En las inmensidades de la Antártida química

El “mapa” de la Química

Hablemos ahora de lo romántico, del carácter romántico de lo desconocido, del romanticismo que todo descubrimiento entraña.

Parte una expedición de geógrafos… La imaginación pinta en el acto manchas blancas en el mapa, cumbres ignotas de sierras, misteriosas tribus de aborígenes, animales rapaces, peligros y aventuras, aventuras, aventuras…

Unos botánicos van a emprender una expedición. Pasan minuciosa revista a su complicado equipo. Cada hierbecilla y cada flor habrán de ser observadas con todo detalle al microscopio y descritas con la escrupulosa meticulosidad de un experto notario. Les espera el descubrimiento de nuevas plantas, hierbas medicinales, árboles ignorados.

Preparan también su partida unos inquietos geólogos. ¡No es precisamente un viaje de recreo lo que les espera! Días enteros, y puede que meses, tendrán que marchar por caminos desconocidos, senderos no hollados e incluso a campo traviesa, en busca de yacimientos de minerales. ¿Cómo no envidiar a los geólogos, si aun el diario que lleva toda expedición, en el que sólo se anotan datos escuetos sobre la marcha del trabajo del grupo, es leído a veces con más interés que una novela de aventuras?

Preparan también su equipo unos oceanógrafos. Les sobran motivos para estar más reconcentrados y preocupados que nadie, pues ellos investigan las profundidades marinas. Y cada cual abriga la secreta esperanza de sacar del fondo del océano un monstruo insólito. Y los abismos oceánicos ocultan todavía muchas cosas inesperadas…

Hay ramas de la Ciencia que exigen de los que se dedican a ellas la superación cotidiana de grandes dificultades, saber concentrar toda la voluntad y todas las facultades, saber vencer con intrepidez todos los obstáculos, tanto si se trata de una cumbre inaccesible como de la maleza de las selvas tropicales.

No dudamos que, de citar aquí a los químicos, muchos lo tomarían a broma.

“¡Vaya unos remánticos! —exclamarían, riéndose—. Se pasan el día en sus laboratorios, y al salir del trabajo se embozan con la bufanda, para no pillar un resfriado por casualidad”.

Pero hablemos en serio. Hablemos del romanticismo de las investigaciones químicas.

Los químicos no envidiamos a los geógrafos. De seguro que en los mapas ya no quedan manchas blancas. Incluso las cordilleras de la remota Antártida han sido llevadas a los mapas por los infatigables exploradores. ¿Es que puede haber, acaso, lugares inaccesibles en nuestro Planeta, si a cualquier punto de él se puede ir volando en quince o veinte horas, a veinticuatro a lo sumo? Por supuesto, hay regiones que requieren un estudio más detallado. ¡Pero manchas blancas no quedan ya!

Ni que decir tiene que el trabajo de los botánicos es muy interesante. Pero, ¿pueden ellos esperar muchos descubrimientos más? La Ciencia conoce miles y miles de plantas. Y en nuestra época, el descubrimiento de cualquier vegetal es un suceso de extraordinaria importancia. Han sido editados voluminosos y completísimos atlas con la representación de todas las plantas conocidas y la descripción de sus propiedades. En esos “mapas” tampoco quedan ya manchas blancas.

Casi lo mismo podríamos decir de los geólogos y aun de los oceanógrafos (pues ya ha sido hallado el lugar más profundo del océano). Mas ¿para qué habríamos de agraviar a esas profesiones? Al contrario, todas ellas merecen un profundo respecto. Y debemos consignar en el acto, que los químicos pueden hablar “en pie igualdad” con los geógrafos, botánicos y geólogos, así como con los representantes de otras profesiones sin duda alguna “románticas”. En el “mapa” de la Química hay muchísimas manchas blancas más que en los “mapas” de la Geografía, la Botánica, la Oceanografía y demás ciencias “románticas”.

“Usted dispense, pero ¿qué mapa puede tener la Química?” puede preguntar el lector. Pues resulta que tal mapa existe; sin él sería imposible avanzar por los tortuosos y accidentados caminos de la Química contemporánea. Ese “mapa” es el Sistema periódico de Mendeleiev. Y por el número de manchas blancas supera en mucho a cualquier mapa de nuestro Planeta, aun al más detallado.

Para los geógrafos, los tiempos de los viajes al azar, que se emprendían según el principio de “quizás encontremos algo, tal vez tropecemos con algo interesante”, terminaron hace ya cuatro siglos. Para entonces los hombres sabían orientarse ya, mejor o peor, en sus viajes por el Planeta, y conocían la situación de los principales continentes y mares. En la Química todo ha sido distinto. Hasta hace un centenario los científicos “viajaron” por ella sin ningún mapa.

…Sólo al ver las páginas, todavía bien conservadas, de la revista en que Mendeleiev publicó su primer artículo sobre el Sistema periódico de los elementos —uno de los descubrimientos más geniales de la historia de la humanidad—, se da cuenta uno de que dicho descubrimiento, en realidad, es bastante reciente. Efectivamente, noventa años son un plazo bien corto, que lo parecerá más todavía si se tiene en cuenta todo lo que esos años han reportado a la Química.

No obstante, la sensación de “antigüedad” de la Ley de Mendeleiev es inherente, de seguro, a cada químico. Y eso es natural, ya que casi todas las generalizaciones más importantes de la Química fueron formuladas después del descubrimiento de la Ley periódica. Y es que sencillamente no se podía hacer antes. Pues sólo en virtud de esa Ley obtuvieron los químicos, al igual que los geógrafos, “su mapa”.

Juzgue por sí mismo: ¿podría un capitán de barco, aunque se tratara del más temerario de los capitanes, hacer sin carta la travesía de Murmansk, pongamos por caso, a San Francisco? Pues los químicos, antes del descubrimiento de Mendeleiev, se hallaban en una situación más difícil aún que dicho capitán. Además de no tener una carta náutica, no sabían siquiera adonde “poner rumbo”, qué dirección seguir en la experimentación para alcanzar los resultados apetecidos.

En electo, veamos como fueron desarrollándose las concepciones de los químicos sobre su mundo científico.

En la antigüedad ios hombres empleaban sólo compuestos de diecinueve elementos para sus fines prácticos. Y además ese empleo era inconsciente, por así decirlo. Si suponemos, por un instante que a cualquier sabio de la antigua Roma se le pudiera preguntar (expresándose en el lenguaje actual) cuántos elementos químicos conocía, él, arqueando las cejas y contando con los dedos, a duras penas podría enumerar más de seis o siete: oro, cobre, plata, hierro, estaño, plomo y azufre. Y pare Usted de contar. Los demás elementos no se empleaban puros, sino en forma de compuestos, y como es natural, nuestro imaginario interlocutor romano no podía saber nada de ellos. Como vemos, el mundo químico de los hombres antiguos era tan limitado como sus conocimientos del mundo geográfico.

Deplorablemente, el ensanchamiento de las posesiones químicas por el hombre se efectuaba a un ritmo mucho más lento que el desarrollo de la Geografía. En los doce primeros siglos de nuestra era se sumaron a los elementos antedichos, varios más. En total, eran once elementos conocidos. Eso, en los siglos XII–XIII. Y se ha de tener en cuenta que sólo “un poco antes”, en los siglos VIII–IX, era todavía muy popular la “canción-conjuro” alquimística siguiente:

…Siete metales nos dio,

tantos como planetas creó…

Los descubrimientos de nuevos elementos no fueron más frecuentes en el alto medievo. En los albores del siglo XIX, los elementos químicos conocidos por la Ciencia eran 31. En dicho siglo la cosa fue algo más rápida. A mediados del mismo, cualquier científico de relativa erudición podía ya enumerar sesenta elementos químicos.

Así, pues, ya eran sesenta… ¿Pero cuántos debía haber en total? ¿Cien? ¿Dos cientos? ¿O tal vez hubiesen sido descubiertos ya todos? ¿Quién lo podría decir?

La respuesta la dio Mendeleiev. El fue el primero en señalar en el “mapa de (la Química” —el Sistema periódico de los elementos— las “manchas blancas”, es decir, aquellos elementos que no habían sido descubiertos aún. Y ya sabemos que gracias a ese mapa los químicos fueron llenando con paso firme lodos los espacios vacíos de la Tabla de los elementos. Al parecer, no quedaban ya manchas Mancas…

En alguna parte hemos visto un mapa que tenía indicado el grado en que habían sido estudiadas las distintas zonas de nuestro Planeta. Las bien conocidas —por ejemplo, la región de Moscú— eran de color verde oscuro; pero los espacios de este color no abundaban. Las zonas conocidas, pero menos estudiadas, estaban pintadas de verde claro, siendo éste el color de la mayor parte de la tierra emergida. Las regiones poco exploradas eran amarillas, y de esas manchas había muy pocas: únicamente da zona del Himalaya, Groenlandia y las selvas brasileñas.

