Empezaremos por dos historietas.
Las tarjetas de visita de Eugene O’Winstern decían con caracteres grabados en oro: negociante. Los prácticos del puerto, bien enterados de las actividades de O’Winstern y con escasos conocimientos de las reglas de urbanidad, le llamaban “especulador”, lo cual, aunque no sonaba muy fino, era indudablemente más cierto. En justicia también se ha de consignar que Eugene O’Winstern no estaba dotado de singular inteligencia: pero compensaba su falta con el atrevimiento. Eso era seguramente lo único que poseía en 1937 nuestro “negociante” londinense, puesto que su última operación de compra de trigo canadiense (antes de ser segado) le había costado toda su fortuna.
De ahí que O’Winstern se decidiera a enviar a la India una partida de máquinas herramienta confiando en que con su venta, o mejor dicho, con su reventa, pordía enderezar sus negocios. De máquinas herramienta Eugene entendía poco, pero todavía tenía menos nociones de la India. A decir verdad, exceptuando el que de allí exportaban plátanos y malaria, nuestro “negociante” no sabía nada de aquel inmenso país, rumbo al cual iba con toda su carga.
Estaría de más el describir las primeras impresiones de O’Winstern sobre la India. Si nos hemos puesto a hablar de él no ha sido con la intención de describir al lector los bares y oficinas de Bombay, únicos sitios que frecuentaba nuestro héroe. Por lo cual, pasaremos sin más a explicar lo que vio en el patio de mercancías de la estación ferroviaria de Delhi.
El espectáculo fue abrumador. Cuando la pequeña brigada de cargadores sacó de los vagones la primera máquina, O’Winstern percatóse de que aquello no estaba en orden: por todas las rendijas del embalaje de madera se escurría un viscoso líquido de color pardo. Alarmado, el “negociante” mandó romper uno de los cajones; el cuadro que se ofreció a su vista era simplemente desolador.
La máquina parecía un montón de herrumbre. Esta había formado una pátina tan espesa sobre las piezas metálicas, que éstas parecían recubiertas de nieve sucia.
O’Winstern corrió a la máquina y echó mano a una pieza, que al instante se desprendió y cayó al suelo con ruido sordo. Cuando abrieron los otros veinte cajones, aclaróse que las demás máquinas no se hallaban en mucho mejor estado.
¿A quién culpar de ello? ¿A la supina ignorancia de O’Winstern, quien llegaba hasta el punto de no saber que los objetos metálicos que se han de transportar a puntos lejanos deben ser engrasados abundantemente antes? ¿O al jefe de la sección de transportes por vía férrea de la India, por la gracia del cual estuvieron las máquinas abandonadas durante dos meses en el puerto de Bombay, esperando su envío a Delhi? ¿O habría que quejarse de la atmósfera de la India, tan calurosa y húmeda que parecía que se podía cortar?
El infortunado “negociante” culpaba al participante más directo de su “negocio”, a Dios. Musitando contra el Altísimo imprecaciones que podrían ocasionar un colapso aun al misionero más imperturbable, se pasaba los días vagando por la ciudad, esperando la respuesta del gobernador al telegrama en el que le pedía un subsidio para regresar a Londres.
Precisamente entonces, durante uno de sus paseos, O’Winstern se fijó en la famosa columna de Delhi: un enorme obelisco alzado en medio de una gran plaza, y que estaba casi siempre rodeado de fieles. Como no tenía nada que hacer, se abrió paso por entre la muchedumbre de hindúes y miró distraídamente la columna. Su base estaba pulida hasta un brillo mate por los labios de los creyentes, y la parte superior era tan lisa como un tablero. Sin darse cuenta de lo que hacía pasó un dedo por ella… luego le dio unos golpecitos con la mano… después con el puño. La columna era de hierro. ¡De hierro, sin duda alguna! Mas ¿cómo diablos se conservaba?
De seguro que aquellos hindúes habían añadido algo a la fundición. Pero ¿qué?
En vano el “negociante” londinense procuró hallar la respuesta a la segunda pregunta en el transcurso de toda la semana siguiente. Mas cuando recibió el modesto giro y el pasaje para un barco que zarparía cuatro días después con rumbo a Londres, decidióse.
Aquella misma noche consiguió una lima y, temblando de miedo, cortó con ella un pedacito de hierro de la base del obelisco y después lo escondió en el fondo de su maletín. ¡En Londres ya le ayudarían a esclarecer de qué material era la columna y qué se había añadido al hierro para impedir su corrosión!
Al cabo de un mes y medio O’Winstern envió la muestra de hierro, para su análisis, a un laboratorio londinense. Iba adjunta a una carta en la que pedía —él mismo se admiró de su astucia mientras la escribía— que efectuaran el análisis de aquel hierro, pues pensaba hacer de él una caja fuerte para su uso personal.
Y cuando en lugar del análisis recibió una carta rogándole que se presentara en el laboratorio, se puso en guardia, como es natural; sin duda, querían sonsacarle la procedencia de aquella admirable aleación, pero él no se dejaría atrapar: no diría ni palabra.
Sin embargo, el jefe del laboratorio, el enjuto y miope profesor Holl, después de pedir mil perdones al asombrado, por tanta amabilidad, O’Winstern, preguntó que de dónde había sacado, el “honorable míster” un hierro tan fenomenalmente puro. Y añadió que, a pesar de que llevaba ya treinta años dedicado al análisis, era la primera vez que veía una muestra exenta en absoluto de impurezas: aquel hierro era puro, ab-so-lu-ta-mente puro.
Perdidas sus esperanzas de organizar la producción de aleaciones capaces de resistir el húmedo clima de la India, O’Winstern dedicóse a la compra y venta de artículos de contrabando, actividades que al poco tiempo dieron con su persona en la cárcel.
Y el profesor Holl informó, en una sesión científica, de haber realizado el análisis de una muestra de hierro de procedencia desconocida, en la que no pudo hallar impureza alguna porque el hierro era puro, ¡ab-so-lu-ta-mente puro!
En los años 20 apareció en la Laura de Kievo-Pecherskaia un tal Padre Jonás. Este clérigo de nombre bíblico y barbas de santo se hizo pronto célebre en todo Kíev y en muchas leguas a la redonda. Según los anuncios colgados en las puertas del monasterio, escritos, por cierto, en caracteres de lo más mundano, el Padre Jonás administraba diariamente a los fieles, para librarles del “mal de las entrañas”, agua que había bendecido él mismo.
Sus facultades “médicas” atraían a decenas de enfermos, y al cabo de poco tiempo el patio del monasterio, a las horas de visita, hacía recordar el famoso mercado de Bessarabka, de Kíev, en las horas de mayor animación. El clamoreo levantado por los santos padres acabó atrayendo aun a enfermos que hasta entonces no habían hecho caso de la religión.
Todo ello impelió a la redacción de un periódico de las Juventudes Comunistas a prestar atención a aquel galeno de nuevo cuño. Y un buen día de abril, a los “dolientes” que se agolpaban a la puerta de la celda del Padre Jonás sumóse un reportero de dicho periódico, Nikolai Karlishev, que se había presentado allí sin un plan determinado. Para empezar quería observar sólo a los enfermos, fijándose de paso en el milagrero. Mas cuando el famoso curandero salió y se puso a impartir su bendición a los enfermos, Nikolai tuvo una ocurrencia: ¿y si se hacía el enfermo? Dicho y hecho. Encorvándose como un arco y gimiendo con muy poca naturalidad, se puso al final de la larga cola. Cuando llegó junto al Padre Jonás, besó la mano al milagrero —mejor dicho, hizo que la besaba—, recibiendo igual que los demás la bendición y un frasquito de agua bendita, después de lo cual corrió de nuevo a la cola. Aquel día Nikolai recibió tres frasquitos de agua bendita; el siguiente, cuatro.
y en varios días posteriores, otros cinco. Total, 12 frasquitos del “remedio”, casi un litro.
Nikolai llevó su botín al profesor Bobrishev, famoso especialista de Kíev en enfermedades internas, el cual, después de examinar el agua “bendita” a la luz y paladear un sorbito, declaró categóricamente que aquella agua era del río Dniéper y que, exceptuada la “bendición divina”, no contenía ninguna adición.
El profesor hizo todo eso en media hora. Pero las tres siguientes tuvo que estar oyendo los ruegos de Nikolai, que trataba de persuadirle para que probara los efectos del agua en uno de sus enfermos. El profesor se negaba rotundamente, alegando que la ingestión de un agua que se sabía a ciencia cierta procedente del Dniéper no podía surtir ningún efecto. Pero Nikolai, que anhelaba ver confirmada la ineficacia absoluta del agua bendita en un certificado médico firmado por Bobrishev, seguía insistiendo. Hacia el término de la tercera hora, el profesor echó una mirada de impaciencia al reloj y acabó accediendo.
Pasadas tres semanas Nikolai volvió a la clínica de Bobrishev. El artículo estaba ya listo. El dictamen del profesor Bobrishev ocupaba en él bastante lugar. La población de Kíev creería a Bobrishev, y en cuanto al dictamen del profesor, no dejaba lugar a dudas.
El profesor le recibió en su despacho; pero a diferencia de la vez anterior, no ocupaba su sillón, sino que recorría inquieto la habitación, evitando, no sabía porqué, el mirarle a los ojos.
Con voz velada le informó de que había ensayado el “preparado”, es decir, el “agua” —se corrigió—, que le había sido entregada para la prueba pericial, en dos enfermos de gastritis muy avanzada y en otro que padecía de úlcera, y de que en los tres casos había podido constatar, no el restablecimiento absoluto, eso no, pero sí una indudable mejoría. Eso era todo. Y abriéndose de brazos con un ademán de culpabilidad, masculló algo sobre los inexplicables enigmas de la Naturaleza y salió, dejando a Nikolai a solas con su propia perplejidad.
Un segundo análisis químico, esta vez muy meticuloso, volvió a confirmar la identidad del agua bendita con la del Dniéper. Verdad es que el análisis bacteriológico de la primera puso de manifiesto la ausencia casi absoluta de microbios en ella, si bien esto podía explicarse suponiendo que se debía al efecto de una ebullición previa.
Un monaguillo del monasterio, sobornado, resultó bastante locuaz. Explicó que cada día llevaba a la celda del Padre Jonás nueve baldes de agua, que éste vaciaba en una tina grande, en cuyo fondo había “mu-u-chas” monedas de plata.
El no sabía nada más. El artículo que debía desenmascarar al “santo curandero” quedóse sin publicar. Lo fue más tarde, al cabo de tres años.
Y a su publicación contribuyeron también ciertas circunstancias de las que se tratará en los capítulos siguientes.
Estas son las dos historietas que, a juicio nuestro, había que narrar al lector. Prevemos unas preguntas muy lícitas: en primer lugar, ¿por qué las peripecias de un infortunado especulador y un supuesto santo se publican en las páginas de un libro dedicado a los problemas de la química moderna? y, en segundo, aun suponiendo que el autor las haya incluido para solaz del lector, ¿qué tienen los relatos de común entre sí? Esperamos que en los siguientes capítulos de esta parte el lector hallará las respuestas.
En la parte del libro titulada “La Alquimia del siglo XX”, el lector ha podido hacerse una idea de la tenacidad y constancia que mostraron los químicos en la persecución de las cantidades ínfimas de la materia. De átomo en átomo y de microgramo en microgramo, reunían pacientemente pequeñísimas porciones de elementos químicos. Aquellos “cazadores” sabían que los microgramos de los nuevos elementos que aislaban aportarían a la química “toneladas” de datos importantísimos.
