vale esa mujer como para arriesgar tu vida por ella? -soltó don Sancho antes de abandonar la estancia sin darle oportunidad a contestar.

«¿Qué vale mi vida?», se preguntó Hernando tras el portazo con el que el hidalgo se despidió. No poseía más que un buen caballo con el que no podía ir a ningún lugar, puesto que no tenía adónde ir ni quien le esperase, ¡ni siquiera su propia madre! El duque no le permitía trabajar, pero le mandaba de viaje en interés del mismo rey que humilló y expulsó de Granada a su pueblo. Había aceptado trabajar para el obispado. «Continúa con el martirologio», le había aconsejado Castillo en una de las tertulias. «Debemos parecer más cristianos que los cristianos», afirmó después. ¡La misma recomendación que en su día le hiciera Abbas! ¿Qué valía la vida de alguien que fingía ser siempre lo que no era? ¿Cuál era su objetivo? ¿Dejar que su existencia transcurriera cómodamente gracias a la generosidad del duque, al igual que la de sus aduladores parientes?

Don Pedro de Granada, Castillo y Luna le habían revelado su nuevo plan en cuanto lo conocieron mejor: convencer a los cristianos de la bondad de los musulmanes que vivían en España para que variaran su parecer sobre los moriscos. Luna se hallaba escribiendo un libro titulado La verdadera historia del rey Rodrigo, a través del cual, partiendo de los relatos de un imaginario manuscrito árabe de la biblioteca de El Escorial, planteaba la conquista de España por parte de los musulmanes venidos de Berbería como una liberación de los cristianos sometidos a la tiranía de sus reyes godos. Tras la conquista, habían transcurrido ocho siglos de paz y convivencia entre las dos religiones.

– ¿Por qué no puede repetirse esa convivencia ahora? -Había sido el propio Luna quien lanzó la pregunta sin esperar respuesta.

– Debemos luchar contra la imagen que los cristianos tienen de los moriscos -intervino don Pedro-. Ellos, sus escritores y sacerdotes, crean la ficción de que los moriscos somos extremadamente fecundos porque las moriscas se casan de niñas y tienen muchos hijos. ¡No es cierto! Tienen los mismos que los cristianos. Dicen que nuestras mujeres son promiscuas y adúlteras. Que los hombres moriscos no somos objeto de leva para el ejército ni entramos al servicio de la Iglesia, por lo que la población de cristianos nuevos aumenta desmesuradamente y atesora oro, plata y todo tipo de bienes, arruinando al reino; ¡falso! Que somos perversos y asesinos. Que en secreto, profanamos el nombre de Dios. ¡Todo mentiras! Pero el pueblo las cree a medida que unos y otros las repiten, las gritan en sus sermones o las publican en sus libros. Debemos luchar con sus mismas armas y convencerlos de lo contrario.

– Escucha -añadió entonces Castillo-: si algún berberisco cruza el estrecho para vivir en España y convertirse al cristianismo es recibido con los brazos abiertos. Nadie sospecha de esos nuevos conversos aunque sus intenciones disten mucho de abrazar la religión de los papaces. Sin embargo, a los moriscos que llevan casi un siglo bautizados no se les conceden iguales privilegios. Debemos variar esos conceptos tan arraigados en esta sociedad. Y para esa lucha necesitamos personas como tú, cultas, que sepan leer y escribir, que nos acompañen en ese empeño.

Era la historia de su vida desde la misma Juviles, cuando de niño los del pueblo le encomendaban las mercaderías y los ganados para librarse del diezmo porque sabía escribir y contar. Lo mismo que le había sucedido en Córdoba. ¿Y de qué le servía todo ello? Convencer a los cristianos le parecía un proyecto tan descabellado como intentar derrotarles en una nueva revuelta armada.

Soltó la pluma que todavía mantenía en su mano sobre el papel en blanco.

– Sí, don Sancho -se encontró murmurando hacia la puerta cerrada del escritorio-, probablemente valga la pena arriesgar una vida absurda aunque lo sea por un solo momento de placer con una mujer como ella.

En cualquier caso, pensó, debería andarse con cuidado a partir de ese momento.

Esa noche, después de cenar, don Ponce de Hervás se retiró a su escritorio para trabajar. Poco después, un criado que esperaba obtener algunos dineros por información tan importante para su señor, llamó titubeante a la puerta. El oidor escuchó los tartamudeos del hombre con el mismo semblante que adoptaba ante los litigantes en la Cancillería: impasible.

– ¿Estás seguro de lo que dices? -le preguntó una vez finalizada la delación.

– No, excelencia. Sólo sé lo que se habla en las cocinas, en el huerto, en los dormitorios del servicio o en las cuadras de vuestra excelencia, pero nada puedo aseguraros. Con todo, creía que estaríais interesado en ello.

Don Ponce lo despidió con su premio y el mandato de que continuara informándole. Luego estrujó con violencia el papel en el que trabajaba. Con las manos agarrotadas, tembló convulso sentado en la misma silla en la que pocas horas antes Hernando había decidido arriesgar su vida por alcanzar el éxtasis con Isabel. Sin embargo, acostumbrado como estaba a la toma de decisiones, el oidor reprimió su ira y el impulso que le llamaba a levantarse, apalear a su esposa en el dormitorio y luego matar al morisco.

El carmen cayó en el silencio de la noche mientras don Ponce se martirizaba imaginando a Isabel en los brazos del morisco. «Buscan el placer -le había contado el criado-. No…, no fornican», logró articular después, encorvado ante el juez, con los dedos de las manos blanquecinos, fuertemente entrelazados. ¡Puta!, masculló en la noche don Ponce. ¡Igual que una vulgar prostituta de la mancebía! Sabía de qué hablaba el criado: el prohibido placer que él mismo buscaba al acudir al burdel. Durante horas se imaginó a Isabel como la muchacha rubia con la que disfrutaba en otro lecho: obscena, pintarrajeada y perfumada, mostrando su cuerpo al perro morisco mientras lo besaba y lo acariciaba. En la mancebía había elegido a una muchacha por su parecido con Isabel, y ahora el morisco se estaba aprovechando del placer que él mismo no obtenía con su esposa. Pensó en matarlos.

Durante la madrugada, con el relente de la noche entrando desde el jardín y refrescando el sudoroso cuerpo de don Ponce, éste decidió no adoptar una medida tan drástica como la de ejecutar a los amantes. Si mataba a Isabel, perdería la sustanciosa dote con que la premiaron los Vélez por razón de su matrimonio, pero lo que era más importante, perdería también una influencia en el entorno del monarca y sus diversos consejos de la que no quería prescindir: contar con la protección de unos grandes de España como los Vélez le convenía. Luchar, con el honor como bandera, sólo podían permitírselo los muy ricos, los muy pobres o los insensatos, y él no pertenecía a ninguna de esas categorías: acusar de adulterio a la protegida de los marqueses se le antojó entonces una apuesta demasiado arriesgada amén de deshonrosa, pero tampoco podía consentir que su casa acogiese el adulterio… ¡Maldito morisco hijo de puta! Lo había tratado como a un hidalgo, había organizado una fiesta en su honor… Y ni siquiera podía vengarse de él sin que ese acto legítimo diera pábulo a comentarios mordaces. ¡Ante todos el morisco era un héroe! ¡El salvador de los cristianos! El protegido del duque de Monterreal… Aquella noche don Ponce no pudo conciliar el sueño, pero, al amanecer, su decisión estaba tomada: Isabel no abandonaría sus aposentos; según el oidor yacía aquejada de fiebres. La mujer permaneció, pues, recluida, hasta que esa misma mañana, llamada con urgencia, llegó al carmen una prima de don Ponce, doña Ángela, viuda, seria, seca y malcarada, quien tan sólo cruzar la puerta de la casa se hizo cargo de la vigilancia de Isabel.

Tras una breve conversación con el oidor, doña Ángela se puso manos a la obra: la joven camarera de Isabel desapareció aquel mismo día. Alguien contó después que la vieron en las mazmorras de la Cancillería, acusada de ladrona. Por la tarde, bajo la excusa de que le había faltado al respeto, la viuda dispuso que la criada que pretendiera placeres del esclavo morisco fuera azotada. También ordenó que otro criado perdiera parte de su salario por no trabajar a su satisfacción.

En un solo día toda la servidumbre se dio por enterada del claro mensaje del oidor y su prima. Poco podían hacer: la ley establecía que, salvo que fueran expresamente despedidos, ninguno de ellos, bajo pena de cárcel de veinte días y destierro por un año, podía dejar el carmen sin licencia de don Ponce para servir en otra casa de la ciudad de Granada o sus arrabales. Quien lo hiciera, si alguien marchase sin su consentimiento, sólo podía emigrar o colocarse como jornalero, y lo cierto era que en casa del oidor nunca faltaba de comer.

Pero no sólo fue la servidumbre la que comprobó el duro carácter de la prima del oidor; ni don Sancho ni Hernando pudieron permanecer ajenos al revuelo. Doña Ángela se ocupó de que todas sus decisiones fueran lo suficientemente públicas como para que no pasasen inadvertidas al morisco, y a última hora de la tarde, antes de que se pusiese el sol, ordenó a Isabel que abandonase su dormitorio, vestida de negro, igual que ella, y la paseó por los jardines del carmen a la vista de todos, pero principalmente de la de Hernando, anunciando así a su amante que ya nunca podría acercarse a ella en privado.


Pero no sólo fue Hernando quien pudo contemplar a Isabel bajo la estricta vigilancia de doña Ángela; don Sancho también lo hizo y comprendió que el asunto había llegado a conocimiento del oidor. Un par de veces se cruzó con don Ponce por el carmen, y el juez ni siquiera tuvo la cortesía de contestar a sus saludos, girándole el rostro; don Sancho no esperó ni un instante en enfrentarse a Hernando.

– Nos iremos mañana por la mañana, sin excusas -llegó a ordenarle. Hernando quedó pensativo-. ¿No lo entiendes? -gritó don Sancho-. ¿Qué piensas? Por poco respeto o… ¡lo que sea que sientas por esa mujer!, debes apartarte de ella. ¡Es imposible que vuelvas a verla a solas! ¿No te das cuenta? El oidor ha debido de enterarse y ha tomado medidas. -El hidalgo dejó transcurrir unos instantes-. Ya que tu vida -dijo después- parece que poco te importa, piensa en que si persistes en este comportamiento arruinarás la vida de Isabel.

Hernando se sorprendió asintiendo al discurso de su acompañante. ¡Qué poco había durado su determinación! Pero era cierto, tenía razón el hidalgo. ¿Cómo iba a acercarse a Isabel? Su imagen, vestida de negro y paseando cabizbaja por los jardines esa misma tarde, en contraste con el porte altivo y desafiante de doña Ángela, le habían convencido de ello. Además, si los rumores habían llegado a conocimiento del oidor… ¡Sería una locura!

– De acuerdo -cedió-. Partiremos mañana por la mañana.


Esa noche Hernando empezó a preparar sus pertenencias para el viaje. Entre sus ropas, encontró aquellas que el oidor le había comprado para la fiesta; la noche que las había vestido, Isabel… Había sido una necedad, trató de convencerse. ¿Qué derecho tenía, como decía don Sancho, a arruinar la vida de una mujer digna? Sí, sentía que ella lo deseaba, cada vez más, pero quizá fuera cierto que se había aprovechado de una mujer que le debía gratitud. Miró a su alrededor; ¿olvidaba algo? ¿Y aquellas ropas? Las agarró y las lanzó al suelo, lejos de él, a una esquina de la alcoba. ¡Tampoco era cierto que se hubiera aprovechado de la ingenuidad de Isabel como le había recriminado don Sancho! Había sido ella la que se pegó a su espalda el día del castillo de fuegos y había sido ella quien alargó la mano hasta la suya. En cualquier caso, ¿qué más daba ya? Regresaba a Córdoba.


Hernando se dejó caer en una silla con adornos en plata batida tallada, y perdió la mirada en la Alhambra y en el juego de luces doradas y sombras que arrancaban de sus piedras los hachones y la luna. Pasaba la medianoche. El carmen estaba en silencio; el Albaicín estaba en silencio; ¡toda Granada parecía estarlo! Una brisa caprichosa refrescaba el ambiente y lograba hacer olvidar el sofocante calor del día. Hernando se dejó llevar, cerró los ojos y respiró hondo.

– Será la primera vez que nos acompañará la luna.

Las palabras le sobresaltaron. Isabel, vestida con la camisa de dormir, se hallaba en la terraza, bella, sensual, con la Alhambra recortada a su espalda.

– ¿Qué haces aquí…? -Hernando se levantó de la silla-. ¿Y tu esposo?

– Le he oído roncar desde mi habitación. Y doña Ángela se retiró hace horas.

Al tiempo que le contestaba, en la misma terraza, Isabel deslizó de sus hombros la camisa, que resbaló por su cuerpo hasta llegar al suelo, y se le mostró desnuda; le miró a los ojos, atrevida, orgullosa, invitándole a deleitarse en ella.

Hernando se quedó paralizado, ¡hasta la luna, con sus reflejos, parecía acariciar aquel cuerpo esplendoroso!

– Isabel… -susurró Hernando sin poder apartar la mirada de sus pechos, de sus caderas y de su vientre, de su pubis…

– Mañana te vas -musitó ella-. Eso me ha dicho Ponce. Sólo nos queda esta noche.

Hernando se acercó a Isabel y le tendió una mano para que entrase en la alcoba. Recogió su camisa y cerró las puertas de la terraza. Luego se volvió y fue a decirle algo, pero ella llevó uno de sus dedos hasta los labios de Hernando, pidiéndole así que no lo hiciera. Y le besó, dulcemente. Él trató de acariciarla, pero Isabel cogió sus manos y las separó de su cuerpo.

– Déjame a mí -le rogó.

¡Sólo le quedaba esa noche! Empezó a desabrocharle la camisa. ¡Quería hacerlo ella! ¡Anhelaba ese placer que tanto le había prometido Hernando! Se sorprendió al notar la firmeza de sus propias manos cuando acariciaron los hombros de Hernando para deslizar la camisa por su espalda. Luego besó su pecho y bajó las manos hasta sus calzas. Dudó un instante, tras el que se arrodilló frente a él.

Hernando suspiró.

Cuando Isabel llegó a conocer el cuerpo de Hernando, después de besarlo y lamerlo, se dirigieron al lecho. Durante un largo rato, la tenue luz de una única lámpara alumbró las siluetas de un hombre y una mujer, sudorosos y brillantes, que se hablaban en susurros, entrecortadamente, mientras se besaban, se acariciaban y se mordían sin urgencias. Fue Isabel quien le llamó a penetrarla, como si ya estuviera dispuesta, como si hubiera llegado a comprender, por fin, el sentido de todas aquellas palabras que tanto le había dicho Hernando. Y se fundieron en un solo cuerpo; los apagados jadeos de Isabel fueron aumentando hasta que Hernando trató de acallarlos con un largo beso, sin dejar de empujar, hasta que él mismo notó en su interior, apagado, reprimido por su beso, un aullido gutural que la mujer, extasiada, nunca hubiera llegado a imaginar que pudiera surgir de sus entrañas y que vino a confundirse con su propio éxtasis. Luego, durante un largo rato, se quedaron quietos, saciados, uno encima del otro, sin separarse, sin hablarse siquiera.

– Mañana me voy -dijo al fin Hernando.

– Lo sé -se limitó a contestar ella.

El silencio volvió a hacerse entre los dos, hasta que Isabel negó casi imperceptiblemente con la cabeza y deshizo el abrazo de sus cuerpos.

– Isabel…

– Calla -le suplicó la mujer-. Debo volver a mi vida. Dos veces has entrado en ella y dos veces he resucitado. -Ya sentada, Isabel acarició el rostro de Hernando con el dorso de sus dedos-. Debo regresar.

– Pero…

Ella llevó de nuevo uno de sus dedos a los labios de Hernando, rogándole silencio.

– Ve con Dios -susurró conteniendo el llanto.

Luego abandonó el dormitorio sin mirar atrás.

Hernando no quiso verla marchar y permaneció tumbado con la mirada perdida en el techo artesonado. Al cabo, cuando los sonidos de la noche granadina volvieron a hacerse presentes, se levantó y fue hacia la terraza, donde se perdió una vez más en la contemplación de la Alhambra. ¿Por qué no insistía? ¿Por qué no corría a ella y le prometía felicidad eterna? Pese a las advertencias de don Sancho y el peligro, había llegado a jugarse la vida por aquella mujer. ¿Acaso el mero hecho de lograr el placer con ella era suficiente? ¿Era amor lo que sentía?, se preguntó, turbado y confuso. Transcurrió el tiempo hasta que la esplendorosa alcazaba roja que se abría al otro lado del valle del Darro pareció contestarle: allí, de muchacho, en los jardines del Generalife, había soñado en bailar con Fátima. ¡Fátima! ¡No! No era amor lo que sentía por Isabel.

Los grandes ojos negros almendrados de su esposa le trajeron al recuerdo sus noches de amor: ¿dónde estaba aquel espíritu saciado, de dicha absoluta, de miles de silenciosas promesas con el que terminaban todas ellas?


Hernando dedicó el poco tiempo que restaba hasta el amanecer a finalizar los preparativos de la marcha. Luego bajó a las cuadras, para sorpresa del mozo, que ni siquiera había llegado a retirar el estiércol de las camas de los caballos.

– Limpia y embrídame a Volador -le ordenó-. Después, prepara también el caballo de don Sancho y las mulas. Partimos.

Se dirigió a la cocina, donde pilló al servicio desperezándose y desayunando. Cogió un pedazo de pan duro y lo mordió.

– Avisa a don Sancho -dijo a uno de sus criados- de que volvemos a Córdoba. Estad listos para cuando regrese. Tengo que ir a la catedral.

Descendió del Albaicín hacia la catedral. Granada se despertaba y la gente empezaba a salir de sus casas; Hernando montaba erguido, sin mirar a nada ni a nadie. En la catedral no encontró al notario, pero sí a un sacerdote que le ayudaba y que lo recibió de mala gana. Si volvía a Córdoba necesitaría una cédula que le permitiese moverse por los reinos, al modo de la que en su día le proporcionara el obispado de Córdoba para hacerlo por la ciudad.

– Decidle al notario -le encargó tras un frío saludo que Hernando hubiera incluso evitado- que debo volver a Córdoba y que me es difícil trabajar aquí en Granada, en un lugar tan implicado en los acontecimientos que debo narrarle. Yo personalmente le traeré mi informe y todos aquellos que puedan interesar al deán o al arzobispo. Decidle también que, como morisco que soy, necesitaré una cédula del obispado, o de quien sea menester, por la que se me autorice a moverme con libertad por los caminos. Que me la haga llegar a Córdoba, al palacio del duque de Monterreal.

– Pero una autorización… -trató de oponerse el sacerdote.

– Sí. Eso he dicho. Sin ella no habrá informes. ¿Lo habéis entendido? No os estoy pidiendo dinero por mi trabajo.

– Pero…

– ¿Acaso no me he explicado con claridad?

Sólo le quedaba una gestión antes de emprender el regreso. Los granadinos ya atestaban las calles, y la alcaicería, junto a la catedral, recogía torrentes de personas interesadas en la compra o venta de sedas o paños. Don Pedro de Granada ya se habría levantado, pensó Hernando.

El noble lo recibió a solas, en el comedor, mientras daba buena cuenta de un capón.

– ¿Qué te trae tan temprano por aquí? Siéntate y acompáñame -le invitó haciendo un ademán hacia los demás manjares que reposaban sobre la mesa.

– Gracias, Pedro. Pero no tengo apetito. -Se sentó junto al noble-. Parto hacia Córdoba y antes de hacerlo, necesitaba hablar contigo. -Hernando hizo un gesto hacia los dos criados que atendían la mesa. Don Pedro les ordenó que se fueran.

– Tú dirás.

– Necesito que me hagas un favor. He tenido una diferencia con el oidor.

Don Pedro dejó de comer y asintió como si ya lo previera.

– Como todos los leguleyos, es un hombre retorcido -afirmó.

– Tanto, que temo que pretenda vengarse de mí.

– ¿Tan grave ha sido el asunto? -Hernando asintió-. Mal enemigo -sentenció entonces.

– Me gustaría que estuvieras al tanto de lo que hace o dice de mí, y que me mantuvieras informado. Podría tratar de perjudicarme ante el cabildo catedralicio. He pensado que debías saberlo.

El señor de Campotéjar apoyó los codos en la mesa y luego el mentón sobre las manos, con los dedos entrecruzados.

– Estaré alerta. No te preocupes -prometió-. ¿Debería saber cuál ha sido el problema?

– Es fácil de imaginar conviviendo con una beldad como la esposa del oidor.

El puñetazo sobre la mesa retumbó en el comedor y volcó un par de copas. Al tiempo que golpeaba de nuevo la mesa, don Pedro soltó una carcajada. Los criados entraron extrañados, pero el noble volvió a despedirlos entre risotadas.

– ¡Esa mujer era tan inexpugnable como la Alhambra! ¡Cuántos lo han intentado sin éxito! Yo mismo…

– Te ruego discreción -trató de calmarle Hernando, al tiempo que se preguntaba si habría hecho bien en contarle de sus amoríos.

– Por supuesto. Por fin alguien ha puesto al juez en su sitio -rió de nuevo-, y dándole donde más puede dolerle. ¿Sabías que gran parte de la fortuna del oidor proviene de los expolios que los escribanos hicieron a los moriscos cuando desempolvaron pleitos antiguos y les exigieron los títulos de propiedad de unas tierras que les pertenecían desde hacía siglos? Su padre trabajaba entonces como escribano de la Cancillería y, al igual que muchos otros, se aprovechó de todo ello. Ya tiene dinero, ahora pretende poder a través de la protegida de los Vélez. No puede interesarle un escándalo de ese tipo.

– ¿No te pongo en un compromiso?

Don Pedro mudó el semblante.

– Todos tenemos compromisos, ¿no es cierto?

– Sí -aceptó Hernando.

– ¿Estarás en contacto con nosotros?

– No lo dudes.

50

¿Qué más reliquias deseáis que las que tenéis en aquellos montes? Tomad un puñado de tierra, exprimidla y verterá sangre de mártires.

El papa Pío IV al arzobispo de Granada,

Pedro Guerrero, que solicitaba

reliquias para la ciudad


Si a su regreso de Granada Hernando mantenía alguna esperanza de que la comunidad morisca de Córdoba hubiera suavizado su postura respecto a él, ésta se esfumó enseguida: gracias a la carta remitida a don Alfonso por el oidor, la noticia de su intervención en el estudio de los mártires cristianos de las Alpujarras le había precedido. La solicitud del arzobispado se comentó en la corte de mantenidos del duque y poco tardó en llegar a oídos de Abbas a través de los esclavos moriscos de palacio.

A los pocos días de su retorno, tras la insistencia de Hernando, su madre consintió en hablar con él. Se la veía envejecida y encorvada.

– Eres el hombre -le aclaró en un tono inexpresivo cuando Hernando acudió a la sedería-. La ley me exige obediencia, a pesar de mis deseos.

Se hallaban los dos en la calle, a unos pasos del establecimiento en el que trabajaba Aisha.

– Madre -casi suplicó Hernando-, no es tu obediencia lo que busco.

– Has sido tú quien ha logrado que me aumentaran el jornal, ¿no? El maestro no ha querido darme explicaciones. -Aisha hizo un gesto hacia la puerta. Hernando se volvió y vio al tejedor, que le saludó en la distancia y se mantuvo en la puerta, observándolos, como si esperara para hablar con él.

– ¿Por qué no podemos recuperar nuestra…?

– Tengo entendido que ahora trabajas para el arzobispo de Granada -le interrumpió Aisha-. ¿Es eso cierto? -Hernando titubeó. ¿Cómo podían saberlo con tanta celeridad?-. Dicen que ahora te dedicas a traicionar a tus hermanos alpujarreños…

– ¡No! -protestó él, con el rostro enrojecido.

– ¿Trabajas para los papaces o no?

– Sí, pero no es lo que parece. -Hernando calló. Don Pedro y los traductores le habían exigido secreto absoluto acerca de su proyecto y él lo había jurado por Alá-. Confía en mí, madre -le rogó.

– ¿Cómo quieres que lo haga? ¡Ya nadie confía en ti! -Los dos quedaron en silencio. Hernando deseaba abrazarla. Alargó una mano con la intención de rozarla, pero Aisha se apartó-. ¿Deseas algo más de mí, hijo?

¿Por qué no contárselo todo?

«Jamás a una mujer! -casi había gritado don Pedro después de que él plantease la posibilidad de confiar en su madre-. Hablan. No hacen más que parlotear sin comedimiento. Aunque sea tu madre.» Luego le había obligado a jurarlo.

– La paz sea contigo, madre -cedió, y retiró la mano.

Con un nudo en la garganta, la vio alejarse calle abajo, muy despacio. Luego carraspeó y se dirigió donde todavía lo esperaba el maestro tejedor, quien tras intercambiar los saludos de rigor, le exigió que cumpliera su palabra: la casa del duque debía comprarle mercadería.

– Te prometí interceder para que el duque se interesara en tus productos -le contestó Hernando-. Que compre o no ya no dependerá de mí.

– Si vienen, comprarán -asintió, señalando el interior de su tienda.

Hernando echó un vistazo: se trataba de un buen establecimiento. La luz, como era obligado, entraba a raudales por las ventanas abiertas, carentes de toldos o telas que las cubriesen, para que los compradores apreciaran con claridad las mercaderías; las piezas de terciopelo, raso o damasco se exponían al público sin ningún reclamo o trampa que pudiera inducir a error.

– Estoy seguro de ello -afirmó Hernando-. Te agradezco lo que has hecho por mi madre. Tan pronto como vea al duque…

– Tu señor -le interrumpió el tejedor- puede tardar meses en volver a Córdoba.

– No es mi señor.

– Díselo a la duquesa entonces. -La expresión de Hernando fue suficiente como para que el maestro frunciera el ceño-. Hicimos un trato. Yo he cumplido. Cumple tú -exigió.

– Lo haré.

¿Cómo no iba a cumplir?, se planteó tan pronto como dio la espalda al tejedor. Su madre no admitiría un real de su mano. No podía consentir que ella viviera en la pobreza mientras él disponía de una cuantiosa asignación. Era lo único que le quedaba, aunque lo rechazase. Algún día podría decirle la verdad, trató de animarse mientras andaba por delante de los poyos adosados a la pared ciega del convento de San Pablo. El cadáver de una mujer joven encontrado en los campos por los hermanos de la Misericordia, rodeado por un grupo de niños que lo contemplaban boquiabierto, le recordó la época en que día tras día acudía allí, conteniendo la respiración, a la espera de ver expuesto al público el cuerpo de Fátima o el de alguno de sus hijos.

Fátima había vuelto a su recuerdo con una fuerza inusitada. Días atrás, al abandonar Granada, en la vega, Hernando hizo un alto y volvió grupa para contemplar la ciudad de los reyes nazaríes. Allí quedaba Isabel. Sin embargo, aquellas nubes que se abrían por encima de la sierra y de cuyas caprichosas formas y colores tantas predicciones extraían los ancianos le mostraron el rostro de Fátima.

Alguien, quizá don Sancho, había hecho ruido a sus espaldas, como llamándole la atención para que continuaran el camino; el hidalgo se mostraba seco y distante con él. Hernando no se volvió, la vista puesta en esa nube que parecía sonreírle.

– Id vosotros. Ya os daré alcance -les dijo.

Habían transcurrido tres años desde que Ubaid había asesinado a Fátima y los niños, pensó Hernando. Acababa de conocer a otra mujer con la que había intentado alcanzar ese mismo cielo que se abría por encima de la nube, pero era Fátima quien se le presentaba, como si Isabel, en aquella Granada que casi podía tocar, le hubiera liberado y permitido abrir las puertas de un sentimiento que mantenía encerrado dentro de sí. Tres años. Hernando no lloró como lo había hecho tras la muerte de su esposa; ni las lágrimas ni el dolor vinieron a empañar las risas de ella, las dulces palabras de Inés o los delatores ojos azules de Francisco. Miró a la nube y siguió su recorrido en el cielo hasta que ésta se enredó con otra. Luego palmeó al caballo en el cuello y le obligó a volverse. El hidalgo y los criados se habían alejado. Pensó en azuzar a Volador para alcanzarles, pero prefirió seguirlos en la distancia, al paso.