Y sólo la Antártida presentaba un color blanco, con una estrecha franja amarilla sepenteando a lo (largo de sus costas. Pero de eso hace ya algunos años. Hoy que tíos científicos de muchos países se dedican al estudio de dicho continente —iniciado con arreglo al programa del Año Geofísico Internacional—, la Antártida “ha adquirido el derecho”, por lo menos, al color amarillo.

¿Y si probáramos a iluminar de forma análoga la Tabla de Mendeleiev? El cuadro resultaría muy distinto. En ella ¡no veríamos ninguna mancha verde oscuro. Tampoco (abundarían los espacios verde claro, que corresponderían al oxígeno, azufre, cloro, hierro, silicio, potasio, sodio, plutonio, y … nada más. En cambio, los espacios amarillos serían tantos que, de observar la Tabla desde cierta distancia, nos parecería estar viendo el plumaje de un canario. Sí, sí, la mayor parte de los elementos del Sistema periódico han sido poco estudiados. Más aún, podríamos advertir que no pocos espacios ofrecían un aspecto análogo al de la Antártida en el mapa geográfico, la cual sólo estaba contorneada de color amarillo. Esos espacios son los correspondientes a los elementos poco conocidos.

Aquí será oportuno citar una voluminosa obra de consulta llamada Manual de Gmelin, que da referencias de todos los elementos químicos y sus compuestos inorgánicos. No se trata, ni mucho menos, de una guía, en la acepción ordinaria de la palabra. No lo podríamos llevar en un bolsillo; ni siquiera en la cartera. Y no hay de qué extrañarse, pues consta de un centenar de tomos, cada uno de los cuales está dedicado a un solo elemento. Observando sus lomos, es posible hacerse una idea exacta del grado en que es conocido un elemento u otro. Hay tomos voluminosos, que cuesta un gran esfuerzo sacarlos del estante; otros parecen más bien cuadernos de escolares.

Como vemos, en el “mapa” químico hay más “Antártidas” que en el mapamundi. Sí, los capitanes de las investigaciones químicas tienen adonde dirigir sus navios!

La casa “Sistema periódico”

Así, pues, los elementos químicos conocidos no han sido estudiados por igual, ni mucho menos. Mas ‘tan pronto como decimos esto nos preguntamos: ¿Por qué a algunos elementos se les ha dedicado libros de varios tomos, mientras que los datos relativos a otros ocupan diez o quince líneas en un libro de tamaño corriente? ¿Por qué?

No dudamos de que muchos lectores tendrán ya preparado su “porque…”. Oigámosles.

“Porque los elementos químicos —dirán— fueron descubiertos en distintas épocas. Por supuesto que el hierro, que ya era conocido en tiempos inmemoriales, tiene que estar más estudiado que el hafnio, por ejemplo, cuyo descubrimiento data de unos decenios”.

La respuesta es correcta sólo hasta cierto punto. Si se echa una mirada a una tabla que lleve indicadas las fechas de los descubrimientos de los elementos químicos, se hará evidente la inconsistencia de esa explicación. En efecto, el itrio, por ejemplo, se conocía ya en el siglo XVIII. Y sin embargo, está menos estudiado que el magnesio y el sodio, descubiertos en el siglo XIX. El tántalo fue descubierto once años antes que el yodo: en 1800. Y a pesar de ello, el grado en que están estudiados ambos elementos no tiene ni punto de comparación. Mientras que de las propiedades del yodo y sus compuestos se han escrito una infinidad de libros, 'todos los datos relativos al tántalo pueden ser compilados, en el mejor de los casos, en un pequeño folleto.

En el descanso de una conferencia de químicos celebrada hace unos años, nos llamó la atención la animada conversación que mantenían varios científicos de edad ya avanzada y muy respetados. Quitándose la palabra unos a otros, discutían algo y hacían rápidos cálculos en el envés de los programas de la conferencia. Su conversación no versaba sobre problemas científicos. Trataban de establecer cuántos elementos químicos, en forma de compuestos, habían “visto” cada uno en su vida. La palma, en la singular emulación, le correspondió a un profesor que en diversos períodos de sus actividades había tenido en sus manos compuestos de sesenta elementos. Los símbolos de dichos elementos tachonaban todo el programa, y las caras de (los otros científicos denotaban que ellos consideraban el número más que imponente.

Sesenta elementos… ¡Pero si eso es sólo aligo más de la mitad de los “ladrillitos” del mundo material conocido! ¿Será posible que ni siquiera el que ha dedicado toda su vida a la Química haya visto compuestos de todos los elementos?

Nos vamos acercando a la verdadera causa de que los distintos elementos químicos no hayan sido estudiados por igual.

Resulta que todo depende de la abundancia relativa de los elementos en la corteza terrestre (por corteza terrestre aquí se sobreentiende la litosfera —continentes—, da hidrosfera —océanos, mares y ríos— y la atmósfera —envoltura gaseosa de nuestro Planeta).

Imaginemos una casa de varios pisos, habitada por los elementos químicos, en la que el espacio ocupado por cada uno de ellos sea proporcional a su abundancia en la corteza terrestre.

¿Qué cuadro se ofrecerá a nuestra vista?

Casi la mitad de la casa estará ocupada por ell oxígeno, al que corresponderá el 47,2% de toda la superficie. Tal es precisamente el porcentaje, en peso, del oxígeno en la corteza de la Tierra. Más de una cuarta parte de los apartamentos de nuestra casa imaginaria corresponderá al silicio. Asimismo, la cantidad total de silicio en la corteza terrestre es, en peso, del 27,6%. Así, pues, tres cuartas partes de la casa estarán ocupados por dos “capitalistas”: el oxígeno y el silicio. ¡Y a los demás 89 elementos químicos naturales les tocará sólo la cuarta parte restante!

Mas también esa cuarta parte estará distribuida “injustamente”. El 8,8% del peso de la corteza terrestre corresponde al hierro, y el 3,6%, al calcio. Y sólo hay ocho elementos cuyo porcentaje en la corteza de la Tierra se exprese con unas cifras que (lleven, a la izquierda de la coma, un guarismo mayor que el cero.

81 elementos vivirán en un espacio que constituye el 0,4% de toda la superficie de dicha casa, que podría considerarse algo así como la encarnación de la “injusticia” de la Naíturaleza. En realidad, la mayor parte de los elementos del Sistema periódico se albergarán en la pequeña buhardilla del edificio cuyos pisos estarán ocupados, en lo fundamental, por ocho elementos gigantes.

Así, pues, la causa de que los elementos químicos no hayan sido estudiados por igual es bien sencilla: la distinta abundancia relativa de los mismos en la corteza de la Tierra. Los elementos que más abundan han sido estudiados mejor, y los que son menos cuantiosos lo han sido peor. Eso es todo. El asunto está claro y no vale la pena hablar más de ello.

Ni que decir tiene, la deducción es justa, por supuesto. Justa, pero… dicen que toda la Ciencia consta sobre todo de “peros”. Esto, naturalmente, no es más que una broma. No obstante, nuestro caso tiene también un “pero”.

Observemos con mayor atención la (tabla de la abundancia (relativa de los elementos en la corteza terrestre. Veamos, por ejemplo, el escandio, que es un elemento muy raro. Poquísimos químicos podrán vanagloriarse de haber visto compuesto de escandio. En efecto, la cantidad total del mismo en la corteza terrestre es muy pequeña: seis diezmilésimas de por ciento. Su vecino inmediato en la lista es la plata, otro metal también bastante raro, aunque aparentemente no tanto como el escandio. Esto es evidente, pues todos convendrán en que la plata es un metal con el que tropezamos a menudo en nuestra vida doméstica. De seguro que no encontraríamos un hogar donde no hubiera una cucharilla o por lo menos un pequeño aderezo de dicho metal. Y si vamos a ver, todos tenemos fotografías. Pues bien, el papel fotográfico está recubierto con una emulsión de compuestos de plata.

Y sin embargo, resulta que la cantidad total de plata en la corteza terrestre es de una cienmilésima de por ciento, es decir, que es sesenta veces menor que la del escandio.

El galio sigue siendo hasta hoy uno de los elementos más raros. Sólo en los últimos años han empezado a disponer de compuestos suyos algunos laboratorios químicos (por ahora, muy pocos todavía). Y no obstante, la tabla demuestra irrefutablemente que la cantidad total del mismo en la corteza terrestre es doscientas veces mayor (¡200!) que la del mercurio, metal muy corriente y por todos conocido.

El germanio, elemento semiconductor, se nombra hoy a cada ¡paso. En todas partes se habla y se escribe de la rareza del mismo. Y sin embargo, en la Naturaleza hay veinte veces más germanio que yodo, elemento muy corriente y barato.

