Capítulo XIII. LOS ÁNGELES DEL CIELO


Con la respiración contenida, observaba Erg Noor las hábiles manipulaciones de los ayudantes del laboratorio. La abundancia de aparatos hacía recordar el puesto de comando de una astronave, pero la espaciosa sala, de anchos ventanales azulados, alejaba al instante toda idea de un navío cósmico.

En medio de la estancia, sobre una mesa metálica, se alzaba una cámara de gruesas planchas de rutolucita, materia penetrable tanto a los rayos infrarrojos como a los visibles.

Una red de tubos y cables envolvía el esmalte castaño del depósito de agua, traído de la Tantra, que contenía los dos acalefos negros capturados en el planeta de la estrella de hierro.

Eon Tal, erguido como un gimnasta, paralizado aún el brazo en cabestrillo, miraba desde lejos al cilindro del registrador automático que giraba lento. Sobre las pobladas cejas negras, el sudor perlaba la frente del biólogo.

Erg Noor se pasó la lengua por los resecos labios.

— Nada, como siempre. Después de cinco años de viaje, no quedará ahí dentro más que polvo — dijo el astronauta con ronca voz.

— Eso sería una gran desgracia… para Niza y para mí — repuso el biólogo —. Entonces, habría que buscar a tientas, quizá durante muchos años, para determinar el carácter de la lesión.

— ¿Sigue usted creyendo que los órganos que matan la presa son iguales en los acalefos y en la cruz?

— No sólo lo creo yo. Grim Shar y todos los demás han llegado al mismo convencimiento. Pero al principio se hicieron las más sorprendentes hipótesis. Yo llegué a imaginarme que la cruz negra no era originaria del planeta.

— Y yo también, ¿recuerda que se lo dije? Me figuré que ese ser pertenecía a la astronave discoidal y estaba puesto allí para guardarla. Mas, pensándolo bien, ¿a qué guardar del exterior una fortaleza tan inexpugnable? El intento de abrir el espiro-disco demostró todo el absurdo de tal suposición.

— Pues yo me imaginé que la cruz no era un ser vivo, sino…

— ¿Un centinela autómata para darle guardia?

— Sí. Pero ahora, claro está, he desechado ese pensamiento. La cruz negra es un ser vivo, engendrado por el mundo de las tinieblas. Seguramente, esos repugnantes monstruos viven abajo, en la llanura. Nuestro enemigo vino del lado del «portón» de las rocas. Los acalefos, más ligeros y móviles, moran en la meseta en que aterrizamos. La relación entre la cruz negra y el espiro-disco era fortuita; sencillamente, nuestros dispositivos de defensa no habían alcanzado aquel lejano sector de la llanura, que se encontraba siempre a la sombra del disco.

— ¿De modo que usted opina que los órganos mortíferos de la cruz y de los acalefos son semejantes?

— ¡Desde luego! Animales que viven en las mismas condiciones, deben de tener órganos semejantes. La estrella de hierro es un astro termoeléctrico. La gruesa capa de su atmósfera está saturada de electricidad. Grim Shar considera que esos seres recogen la energía de la atmósfera y la condensan de un modo análogo a nuestros rayos globulares. Recuerde el movimiento de las estrellitas castañas a lo largo de los tentáculos de los acalefos.

— La cruz también tenía tentáculos, pero en ellos no había…

— Lo que ocurrió es que nadie tuvo tiempo de advertirlo. ¡Pero el carácter de las lesiones en los nervios principales, con parálisis del centro superior correspondiente, es igual en Niza y en mí! Respecto a esto estamos todos de acuerdo. ¡Y ello constituye la prueba esencial y la mayor esperanza!

— ¿Esperanza? — repitió Erg Noor, estremeciéndose.

— Sin duda. Fíjese — y el biólogo señaló a la línea regular trazada por el registrador automático —, los sensibles electrodos introducidos en la trampa donde están encerrados los acalefos no muestran nada. Los monstruos se metieron ahí con plena carga de energía, que no ha podido escapar a parte alguna después de la soldadura del depósito.

La defensa aislante de los vasos de alimentación cósmicos es seguramente impenetrable; no les ocurrirá lo mismo que a nuestras ligeras escafandras biológicas. Recuerde que la cruz que paralizó a Niza no le ocasionó a usted daño. Su ultrasonido atravesó la escafandra de ultraprotección, anulando la voluntad, pero las descargas destructoras resultaron impotentes. Se limitaron a perforar la escafandra de Niza, del mismo modo que los acalefos perforaron la mía.

— Por consiguiente, la carga de rayos globulares, o de algo parecido, que entró en el depósito, debe continuar ahí. Y sin embargo, los aparatos no indican nada…

— Precisamente en eso reside la esperanza. Quiere decir que los acalefos no se han convertido en polvo. Ellos…

— Comprendo. Se han encerrado en una especie de caparazón.

— Cierto. Tal modo de adaptación está muy difundido entre organismos vivos que se ven obligados a soportar períodos desfavorables para su existencia, como esas largas noches glaciales del planeta negro, sus terribles huracanes, durante sus «amaneceres» y «anocheceres». Mas como esos períodos se suceden con relativa frecuencia, estoy convencido de que los acalefos son capaces de entrar rápidamente en ese estado y de salir de él con la misma rapidez. Si mis suposiciones son ciertas, podremos, con bastante facilidad, devolver a los acalefos negros sus facultades mortíferas.

— ¿Reconstituyendo la temperatura, la atmósfera, la iluminación y demás condiciones del planeta negro?

— Exacto. Todo está calculado y dispuesto. Dentro de poco vendrá Grim Shar.

Empezaremos a insuflar en el depósito una mezcla de neón, oxígeno y ázoe a una presión de tres atmósferas. Pero antes hay que cerciorarse…

Eon Tal cambió impresiones con dos ayudantes. Un aparato empezó a deslizarse lentamente, acercándose a la cámara castaña. La plancha delantera, de rutolucita, se apartó dejando acceso a la peligrosa trampa.

Los electrodos del interior del depósito fueron sustituidos por microespejos con iluminadores cilíndricos. Uno de los ayudantes se colocó ante el cuadro de teledirección.

En la pantalla apareció una superficie cóncava, cubierta de granulaciones, y que reflejaba débilmente los rayos del iluminador: era la pared del depósito. Suavemente, giraba el espejo.

Eon Tal dijo:

— Es difícil ver con los rayos X; el aislamiento es demasiado grande. Por ello hay que recurrir a un procedimiento más complejo.

El espejo dio la vuelta, reflejando el fondo del depósito. Allí se encontraban dos bolas blancas, irregulares, de superficie porosa y fibrosa. Se asemejaban a frutos de una variedad del árbol del pan, recientemente obtenida, que llegaban a tener setenta centímetros de diámetro.

— Conecte el televisófono con el vector de Grim Shar — dijo el biólogo a un ayudante.

El hombre de ciencia, apenas se convenció de la certeza de las suposiciones generales, acudió presuroso al laboratorio. Entornando los ojos como un miope, no por falta de vista precisamente, sino por costumbre, examinó los aparatos preparados. Grim Shar no tenía ese aspecto imponente ni ese carácter autoritario que suele distinguir a los grandes sabios de los demás mortales. Y Erg Noor recordó a Ren Boz, cuyo aspecto tímido de chiquillo no estaba en consonancia con su excepcional cerebro.

— ¡Abran la juntura soldada! — ordenó Grim Shar.