El camarero del duque de Monterreal se llamaba José Caro y tenía cerca de cuarenta años, diez más que Hernando. Se trataba de un hombre estirado, serio y extremadamente escrupuloso en sus cometidos, como correspondía a una persona que había servido ya como paje al padre de don Alfonso, siendo sólo un niño. El camarero, a quien la jerarquía situaba sólo por debajo del capellán y del secretario, se hallaba al cuidado del guardarropa y demás atavíos y efectos personales del duque, amén de todo lo correspondiente al ornato y mantenimiento del palacio. José Caro era la persona a la que tenía que convencer para que se interesase en las sedas del maestro, pero durante los tres años que llevaba viviendo en el palacio ni siquiera había cruzado una docena de palabras con él.

Una tarde, Hernando lo vio en uno de los salones, impecablemente vestido con su librea, vigilando a un maestro carpintero que arreglaba un aparador desportillado. A su lado, una joven criada barría el serrín del cepillado antes incluso de que llegara a tocar el suelo.

Hernando se detuvo en la entrada del salón. «Necesito que acudáis a la tienda del maestro Juan Marco a comprar…», pensó que podía decirle. «¿Necesito?» «Me gustaría…, os ruego…» ¿Por qué? ¿Qué le contestaría si le preguntaba el porqué? Seguro que lo haría. «Porque soy amigo del duque -podía contestarle-, le salvé la vida.» Se imaginó entonces obligado a repetir ese argumento delante de doña Lucía y lo descartó de inmediato. Don Sancho le había enseñado muchas cosas, pero ciertamente nunca llegó a darle ninguna lección acerca de cómo dirigirse a los criados con aquella autoridad de la que todos ellos hacían gala de manera natural. También pensó en acudir al hidalgo, pero éste no le dirigía la palabra tras su discusión sobre Isabel.

De repente se sintió observado. El camarero tenía la mirada clavada en él. ¿Cuánto tiempo llevaba parado bajo el quicio de la puerta?

– Buenos días, José -le saludó con una mueca que pretendía ser una sonrisa.

La criada dejó de barrer y se volvió extrañada. El camarero le contestó con una leve inclinación de cabeza y al instante devolvió su atención al maestro.

La sorpresa que se reflejó en el rostro de la muchacha le confundió y Hernando cejó en su propósito. Lo cierto era que poco se había prodigado en sus tratos durante los tres años pasados en palacio. Dio media vuelta y remoloneó por los patios del palacio hasta que vio pasar a la criada.

– Acércate -le pidió. A medida que la muchacha lo hacía, Hernando rebuscó en su bolsa-. Toma. -Le entregó una moneda de dos reales. La criada aceptó el dinero con recelo-. Quiero que vigiles al camarero y que me avises si sale del palacio por la noche. ¿Me has entendido?

– Sí, don Hernando.

– ¿Sale por las noches?

– Sólo si no está Su Excelencia.

– Bien. Tendrás otra moneda más cuando cumplas tu encargo. Me encontrarás en la biblioteca, después de cenar.

La muchacha asintió indicando que lo sabía.

Hernando salía a cabalgar todos los días. Procuraba levantarse temprano, antes que los hidalgos, que acostumbraban a hacerlo a media mañana, pero sobre todo trataba de evitar a doña Lucía. Llegó a la conclusión de que don Sancho le había contado a la duquesa sus amoríos con Isabel, puesto que del desdén que le mostraba, la mujer pasó a un odio que no podía disimular. En las pocas ocasiones en las que se encontraban en palacio, doña Lucía giraba el rostro, y a las horas de las comidas Hernando era sentado en el extremo más alejado de la mesa, casi sin acceso a los alimentos. Los hidalgos sonreían ante los esfuerzos del morisco por hacerse con algo de comida.

Así las cosas, desayunaba en abundancia y salía de Córdoba para perderse en las dehesas y disfrutar de la mañana. A menudo pasaba horas entre los toros, caminando a distancia, sin citarlos ni correrlos. El recuerdo de Azirat lanzándose sobre las astas de uno de ellos le perseguía; tampoco acudía a ver cómo los corrían los nobles en la ciudad. En otras ocasiones se cruzaba con los jinetes de las caballerizas reales y, con cierta nostalgia, los veía pelear con los potros de ese año. Después de comer se encerraba en la biblioteca. Tenía bastantes ocupaciones. Una era la de transcribir el evangelio de Bernabé, que había ido a buscar a casa de Arbasia; probablemente algún día tendría que compartir aquel descubrimiento y no estaba dispuesto a entregar el manuscrito. Leyó sus capítulos y preceptos en árabe, pero fue mientras los transcribía, cuando llegó a entender su verdadero significado. Ya en la anunciación, el ángel Gabriel no le dice a María que parirá a un ser divino, sino a alguien que indicará el camino. ¿Adónde?, se preguntó deteniendo la escritura. ¿A quién? Al verdadero Profeta, se contestó a sí mismo. Al igual que los musulmanes, ni Jesús ni su madre podían beber vino o comer cosas inmundas, y los ángeles no anunciaron a los pastores el nacimiento del Salvador, sino el de un Profeta más. En contra de los relatos de los evangelistas posteriores, Bernabé afirmaba que el propio Jesucristo, a quien llegó a conocer personalmente, nunca se llamó a sí mismo Dios o hijo de Dios, ni siquiera Mesías. No se consideraba más que un enviado de Dios que anunciaba la llegada del verdadero Profeta: Muhammad.

Otra de sus tareas consistía en preparar el memorial de los hechos acaecidos en Juviles para el arzobispado de Granada, que le recordó su compromiso haciéndole llegar la cédula especial a su nombre. Hernando no estaba dispuesto a traicionar a su pueblo, por más que así lo pensasen Abbas, sus adláteres o incluso su madre. Fue un morisco, el Zaguer, escribió, quien impidió la ejecución de todos los cristianos del pueblo; es más, si alguna matanza llegó a producirse realmente en Juviles, ésa no fue otra que la de más de mil mujeres y niños moriscos a manos de los soldados cristianos, añadió recordando con dolor la desesperada búsqueda de su madre y la casual salvación de Fátima y su pequeño Humam, entre los fogonazos y las humaredas de los arcabuces en la oscuridad de la plaza del pueblo.

Entre una y otra, asumiendo su compromiso, comunicándose mediante la inmensa red de arrieros moriscos, colaboraba con Castillo para el libro que versaba sobre don Rodrigo, el rey godo, que preparaba Luna. Su contribución consistía en proporcionar datos sobre la convivencia entre cristianos y musulmanes en la Córdoba califal. Se trataba de demostrar que en la época en que gobernaron los musulmanes, los cristianos, entonces llamados mozárabes, pudieron vivir en sus dominios y, lo que era más importante, practicar su fe dentro de una cierta tolerancia. Hernando llegó a comprobar que los mozárabes conservaron sus iglesias y sus templos, su organización eclesiástica y hasta su justicia. Por el contrario, ¿cuántas mezquitas quedaban en pie en las tierras del Rey Prudente? Los mozárabes no fueron obligados a convertirse; los moriscos, sí.

Aportó noticias sobre las iglesias de San Acisclo y San Zoilo, San Fausto, San Cipriano, San Ginés y Santa Eulalia; todas ellas quedaron en pie en el interior de la ciudad de Córdoba durante la dominación musulmana, si bien evitó hablar de la situación de sumisión en la que se encontraban los mozárabes -por lo menos podían seguir con sus creencias, arguyó para sí-, durante la terrible época del visir Almanzor.

Y si se cansaba de esas labores y deseaba disfrutar, se dedicaba al arte de la caligrafía. El tratado que encontró en el arcón junto al evangelio no era sino una copia de la obra Tipología de escribas, escrita por Ibn Muqla, el más grande de los que estuvieron al servicio de los califas de Bagdad. Entonces, al escribir, buscaba la perfección en el trazo y se sumía en un estado de espiritualidad sólo comparable a los momentos de oración.

– Has ofendido a Dios con tus imágenes de la palabra sagrada. -se recriminó un día en el silencio de la biblioteca, consciente de la imperfección de su escritura y de la falta de magia en los caracteres que en lugar de dibujar, garabateaba en los ejemplares del Corán que copiaba.

Necesitaba hacerse con cálamos y aprender a cortar su punta, larga y ligeramente inclinada a la derecha, como indicaba Ibn Muqla; las plumas cristianas no eran suficientes para servir a Dios. No le sería difícil encontrar cañas con que hacerlo, pensó.

Sin embargo, también necesitaba esconder su cada vez más prolífico trabajo, lo que le obligaba a visitas frecuentes a la torre del alminar. Aprovechaba para ello la oscuridad, temiendo ser visto, consciente de que el menor descuido podía arrastrar fatales consecuencias. En el doble fondo de la pared de la torre, en la misma arqueta que había encontrado, tenía escondida la mano de Fátima, que había sacado del tapiz cuando halló aquel escondrijo y el evangelio y su copia. Por lo que se refiere a sus ensayos de caligrafía, los iba destruyendo en el fuego para que no quedara ni rastro de ellos. Sólo dejó a la vista el memorial al cabildo de Granada, que no tardó en ser inspeccionado, puesto que el capellán de palacio se empezó a sumar a sus solitarios desayunos y a interesarse por la opinión de Hernando, tan contraria a la causa de los mártires alpujarreños.

– ¿Cómo te atreves a comparar una desgracia, el resultado de un malentendido que produjo la muerte de unas cuantas moriscas en la plaza del pueblo de Juviles, con el premeditado y vil asesinato de cristianos? -le preguntó un día el sacerdote con todo descaro.

– Veo que espiáis mi trabajo. -Hernando no dejó de comer. Ni siquiera se volvió hacia el capellán.

– Trabajar para Dios exige todo tipo de esfuerzos. El marqués de Mondéjar ya castigó aquellos asesinatos -insistió el cura-. Con ello se hizo justicia.

– El Zaguer hizo más que el marqués -adujo Hernando-. Evitó los asesinatos, impidió las muertes de los cristianos de Juviles.

– Pero éstas se produjeron igualmente -sentenció el sacerdote.

– ¿Deseáis comparar? -preguntó el morisco, en tono audaz.

– No eres tú quien debe hacerlo.

– Tampoco vos -replicó Hernando-. Ya lo hará el arzobispo.


Una noche, empezaba a poner fin a su trabajo en el memorial cuando la criada se asomó a la biblioteca.

– El camarero de Su Excelencia acaba de salir de palacio -anunció la muchacha bajo el quicio de la puerta.

Hernando recogió los papeles, se levantó del escritorio, buscó la moneda prometida y se la entregó.

– Lleva estos papeles a mi dormitorio -dijo, entregándole el memorial-. Y gracias -añadió en el momento en que la criada cogía papeles y dineros. Ella le contestó con una tímida sonrisa. Hernando se fijó en que tenía una cara bonita-. ¿Tienes idea de qué es lo que acostumbra a hacer, de adónde va? -aprovechó para preguntarle entonces.

– Se rumorea que le gustan los naipes.

– Gracias de nuevo.

Se apresuró hacia la salida. Al llegar al patio al que daba el salón preferido de la duquesa, oyó a uno de los hidalgos leyendo en voz alta para los demás. Procuró cruzarlo rápido y sin ser visto: al amparo de las sombras de las galerías contrarias, salió a una fresca noche de otoño. No tuvo tiempo de hacerse con una capa. Hacía más de diez años que no pisaba una casa de tablaje y no quería perder al camarero en la oscuridad de las calles cordobesas. ¿Subsistirían todavía aquellas en las que trabajó como encerrador, llevando a los palomos para que fueran desplumados? En cualquier caso el camarero debía dirigirse hacia la zona de la Corredera o la del Potro; para eso tenía que cruzar la vieja muralla árabe que separaba la medina de la Ajerquía y los dos únicos pasos que existían eran a través del portillo del Salvador o por el de Corbache. Hernando optó por el primero. Tuvo suerte y distinguió la silueta del camarero en el momento en que éste, era abordado por los pobres que se refugiaban bajo el arco real a pasar la noche. A la luz de las velas permanentemente encendidas en honor de un eccehomo que estaba en un nicho cerrado bajo el arco, vislumbró a José Caro rodeado de un grupo que pedía limosna y le agarraba impidiéndole el paso. Preparó una moneda de blanca, y cuando el camarero logró zafarse de los mendigos y proseguir su camino hacia el portillo del Salvador, él se encaminó al arco real.

El asedio se repitió con el morisco. Hernando alzó la moneda y la arrojó a sus espaldas. Cuatro de ellos se lanzaron tras la blanca y él pudo eludir sin problemas a los otros dos que suplicaban otra moneda.

José Caro se dirigió a la zona del Potro. ¿Dónde si no?, sonrió Hernando, que le seguía a cierta distancia, escuchando sus pasos en la oscuridad o entreviendo su figura al pasar junto a algún altar iluminado. Estuvo a punto de perder la pista del hombre al toparse con la gente, el bullicio y la vida que rebosaba la plaza. ¿Cuánto tiempo hacía que no pasaba una noche en el Potro? Buscó al camarero entre la multitud. Dio un paso, pero un muchacho se interpuso en su camino.

– ¿Vuestra excelencia busca una casa de tablaje donde ganar un buen dinero? Yo puedo indicaros la mejor…

Hernando sonrió.

– ¿Ves a aquel hombre? -le interrumpió señalando al camarero, que doblaba la calle para dirigirse hacia la de Badanas. El muchacho asintió-. Si me dices adónde va, te pagaré una moneda.

– ¿Cuánto?

– Se te escapará -le advirtió.

El muchacho salió corriendo y Hernando se dejó llevar por los recuerdos: la mancebía y Hamid; Juan el mulero; Fátima derrotada, escupiendo el caldo que Aisha trataba de introducirle en la boca; él mismo, corriendo tras los clientes de las casas de tablaje…

– Ha entrado en el garito de Pablo Coca. -Las palabras del chico le devolvieron a la realidad-. Pero yo puedo llevaros a una casa mejor; en ésa no juegan limpio.

– ¿Hay alguna en la que se juegue limpio? -ironizó. No conocía la de Coca; cuando él frecuentaba esos barrios, el establecimiento no existía.

– ¡Claro que sí! Yo os llevo…

– No te esfuerces. Iremos a la de Coca.

– ¿Iremos? -preguntó el muchacho, extrañado.

– Dentro de un rato. Me indicarás dónde está. Entonces te pagaré.

Esperaron el tiempo suficiente como para que diera la impresión de un encuentro casual y, tras pagar al muchacho después de que éste le señalara una oscura y angosta entrada, Hernando mostró un par de escudos de oro a los porteros y se deslizó hacia el interior de un lugar de considerables dimensiones, disimulado en la trastienda del establecimiento de un fabricante de cepillos para cardar. Cerca de medio centenar de personas, entre tahúres, fulleros, mirones, contadores y demás gentes del naipe o de los dados, se arrimaban a varías tablas de juego, corriendo de una a otra. De no ser por el bullicio que reinaba en la zona del Potro, el griterío del interior del local hubiera llegado a cruzar las paredes del dormitorio del propio corregidor de la ciudad.

Paseó la mirada por el local hasta que dio con el camarero, sentado a una mesa y ya rodeado por un par de mirones a sus espaldas. ¿Sería un tahúr entendido en el juego o un ingenuo palomo al que en algunas ocasiones permitían ganar para desplumarlo cuando iba cargado de dinero? Una muchacha le ofreció un vaso de vino y él lo cogió. La casa invitaba; convenía que aquel que entraba con monedas de oro bebiera y se sentara a jugar. Rodeó las tablas interesándose por ver a qué se jugaba en cada una de ellas: dados, la treinta, la primera de Alemania o la andaboba. Llegó a la de José Caro y se detuvo al otro lado de la mesa. Observó el juego: la veintiuna. Hernando tardó poco en comprender que José Caro no era más que un palomo. Detrás del camarero de palacio se había apostado un mirón, ataviado con un jubón y un cinturón en los que lucía pequeñas piezas de metal bruñidas como adorno. El fullero que se sentaba al otro lado de la tabla y que actuaba como banca aprovechaba para mirar de reojo los espejos del jubón y el cinturón de su cómplice, que reflejaban el punto de José Caro. Hernando negó casi imperceptiblemente; ¡todos los demás puntos de la tabla parecían saberlo y todos cobrarían su beneficio por ayudar al fullero a desplumarle! El camarero destapó su juego, un as y una figura: veintiuna. Ganó una buena mano. Querían que se confiase.

– Eres muy caro de ver. -Hernando se volvió hacia el hombre que le hablaba y frunció el ceño, tratando de reconocerle-. Desapareciste, y pensé que te había sucedido algo, pero es evidente que no. Vuelves vestido como un noble y con monedas de oro.

– ¡Palomero!

Varios de los jugadores de la tabla, el camarero incluido, levantaron la mirada hacia el recién llegado que así trataba al dueño del garito. Pablo Coca le hizo un gesto para que evitase aquel mote.

– Ahora soy el coimero -susurró-. Debo velar por mi reputación.

– Pablo Coca -murmuró Hernando para sí. Nunca había llegado a saber el nombre de aquel joven capaz de embaucar al jugador más renuente. Los tahúres volvieron a sus apuestas. José Caro, intrigado por la presencia del morisco, lo miraba de reojo-. Tienes un buen garito -añadió-; debe de costarte mucho dinero en sobornos a los justicias y alguaciles.

– Como siempre -rió Pablo-. Ven, deja ese bebedizo de uva, que cataremos un buen vino.

Hernando le acompañó a una zona algo retirada de las tablas, donde, tras una tosca mesa, un hombre, protegido por otros dos malcarados con armas al cinto, hacía cuentas y contaba dineros. Pablo sirvió dos vasos de vino y brindaron.

– ¿Qué haces por aquí? -le preguntó después de entrechocar los vasos.

– Quiero obtener un favor del jugador de la veintiuna… -le confesó Hernando con franqueza.

– ¿El camarero del duque? -le interrumpió Pablo-. Es uno de los más blancos que aparecen por aquí. Como no te apresures a hablar con él, le ganarán hasta el último real y no estará muy dispuesto para entender de favores.

Hernando miró hacia la tabla. El camarero estaba pagando una apuesta a la banca. Otro discutía la jugada y se enzarzó a puñetazos con un tercero. Al instante dos hombres acudieron a la mesa, los separaron y los conminaron a calmarse. El morisco no quiso pensar en lo alejado que estaba en ese momento de la ley musulmana: bebiendo, en una casa de juego… ¿Por qué era tan difícil poder ser fiel a sus creencias?


– Si te interesa que esté de buen humor, déjale perder un poco más. Ya te han visto conmigo. Cuando te sientes, cambiarán los tahúres y podrás hacer lo que quieras. ¿Sabes hacer fullerías? ¿Así te has ganado la vida? ¿En Sevilla?

– No. Sé lo que un día, hace muchos años, me contó un buen compañero. -Hernando le guiñó un ojo-. No deben haber cambiado mucho, ¿no? A partir de ahí… que la suerte reparta.

– Ingenuo -sentenció Pablo.

Charlaron durante un buen rato y Hernando le habló sobre su vida. Luego se dirigieron a la tabla en la que el camarero ya casi carecía de resto. Pablo hizo una seña al jugador que estaba sentado a la derecha del camarero, que se levantó para ceder su lugar al morisco. José Caro hizo ademán de hacer lo mismo, pero Hernando se lo impidió poniendo una mano en su antebrazo y obligándole a sentarse.

– A partir de ahora podrás jugar sólo contra el azar -le susurró al oído.

Algunos jugadores de la tabla se levantaron; otros nuevos se sentaron.

– ¿Qué pretendes decir? -le contestó el camarero mientras se producía el relevo de jugadores-. He estado bien atento a que no se hicieran fullerías.

– No pretendo molestarte. Lo que intento decirte es que esto no es como jugar con la duquesa, a real la mano. Nunca te sientes delante de un hombre con espejos. -Hernando le señaló con el mentón al del jubón adornado que había permanecido tras él y que, algo apartado de la tabla, recibía sus beneficios de manos del tahúr ganador. Otros jugadores, que habían presenciado en silencio la estratagema, esperaban su parte.

El camarero, irritado, fue a dar un golpe sobre la mesa, pero Hernando le detuvo.

– Nada conseguirás ahora. La partida ha terminado.

– ¿Qué pretendes? ¿Por qué me ayudas?

– Porque quiero que te intereses por las mercaderías del maestro tejedor Juan Marco, ¿conoces su establecimiento? -El camarero asintió. Iba a decir algo, pero Hernando no se lo permitió-. No estás obligado a comprar. Sólo pretendo que lo visites.

La tabla se recompuso y nueve jugadores se sentaron a ella. Uno cogió los naipes y se dispuso a repartir, pero Hernando lo detuvo.

– Baraja nueva -exigió.

Pablo ya la tenía preparada. Hernando se hizo con la vieja, que el jugador arrojó con disgusto sobre la mesa, y se la entregó al camarero.

– Guárdala. Luego te enseñaré un par de cosas.

El cambio de baraja desanimó al hombre que iba a repartir y a otro tahúr, que abandonaron la partida. En presencia de Pablo Coca, jugaron a la veintiuna, dos cartas a cada jugador contra otro que tenía la banca; el que se acercara más a veintiún puntos, el as contando uno u once indistintamente, las figuras diez y los demás naipes su valor, ganaba a la banca si lograba acercarse más que ésta al citado número, o si ésta se pasaba. La suerte cambió y el camarero se recuperó de sus pérdidas; incluso invitó a Hernando, que se mantenía sin ganar ni perder, a un vaso de vino.

Fue en un momento en que Hernando dudaba en la cantidad a apostar. Empezaba a estar aburrido de unas cartas anodinas y manoseó su resto. Miró hacia la banca. Pablo estaba tras el tahúr, erguido y serio, controlando el juego, pero el lóbulo de su oreja derecha se movió de forma imperceptible. Hernando reprimió un gesto de sorpresa y apostó fuerte. Ganó. Con una sonrisa, recordó entonces la afirmación del coimero: ¡lo llevaban en la sangre!

– Compruebo que por fin aprendiste del Mariscal -le comentó Hernando al final de la partida, cuando él y el camarero se despedían de Pablo Coca. El morisco había ganado una cantidad considerable; su compañero había logrado resarcirse un poco de sus pérdidas anteriores.

– ¿Qué es eso del Mariscal? -intervino José Caro.

Los viejos compañeros cruzaron sus miradas, pero ninguno contestó. Hernando sonrió al simple recuerdo de las constantes y grotescas muecas del joven Palomero cuando trataba de mover el lóbulo de su oreja y le tendió la mano. El camarero hizo lo propio y se adelantó unos pasos.

– No sé si este dinero está bien ganado -aprovechó para decirle Hernando a Pablo mientras sopesaba su bolsa.

– No te tortures. Tampoco creas que ha sido una partida limpia. Todos han intentado una u otra fullería. Lo que pasa es que no eres más que un simple palomo como tu compañero y ni te has enterado. Los tiempos cambian y las trampas son cada vez más complicadas.

– Ahora no debo… -Hernando se volvió hacia el camarero, detenido unos pasos más allá-. Otro día te daré tu beneficio.

– Eso espero. Es la ley de la tabla, lo sabes. Vuelve siempre que quieras. Hace tiempo que el Mariscal y su socio fallecieron llevándose su secreto a la tumba, por lo que la flor de mover la oreja sólo la conocemos tú y yo. Nunca he querido decírselo a nadie ni utilizarla; no habría podido llegar a poseer un garito. Nadie puede pillarnos. Me costó Dios y ayuda aprender su truco -suspiró al tiempo que le señalaba al camarero, que esperaba.

Hernando se despidió una vez más, alcanzó al camarero y los dos se encaminaron a palacio.

– ¿Irás a ver al tejedor? -le preguntó al cruzar la plaza del Potro, que presentaba el mismo bullicio que él recordaba.

– Tan pronto como me enseñes las flores de esta baraja.

51

Córdoba, 1587


Ese año la reina de Inglaterra, Isabel Tudor, «permitió» la ejecución de la de Escocia, la católica María Estuardo. Indignado, y en defensa de la fe verdadera, Felipe II dio el impulso definitivo a su idea de armar una gran flota al mando de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, con la que conquistar Inglaterra y someter a los herejes protestantes. A pesar de la intervención de sir Francis Drake, el intrépido pirata inglés que en abril capitaneó un ataque sorpresa en la bahía de Cádiz, provocando el hundimiento o el incendio de cerca de treinta y seis navíos españoles, y que se mantuvo por la zona interceptando numerosas barcazas y carabelas que transportaban material para la flota del rey español, Felipe II siguió adelante con su proyecto.

La Grande y Felicísima Armada que por designio de Dios, al decir de su embajador en París, debía dirigir el rey Felipe contra los herejes, exacerbó también la religiosidad del pueblo y de la nobleza española, siempre ávida por vencer en nombre de Dios a unos ancestrales enemigos como los ingleses, que además resultaban ser los aliados de los luteranos de los Países Bajos en su guerra contra España. Don Alfonso de Córdoba y su primogénito, que ya contaba veinte años, se prepararon para embarcar junto al marqués de Santa Cruz en la nueva cruzada.

Pero al mismo tiempo que los preparativos para la guerra con Inglaterra, llegaron noticias preocupantes para los moriscos. Desde la junta celebrada en Portugal seis años antes, en la que Felipe II había estudiado la posibilidad de embarcarlos a todos y hundirlos en alta mar, se redactaron varios memoriales que aconsejaban la detención de los moriscos y su posterior envío a galeras. Y en ese año de preparativos bélicos se alzó una de las voces más autorizadas del reino de Valencia, la del obispo de Segorbe, don Martín de Salvatierra, quien, apoyado por algunos personajes de igual parecer, dirigió un memorial al consejo en el que proponía lo que a su entender constituía la única solución: la castración de todos los varones moriscos, ya fueran adultos o niños.

Hernando sintió un escalofrío al tiempo que notaba cómo se le encogían los testículos. Acababa de leer la carta remitida por Alonso del Castillo desde El Escorial, en la que éste le comunicaba el contenido del informe del obispo Salvatierra.

– ¡Perros cornudos! -masculló en el silencio y la soledad de la biblioteca del palacio del duque.

¿Serían capaces algún día los cristianos de llevar a cabo tan horrendo acto? «Sí. ¿Por qué no?», se contestaba Castillo en la carta ante esa misma pregunta. Hacía tan sólo quince años que el propio Felipe II, instigador de revueltas y protector de la causa católica en Francia, había reaccionado con entusiasmo al saber de la matanza de la noche de San Bartolomé, en la que los católicos aniquilaron a más de treinta mil hugonotes. Si en un conflicto religioso entre cristianos, aducía el traductor en su carta, el rey Felipe era capaz de mostrar públicamente su alegría y satisfacción por la ejecución de miles de personas -quizá no católicas, pero cristianas al fin y al cabo-, ¿qué misericordia podría esperarse de él si los condenados no eran más que un hatajo de moros? ¿Acaso no había considerado el monarca español la posibilidad de ahogarlos a todos en alta mar? ¿Movería un solo dedo el Rey Católico si el pueblo se levantaba y, siguiendo los consejos de ese memorial, se lanzaba a castrar a todos los varones moriscos?

Releyó la carta antes de arrugarla con violencia. Luego la destruyó tal y como hacía con todas las comunicaciones que recibía del traductor. ¡Castrarlos! ¿Qué locura era aquélla? ¿Cómo un obispo, adalid de aquella religión que ellos mismos tildaban de clemente y piadosa, podía aconsejar esa barbaridad? De repente, su trabajo para Luna y Castillo se le mostró de todo punto intrascendente; los sucesos se les adelantaban a un ritmo vertiginoso, y para cuando Luna hubiera puesto fin a su panegírico acerca de los conquistadores musulmanes, hubiera obtenido la licencia necesaria para su publicación, y por fin el texto llegara a ojos de los cristianos, ya los habrían exterminado de una forma u otra. ¿Y si Abbas y los otros moriscos que eran partidarios de una revuelta armada pudieran llegar a tener razón?