De seguro que con estos ejemplos basta. Está ya bien claro que la “rareza” de un elemento y la cantidad total del mismo en la corteza terrestre distan mucho de ser conceptos equivalentes. Una gran importancia tiene también la asequibilidad del elemento en cuestión.

Algunos elementos en la corteza terrestre se hallan concentrados: en menas o en forma de adiciones permanentes a distintos minerales. Otros están diseminados, como si dijéramos, “embadurnando” las rocas. E¡1 estaño y el itrio se hallan contenidos en la corteza terrestre en proporciones aproximadamente iguales. Pero si bien del estaño se conocen yacimientos, en los que se encuentra en forma de mineral (casiterita), él itrio carece de menas propias, hallándose sólo en forma de ínfimas impurezas en los minerales más diversos. Tal es la verdadera causa de que el itrio haya sido mucho menos estudiado que el estaño.

Ahora está claro, que la inmensa mayoría de los elementos químicos se hallan en la corteza de la Tierra en cantidades muy pequeñas. Y para aislar los compuestos de muchos de cilios hay que recurrir a operaciones parecidísimas a las que ya hemos descrito. Así, pues, ¡vuelta a las cifras a la derecha de la coma, vuelta a las magnitudes infinitesimales, vuelta a das búsquedas de lo grande en lo pequeño!…

Un patio excavado

No carecerá de interés el relato de un caso desagradable, sucedido en un Instituto de Investigación, y que afortunadamente tuvo un feliz desenlace.

En todo centro científico hay varias cajas fuertes, donde se guardan (los aparatos de plata y platino, así como los compuestos de oro y de otros metales valiosos. También las había en el Instituto en cuestión. Una de dichas cajas era mirada con profundo respeto por el personal. ¡Y cómo no iba a serlo! En ella se guardaba una cuarta parte de gramo de radio: una cantidad enorme, teniendo en cuenta la rareza de ese elemento.

A todos los que se interesaban, se les explicaba de buen grado que el radio no se ¡hallaba en estado metálico, sino en forma de nitrato, disuelto en una determinada cantidad de agua. La disolución, por supuesto, estaba en un grueso recipiente de plomo, metal que absorbe las radiaciones. El radio era muy necesario para llevar a cabo ciertos trabajos, y los investigadores del Instituto se apuntaban en una lista, que guardaba el Jefe del laboratorio, esperando con impaciencia el día en que les sería dado empezar la experimentación.

La desgracia ocurrió cuando el Instituto se trasladaba a un edificio nuevo. Todos estaban poseídos por el trajín del traslado. Embalaban afanosos los aparatos, pillándose con frecuencia los dedos; enderezaban clavos y ayudaban, con escasa destreza, a la brigada de cargadores. Todos deseaban empezar cuanto antes los experimentos en el nuevo edificio.

Sólo en ese desbarajuste puede hallarse la explicación (¡aunque no la disculpa!) de que el Jefe del laboratorio saliera del aposento dejando abierta la caja fuerte. Bueno, él salió “para volver al instante”. Pero el instante se alargó diez minutos. Los cuales basta ron para que…

Entró a la habitación uno de los mozos de carga. Ya habían sacado de ella casi todos los cajones. Sólo quedaban todavía en un rincón dos bultos muy grandes, imposibles de levantar sin la ayuda de otro. Para no perder tiempo, nuestro hombre decidió bajar el cilindro metálico que se veía por la puerta abierta de la caja fuerte. El cilindro resultó bastante pesado, y dentro de él se movía algo. Desenroscó el mozo el tapón y vio que contenía un líquido. “Seguro que es alcohol”, pensó. Pero aquello no olía a nada, y a juzgar por las apariencias —en esas cuestiones él discernía estupendamente, tenía un buen ojo—, debía ser agua.

Cuando el Jefe del laboratorio se imaginaba después lo sucedido en los treinta segundos siguientes, entornaba los ojos y se estremecía como si le estuvieran echando por el cuello un chorro de agua helada. En aquel medio minuto, el mozo había adoptado una decisión: se acercó a la ventana, vació en el patio del Instituto el contenido del cilindro. Después, volvió a enroscar la tapa, bajó con toda tranquilidad el cilindro a la calle y lo cargó en un camión.

Media hora después juraría y perjuraría el hombre que jamás había oído hablar de ningún radio, y que en aquel desdichado momento estaba segurísimo de no tirar más que agua.

Dos días después llegaron al patio del Instituto unas máquinas excavadoras. Toda la tierra fue cargada en volquetes y llevada a una planta para el beneficio de minerales de radio. Los dirigentes de los insólitos “trabajos de salvamento” tenían en mucho cada partícula de la arcillosa tierra que un poco antes formaba el patio del Instituto.

El radio fue extraído felizmente de la tierra y devuelto al Instituto. No creemos necesario decir que el cuidado del valioso metal no se le volvió a encomendar al distraído jefe de laboratorio, sino que se responsabilizó de él a otro científico.

Tal vez este caso contribuya a que el lector se imagine, hasta cierto punto, las dificultades con que tropiezan los investigadores científicos de la industria dedicados a la obtención de elementos raros.

El radio es uno de los metales más raros; tan raro, que el terreno de un enorme patio que estuvo impregnado de una disolución que no contenía más que un cuarto de gramo de una sal suya, podía considerarse muy rico en radio. Las menas de las que se obtiene, lo contienen en proporciones mucho menores.

Pero hay elementos que no van muy a la zaga del radio en cuanto a rareza, que a ese respecto es el campeón. Por ejemplo, el renio. Posteriormente hablaremos con más detalle de este metal, que cada día va entrando con paso más firme en la técnica contemporánea. Para obtener un kilogramo de renio de las menas más ricas en él, hay que beneficiar una cantidad de mineral tal, que se necesitarían ¡seiscientos vagones para su transporte!

El galio se obtiene ahora —en escala industrial— de las cenizas de ciertas clases de hulla. Si dichas cenizas contienen más de dos milésimas de por ciento de galio —¡veinte gramos por tonelada!—, son consideradas ya una excelente materia prima.

Casi lo mismo se puede afirmar de todos los demás elementos a los que la Naturaleza concedió sólo un pequeño y destartalado desván en la casa de los elementos químicos, es decir, en la corteza terrestre.

Puede que alguien, al leer esto, diga:

“A pesar de todo, no hay por qué enojarse con la Naturaleza. Si los elementos raros son tan escasos, allá ellos. Nosotros podemos arreglarmos muy bien con los que la Naturaleza nos ha concedido en abundancia”.

Pero tal conclusión sería errónea, ante todo porque los elementos raros —y por ello poco estudiados—, entrañan sorpresas que podrían admirar incluso a los escritores de ficción científica, dotados de gran fantasía.

En este capítulo hablaremos de lo que la investigación minuciosa de las propiedades de algunos elementos químicos poco estudiados antes, ha aportado a la Ciencia y la Técnica. Esos elementos nos servirán de base para hacernos una idea clara de lo que prometen a la Ciencia y la Técnica las expediciones a los espacios inmensos y casi inexplorados de la “Antártida química”.

No vale la pena de que en cada caso particular describamos los métodos empleados para la separación de los compuestos de un elemento raro u otro. Todos ellos se asemejan mucho a los que ya hemos descrito. Mucho más importante es conocer las propiedades de dichos elementos y las aplicaciones que tienen, o las que tendrán, en un futuro inmediato.

El mas lígero

Si tuviéramos que filmar una película de dibujos animados y divulgación científica sobre los elementos químicos, idearíamos sin falta una historieta cómica e instructiva acerca de cómo los elementos químicos organizarían una competencia deportiva. Veríamos en ella cómo “competía” con otros elementos el activísimo flúor.

Muchas escenas divertidas nos brindarían los gases inertes, desmañados perezosos. El pequeño y vivaracho hidrógeno andaría por el campo como un torbellino. Se desharía en pesadas lágrimas el mercurio, impenitente llorón. El uranio, peso pesado, andaría con paso firme.

Y es casi seguro que el primer puesto, por el número de “records” establecidos, lo ocuparía el litio. Este metal es el de menor peso atómico entre todos los conocidos. Más aún; en todo el Sistema periódico no hay más que dos elementos con menor peso atómico que él: los gases hidrógeno y helio. El segundo “record” del litio es su densidad: 15 veces menor que la del hierro y dos veces menor que la de la madera. Los barcos construidos con litio tendrían una capacidad de carga extraordinaria… si dicho metal no se combinara vigorosamente con el agua. Un automóvil de litio podría ser levantado sin esfuerzo por dos niños, si el metal no se combinase enérgicamente con el oxígeno y el nitrógeno del aire.

