La Alquimia del siglo XX

Una historia vasco-francesa

Los verdaderos alquimistas no se pasaban el día encerrados en lóbregos sótanos de bajo techo; por lo general, trabajaban al aire libre. Eran hombres de lo más corriente, y muchos, incluso alegres. No todos, ni mucho menos, lucían luengas barbas. Y, desde luego, eran poquísimos los que tenían en su laboratorio una cosa tan tétrica como es un cráneo humano. ¡No, los alquimistas no eran en absoluto como gustan de presentárnolos los pintores de nuestros días!

Tampoco eran los farsantes descritos por autores de libros y cuentos acerca de la Química de la Edad Media. El afán de riquezas no hubiera podido ser nunca, y menos, durante largos siglos, el móvil de la Ciencia. Porque es indudable que la alquimia fue una Ciencia. Por supuesto, entre los alquimistas había quien se interesaba, ante todo, por el oro. También había simples truhanes, que se dedicaban a engañar a los gobernantes crédulos. En libros y revistas antiguos hemos leído un sinfín de historias sobre picaros de este tipo. Y debemos señalar que ninguno de ellos acabó sus días de muerte natural. Unos, al descubrirse sus fraudes, morían en la horca; otros, después del primer experimento “feliz”, eran ejecutados por orden de los reyes, temerosos de que el poseedor del “secreto” huyera y ofreciese sus servicios al duque vecino; los terceros agonizaban lentamente, atormentados por la Santa Inquisición.

Pero se ha escrito muy poco, y no sabemos por qué, acerca de aquellos alquimistas que trabajaban descretamente en sus laboratorios caseros. Si buscaban la “piedra filosofal” no era sólo por su propiedad de transmutar en oro los demás metales. En ella veían ante todo un medio de curación de las enfermedades y de prolongación de la vida. Esos ignorados peones de la alquimia escribieron precisamente tratados aligo cómicos para nosotros, pero cargados de sentido para ellos, tales como “De la virtud y la composición del agua”. ¡Sí, sí, la virtud también era considerada uno de los objetos de la alquimia!

Mientras los picaros, encubriéndose con el título de alquimistas, buscaban las formas de engañar con habilidad a los gobernantes codiciosos y de pocas luces, los verdaderos alquimistas trabajaban con tesón, disolviendo, agitando, destilando, calcinando y haciendo, en consecuencia, valiosas aportaciones para la futura Química.

Podríamos empezar consignando que los alquimistas decuplicaron el número de los compuestos conocidos por la Ciencia, en comparación con e¡l de los conocidos en la época helénica, y que desarrollaron procedimientos importantísimos para actuar sobre una substancia o mezcla de substancias a fin de provocar una reacción química. Dichos procedimientos siguen empleándose en nuestros días, y casi sin modificación alguna. Los alquimistas inventaron los aparatos químicos más diversos. Muchos de los utensilios y aparatos que se usan actualmente en los laboratorios químicos más modernos, no se diferencian apenas de los que adornaban el laboratorio del alquimista; por ejemplo, los matraces, embudos, retortas, aparatos de destilación, etc. Y a los alquimistas debemos también el descubrimiento de los ácidos más importantes, de muchos compuestos orgánicos y del método de la destilación seca de la madera.

Al empezar a tratar de la Alquimia del siglo XX, consideramos que nuestro primer deber es brindar al lector una idea justa de la genuina alquimia y persuadirle de que a la palabra “alquimista” no se le debe dar un sentido denigrante. Y hemos pensado que una magnífica ilustración de lo dicho sería el relato acerca del fraile benedictino Lorenzo Picard.

Conocimos el caso casualmente, al hojear un viejo libro alemán publicado en 1809, que contenía diversos datos sobre la historia de las Ciencias Naturales. En las gruesas páginas de aquel libro, que el tiempo había carcomido, fue donde leimos la historia del monje Lorenzo Picard. Por supuesto que allí se relataban los hechos en el tono seco, acentuadamente im/parcial, que por aquel entonces era considerado el único aceptable en las obras científicas. Pero los detalles se podían leer, como suele decirse, “entre líneas”. Así que, veamos la historia.

…La brisa marítima levantaba de las dunas ribereñas finos dardos de arena, que emitían un sonido vibrante, evocador de los plañidos de las almas en pena. Cuando al Padre Prior del monasterio de benedictinos de San Nazaire se le ocurrió semejante comparación, no pudo menos de sonreírse. El monasterio se levantaba a unas leguas de la costa del Golfo de Vizcaya, en la alta orilla del Loire, y se veía muy bien a la luz del sol poniente. Desde el monasterio, acompañados por el monótono cántico de dos monaguillos ya afónicos, hundiéndose en la fina arena y casi sin resuello, venían arrastrándose de rodillas los monjes benedictinos, con el Padre Prior caminando al frente.

Delante de los hermanos iba Fray Lorenzo Picard, causante, en realidad, de la singular procesión.

Una esquelita del Papa Clemente V, redactada en un estilo demasiado elegante y rebuscado para no ser una simple orden, disponía que en el monasterio de San Nazaire se dedicaran a la “búsqueda de las prodigiosas substancias que convierten los metales corrientes en oro, en el oro que tanto necesitamos ahora, en estos dificilísimos tiempos que atravesamos, cuando nuestros hermanos en Jesucristo nos han vuelto la espalda hasta el extremo de que los Superiores de la aborrecida por Dios Orden de los Templarios, poseyendo el secreto de la piedra filosofal, se niegan a comunicárnoslo”.

Cuando el Padre Prior leyó la esquelita, no se rió, no; sólo sonrió con respeto, lo cual, a decir verdad, no dejaba de ser una buena prueba de escepticismo. Resultaba demasiado evidente que la misiva había sido dictada por uno de los espías de Felipe IV, que siempre pululaban por la residencia del Papa. Felipe el Hermoso, el “Hermosillo”, como le llamaba con muy poco respeto casi la mitad de Francia, había dilapidado todos sus medios, ya de por sí muy exiguos, en la lucha contra el Papa Bonifacio VIII, y que mantuvo con la tozudez y ferocidad de un hurón. Su sucesor, en cambio, fue un complaciente aliado del rey.

El Padre Prior sabía muy bien que el Papa no había elegido su monasterio por casualidad. Hacía ya unos 20 años que San Nazaire sobresalía de los demás monasterios por la sabiduría de sus moradores. Y el mérito principal en ello correspondía al hermano Lorenzo Picard, el mismo que ahora se arrastraba de rodillas por la arena, ayudándose con las manos, respirando más fatigosamente que los demás.

La libertad de costumbres de los monjes de San Nazaire había llegado a ser, por así decirlo, una tradición santificada por los años. Ni siquiera la falta a la misa de alba era considerada allí un pecado mortal. Esa fue la razón de que Lorenzo Picard, que ingresó en el monasterio en 1287, pudiera dedicarse con entera libertad al estudio de las Ciencias Naturales, alcanzando no pocos éxitos en ese campo. El autor del antedicho libro dice que Lorenzo Picard inventó incluso el telescopio —¡200 años antes que Galileo!—, con el que observaba la Luna, y que dejó a la posteridad una obra sobre las maravillosas propiedades de una substancia —conocida hoy como óxido de mercurio—, que podía ser convertida infinidad de veces en brillante mercurio, y viceversa. Por cierto que este último descubrimiento lo habían hecho mucho antes que él los árabes. Pero es muy probable que él no lo supiera.

Así había transcurrido la tranquila y sosegada vida de Fray Lorenzo en el monasterio de San Nazaire, una vida que jamás se vio alterada por intrigas de los hermanos benedictinos, los cuales, afortunadamente, se distinguían por su alegría y buen humor. Y así siguieron marchando las cosas hasta el día en que llegara al monasterio la carta del Papa Clemente. El plazo concedido para hallar la receta de la preparación del oro era muy corto, ya que el Papa no abrigaba la menor duda de que dicha receta exsstía.

Las triunfales declaraciones de los Templarios, en las que éstos se jactaban de poder obtener oro en grandes cantidades, no hacían más que acrecentar la impaciencia de Su Santidad. Verdad es que algunos cardenales allegados a él, muy bien informados, le habían insinuado cautelosamente que los Templarios, más que a la “piedra filosofal”, debían el oro que acumulaban a crímenes y chantajes. Pero el instruido Papa aducía al instante como prueba las obras del famoso Amoldo Villanovanus, cuyo nombre hacía furor a la sazón en todos los estados de la Europa Occidental. Villanovanus afirmaba haber hallado la “piedra filosofal”, que tenía la propiedad de convertir el mercurio en oro.

Convendría señalar aquí que Viillanovanus, según todas las apariencias, era un redomado picaro. No conformándose con describir la “piedra filosofal”, habló también del “elixir de la vida”, el cual no era sino alcohol etílico poco purificado, que, en efecto, producía a quien lo tomaba la más agradable sensación de alegría. Pero el propio inventor sabía muy bien con qué convidaba a sus crédulos contemporáneos; con el “elixir” que extraía del ¡vino de uva corriente!

Volviendo a nuestro relato diremos que, como era de esperar, la búsqueda de la “piedra filosofal” se le encomendó a Lorenzo Picard. Guando éste trató de negarse, aduciendo con cierta falta de sinceridad que todos sus pensamientos estaban fijos en Dios, el Nuncio de Su Santidad se enfadó mucho y manifestó que por primera vez veía semejante actitud ante un documento sagrado, firmado por el Papa, como el que acababa de presentar. Y al decirlo había lanzado una mirada tan significativa al Padre Prior, que éste, levantando los brazos ante la imagen de San Nazaire, se apresuró a asegurar al alto dignatario que, dadas las aptitudes del Hermano Lorenzo, el oro pronto se podría sacar del monasterio a carretadas. Con lo cual se marchó el Nuncio, no sin haber dispuesto por último que al Hermano Lorenzo le dieran como ayudantes todos los monjes que deseara, ya que estaba bien enterado de que los experimentos alquimísticos eran muy complicados y laboriosos.

Tal fue la causa de que, a los dos días de haber partido el emisario, Lorenzo Picard empezase a iniciar a los hermanos benedictinos en los nada extraordinarios métodos del arte alquimístico. Y comenzaron para el monasterio los días febriles. En las viñas, faltas de cuidado, los racimos de uvas se caían a tierra, donde terminaban por pudrirse sin que nadie los recogiera; y mientras tanto, por las angostas ventanas del refectorio, transformado en laboratorio, salían un humo acre y unas palabrejas que demostraban a las claras que la familiarización con la alquimia apartaba del Señor las almas y los pensamientos de los benedictinos.

En cuanto a Lorenzo Picard, él no tenía la menor duda de que todas las recetas de la “piedra filosofal” citadas en las distintas obras, y sobre todo en las de Villanovanus, eran pura charlatanería. La mayoría de tales obras no eran sino un conglomerado de palabras raras, que lo mismo podían ser un texto cifrado que un galimatías.

Le bastó poco más de un mes y medio para convencerse definitivamente de que ninguna de las recetas para la obtención de oro reportaría más que una pérdida infructuosa de tiempo. Pero precisamente entonces ocurrió lo inesperado…

Al agregar una disolución de plata en ácido nítrico a un recipiente que contenía mercurio disuelto en ácido nítrico diluido, el cual, por lo visto, llevaba como impurezas ciertos compuestos de yodo, el Hermano Lorenzo obtuvo un precipitado de color amarillo. Después de aislarlo de la disolución, empezó a desecarlo. Y súbitamente, a ojos vistas, el polvo amarillo tomó un color rojo muy vivo. Entonces retiró el crisol del fuego, el polvo fue recobrando el color amarillo. Volvió a poner sobre las brasas el crisol, y el polvo empezó a enrojecer; apagó el fuego, y reapareció eil color amarillo.

Si cualquier químico en nuestros tiempos tropezara con un fenómeno semejante, no se asombraría lo más mínimo, pues comprendería que se trataba de una substancia termoscópica[3]. La substancia obtenida por Lorenzo Picard, el tetrayodomercuriato de plata, es en efecto termoscópica. Pero hace seiscientos años este descubrimiento causó una impresión fulminante. Los monjes, agolpados detrás del Hermano Lorenzo, contemplaban estupefactos las milagrosas transformaciones. Y hasta el propio Padre Prior, que había corrido al refectorio, en vez de dedicar una oración de gracias a la Virgen Santísima por el milagro realizado, quedóse como un poste, tan maravillado como los demás.

