Nota del autor

La historia de la comunidad morisca, desde la toma de Granada por los Reyes Católicos hasta su expulsión definitiva, de la que se cumple el cuarto centenario en el año 2009, es la de uno de los numerosos episodios de xenofobia que ha producido la historia de España. Valgan también como ejemplo los ataques de Almanzor contra hebreos y cristianos y la conocida expulsión de los judíos españoles por los Reyes Católicos. Las capitulaciones para la rendición de Granada establecían unas condiciones muy generosas para los musulmanes, que podrían conservar su lengua, religión, costumbres, propiedades y autoridades; pero ocho años después, el cardenal Cisneros impuso la cristianización forzosa de los moriscos, así como la eliminación de su cultura, el establecimiento de nuevos y gravosos impuestos y la supresión de su autonomía administrativa. Los llamados cristianos nuevos se convirtieron en personas explotadas y al tiempo odiadas, y sus antiguos derechos, fueron drásticamente restringidos.

La sublevación morisca de las Alpujarras, tierra de orografía quebrada y gran belleza, fue consecuencia del irreversible deterioro de la situación de este pueblo, y es conocida a través de los detallados relatos de los cronistas Luis de Mármol Carvajal (Historia del rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada) y Diego Hurtado de Mendoza (Guerra de Granada hecha por el Rey de España Don Felipe II contra los moriscos de aquel reino, sus rebeldes: historia escrita en cuatro libros). Se trató de una guerra que ambos bandos llevaron a cabo con suma crueldad, aunque los desafueros de los moriscos se conocen mejor debido a la parcialidad de los cronistas cristianos. A pesar de ello, una de las pocas voces que se alzó para explicar, que no excusar, los excesos fue la del embajador español en París el cual, en la carta al rey que se cita en la página 20 §, expuso que todo un pueblo se quejaba de que sus mujeres eran violadas por el cura y de que los niños nacían con el estigma de los ojos azules del sacerdote, como es el caso del protagonista de esta novela. Pero atrocidades también se cometieron en el bando cristiano. Las matanzas, con el pueblo de Galera como exponente máximo, la esclavización de los vencidos y la rapiña fueron moneda común. Por eso cabría dar crédito a aquellos sucesos que, como la muerte de más de mil mujeres y niños en la plaza de Juviles y la venta de otros tantos seres de ambos grupos en almoneda pública en Granada, aparecen relatados en estas crónicas.

Estas carnicerías fueron perpetradas por unas tropas compuestas por soldados y mandos que no formaban parte de cuerpos regulares y cuyo único objetivo parecía ser el enriquecimiento personal. En las crónicas aparecen constantes episodios en los que el botín y su reparto, la ambición como única estrategia o la deserción de hombres ya satisfechos con lo que habían logrado ocupan un lugar prominente.

Junto a ello, también he tratado de proporcionar en mi novela una imagen de los conflictos y condiciones de vida del campo insurrecto hasta que los moriscos, abandonados a su suerte por argelinos y turcos -como lo habían sido y lo seguirían siendo-, fueron vencidos por los tercios españoles. El consumo de hachís para enardecer el espíritu guerrero, el uso del acónito como veneno en las flechas, la caída en desgracia de Aben Humeya a causa de su afición por las mujeres, la actitud soberbia del cuerpo de jenízaros que se envió desde Argel, los corsarios y la inclinación de algunos de ellos hacia los muchachos… aparecen en los relatos de los cronistas de la época. También en la obra Mahoma de Juan Vernet se apunta que, según costumbre árabe, algunas de las espadas del Profeta llegaron hasta al-Andalus, como recoge mi novela.

El levantamiento de las Alpujarras terminó con la deportación de los moriscos granadinos a otros reinos de España. En el caso de los que fueron llevados a Córdoba, como los protagonistas de la novela, este éxodo ocasionó la muerte a lo largo del camino de cerca de una séptima parte de los expulsados, como desvela el trabajo Los moriscos en tierras de Córdoba de Juan Aranda Doncel.