Una mano mecánica cortó la dura capa de esmalte sin desplazar la pesada tapa. Las mangas impelentes de la mezcla gaseosa se fijaron a las válvulas. Un potente reflector de rayos infrarrojos hizo las veces de estrella de hierro.

— Temperatura… fuera de gravedad… presión… saturación eléctrica… — iba leyendo las indicaciones de los aparatos el ayudante que se encontraba junto a ellos.

Al cabo de media hora, Grim Shar se volvió hacia los astronautas.

— Vamos a la sala de descanso. No es posible prever cuánto tiempo tardarán en reanimarse estos caparazones. Si Eon está en lo cierto, ocurrirá pronto. El personal de guardia nos avisará.

El Instituto de Comentes Nerviosas había sido edificado lejos de la zona de viviendas, en los límites de una estepa acotada. Hacia el fin del verano, la tierra estaba seca, y el viento penetraba con susurro de seda por las ventanas, abiertas de par en par, trayendo el suave aroma de las hierbas marchitas.

Los tres investigadores, arrellanados en cómodos sillones, callaban mirando, por encima de los frondosos árboles, al cendal del aire que ondulaba en el lejano horizonte.

De vez en cuando, alguno de ellos cerraba los cansados ojos, pero la ansiedad de la espera impedía adormecerse. Mas esta vez el destino no puso a prueba la paciencia de los científicos. No habían transcurrido tres horas cuando se iluminó la pantalla de comunicación directa. El ayudante de guardia, conteniendo su emoción a duras penas, anunció:

— ¡La tapa se remueve!

Y unos segundos más tarde, ya estaban los tres en el laboratorio.

— ¡Cierren bien la cámara de rutolucita, comprueben la hermeticidad! — empezó Grim Shar a dar disposiciones —. Transfieran a la cámara las condiciones del planeta.

Unos leves bufidos de las potentes bombas, un susurro silbante de los niveladores de presión, y en el interior del transparente receptáculo se estableció la atmósfera del mundo de las tinieblas.

— Aumenten la humedad y la saturación eléctrica — continuó Grim Shar.

Un penetrante olor a ozono se expandió por el laboratorio.

Pero no ocurrió nada. El científico frunció el entrecejo y echó una ojeada a los aparatos, esforzándose por averiguar qué era lo que faltaba.

— ¡Falta la oscuridad! — resonó de pronto la voz clara de Erg Noor.

Eon Tal hasta dio un salto de coraje.

— ¡Cómo se me ha podido olvidar! Usted, Grim Shar, no ha estado en la estrella de hierro, ¡pero yo…!

— ¡Las persianas polarizadoras! — dijo el científico, a guisa de respuesta.

Extinguióse la claridad. El laboratorio quedó alumbrado únicamente por las lucecillas de los aparatos. Los ayudantes corrieron las persianas, y todo quedó sumido en tinieblas.

Sólo en algunos sitios titilaban, apenas perceptibles, los puntos luminosos de los indicadores.

Los astronautas sintieron en el rostro el aliento del planeta negro, que les traía a la memoria aquellos terribles y apasionantes días de enconada lucha.

Transcurrieron unos minutos de silencio, solamente turbado por los cautelosos movimientos de Eon Tal, que regulaba la pantalla de rayos infrarrojos, dotada de una mampara polarizante para evitar la dispersión de los mismos.

¿Un débil chasquido y un fuerte golpe: la tapa del depósito había caído en el interior de la cámara de rutolucita. Un conocido centelleo de lucecillas castañas: los tentáculos del monstruo negro acababan de aparecer en un extremo del depósito.

De un inesperado salto, ascendió, desplegándose como un manto de sombras por toda la cámara de rutolucita, y chocó contra el transparente techo. Millares de estrellitas castañas se expandieron igual que arroyuelos por todo el cuerpo del acalefo, que se afianzó en el fondo con sus tentáculos recogidos, mientras el manto se hinchaba en forma de cúpula, como si lo soplasen desde abajo.

Semejante a otro fantasma negro, se alzó del depósito el segundo monstruo, infundiendo involuntario pavor con sus movimientos rápidos y silenciosos. Pero allí, entre las transparentes paredes de la cámara de experimentación, aquellos engendros del planeta de las tinieblas, rodeados de aparatos dirigidos a distancia, eran inofensivos.

Los aparatos medían, fotografiaban, determinaban, trazaban complicadas curvas, descomponiendo la estructura de los monstruos en diversos índices físicos, químicos y biológicos. Y el cerebro humano reunía de nuevo los distintos datos cualitativos, desentrañando la composición de aquellos espantosos seres y sometiéndolos a su dominio.

A cada hora que pasaba rauda, Erg Noor se convencía de la victoria, Eon Tal se ponía más alegre, y más se reanimaban Grim Shar y sus jóvenes ayudantes.

Por fin, el científico se acercó a Erg Noor.

— Puede usted marcharse tranquilo. Nosotros nos quedaremos aquí hasta el final de las investigaciones. Temo encender la luz visible, pues aquí los acalefos negros, al contrario que en su planeta, no tienen dónde ocultarse de ella. ¡Y antes deben contestarnos a todo lo que queremos saber!

— ¿Y lo sabrán ustedes?

— Dentro de tres o cuatro días llegaremos en las investigaciones al máximo de lo que nos permite nuestro actual nivel de conocimientos. Pero ahora podemos hacernos una idea de la acción de su sistema paralizador…

— ¿Y curar a Niza y a Eon?

— ¡Sí!

Sólo en aquel momento comprendió Erg Noor cuan grande era el peso que llevaba encima desde aquel infausto día, o aquella infausta noche… ¡Qué más daba! Una alegría delirante se apoderó de él, tan moderado de ordinario. Dominó con esfuerzo el absurdo deseo de agarrar al pequeño hombre de ciencia y lanzarlo al aire para recogerlo en sus brazos jubilosos. Sorprendido de su propia ocurrencia, Erg Noor logró calmarse, y un minuto más tarde había recobrado su reserva habitual.

— ¡Cuánto contribuirán sus estudios a la lucha contra los acalefos y las cruces en la próxima expedición!

— ¡Desde luego! Ahora conoceremos al enemigo. Pero ¿usted cree que se realizará la expedición a ese mundo de la pesantez y de las sombras?

— ¡No lo dudo!

Un día templado del otoño nórdico acababa de nacer.

Erg Noor, sin la impetuosa premura acostumbrada, caminaba despacio, hundiendo los pies, descalzos, en la suave hierba. Delante, en la linde del bosque, se alzaba la muralla verde de los cedros, veteada de arces, que erguíanse rectos como columnas de tenue humo gris. Allí, en aquel coto, el hombre no se inmiscuía en la naturaleza. Ésta conservaba el encanto bravío de sus altos matorrales desperdigados que exhalaban un aroma, grato y fuerte, en el que se mezclaban, contradictorios, diversos olores. Un frío riachuelo le cerró el paso. Erg Noor descendió por un sendero. El agua rizada y cristalina, penetrada por los rayos del sol, tendía una red de temblantes hilos de oro sobre los multicolores guijarrillos. Partículas de musgo y algas, apenas perceptibles, flotaban en la superficie, y sus finas sombras se deslizaban por el fondo como lunares azules. En la ribera opuesta, grandes campanillas lilas se inclinaban al viento. La fragancia de la húmeda pradera y de las purpúreas hojas otoñales prometía a los hombres el gozo del trabajo, pues cada uno, en lo recóndito del alma, guardaba todavía la experiencia del primitivo labrador.