Fue entonces cuando los monjes creyeron, por primera vez, que su trabajo no era simplemente un medio para matar el terrible aburrimiento de la vida conventual. Pero, aquella misma tarde, o quizás unos días después —¿no da acaso lo mismo?—, el hermano Lorenzo declaró a (los frailes benedictinos que la obtención de oro por vía artificial no era posible, y que todo intento de lograrla estaría condenado al fracaso. Transcurridos algunos días, los monjes notificaron al Nuncio de Su Santidad, que había vuelto al monasterio y esperaba con impaciencia los resultados de los experimentos, que ellos renunciaban a buscar la receta para la obtención de oro, ya que, de todas formas, no se conseguiría nada.

No es difícil de imaginarse la cólera del ilustre huésped; ni tampoco la precipitación, francamente impropia de su alto rango, con que montó a caballo y partió dél monasterio con la celeridad del rayo. Pasado cierto tiempo llegó una orden paipai, disponiendo que los benedictinos implorasen personalmente, en Aviñón, el perdón al Papa por la inaudita desobediencia con la particularidad de que debían ir de San Nazaire a Aviñón andando de rodillas. Sólo se hacía excepción para el Padre Prior.

Tal era la causa de que once monjes salieran arrastrándose de rodillas por las dunas del Golfo de Vizcaya, desde el monasterio de San Nazaire, que se alzaba en la alta orilla del Loira y se distinguía muy bien a la luz cárdena del sol poniente…

Cuatro interrogantes

El problema de la transmutación de los elementos inquietó a muchas generaciones de científicos. Pero la Naturalleza guardó tenazmente ese secreto suyo, uno de los más recónditos. La teoría atómica, que se entronizó con firmeza en la Química a mediados del sigiló pasado, barrió todas las concepciones místicas sobre la posibilidad de provocar la transmutación de los elementos por medio de “fuerzas metafósicas”. Los adeptos de esas (teorías ni siquiera eran alquimistas (con frecuencia ni tenían nociones de lo que hablaban), sino unos simples idealistas. La teoría atómica surtía el mismo efecto sobre todas esas patrañas anticientíficas, que el canto del gallo sobre las fuerzas del averno.

Sin embargo, la proclamación del átomo como algo absoluto e indivisible condujo a que los científicos cayeran en el extremo opuesto. En la Ciencia arraigó la opinión de que el átomo era una partícula indivisible y, en consecuencia, imposible la transmutación de los elementos.

Sólo en los lindes de dos siglos, XIX y XX, la puerta que guardaba el enigma de la transmutación de los elementos se entreabrió chirriando y dejando ver en estrecho haz de luz. Los primeros que se fijaron en él fueron los eminentes científicos María Curie-Sklodowska y Pierre Curie. Y si lo pudieron ver fue sólo gracias a que para llegair a la deseada puerta habían ido remontando los peldaños esculpidos por Dmitri Mendeleiev.

…Sistematizar el caos de conocimientos sobre las propiedades de los elementos químicos y sus compuestos fue una tarea penosa y difícil. Se ha de tener en cuenta que más de un tercio de los elementos químicos hoy conocidos, no habían sido descubiertos aún en aquella época.

Y sería precisamente Mendeleiev el primero en indicar cuántos habían de ser en total los ele mentos y quién vaticinara las propiedades de muchos elementos todavía ignorados.

Mendeleiev barajaba sus fichas con paciencia. Pero la Ley seguía sin formular. Los serenos y los porteros del Instituto Tecnológico ha bían dejado ya de asombrarse de que en una de las ventanas del pabellón del profesorado no se apagara nunca la luz.

Veamos el Sistema periódico de los elementos tal y como lo publicó Mendeleiev por primera vez, en la primavera de 1869. Según podemos observar, el genial químico escribió puntos de interrogación en Jos sitios que, según él suponía, serían ocupados por elementos que la Ciencia aún no conocía. Además, Mendeleiev describió antes de que fueran descubiertos, los elementos “eka-boro”, “eka-alu-minio” y “eka-silicio”, que pasados algunos años fueron hallados, recibiendo sus nombres actuales de escandio, galio y germanio. El descubrimiento de nuevos elementos dejó de ser un fenómeno casual, convirtiéndose en el fruto de investigaciones científicas sistematizadas. No es sorprendente por ello que, si bien en los 200 primeros años de existencia de la Química se había descubierto un total de 63 elementos, en el medio siglo subsiguiente a la creación del Sistema periódico se pudiera añadir a la lista alrededor de otros treinta elementos más.

La historia de cómo fueron completados los espacios vacantes de la Tabla de Mendeleiev es muy interesante, y su fin debe ser relatado.

Corría el año 1925… Se había descubierto otro de los elementos desconocidos por la Ciencia, pero vaticinados por Mendeleiev. el elemento N° 75, el renio. Sólo quedaban en la Tabla cuatro espacios que, en lugar del símbolo del elemento químico, ostentaban signos de interrogación: los espacios 43, 61, 85 y 87. Las investigaciones más escrupulosas de distintos minerales y compuestos químicos con el fin de hallar dichos elementos, no habían dado ningún resultado aún.

Como es natural, llegó el momento en que se había probado ya todo. Se habían explorado todos los yacimientos probables, se habían aplicado los métodos más fantásticos de enriquecimiento de sus posibles menas. Y sin embargo, todos los intentos resultaban infructuosos. Los enigmáticos elementos N° 43, 61, 85 y 87 no deseaban entregarse a los investigadores.

Y el tiempo iba pasando…


…Los años treinta del siglo XX. El Sistema periódico de Mendeleiev, lo mismo el colgado en el aula escolar o en el laboratorio del químico, que el insertado en la revista científica o en el manual para estudiantes, presenta siempre cuatro signos de interrogación. Pero ¿cuántos otros podríamos encontrar en los apuntes de los hombres de ciencia y en los diarios de laboratorio de los experimentadores químicos?

Un rayo de luz

La propiedad que tenían ciertos elementos químicos de desintegrarse con emisión de unos rayos especiales, descubierta por Henry Becquerel, causó grajn impacto entre los contemporáneos de éste. El problema de la radiactividad llegó a ser en aquella época una de las cuestiones de mayor actualidad, tanto en la Ciencia como en las amplias esferas sociales. Las damas elegantes de París preferían el modesto laboratorio de los esposos Curie a las exposiciones de cuadros de Monet o a la ópera con una “prima donna” italiana. En las reuniones no se hablaba más que de los extraordinarios matraces con disoluciones de sales de radio, luminiscentes en la oscuridad. Las conferencias del famoso químico Soddy, en las que se mostraban con experimentos las sorprendentes propiedades del radio, reunían en Londres enorme público. Muchos años después María Sklodowska escribiría en sus memorias cuánto la cansaba el clamor levantado en torno al descubrimiento del radio.

La prensa banall describía de todos los modos y en todos los tonos las propiedades del radio, si bien se veía a las claras que lo más interesante para ella era el fabuloso precio de dicho metal, que a la sazón ascendía a cientos de miles de dólares el gramo.

Los hombres de ciencia, en cambio, se sentían sugestionados por el aspecto científico del descubrimiento de los esposos Curie. La radiactividad había demostrado que el átomo no era algo inmutable, indivisible. Luego la conversión de unos elementos en otros resultaba posible.

Y siendo así, ;.no se podría comprender, estudiando bien el fenómeno de la radiactividad, la configuración de los átomos de las substancias?

Los años subsiguientes reportaron a los hombres de ciencia todo lo crue ellos habían podido desear. En efecto, el estudio de la radiactividad resultó ser el único camino por el que se podía penetrar en los secretos de la estructura de la materia.

Cuando el fenómeno de la radiactividad —es decir, de la transmutación natural de los elementos—, fue estudiado con plenitud, surgió una nueva cuestión: si la transformación espontánea de unos elementos en otros era posible, ¿por qué no intentar la provocación de dicho proceso por vía artificial?

La respuesta no se hizo esperar. El ritmo del desarrollo de la Ciencia en el siglo XX no era va el mismo de los tiempos pasados. Veintitantos años después del descubrimiento de la radiactividad sucedieron hechos que hicieron salir a las páginas de las revistas científicas la anticuada y ya casi dada al olvido palabra “alquimia”.

Aunque, por otra parte, es bastante difícil hallar algo de alquimístico en el aparato construido en 1919 por el eminente físico inglés Rutherford. Dicho aparato permitía observar, mediante un dispositivo de aumento, las propiedades radiactivas de los pocos elementos radiactivos conocidos por aquella época. La radiactividad se podía observar por la aparición de destellos en una pantalla de sulfuro de zinc. La razón es que cuando una partícula emitida por el núcleo de un elemento radiactivo incide sobre los cristales de sulfuro de zinc, aparece un pequeño destello, que se puede observar con un dispositivo de aumento. Los preparados radiactivos se hallaban en un soporte, en el centro del aparato.

Como vemos, todo era muy sencillo, y no había en ello nada digno de admiración. Tampoco fue motivo de asombro el descubrimiento de Rutherford de que el centelleo dejaba de observarse si entre la pantalla y el elemento radiactivo se interponía una laminilla metálica o de mica. Estaba bien claro que los rayos radiactivos no podían atravesar el obstáculo.

Sería difícil explicar qué movió a Rutherford a llenar de hidrógeno la cámara, en uno de sus experimentos. Entonces sí que se observaron cosas verdaderamente increíbles. A pesar de la barrera metálica interpuesta entre la fuente de las emanaciones radiactivas y la pantalla.

el centelleo seguía produciéndose en ésta como si no existiera dicho obstáculo. Por cierto, que los destellos cesaban en cuanto se extraía el hidrógeno.

La explicación del fenómeno no se halló el acto. Como suele suceder con frecuencia, las ideas que se ¡les ocurrían, a los científicos de aquella época, eran de lo más increíble, aunque, en realidad, la clave del enigma era asombrosamente sencilla y muy significativa.

Los elementos radiactivos naturales (en aquel caso fue el polonio) emanan los llamados rayos alfa, que son núcleos de átomos de helio. El helio tiene un peso atómico igual a 4: por consiguiente, sus átomos son cuatro veces más pesados que los de hidrógeno, cuyo peso atómico es 1. Las partículas alfa, al chocar con los núcleos atómicos del hidrógeno, llamados protones, les comunican su energía. Y como la masa de los protones es pequeña en comporación con la de la partícula alfa, aquéllos adquieren grandes velocidades, que les permiten atravesar el obstáculo.

Tal es la causa de que el hidrógeno haga a la laminilla metálica, pudiéramos decir, penetrable para las radiaciones. ¿Sencillo? ¡Sencillísimo! Pero lo más interesante estaba todavía por venir.

Cuando la cámara se llenó con otro gas (nitrógeno), volvieron a surgir los destellos en la pantalla, exactamente igual que si el aparato hubiera contenido hidrógeno. Eso resultaba ya incomprensible por demás, puesto que los núcleos atómicos del nitrógeno son mucho más pesados que las partículas alfa (unas 3.5 veces), y si el tabique era impenetrable para el helio, más lo debería ser para el nitrógeno.

Pero, de todos modos, ¿por qué aparecía el centelleo en la pantalla? ¿Como atravesaban las partículas radiactivas un tabique que, en el mejor de los casos, sólo podía dejar pasar a los núcleos de hidrógeno? ¿No podría ser que al nitrógeno se hubiera mezclado casualmente hidrógeno? Entonces llenaron la cámara de nitrógeno bien exento de impurezas, y sobre todo, de vestigios de hidrógeno. Y no obstante, el centelleo se reprodujo en la pantalla con la misma regularidad de antes.

Sólo se podía suponer, que el hidrógeno, por lo visto.

se formaba en la cámara, de algún modo, a partir del nitrógeno y por la acción de las emanaciones radiactivas. Al principio la idea parecía descabellada. Pero experimentos ulteriores demostraron, sin dejar lugar a dudas, que la suposición era justísima. ¡En efecto, a partir del nitrógeno se formaba hidrógeno!