Otro “laurel” del litio es la colosal diferencia —casi 1.200°C— entre sus puntos de fusión y ebullición. Compare Usted esta cifra con la correspondiente del agua, que como sabemos es 100°C. En cuarto lugar, el litio presenta una tendencia fenomenal a combinarse con muchos elementos, incluso con el “altivo” nitrógeno. En quinto lugar… Aunque con lo enumerado basta para reconocerle al litio el derecho a ocupar, entre los demás elementos del Sistema periódico, un puesto relevante en todos los aspectos.

Por ello nos parece más modesto aún el papel que el litio y sus compuestos han desempeñado en la industria hasta hace poco tiempo. La causa residía en que las propiedades de este metal raro no habían sido suficientemente estudiadas. Pero hoy el litio puede considerarse ya recompensado con creces.

Nadie ha tratado de calcular, por supuesto, cuál es el compuesto químico del que más se escribe en las revistas científicas de nuestros días. Además, ¿qué utilidad podría tener tan fatigoso y laborioso cálculo? Pero si se hubiese llegado a realizar, no cabe duda de que el primer puesto habría correspondido al hidruro de litio[9].

Hace ya mucho tiempo se sabe que el litio puede combinarse con el hidrógeno para formar un compuesto denominado hidruro de litio. Este compuesto es interesante por la razón de que un kilogramo del mismo “contiene” poco menos de mil quinientos litros de hidrógeno. El hidrógeno se desprende fácilmente al introducir el hidruro ¡en el agua. ¿Pero quién podría figurarse hace unos años que el hidruro de litio llegaría a ser uno de los explosivos más potentes que jamás conocieran los hombres? Y desde luego, nadie hubiera podido predecir que por medio de ese compuesto los científicos podrían llevar a cabo, en la Tierra, procesos que hasta entonces sólo se habían producido espontáneamente en el Sol.

Hablando con propiedad, no se trata del mismo hidruro, sino del deuteriuro de litio: es decir, del compuesto binario del litio con un isótopo pesado del hidrógeno, el deuterio. Pero desde el punto de vista químico, entre esas dos substancias no hay diferencia alguna. El deuteriuro de litio es la base de la carga explosiva de las llamadas bombas de hidrógeno. Al funcionar un detonador de uranio o plutonio, se desarrolla una temperatura muy alta, bajo cuyos efectos comienza una reacción nuclear, en la que el litio y el deuterio se combinan entre sí, para formar helio. Durante este proceso se desprende una cantidad colosal de energía.

Semejante reacción —es decir, la transmutación del hidrógeno en helio—, es la fuente de la energía del Sol. En dicho astro cada secundo se produce la transformación de 570 millones de toneladas de hidrógeno en 566 millones de toneladas de helio. Pero las reservas de ¡hidrógeno de nuestro astro diurno —verdadero horno de hidrógeno— son tan enormes, que todavía seguirá funcionando al “régimen” actual durante muchos miles de millones de años.

Empero, el litio ya ha encontrado no pocas aplicaciones “terrenas”. Aquí se ha de citar una nueva rama de la metalurgia: la del litio.

Agregando al magnesio un diez por ciento de litio, se obtiene una aleación más resistente, y lo que es más importante, más ligera que el magnesio. Y se ha de tener en cuenta que éste tiene un peso específico muy pequeño en comparación con la mayoría de los demás metales. La adición de insignificantes cantidades de litio a distintas aleaciones confiere con frecuencia a éstas unas propiedades totalmente distintas.

Así, por ejemplo, el “esclerón”, aleación muy conocida a base de aluminio, contiene sólo el 0,1% de litio. Pero sin esa décima de por ciento perdería su resistencia mecánica y su dureza, es decir, las propiedades que le han dado su merecida fama.

Debido a su pequeño peso específico y a su resistencia a las temperaturas elevadas, las aleaciones de litio y aluminio llegarán a ser el material básico en la construcción de aviones que deban volar a velocidades mucho mayores que la del sonido.

En los últimos tiempos se han publicado interesantes investigaciones sobre la aplicación del litio como combustible. Si se inyecta litio pulverizado en un chorro de aire u oxígeno, se produce una combustión que desprende cantidades enormes de calor.

Los cálculos demuestran que la combustión de un solo kilogramo de litio es capaz de rendir la misma cantidad de calor que cuatro mil toneladas de carbón mineral.

Según se ha establecido, las sales de litio de los ácidos esteárico y palmítico son lubricantes magníficos, que conservan sus propiedades en el intervalo de -50° a +150°C.

Se podrían citar muchas más ramas de la técnica y la industria en las que el litio ha encontrado ya aplicación.

Empero, todavía son más las que esperan el empleo de ese admirable metal. De ahí que el litio es llamado, y con toda la razón, metal del futuro.

Por cierto que todos los metales de que se hablará a continuación son, en mayor o menor grado, metales del futuro, como podrá verse en el ejemplo del “protagonista” del capítulo siguiente.

El metal de las joyas

Nadie podría explicar qué movió al científico francés Vauquelin, en una época tan agitada para Francia como fue el final del siglo XVIII, a dedicarse a la experimentación química. Probablemente fuera el dinero. El honorable monsieur Vauquelin no pensaba hacer dinero por procedimientos deshonrosos. Estaba muy lejos de anhelar tos laureles del conde Saint-Germain, famoso falsificador de brillantes, de cuyas andanzas se hablaba tanto en la corte del último de los Ludovicos. Pero, de dedicarse a la Química, ¿por qué no estudiar las propiedades y la composición de la esmeralda, la admirable piedra preciosa que se puede considerar, si no el rey de todas las joyas, por lo menos un duque entre ellas?

Desgraciadamente, los experimentos relacionados con las esmeraldas hubieron de ser suspendidos al poco tiempo, ya fuera porque los ensayos no dieran resultado, ya porque la señora Vauquelin no viera con buenos ojos las pruebas de su marido con las esmeraldas, que resultaban tan dispendiosas para la familia. No obstante, se obtuvieron algunos resultados. Vauquelin aisló de la esmeralda una masa grisácea, a la que por su gusto dulzón llamó “tierra dulce”, o glucina (de “glykys”, que significa dulce). Por entonces los químicos llamaban “tierras” a la mayor parte de los óxidos. Sucedía eso en 1798.

Veinte años después, sería aislado de la glucina un metal brillante, que recibiría el nombre de glucinio, y al que algo más tarde se propondría llamarlo berilio. Esa fue la denominación que arraigó. Y así apareció un nuevo nombre en la lista de los elementos químicos.

Pero, incluso al cabo de otros cuarenta años las propiedades del berilio seguían tan poco estudiadas, que Mendeleiev vaciló mucho antes de decidirse a colocarlo en un espacio determinado. Y de no ser por la genial intuición del gran químico, el berilio, antes de instalarse en el “departamento” N° 4, hubiera danzado largo tiempo por el Sistema (periódico.

La “biografía” del berilio es de lo más extraordinario. No es menos original su “curriculum vitae”. En éste figura como año de nacimiento el 1798. Y como fecha del comienzo de las actividades laborales, el 1932, pues precisamente ese año se emplearon varias aleaciones suyas en la industria. Pero, a semejanza de Ilyá Muromets, el héroe épico ruso que “se pasó treinta y tres años mano sobre mano” y sólo después de ello desplegó toda su colosal fuerza, el berilio empezó a hacer prodigios en cuanto fue puesto al servicio del hombre.

Sí, la cantidad total de berilio en la corteza terrestre es sólo de unas diezmilésimas de por ciento. Pero esas diezmilésimas merecen que se les dé caza.

La densidad del berilio es algo mayor que la del litio, su vecino inmediato en el Sistema periódico; pero, de todos modos, bastante menor que la de otros muchos metales. De tomar en consideración los metales que, en estado libre, presentan estabilidad frente a la acción del aire, el berilio será el N° 1 en la lista. A pesar de quedar, en cuanto a resistencia mecánica, por debajo del acero, la diferencia existente entre las densidades de ambos metales es tan enorme, que cualquier estructura de berilio sería mucho más resistente que otra de acero de igual peso.

Según es sabido, la preocupación mayor de todos los proyectistas de aviones es cómo reducir el peso de las piezas de los aparatos. A veces se pasan meses enteros resolviendo el torturante problema de cómo disminuir el peso del avión aunque no sea más que en varios kilogramos. Y esos kilogramos tienen que ir acumulándolos gramo a gramo: de aquí quitan un tornillo, allí idean un acoplamiento especial, allá sustituyen una pieza de metal por otra de plástico, etc.

Dentro de poco, el empleo del berilio librará de tan penosas búsquedas a los proyectistas. Las aleaciones del berilio con el magnesio y aluminio son bastante bien conocidas, y se puede afirmar con toda seguridad que producirán en la industria aeronáutica una revolución como la que hiciera en tiempos pasados el empleo del aluminio. Cálculos bastante simples demuestran que el radio de acción de los aviones construidos a base de aleaciones de berilio es mayor que el de los fabricados de aluminio.