Se levantó del escritorio y paseó por la biblioteca, arriba y abajo, ofuscado, retorciéndose las manos, mascullando improperios. Le hubiera gustado poder comentar esas noticias con Arbasia, pero el maestro había abandonado Córdoba hacía ya unos meses para pintar en el palacio del Viso, contratado por don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Había dejado tras de sí una majestuosa capilla del Sagrario en la que destacaba la para él enigmática figura que se apoyaba en Jesucristo durante la Santa Cena.

– Lucha por tu causa, Hernando -recordaba que le animó, ya montado en una mula, de la mano de un arriero.

¿Cómo luchar contra la propuesta de castrarlos?

– ¡Perros hipócritas! -gritó en el silencio de la biblioteca.

¡Hipócrita! Así había descrito Arbasia al propio rey Felipe en uno de sus encuentros. «Vuestro piadoso rey no es más que un hipócrita», le dijo sin ambages.

– Poca gente sabe -le contó después- que el rey Felipe está en posesión de una serie de cuadros eróticos que encargó en persona al gran maestro Tiziano. Tuve oportunidad de ver uno de ellos en Venecia, una obra de arte en la que Venus, desnuda, se aferra lascivamente a Adonis. Son varios los cuadros que pintó para el monarca cristiano, con diosas desnudas en diferentes posturas. «Para que le resulten más agradables a la vista», le escribió el maestro a tu rey. Nunca una mujer cristiana osaría lanzarse sobre su esposo tal cual lo hace la Venus de Tiziano. -Por unos instantes, Hernando dejó vagar sus recuerdos hacia Isabel-. ¿Qué piensas? -le preguntó el pintor al verlo pensativo.

– En las mujeres cristianas -trató de excusarse-. En su situación…

– Vosotros no tenéis en mayor consideración a las mujeres. Sólo son vuestras prisioneras, incapaces de hacer nada por sí mismas, ¿no es eso lo que dijo vuestro Profeta?

Hernando asintió en silencio.

– Sí -reiteró tras pensar en ello-, ambas religiones las han apartado. En eso nos parecemos. Tanto es así, que hasta en la Virgen María convenimos: cristianos y musulmanes creemos en ella en forma similar. Pero es como si el hecho de coincidir en una mujer, aunque sea la madre de Jesús, careciera de importancia…

Hernando detuvo su pesaroso deambular por la biblioteca de palacio al recuerdo de la conversación sostenida con Arbasia. ¡La Virgen María! Aquél era, verdaderamente, un punto de unión entre cristianos y musulmanes. ¿Para qué empeñarse en demostrar la benevolencia de los conquistadores árabes para con los cristianos, como pretendía Luna, si disponían de un elemento de entronque indiscutible para ambas comunidades? ¿Qué mejor argumento que ése? ¡Hasta el evangelio de Bernabé coincidía con la versión que presentaban aquéllos manipulados por los papas y que los cristianos defendían como verdaderos! ¿Por qué no iniciar ese camino de unión que permitiera la convivencia entre las dos religiones a través de la única persona en la que todos parecían estar de acuerdo? España entera vivía una época de devoción mariana rayana en el fanatismo; eran constantes las exigencias a Roma para que declarase dogma de fe la concepción inmaculada de María. Ni siquiera Dios, el mismo para ambas religiones, el Dios de Abraham, podía llegar a suscitar la misma unanimidad: los cristianos lo habían desvirtuado con su doctrina de la Santísima Trinidad.

Durante algunos días no pudo concentrarse en sus labores. Ya había mandado a Granada su memorial sobre las matanzas de Juviles y, para su sorpresa, puesto que creía que tras leerlo renunciarían a su colaboración, el cabildo le solicitó información acerca de los sucesos de Cuxurio, donde Ubaid había arrancado el corazón de Gonzalico. ¿Cómo iba a excusar aquella carnicería? Allí ningún caudillo morisco había detenido las matanzas. Dejó de lado la transcripción del evangelio de Bernabé y los escritos para Luna y se empeñó en la caligrafía. Había conseguido unas buenas cañas con las que fabricar cálamos con la punta ligeramente inclinada hacia la derecha, como recomendaba Ibn Muqla; sin embargo, le costaba encontrar el punto exacto en que debía tallar esa curvatura, y por las mañanas, mientras Volador ramoneaba en las dehesas, él se apoyaba en un árbol y empezaba a cortar las puntas de las cañas que después probaría en la biblioteca.

Pero la caligrafía ya no lograba aplacar su ansiedad. No se hallaba en la disposición de ánimo necesaria para encontrarse con Dios a través de los dibujos. Después del día en que creyó haber encontrado la solución a través de Maryam, las dudas le asaltaron. ¿Cómo hacerlo? ¿Tenía razón? ¿Cómo presentarlo a los cristianos para que tuviese el eco necesario? ¿Cómo podía, él solo, afrontar tal proyecto?

Sin embargo, la realidad estaba ahí. Desde el día en que fuera al garito de Pablo Coca siguiendo al camarero, quien cumplió con su palabra y acudió al establecimiento del maestro tejedor tras las explicaciones que Hernando le proporcionó acerca de las tretas que utilizaban los fulleros para marcar los naipes -tiznándolos, con diminutas marcas sobre ellos, o con naipes de unas medidas diferentes, imperceptibles, a las del resto del mazo-, Hernando había vuelto en varias ocasiones a jugar; algunas lo hizo solo, otras acompañado por el camarero. Sabía que estaba incumpliendo el mandato que prohíbe el juego, pero ¿cuántos mandamientos más se veía obligado a incumplir en aquellas tierras?


Una noche trataba de ajustar las medidas de las letras a un alif previamente dibujado. Rodeó la primera letra del alifato árabe con una circunferencia en la que el alífera su diámetro, y se ejercitó en trazar las demás conforme al canon que marcaba aquella circunferencia. No llevaba ni media hora de ejercicio cuando comprobó que por más que se esforzase, no conseguía que la ba, horizontal y curvada, se circunscribiese a las medidas de aquella circunferencia ideal ni a la posición que debía ocupar en el plano con respecto al alif.

Rompió los papeles, se levantó y decidió ir a jugar al garito de Coca pese a que le tocaba perder. Llevaba dos noches perdiendo y aun así, Pablo le anunció que todavía debería hacerlo otra más.

– No puedes ganar siempre -le había advertido-. Es posible que nadie reconozca nuestra flor, pero todos pensarían que algo extraño sucede si siempre ganas y no tardarían en asociarte conmigo. Por más que me mueva de una tabla a otra, saben que eres mi amigo. Deja que corran los dineros.

A partir de ahí, Pablo le marcaba los días en que obtendría beneficio, ganancias que por otra parte siempre eran muy superiores a la suma de las pérdidas acumuladas. Con todo, Hernando se distraía en la casa de tablaje. Por más que hubiera aprendido, jugaba como un verdadero palomo y apostaba sin sentido salvo en el momento en el que el lóbulo de la oreja del coimero se movía. Además, cuando salía de la tabla, aprovechaba para visitar la mancebía, donde disfrutaba con una joven pelirroja de cuerpo exuberante y actitud lujuriosa. Antes de abandonar el palacio preguntó por el camarero, ya que le gustaba tenerlo a su lado el día en que le tocaba perder; así al menos podía charlar con alguien conocido. El duque se hallaba fuera, en la corte, preparando la invasión de Inglaterra y José Caro acudió presuroso.

– No pareces de buen humor -comentó el camarero al cabo de un rato de caminar en silencio.

– Lo siento -se excusó Hernando.

Sus pasos resonaban en las desiertas callejuelas del barrio de Santo Domingo. Andaban con energía, el camarero permitiendo que los eslabones y la vaina de su daga entrechocasen y tintineasen, para advertir a quienes pudieran estar embozados en la oscuridad de las noches cordobesas que se trataba de dos hombres fuertes y armados. Hernando llevaba un simple puñal escondido en su marlota, violando la prohibición para los moriscos de portar armas.

Ciertamente no estaba de buen humor. La idea de utilizar a la Virgen María para acercar a las dos comunidades seguía rondándole por la cabeza, pero todavía ignoraba cómo desarrollarla y no tenía con quién comentarla. Uno de los muchos altares que iluminaban Córdoba en la noche asomó al final de la calle por la que transitaban. Si durante el día la multitud de retablos, hornacinas e imágenes de las calles de la ciudad atraían los rezos y súplicas de los devotos cristianos, por la noche se erigían en verdaderos fanales que parecían indicar algún camino más allá de la oscuridad reinante. Se trataba de un retablo en la fachada de una casa, con velas encendidas, flores y una serie de exvotos a sus pies. Hernando se detuvo frente a la pintura: la Virgen del Carmen.

– Virgen santísima -murmuró José Caro.

– A ella no le tocó el pecado -susurró Hernando repitiendo inconscientemente las palabras del Profeta contenidas en los hadices.

– Así es -afirmó el camarero mientras se santiguaba-: pura y limpia, sin pecado concebida.

Continuaron su camino, Hernando absorto en sus pensamientos. ¿Acaso aquel cristiano podía llegar a imaginar que su afirmación sobre la Inmaculada Concepción no procedía sino de la Suna, la recopilación de dichos del Profeta? ¿Qué pensaría aquel hombre si le explicase que el reconocimiento como dogma de la Inmaculada Concepción por el que tanto luchaban los cristianos ya se hallaba contenido en el Corán? ¿Qué pensaría el camarero si le dijese que fue el Profeta quien sostuvo que a la Virgen nunca le tocó el pecado? ¿Qué pensaría ante la consideración en que el Profeta tenía a Maryam? «Tú serás la señora de las mujeres del paraíso… -anunció Muhammad a su hija Fátima cuando vio que la hora de su muerte estaba cerca-, después de Maryam.»

Hernando aligeró el paso. ¡Aquél era el camino que debían seguir para acercar las religiones y obtener el respeto que pretendían don Pedro y sus amigos para los moriscos! ¡Tenía que conseguirlo!


Obsesionado por esa idea, tuvo conocimiento de que ese mismo año de 1587 se había descubierto otra conjura entre moriscos de Sevilla, Córdoba y Écija, que querían aprovechar la carencia de defensas de la capital para hacerse con la ciudad hispalense durante la noche de San Pedro. Los cabecillas fueron ejecutados de forma sumaria; Abbas no se hallaba entre ellos, pero varios vecinos de Córdoba corrieron esa suerte. ¡Las armas! Jamás conseguirían con las armas otra cosa que no fuera soliviantar aún más a los cristianos y a su rey, pensó. ¡Querían castrarlos! ¿Acaso no se daba cuenta de ello la comunidad morisca y los ancianos y sabios que la dirigían?

Hernando por fin había pergeñado un plan: los granadinos buscaban mártires y reliquias, las necesitaban para hacer de su ciudad cuna de la cristiandad y compararse a los grandes centros de peregrinación de España: Toledo, Santiago de Compostela, Sevilla… ¿Por qué no proporcionárselos? Así se lo propuso a Castillo en una larga misiva.


Creemos en el mismo Dios, el de Abraham -escribió-. Para nosotros, su Jesucristo es el Mesías, la Palabra de Dios y el Espíritu de Dios, así lo afirma el Corán, muchas veces. ¡Isa es el Enviado!, lo dijo Muhammad, la salvación sea con Él. ¿Saben eso los cristianos? Nos juzgan como simples perros, como si fuésemos mulas ignorantes; ninguno de ellos se ha preocupado por conocer cuáles son nuestras verdaderas creencias y los polemistas, nuestros o suyos, con sus escritos y discusiones, profundizan más en todo aquello que nos separa que en lo que pudiera llegar a unirnos. Todos sabemos que trescientos años después de su muerte, la naturaleza divina de Jesús fue adulterada por los papas. Él, Isa, nunca se llamó Dios o Hijo de Dios, nunca defendió más que la existencia de un Dios, solo y único, como hacemos nosotros. Pero si la naturaleza divina de Jesús fue falseada por los papaces, no sucedió lo mismo con la de su madre. Quizá el hecho de que fuera mujer la relegó a un segundo plano y no se preocuparon de ella; aún hoy los papas, pese al clamor del pueblo, se resisten a elevar a dogma de fe la Inmaculada Concepción. Es, pues, en María donde nuestras dos religiones continúan coincidiendo, y quizá sea a través de María como podamos acercar a nuestras dos comunidades. Las polémicas sobre la Virgen giran en torno a su genealogía, no en cuanto a su consideración. Si el pueblo y sus sacerdotes, esos mismos que hoy nos consideran unos perros herejes, entienden que veneramos a la madre de Dios igual que ellos, quizá se replanteen sus posturas. La devoción mariana se halla a flor de piel en el pueblo llano; ¡no pueden odiar a quienes comparten con ellos esos sentimientos! Quizá sea ése el principio de entendimiento que con tanto ahínco buscamos.


Luego, Hernando desveló a Castillo, como si lo hubiera hallado entonces, la existencia de la copia del evangelio de Bernabé.


Con toda seguridad, un documento como el evangelio sería inmediatamente tachado de apócrifo, hereje y contrario a los principios de la Santa Madre Iglesia si viera la luz sin una previa estrategia. Empecemos a convencer a los cristianos de cuáles son nuestras creencias y cuál es la realidad; preparémosles para su conocimiento y algún día podremos mostrarlo para, por lo menos, sembrar en ellos la duda y conseguir un trato más benevolente y misericordioso.


El traductor real no tardó en contestarle. Una mañana, un arriero venido especialmente de El Escorial, le salió al paso a las afueras de Córdoba y le entregó una carta. Hernando galopó hasta las dehesas, buscó un lugar escondido, desmontó y se enfrascó en la contestación de Castillo.


En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso, el que indica el camino recto. Muchos de nuestros hermanos, por contrariar a los cristianos, han olvidado cuanto dices en tu carta. Pero tienes razón: con la ayuda de Dios, éste puede ser un buen camino para intentar acercarnos los unos a los otros y que la paz reine entre los dos pueblos. Espero con ansiedad poder leer ese evangelio del que me hablas. En el decreto gelasiano del siglo vi sobre «libros aprobados y no aprobados», la Iglesia ya hace referencia, calificándolo de apócrifo, a un evangelio de san Bernabé. Estoy contigo en que el conocimiento de ese texto, sin una previa preparación, no nos llevaría a ningún sitio. Granada es el lugar. Empieza en ella. Proporciónales pruebas de esa tradición cristiana que tan desesperadamente buscan y aprovecha entonces para sembrar todo aquello que un día pueda llevarlos a la Verdad. La Virgen, cierto, pero acuérdate también de san Cecilio. San Cecilio fue el primer obispo de Granada, supuestamente martirizado en época del emperador Nerón. San Cecilio y su hermano, san Tesifón, eran árabes. Utiliza por lo tanto nuestra lengua divina; que los cristianos encuentren su pasado a través de la lengua universal, pero hazlo ambiguamente, en forma tal que tus escritos se presten a diversas interpretaciones. Recuerda que ya en los primeros tiempos no se utilizaban vocales, ni signos diacríticos, en la escritura. Cuando estés preparado, mándame aviso. La paz sea contigo y que Dios te guíe.


Rompió la carta y montó sobre Volador. El cielo amenazaba tormenta. ¿Cómo hacerlo? A lo largo de su vida había engañado a mucha gente. Siendo muchacho, haciéndose con dineros para trocar a Fátima por una mula e incluso ahora, apostando en el momento en que Pablo movía la oreja… Pero engañar a todo un reino, ¡a la Iglesia católica! Una lluvia fresca empezó a caer con insistencia. Hernando continuó al paso, imaginándose que iniciaba una gran partida él solo. Una partida que debería jugar con inteligencia; no se trataba de los naipes y sus fullerías. ¡Ajedrez! Una gran partida de ajedrez: él a un lado de la mesa; la cristiandad entera al otro.

Esa noche excusó su presencia en palacio. Necesitaba estar solo. El huerto de la mezquita continuaba igual: centenares de sambenitos, con los nombres de los penados escritos en ellos, colgando de las paredes del claustro que rodeaba el patio; algunos de los delincuentes acogidos a sagrado vagabundeaban por el recinto ajenos a la lluvia; otros trataban de refugiarse. Hernando pensó en qué habría sido de sus compañeros de asilo. También había sacerdotes, decenas de ellos, jóvenes y ancianos, entre la multitud de feligreses: muchos corrían para escapar del insistente aguacero. Entró en la catedral y al pasar junto a la reja de la capilla de San Bernabé, se detuvo un instante. Se agachó, como si se le hubiera caído algo: las llaves de la capilla permanecían escondidas en el mismo lugar en que las dejó, atadas bajo la reja. ¡San Bernabé!, murmuró Hernando. ¡Su evangelio! ¿Qué más señal necesitaba? Las cogió mientras se preguntaba si habrían cambiado la cerradura. No lo sabría hasta que intentara abrirla, después de que los porteros hubieran cerrado la catedral. La examinó de camino al sagrario. ¿Era la misma cerradura? De momento debía dejar pasar el tiempo; lo hizo extasiado en las pinturas de Arbasia en el nuevo sagrario y en la figura que acompañaba a Jesucristo en la Santa Cena. ¿Por qué?, se preguntó por enésima vez.

Las llaves abrieron la capilla de San Bernabé, y él se deslizó en el armario. Se introdujo como pudo, pues estaba lleno, y amontono a sus pies los ornamentos para oficiar la misa. Luego esperó. De madrugada, con la catedral aún vacía y los vigilantes apostados en la alejada capilla del Punto, la tormenta descargó sobre Córdoba y los relámpagos iluminaron fugazmente, una y otra vez, la figura de un hombre postrado frente al mihrab de la más maravillosa de las mezquitas del mundo. Un hombre cuya mente estaba absorta en un proyecto que, tal vez, conseguiría por fin el acercamiento de ambas religiones.

52

Granada, marzo de 1588


Hernando encontró aposento en la casa de los Tiros, invitado por don Pedro de Granada. Había partido de Córdoba con la excusa de visitar al cabildo catedralicio con motivo de la investigación de los mártires de las Alpujarras, y provisto de su cédula personal se lanzó al macabro camino que tantas muertes había originado durante el éxodo de los moriscos. Como quiera que viajaba solo, llegó a plantearse la posibilidad de variar la ruta para evitar recuerdos dolorosos, pero las alternativas duplicaban la distancia. Marzo traía la vida a los campos y cuando visitó de nuevo la tumba del pequeño Humam, allí donde para él permanecía enterrada su propia familia, los olores de una noche fresca acompañaron sus oraciones. En Granada, ya advertidos de su viaje, le esperaban Luna y Castillo, que también acababa de llegar a la ciudad desde El Escorial.

Cuando se encerraron todos en la Cuadra Dorada, Hernando presentó una arqueta de plomo embreada. La abrió y extrajo de ella solemnemente un lienzo de tela, una pequeña tablilla con la imagen de la Virgen, un hueso y un pergamino que colocó encima de una mesa baja de marquetería.

Los cuatro hombres permanecieron unos instantes en silencio, en pie alrededor de la mesa, con la vista fija en los objetos.

– Encontré un antiguo pergamino -empezó a explicar Hernando-, en el alminar del palacio del duque. Debe de datar de la época de los califas, en el tiempo en el que al-Mansur aterrorizaba la península -sonrió hacia Luna-. Sólo tuve que recortar la parte que estaba escrita para obtener un buen fragmento limpio. -Entonces desdobló el pergamino y agarrándolo por las esquinas superiores, lo mostró a sus compañeros-. Es como un gran tablero de ajedrez -musitó.

En la parte central del pergamino aparecían dos tablas, una encima de la otra. La superior, compuesta por 48 columnas y 29 filas, contenía una letra árabe en cada una de sus casillas; en la inferior, de 15 columnas y 10 filas, con casillas mucho más anchas, se acertaba a leer una palabra árabe en cada una de ellas. Casi ninguna de las letras o palabras, escritas alternativamente en tinta roja o marrón, contenía vocales o signos diacríticos, comprobaron Luna y Castillo al tiempo, inclinándose sobre el pergamino para examinarlo con detenimiento.

– Profecía del apóstol Juan -leyó en voz alta Castillo una introducción escrita en árabe, en el margen superior de las tablas-, sobre la destrucción y juicio de los pueblos y sobre las persecuciones que continuarán después, hasta el día conocido en su exaltado evangelio, descifrada del griego por el letrado y santo sirviente de la fe, Dionisio el Aeropagita. -El traductor se incorporó-. ¡Excelente!, ¿qué dicen las demás inscripciones? -añadió, señalando unas líneas al pie del pergamino y otras en sus márgenes.

– Si se combinan letras y palabras, se puede llegar a deducir una supuesta profecía que san Cecilio tradujo del griego y que le comunicó Dionisio, arzobispo de Atenas, en la que se vaticina el advenimiento del islam, el cisma de los luteranos y los padecimientos que sufrirá la cristiandad, que llegará a disgregarse en multitud de sectas. No obstante, del este arribará un rey que dominará el mundo, impondrá una sola religión y castigará a todos aquellos que la han llenado de vicios.

– ¡Bravo! -aplaudió Pedro de Granada.

– ¿Y esta firma al pie del pergamino? -señaló Luna.

– La de san Cecilio, obispo de Granada.

– ¿Y todo lo demás? -inquirió Castillo haciendo un gesto hacia los demás objetos que reposaban sobre la mesa.

– Según el pergamino, esto es el velo de la Virgen María -señaló el lienzo triangular-, con el que secó las lágrimas de Jesucristo en su pasión; una tablilla de la Virgen y un hueso de san Esteban.

– ¡Lástima! -saltó don Pedro-. Los cristianos no tendrán las reliquias de san Cecilio que tanto buscan.

– San Cecilio no podía escribir y aportar un hueso suyo al mismo tiempo -adujo Hernando con una sonrisa.

– Es un velo sencillo -afirmó Castillo palpando la tela. Hernando asintió-. ¿Puedo saber cómo has conseguido todo esto?

– La tablilla la tomé prestada de un exvoto que estaba al pie de un altar dedicado a la Virgen, en Córdoba. Luego, en las dehesas, la envolví en un paño y la introduje en un hoyo con estiércol para que tomase aspecto de antigua…

– Buena idea -reconoció Luna.

– Sé algo de los efectos del estiércol sobre cualquier objeto -explicó Hernando-. En cuanto al hueso y al lienzo… pagué a unos desgraciados del Potro para que exhumaran algunos cadáveres de las fosas comunes del campo de la Merced, hasta que me hice con un lienzo y un hueso limpio…

– ¿Podrían reconocerte? -le interrumpió Castillo.

– No. Era de noche y en todo momento fui embozado. Pensaron que lo quería para brujería. Nadie puede relacionarlo con nuestro proyecto. ¡Salí cargado de huesos!

– ¿Y ahora? -planteó don Pedro.

– Ahora -contestó Castillo-, debemos encontrar la forma de hacer llegar nuestro primer mensaje a los cristianos. Entiendo que éste no es más que el primer paso de un plan mucho más ambicioso, ¿no es así? -Hernando asintió a las palabras del traductor-. Veremos cómo reacciona la Iglesia ante su venerado obispo y patrón de Granada manifestándose en árabe…

– Y ante la profecía -añadió Hernando.

– La profecía la interpretarán a su conveniencia. No te quepa duda.

– Me recomendaste que fuera ambiguo -se quejó entonces.

– Sí. Es imprescindible. Lo importante es sembrar la duda. Habrá quien lo interprete a favor de la Iglesia, pero habrá otros que no lo entiendan así y se entablarán discusiones. En estas tierras somos muy dados a ello. Sólo es necesario que uno diga una cosa para que el otro sostenga lo contrario, aunque sea para ganar protagonismo. Con toda seguridad, Miguel y yo seremos llamados a traducir el pergamino; ya nos ocuparemos nosotros de hacerlo a nuestra conveniencia. Si fuésemos precisos y mandáramos un mensaje claro a favor del islam, lo tacharían de hereje desde un principio y no habría lugar a la discusión; hay mucha gente que sabe árabe. Ese mensaje, el contenido en el evangelio que has descubierto… Por cierto, ¿lo has traído? Me gustaría leerlo.

– No, lo siento -se excusó Hernando-. Todavía no he terminado de transcribirlo y prefiero no correr riesgos con el original.

– Haces bien. Bueno, como os decía, ese mensaje, la Verdad, debe llegar en el momento en que hayamos sembrado las mayores dudas posibles; debemos preparar concienzudamente su aparición. El problema sigue siendo qué hacer con esto. -Castillo señaló los objetos depositados sobre la mesa-. ¿Cómo esconderlos para que los cristianos los encuentren?

– Están derribando la Torre Vieja La Turpiana-apuntó don Pedro.

– Sería el lugar idóneo para nosotros -asintió Luna-: el antiguo alminar de la mezquita mayor.

– ¿Cuándo? -terció Castillo.

– Mañana es la festividad del arcángel Gabriel -sonrió Hernando.

Los cuatro se miraron. Gabriel era Yibril, el ángel más importante para los musulmanes, el que se encargó de transmitir al Profeta la palabra revelada.

– Dios está con nosotros. No hay duda -se felicitó don Pedro.

Castillo buscó con qué escribir, luego pidió permiso a Hernando, que se lo concedió con un gesto de la mano, y añadió unas frases en latín y castellano al pergamino, en las que entre otras cosas se ordenaba esconderlo en lo alto de la Torre Turpiana.

Los demás lo observaban en silencio.

– Más incógnitas para los cristianos -anunció al terminar, entre soplo y soplo sobre la tinta para que se secase-. Mañana por la noche, iremos a la torre.


Igual que sucedía con la Turpiana, el cuerpo del campanario de la iglesia de San José, en el Albaicín, había sido el alminar de la más antigua de las mezquitas de Granada, la Almorabitin, pero a diferencia de lo que estaba ocurriendo con la Turpiana, en este caso se había procedido al derribo de la mezquita y se mantuvo su alminar. Amaneció un día que presagiaba sol y calor. Hernando madrugó y merodeó por los alrededores del templo. La noche anterior, antes de retirarse, en un aparte con don Pedro, le había preguntado sobre el oidor don Ponce de Hervás: quería saber si sus amoríos con Isabel habían tenido alguna consecuencia.

– Ninguna -contestó el noble-. Tal como te anuncié, el juez no va a provocar ningún escándalo. Puedes estar tranquilo.

Hernando se recreó en la composición que formaba la desigual sillería y las lajas de piedra dispuestas en dibujos almohadillados del alminar. Una maravillosa ventana en arco de herradura, manifiestamente musulmana, que se conservaba en una de sus paredes, captó su atención. Trató de imaginar tiempos pasados, cuando los musulmanes eran llamados a la oración desde aquel alminar, y estuvo a punto de no reconocer a dos mujeres que, entre los feligreses, abandonaron la iglesia una vez finalizada la misa. Sin embargo, el pelo rubio de Isabel refulgía bajo el sol incluso entre los delicados bordados de la mantilla negra que cubría su cabeza y enmarcaba su rostro. Hernando sintió un escalofrío al verla moverse, orgullosa, altiva, inaccesible. Doña Ángela andaba a su lado, vigilante y malcarada. Ninguna de las mujeres se fijó en él; las dos caminaban en silencio, mirando al frente. Permaneció oculto en el quicio de una de las pequeñas puertas de una casa morisca y las vio descender en dirección al carmen. La noche anterior, la visión de una iluminada Alhambra había dado alas a una renacida pasión. Con los ojos puestos en Isabel, las siguió a cierta distancia, entre la gente. ¿Qué podía hacer? Doña Ángela no le permitiría hablar con Isabel y cuando llegara al carmen ya no podría ni acercarse a ella. Se cruzó con cuatro mocosos que holgazaneaban en la calle. Extrajo un real de su bolsa y lo mostró; los muchachos le rodearon de inmediato.

– ¿Veis a aquellas dos mujeres? -señaló Hernando, procurando que ninguna de las personas que deambulaban a su alrededor se percatase de sus intenciones-. Quiero que corráis hacia ellas y tropecéis con la más baja de las dos. Luego la distraéis durante un buen rato. A la otra ni rozarla, ¿entendido?

