Primera parte

Undécimo mandamiento:

Si los Diez Mandamientos no han conseguido salvar tu alma, y si persistes en no respetar nada, convéncete de que no vales gran cosa.


Capítulo 1

Es como si la Tierra hubiese dejado de dar vueltas.

Tengo la sensación de estar descomponiéndome con el paso de los minutos, de que cada instante se lleva consigo un jirón de mi ser.

Una calma desesperante aplasta la ciudad. Esto es una balsa de aceite, la gente se dedica a lo suyo, las ancianitas están encantadas de la vida y no hay dramas en la calle.

Para un polizonte dinámico, esto es como estar en dique seco.

Desde que se neutralizó a Dab [1], Argel se siente aliviada. La gente se acuesta tarde, y rara vez se levanta. El Estado Providencia se regodea en el far niente con el mismo desapego que sus gerifaltes. De sol a sol, el pueblo llano se mueve indolente de aquí para allá, hurgándose la nariz y mirando al vacío. Todo el mundo nota que algo terrible se está gestando, pero a nadie le importa un pepino. Los argelinos sólo reaccionamos en función de lo que nos ocurre, jamás en previsión de lo que pueda ocurrir.

Mientras llega o no el diluvio, hacemos carantoñas. Nuestros santos patronos están ojo avizor, nuestras basuras rebosan de vituallas y la crisis económica que se cierne sobre el planeta es, aquí, para nosotros, un simple cometa.

O sea, que esto es jauja.

Ha estado lloviendo durante toda la noche. El viento anduvo desmelenado hasta la madrugada. Luego, el cielo se despejó y un sol digno de Rembrandt se despelotó por encima de los edificios. El invierno no ha acabado de despachar su grisura y ya está aquí el verano, pasando por alto la primavera y todo lo demás. Por las calles desembarradas, las chicas se cruzan por las mentes como estrellas fugaces, con su jubiloso palmito y su trémula grupa. Una auténtica delicia. Si tuviera veinte años menos, me casaría con todas.

Intento dar con una anomalía en la pared para meditar sobre ella. Hace meses que estoy de brazos cruzados. Ni una casa asaltada, ni siquiera un cachorro raptado. Cualquiera diría que Argel se niega a cooperar.

He lamido el fondo de mi taza de café, descifrado, uno a uno, los incontables arabescos que garabateo distraídamente sobre mi papel secante; no hay manera de que se meneen las agujas del reloj de la pared. Son las tres y cuarto y estoy aburrido.

El rais, muy serio dentro del marco dorado que tengo enfrente, me mira con insolencia. Me he levantado mil veces para descolgarlo, y otras tantas he temido desatar la furia divina. Me tranquilizo y me lo tomo con paciencia, en espera de que una próxima revolución nos imponga un dios eólico menos deshidratador.

Y, de pronto, entra Lino atropelladamente en mi cuchitril sin ni siquiera molestarse en llamar:

– Oye, comi, ¿qué te parece? -me pregunta a voces y desfilando como un modelo, encantado con su look.

El teniente va vestido como un príncipe monegasco.

Radiante, deja de contonearse, se planta en pleno centro del despacho y se quita con desparpajo sus gafas imperialistas.

– Hoy estoy como una rosa -me declara.

– Pues para un capullo no está nada mal. Se parte de risa.

Frunce el ceño, me mira de hito en hito.

– ¿No te gusto?

Le enseño mi anillo de boda.

Suelta una risotada, va hacia la puerta vidriera y se contempla en ella. Satisfecho, se pone las gafas, se pasa un dedo suave por la pelambre engominada, con una austera raya en medio, y, para deslumbrarme, me enseña el forro de su chaqueta y recita:

– Pierre Cardin: 8.500. Sin descuento ni remisión. Pantalón Lacoste: 4.500. Camisa Kenzo, pura seda: 2.245. Zapatos Dodoni, ¡auténtico cocodrilo, viejo!: 9.990.

– Ahora comprendo por qué algunas rebeliones acaban por falta de municiones: ¿Lotería o chantaje?

– Tengo la paga y la hucha bajo candado. El dinero haram * no es lo mío, viejo… ¿Cómo me ves?

– Raro.

– Qué aguafiestas eres, jefe. Por cierto, adivina dónde voy a cenar esta noche.

– Ni idea.

– Al Sultanato Azul, lo más selecto de la bahía. Allí te miman tanto el condumio que lo que sobra se añade sin reciclar al menú de las comidas rápidas.

– ¿Seguro que no te ha tocado la lotería?

– ¡Que no! Bueno, es cierto que me ha tocado el gordo, pero se trata de una grata compañía. Estamos citados para dentro de media hora.

– Pues llévate una silla.

Lino me ve venir. Encoge la nariz, ladea los labios y gruñe:

– No la voy a necesitar, comi, no me van a dejar plantado. Esta vez va en serio.

– Entonces debe tratarse de un travesti.

Lo he ofendido.

Se le corta de sopetón el buen rollo y se le ensombrece la reluciente jeta. Desanimado por mi mueca, mete el índice por el cuello de la camisa, la da un tironazo, da media vuelta y se abre.

Pero no se lleva su sombra consigo, pues se acaba de velar la claridad que mecía mi despacho.

Las tres y diecinueve minutos, machaca el mortífero reloj.

Agarro el teléfono y llamo al jefe, en el tercer piso.

Lo coge el inspector Bliss, lo cual me agudiza la crisis de almorranas.

– ¿Qué pasa?

– Comisario Llob al aparato.

El muy cerdo suspira.

Para quienes aún no conocen a Bliss, vaya por delante el aviso: un granuja de mucho cuidado, capaz de robarle un dedo a quien le eche una mano.

– ¿Qué quieres? -masculla.

– ¿Qué puñetas estás haciendo en el despacho del jefe?

– Pues… de jefe.

– Déjate de idioteces y pásame al dire.

– ¿Cómo has llamado al señor director?

Me dan ganas de meter el brazo por el auricular y arrancarle la piel del pescuezo.

– Mira, Llob, yo tengo mucho que hacer. El señor director está de inspección durante dos días. Si tienes un mensaje, suéltalo ya.

– O sea, que también estás sustituyendo al contestador.

Me cuelga en las narices, saltándose mi edad y mis galones. Me lo pienso un par de segundos y me sereno, poniendo al mal tiempo buena cara. Pero paso de quedarme un minuto más en el despacho, y menos con una BMG [2] cubriendo la interinidad.

Ya que el jefe está fuera, recojo mi chaqueta, doy un brinco y me pierdo por ahí, como todo argelino que se precie.


Mi deriva me lleva hasta la librería de Mohand. Deduzco que quizá el azar me esté preparando una sorpresa y decido prestarme a su juego. Monique está colocando una pila de libros en las estanterías. Se tambalea en lo alto de un taburete, con la falda muy subida. De entrada, compruebo que no está dispuesta a cambiar un ápice sus costumbres: sigue empeñada en usar calzoncillos. Carraspeo en mi puño para no desasosegarme. Tanto la entusiasma mi visita que casi se me cae en los brazos. Regresa a tierra firme, me salta al cuello y me suelta un beso capaz de excitar hasta un pedúnculo.

– ¡Hace la tira de tiempo, tú! ¿Qué te trae por aquí?

– El olfato. De toda la vida, las librerías dan cobijo a conciliábulos subversivos. Como últimamente estoy en paro forzoso, he venido a curiosear tras las cortinas.

– ¿Traes una orden de registro?

– ¿Por qué me tendrán siempre que hacer preguntas que no entiendo?

Aunque sea alsaciana por los cuatro costados, Monique tiene un toque familiar normando. Me saca un par de cabezas. Por eso siempre intento no salir en fotos a su lado.

Me aúpa con sus brazos para contemplarme como si fuera un calzón de boxeador, menea de izquierda a derecha la cabeza, me escruta y, ya satisfecha, me felicita:

– Parece que estás en forma.

– Es que me falta fondo.

– Haz el favor, no te pases de gracioso. Por una vez que traes una pinta más aceptable, disfrutemos de ello.

Opto por no aguarle su felicidad e improviso un amago de sonrisa.

Me increpa.

– ¿Te has equivocado de camino?

– Mis lectores opinan que no hay bastantes mujeres en mis novelas.

Me agarra por los hombros, se supone que para entonarme.

– Me estás tomando el pelo, Brahim.

– Me he dejado las tijeras en el despacho.

Monique suelta una carcajada que suena como si un establo al completo estuviese cantando al caer la noche sobre las verdes praderas.

– ¿De verdad de la buena vas a hablar de mí en tu próximo libro?

– Te prometo que se lo comentaré a mi negro.

– Podías haber avisado, me habría peinado un poco.

Conocí a Monique en 1959, en Ighider, donde daba clases de geografía e historia. También su padre era maestro. Tras la guerra y las horrendas oleadas de represalias posteriores, su familia se exilió a Francia. Monique se quedó. Se casó con Mohand, un d'arguez * de las altas montañas amante de los libros. Al parecer, la noche de bodas, mientras los amigos esperaban en el patio que se les enseñara las enaguas manchadas de sangre, ambos tortolitos estuvieron traduciendo poemas de Cabilia hasta el amanecer. Luego, como el aduar se les quedó pequeño para su pasión, se compraron una pequeña librería venida a menos, en Bab El Ued, y desde entonces pasan más tiempo leyendo que haciendo cualquier otra cosa.

– Mohand, mira quién está aquí -suelta Monique hacia la trastienda.

– Sólo conozco a un tipo que apeste tanto -contesta una gangosa voz en off.

Me acerco a Monique y le murmuro:

– Debería desinfectarse el bigote.

Suelta otra de sus carcajadas ancestrales.

No hay nada como la risa de una mujer para quedarse uno como nuevo. Se aparta una cortina y Mohand emerge de su ratonera. Es un hombrecito de cincuenta kilos, impuestos incluidos, con la nariz arrogante y gafas de montura metálica. De no ser porque la naturaleza lo ha agraviado con tan alarmante calvicie, casi darían ganas de adoptarlo.

– Brahim Llob en carne y hueso -dice barriéndome con la mano de arriba abajo-. O sea que ya nos hemos olvidado de los amigotes.

– Ando un tanto olvidadizo.

– Me va a mencionar en su próximo libro -le señala Monique, contoneándose de alegría.

– Eso no va a hacer que mejore el negocio.

Mohand finge estar mosqueado. Sé que me quiere mucho y que se toma muy a mal que no le haga caso. Erudito bilingüe, es en sí mismo una formidable enciclopedia. Ningún autor lo deja indiferente ni se le escapa una novedad. Se sabe de memoria a El Munfaluti, a Confucio, los ensueños de Rousseau y los controvertidos vaticinios de Nostradamus. Antes visitaba con regularidad su librería, y él ponía a mi disposición su tesoro libresco. A él debo el grueso de mis lecturas y buena parte de mis hazañas literarias. De hecho, a él le debo mi amor a una tradición de cada cultura y a una deidad de cada mitología.

– ¿Vienes a renovar tu suscripción?

– Así es. Últimamente ando escaso de inspiración, y me dije que quizá rebuscando entre tus viejos libros me topara con algo plagiable.

Me pone cara larga durante un par de segundos y luego me invita a pasar a la trastienda. Allí hay obras como para mantener vivo el fuego de un ejército de vándalos acampados durante todo un invierno. No tenemos más remedio que andar en fila india para que no se produzca la avalancha. Mohand empuja un minúsculo taburete hacia una fila de libracos de tapas mohosas, aparta una telaraña, busca y rebusca y se baja con un dedo pegado a la sien.

– Yo tenía un Akkad en alguna parte.

– Ve con cuidado, que no soy trapecista -le recuerdo.

– ¿Y qué?

– Que no pongas el listón demasiado alto.

Arquea la ceja y se dirige hacia un stock de novelas empaquetadas en un rincón.

– Esto iba para papel reciclado -me dice indignado-. El hermano de Monique los ha recuperado. ¿Te das cuenta? Hacen papilla miles de obras por falta de compradores cuando basta con regalarlas a una biblioteca del Sur para hacer feliz a una nación.

– Ya te mandan bastantes sacos de arroz.

– En la vida, no todo es comer… Mira, aquí tenemos algo interesante, añade proponiéndome un tocho. A este Rachid Uladj no se le conoce mucho por aquí, pero pronto oiremos hablar de él.

– ¿No es ése el fulano que habla tan mal del FLN?

– Digamos que no es cariñoso con el sistema.

Rechazo el libraco con gesto de asco.

– Te lo puedes quedar. Conozco de sobra a esos pequeños reaccionarios por encargo que de pronto descubren desde la isla San Luis de París que tienen talento, y te aseguro que no es como para empalmarse…

– ¿Qué me estás contando si ni siquiera le has echado una ojeada?

– No hace falta. Conozco el molde del que ha salido.

A Mohand le indigna mi patanería.

No me apeo del burro. En realidad, me limito a amoldarme a los usos de todo escritor local ante el éxito editorial de un congénere, sobre todo si arrasa en Francia. Si algún día yo, Brahim Llob, funcionario incorruptible y genio aséptico, llegara a brillar entre las estrellas del firmamento, seguro que se me trataría de plumífero a sueldo del régimen -sólo por ser madero-, o de chico para todo si los medios de comunicación de ultramar me diesen coba. Así son las cosas en Argelia, y no de otro modo. Experimentamos un placer insano asociando el éxito de los demás con la herejía y la felonía. Ese prejuicio nos produce una comezón a la vez dolorosa y sabrosa, y no renunciaríamos a ella aunque nos tuviésemos que rascar hasta sangrar. ¿Qué le vamos a hacer? Hay gente así: marrullera por su incapacidad para mantenerse erguida, malvada por haber perdido la fe, desgraciada porque es algo que les encanta congénitamente. No hay argelino que pueda recordar haber intentado reconciliarse realmente con nuestra verdad. ¿Y qué salvación se puede prescribir a una nación cuando la élite de sus retoños, la que se supone debería sacudir las conciencias, empieza enmascarando la suya?

Pero bueno…

Tras haber rebuscado un rato, me quedo con un Driss Chraïbi y me apresuro a salir de allí, pues el olor a humedad está empezando a dañar seriamente mi principal instrumento de trabajo.


Mina se ha pintado un poco los labios y se ha puesto un poco de kohol en los ojos. Es su manera de redimirse. Ayer no nos fueron bien las cosas. Por una tontería. Yo estaba de mal humor y me dejé llevar un poco.

Me gratifica con su sonrisa de madona y se adelanta para quitarme la chaqueta. Yo pongo cara de mosqueo. Soy consciente de mi falta de delicadeza, pero es algo que me supera. Cuando era crío, admiraba mucho a mi padre. No recuerdo haberlo visto sonreír. Era un auténtico d'arguez, severo y sempiternamente estreñido. Por menos de nada, volcaba la sopa sobre el regazo de la vieja y luego cogía su garrote. Y mi madre, que se echaba a temblar con sólo oír sus pasos en la calle, lo veneraba doblemente por ello. Así que cuando se le ocurría dar las gracias, para ella es como si estuviese oyendo piar a un ángel del cielo.

Creo que de ahí me viene mi machismo.

Mis dos retoños mayores están en el salón. Murad se ha adormilado, fulminado por el programa de la tele nacional. Ronca con la boca muy abierta y el cuello doblado sobre el brazo del sillón. A su lado, su hermano mayor Mohamed está tumbado sobre la banqueta acolchada, con las manos tras la nuca y la mirada clavada en el techo. Por su pinta me doy cuenta de que está a punto de estallar por dentro. Si por él fuera, recogería sus cuatro trastos y ahuecaría el ala hacia un improbable Jauja.

– ¿Has visto al empresario? -le pregunto.

– Sí -contesta con gesto de asco por tener que volver a manifestar su amargura.

– ¿Te ha atendido mal?

– Ha sido cortés, pero no tenía gran cosa que proponerme.

– ¿Por ejemplo?

– Subalterno.

– Debiste aceptar, mientras encuentras algo mejor.

Se alisa la nariz para no tener que afrontar mi mirada.

– Mira, papá, no me he estado matando para nada durante cuatro años en la universidad. Por favor, que soy diplomado por Benaknún y primero de mi promoción.