En este capítulo se hablará también de los químicos “cazadores”. Y lo mismo que allí, se describirá la caza de cantidades pequeñas e ínfimas de las substancias.
Empero, en este capítulo los “cazadores” no se ocuparán de las pequeñas porciones de substancias con el fin de reunirías, sino que, por el contrario, su finalidad será expulsarlas de la substancia sometida a investigación.
Mas para el orden de la exposición habría que empezar, evidentemente, por el químico Kohlrausch, eminente investigador alemán que trabajó en los últimos 25 años del siglo pasado. Varios años de sus actividades científicas Kohlrausch los dedicó… a la destilación múltiple de una misma porción de agua.
Para el final del cuarto año, el director del Instituto donde trabajaba Kohlrausch no se atrevía ya a llevar visitantes al laboratorio de este investigador. El sabía muy bien que en cada grupo de visitantes siempre habría sin falta un chistoso incorregible que se pondría a evocar la Academia de Ciencias de Laputia.
Y no obstante, los conocedores de “Los viajes de Gulliver” ejercitaban su ingenio en vano. A diferencia de los sabios de la isla voladora de Laputia, Kohlrausch perseguía fines verdadera mente científicos: intentaba purificar la más posible el agua.
No nos cabe ninguna duda de que el lector se habrá formulado ya las preguntas: ¿Es que la purificación del agua es un asunto tan complicado como para dedicarle varios años de vida? ¿No estará confundido el Autor? Ni mucho menos. No lo estamos.
Veamos el ejemplo más ordinario en las actividades cotidianas del químico investigador. Supongamos que hemos llegado al laboratorio y que nos hace falta agua pura. ¡No tan pura, ni mucho menos, como la que trataba de obtener, y obtuvo por fin, Kohlrausch! Necesitamos sencillamente agua pura para preparar una disolución de una substancia cualquiera, en lo posible libre de impurezas.
Abrimos la llave y llenamos un matraz de agua, de un agua que, desde nuestro punto de vista, desde el punto de vista del químico, no sólo está sucia, sino que es algo así como una especie de fango. Esa agua contiene muchas sales de sodio, potasio, calcio y magnesio; al circular por las tuberías, ha arrastrado gran cantidad de hierro, que, si bien resulta inapreciable para el que la bebe, es la suficiente para que podamos descubrir su presencia mediante la prueba con sulfocianuro de potasio. Como en la central de purificación fue sometida a cloración, la concentración de cloro en ella es suficiente para que, al añadirle varias gotas de nitrato de plata, se produzca la precipitación de cloruro de plata, lo cual le confiere un aspecto lechoso. El agua de las tuberías lleva, además, una cantidad considerable —también bajo el punto de vista del químico— de substancias orgánicas en suspensión: diminutas partículas de procedencia vegetal, bacterias, etc. Contiene asimismo una cantidad no ya grande, sino colosal, de aire disuelto: todo el que deje reposar en la habitación un vaso de agua fría tomada de la llave, podrá cerciorarse de que las paredes del vaso se llenan de burbujas de agua.
¿Y el dióxido de carbono disuelto en el agua? ¿Y el dióxido de azufre que, aunque sólo sea en cantidades despreciables, han podido absorber las aguas del río al pasar por delante de cualquier fábrica donde se emplea como combustible el carbón? ¿Y el fenol que por culpa de algún mal director de fábrica química ha podido ir a parar al río en cualquier parte de su curso alto? Resumiendo, podemos decir que el agua de nuestra llave contiene, además de hidrógeno y oxígeno, cantidades apreciables de un buen tercio de los elementos integrados en el Sistema periódico de Mendeleiev. Y conste que sólo hemos podido pecar de cortos. Pues bien, aunque tales impurezas sean inofensivas para la salud de los que apagan su sed con esa agua, a nosotros, los químicos, nos molestan. Y por ello vamos a eliminarlas.
Empezamos hirviendo el agua con una disolución alcalina de permanganato de potasio, lo cual produce la oxidación de casi todas las substancias orgánicas contenidas en el agua. La volvemos a hervir con otra disolución de permanganato de potasio, esta vez, acidulada, con lo que logramos la destrucción total de todas las substancias orgánicas. A continuación destilamos el agua, con lo cual eliminamos la mayoría de las substancias extrañas que aún contiene: las sales minerales y una parte considerable del aire.
El agua obtenida, llamada destilada, no es todavía pura, ni mucho menos, puesto que aún contiene bastante aire y casi todo el dióxido de carbono (anhídrido carbónico) inicial. Y como todas las operaciones se han efectuado en recipientes de vidrio, el agua, debido a su acción disolvente sobre éste, contiene también bastante hidróxido de sodio y ácido silícico. En una palabra, todavía dista mucho de ser pura.
Entonces volvemos a hervirla durante varias horas para eliminar la mayor parte posible de los gases, entre ellos el cloro, y después la vertemos en un matraz especial para la destilación. A diferencia del anterior, éste es de platino, y el equipo que ahora empleamos para la condensación del vapor de agua es totalmente de estaño (la acción disolvente del agua sobre dichos metales es casi nula). También es de platino el matraz donde se recibe el destilado. Durante la destilación cuidamos de que el agua no entre en contacto con el aire circundante, ya que, de lo contrario, absorbería nuevamente oxígeno, nitrógeno y anhídrido carbónico. El agua obtenida se llama ya bidestilada. ¡Y se acabó! Con un agua así ya se puede trabajar.
En la sola lectura de la descripción del proceso de purificación del agua habrá invertido el lector, de seguro, unos minutos. ¿Cuánto tiempo se precisará, pues, para llevarlo a la práctica?
Y, sin embargo, nuestra agua no es todavía muy pura. Eso se puede demostrar fácilmente: basta con introducir en ella dos electrodos, unidos a un generador de corriente eléctrica. La aguja del aparato indicará que el agua conduce la corriente eléctrica, a pesar de ser un no electrólito (por lo cual no debía conducirla). Por consiguiente, las impurezas no fueron eliminadas completamente. Verdad es que la conductividad eléctrica que registramos no será muy elevada: del orden de 10–6 siemens. El científico Kohlrausch, que purificaba el agua con suma escrupulosidad, logró obtener valores cien veces menores. Mas bastaba que la dejara unos minutos en contacto con el aire, para que su conductividad eléctrica empezara a crecer rápidamente por efecto de la disolución del anhídrido carbónico del alre.
Lo que acabamos de explicar con relación al agua, puede aplicarse muy bien a cualquier otra substancia. La única diferencia es que, en la mayoría de los casos, la purificación de otras substancias implica aún un trabajo más laborioso y largo que la del agua.
No hemos olvidado, seguramente, que en la Naturaleza no hay substancias de pureza absoluta. Todo compuesto contiene siempre ciertas cantidades, pequeñas o grandes, de substancias extrañas. A medida que los métodos de análisis químico iban perfeccionándose, los químicos fueron obteniendo datos cada vez concretos respecto al número y la cantidad de impurezas contenidas en la substancia sometida a investigación y a la naturaleza de las mismas. Pero una cosa es saber cuántas impurezas hay, y, otra muy distinta. el librarse de ellas.
Además, que lo último no siempre era necesario. Efectivamente, ¿qué necesidad hay de recurrir a complicadas manipulaciones, perder mucho tiempo y malgastar los caros reactivos químicos con el único fin de poder decir que la pureza del compuesto obtenido no es de 99,99% , sino de 99.999%. ¿Vale la pena tanto trabajo, por una milésima de más o de menos? ¡Claro que no!
Tal es la causa de que hasta ahora ningún químico haya pretendido obtener substancia de pureza absoluta. Y ha llegado precisamente el momento en que se ha de relatar un suceso en el que vieron un acontecimiento científico sensacional casi todos los químicos.
Hemos escrito “sensacional” y nos hemos quedado pensativos: ¿habremos traducido bien los adjetivos empleados en la literatura extranjera de los años 20 para caracterizar ese descubrimiento? Por lo visto, sí. Lo mismo que otros descubrimientos sensacionales, éste, después de hacer ruido —y por cierto, muy fuerte— en los círculos científicos y semicientíficos, cayó en el olvido con una rapidez inusitada, y en el transcurso de veinte años nadie volvió a recordarlo, ni siquiera en los manuales más importantes. ¿Por qué? Posiblemente porque a los químicos de los años 20 les parecieron demasiado inverosímiles los hechos, descritos en algunos articulitos. La reputación de que gozaban las serias revistas científicas que los publicaron, obligaban a mirarlos con cierto respeto. Pero la experiencia acumulada en el transcurso de los siglos por la Física y la Química hacía pensar que tal vez todo fuera una mistificación. Al reflexionar sobre ello, los graves y adustos profesores sacaban la indudable conclusión de que aquello era absolutamente incomprensible. Y, como suele ocurrir, en vez de buscar la clave de los asombrosos fenómenos, prefirieron relegarlos al olvido.
Preparar una substancia muy pura es cosa difícil, pero todavía lo es más conservarla en estado de pureza. A las substancias puras las acechan enemigos por todas partes. Puede caerles encima alguna gotita de un compuesto extraño, ceniza de la pipa del investigador, barniz de las uñas de la asistente, polen de flores que entre por la ventana y otras mil substancias. Y lo más difícil es impedir que las substancias puras absorban gases y humedad de la atmósfera. ¡El aire penetra en todas partes, y no hay modo de es conderse de él!
De ahí que para la conservación de las substandas purificadas se las guarde en recipientes de cristal, o de otro material adecuado, que se cierran soldando sus bordes.
Eso fue lo que hizo el químico inglés Baker cuando en 1908 guardó en un tubo de vidrio, que cerró soldando sus extremos, trióxido de nitrógeno, un líquido que hierve a la temperatura de +3,5°C. Verdad es que en el tubo había también pentóxido de fósforo. Ello obedecía a que durante la obtención del trióxido de nitrógeno el científico había vertido sin querer un poco de agua sobre la substancia y para eliminarla agregó el pentóxido de fósforo que es uno de los compuestos que muestra mayor “avidez” por el agua: casi ningún compuesto conocido se combina con el agua tan vigorosamente como este polvo blanco.
En todo lo antedicho no hay aún nada de asombroso, nada que pueda ser motivo de sensación. Pero como suele decirse, por ahora estamos en el preámbulo. El verdadero cuento ya vendrá…
Pasaron cinco años. Y un buen día se acordó Baker de que en el laboratorio guardaba un tubo herméticamente cerrado, con trióxido de nitrógeno, que precisamente le hacía falta para ciertos experimentos. Los químicos de todo el mundo acostumbran a purificar los líquidos por destilación. Pues bien, para separar el trióxido de nitrógeno de los pedacitos de pentóxido de fósforo. Baker vertió el líquido en el matraz de un aparato destilador y empezó a calentarlo.
…Aquel día, varios transeúntes pudieron observar en la Slow-Street como un señor ya entrado en años salía del portal del instituto Científico, discutiendo acaloradamente consigo mismo y con la mayor perplejidad pintada en el rostro.
¡Desde luego, a Baker le sobraban motivos para el asombro! Cuando empezó a preparar la destilación todo marchó como de ordinario. Vertió el trióxido de nitrógeno en un matraz refrigerado exteriormente con hielo; el recipiente colector, donde se debía recoger el líquido destilado, lo colocó también en una vasija con hielo. Y se puso a esperar que el trióxido se calentara hasta la temperatura ambiente y empezara a hervir. Pero pasaron diez minutos, veinte, y la destilación no empezaba. Mientras conversaba con sus colegas, Baker miró maquinalmente al termómetro, cuyo extremo estaba sumergido en el líquido, y se quedó perplejo. El termómetro marcaba 20°C, es decir, la temperatura del medio ambiente. Según todos los manuales, el trióxido de nitrógeno debía hervir ya hacía un buen rato; sin embargo, continuaba en calma. Encogiéndose de hombos como respuesta a la muda pregunta del asistente, Baker empezó a calentar con cuidado el matraz. El resultado fue nulo: el azulado líquido seguía inmóvil.