Esa sola propiedad del berilio prueba con toda claridad que debemos ocuparnos con más tesón de los elementos raros, puesto que son fantásticamente prometedores. El que sean escasos en comparación con los elementos gigantes, no implica nada, pues para algo existe la Química. Y los químicos han justificado las esperanzas depositadas en ellos. Han desarrollado ya diversas variantes para la obtención de berilio barato, incluso a partir de la materia prima más pobre.

Aunque, por otra parte, las búsquedas de nuevos métodos para la obtención de berilio y de nuevas fuentes de materias primas se realizan a un ritmo cada vez más rápido. La cuestión es que este metal va conquistando más y más campos de la técnica y de la industria.

He aquí una palabra nueva que hace un decenio no figuraba aún en el diccionario químico ni en el tecnológico: berilización. Pero este sustantivo pronto será tan corriente como “laminado”, “temple” y otros por el estilo. Para la berilización, la pieza de acero, calentada a alta temperatura, se introduce en polvo de berilio. Entonces, una cantidad insignificante de este metal penetra en la capa superficial del acero, con lo que la pieza queda como envuelta por una coraza de aleación de berilio. Sí, una coraza, no he errado al decido, ya que la pieza sometida a tal tratamiento presenta una resistencia mecánica y una dureza mucho más elevadas.

Las piezas berilizadas sirven durante mucho más 'tiempo que las de acero corriente. Lo más interesante es que en la operación se consume muy poco berilio. De trabajar correctamente, con un kilogramo de este metal se pueden berilizar cientos e incluso miles de piezas.

No hay mes en el que no aporten nuevos datos sobre las admirables propiedades de las aleaciones de berilio. Se ha demostrado que con sólo añadir al cobre un dos por ciento de berilio, se obtiene una aleación más dura que el acero inoxidable. La adición de berilio da a las aleaciones otra propiedad importante: resistencia a la “fatiga”. Resulta que las piezas metálicas también pueden fatigarse. El mejor muelle de acero, por ejemplo, no resiste más de un millón de contracciones, mientras que los muelles de bronce al berilio —aleación de berilio y cobre—, son capaces de soportar un número de contracciones 25 veces mayor.

Es bien conocida la buena conductividad eléctrica del cobre. Sin embargo, la adición de una pequeña cantidad de berilio al cobre, la hace mucho mayor. No hace falta explicar cuán valiosa es esa propiedad del berilio para la industria, pues cuánto más elevada sea la conductividad, menores serán las pérdidas de corriente.

El berilio se ha hecho insustituible en radioscopia, en la fabricación de tubos Roentgen. El berilio es, para los rayos X, lo mismo que el cristal más transparente para la luz. Casi todos los metales retienen la radiación Roentgen; el berilio, en cambio, es “transparente” para ella.

Se podría hablar muchísimo más del berilio, metal que ha nacido ahora por segunda vez y para empresas gloriosas.

Quince hermanos gemelos

Si se describiera con detalle la historia del descubrimiento de los quince elementos Situados en un mismo espacio del Sistema periódico de Mendeleiev, saldría un relato tan interesante y dramático como, ipor ejemplo, “La Odisea”, y sin duda algo más largo. Porque las peripecias y aventuras del valiente e ingenioso Ulises no son nada en comparación con las dificultades que tuvieron que arrostrar dos químicos hasta imponer cierto orden entre los números atómicos 57 y 71 del Sistema periódico.

Esos números del Sistema periódico corresponden a metales que se conocen como elementos de las tierras raras. De su nombre ya se infiere que tales elementos son rarísimos. En efecto, hace sólo un decenio, Jos compuestos de dichos elementos apenas aparecían en alguno que otro experimento demostrativo en Química inorgánica. Con la particularidad de que el profesor, al sacar del bolsillo del chaleco un tubo, herméticamente cerrado, conteniendo un polvo de aspecto común —una sal de un tal neodimio o iterbio—, no se lo entregaba a los oyentes para que lo fueran pasando de mano en mano por miedo a que se rompiera, sino que, en lugar de ello empezaba a explicar detalladamente cómo había obtenido la muestra en cuestión.

Aunque sólo se quisiera escribir un resumen de la historia del descubrimiento de los elementos de las tierras raras, saldría un tratado bastante voluminoso. A partir de principios del siglo pasado, decenas de científicos empezaron a trabajar en distintos países para esclarecer el problema de dichos elementos. Incluso un hombre de mente tan preclara como Mendeleiev pasó algunos años sin saber en qué casillas del Sistema (periódico habían de ser incluidos estos metales. Montañas de papel se escribirían y más de una teoría sería rechazada, antes de que se hiciera patente que los quince elementos debían ser situados en una misma casilla.

En efecto, los elementos de las tierras raras presentan mayor parecido entre sí que muchos hermanos gemelos. Son inseparables no sólo en el Sistema (periódico, sino también en la Naturaleza, ya que nunca se les puede encontrar aislados. Pero a los “educadores” de esos elementos gemelos, es decir, a los químicos, tan enternecedora amistad no les hacía mucha gracia, pues les causaba bastantes contratiempos.

Y ello se debía a la asombrosa semejanza existente entre las propiedades de dichos elementos, lo cual dificultaba sobremanera su separación. Mientras no se dispuso de un método experimental para la determinación del número atómico de los elementos, los químicos nunca pudieron estar seguros de que el elemento raro hallado no fuera, en realidad, una mezcla de varios elementos.

Al mirar la tabla de los descubrimientos de los elementos de las tierras raras se advierte, en realidad, un cuadro idéntico al de la fisiparidad de las bacterias. Al principio sólo se conocían dos elementos: el itrio y el cerio. Luego se aclaró que el último contenía otro elemento, al que se llamó lantano y que no conservó durante mucho tiempo su individualidad. Laboriosas investigaciones vinieron a demostrar que lo que se había considerado lantano puro era en realidad una mezcla de lantano y didimio. Pero en vano buscaríamos ahora el didimio en el Sistema ¡periódico, puesto que al cabo de varios años se esclareció que ese elemento era, a su vez, una mezcla de otros dos: del didimio propiamente dicho y de samario. Empero, él “didimio propiamente dicho” no resultó tan “propio”, ya que los meticulosos químicos demostraron que estaba constituido por una mezcla de dos elementos, que recibieron respectivamente los nombres de praseodimio y neodimio. El samario tampoco se quedó atrás, “engendrando” a su vez dos elementos, el gadolinio y el europio.

Un cuadro análogo ofrecía el itrio, que “dio vida”, sucesivamente, a los elementos erbio, terbio, holmio, tulio, disprosio y lutecio.

Ahora ya conocemos bien la causa del asombroso parecido entre los elementos de número atómico del 57 al 71. Igual que en el caso de los elementos de la familia de los actínidos, descrita en el capítulo que trata de los elementos artificiales, los elementos de las tierras raras presentan en sus capas electrónicas periféricas una configuración idéntica.

La difícil separación de los lantánidos es la causa de que sus propiedades fueran muy poco estudiadas hasta los últimos tiempos. La química de dichos elementos era, por así decirlo, un campo sin roturar. Mas bastó que se abrieran los primeros surcos de las investigaciones científicas, para que brotasen con vigor los gérmenes.

Empezaremos diciendo que la propia denominación de “elementos de las tierras raras" resulta cada día más inadecuada, pues el por ciento de estos elementos en la corteza terrestre es muchísimo mayor de lo que antes se creía. A pesar de que la abundancia relativa de los lantánidos es muy pequeña —dieciséis milésimas de por ciento en total—, no por ello deja de superar bastante a ila de muchos otros elementos del Sistema periódico. En todo caso, los químicos, para los cuales el trabajo con magnitudes de seis o siete cifras decimales es hoy algo tan corriente como viajar en tranvía, no consideran ya tan complicada la separación y obtención de compuestos puros de esos elementos gemelos. Aunque, por supuesto, en la mayoría de los casos no se pueda pasar sin los métodos microquímicos. La química de los elementos de las tierras raras es otro ejemplo, y muy vivo por cierto, de cómo el saber descubrir las substancias ocultas tras cifras decimales muy alejadas de la coma ha proporcionado nuevos y excelentes materiales a la técnica. Claro está que algunos lantánidos siguen siendo hasta ahora muy escasos. El lutecio, por ejemplo, es doscientas voces más caro que el oro, y el tulio, 350 veces más. Pero eso obedece más bien a las dificultades que entraña la separación de los mismos, que a su poca abundancia relativa.

El saber adaptarse a cantidades mínimas para estudiar las propiedades de los elementos poco asequibles ha permitido incrementar muchísimo los conocimientos relativos a la química de los metales de las tierras raras durante el decenio último.