La derrota, la dispersión de los moriscos, las leyes discriminatorias, que por otra parte hacían vanos los intentos de asimilación, no pudieron resolver el problema. Son muchos los memoriales y dictámenes de la época que lo ponen de manifiesto, y que proponían «soluciones finales» ciertamente terroríficas. En consecuencia, también fueron muchas las conspiraciones, todas fracasadas. Fue particularmente grave la de Toga, que narra la novela y que se frustró a causa de los documentos que el rey de Inglaterra remitió al de España tras la muerte de Isabel I y el tratado de amistad angloespañol. El historiador Henry Charles Lea, en su obra Los moriscos españoles; su conversión y expulsión, afirma que los ciento veinte mil ducados que se comprometió a entregar en aquella ocasión la comunidad morisca para asegurarse el apoyo del rey de Francia a la insurrección efectivamente llegaron a pagarse en Pau; aunque Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, en su Historia de los moriscos; vida y tragedia de una minoría, sostienen que no llegaron a satisfacerse; pero el pago o el compromiso de realizarlo parece cierto. Por razones de trama, me he inclinado por el pago, estableciendo éste, ficticiamente, a través de los beneficios obtenidos de la falsificación de moneda, una verdadera lacra económica que se produjo sobre todo en el reino de Valencia, cuya tabla municipal quebró en 1613 y hubo que proceder a la retirada de la circulación de centenares de miles de ducados en moneda falsa. De esa falsificación se acusó directamente a los moriscos. Hubo varios berberiscos presentes en Toga, pero la ayuda no debía venir de Argel o de la Sublime Puerta, sino de los propios cristianos.


Los sufrimientos que vivieron los niños, y me refiero ahora a los moriscos, inocentes víctimas de la tragedia de su pueblo, merecería un estudio a fondo. Para ello, las referencias son abundantes; en primer lugar, consta la esclavitud a la que fueron sometidos los menores de once años pese a las disposiciones reales durante la guerra de las Alpujarras; cuesta, no obstante, desde nuestra visión actual, considerar adultos a todos los mayores de dicha edad. Posteriormente, en segundo lugar, una vez finalizada la guerra, la entrega de los hijos de los moriscos deportados a familias cristianas; existen documentos que dan fe de algunos procedimientos judiciales tramitados a instancias de esos mismos niños, una vez alcanzada la edad necesaria, con el fin de recuperar su libertad. En tercer lugar, se produjo una nueva esclavización de niños tras las rebeliones de las sierras valencianas (Val de Aguar y Muela de Cortes). Por último, hay documentación sobre los menores de seis años que fueron retenidos en España cuando se produjo la expulsión definitiva. Se cuenta que, ya ordenada esa drástica medida, algunas familias lograron pasarlos a Francia (la prohibición era trasladarlos a Berbería) y que algunas otras burlaron la orden real embarcando en naves con destino a países cristianos para después variar el rumbo hacia las costas africanas. En la novela se cita que algunos centenares de niños fueron retenidos en Sevilla. En Valencia, cerca de un millar fueron puestos a cargo de la Iglesia, y la propia esposa del virrey, a través de sus criados, raptó a un número indeterminado de criaturas, de las que cuidó para evitar su caída en manos de Satanás, como hubiera sucedido de ser llevados a «tierras de moros».

Tras la expulsión, los moriscos del pueblo de Hornachos, una comunidad beligerante y cerrada, se asentaron y llegaron a dominar la villa corsaria de Salé, al lado de Rabat. En 1631 negociaban con el rey de España la entrega de esa plaza, bajo unas condiciones entre las que se incluía la de que les devolvieran aquellos hijos que les habían robado. Reino a reino, pueblo a pueblo, existen numerosos ejemplos de comunidades a las que les fueron arrebatados sus hijos menores.


Por lo que respecta al número de moriscos expulsados de España, las cifras son tan dispares que sería realmente farragoso citar los autores que defienden unas u otras. Quizá, siguiendo a Domínguez y Vincent, la más correcta sea la de aproximadamente trescientas mil personas. Por otra parte, la mayoría de los autores que han estudiado el tema morisco (Janer, Lea, Domínguez y Vincent, Caro Baroja…) reseñan las matanzas que se produjeron a la llegada de los deportados a Berbería. Alguno de ellos afirma que cerca de un tercio de los deportados valencianos fueron asesinados a su llegada a aquellas tierras, siguiendo en eso al cronista de Felipe III, Luis Cabrera de Córdoba, en sus Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España desde 1599 hasta 1614: «… y están tan escandalizados [los moriscos] del mal tratamiento y daño que han recibido los de Valencia en Berbería, habiéndose muerto más de las tres partes de los que fueron, que muy pocos se inclinaban a pasar allá». Mientras tanto, el rey Felipe festejaba la operación y regalaba cien mil ducados de bienes moriscos al duque de Lerma con ocasión del matrimonio del valido con la condesa de Valencia.

Tras la primera expulsión, se sucedieron una serie de edictos que insistían en la deportación de los que pudieran haberse quedado o regresado a España, o permitiendo y premiando el asesinato o la esclavitud a voluntad de quien los hallase. Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que los diferentes edictos de expulsión de cada uno de los reinos españoles diferían entre sí, aunque en el fondo tales diferencias fueran mínimas. A efectos de la novela me he basado en el primer edicto que se promulgó, el del reino de Valencia.