30°… 35°… 40°… Sólo a los 43°C empezó la destilación. En pugna con todos los manuales y con toda la lógica, el trióxido de nitrógeno hervía a 40°C más de los debidos.
“Quizás no sea la substancia que creo” —penso Baker. Inmediatamente hicieron el análisis: era trióxido de nitrógeno puro, purísimo, ¡de una pureza del 100%! La destilación fue repetida: 43°G. ¡Era algo increíble!
En la mesa contigua el asistente de Baker, que no podía quitar la vista del extraño matraz, se puso a preparar febrilmente trióxido de nitrógeno a partir de ácido nítrico. Y por fin tuvo el líquido azul, de aspecto igual que el del otro, colocado a su lado. ¿Cuál sería su temperatura de ebullición? El termómetro indicó 3,5°C. Como tenía que ser. Volvieron a destilar el primer líquido: 43°C.
Baker ordenó cerrar a la llama los tubos con los dos líquidos, se puso el abrigo y salió. Permanecer en el laboratorio cara a cara con el inquietante enigma era superior a sus fuerzas.
¿Qué había maravillado tanto al químico inglés? ¿Sería posible que aquellos cuarenta grados pudieran ser la causa de su extremada agitación?
¡Podían! La cuestión es…
…La cuestión es que cada substancia simple, igual que cada compuesto químico, tiene propiedades —físicas y químicas— determinadas. Se puede tomar agua, por ejemplo, del Océano Indico o de una ciénaga cubierta de moho, de un témpano de hielo polar o de un charco de la carretera, y sin embargo, cualquiera que sea su procedencia, siempre se congelará a 0° y hervirá á 100°, en condiciones normales. El benceno obtenido como subproducto en la destilación seca de la hulla y el producido por vía sintética —del acetileno, por ejemplo—, no se diferencian ni un ápice.
No sabemos si se podría calificar incluso de axioma un postulado tan palmario como el siguiente: a todo compuesto químico le corresponden un punto de ebullición, un punto de fusión, una densidad, etc., etc., perfectamente determinados. Más aún, en este principio se basan los procesos de purificación de las substancias. Por ejemplo, si se quiere obtener ácido acético puro, hay que tomar ácido acético industrial y eliminar sus impurezas, hasta que funda a 16,6°C. Una vez conseguido esto, se podrá tener la seguridad de que el preparado obtenido es ácido acético puro. Si al destilar una substancia el químico observa que a la presión atmosférica normal dicha substancia hierve, pongamos por caso, a 110,8°C, puede afirmar que lo que tiene en su matraz es tolueno.
Pero ahora tenemos que el axioma pasa a ser teorema. El que a cada substancia le correspondan determinadas propiedades tuvo que ser demostrado aún.
Hay una serie de substancias que los químicos utilizan casi a diario en sus laboratorios. Los puntos de ebullición y fusión de dichas substancias fueron establecidos con especial esmero. Consulte Usted un manual cualquiera de Química, incluso el más breve, y leerá: el benceno hierve a 80°C; el alcohol, a 78,4°C; el bromo, a 59°C; el éter dietílico, a 35°C.
En una palabra, las constantes físicas de estas substancias han sido estudiadas, como suele decirse, a más no poder. Y por ellas decidió Baker empezar la siguiente serie de experimentos.
¿Experimentos? ¿Sobre qué? ¿Sería posible que el investigador tuviera clara la causa del increíble comportamiento del trióxido de nitrógeno?
La causa, por supuesto, no la sabía, pero abrigaba sus sospechas. Creía que “la culpable” de todo era el agua.
El lector ya sabe perfectamente lo laboriosa que resulta para el químico la obtención de una substancia en estado de pureza. Y no cabe duda de que a mayor grado de pureza requerido, más difícil será la obtención. Cualquier substancia orgánica puede ser depurada perfectamente de sus impurezas inorgánicas. Bastante más difícil, aunque factible de todos modos, es eliminar las substancias orgánicas que contiene como impurezas. Pero, ¿cómo preservarla de los efectos del aire, y sobre todo del vapor de agua en él contenido?
Al emprender la purificación del benceno, bromo, sulfuro de carbono, alcohol y demás substancias, Baker sabía ya que del agua, de los insignificantes indicios de agua que las substancias van absorbiendo de la atmósfera, no podría deshacerse.
Así, pues, la premisa principal era la siguiente: todos los compuestos químicos descritos hasta la fecha, por muy puros que se les considere, siempre contienen ciertos vestigios de agua, aunque sea en proporciones despreciables. Y la finalidad del experimento era: preparar varias substancias absolutamente (¡absolutamente!) puras.
Para ello, los líquidos purificados cuidadosamente por el procedimiento ordinario y envasados después, juntamente con pentóxido de fósforo, en ampolletas de vidrio cerradas a la llama, fueron guardados en los cajones de la mesa de trabajo.
En el diario de laboratorio se hizo la siguiente inscripción: 27 de noviembre de 1913. Y después: enero… marzo… junio… de 1914. Aquí se interrumpían los apuntes.
Había empezado la primera guerra mundial. En aquellos tiempos tan tormentosos, Baker no podía ni pensar siquiera en sus ampolletas. Los gobiernos imperialistas exigían de los químicos nuevos explosivos y gases de guerra. Y Baker sólo pudo reanudar el experimento a los nueve años de haberlas cerrado.
Aquellas ampolletas fueron abiertas en 1922. Su deshermetización se efectuó en unas condiciones que excluían la presencia de humedad: todos ios recipientes fueron secados con sumo esmero, y el corte de las ampolletas se realizó en inmersión de mercurio.
Los resultados superaron todas las esperanzas, incluso las más osadas.
Se empezó por la destilación del benceno. Según es sabido, el punto de ebullición del benceno “corriente” es 80°C. Aquél, empezó a hervir a los 106°C. Después no hubo ya tiempo para exteriorizar la sorpresa, ya que a Baker y a sus colaboradores les faltaba tiempo para registrar en los diarios de trabajo nuevos y sorprendentes hechos: el éter dietílico hervía a la temperatura de 83°C, en lugar de hacerlo a la de 35°C, que era la “ordinaria”, la que le correspondía; el bromo iniciaba la destilación a 118°, mientras que el bromo “corriente” lo hace a los 59°C; el mercurio hervía a 459°C, y no a 357°C, como debía, y el sulfuro de carbono, a 80°C (cuando el punto de fusión “normal” de dicho compuesto es 46°C). Asimismo, los primeros indicios del comienzo de la destilación del alcohol se observaban a tal temperatura de 138°C, mientras que el alcohol purificado por los métodos ordinarios hierve a la de 78,4°C.
De igual modo se comportaron las demás substancias sometidas a la prolongada deshidratación. En total fueron estudiadas once substancias.
Cuando al cabo de unos días Baker informó de los nuevos hechos ante sus eruditos colegas, éstos lo acogieron de diversos modos: unos se carcajeaban francamente, tan absurda les pareció la noticia; otros ponían los ojos en blanco cual sumidos en profunda meditación, y cuando Baker se apartaba, se encogían de hombros con perplejidad; y los más “sagaces” trataban de persuadirle diciéndole:
—¡Me deja Usted admirado, querido colega! ¿Cómo no se da cuenta de que ocurrió el corrientísimo fenómeno de sobrecalentamiento, debido al cual los líquidos muy puros pueden subsistir como tales durante cierto tiempo a temperaturas superiores a su punto de ebullición?
—El sobrecalentamiento, señores —tenía que impugnar Baker—, ha quedado excluido por completo en mis experimentos. En primer lugar, en el fondo del matraz empleado para la destilación había pedacitos de porcelana porosa, lo cual, como es sabido, excluye toda posibilidad de sobrecalentamiento. Y en segundo, ¿cómo se podría explicar la ebullición del líquido, si éste hubiera estado realmente en estado de sobrecalentamiento? Los líquidos permanecen quietos en apariencia hasta que su creciente temperatura sobrepasa, en unos cuantos grados, el punto de ebullición; y entonces, de un modo súbito y enérgico, empiezan a hervir, adquiriendo todo el contenido del matraz un aspecto espumoso. En nuestro caso, honorables colegas, la ebullición empezaba muy poco a poco, y todo el proceso de la destilación se desarrollaba de la misma suerte. Además, no debe olvidarse que el sobrecalentamiento, por lo general, se observa en un intervalo de tres o cuatro grados, diez a lo sumo; mientras que en nuestro caso el intervalo de temperatura es de ¡setenta a ochenta grados! ¡No, señores; eso no es un sobrecalentamiento!
Los “señores” se habían percatado ya de que aquel fenómeno no tenía nada de común con el sobrecalentamiento. Tales situaciones solían poner fin a los debates científicos, y en lo sucesivo la conversación empezaba a girar en torno a los muchos quebraderos de cabeza en esta vida.
Así, pues, se trataba de un nuevo y relevante descubrimiento científico, y todo hubiera marchado bien, a pedir de boca, si… si el propio Baker hubiera tenido alguna idea, por pequeña que hubiera sido de cómo la prolongada desecación de una substancia podía ocasionar consecuencias tan sorprendentes, tan difíciles de encuadrar en el marco de las concepciones científicas corrientes.
Además, unos días después fueron establecidos aún nuevos hechos. Las substancias sometidas a intensa desecación presentaban, también, unos puntos de fusión que discrepaban de los corrientes. El azufre rómbico fundía a 117,5° C, en lugar de hacerlo a 112,8° C; el yodo, a 116°C, y no a 114°C, como era de esperar. En cuanto a su punto de congelación, era también más elevado: el bromo se congelaba a una temperatura 2,8° C mayor que su punto de congelación “corriente”, y el benceno, a 0,6° C más de lo que “debía”.
Como vemos, bastaban los motivos para el desconcierto. Por una parte, el inmenso material experimental, acumulado por varias generaciones de miles y miles de químicos. Por otra, un hecho evidentísimo, que se observaba y repetía en el laboratorio una y otra vez. ¿Cuál de las dos cosas correspondía a la realidad? ¿Poseía cada substancia unas propiedades definidas, o no? Aunque, por otra parte, si la substancia desecada contiene agua como impureza, quiere decir que ya no es una substancia individual. Pero entonces ¿por qué todos los científicos siempre hallaban en el benceno, por ejemplo, unos mismos valores de sus constantes físicas, y sólo mediante una desecación realizada durante varios años logróse averiguar la alteración de sus propiedades? Preguntas, preguntas y más preguntas.
Todo esto ha de ser analizado sistemáticamente. Hay que determinar qué es lo que en este asunto está ya claro.
Lo claro por ahora es poco, poquísimo. No cabe duda de que la “culpable” de todo es la humedad, puesto que tal efecto sólo se consigue mediante el pentóxido de fósforo u otras substancias tan “amigas” del agua como él. Demostración de ello puede ser el que cuando los líquidos desecados se dejan en contacto con el aire, aunque no sea más que cinco minutos, su punto de ebullición empieza a bajar con rapidez, hasta llegar a su valor normal. (Aunque, ¿es ése el normal? ¿No será el normal el más alto? …) Eso se debe a la rápida absorción del vapor de agua de aire por los líquidos desecados, ya que si se guardan líquidos anhidros en atmósfera desecada sus propiedades no se alteran.