Me siento frente a él para captar el fondo de sus pensamientos.

– ¿Te parece que no hago bastante para colocarte, hijo?

– No he dicho eso.

– Pero lo piensas.

– Sé que no es culpa tuya, papá -gruñe alterado-. Lo que me pone enfermo es este país.

– No tienes otro.

Da un respingo para incorporarse y se mira el hueco de las manos. Suelta un suspiro, me deja ahí plantado y se mete en su dormitorio refunfuñando:

– No puedes entenderlo, papá.

Y Mina:

– ¿Qué es lo que no puede entender tu padre? Te prohíbo que le hables en ese tono, ¿me oyes?

Veo la sombra de mi hijo esbozar un gesto de hastío, por el pasillo, antes de desaparecer.

Salim, el pequeño, aparece por el hueco de la puerta con un cuaderno pegado al pecho.

– ¡Ah!, ya has vuelto, viejo. Llevo horas esperándote -añade soltándome el cuaderno sobre las rodillas-. Esta vez, el maestro se ha pasado. Fíjate, nos ha pedido que describamos un oasis. ¿Cuándo he puesto yo los pies en el Sahara? (Se asegura de que su madre no lo está oyendo y me susurra): Vamos a hacer un trato, ¿vale? Me echas una manita y yo te lavo el coche este fin de semana.

– De eso nada. Es tu tema, así que te las apañas solo.

– En ese caso, llévame ahora mismo al desierto. Las redacciones son para mañana.

– Vuelve a tu habitación para acabar tus deberes y deja de darle la lata a tu padre -vuelve a intervenir Mina, superprotectora.

Salim no le da más vueltas. Recoge su cuaderno y se bate en retirada, maldiciendo al cielo por haberle encasquetado unos padres tan egoístas como poco atentos a su desamparo.

Me levanto a mi vez y voy a la cocina para meterme un poco con Nadia. Nadia es mi niña, sólo mía. Con diecinueve años, trae de cabeza a todos los jovenzuelos del barrio. Cierto es que sus zapatos siempre llevan una moda de retraso, que compra sus trapitos en el ropavejero de la esquina, pero le basta con una leve caída de pestañas para robarle el puesto a Cenicienta en una noche de fábula.

Se seca las manos en el delantal para abrazarme.

– ¿Qué nos estás preparando para cenar?

– Judías.

– ¿Y mi sopa de cebollas?

Me señala mi cazuela personal, que cascabelea sobre el fuego.

– ¿Sabes lo que me gustaría? -le susurro.

– No.

– Un pequeño viaje por Taghit, o si no por el Hoggar, solos tú y yo.

– ¿Y mamá?

– Mamá se quedaría en casa. Alguien tendrá que recibir nuestras postales.

Nadia se muere de risa.

Cuando mi hija se ríe me dan ganas de perdonarlo todo. Pero su alegría es tan breve que ni siquiera me da tiempo a inspirarme.

Capítulo 2

– Buenos días, señor comisario.

Pego un bote.

Normal, estaba adormilado, como cada vez que la ciudad ignora que dispone de comisarías y que no es rascándose la barriga como un polizonte puede adquirir experiencia. Pero por mucho que intento llamar la atención del dire sobre la necesidad de improvisar sospechosos y de inventarnos puros montajes para estimular nuestra vigilancia, no hay manera de animarlo.

El inspector Serdj espera en la puerta a que le invite a pasar.

– He acabado el informe -me farfulla para hacerse perdonar que profane, sin previo aviso, mi ascesis.

Le señalo una silla con gesto condescendiente.

Coloca una carpeta de cartón sobre mi mesa y su huesudo trasero sobre el asiento.

Serdj no para de trabajar. Tiene las mejillas tan ahuecadas que se le adhieren a las reservas mentales. Con el pelo blanco y el bigote caído, no es más que un pingo embutido en un traje que daría lástima hasta a un vagabundo.

Le digo, compasivo:

– No tenías por qué tirarte toda la noche con esto.

– Pensé que era urgente.

– No era para tanto.

Humilla la testuz.

Me hundo en mi sillón, acerco la carpeta y ojeo el informe.

Serdj espía mis muecas.

– ¿Algún problema, comisario?

– ¡Hum!

– Si quiere, le puedo dar más cuerpo.

– Tus informes son siempre correctos. El problema está en otra parte.

– ¿Dónde?

Le miro fijamente a los ojos.

– ¿Quién es el destinatario?

– El señor director del Servicio de Inteligencia Argelino…

– ¿Y quién es?

– Pues, un superior.

Niego con la cabeza, como un maestro desconcertado ante la desmemoria de sus calamitosos alumnos.

– ¿Ves? Siempre se te olvida la lección. Lo de «superior» es cosa de monjas. Dentro de nuestra jerarquía, en cada escalafón tenemos a un pequeño dios con todas las de la ley. Son unos fulanos muy susceptibles y estrictos respecto al protocolo. Les gustan tanto los regalitos que, para ellos, todo lo que viene a parar sobre su mesa lo es. Y un informe, para que huela a ofrenda, debe estar perfumado, bien empaquetado con su cinta y todo. ¿Y tú qué me haces, Serdj? Me redactas tu jerigonza sobre papel cebolla, áspero al tacto, que te deja como caspa en la punta de los dedos. Eso no es razonable. El señor director del SIA lo va a considerar una falta de respeto. ¿Te gustaría que se te tachara de reaccionario?

– No, comisario.

– Entonces, coge tu borrador y vuelve a pasarlo sobre un papel adecuado.

– Está bien, comisario.

Recoge su papelucho y se levanta, estoico.

Cuando alcanza la puerta, le suelto:

– Búscate un papel extra strong de primera calidad, perfectamente blanco y cortante como una cuchilla de afeitar… por si al jefazo le da por limpiarse el culo con él.

Asiente y se eclipsa, furtivo como una sombra.

En su jaula de al lado, mi secretaria, Baya, ronronea como una gata sentada sobre una anguila. Me la imagino retorciéndose como un gusanillo, con el teléfono sujeto entre la barbilla y el hombro. El tipo con el que está hablando parece conocer el percal.

Virgen con treinta y cinco años, a Baya no le quedan esperanzas de encontrar un pretendiente y parece resignarse, cada vez más, al teléfono rosa. Por supuesto, para salvar las apariencias, da a entender que es ella la que no quiere ponerte la soga al cuello. En primer lugar porque su independencia es prioritaria para ella; luego, y sobre todo, porque le resulta humillante que una mujer tenga que hacer todas las noches las veces de tabaco para que el señorito se digne a pasárselo pipa. Sin embargo, cada vez que suena el teléfono, Baya se da un retoque antes de descolgar. Si sigue siendo el obseso de turno, vuelta a los gemidos, a los crujidos de silla y al sedoso estremecimiento de las enaguas.

La conversación dura una eternidad. Mientras el obseso está empalmado, a Baya se le olvida traerme el correo para la firma.

Pierdo la paciencia y le doy un timbrazo.

Baya se toma su tiempo y, muy tiesa y con la punta de la nariz hacia arriba, se presenta con su cuadernillo, midiendo al milímetro sus andares, cual azafata de avión desfilando para un espacio publicitario que ponderase la seriedad de su compañía.

– ¿Me ha llamado, comisario?

– ¿Tú qué crees?

Sonríe.

– Le estoy escuchando, comisario.

Se ha puesto demasiado carmín en los labios, infligiendo a su boca una obscena configuración; y su pelo, que la víspera era más negro que un tizón, ahora es rubio platino.

– ¡Menudo look más incendiario! -exclamo.

– No me tome el pelo, comisario -cloquea con un meneo de caderas. Luego me mira fijamente a los ojos-: ¿le parece?

– Como sigas así, la comisaría central acabará saltando por los aires.

Tiene que apretarse los muslos para contenerse.

Antes, Baya era bonita. Vestía sencillamente y pretendía ser discreta. Por entonces, los hombres tenían debilidad por las mujeres discretas, pues lo que se estilaba era la chica de buena familia, esto es, predispuesta al estatuto de bestia de carga, lo cual venía a ser, en una sociedad de tradición esclavista, una buena inversión. Luego, las mentalidades cambiaron de rumbo. Hoy se prefiere a las chicas emancipadas, que sepan reírse a carcajadas y descaderarse, zarandeando tabúes y envidias. En Argel a nadie se le ocurre ya vivir para sí mismo. Eso suena demasiado a indigenismo. Lo que está de moda es la ostentación. Como solamente se vale por lo que se suscita en los demás, cada cual se desvive para no pasar desapercibido, aunque para ello tenga que despelotarse en una mezquita. Baya se presta al juego de buena gana. Ahora que está casi segura de acabar solterona, intenta guardar la cara cambiando de cabeza según el orden del día.

– ¿Cuál es el programa para hoy?

Vuelve a ponerse seria y se baja la falda hasta la rodilla. Pero la apertura es tan considerable que hasta un topo se fijaría en los dibujos de su braguita.

– Sidi Abbas ha anulado la cita, señor comisario. Le ruega que lo disculpe y le promete reanudar el debate cuanto antes -me lee doctamente de su agenda-. El inspector Reduán llegó sin problema a su destino. Estará de regreso a finales de semana… Su señora esposa le pide que no olvide pasar a recogerla a las seis de la tarde… Y finalmente le recuerdo que tiene cita a las once con el profesor Aluch.

Miro mi reloj:

– ¿Qué hora es?

– Las nueve y veinte, señor comisario.

– Esa misma hora tengo yo. Lino quizá se haya creído que hoy es día de asueto pagado.

Baya se golpea la frente con la palma de la mano:

– Es culpa mía. Se me olvidó decirle que el teniente ha telefoneado esta mañana. Dice que está enfermo. Una gripe de caballo.

Aprieto las mandíbulas.

– Si vuelve a llamar, dígale que me traiga un certificado médico cuando se reincorpore. Ya está empezando a inflármelos con sus estados febriles. Espero que no se haya quedado con el bólido.

Baya agacha la cabeza, confusa.

– ¡El muy cabrón! ¿Y cómo me voy a mover yo? Mi Zastava lleva tres días en el taller.

– Coja el coche del inspector Serdj -me propone.

Baya siempre ha estado algo encaprichada con Lino. Una especie de afecto, a veces amistoso, a veces audaz cuando me doy la vuelta. Se lo perdono porque levanta un poco la moral del equipo. Pero si esa solidaridad se acaba mudando en complicidad hasta el punto de afectar a mi autoridad, ahí ya no les sigo el rollo. Por ello le señalo que le falta un botón a la raja de su falda, para que quede claro que más le valdría ocuparse de la flor de su secreto antes que hacerle carantoñas a un viejo jardinero amargado.


El profesor Aluch es un eminente psicoanalista.

Fue amigo de Frantz Fanon.

Pero qué puede hacer un erudito en un país revolucionario donde el carisma se empeña en ser enemigo jurado del talento y donde se trata al genio como si fuera un delincuente.

Autor de un montón de libros, todos editados en Francia a falta de ofertas en el terruño (tanto entonces como hoy y sin duda mañana, la élite del serrallo cuidaba escrupulosamente de que el cociente intelectual de los argelinos se mantuviera a la altura del de sus dirigentes, esto es, más o menos a la altura de la bragueta), tuvo no pocos problemas con las autoridades, que veían, en sus trabajos científicos, maniobras subversivas. Sin duda, resulta difícil explicar a un burrero que un libro no es forzosamente un instrumento antirrevolucionario, pero en la Argelia de los chalanes el exceso de celo pretendía ser la máxima expresión de la vigilancia, y la injuria, la culminación del juramento. No hay nada más vigorizador que oír el ruido de las botas desde las mazmorras subterráneas de las villas sospechosas. Al igual que otra gente de buena voluntad sometida a los desvelos de una pandilla de golfos mesiánicos, el profesor Aluch fue varias veces objeto de rapto, secuestro, vejación y simulacro de ejecución, y hasta se le obligó a exiliarse. Su estancia en Europa no se le subió a la cabeza, a pesar de haberse convertido en referencia mundial y de haber conseguido muchas distinciones. Si bien nadie es profeta en su tierra, tampoco nadie es maestro en la de los demás. Muy pronto nuestro eminente sabio se dio cuenta de que las consideraciones de sus colegas occidentales no eran sino suculentas trampas, de que los premios que se le otorgaban tenían un regusto de pago anticipado y de que sus eruditos trabajos acababan connotándose políticamente, puesto que pasaba más tiempo merodeando por las salas de redacción y los salones de las ONG que en los seminarios universitarios. Se dejó de aplaudir sus investigaciones, lo que privaba eran sus firmes planteamientos contra la dictadura que imperaba en su tierra. Los que iban a escucharlo tenían cara de bestias y repartían a diestra y siniestra documentos plagados de sellos oficiales. O sea, que se le manipulaba como a una vulgar marioneta. Eso le afectó mucho. Entre la probidad intelectual y las gesticulaciones politiqueras, la patria hundida y la cartera a flote, el debate debía quedar zanjado de manera clara y precisa. En modo alguno podía mantenerse con el culo al aire, tanto más que se había pasado la mayor parte de su vida tomando por el mismísimo. El profesor no se anduvo por las ramas. Devolvió a Clodoveo lo que era de la Galia, y, como el salmón que jamás se deja turbar por la embriaguez oceánica, regresó para comulgar con su río natal, donde los guijarros no tienen la magnificencia coralina pero donde los juncos saben sugerir su nobleza pese a la trivialidad tentacular de las adelfas. Impartió docencia en la universidad hasta el día en que el saber quedó arrumbado. Los módulos académicos se negociaron sobre bases estrictamente pornográficas y los diplomas se expidieron en las casas de citas. Horrorizado, el profesor Aluch intentó salvar algunos muebles, lo cual desagradó profundamente a sus colegas, que se negaban a cepillarse a sus alumnas directamente sobre el suelo… Para resumir, la era de la gangrena se adelantó a la del ordenador. En alguna parte de las altas esferas, se asentaron las bases de la deriva que el profesor Aluch denunció en un periódico francés. Como premio, seis meses de cárcel por entenderse con el antiguo ocupante.

Cuando salió del trullo, sus facultades estaban muy mermadas. Se le evacuó a un asilo y allí lo olvidaron.

Ahora, el profesor Aluch no es capaz de distinguir si está en consulta o si sigue en observación. Tiene un despacho al final de un pabellón insalubre, una habitación en el piso superior, y se dedica por entero a sus pacientes, pues cualquier iniciativa por su parte resultaría, cuando no aleatoria, descaradamente suicida.

Me lo encuentro esperándome en el aparcamiento del centro psiquiátrico, con las manos a la espalda y la mente en sus preocupaciones. Su bata blanca añade a su desgarbada silueta un toque espectral. Encaramado como está sobre sus patas de zancudo, el espinazo adopta una inclinación cada vez más preocupante. Su larga melena canosa le revolotea alrededor de la cara como una aureola de humo. Sin embargo, por mucho que se guarde sus penas, su desamparo es tan estridente que su pudor resulta ridículo.

– Un minuto más y pillo una insolación -me dice.

– Mal asunto para una chola grillada.

Recoge con un dedo el sudor que le cae de la frente y lo suelta de un papirotazo, luego señala con el pulgar el sol, que está dejando el cielo desangrado:

– Como si estuviéramos en julio.

– ¿El cinco o el catorce?

– Hablo de la temporada.

– Ah…

Frunce el ceño y me mira de soslayo:

– Oye, no estás de muy buen humor…

– Es que soy así.

– ¿Debo entender que no te alegras de verme?

– Al contrario. En el manicomio es donde mejor me encuentro a mí mismo.

– En ese caso, estoy dispuesto a albergarte.

Me abro la chaqueta hasta el tirante de la funda de mi revólver.

– Ya llevo camisa de fuerza.

Acaba sonriendo y me tiende una mano tan limpia que me lo pienso antes de apretarla.

Me pide que lo acompañe. Como he aprendido a no dar la espalda al enemigo, y aunque el profesor no figure en mi lista negra, le cedo el paso. Se encoge de hombros y pasa delante, con la nuca carmesí y el paso vencido por la canícula.