Si hace veinte años hasta la compilación más completa de los datos relativos a las propiedades de los lantánidos no hubiera constituido más que un librito con menos de cien páginas, ahora, en cambio, para tal publicación habría que editar una decena de gruesos tomos, todos los cuales estarían repletos de cifras, fórmulas, diagramas…

Correspondientemente ha cambiado también el campo de aplicación de los elementos de las tierras raras (a los cuales ya no podemos seguir llamando “raras”).

La única aplicación de los lantánidos en el curso de casi setenta y cinco años fue la fabricación de una aleación para piedras de encendedores. Pero nadie, ni siquiera los químicos, podía suponer, al encender el cigarrillo con el “caprichoso” encendedor, que cada uno de los metales integrados en la chispeante aleación abriría, por separado, una nueva página en la historia de la metalurgia y de la industria química.

Veamos algunas de esas páginas abiertas al azar, la del tulio, por ejemplo. Por cierto que sería más justo decir “libro” que “página”. Si hace sólo un decenio hasta en los manuales más extensos no se le dedicaban a ese elemento más que unas líneas, y además en (los caracteres más menudos, hoy, en cambio, sobre el tulio se podría escribir todo un libro, y bastante voluminoso.

El isótopo radiactivo artificial del tulio, de peso atómico 170, emite rayos gamma, que son semejantes a los rayos X. Esta frase, que parece copiada de un libro estrictamente científico, entraña en realidad una revolución en un inmenso campo de la técnica y de la medicina: el campo de la radioscopia.

Pocos serán los que no hayan estado, por lo menos una vez en su vida, en un gabinete de rayos X. Ese es, de seguro, el más misterioso de los gabinetes de cualquier policlínica. El médico está oculto en la impenetrable oscuridad. Sólo en un rincón luce una mortecina lámpara roja. La pantalla presenta una extraña fosforescencia verdosa. Y cuando en ella ve usted el esqueleto del individuo que ha entrado delante, se siente embargado por un sentimiento muy comprensible de admiración a la técnica radioscópica. Y esa admiración crecería sin duda alguna si pudiera conocer bien la estructura de los aparatos de rayos X. Aunque es muy dudoso que el profano pueda comprender algo al ver por primera vez los caprichosos entrecruzamientos de cables y tubos electrónicos, de dimensiones aterradoras.

Los rayos X encuentran hoy mucha aplicación, y no sólo en medicina. De ésta no hay ni que hablar. Sin previa exploración radioscópica es imposible la diagnosis acertada de muchas enfermedades. Con igual profusión se emplean los rayos X en la técnica, para la radiografía de piezas metálicas. Esos rayos descubren infaliblemente las piezas defectuosas, es decir, las que ocultan grietas o cavidades invisibles en el examen externo.

Ahora bien, el empleo de los rayos X se ve muy limitado por lo voluminoso de los aparatos. El médico, cuando sale ¡a visitar a un enfermo, lleva un juego de diversos aparatos e instrumentos médicos: estetoscopios, jeringas, aparatos para determinar la presión arterial o la actividad cardíaca, etc.; pero el aparato de rayos X, aun siendo tan importante, no hay quien lo lleve.

Por cierto que lo antedicho se podrá poner pronto, con la conciencia bien tranquila, en tiempo pretérito. Y el “causante” de ello será el tulio, uno de los metales de las tierras raras. Los aparatos Roentgen a base de tulio serán de lo más sencillo: una ampolla con una cantidad casi imponderable de tulio metálico o de cualquiera de sus sales, una pequeña cubierta protectora para preservar de las radiaciones que emita el tulio y una pequeña pantalla para la proyección de la imagen. No sabemos si semejante aparato de rayos X (mejor sería llamarlo ya de rayos de tulio) cabrá en un bolso de señora, pero en un portafolio, sin duda alguna. Por Jo tanto, en un futuro inmediato los aparatos radioscópicos de tulio serán para los médicos instrumentos tan portátiles como los estetoscopios.

¿Habrá que decir que los aparatos radioscópicos de itulio radiactivo resultarán insustituibles también para los que controlan la calidad de las piezas metálicas?

Un futuro igual de brillante le espera al prometio, ese elemento que no ha sido hallado todavía en la Naturaleza y que por ahora se obtiene artificialmente. ¡Ahí sí que hallarán un campo inmenso los escritores de ficción científica! Aunque en eso podemos estar equivocados, porque en lo que vamos a decir sobre el prometio no hay nada de fantástico: existen las actas concisas de los experimentos, existen algunos aparatos, existe la viva fantasía de los científicos; pero no hay nada fantástico.

Las emanaciones radiactivas del prometio (este elemento emite rayos beta) han podido emplearse como fuente de energía. Basta la cantidad más insignificante de prometio para construir una pila de rendimiento energético muy considerable en comparación con sus dimensiones. Por ejemplo, una pila del tamaño de la cabeza de un alfiler puede proporcionar la energía necesaria para hacer funcionar un reloj de pulsera durante cinco años. Actualmente se fabrican audífonos que llevan como fuente de energía una pilla de prometio. Y ha de tenerse en cuenta que uno de los mayores inconvenientes para los que usan audífonos ha sido la necesidad de llevar en el bolsillo pilas eléctricas, que además, deben cambiarse con frecuencia.

Evidentemente, el cálculo de lo que puede rendir una pila de prometio, aunque no sea más grande que un huevo de gallina, es sólo un problema aritmético. El lector puede dar rienda suelta a su imaginación, y dudoso es que se equivoque.

Y si el lector puede fantasear, ¿por qué no hemos de hacerlo también nosotros? (dentro de límites razonables, por supuesto). En cierta ocasión (tuvimos que disertar ante un auditorio juvenil, sobre algunos adelantos de la química contemporánea. Entre otras cosas, hablamos dé las propiedades del prometio. Antes de nosotros había tratado de los maravillosos éxitos de la medicina soviética un doctor muy conocido, especialista en cirugía del corazón. Ai terminar la velada, nos invitó a su casa, y cuando menos lo esperábamos, nos empezó a hacer preguntas sobre el prometio, y en particular sobre las pilas de este elemento. La causa de su gran interés hacia la nueva fuente de energía se evidenció en seguida. Hace muchos años que los médicos de distintos países sueñan con un corazón artificial. No los voluminosos aparatos que hoy se emplean en las operaciones del corazón, sino uno que el enfermo pueda llevar siempre consigo. Por cierto, que ese hombre estaría más sano que muchos de los que tuviesen un corazón normal, ya que el suyo no conocería el cansancio ni dolor alguno.

Empero, todos los “proyectos” de corazones artificiales portátiles no pasan por ahora de lo semifantástico. El quid de la cuestión reside en la fuente de energía. Nuestro corazón ha de realizar un trabajo tan intenso, que al poseedor de una bomba sanguínea artificial, una pila eléctrica de un kilogramo de peso sólo le bastaría para poco más de una hora.

Y ahí es precisamente donde el prometio puede resultar utilísimo. Verdad es que el total del prometio obtenido por ahora en todos los laboratorios del mundo no bastaría, de seguro, para un solo “motor cardíaco”. Pero la historia de la Ciencia brinda muchos ejemplos de metales que. escasísimos al principio, se abarataron en varios años con la velocidad de un tren exprés. En 1839, cuando Mendeíleiev estuvo en Londres, le hicieron el valioso presente de una balanza que tenía un platillo de oro y el otro de… aluminio, metal mucho más precioso todavía, en aquellos tiempos. Pero no habían pasado cincuenta años y eil aluminio era ya un material tan corriente como la madera.

Abrigamos el temor de que después de todo lo relatado, la descripción de las “prosaicas” aplicaciones de los demás elementos de las tierras raras pueda parecer aburrida. Pero se nos puede creer, que no por ello menguará la inmensa importancia que los elementos de las tierras raras van adquiriendo para La economía nacional de año en año.

La adición de lantánidos al hierro colado surte un efecto verdaderamente mágico sobre esa aleación, frágil de ordinario. Los metales de las tierras raras reducen muchísimo la fragilidad de este hierro y elevan en igual grado su resistencia mecánica. El hierro colado, que, según se sabe, es difícil de trabajar, por aleación con elementos de las tierras raras puede incluso mecanizarse en tornos. Con la particularidad de que tales elementos deben adicionarse en cantidades ínfimas: de trescientos gramos a dos kilogramos por tonelada de hierro colado. Y lo más importante es que no se requiere su separación previa: obran perfectamente cuando son adicionados “en montón”.

Los últimos años han demostrado que con los elementos de las tierras raras se pueden fabricar vidrios de alta calidad, que se emplean para lentes de telescopio, portillas de batisferas para inmersiones a grandes profundidades y ipara la conservación de productos de pureza muy elevada.