Así fue realizada la primera reacción nuclear, que de haberla presenciado cualquer honorable químico de mediados del siglo pasado, se hubiera estado un buen rato encogiéndose de hombros con perplejidad y hubiera terminado por irse sin haber comprendido nada. He aquí dicha reacción:


N + He = O + H.

Sí, aquí todo está bien. La carga nuclear del átomo de nitrógeno equivale a 7, y la de la partícula alfa (núcleo del átomo de helio), a 2. La suma, pues es igual a 9. Con la misma facilidad se puede calcular que la suma de las cargas nucleares de los átomos a la derecha de la ecuación es también igual a nueve, puesto que la del hidrógeno equivale a 1, y la del oxígeno, a 8.

Esa fue la primera de los cientos de reacciones nucleares conocidas hasta el día de hoy, una reacción en la que un elemento se transforma en otro; y esto, como ya sabemos, es el objetivo de la más verdadera alquimia. Esta es toda la historia de la aparición del “rayo de luz”.

Nos veríamos obligados a desviarnos mucho del objetivo de nuestro relato, si nos pusiéramos a describir detalladamente todos los medios con los que cuenta la Ciencia para transformar unos elementos en otros.

Bastará con indicar que todos ellos se basan en el “bombardeo” de los núcleos atómicos de los elementos que se someten a transmutación, con “proyectiles” constituidos por partículas nucleares, tales como protones, neutrones y partículas alfa.

Esa nueva rama de la Ciencia, que fue denominada Química Nuclear, brindó la posibilidad de crear artificialmente aquellos elementos que los químicos no habían podido hallar de ningún modo en la Naturaleza.

Los químicos tachan los signos de interrogación

La Ley periódica descubierta por el gran químico ruso Mendeleiev permitió a los químicos determinar las propiedades de los elementos de número atómico 43, 61, 85 y 87, lo mismo que si ellos hubieran podido ver y tocar repetidamente dichos elementos y sus compuestos. Pero, de todos modos, eso no les daba derecho a quitar de los correspondientes espacios de la tabla los signos de interrogación. Eso lo hubiera podido hacer sólo quien hubiese obtenido una centésima, o por lo menos una milésima o una cienmilésima de gramo de alguno de dichos elementos. Pero nadie pudo obtener ni siquiera esas cantidades. Hoy sabemos perfectamente que todos los intentos de separar los enigmáticos elementos de los minerales o rocas, estaban condenados al fracaso, ya que ninguno de ellos se halla en la corteza terrestre en cantidades en cierto modo apreciables.

A menudo parecía que se tocaba el éxito, que se había obtenido el elemento ignorado. Con frecuencia el investigador, al separar un compuesto que, a su parecer, difería bastante de lo corriente, lo atribuía a un elemento nuevo. Entonces tomaba a toda prisa la pluma y escribía una carita al director de una de las revistas químicas, pidiéndole que publicara “cuanto antes la noticia del descubrimiento de un nuevo elemento”. Y el director, claro está, la publicaba, puesto que también le lisonjeaba la idea de que su revista fuera la primera en notificar tan relevante éxito de la Ciencia. Tal fue la razón de que en da literatura química aparecieran decenas de nombres de “nuevos” elementos químicos. Pero las noticias relativas a todos esos “masurios”, “ilinios”, “florencios” y “moldavios” eran refutadas irremisiblemente después por los químicos que se ponían a comprobar los datos publicados acerca del “nuevo” elemento en cuestión.

Poco a poco, el enigma de “los cuatro espacios” dejó de asombrar; y es que todo lo extraordinario, si se prolonga mucho, acaba por convertirse en algo trivial. Mas aún, en las esferas químicas se empezaron a considerar de mal gusto las discusiones sobre dichos espacios. Los razonamientos relativos a elementos aún no descubiertos empezaron a ser mirados como los inventos del “perpetuum mobile”.

Hasta que un buen día, en medio de esta calma estalló, como una bomba, la noticia: ¡la “fortaleza de los cuatro” ha caído! Por cierto que, en apariencia, todo fue modesto a más no poder. En 1937 la revista “Informaciones de la Academia de Ciencias de Italia” publicó un artículo muy conciso diciendo que los científicos italianos Segre y Perrier habían obtenido por vía artificial el elemento N° 43. Constaba el suelto de unas cien palabras, y una buena cuarta parte de ellas eran adverbios indefinidos por el estilo de “posiblemente”, “probablemente”, “seguramente”, etc. ¡Pero, a pesar de todo, lo relativo al nuevo elemento era indiscutible!

Y los periódicos… Los periódicos italianos se ocupaban entonces de cosas muy distintas: que si el concurso de los cuatro Tarzanes, que si la próxima actuación del divino Gigli, que si la erupción del Vesubio en cierne; es decir, de todo, menos del extraordinario descubrimiento de los químicos del país.

El nuevo elemento fue obtenido por bombardeo del molibdeno, cuyo número atómico es 42, con átomos de hidrógeno, de número atómico 1. La suma de los números atómicos del “blanco” y del “proyectil” da precisamente 43, el número atómico correspondiente al tecnecio, pues así fue denominado el primero de los representantes del misterioso cuarteto.

El nombre de “tecnecio” a dicho elemento no se lo dieron por casualidad. Sus descubridores partieron de la palabra griega “technicós”, que significa “artificial”, subrayando así la procedencia del mismo.

¿Habrá que decir que las propiedades vaticinadas para el tecnecio coincidieron en absoluto con las evidenciadas por medio de la experimentación? Verdad es que las primeras cantidades obtenidas del elemento fueron tales, que no hubieran podido ser registradas por la balanza más sensible que conocemos.

Una vez abierta la primera brecha en el llamado “enigma de los cuatro”, las investigaciones prosiguieron con más firmeza. Al año de haberse obtenido el tecnecio, los químicos del mundo entero pudieron borrar de las tablas periódicas que usaban en sus laboratorios otro signo de interrogación, inscribiendo en su lugar el símbolo Pm, correspondiente al prometio, elemento cuyo número atómico es 61.

El prometio fue obtenido por el mismo procedimiento que el tecnecio. Echando una mirada al Sistema periódico es fácil adivinar de qué modo se procedió. En efecto, el elemento bombardeado con átomos de hidrógeno fue el de número atómico 60, el neodimio.

El elemento N° 61 recibió el nombre de prometio, en honor del mitológico Prometeo, que robó el fuego de los dioses para entregárselo a los hombres. Como es sabido, Zeus discurrió para él un castigo terrible: encadenado a una roca, Prometeo veía llegar cada día hasta él un águila enorme que le devoraba las entrañas. El nombre era una alegoría del duro y dramático camino que había llevado a los hombres de ciencia, desde el signo de interrogación hasta el símbolo del elemento químico.

Más adelante tendremos todavía ocasión de extendernos acerca de las propiedades de los metales pertenecientes a la sorprendente familia de las tierras raras, de la que forma parte el prometio. Aquí ¡nos limitaremos a señalar que, en absoluta concordancia con su situación en el Sisltema periódico, el prometio resultó, en cuanto a sus propiedades, muy parecido a los demás miembros de dicha familia.

Después le llegó el turno al elemento de número atómico 87. El signo de interrogación que figuraba en su correspondiente espacio de la Tabla traía muy preocupados a los químicos, que sentían verdadero interés por conocer las propiedades que el elemento 87 tendría. Volvamos a ver la Tabla de Mendeleiev. Aquí está el espacio 87, en el primer grupo, en la misma serie vertical que los elementos litio, sodio, potasio, rubidio y cesio. Los hemos enumerado todos y por orden deliberadamente, puesto que su actividad química crece con rapidez del litio al cesio. Dichos elementos, que son metales, desplazan el hidrógeno del agua, dando álcalis, por lo cual recibieron el nombre de alcalinos.

Los metales alcalinos son los más activos de todos los del Sistema periódico, destacándose entre ellos el cesio. La reacción del litio con el agua es relativamente tranquila, pero la que se produce al echar al agua un pedacito de cesio es semejante a una explosión.

El desconocido elemento N° 87, por estar en el Sistema periódico debajo del cesio debía presentar aún mayor actividad.

De ahí que fuera tan importante hallarlo: existía un gran interés por saber si se confirmarían las predicciones o no.

Dicho elemento fue descubierto en 1939, de un modo casual, en los productos de la desintegración radiactiva del uranio. Cuando se empezaron a estudiar las propiedades del francio —éste fue el nombre que recibió—, quedó claro el porqué los investigadores no habían podido dar con él durante tanto tiempo. En primer lugar, el francio, como todos los demás elementos de número atómico superior a 83, es radiactivo. No obstante, difiere mucho de sus “hermanos” radiactivos, por desintegrarse con suma rapidez. Su período de semidesintegración (es decir, el tiempo que tarda en desintegrarse la mitad de una cantidad dada del elemento radiactivo) es sólo de 22 minutos. Explicaremos lo que significa esto. Supongamos que en un instante dado tenemos 1 gramo de francio. A cabo de 22 minutos quedará de él sólo la mitad; pasada una hora, una octava parte. A las cuatro horas, no restará más que un pedacito de dos diezmilésimas de gramo, invisible a simple vista, y transcurrida otra hora más no quedará del gramo inicial más que “el grato recuerdo”, como se decía en las novelas antiguas.

De todos modos, la causa fundamental de que los investigadores no lograran obtener el elemento N° 87 durante tanto tiempo no era su corto período de semidesintegración. Si los científicos hubieran dispuesto de un gramo del elemento, de seguro que hubieran conseguido estudiar bien sus propiedades en ese par de horas. Todo lo malo era, que, para obtener dicho gramo hubieran tenido que elaborar —¡fíjense bien en la cifra!— dos mil quinientos millones de toneladas de uranio nativo.

—Alto ahí —nos dirá el lector atento—, eso significa, pues, que en el gramo de uranio nativo hay 4·10–16 gramos francio. ¿De qué modo se pudo registrar una cantidad tan pequeña, que incluso cuesta enunciarla? El número 10–16 no tiene nombre propio, ¡nadie lo ha ideado aún! Decimos que 10–6 una millonésima; que 10–9 es una milmillonésima; pero 10–16 sigue denominándose “diez elevado a menos dieciseis”. De cantidades tan ínfimas no hemos tratado en el capítulo anterior. ¿Qué métodos emplearon los químicos para separar esas cantidades imponderables, en el verdadero sentido de la palabra?

De esto se hablará en los capítulos siguientes. Ahora, para terminar con el francio, sólo hemos de añadir que, si bien nadie lo ha aislado en cantidades más o menos ponderables, de él se conocen bastantes datos. Por ejemplo, se sabe que es el metal más activo de todos los conocidos, que es un excelente conductor de la electricidad y que, como el mercurio, a la temperatura normal se halla en estado líquido.

Hablar de sus aplicaciones sería prematuro aún. Con todo, ya se ha establecido que, si se inocula una sal de francio a los enfermos de sarcoma, todo el francio introducido en el organismo se concentra en el tumor. Y como este elemento tiene propiedades radiactivas y sus emanaciones ejercen una acción destructora sobre el tejido canceroso, cabe esperar que el francio halle con el tiempo aplicación en la medicina.

Esto es cuanto queríamos decir respecto al elemento N° 87, el francio, el único del enigmático cuartero que ha sido descubierto en la Naturaleza, y no obtenido de un modo artificial.

El último en quitarse el antifaz, y, por cierto, de muy mala gana, fue el elemento N° 85. En 1940 sustituyeron en su casilla el signo de interrogación por el símbolo At, abreviatura de astato (también se le suele llamar astatinio). Este elemento fue obtenido también “alquimísticamente”, por transmutación artificial. Para ello bombardearon núcleos de bismuto con núcleos de helio. La aritmética de este proceso para nosotros ya es una cosa clara: el número atómico del bismuto es 83, y el del helio, 2; aunque nos sale una ecuación que, a primera vista, parece rara: bismuto + helio = …astato.