Una oropéndola amarilla clara, posada en una rama, lanzaba presuntuosa al viento su gracioso silbido.

El límpido cielo se extendía sobre los cedros, argentado por alados cirros. Erg Noor se adentró en la penumbra del bosque, impregnada del acre olor de la resina y de las agujas de los cedros, y, luego de atravesarla, ascendió por una colina enjugándose la mojada cabeza. El acotado bosquecillo que rodeaba la clínica de neurología no era ancho, y Erg Noor salió pronto al camino. El riachuelo alimentaba con sus aguas unas escalonadas piscinas de cristal lechoso. Varios hombres y mujeres, en traje de baño, surgieron de una curva y se lanzaron a todo correr por una senda bordeada de policromas flores. Aunque el agua otoñal no debía de estar templada, los que corrían se tiraron a la piscina, luego de animarse unos a otros con bromas y risas, y nadaron cascada abajo en bullicioso tropel.

Erg Noor no pudo menos de sonreír: eran sin duda trabajadores de alguna fábrica o granja cercana que empezaban a aprovechar el tiempo de reposo.

Nunca el planeta en que naciera le había parecido tan bello a Erg Noor, que pasó la mayor parte de su vida en los estrechos límites de un navío cósmico. Sentía una inmensa gratitud a todas las gentes y a la naturaleza terrestre que habían contri buido a salvar a Niza, a su astronauta de ondulados cabellos rojizos. ¡Aquel día ella misma había ido a su encuentro en el jardín de la clínica! Después de consultar a los médicos, habían acordado ir juntos a un mismo sanatorio polar de neurología. Niza se encontraba en perfecto estado de salud desde que fueran rotas las cadenas de la parálisis, suprimiendo la tenaz inhibición de la corteza cerebral, provocada por la descarga de los tentáculos de la cruz negra. Sólo quedaba devolverle la antigua energía después del largo sueño cataléptico.

¡Niza vivía, Niza estaba sana!

Vio una figura femenina que venía sola y presurosa hacia él por la bifurcación del camino. La habría reconocido entre miles de mujeres: era Veda Kong. La misma Veda que tanto ocupara sus pensamientos hasta que se puso en claro la divergencia de sus destinos. Acostumbrado a los diagramas de las máquinas calculadoras, Erg Noor se imaginaba sus propios afanes como una brusca curva tendida hacia el cielo, mientras que la vida y la obra de Veda eran como una línea, cernida sobre la tierra, que penetraba en las profundidades de los siglos pasados del planeta. Las dos líneas aquellas se separaban, alejándose más y más la una de la otra.

El rostro de Veda Kong, que él conocía en sus menores detalles, sorprendió de pronto a Erg Noor por su parecido con el de Niza. Eran iguales el óvalo estrecho, los ojos separados, la despejada frente, las largas cejas arqueadas, la boca grande, de labios dulcemente burlones… Hasta su nariz, un poquitín larga, ligeramente arremangada, la hacía semejante a la otra, como si fueran hermanas. La única diferencia consistía en que Veda miraba siempre a la cara, con aire pensativo, mientras que la tenaz cabecita de Niza Krit se erguía a menudo en juvenil arranque.

— ¿Me está usted examinando? — preguntó Veda asombrada.

Tendió ambas manos a Erg Noor, que las llevó a sus mejillas, oprimiéndolas contra ellas. Veda, estremecida, se apresuró a retirarlas. El astronauta esbozó una débil sonrisa.

— Quería dar las gracias a esas manos que han cuidado a Niza… Ella… ¡Lo sé todo!

Había que estar constantemente a su lado, y usted renunció a una expedición interesante.

¡Dos meses enteros!..

— No renuncié, sino que demoré el viaje en espera de la Tantra. De todos modos, era ya tarde; además, ¡su Niza es un encanto! Las dos nos parecemos, pero ella, con su tendencia al cielo y su fidelidad probada, bien merece ser la compañera del vencedor del Cosmos y las estrellas de hierro…

— ¡Veda!..

— ¡Hablo en serio, Erg! Ahora no estamos para bromas. ¿No lo percibe usted? Hace falta que todo quede claro.

— ¡Para mí ya lo está! Sin embargo, se lo agradezco, y no por mí, sino por ella.

— ¡No me lo agradezca! Me habría dolido mucho que usted hubiera perdido a Niza…

— Comprendo, pero no puedo creerla, porque la conozco y sé que es incapaz de semejantes cálculos. Mantengo mi gratitud.

Erg Noor acarició el hombro de Veda y posó la mano en el brazo. Echaron a andar juntos por el desierto camino y siguieron en silencio hasta que Erg Noor volvió a hablar:

— ¿Y quién es él?

— Dar Veter.

— ¿El que fue director de las estaciones exteriores? Vaya, vaya…

— Erg, está usted diciendo palabras hueras. Parece otro…

— Puede que haya cambiado… Pero yo conocía a Dar Veter solamente por su trabajo y creía que él era también un soñador del Cosmos.

— Y lo es. Un soñador del mundo sideral que sabe compaginar el cariño a las estrellas con un amor a la Tierra de antiguo labrador. Un hombre de ciencia con grandes manos de obrero.

Involuntariamente, Erg Noor se miró su mano estrecha, con largos dedos, recios, de matemático y de músico.

— ¡Si usted supiera, Veda, cuánto amo ahora a la Tierra!..

— Después del mundo de las tinieblas y del largo viaje con Niza, paralizada, se comprende. Pero…

— ¿Este amor no puede ser la base de mi vida?

— No. Usted es un verdadero héroe, y por ello, insaciable en su afán de hazañas. Y este auténtico amor lo llevará siempre con cuidado, como una copa llena, temeroso de verter una sola gota sobre la Tierra, para ofrecérselo al Cosmos. ¡Mas en provecho de esa misma Tierra!

— Veda, si usted hubiera vivido en los Siglos Sombríos, ¡la habrían quemado en la hoguera!

— No es la primera vez que me lo dicen… Bueno, ya está aquí la bifurcación. ¿Y dónde están sus zapatos?

— Los dejé en el jardín, cuando salí a su encuentro. Tendré que volver.

— Hasta la vista, Erg. Aquí, mi misión ha terminado, ahora comienza la suya. ¿Dónde nos veremos de nuevo? ¿Solamente a la partida de la astronave?

— ¡No, no! Niza y yo pasaremos tres meses en un sanatorio polar. La invito a ir allí con él, con Dar Veter.

— ¿A qué sanatorio? ¿Al Corazón de Piedra, de la costa septentrional de Sibera, o al Hojas de Otoño, de Islandia?

— Para ir al Círculo Polar Ártico es tarde. Nos enviarán al hemisferio Sur, pues allí empezará pronto el verano, al Alba Blanca, de la Tierra de Graham.

— De acuerdo, Erg. Si Dar Veter no se marcha inmediatamente a reconstruir el sputnik 57. Creo que antes prepararán los materiales…

— ¡Vaya con su hombre terrestre! Se estará casi un año en el cielo…

— ¡Déjese de ingeniosidades! Ese cielo está muy cerca en comparación con los infinitos espacios que nos han separado a usted y a mí.

— ¿Y lo lamenta, Veda?

— ¿A qué lo pregunta, Erg? En cada uno de nosotros hay dos mitades: una tiende afanosa a lo nuevo, la otra guarda el recuerdo de lo pasado y volvería gozosa a ello.

Usted sabe esto, como sabe también que nunca ese regreso consigue llegar al objetivo.