Entre las excepciones, es particularmente curiosa la de la ciudad de Córdoba que, mediante acuerdo de su cabildo municipal de 29 de enero de 1610, suplicó al rey que concediera licencia para que se quedaran en la ciudad dos freneros moriscos viejos y sin hijos, «por el bien que resultará y al ejercicio de la jineta della». No tengo constancia de que, salvo esos dos viejos moriscos que debían seguir atendiendo a los caballos, se solicitase ninguna otra excepción; tampoco me consta la respuesta de Su Majestad a esa súplica.


En el año 1682, tras hacerse con ellos a la muerte del arzobispo don Pedro de Castro, el papa Inocencio XI declaró falsos los Libros Plúmbeos del Sacromonte y el pergamino de la Torre Turpiana. Sin embargo, nada dijo el vaticano acerca de las reliquias, calibradas de auténticas por la Iglesia granadina en el año 1600 y que han continuado siendo veneradas hasta la fecha. Es una situación similar a la que vivió el protagonista de esta novela: los documentos -aunque fueran en plomo- que acreditaban que tal o cual hueso o ceniza correspondían a un mártir determinado fueron declarados falsos por el Vaticano; pero las reliquias, cuya credibilidad se basaba precisamente en esos documentos -¿por qué si no unas cenizas halladas en una mina abandonada de un monte podían atribuirse a san Cecilio o a san Tesifón?- se siguieron considerando auténticas de acuerdo con la Iglesia granadina.

Hoy, la mayoría de los investigadores se hallan contestes en que los Libros Plúmbeos y el pergamino de la Turpiana fueron falsificados por los moriscos españoles, en un desesperado intento de sincretismo entre ambas religiones para hallar lazos comunes que efectivamente pudieran cambiar la percepción que tenían los cristianos de los musulmanes, sin renunciar a los dogmas de su fe.

También existe casi unanimidad en considerar impulsores de la fabulación a los médicos y traductores oficiales del árabe Alonso del Castillo y Miguel de Luna, que escribió una Verdadera historia del rey Rodrigo en la que ofrecía una visión favorable de la invasión árabe de la península y de la convivencia entre cristianos y musulmanes. La intervención de Hernando Ruiz en todo ello es ficticia; no así la de don Pedro de Granada Venegas, citado en algunos estudios, quien terminó sustituyendo su emblema nobiliario, ese victorioso «Lagaleblila» -wa la galib ilallah- nazarí, por el cristiano «Servire Deo, regnare est». En 1608, poco antes de la expulsión, vio la luz el libro escrito por el licenciado Pedraza, Antigüedad y excelencias de Granada, en el que se ensalza la conversión del príncipe musulmán y antecesor de don Pedro, Cidiyaya, a raíz de la milagrosa aparición de una cruz en el aire frente a él. Muchos fueron los nobles musulmanes que, al igual que los Venegas y de una forma u otra, lograron integrarse en la sociedad cristiana.

La conexión entre los Libros Plúmbeos y el evangelio de Bernabé, tesis sostenida por Luis F. Bernabé Pons en Los mecanismos de una resistencia: los Libros Plúmbeos del Sacromonte y el Evangelio de Bernabé y El Evangelio de san Bernabé. Un evangelio islámico español, se origina con el hallazgo en 1976 de una transcripción parcial efectuada en el siglo xviii del supuesto original, en español, del que ya se tenían ciertas referencias escritas, sobre todo tunecinas; dicha copia se conserva en la Universidad de Sidney. Esta moderna teoría, sin embargo, podría poner en entredicho el exclusivo objetivo de sincretismo entre las religiones cristiana y musulmana que se imputa a los Libros Plúmbeos. Parece lógico pensar que los autores del Libro Mudo de la Virgen, cuyo contenido, según su prólogo y otro de los libros, éste sí legible, sería dado a conocer por un rey de los árabes, preveían la aparición de un nuevo escrito, aunque no existe constancia de que llegara a suceder. Si este nuevo escrito era o no el evangelio de Bernabé, cuyas semejanzas con los Plúmbeos son notables, no deja de ser una hipótesis. Lo que no es hipótesis, sino fruto exclusivo de la imaginación del autor, es la relación entre el evangelio y ese ficticio ejemplar que se libró de la quema de la magnífica biblioteca califal de Córdoba ordenada por el caudillo Almanzor, hecho que desgraciadamente sí fue cierto, como tantas otras bárbaras hogueras de triste recuerdo en la historia de la humanidad en las que el conocimiento se convierte en objeto de la ira de los fanáticos.