Además, es fácil adivinar por qué, para lograr el efecto que Baker denominó “de desecación” hubo que desecar las substancias durante un tiempo tan increíblemente largo ¡de cinco a diez años!). Una de las leyes fundamentales de la Química —a ley de acción de masas— dice: la velocidad de una reacción química es proporcional a la concentración de cada una de las substancias reaccionantes.
Y ¿cuál podía ser la concentración inicial del agua en el benceno que contenía ya pentóxido de fósforo? Difícil es decirlo. Pero dudosamente pasaría de 0,001 de por ciento. En cuanto el proceso de desecación empezó, esa proporción fue disminuyendo, al principio con rapidez, y después con lentitud creciente: 0,000001, 0,0000001, 0,00000001 de porciento… En consecuencia, la reacción entre el pentóxido de fósforo y el agua contenida en el benceno iba siendo cada vez más lenta. Una cienmillonésima de por ciento… Si se pone esta magnitud en la ecuación representativa de la velocidad del proceso de desecación, estará claro que el producto ha de ser muy pequeño.
Tal es la razón de que la desecación absoluta del benceno y otros líquidos requiera años y años.
Así, pues, algunos aspectos de los fenómenos observados por Baker eran explicables, o casi explicables. Pero todas las preguntas formuladas anteriormente quedaban sin respuesta. Y lo más triste es que no se sabía qué rumbo seguir para encontrarla.
Entonces fue cuando se oyó por primera vez lo de “sensacional”. Lo sensacional no requiere que los periódicos salgan con titulares descomunales y los vendedores se desgañiten pregonándolo en las esquinas. Lo sensacional puede inferirse también del tono de asombro en las preguntas formuladas por el auditorio en una disertación científica, del significativo cuchicheo de los colegas y del hipernerviosismo que traslucen los artículos dedicados al sensacional descubrimiento. Por cierto, que el último resultaba excesivo aun teniendo en cuenta la singularidad de las circunstancias.
En las imprentas de las revistas científicas serias —y precisamente en las de esa clase se desarrollaba la polémica en torno al descubrimiento de Baker— el tipo menos empleado era, por lo visto, el signo de admiración: en los trabajos científicos no se suele rendir pleitesía a las emociones. Que el lector tome al azar un número cualquiera de la revista de la Sociedad Química Inglesa —la que en su tiempo publicara los principales artículos de Baker— la recopilación, por ejemplo, correspondiente al año 1928. Apostaríamos cualquier cosa a que en ese volumen, que pesa unos cinco kilogramos, no encontrará el lector ni un solo signo de admiración. Es fácil de imaginarse por ello el abatimiento de los cajistas al componer los artículos en los que se hablaba del “efecto de desecación”. Algunos de esos artículos parecen empalizados, por lo mucho que abundan en ellos los signos de admiración. ¡Cómo corrieron los cajistas pidiéndose prestado el dichoso tipo que se había hecho precioso de improviso!
El más expansivo de los autores había encerrado su artículo entre cuatro signos de admiración —ni más ni menos—, y terminaba su “tirada” con una palabra que en castellano suena algo así como “desvarío” o “obsurdo”.
Nosotros, por ejemplo, no hemos vuelto a encontrar en las revistas científicas artículos con términos y epítetos tan categóricas y tajantes como “supergenial” y “superficial”, “genio” y “frívolo”, “especulación” y “clarividencia”, etc.
Es muy comprensible que los resultados obtenidos por Baker en sus experimentos causaran tanta admiración y desencadenaran una polémica entre los científicos de los años 20. Pues incluso hoy, al cabo de casi cuarenta años de dicho descubrimiento, es muy posible que el lector no acabe de comprender la causa de tan inconsebible y mágico influjo de los despreciables vestigios de agua.
También está claro el porqué dicho descubrimiento, que causó tanta sensación, fuera pronto olvidado. Pues, muy pocos químicos se atrevieron a repetir los experimentos: ¡quién puede tener la suficiente paciencia para realizar un experimento que dura nueve años!
Pero el ejército de los químicos es muy grande en la Tierra. Y por ello no podían faltar entusiastas que, con calma y sin dejarse ganar por el ardor polémico, iniciasen la comprobación de Jos datos obtenidos por el científico inglés.
Unos años después, en el inmenso océano de la literatura química empezaron a salir a flote diversos trabajos dedicados al estudio del “efecto de desecación”. Empezaron a esclarecerse algunos detalles, y los detalles son lo más importante en la Ciencia.
Como esperar varios años a que se evidenciara el misterioso efecto de la desecación absoluta resultaba de todas formas, bastante aburrido, el químico holandés Smiths decidió acortar en lo posible dicho período. Para ello era necesario que la substancia a desecar contuviera, desde el principio, la menor cantidad de agua posible. Smiths estableció que la mayor parte del agua contenida en las substancias desecadas procedía, sobre todo, de los microscópicos capilares del vidrio de las vasijas empleadas para guardarlas. La desecación corriente no puede eliminar el agua de dichos capilares, por lo que Smiths ideó un ingenioso dispositivo —dedicando varios trabajos a describirlo— con el cual se podía fundir dichos capilares al mismo tiempo que se extraía de ellos el aire con el vapor de agua que contenía.
Los esfuerzos de los investigadores dieron su fruto: se consiguió reducir bastante la cantidad inicial de agua en la substancia desecada. ¿Cuánto? Eso ya no podía decirlo nadie. Por aquella época los químicos andaban “rondando” a la sexta cifra decimal y habían de subir aún muchos peldaños para llegar al nivel correspondiente a la cantidad de agua contenida en la substancia desecada. De todos modos, ya se había conseguido algo importante: obtener el “efecto de desecación” en el transcurso de un año, y a veces, incluso en nueve meses.
Otro químico, Meili, demostró que el período de desecación podía ser reducido bastante si se guardaban los recipientes, que contenían los líquidos en contacto con el pentóxido de fósforo, en un lugar muy caliente. Era una buena idea, ya que, como es sabido, con la elevación de la temperatura aumenta mucho la velocidad de las reacciones químicas.
Esos fueron los dos únicos rastros de trabajos sobre las substancias químicamente puras, que pudimos hallar en el piélago de la literatura química de aquella época: el de Smiths y el de Meili. Y esos arroyuelos, después de murmurar algún tiempo, desaparecieron, dejando cada cual tres o cuatro artículos científicos. Por lo visto, tan largos experimentos acabaron por hastiar incluso a los entusiastas.
Después de una pequeña pausa, en 1924 apareció, por fin, un nuevo artículo sobre las substancias químicamente extra-puras. El mismo Smiths. Es curioso, ¿qué dirá? Verdaderamente, el “efecto de desecación” tiene la propiedad de sumir a los científicos en el lirismo. Lo que tenemos a la vista es un diario. Sí, sí un diario publicado en las páginas de una revista científica. Con las fechas de rigor, los días de la semana e incluso las horas. Un diario que refleja las emociones que despertaban en el autor los experimentos que realizaba, sus penas y alegrías.
El artículo está dedicado a la solución del siguiente problema: ¿al desecar los líquidos se produce la elevación de su punto de ebullición súbitamente, de un salto, o paulatinamente, a medida que se elimina el agua?
Se tomó benceno muy puro. La descripción del proceso de purificación, a pesar de hacerse en el breve y conciso lenguaje de los químicos, ocupa casi dos páginas, que nosotros pasaremos por alto. El punto de ebullición del benceno inicial, lo mismo que el de todos los “bencenos” de mundo, era 80°C. El día 2 de junio de 1923, aquel benceno fue encerrado herméticamente con pentóxido de fósforo, en un aparato especial, donde se podía efectuar su destilación sin que hubiera el menor contacto con el aire.
El 25 de agosto su punto de ebullición se había elevado a 81,5° C. Y el 23 de febrero de 1924, casi nueve meses después de iniciada la desecación, el benceno hervía ya a 87° C. Todo iba a pedir de boca. Más precisamente en ese día le ocurrió al investigador una desgracia. Se le cayó la pipa encima del matraz. Y aunque no se trataba de la colosal pipa de viejo lobo de mar, una de aquellas pipas que en las tabernas de Amsterdam servían a veces para que los “alegres” marinos se rompieran mutuamente la crisma, sino más bien una sencilla pipa de brezo propia de un científico, el matraz se agrietó. La grieta casi era imperceptible, además, la soldaron cuidadosamente al instante; pero esos instantes bastaron para que en el matraz penetrara un poquito de aire y, por lo tanto, de vapor de agua. Aquello era el fracaso: el termómetro volvía a marcar 80°C.
Pero prosiguióse el experimento. Al mes de aquel desdichado día el benceno empezó a hervir a 81,5° C. Pasado otro mes, el punto de ebullición había subido ya tres grados, y por último, al cabo de un año, se destilaba en el intervalo de 86,6° a 87,7°C. Al llegar a este punto suspendieron el experimento, aunque, de haber proseguido la desecación, se hubiera conseguido elevar el punto de ebullición hasta la temperatura alcanzada por Baker 106°C, o quizás más aún.
No debe olvidarse que tanto Baker como sus escasos continuadores siempre se veían torturados durante la experimentación por una misma pregunta: ¿por qué esos vestigios de agua —tan insignificantes que incluso era difícil expresarlos mediante una cifra determinada— producían un efecto tan acusado sobre las propiedades de las substancias?
Cada experimento, en mayor a menor grado, estaba supeditado a la idea de aclarar dicha pregunta. Pero a pesar de que los años iban pasando, la aclaración seguía tan lejos como en el año 1913, cuando se descubriera el “efecto de desecación”. Lo único que quizás disminuyó un poco, fue el asombro que causaba.
Empero, cuando los investigadores subieron algunos peldaños más y se publicaron otros cuantos trabajos científicos, llegó el primer rayo de luz.
Kosmá Prutkoiv[5] afirma en uno de sus aforismos que se puede sacar provecho hasta de la observación de las ondas que forma la caída de una piedra en la superficie del agua. Ignoramos a qué provecho se refería este ingenioso personaje. Lo que sí podemos asegurar es que cierto investigador, en una situación análoga, supo hacer unas deducciones sumamente interesantes. Verdad es que nuestro investigador observaba en aquella ocasión las burbujas formadas al hervir un líquido, pero ese fenómeno no se diferenciaba mucho del de la propagación de las ondas en el agua. La cuestión es que dicho líquido era hexano —el hidrocarburo C6H14 —, pero no hexano corriente, sino uno que había sido sometido a desecación durante varios años.
El hexano superdesecado y extrapuro hervía a 82°C; el punto de ebullición del hexano “corriente” es 69°C. Pero no era la discrepancia en los puntos de ebullición lo que asombraba: eso era ya muy conocido. Lo que sorprendía era el propio proceso de la ebullición y destilación.
La ebullición y destilación de los líquidos corrientes transcurren de un modo muy sencillo y comprensible: primero se produce un ascenso gradual de la temperatura en toda la masa líquida, y luego, al llegar a un determinado grado de temperatura, llamado punto de ebullición, el líquido empieza a destilarse, con la particularidad de que la destilación transcurre rigurosamente a la temperatura del punto de ebullición, hasta que desaparece la última gota de líquido.
Con las substancias extrapuras todo era muy distinto. Volvamos, por ejemplo, al citado hexano. Los primeros síntomas de ebullición aparecieron a los 79°C. Pero a pesar de que el líquido hervía, su temperatura siguió subiendo, hasta llegar a 82°C. Con la particularidad de que la mayor parte del líquido se destiló precisamente a esta temperatura.