— Sí, pero la pena queda… como una corona sobre una tumba querida. Béseme, Veda, ¡buena amiga mía!..

Ella le besó sumisa; luego, apartó levemente al astronauta y echó a andar de prisa hacia la carretera por donde pasaba la línea de electrobuses. Erg Noor la siguió con la mirada hasta que el robot-conductor paró el vehículo y el vestido rojo de Veda desapareció tras la portezuela transparente.

Veda miraba también, a través del cristal, al inmóvil Erg Noor. En su mente se repetía tenaz el estribillo de unos versos de un poeta de la Era del Mundo Desunido, a los que había puesto música recientemente, después de traducirlos, Ark Guir. Dar Veter le había dicho un día, en respuesta a un tierno reproche:

Ni los ángeles del cielo, ni los espíritus malignos,

que moran en la altura o el abismo,

podrán separar nunca mi alma enamorada;

de la de Annabel Lee, ¡mi bien amada!

Aquello era el reto de un hombre antiguo a las fuerzas de la naturaleza que le habían arrebatado a su adorada. ¡De un hombre que no se resignaba a su pérdida ni quería ceder nada al destino!

El electrobús se acercaba ya a una rama de la Vía Espiral, y Veda Kong, aferrada a la pulida barra, seguía en pie ante la ventanilla, tarareando aquella maravillosa romanza, plena de nostálgica tristeza y esperanzadora luz.

«Ángeles… Así llamaban antaño los europeos creyentes a unos espíritus celestiales, mensajeros de la voluntad divina. La palabra «ángel», en griego antiguo, significa «mensajero». Vocablo olvidado hace muchos siglos…» Veda despertó de sus sueños en la estación, pero volvió a ellos en el vagón de la Vía.

«Mensajeros del cielo, del Cosmos, así se podría llamar a Erg Noor, a Mven Mas, a Dar Veter… Sobre todo a Dar Veter, cuando esté en el cercano cielo de la Tierra, en las obras del sputnik… — Veda sonrió con picardía —. Pero, entonces, los espíritus del abismo somos nosotros, los historiadores — dijo en voz alta, prestando oído al timbre de su voz, y soltó una alegre carcajada —. Sí, ellos, los ángeles del cielo, y nosotros, ¡los espíritus del averno! Aunque yo dudo que esto le agrade a Dar Veter…

Los cedros enanos, de negras agujas — variedad resistente al frío obtenida para las regiones subantárticas — rumoreaban solemnes, con rítmico murmullo, al persistente embate del viento. Gélido y denso, el aire, como un rápido río, fluía lleno de ese frescor y pureza que sólo tiene en pleno océano o en las altas montañas. Pero el viento de las montañas, que roza las nieves perpetuas, es seco y un poco picante, igual que un vino espirituoso. Mientras que allí el aliento del océano envolvía el cuerpo en un abrazo suave y húmedo.

El edificio del sanatorio Alba Blanca descendía hacia el mar con los resaltos de sus paredes de cristal, que recordaban, por sus redondos contornos, los gigantescos trasatlánticos del pasado. De día, el color blanco-grosella de los entrepaños, las escalinatas y rectas columnas ofrecía un brusco contraste con las oscuras rocas de andesita, semejantes a cúpulas de un matiz castaño-liláceo, surcadas por senderos grisazulados, de sienita fundida, como revestidos de porcelana. Pero ahora, a fines de primavera, la noche polar borraba e igualaba todos los colores con una luz singular, blanquecina, que parecía surgir de las profundidades del cielo y del mar. El sol se había ocultado por una hora, al Sur, tras la meseta. Allí, una aureola espléndida se extendía por la parte meridional del cielo. Era el resplandor de los enormes heleros del continente antártico sobre un gran promontorio de la mitad oriental, donde habían sido confinados por voluntad del hombre, que había dejado solamente un cuarto de la formidable coraza de hielo. El alba blanca del ventisquero daba su nombre al sanatorio y convertía todo lo circundante en un sereno mundo de pálida luz sin sombras ni reflejos.

Cuatro personas se dirigían hacia el océano por un argentado sendero con brillo de porcelana. Los rostros de los dos hombres que iban detrás parecían tallados en granito gris; los grandes ojos de las dos mujeres eran profundos, enigmáticos.

Niza Krit, apretando la cara contra el cuello de piel de la esclavina de Veda Kong, replicaba con calor a la docta historiadora. Y ésta, sin ocultar su leve asombro, examinaba con atención a aquella muchacha tan parecida a ella exteriormente.

— Yo creo que el mejor regalo que una mujer puede hacer al amado es crearlo de nuevo y prolongar así la existencia de su héroe. ¡Pues eso es casi la inmortalidad!

— Los hombres no piensan así con respecto a nosotras — repuso Veda —. Dar Veter me ha dicho que no querría una hija demasiado parecida a la mujer amada, porque le dolería abandonar el mundo dejándola sola, sin el amparo de su cariño y ternura, ante el ignoto destino… Eso es una supervivencia de los antiguos celos y del instinto protector.

— A mí me horroriza la idea de separarme de mi nene, del hijito de mis entrañas — continuó Niza, sumida en sus pensamientos —. ¡De entregarlo para que lo eduquen, apenas destetado!

— La comprendo, pero no estoy de acuerdo con usted — y Veda mostró ceño, como si la muchacha hubiese tocado la cuerda más sensible de su alma —. Una de las más grandes tareas de la humanidad es la victoria sobre el ciego instinto maternal; la comprensión de que sólo la educación colectiva de los niños, por gentes especialmente instruidas y seleccionadas, es capaz de formar al hombre de nuestra sociedad actual. Hoy día no existe ese amor maternal, casi insensato, de los tiempos antiguos. Cada madre sabe que el mundo entero cuida cariñosamente de su niñito. Y por eso ha desaparecido ese amor instintivo, de loba, surgido de un miedo zoológico por la suerte de su cría.

— Ya me hago cargo — dijo Niza —, pero solamente con el cerebro.

— Pues yo siento con todo mi ser, por entero, que esta dicha suprema de proporcionar alegrías a un semejante es asequible a cualquier persona, cualquiera que sea su edad.

Cosa que en las anteriores sociedades era únicamente patrimonio de los padres y los abuelos, y sobre todo, de las madres… ¿Por qué se ha de estar continuamente con el pequeño? Eso es también un vestigio de los tiempos en que las mujeres se veían obligadas a llevar una vida de reclusión y no podían acompañar a sus amados a todas partes. En cambio ustedes estarán siempre juntos, mientras se quieran…

— No sé, pero a veces me entra un deseo tan ardiente de ver a mi lado un pequeño ser, parecido a él, que mis manos se crispan… y… Bueno, ¡yo no sé nada!..

— Existe la isla de las Madres: Java. Allí viven todas las que quieren educar ellas mismas a sus nenes.

— ¡Oh, no! Yo no podría ser educadora, a semejanza de las que adoran a los niños. Me siento con tantas fuerzas… Además, he estado una vez en el Cosmos…

Veda se ablandó.

— Usted, Niza, es la encarnación de la juventud, y no sólo físicamente. Como todas las personas muy jóvenes, no advierte que esas contradicciones de la vida con que tropiezan constituyen la vida misma, que las alegrías del amor reportan siempre inquietudes, preocupaciones y disgustos; tanto mayores cuanto más fuerte es el amor. Y le parece que todo se va a perder al primer golpe de la vida…

Al pronunciar estas palabras, a Veda se le ocurrió de pronto una idea: ¡No, no era solamente la juventud la causa de las inquietudes y ansiosos anhelos de Niza!