Por otra parte, también es cierto que se realizaron estudios sobre los mártires cristianos de las Alpujarras, si bien en fecha posterior a la que se consigna en la novela: la primera actuación de la que se tiene constancia, a través de unas informaciones efectuadas por el arzobispo Pedro de Castro, data del año 1600. En las actas de Ugíjar (1668), que recogen la mayor parte de las matanzas de cristianos acaecidas en las Alpujarras, aparece citado un niño llamado Gonzalico, el cual calificó de «lindo» su sacrificio por Dios antes de ser martirizado. La acción de extraerle el corazón por la espalda que se describe en la novela es reiteradamente citada por Mármol en sus crónicas como muestra de la crueldad de los moriscos con sus víctimas cristianas.


Córdoba es una ciudad maravillosa, razón por la que posee la extensión urbana más importante de Europa declarada Patrimonio Histórico de la Humanidad por la Unesco. En algunos lugares se puede dejar volar la imaginación para revivir la esplendorosa época del califato musulmán. Uno de ellos, qué duda cabe, lo constituye la mezquita-catedral. No se puede asegurar con certeza que el emperador Carlos I pronunciara esas palabras que se le atribuyen cuando contempló las obras que él mismo había autorizado en su interior: «Yo no sabía qué era esto, pues no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo, porque hacéis lo que puede haber en otras partes y habéis deshecho lo que era singular en el mundo». La verdad es que la catedral, tal y como fue concebida a través de los diferentes proyectos con la consecuencia de quedar embutida en el bosque de columnas de la antigua mezquita, es una obra de arte. Ciertamente, se cegó la luz del templo musulmán, se quebró su linealidad y se cercenó su espíritu pero, con todo, ahí está buena parte de la fábrica califal. ¿Por qué no se arrasó, al igual que sucedió con muchas otras mezquitas, para alzar sobre su solar una nueva catedral cristiana? Quizá, dejando de lado posibles intereses de los veinticuatros y la nobleza, valga la pena recordar la sentencia de muerte que dictó el cabildo municipal contra los que osasen trabajar en las nuevas obras de la catedral.

En el alcázar de los reyes cristianos todavía se pueden ver las ruinas y las marcas en el suelo de las antiguas celdas de la Inquisición rodeando uno de los patios; a su lado está otro de los edificios que puede trasladar al visitante a aquellas épocas: las caballerizas reales, en las que Felipe II decidió crear, y lo consiguió, una nueva raza de caballos cortesanos, una raza que hoy enaltece y caracteriza la ganadería equina de este país.


La mano de Fátima (al-hamsa) es un amuleto en forma de mano con cinco dedos, que, al decir de algunas teorías, representan los cinco pilares de la fe: la declaración de fe (shahada); la oración cinco veces al día (salat); la limosna legal (zakat); el ayuno (Ramadán) y la peregrinación a La Meca al menos una vez en la vida (hach). Sin embargo, este amuleto también aparece en la tradición judía. No es momento ni lugar para entrar a considerar sus verdaderos orígenes y mucho menos para discutir la funcionalidad de los amuletos. Los estudios insisten reiteradamente en que no sólo los moriscos, sino la sociedad de la época, utilizaba amuletos y creía en todo tipo de hechicerías y sortilegios. Ya en 1526, la Junta de la Capilla Real de Granada hizo referencia a las «manos de Fátima», prohibiendo a los plateros que las labraran y a los moriscos que las utilizasen; similares preceptos fueron establecidos en el sínodo de Guadix de 1554. Hay numerosos ejemplos de «manos de Fátima» en la arquitectura musulmana, pero quizá el más representativo, dentro del marco de esta novela, sea el de la mano con los cinco dedos extendidos, cincelada en la piedra de clave del primer arco de la Puerta de la Justicia que da acceso a la Alhambra de Granada y que data de 1348. Así pues, el primer símbolo con el que se encuentra el visitante de ese maravilloso monumento granadino no es otro que una mano de Fátima.


No podría terminar estas líneas sin expresar mi agradecimiento a cuantos, de una u otra forma, me han ayudado y aconsejado en la escritura de esta novela, en especial a mi editora, Ana Liarás, cuya implicación personal, consejos y trabajo han tenido un valor incalculable, reconocimiento que hago extensivo a todo el personal de Random House Mondadori. Mi gratitud, desde luego, a mi primera lectora: mi esposa, incansable compañera, y a mis cuatro hijos, que se empeñan en recordarme con tenacidad que hay muchas cosas más allá del trabajo, y a quienes dedico este libro en homenaje a todos esos niños que sufrieron y desgraciadamente todavía sufren las consecuencias de un mundo cuyos problemas somos incapaces de resolver.

Barcelona, diciembre de 2008

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