El manicomio cubre un amplio espacio. El lugar idóneo para que se te vaya la olla. Aparte de un anciano que se hurga la nariz a la sombra de un árbol, todo lo demás es abandono. Unos pabellones sórdidos, lúgubres como tumbas, intentan destacarse en medio de una vegetación salvaje. Las puertas cerradas con candados resultan chocantes, y los barrotes de las ventanas afligen. Parecen deshabitados, a pesar de la naturaleza alborotada de sus inquilinos. Aquí, seres rechazados por la sociedad se ocultan en espera de que se les entierre. Los adivino, tras los tabiques de los barracones, con la mirada perdida y las manos asidas a la penumbra, acechando, entre dos sobredosis de sedantes, a ese sepulturero al que le repele hasta cavarles una fosa.

Siempre me he sentido a disgusto en un cementerio, pero el manicomio me produce más lástima que un osario.

No hay peor infierno que un moridero atestado de vivos.

– Son imprevisibles, aunque no traicioneros -dice el profesor como si me leyera el pensamiento-. Algunos de ellos fueron en su día valiosos cuadros del partido.

– A veces, la locura resulta de un exceso de trascendencia.

– ¿Recuerdas a Cherif Wadah?

– ¿El Che Guevara africano?

– Pues él también está aquí.

– No me lo puedo creer.

– Te lo aseguro. Tuvo sus más y sus menos con la Familia revolucionaria. Por cuestiones de principios. Lo pusieron en cuarentena, y luego empezaron a acosar a su familia. Una mañana, salió de su casa y no supo cómo regresar. Se lo encontraron por Staoueli, harapiento, con un garrote en la mano, insultando a voz en grito a dioses y hombres. No recuerda a nadie. Sus hijos y su mujer vienen a verlo. Se niega a estar con ellos. A veces, se pasa días enteros sin articular una sílaba. Otras, se arranca y suelta unas diatribas ininteligibles hasta caer redondo.

– Menuda desgracia.

– Fíjate, un monumento como él.

– Argel no cree en los héroes, profesor. Prefiere a los mártires.

Se detiene y me da la razón con el índice.

– Espero que no me hayas llamado para dejarme la moral por los suelos -añado-. Tengo chavales y no me haría gracia olvidarme de ellos.

Asiente con la cabeza.

Llegamos hasta un pequeño patio cubierto con gravilla, trente a un edificio desasosegante. Hay un hombre sentado en el umbral del portón, con las piernas cruzadas y un sombrero de papel en forma de acento circunflejo. Al vernos se incorpora a medias, junta las manos bajo la barbilla y nos saluda a la manera de un monje budista.

El despacho del profesor cabría en un pañuelo. Apenas más grande que un trastero, me recuerda esas habitaciones oscuras, en el sótano de las comisarías, donde se tortura a los duros de pelar. Una mesa de formica, un sillón destripado, una silla metálica y, en la pared, un dibujo de niño que representa a un perro con dos cabezas. Detrás, sobre una estantería, un viejo magnetófono ruso, grotesco con sus enormes rollos y su tapa de cartón.

La ventana, sin cortinas, da a un estanque para riego en ruinas. Más allá, sobre una tapia ruinosa, un tarado se toma por un surtidor. Con el pantalón a la altura de los tobillos, orina girando sobre sí mismo.

– Se ha autoproclamado rey de las bestias -me explica el profesor-. Todos los días, a las once y media en punto, viene para delimitar su territorio.

– Tiene razón.

– ¿Un café?

– No, gracias.

– ¿Entonces un té?

– ¿Estoy aquí como amigo o como profesional?

– Como ambas cosas.

– En ese caso, bastará con un vaso de agua.

El profesor toma nota pero no llama a nadie. Entiendo que su presupuesto es limitado y que todas esas delicadezas son pura y simbólica formalidad. Por lo demás, no veo taza ni jarra a mi alrededor, ni siquiera un cenicero. De no ser por algunos folios arrugados, un recetario y un permiso de salida sin rellenar, cualquiera puede confundir este lugar con un meadero.

– Ahí está -me dice poniéndome delante un expediente del que extrae la foto de un joven más bien pijo.

Acto seguido, se acomoda en su sillón y cruza los brazos sobre el pecho como quien ha acabado su exposición.

Empiezo manoseando la foto. En su reverso, un bolígrafo borroso menciona una fecha, un número de serie y unas anotaciones. Ojeo algunos folios del expediente. Se trata de informes médicos, de recomendaciones a un director de prisión, una ficha descriptiva. En resumen, una literatura incompatible con el calor que me está desecando la sesera.

– ¿Debo entender que me las tengo que apañar solo para adivinar de qué va el asunto?

– No obligatoriamente.

Fuera, el paciente ha acabado de orinar. Ahora se ha puesto frente a la ventana y exhibe su sexo como si fuera una cimitarra.

El profesor, condescendiente, pone los codos sobre la mesa y consiente en instruirme.

– Nadie sabe de dónde viene, solo que un día lo trajo la cigüeña. Lo que ha vivido desde que dejó de chuparse el pulgar hasta hacer de las suyas, eso es el apagón general. Ni nombre, ni filiación, ni dirección. Se pensó en un caso de amnesia, pero el fulano tiene una memoria de elefante. Se pensó en un caso de locura, pero el paciente resulta ser más listo que un brujo. Entonces, ¿de qué se trata? No hay nadie capaz de aventurar una hipótesis. Un buen día, nuestro hombre decidió presentarse en comisaría. Por entonces, de eso hace más de diez años, tenía un careto más bien simpático, algo más de veinte años y una mirada profunda. Cuando me lo trajeron, dije que ese tío era de buena familia. Mucha clase, mucha calma. Incluso demasiada. Pero convincente. ¿Un universitario? Se buscó sin encontrar nada. ¿Un joven cuadro? Se buscó sin encontrar nada. En el atestado alguien había apuntado: se niega a proporcionar su identidad. Más adelante, otro escribió SNP [3]. No protestó. ¿Qué quería? Que lo encerrasen en una fortaleza para que dejara de cometer atrocidades. Declaró haber matado a un montón de gente, pero no recordaba dónde había enterrado o abandonado los cuerpos. Sus primeras víctimas fueron dos ancianos que no conocía de nada. Había sufrido una avería a la entrada de una granja. Era de noche. Llamó a una puerta para pedir ayuda. Lo alojaron durante la noche. Por la mañana, salió muy temprano dejando allí su coche. Un vehículo robado. Dos días después, un vecino fue alertado por el olor a descomposición. Los gendarmes descubrieron a la pareja de ancianos en las letrinas. Fue en 1970… Dos meses después, lo recogieron en autoestop por un camino perdido. Un guarda forestal encontró la camioneta oculta bajo un árbol, en un bosque. En su interior, el cadáver de un tratante de ganado. Y luego, una noche, se presentó en el puesto de policía que le pilló más cerca para que se le detuviera. Confesó siete asesinatos, luego diez, y veinte. Aparte de la pareja de ancianos y del tratante de ganado, ninguna indicación sobre las demás víctimas.

De repente, parece que el fulano de la foto se ha puesto a reír. Me apresuro a cubrirla con una ficha de cartulina.

– Si me has hecho venir hasta aquí con la intención de impresionarme, te ha salido fatal -le aviso-. En el fondo de mis cajones tengo unos informes mucho más aterradores. De los asesinos en serie no hablamos para no indisponer a nuestros queridos dirigentes, nuestros zaím *, pero los tabúes no detienen ni su proliferación ni su malignidad. Por mis locales han desfilado a punta de pala, unos más fundidos que otros. Con algunos he llegado a echar un rato de palique. Total, que una de cada dos noches tengo pesadillas.

– ¡Éste es distinto!

El profesor ha gritado. Ha dado un puñetazo sobre la mesa. Lo que leo en su mirada me induce a tomármelo con más calma. Le pido que argumente.

– ¿De qué va exactamente esta historia?

Recupera su puño, lo desliza bajo la mesa y se da un discreto masaje. Tras un largo rato, me confiesa con la voz descompuesta:

– El trauma de mi vida profesional.

– Supongo que yo también debo estar aterrado.

– Desde luego.

– ¿Tan insólita es esa historia o es que estás cagado de miedo?

– Ambas cosas.

– ¿Y nuestro hombre?

– No me deja pegar ojo.

– ¿Crees que se lo está pasando bien?

– Si es así, lo disimula bien.

Escruto mis uñas para hacer como si estuviera reflexionando en serio sobre el asunto y sigo adelante con el debate:

– ¿Dónde está ahora?

– En la cárcel.

– ¿Y yo qué tengo que ver con este barullo?

El profesor entrecruza sus dedos para ilustrar su apuro.

Se levanta y pone en marcha el magnetófono.

– Escucha esto, Brahim.

Los rollos chirrían. De inmediato resuena por toda la habitación una voz cavernosa:

«Se ha rizado el rizo. Otra vez me veo en la casilla de salida. Debí sospecharlo. No había nada que ver, debía moverme. Desde el principio saltaba a la vista. El fela ** que hizo una carnicería con los miembros de mi familia quería sin duda demostrarme algo. ¿Qué exactamente? Lo ignoraba. No tenía explicación que darme. Tener una razón particular para matar no era necesariamente suficiente para legitimar el asesinato. Debí fijarme en mi torpeza infantil: si no me enteraba del alcance del horror que se había abatido sobre mí, quizá fuera porque no había explicación. Demasiado fácil. Tenía una absoluta necesidad de comprender. ¿Para tener la conciencia tranquila, para volver a una vida normal? ¿Se puede volver a apreciar la vida tras haber asistido a la masacre de la propia familia? Puede ser, pero no ha sido mi caso. Algo fallaba. Entonces decidí aclararme. Quería comprender. Ahora, ya es cosa hecha. Ha durado, ha sido infernal, pero lo he conseguido: ¡lo he entendido!».

El profesor: «¿Y qué es lo que has entendido?».

La voz cavernosa: «Que no había nada que comprender. Nada… Todas esas matanzas sólo habrán servido para darle vueltas al tema. Me la han pegado. Me empeñaba en hallar una respuesta a una pregunta que ni siquiera había que plantearse. ¿Por qué se mata? Cuando se mata no se hacen preguntas, se actúa. El gesto se convierte en la expresión única. La ejecución empieza cuando ya no se espera explicación. Si no, uno se abstiene. ¿No es así? Se mata para no intentar comprender. Es el desenlace de un fracaso, la nota al margen de una desautorización. El asesinato es la incapacidad del asesino para razonar, el instante en que el hombre recupera su condición de fiera salvaje, en que deja de ser una entidad pensante. El lobo mata por instinto. El hombre mata por vocación. Pueden darse todas las motivaciones posibles, pero nada justificará su gesto. No siendo la vida de su incumbencia, ¿cómo se atreve a disponer de ella como le da la gana? Su decisión no se apoya en ningún argumento de recibo, sino que nace de su insignificancia. Quien no respeta la vida ajena no ha entendido para nada la suya. De la nada a la nada, de la opacidad a las tinieblas, se busca y no se alcanza. ¿Acaso no se dice: Silencio, aquí se está matando? ¿Por qué pedir silencio cuando el universo se dispone a vibrar con gritos insoportables? A menudo he creído poseer la fuerza de los dioses hasta el punto de acabar convencido de ser dueño del destino de mis víctimas. Resultado: la víctima se muere y todo se me escapa. Y me veo tan solo en el mundo como el cielo al día siguiente del Apocalipsis… Al fin y al cabo, ¿qué he ganado con esto? Pongamos que me he enterado, pero ¿dónde me encuentro? Exactamente donde todo empezó. Tanto estropicio para tamaño fracaso. Encarno mi propia quiebra. No valgo más que los cadáveres que he dejado por el camino. Una perfecta nulidad, un asesino cuya alma se ha extraviado tras haber perdido sus referencias. En este mismo punto me encuentro yo. Me desprecio ahora que ya nada me interpela. He dejado de existir. Soy una rata reventada, una basura en estado de descomposición. Soy el abismo que me aspira y a la vez me desintegra».

El profesor detiene el magnetófono y se vuelve a sentar.

Se agarra la barbilla con la mano.

– Esto lo dijo tras una primera estancia en el trullo. La dirección de la cárcel me lo envió para ver si había recuperado la memoria y si se había calmado. Parece que de repente dejó de montar follones.

– ¿No era ésa tu opinión?

– No.

– ¿Deliraba?

– En cierto modo.

– ¿Lo devolviste al trullo?

– De ninguna manera. Me interesaba. Se quedó siete años en mi asilo. Cada vez que me creía a punto de penetrar en su personalidad, se las arreglaba para atrincherarse tras otra, más compleja, más aterradora… Escucha también esto. Son sus palabras, tres años después de lo que acabas de oír.

Nuevamente, los rollos arrancan y regresa la voz, esta vez clara:

«¿Sabes por qué Dios no permite que ángeles y demonios se maten entre sí? Porque si llegaran a declararse la guerra, no sabría clasificarlos ni identificarlos. Cuando el odio se asienta en alguna parte, todo se endemonia, tanto los justos como los pecadores. La guerra no es una partida de ajedrez. Es un jaque mate. Un momento que la gente de paz jamás conseguirá delimitar. Es muy bonito condenar la violencia con un vaso de Martini en la mano o desde un salón confortable. ¿Pero qué sabemos realmente de ella? Nada. Nos indigna, y protestamos, nos llevamos las manos a la cabeza, ¡tozz! La violencia tiene su propia lógica. Es tan razonable como la defecación. También tiene sus valores y su moral; unos valores que no tienen nada que ver con los convencionales y una moral que para nada se amolda a la Moral, pero que son igual de válidos y leales. En el momento mismo en que la voluntad de matar se impone como única vía de salvación, las bestias más salvajes huyen ante la ferocidad humana. Porque, entre todas las hidras, los hombres son los únicos que saben cómo se cruzan las fronteras de la animalidad manteniéndose lúcidos. No hay peor monstruosidad que la cólera humana. Es perfectamente consciente de su ignominia, lo cual la hace más atroz que el sufrimiento que inflige. Es lo que se llama barbarie, o sea, lo que ni hienas ni ogros están en condiciones de concebir, y aun menos practicar. ¿Y a mí me preguntas por qué la boca que antes besaba se pone de repente a morder, y la mano que acariciaba a devastar? Mato precisamente porque no tengo la respuesta. Mato para comprender. Y seguiré matando hasta enterarme de lo que conduce a un ser humano a sobresalir en el arte de prodigar a su prójimo la peor sevicia. Quisiera saber, saber lo que impide que un hombre resista a la llamada de su locura, cómo consigue encarnarla tan admirablemente».

El profesor apaga el magnetófono y me mira a los ojos. Se da inmediatamente cuenta de que no le sigo, se le crispan los labios y se deja caer sobre su asiento.

– Después de esto, me dio miedo que permaneciera aquí. Mis pacientes ya no estaban seguros y mis guardas no estaban en condiciones de vigilarlo. Lo devolví a la dirección penitenciaria… Cuando está en la cárcel, se aísla. Del todo. No abre la boca durante meses. Y luego, una mañana, me lo vuelven a confiar. Entonces me encuentro con un desconocido. Un santo, puro fervor y piedad, con las manos juntas bajo la barbilla, de rodillas frente a un tragaluz, rezando hasta caer agotado. Hasta el mismísimo Frantz Fanon habría arrojado la toalla.

– ¿Cayó en el islamismo?

– Ignora lo que es eso.

– ¿Puede que alguien lo haya adoctrinado?

– Te digo que no tiene nada que ver con el movimiento islamista. Es un caso excepcional.

– ¿Tienes alguna idea?

– Tengo varias. Ahora voy de vacío. SNP se escurre de mis trampas como un nudo corredizo.

– ¿Y luego qué?

– Vuelta a la cárcel. Cinco años de piedad. Dócil. Pero taciturno. Limpio. Siempre haciendo sus abluciones… Te juro que me dejó patidifuso. Cuando lo tengo delante de mí se me suelta la tripa… Este hombre -añade barriendo con la mano la ficha de cartulina- está convencido de que está en este mundo sólo para hacer sufrir al prójimo.

– Sigo sin saber lo que esperas de mí.