Los cuatro asintieron al tiempo y tal como el mayor de ellos agarró el real, salieron corriendo sin necesidad de trazar plan alguno. Hernando se apresuró calle abajo, sorteando a hombres y mujeres y planteándose si no se habría excedido; la prima del oidor era una persona mayor…

El grito de una mujer resonó en el callejón cuando doña Ángela salió despedida hasta caer de bruces, cuan larga era, sobre la tierra. Hernando meneó la cabeza. ¡Ya no tenía solución! Los mocosos no tuvieron necesidad de distraer a doña Ángela: un corro de viandantes se formó en derredor de las mujeres mientras los chavales escapaban a las imprecaciones y a algún que otro pescozón. Se acercó al grupo; dos personas trataban de ayudar a doña Ángela a levantarse; otras miraban y un par de hombres hacían aspavientos hacia los muchachos, ya lejos. Isabel estaba inclinada sobre doña Ángela. Mientras la accidentada era izada por las axilas, Isabel pareció presentir que alguien la observaba, así que se irguió y miró entre la gente hasta que dio con Hernando, situado justo enfrente de ella, entre un hombre y una mujer que se habían detenido a contemplar la escena.

Se miraron con intensidad. Isabel resplandecía. Hernando dudó entre sonreír, lanzarle un beso, rodear el corro para agarrarla del brazo y llevársela de allí o sencillamente gritar que la deseaba. Pero no hizo nada. Ella tampoco. Mantuvieron sus ojos fijos el uno en el otro hasta que doña Ángela logró sostenerse en pie sin ayuda. Hernando se distrajo al observar cómo una mujer se empeñaba en frotar el vestido de la prima del oidor para limpiarlo de arena mientras ésta rechazaba la ayuda, como si tuviera prisa por escapar de la situación. Al mirar de nuevo hacia Isabel la encontró con los ojos llorosos; su mentón y su labio inferior temblaban. Hernando hizo un movimiento hacia ella, como si tratara de acercarse entre la gente, pero Isabel apretó los labios y negó con la cabeza de forma casi imperceptible, en un mohín expresivo que se coló hasta la médula del morisco. Luego, acompañadas por la mujer que había tratado de limpiar el vestido de doña Ángela, ambas damas continuaron su camino: la prima cojeando y quejándose, Isabel reteniendo las lágrimas.

Hernando apartó a la gente que ya se dispersaba y la siguió unos pasos, hasta que Isabel volvió la cabeza y lo vio.

– Seguid vos, prima -dijo, al tiempo que indicaba a la mujer en la que doña Ángela apoyaba su brazo que continuara en dirección al carmen-. Creo que en el alboroto se me ha caído un alfiler de la mantilla. Ahora mismo os alcanzo.

Mientras la veía acercarse, Hernando trató de distinguir en el rostro de Isabel el más mínimo atisbo de alegría, pero cuando la tuvo a su lado percibió las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos.

– ¿Qué haces aquí, Hernando? -susurró ella.

– Quería verte. Hablar contigo, sentir…

– No puede ser… -La voz le surgió quebrada-. No vuelvas a entrar en mi vida. Me ha costado una enfermedad olvidarte… ¡Calla, por Dios! -le pidió cuando Hernando se acercó a ella para decirle algo al oído-. No me hagas sufrir de nuevo. Déjame, te lo suplico.

Isabel no le dio oportunidad de replicar. Le volvió la espalda y se apresuró para alcanzar a doña Ángela.


La negativa de Isabel le persiguió durante toda la jornada. Ya anochecido, acompañado por don Pedro, Castillo y Luna, rodeó la alcaicería granadina hasta llegar a la puerta de los Jelices, desde la que se divisaban las obras de construcción de la catedral. A sus espaldas quedaba el barrio en el que se comerciaba en sedas. Cerca de doscientas tiendas se apretaban en sus estrechos callejones. Nadie vivía por la noche en el barrio. Se cerraban sus diez puertas y un alcaide vigilaba los comercios y el edificio de la aduana en el que se pagaban los impuestos del trato de la seda.

Frente a la puerta de los Jelices se alzaba la Turpiana, el antiguo alminar de la mezquita mayor de Granada, y si la mezquita se reconvirtió en sagrario cristiano, su torre cuadrada, de poco más de trece varas de altura, lo hizo en campanario de la catedral. Pero en enero de ese mismo año se había finalizado la construcción de una majestuosa torre nueva de tres cuerpos destinada a campanario y la Turpiana, ya innecesaria, se interponía en la continuación de las obras de la seo episcopal.

Desde la puerta en la que se encontraban los cuatro hombres, se podía divisar toda la zona, tenuemente iluminada por las antorchas de los vigilantes de las obras y las de los colegios que se alzaban frente a ella. Ante ellos se abría una plaza. A la izquierda, el Colegio Real y el colegio de Santa Catalina; a la derecha, distanciada de la plaza, la catedral, de la que sólo se hallaban en pie la rotonda y la girola, así como el nuevo campanario, que lindaba con la plaza y dejaba un enorme espacio abierto y yermo entre la cabecera y la nueva torre. A escasos pasos de ellos, en el extremo opuesto del nuevo campanario, se alzaba la antigua mezquita y su alminar.

La Turpiana se estaba derribando cuidadosamente, piedra a piedra, desde arriba, para aprovechar sus sillares y evitar cualquier daño en la cubierta del templo. Observaron la torre, atentos a las conversaciones y risas que les llegaban de los vigilantes, que se encontraban fuera de su visión, en la zona central de la catedral.

– No deben vernos -susurró Castillo-. Nadie debería relacionar nuestra presencia esta noche con el hallazgo de la arqueta.

– Hay demasiada vigilancia -arguyó con cierto desánimo don Pedro-. Es imposible pasar inadvertidos.

Siguió un silencio sólo roto por los gritos de los vigilantes. Hernando, con la arqueta embreada escondida entre su capa, aspiró el aroma de la seda que impregnaba el entramado de callejuelas de la alcaicería, parecido al que tantas veces percibiera en las Alpujarras, cuando hervían los capullos e hilaban el preciado producto. «Me ha costado una enfermedad olvidarte», le había dicho Isabel. Hernando la imaginó de nuevo en brazos de don Ponce…

– ¡Hernando! -musitó junto a su oído Castillo-, ¿qué hacemos?

¿Qué hacemos?, se repitió. A él lo que le gustaría era salir corriendo a escalar la fachada del carmen del oidor y volver a deslizarse en el dormitorio de Isabel y…

El traductor lo zarandeó.

– ¿Qué hacemos? -repitió, esta vez en un tono de voz más elevado. Hernando se concentró en la plaza-. Hay demasiada vigilancia -le indicó Castillo.

¡Un noble y dos intelectuales! ¿Qué picardía podía esperarse de ellos?

– Sí -reconoció Hernando-. Parece que hay varias personas, pero no vigilarán la Turpiana. Carece de interés para ellos. En todo caso, estarán pendientes de la catedral; ésa es su misión. -Pensó durante unos instantes-. Vosotros rodead el templo y en el extremo opuesto, más allá de la calle de la Cárcel, embozaos y simulad una disputa. En el momento en que escuche vuestros gritos, entraré y subiré a la torre.

Los tres hombres no escondieron su alivio ante la propuesta de Hernando y se apresuraron en dirección a la plaza de Bibarrambla hasta llegar a la calle de la Cárcel, por debajo de la catedral. En cuanto le dejaron, volvió a pensar en Isabel. ¿Significaba su negativa que nunca más podría hablar con ella? En realidad, ¿deseaba verla de nuevo? ¿O esos sentimientos eran sólo un espejismo provocado por la ensoñadora luz de la Alhambra? Cerró los ojos y suspiró.

Unos gritos le devolvieron a la realidad. «¡Santiago!», se oyó en la noche. No lo pensó. En un par de saltos se plantó junto a la fachada de la mezquita, a la que arrimó su espalda para deslizarse pegado a ella, al amparo de las sombras. La torre no tenía entrada por la plaza; su acceso debía hallarse en el interior de la mezquita. Superó la Turpiana y se encontró en el espacio abierto donde se construía el crucero y la nave. Varios fuegos se emplazaban cerca de la cabecera abierta del templo, y los guardias, en pie, se hallaban pendientes de los gritos y el entrechocar de espadas que procedía de la calle de la Cárcel. Rodeó la Turpiana y allí mismo, entre los cimientos, encontró el acceso a la torre. Casi de costado, ascendió por una angosta escalera interior de poco más de dos palmos de anchura hasta salir de nuevo a la noche granadina. Los gritos de don Pedro y sus compañeros continuaban, pero allí arriba dejó de escucharlos: ¡podía ver la Alhambra y toda Granada! ¡Cuántas veces se habría llamado a la oración de los fieles desde aquel lugar! «¡Alá es grande!», exclamó con la arqueta en sus manos. A la luz de la luna buscó un sillar que estuviera suelto, alguno que ya hubiera empezado a ser desmontado. Lo encontró, lo separó, escarbó en el yeso que unía las piedras e introdujo en el hueco la arqueta embreada. Luego volvió a colocar el sillar. Descendió y deshizo el camino hasta la alcaicería, desde donde se dirigió a Bibarrambla y a la calle de la Cárcel para poner fin a la fingida disputa.

53

A principios de mayo de 1588, pocos días antes de que la armada española zarpara desde Lisboa a la conquista de Inglaterra, Felipe II escribió al arzobispo de Granada agradeciéndole el regalo de la mitad del velo de la Virgen María que le hizo llegar a El Escorial, al tiempo que en nombre de sus reinos se felicitaba por la aparición de tan preciadas reliquias. Poco después de que los operarios que desmontaban la Turpiana encontraran la arqueta embreada que había escondido Hernando y descubriesen el pergamino firmado por san Cecilio, el velo de la Virgen y la reliquia de san Esteban, Granada estalló en fervor cristiano. Eran las primeras y tan deseadas noticias de san Cecilio. Y la certeza de que, antes de la llegada de los musulmanes, Granada era tan cristiana como cualquiera de las demás capitales del reino, provocó en el pueblo una eclosión de éxtasis y misticismo, que la Iglesia no apaciguó en modo alguno. Muchos fueron los que a partir de aquel momento juraron haber presenciado milagros, fuegos misteriosos, apariciones y todo tipo de fenómenos prodigiosos. ¡La catedral de Granada ya disponía de sus reliquias y la fe de sus habitantes podía sustentarse en algo más que palabras!


Aisha se sorprendió cuando uno de los dos únicos mendigos moriscos de la ciudad cerró con inusitada agilidad la misma mano mugrienta y temblorosa que poco antes suplicaba limosna a la gente que transitaba por la calle de la Feria, junto al portillo de Corbache, justo en el momento en que ella iba a darle una blanca. La mujer se quedó con la moneda entre los dedos al tiempo que el pobre lanzaba un escupitajo a sus pies y le daba la espalda. De inmediato, varios pordioseros cristianos la rodearon para hacerse con el dinero. Aisha titubeó. La ley del Profeta ordenaba la limosna, pero no a los cristianos. Sin embargo, aturdida, al ver cómo, algo más allá, aquel que acababa de despreciarla volvía a reclamar caridad, dejó caer la moneda en una de las manos abiertas que insistentemente rozaban la suya.

¡Ni los pordioseros la respetaban! Arrastró los pies en dirección a la tejeduría de Juan Marco. ¡La nazarena! Algunos ya la llamaban así tras correr por Córdoba la noticia de que Hernando estaba traicionando a sus hermanos y colaboraba con la Iglesia en la investigación de los crímenes de las Alpujarras. En esos años, la situación económica de la comunidad granadina deportada había mejorado sensiblemente: la laboriosidad de los moriscos, tan contraria a la haraganería cristiana, les proporcionó cierta prosperidad y muchos de aquellos que se habían visto obligados a vender su trabajo por míseros jornales, poseían ahora sus propios negocios. La gran mayoría completaba sus ingresos con el cultivo de pequeñas hazas en las afueras de la ciudad, junto al Guadalquivir. Hasta tal punto, que los gremios cordobeses, como sucedía en muchas otras partes, elevaron solicitudes a las autoridades para que impidiesen que los cristianos nuevos se dedicasen al comercio o a la artesanía y limitasen sus actividades a los trabajos asalariados; peticiones que cayeron en saco roto, ya que los cabildos municipales se hallaban satisfechos con la competencia comercial que planteaban los moriscos. Por todo ello, las rencillas entre cristianos viejos y nuevos se agravaban.

Aisha rondaba los cuarenta y siete años y se sentía vieja y sola. Sobre todo sola. El único hijo que le restaba no era más que un enemigo de la fe, un traidor a sus hermanos. ¿Qué habría sido de sus demás hijos?, se preguntó en el momento en que entraba en el luminoso establecimiento del maestro tejedor. Shamir. Fátima y los niños. ¿Cómo sería su vida en manos de Brahim? Por las noches, quieta y acongojada, trataba de espantar las imágenes que la asaltaban de Fátima violentada por Brahim; de su propio hijo y de su nieto Francisco, quizá azotados en uno de los barcos, obligados a bogar como galeotes. Pero las imágenes volvían una y otra vez y, confundidas en un trágico aquelarre, atacaban sus duermevelas. ¡Musa y Aquil! Se sabía que todos aquellos niños que fueron entregados a los cristianos tras el levantamiento habían sido evangelizados o vendidos como esclavos. ¿Seguirían vivos sus hijos? Aisha se llevó el antebrazo a los ojos y detuvo las lágrimas que ya afloraban. ¡Más lágrimas! ¿Cómo podían esos ojos agotados llorar tanto?

Ganaba un buen salario, sí. Todos parecían saber que Hernando estaba detrás de ese privilegio, y desde que ella empezó a oír cómo en su propia casa la llamaban nazarena, en susurros, aquellos dineros de poco le sirvieron. Nadie le hablaba. Primero le desapareció algo de comida. Y calló. Luego, allí donde ella guardaba los víveres, encontró mendrugos secos de harina de panizo. Y siguió callando, aunque no por ello dejó de comprar víveres que comían los demás. Un día encontró su habitación invadida por una familia con tres hijos. Volvió a callar y continuó pagando como si la utilizara ella sola. ¿Y si la echaban? ¿Dónde iría? ¿Quién la admitiría? Aun con dinero, no era más que la nazarena y allí tenía un techo. Otro día, al volver del trabajo, se topó con sus pertenencias amontonadas en el zaguán de entrada, donde dormía desde entonces, acurrucada junto a la puerta de entrada de la casa.

En la trastienda de la tejeduría, donde se tejía el tafetán en cuatro telares, Aisha se dirigió a su puesto de trabajo, frente a una serie de cestas en las que se apilaban los hilos de seda previamente tintados divididos por colores: azules, verdes y tonalidades diversas; dorados, el conocido rojo de España, o los preciados carmesíes, obligatoriamente tintados con cochinilla, colorante que se obtenía de un pulgón que vivía en las encinas, nunca con brasil. Ella tenía que encañarlos, desenredar los cabos de los hilos y después preparar la urdimbre reuniendo uno a uno los hilos de igual longitud hasta devanarlos y enrollarlos alrededor del huso de hierro que se utilizaría en los telares. Cogió un taburete y, tras llevarse la mano a los riñones en gesto de dolor, se sentó delante de un cesto. ¿Por qué la había abandonado el Todopoderoso?, se lamentó ante una madeja de hilos colorados.


Más allá del estrecho que separaba España de Berbería, en un lujoso palacio de la medina de Tetuán, Fátima dictaba una carta a un comerciante judío al que prometió una buena cantidad de dinero por escribirla en árabe, hacerla llegar a Córdoba a través de alguien de su confianza y volver con la respuesta.

– Amado esposo -empezó a dictar con el nerviosismo presente en su voz-. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad, sean contigo…

Fátima se detuvo, ¿qué decirle a quien hacía siete años que no veía? ¿Cómo hacerlo? Tenía preparado su discurso, lo había meditado entre los recuerdos, el llanto y la alegría, pero en el momento de la verdad no le surgían las palabras. El judío, ya mayor, paciente, levantó la mirada del papel y la fijó en la mujer: bella, soberbia y altanera, dura y fría, con una severidad que ahora parecía sucumbir ante la duda. La observó andar de un lado a otro de la estancia hasta atravesar los arcos que daban al patio y volver a entrar; llevarse los dedos cargados de anillos a los labios para luego entrelazarlos por debajo de sus pechos o hacer un gesto al aire con la mano extendida, como si esperase que aquel ademán lograse atraer la fluidez verbal que parecía haberla abandonado.

– Señora -dijo con respeto el comerciante convertido en amanuense-, ¿os puedo ayudar? ¿Qué queréis decirle a vuestro amado?

Los ojos negros de Fátima, brillantes y gélidos, se posaron en el judío. Lo que quería decirle no cabía en una simple carta, estuvo a punto de contestarle. Quería contarle algo tan sencillo como que Brahim había muerto y que deseaba que Hernando fuera a encontrarse con ella en Tetuán. Que ya nada impedía que fueran felices y que lo esperaba. Pero ¿y si se había casado de nuevo? ¿Y si él ya había encontrado su felicidad? Habían pasado siete años…

¡Siete años de sumisión absoluta! Fátima se plantó delante del viejo judío que continuaba observándola con el cálamo en la mano.

– Fue un grito -susurró. El anciano hizo ademán de mojar el cálamo en tinta pero Fátima se lo impidió-. No. No lo escribas.

Fue un grito el que me despertó, el que me trajo de nuevo a la vida.

El anciano dejó el cálamo sobre el escritorio y se acomodó en la silla, animando a la señora a continuar con la historia que pretendía relatar. Sabía de la muerte de Brahim; todo Tetuán sabía de su asesinato.

– ¡Perro asqueroso! -continuó Fátima-. Eso fue lo que escuché que le gritaba Shamir a Nasi luego, tras el insulto, comprendí que el niño de dieciséis años ya se había convertido en un hombre, curtido en la mar, en los asaltos a las naves cristianas y en las incursiones en las costas andaluzas. Sucedió en el patio, allí mismo -añadió señalando hacia la maravillosa fuente que ocupaba el centro del patio porticado, a ras de suelo, con un surtidor que expulsaba el agua desde el centro de un mosaico circular compuesto por diminutas piedras de colores que formaban un dibujo geométrico-. Contemplé cómo Nasi, diez años mayor que él, el temido corsario de Tetuán, cruel donde los haya, echaba mano a su alfanje ante la ofensa. Temblé. Me encogí como llevaba haciéndolo en esta miserable ciudad desde que puse el pie en ella. Mi pequeño Abdul, con sus ojos azules airados, acompañaba a Shamir. El reflejo de la hoja del alfanje de Nasi, que éste blandía hacia los muchachos, me cegó y creí desfallecer. -Fátima calló con los recuerdos perdidos en aquel momento; el judío no osó moverse. De repente la señora lo miró-. ¿Sabes, Efraín? Dios es grande. Shamir y Abdul retrocedieron unos pasos, pero no fue para escapar como yo deseaba, sino para desenvainar sus armas, los dos al tiempo, juntos, codo con codo, con las piernas firmemente plantadas en el suelo, como si fueran una sola persona, sin el menor atisbo de miedo. Shamir ordenó a Abdul que se retrasase, que lo dejara solo, y mi pequeño lo hizo, y le guardó las espaldas en un movimiento que parecían haber realizado miles de veces. «¡Perro!», insultó de nuevo Shamir a Nasi, manteniendo firme su alfanje por delante de él. «¡Cerdo piojoso!», volvió a insultarle.

»Ciego de ira, Nasi atacó y se lanzó sobre el muchacho, pero Shamir, como un felino, se apartó, golpeó el alfanje de Nasi y desvió la estocada. Recuerdo…, recuerdo que el ruido de los aceros al entrechocar hizo temblar las columnas del patio y fue como la señal para que, a su vez, mi pequeño Abdul se revolviese desde la espalda de su compañero y lanzase otro golpe sobre el alfanje de Nasi, que vio, impotente, cómo el arma salía despedida de su mano. No transcurrió ni un instante y los chicos ya volvían a estar en posición, sus armas atentas, sonriendo. ¡Sonreían! Como si el mundo estuviera a sus pies. "Si no quieres morir como el marrano que eres, recupera tu arma y trata de luchar como un verdadero creyente", le dijo Shamir al corsario.

Fátima calló y desvió la mirada hacia el patio, reviviendo la pelea.

– Señora…, continuad -suplicó el judío ante un silencio que se prolongaba.

Fátima sonrió con nostalgia.

– El tumulto alertó a mi esposo -continuó-, que apareció en el patio arrastrando sus carnes para detener la pelea y abofetear a Shamir y Abdul. «¿Cómo se os ocurre enfrentaros a mi lugarteniente y en mi propia casa?», les gritó. «Escoria», añadió escupiendo a sus pies. Pero yo ya había visto el universo que se abría a los pies de mi hijo y de Shamir, ese mundo al que sonreían altivos y seguros, como los hombres que ya eran… Día tras día, al albur de la hombría de mis niños, fui recuperando mi propia estima y unas noches después, mientras los cuatro cenaban, desarmados, sentados sobre cojines alrededor de una mesa baja, irrumpí en el comedor y despedí a los criados y esclavos. Recuerdo la mirada de sorpresa de Brahim. Poco podía suponer él lo que se le avecinaba. «Tengo que tratar un asunto urgente con vosotros», solté con desparpajo. Entonces extraje dos dagas que llevaba escondidas entre mis ropas. Lancé una de ellas a Shamir y empuñé la otra. Nasi se levantó con agilidad, pero Brahim fue incapaz de reaccionar, y antes de que su lugarteniente hubiera llegado a mí, hundí la daga en su pecho. -En ese momento, Fátima miró desafiante al anciano judío; su voz era fría, carente de expresión-. Shamir tardó algo más en comprender qué era lo que sucedía, pero cuando lo hizo, atajó a Nasi amenazándole con la daga; Abdul también se abalanzó sobre él.

Fátima calló durante unos instantes. Cuando volvió a hablar, su tono descendió hasta convertirse en un susurro. El anciano la contemplaba, impasible: ¿qué más secretos se escondían detrás de aquellos hermosos ojos negros?

– Mi esposo no murió de la primera herida. Soy sólo una mujer débil e inexperta. Sin embargo, la cuchillada sí que bastó para originarle tanto dolor que no pudo defenderse. Le acuchillé en la boca para que no gritara y luego sajé su muñón y hurgué en él con la daga hasta casi llegar al codo. Tardó en desangrarse. Tardó mucho… Suplicaba. Recordé toda una vida de sufrimiento mientras veía cómo se le escapaba la suya. No aparté la mirada hasta que expiró. Murió desangrado, como los cerdos.


– ¡Madre! ¿Qué has hecho? -gritó Abdul.

El joven contemplaba con los ojos muy abiertos cómo Brahim, recostado en los cojines, se llevaba la mano izquierda a la herida del pecho; la sangre manaba a borbotones de su cuerpo.

Fátima no contestó. Se limitó a hacer un gesto con la mano para que guardasen silencio mientras Brahim agonizaba sobre las lujosas alfombras de seda que cubrían el suelo de la estancia.

– Shamir -dijo con voz firme cuando su odiado esposo expiró-, a partir de hoy tú eres el jefe de la familia. Todo es tuyo.

El joven, desde la espalda de Nasi, con la daga atenazando el cuello del lugarteniente, era incapaz de apartar la mirada de su padre. Abdul, por su parte, contenía la respiración y paseaba la mirada, angustiado, de Brahim a Shamir.

– No era una buena persona -adujo Fátima ante el silencio de Shamir-. Destrozó la vida de tu madre, la mía. Las vuestras…

La mención de Aisha hizo reaccionar al muchacho.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó, al tiempo que presionaba el cuello de Nasi con el filo de la daga, como si el lugarteniente tuviera que correr la misma suerte que su patrón.

– Vosotros dos -Fátima se dirigió a Shamir y Abdul-, recoged el tesoro de Brahim y escondeos en el puerto, con todos los hombres y los barcos dispuestos para zarpar. Allí esperaréis mis instrucciones-. Tú -añadió acercándose al lugarteniente-, acudirás de inmediato a casa del gobernador, Muhammad al-Naqsis, y le transmitirás que Shamir, hijo del corsario Brahim de Juviles, ahora jefe de su familia, le jura lealtad y se pone a su disposición con todos sus barcos y sus hombres.

– ¿Y si me negara? -le escupió el hombre.

– ¡Mátalo! -contestó Fátima dándole la espalda.

El inmediato sonido de la daga al sajar el cuello del lugarteniente la sorprendió. Esperaba oír las súplicas del corsario, pero Shamir no le concedió la menor oportunidad. Fátima se volvió en el instante en que Nasi se desplomaba degollado.

– No era una buena persona -dijo simplemente Shamir.

– De acuerdo -resolvió Fátima-. Esto no cambia las cosas. Haced lo que os he dicho.


Al amanecer, Shamir y Abdul partieron hacia el puerto con todo el oro, joyas y documentos de Brahim. Fátima había ordenado a dos esclavos que preparasen los cadáveres y limpiasen el comedor. Esa misma noche se había dirigido al ala del palacio donde vivía relegada la segunda esposa de Brahim, a quien informó de la muerte de su marido sin darle más detalles, pero recalcando que Shamir era ahora el nuevo jefe de la familia; la otra bajó la vista y no dijo nada. Sabía que dependía ahora de la generosidad de ese joven que amaba a Fátima como si fuera una madre.

Por la mañana, una vez vestida, Fátima se dirigió a la casa de Muhammad al-Naqsis. Durante el siglo xvi, la ciudad había pertenecido al reino de Fez, que luego fue tomado por el de Marruecos, y, tras un período de independencia, volvió a ser conquistada. El poder central era débil y hasta el palacio de Brahim habían llegado insistentes rumores acerca de que la familia al-Naqsis pretendía declararse independiente. Incluso el propio Brahim lo había comentado, enojado por la posibilidad de que sus enemigos comerciales se hicieran con el control de la ciudad. Pese a su condición de mujer, Fátima fue recibida por el gobernador. Los al-Naqsis mantenían rencillas con Brahim por el reparto del corso y la visita de la esposa de su adversario se consideró un gesto extraño, que suscitó la curiosidad del jefe de familia.

– ¿Y Brahim? -inquirió Muhammad al-Naqsis después de que Fátima le jurase fidelidad en nombre de Shamir.

– Muerto.

El gobernador examinó a Fátima de arriba abajo sin esconder su admiración. Tenía delante a la mujer más bella, y ahora más rica, de todo Tetuán.

– ¿Y su lugarteniente? -inquirió, fingiendo aceptar la escueta respuesta.

– También ha fallecido -respondió Fátima, en tono firme aunque sin levantar la vista del suelo, como correspondía a una sumisa mujer musulmana.

«¿Fallecido? -pensó el gobernador-. ¿Eso es todo? ¿Qué habrás tenido que ver tú con ambas muertes?»

El hombre miró a Fátima con cierto respeto. Ella siguió hablando: fue un discurso breve, sin rodeos. Él tardó sólo unos instantes en decidirse a no hacer más preguntas y aceptar la ayuda que aquella generosa viuda parecía dispuesta a poner a sus pies para permitirle alcanzar la independencia.

Al día siguiente, Fátima, rodeada de plañideras, todas vestidas con ropas bastas y los rostros tiznados con hollín, escuchó versos y canciones en honor de los muertos. Después de cada verso, de cada canción, las mujeres gritaban, se laceraban el pecho y las mejillas hasta sangrar y se arrancaban los cabellos. Durante siete días repitieron aquellos ritos funerarios.


El anciano judío levantó la vista. Sus ojos se cruzaron con los de Fátima. Ambos sabían que la confesión que acababa de pronunciarse jamás sería repetida en ningún otro lugar. Él había aprendido hacía tiempo a ver, oír y callar. Su pueblo había sobrevivido, y se había enriquecido, gracias a la virtud de la discreción; sobre todo cuando dicha discreción era muy bien recompensada.

– Señora… -murmuró él entonces, señalando la misiva aún en blanco.

Fátima suspiró. Sí… Había llegado la hora. Con voz firme, empezó a dictar:

– Amado esposo. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad sean contigo.

54

Dios sopló y fueron dispersados.

Insignia que mandó inscribir

Isabel I de Inglaterra


Después de una estancia de dos meses en el puerto de La Coruña, y pese a varias conversaciones de paz y reuniones en las que se desaconsejaba la empresa, la gran armada zarpó definitivamente a la conquista de Inglaterra al mando del duque de Medina Sidonia, que ocupó el puesto del marqués de Santa Cruz, tras el repentino fallecimiento de éste.