Veda había incurrido en el error, común a muchas gentes, de considerar que las heridas del alma cicatrizan al mismo tiempo que las lesiones del cuerpo. Y no es así ni mucho menos. Durante largos años se conserva la herida de la psique, profundamente oculta bajo la envoltura de un cuerpo sano, y puede abrirse de improviso, a veces por un motivo insignificante.

Eso mismo le ocurría a Niza: cinco años de parálisis, aun en completa inconsciencia, tenían que haber dejado huella en todas las células del cuerpo, el espanto del encuentro con aquella terrible cruz que había estado a punto de matar a Erg Noor.

Niza, adivinando los pensamientos de Veda, dijo con voz sorda:

— Desde que estuve en la estrella de hierro, no me abandona una sensación extraña.

En el fondo del alma siento un vacío angustioso. Ese vacío coexiste con la seguridad de mi dicha y mi fuerza; no las excluye, pero no desaparece. Y yo no puedo combatirlo más que con algo que me absorba por entero y no me deje a solas con él… Ahora sé lo que es el Cosmos para un ser humano solitario, ¡y ello me hace honrar más aún la memoria de los primeros héroes de la astronáutica!

— Me parece que la comprendo — repuso Veda —. Yo he estado en las pequeñas islas de Polinesia, perdidas en medio del océano. Allí, en las horas de soledad, ante el mar inmenso, se siente una embargada por una tristeza infinita, es como si se oyera una monótona canción, nostálgica y lejana. Seguramente, el recuerdo de la soledad primitiva de la conciencia le dice al ser humano cuan desvalido era antes, prisionero en la angosta celda de su alma. Sólo el trabajo colectivo y los pensamientos comunes pueden liberarle de ese cautiverio. Llega un barco, más pequeño al parecer que la propia isla, y la inmensidad del océano no es la misma. Un puñado de camaradas y un barco constituyen ya un mundo singular que se lanza a lejanías accesibles, sumisas a él. Así ocurre también en la astronave, el navío cósmico. ¡Está usted en compañía de camaradas audaces, fuertes! Pero la soledad ante el Cosmos… — Veda se estremeció —. Yo no creo que el ser humano sea capaz de soportarla.

Niza se apretó más contra Veda.

— ¡Usted lo ha dicho! Por eso, yo quiero todo de una vez…

— Le he tomado afecto, Niza. Y ahora estoy más de acuerdo con su decisión… que me parecía insensata.

Niza, en silencio, estrechó la mano de Veda y acercó la nariz a su mejilla, fría del viento.

— Pero ¿resistirá usted eso, Niza? ¡Es tan difícil!..

— ¿A qué dificultades se refiere, Veda? — preguntó Erg Noor, que había oído su última exclamación —. ¿Se ha confabulado usted con Dar Veter? Él lleva media hora tratando de convencerme de que transmita a los jóvenes mi experiencia de astronauta, en vez de emprender un vuelo del que no se vuelve.

— ¿Y le ha convencido?

— No. Mi experiencia de la astronáutica es más necesaria todavía para llevar el Cisne a su punto de destino, allí — y Erg Noor señaló al cielo, claro y sin estrellas, donde, más abajo de la Nube Menor de Magallanes, cerca del Tucán y de la Hidra, debía lucir la resplandeciente Achernar —. ¡Para conducirlo por un camino que aún no ha recorrido ninguna nave de la Tierra ni del Circuito!

Al pronunciar la última palabra, emergió a sus espaldas el borde del sol naciente, desvaneciendo con sus rayos el misterio del alba blanca.

Los cuatro amigos habían llegado a la costa. El océano lanzaba su gélido aliento arrastrando a la orilla, de suave pendiente, sus olas sin espuma, la fuerte marejada del encrespado Antártico. Veda Kong miraba con curiosidad al agua, de un color de acero, que rápidamente se tornaba oscura en la profundidad y adquiría a los rayos del bajo sol el lila matiz del hielo.

Niza Krit permanecía al lado, con un abrigo de pieles azules y un gorrito redondo, también de piel de igual tonalidad, bajo el que asomaban rebeldes unos mechones rojizos oscuros. Como de costumbre, la muchacha mantenía la cabeza erguida. Dar Veter, que involuntariamente se deleitaba contemplándola, frunció el entrecejo.

— ¿No le gusta Niza? — inquirió Veda con fingida indignación.

— Usted sabe bien que yo la admiro — contestó Dar Veter sombrío —. Pero en estos momentos me ha parecido tan pequeñita y débil, en comparación con…

— Con lo que me espera, ¿verdad? — replicó Niza desafiante —. ¿Ha cesado en su ataque a Erg para atacarme a mí?

— No tengo el menor propósito de ello — repuso Dar Veter con tristeza —, pero mi pena es muy natural. Una admirable criatura de mi querida Tierra va a desaparecer en los abismos del Cosmos, en sus gélidas tinieblas. Y esto no es compasión, Niza, sino el dolor de la pérdida.

— Hemos tenido el mismo sentimiento — asintió Veda —. Niza se me figura una clara llamita de vida perdida en medio del espacio, muerto y frío.

— ¿Es que yo parezco una delicada florecilla? — preguntó Niza. Y el extraño tono de su voz impidió a Veda darle una respuesta afirmativa.

— ¿Hay alguien que sienta más que yo el gozo de la lucha con el frío? — agregó la muchacha, quitándose el gorrito con brusca sacudida que esparció los ondulados cabellos rojizos. Y al instante, despojóse del abrigo de pieles.

— ¿Qué va usted a hacer, Niza? — gritó Veda, adivinando su intención, y abalanzóse hacia ella.

Pero Niza había saltado a una roca que se alzaba sobre las olas y le arrojaba ya a Veda su ropa.

Las frías olas acogieron a Niza, y su amiga tembló sólo de pensar en aquel baño. La muchacha nadaba tranquila, mar adentro, atravesando las olas con vigorosos impulsos.

Sobre la cresta de una de ellas agitó la mano invitando a los que quedaban en la orilla a que siguieran su ejemplo.

Veda la observaba con admiración.

— Veter, Niza es mejor novia para un oso polar que para Erg. ¿Será posible que usted, un hombre del Norte, se quede atrás?

— Yo soy de origen nórdico, pero prefiero los mares templados — dijo el aludido en tono lastimero, acercándose de mala gana al mar, que salpicaba embravecido.

Después de desnudarse, metió con tiento un pie en el agua y, dando un grito, se lanzó al encuentro de una acerada ola. De tres brazadas, subió a la cima y deslizóse a la negra fosa de la segunda. Sólo los muchos años de entrenamiento y los continuos baños anteriores, tanto en verano como en invierno, salvaron su prestigio. Al instante, se le cortó el aliento y unos circulillos rojos empezaron a danzar ante él. Con unas cuantas zambullidas y unos bruscos saltos, recobró la respiración. Amoratado, tiritando, nadó hasta la orilla y ascendió por la pendiente, en unión de Niza, a todo correr. Unos minutos más tarde, ambos se deleitaban con el calor de las pieles que los envolvían. Hasta el cortante viento parecía traer el hálito de los mares de coral.

— Cuanto más la conozco — dijo Veda muy quedo —, más me convenzo de que Erg no se ha equivocado en su elección. Usted, como ninguna otra, le infundirá ánimo en los momentos difíciles, le alegrará, lo cuidará…

Las mejillas de Niza, blancas, no atezadas, se arrebolaron intensamente.