– Te propongo que consumas un par de litros diarios de café. Porque a partir de ahora no te conviene despistarte. Nuestro hombre se ha beneficiado del indulto presidencial. Quedará libre el primero de noviembre… Cuando me enteré de la noticia, fui de inmediato a ver al director de la cárcel. Me dijo que la lista fue elaborada por una comisión de expertos que ha declarado que se puede soltar al sujeto. He escrito a dicha comisión. No se ha dignado contestarme. Me he puesto en contacto con el Ministerio de Justicia. Me han replicado que la comisión es soberana. He alertado al Ministerio del Interior. Nada. He informado a la prensa. Vino a verme una periodista. Ningún resultado. Pasa el tiempo y SNP ya está pensando en sus próximas víctimas. Por todo esto acudo a ti, Brahim.

– A ver si me he enterado, ¿debo ir a ver al rais y pedirle que aplace el decreto?

– Esto es muy serio, Brahim.

– ¿Y qué puedo hacer yo, un madero de poca monta, cuando un decreto presidencial está firmado, profesor; cuando los ministerios afectados no menean un dedo; cuando se la suda al mundo entero? ¿Que lo intercepte al salir de la cárcel para endiñarle una multa y volver a encerrarlo? No veo cómo debo cortarle el camino a alguien que la justicia ha rehabilitado.

– Vigílalo.

– ¿Con qué, durante cuánto tiempo, en nombre de qué? Sinceramente, profesor, ¿crees que esto puede colar?

– Te digo que va a volver a las andadas.

– ¿Tienes alguna prueba?

– Soy psiquiatra, ¡narices! Ese individuo es mi paciente. Es extremadamente peligroso.

– ¿Ha hecho de las suyas en el talego?

– ¿Qué es un rapaz enjaulado sino un gorrión grandullón y tullido? SNP es muy listo. Está tranquilamente esperando su propia carnaza. Una vez suelto, se va a poner las botas. Es un predador. Lo que le gusta es planear como un mal presagio por encima del rebaño, elegir su presa, preferiblemente sin ningún criterio, y caer en picado sobre ella. Hay que escucharle cuando cuenta cómo decidía, de repente, así porque sí, que el individuo que se cruzaba en su camino, el chaval o la vieja campesina que el azar había puesto a la vuelta de un sendero, debía desaparecer. No por una actitud reprensible cualquiera, sino porque había decidido que así tenía que ser. Lo que le hace feliz, lo que más feliz le hace es pillar desprevenida a su víctima, sin el menor motivo, sencillamente para ser consciente de su absoluta libertad, esa misma que lo libra de las más elementales cavilaciones. Es un caso único, el más grave y el más preocupante que me haya tocado examinar, Brahim.

Capítulo 3

Salgo, pues, de ver al profesor Aluch con un montón de espinas clavadas en la espalda. A pesar del calor, tengo frío y me voy entumeciendo de la cabeza a los pies. He conducido hasta Ben Aknún en tercera, con el pedal del acelerador a fondo. En ningún momento he oído el descompuesto estertor de las válvulas. No tengo una razón particular para ponerme así; sin embargo, algo está fermentando en el hueco de mi vientre, dejándome un desagradable sabor de boca. Lo malo es que cada vez que me viene un presentimiento de esta naturaleza, puedo estar seguro de que va a ocurrir una desgracia.

Cuando llego a la Central me topo con el inspector Bliss. Nada más verlo se me pone la carne de gallina. Cuando Bliss te recibe en la entrada del paraíso, hay que entender que el infierno se ha mudado.

– Lino ha telefoneado -me anuncia-. Pide tres días de permiso.

– ¡Niet!

– Dice que tiene un problema.

– Creí que estaba enfermo.

– Quizá tenga un problema de salud.

– Me importa un pepino. Mañana lo quiero en mi despacho.

Bliss tuerce el hocico y me confía:

– No creo que mañana esté aquí. Lino ha pedido permiso para ausentarse por puro reflejo profesional. Desde hace algún tiempo sólo hace lo que se le pasa por la cabeza, eso suponiendo que aún le quede algo de ella.

Se lleva con impertinencia un dedo a la sien, baja la escalinata a la carrera y se dirige hacia su coche.

– ¿Y tú adónde vas?

– El jefe me ha encargado un asuntillo delicado. Así es la vida -añade para darme por saco, apartando los brazos-, estamos los que nos lo curramos para llegar a fin de mes, aunque tengamos que echar el bofe. Y luego están los que ordeñan la vaca con guantes.

– Ten cuidado, enano, que hay vacas con una sola teta.

– Yo siempre examino el terreno antes de meter mano. Por cierto, se me olvidaba -dice chasqueando repentinamente los dedos-, a partir de ahora, si me necesitas, pídeselo antes al jefe. Así lo ha decidido.

Y se aleja, como un genio maléfico bajo el efecto de sus hechizos.


Al día siguiente, a primera hora, encuentro a Lino en su despacho, pomposamente inclinado sobre unos folios, redactando algo. Pretende que un cabileño espabilado como yo se crea que está trabajando a lo bestia, pero una simple ojeada sobre su trajín me basta para comprender que se está aplicando en copiar, palabra por palabra, un viejo informe desechado por impresentable. Por supuesto, Lino persevera en su comedia de memo: saca la lengua para realzar las mayúsculas, se apoya sobre una coma, se rasca tras la oreja para dar con el vocablo apropiado, tan absorto que pega un bote cuando me descubre ante él.

– ¿Ya son las ocho? -exclama el muy embustero y bellaco.

– ¿Debo deducir que te has tirado toda la noche con tu papelucho?

– Ya sabes, comi, que yo el curro me lo tomo muy en serio.

Lo miro de hito en hito:

– Al parecer, tienes un pequeño problema.

– Sí, pero de los gordos. He pedido un permiso. Baya me ha dicho que me lo has denegado. Así que he vuelto a mi puesto. No soy tan rebelde.

– Me conmueves.

Desvía la mirada.

– Deja ya tu papeleo de holgazán y sígueme. Tenemos faena.

Lino se sobresalta:

– ¿Va para largo?

– Depende, ¿por qué?

– Es que esta tarde tengo una urgencia, comi.

– Me la trae floja.

Se pone la chaqueta de mala gana y me sigue a la carrera por el pasillo. Ya en el coche, le pregunto:

– ¿Por qué no me das la receta de tu elixir?

– ¿Qué elixir?

– El que te ha curado esa gripe de caballo en el tiempo que dura una sesión de hipnosis.

Sonríe. Lino sonríe siempre que le gano la partida. Una cuestión de nervios. Le apunto con el dedo. Se pone manos arriba para rendirse, mete la primera y arranca a toda mecha.


La cárcel de Serkadji me devuelve a una época que no me gusta demasiado recordar. Así que ahorraré detalles. Un penal horrendo, y eso es todo. El carcelero -al que, al parecer, el Señor sólo concibió para hacer de soporte a un inextricable juego de llaves- tira de varios pestillos antes de abrir la verja y llevarnos de paseo por una hilera de pasillos execrables que recuerdan los meandros del abismo. Es gordo como un pecado mortal, alto como tres aros yuxtapuestos -su jeta, su bartola y su culo-, lo cual proporciona a sus andares tres razones para no valer nada. De vez en cuando, gira la cabeza para comprobar que lo seguimos y se enfurruña al ver que no hemos dado media vuelta.

Por fin se detiene ante una puerta maciza, la golpea y se aparta a un lado para no ser catapultado por una voz capaz de erizar el vello a una momia:

– ¿Qué pasa?

El carcelero nos anuncia. La voz se aplaca y nos recibe un mamífero parapetado tras un bigote anticonstitucional.

Hay hombres convencidos de que la virilidad del macho depende de la fuerza de su apretón de manos. Nuestro huésped es de ésos. El suyo pretende ser gallardo; el mío, más bien susceptible.

– ¿Y bien? -nos suelta, expeditivo.

Observo que, aparte de su trono de cuero acolchado, no hay más asiento en el despacho. Deduzco que el fulano tiene por sus visitantes la misma consideración que por la chusma que alberga y a la que, a todas luces, putea con insaciable deleite.

– ¿Podemos relajarnos un poco y charlar un rato? -pregunto.

– Esto es un centro carcelario, no un salón de té, comisario.

– ¡Ah!

Estupefacto por la acogida, Lino bambolea los ojos a diestra y siniestra a la vez que rumia su indignación.

El director se lleva los puños a la cadera con cara de fastidio.

– ¿De qué quieren hablar conmigo?

– Si está usted abrumado de trabajo, volveremos más tarde.

– Yo siempre estoy abrumado de trabajo. Es mejor que acabemos de una vez.

– De acuerdo, Kong, de acuerdo -mascullo, a punto de tirarle un viaje.

– Mi nombre es señor Bualem.

– Bien, señor Bualem. Me han dicho que algunos de sus huéspedes van a ser puestos en libertad a partir del primero de noviembre.

– ¿Se opone usted a las decisiones del rais?

Ahí pretende hacerme decir lo que no he dicho. Para desconcertarme. Respiro a fondo, me inspiro en las deflagraciones que retumban en mis sienes, arrugo los ojos para catalizar mi exasperación y le confío:

– Esto muy entre nosotros, señor Bualem, que le den por el mismísimo al rais, a sus eunucos y a todos aquellos que piensan que un poli no tiene derecho a calentar a esos asquerosos canallas que pretenden que se les tome por los guardianes del Templo -esta vez retrocede, lo cual me da más cancha-. Cierto, es usted quien manda aquí, en esta jaula de fieras, pero yo soy un bicho aparte y odio a los aprendices de domador. Por tanto, reserve para su zoológico su afanoso estilo, ¿vale? Yo estoy aquí por motivos profesionales.

En realidad, el paso atrás del gorila no era sino un repliegue táctico, pues lo convierte en impulso y vuelve a la carga, haciendo como si se tirara un pedo:

– ¡Tozz!

Lino, que está a mi lado, no acaba de creérselo. No por la agresividad del gorila sino más bien por las reticencias de mi réplica, pues, de costumbre, cuando mis berridos no acaban de convencer, los acompaño con hostias. Pero Lino no es de los que suelen pedir ayuda a sus neuronas. No sabe hacer nada sin un esquema. Si hubiese echado una ojeada a su fichero en lugar de plagiar viejos informes para impresionarme, se habría enterado de que el señor Bualem es cuñado de un mandamás venenoso y que es director de prisión para avenirse a la vocación familiar de meter en cintura a los recalcitrantes para, luego, humillarlos a su avío.

Digo con una sangre fría que desconocía en mí:

– Se trata de SNP…

– ¿Otra vez?

– El profesor Aluch…

– El profesor Aluch es un tarado. Un chiflado, ido de la olla y alucinado. Una comisión de expertos ha estudiado, caso por caso, al conjunto de los internos propuestos para ser liberados en el marco del indulto presidencial. SNP ha sido auditado, auscultado, puesto a prueba, sometido a distintos reactivos y declarado re-di-mi-ble. Por una comisión oficial, competente y creíble, formada por eminentes psicólogos y ejecutivos íntegros. Para mí es más que suficiente. Comisario, hay un decreto presidencial firmado. Usted es funcionario del Estado y debe comprender lo que es este tipo de decreto.

– Bueno… ¿Podemos ver al redimible?

– ¿Trae usted una orden?

– Sólo una tarjeta de crédito.

– Lo siento, los carceleros no son tan generosos como los cajeros, comisario.

– Estoy dispuesto a hipotecar mi camisa. No tardaré. Quiero verlo.

Menea la cabeza con desprecio.

– ¡Ni hablar!

Nos da la espalda.

Lino percibe el borboteo de mi ira. Me agarra por el codo en un intento de evitar lo irreparable. Lo dejo hacer. No me faltan ganas de inflar a patadas en el culo a ese pedazo de patán, pero no veo la necesidad. A veces se puede enderezar la sinrazón, pero jamás las mentes retorcidas. Es una cuestión de mentalidad.


El profesor Aluch me telefonea justo cuando me voy a meter en la cama. Mina me alcanza el auricular y se quita de en medio. Espero a que cierre la puerta para iniciar el debate:

– Dime.

– Llevo todo el día intentando dar contigo en tu despacho. Tu secretaria me dijo que no estabas.

Me doy cuenta de que es su manera particular de preguntar si era yo el que negaba con la cabeza a Baya.

– No te ha mentido, profesor. Estaba alarmándome siguiendo tus consejos.

Se le enardece la voz:

– ¿Has ido a ver al preso?

– Su director me lo ha impedido.

– ¿Por qué?

– Mi camisa no bastaba como aval.

El profesor refunfuña algo que queda solapado por un ruido de fritura, resopla y prosigue durante cinco segundos con su soliloquio.

– Por lo demás -lo tranquilizo-, he tenido una charla con un amigo abogado. Ha sido atento, cortés, pero categórico.

– ¿Es decir?

– SNP será indultado dentro de cinco días.

– ¿Cómo puede ser? -se rebela el profesor, carraspeando.

– Creo que está claro: nuestro presunto demente volverá a su casa y a llevar una vida normal.

El profesor suelta un rosario de tacos que remata con un suspiro de desconcierto:

– Es horrible. Están cometiendo un error monstruoso. No se puede tomar a la ligera un expediente tan explosivo. ¿Por qué no se me quiere hacer caso?

– Menudo favor nos habrías hecho si te lo hubieses cargado.

– No lo dirás en serio.

– Quizá, pero estoy cansado.

Una ojeada al reloj de pared me revela que no voy a tardar diez segundos en quedarme roque.

Tras una retahíla de protestas indignadas, el profesor pregunta:

– ¿Qué piensas hacer, Brahim?

– Dormir.

Capítulo 4

Estoy en el fondo del pasillo y llevo un buen rato observando a Lino, que hace carantoñas a su reflejo en el espejo del váter. Se contempla desde todos los ángulos, aplastando por aquí un pelo, verificando por allá los pliegues de su chaqueta, tan fascinado por la geometría olímpica de su perfil que ni siquiera repara en mí.

Ya por aburrimiento, y para no tirarme así el resto del día, me pego a él por detrás y lo arrullo muy cerca de la nuca:

– Espejito, espejito, ¿cuál es el pollito argelino que mejor sabe hacer el ganso?

Lino me mira de arriba abajo. No le agrada mi intrusión y empiezo a resultarle pegajoso.

– ¿Cuál es tu problema, comi?

– Tú tienes un problema, muchacho.

– ¿Y se puede saber qué te importa?

– Digamos que siento interés.

Me mira fijamente en el espejo.

– ¿No tienes bastante con los tuyos, comi?

– No estamos solos en el mundo, así que no hay más remedio que interesarse por lo que nos rodea.

– No entiendo.

– Corre un rumor por la ciudad…

– Déjalo que corra -me interrumpe secamente-. Para eso están los rumores.

– Sí, pero el tuyo lo llevas a rastras como si fuera una cacerola.

Se le contrae la mandíbula. Empieza a mosquearse. No me dejo impresionar.

Lino tiene claro que conmigo no da la talla. Como buen subalterno, arroja la toalla, se echa a un lado para que la corbata no se le enganche con mi cinturón y se dirige hacia la salida.

– ¡Intenta que no te desplumen en el catre!

Medita sobre mis palabras y vuelve a alisar la seda de su camisa granate a escasos centímetros de mi raída chaqueta.

– ¿Puedo hacerte una pregunta, comisario?

No es la primera vez que me llama así, pero jamás en ese tono.

Me abro de brazos:

– ¿Por qué no?

– ¿No te importaría dejar de darme la vara?

– No me gustaría que te arreasen con ella.

Cabecea, harto de mis abusos de autoridad, se peina con los dedos y se larga.