Don Alfonso de Córdoba y su primogénito, junto a veinte sirvientes, entre los que se hallaba el camarero José Caro, y decenas de baúles con sus pertenencias, trajes, libros y un par de vajillas completas, zarparon en una de las naves capitanas.

Las noticias de la flota que empezaban a llegar a España no eran las que cabía esperar de la misericordia del Dios por el que habían acudido a la guerra contra Inglaterra. El objetivo de la armada era reunirse con los tercios del duque de Parma en Dunkerque, embarcarlos e invadir Inglaterra. Sin embargo, tras anclar en Calais, a sólo veinticinco leguas de donde se hallaban las tropas del duque de Parma, los españoles se encontraron con que los holandeses habían bloqueado la bahía de Dunkerque: así pues, el duque carecía de los medios necesarios para embarcar a sus soldados, sortear el bloqueo holandés y unirse a la flota. Lord Howard, el almirante inglés, no desaprovechó la oportunidad que le brindaba la flota enemiga apiñada e inmovilizada en Calais y la atacó con brulotes.

La noche del 7 de agosto, los españoles observaron cómo desde la flota inglesa partían hacia ellos, sin tripulación, a favor de viento y marea, ocho barcos de aprovisionamiento en llamas. Dos de los tan temidos «mecheros del infierno» pudieron ser desviados de su ruta mediante largos palos manejados desde chalupas, pero los otros seis se internaron entre las naves españolas disparando sus cañones indiscriminadamente y estallando en llamas entre ellas, lo que obligó a sus capitanes a cortar las amarras, abandonar las anclas y huir a toda prisa, rompiendo la formación de media luna que habían adoptado durante toda la travesía. Los ingleses atacaron al comprobar que la armada enemiga perdía su acostumbrada y segura formación y se produjo una lucha sangrienta, tras la cual los españoles se vieron empujados por el viento hacia el norte del canal de la Mancha. Por más intentos que el duque de Medina Sidonia hizo por regresar y acercarse lo suficiente a las costas de Flandes, las condiciones atmosféricas se lo impidieron. Mientras, los ingleses, sin presentar batalla, se limitaron a vigilar el posible regreso de sus enemigos.

Unos días después, el almirante español ordenó arrojar por la borda a todos los animales que transportaba la flota y, en condiciones precarias, con el agua y los víveres podridos a consecuencia de la mala calidad de los barriles fabricados con los flejes y duelas con que se tuvieron que sustituir los quemados por Drake el año anterior, las embarcaciones destrozadas y la tripulación muriendo a diario por el tifus o el escorbuto, puso rumbo hacia España por el norte, rodeando las ignotas costas irlandesas.

El 21 de septiembre, la nave del duque de Medina Sidonia, toda ella envuelta en tres grandes maromas para que no se despedazase, como si de un macabro regalo se tratase, con su almirante agonizante en una litera, atracaba en Santander junto a ocho galeones. Tan sólo treinta y cinco navíos de los ciento treinta que conformaban la gran armada consiguieron arribar a diferentes puertos. Algunos fueron hundidos durante la batalla en el canal de la Mancha; otros, los más, se perdieron en las costas irlandesas, donde los temporales se ensañaron en unos navíos destartalados, sembrando de naufragios toda la costa oeste irlandesa. Muchos otros, sin embargo, permanecían en paradero desconocido. Algunos días más tarde, un correo partía hacia Córdoba: el barco en el que navegaban don Alfonso y su hijo no había arribado a puerto.

Ante la noticia, doña Lucía dispuso que todos cuantos habitaban el palacio, hidalgos, sirvientes y esclavos, Hernando incluido, acudieran a las tres misas diarias que a tales efectos ordenó al sacerdote que oficiaba en la capilla de palacio. El resto del día el silencio sólo se veía interrumpido por el murmullo de los rosarios que debían rezar a todas horas los hidalgos y la duquesa, reunidos en la penumbra de uno de los salones. Se estableció un estricto ayuno; se prohibió la lectura, las danzas y la música y nadie osó abandonar palacio si no era para acudir a la iglesia o a las constantes rogativas y procesiones que, desde que se supo el desastre de la armada y la falta de noticias sobre tantas naves y sus tripulaciones, se organizaron en todos los rincones de España.

Maria, Mater Gratiae, Mater Miserkordiae

Todos de rodillas, tras la duquesa, rezaban el rosario una y otra vez. Hernando murmuraba mecánicamente la interminable cantinela, pero a sus lados, por delante o por detrás, escuchaba las voces de aquellos cortesanos orgullosos y altivos, que se elevaban con verdadera devoción. Observó en sus rostros la inquietud y la angustia: su futuro dependía de la vida y generosidad de don Alfonso y si éste moría…

– No os preocupéis, prima -dijo un día don Sancho a la hora de la comida: la mesa presentaba un aspecto sobrio, con pan negro y pescado, sin vino ni ninguna de las demás preciadas viandas que se acostumbraban a servir en palacio-, si vuestro esposo y su primogénito han sido apresados en las costas irlandesas, sus captores los respetarán. Suponen un extraordinario rescate para los ingleses. Nadie les hará daño. Confiad en Dios. Serán bien acomodados hasta que se pague su rescate; es la ley del honor, la ley de la guerra.

Sin embargo, el brillo de esperanza que destelló en los ojos de la duquesa ante las palabras del viejo hidalgo se fue trocando en llanto a medida que llegaban noticias a la península. Sir William Fitzwilliam, a la sazón capitán general de las fuerzas inglesas de ocupación en Irlanda, tan sólo disponía de setecientos cincuenta hombres para proteger la isla frente a los naturales que aún defendían sus libertades, por lo que no estaba dispuesto a consentir la llegada de tan elevado número de soldados enemigos. Su orden fue tajante: detener y ejecutar de inmediato a todo español hallado en territorio irlandés, fuera de la condición que fuese, noble, soldado, sirviente o simple galeote.

Los espías de Felipe II y aquellos soldados que con la ayuda de los señores irlandeses lograron escapar a través de Escocia se explayaron en el relato de estremecedoras matanzas de españoles; los ingleses, sin la menor compasión o caballerosidad, mataban incluso a quienes se rendían.

Entonces Hernando, preocupado por la suerte de quien le había tratado como un amigo, empezó también a temer por su propio porvenir. Las relaciones con la duquesa habían empeorado aún más en los últimos tiempos a raíz del conocimiento de sus amoríos con Isabel. Al igual que don Sancho, doña Lucía no le dirigía la palabra; la altiva noble ni siquiera lo miraba y Hernando parecía haberse convertido en una rémora impuesta por aquel de cuya vida nada se sabía. Quizá en otras circunstancias no le hubiera dado mayor importancia: odiaba la hipocresía de tan ocioso tipo de vida, pero el favor del duque, su biblioteca y las decenas de libros a los que tenía acceso, así como la posibilidad de dedicarse por entero a la causa de la comunidad morisca tras el espectacular éxito del descubrimiento del pergamino en la Torre Turpiana, eran algo a lo que no quería ni podía renunciar, por más incómoda que se le hiciera su estancia en el palacio del duque. El cabildo catedralicio encargó la traducción del pergamino precisamente a Luna y Castillo y él, Hernando, acababa de conseguir dar el sutil punto de curvatura hacia la derecha a la punta de los cálamos. Y como si su mano sirviese a Dios, llegó a dibujar sobre el papel las más maravillosas letras que pudiera haber imaginado.


En septiembre de aquel año, al tiempo que toda España, su rey incluido, lloraba la derrota de la gran armada, un joven judío tetuaní provisto de cédulas falsificadas que lo acreditaban como comerciante de aceites malagueño, llegaba a Córdoba acompañando a una caravana a la que se había unido en Sevilla.

Tras superar la aduana de la torre de la Calahorra, mientras cruzaba el puente romano a pie, al lado de unas mulas, el joven fijó su mirada en la gran obra que se abría justo frente a ellos, más allá del puente y de la puerta de acceso a la ciudad. Recordó las palabras de su padre.

– Por delante del puente encontrarás la gran mezquita sobre la que los cristianos están construyendo su catedral -le había explicado éste antes de que partiera, repitiendo las indicaciones de Fátima, hablándole en castellano para recordarle el idioma que sólo utilizaban para tratar negocios con los cristianos que acudían a Berbería. ¡Y ahora allí estaba!

El hijo de Efraín, del mismo nombre que su padre, perdió el paso ante la monumental estructura que se alzaba por encima del bajo techo de la mezquita, con unos majestuosos arbotantes a la espera de que se construyesen el cimborrio y la cúpula que debían coronar el templo.

– En la fachada principal de la catedral, al otro lado del río, donde se alza el campanario -había continuado su padre-, encontrarás una calle que asciende hasta la de los Deanes y que llega a otra conocida como la de los Barberos para después, algo más arriba, llamarse de Almanzor…

La voz del anciano judío tembló.

– ¿Qué sucede, padre? -se preocupó Efraín, adelantando una mano para ponerla sobre su antebrazo.

– Esa zona a la que debes dirigirte -explicó tras carraspear-, es precisamente la antigua judería de Córdoba, de donde nos expulsaron los cristianos no hace todavía un siglo. -La voz del anciano volvió a temblar. Fátima le explicó dónde estaba la casa patio en la que vivían y él escuchó con paciencia a la señora. ¡Cuántas veces había escuchado la descripción de aquellas calles de boca de su abuelo!-. Allí están tus raíces, hijo, ¡respíralas y tráeme algo de ese aire!

La mujer que le recibió en la casa patio no le dio noticia de aquel Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, a quien debía encontrar para entregarle la carta que llevaba escondida bajo su camisa; es más, le echó sin contemplaciones cuando el muchacho insistió en que en esa vivienda había vivido antes una familia morisca.

– ¡Ningún hereje ha pisado nunca esta casa! -le gritó, y cerró la puerta que daba al zaguán.

«Si por algún motivo no lo encontrases -le había indicado su padre-, deberás dirigirte a las caballerizas reales. Según la señora, allí seguro que te darán nuevas de él.» Efraín preguntó cómo llegar, desanduvo el camino, pasó por delante del alcázar, residencia del tribunal del Santo Oficio, y llegó a las cuadras.

– No sé de quién me hablas -le contestó un mozo con el que se topó nada más cruzar el portalón de entrada-, pero si se trata de un cristiano nuevo, pregunta en la herrería. Seguro que Jerónimo sabrá de él; lleva muchos años trabajando aquí.

Superado el zaguán de entrada y la nave de cuadras, Efraín se encontró con el picadero central, donde varios jinetes domaban potros. El joven judío se detuvo unos instantes. ¡Qué diferentes eran aquellos caballos de los pequeños árabes de su tierra! Desde el zaguán, el mozo le llamó la atención y le ordenó continuar hacia la herrería. ¿Por qué el tal Jerónimo debía saber de un cristiano nuevo?, se preguntó mientras caminaba en su busca. Encontró la respuesta en la tez oscura y en las facciones árabes del herrador, que lo recibió con una sonrisa que se borró en cuanto supo el motivo de su visita.

– ¿Qué quieres de Hernando? -espetó.

Efraín dudó; ¿a qué ese recelo? Entre yunques, el horno encendido, herramientas y barras de hierro, el herrador se irguió ante él cuán grande era, respirando con fuerza a través de su nariz bulbosa.

– ¿Lo conoces? -inquirió el joven con firmeza.

En esta ocasión fue el herrador quien dudó.

– Sí -reconoció al fin.

– ¿Sabes dónde puedo dar con él?

Jerónimo dio un paso hacia el joven.

– ¿Por qué?

– Eso es asunto mío. Sólo te pregunto si sabes dónde puedo encontrar al tal Hernando. Si es así y quieres decírmelo, bien; en caso contrario, no pretendo molestarte, ya lo buscaré en otro lugar.

– No sé nada de él.

– Gracias -se despidió Efraín con la convicción de que el árabe le engañaba. ¿Por qué?

El herrador no estaba dispuesto a dar referencia alguna de Hernando, pero quizá fuera conveniente enterarse de las intenciones del visitante.

– Pero sí sé dónde puedes encontrar a su madre -rectificó.

Efraín se detuvo. «La señora exige que la carta le sea entregada a él personalmente o a su madre. Se llama Aisha. No debes hacerlo a ninguna otra persona», le había advertido su padre.


¿Qué sucedía con aquella familia?, se preguntaba Efraín cuando llegó ante la puerta de la casa de Aisha, en una callejuela estrecha del barrio de Santiago, en el extremo opuesto de la ciudad. Era evidente que Jerónimo le había mentido; sus ojos oscuros le delataban, y cuando preguntó por Aisha a unas mujeres que trajinaban con tiestos y flores en el patio del edificio, éstas le miraron con desdén. Efraín era un joven fuerte, probablemente no tanto como el herrador, pero con seguridad más que el morisco que acudió a la llamada de las mujeres. Y estaba cansado. Durante jornadas había caminado desde el puerto de Sevilla, adonde arribó en un barco portugués que había zarpado de Ceuta, y llevaba todo el día de un lugar a otro buscando al tal Hernando Ruiz o a su madre, arriesgándose a que cualquier altercado pudiera originar su detención y poner de manifiesto su condición de judío o la falsificación de su cédula como vendedor de aceites.

– ¿Para qué buscas a Aisha? -le preguntó el morisco con desprecio.

¡Ya era suficiente! Efraín prescindió de la prudencia, frunció el ceño y acercó la mano a la empuñadura de la daga que llevaba en su cinto. El morisco no pudo impedir que su mirada siguiera el movimiento de la mano del joven judío.

– Eso no es de tu incumbencia -respondió-. ¿Vive aquí? -El morisco titubeó-. ¿Vive o no vive aquí? -estalló Efraín, haciendo ademán de desenvainar la daga.

– Vivía. Dormía allí mismo, a espaldas de donde se encontraba Efraín, en el zaguán. El joven volvió la mirada hacia la manta arrugada que le indicó el morisco con un movimiento de su mentón. Sin embargo, a esas horas la mujer aún no había regresado de la tejeduría.

Efraín esperó en el callejón que conducía a la casa. Un rato después algo le dijo que la mujer que se dirigía hacia él, despacio, encorvada, con la mirada clavada en el suelo y unas grandes ropas que colgaban de sus hombros caídos, era la persona a la que buscaba.

– ¿Aisha? -preguntó cuando la mujer pasaba por su lado. Ella asintió mostrándole unos ojos tristes, hundidos en cuencas amoratadas-. La paz sea contigo -saludó Efraín. La cortesía pareció sorprenderla. El joven judío la vio como un animal indefenso y herido. ¿Qué sucedía con esas personas?-. Me llamo Efraín y vengo desde Tetuán… -le susurró acercándose a ella.

Aisha reaccionó con inusitada energía.

– ¡Calla! -advirtió, al tiempo que hacía un gesto hacia el interior del edificio, más allá del zaguán. Efraín se volvió para encontrarse con varios rostros atentos a ellos.

Sin articular palabra, Aisha se encaminó hacia el río. Efraín la siguió, tratando de acompasar su marcha a la lentitud de la mujer.

– Vengo… -insistió ya lejos de la casa, pero Aisha le acalló de nuevo con un gesto.

Llegaron al Guadalquivir por la puerta de Martos, delante del molino que pertenecía a la orden de Calatrava. Allí, a la orilla del río, Aisha se volvió hacia él.

– ¿Traes noticias de Fátima? -preguntó con un hilo de voz.

– Sí. Tengo…

– ¿Qué sabes de mi hijo, de Shamir? -le interrumpió ella, obligándole a detenerse.

Efraín creyó percibir un destello de vida en aquellos ojos apagados.

– Está bien. -Antes de partir, su padre le había explicado la situación-. Pero poco más sé de él -aclaró-. Te traigo una carta de la señora Fátima. Va dirigida a tu hijo, Hernando, pero también es para ti.

Efraín rebuscó en el interior de sus ropas.

– No sé leer -adujo Aisha.

El joven se quedó con la carta en la mano.

– Dásela a tu hijo y que lo haga él -arguyó acercándosela para que la cogiera.

Aisha dejó escapar una triste sonrisa. ¿Cómo iba a decirle a su hijo que le había engañado y que Fátima, Francisco e Inés vivían?

– Léela tú.

Efraín dudó. «A Hernando o a su madre», recordó. De fondo se oía el incesante ruido de las piedras del molino que machacaba el grano al paso del agua del Guadalquivir.

– De acuerdo -cedió y rasgó el sello lacrado-. Amado esposo -leyó después-. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad sean contigo…

El sol iniciaba su ocaso, delineando ambas siluetas a orillas del río. Concentrado en la lectura, Efraín no pudo captar la sonrisa de Aisha en el momento en que la misiva contaba la muerte de Brahim, desangrado como un puerco. El joven judío tuvo que carraspear en repetidas ocasiones mientras leía el relato del asesinato que tan detalladamente aparecía escrito con la familiar letra de su padre.


Tu hijo está bien -proseguía la carta dirigida a Hernando-. Se ha hecho un hombre inteligente y se ha curtido en el corso contra los cristianos. ¿Cómo se encuentra tu madre? Confío que la fuerza y el valor con que me cuidó y apoyó le hayan servido para superar todas las pruebas a las que Dios nos ha sometido. Dile que Shamir también es ya todo un hombre y, además, es ahora rico y poderoso tras la muerte de su maldito padre. Ambos, valientes y soberbios, en nombre del único Dios, del verdadero, del Fuerte y Firme, del que hace vivir y morir, surcan los mares luchando y dañando a los cristianos, aquellos que tantos males nos han originado. Inés crece sana. Amado esposo: ignoro qué es lo que te dijo tu madre acerca del secuestro de tu hijo, de Inés y de tu esclava, que soy yo, pero debo suponer que te contó que habíamos muerto, porque, de no ser así, estoy convencida de que habrías venido a por nosotros. Los muchachos no alcanzaron a saberlo nunca y esperaron mucho tiempo tu llegada. Dudé si decírselo, pero decidí que esa posibilidad, esa esperanza, los ayudaría en un camino que se les presentó cruel y difícil. Hoy ya es tarde para hacerlo. Tú mismo podrás decírselo y te perdonarán, seguro, como confío en que perdones a tu madre; fui yo quien le pedí que lo hiciera así, que impidiera que nos siguieras hasta este nido de corsarios donde Brahim te esperaba con todo un ejército para matarte.


Efraín tuvo que interrumpir su lectura ante los sollozos de Aisha. Evitó mirar a la mujer, sobrecogido ante un dolor que ella no hacía nada por esconder.

– Continúa -le instó Aisha, con voz temblorosa.


Hernando, tenemos muchas noches que recuperar -leyó el judío-. Tetuán es nuestro paraíso. Aquí podemos vivir sin problemas y en la verdadera fe, sin escondernos de nada ni de nadie. Con todo, ignoro si habrás contraído nuevo matrimonio. No te lo reprocho, sería comprensible. En ese caso acude con tu nueva esposa y tus hijos si los tienes. Como buena musulmana que estoy segura de que lo será, tu esposa comprenderá y aceptará la situación. Trae también a Aisha: Shamir la necesita. ¡Todos os necesitamos! Que Dios guíe al portador de ésta, te encuentre con salud y te devuelva a mis brazos y a los de tus hijos.


Aisha se mantuvo quieta durante un largo rato, con la mirada perdida en las aguas ya casi negras del Guadalquivir.

– Así termina la carta -añadió Efraín ante su silencio.

– ¿Espera respuesta? -Aisha se encaró con el joven.

– Sí -titubeó Efraín ante su actitud-. Eso me han dicho.

– Tampoco sé escribir…

– Tu hijo…

– ¡Mi hijo ya no escribe en árabe! -replicó Aisha, con la voz tomada por el rencor-. Recuerda bien lo que voy a decirte y trasládaselo a Fátima: el hombre al que amó ya no existe. Hernando ha abandonado la verdadera fe y ha traicionado a su pueblo; nadie de los nuestros le habla ni le respeta. Su sangre nazarena ha vencido. En las Alpujarras ayudó a los cristianos y, a escondidas, salvó algunas de sus miserables vidas. Ahora vive en el palacio de un noble cordobés, uno de los que mató a tantos de los nuestros, como uno más de ellos, entregado al ocio. En lugar de copiar ejemplares del Corán o profecías, trabaja para el obispo de Granada ensalzando a los mártires cristianos de las Alpujarras, aquellos que nos robaban, nos escupían… o nos ultrajaban.

Aisha calló. Efraín la vio temblar, distinguió unas lágrimas que pugnaban por salir de unos ojos enfurecidos y tristes.

– Hernando ya no es mi hijo y no es digno de ti ni de mis nietos -murmuró-. Te lo dice Aisha, aquella que lo concibió violentada, que lo llevó en su seno y que lo parió con dolor…, con todo el dolor del mundo. Fátima, mi querida Fátima, que la paz sea contigo y con los tuyos. -Aisha agarró la carta que todavía permanecía en manos del joven, la rasgó en varios pedazos y, tras acercarse al río, los dejó caer el agua-. ¿Lo has entendido? -preguntó, de espaldas a él.

– Sí. -Efraín tuvo que hacer un esfuerzo para articular el simple monosílabo. Luego tragó la poca saliva que le quedaba en la boca-. Y tú, ¿qué harás? La carta decía…

– Ya no me quedan fuerzas. Dios no puede pretender que inicie un camino tan largo. Vuelve a tu tierra y transmítele mi mensaje a Fátima. Que Dios te acompañe.

Luego, sin ni siquiera mirarle, dio media vuelta y se alejó, con paso muy lento, recorriendo el mismo camino que un día anduvo con Hernando, junto al río que se había tragado a Hamid.


Varios días antes del 18 de octubre, festividad de San Lucas, los alguaciles de Córdoba fijaron carteles por toda la ciudad en los que se anunciaba la gran rogativa por el retorno de los navíos de la armada de los que todavía no se tenía noticia. ¡Aún faltaban setenta por llegar! Al mismo tiempo, pregoneros del cabildo municipal leyeron en los lugares más concurridos el bando por el que se convocaba a todos los cordobeses a acudir a la procesión, confesados y comulgados, cada cual con su cruz, su disciplina o su fuego. La comitiva debía salir de las puertas de la catedral, una hora después del mediodía, por lo que los cordobeses dedicaron la mañana a confesarse y comulgar como si fuese Jueves Santo.

En el palacio del duque de Monterreal, doña Lucía, sus hijas y su hijo pequeño se hallaban dispuestos, vestidos de negro riguroso, cada uno con un cirio en las manos. Los hidalgos y Hernando, también de negro, se procuraron hachones para acompañar a la rogativa y empezaron a reunirse en el salón de doña Lucía, a la espera del tañido de todas las campanas de la ciudad. El obispo había ordenado que tocaran hasta las de los conventos y ermitas de la sierra y lugares cercanos. Una macilenta doña Lucía, sentada junto a sus hijos, murmuraba oraciones al tiempo que pasaba las cuentas del rosario; los demás se hallaban sumidos en una tensa espera. Entonces apareció don Esteban, descalzo, desnudo de cintura para arriba, con sólo unos calzones y una gran cruz de madera sobre su hombro sano, se acercó a la duquesa y la saludó con una leve inclinación de cabeza. El viejo sargento impedido mostraba todavía un torso fuerte, surcado por numerosas cicatrices, algunas en forma de simples líneas en su piel, más o menos gruesas y mal cosidas; otras, como la que nacía de su hombro izquierdo, eran surcos que le atravesaban la espalda. Doña Lucía contestó al saludo del sargento, con los finos labios apretados y los ojos repentinamente humedecidos. Al instante, uno de los hidalgos salió de la estancia en busca de otra cruz que portar en la procesión. Los demás se miraron entre sí y al cabo siguieron los pasos del primero.

– Ahora, encomendándote a Dios, puedes volver a salvar la vida de don Alfonso. -Don Sancho se dirigió a Hernando por primera vez en mucho tiempo-. ¿O te da igual que muera?

¿Quería que muriese el duque? No. Hernando recordó los días en la tienda de Barrax y su huida. Era cristiano, pero era su amigo; quizá el único con quien podía contar en toda Córdoba. Además, ¿acaso no era él, Hernando, quien defendía la existencia de un único Dios, el Dios de Abraham? Siguió al hidalgo decidido a sufrir penitencia por don Alfonso. ¿Qué más daba ya todo? Sus hermanos en la fe ya estaban convencidos de su traición, nada de lo que hiciera podía empeorar el desprecio que sentían hacia él.

– ¿Cómo conseguimos ahora una cruz de madera? -oyó que preguntaba uno de los hidalgos-. No tenemos tiempo de…

– Sirven espadas, barras de hierro o simples maderos para atárnoslos por la espalda a los brazos extendidos. La cruz la formarán nuestros brazos -le interrumpió el que iba a su lado.

– O una penitencia -intervino otro-: un látigo o un cilicio.

No faltaban espadas en el palacio del duque. Sin embargo, Hernando recordó la gran y antigua cruz de madera que colgaba arrinconada en las cuadras. Según le había explicado el mozo, el duque decidió mudar el magnífico Cristo de bronce que presidía el altar de la capilla de palacio por una cruz trabajada en costosa madera de caoba traída de la isla de Cuba y la vieja, ya sin figura, fue a parar a los establos.

Era un día soleado pero frío. Al tañido de todas las campanas de la ciudad y de los lugares cercanos, la gran procesión rogativa salió de la catedral de Córdoba por la puerta de Santa Catalina: la rodeó en dirección al río, y cruzó bajo el puente entre el obispado y la catedral hasta el palacio del obispo, donde éste la bendijo desde el balcón. La procesión iba encabezada por el corregidor de la ciudad y el maestre de la catedral, a quienes seguían los veinticuatros y jurados del municipio provistos de sus pendones. Tras ellos, con los miembros del cabildo catedralicio, sacerdotes y beneficiados, iba el Santo Cristo del Punto en unas andas; los frailes de los numerosos conventos de la ciudad portaban pasos con imágenes de sus iglesias, algunas bajo palio. Más de dos mil personas con cirios o hachones encendidos en las manos, con doña Lucía y sus hijos al frente, consolados por los nobles que se habían hecho un sitio al lado de la familia del duque.

Y, por detrás de todos ellos, la procesión había congregado a cerca de un millar de penitentes. Cargado con su cruz, Hernando los observó mientras esperaban a ponerse en marcha. Igual que él, casi todos caminaban descalzos y con los torsos descubiertos. A su alrededor vio más hombres con cruces al hombro. Otros iban aspados: con los brazos en cruz, atados a espadas o hierros. Había penitentes con cilicios en piernas y cintura, hombres con los torsos envueltos en zarzas y ortigas, o con sogas en la garganta dispuestas para que otro penitente tirara de la cuerda durante el camino. Los murmullos de las oraciones de todos ellos resonaron en sus oídos y Hernando sintió un inquietante vacío interior. ¿Qué pensarían los moriscos que le viesen? Quizá entre tanta gente no llegaran a reconocerle y, en todo caso, se repitió, ¿qué importaba ya?

La procesión, con los cordobeses cayendo de rodillas a su paso, trazó el recorrido previsto por las calles de la ciudad en busca de iglesias y conventos. Cuando pasaba por algún templo de dimensiones suficientes, la rogativa cruzaba su interior, acompañada por los cánticos del coro. La fila era tan larga que la cabeza de la procesión quedaba a varias horas del paso de los penitentes. En los templos de menores dimensiones era recibida por la comunidad religiosa, que había salido a la calle con las imágenes, y entonaba misereres desde las puertas; las monjas lo hacían escondidas, desde los miradores de los conventos.

Había transcurrido un larguísimo trecho de una marcha que según el bando debía prolongarse hasta el anochecer, Hernando empezó a notar que el peso de la cruz sobre su hombro aumentaba de forma insoportable. ¿Por qué no se habría limitado a asparse como los demás hidalgos? Es más, ¿qué demonios hacía allí, destrozándose los pies, pisando los charcos de barro y sangre, rezando y cantando misereres? El viejo sargento de los tercios, por delante de él, empleando sólo su brazo útil, se encalló cuando el extremo de la cruz que arrastraba se introdujo en un hoyo de la calle. Aunque don Esteban tiró de la cruz, fue incapaz de extraerla del hoyo; los penitentes lo adelantaron, pero los que portaban cruces no pudieron hacerlo y se vieron obligados a detenerse. Un joven que presenciaba la procesión saltó de entre el público y levantó el extremo de la cruz. El sargento se volvió hacia él y se lo agradeció con una sonrisa. La rogativa continuó, con los dos portando la cruz. Tendrían que ayudarle también a él, temió Hernando al volver a iniciar la marcha haciendo un esfuerzo para tirar de los pesados maderos cruzados. ¡Le quedaba toda la tarde!

– Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo… -se sumó Hernando a los murmullos.

Ave Marías, padrenuestros, credos, salves… el murmullo de oraciones era incesante. ¿Qué hacía allí? Misereres cantados. Millares de velas, cirios y hachones. Incienso. Bendiciones. Santos e imágenes por doquier. Hombres y mujeres arrodillados a su paso, algunos gritando y suplicando con los brazos extendidos hacia el cielo en arrebatos místicos. Flagelantes con la espalda ensangrentada a su alrededor. De pronto se sintió fuera de lugar… ¡Él era musulmán!


Si la piadosa feligresía de Córdoba había sido convocada mediante anuncios y pregones, no lo fue así la comunidad morisca. Días antes de la festividad de San Lucas, párrocos, sacristanes y vicarios, jurados y alguaciles, echaron mano de los detallados censos de los cristianos nuevos y, casa por casa, los conminaron a que se presentaran en la rogativa. Como si se tratase de un domingo, el día de San Lucas, a primera hora de la mañana, con los censos en las manos, se apostaron en las puertas de las iglesias para comprobar que no faltaba ninguno a confesar y comulgar. Nadie podía permanecer en su casa; todos debían acudir a ver la procesión y a rezar por el retorno de los barcos de la gran armada que aún no habían arribado a puerto. ¡Toda España rogaba al unísono por su regreso!

– ¿A qué esperas, vieja? -El panadero morisco zarandeó a Aisha, que estaba acostada en el zaguán.

Fueron varios los hombres que, mientras salían de la casa para acudir a confesar y comulgar, la instaron a levantarse del zaguán, pero ella no les hizo caso. ¡Qué le importaban los asquerosos barcos del rey cristiano! El último en salir, el viejo panadero, no iba a permitir que la mujer se quedase allí.

– Es una procesión de nazarenos -le gritó al ver cómo Aisha se encogía en su manta, sobre el suelo-. ¡La tuya y la de tu hijo! Los justicias vigilarán que todos acudamos a la rogativa. ¿Acaso pretendes que la desgracia caiga sobre esta casa y todos nosotros? ¡Levanta!

Dos moriscos más de los que compartían la casa y que ya estaban en la calle volvieron sobre sus pasos.

– ¿Qué pasa? -preguntó uno de ellos.

– No quiere levantarse.

– Si no acude a confesar, los justicias vendrán a comprobar y sospecharán de esta casa. Los tendremos encima todos los días del año.

– Eso le he dicho -alegó el panadero.

– Mira, nazarena -dijo el tercero, acuclillándose junto a Aisha-, o vienes por las buenas o te llevaremos por las malas.

Aisha acudió a la parroquia de Santiago trastabillando entre dos jóvenes moriscos que la agarraban de las axilas sin contemplaciones. El sacristán tachó su nombre en la puerta de la iglesia, tras apartarse y mirarla con aprensión.

– Está enferma -se excusaron los jóvenes.

Lo que no pudieron obligarla fue a confesar y menos se atrevieron a acercarla al altar a comer «la torta», pero tal era la afluencia de feligreses a la iglesia, tal el alboroto y las colas en el confesionario, que nadie se percató de ello. Los justicias dieron por bueno que hubiera acudido a la iglesia. Desde allí, vigilados por un alcaide, los moriscos del barrio de Santiago se situaron en la calle del Sol, entre la parroquia de Santiago y el cercano convento de Santa Cruz, a la espera del paso de la procesión. Aisha estaba entre ellos, encogida, ajena a todo. Varias horas tuvieron que permanecer en la calle desde el tañido de campanas hasta que la rogativa, ya encaminada de regreso a la catedral, recorrió el barrio de Santiago, junto a la muralla oriental.

Aisha no habló con nadie. Hacía días que no lo hacía, ni siquiera en la tejeduría, donde aguantaba en silencio, con la mirada perdida, las increpaciones del maestro Juan Marco ante los hilos de seda mal encañados o con los colores o las medidas mezcladas. Trabajaba pensando en Fátima y en Shamir. ¡Fátima lo había conseguido! Había sufrido años de humillaciones, pero calló y aguantó, y su fuerza de voluntad y su constancia la llevaron a obtener una venganza que a ella jamás se le hubiera pasado siquiera por la imaginación. ¡Un paraíso!, recordó que decía la carta. Vivía en un paraíso. Y ella, ¿qué había hecho ella a lo largo de su vida? Vieja, enferma y sola. Observó a los vecinos que la rodeaban, como si pretendieran esconderla. Comían. Comían pan de panizo, y tortas, y dulces de almendra, y buñuelos que se habían procurado. Ninguno de ellos le ofreció un pedazo, aunque tampoco hubiera podido comerlo. Le faltaban algunos dientes y el cabello se le caía a mechones; tenía que desgajar en migas el pan duro que le dejaban cada noche. ¿Qué gran pecado habría cometido para que Dios la castigara de aquella manera? Hernando traicionaba a los musulmanes y Shamir vivía lejos, en Berbería; sus otros hijos… habían sido asesinados o vendidos como esclavos. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué no se la llevaba ya de una vez? ¡Deseaba la muerte! La llamaba cada noche que se tenía que tumbar sobre el frío y duro suelo del zaguán, pero no llegaba. Dios no se decidía a liberarla de sus miserias.

Le dolían las piernas en el momento en que el Cristo del Punto pasaba por delante de ella. Los moriscos hincaron sus rodillas en tierra. Alguien tiró de su falda para que hiciera lo mismo, pero ella no cedió y permaneció en pie, callada, sin rezar, encogida como una anciana entre los hombres arrodillados. Al cabo de un buen rato llegaron los penitentes. Después de recorrer la ciudad, muchos eran los que caían bajo el peso de las cruces y la gente se veía obligada a acudir en su ayuda. Ése no era el caso de Hernando, pero el sargento, que caminaba junto a él, ya había dejado la cruz al superar la Corredera y caminaba entre el grupo de penitentes, cabizbajo y vencido, libre de una carga que habían hecho suya dos jóvenes. Quienes portaban disciplinas aparecían ya con el cuerpo ensangrentado; los fervorosos cristianos que presenciaban la procesión se conmovían y emocionaban ante esas muestras de pasión y se sumaban a los gritos y aullidos de dolor que surgían de boca de los penitentes. Las monjas de Santa Cruz empezaron a entonar el Miserere, alzando la voz para hacerse oír entre el escándalo, animando al millar de hombres desgarrados.

Miserere mei, Deus, secundum magnam misercordiam tuam -retumbó el lúgubre cántico en la calle del Sol.

Aisha miraba sin interés el paso de aquellos desgraciados cuando entre ellos, tirando de una cruz inmensa, con la espalda llena de sangre debido a las heridas ocasionadas por el roce de la madera sobre su hombro desnudo y el rostro congestionado, vio a su hijo, que arrastraba los pies junto al resto de los penitentes: su imagen le recordó a uno de los centenares de Cristos que mostraban las iglesias y los altares callejeros cordobeses.

– ¡No! -gritó. Los dedos de las manos se le crisparon. El panadero se volvió hacia ella para encontrarse con que las mansas venas azules del cuello de la anciana aparecían ahora abultadas bajo su mentón. Sus ojos irradiaban odio-. ¡No! -volvió a gritar. Otro morisco más se volvió hacia ella. Un tercero trató de acallarla, lo que llamó la atención del alguacil, pero Aisha le sorprendió y se zafó de él con la fuerza nacida de la ira-. ¡Alá es grande, hijo! -gritó entonces. El alguacil ya se dirigía hacia Aisha.

Et secundum multitudinem miserationum tuarum, dele iniquitatem meam -se lamentaban las monjas de Santa Cruz.

Los moriscos se separaron de Aisha.

– ¡Escucha, Hernando! ¡Fátima vive! ¡Tus hijos también! ¡Vuelve con tu gente! ¡No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el env…!

No pudo terminar la profesión de fe. El alguacil se lanzó sobre ella y la hizo callar de un manotazo que le saltó un par de dientes.

Hernando, ido, loco de dolor, entre gritos y aullidos, repetía para sí aquellos cánticos quejumbrosos que llevaba escuchando todo el día: Amplius lava me ab iniquitate mea. Y tiraba de la cruz, sólo pendiente de arrastrar los pesados maderos. No se enteró del alboroto entre los moriscos. Ni siquiera volvió la cara hacia el tumulto que se había formado alrededor de su madre.

55

A finales de octubre, el rey Felipe se dirigía a todos los obispos del reino agradeciéndoles sus rogativas, pero también instándoles a que las suspendieran; consideraba imposible que transcurridos dos meses y medio desde que la armada se hubiera internado en aguas del Atlántico, retornara ya algún otro barco. Días después, el propio rey escribía una sentida carta personal a la esposa de su primo, el duque de Monterreal, grande de España, para comunicarle la muerte de don Alfonso de Córdoba y su primogénito a manos de los ingleses en las costas de Irlanda, donde naufragó su navío.

Dos marineros que escaparon de la matanza con la ayuda de los rebeldes irlandeses, y que lograron huir a Escocia primero y a Flandes después, habían relatado sin ningún género de dudas el asesinato del duque y de su hijo. Según contaron, una brigada del ejército inglés había detenido al duque y a sus hombres mientras éstos vagaban por tierras irlandesas, después de ganar la costa a nado tras el naufragio. Sin hacer el menor caso a la calidad de don Alfonso, que trató de hacer valer su condición de noble ante el sheriff, obligaron a desnudarse a todos los españoles y los ahorcaron en una colina como a vulgares delincuentes.

Hernando no se hallaba presente la mañana en que el secretario de palacio, don Silvestre, dio lectura a la carta ante todos los hidalgos, tras haberlo hecho antes en privado frente a doña Lucía. Llevaba dos días acudiendo al alcázar de los reyes cristianos, solicitando audiencia al relator, al notario o al propio inquisidor, esperando a que alguno de ellos le recibiera. Tardó casi diez días en tener conocimiento de la detención de su madre por parte de la Inquisición, hecho del que supo cuando Juan Marco, el maestro tejedor, le mandó recado devolviéndole el dinero que cada mes le hacía llegar el morisco puesto que su madre no se presentaba a trabajar en el taller. Fue el mismo aprendiz que le llevó el dinero, tan sólo un niño, quien, en presencia de varios criados de palacio, le escupió la noticia con rencor:

– Tu madre invocó al Dios de los herejes al paso de los penitentes de la rogativa. -Las monedas escaparon de la mano de Hernando y cayeron al suelo produciendo un extraño tintineo. Sintió que le flaqueaban las piernas. ¡Le habría visto en la procesión! No podía ser otra cosa-. ¡Es una sacrílega! -afirmó el niño al cesar el ruido de los dineros.

Uno de los criados asintió a las palabras del muchacho:

– Merece la máxima pena que le pueda imponer el Santo Oficio: la hoguera será poco castigo para quien es capaz de blasfemar ante una sagrada procesión.

Lo más que consiguió Hernando de la Inquisición fue que aceptaran su dinero para la alimentación de Aisha, aunque poco imaginaba que ella había decidido no comer y que rechazaba las exiguas e infectas raciones que los carceleros arrojaban a su celda.


Don Esteban fue el primero en caer de rodillas cuando el secretario puso fin a la lectura de la carta del rey. Don Sancho se santiguó en repetidas ocasiones mientras otros hidalgos imitaban al viejo sargento de los tercios. El murmullo de oraciones inconexas empezó a asolar la estancia hasta que la voz potente del capellán se alzó por encima de él:

– ¿Cómo iba Cristo a atender nuestras súplicas si al tiempo que nosotros rogábamos su intercesión, la madre de aquél a quien don Alfonso beneficiaba con su favor y amistad invocaba al falso dios de la secta de los musulmanes?

Doña Lucía, que hasta entonces había permanecido hundida en un sillón, alzó el rostro. Le temblaba el mentón.

– ¿De qué sirve una rogativa en la que se comete sacrilegio?

La duquesa desvió sus ojos llorosos hacia el hidalgo que acababa de expresarse en tales términos. En el momento en que asintió a sus palabras, otro de ellos se sumó al ataque contra Hernando.

– ¡Madre e hijo lo tenían preparado! Yo vi al morisco hacer una señal…

A partir de ahí, la corte de ociosos nobles se ensañó con Hernando.

– ¡Blasfemia!

– ¡Dios se ha sentido ofendido! -Por eso nos ha negado su gracia.

Los ojos de doña Lucía se cerraron en finas líneas. ¡No iba a permitir que el hijo de una sacrílega que había ultrajado la rogativa continuara viviendo en palacio y disfrutando del favor de quien ya no podía concedérselo!

Esa misma noche, cuando Hernando, ignorante de la muerte de don Alfonso, volvía derrotado del tribunal de la Inquisición tras esperar infructuosamente durante todo el día a que alguien le atendiese, el secretario le abordó en la misma puerta de palacio.

– Mañana por la mañana -le anunció don Silvestre- deberás abandonar esta casa. Así lo ha ordenado la duquesa. No eres digno de vivir bajo este techo. Su Excelencia, el duque de Monterreal, y su hijo han muerto defendiendo la causa del catolicismo.

El chasquido de las cadenas que unían sus tobillos cuando don Alfonso, herido, descargó su acero toledano sobre ellas junto a un riachuelo de las Alpujarras, resonó de nuevo en su cabeza. Hernando entornó los párpados. El duque, con su muerte, volvía a liberarle de una servidumbre a la que él no se atrevía a poner fin.

– Transmitidle mis condolencias a la duquesa -dijo.

– No creo que sea oportuno -se negó el secretario con acidez.

– Pues os equivocáis -replicó Hernando-. Quizá sean las únicas sinceras que vaya a recibir en esta casa.

– ¿Qué insinúas?

Hernando hizo un gesto al aire con la mano.

– ¿Qué puedo o no puedo llevarme? -inquirió.

– Tus ropas. La duquesa no quiere verlas. El caballo…

– El caballo y su equipo son míos. No necesito que nadie me permita llevármelos -dijo Hernando con firmeza-. En cuanto a mis escritos…

– ¿Qué escritos? -preguntó el secretario, con sorna.

Hernando exhaló un suspiro de fastidio. ¿Iban a humillarlo hasta el final?

– Lo sabéis bien -contestó-. Los que estoy preparando para el arzobispo de Granada.

– De acuerdo. Tuyos son.

Sentía la muerte de don Alfonso. Llegó a confiar en su pronto regreso. Apreciaba sinceramente al duque, que tanto había hecho por él, y en esos momentos también habría querido contar con su ayuda para que intercediera por su madre ante la Inquisición. Cien veces mencionó su nombre para ser recibido, pero poco parecían importarle al Santo Oficio las referencias a los nobles o grandes de España. ¡Nadie, cualquiera que fuere su calidad, estaba por encima de la Inquisición y podía presionar a sus miembros! Se dirigió deprisa hacia la torre del alminar donde tenía escondidos el evangelio de Bernabé y sus demás secretos. Silvestre era capaz de registrarle a su salida del palacio, así que decidió llevarse pocas cosas. Sacó la mano de oro de Fátima… La sostuvo en la palma de su mano unos instantes, tratando de recordar cómo brillaba allí donde nacían los pechos de su esposa, acompañándolos en sus movimientos; la joya se había oscurecido con la muerte de Fátima, pensó, igual que su vida. Por lo que respectaba a los libros y escritos, la decisión fue rápida: sólo se llevaría la copia en árabe del evangelio de Bernabé; todo lo demás, incluida la transcripción del evangelio que había realizado, sería destruido. El tratado de caligrafía de Ibn Muqla correría la misma suerte. No podía arriesgarse a que le pillaran y se lo sabía de memoria; las imágenes de las letras y los dibujos de sus proporciones aparecían ante sus ojos nada más acercar el cálamo al papel.

Por último volvió a sus aposentos y abrió el arcón para coger la bolsa en la que guardaba sus ahorros, pero no la encontró. Rebuscó entre sus pocas pertenencias. Se la habían robado. ¡Perros cristianos!, murmuró. Poco habían tardado en lanzarse a la rapiña, igual que en las Alpujarras. Sólo le quedaban los pocos dineros que llevaba encima.

Maldiciéndose por no haber puesto sus ahorros a buen recaudo, preparó un hatillo con sus ropas y escondió los pergaminos del evangelio entre sus escritos sobre el martirologio. Pasaban inadvertidos. Dejó la deslustrada mano de Fátima encima de las ropas: llevaría la joya escondida en su cuerpo. Por último se lavó para rezar. Luego, al poner fin a sus oraciones, se quedó parado en el centro del dormitorio, ¿qué haría a partir de entonces?


– Necesito dinero.

Pablo Coca no se inmutó ante las palabras de Hernando. La casa de tablaje estaba vacía; una esclava negra guineana limpiaba y ponía orden tras una noche de juego.

– Todos lo necesitamos, amigo -le contestó-. ¿Qué ha sucedido?

Hernando recordó a aquel niño que forzaba sus rasgos para conseguir mover el lóbulo de su oreja como hacía el Mariscal, y decidió confiar en él y contarle su situación. Evitó, no obstante, explicarle cómo esa misma mañana había logrado burlar la inspección a la que le sometió Silvestre.

– ¿Y eso? -había preguntado el secretario señalando los papeles que Hernando sostenía en la mano derecha, a la vista. Silvestre acababa de revolver el hatillo, tratándole como a un vulgar ratero delante de los criados que iban y venían por el patio al que daban las cuadras.

– Mi informe para el cabildo de la catedral de Granada.

El secretario hizo un gesto para que se lo entregase. Hernando se limitó a acercarle los papeles, sin soltarlos.

– Son confidenciales, Silvestre -le dijo permitiéndole no obstante leer el contenido de la primera página, en la que relataba las matanzas de Cuxurio-. Te he dicho que son confidenciales de la Iglesia de Granada -insistió entonces, echándole en cara su curiosidad-. Si el arzobispo se entera…

– ¡De acuerdo! -cedió el secretario.

– Y ahora, ¿vas a desnudarme? -ironizó Hernando pensando en la mano de Fátima que llevaba escondida en sus calzas-. ¿Acaso te gustaría? -le provocó haciendo ademán de extender los brazos. Silvestre enrojeció-. No te preocupes, llegué pobre a este palacio y salgo de él tan pobre como lo era entonces. -Hernando sonrió cínicamente hacia el secretario; ¿habría sido él el ladrón?-. Miserable, como decís vosotros.

El mozo de cuadras se negó a embridarle a Volador, vertiendo en su sola negativa todo el rencor acumulado a lo largo de los años en que se había visto obligado a servir a un morisco. Hernando lo aparejó, aunque tuvo que desembridarlo poco rato después en el mesón del Potro, donde buscó alojamiento. De la multitud de mesones que había en la plaza y sus alrededores, eligió ése porque el mesonero no lo conocía. Volador, con el hierro de las cuadras reales, el doble de grande que cualquiera de las mulas y asnos que descansaban en el patio del mesón, y la distinguida ropa que vestía, le procuraron la mejor de las habitaciones de la posada, una estancia para él solo. Una cama, un par de sillas y una mesa constituían todo su mobiliario. Adelantó el pago como si se tratase de un hombre rico, pese a que al extraer el dinero de su bolsa se percató de que tan sólo le restaban un par de monedas de dos reales. Luego, en unas hojas de papel en blanco que se llevó de palacio, escribió una carta a don Pedro de Granada Venegas explicándole su situación, la de su madre, e implorando ayuda. Poco más podría hacer por ellos, por la causa morisca, anunciaba, si caía en la miseria. En el mismo mesón del Potro encontró a un arriero que se dirigía a Granada y la bolsa se le vació definitivamente.

– Mucho del dinero que tenía -terminó explicando a Pablo Coca- se lo he dado al carcelero de la Inquisición para el sustento y atención de mi madre. El resto…

– Esta noche podrás hacer algunos beneficios -trató de animarle el coimero. Hernando hizo un gesto de disgusto-. Te servirán para ir tirando -insistió Pablo-. Al menos tendrás para pagar el mesón.

– Palomero -arguyó Hernando, utilizando el mote de su juventud- necesito mucho dinero, ¿entiendes? Tengo que comprar muchas voluntades en el alcázar de los reyes cristianos.

– De nada te servirán los dineros con la Inquisición. Cuando lo de las brujas, las Camachas, detuvieron a don Alonso de Aguilar, de la casa de Priego. ¡Un Aguilar! No hubo dinero que bastase hasta que no se aclaró el asunto y lo liberaron. Se han atrevido hasta con arzobispos…

– Mi madre tan sólo es una vieja morisca sin importancia, Pablo.

Coca pensó durante unos instantes, jugueteando con un dedo por encima del borde de un vaso. Estaban los dos sentados alrededor de una jarra de vino que les había servido la guineana.

– A menudo me llaman para organizar partidas importantes -comentó como si dudase de la posibilidad. Hernando dejó el vaso que iba a llevarse a la boca y se acercó por encima de la mesa-. No me gustan. A veces cedo y lo hago, pero… A esas partidas acuden nobles, escribanos, alguaciles, jurados, jóvenes altaneros y soberbios, hijos de grandes familias, ¡y hasta curas! Se trata de juegos de estocada en los que se mueve mucho dinero y muy rápido; no tiene nada que ver con la sangría lenta que se puede jugar en las coimas. Todos ellos son tan fulleros como cualquiera de los desgraciados que entran en mi casa de tablaje, pero prestos a desenvainar la espada si les recriminas alguna de sus burdas «flores» o ingenuas trampas. Parece como si el honor del que tanto alardean fuera suficiente para excusar una baraja tiznada.

– ¿Por qué recurren a ti?

– Siempre solicitan la ayuda de algún coimero por dos razones. En primer lugar porque no quieren humillarse acudiendo a las casas de tablaje; y, aún más importante, porque como bien sabes todas las partidas, salvo aquellas en que se juega para comer o en las que las apuestas son inferiores a los dos reales, están prohibidas. Hasta hace algunos años, cualquiera que hubiera perdido en una partida clandestina podía reclamar en el plazo de ocho días que le devolvieran lo perdido. Ahora ya no se puede reclamar esa devolución; lo perdido, perdido está, pero si alguien denuncia una partida ilegal, hay cárcel para todos, y quienes han ganado tienen que pagar una multa igual a lo que se han embolsado más un tanto por igual importe que se reparte por tercios entre el rey, el juez y el denunciante. Ahí es donde entramos nosotros, los coimeros: todos los que se sientan o saben de una mesa clandestina son conscientes de que si llegan a denunciar una partida, su vida no vale una blanca. Cualquier coimero de Córdoba, de Sevilla, de Toledo, o de allí adonde escapase el denunciante ejecutará esa sentencia aunque no haya sido él quien organizara la partida. Es nuestra ley y tenemos medios para hacerlo, nadie lo duda, y el que es jugador… un día u otro reaparece en alguna tabla.

– En cualquier caso -dijo Hernando tras pensar unos instantes las palabras de Pablo-, ¿no te gustaría aprovecharte de ellos?

Coca sonrió.

– ¡Claro! Pero me juego mi negocio si nos descubren. Los coimeros corremos un riesgo añadido: aunque no se denuncie la partida, cualquier alguacil rencoroso que hubiera perdido en ella podría hacerme la vida imposible; un veinticuatro resentido me arruinaría. Explotar una casa de tablaje conlleva una pena de dos años de destierro y si te pillan con juegos de dados, la pena es la de confiscación de todos tus bienes, cien azotes y cinco años de galeras. Y en mi casa hay dados: buen dinero me rentan…

– No tienen por qué saber que jugamos juntos. Gano yo, tú pierdes, y repartimos después. Palomero, te costó mucho esfuerzo aprender el truco del Mariscal como para desaprovecharlo con cuatro muertos de hambre. Recuerda las ilusiones que nos hacíamos entonces.

– A veces corre la sangre -dudó el coimero.

– ¡Vamos a por su dinero! -insistió Hernando.

– ¿Piensas vivir del juego? -preguntó Coca-. Al final, de una forma u otra, nos relacionarían. No puedes estar ganando siempre en mis tablas.

– No es mi intención convertirme en fullero. Tan pronto como solucione lo de mi madre, escaparé de esta ciudad. Nos iremos… a Granada, probablemente.

El coimero bebió un largo trago de vino.

– Lo pensaré -dijo después.


Pablo Coca cumplió esa primera noche con sus señas y Hernando obtuvo unos beneficios tranquilizadores. Regresó a la posada del Potro y, antes de subir a su habitación, se dirigió a las cuadras para comprobar el estado de Volador. El caballo dormitaba atado a un pesebre corrido sin separaciones; descollaba entre dos pequeñas mulas. Con los animales dormían arrieros y huéspedes que no podían pagar las habitaciones del piso superior. Volador sintió su presencia y resopló. Hernando se acercó para palmearlo.

– ¿Qué haces ahí, chiquillo? -exclamó al observar a un muchacho hecho un ovillo, acostado sobre la paja, pegado a los cascos de las manos de Volador.

El niño, que no tendría más de doce años, mostró unos inmensos ojos castaños a Hernando, pero no se levantó.

– Os cuido el caballo, señor -contestó con voz tranquila y una serenidad impropia para su edad.

– Podría pisarte mientras duermes. -Hernando le tendió una mano para que se levantase.

El chaval no hizo ademán de agarrarse a ella.

– No lo hará, señor. Volador…, os oí llamarlo así a vuestra llegada -aclaró-, es un buen animal y nos hemos hecho amigos. No me pisará. Yo os lo cuidaré.

Como si hubiese entendido las palabras del muchacho, Volador bajó la cabeza hasta dar con los belfos sobre el pelo enmarañado y sucio del niño. La ternura de la escena contrastó con los gritos, las amenazas, las trampas, las apuestas y la codicia que se vivían en la casa de tablaje y que Hernando todavía llevaba pegadas a las ropas. El morisco dudó.

– Venga, venga. Podría lastimarte -decidió-. Los caballos también duermen y, aun sin querer, podría pis…

Calló de repente. Tras una mueca de tristeza, el muchacho se esforzaba por levantarse agarrándose a una de las manos del caballo, como si pretendiera trepar por ella. Sus dos piernas no eran más que un amasijo deforme: estaban espantosamente quebradas. Hernando se agachó a ayudarle.

– ¡Dios! ¿Qué te ha sucedido?

El niño logró tenerse en pie, con las manos apoyadas sobre los hombros de Hernando.

– Lo difícil es mantenerse erguido. -Sonrió mostrando unos dientes rotos y huecos en las encías-. Si me alcanzáis esos cayados, ya podré…

– ¿Qué te ha pasado en las piernas? -preguntó Hernando, consternado.

– Mi padre las vendió al diablo -contestó el muchacho con seriedad.

Sus rostros casi se tocaban.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Hernando en un susurro.

– Mi hermano mayor tenía los brazos y las manos destrozadas. Yo las piernas. José, mi hermano mayor, me contó que hacía poco de mi alumbramiento y que lloré mucho mientras mi padre me quebraba los huesos con una barra de hierro; luego, todos estuvieron pendientes de si sobrevivía. Todos los hermanos teníamos alguna tara. Recuerdo cómo mis padres cegaron a mi hermana pequeña pasándole un hierro candente por los ojos a los dos meses de parirla. También lloró mucho -añadió el chaval con tristeza-. Se consiguen mejores limosnas con un niño tullido al lado. -Hernando notó que se le erizaba el vello-. El problema es que el rey prohíbe a los mendigos pedir caridad acompañados de niños de más de cinco años. Los diputados y los párrocos podrían quitarles la licencia para mendigar si los pillan haciéndolo con niños de más de esa edad. A mí me dejaron seguir un poco más porque era muy menudo, pero a los siete ya me abandonaron. Ya veis, señor: unas piernas por siete años de limosnas.

Hernando fue incapaz de articular una palabra. Sentía la garganta agarrotada. Sabía de los crueles procedimientos para arrancar una mísera blanca de la compasión de las gentes, pero nunca había llegado a vivir de cerca la realidad de uno de aquellos desgraciados. «¡Ya veis señor: unas piernas por siete años de limosnas!» Sus palabras eran tan tristes… Sintió un repentino impulso de abrazarle. ¿Hacía cuánto que no abrazaba a un niño? Carraspeó.