El astado es el último elemento de la familia de los halógenos. Los “veteranos” de la misma —flúor, cloro, bromo y yodo— han sido muy bien estudiados. Tanto más interesante era, por ello, conocer las propiedades del “recién nacido”. Como es sabido, los halógenos son típicos no metales. Sólo en el yodo se manifiestan tenuemente ciertas propiedades metálicas: el brillo característico, la conductividad eléctrica y la propiedad de formar determinadas sales, tales como nitratos, cloruros, etc.

El astato es ya un metal típico. Sus características son bastante conocidas; se sabe, por ejemplo, qué estados de oxidación presenta en las disoluciones acuosas y cuál es la composición de sus sales; incluso se ha establecido que se disuelve muy bien en el cloroformo. Sólo se desconoce una cosa: de qué color es. ¿Por qué? Muy sencillo: todavía nadie ha podido obtenerlo en cantidades que permitan distinguir su coloración. Para apreciar el color de una substancia es indispensable disponer de cantidades ponderables de la misma. Y en el caso del astato, nunca las ha habido.

No carecerá de interés señalar que las primeras investigaciones de las ‘propiedades químicas del astato se efectuaron con disoluciones cuya molaridad (concentración) era de 10–13; es decir, con disoluciones que contenían dos cienmilmillonésimas de gramo de la substancia disuelta, por litro.

Así terminó la historia de la gran “guerra” contra los signos de interrogación en el Sistema periódico de Mendeleiev, Esa fue una lucha llena de dramatismo, como toda investigación verdaderamente científica; una lucha por la conquista de lo que hasta entonces se había considerado una manifestación de ciertas “fuerzas naturales” singulares e ignotas, una lucha que acabó haciendo de la palabra “alquimia” un término científico moderno.

Entonces podría parecer que se habían acabado los enigmas del Sistema periódico y que los químicos, por fin, respirarían tranquilos. Pero ¿se puede apaciguar, acaso, la verdadera Ciencia? Aunque el Sistema periódico no guardara más enigmas, lo probable, y casi seguro, sería que más allá de sus límites los hubiera.

Y las búsquedas continuaron….

¿92? Y por qué no más?

Entre los elementos del Sistema (periódico hay muchos muy notables. Uno ¡se distingue por su propiedad de reaccionar vigorosamente con otras substancias; otro, por el contrario, podría jactarse de que no existe fuerza alguna capaz de hacerle entrar en reacción con otros elementos; el tercero es famoso porque se funde sólo a temperaturas muy altas, y además, con muchísimo trabajo; el cuarto llama la atención por lo difícil que resulta pasarlo del estado gaseoso al líquido. En una palabra, son muchos los elementos químicos que podrían ¡preciarse de algo. Pero hay uno que, sin duda alguna, está por encima de todos ellos. Es el uranio. No hay en la Tierra ningún elemento cuyo peso atómico sea mayor que el suyo. Por ello, el uranio cerró durante muchos años, y con perfecto derecho, el Sistema periódico de los elementos.

Que el uranio fuera el último llegó a ser algo habitual para los químicos. Por aquel entonces centraban su atención en los elementos todavía no descubiertos que debían ocupar espacios intermedios en la Tabla, entre el hidrógeno y el uranio. En cuanto a éste, por lo visto, había de ser siempre el último. Así nos habituamos a la estufa o al armario de nuestra habitación, sin podérnoslos ni imaginar en otro sitio.

Más de pronto surgió entre los científicos un “perturbador de la calma”, el cual inquirió, a ¡toda voz: “Perdonen Ustedes, pero ¿por qué razón el Sistema periódico tiene que terminar en el número 92? ¿Por qué no pueden existir los elementos N° 93, N° 94, etc., etc?”

“¡Efectivamente! —exclamaron muchos con asombro—. ¿Por qué no ha de existir el elemento N°93? ¿Por qué no buscarlo?

Esas ideas habían madurado para (principios de los años 30. Y entonces empezó lo bueno. Las fiebres “del oro” y “de los diamantes”, que en sus épocas estremecieran al mundo, no fueron nada en comparación con el estallido de las pasiones en torno al asunto “de los transuránidos”, como se denominó a los elementos que podían hallarse a continuación del uranio.

Es muy posible que ello se debiera a que, mientras que la existencia de los elementos de número atómico 43, 61, 85 y 87 no ofrecía ninguna duda a nadie, el descubrimiento de uno solo de los transuránidos entrañaba un interés cardinal para la Ciencia.

Es posible también, que los inquietos científicos se sintieran apretados en el estrecho marco de los cuatro espacios “sin desenmascarar” aún del Sistema periódico, y que empezaran a salir de las márgenes de éste, al principio cuatelosamente y después con creciente pujanza.

Por lo visto, en todas partes sucede lo mismo: lo que está más allá de un límite —ya sea el polo de la inaccesibilidad, la Luna o unos enigmáticos elementos químicos— atrae con singular fuerza. De ahí que la tenacidad con que eran buscados los elementos desconocidos de los espacios intermedios, no estuviera exenta de templanza: al evidenciar los errores, los científicos se corregían unos a otros cortésmente, se amonestaban con bondad, se elogiaban con indulgencia y bromeaban sin sarcasmo. En cambio, los elementos de “más allá del límite”, los transuránidos, eran buscados con frenesí. Entonces se denostaba, se discutía, se gritaba —si es que se (puede gritar desde las páginas de las revistas—, se hundía, se levantaba hasta las nubes, se fulminaba…

El mundo científico era estremecido cada año por un gran descubrimiento, y una buena media docena de “pequeños”, del elemento N° 93, a los que de momento no se daba mucha fe.

Nos limitaremos a evocar uno de esos casos sensacionales. El eminente físico italiano Enrico Fermi opinó en cierta ocasión que era posible (¡posible!) que, durante uno de sus experimentos, se hubiera formado el elemento N° 93.

Fermi no se refería a nada concreto, pero su noticia fue interpretada torcidamente por la prensa ávida de sensacionalismo. Uno de los periodicuchos más desbocados llegó hasta el punto de idear y describir una recepción en Palacio, en la que, según él, el propio Fermi había ofrecido a la Reina con toda solemnidad un frasquito que contenía el elemento N° 93.

Bastaría con hojear cualquier revista de divulgación científica de los años 30 para cerciorarse de que con gran regularidad, dos o tres veces al año, se daba la noticia de haber sido hallado el nuevo elemento N° 93. Y de que con igual inevitabilidad, que en seguida fue ya algo habitual, dicha noticia era desmentida más tarde.

No se tardó mucho en comprender que los elementos de número atómico superior al 92 no ¡podían ser encontrados en la corteza terrestre. La explicación era sencillísima, y como se verá más adelante, absolutamente cierta. Como hemos dicho, todos los elementos del Sistema periódico a partir del elemento N° 84 —el polonio— son radiactivos. En otros términos, esos elementos son inestables y con el tiempo se desintegran, convirtiéndose en otros de número atómico más bajo; éstos, a su vez, se van desintegrando también… Y así sucesivamente, hasta la formación de elementos químicos estables, por ejemplo, el plomo. Entonces se vio con claridad que los elementos, que deberían suceder al uranio, con toda probabilidad, formaron parte de la corteza de la Tierra muchísimos millones de años atrás, tal vez miles de millones de años, ¿quién sabe? Pero con el transcurso del tiempo dichos elementos por lo visto se desintegraron, acabando por desaparecer. Y ya no los había en la Tierra. No los había, y ¡se acabó!

Pero había pasado ya a la historia la época en la que los químicos se conformaban sólo con lo que la Naturaleza les ponía a su alcance. Y se lanzaron al asalto del problema de los transuránidos. Empero, los antiguos medios de combate no resultaron bastante potentes para derribar las murallas de la fortaleza en la que se ocultaba la clave.

Es posible que la clave del problema de los transuránidos hubiera continuado mucho tiempo aún al abrigo de la barrera de signos interrogativos, de no haberse empleado un nuevo medio de combate, más eficaz que los interiores.

Abrieron la “brecha” los neutrones. El hecho de que el neutrón no posea carga alguna hace de él un proyectil muy conveniente para el bombardeo nuclear. Las partículas dotadas de carga —núcleos de hidrógeno o de helio— no cumplen bien esta misión. Las partículas con carga positiva, al acercarse al átomo, experimentan la intensa acción repelente del núcleo, cargado 'también positivamente.

Con la intervención de los neutrones se obtuvieron por vía artificial lo¡s núcleos de casi todos los elementos químicos. Pero el elemento N° 93 seguía sin dejarse ver por los investigadores.

Cuando, tratando de obtener artificialmente al “habitante” del espacio N° 93 del Sistema periódico, bombardearon con neutrones el uranio, se observó al principio que los núcleos atómicos de éste se escindían en “fragmentos”. Los fragmentos resultantes eran núcleos atómicos de elementos situados en el centro de la Tabla de Mendeleiev —bario, lantano, etc.—, muchos de los cuales presentaban radiactividad artificial. Las características de esos elementos radiactivos artificiales fueron estudiadas con mucho detalle, llegándose a conocer sus pesos atómicos y períodos de semidesintegración.

Se descubrieron tantísimos “fragmentos”, que la obtención de nuevos elementos artificiales por dicho procedimiento dejó de suscitar especial entusiasmo en los investigadores. Tampoco se asombró mucho el científico norteamericano Mac Milland cuando, en 1940, observó en los ¡productos de fisión del uranio cierto isótopo radiactivo, con uin período de semidesintegración de dos a tres días. Un estudio más detallado demostró que la radiación se debía a cierto elemento que difería de los que se formaban generalmente por escisión del uranio. Ese elemento fue aislado, y resultó ser… el N° 93. Aquello fue tan inopinado, que ni siquiera causó el efecto que podía esperarse de semejante descubrimiento.

Además, los pormenores se conocieron mucho más tarde, después ya de haberse escuchado el estallido de la primera bomba atómica experimental y de que se alzara sobre Hiroshima el siniestro hongo de la explosión atómica. ¿Qué tiene que ver con esto la bomba atómica?

Pues que el problema de tos transuránidos resultó estar vinculado íntimamente al de la liberación de energía atómica. De no ser por esa circunstancia, es posible que todavía hoy no supiéramos nada de los elementos cuyo número atómico es mayor de noventa y dos.

Al N° 93 se le impuso el nombre de neptunio. La razón es muy clara: lo mismo que el planeta Neptuno sigue a Urano en el Sistema Solar, el uranio en el Sistema periódico es seguido por el neptunio.

Investigaciones más minuciosas del proceso de la formación de neptunio a partir de uranio probaron que dicho proceso se desarrolla del siguiente modo. Al chocar con los neutrones unos núcleos se escinden, mientras que otros, por el contrario, capturan neutrones. Con ello se forma otra variedad del uranio, o, como se dice, un isótopo suyo con peso atómico de 239. Este isótopo, empero, es muy inestable y en seguida sufre la desintegración radiactiva, la cual consiste en que el núcleo de cada uno de sus átomos emite un electrón.

¿Qué sucede entonces? El electrón posee una carga igual a -1. La carga del núcleo atómico del uranio es 92. Si de 92 restamos -1 obtendremos, naturalmente, 93. Así se forma el elemento N°93, el neptunio.

De seguro que mientras hemos explicado cómo se forma el neptunio a partir del uranio, el lector ya habrá adivinado qué nombre habían de dar al elemento N° 94. ¡Justo!

Plutonio, claro está, ya que Plutón es el planeta que sigue a Neptuno en el Sistema Solar.

Como es sabido, Neptuno fue descubierto “en el punto de la pluma”, pues su existencia fue vaticinada teóricamente. Prosiguiendo este paralelo, podría decirse que Plutón fue descubierto con la pluma estilográfica, ya que su existencia se dedujo de especulaciones puramente teóricas, basándose en las perturbaciones del movimiento de traslación de Neptuno por su órbita.

El plutonio, a semejanza del planeta que le dio el nombre, fue pronosticado también teóricamente.