Lino no se encuentra bien. Habitualmente, cuando me meto con él, lo encaja con estilo. Desde hace unos días parece que ya no traga a nadie. Llega por la mañana con pinta de mosqueo, se agazapa tras su mesa y se aísla en sus pensamientos. Esto no es muy suní. Mujeriego impenitente, Lino dedica la mayor parte de su tiempo a recorrerse los lugares de perdición en pos de una fulana guapa de cara y no muy cara. A veces, le da por plantarse con alguna conquista medio presentable en un asador antes de beneficiársela por la vía rápida allá donde le pille, tras un matorral o por los bosques de Baïnem. Al día siguiente, dedica la mañana a relatar su proeza coital y se enorgullece de hacer babear a los pasmas recalentados que se apiñan a su alrededor. La cosa nunca va más allá. Por la tarde, me encuentro con mi teniente sumido en sus expedientes, laborioso y metódico, tan digno que de buena gana le confiaría a mi hermana para el fin de semana. Pero Lino ha cambiado. Está más pendiente de la raya que le divide el pelo por la mitad que de la concordancia verbal de sus informes. Además, ya casi nunca está aquí. Aparece con dos horas de retraso, revuelve sus cajones sin la menor convicción, se toma a la carrera un café y, cuando me doy la vuelta, se volatiliza.

Lo miro alejarse. Hay algo en su aspecto que me disgusta. Si piensa que ya es mayor para navegar solo, él sabrá cómo lleva el timón. Al fin y al cabo, ¿en qué me meto? Sólo que mi intuición de Pequeño Gran Hermano forjado en las más puras tradiciones del FLN me dice que la brújula de mi aprendiz de navegante está trucada y que, como no lo vigile muy de cerca, lo más probable es que acabe encallando en orillas tenebrosas.

Ese sentimiento se acrecienta cuando a mediodía, en la cantina de la Central, el inspector Bliss viene a aguarme el almuerzo. Pone su bandeja sobre la mesa y se sienta frente a mí con una sonrisa abyecta.

– Espero no molestarte.

– Molestarías hasta a una momia en su sarcófago -le digo.

El muy rastrero hace caso omiso de la repugnancia que me inspira, mira a diestra y siniestra, como todos aquellos que tienen un fantasma pisándoles los talones, y se inclina sobre mi postre para murmurarme:

– El pescado no está fresco. Hace un rato vi salir un gato de la cocina y parecía enfermo.

– Quizá fuera por haber visto tu jeta.

Aparta su vomitivo rostro de mi yogur. Como es el niño bonito del director, es capaz de faltarme al respeto, y lamentaría torcerme la muñeca contra su cara de desgraciado, yo que he conseguido conservar las manos limpias en el estercolero que no paro de remover a lo largo del día. Sus dedos manosean el tenedor, luego la raja de pescadilla, y recogen una espina con pinta sospechosa antes de desalojar una aceituna de debajo de una hoja de lechuga. Comprendo que está buscando las palabras y me pongo a tamborilear el borde de mi plato con el cuchillo para desconcertarlo.

– Llob, hermano -suspira-, si me he sentado contigo no es porque tu compañía me abra el apetito. Sé lo que piensas de mí y sabes lo que pienso de ti; para qué vamos a volver sobre ello. Sólo quiero llamarte la atención sobre tu imbécil de Lino… No tengo por costumbre salvar in extremis a nadie, y tampoco me faltan ganas de contárselo al jefe: Dios sabe hasta qué punto me estimula ese tipo de oportunidades. Sin embargo, si he optado por dirigirme a ti en primer lugar, que eres mi superior inmediato, es porque eres el único capaz de hacer que espabile…

– ¿No puedes abreviar? El lenguado se me está pasando.

Risa burlona de Bliss. Las hienas no le llegan ni al tobillo. Su falsedad me produce escalofríos en cadena por la espalda. De repente, el trozo de tomate que estaba saboreando invade mi paladar con una secreción biliosa.

– ¡Qué estúpido eres! -gruñe.

Recoge su bandeja y se levanta. Para sus adentros, ha cumplido con su deber; lo demás le importa un rábano. Hasta disfruta como un enano ante la idea de hacerme responsable de lo que le pueda ocurrir a mi principal compañero de equipo. Para rematar la faena, añade con voz suficientemente alta para que se enteren los demás:

– Creía que tenías mayor consideración por tus hombres…

Luego, con una mueca cortante como una cuchilla, se larga y se sienta con un grupo de agentes claramente asqueados por mi actitud.

– Deberías hacerle caso -me dicen por detrás.

Me doy la vuelta. El teniente Chater, jefe de la sección especial, me hace un guiño. Percibo la fugitiva chispa de su mirada y cruzo el brazo sobre el respaldo de mi asiento.

– Tú también pareces estar muy al tanto del tema.

Chater, que ha acabado de almorzar y está a punto de volver al trabajo, hace una pausa para sopesar los pros y los contras.

– ¿Qué ocurre?

– Lo mejor será hablarlo con él, comisario. Lino necesita que le hagan caso.

– ¿Es decir?

El malestar de Chater es evidente, pero la gravedad de la situación se impone.

– Nadie en esta casa de putas quiere que le gasten una putada, ¿entiendes?

– ¿Por qué os andáis todos con rodeos?

– Los chicos cotorrean en la Central. Les parece que, para ser un pequeño funcionario con una paga justa para no pasar hambre, Lino está exagerando. Se cambia de traje más que una estrella.

– ¿Y qué?

– Pues que no sé qué decir. Tu teniente es libre de ligar con la reina Isabel, si piensa que tiene posibilidades de sortear la vigilancia de su guardia pretoriana. Desgraciadamente, la dama con la que se junta no tiene guardia pretoriana, y no hay manera de frenar a Lino en su carrera hacia los follones.

Con eso se despide.

Una vez solo, me doy cuenta de que se me han pasado las ganas de comer y deduzco que el pescado, efectivamente, no debía de estar muy fresco.


Por la tarde, sorprendo a Lino conminando al inspector Serdj a que se meta en sus asuntos. Están en el despacho de Baya, y la discusión se va envenenando en medio de un revoloteo de papeles y un rechinar de sillas. Serdj intenta calmar las cosas con su voz rampante. Se apoya en la pared, con las manos hacia delante y el cuello entre los hombros. Lino lo tiene arrinconado y menea el índice con furia. Baya, por su parte, no consigue soltar una palabra. Se da cuenta de que la situación está a punto de degenerar y, como hembra sin voz ni voto, sólo le quedan los ojos para implorar a ambos hombres.

Siente alivio al verme en el hueco de la puerta.

– ¿Qué mierda de follón es éste? -rujo.

Serdj se traga convulsivamente la saliva. La veneración que siente por mí, conjugada con la grosería que acabo de soltar, por poco consiguen que se atragante. En cuanto a Lino, sigue tomando su dedo por un machete y pasa olímpicamente de mi rugido intimatorio. Sus ojos llameantes se clavan en los del inspector como si pretendiera destrozarlo. Debo agarrarlo por el hombro para contenerlo.

– Tranquilo, gafitas. Cuando el jefe dice «¡Se acabó!», todo el mundo se achanta, ¿está claro? Aquí mando yo y no tolero que nadie grite más alto que yo.

Lino acaba retrocediendo sin dejar de clavar su mirada en el inspector. Restriega su muñeca por los labios convulsos, se estremece durante cinco segundos, resopla hasta reventarse la napia y vuelve a la carga:

– Ya soy mayorcito y estoy curado de espanto -berrea hacia Serdj-. No admito lecciones de nadie, y menos de un cateto como tú. Mi vida es cosa mía. Salgo con quien me da la gana y me visto como me parece. ¿Acaso he echado mano a tus ahorros?

– Vale -admite Serdj, conciliador-, retiro lo que he dicho. No pretendía ser desagradable.

– Has estado más que desagradable, tío, has estado dando por culo. ¿Te he pedido algo a ti?

– No.

– Entonces, ¿por qué te metes?

Lino se acuerda de mi mano sobre su hombro. La retira con dos dedos, como si se tratara de un detonador. La indelicadeza de su gesto me quita el hipo, pero lo paso por alto. El teniente está a punto de estallar y no me apetece recogerlo con cucharilla. Me ametralla la cara con su respiración desbocada y le borbotea por las comisuras una saliva lechosa. Cierto es que, al igual que sus congéneres, Lino salta con nada, como una gota de nitroglicerina, pero es la primera vez que le da un ataque como éste.

– ¿Puedo hablar contigo? -le pido.

– ¿Acerca de qué?

– Ven a mi despacho.

– No tengo tiempo.

– Deja de hacer el imbécil y sígueme. No tardaremos.

– No estoy de humor, comisario. Prefiero que dejemos así las cosas. Estoy cansado y necesito volver a casa.

– Aún no es hora de cierre.

Lino se obstina. Vuelve a fulminar a Serdj con una mirada voraz, se recompone el cuello de la camisa, casi me empuja y enfila la salida de la Central.

– Te he dicho que aún no es la hora.

– No estoy sordo -masculla para que me entere de que pasa de mí.

Cuando se ha ido el teniente, pido a Serdj que me ponga al tanto. El inspector intenta minimizar el incidente. Doy un puñetazo sobre la mesa y él claudica. Como si tan sólo estuviese esperando eso para vomitar todo lo que se le había atragantado, empieza explicándome que Lino lleva un tiempo comportándose de manera muy rara, más concretamente desde que se ha enamoriscado de una señora fina con pasta.

– Me pidió dinero. Me prometió devolvérmelo a primera hora del día siguiente. Aquí me tienes esperando… Dos días después, se camela a Baya y le saca la mitad de su paga, con la excusa de que tiene proyectos. Unos proyectos productivos, pues Lino ya no distingue a un colega de un socio capitalista. Cualquiera le parece bueno. Al cabo de tres semanas, la mitad de los chicos de la Central le reclaman la pasta, pero él no se desanima… Esta señora no está al alcance de su cartera. Pensé que iba a percatarse y quitarse de en medio, pero ha adoptado la política del avestruz. Le está tomando cada vez más gusto al lujo y a la extravagancia. Los compañeros están preocupados por él. Están convencidos de que a este ritmo acabará metiendo la pata, y en plan serio, a ver si me entiende usted. Total, que he ido a hablar con él a ver si se avenía a razones. Y ya ha visto usted cómo se ha puesto. Lino se está volviendo chaveta.

Me agarro la barbilla con el pulgar y el índice para reflexionar sobre el asunto mientras Baya vigila el frunce de mi entrecejo. Al cabo de una meditación, le digo a Serdj:

– ¿Y quién os autoriza a pensar que a Lino le está gorroneando una virgen falsa? ¿Conocéis a la señora? ¿La tenemos fichada como tanguista, tenéis pruebas de que lo está manipulando?

Serdj infla las mejillas:

– Realmente, no.

– En tal caso, ¿a qué viene tanto drama?

– Eso es lo que todo el mundo presiente en la Central, comisario. Lino vive por encima de sus posibilidades. Si ahora anda con la lengua fuera es porque no consigue mantener el ritmo. Está de los nervios desde que se levanta hasta que se acuesta. Eso no es normal.

– Tampoco creo que sea para tanto -aventuro.

– Yo no pienso igual -insiste Serdj, irritado-. Lino está perdiendo los papeles. Lo conozco. Cuando reacciona como acaba de hacerlo, es que ya no da pie con bola.

Con un gesto de la mano, ruego a Serdj que no pierda los estribos.

– Hombre, querido amigo Serdj, ¿acaso no te das cuenta de que por fin Lino está negociando su auténtica crisis de pubertad? Está más claro que el agua: está enamorado, y punto… Lino está e-na-mo-ra-do.

– ¿Usted cree? -Salta a la vista. Serdj es escéptico.

Le explico:

– El amor es una deliciosa inverosimilitud, un formidable quebradero de cabeza, un maravilloso desastre. Y Lino está metido de lleno. Está descubriendo a la otra parte, ¿captas la onda? Está explorándose a sí mismo, tomando consciencia de su auténtica dimensión, y, encantado con su suerte, se comporta como un capullo. Como hacen todos los enamorados desde la noche de los tiempos.

– Ha ocurrido todo tan rápidamente, comisario. Veo mucha precipitación en todo esto, y Lino es torpe.

– Es el flechazo. No da tiempo de afinar el disparo. Y nada se puede hacer.

– ¿Flechazo? -apunta con mala cara Serdj, que, por supuesto, no sabe de qué va el tema puesto que se casó con diecisiete años con una chavala que no conocía de nada, como se acostumbra a proceder en las familias conservadoras.

Ahí se me muda el semblante.

¡Flechazo!

La resonancia de tamaño vocablo, dentro de un cuchitril tan romántico como una consulta de dentista, me catapulta a un mundo de ensueños. Sin querer, la voz me flaquea, todo mi ser cede como un sauce llorón y me oigo a mí mismo:

– Yo también tuve un flechazo. Es peor que una insolación. Lo recuerdo: el país conseguía la independencia y Argel se chutaba bronca por las venas. Nos reíamos, caracoleábamos, nos emborrachábamos a lo bestia entre dos linchamientos; total, que volvíamos a nacer con fórceps. Era a la vez absurdo y pasmoso. Y en medio del delirio y de los colorines, estaba esa estación de trenes de cercanías, gris como una isla perdida más allá de todos los naufragios. Una estación callada. Otra gente menos afortunada se disponía a exiliarse hacia el abismo. Entre las familias amontonadas junto a sus petates, entre las miradas ateridas y la sombra de los silencios, allí estaba ella, sentada sobre un banco, en una esquina aparte, suspensa entre el alborozo callejero y la pesadumbre de los muelles. La luz del ventanal la cubría con una reverberación que jamás he conseguido definir. Era una francesa de entre veintitrés y veinticinco años, absolutamente preciosa, con unos ojos más grandes que el Mediterráneo. No llevaba pendientes, pero sí un triste gorrito. En su maleta de cartón debía llevar casi toda su fortuna. El vestido negro le llegaba a los tobillos, y la chaquetilla corta quedaba casi oculta tras unos enormes botones acolchados. El tejido no era de la mejor calidad, pero el corte era impecable. Únicamente una mano fina y tranquila como la suya podía haber combinado tanta humildad y perfección… Aquel día creí ser el más feliz de los mortales. Había bailado por todos los bulevares y bebido en todas las tabernas antes de ir a buscar vaya uno a saber qué en lo más hondo de aquella estación de cercanías donde no tenía motivos para ir. Quizá estuviese allí por ella, estremecido por su vaga sonrisa, incapaz de mantenerme en pie un día de gran victoria. Fuera, el sol se negaba a irse. En la estación ya era de noche. De repente, alzó su mirada hacia mí. Fue como si una ola me arrollara…

Me callo. Brutalmente. Con un nudo en la garganta. Serdj baja la cabeza, emocionado. Baya lloriquea imperceptiblemente, con el pañuelo en la nariz. A nuestro alrededor cecea un mosquito. Conmovido por la evocación de aquel recuerdo, me refugio en la contemplación de mis manos.

– ¿Y qué ocurrió luego? -me pregunta Serdj con la voz descompuesta.

– Luego… -contesto meneando la cabeza-. Luego, Mina me dio un codazo en los riñones y me despertó.

Capítulo 5

La calzada, huérfana desde tiempo atrás de sus adoquines, se ha convertido en un camino de cabras que un callejón sin salida intenta contener tras una barricada de basuras. A ambos lados, unos edificios ajados esperan la siguiente sacudida telúrica para sepultar, de una vez por todas, a los espíritus inquietos que los habitan. Un brigada me localiza mientras hago acrobacias entre los montones de basura. Me sugiere con la mano que me aparte. Asiento con la cabeza y dejo mi cacharro junto a una farola decapitada.

– Por aquí, comisario.

Me conduce entre carriles hasta un caserón y se pone a berrear a los mirones agrupados en la planta baja:

– ¡Dejen pasar al señor comisario!

Un ama de casa gruesa se da la vuelta para ver cómo es una autoridad local. Mi tripón y mis mofletes la tranquilizan. Se pone a su vez a pedir a voces a los demás que se aparten.

Me abro paso entre el gentío como un monarca en medio de su corte y subo los quejumbrosos escalones. El suelo de los rellanos está tan desvencijado que podría verse con una cerilla lo que ocurre en el piso de abajo. Me desplazo a tientas, con una mano pegada a la pared y la otra a la nariz por el pestazo ambiental. Inútil buscar el interruptor de la luz, no hay nada que se le parezca.

Un poli monta guardia delante del piso, al final del pasillo, con la nariz tapada; tengo que apartarlo para poder pasar. En la sala atestada de míseros trastos, una mujer está sentada sobre un jergón, con tres niños asustados contra su pecho. Su enmarañada pelambre y su mirada inexpresiva me hielan las entrañas.