– ¿Estás seguro de que Volador no te pisará? -terminó preguntando.

Los dientes rotos reaparecieron en una sonrisa.

– Seguro. Preguntádselo a él.

Arrodillado junto a las manos del caballo, Hernando palmeó la cabeza de Volador y ayudó al niño a tumbarse por delante de sus cascos.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó mientras el crío volvía a hacerse un ovillo sobre la paja y ya cerraba los ojos.

– Miguel.

– Vigílalo bien, Miguel.

Esa noche, Hernando no durmió. Después de haber escrito a don Pedro a Granada le quedaba una sola hoja de papel en blanco, un cálamo y algo de tinta. Se sentó a la desvencijada y tosca mesa de su habitación, limpió la capa de polvo que se acumulaba sobre su tablero y a la luz de una titilante candela se dispuso a escribir con todos sus sentidos exacerbados. Su madre, Miguel, el juego, aquella lúgubre y sucia habitación, los ruidos y rumores de los demás huéspedes rompiendo el silencio de la noche… El cálamo se deslizó sobre el papel y trazó la más hermosa de las letras que había escrito nunca. Sin pensarlo, como si fuera Dios el que guiara su mano, escribió la inconclusa profesión de fe que acababa de llevar a su madre a las mazmorras de la Inquisición: «No hay otro Dios que Dios, y Muhammad es el enviado de Dios». Luego se dispuso a continuar con la oración que añadían los moriscos. Mojó el cálamo en tinta con la imagen de Hamid en su memoria. Se la había hecho rezar en la iglesia de Juviles para demostrar que no era cristiano. ¿Y si hubiese muerto entonces? «Sabe que toda persona está obligada a saber que Dios…» Se habría ahorrado una vida muy dura, pensó al volver a mojar el cálamo.


Por la mañana Volador no estaba en las cuadras; tampoco Miguel. Hernando buscó a gritos al mesonero.

– Han salido -le contestó éste-. El chico dijo que le habíais dado permiso. Uno de los muleros que dormía en el establo confirmó que le encargasteis el cuidado del caballo.

Hernando corrió ofuscado a la plaza del Potro. ¿Le habría engañado el muchacho? ¿Y si le robaban a Volador? Se detuvo nada más cruzar el umbral: Miguel, apoyado en uno de sus cayados, con las piernas retorcidas, contemplaba cómo el caballo bebía en el pilón de la fuente de la plaza; un monumento con la escultura de un potro encabritado que hacía pocos años que se había construido. El pelo de Volador brillaba al sol todavía mortecino; lo había cepillado.

– Tenía sed -explicó el muchacho sonriendo al ver a Hernando ya junto a él.

El caballo ladeó la cabeza y babeó sobre Miguel el agua que acababa de sorber. El muchacho lo apartó con el extremo de una de las muletas. Hernando los observó: parecían entenderse. Miguel imaginó lo que pasaba por su mente.

– Los animales me quieren tanto como las personas evitan mi compañía -afirmó entonces.

Hernando suspiró.

– Tengo que hacer -le dijo después, entregándole una moneda de dos reales que el chaval agarró con los ojos muy abiertos-. Cuida de él.

Se alejó en dirección a la calle del Potro y la dobló para encaminarse al alcázar, donde su madre estaba presa. En ese momento volvió la cabeza y vio cómo el muchacho se entretenía junto a la fuente, apoyado en sus cayados, jugueteando con Volador, salpicándole agua con el extremo de los dedos, ajenos los dos a todo cuanto pudiera suceder a su alrededor. Se dispuso a continuar su camino en el momento en que Miguel decidió regresar a las cuadras. No agarró el ronzal de Volador, se limitó a colgárselo de uno de sus hombros y el caballo le siguió, libre, como si fuera un perro. El morisco negó con la cabeza. Se trataba de un caballo de pura raza española, brioso y altivo. En cualquier otra ocasión se hubiera asustado de los simples saltitos con los que se desplazaba Miguel por delante de él, sobre sus muletas, procurando que sus pies tocasen lo menos posible el suelo, como si el hacerlo pudiera quebrar todavía más sus escuálidas y deformes piernas.

Llegó al alcázar de los reyes cristianos con una sensación extraña derivada de los saltitos de Miguel y la docilidad de Volador. Todavía prendado de esa escena, le sorprendió que el carcelero que hasta entonces se negaba a permitirle ver a su madre, aceptase el escudo de oro que Hernando extrajo mecánicamente de su bolsa, sin convicción alguna; lo había ganado con una veintiuna de banca, un as y un rey, que provocó mil imprecaciones por parte de los puntos que apostaban contra él.

Extrañado, siguió al carcelero hasta un gran patio con una fuente, naranjos y otros árboles, que habría sido hermoso de no ser por los lamentos que surgían desde las celdas que lo rodeaban. Hernando aguzó el oído, ¿alguno de ellos provendría de su madre? El carcelero le franqueó el paso a una celda en el extremo del patio y Hernando cruzó una puerta encastrada en sólidos y anchos muros. No. De aquella pútrida e infecta celda no provenía sonido alguno.

– ¡Madre!

Se arrodilló al lado de un bulto inmóvil en el suelo de tierra. Con manos temblorosas tanteó entre las ropas que cubrían a Aisha en busca de su rostro. Le costó reconocer en él a quien le diera la vida. Consumida, la piel le colgaba lacia de cuello y mejillas; las cuencas de los ojos aparecían hundidas y amoratadas y los labios resecos y cortados. Su cabello no era sino un amasijo sucio y enredado.

– ¿Qué le habéis hecho? -masculló hacia el carcelero. El hombre no respondió y permaneció parado bajo el ancho quicio de la puerta-. Es sólo una anciana… -El carcelero se movió de un pie a otro y frunció el entrecejo hacia Hernando-. Madre -repitió él, agarrando con las palmas de las manos el rostro de Aisha y acercándolo hasta sus labios para besarlo. Aisha no respondió a los besos. Tenía la mirada perdida. Por un momento creyó que estaba muerta. La zarandeó levemente y ella se movió.

– Está loca -afirmó entonces el carcelero-. No quiere comer y apenas bebe agua. No habla ni se queja. Permanece así todo el día.

– ¿Qué le habéis hecho? -volvió a preguntar con la voz tomada, estúpidamente empeñado entonces en limpiar con su uña una pequeña mancha de tierra que Aisha mostraba en la frente.

– No le hemos hecho nada. -Hernando volvió la mirada hacia el carcelero-. Es cierto -aseguró el hombre, abriendo las manos-. El tribunal considera suficiente la declaración del alguacil para condenarla. Ya te he dicho que no habla. No han querido torturarla. Habría muerto. -Hernando volvió a buscar infructuosamente alguna reacción por parte de Aisha-. A nadie le extrañaría que muriera… esta misma noche…

Hernando se quedó quieto, de espaldas al hombre, con su madre en los brazos, inerte. ¿Qué quería decir?

– Podría morir -repitió el hombre desde la puerta-. El médico ya lo ha anunciado al tribunal. Nadie se preocuparía. Nadie vendría a comprobarlo. Yo mismo daría parte y luego la enterraría…

¡Era eso! Por eso le había permitido visitar a Aisha.

– ¿Cuánto? -le interrumpió Hernando.

– Cincuenta ducados.

¿Cincuenta? ¡Cinco!, estuvo a punto de ofrecer, pero se mordió la lengua. ¿Acaso iba a regatear con la vida de su madre?

– No los tengo -dijo.

– En ese caso… -El carcelero dio media vuelta.

– Pero tengo un caballo -susurró Hernando, mirando a los ojos inexpresivos de Aisha.

– No te oigo. ¿Qué has dicho?

– Que tengo un buen caballo -se esforzó Hernando elevando el tono de voz-. Marcado con el hierro de las caballerizas reales. Su valor es muy superior a esos cincuenta ducados.

Quedaron para esa misma noche. Hernando trocaría a Volador por Aisha. ¿Qué le importaba el dinero? Se trataba, simplemente, de un animal quizá… quizá por la sola oportunidad de poder enterrar a su madre y de que ésta muriera en sus brazos. Igual Dios le permitía abrir los ojos en ese último instante y él debía estar ahí. ¡Tenía que estar a su lado! Aisha no podía morir sin que él disfrutara de la oportunidad de reconciliarse con ella.


Miguel permanecía sentado en el suelo al lado de Volador, mirando cómo el caballo ramoneaba un manojo de verde que le había colocado en el pesebre.

– Lo siento -le dijo Hernando, acuclillándose para revolverle el cabello-. Esta noche venderé el caballo. -¿Por qué se disculpaba?, pensó al instante. Sólo era un chiquillo que…

– No -le contestó Miguel, interrumpiendo sus pensamientos, sin hacer el menor ademán de volverse hacia él.

– ¿Cómo que no? -Hernando no sabía si sonreír o enfadarse.

En ese momento Miguel levantó la vista hacia Hernando, que se había levantado y estaba junto al caballo.

– Señor, he estado con perros, gatos, pajarillos y hasta con un mono. Siempre sé cuándo van a volver… y siempre presiento cuándo es la última vez que voy a verlos. Volador volverá conmigo -afirmó con seriedad-, lo sé.

Hernando bajó la mirada hacia las piernas quebradas del muchacho, tendidas sobre la paja.

– No te lo discutiré. Quizá sea así. Pero me temo que en ese caso no vendrá conmigo.

Con el toque de completas, Hernando sacó a Volador de las cuadras y se encaminó por la calle del Potro hacia la mezquita. Habían quedado en la plaza del Campo Real, junto al alcázar. No quiso montarse en él. Andaba sin mirar hacia atrás, tirando del ronzal. Algo apartado, Miguel les perseguía a saltitos. Hernando llegó a la plaza y se dirigió a una de sus esquinas, donde igual que en casi todo el lugar se acumulaba la basura; allí, en el muladar, sin altar alguno que iluminase la noche, se procedería al trueque. Miguel se detuvo a algunos pasos de donde Hernando se puso a escrutar en la oscuridad, esperando distinguir la figura del carcelero con su madre a cuestas. El morisco no dio ninguna importancia a la extraña posición del muchacho, ambas piernas extrañamente apoyadas en el suelo y agarrado a una sola de sus muletas; tenía la otra en su mano derecha, alzada sobre su cabeza. Volador estaba nervioso: rebufaba, manoteaba y hasta hacía ademán de cocear.

– Tranquilo -trató de calmarle Hernando-, tranquilo, bonito.

El caballo debía presentir, pensó palmeándolo en el cuello, que iba a separarse de él. En ese mismo momento una rata enorme chilló y correteó entre las piernas de Hernando y de Volador. Otra y otra más la siguieron. Hernando saltó. Volador se encabritó, se liberó del ronzal y salió galopando despavorido. Miguel, en precario equilibrio, espantaba a las ratas a golpes de muleta.

Los relinchos de Volador, espantado, llamaron la atención de todos los caballos que permanecían estabulados en las caballerizas reales, junto al alcázar, y que, a su vez, se sumaron al escándalo. El portero de las caballerizas y dos mozos de cuadra salieron a la calle que daba a la plaza del Campo Real para vislumbrar en la oscuridad un magnífico caballo tordo que galopaba suelto, arrastrando el ronzal.

– ¡Se ha escapado un caballo! -gritó uno de los mozos.

El portero iba a discutir con el mozo, seguro de que ningún animal había escapado de las caballerizas, pero calló cuando a la luz de uno de los hachones de la Inquisición, Volador mostró el hierro del rey en su anca; sin duda se trataba de un caballo de las cuadras reales.

– ¡Corred! -chilló entonces.

Hernando también corría tras Volador. ¿Cómo iba a liberar a su madre con todo aquel jaleo? El carcelero no comparecería. Miguel logró alejarse de las ratas y permanecía quieto, extasiado en la fuerza y belleza de los movimientos del caballo, odiando las piernas inútiles sobre las que se mantenía. «Volverá», musitó hacia Hernando. De las caballerizas continuaban saliendo personas, pero también del propio alcázar; lo hacían por la puerta en la que durante el día los porteros vendían paños. Hernando se detuvo irritado al contemplar cómo cerca de media docena de hombres lograban acorralar a Volador contra uno de los muros del alcázar.

Cercado, resoplando, el caballo se dejó agarrar del ronzal.

– ¡Es mío! -Hernando se acercó al tiempo que mascullaba improperios contra las ratas. ¿Cómo no lo había previsto cuando el carcelero le propuso aquel lugar?

El personal de las cuadras no tardó en comprobar que aquel animal no era uno de los potros de las caballerizas.

– Deberías poner más atención -le recriminó uno de ellos-. Podría lastimarse en la noche.

Hernando no quiso contestar y alargó la mano para coger el ronzal. ¿Qué sabrían aquellos desgraciados?

– ¿Tú no eres el que viene cada día a ver a la loca? -le preguntó entonces uno de los porteros de la Inquisición.

Hernando frunció el ceño sin contestarle. ¿Cuántas veces podría haber llegado a pedirle a ese hombre permiso para ver a su madre, mientras él, en lugar de dedicarse a sus quehaceres, atendía a la venta de paños en la plaza, escuchaba con displicencia sus súplicas y se negaba?

– Ya era hora de que vinieras a por ella -comentó entonces otro de los porteros-. Si llegas a tardar un par de días más, la encuentras muerta.

El ronzal de Volador escapó de la mano de Hernando, pero antes de que tocara al suelo, una tosca muleta se interpuso en su camino. Hernando se volvió hacia Miguel, que le sonrió con sus dientes rotos mientras deslizaba el ronzal por la muleta hasta su mano. ¿Había dicho el portero que ya era hora de que viniese a por su madre? ¿Qué significaba aquello?

– ¿Cómo…? -titubeó-. ¿Y la sentencia? ¿Y el auto de fe?

– El tribunal celebró hace unos días un autillo particular en el mismo salón de audiencias y la condenó a sambenito y oír misa cada día durante un año… aunque dado su estado, es difícil que llegue a cumplir la pena. Y tampoco interesa mucho que una loca como ella pise lugares sagrados -le espetó uno de los porteros-. Por eso celebraron el autillo. El médico aseguró que tu madre no superaría la espera hasta el próximo auto general y el tribunal quiso condenarla antes de que muriera. ¡Está loca! ¡Llévatela ya!

– Entregádmela -alcanzó a articular al tiempo que comprendía que el carcelero había pretendido estafarle.

Poco rato después, Hernando deshacía el camino hacia la posada del Potro cargando con su madre en brazos.

– ¡No hace falta que la lleves a la iglesia! -le espetó a gritos uno de los porteros.

– ¡Dios, es más liviana que una pluma! -exclamó Hernando hacia un cielo estrellado al pasar tras el muro que encerraba el mihrab de su mezquita.

Tras ellos iba Miguel con el ronzal de Volador al hombro. El caballo le seguía, manso, como si no quisiera adelantarle.

56

Los funerales del duque de Monterreal fueron tan solemnes como tristes por la imposibilidad de dar cristiana sepultura a sus cadáveres. En la catedral, el obispo clamó el nombre del sheriff de Clare, Boetius Clancy, responsable de la muerte de don Alfonso y su primogénito, y rogó a Dios que jamás le permitiera abandonar el purgatorio. Desde ese día, anunció airado, cada siete años se repetiría la misma solicitud para recordarle al Señor que el vil asesino no debía salir del purgatorio.

Quien tampoco abandonaba su particular purgatorio era Aisha. Hernando todavía no tenía noticias de don Pedro de Granada Venegas y no se atrevía a iniciar un viaje tan largo, en invierno, en el estado en que se encontraba su madre. Todos pensaron que moriría. Entregó unas monedas a la esposa y a la hija del mesonero para que limpiasen y cambiasen de ropa a su madre.

– Su cuerpo es todo huesos y pellejo -le comentó la mesonera tras abandonar la habitación-. Se la puede ver al trasluz. No aguantará mucho tiempo.

Hernando jugaba a las cartas por las noches, con mayor o menor fortuna, dejándose ganar en alguna de ellas, como le exigía Coca. A lo largo del día se empeñaba en que Aisha reaccionase, pero la mujer seguía manteniendo los ojos en blanco, sin moverse y sin aceptar comida alguna, en un silencio sólo roto por su respirar sibilante. Hernando la recostaba en el lecho y le hablaba al tiempo que, una y otra vez, le mojaba los labios con caldo de gallina, procurando que algo de alimento se deslizase por su garganta. En susurros le contaba lo que estaba haciendo por la comunidad; cómo escondió el pergamino de la Turpiana. ¡Estaba escrito en árabe, madre, y los cristianos veneran el paño de la Virgen y el hueso de san Esteban! ¿Por qué no se lo habría dicho antes? ¿Por qué no rompió su juramento? ¿Acaso Dios le hubiera echado en cara el salvar la vida de su madre? Pero nunca podría haber imaginado… ¡Era culpa suya! Fue él quien la abandonó para vivir rodeado de comodidades, como un parásito, en el palacio de un duque cristiano.

Pero transcurrían los días, Aisha no reaccionaba y Hernando se iba consumiendo junto a su madre, llorando y maldiciéndose.

– Dejadme a mí, señor -le propuso Miguel una mañana en la que le encontró al pie de las escaleras que ascendían al piso superior, dudando, con un tazón de caldo en las manos, sin atreverse a subir.

El muchacho subió agarrándose a la barandilla, con las dos muletas en una sola mano; Hernando le acompañó con el caldo.

– Ponedlo ahí, señor, junto a la cama.

Obedeció y se retiró hasta la puerta. Miguel tomó asiento a la vera de Aisha y mientras le introducía el caldo en la boca, le habló como hacía con Volador, tratándola igual que a aquellos pajarillos con los que decía haber convivido, como a un animal indefenso. Hernando permaneció largo rato parado en la puerta, observando al niño de las piernas quebradas, que sabía cuándo volvían o se irían los animales, y a su madre inerte junto a él. Le escuchó contar historias que acompañaba con risas y mil gestos, ¿de dónde podía sacar tanto optimismo un muchacho tullido al que la vida le había negado todo? ¿Qué le contaba? ¡Un elefante! Miguel estaba persiguiendo a un elefante… ¡con una barca por el Guadalquivir! Le vio simular la trompa del paquidermo, con el antebrazo doblado a la altura del codo por delante de su boca y la mano doblada, que hacía revolotear con la cuchara frente a los inexpresivos ojos de Aisha. ¿Dónde habría escuchado el muchacho la historia de un elefante? Suspiró acongojado y abandonó la habitación con el sonido de las risas de Miguel persiguiéndole -¡el elefante se había hundido a la altura del molino de la albolafia!- y, por primera vez en muchos días, ensilló a Volador y enfiló las dehesas, donde se lanzó a un frenético galope.


«Pagaréis por esta primera de cambio en banco, con seis al millar, a Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, vecino de Córdoba, la cantidad de cien ducados, a razón de trescientos setenta y cinco maravedíes cada uno de ellos…» Hernando contempló la letra de cambio que le entregó un arriero en la posada del Potro por cuenta y orden de don Pedro de Granada Venegas. Cien ducados era una cantidad considerable. No podía fallarles ahora, decía el noble en la carta que adjuntaba con la cambial. El pergamino de la Torre Turpiana había sido un excelente primer paso. Luna y Castillo traducían el damero de letras a conveniencia de la causa, pero el objetivo no podía ser otro que descubrir el evangelio de Bernabé y tratar de acercar a las dos religiones a través de María. Porque los memoriales contra los moriscos continuaban llegando al rey con propuestas a cuál más descabellada, aseguraba don Pedro. Alonso Gutiérrez, desde Sevilla, proponía reagrupar a los moriscos en aljamas cerradas de no más de doscientas familias cada una de ellas, bajo el mando de un jefe cristiano que controlaría hasta sus matrimonios; marcarlos en el rostro para que fuesen reconocidos allí donde fueren y gravarlos con importantes cargas fiscales.


Pero hay más -continuaba la carta-. Un cruel e intransigente fraile dominico llamado Bleda va mucho más lejos y sostiene, argumentándolo en la doctrina de los Padres de la Iglesia, que sería moralmente lícito que el rey dispusiese de la vida de todos los moriscos como le viniese en gana, matándolos o vendiéndolos como esclavos a otros países, por lo que propone destinarlos a galeras. De esa forma, continúa el fraile, podrían sustituirse a los muchos sacerdotes que reman en ellas por la costumbre de sus superiores de castigarlos como galeotes ante sus faltas, con el solo objeto de ahorrarse su manutención en prisión. Esa Iglesia que se considera tan misericordiosa pretende asesinar o esclavizar a miles de personas. Debemos trabajar. Todas estas propuestas se filtran hasta las comunidades moriscas y enardecen los ánimos en un círculo diabólico: cuantos más memoriales se producen, más intentos de rebelión se maquinan y, a medida que se descubren las conspiraciones, más y más argumentos tienen los cristianos para adoptar alguna de esas sangrientas soluciones. Desde otro punto de vista, la derrota de la gran armada no es cuestión baladí. Inglaterra se ha hecho fuerte y su ayuda a los ejércitos que luchan en Flandes aumentará; en Francia, la Liga cristiana promocionada y pagada por el rey español se halla en serias dificultades tras la derrota. Todo eso repercutirá en nosotros, Hernando, no te quepa duda. A medida que los españoles pierdan poder en Europa, verán en los moriscos la posibilidad de aliarse con alguna de esas potencias y adoptarán medidas de algún tipo. Las circunstancias juegan en nuestra contra. Mantenme informado de tu situación y cuenta conmigo; te necesitamos.


Quemó la carta de don Pedro, salió de la posada y después de preguntar a un alguacil dónde se emplazaba el banco de don Antonio Morales, establecimiento al que el banquero de don Pedro en Granada dirigía la letra de cambio, se encaminó a él provisto del documento y de su cédula personal. El escritorio de Morales se hallaba cerca de la alcaicería y la alhóndiga, y Hernando, bien vestido, fue recibido por el propio banquero, que le cobró el seis por millar que figuraba en la letra de cambio, le abrió un depósito por importe de noventa ducados y le libró el resto mediante siete coronas de oro, varios reales de a ocho y otros más fraccionarios.

Volvió a la posada y pagó generosamente al posadero acallando de esa manera las suspicacias del hombre, ya enterado de su condición de morisco y fullero. El asunto se había complicado con la presencia de una penitenciada por la Inquisición.

– No sé si tenéis licencia para vivir en esta parroquia -le dijo unos días antes-. Comprendedlo. Si viniese el alguacil… Los cristianos nuevos necesitáis permiso de los párrocos para cambiar de residencia.

Hernando le calló mostrándole el salvoconducto expedido por el arzobispado de Granada.

– Si puedo moverme con libertad por los reinos de España -alegó-, ¿cómo no voy a poder hacerlo por una simple ciudad?

– Pero la mujer… -insistió el posadero.

– La mujer va conmigo. Es mi madre.

Le contestó con dureza, pero acompañó sus palabras con algunas monedas más.

Sin embargo, era consciente de que aquella situación no podía eternizarse. Don Pedro le había mandado dinero, sí, pero también le rogaba que trabajase en el proyecto, y en la posada no podía hacerlo. Dormía en el suelo, ya que el lecho lo ocupaba Aisha, que permanecía en el mismo estado en el que había abandonado las mazmorras de la Inquisición. Miguel la cuidaba cada día con afecto y cariño, hablándole, contándole historias, acariciándola y riendo, siempre riendo, salvo cuando exigía ayuda a la mujer e hija del posadero para que la limpiasen o la cambiasen de postura a fin de que no se llagase.

– ¿Has logrado que coma? -le preguntó un día Hernando.

– No lo necesita, señor -contestó el muchacho-. De momento le sigo dando caldo de gallina. Es suficiente alimento para una mujer en su estado. Ya comerá si quiere.

Hernando dudó y se llevó la mano al mentón. No se atrevió a preguntarle si aquel animalillo volvería o se iría, pero sí que se dio cuenta de que el muchacho, parado sobre sus muletas, frente a él, sabía qué era lo que pasaba por su cabeza.

Miguel sonrió, pero no dijo nada.

Hernando comprendió que con Aisha en aquel estado no podía dejar Córdoba. Mientras tanto, podía alquilar una casa y buscar trabajo. Con caballos. Era un buen jinete. Quizá algún noble le contratase como domador o como caballerizo, incluso como mozo de cuadras. ¿Por qué no? Si eso fallaba, también sabía escribir y llevar cuentas; alguien podría estar interesado. Y por las noches se dedicaría a trabajar en el evangelio, que seguía manteniendo escondido entre unos papeles por los que, al contrario de lo que sucedía en el palacio del duque, nadie mostró interés en sus ausencias de la posada; allí nadie sabía leer.

Sus pensamientos le llevaron a la casa de tablaje de Coca. La esclava guineana le franqueó el paso. Quizá Coca supiera de alguna vivienda que pudiera alquilar…

– ¡Mira por dónde! -le espetó el coimero, que contaba los dineros ganados en la noche anterior-, precisamente ahora iba a ir en tu busca.

Hernando avanzó hacia la mesa a la que se sentaba Coca.

– ¿Sabes de alguna casa, en alquiler por la que no pidan demasiada renta? -le preguntó de sopetón mientras se dirigía hacia él. Coca enarcó las cejas-. Pero ¿por qué ibas a ir en mi busca? -cayó en la cuenta.

– Espera. -Coca terminó de calcular los beneficios de las tablas, despidió a la guineana y, solos en la coima, se enfrentó con seriedad a su visitante-. Esta noche hay una gran partida -anunció.

Hernando dudó.

– ¿No te interesa? -se sorprendió el coimero.

– Sí…, creo que sí. Yo… -Dudó si contarle lo de los cien ducados que acababa de recibir de don Pedro. Había sido él quien le insistiera en aquella partida, pero ahora… los cien ducados le proporcionaban una seguridad de la que no disponía entonces. Era el dinero que le garantizaba los cuidados de su madre, el poder alquilar una casa… ¿Cómo iba a jugarse los ducados que su protector le había mandado para que pudiera trabajar por la causa morisca?-. Tengo cien ducados -terminó confesando-. Me los ha prestado un conocido…

– No me interesan tus ducados -le sorprendió Coca.

– Pero…

– Te conozco. En este negocio he aprendido a distinguir a la gente. La huelo, presiento sus reacciones. Viniste a mí diciendo que no tenías dinero. Si ahora que dispones de él, tienes que arriesgarlo, no lo harás. No eres un jugador. -Coca se agachó y agarró algo a sus pies: dos bolsas llenas de monedas que dejó caer sobre la mesa-. Aquí están nuestros dineros -dijo entonces-. Sinceramente, en circunstancias normales nunca jugaría contigo como cómplice de fullerías, pero eres el único que conoce mi secreto y el único que lo conocerá; el único con el que puedo hacerlo y de las pocas personas, quizá la única también, a quien le debo gratitud como amigo. Y quiero ganarles. Mucho dinero. Cuanto más mejor. Ésta debe ser nuestra noche.

– Pero tu dinero… -exclamó Hernando, sorprendido-. ¡Ahí debe de haber una fortuna!

– Sí, la hay. Olvídate de lo que has venido jugando aquí por las noches, eso es otro mundo. Si cuentas en reales te descubrirán… y contigo, a mí. Son escudos de oro; eso es lo que se mueve en cada mano. Tienes que convencerte de que un escudo de oro no tiene más valor que el de una blanca. ¿Te ves capaz?

Hernando no dudó:

– Sí.

– Es peligroso. Eso es lo primero que quiero que comprendas. Nadie debe saber de nuestra amistad.


La partida se organizó en la casa de un rico mercader de paños tan soberbio y pedante como temerario a la hora de apostar a los naipes.

Ya anochecido, Hernando recorrió nervioso la escasa distancia que separaba la posada del Potro de la calle de la Feria, donde vivía el mercader, agarrado a la abultada bolsa de dinero y pensando en las instrucciones que le había proporcionado Pablo Coca. Debían sentarse el uno delante del otro para que Hernando pudiera llegar a ver el lóbulo de su oreja. Apostaría fuerte incluso en el supuesto de que Coca no le hubiera hecho señal alguna; no podía ser que sólo lo hiciera en el momento de ganar.