Mientras se desayunaban en una alta terraza de cristal, vibrante al viento, Veda encontró a menudo la mirada, pensativa y dulce, de la muchacha. Los cuatro estaban silenciosos, como suele ocurrir cuando espera una larga separación.

— ¡Es doloroso conocer a personas como ustedes y tener que separarse inmediatamente de ellas! — exclamó de pronto Dar Veter.

— No podrían… — insinuó Erg Noor.

— No, mis vacaciones han terminado. ¡Ya es hora de subir al cielo! Grom Orm me espera.

— Yo también tengo que marcharme — agregó Veda —. He de volver a mi «averno», a una cueva, descubierta recientemente, que guarda vestigios de la Era del Mundo Desunido.

— El Cisne no estará listo hasta mediados del año próximo, pero nosotros empezaremos los preparativos dentro de seis semanas — dijo en voz baja Erg Noor —.

¿Quién dirige ahora las estaciones exteriores?

— De momento, Yuni Ant, pero él no quiere abandonar definitivamente las máquinas mnemotécnicas, y el Consejo no ha aprobado aún la candidatura de Emb Ong, un ingeniero-físico de la central F del Labrador.

— No le conozco.

— Es poco conocido, porque trabaja en la Academia de los Límites del Saber, donde se ocupa de cuestiones de mecánica megaondular.

— ¿Y qué es eso?

— El estudio de los grandes ritmos del Cosmos, de las gigantescas ondas que se extienden lentamente por el espacio. En ellas se reflejan, entre otras cosas, las contradicciones de las velocidades lumínicas contrarias, que dan valores relativos superiores a la unidad absoluta. Pero todo esto no está aún bien estudiado.

— ¿Y Mven Mas?

— Escribe un libro sobre las emociones. Tampoco dispone de mucho tiempo, pues la Academia de las Grandes Cifras y de la Predicción del Futuro le ha nombrado su asesor para el vuelo de vuestro Cisne. En cuanto se reúnan los datos, tendrá que despedirse de su libro.

— ¡Lástima! El tema es importante. Ya es hora de reconocer debidamente la realidad y la fuerza del mundo de las emociones — comentó Erg Noor.

— Temo que Mven Mas no sea capaz de un análisis frío — dijo Veda.

— Eso es lo que hace falta; de lo contrario, no escribirá nada meritorio — repuso Dar Veter, y se levantó para despedirse.

Niza y Erg le tendieron la mano.

— ¡Hasta la vista! Termine pronto su trabajo, pues si no, no vamos a vernos.

— Nos veremos — prometió Dar Veter, con seguridad —. En último caso, en el desierto de El Homra, antes de emprender el vuelo.

— De acuerdo — asintieron los astronautas.

— Vamos, ángel del cielo — y Veda Kong tomó el brazo de Dar Veter, aparentando no haber advertido la arruga de su entrecejo —. ¡Seguramente estará usted ya harto de la Tierra!

Dar Veter, muy separadas las piernas, se mantenía en pie sobre la inestable base de una armadura apenas sujeta, y miraba hacia abajo, al espantoso abismo que se abría entre las desgarradas capas de nubes. Allí se columbraba la superficie del planeta, cuya ingente mole se percibía incluso a aquella distancia, igual a cinco diámetros de la Tierra, con los sinuosos contornos grises de los continentes y las manchas violentas de los mares.

Con emoción, iba reconociendo aquellos perfiles, conocidos desde la infancia por las fotografías tomadas desde los sputniks. Allí estaba la línea cóncava de la costa, a la que llegaban, en sentido transversal, las rayas oscuras de las montañas. A la derecha brillaba el mar, y bajo las plantas de Dar Veter, se divisaba un angosto valle. Aquel día había tenido suerte: las nubes se habían disipado sobre el sector del planeta donde vivía y trabajaba Veda. Por aquellos lugares, en la escarpada falda de unos elevados montes grises, acerados, se encontraba la antigua cueva, cuyas espaciosas galerías se adentraban en las profundidades de la Tierra. Veda recogía allí, entre los despojos mudos y polvorientos del pasado de la humanidad, esas partículas de verdad histórica sin las que no es posible comprender el presente ni prever el futuro.

Inclinándose desde la plataforma de estriadas planchas de bronce circónico, Dar Veter envió con el pensamiento un saludo a aquel punto, dudosamente adivinado, oculto por unos cirros de cegador brillo que se habían deslizado desde Occidente. La oscuridad de la noche se extendía allí como un muro tachonado de relucientes estrellas. Las nubes avanzaban en capas superpuestas, como inmensas balsas que flotasen unas sobre otras.

Bajo ellas, por el abismo, cada vez más negro, la Tierra rodaba hacia el muro de las tinieblas como si fuera a perderse en la nada, para siempre. El suave resplandor zodiacal nimbaba el planeta por su parte sombría, brillando en la negrura del espacio cósmico.

La parte iluminada de la Tierra estaba envuelta en un manto azul de nubes que reflejaba la potente luz del Sol gris de acero. Todo el que mirase a las nubes, sin gafas provistas de filtros oscurecedores, quedaría ciego, e igual suerte correría quien se volviese hacia el terrible astro encontrándose fuera de la protección de la atmósfera terrestre, de un espesor de mil kilómetros. Los duros rayos del Sol, de ondas cortas — ultravioletas y X — fluían en un poderoso torrente mortal para todo lo vivo, al que se agregaba la continua y copiosa lluvia de partículas cósmicas. Las estrellas que se encendían de nuevo, o las que chocaban en la infinita lejanía de la Galaxia, enviaban al espacio radiaciones mortíferas. Y sólo la segura defensa de la escafandra salvaba a los trabajadores de una muerte cierta.

Dar Veter lanzó al otro lado el cable de seguridad y avanzó por la viga de apoyo en dirección al refulgente carro de la Osa Mayor. Un gigantesco tubo estaba adosado al futuro sputnik en toda su longitud. En sus dos extremos se elevaban unos triángulos agudos que sostenían enormes discos irradiadores de un campo magnético. Cuando se instalasen las baterías que transformaban en corriente eléctrica la radiación azul del Sol, sería posible desembarazarse de las ataduras y desplazarse a lo largo de las líneas de fuerza magnética con placas de guía en el pecho y la espalda.

— Queremos trabajar de noche — resonó inesperadamente, en su casco hermético, la voz del joven ingeniero Kad Lait —. ¡El comandante del Altai ha prometido dar luz!

Dar Veter miró hacia abajo, a la izquierda, donde, como peces dormidos, pendían enganchados varios cohetes de carga. Más arriba, bajo un dosel plano que protegía de los meteoritos y del Sol, se cernía una plataforma provisional, de planchas de revestimiento interior, en la que se clasificaban y montaban las piezas traídas por los cohetes. Allí agolpábanse los trabajadores, semejantes a oscuras abejas, o a luciérnagas cuando la superficie reflectora de sus escafandras salía de la sombra del dosel protector.

Una red de cables partía de las negras escotillas abiertas en los costados de los cohetes, por las que eran descargadas las piezas grandes. Más arriba, encima mismo de la armadura del sputnik, un grupo de hombres, en posturas extrañas y a veces cómicas, andaban atareados con una enorme máquina. En la Tierra, un solo anillo de bronce de berilio recubierto de borazón habría pesado sus buenas cien, toneladas. Pero allí, aquella mole pendía dócilmente, cerca del esqueleto metálico del sputnik, de un fino cable destinado a igualar las velocidades integrales de rotación alrededor de la Tierra de todas aquellas piezas, sueltas aún.