Serdj levanta una cortina mugrienta y se reúne conmigo en el vestíbulo. Me extraña encontrármelo allí. Normalmente, es a Lino a quien corresponde hacerse cargo de este tipo de situación. Pero desde que comparte afinidades con Narciso, no hay quien dé con él. Serdj capta mi hartura y se encoge levemente de hombros, como dándome a entender que cuando a un colega le da por perderse un poco, tampoco pasa nada si uno le cubre las espaldas, aun a riesgo de quedarse sin nada que ponerse.

– El teniente está atendiendo otro asunto -me miente.

– ¿Qué asunto?

Serdj adivina que no estoy de humor. Se traga la saliva para expulsar el cuajarón que pretende sustituir a su nuez.

– En realidad, no he conseguido dar con él -contesta rajándose.

– Le tocaba guardia.

– No sé dónde se ha metido.

– Ya veo.

Serdj agacha la cabeza.

– ¿Y esto de qué va?

La vuelve a levantar y se me adelanta hacia el fondo del piso, donde unos agentes intentan sin convicción razonar con alguien parapetado tras una puerta atrancada.

– Se llama Rachid Hamrelaine, cuarenta y seis años, cinco críos, dos de ellos huidos de casa. Los vecinos dicen que es un tipo decente, discreto y nada problemático. Lleva más de cinco horas encerrado en su habitación. Al principio, gritaba que lo dejaran tranquilo. Ahora está callado. Creo que ya no le quedan fuerzas para gritar.

– ¿Cómo está?

– He mirado por la cerradura. Está perdiendo mucha sangre.

– Supongo que no se puede echar la puerta abajo.

– Ha jurado que se tiraría por la ventana.

– Quizá sea un farol.

– Quizá, pero ¿quién se atreve a averiguarlo?

Miro por una ventana con los cristales rotos, veo la botella de butano colocada de cualquier manera en una alcoba acondicionada como cocina, las cacerolas abolladas y las gruesas capas de mugre que enmohecen las paredes. El piso no tiene nada que envidiar a un establo. Aquí, la miseria se siente como en casa y hasta se ha permitido instalarse a sus anchas.

– Cierto que esto no es la casa de la alegría, pero ¿por qué optar por lo peor?

Serdj me ruega que lo siga hasta un secadero horrendo, para que no lo oigan los niños.

– Trabajaba como repartidor en una empresa estatal. En uno de sus desplazamientos, tuvo un accidente de tráfico y perdió una pierna. Lleva ocho años sin poder regularizar su situación con el seguro social de su ministerio. Ni siquiera le han dado una pensión provisional. Le retuvieron el sueldo de la noche a la mañana. Según los vecinos, lo ha intentado todo, incluso varias huelgas de hambre; en vano. Hace unos días, recibió una orden de expulsión de la casa. Eso ya era el colmo. Esta mañana habló con su mujer y con sus hijos y les dijo que, puesto que nadie quería hacerle caso aquí abajo, ya sólo le quedaba exponer su caso ante Dios. Se recluyó en su dormitorio y se abrió las venas. Cuando llegamos ya estaba medio desangrado. Intentamos hacerle entrar en razón. Se niega a hacernos caso.

– ¿Se ha tomado algo?

– Su mujer asegura que jamás ha probado la bebida ni los barbitúricos. Es un tipo piadoso.

– ¿Habéis llamado a una ambulancia?

– Está en camino.

– Bueno, voy a hablar con él, aunque sea para mantenerle despierto hasta que lleguen los camilleros…

De repente, un estrépito. Se oyen unos berridos desde la calle. Salimos corriendo al balcón. El infeliz ha acabado tirándose al vacío. Yace, tres pisos más abajo, boca abajo, con los brazos en cruz y, a su lado, su prótesis retorcida.


No he pegado ojo en toda la noche.

He llegado al despacho por la mañana antes que el ordenanza y me he tirado al menos diez minutos vagando por los pasillos en busca de vaya uno a saber qué. Luego, cuando empezaron a aparecer los subalternos, me encerré a cal y canto en mi cuartillo e intenté relajarme no pensando en nada. Llegó Baya, maquillada como un dragón chino. Me dijo algo que no pillé bien y, ante mi aspecto lúgubre, optó por regresar a su nicho y hacer como que no estaba. Tras una inacabable apnea, empiezo a emerger e intento reponerme. No hay manera. No se me va de la cabeza el cuerpo descoyuntado de aquel desgraciado. Vuelvo a cerrar los ojos y a chapotear en el fango de mis fijaciones.

El teléfono se mete por medio.

Es el dire:

– ¿Brahim?…

– Señor director…

– ¿Tienes un minuto?

– Por supuesto.

– Pues menea tu corpachón y plántate en el tercero, volando.

Cuando el dire se sube a la parra es porque hay follón a la vista. No me equivoco. Al señor director le sobran razones para abusar de sus prerrogativas: tiene como huésped al mismísimo Hach Thobane, o sea, a una inagotable reserva de sobornos y atropellos.

Hach Thobane es un personaje influyente en el Gran Argel. Un histórico. Según él, fue quien le dio la patada en el culo a De Gaulle. Por supuesto, en mi país, este tipo de mito es tan duro de pelar que ni siquiera se le arrimaría un rinoceronte. Sin embargo, a pesar de la evidente inverosimilitud de sus hazañas, Hach Thobane tiene, al menos, dos méritos; uno filosófico y otro alquímico. Primero, hace añicos la famosa teoría de Darwin según la cual el hombre desciende del mono. Hach Thobane desciende directamente de su árbol. Segundo, para que no se lo lleve el viento cuando viene soplando fuerte, se llena los bolsillos las veinticuatro horas del día, y si saca un fajo de billetes es para canjearlo sobre la marcha por un corrupto, de modo que cuando suenan sus monedas toda la ciudad se pone a menear el rabo como un perrito faldero. Con él, nada se echa a perder y todo se recupera; tanto los hombres como la historia, incluso la mano que me niego a tenderle. No obstante, a pesar del asco que me produce su especie, me siento casi encantado de encontrármelo allí, en el despacho del dire, tan a gusto en su sofá como una cobra real sobre el turbante de un fakir. Por muy podridas que estén en el patio, las grandes fortunas se redimen admirablemente en el jardín, lo cual tiene la ventaja de sacarnos de vez en cuando de la depresión ambiental; siempre que se aparquen los principios revolucionarios, claro está.

El dire me presenta:

– Es nuestro Brahim.

Hach Thobane me dirige una sonrisa supuestamente encantadora. Como me he dejado las gafas sobre la mesa, me quedo más frío que una rodaja de salchichón. ¿Cuántas veces nos habremos cruzado Hach Thobane y yo, cinco, diez? Quizá algunas más. Al menor engorro se planta aquí, pues es muy amigo del jefe. Sin embargo, hace como si no recordara haberme visto antes. Cierto es que, comparado con esa especie de tiburón, uno no deja de ser simple morralla, pero tampoco hay que exagerar.

El dire me ofrece un sillón. Su deferencia me alarma. Me siento frente al nabab y aprieto los muslos, como haría cualquier mosquita muerta que se negase a creer que todos los ginecólogos son impotentes.

– Tienes buen aspecto -me halaga el dire uniéndose a nosotros.

– Gracias, señor director.

– ¿A que no le echaría cincuenta y cinco tacos, Hach?

Hach Thobane pone cara de incredulidad.

– ¿En serio?

– Le aseguro que nuestro Brahim festejó su cincuenta y cinco cumpleaños hace menos de una semana.

Hach Thobane se echa hacia atrás, estupefacto y admirativo. Yo me mantengo sobre aviso, pero siguiendo la corriente para no ofuscar al jefe. Desde que he pedido un préstamo social, me comporto para merecérmelo.

– También es escritor -añade el dire.

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que escribe libros.

– No me lo puedo creer.

– Que sí, se lo aseguro. Hasta lo han elogiado en la prensa.

Hach Thobane abre los ojos como lo haría con el hocico un hipopótamo encenagado. Su estima lo impulsa a levantarse para darme un apretón de manos.

– Un poli escritor, ¿habrase visto algo más revolucionario? -exclama.

– A propósito de revolución -observa juiciosamente el señor director-, Sidi Brahim es un antiguo muyahid *.

Eso ya es demasiado para Hach Thobane. Literalmente subyugado, me da un abrazo. Si por él fuera, soltaría una o dos lágrimas para demostrarme hasta qué punto se siente feliz y orgulloso de abrazar a un guerrillero, es decir, a un héroe de verdad, aunque no haya triunfado en los negocios, como los rentistas del Día de los Difuntos, en que se inició la revolución. Mientras me hace polvo la espalda con sus entusiásticos manotazos, intento no tomarme en serio su exaltación. Sin duda, a veces me da por flirtear con los arrullos, pero jamás hasta el punto de creer que un zaím multimillonario de la envergadura de Hach Thobane pueda abrazarme sólo para felicitarme. Es más: sigo convencido de que me está sopesando para ver en qué bolsillo -el de la chaqueta o el del pantalón- me va a tener que guardar.

– Es maravilloso -jadea-. El milagro de nuestra gloriosa revolución lo encarna este hombre que ha sabido, a pesar de la incompatibilidad de ambas profesiones, conciliar el oficio de poli con el talento del poeta. Es sin duda la primera vez que asisto a un eclipse de este tipo. No creo que pueda darse bajo otros cielos. ¡Un comisario novelista! Desde luego, es…, es…

– ¿Contra natura? -aventuro.

El señor director suelta una carcajada para disimular mi sandez y, de paso, suplicarme que no agüe un momento tan solemne. Sé muy bien que tiene algunos problemas financieros para acabar la obra de su chalé, y deduzco que la caridad del multimillonario depende exclusivamente de mi cortesía.

Hach Thobane se va quedando sin aliento, para mi alivio. Se hunde en el sillón, cruza las piernas y pone las manos encima. Sus ojos, que antes chisporroteaban, ahora se han quedado quietos y sus rasgos recobran la expresión de su rapacidad. Entiendo que ha acabado el entreacto y que ha llegado el momento de ir al grano.

– Bueno, veamos -empieza con esa metódica aproximación que recuerda la de una orea dando vueltas alrededor de su presa-, siento importunarle tan temprano, señor Brahim, pero se trata de un oficial que usted conoce…

– No conozco a ningún oficial -le digo sin miramientos-, ni en el ejército, en caso de que esté esperando de mí que intervenga a favor de alguno de sus protegidos, ni en la aduana, en caso de que le hubiesen bloqueado unos contenedores en los servicios portuarios…

Mi excesivo celo escandaliza al dire, que por poco se traga la dentadura postiza. En cuanto a Hach Thobane, mi inconveniencia lo ha dejado estupefacto. Consulta con la mirada al jefe, como preguntándole si no estoy medio grillado, y luego su mirada de dios interino se posa de nuevo en mí para aplastarme con el peso del anatema.

– Lo encuentro muy impulsivo, señor Brahim Llob. Eso no es prudente para alguien tan torpe. ¿De verdad se cree que me dirigiría a un simple comisario de policía de sus hechuras si tuviese algún problema con el ejército o la aduana? Yo soy Hach Thobane, puedo hacer que me traigan a cualquier ministro en pijama, ¡pequeño! Ahora mismo, con sólo chasquear los dedos.

Supongo que cuando la fortuna ya ni se mide, no se está obligado a medir las palabras. Me apunta con el índice:

– Tiene usted una percepción errónea de su persona, señor Llob. Debería usted aguar un poco su vino.

– Soy musulmán.

– En ese caso, eche ámbar gris en el agua de sus abluciones. No he venido aquí para echar mano de sus habilidades. Muy entre nosotros, necesitaría un microscopio para localizarle. Lo que ocurre es que a un oficial de su servicio le ha dado por armar follón en mis restaurantes…

El paticorto se vuelve a poner de pie.

– Si por mí fuera, lo habría agarrado por la oreja y tirado a la basura con mucho cuidado para no mancharme los dedos. Pero tras investigar, ha resultado ser un teniente de la policía destinado en Comisaría Central. Como soy muy amigo de su director, señor Llob, y como no me gustaría que un desgraciado oficial echase a perder una amistad de diez años, me ha parecido oportuno venir hasta aquí para poner término a este malentendido con discreción y buenas maneras.

El dire está rojo como un tomate. Como le ha pillado desprevenido, ya no sabe si debe abalanzarse sobre mí o arrojarse a los pies de su huésped para suplicarle que se quede un poco más. Hach Thobane no se demora un minuto más. Aparta el sillón y se dirige hacia la puerta, con sus gruesas venas serpenteándole por el cuello como lombrices.

Se gira de sopetón en medio del salón y me vuelve a apuntar con el dedo.

– Dígale a su teniente que no se ponga al alcance de mi escupitajo, comisario Llob. Las cucarachas de su especie se diluyen en él como un grano de sal. Dígale sobre todo que su placa de madero no tiene curso legal en mis establecimientos y que, la próxima vez, lo flamearé con ella.

El dire intenta reponerse, pero demasiado tarde: el nabab sale por el pasillo y se mete en el ascensor. Con la mano, le pide a su pelotillero que no le acompañe. Las puertas correderas se cierran y la caja se lo lleva hacia abajo. Durante unos largos segundos, el dire parece destrozado, con las manos en la cabeza y las mandíbulas en tensión. Farfulla un rosario de imprecaciones y se vuelve hacia mí. La nariz se le junta de sopetón con las cejas en un berrido de animal herido:

– ¡Lo que acabas de hacer no tiene nombre!

¿A quién se lo cuenta? Y eso que he intentado conservar la calma.

Deglute para disciplinar su jadeo, se vuelve hacia mí y me murmura, en un tono que, sílaba a sílaba, se va convirtiendo en atroz aullido:

– Debí desconfiar de mis santos y abstenerme de incluirte en nuestra charla… Sabía que estabas pagado de ti mismo, pero ignoraba que fueras el rey de los gilipollas. ¿Qué mosca te ha picado, comisario? Tu cretinismo ha sido espantoso… ¡Silencio! No quiero oírte añadir una sola imbecilidad más. Si piensas ponerme a mal con mis amigos, te has equivocado. Mis amigos sí tienen capacidad de discernimiento. ¡Eso de entrada! Segundo: vas a convocar de inmediato a ese majadero de Lino en tu despacho y le vas a tirar de las orejas hasta que se le meta la nariz dentro de la cara. Hace ya un tiempo que vengo oyendo hablar de sus calaveradas. Peor aún: se aprovecha de sus galones de teniente de la policía para pavonearse con sus putas y, consecuentemente, está arrastrando a la institución, a toda la institución, por el barro.

– Señor director…

– ¡Cierra el pico! Estoy al tanto de lo que ocurre en la Central, y de lo que se trapichea fuera de ella, comisario. Tengo informes tenebrosos sobre todo lo que se dice y se hace. Las tribulaciones del capullo de Lino ya constituyen todo un tocho. No me apetece entrar en detalles. Pero sí te ordeno que lo pongas en su sitio de inmediato.

– ¿Debo entender que soy responsable de sus aventuras extraprofesionales?

– Por supuesto.

– No estoy de acuerdo. El teniente Lino es mayor de edad y está curado de espanto. Su vida privada es asunto suyo.

– No cuando va avasallando por ahí con su placa de polizonte.

Agacho la cabeza, agotado.

– Veré lo que puedo hacer, señor director -gruño sólo para despedirme.

– Otra cosa: dile a tu pichón que puede que la paloma con la que se exhibe deje pasmado a todo el mundo, pero que yo en su lugar desconfiaría de su gorjeo. Lo va a desplumar. Y luego, ya no se atreverá a gallear sin hacer el ridículo.

– Está claro, señor director.

– En cuanto a ti, comisario, la próxima vez que montes un número delante de uno de mis huéspedes, te juro…, te juro…

Un ataque de tos le arrasa el gaznate y le deja doblado por la mitad. Con la cara congestionada y los dedos alrededor del cuello me despide con la otra mano y se dirige a trompicones hacia una jarra de agua mineral.

Ahueco el ala antes de que la espiche entre mis manos.