– Procura no hablarme más que a los otros -le instruyó también-, pero mírame directamente, como a los demás jugadores, como si pretendieras adivinar mi juego por mi semblante. Piensa que no jugaré por mí, sino por ti y que, si tenemos suerte y usan nuestras barajas, conoceré los naipes; en otro caso, sólo podré ayudarte con los míos. Juega con decisión pero no pienses que son tontos; saben lo que se hacen y por lo general usan de tantas fullerías como cualquiera de los que frecuentan las casas de tablaje. Pero por encima de todo recuerda siempre una cosa: el honor de esta gente los lleva muy rápido a echar mano a su espada, y tratándose de partidas prohibidas, existe un pacto de silencio si alguien hiere o mata a otro.

Un criado acompañó a Hernando a un salón bien iluminado y lujosamente adornado con tapices, guadamecíes, muebles de madera brillante y hasta un gran cuadro al óleo en el que se representaba una escena religiosa que llamó la atención del morisco. En la estancia ya se hallaban presentes, ocho personas, en pie, que charlaban en voz baja, emparejados. Pablo estaba entre ellos.

– Señores -el coimero llamó la atención de dos parejas que se hallaban cerca de la puerta por la que acababa de entrar su compañero-, les presento a Hernando Ruiz.

Un hombre grande y fuerte cuya lujosa indumentaria destacaba por encima de todas las demás, fue el primero en tenderle la mano.

– Juan Serna -lo presentó Pablo-, nuestro anfitrión.

– ¿Traéis dinero con vos, señor Ruiz? -inquirió socarronamente el mercader mientras se saludaban.

– Sí… -titubeó Hernando ante alguna carcajada por parte de los jugadores que se habían acercado.

– ¿Hernando Ruiz? -preguntó en ese momento un anciano de hombros hundidos, vestido completamente de negro.

– Melchor Parra -dijo Pablo, presentándole-, escribano público…

El anciano hizo al coimero un autoritario gesto con la mano para que callase.

– ¿Hernando Ruiz -repitió-, cristiano nuevo de Juviles?

Hernando evitó mirar a Pablo. ¿Cómo sabía aquel anciano que era morisco? ¿Querrían jugar con un cristiano nuevo?

– ¿Cristiano nuevo? -oyó que se interesaba otro de los jugadores que se habían acercado a saludarle.

– Sí -afirmó entonces-, soy Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles.

Pablo trató de intervenir, pero el mercader se lo impidió.

– ¿Tienes dinero? -volvió a preguntar como si el hecho de que fuera morisco le importase poco.

– A fe mía que sí, Juan -saltó el anciano cuando Hernando pretendía mostrar su bolsa-. Acaba de heredar un legado del duque de Monterreal, a quien Dios tenga en su gloria. Yo mismo abrí y leí el testamento unos días antes del funeral. Don Alfonso de Córdoba efectuó una manda de bienes ajenos al mayorazgo. A mi amigo Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, a quien le debo la vida, decía. Lo recuerdo como si lo estuviera leyendo ahora mismo. ¿Vienes a jugarte tu herencia? -terminó preguntando con cinismo.


Aquella noche en casa del mercader de paños, Hernando no logró concentrarse en los naipes. ¡Una herencia! ¿De qué se trataría? El escribano no se lo dijo y él tampoco tuvo oportunidad de hacer un aparte para preguntárselo puesto que, con su llegada, Juan Serna dispuso que se iniciase el juego de inmediato. Pablo Coca se sentó a la mesa con semblante de preocupación; Hernando ni siquiera buscó un lugar enfrentado a él y tuvo que ser el coimero quien se las arreglase para que pudieran jugar el uno delante del otro. Sin embargo, mano tras mano, Coca empezó a relajarse: Hernando jugaba distraído, apostaba fuerte y perdía algunos lances pero machacaba mecánicamente la mesa tan pronto como percibía el movimiento del lóbulo de la oreja de su cómplice. La partida se prolongó durante toda la noche sin que nadie llegara a sospechar del juego cruzado entre ambos. Los desplumaron a todos. Serna, igual que el escribano, perdió casi quinientos ducados que pagó en oro a Hernando, exigiendo con caballerosidad mal disimulada la revancha. Los demás jugadores, Pablo incluido, le pagaron sumas menos importantes pero de consideración. Un joven pretencioso, hijo de la nobleza, que durante la noche llegó a insultar a un Hernando imperturbable, perdido en sus propias elucubraciones acerca de la herencia, se tragó el orgullo poniendo encima de la mesa su espada de empuñadura trabajada en oro y piedras preciosas, y su anillo grabado con el escudo de armas de la familia.

– Firma un papel conforme son mías -le exigió el morisco al percatarse de que el ofendido joven hacía ademán de dar la espalda a la mesa.

El viejo escribano también se vio obligado a firmar un papel, pero en este caso de reconocimiento de deuda a favor de Hernando, puesto que no le alcanzaba el dinero que traía en la bolsa y le habían permitido jugar al fiado. Lo hizo con mano temblorosa. Renegaba por la pequeña fortuna que acababa de dejarse en la mesa y rogaba tiempo para satisfacer su deuda. Hernando dudó.

Sabía que los compromisos de pago derivados del juego no eran legales y que ningún juez los ejecutaría, pero Pablo le hizo un casi imperceptible gesto para que consintiera. Pagaría, el escribano pagaría.

Salieron de la casa de la calle de la Feria. El sol brillaba y los cordobeses ya trajinaban por las calles. Hernando, escoltado a una distancia prudencial por dos vigilantes de la coima, armados, que Pablo tuvo la precaución de apostar a la puerta ante la previsión de importantes ganancias, siguió los pasos del viejo escribano. Le dio alcance cerca de la plaza del Salvador.

– No habéis tenido una noche afortunada, don Melchor -le comentó mientras acompasaba su caminar al del disgustado escribano. El anciano masculló unas palabras ininteligibles-. Me hablasteis de un legado a mi favor.

– Tendrás que aclararte con la duquesa y los comisarios de la herencia nombrados por don Alfonso, que en paz descanse -soltó el escribano de malos modos.

Hernando lo agarró del antebrazo, lo obligó a detenerse e incluso lo volvió hacia él con violencia.

Un par de mujeres que se cruzaron con ellos los miraron sorprendidas antes de continuar su camino cuchicheando. Los vigilantes de Pablo Coca se acercaron.

– Mirad, don Melchor, haremos otra cosa: vos arreglaréis mi situación y con prontitud, ¿entendéis?, puesto que en caso contrario no esperaré el plazo de gracia que habéis solicitado. Si lo hacéis así, yo os devolveré vuestro compromiso de pago… gratuitamente.

57

Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticias dellos, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad se hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera, si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba, en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas, y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mismo don Quijote con diferentes epitafios de su vida y costumbres.

Miguel de Cervantes por boca

de Cide Hamete Benengeli, morisco.

El Quijote, primera parte, capítulo LII


Una casa patio en el barrio de Santa María, cerca de la catedral, en la calle Espaldas de Santa Clara y una serie de hazas de regadío próximas a Palma del Rio, alrededor de un cortijillo abandonado, que rentaban cerca de los cuatrocientos ducados anuales, más tres pares de gallinas, quinientas granadas y otras tantas nueces, tres fanegas de aceitunas que cada semana le traían unos u otros arrendatarios, ciruelas y una cantidad semanal de hortalizas de invierno o de verano. Tal fue la manda que, entre otras pías para el pago de la dote a favor de doncellas casaderas sin recursos, o para la redención de cautivos, dispuso don Alfonso de Córdoba en favor de quien le había salvado la vida en las Alpujarras. Melchor Parra y los comisarios de la herencia del duque le entregaron su legado sin más problema que la envidia y los insultos que con cierto sarcasmo le trasladó el escribano y que, a su decir, habían salido de boca de la retahíla de cortesanos a los que ni siquiera les había tocado una blanca en la herencia, que eran todos.

– Parece que ninguno de ellos te tiene simpatía -le dijo el escribano sin esconder su satisfacción, mientras el morisco procedía a la firma de sus títulos de propiedad.

Hernando no contestó. Terminó de firmar y se irguió frente al anciano. Buscó el reconocimiento de deuda en el interior de sus ropas y en presencia de los comisarios de la herencia se lo entregó.

– Es un sentimiento recíproco, don Melchor.

Tras pasar cuentas con Pablo, que se encaprichó de la espada y el anillo del joven noble, perdonar el crédito del escribano y devolver los cien ducados a don Pedro de Granada Venegas, a Hernando le restaba una buena cantidad de dinero hasta que empezase a disfrutar de su nueva casa y de sus rentas.

La vida volvía a tomar un giro inesperado.


– Está arrendada, señor -se lamentó Miguel, los dos parados frente a la casa patio en la calle Espaldas de Santa Clara, después de que su señor le ordenó que dispusiese lo necesario para trasladar a su madre y a Volador a su nuevo domicilio-. Deberéis esperar a que finalice el contrato de alquiler.

– No -afirmó Hernando con contundencia-. ¿Te gusta? -Miguel silbó por entre sus dientes rotos admirando el magnífico edificio-. Bien, vamos a hacer lo siguiente: cuando me vuelva a la posada, vas y preguntas por la señora de la casa. La señora, Miguel, ¿has entendido?

– No me lo permitirán. Creerán que vengo a pedir limosna.

– Inténtalo. Diles que eres el criado del nuevo propietario. -Miguel casi perdió el equilibrio sobre sus muletas al volverse bruscamente hacia Hernando-. Sí. No creo que ni mi madre ni mi caballo pudieran encontrar mejor sirviente que tú. Inténtalo, estoy seguro de que lo conseguirás.

– ¿Y si lo consigo?

– Le dices a la señora que a partir de ahora deberá pagar la renta a su nuevo casero: el morisco Hernando Ruiz, de Juviles. Que se entere bien de que soy morisco, y granadino expulsado de las Alpujarras, de los que se alzaron en armas, y de que pese a todo ello, soy su nuevo casero. Repíteselo varias veces si es menester.

Los inquilinos, una acaudalada familia de tratantes en seda, no tardaron una semana en poner la casa patio a disposición de Hernando, una vez confirmaron con el secretario de la duquesa que efectivamente éste era el nuevo propietario. ¿Qué cristiano viejo bien nacido iba a permitir que su casero fuera un morisco?


El patio abierto a la luz del sol; el aroma de las flores que lo inundaban y el agua corriendo sin cesar en su fuente parecieron revivir a Aisha. Algunos días después de que tomaran posesión de la casa, con Miguel atendiendo a la mujer, explicando historias en voz alta mientras saltaba de un lado a otro y cortaba flores que dejaba en el regazo de la enferma, Hernando observó que su madre movía ligeramente la mano.

Las palabras que pronunció Fátima el día en que él se encontró a sus hijos recibiendo clases en el patio de su primera casa, tornaron a su memoria con fuerza: «Hamid ha dicho que el agua es el origen de la vida». ¡El origen de la vida! ¿Sería posible que su madre se recuperase?

Acudió esperanzado a donde se encontraba la curiosa pareja. Miguel narraba casi a voz en grito la historia de una casa encantada.

– Las paredes cimbreaban como cañas al viento… -decía en el momento en que el morisco llegó hasta él.

Hernando le sonrió y después fijó la mirada en su madre, encogida en una silla junto a la fuente.

– Se os va a ir, señor -oyó que le anunciaba el tullido a su lado.

Hernando se giró hacia él con brusquedad.

– ¿Cómo…? ¡Pero si está mejor!

– Se va, señor. Lo sé.

Cruzaron sus miradas. Miguel se la sostuvo unos instantes y entrecerró los ojos asegurando su premonición. Negó con la cabeza, levemente, como compartiendo el dolor de Hernando, y continuó con su historia.

– La pared del dormitorio donde dormía la muchacha desapareció por arte de magia, señora María. ¿Os lo imagináis? Un enorme hueco…

Hernando hizo caso omiso a la narración, se acuclilló frente a su madre y la acarició en una rodilla. ¿Sería posible que Miguel fuese capaz de predecir la muerte? Aisha pareció reaccionar al contacto de su hijo y volvió a mover una mano.

– Madre -susurró Hernando.

Miguel se acercó.

– Déjanos, te lo ruego -le pidió Hernando.

El tullido se retiró a las cuadras y Hernando tomó la mano descarnada de Aisha entre las suyas.

– ¿Me oyes, madre? ¿Eres capaz de entenderme? -sollozó apretando aquella mano débil-. Lo siento. Es culpa mía. Si te hubiera contado… Si lo hubiera hecho, esto no habría sucedido. Nunca he dejado de luchar por nuestra fe.

Luego relató cuanto había hecho y el trabajo que le había encargado don Pedro; ¡todo aquello que pretendían conseguir!

Cuanto terminó, Aisha no hizo movimiento alguno. Hernando escondió el rostro en su regazo y se entregó al llanto.

Cuatro días transcurrieron hasta que se cumplió el presagio del joven; cuatro largos días en los que Hernando, a solas con su madre, repasó una y otra vez su vida mientras ella se consumía hasta que una mañana, serenamente, dejó de respirar.


No quiso pagar entierros ni funerales. Miguel torció el gesto en el momento en que oyó cómo Hernando se lo comunicaba al párroco de Santa María, al que avisó tarde a propósito, Aisha ya cadáver, para que acudiese a otorgar la extremaunción y la diese de baja en el censo de moriscos de la parroquia.

– Aunque fuese mi madre, estaba endemoniada, padre -trató de excusarse ante el sacerdote, a quien no obstante entregó unas monedas por unos servicios que no llegaría a prestar-. La propia Inquisición así lo determinó.

– Lo sé -contestó el párroco.

– No puedo explicártelo -se excusó después con Miguel, que había escuchado sus palabras con estupor.

– ¿Endemoniada decís, señor? -chilló el joven llegando a perder el equilibrio-. Aun en su silencio, su madre sufría más… ¡que yo cuando me utilizaban para pedir limosna! Merecía un entierro…

– Yo sé lo que merece mi madre, Miguel -le interrumpió, tajante, Hernando.

No lo habría podido conseguir si él hubiese pagado y Aisha hubiera sido enterrada en el cementerio parroquial, pero sí en las fosas comunes del campo de la Merced, donde la vigilancia era inexistente. ¿Quién iba a velar por unos cadáveres cuyos parientes no habían estado dispuestos a proporcionarles un buen entierro cristiano?

– Vuelve a casa -ordenó a Miguel una vez hubieron presenciado cómo los sepultureros, sin el menor respeto, lanzaban el cadáver a la fosa.

– ¿Y vos qué vais a hacer, señor?

– Vuelve, te he dicho.

Hernando acudió en busca de Abbas, por quien preguntó en las caballerizas; le permitieron entrar y se plantó en la herrería. Lo encontró mucho más viejo que la última vez que hablaron, cuando la comunidad se negaba a admitir sus limosnas. El herrador también vio deterioro en el aspecto del nazareno.

– Dudo que alguien quiera ayudarte -afirmó el herrador de malos modos, después de que Hernando le explicase el porqué de su visita.

– Lo harán, si tú así lo exiges. Pagaré bien.

– ¡Dinero! Eso es todo cuanto te interesa. -Abbas le miró con desprecio.

– Estás equivocado, pero no pienso discutir contigo. Mi madre era una buena musulmana, tú lo sabes. Hazlo por ella. Si no lo haces, tendré que recurrir a un par de cristianos borrachos del Potro y entonces todos corremos el riesgo de que se sepa cómo enterramos a nuestros muertos y de que la Inquisición investigue. Te consta que los curas serían capaces de levantar todo el camposanto.

Esa noche le acompañaron dos jóvenes fuertes y una mujer anciana; ninguno quiso cobrarle, pero tampoco le dirigieron la palabra. Salieron de la ciudad hacia el campo de la Merced por un portillo abandonado en las murallas. A la luz de la luna, en el camposanto desierto, los jóvenes moriscos exhumaron el cadáver de Aisha allí donde les señaló Hernando, y se lo entregaron a la anciana mientras ellos empezaban a cavar un hoyo largo y estrecho en tierra virgen, hasta la altura de la mitad de un hombre.

La anciana venía preparada: desnudó al cadáver y lavó el cuerpo; luego lo frotó con hojas de parra remojadas.

– ¡Señor! Perdónala y apiádate de ella -recitaba en susurros una y otra vez.

– Amén -contestaba Hernando de espaldas a la mujer, la vista nublada por las lágrimas sobre una Córdoba oscura. La ley prohibía mirar el cadáver a quien no lo limpiase, aunque tampoco se hubiera atrevido a infringir aquella norma.

– ¡Señor Dios!, perdóname -rogó la anciana por haber tocado el cadáver, después de poner fin a la purificación-. ¿Has traído lienzos? -preguntó a Hernando.

Sin girarse hacia la mujer, le entregó varios lienzos de lino blanco con los que ésta envolvió el diminuto cuerpo de Aisha. Los jóvenes, ya cavado el hoyo, hicieron ademán de coger a su madre para enterrarla, pero Hernando se lo impidió.

– ¿Y la oración por el difunto? -les preguntó.

– ¿Qué oración? -escuchó que inquiría a su vez uno de ellos.

Quizá alcanzaran la edad de veinte años, pensó entonces Hernando. Habían nacido ya en Córdoba. Todos aquellos jóvenes apartaban el estudio, el conocimiento del libro revelado o las oraciones, y las sustituían, simplemente, por un odio ciego hacia los cristianos con el que trataban de sosegar sus almas. Probablemente sólo supieran la profesión de fe, se lamentó.

– Dejad el cuerpo junto a la fosa y, si lo deseáis, idos.

Entonces, a la luz de la luna, alzó los brazos e inició la larga oración del difunto: «Dios es muy grande. Alabado sea Dios, que da la vida y la muerte. Alabado sea Dios, que resucita a los muertos. Suya es la grandeza, suya es la sublimidad, suyos el señorío…».

Los jóvenes y la anciana permanecían quietos tras él, mientras recitaba la plegaria.

– ¿Es éste a quien llaman el nazareno? -susurró uno de los jóvenes al otro.

Hernando terminó de rezar; introdujeron a Aisha en la fosa, de lado, mirando hacia la quibla. Antes de que la cubrieran con piedras sobre las que a su vez echarían tierra para que no se notase el enterramiento, introdujo la carta de la muerte entre los lienzos de lino, de caligrafía perfecta, escrita esa misma tarde con tinta de azafrán en íntima comunión con Alá.

– ¿Qué haces?

– Pregúntaselo a tu alfaquí -replicó Hernando hoscamente-. Podéis iros. Gracias.

Los jóvenes y la anciana se despidieron de él con un gruñido y Hernando se quedó solo al pie de la tumba. Había sido una vida realmente dura la de su madre. Por su memoria desfilaron los recuerdos, pero a diferencia de muchas otras ocasiones en que se amontonaban caóticamente, en ésta lo hicieron despacio. Durante un buen rato permaneció allí, alternando las lágrimas con nostálgicas sonrisas. Ahora ya descansaba, trató de tranquilizarse antes de volver a la ciudad.

De camino, ya cruzada la muralla por el mismo hueco, escuchó un sordo pero conocido repiqueteo a sus espaldas. Se detuvo en el centro de una callejuela.

– No te escondas -dijo en la noche-. Ven conmigo, Miguel.

El muchacho no lo hizo.

– Te he oído -insistió Hernando-. Ven.

– Señor. -Hernando trató de localizar de dónde procedía la voz. Sonaba triste-. Cuando me tomasteis como criado, dijisteis que me necesitabais para cuidar de vuestra madre y de vuestro caballo. María Ruiz ha muerto y al caballo… ni siquiera puedo embridarlo.

Hernando notó cómo un escalofrío le recorría el cuerpo.

– ¿Crees que podría echarte de mi casa sólo porque mi madre ha muerto?

Transcurrieron unos instantes antes de que el repiqueteo de las muletas rompiera el silencio que se hizo tras su pregunta. En la oscuridad, Miguel llegó hasta él.

– No, señor -contestó el tullido-. No creo que lo hicierais.

– Mi caballo te aprecia, lo sé, lo veo. En cuanto a mi madre…

La voz de Hernando se quebró.

– La queríais mucho, ¿verdad?

– Mucho -suspiró Hernando-. Pero ella no…

– Murió confortada, señor -afirmó Miguel-. Lo hizo en paz. Escuchó vuestras palabras, podéis estar tranquilo por ello.

Hernando trató de vislumbrar el rostro del tullido en la noche. ¿Qué decía?

– ¿A qué te refieres? -inquirió.

– A que ella entendió vuestras explicaciones y supo que no habíais traicionado a vuestro pueblo. -Miguel hablaba cabizbajo, sin atreverse a levantar la vista del suelo.

– ¿Qué es lo que sabes tú de eso?

– Debéis perdonarme. -El muchacho posó entonces sus sinceros ojos en Hernando-. Sólo soy un mendigo, un pordiosero. Nuestra vida siempre ha dependido de lo que podíamos escuchar, en las calles, tras una esquina…

Hernando negó con la cabeza.

– Pero soy leal -se apresuró a añadir Miguel-, nunca os descubriría, nunca lo haría con personas como vos, ¡lo juro!, aunque me quebraran los brazos.

Hernando dejó transcurrir unos instantes. En cualquier caso, ¿cómo podía aquel muchacho asegurar que su madre había muerto confortada?

– Han sido muchas las veces que he deseado la muerte -comentó el tullido como si adivinase sus pensamientos-. Han sido muchas las ocasiones que he estado a sus puertas, enfermo en las calles, solo, despreciado por las gentes que se apartaban para no pasar a mi lado. He vivido en su estado, y en ese limbo he conocido decenas de almas como la de la señora María, todas a las puertas de la muerte; unas tienen suerte y entran, otras son rechazadas para continuar sufriendo. Lo supo. Os escuchó. Os lo aseguro. Lo sentí.

Hernando permaneció en silencio. Algo en aquel muchacho le hacía confiar en él, creer sus palabras. ¿O era sólo su propio deseo de que su madre hubiera muerto en paz? Suspiró y rodeó los hombros del chico con el brazo.

– Vamos a casa, Miguel.


– Lo comprobé, señora. -Efraín, ya de regreso a Tetuán, levantó la voz ante los constantes gemidos de incredulidad por parte de Fátima al escuchar el mensaje de Aisha. El anciano judío, que le había acompañado al palacio de Brahim, llevó la mano al antebrazo de su hijo para que se calmase-. Lo comprobé -repitió Efraín, esta vez con calma, ante una Fátima que no dejaba de pasear arriba y abajo de la lujosa estancia que se abría al patio-. Cuando terminé de hablar con Aisha, vino en mi busca el herrador de las caballerizas reales…

– ¿Abbas? -saltó Fátima.

– Un tal Jerónimo… Él fue quien me indicó dónde vivía la mujer. Debió de seguirme y esperó a que finalizase de conversar con ella para atajar mi camino y asaltarme a preguntas…

– ¿Le contaste algo de mí? -volvió a interrumpirle Fátima.

– No, señora. Le conté lo que tenía preparado por si las cosas no salían bien: que buscaba a Hernando porque disponía de un excelente caballo de pura raza árabe entregado en pago de una partida de aceite, y que quería que él lo domara…

– ¿Y?

– No me creyó. Insistió en preguntar el porqué de la carta que Aisha había roto en pedazos sobre el Guadalquivir, pero no cedí. Os lo aseguro.

– ¿Qué te dijo Abbas? -inquirió Fátima parada frente al joven, en tensión. Acababa de escuchar de Efraín acerca de la situación de Aisha; le había hablado de sus evidentes achaques y de la vejez que arrastraba por las calles. Quizá…, quizá se hubiera vuelto loca, especuló Fátima. ¡Pero Abbas no podía mentir! Era amigo de Hernando y habían trabajado codo con codo, jugándose la vida por la comunidad. Abbas no. Él no podía mentir.

Efraín titubeó.

– Señora…, ese Jerónimo, o Abbas como vos lo llamáis, me confirmó todo cuanto me acababa de contar la madre. Esa noche, el herrador me ofreció la hospitalidad de la casa de un tal Cosme, amigo suyo y hombre respetado por la comunidad morisca cordobesa. Ambos repitieron, con mayor detalle, las palabras de Aisha; justo después de que se os creyera muerta, porque os creen muerta, señora, a vos y a vuestros hijos… -Fátima asintió con un suspiro-. Bien, pues justo después de eso, no habría transcurrido ni un año, cuando vuestro esposo se fue a vivir al palacio del duque de Monterreal. Rezuman odio hacia el nazareno, señora. -El padre de Efraín se removió inquieto ante el apodo utilizado por su hijo, pero Fátima no se inmutó; su expresión se endureció y mantenía los puños fuertemente apretados-. Toda la comunidad morisca lo odia por sus actos y su traición; lo comprobé con varios vecinos moriscos de la casa de Cosme. Lo siento -añadió el joven al cabo de unos instantes de silencio.

Durante el transcurso del largo viaje del joven Efraín desde Tetuán a Córdoba y su regreso, Fátima había especulado con mil posibilidades: que Hernando hubiera rehecho su vida y que se negara a abandonar la capital de los califas, ¡lo hubiera entendido! Incluso…, incluso llegó a plantearse que pudiera haber fallecido, sabía de la terrible epidemia de peste que había diezmado la población de Córdoba seis años atrás. Pudiera ser que tampoco quisiera abandonar el puesto de jinete de las caballerizas reales que tanto le satisfacía, o que sencillamente decidiera que la comunidad lo necesitaba allí, en tierras cristianas, copiando el libro revelado, los calendarios o las profecías… ¡Eso también lo hubiera entendido! Pero jamás llegó a pasar por su imaginación que Hernando hubiera traicionado a sus hermanos y a sus creencias. ¿Acaso no había sido ella misma quien renunció a su libertad para entregar aquellos dineros por la manumisión de un esclavo morisco?

– ¿Y dices…? -Fátima dudó. Era la época en que vivían juntos, los años del levantamiento de las Alpujarras en los que sufrieron mil y una calamidades por su Dios, con Ubaid y Brahim maltratándoles y humillándoles. ¿Cómo podía haberlo mantenido en secreto? Hernando le había contado de su fuga de la tienda de Barrax con aquel noble cristiano, pero ¿cómo podía haber callado la verdad después de los sacrificios que ella misma hizo por unirse en matrimonio? ¡Había perdido a su pequeño Humam en aquella guerra santa!-. ¿Dices que ya en las Alpujarras salvó la vida de varios cristianos?

– Sí, señora. Se sabe con certeza del noble que lo acogió en su palacio y de la esposa de un oidor de la Cancillería de Granada, pero la gente habla de muchos más.

Fátima estalló. Los gritos e insultos que surgieron de su garganta resonaron en la estancia. Anduvo airada hasta el patio, en donde levantó los brazos al cielo y dejó escapar un aullido de rabia y dolor. El viejo judío hizo una seña a su hijo y ambos abandonaron el palacio.

Pocos días después, Fátima llamó a Shamir y a su hijo, Abdul, y les contó cuanto sabía de Hernando.

– ¡Perro! -se limitó a mascullar Abdul en el momento en que su madre puso fin al relato.

Luego, ella los observó retirarse, serios y decididos, los colgantes de las vainas de sus alfanjes tintineando a su paso. ¡Eran corsarios!, pensó, hombres acostumbrados a vivir la crueldad.

A partir de aquel día, Fátima se dedicó a administrar con mano de hierro los beneficios y el patrimonio de la familia mientras los jóvenes navegaban. Nada la distrajo de su labor, aunque a solas, por las noches, seguía recordando a Ibn Hamid con una mezcla de rabia y dolor. Mediante una espléndida dote, casó a Maryam con un joven de la familia Naqsis, quienes ya dominaban Tetuán. También buscó esposas adecuadas para Abdul y Shamir. La alianza que trabó con la familia Naqsis tras la muerte de Brahim le resultó rentable, y su condición de mujer tampoco le impidió hacerse un lugar preeminente en el mundo de los negocios de la ciudad corsaria. No era la primera que intervenía en los asuntos de Tetuán; no en balde, tras ser conquistada por los musulmanes, su primera gobernadora fue una mujer tuerta cuya memoria era recordada y respetada. Como ella, Fátima también era temida y reverenciada. Como ella, también Fátima estaba sola.


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