El estudio de las propiedades del neptunio demostró que emanaba rayos beta, o, en otros términos, que cada átomo del mismo “expulsaba” un electrón. Ahora ya sabemos lo que sucede cuando un núcleo atómico de cualquier elemento emite un electrón. Se forma un núcleo del elemento que ocupa el espacio inmediato posterior. Por ello, al ser descubierta la radiación beta del neptunio, se pensó al instante que en pos del elemento N° 93 debía formarse el N° 94. Y después de una serie de laboriosos experimentos, este elemento se obtuvo en 1941.

Se sabe que la reacción en cadena es una de las condiciones básicas para la liberación de energía del núcleo atómico en el proceso de fisión de los elementos pesados. Los otros dos elementos capaces de dar una reacción en cadena, los isótopos del uranio de peso atómico 233 y 235, son mucho más difíciles de obtener que el plutonio.

Este elemento se obtiene hoy en grandes cantidades. Su producción se efectúa en reactores nucleares, en los que, a la par con la desintegración del uranio, se va desarrollando el proceso de formación del elemento N° 94. Transcurrido cierto tiempo, el uranio del reactor contiene ya una cantidad considerable de plutonio. Y la separación de dichos elementos es una tarea relativamente fácil.

La obtención del neptunio y la del plutonio fueron triunfos de la física y de la química, cimas, por así decirlo, de la alquimia contemporánea. No obstante, según demostraron ios años subsiguientes, esas cimas no resultaron las más altas. No habían transcurrido aún tres años desde el descubrimiento del plutonio, cuando los químicos se vieron obligados a añadir nuevos espacios en el Sistema periódico. Los “culpables de la fiesta” fueron los elementos de número atómico 95 y 96. Eso sucedió en 1944.

El ambiente volvía a ser “artillero”: el polígono era el ciclotrón, aparato que sirve para la aceleración de partículas elementales; de blanco hacía el uranio, y como proyectiles servían las partículas alfa, esto es, núcleos de helio. Las partículas alfa, al hacer impacto en el núcleo de uranio, originaban la formación de un nuevo núcleo, de número atómico 94 (2 + 92; como vemos, este es otro método para la obtención de plutonio). Los núcleos de plutonio, pasado cierto tiempo, emitían una partícula beta, un electrón, y de tal suerte, aparecía el elemento de número atómico 95. Por su lugar de nacimiento, este elemento recibió el nombre de americio.

De forma semejante fue obtenido también el elemento N° 96. Para la obtención artificial de este elemento bombardearon con partículas alfa el plutonio. Como resultado de un cálculo aritmético muy sencillo (94 + 2 = 96) y de un experimento muy complicado, fue aislado el elemento de número atómico 96, al que se dio el nombre de curio en honor de los eminentes investigadores de la radiactividad María Curie-Sklodowska y Pierre Curie.

La comparación de la Ciencia con un edificio grandioso no es nada nuevo. Pero al hablar de cómo fueron obtenidos artificialmente los transuránidos, no es posible prescindir de ella. Como “cimientos” de este edificio sirvió el uranio. Sobre él se erigió la “primera planta”, el elemento plutonio, que a su vez sirvió de base para el “piso” siguiente: el americio.

En una palabra, igual que cada piso terminado de una casa permite empezar la construcción del siguiente, cada transuránido obtenido, permitía emprender la labor para la obtención del elemento subsiguiente.

Así, pues, el americio fue empleado para la obtención del elemento N° 97 por vía artificial, sometiéndolo a bombardeo con partículas alfa en el ciclotrón. El sencillo cálculo (95 + 2) sirvió para la obtención del nuevo elemento, al que se dio el nombre de berkelio, en homenaje a Berkeley, la cuidad en donde fue obtenido por primera vez.

Para la obtención del elemento N° 98 por vía artificial se partió del curio, al que se sometió también a bombardeo con partículas alfa; el resultado fue el elemento californio, puesto que así fue llamado. Este nombre apareció en el Sistema periódico en 1950. En lo sucesivo, el torrente de los descubrimientos atemperó un poco la rapidez de su curso…

Los siguientes “nuevos inquilinos” del Sistema periódico, los elementos N° 99 y N° 100, no nacieron ya en los laboratorios científicos. Su venida al mundo no siguió a los debates o a las torturantes meditaciones que suelen preceder a todos los descubrimientos científicos.

En 1952 los norteamericanos efectuaron una prueba del arma termonuclear. La operación que comprendía los preparativos y la realización de dicha explosión secreta se designó con el inofensivo e incluso familiar nombre de “Mike”. Media hora después de haberse producido la explosión, contra la humareda fungiforme, formada encima del lugar de la prueba, se lanzaron unos cohetes automáticos que recogieron muestras del aire, polvo y demás partículas sólidas. Y en los filtros de papel, donde se habían posado los productos pulverulentos de la explosión, fue precisamente donde se descubrieron los elementos N° N° 99 y 100.

Los resultados de dicho experimento no fueron publicados hasta tres años después. Y entonces se adicionaron al Sistema periódico dos espacios más, en los que se inscribieron los nuevos elementos: einsteinio y fermio. Dichos nombres les fueron impuestos en honor de los eminentes físicos Alberto Einsitein y Enrico Fermi.

En 1955 esos elementos se obtuvieron también en experimentos de laboratorio.

Unos investigadores norteamericanos dirigidos por Seaborg notificaron en mayo de 1954 la obtención del elemento N° 101, al que, según escribían, denominaron mendelevio “como reconocimiento del importantísimo papel desempeñado por el gran químico ruso Dmitri Mendeleiev, que fue el primero en basarse en el Sistema periódico para predecir las propiedades de los elementos sin descubrir aún, lo cual dio la clave para el descubrimiento de los siete últimos elementos transuránidos”.

El mendelevio no cierra la serie de elementos obtenidos por vía artificial. La tabla de Mendeleiev presenta ya llenos algunos espacios subsiguientes. Pero aquí nos vemos obligados a suspender nuestro relato sobre la obtención de «los elementos transuránidos para ocuparnos del estudio de otras cuestiones, por cierto, no menos interesantes.

Los manipuladores de lo invisible

Mientras hemos explicado la historia de la aparición de nuevos espacios en el Sistema periódico, no hemos empleado ni una sola vez, adrede, la palabra “cuánto”. Ha podido parecer, incluso, que las cantidades iniciales de las substancias usadas como materia prima para la separación de elementos transuránidos carecían de importancia. Y sin embargo, dichas cantidades son, probablemente, el más importante de los factores que condicionan la posibilidad y la facilidad (mejor sería decir, la dificultad) de la aislación de un elemento u otro.

Pero vayamos (por orden. Veamos primero la ilustración. En ella se representa la cantidad total de americio disponible en el año 1944. Lo de la derecha no es, ni mucho menos, un poste telegráfico, sino la representación de da punta de una aguja. La empalizada que se ve abajo es una escala milimétrica. Toda la fotografía está tomada al microscopio. ¿Cuánto americio habrá?— se preguntará Usted. Se sabe con toda exactitud: una cienmilésima de gramo.

Sí, las cantidades aquí son mucho más pequeñas que las aducidas en el (relato sobre los experimentos del infortunado profesor Litte. ¡Pero la época también es otra! ¡Treinta años, en el siglo XX, ya son algo para la Química!

Veamos uno de los artículos sobre cualquier transuránido, uno de los que ahora se publican a decenas en las revistas de Química. A primera vista no ofrece nada sorprendente. Frases y expresiones químicas corrientes, tradicionales: “el compuesto se obtuvo mezclando las dos disoluciones”, “su composición se determinó por valoración”, “se disolvió la sal en agua destilada”, etc., etc.; es decir, lo que siempre se encuentra en cualquier artículo, aún cuando no esté sino vagamente relacionado con la Química.


Sin embargo, la lectura atenta de dicho artículo admira de inmediato al lector profano. Resulta que en las buretas no se midieron mililitros, como en las de los laboratorios químicos corrientes, sino cienmilésimas de mililitro. Los mayores vasos de precipitados usados por los autores del artículo tenían un milímetro de diámetro. En las balanzas se pesaron cantidades de substancias iguales a una milésima de gramo y con una exactitud de hasta una cienmilésima de gramo.

Tal vez estos números, con tantos ceros decimales, sean para algunos poco expresivos. Por ello recurriremos a las comparaciones.

Una cienmilésima de mililitro… Si la comparamos con el volumen del líquido contenido en un vaso de agua, será igual que si se compara un metro ¡con la mitad de la línea del ecuador. ¡Y ese volumen es medido con una exactitud de hasta el 1%! En una palabra: se miden incluso volúmenes de ilíquidos cien veces menores, lo cual equivale a medir la línea del ecuador con una precisión de hasta milímetros. Imagínese Usted que alguien declarara, por ejemplo, lo siguiente: “Desde la ciudad de Oboyani[4] hasta San Francisco hay catorce mil ciento sesenta y ocho kilómetros, novecientos cuarenta y cuatro metros, quince centímetros y tres milímetros”. Inmediatamente se la rogaría que se dejara de bromas. Pero cuando un químico escribe cosas hasta cierto punto análogas, aunque nos asombren las aceptamos como algo natural. ¡Esas son las maravillas perceptibles del siglo atómico!

Veamos ahora cómo se desarrolla el trabajo con tales cantidades de substancias. Los vasos de precipitados y las probetas son de un tamaño que, en vez de tomarlos con los dedos, resulta más cómodo recurrir a unas pinzas especiales. Los demás utensilios, tales como embudos para la filtración, barritas para agitar las disoluciones y demás instrumentos químicos, son de dimensiones que, en comparación con ellos, las herraduras fabricadas para 'la pulga por el famoso Zurdo del escritor ruso Leskov nos pasmarían por su colosal tamaño. Los líquidos contenidos en dichos recipientes se trasvasan de uno a otro con gran cuidado, a fin de no verter ni una sola gota. Aunque ¿de qué gotas se puede hablar? ¡Si una gota es mil veces mayor que todo el volumen de disolución disponible!

Bien, y la balanza ¿qué aspecto tiene? Su balancín es de cuarzo puro, del diámetro de un cabello. La mayoría de las piezas no son visibles a simple vista, tal es su finura e imponderabilidad. Semejantes balanzas ya no pueden ser instaladas en una sala cualquiera. Incluso en el soporte más firme e inmóvil se verían sometidas a grandes oscilaciones. Bastaría que alguien pasara por delante del edificio, para que se produjera un error de varias cifras; y el paso de un camión por la calle armaría en ellas un pandemónium.

Las balanzas de este tipo se instalan en sótanos profundos. A ellas hay que acercarse con el mismo cuidado que el equilibrista que anda por la cuerda floja. En dichos locales no se puede hablar en voz alta, agitar las manos ni hacer movimientos bruscos.

Y todo eso hay que aceptarlo sólo para poder pesar con una exactitud de 0,000001 gramos. ¡He aquí lo que representa la sexta cifra decimal, y lo que cuesta a los investigadores!

Los científicos dedicados al estudio de los transuránidos se vieron obligados a trabajar con cantidades ínfimas de substancias. Y todo porque los elementos artificiales se forman —por bombardeo de los blancos correspondientes con partículas elementales— en cantidades tan pequeñas, que no pueden ser captados más que de ese modo.

Cuando se habla o se escribe de muchos transuránidos, la cuenta no se lleva en kilogramos, ni siquiera en gramos. Incluso los miligramos suelen resultar una unidad excesiva para la medición del peso.

Para ellos hubo que idear una nueva unidad de medida: el microgramo; esto es, la millonésima de gramo, una magnitud mil veces menor que el miligramo.

Pues bien, en la primera obtención de neptunio se consiguieron diez microgramos, y en la de plutonio, veinte. La primera porción de americio obtenida ya la conocemos por la ilustración anterior. Y el curio también se obtuvo al principio en proporciones análogas.

Para el berkelio y el californio, hasta el microgramo resultó ser una unidad de peso exorbitante. En estado individual sólo se pudieron obtener décimas o incluso centésimas de microgramo, es decir ¡diezmillonésimas o cienmillonésimas de gramo respectivamente!

Sin embargo, esas circunstancias no pudieron impedir que se estudiaran detalladamente las propiedades químicas y físicas de dos transuránidos. Más aún, ed interés despertado por dichos elementos fue tan grande, que sus propiedades son hoy más conocidas que las de algunos elementos corrientes.