Cinco minutos después, Bliss invade mi despacho con la falsa ligereza de un sortilegio a la caza de un espíritu embotado. Fingiendo interesarse por el techo, se rasca la barbilla y, como si nada, indaga:

– Me ha parecido oír que un Míster Hyde rondaba por el tercero.

– ¿Y quién es Míster Hyde?

– Alguien que provoca alaridos allá donde se manifiesta. Estaba con la secretaria del jefe cuando he oído el griterío. Pregunté a la secretaria si se había declarado un incendio y me dijo que lo ignoraba. Eché una ojeada al pasillo y vi a Hach Thobane fuera de sus casillas. Pocas veces he visto gritar así.

– Quizá se pillara el pubis con la cremallera de su bragueta.

– No habría gritado tanto. Además, tenía a un tipo redondo delante. Hach iba seguramente tras él.

– ¿Cómo era de redondo ese tipo?

– Pues de esos que impiden a los polis buenos relacionarse inteligentemente con la gente con clase.

Lo veo venir.

Dejo mi lápiz sobre el secante y gruño:

– ¿Qué quieres, gusano?

Se vuelve a coger la barbilla con los dedos, como para dar con las palabras adecuadas, y luego concentra su mirada en la mía con intención de destrozarla.

– No nos visita a diario un maná del cielo, Llob. Me parece injusto que un malhumorado eche a perder los deseos de sus colegas porque se ha levantado con el pie izquierdo. En la Central vivimos a gusto. Ponemos buena cara, y eso nos permite aliviar algo nuestras deudas. Si prefieres caminar con babuchas, te las daremos gratis, pero deja que nosotros nos pongamos las botas.


Hemos profanado la integridad territorial de todos los cabarés del litoral, provocando ataques de apoplejía en el lustroso rebaño del Gran Argel. Hacia las once de la noche, llegamos al Sultanato Azul, un coto de caza privado erigido sobre una roca, en el paseo marítimo. Pido al inspector Serdj que me espere en el coche y subo la escalinata de mármol veteado del prestigioso establecimiento.

El eunuco enjaezado que ejerce de guardia en la entrada está en un tris de palmarla de indignación. Cada escalón que subo le sienta como una estocada. Cuando llego a su altura, intenta cortarme el paso al estilo alabardero.

– ¿Está usted seguro de que sabe dónde va, señor?

– No del todo, Casimiro, pero lo conseguiré.

Le enseño el tirante de mi Beretta 9 mm, lo aparto como si fuera una cortina y cruzo el vestíbulo con la valentía de un oso paseando por un campamento de exploradores. Unos putones pintarrajeados hipan de susto y se apresuran en ponerse a resguardo. Las ignoro y prosigo en mi trayectoria hasta un patio paradisíaco poblado de magníficas parejas que se deslumbran mutuamente en torno a una piscina.

Un aristócaca se sobresalta al descubrirme a su lado. Me mira de hito en hito y luego mira hacia el cielo, buscando el planeta de donde parezco haber caído.

– Bonita velada -le susurro.

– ¡Y usted que lo diga! -se atraganta, alejándose probablemente para dar aviso al equipo de descontaminación.

Me arreglo una corbata imaginaria y dejo mi mirada titubear entre las grandes fortunas. Allí están mis tortolitos, apalancados en un rincón muy tranquilo, dando la espalda al mundo entero. Me he topado con un montón de sirenas por las orillas de mi país, he quedado deslumbrado un sinfín de veces ante las egerias de Cabilia, pero la hurí que está ahí sonriendo, en la terraza del Sultanato Azul, alumbra por sí sola el mirador mejor que un fuego sacro. Es tan bella, con su melena crepuscular y sus ojos incandescentes, que no entiendo cómo el asiento que le hace de trono tarda tanto en incendiarse.

¡No! No los voy a molestar. Están tan encantadores, parecen tan felices. Aun cuando, junto a su compañera, Lino parece una sombra chinesca, no recuerdo haberlo visto tan lozano, relajado y contento consigo mismo. Los observo un rato, me sorprendo sonriendo cuando ríen, retorciéndome los dedos cuando sus manos se fusionan, enternecido, casi avergonzado de pisar con mis asquerosos zapatos el feudo de su idilio.

Sin hacer ruido, cuidando de no hacerme notar, doy media vuelta y regreso junto a Serdj al coche.

Capítulo 6

Desde hace un par de decenios, cada 31 de octubre, ya puede llover o ventear, amontono a Mina y a los críos en mi cafetera y pongo rumbo hacia el terruño. Incluso cuando estoy de servicio, me las apaño para que me sustituyan. Por nada del mundo me perdería la oportunidad de conmemorar con los míos el aniversario del inicio de la revolución. El primero de noviembre de cada año me reúno con mis antiguos compañeros de armas de Ighider. Acuden desde todas partes del mundo, algunos al volante de sus enormes cochazos, otros a bordo de vehículos desvencijados, y se juntan en el patío del decano del pueblo. Tras los abrazos homéricos y el tradicional vaso de té, desfilamos por el pueblo y el campo para depositar, en lo alto de la colina, una enorme corona al pie del monumento a los mártires. Allí se observa un minuto de silencio en memoria de los Ausentes, tras el cual a muchos de nosotros nos cuesta levantar la cabeza. Luego, el imán clausura el acto y todo el mundo regresa a casa del decano para hacer honor al mechuí *.

Creo que para el aduar, el día más edificante del año sigue siendo el primero de noviembre. Hasta Da Achur, que no sale prácticamente nunca de su caleta debido a su obesidad, se las apaña para reunirse con nosotros. Se desentierran los años muertos, las epopeyas del maquis, las bombas de napalm y las aldeas sepultadas; se alaba el carisma de tal muyahid, el patriotismo de tal tribu; se recuerda a aquellos que pagaron con su vida esa libertad que nuestros dirigentes de hoy intentan usurparnos; se suspira evocando los ideales que han ido al desguace, los juramentos hoy apresuradamente rescindidos; se recuentan las afrentas en que se han convertido nuestros silencios y nuestras renuncias; salen a relucir las quejas contra nuestros retoños entregados a los peligros de nuestras incertidumbres y, justo cuando se empieza a rozar la apostasía, todo el mundo se serena. Todos juntos, cogidos de la mano, nos apoyamos y nos prometemos proseguir la lucha hasta el final. Así, la tribu renueva sus compromisos ancestrales y renace de sus cenizas como una soberbia salamandra. Durante veinticuatro horas recupero mi dignidad. Ésta es la razón por la cual jamás me pierdo esa cita, que es, para mí, más que una peregrinación, una imprescindible absolución.

Es también, y sobre todo, por ese motivo por el que estoy a punto de reventar de cabreo en esta mañana de primero de noviembre del año de gracia presidencial, mientras me muero de asco metido en mi coche, frente a la cárcel de Serkadji, esperando que una escoria de asesino tarado se reincorpore a la sociedad porque una comisión de maricas incompetentes cree que el laxismo y la demagogia son los mejores avales de la reinserción, que cuanto más amable se es con un caimán, más posibilidades se tiene de amansarlo.

Una llovizna solloza sobre la ciudad mientras un viento desamparado se estrella la jeta contra los muros de las lamentaciones en que se han convertido nuestras murallas. Una leve bruma tiende su ropa sucia en la esquina de la calle. Diríase que toda la depresión del mundo se ha dado cita en nuestro país para hundirnos la moral. Como es día festivo, son muy pocos los que se ven tentados de cambiar el fétido calor de sus sábanas por el frío cortante de las aceras de tiendas cerradas y sediciosos baches. Aparte del agente de guardia delante del portón de la cárcel, patético en su solemnidad de farola que espera que un perro se acerque a mear a su pie, no se ve ni la sombra de un espectro. Sólo son las seis y cuarenta y dos minutos, y ya la mañana se arrepiente de haberse aventurado por este barrio de mierda en el que hasta los gatos observan una tregua. De no ser por el chisporroteo de la llovizna sobre las bolsas de basura destripadas, se oiría roncar al diablo.

Mecida por tanta monotonía, mi mirada empieza a ondear hasta no saber distinguir el vaho del parabrisas de la niebla que cubre mis pensamientos. Poco a poco, mis párpados van cayendo como un cierre metálico y los miembros se me agarrotan. La cabeza se me cae sola en alguna parte entre Mina y Morfeo… El zumbido de un motor me espabila; observo que la ceniza del pitillo se me ha caído sobre la bragueta y que el inspector Serdj se ha destrozado los dedos de tanto tamborilear sobre el volante.

Según el comunicado oficial, los felices beneficiarios del indulto presidencial quedarían en libertad a partir de la medianoche. Pronto serán las siete y el portón de la fortaleza se niega a escupirlos fuera. Serdj no está nada contento. La noche ha sido dura, gélida. Como el asiento está hundido, acabó durmiéndose contra la puerta, roncando como un descosido. Me dio pena. Debí ahorrarle este sufrimiento, pero no hubo manera de dar con Lino.

– Voy en busca de café, comisario. ¿Quiere un cruasán o pan con mantequilla?

– Esos pajarracos no van a tardar en salir.

Serdj consulta su reloj, haciendo una mueca evasiva:

– Todavía tenemos una horita por delante.

– ¿Y eso?

– A los presos se les suelta a las ocho en punto.

Pego un bote:

– ¿Cómo lo sabes?

– Llamé ayer al servicio permanente. Me dijeron que no era prudente abrir las compuertas del penal a la hora del crimen, que había que esperar hasta la mañana.

– ¿Pero qué me estás contando? ¿Y no me dijiste nada?

– Pensé que ya lo sabía.

– ¿Acaso crees que me he tirado toda la noche en esta asquerosa cafetera por gusto?

Serdj se siente turbado. Se frota la nariz y medio lloriquea:

– Pensé que quizá tuviera pensada alguna idea, señor.

– Piensas demasiado, inspector. Eso no es bueno para un poli.

El café sabe a enjuagadura, pero me ayuda a recomponer las ideas. Enfrente, el policía de guardia se ha volatilizado. Un grupo de fantasmas surge de no se sabe dónde, envueltos como momias en unos velos de un blanco dudoso. Se trata de mujeres, madres o esposas llegadas hasta aquí para recoger a sus queridos internos a la salida del penal, algunas acompañadas por chavales con los ojos hinchados de sueño. Caminan rozando las paredes, con la mirada perdida, y se acuclillan a ambos lados de la garita. Luego aparecen unos cuantos hombres, se agrupan lo más lejos posible de las mujeres y, con un pie apoyado contra la empalizada y la mano acariciándose la barbilla, acechan a los primeros indultados. Un extraño silencio, nacido de un malestar insondable, se cierne sobre la calle. Luego, en menos de treinta minutos, un enorme gentío invade la plaza. Un furgón maniobra hasta torcerse el chasis para abrirse paso en medio del barullo; es el equipo de televisión que ha venido a cubrir el acontecimiento. Un tipo grandullón salta sobre el asfalto con su cámara al hombro y pronto se le une una amazona desmelenada, con el micro bien a la vista para que se sepa que está ahí para currar, y no para que la zurren los carceleros. El grandullón empieza a filmar, hace un barrido por el montón de infelices, se detiene en un anciano al que la locutora acosa con preguntas estúpidas sobre la misericordia presidencial. El anciano mira a su alrededor, sin saber qué contestar. Una vieja lo empuja para colocarse ante la cámara y, quitándole de las manos el micro a la periodista, suelta una larga letanía. Cuenta los años que ha pasado sin su retoño, los trabajos infames que ha tenido que hacer para no morir de hambre, ella, una inválida de guerra. La periodista le señala que la generosidad del rais ha sido faraónica. La vieja lo admite de inmediato y, con las manos juntas, suplica al Señor que destine todas sus bendiciones al Padre de la nación. La periodista, encantada, la anima con la cabeza a que siga en esa línea. Detrás se oye un chirrido; todo el mundo se queda paralizado. Se entreabre la puerta y se vuelve a cerrar antes de abrirse del todo con un crujido. Van saliendo los primeros indultados. Extrañamente, nadie va a su encuentro. La periodista aprovecha ese momento de indecisión para abalanzarse sobre un superviviente envuelto en una barba de asceta que se presta doctamente al juego de preguntas y respuestas. Manifiesta su alivio por recuperar a los suyos, a sus amigos, las calles de su ciudad y la mezquita, que Dios ha cumplido sus deseos y que a partir de ahora va a servirlo y no decepcionarlo. Con respecto al indulto presidencial, añade que es Dios el que pone la bondad en el corazón de los hombres, y que el rais no tiene más mérito que el de no obstinarse en su extravío. A la periodista no le hace gracia y ordena a su cámara que deje de rodar. Acabada la entrevista, las familias acuden en tropel junto a los suyos. Los críos se echan al cuello de sus padres; los ancianos a los brazos de sus pillastres; las mujeres, púdicas, se limitan a sollozar.

Serdj vigila a los liberados, saltando de la foto que nos proporcionó el profesor Aluch a las caras desgreñadas que desfilan bajo el pórtico de la cárcel. Por fin aparece SNP, empaquetado en un kamis * impecable. Es grande como un forzudo de feria, con dos ojos inexpresivos incrustados en una cara maciza. Se echa a un lado para no taponar la entrada y espera, con los brazos cruzados sobre el pecho. El gentío empieza a dispersarse; la calzada recupera sus baches. El furgón de la tele se va, seguido por el racimo de periodistas. Pronto, sólo queda en la acera un grupúsculo de liberados un tanto desorientados. Un coche negro se detiene ante la cárcel y se abre una de sus puertas. SNP entra en la parte trasera, junto a alguien que lo está esperando.

– Síguelos -suelto a Serdj.


De pie delante de la ventana, finjo mirar la ciudad arropada por su contaminación. En realidad, estoy espiando el reflejo de Lino en la ventana. El teniente, con las manos en los bolsillos y la boca ladeada, parece disgustado. Lleva una chaqueta de ante auténtico, una camisa satinada abierta que deja al descubierto una imponente cadena de chulo, rutilante sobre el vello de su pecho. Su pantalón de impecable raya luce un cinturón dorado y sus zapatos recién abrillantados relucen como soles. No necesito cuidar mi resfriado para advertir que se ha echado un tarro de perfume encima.

Desde que se ha prendado de su vampiresa, Lino está cada vez más coñazo. Lo que más me fastidia es constatar que mi autoridad empieza a flaquear en la Central, pues ni siquiera consigo meter en cintura a mi colaborador más directo.

Finjo interesarme por las callejuelas encenagadas para ver lo que puede aguantar mi perillán. Lo conozco, sus convicciones carecen de fuelle, y no es pavoneándose en plan vacilón como me va a convencer de que se las sabe todas.

Lino siente que le estoy observando. Procura mantener la boca ladeada y la ceja en alto. Al cabo de esa ineficaz desenvoltura, consiente en sacarse las manazas de los bolsillos y agarrarse las caderas con ellas.

– ¿Puedo saber por qué se me obliga a perder el tiempo en esta jaula de fieras, comisario?

Meto el dedo por el cuello de mi camisa para que se entere de lo poco que vale. El teniente menea la cabeza, hincha las mejillas y exhala un suspiro. Se vuelve a meter las manos en los bolsillos.

Ya harto de luchar, se acerca a mi mesa.

– ¿Se puede saber lo que tienes conmigo, comisario Brahim Llob?

Me doy por fin la vuelta, el dedo inapelable:

– Tus fintas de cateto advenedizo te las guardas para los botones, ¿te enteras? Cuando se ha faltado y se tiene un mínimo de civismo, se pide perdón.

– ¿Qué he hecho esta vez? -pregunta el muy hipócrita.

Me tiembla el dedo y, ante tan desesperante cretinismo, me doy por vencido.

– Es cierto que me ausento de cuando en cuando -reconoce-, pero por eso no se acaba el mundo. Aquí, en la Central, nadie es asiduo.