El interés de los investigadores hacia los elementos gemelos es tan grande, que virtualmente cada mes se registran nuevos e importantes descubrimientos en ese campo. No hace mucho, fueron descritas unas propiedades insólitas del gadolinio. Resulta que puede emplearse con éxito para la obtención de temperaturas cercanas al cero absoluto. Para ello, se coloca sulfato o cloruro de gadolinio bajo una atmósfera de gas inerte y se somete a la acción de un campo magnético, con lo que la sal de gadolinio se calienta y cede su calor al gas. Luego se extrae el gas y se suspende la acción del campo magnético. Entonces el gadolinio se enfría considerablemente, en comparación con su t°mperatura inicial.

Repitiendo muchas veces la operación, los investigadores obtuvieron una temperatura sólo dos diezmilésimas de grado mayor que el cero absoluto.

Hace cien años, la existencia de algunos lantánidos se conocía, mejor dicho, se suponía. Sin embargo, la separación de sus compuestos en estado de pureza no era posible. Sesenta y cinco años atrás —en la linde de los dos siglos— se expusieron muestras de algunos lantánidos puros en la exposición internacional de París, lo cual evidenciaba los grandiosos adelantos de la Química. Hace diez años la separación de los elementos de las tierras raras era considerada una labor dificilísima. Hoy se pueden obtener preparados puros de lantánidos en un laboratorio ordinario. Y lo puede hacer cualquier persona auxiliar de laboratorio, guiándose por trabajos bien conocidos sobre la materia y que figuran en libros de texto para la enseñanza superior.

Así alteró el hombre, por primera vez en la historia geológica de nuestro Planeta, la conmovedora hermandad de los elementos de las tierras raras, destruyendo la unida familia de los elementos gemelos.

Una vieja revista humorística publicó en uno de sus números una caricatura. Una decena de barbudos, en los que se apreciaba bien el parecido con eminentes sabios rusos de aquella época, habían echado el lazo a un caracol en el que se leía “La Ciencia”, y tiraban de él para subirlo a un vagón plataforma. Eso quería decir, por lo visto, que el desarrollo de la Ciencia se iba acelerando. No sabemos si un dibujo análogo parecería ingenioso en nuestros tiempos; pero lo que no ofrece ninguna duda es que el vagón de ferrocarril debería ser reemplazado por un cohete cósmico. Lo que hemos relatado sobre los elementos gemelos es la mejor confirmación de ello.

Una milmillonésima de la corteza terrestre

Como es natural, aquí no podremos hablar de todas las regiones de la “Antártida química”, pues son demasiados los elementos que hasta los últimos tiempos fueron inaccesibles para los investigadores y la industria. Pero no podemos pasar por alto algunas de las “manchas blancas”. Más aún, de ellas no se puede hablar breve mente.

Una de esas regiones del mapa químico es la casilla N75 del Sistema periódico, ocupada por el renio, el más “joven” de los elementos en cuanto al año de su descubrimiento. De todos los elementos que se encuentran en la corteza de la Tierra, el último que salió del incógnito fue el renio. Su símbolo (Re) sólo en el 1925 pasó a ocupar en la casilla N75 el lugar del signo de interrogación. En lo sucesivo, el Sistema periódico se iría completando a cuenta de elementos obtenidos por vía artificial.

La causa de que el renio tardara tanto tiempo en ser inscrito como “inquilino permanente” del Sistema periódico fue su extraordinaria rareza. La cantidad total de este elemento en la corteza terrestre constituye una milmillonésima del peso de ésta. Otros metales, tales como el oro y el platino, se hallan contenidos en ella en cantidades cinco veces mayores.

De ahí que quizás ningún otro elemento “trajese tan de cabeza” a los químicos que andaban a la caza de nuevos elementos, como ese metal argentino-mate, y que a primera vista no tiene nada de particular, a no ser su elevada densidad.

El número de exploradores que se dedicaron a la búsqueda del “hombre de las nieves”, no es nada en comparación con el de los investigadores que se consagraron a la búsqueda de dicho elemento.

K. G. Paustovski, en uno de sus ensayos literarios (“El acosamiento de las plantas”), escribió: “La perseverancia de los científicos, según se sabe, es monstruosa, y puede sacar de sus casillas incluso a la persona más serena”. Pues bien, aquí ocurrió todo lo contrario. El enigma del elemento N75 hizo abandonar el campo a más de un investigador, y entre los que a pesar de todo prosiguieron la búsqueda no faltaron los que, tarde o temprano, empezaron a murmurar del intratable y todavía desconocido habitante del apartamento N75.

En 1869 el elemento N75 fue aislado, al parecer, por Guiar, quien le dio el nombre de “uralio”. Pero poco después el químico renunció a sus conclusiones, con lo que eludió la triste suerte del químico Rose, cuya gozosa noticia de haber descubierto el elemento pelopio en 1846 fue refutada por varios investigadores a la vez. La misma suerte corrieron el niponio, descrito en 1906 por Ogawa, el lucio de Barriera, anunciado en 1896, y muchos otros elementos.

Pero a pesar de todo, en uno de los casos, por lo visto no hubo error. El 27 de junio de 1877 el químico ruso S. Kern publicó la noticia de que en las substancias residuales del beneficio del platino había hallado un nuevo elemento, para el que proponía el nombre de “davium”, en homenaje al famoso químico inglés H. Davy. La determinación del peso atómico y de las propiedades del “davium” indicó que dicho elemento debía ocupar en el Sistema periódico el lugar que Mendeleiev había destinado al elemento llamado por él dvimanganeso. Veinte años después, el químico norteamericano Mallet repitió el experimento de Kern, pero no pudo aislar de los residuos del platino el elemento separado por el investigador ruso. Bien porque la mena de platino tuviera otra procedencia, o bien porque Mallet fuera todavía un químico poco experto, lo cierto es que el descubrimiento del “davium” no obtuvo confirmación. Kern no replicó nada: por lo visto había fallecido ya para entonces; y como a los críticos se les da siempre crédito, en la casilla N75 se volvió a entronizar el signo de interrogación.

Sólo después de que la existencia del elemento N75 fuera establecida indiscutiblemente por Noddak, Tacke y Berg, los químicos se darían cuenta de que todas las reacciones del “davium" descritas por Kern eran idénticas a las del renio.

De tal modo, una crítica injusta alejó en cincuenta años la fecha de un descubrimiento tan admirable como es siempre el hallazgo de un nuevo elemento.

Sólo hay cinco elementos químicos naturales que puedan jactarse de llevar en la cifra que expresa su porcentaje en la corteza terrestre más ceros después de la coma que el renio: son el polonio, radón, radio, actinio y protactinio.

El renio tiene sobre todos ellos la ventaja indudable de que hoy se obtiene en escala industrial. Sí, aquel elemento que hace veinte años no se podía hallar ni en la exposición más rica, ahora se obtiene en plantas especiales.

La cuestión es que las propiedades del renio resultaron tan interesantes y prometedoras para la técnica moderna, que los químicos creyeron deber suyo desarrollar los métodos para la obtención de grandes cantidades de este elemento.

El renio es uno de los metales más refractarios. Hoy, que tropezamos con altas temperaturas en muchas ramas de la Ciencia y la Técnica, y sobre todo en la aviación de propulsión a chorro, esa propiedad del renio. tiene un valor extraordinario. Sólo existe un metal que funde a una temperatura más alta que el renio: el wolframio. Pero 3.200°C —punto de fusión del renio— son también una magnitud bastante imponente.

La segunda propiedad valiosa del renio es su inercia química. Con el oxígeno atmosférico no se combina ni siquiera a la temperatura de 1.500°C. Y a temperatura ambiente no se altera en absoluto. Las brillantes plaquitas de renio, de hecho, no se empañan nunca. Es fácil de imaginar la aplicación que hallará este metal en el acabado de automóviles y aviones.

La mayor parte de los ácidos no surten ningún efecto sobre el renio, que conserva su “inmutabilidad” incluso al ponerse en contacto con ácido fluorhídrico caliente, el cual se distingue por su “agresividad”. Por ello, una pequeñísima adición de renio es suficiente para conferir a muchas aleaciones resistencia a la acción de los ácidos. Los aparatos químicos construidos con aleaciones de renio sirven durante un plazo mucho más largo que los fabricados con aleaciones corrientes.

No hay que ser un gran profeta para predecir que el renio desplazará al wolframio en muchas ramas de la técnica en un futuro inmediato. Y la causa reside, fundamentalmente, en que el renio presenta, a temperaturas elevadas, mayor resistencia mecánica que el wolframio. De ahí que, cuando se trata de máquinas muy importantes, las superficies de las piezas sometidas a rozamientos que generan altas temperaturas sean ya hoy recubiertas de renio. A lo dicho se debe añadir que este elemento forma fácilmente excelentes recubrimientos electrolíticos, lo cual es una propiedad valiosísima del mismo.