Cuando los trabajadores se hubieron acostumbrado a la ausencia de la fuerza de la gravedad, mejor dicho, a lo ínfimo de ella, recobraron su destreza y la seguridad en sí mismos. Pero pronto aquellos hábiles operarios debían ser relevados por otros, pues un largo trabajo manual sin pesantez provocaba una alteración en la circulación de la sangre que podría perdurar y convertir al hombre en inválido a su regreso a la Tierra. Por ello, cada uno trabajaba en el sputnik no más de ciento cincuenta horas; luego volvía a nuestro planeta después de reaclimatarse en la estación Intermedia, que giraba a una altura de novecientos kilómetros sobre el globo terráqueo.

Dar Veter, que dirigía el montaje, procuraba no hacer demasiado esfuerzo físico, pese a que a veces sentía vehementísimos deseos de acelerar una u otra tarea. Debía permanecer allí a una altura de cincuenta y siete mil kilómetros, durante varios meses.

Autorizar el trabajo nocturno significaba abreviar el plazo de envío a la Tierra de sus jóvenes amigos y tener que pedir un nuevo equipo de relevo antes del tiempo señalado.

La segunda planetonave de las obras, el Barion, se encontraba en la llanura de Arizona, donde Grom Orm observaba las pantallas de los televisores y los cuadros de las máquinas registradoras.

La decisión de trabajar sin pausa, incluso durante la gélida noche cósmica, reduciría considerablemente la duración del montaje. Y Dar Veter no podía renunciar a esa posibilidad. Recibida la autorización, los hombres de la plataforma de montaje se dispersaron en todas direcciones y empezaron a tender una nueva red de cables, más complicada aún. La planetonave Altai, que servía de vivienda a los trabajadores y pendía inmóvil al extremo de la viga de apoyo, soltó de pronto los cables rodillos que ligaban su escotilla de entrada a la armadura del sputnik. Largas llamas saltaron cegadoras de sus motores. El enorme casco de la nave viró silencioso y rápido. Ni el menor ruido se expandió, a través del vacío, por los espacios interplanetarios. Unas cuantas revoluciones de los motores bastaron al experto conductor del Altai para elevarlo suavemente a una altura de cuarenta metros sobre el lugar de las obras y volver sus proyectores de aterrizaje hacia la plataforma. Entre la nave y la armadura se tendieron de nuevo los cables-guía, y toda aquella multitud de objetos heterogéneos, cernidos en el espacio, quedó en una inmovilidad relativa, continuando al propio tiempo su rotación alrededor de la Tierra a una velocidad de cerca de diez mil kilómetros por hora.

La distribución de las masas nubosas reveló a Dar Veter que las obras se encontraban sobre la zona antártica del planeta y que, por consiguiente, entrarían pronto en la sombra de la Tierra. Los calentadores perfeccionados de las escafandras no podían contrarrestar por completo el gélido aliento del espacio cósmico, ¡y desdichado del viajero que gastase impremeditadamente la energía de sus baterías! Así había perecido, hacía un mes, un arquitecto-montador que se resguardara de una inopinada lluvia de meteoritos en la fría cápsula de un cohete abierto, donde encontró su tumba antes de la llegada al sector soleado… Un ingeniero había sido muerto por un meteorito. Aquellos accidentes no podían ser previstos ni evitados. La construcción de los sputniks exigía siempre víctimas.

¿Quién sería el siguiente?… Las leyes de los números grandes, aunque poco aplicables a las motillas de polvo de los hombres aislados, indicaban que Dar Veter tenía más probabilidades que nadie de ser el siguiente, pues era él quien se encontraba más tiempo en aquella altura, expuesta a todas las contingencias del Cosmos.. Pero una voz interior le decía traviesa que nada podía ocurrirle a su magnífica persona. Y por muy absurda que fuera tal certeza en un hombre habituado a pensar matemáticamente, no abandonaba nunca a Dar Veter y le ayudaba a mantenerse en sereno equilibrio sobre las vigas y enrejados de la indefensa armadura, suspendida en el abismo del negro cielo.

El montaje de construcciones se hacía en la Tierra con máquinas especiales, denominadas «embriotectónicas» porque funcionaban con arreglo al principio del crecimiento de los organismos vivos. Claro que la estructura molecular del ser vivo, formada por un mecanismo cibernético hereditario, era mucho más compleja y estaba subordinada no sólo a la selección físico-química, sino también a una acción rítmica ondular, enigmática todavía. Sin embargo, los organismos vivos no empezaban a desarrollarse más que en soluciones tibias de moléculas ionizadas, mientras que los ¡embriotectones funcionaban, generalmente, accionados por corrientes polarizadas, por la luz o un campo magnético. Las marcas y claves puestas con talio radiactivo en las piezas guiaban acertadamente el montaje, que se realizaba con una exactitud y rapidez asombrosas para los profanos. Allí, en aquella altura, no había ni podía haber tales máquinas. El sputnik se montaba a la antigua usanza, a mano. A pesar de los peligros que entrañaba, la empresa parecía tan interesante que atraía a millares de voluntarios.

Las estaciones de pruebas psicológicas apenas daban abasto a reconocer a todos los que manifestaban al Consejo su disposición a partir para el espacio interplanetario.

Dar Veter llegó hasta la base de unas máquinas solares que partían en sentido radial de un enorme cubo con un aparato de gravitación artificial, y conectó su batería dorsal a un borne del circuito de control. Una sencilla melodía resonó en el radioteléfono de su casco hermético. Entonces enlazó, paralelamente, una placa de cristal con un esquema trazado con finas líneas de oro. Le respondió la misma melodía. Dar Veter corrió dos nonios, para hacer coincidir los tiempos de las corrientes, y se cercioró de la concordancia absoluta no sólo de las melodías, sino de las tonalidades del reglaje. Una parte importante del futuro ingenio había sido ya montada de manera impecable. Se podía pasar a la instalación de los motores eléctricos de radiación. Dar Veter se enderezó, cansado de soportar la escafandra sobre los hombros, y movió la cabeza. El movimiento hizo crujir las vértebras cervicales, anquilosadas de la prolongada quietud dentro del casco hermético.

Menos mal que Dar Veter resultó refractario a afecciones mentales difundidas entre quienes trabajaban fuera de la atmósfera terrestre: la enfermedad ultravioleta del sueño y la rabia infrarroja; de lo contrario, no habría podido llevar a cabo su honrosa misión.

¡El primer revestimiento defendería pronto a los trabajadores de aquella deprimente soledad en el ilimitado Cosmos, sobre el insondable abismo, sin cielo ni tierra!

Del Altai se desgajó raudo un pequeño proyectil de salvamento y pasó como una centella frente a las obras. Era un remolcador enviado para traer los cohetes automáticos, que no transportaba más que carga y se detenía a la altura señalada de antemano.

¡Llegaba muy a tiempo! La acumulación flotante de cohetes, hombres, máquinas y materiales entraba ya en el sector nocturno de la Tierra. El remolcador regresó arrastrando tres largos proyectiles de azulado brillo y forma de peces, cada uno de los cuales pesaba sobre el globo terráqueo sus buenas ciento cincuenta toneladas, sin contar el combustible.