Una ebullición así —en un intervalo más o menos amplio de temperaturas—, se observa cuando se calienta una mezcla de líquidos. Luego… el hexano en destilación, ¿también era una mezcla de líquidos? ¡Absurdo! ¡El líquido contenido en el matraz de destilación era hexano purísimo, tan puro, que nunca habían conseguido los químicos obtenerlo en un estado de pureza igual!
Ahora bien, todos los líquidos de pureza casi absoluta se comportaban de forma análoga. En lugar de hervir a una temperatura fija, lo hacían en un intervalo de temperaturas bastante amplio. Resultaba como si el hexano extrapuro estuviera constituido por una mezcla de hexanos. ¡Otro atolladero! ¿Cuántos hemos contado ya?
Mientras tanto se iban aclarando hechos muy curiosos. Resultó que las substancias sometidas a una purificación escrupulosa y desecación prolongada no sólo sufrían un cambio de sus puntos de ebullición y fusión, sino también la alteración de casi todas sus propiedades físicas, tales como: índice de refracción, tensión superficial, calor de vaporización, etc.
¿Habrá que decir que los nuevos datos añadían no pocos signos de interrogación a la magnífica colección de ellos que rodeaba ya el problema?
A que los químicos pudieran respirar con algún alivio (¡aunque no a todo pulmón!) contribuyó la investigación de turno en el dominio del “efecto de desecación”.
Determinóse la densidad de los vapores de las substancias sometidas a desecación prolongada. Y conociendo la densidad del vapor, cualquier alumno de secundaria puede calcular en dos minutos el peso molecular de la substancia en estado gaseoso. Esas mediciones evidenciaron que los pesos moleculares de los líquidos extra-puros son siempre mayores que los calculados.
El peso molecular del éter dietílico (C2H5)2O extrapuro, por ejemplo, era 170. En cambio, sumando los pesos atómicos de todos los átomos que componen su molécula, obtendremos otro valor: 12·4 + 10 + 16 = 74. Eso quiere decir que las moléculas de dicho éter se asocian, formando agregados compuestos de dos o tres moléculas.
Las investigaciones de otras substancias dieron resultados análogos: el peso molecular del alcohol metílico era casi el triple del calculado; los pesos moleculares del bromo, benceno y tetracloruro de carbono eran un 50 por ciento mayores de lo que debían según la fórmula; el del hexano era el doble del calculado; el del sulfuro de carbono, un 170 por ciento mayor, etc.
Así, pues, todas las substancias desecadas y muy puras, en estado gaseoso, están constituidas por agrupaciones de moléculas, es decir, se encuentran en estado de asociación[6]. En el estado líquido, el tamaño de esas agrupaciones, naturalmente, debe ser aún mayor.
Quedó claro el porqué el punto de ebullición de dichos líquidos difería tanto del de los líquidos normales. Es evidente que para separar del líquido una molécula de peso molecular pequeño se necesitará menos energía que cuando la molécula tenga un peso molecular elevado. Y de ahí, la elevación del punto de ebullición.
Al parecer, todo había quedado en su sitio; ahí estaba la clave para responder a todos los interrogantes: las moléculas de las substancias muy puras se asociaban en agregados, y eso era lo único que las distinguía de las substancias simplemente puras. Todo lo demás era consecuencia de ello.
Pero en realidad fue precisamente entonces cuando empezaron las cosas inexplicables. El fenómeno de asociación está muy extendido. Los químicos conocen una cantidad inmensa de substancias que en los estados líquido o gaseoso se hallan asociadas. Si determinamos el peso molecular de los vapores de ácido acético, por ejemplo, hallaremos que es 120, mientras que el calculado es 60 de acuerdo con su fórmula que es CH3COOH. Por consiguiente, en los vapores de ácido acético las moléculas se hallan apareadas.
Todas las substancias susceptibles de asociación presentan una propiedad común: la carga positiva de sus moléculas está concentrada en una parte de las mismas, y la negativa, en la otra. Basta mirar la figura para comprender inmediatamente la causa de que las moléculas del ácido acético tiendan a unirse entre sí. El polo positivo de una molécula atrae al polo negativo de la otra. En el estado líquido, cuando las distancias entre las moléculas son mucho menores que en el estado gaseoso, las agrupaciones de moléculas pueden ser bastante mayores: de cuatro, seis y con frecuencia aún más moléculas.
Una vez aclarada la causa de la asociación de las substancias cuyas moléculas presentan una distribución irregular de las cargas positivas y negativas, o como dirían los científicos, cuyas moléculas poseen un momento dipolar eléctrico,[7] resulta evidente que las substancias que no poseen momento dipolar eléctrico no pueden hallarse en estado de asociación.
Así, pues, la asociación molecular en sí no es ningún fenómeno inaudito, y tiene muy fácil explicación. Llamaremos sólo la atención sobre el hecho de que únicamente son susceptibles de asociarse aquellas moléculas que presentan un desplazamiento de los centros de las cargas eléctricas positiva y negativa. es¡ decir, que poseen un momento dipolar eléctrico.
Pero lo que resultaba claro con relación a las substancias “ordinarias”, en el campo de los líquidos extrapuros no hizo más que embrollar las perspectivas de solución del problema, de por sí ya muy turbias. Y ello se debía a que la mayoría de los líquidos estudiados en lo referente al “efecto de desecación” (recordaremos que fueron 11 en total), no poseían momento dipolar. E incluso las dos únicas substancias cuyas moléculas tenían momento dipolar —el alcohol y el éter— en estado de pureza “ordinario” presentaban la densidad de vapor habitual, la que correspondía a su peso molecular normal.
Por lo cual, el lugar del problema resuelto fue ocupado, por lo menos, por dos sin resolver. Primero: ¿por qué el agua precisamente tenía la propiedad de que aún sólo vestigios suyos pudieran ejercer tan enorme influencia sobre las propiedades de otras substancias? Y segundo: ¿qué era io que imponía la asociación, en pugna con todas las leyes físicas y químicas conocidas, a las moléculas que carecían de momento dipolar?
Tal es el sino de los científicos. Jamás verán llegado el momento en que puedan decir: “Eso es todo; en este campo no hay nada ya que estudiar”. Un problema resuelto reporta decenas de otros que exigen solución.
Esta pregunta, en los tiempos en que se llevaban a cabo las primeras investigaciones de las propiedades de los líquidos extrapuros, abrumaba a los científicos. Intimidaba el desconocimiento absoluto: de qué lado “abordar” al agua para sondar la clave.
Era evidente que el agua se diferenciaba mucho de los demás líquidos en algo, en alguna propiedad determinada. ¿Pero, qué propiedad sería esa? Había que adivinarlo. En determinadas circunstancias, a falta de otro método para la solución de un problema científico, las conjeturas pueden ser también un modo de investigación.
Pues bien, ¿cuál sería esa propiedad? ¿La viscosidad, tal vez? ¿O la densidad? No, cientos de substancias son de viscosidad y densidad iguales, o casi iguales, que el agua. ¿La tensión superficial? ¿El índice de refracción? ¿El punto de ebullición? ¿El punto de fusión? Tampoco estas propiedades del agua tienen nada de particular, si se comparan con las de otros líquidos. ¿Acaso la conductividad eléctrica? No. ¿El momento dipolar eléctrico? No. ¿El calor de fusión? ¡Tampoco! ¿La constante dieléctrica? ¡Alto ahí! ¡Parece que hemos dado con ello!
Efectivamente, la constante dieléctrica[8] del agua se diferencia mucho de la de los demás líquidos. La constante dieléctrica del benceno, por ejemplo, es 2,3; la del hexano, 1,9; la del éter, 4,4; etc. La del agua, en cambio, es 79. Son muy pocas las substancias que pueden compararse con el agua en este aspecto. La substancia de constante dieléctrica más alta es el ácido fórmico, y con todo, su magnitud es un tercio menor que la del agua, que a este respecto es el “campeón”.
Pero la indicación de la constante dieléctrica no significaba aún la explicación de los fenómenos observados. Y esa explicación llegó sin tardar.
“Supongamos —razonaban los investigadores —que las moléculas de todas las substancias, incluso las de momento dipolar igual a cero, son atraídas entre sí por unas fuerzas cuya naturaleza desconocemos todavía. Pero esas fuerzas serán sin falta electrostáticas, y por ello han de estar sometidas a las leyes de la atracción electrostática.
Sí una substancia es pura, ¿qué puede haber entre dos moléculas cualesquiera de la misma? Nada, el vacío. Por consiguiente, las fuerzas electrostáticas de atracción alcanzarán en este caso, es decir, en el vacío, su valor máximo. ¿Y qué pasará cuando entre dichas moléculas se interponga otra molécula de una substancia extraña cualquiera? Naturalmente, la interacción de las dos moléculas de la substancia básica se debilitará bastante. Y si la molécula extraña es, además, de una substancia que, como el agua, tiene una constante dieléctrica muy grande —es decir, de una substancia en cuyo medio se debilitan al máximo las fuerzas de la interacción electrostática—, es fácil de comprender que entre las moléculas de la substancia básica no habrá ya ninguna atracción.
Pero hasta los razonamientos más enjundiosos no dejarán de ser meros razonamientos si no son refrendados por la experimentación. Y de nuevo, por enésima vez, las tesis teóricas empezaron a tomar cuerpo en las instalaciones de los laboratorios.
Tomaron benceno puro, desecado por el procedimiento habitual, y lo pusieron en un recipiente especial, donde quedaba entre dos electrodos de platino. Luego calentaron el recipiente poco a poco, hasta que empezó la ebullición del benceno. El termómetro marcaba 80°C. En una palabra, el benceno se comportaba tal y como debía comportarse un benceno “normal”. Entonces se mandó a los electrodos una corriente de tensión muy alta. A primera vista aquello parecía disparatado, pues el benceno no conduce la electricidad. Pero en cuanto conectaron la corriente, el benceno dejó de hervir. Para que la ebullición prosiguiera hubo que elevar la temperatura del benceno en 8°. ¡El benceno situado entre los electrodos se comportaba exactamente igual que el extrapuro, que el sometido a larguísima desecación! En cuanto quitaron la corriente, el punto de ebullición disminuyó de nuevo hasta su valor normal. Volvieron a conectarla, y subió de nuevo a 88°C.
¿Por qué confirma este experimento la influencia del agua sobre la asociación de las moléculas de] benceno? El benceno “normal” contiene relativamente mucha agua: una de cada 50 ó 60 moléculas de benceno puede considerarse rodeada de una capa finísima —del espesor de una molécula— de agua. Esas moléculas de agua son muy semejantes a pequeños imanes.
Veamos la ilustración: los átomos de hidrógeno, muy pequeños y poseedores por ello de un fuerte campo eléctrico positivo, se hallan concentrados en un extremo de la molécula, y el átomo de oxígeno, poseedor de dos cargas negativas, se encuentra en el otro extremo. En la parte derecha vemos la representación de una molécula de benceno. Basta mirarla, para comprender la causa de que el benceno no tenga momento dipolar: los seis átomos de carbono y los seis de hidrógeno están distribuidos simétricamente en la molécula, y las cargas de los unos compensan las de los otros.
Pues bien, cuando se aplica una corriente de tensión elevada, los pequeños “imanes” de agua se separan de las moléculas de benceno, la envoltura de agua es destruida por completo, y las moléculas de benceno adquieren la capacidad de asociarse. Tal es la causa del salto del punto de ebullición del líquido.
Así, pues, ya hemos contestado a la pregunta: “¿Por qué el agua?”. Pero debemos consignar, con harto sentimiento, que, en rigor, esta pregunta era la más fácil.
Contestar a ella, como suele decirse, no costaba nada. Lo peor es que origina de golpe otras cuantas preguntas.