Hay un libro en el que se han compilado los resultados de las investigaciones relativas a sólo seis transuránidos (del neptunio al californio). Es un infolio de cerca de mil páginas y pesa alrededor de dos kilogramos.

Microquímica es da denominación que se dio a la rama de la química que permite investigar las propiedades de cantidades ínfimas de substancias. Esa denominación es una transcripción directa, hasta cierto punto, ya que todas las transformaciones operadas en las probetas son observadas por el químico a través del microscopio.

Como vemos, una de las principales dificultades surgidas en el trabajo con los transuránidos —lo insignificante de las cantidades de los mismos— fue superada con éxito.

¡Pero, no es tan fácil ser “alquimista” en nuestros tiempos! Si la única complicación en el trabajo con los transuránidos fuera la necesidad de recurrir a los métodos microquímicos, el mal no hubiera sido más que mediano, o menor aún. Habiendo obtenido la primera vez 10 microgramos, la segunda, otros tantos, y así sucesivamente, llegaríamos a reunir una diezmilésima de gramo, e incluso, una décima. ¡Y una décima de gramo ya es una señora magnitud!

La complicación estribaba en otra cosa. Anteriormente ya hemos hablado de que, a partir del polonio, los elementos del Sistema periódico presentan radiactividad. Pues bien, la radiactividad de los transuránidos es intensísima.

Un microgramo de plutonio emana ciento cuarenta mil partículas alfa por minuto. Eso es muchísimo. Si se disuelve una sal cualquiera de plutonio en agua, en ésta empieza a formarse instantáneamente peróxido de hidrógeno: las partículas alfa desprendidas durante la desintegración del plutonio provocan en el agua procesos químicos muy complejos.

La radiactividad del americio es todavía varias decenas de veces mayor. Un microgramo de dicho elemento emite por minuto setenta millones de partículas alfa. Pero eso no es nada en comparación con las propiedades radiactivas de su vecino, el curio. Este elemento emite diez mil millones de partículas alfa, también por microgramo, en el mismo tiempo.

Y esos diez mil millones significan lo siguiente. Al disolver en agua incluso la cantidad más mínima de una sal de curio, la disolución se calienta muchísimo y hierve al poco tiempo Si el vaso de precipitados conteniendo la disolución de la sal de curio se coloca debajo de una campana de cristal, se podrá observar en él una enérgica emanación de denso vapor, aunque en sus inmediaciones no haya ninguna fuente de calor. De fuente de calor hace el propio curio, o mejor dicho, las partículas radiactivas emitidas por él. Debido precisamente a esa circunstancia, nunca se podrá tener un trozo más o menos apreciable de curio metálico, ya que estallaría al instante a causa de su auto-calentamiento.

La fuerte radiactividad de los transuránidos es también desagradable debido a que las emanaciones radiactivas ejercen una acción muy nociva sobre el organismo humano. Más de uno de los que trabajaron con substancias muy radiactivas sin adoptar las medidas de seguridad necesarias, murió a consecuencia de graves enfermedades provocadas por las radiaciones. En las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, que en 1945 fueron víctimas de un ataque atómico, siguen falleciendo aún personas que durante la explosión de la bomba atómica sufrieron los efectos de la radiación.

Todas estas circunstancias han inducido a los científicos que trabajan con elementos transuránidos a adoptar medidas especiales de seguridad.

Generalmente los preparados radiactivos de transuránidos se colocan detrás de una pantalla de un material plástico. Con ello, el investigador protege su cara y su cuerpo de los rayos radiactivos. Las manos se preservan calzando guantes especiales, que también absorben en grado considerable la radiación.

No obstante, tales medidas surten efecto solamente cuando la cantidad de substancia radiactiva es pequeña o la intensidad de la radiación del elemento dado no es muy grande. Cuando se ha de operar con cantidades considerables, los brazos se “alargan” por medio de manipuladores. Se llaman así unos instrumentos —pinzas y grapas de distinta forma— que se hallan acoplados a manillas largas. Con lo cual el investigador puede mantenerse a una distancia respetable de la substancia radiactiva.

Pero cuando se trata de substancias tan radiactivas como el americio o el curio, ni los manipuladores directos bastan. Entonces no hay más remedio que proyectar manipuladores a distancia. Por cierto que la habilidad digital de dichos manipuladores podría ser envidiada por los prestidigitadores. A pesar de que cada “mano”, según puede verse en la figura, sólo tiene dos “dedos”, entre ambos pueden efectuar operaciones que requieran la mayor precisión.

Como vemos, el segundo obstáculo fue superado también por los científicos. Pero hay todavía otra circunstancia que dificulta las investigaciones de los elementos transuránidos mucho más que las que acabamos de mencionar.

¿Qué era antes lo fundamental en el estudio de las propiedades de un nuevo elemento? Aislar cantidades más o menos considerables de compuestos del mismo. Y ya sabemos con qué poco aprendieron a conformarse los químicos para determinar la magnitud absoluta de esas “cantidades más o menos considerables”.

Con relación a los transuránidos, el problema de la separación queda relegado al segundo plano. Antes de aislar esos elementos, hay que obtenerlos. El proceso de la obtención se desarrolló con relativa facilidad sólo en lo que respecta a los primeros transuránidos. Pero a medida que los químicos iban adentrándose en el “bosque” de los transuránidos, menos cantidad de “leña” encontraban.

Aquí entra en juego la magnitud llamada período de semidesintegración. Ya hemos tenido ocasión de hablar de ella: es el tiempo que tardan en desintegrarse la mitad de los átomos de un elemento radiactivo dado. Los primeros transuránidos son bastante estables. Por ejemplo, el período de semidesintegración del neptunio se cuenta en millones de años, y el del curio, en decenas de miles de años. La variedad de vida más larga del plutonio posee un período de semidesinlegración de varios millones de años. Pero, en adelante, la susodicha magnitud decrece rápidamente. El berkelio “muere” a medias en siete mil años; y el californio no necesita para ello más de cuatrocientos. Después la cuenta se lleva ya en días. El período del einsteinio es de unos 300 días; el del fermio, de 20 horas, y el del mendelevio, de unos minutos.

Si son días, menos mal. Pero ¿qué hacer cuando son sólo minutos?… Pues se ha de tener en cuenta que la obtención y el subsiguiente aislamiento del elemento son procesos bastante largos. Y resulta que en fracciones de minuto hay que aislar el elemento, concentrarlo, y estudiar después sus principales propiedades químicas y físicas. Claro que en un elemento efímero no es posible hacerlo, por febril que sea la actividad con que manipulare el experimentador.

“Pues si no se puede, ¿qué se va a hacer? —dirán Ustedes—, por encima de la propia cabeza no se puede saltar”.

Y eso hacían antes los químicos. Al chocar con una circunstancia semejante, por ejemplo, con la inestabilidad del compuesto que les interesaba, ahogaban un suspiro de desengaño y culpaban a la Naturaleza.

Pero en un problema como el de los transuránidos, ¿podían acaso los químicos modernos achacar los obstáculos a “la voluntad divina”? Suspiros de pena los hubo, y en abundancia, no hay porque negarlo. Mas tales son precisamente los casos en los que la emotividad no pesa.

Cuando apareció el primer artículo sobre el elemento N° 101, el mendelevio, casi todos los químicos con los que conversamos en aquellos días sobre la cuestión fueron de la opinión unánime de que en él se había deslizado una errata. ¿Como podía ser de otro modo, si en dicho artículo se decía, literalmente, lo siguiente: del elemento N° 101 han sido identificados 17 átomos? Todos coincidían con unanimidad en que el linotipista, distraído, había pasado por alto, después de la cifra 17, el diez elevado a una determinada potencia. Allí debía figurar, por ejemplo, 17·108, o por lo menos, 17·106, aunque, a decir verdad, esta última magnitud es también tan pequeña que cuesta mucho de imaginar. ¿Por qué? Pues, porque tan sólo el número de átomos contenidos en un centímetro cúbico de aire es tres mil millones de veces mayor que 17·106. O sea, que incluso una porción de substancia integrada por diecisiete millones de átomos no es fácil de concebir: con más razón, al principio ni siquiera cabía en la imaginación que en el artículo se hablara sólo de diecisiete átomos. No obstante, todo en el artículo estaba correcto, y en vano culpamos al linotipista.

Al descubrimiento de tan insignificante cantidad de mendelevio en el material que hacía de blanco, y que se había sometido a bombardeo con el fin de obtener el elemento N° 101, contribuyeron las propiedades radiactivas de éste. Las partículas alfa emitidas por distintos elementos radiactivos se distinguen unas de otras por su energía. Al igual que la velocidad inicial del proyectil lanzado por un arma de largo alcance difiere de la de una bala disparada por un fusil de pequeño calibre. Pues bien, determinando la energía de una partícula alfa se puede asegurar de qué elemento radiactivo proviene ésta.

Y detectar la desintegración hasta de un solo átomo no ofrece hoy día ninguna dificultad. Existen aparatos de una sensibilidad asombrosa a los fenómenos de la desintegración radiactiva. Esos aparatos permiten determinar qué partícula radiactiva es la emitida por la desintegración del átomo y cuáles son su energía y carga. Por mediación suya pudo observarse cómo en un blanco de einsteinio, por bombardeo con partículas alfa, se formaban átomos del elemento N° 101.

Al empezar los experimentos con vistas a la obtención del elemento de número atómico 102, los científicos ya sabían que su período de semidesintegración sería de pocos minutos.

Inicialmente se decidió intentar la obtención del elemento N° 102 por bombardeo del curio con núcleos de carbono (96 + 6). Para ello se habían obtenido en los EE.UU. cantidades considerables de curio. El blanco —una fina capa de curio aplicada sobre una hoja de aluminio— fue preparado en Inglaterra y llevado con las mayores precauciones a Suecia, donde, por último, en el Instituto Nobel, le sometieron a un bombardeo con carbono.

Ni siquiera se trató de aislar el elemento N° 102 del blanco. Establecióse que éste, después del bombardeo había “expulsado” varias partículas alfa de una energía desconocida hasta entonces; y eso bastó para declarar la obtención de un nuevo elemento, al que llamaron “nobelio” por el nombre del Instituto donde se había efectuado el bombardeo del blanco de curio.

Empero, con este elemento no todo fue tan liso y llano como con los demás transuránidos precedentes. Cuando en los EE.UU. repitieron los experimentos para su obtención, los resultados de los investigadores suecos no se vieron confirmados. El símbolo No, que había ocupado el espacio N° 102, empezó a vacilar y acabó desapareciendo. La cuestión quedó en pie.

En 1957 un grupo de investigadores soviéticos empezó a trabajar para obtener el N° 102. Cinco años duraron las pesquisas. Y por fin se anunció que en el laboratorio de G. N. Flerov, en el Instituto Unificado de Investigaciones Nucleares, habían obtenido casi un millar de átomos del elemento cuyas propiedades químicas concordaban en absoluto con las que debía presentar el elemento situado en el espacio N° 102.

Después apareció otro “nuevo inquilino” en el Sistema periódico: fue habitado el espacio N° 103, habiéndose instalado en él el laurencio.

Ultimamente, los físicos soviéticos han sintetizado el elemento N° 104, que recibió el nombre de kurchatovio, en honor del académico soviético I. Kurchatov.

En los diversos países y continentes los científicos alientan la misma idea, sienten el mismo afán de alejar lo posible los límites del Sistema periódico, de ensanchar los horizontes de los conocimientos humanos.

Ahora, mientras Usted lee estas líneas, en los laboratorios hay hombres con bata blanca, que, inclinándose sobre un gran número de aparatos, siguen atentamente las indicaciones de las agujas. Alguno de los experimentadores dice algo en voz queda a los que le rodean, y, con un ademán que denota contrariedad, escribe varias líneas en un voluminoso cuaderno, en cuyas tapas se lee con caracteres gruesos: N° 105. Y acto seguido, dirigiéndose a sus colaboradores, añade: “Probaremos en otras condiciones…”

Es posible también que la suerte sonría a esos exploradores de lo ignoto en este preciso instante.