Así, pues, uno de los campos de aplicación del renio tiene como base el aprovechamiento de sus magníficas propiedades mecánicas y de su inercia química. Empero, el grado de pasividad química del renio en sus reacciones de combinación con muchas substancias es comparable al grado de actividad que presenta en la inducción de reacciones entre otras substancias ajenas a él. En otros términos: ha resultado ser un magnífico catalizador de muchas reacciones químicas importantes. El renio como catalizador: ahí tenemos el segundo gran campo de aplicación de dicho metal del futuro.

Pocos años después del descubrimiento del renio se supo que este metal catalizaba la reacción del dióxido de carbono con el hidrógeno, cuyo producto es el metano. Es difícil sobrestimar la importancia de tal reacción. El metano es un combustible magnífico, de fácil transporte y elevado poder calorífico, que no produce humo ni hollín al arder. Pero lo más importante es que el metano puede servir de materia prima para la obtención de muchísimos productos químicos. En cuanto al dióxido de carbono y al hidrógeno, son subproductos de muchas industrias. La combustión del carbón y el petróleo lanza diariamente a la atmósfera millares de toneladas de dióxido de carbono. El hidrógeno también es un producto secundario, e incluso nocivo, de la obtención de oxígeno y muchos metales por vía electrolítica.

El renio permite convertir con facilidad y sencillez esos deshechos de la producción, en una materia prima valiosísima para la economía nacional. Según se ha aclarado, los óxidos de renio son magníficos agentes catalíticos de un proceso tan importante para la tecnología química como es la oxidación del dióxido de azufre con el oxígeno del aire, reacción en que está basado el proceso de producción del ácido sulfúrico.

Así, pues, está claro que el futuro pertenece al renio. Pero el problema principal en cuanto al empleo cotidiano de este metal en la industria sigue por ahora sin resolver. Es preciso hallar métodos que permitan la extracción rápida y barata del renio, de los minerales que lo contienen. La tarea es difícil, pero su cumplimiento promete tanto a la economía nacional, que el químico dedicado a resolver el problema podrá sentirse orgulloso de la importancia de su trabajo.

La base del siglo atómico

Algún día reunirán a todos los que escriben obras de divulgación científica de la Química y les propondrán escribir un libro sobre cualquiera de los elementos. Uno escribirá sobre el yodo; otro dedicará su obra al hierro; el tercero hablará del sodio. Esos libros serán muy interesantes, porque de cualquier elemento se pueden contar cosas muy instructivas. En cuanto a nosotros, elegiríamos sin vacilar el uranio.

Escribir acerca del uranio sería muy sugestivo debido a que la historia de este elemento deja muy atrás, en cuanto a amenidad, a la descripción de las aventuras del intrépido D’Artagnan y es, sin duda alguna, mucho más instructiva.

Es muy seductora la comparación del uranio con el patito feo que se convirtió en un hermoso cisne; pero resultará pobre, de todos modos, pues el patito feo de Andersen estaba muchísimo más cerca del magnífico cisne, que el uranio del siglo XIX del uranio del siglo XX. Aunque se podría alegar que el uranio ha hecho, en los 150 años subsiguientes a su descubrimiento, una carrera vertiginosa, convirtiéndose, de un elemento cuyas propiedades sólo eran conocidas por científicos muy especializados, en el elemento que centra la atención de todo el mundo. Pero, como se verá más adelante, esta comparación tampoco proyecta mucha luz sobre el estado de cosas.

3·10–4. Tres diezmilésimas de por ciento. Tres gramos por tonelada. Tal es el promedio de la abundancia del uranio en la corteza terrestre. Es decir, dos veces menor que el del samario, tres veces menor que el del gadolinio y diez veces menor que el del estaño. Poco, poquísimo.

Se puede considerar una gran suerte que el químico Klaproth descubriera este elemento en 1789. El “nacimiento” resultó, sin duda alguna, prematuro. Empezó el siglo XIX, transcurrió la mayor parte del mismo, y los científicos seguían sin saber qué hacer con el uranio ni en qué se le podía emplear. Verdad es que se podían encontrar compuestos de ese elemento en los laboratorios de algunos fotógrafos muy meticulosos. En los manuales antiguos se indica que el uranio era empleado a veces en la industria de la cerámica y en la fabricación del pigmento “amarillo de uranio”, pero por lo visto escribían eso porque no podían hablar de ninguna otra aplicación suya. Y es posible que de ese pigmento no se fabricara más que un par de decenas de toneladas en total.

Incluso cuando fue descubierta la radiactividad del uranio, el interés hacia este metal revestía un carácter puramente académico. ¡Cómo se iba a pensar en serio en las aplicaciones de un elemento tan escaso en la corteza terrestre!

El interés por el uranio se acentuó un poco en el siglo XX; verdad es que no por él mismo, sino por el radio, su satélite permanente. La extracción de minerales de uranio se inició con el fin de separar de ellos el radio, por el que los científicos mostraban especial interés en aquella época. Empero, nada hacía presagiar que pronto llegarían tiempos en los que el uranio pasaría a ser el personaje principal de la economía de varios países. Eso sucedió en los años 40, cuando se hizo evidente que el isótopo 235 del uranio y el plutonio obtenido del uranio serían la base de la producción del arma nuclear. De un elemento relegado, el uranio se convirtió en una de las principales materias primas estratégicas.

Por lo general, los elementos radiactivos se encuentran en la corteza terrestre muy diséminados, como “embadurnándola”. Pero en lo que respecta al uranio, la humanidad ha tenido suerte. Este elemento tiene sus minerales, y no muy raros que digamos, aunque ricos tampoco se les puede llamar. Su elaboración con vistas a la separación de compuestos de uranio más o menos puros, incluye unas veinte operaciones muy laboriosas. Mas tratándose del uranio, ningún esfuerzo puede parecer desmedido.

Hay en el Canadá un lago, llamado Gran Lago de los Osos, en cuyas arillas se descubrieron, en tiempos pasados, yacimientos de uranio. Es dudoso que algún periódico de aquella época dedicara entonces a dicho acontecimiento un renglón. Mas en cuanto se esclareció la importancia del uranio para la producción del arma nuclear, los monopolios norteamericanos, atropellándose mutuamente, se precipitaron al Canadá. Los competidores se ponían zancadillas y las compañías se iban a pique una tras otra, aunque inmediatamente surgían otras nuevas, tan hinchadas como sus predecesoras. Las Sociedades para la compra de “trigo” canadiense se constituían por decenas, pero, ni un solo “gramo” salió del Canadá. Lo que inquietaba a todos era sólo el uranio. Y esa lucha, tan característica de la moral capitalista, se hubiera mantenido seguramente durante mucho tiempo, si el Estado, teniendo conciencia de la importancia del problema atómico, no se hubiera adueñado de los yacimientos de uranio.

Mas la fiebre del uranio no llevaba camino de ceder. Hiperbolizando la historia de un irlandés que, mediante un radiómetro de construcción propia, había descubierto un pequeño yacimiento de uranio, algunas compañías empezaron a sacar pingües ganancias de la venta de tales aparatos. Miles de personas se velcaron sobre lejanas montañas y apartadas regiones con la esperanza de hallar uranio. Esa fiebre no se ha calmado hasta el día de hoy. El “virus'’ del uranio ha penetrado incluso en las páginas de revistas científicas serias.

En el ejemplo del uranio se puede ver cuán justificados están los esfuerzos de los químicos por estudiar con todo detalle las propiedades de los elementos poco conocidos. Pues cada uno de los elementos tan poco conocidos hoy, como no hace mucho lo era el uranio, puede llegar a ser la base de descubrimientos importantísimos, capaces de compartir la suerte del uranio, el elemento que estaba predestinado a influir en el desarrollo de la humanidad.


Litio, berilio, lantánidos, renio, uranio… Tales son los metales de los que hemos hablado en el presente capítulo. De algunos elementos no hemos tratado por lo reducido del espacio; de otros, porque por ahora es poquísimo lo que de ellos se puede decir.

Pero los ejemplos aducidos bastan y sobran para persuadirse de que no hay elementos inútiles. Todos los elementos del Sistema periódico, todos sin excepción, deben ser puestos al servicio del Hombre. Y por lo que respecta a aquellos cuyas cantidades en la corteza terrestre son ínfimas, según hemos visto en las páginas de nuestro libro, eso no es un obstáculo para los químicos. Estos con igual éxito extraen los elementos gigantes, que los escondidos por la Naturaleza mucho más allá de la coma de los decimales.

Hemos tratado sólo de uno de los problemas de la Química contemporánea, del problema de lo extrapuro y lo ultrapequeño. Sólo de uno… Pero problemas los hay a centenares. Y cada uno es tan interesante y transcendental como al que hemos dedicado este libro.

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