Y estas preguntas son las siguientes (de seguro que el lector atento las tendrá ya en la punta de la lengua). Primera: ¿cómo se puede hablar de una envoltura de agua, si incluso en el benceno simplemente puro hay, por cada molécula de agua, de 100 a 200 moléculas de la substancia básica? Y cuando el benceno es sometido a una desecación especial, y más aún, por varios años, dicha relación se altera muchísimo, y no a favor del agua. Entonces, por cada molécula de agua habrá un millón de moléculas de benceno.
Y por lo que respecta a la segunda pregunta, se ha quedado sin aclarar: ¿qué es lo que impele a las moléculas de una substancia extrapura, sin momento dipolar, a asociarse formando agregados?
¿Ofrecen interés las preguntas? Sin duda alguna. Sobre todo, porque no se sabe qué contestar. Actualmente, la Física y la Química no saben todavía qué responder a ellas. Ahí tienes, escolar de hoy, un buen campo de acción. Resulta que hasta en la Química se pueden hallar bastantes parajes cuya exploración no es menos interesante, difícil e importante que la conquista del polo de la inaccesibilidad o el descubrimiento de un nuevo archipiélago.
Pero todavía no hemos agotado, ni mucho menos, la serie de preguntas que teníamos en cuenta al empezar a tratar de las propiedades más notables de las substancias extrapuras. De los sucesos que, en rigor, hicieron al mundo científico recordar el caso que acabamos de referir, trataremos más adelante. Así, pues…
¿Quién envidiaría al hombre que en una oscura noche de novilunio tuviera que encontrar una aguja perdida en un almiar? ¿Cree usted que cualquiera se quedaría mirándole con compasión? ¡Se equivoca! Nosotros conocemos a muchos químicos que dirían de tan extravagante individuo —producto, desde luego, de nuestra imaginación—, que se dedicaba a un juego de chiquillos. Y al ver el gesto de perplejidad de uno, se pondría inmediatamente a demostrarle su afirmación mediante la aritmética.
¿Cuánto puede pesar un almiar de heno? Pongamos 400 kilos. ¿Y una aguja? Supongamos que una décima de gramo, es decir, 10–4 kg. Considerando los 400 kg como 100 por ciento, ¿qué porcentaje constituirá 0,1 de gramo?
Es decir, que la aguja constituye 25 millonésimas de por ciento del peso de la gavilla. El químico diría que el individuo de que hemos hablado al principio operaba en los límites de la quinta cifra decimal. Y para la química, la determinación de las cantidades de impurezas ocultas tras esa quinta cifra es ya una etapa superada. Con la sexta o la séptima cifra decimal, pongamos por caso, todavía queda mucho por hacer. Pero la quinta es asequible para cualquiera que se lo proponga, y con una inversión de trabajo relativamente pequeña.
Pero ¡si la Química se hubiera limitado a la sexta o séptima cifra decimal!
“¡Cómo! —exclamará el lector—. ¿Es que hacían falta determinaciones aún más exactas? ¿Es posible que se hubiera de ir más lejos aún?” Sí. Muchísimo más. Y si sólo fuera eso, el asunto no hubiera parecido tan complicado.
Cuando hablábamos de la ascensión de la Química por los abruptos peldaños de las cifras decimales, nos referíamos a la determinación analítica de las impurezas. Hacia la mitad de la década del 50, la técnica exigió de la Química no sólo la determinación del porcentaje de impurezas, sino también la separación de éstas, lo cual dista mucho de ser lo mismo. Una cosa es saber qué cantidad de un elemento u otro lleva mezclada la substancia básica, y otra muy distinta, librarse de esas impurezas, separándolas, y de tal modo que quede excluida la adición de nuevas substancias extrañas. Esta segunda tarea es mucho más compleja que la primera.
Pero cuando la técnica y la industria dicen “¡hace falta!”, la Química está obligada a contestar “¡presente!”.
Y empezó el trabajo…
Mas digamos primero para qué precisaba la técnica substancias de tan extraordinaria pureza.
La mayor parte de los materiales semiconductores ponen de manifiesto sus propiedades sólo cuando son de una pureza casi absoluta. Uno de los semiconductores más extendidos es el metal germanio. La técnica moderna de semiconductores requiere a veces germanio del 99,9999999999% de pureza. Esto significa que, por cada billón de átomos de germanio, sólo puede haber un átomo de una substancia extraña. Si en lugar de uno, hay dos, el semiconductor ya no “actúa”.
Así, pues, ante los químicos se alzó, con toda su mole, el pico de la décima cifra decimal. Y a ese Everest de la Química contemporánea no sólo habían de subir algunos científicos por separado. Esa “cima” debía escalarla toda la ingente colectividad de los químicos que trabajaban en la esfera industrial de los materiales semiconductores. El problema que tenían planteado esos químicos no era sólo la obtención de unos dos o tres únicos gramos de una substancia extrapura. Había que construir fábricas, en las que esas substancias se produjeran por centenares y miles de kilogramos.
El lector no habrá olvidado las inmensas dificultades que llevó aparejada la conquista de las “cimas” de la sexta y la séptima cifras decimales. Ahora había que escalar la de la décima. Y se ha de tener en cuenta que, lo mismo que a gran altura cada metro de ascensión representa para los alpinistas más trabajo que un kilómetro de recorrido en el llano, cada nueve añadido a la derecha del número que expresa la pureza del preparado representa para los químicos un esfuerzo multiplicado.
La obtención de substancias de una pureza del 99.99 por ciento, o como se dice a veces, una substancia de “cuatro nueves”, no implica hoy ninguna dificultad para el experimentador, ni siquiera en el laboratorio más modesto. ¿Pero desde cuándo es así?
Tenemos a la vista tres artículos publicados en distintas revistas químicas. En el primero leemos: “Logramos obtener una substancia de extraordinaria pureza: del 99,99 por ciento”. En el segundo se dice: “El porcentaje de la substancia básica en el producto es 99.999. Por consiguiente, el producto puede considerarse relativamente puro”. Y en el tercero se consigna: “La muestra obtenida era bastante impura: sólo contenía el 99,9999 por ciento de metal básico”.
¿Cómo entender eso? Pues las declaraciones de esos tres artículos se excluyen mutuamente.
Y sin embargo, no hay ninguna contradicción. Simplemente, el primero fue escrito a principios de siglo; el segundo, por los años 20, y el tercero es contemporáneo. Estará claro para el lector que la substancia considerada pura hace sesenta años, hoy ya no puede mantener su antigua “reputación”.
Creemos que no carecerá de interés la exposición, aunque sea breve, de los procedimientos usados por los químicos para obtener substancias tan puras.
En primer lugar, la obtención de substancias extrapuras en grandes cantidades se hizo posible gracias a los colosales adelantos de la Química analítica. Pues cuando se desea purificar una substancia hay que saber, ante todo, de qué impurezas hay que librarla, y, después, qué cantidad de dichas impurezas contiene la substancia básica. Las respuestas las da la Química analítica. Y cuanto mayor deba ser la pureza de la substancia, tanto más refinados habrán de ser los métodos empleados por dicha Ciencia, pues cuanto menos impurezas queden, más exactas tendrán que ser las determinaciones analíticas.
En este caso resultan inaplicables incluso los sensibilísimos métodos analíticos de los que hemos hablado en las primeras páginas de este libro. Para el análisis de los materiales semiconductores, los químicos se vieron obligados a renovar todos sus instrumentos de investigación.
De todo el arsenal puesto al servicio de la Química analítica, elegiremos como ejemplo solo dos métodos, pero ellos no bastarán para evidenciar la precisión del arma analítica.
Uno de los métodos analíticos más modernos es el de radiactivación. El metal puro es sometido a bombardeo con neutrones, debido a lo cual sus átomos —no todos, claro está, sino una pequeña parte de ellos— se vuelven radiactivos. Adquieren radiactividad artificial también los átomos de las impurezas. Empero, las características de la radiación de los distintos elementos dotados de radiactividad artificial difieren mucho entre sí. Y detectando la intensidad de cada una de las radiaciones de distinto tipo, es posible determinar la cantidad y el género de las impurezas contenidas en el metal. Este método permite registrar indicios de elementos extraños contenidos como impurezas, en cantidades de hasta 10–12.
Para el análisis de los semiconductores puede emplearse un método específico, basado en el hecho de que la conductividad eléctrica de los materiales semiconductores depende en grado sumo de su pureza. Y como la conductividad eléctrica es una propiedad importantísima de los semiconductores, a éstos se les exige una pureza extraordinaria.
Tan imposible es hablar de todos los artificios a que recurren los químicos para la obtención de substancias extrapuras, tan imposible como, pongamos por caso, estudiar en el transcurso de una sola lección la geografía de nuestro Planeta. En lo fundamental, todos esos métodos se asemejan mucho a los expuestos al describir la purificación del agua. Pero la explicación de los interesantísimos métodos de obtención de substancias de “nueve nueves” o de “diez nueves” es sencillamente indispensable.
En primer lugar trataremos de los laborato ríos en que se realizan esos trabajos. Los que trabajan en ellos son gente muy singular. Todos tienen un miedo horrible a las corrientes de aire.
Y no porque les asusten los resfriados, puesto que en su gran mayoría son jóvenes, de una salud a toda prueba. Si temen las corrientes de aire es porque ellas pueden introducir partículas que irían a parar a la substancia sometida a purificación. La partícula de polvo más fina, que pasaría incluso desapercibida para el ama de casa más pulcra, les aterroriza. En esos laboratorios no se acostumbra a andar de prisa ni a hablar en voz alta: los movimientos bruscos contribuirían a que saltaran de los vestidos las escasas partículas de polvo que no absorbió la aspiradora emplazada a la entrada del laboratorio. Las paredes y los techos de tales laboratorios son absolutamente lisos, brillantes, para que no puedan retener ni una pizca de suciedad. Todas las manipulaciones se hacen con unos instrumentos especiales, parecidos a pinzas o tenacillas largas, y con movimientos pausados, cuidadosos… Es posible que las personas no iniciadas se amedrenten, de momento, en ese ambiente.
Pero esa impresión desaparece en cuanto se familiariza uno con los procedimientos de que se valen las personas vestidas con batas transparentes de plástico, para efectuar la ascensión a uno de los picos más altos de la Ciencia contemporánea, a la cima de los “nueve nueves”. Veamos uno de los equipos más modernos para la obtención de substancias extrapuras, una instalación en la que se realiza el proceso llamado de fusión por zonas.
Un horno eléctrico envolvente se va desplazando con lentitud a lo largo de un tubo de cuarzo, en el que sobre un apoyo especial, hay un pequeño lingote alargado del metal germanio, uno de los semiconductores más extendidos. Por fuera no hay nada extraordinario. Vemos cómo la zona fundida va “desplazándose” a lo largo del lingote de germanio. El sector del metal que se encuentra bajo el horno se funde, convirtiéndose en un líquido viscoso. Cuando el horno se desplaza más allá, el metal se solidifica lentamente.
Y se hace todo eso por lo siguiente. Resulta que las impurezas del germanio, al fundirse dicho metal, “prefieren” quedarse en la fase líquida. ¿Por qué? Pues porque los átomos del metal fundido, cuando se van uniendo a medida que ocurre la solidificación, expulsan de la red cristalina a los “intrusos”, por lo cual las impurezas tienen que quedarse en la zona líquida. Y ésta, en su desplazamiento a lo largo del lingote de germanio, arrastra consigo la mayor parte de las impurezas. Y cuando por fin llega al extremo del lingote y se solidifica, se le corta, quedando delante de nosotros un germanio bastante más puro que el inicial.