¡Puede ser! Y si no es en este preciso instante, lo será mañana, o dentro de un mes.

Pero lo será. ¡Sin duda!

Una nueva familia

Apostaríamos cualquier cosa a que, de formular ahora cierta pregunta, es casi seguro que ninguno de los lectores le daría contestación. Aparentemente es sencilla: ¿cuál es hoy el elemento químico más estudiado? ¿El hierro? No. ¿El cloro? ¡No! ¿El oxígeno? ¡¡No!! ¿El sodio? ¡Tampoco!

Aunque parezca extraño, el elemento mejor estudiado hoy día, en cuanto a sus propiedades químicas, es el … plutonio.

La respuesta es sorprendente, ¿verdad? Nosotros también nos quedamos asombrados al saberlo. En efecto, sobran motivos para sorprenderse. Un elemento que tan sólo se conoce hace veinte años, y ha sido ya mejor estudiado que. por ejemplo, el hierro, con el que los hombres empezaron a familiarizarse en los mismos albores del desarrollo de la Humanidad. Sí, sí, el plutonio —del que difícilmente se habrá obtenido algo más de una tonelada— ha sido mejor estudiado que, pongamos por caso, el silicio, cuyas acumulaciones en la corteza terrestre se calculan en un número astronómico de toneladas.

El problema de la obtención del plutonio fue, en su época, tan agudo, que de él se ocuparon cientos de laboratorios en distintos países. Y se trabajaba no ya con intensidad, sino febrilmente. Para poder aislar el plutonio —y con la mayor plenitud posible— de los productos de desintegración contenidos en los reactores atómicos, había que estudiar, en todos los aspectos, sus propiedades y las de sus numerosos compuestos.

Sobre unos mismos problemas se trabajaba en distintos laboratorios.

Y al ser publicados muchos de esos trabajos, pudo verse que gran número de científicos habían obtenido iguales resultados por vías muy distintas.

Y a todo ello debióse que no quedara virtualmente ningún rincón de la química del plutonio en el que no hubiera penetrado la inquieta y escudriñadora mirada del químico investigador.

A pesar de que la obtención de los elementos artificiales era ya de por sí un hecho sorprendente, el estudio de las propiedades de los primeros transuránidos dio resultados más asombrosos todavía. Según se estableció, todos estos elementos presentan una gran semejanza en cuanto a sus propiedades químicas. Así, por ejemplo, en disoluciones acuosas todos pueden dar sales actuando como trivalentes.

Por otra parte, muchos transuránidos se asemejan considerablemente al uranio. Se necesitaría mucho tiempo para enumerar las analogías que evidencian la extraordinaria similitud de dichos elementos. Pero el lector nos puede creer de palabra.

Otra es la pregunta que cabe hacerse: ¿por qué habían de asombrarse los químicos ante esa similitud? Si los elementos se parecían, que se pareciesen. Pero eso no era una respuesta a la pregunta.

Que el lector cubra en el Sistema periódico, con la mano o con una hoja de papel, el grupo de los elementos llamados actínidos (la causa de que la familia de los transuránidos recibiera este nombre la aclararemos más adelante). Entonces la Tabla de Mendeleiev presentará el mismo aspecto que a fines de la década del cuarenta, cuando aún no se conocía nada acerca de los transuránidos artificiales. Imaginemos ahora al químico de aquella época haciendo uso de dicha tabla. ¿Qué podría decir de las propiedades del elemento 93, inexistente todavía? Discurriría, más o menos, del siguiente modo: “Si el elemento N° 93 llega a ser descubierto u obtenido por vía artificial, su “apartamento”, el espacio 93, estará situado en el grupo séptimo del Sistema periódico, debajo del renio. Ello significa que sus propiedades le darán semejanza con el renio, del mismo modo que éste, a su vez, se asemeja al tecnecio y al manganeso”.

Y con la misma seguridad el citado químico podría predecir que el elemento N° 94 se parecería al osmio, porque justamente debajo de él debía estar ubicado el apartamento N° 94, en anuellos tiempos aún sin habitar, de la casa “Grupo N° 8”, en la calle “Sistema periódico”.

Y sin embargo, todo fue muy distinto. Los transuránidos no se parecían en nada a sus supuestos análogos, presentando en cambio tal semejanza entre sí, que si no por gemelos, podrían pasar por hermanos carnales Finalmente pudo establecerse que dichos elementos no sólo eran hermanos por su origen, sino también, por así decirlo, por su afinidad espiritual, o más exactamente, por su afinidad química.

El lector se habrá percatado probablemente de que en el Sistema periódico, después del elemento N° 56 hay un espacio en el que figuran los números 57–71. ¡15 elementos en un solo espacio! ¿Qué pasa allí? ¿Cuál es la causa de un fenómeno a primera vista tan extraño?

Según es sabido, la capa electrónica periférica del átomo de cualquier elemento del Sistema periódico se distingue de la de los elementos advacentes. Así, por ejemplo, el litio presenta en ella un solo electrón: el berilio, dos: el boro, tres, y así sucesivamente. Muchos sabrán también que el número de electrones de la capa electrónica periférica es precisamente lo que determina las propiedades químicas del elemento. Veamos ahora el lantano. primer miembro de la familia de los denominados lantánidos, y a veces lantanoides, es decir, semejantes al lantano. Este presenta tres electrones en su capa electrónica externa. Por ello es trivalente. Lo más lógico sería suponer que el elemento que le sigue, el cerio, tenga cuatro electrones en su capa electrónica periférica. Empero, sólo tiene tres, igual que el lantano. ¿Adonde ha ido a parar el cuarto electrón? Ha ido a completar una de las capas electrónicas internas. El mismo fenómeno se observa en los lantánidos subsiguientes. Todos ellos —el praseodimio, el neodimio, el prometio, etc., hasta llegar al elemento N° 71— presentan en su capa electrónica externa tres electrones, mientras que el electrón adicional va completando sus capas electrónicas internas. Tal es la causa de que dichos 15 elementos ofrezcan tan extraordinaria semejanza, tanto en lo que respecta a las propiedades químicas como a las físicas.

Un panorama análogo se observa en el caso de los elementos que en el Sistema periódico siguen al actinio. En el torio, vecino inmediato del actinio, también se va completando una de las capas electrónicas internas, y no la periférica. Y lo mismo sucede con el protactinio, el uranio y todos los transuránidos obtenidos hasta la fecha. De ahí que los transuránidos, junto con el uranio, el protactinio y el actinio, a semejanza de los lantánidos, formen una familia aparte, la de los actínidos o actinoides. Así apareció en el Sistema periódico otro “apartamento multiatómico”, un espacio que daba alojamiento a los elementos del N° 89 al N° 103, ambos inclusive.

Hoy ya se puede decir con toda certeza que la familia de ios actínidos termina en el elemento 103. Y que el elemento 104 pertenece al IV grupo del Sistema periódico.

Se puede deducir incluso que la envoltura electrónica de dicho elemento, aún no conocido, se asemejará a la del hafnio. Por cierto que para hacer semejante vaticinio no hace falta ser un profeta; basta tener a la vista el Sistema periódico de los elementos.

En los laboratorios de la Naturaleza

Una vez estudiadas las propiedades de los primeros transuránidos obtenidos, no tardó en comprenderse la causa de que las búsquedas de dichos elementos en la Naturaleza hubieran sido infructuosas. Estos elementos —incluso los de vida más larga— tienen unos períodos de semidesintegración tan breves en comparación con los millones de años que lleva existiendo nuestro Planeta, que acabaron por desintegrarse totalmente.

Pero si los científicos admitieran todas las tesis como un artículo de fe, difícilmente se hubiera podido llegar a los admirables descubrimientos en los que tan pródiga se muestra nuestra época. Las preguntas surgieron en seguida. En primer lugar: ¿sería posible descubrir los transuránidos fuera de la Tierra, en las estrellas, por cuanto ya se conocían las características del espectro de dichos elementos? Y la segunda pregunta: ¿no podrían algunos transuránidos formarse en la Naturaleza actualmente, aunque no fuera más que en cantidades ínfimas?

Lo mejor será considerar esas cuestiones por orden. Así, pues, ¿no se podría intentar el descubrimiento de transuránidos en cualquier parte del Universo?

Será conveniente recordar aquí que los métodos espectroscópicos de investigación, por medio de los cuales se descubrió el helio en el Sol y más tarde en la Tierra, son de una sensibilidad muy grande. Pero a pesar de ello, la espectroscopia no permitió registrar en el Universo la presencia de plutonio o de otros transuránidos, ni aún en forma de indicios. Tampoco dieron los resultados apetecidos los demás métodos de investigación.

La respuesta llegó de donde menos se esperaba. Contribuyeron a hallarla… los historiadores. La Química ha hecho reiterados servicios, grandes y pequeños, a los historiadores, y en particular a los arqueólogos: unas veces determinando la composición de alguna aleación antiquísima, otras analizando una tinta para establecer la fecha en que fue redactado algún manuscrito. Pero que los historiadores ayudaran a los químicos, casi podemos estar seguros de que era la primera vez. Y creemos necesario hablar de ello con más detalle, sobre todo teniendo en cuenta que tendremos que empezar desde lejos.

…Habrá que empezar por el 4 de julio de 1054. Aquel día, mejor dicho, aquella noche, el astrónomo del observatorio pequinés del Gran Dragón, Ma Tuan-lin, salió como de costumbre a la terraza central para observar el firmamento. Pasó algún tiempo escrutando las estrellas, y, persuadido de que la disposición de los astros coincidía con la prevista, se dispuso a anotar sus cálculos en un grueso cuaderno que iba llenado desde hacía muchos años. Pero el pincelito no llegó hasta el recipiente de la tinta china: la mano que lo sostenía quedó suspendida en el aire. El astrónomo acababa de distinguir, casi encima de su cabeza, una estrella de bastante brillo. La víspera, no estaba en aquel sitio. De ella no se decía nada en los antiguos tratados, cuyo contenido conocía tan bien Ma Tuan-lin, que era un verdadero científico. Al día siguiente, aquella estrella se encendió en el firmamento mucho antes de que el Sol cediera su dominio a la noche. Las calles se llenaron de un gentío que comentaba en voz alta tan inusitado espectáculo.

En sus notas Ma Tuan-lin dio a dicha estrella el nombre de Huésped. El astrónomo chino había escogido un nombre muy adecuado para la nueva estrella, Huésped cada día brillaba más. Al cabo de dos meses su luminosidad era mayor que la de la Luna. Los niños, dotados de penetrante vista, la distinguían incluso de día, cuando el Sol lucía con todo su esplendor. Hoy no es difícil de calcular, si todo fue así —y no hay razón alguna para dudar de la fidelidad de las notas de Ma Tuan-lin—, que aquel nuevo lucero tenía la luminosidad de seiscientos millones de soles como el nuestro.

No obstante, la recién llegada brilló en el firmamento sólo unos dos meses; después, su luminosidad fue decreciendo con rapidez. Al cabo de medio año ya no se diferenciaba en nada de las demás estrellas. Y pasado otro año, en el lugar que ocupara Huésped, volvía a reinar, como dos años antes, la negrura del cielo.

Cuando los historiadores hallaron las notas del científico chino de la Edad Media, a los que menos sorprendieron con ellas fue … a los astrónomos. Y es que el fenómeno descrito por Ma Tuan-lin es bien conocido en la Astronomía contemporánea, designándosele con el nombre de estrellas supernovcis. La aparición de novas en el firmamento puede observarse con relativa frecuencia.

Verdad es que estrellas tan extraordinariamente brillantes como fue la supernova-1054 se ven muy raras veces. Pero durante las exploraciones de la bóveda celeste con el telescopio, el descubrimiento de supernovas es un fenómeno bastante corriente. Cuando en el año 1948 se enfocó un radiotelescopio hacia el punto donde se hallara en un tiempo la Huésped descrita por Ma Tuan-lin, establecióse que de allí procedía un intenso flujo de ondas electromagnéticas. Este fenómeno sugería muchas cosas…

Sospechamos que el lector, impaciente, quisiera interrumpirnos con la pregunta: “¿Por qué a lo largo de toda una página se habla de astrónomos, historiadores, radioastrónomos, y no se menciona en cambio ni una sola vez a los químicos? La pregunta es muy razonable. Los químicos saldrán ahora, sin taita, ya que el poderoso torrente de radioondas proveniente del lugar que ocupara la supernova-1054 les atañe a ellos, ante todo.