Los cohetes se unieron a sus semejantes en torno a la plataforma de clasificación. Dar Veter, de un impulso, se trasladó al otro lado de la armadura y encontróse en medio del grupo de técnicos que dirigía la descarga. Se habían reunido para discutir el plan de trabajo nocturno. Dar Veter dio su asentimiento al mismo, pero exigió que se sustituyesen todas las baterías individuales por otras nuevas que asegurasen, durante treinta horas, el caldeamiento continuo de las escafandras, a más de suministrar fluido a las lámparas, los filtros de aire y los radioteléfonos.

Las obras se sumergieron por entero en las abismáticas tinieblas de la noche, pero la débil luz zodiacal, suave y grisácea, procedente de los rayos de sol diseminados por los gases de las capas superiores de la atmósfera, continuó esclareciendo el esqueleto del futuro satélite, yerto a un frío de ciento ochenta grados bajo cero. La superconductibilidad molestaba aún más que durante el día. Al menor desgaste del aislamiento de los diversos aparatos, baterías o acumuladores, los objetos próximos se rodeaban del nimbo azulado de la corriente que se esparcía por la superficie, haciendo imposible encauzarla en la dirección necesaria.

La impenetrable oscuridad del Cosmos había sobrevenido en unión de un frío aún más intenso. Brillaban las estrellas con un fulgor punzante, como agujas azules. El invisible y silencioso vuelo de los meteoritos causaba en la noche mayor espanto. Abajo, en la oscura superficie del globo y en los flujos de la atmósfera, surgían multicolores nubes de eléctrico resplandor, centelleantes descargas de enorme longitud o franjas, de miles de kilómetros, de luz difusa. Vientos huracanados, más fuertes que los peores ciclones terrestres, desencadenaban sus furias allá abajo, en las capas superiores de la envoltura aérea. La atmósfera, saturada de las radiaciones del Sol y del Cosmos, seguía entremezclando activamente la energía, dificultando de un modo extraordinario la comunicación entre las obras y el planeta natal.

Súbitamente, algo cambió en aquel mundillo perdido en las tinieblas y el espantoso frío.

Dar Veter no discernió al pronto que la planetonave había encendido sus proyectores. La noche parecía más negra, habían palidecido las fulgurantes estrellas, pero la plataforma y la armadura se destacaban netas, perceptibles, en la blanca luz. Al cabo de unos minutos, el Altai disminuyó la tensión. La luz se tornó amarilla y menos intensa.

La planetonave economizaba la energía de sus acumuladores. Y de nuevo, como en pleno día, empezaron a moverse los cuadrados y las elipses de las planchas del revestimiento, los enrejados de los tirantes y vigas, los cilindros y tubos de los depósitos, encontrado poco a poco su lugar en el esqueleto del satélite.

Dar Veter buscó a tientas la jácena transversal y se agarró a unos asideros de ruedas adosadas a unos cables verticales. Apoyando con fuerza un pie en la viga, tomó impulso y ascendió. Ante la misma escotilla de la planetonave, apretó los frenos de los asideros y se detuvo a tiempo para no chocar contra la puerta cerrada.

En la cámara de transición no se mantenía la presión normal terrestre, para evitar las pérdidas de aire cuando entraban y salían los numerosos trabajadores de las obras. Por ello, Dar Veter, sin quitarse la escafandra, pasó a una segunda cámara, construida temporalmente, y desconectó allí su casco hermético y sus baterías.

Desentumeciendo sus miembros, cansados de la escafandra, y recreándose con la vuelta a la pesantez normal, Dar Veter penetró con paso firme en el puente interior. La gravitación artificial de la planetonave funcionaba sin pausa. ¡Qué inmenso placer sentirse hombre, sólidamente afianzado sobre un suelo firme, y no una leve mosquilla voltejeando en el inestable e inseguro vacío! La suave luz, el aire templado y un blando sillón invitaban a arrellanarse cómodamente y entregarse al reposo, sin pensar en nada. Dar Veter experimentaba el placer de sus antepasados, que le extrañara en un tiempo en las novelas antiguas. Después de un largo viaje a través del desierto frío, el bosque húmedo o las montañas cubiertas de hielo, el hombre entraba en la acogedora vivienda: la casa, la chabola o la yurta de fieltro. Y entonces, como allí, en la planetonave, unas finas paredes le separaban de un mundo inmenso y peligroso, hostil a él, le guardaban el calor y la luz, brindándole el descanso para recuperar fuerzas y meditar sus futuras empresas.

Dar Veter resistió a la tentación del sillón y del libro. Tenía que comunicar con la Tierra, pues la luz encendida en la altura durante toda la noche podía alarmar a los hombres de los observatorios que vigilaban la marcha de las obras; además, había que prevenir que el relevo se necesitaría antes del plazo acordado.

Aquella vez Dar Veter tuvo suerte: habló con Grom Orm no por medio de las señales codificadas, sino por el televisófono, muy potente, como todos los de las naves interplanetarias. El ex presidente se mostró satisfecho y se ocupó sin demora de elegir un nuevo equipo y de intensificar el envío de piezas.

Al salir del puente de mando, Dar Veter pasó por la biblioteca, que se había acondicionado para dormitorio instalando dos filas superpuestas de literas a lo largo de las paredes. En los camarotes, los comedores, la cocina, los pasillos laterales y la sala delantera de máquinas había también lechos suplementarios. La planetonave, convertida en base estacionaria, estaba abarrotada. Arrastrando las piernas, Dar Veter caminaba por el pasillo, revestido de tibias planchas de plástico de color castaño, abriendo y cerrando con gesto de cansancio las herméticas puertas.

Pensaba en los astronautas que pasaban decenas de años en el interior de naves semejantes a aquélla, sin esperanza alguna de abandonarlas ni de salir al exterior antes del plazo señalado, terriblemente largo. El llevaba allí cerca de seis meses y cada día dejaba los angostos locales para trabajar en los agobiadores espacios del vacío interplanetario. Y sin embargo, sentía ya la nostalgia de la adorable Tierra, de sus estepas, de sus mares, de las zonas de vivienda con sus centros bulliciosos, pictóricos de vida. Mientras que Erg Noor, Niza y otros veinte tripulantes del Cisne deberían pasar en la astronave noventa y dos años dependientes, es decir, ciento cuarenta terrestres, contando el regreso de la nave al planeta natal. ¡Ninguno de ellos podría vivir tanto tiempo! Sus cuerpos serían incinerados y sus cenizas enterradas lejos, infinitamente lejos, en los planetas de la estrella verde circónica…

O morirían en ruta, y entonces, encerrados en un cohete funerario, serían lanzados al Cosmos… De un modo semejante, las naos fúnebres de sus remotos antepasados llevaban a alta mar los guerreros muertos en combate. Pero nunca había habido en la historia de la humanidad héroes que se recluyesen en una nave, para toda la vida, y volasen sin esperanza de retorno. No, él no tenía razón, ¡y Veda le habría reprochado sus pensamientos! ¿Había olvidado acaso a los luchadores anónimos en pro de la justicia y de la libertad para el hombre que, en los antiguos tiempos, iban a una reclusión perpetua, mucho más espantosa, en húmedas mazmorras, donde sufrían terribles tormentos? ¡Sí, aquellos héroes eran más fuertes y dignos de admiración que incluso los contemporáneos de Dar Veter, dispuestos a realizar aquel grandioso vuelo al Cosmos para explorar mundos lejanos!

Y él, que nunca había abandonado por largo tiempo el planeta donde naciera, en comparación con ellos, era un mísero hombrecillo que no tenía nada de ángel del cielo, como le llamaba en broma la adorabilísima Veda Kong.

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