El método de fusión por zonas es el más empleado para la obtención de substancias extra-puras. Mas tampoco es aplicable siempre. Veamos, por ejemplo, otro semiconductor, el silicio, vecino del germanio en el Sistema periódico de Mendeleiev. La complejidad de obtención de silicio extrapuro reside en que dicho elemento funde a una temperatura mucho más elevada que el germanio, a 1.400°C. A esta temperatura tan alta, los átomos de casi todas las substancias extrañas que rodean al silicio, tienden a combinarse químicamente con él. Dichos átomos salen del aire que circunda al lingote de silicio en fusión, del crisol empleado para la fundición. Bueno, admitamos que el aire puede ser extraído; pero ¿con qué sustituir al crisol?
Para otros elementos —los metálicos, que experimentan la acción del campo magnético— se ideó un procedimiento muy ingenioso: los funden sin tener que emplear ningún recipiente. Se coloca el metal en el interior de un electroimán anular, se conecta la corriente, y… el pedazo de metal queda suspendido en el aire, mejor dicho, en el vacío, porque el aire ha sido extraído. Y así, en el vacío, el metal se funde y se somete a las demás operaciones necesarias.
De tal modo el metal pasa por todas las fases de su purificación sin tocar ni una sola vez las paredes del recipiente. Un procedimiento muy curioso ¿verdad que sí? ¿Pero cómo proceder con el silicio, que no experimenta la influencia del campo magnético?
A resolver el problema ayudó el propio silició. Resulta que este elemento, en estado de fusión, posee una tensión superficial muy elevada. Por ello, al fundir un lingote de silicio, la zona en fusión conserva la forma de la muestra sólida, debido a que la masa fundida es retenida por una película líquida periférica. Es decir, que el silicio se funde en un “recipiente” de la propia materia.
Cada nuevo material semiconductor crea, al purificarlo, nuevos problemas y nuevas dificultades. Los ejemplos citados han mostrado con bastante claridad al lector, cuán complejo es el problema de la obtención de substancias extrapuras. Pues el grado de pureza que hoy es asequible ya para la industria, hace un decenio no podía ser soñado ni por el científico de fantasía más desbocada.
Así, pues, parece que lo hemos dicho ya todo: para qué se obtienen las substancias extra-puras, cómo logran los químicos tal grado de pureza, y muchas cosas más. Lo único que no está claro es: ¿qué fines perseguíamos al relatar las historietas acerca del infortunado negociante Eugene O’Winstern y del periodista de Kíev Nikolai Karlishev, con las que empieza esta parte del libro?
Tenemos que decir que el buen narrador siempre se deja lo más interesante para el final.
Y lo mismo hemos hecho nosotros.
Esperamos que el lector no se enojará con nosotros si citamos varias líneas de un Curso de Química para la escuela secundaria. Además, rogamos encarecidamente (nos referimos al lector impaciente) que se les preste atención ya que sólo a primera vista pueden parecer poco interesantes y áridas:
“El zinc es un metal muy maleable y dúctil; en los ácidos se disuelve con dificultad, y sólo por la acción de un calentamiento bastante intenso”.
“Los metales titanio, manganeso y cromo se emplean para la fabricación de los más variados artículos pues se forjan y laminan con facilidad”.
“El hierro es un metal extremadamente blando y muy resistente a la corrosión”.
No tiene nada de extraño que todo aquel que haya leído con atención estas líneas quiera protestar.
“Perdone Ud —dirá—, respecto al titanio y al manganeso no puedo decir nada, pero en cuanto a la interacción del zinc con los ácidos, ese fue el primer experimento con el que todos iniciamos el estudio de la Química en la escuela.
Y recordamos perfectamente que, al sumergir un pedacito de zinc en un ácido —clorhídrico y sulfúrico—, se producía un enérgico desprendimiento de hidrógeno, y además, sin necesidad de calentamiento alguno”.
Con esta objeción no podemos no estar de acuerdo: ¿Cómo va a discutir uno, si el zinc, en efecto, reacciona vigorosamente con los ácidos?
Y no obstante, las citas antedichas no son erróneas. Sólo que están tomadas de un Curso de Química… del futuro. Y esta inocente mistificación está justificada por el hecho de que ese futuro es muy inmediato.
Vamos a ver si nos explicamos todo esto. Tomemos como ejemplo ese mismo zinc. Efectivamente, el zinc se disuelve en los ácidos. Pero así sólo se comporta el zinc de “tres nueves”, es decir, del 99,9 por ciento. Por cierto que el de “cuatro nueves” —99,99 por ciento— también es bastante soluble en ácidos. Pero basta con sustituir el cuarteto de nueves por un quinteto —99,999—, para que las propiedades del zinc se alteren súbita y asombrosamente, como por arte de magia. El zinc de “cinco nueves” no es soluble ya en los ácidos, ni siquiera sometido a un intenso calentamiento (¡resulta que tiene razón el manual del “futuro”!). Ese zinc puede ser estirado en hilos muy finos, a diferencia de su congénere “sucio”, que se quiebra en cuanto es sometido a esfuerzos mecánicos.
No cabe duda alguna de que dentro de muy pocos años en cada gabinete químico escolar habrá por lo menos un pedacito de zinc de “cinco nueves”. Y entonces, si este libro cae en manos de algún alumno de secundaria, dicho alumno se encogerá de hombros y, con razón, dirá: “¡Valiente rareza!” En efecto, entonces no habrá de qué asombrarse. Pero que los alumnos del futuro tengan presente el ritmo a que se desarrolla la Ciencia en nuestra época.
Ese mágico cambio de propiedades lo experimentan también todos los demás elementos que han podido ser obtenidos en estado de elevada o casi absoluta pureza. Resulta que muchos metales que se venían considerando frágiles, en realidad son dúctiles. Así, por ejemplo, hemos tenido que revisar las “características” del manganeso, cromo y titanio. La inesperada ductilidad del último es particularmente grata, ya que gracias a ella se ha podido desarrollar un método para la fabricación de diversos objetos de este metal, que antes se consideraba frágil, y con toda la razón.
Hay aquí una circunstancia en la que conviene fijarse. ¿A qué puede obedecer el que las muestras de un elemento, cuya pureza sea, respectivamente, del 99,9; 99,99 y 99,999 por ciento, casi no se diferencien entre sí, mientras que con sólo reducir la cantidad de impurezas a la cuarta cifra decimal —o sea, en una milésima parte de lo que representa el paso de 99,0 a 99,9—, las propiedades de los metales cambien de repente?
Volvamos al zinc. Al principio, el aumento consecutivo de nueves no se deja sentir en la solubilidad del zinc en los ácidos, puesto que ésta se mantiene constante. Pero en cuanto el número de nueves salta de cuatro a cinco, el elemento parece completamente otro, diferente, en cuanto a las propiedades físicas, químicas y mecánicas —es decir, en todo—, del anterior zinc.
Así, pues, existen varios zincs, varios titanios y varios manganesos, igual que existían varios bencenos, hexanos y éteres; y todo ello, en dependencia del grado de purificación. ¡He aquí cuándo hubo que recordar los experimentos de Baker!
Así va naciendo ante nuestros ojos la nueva Química. Naturalmente, esto no significa que los antiguos conocimientos sobre las propiedades de los elementos químicos pierdan su importancia y tengamos que estudiarlo todo de nuevo. Ni mucho menos; sencillamente, al hablar de las propiedades de un elemento o de un compuesto cualquiera, habrá que indicar siempre su estado de pureza.
La Química “antigua” fue estructurada por muchas generaciones de químicos. El edificio de la nueva Química será levantado en un plazo mucho más corto. Y un papel de importancia en esta tarea recaerá sobre la próxima generación de científicos, escolares de hoy. Mas para escalar esa cumbre inmediata de la Ciencia contemporánea, hay que estar bien preparado. El alpinista que se dispone a conquistar una cima desconocida, se provee del equipo más variado y de la mejor calidad. Para vosotros, futuros conquistadores de la cima “Nueva Química”, constituyen ese equipo los conocimientos de Química que han sido acumulados por la Humanidad.
Ya hemos hablado bastante de las propiedades de las substancias extrapuras, aduciendo buen número de ejemplos e incluso algunas máximas, y no obstante ha quedado sin aclarar la causa de que unas cantidades tan insignificantes de impurezas puedan influir de un modo tan impresionante sobre las propiedades de la substancia básica que las contiene.
Para contestar a esa interrogante se podrían aducir bastantes consideraciones y conjeturas. Pero la respuesta más acertada por ahora sigue siendo: “No se sabe”. Resulta que en la Química moderna hay todavía cosas de las que no saben nada ni siquiera los especialistas más competentes en la materia.
Aunque, por otra parte, los angostos senderos que llevan al palacio de la aclaración, perdido por ahora en el bosque de las preguntas, pueden ser alumbrados por las consideraciones siguientes. Según todas las apariencias, tanto las propiedades químicas de una substancia como las físicas, dependen en grado sumo de la homogeneidad o de la heterogeneidad de la composición química de la misma.
Cuando la corriente eléctrica circula por un metal, los electrones no corren por éste de cualquier manera, sino siguiendo las cadenas formadas por los átomos que constituyen la red cristalina del mismo. Esto no es ya la explicación del porqué un solo átomo de una substancia extraña, por miles de millones de átomos de la substancia básica, es capaz de alterar las propiedades del metal; pero permite conjeturarlas. En efecto, la línea telefónica de Moscú a Vladivostok, pongamos por caso, tiene unos diez mil kilómetros de longitud. Pero bastaría cortar un milímetro de cable en un punto cualquiera de esos diez mil kilómetros, para que la comunicación se interrumpiera instantáneamente. Pues bien, los átomos de los elementos extraños pueden ejercer una acción semejante a la de los cortes en las líneas de comunicación.
Imagínese que en el metro, a las horas de mayor movimiento, cualquier pasmarote se queda parado en medio de la corriente humana, contemplando los mosaicos del techo o leyendo. Se perturbará inmediatamente la normalidad del movimiento. Las observaciones mordaces lloverán sobre el pobrecillo y todo acabará con la intervención del revisor de guardia, el cual le rogará que circule. Pero los electrones no tienen voz. Al hallar en su camino a átomos extraños que les cierran el paso, se ven obligados a cambiar de dirección. Y entonces, de revisores hacen los químicos. Al purificar la substancia, eliminan de ella los átomos extraños, con lo que facilitan el desplazamiento de los electrones. Esta es la causa de que los metales extrapuros conduzcan la electricidad mucho mejor que sus congéneres “sucios”.
Así, pues, la influencia de los vestigios de substancias extrañas sobre las propiedades físicas de los metales puede ser explicada todavía, mejor o peor. ¿Pero, cómo explicarla con respecto a las propiedades químicas?
Cuando sumergimos un pedacito de zinc ordinario —de 99,9 a 99,99 por ciento de pureza— en un recipiente conteniendo un ácido, al instante empieza el desprendimiento de hidrógeno. Tratemos de aclarar cómo se produce la “disolución” del zinc en los ácidos.
Aumentemos mentalmente la superficie del zinc en proceso de disolución en miles de millones de veces, de modo que podamos ver los átomos de su red cristalina. Entre los átomos de zinc percibiremos con bastante frecuencia átomos de impurezas, cerca de los cuales la red cristalina estará deformada, algo así como “erizada”. Y nos daremos cuenta en el acto de que el desprendimiento de los átomos de zinc por la acción de las moléculas del ácido ocurre precisamente en los lugares donde la homogeneidad de la red cristalina ha sido alterada por la vecindad de los átomos de las impurezas. Por lo tanto, la presencia de éstas crea condiciones particularmente favorables para el desarrollo de la reacción.
¿Y si la substancia es muy pura y su composición puede considerarse homogénea? ¿Qué pasa entonces?