Es sabido que las radioondas que llegan a la Tierra desde los espacios universales son originadas por explosiones de estrellas novas. Y esas explosiones, según se cree ahora, se deben a la formación y desintegración de elementos químicos.

La fuente de la energía del Sol es la reacción de transmutación del hidrógeno en helio. Pero nuestro astro es una estrella relativamente joven. En el Universo hay estrellas más viejas, en las que una parte considerable de su hidrógeno “se ha quemado”, convirtiéndose en helio. ¿Quiere decir esto que tales astros se extingan? Ni mucho menos. Los núcleos atómicos del helio, uniéndose, forman átomos de carbono.

Hay motivos para creer que cuanto mayor es la edad de una estrella, tanto más pesados son los elementos que se forman en ella. Pero es evidente que tal aumento no puede ser infinito. ¿En qué elemento, pues, se interrumpe ese proceso de crecimiento del número atómico de los elementos en las estrellas?

Todas las sugerencias coinciden en que ese elemento es el californio. La cuestión es que las estrellas novas presentan una particularidad común: el período de semiextinción del brillo (es decir, el tiempo en que su luminosidad se reduce a la mitad de la máxima) es de unos 55 días, coincidiendo casi exactamente con el período de semidesintegración del californio (de peso atómico 254).

Así se iba cumpliendo el sino de los elementos en el Universo. El aumento continuo del número y peso atómico de los elementos que constituyen las estrellas conduce al aumento de la densidad y a la disminución de la luminosidad de las mismas. Más adelante, cuando la acumulación de californio en la masa de la estrella es ya grande, se produce una explosión nuclear, y tanto aquél como otros elementos pesados se desintegran, dando origen a elementos más ligeros.

Así pues, puede considerarse que por lo menos uno de los transuránidos se forma en los espacios extraterrestres, durante los procesos que se desarrollan en las estrellas. Y si se forma californio, también debe haber curio y plutonio, puesto que ambos son productos de la desintegración radiactiva del primero.

Veamos ahora la segunda pregunta: ¿podrán formarse, actualmente, transuránidos en la Naturaleza?

La obtención de transuránidos por vía artificial no detuvo las búsquedas de los mismos en la corteza terrestre, en las rocas y minerales. Y ello obedecía a las consideraciones siguientes. En primer lugar, las búsquedas no tendrían que realizarse ya a ciegas, puesto que las propiedades del neptunio, y no digamos las del plutonio, estaban ya muy bien estudiadas. Y en segundo lugar, había que saber si no se darían, en algún lugar de la Tierra, las condiciones necesarias para la formacíon de neptunio o de plutonio a partir del uranio.

Esta última consideración parece absurda; y sin embargo, fue la primera en verse confirmada. Varios años antes del descubrimiento del plutonio se supo ya que algunos átomos del uranio, en lugar de la desintegración habitual (emisión de partículas alfa, beta o gamma), se escindían en dos partes, en el sentido literal de la palabra. Con la particularidad de que en este caso no sólo se producía la formación de fragmentos nucleares, sino también una emisión de neutrones. Verdad es que por cada desintegración de este tipo había varios millones de desintegraciones ordinarias.

Pero no obstante, eso sucedía siempre. Así, pues, los neutrones necesarios para la transmutación del uranio en neptunio, y después en plutonio, procedían del… propio uranio.

Además, no estaba descartado que los rayos cósmicos destruyesen átomos de algunos otros elementos, con lo cual se formarían también neutrones libres.

Todas esas consideraciones movieron a buscar plutonio nativo en las menas de uranio. Las primeras investigaciones dieron un resultado negativo. Sólo después de haber sometido a tratamiento kilos, e incluso toneladas de mineral de uranio, pudo obtenerse una respuesta tajante: en efecto, las menas de uranio contenían plutonio. ¿En qué cantidad? Llamar cantidad a ese porcentaje sería exagerado. La relación de peso entre el plutonio y la mena de uranio es de 10–14. Basta decir que la relación entre el número de alumnos en una clase cualquiera y el de los habitantes de todo el Planeta es del orden de 10–8, es decir, un millón de veces mayor que la relación entre el plutonio y el uranio en la mena de uranio.

En 1952 se estudió pechblenda (mena de uranio) procedente del Congo, a fin de averiguar si contenía neptunio. Hubo que realizar unos experimentos tan laboriosos como en el caso anterior; pero el neptunio, como es natural, fue hallado. “Es natural” porque dicho elemento constituye el eslabón intermedio en la formación de plutonio a partir del uranio. Además se estableció que la cantidad de neptunio contenida en el uranio nativo era algo mayor que la de plutonio: por cada parte de neptunio había dos billones de partes de uranio. Es muy posible que los demás transuránidos se encuentren también, en cantidades pequeñísimas, en algunos minerales. Así, por ejemplo, se supone que el curio-247. en virtud de lo relativamente largo de su período de semidesintegración —unos cien millones de años—, puede existir todavía en cantidades ínfimas en la Tierra. Y es muy probable que se encuentre junto con los lantánidos, es decir, los elementos de las tierras raras, puesto que las propiedades de los actínidos, a los que pertenece el curio, son parecidísimas a las de esas tierras. Se ha calculado, que, si el curio acompaña a los elementos de las tierras raras, a un átomo del mismo pueden corresponder, por lo menos, 1015 átomos de lantánidos.

Puesto que, tanto el plutonio como el neptunio se hallan en cantidades tan pequeñas en las menas de uranio, es obvio que no se puede ni hablar de la posibilidad de extraer dichos elementos, por así decirlo, de los yacimientos naturales: pero la realidad es que los elementos transuránidos existen en la Naturaleza.

¿Tiene un límite el número de los elementos?

Este capítulo pensábamos empezarlo de un modo muy distinto. Más aún, ya lo teníamos escrito. Pero, llámenlo o no coincidencia, el caso es que a los tres días de haberlo terminado tuvimos que tomar parte en un debate de varias horas sobre el tema: ¿tiene un límite el número de los elementos? Habíamos sido invitados a la discusión de una nueva obra de ficción científica, en una biblioteca infantil distrital.

La novela era un ejemplar típico del género. Habla un profesor (con perilla), que repetía sin cesar: “Bueno, amigo”. Había un científico joven, candidato a Dr. en Ciencias (con un rebelde mechón de pelo cayéndole sobre la frente) y discípulo del profesor. Había una joven, asistente de éste. Y naturalmente, había amor. Pero todo eso era secundario. La acción giraba en torno de un niño, Leonid, un sábelo todo bastante desenvuelto que, contrariando a sus padres, se había agregado al profesor y sus discípulos en una expedición geológica.

El autor del libro hacía pasar a la expedición por un incendio forestal, le daba un buen remojón en un frío pantano, la enfrentaba con un saurio insólito, y por fin, llevaba a los personajes, con más o menos dificultades, hasta un enigmático lago, situado en no se sabe qué montañas. El lago se parecía a los demás lagos, sólo que en lugar de agua estaba lleno “hasta el borde de un metal líquido desconocido”. Y ahí empezaba lo bueno. Aquel metal era veinte veces más pesado que el mercurio (es decir, su densidad debía ser de unos ¡260!); no se combinaba con ninguna de las substancias conocidas; caliente, no conducía en absoluto la corriente eléctrica, pero frío era un conductor ideal. Leonid, que tiene la ocurrencia de bañarse en el extraño lago, enferma gravemente, con lo que prueba una vez más al lector que la desobediencia a los mayores reporta malísimas consecuencias.

El meticuloso profesor, que como es de rigor en cualquier profesor novelesco, lo sabe todo, establece inmediatamente y sin recurrir a ningún aparato que el desconocido metal es el elemento de número atómico 150, no se sabe cómo, conservado en la Tierra.

El libro terminaba con un vuelo triunfal de regreso al hogar, con boda y todo lo demás del caso.

Ya no recordamos las manifestaciones de los que participaron en el debate acerca del valor literario de la obra, puesto que en seguida estallo una discusión sobre si estaba en su derecho el autor al suponer la existencia del elemento N° 150 en la Tierra, o no. Cuando se nos pidió nuestra opinión, respondimos evasivamente que los novelistas, en particular los que escriben obras de ficción científica, tienen el derecho a hacer cuantas suposiciones quieran, aunque, a pesar de todo, deben hacer distingos entre la fantasía y la invención. Entonces se nos pidió una explicación más detallada y que dijéramos concretamente cuántos elementos más podían ser descubiertos aún. A lo que contestamos, más o menos, como sigue.

Tomando como ejemplo los transuránidos ya obtenidos, puede verse con mucha claridad que. con el aumento del número atómico, decrece rápidamente el periodo de semidesintegración. Recordemos que. mientras el período de semidesintegración del plutonio es de varias decenas de millones de años, el del elemento 102 no pasa de unos segundos.

Por otra parte, además de la desintegración radiactiva —emisión de partículas alfa o beta—. en el caso de los transuránidos, tiene gran importancia el efecto de fisión espontánea de los átomos. Este efecto se manifiesta en que el núcleo del elemento, en lugar de emitir una partícula alfa o beta, se escinde en dos partes. En los elementos radiactivos naturales, el período de semidesintegración por fisión espontánea es muy grande. Por ejemplo, para el torio es igual a 1021 años (como comparación diremos que nuestro Planeta existe unos 5·109 años). El período de semidesintegración por fisión espontánea de los elementos transuránidos es mucho menor. El del fermio, por ejemplo, es de 12 horas en total. Sin embargo, los cálculos demuestran que el período de semidesintegración por fisión espontánea de otros cuantos elementos subsiguientes al N° 102, será menor aún que su período de semidesintegración corriente. Por ello, la posibilidad de obtención de los elementos N°N° 103, 104 y, tal vez, 105, tiene muchos visos de realidad.

En cuanto a la obtención de elementos con número atómico más elevado aún, el futuro inmediato nos dirá si es posible o no.

Mas sería un error sacar la conclusión de que los trabajos encaminados a la obtención de nuevos elementos artificiales están tocando a su fin. Ni mucho menos; esos trabajos sólo empiezan. ¿Por qué? Antes de responder se debe formular otra pregunta: ¿cómo están estructurados los átomos de todos los elementos del sistema periódico de Mendeleiev?

“Vaya una pregunta —pensarán muchos—. Todo el mundo sabe que los átomos constan de un núcleo con carga positiva, constituido por protones y neutrones, y de electrones, con carga negativa, que giran alrededor del núcleo.”

Por supuesto, así es. Pero, ¿es acaso esa combinación la única posible? Imaginémonos un átomo en cuyo núcleo los protones con carga positiva hayan sido sustituidos por antiprotones negativos, y los electrones, por partículas positivas de igual masa. Por cierto que tales partículas se conocen también. Entonces tendremos el átomo de un antielemento. ¿Qué propiedades tendrá ese elemento? ¿Quién se atreverá a predecirlas? Y sin embargo, la creación de tal elemento es muy posible desde el punto de vista teórico.

¿Y qué sucedería si en los elementos “corrientes” sustituyéramos un electrón, o algunos de ellos, por otras partículas cargadas negativamente, pero más pesadas que el electrón? Semejantes partículas se conocen también. ¿Y qué propiedades tendría un elemento en cuyo núcleo sustituyéramos una parte de los protones por otras partículas de carga positiva?

Como vemos, las preguntas se multiplican. Pero no son ociosas. Tales problemas han sido objeto de investigaciones teóricas, e incluso experimentales, en los últimos años. No obstante, por ahora se ha hecho todavía muy poco.

Así, pues, la Ciencia a la que con todo fundamento hemos llamado Alquimia del siglo XX, sólo empieza su gloriosa existencia. Y a los jóvenes que deseen hacerse alquimistas (¡sin comillas!) se les puede garantizar un trabajo lleno de sugestivas y apasionantes búsquedas, como es toda investigación verdaderamente científica.

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