Aquí sería oportuno hacer una comparación. Por cierto que, al recurrir a las comparaciones, siempre conviene tener presente un refrán alemán, que dice: “Todas las comparaciones cojean”.
¿Conoce el lector la parábola del asno de Buridán? Dicho asno fue una invención del filósofo escolástico francés Juan Buridán, el cual afirmaba que un asno hambriento, situado entre dos haces de heno exactamente iguales y a la misma distancia de ellos, acabaría muriendo de inanición por no saber a cual de los dos dar la preferencia.
No hubiéramos recurrido a tan desafortunado ejemplo si no fuera porque el fenómeno que se produce al sumergir un pedazo de zinc extrapuro en un ácido no tuviera cierta analogía con el comportamiento del asno de Buridán. Al encontrarse ante una superficie absolutamente homogénea (en el aspecto químico), las moléculas del ácido “no saben” por donde empezar a destruir la red cristalina del zinc. Es el caso del alpinista, que cuando se propone escalar una peña acantilada ha de buscar primero en ella cualquier grieta o saliente para apoyarse. Pero la superficie de las substancias extrapuras no presenta ninguna “grieta”. Y por ello precisamente las substancias extrapuras son muy inertes en el aspecto químico.
Según parece, en estado de pureza ideal las substancias no pueden reaccionar entre sí. Es bien conocido el ejemplo del cloro y el hidrógeno, gases que reaccionan muy enérgicamente entre sí. Si se mezclan a la luz, se produce instantáneamente una fuerte explosión; en la oscuridad, la reacción es algo más lenta. Pero si ambos gases son bien desecados de antemano (haciéndolos pasar repetidas veces a través de pentóxido de fósforo), ya no se combinan en absoluto, ni aun siendo expuestos a la intensa luz solar.
La combinación del cloro con el hidrógeno se produce según la siguiente ecuación:
Pero ¿qué tiene que ver aquí el agua? No se la ve ni a la derecha ni a la izquierda del signo de igualdad. Y no obstante, la reacción no se produce sin agua. Por lo visto, la alteración de la homogeneidad química desempeña también aquí un papel de importancia.
No es casual que nos hayamos explayado tanto sobre las propiedades de las substancias extrapuras, ya que esta cuestión va siendo destacada más y más cada día a las avanzadillas de la Ciencia y de la Técnica.
Además, la presencia de impurezas ínfimas desempeña un papel colosal no sólo en la Química, sino también en muchas otras ciencias.
Y ahora precisamente será oportuno volver a las historietas narrarlas al principio del presente capítulo, y que, a primera vista, pudieron parecer fuera de lugar. Nos referimos a la del monje curandero Jonás y del periodista de Kíev Nikolai Karlishev.
Empezaremos por decir que el agua milagrosa no fue ninguna invención del monje Jonás, el cual, dicho sea de paso, resultó ser un picaro dé tomo y lomo. Ya en los tiempos antiguos, en los monasterios vendían como “agua bendita” un agua que se tenía cierto tiempo en alguna vasija contenedora de monedas de plata u otros objetos de dicho metal.
El agua, al cabo del tiempo, acaba disolviendo algo de plata: una milmillonésima de gramo por litro. ¡Eso es muy poco, poquísimo! Para aislar de tal disolución un gramo de plata, se necesitarían mil millones de litros de la misma. ¡Mil millones de litros, un millón de toneladas de agua!
Empero, esa pequeñísima cantidad de plata basta ya para destruir muchas bacterias. Por cierto que esta propiedad de la plata fue aprovechada inconscientemente ya en tiempos remotos. De ahí que en la antigüedad se estimasen tanto las vasijas de plata: los alimentos condimentados en ellas se distinguen ventajosamente de todos los demás. Esa es la razón de que al preparar el medicamento bien conocido ahora en farmacia con el nombre de “agua de plata”, lo que menos pensaba el monje Jonás era implorar al “verbo divino”, y si en algo confiaba, era en el contenido de la bolsa de sus crédulos pacientes.
Estamos hablando de milmillonésimas y diezmilmillonésimas. Conociendo por propia experiencia la difícil que resulta imaginarse lo que pueden ser estas magnitudes tan pequeñas en su aspecto físico, “material”, nos permitiremos hacer una comparación. Veamos, para empezar, lo que es una milmillonésima de gramo.
Supongamos que hemos logrado repartir equitativamente un terrón de azúcar de 10 gramos de peso entre todos los habitantes de nuestro Planeta. ¿Cuánto le habrá tocado a cada uno? Algunos lectores, encogiéndose de hombros, dirán que tal vez tres o cuatro moléculas, o incluso menos aún. Aunque, por otra parte, eso lo dirían, seguramente, muy pocos, ya que es bien sabido que la Tierra tiene unos tres mil millones de habitantes. Dividiendo el peso del terrón de azúcar por este número, obtendremos 4·10–9 (cuatro milmillonésimas de gramo), es decir, cuatro veces más que la cantidad de plata contenida en un litro de “agua de plata”.
Y no obstante, los químicos hallaron el modo de descubrir hasta cantidades tan insignificantes de dicho metal. En una de sus asambleas hicieron el experimento siguiente. Llenaron un vaso con agua y la agitaron unos minutos con una cucharilla de plata. Después añadieron unas gotas de un reactivo orgánico especial. El agua enrojeció inmediatamente. El mismo reactivo, añadido al agua que no había estado en contacto con la cucharilla de plata, no producía ninguna coloración.
Ejemplos más asombrosos aún de los efectos de las cantidades ínfimas de substancias nos los proporciona la Biología.
Está ya demostrado que en el crecimiento de las células vegetales interviene de un modo activo la substancia llamada auxina. La auxina inyectada al tallo de una planta origina un crecimiento tan intenso de las células en el lugar de la inyección, que el tallo incluso se encorva.
Se considera unidad auxínica a la cantidad de auxina capaz de producir una desviación de diez grados en el tallo de una planta de avena. Dicha unidad equivale a 2·10–11 gramos, es decir, a dos cienmilmillonésimas de gramo. Esa magnitud es ya infinitamente pequeña…
Aunque, por otra parte, no hay necesidad de recurrir a la auxina. Nuestro propio olfato nos proporciona ejemplos de detección de cantidades ínfimas de substancias.
Muchos habrán notado el olor que despide el gas empleado en las cocinas. Ese gas es metano, y cualquier químico afirmará que el metano es inodoro. El olor que percibimos al abrir una llave en la cocina de gas es debido a la presencia de otra substancia llamada iso-amil-mercaptano. que se mezcla especialmente al metano para que se puedan advertir los escapes. Pues bien, la presencia de dicho mercaptano en el aire puede ser percibida incluso cuando la relación es de una parte de mercaptano por cinco mil millones de partes de aire. Es decir, que si en Kíev, por ejemplo, alguien dejara escapar casualmente a la atmósfera cien metros cúbicos de dicho mercaptano, al cabo de unas horas habría tal olor en las calles de Moscú, que los transeúntes se preguntarían, perplejos, de dónde se escapaba gas y por qué no tomaban medidas los equipos de reparaciones.
Reduciendo esas cantidades a gramos, resultará que nuestro olfato puede detectar 2·10–12 gramos de substancia. O lo que es lo mismo, dos billonésimas de gramo. ¡Una sensibilidad muy superior a la de cualquier reactivo químico! Estos ejemplos nos muestran palmariamente que el mundo de las cantidades ínfimas de substancias desempeña un papel colosal en la determinación de las propiedades de las grandes masas de otras substancias. Hemos aducido muchos ejemplos de cómo unos cuantos átomos de impurezas por miles de millones de átomos de la substancia básica modifican por completo las propiedades de ésta. ¡Los liliputienses vencen a Gulliver!
Todo lo expuesto acerca de las substancias extrapuras resultaría incompleto si lo tratáramos con más detalles del aspecto práctico del problema.
Ha llegado el momento de que recordemos otra vez al lector el relato acerca del “negociante” Eugene O’Winstern.
En rigor, después de todo lo expuesto, el lector comprenderá ya la causa de que la columna de Delhi lleve miles de años en un clima tan caluroso y húmedo sin ser atacada por la corrosión. Los análisis del profesor Holl fueron ciertísimos: la columna de Delhi es de hierro absolutamente puro. Y en ese hierro, como ya sabemos, no hace mella la corrosión.
El enigma es otro: ¿cómo fue posible obtener hace tantos cientos de años una cantidad tan grande de hierro purísimo, cuando la obtención de un solo gramo del mismo en los laboratorios actuales se considera una tarea de extraordinaria dificultad? Sobra fundamento para suponer que el hierro de la columna de Delhi es de procedencia meteorítica. Lo más probable es que en tiempos lejanos cayera a la Tierra un meteorito constituido por hierro de pureza absoluta.
Pero lo que a nosotros nos debe interesar aquí es otro aspecto muy diferente del problema.
Según es sabido, la corrosión es uno de los peores males. Se ha trabajado para extraer el mineral, fundir el metal, vaciar los moldes y mecanizar diversas piezas. Mas tan pronto como la máquina está acabada, empieza a acecharla un enemigo pérfido e inexorable: la corrosión. Y al menor descuido, el objeto queda inutilizado.
Unos 30 millones de toneladas de hierro se convierten cada año en pardas montañas de herrumbre, y eso que contra la corrosión se libra una lucha continua, y no del todo ineficaz. Pero, a pesar de todo, las pérdidas son todavía demasiado grandes.
Resulta que uno de los métodos más eficaces contra la corrosión puede ser la fabricación de objetos y piezas utilizando metales de absoluta pureza. Hoy ya se fabrican recipientes de hierro químicamente puro, en los que se realizan reacciones químicas que dan origen a substancias muy corrosivas. Y el zinc se emplea hoy para la fabricación de piezas de automóvil.
Otro importante campo para la aplicación de los metales purísimos es el transporte de energía eléctrica a grandes distancias. Según es sabido, la circunstancia de más peso entre las que nos obligan a renunciar por ahora a la proyección de lineas de transporte de energía eléctrica a muy largas distancias, son las considerables pérdidas de la misma al pasar por los cables. Esas pérdidas son debidas a la resistencia eléctrica de los metales empleados para la fabricación de los cables.
La resistencia específica de la plata es sólo un seis por ciento menor que la del cobre. Y sin embargo, los gobiernos de algunos países han optado por emplear este precioso metal en las líneas de transporte de energía eléctrica más importantes.
Los metales químicamente puros tienen una resistencia eléctrica mucho menor que los mismos metales en el estado de pureza “ordinaria”. Son frecuentes los casos en que la adición de un 9 al numero que expresa la pureza del metal, reduce en decenas de veces la resistencia eléctrica de éste. Los metales puros permitirán aumentar grandemente los recursos de energía eléctrica.
Sería inútil tratar de predecir todos los posibles campos de aplicación de las substancias extrapuras. Por ejemplo, se ha establecido que las lámparas de incandescencia con filamentos de wolframio extrapuro tienen un período de servicio decenas de veces mayor que el de las ordinarias. Y noticias como ésta nos llegan de continuo, en cada libro nuevo y en todos los números de las revistas científicas.
…Tal es la historia de la ascensión a uno de los picos más altos de la Química contemporánea, el pico de las substancias extrapuras. Verdad es que en esta zona de la Química abundan mucho todavía las regiones inexploradas, con cimas aún más altas e inaccesibles por ahora. Pero ya se están preparando los grupos de asalto.
Y se crean las teorías que constituirán el equipo científico del químico. Ya se ha iniciado la exploración de los accesos a la solución de todos los problemas que con tanta profusión se nos han planteado en el presente capítulo.