Para no perder la calma, me limito a sacar un folio de la carpeta y se lo acerco:

– En veinticinco días has faltado diecisiete veces, te han cubierto cinco veces las guardias, te has escaqueado otras tantas durante una misión, jamás has dado cuenta de tus movimientos y ni una sola vez te has dignado justificar tus retrasos. Desde luego, en la Central nadie se mata a trabajar, pero la Central tiene un director, y no soy yo. Yo llevo un servicio de investigación y no quiero que se me tome por el pito del sereno. Soy tu superior, tu jefe, tu manitú -ahí Lino ríe sarcástica y ostensiblemente-. Y exijo que me des razón de tus ausencias y que me digas dónde estás, allá donde te lo estés montando. Si te parece que esto es mucho pedir, ya sabes lo que te queda por hacer.

– ¿Y qué me queda por hacer?

– Un folio, un bolígrafo y me redactas tu dimisión.

– No tengo intención de echar a perder mi carrera en un momento tan bueno.

– En ese caso, debes adaptarte al reglamento.

Lino mueve la cabeza. Como buen camandulero, se aprieta las sienes con los dedos, haciéndose el ofendido, mientras encuentra un pretexto solvente, y suelta:

– ¿Joder, por qué nadie intenta comprenderme?

Me dirige una tierna mirada:

– Es normal que los demás la tomen conmigo. Pero tú no, comi… ¿Acaso no ves que estoy viviendo el mejor momento de mi perra vida? Sólo por eso me merezco una mayor indulgencia.

– Eso no es motivo. Eres un poli y tienes tus obligaciones.

– Esto se irá normalizando, comi. Volveré a mi vida normal. De momento, me siento como catapultado a un cuento de hadas. Es como si caminara sobre las nubes.

– En las nubes hay agujeros.

– ¡Qué se le va a hacer!

– En ese caso, debes elegir: las nubes o la calle.

El teniente está aterrado. Se le dilatan las ventanas de la nariz y le llamean las pupilas.

– Me da mucha pena, comi.

– No puedo hacer nada para evitártelo.

Ante mi firmeza, vuelve a suplicar:

– ¡Narices, que estoy enamorado! Me he topado con mi alma gemela. Me siento colmado, feliz, estoy viviendo un sueño, un maravilloso ensueño.

– Tan maravilloso que no te das cuenta de que la cadena de tus acreedores está creciendo como una tenia.

Ante eso se queda petrificado. Se le descompone el semblante y le invade la ira. Tiembla de pies a cabeza, se destroza los dedos, hace lo imposible por no romperme la cara.

– Ya veo que las malas lenguas han dado con un bonito tema de conversación. ¿Quieres mi versión, comi? Son unos envidiosos. Mi felicidad les da unos celos de muerte. En cuanto a mis acreedores, pronto les pagaré. Otra cosa, no soy un primo. Cierto es que gasto pasta, pero sólo para maquearme. No pago nada, ni una factura. Los restaurantes, los clubes, las salidas, ella es la que afloja. Mi chica está forrada. No le interesa un asqueroso sueldo de poli; ni siquiera el poli, sino el hombre que hay detrás. Ha dado con su hombre. Lo trata con mucho miramiento. ¿Sabes cuánto vale esta sortija de sello? Un riñón. Me la regaló ella. Y esta cadena de oro macizo, de gran marca parisina, ¿sabes cuánto cuesta? Un huevo. Me la regaló ella. Y este reloj Rolex, ¿sabes cuánto cuesta…?

– A mí me la pela lo que cueste. Aquí tampoco se trata de factura, sino de un teniente de la policía que demuestra una abrumadora falta de sesera. Me parece cojonudo que estés viviendo el gran amor de tu vida. Pero de ahí a creerte que estás solo en el mundo me parece imperdonable. Tienes un despacho, y mucho que hacer; tienes que cumplir con tu tarea, y punto. Te sobra el tiempo para lo demás, y puedes hacer con él lo que quieras.

– Yo…

– ¡Basta, teniente Lino! A partir de hoy, quiero verte en tu despacho en tus horas de servicio. ¡Y ahora, aire!

Lino se queda boquiabierto durante un minuto, tras el cual comprueba que su alegato no ha funcionado. Se aparta el mechón, se da la vuelta y abandona el despacho dando un portazo tan fuerte que Baya suelta un grito desde el despacho de al lado.

El inspector Serdj llega justo en el momento en que Lino se va. Despeinado por la borrasca, se queda plantado en la misma entrada, con su agenda pegada al pecho, sin saber si debe entrar o volver más tarde. Me tomo el tiempo de digerir la afrenta del teniente, y luego le señalo una silla. El inspector se sienta, encogiéndose todo lo que puede. Su respeto por mí se parece tanto al temor que aún sigo sin saber dónde situarlo. Adelanta la silla con un crujido que le afila la nariz, deja su cuadernillo sobre la mesa y se pone a revisar sus notas para que me vaya calmando.

– ¿Qué? -lo zarandeo.

Se rasca la sien, se enreda durante cinco segundos y dice:

– Nos faltan efectivos, señor comisario. La sección del teniente Chater está en un cursillo de perfeccionamiento. Hemos hecho algunas punciones en las demás secciones, incluso en la de tráfico y entre los recién llegados. La tarea lo requiere. No podemos establecer una vigilancia permanente en el domicilio de SNP. Por supuesto, he movilizado a tres confidentes. Se hacen pasar por vendedores de cacahuetes o de tabaco, pero, al caer la noche, no tienen más remedio que largarse para no llamar la atención. Nuestros equipos de vigilancia tienen diez hombres, dos de los cuales son agentes de investigación. Al cabo de una semana, están agotados. Normal, las guardias son de ocho horas, y las recuperaciones, casi nulas, puesto que regresan a sus puestos al acabar su turno de guardia.

– ¿Esto qué significa, que lo dejamos?

– Me limito a exponerle a grandes rasgos nuestras dificultades, señor comisario.

– No me convence. Puedes encontrar otros hombres. No hay más que echar una ojeada por los pasillos de esta jaula de grillos que es la Central. Aquí sólo se menean cuando están extorsionando a los vendedores sin licencia.

– Los demás jefes de servicio se niegan a colaborar. Dicen que necesitan una orden escrita y firmada por el director.

– Pues nos las apañaremos sin su jodida cooperación.

– ¿Con qué?

– Ése es tu problema, inspector.

Serdj agacha la cabeza. Veo su nuca despeinada, donde sus canas se retuercen en el pescuezo. Es la nuca más lamentable que haya tenido ocasión de examinar.

– Veré lo que puedo hacer, señor comisario.

Asiento con un gruñido y le pido un informe completo de la situación del chalado.

– No ha salido una sola vez de su escondrijo -cuenta el inspector-. Ni siquiera al patio. Desde que se ha encerrado a cal y canto, evita acercarse a las ventanas.

– ¿Hay alguien con él?

– No hemos visto a nadie.

– ¿Pero cómo narices vive? Tendrá que comer, que aprovisionarse en alguna parte. ¿Estás seguro de que está vivo? A lo mejor la espichó mientras tus hombres estaban mirándose el ombligo.

– No está muerto, comisario. No se acerca a las ventanas, pero le hemos visto con prismáticos cuando rezaba. Una sola vez, al segundo día de su liberación, apareció el cochazo negro. Entró en el garaje y salió al cabo de una media hora. Había dos tipos en su interior. No vimos gran cosa.

– Motivo por el cual debes arreglártelas para obtener un máximo de información sobre esa escoria psicopática.

– He conseguido hacerme con una copia de su expediente. La prensa de la época lo llamaba el Dermatólogo.

– ¿Era un auténtico dermatólogo?

– En sentido propio y en el figurado: acababa con el pellejo de sus víctimas, y luego los despellejaba como conejos. Y no con un cuchillo, ni con un cepillo metálico, ¡con las manos, sólo con las manos! Aparte de esto, el tío es un enigma. Ni parientes, ni amigos, nada.

– Sin embargo, se le juzgó y condenó.

– Fue, a todas luces, una chapuza. Da la impresión de que ni la policía ni la justicia se entretuvieron demasiado con el caso. Un hombre se entrega, confiesa unos asesinatos que nadie comprueba. Se le lleva de inmediato ante los tribunales. Se le encierra con una condena a perpetuidad, y caso archivado. Por entonces, el nivel de competencia institucional dejaba mucho que desear, pero aquí, realmente, se pasaron. El informe apenas consta de unos cuantos folios, con unas actas hechas con los pies. Ni siquiera se molestaron en averiguar de una vez por todas la identidad real del acusado.

– ¿Y la casa?

– Pertenece a un tal Jaled Bachir, un rico tratante de ganado, de condición altruista. Antes de cobijar a SNP, servía para hospedar a los imanes de la ciudad. Su propietario la ha puesto a disposición de la mezquita.

Apoyo la nuca sobre el respaldo de mi sillón e intento poner en orden mis ideas.

Me pregunto si el profesor Aluch no se ha pasado un poco.

Con un trozo de lápiz dibujo un círculo sobre mi papel secante, luego otros dos minúsculos en su interior, luego dos semicírculos de cada lado del círculo inicial; observo que no adelanto nada, suelto el lápiz, junto los dedos debajo de la barbilla y miro fijamente al inspector.

– ¿A ti qué te parece todo esto, Serdj?

– No sé, comisario.

Abro los brazos, descuelgo mi chaqueta y me apresuro a ahuecar el ala.

Capítulo 7

En casa todo resulta de lo más banal. Mohamed se ha metido en la cama antes del anochecer. Al parecer, se ha pasado el día de arriba abajo en busca de un empleo decente. Los otros dos están de malas en su habitación. Mina y Nadia se diluyen entre las pringosas emanaciones de sus ollas. Me arrastro hasta el salón, me desato los cordones y me quito los zapatos. Muy pronto, un olor a pies se expande por la sala. Me hundo en el diván y aprieto el mando de la tele. La pantalla de mi viejo televisor Sonelec tarda una eternidad en encenderse y me propone un insípido documental sobre el complejo siderúrgico de El-Hadjar, florón del proyecto socialista a la argelina, edificado a golpe de eslóganes triunfalistas y de malversaciones por parte de todos. Mis hijos me reprochan que me niegue a instalar una antena parabólica en casa. Es cierto que las cadenas extranjeras son atractivas, pero, con las obscenidades gratuitas que abundan en los platós y las escenas de sexo, que son la base de la inspiración cinematográfica, es imposible verlas en familia. Como no tengo medios para comprar otra tele, me hago el devoto inflexible y obtuso.

Mina llega con café y un plato lleno de pasteles. Me sirve y se sienta enfrente sobre un puf ajado; sus ojos de esposa abnegada me comen.

– ¿Quieres que te prepare un baño?

– ¿Hay agua en los grifos?

– No, pero aparté un par de bidones para ti.

– No merece la pena gastar nuestra reserva de agua potable. Además, ya me duché la semana pasada.

Luego, susceptible como una urticaria, arremeto contra sus reservas mentales e indago:

– ¿Por qué quieres que me bañe? Piensas que empiezo a oler mal.

Se golpea el pecho, indignada.

– Brahim, ¿a qué vienen esas interpretaciones?

Parece sincera.

Para hacerme perdonar, le propongo:

– ¿Qué te parece si salimos esta noche? Iremos al paseo marítimo para mirar los barcos, o bien a la calle Larbi Ben M'hidi para ver escaparates. Necesito tomar un poco el aire.

– ¿Solos tú y yo?

– Los niños ya son mayorcitos para apañárselas solos. No tardaremos. Me apetece invitarte a un bocadillo de merguez * o a un gran sorbete en Ice Krim.

Mina me toma las manos.

– Me arreglo un poquito la cara, me cambio de vestido y soy toda tuya.

– No te pintes demasiado los labios. Ya sabes cómo me pongo cuando te miran más de la cuenta.

– Ya, pedazo de zalamero, soy demasiado mayor para llamar la atención de los mirones.

Se levanta y va a ponerse guapa.

Nada más tomarme el café, llaman a la puerta. Es Furulú, Un chaval que vive en el sexto piso. Mueve el pulgar por encima de su espalda y me informa de que un moreno grasiento y canoso me espera abajo y quiere charlar conmigo.


El fulano que me espera en la calle es una especie de sapo-búfalo, muy en boga en el país en estos años de vacas flacas. De esos que se zampan un kilo de lechugas y cagan diez. Contrariamente a la rana de Jean de la Fontaine, ha conseguido de manera magistral su mutación bovina. Rematado por una enorme cabeza de becerro, blanca y rapada, como las que exponen en sus escaparates las carnicerías francesas, ostenta, un bocio más abajo, una panza capaz de contener dos airbags, un globo sonda y, con un poco de buena voluntad, un buen paquete de arpilleras. A pesar de las gafas oscuras que le ocultan el rostro a la manera de un parabrisas de coche oficial y su traje italiano de estreno, a pesar del rutilante Mercedes que conduce con la gracia de un hipopótamo encajonado en un acuario y de la bella y sonriente señorita sentada a su lado, no consigue despojarse de su aspecto de cateto arribista y maloliente. Pero el muy cerdo está forrado, y no lo oculta.

Sin salir de su carroza, acciona la ventanilla eléctrica y me tiende una mano ensortijada, como lo haría un sultán dando su beneplácito al juramento de fidelidad de su corte.

– Espero no molestarte -muge, pérfido.

– Molestarías a una rata en su tumba.

Su panza se estremece con una breve risa, que lo deja sin aliento.

– Maldito Brahim, como siempre, tan cortés como un pedo en una sesión de yoga.

– Eso demuestra que el mundo no ha cambiado.

– ¿Estás seguro?

– No pretenderás hacerme creer que el fango ha dejado de fascinarte.

Mira hacia su compañera para asegurarse de que no está conmocionada por mis palabras, le suelta algunos consejos, abre la puerta y me aleja de su Dulcinea.

– Deberías cuidar tu lenguaje, Brahim.

– La Seguridad Social no cubre ese tipo de terapia. ¿Por qué has venido a aguarme la tarde, Hadi Salem? ¿No te parece que tu amiguito el dire ya me persigue bastante?

Hadi Salem fue compañero de promoción. Eligió convertirse en polizonte y ampararse tras la ley para darle mejor por culo. Pero era una nulidad en los estudios y, al final de nuestras prácticas de formación en la escuela de policía, sus pésimas notas y sus aleatorias predisposiciones profesionales imposibilitaron que se le destinara a un servicio operativo sin preparar previamente el terreno para las catástrofes. Se le envió a una oficina auxiliar, donde su tarea se limitaba a clasificar las facturas y las declaraciones manifiestamente falsas en el sótano de los archivos. Y allí, en la penumbra propiciatoria de los cuartuchos, que no tardó en influir en la negrura de sus intenciones, aprendió a trapichear, luego a maniobrar con más holgura, y se descubrió una vocación que encandiló a todos los jefes turbios y a los aprendices de corruptos de su unidad: se convirtió en el hombre de los casos oscuros. Su olfato de sabueso fracasado iba a alejarlo de las pistas criminales y a atraerlo a las de los apetitos personales. Sus galones de inspector consolidaron su tráfico de influencias. Empezó a vérsele mucho más con los alcaldes turbios y en los bares fraudulentos que con una lupa en la mano tras las huellas de un delincuente. Poco a poco fue conociendo a gente interesante, penetrando en sus secretillos e interviniendo, aquí y allá, para archivar un expediente explosivo y hacer desaparecer los cuerpos del delito. Cuando se hizo con un pequeño capital, se introdujo en el sector inmobiliario para blanquear su dinero. Detenido una vez, obtuvo el beneficio de la duda. A su vez, se puso a untar a sus superiores, quienes, agradecidos o engolosinados, cerraron los ojos ante sus artimañas. Su fama de Midas llegó hasta la alta jerarquía. Los jefazos de la policía lo juzgaron discreto y eficaz, un negociador emérito, y le confiaron la gestión de sus pequeños negocios paralelos. En diez años consiguió enriquecer al conjunto de los cuadros influyentes del Ministerio del Interior y fue trepando con la facilidad de un jerbo. Comisario, y luego comisario de división, llegó al gabinete del ministro en calidad de consejero pluridisciplinar, experto en todo tipo de chanchullos. Hoy, Hadi Salem dirige una empresa de seguridad muy importante y posee una fortuna tentacular cuyas ramificaciones han traspasado las fronteras del país.

Abre un paquete de cigarrillos americanos y me ofrece uno:

– Son auténticos Marlboro, comprados en París.

– No gracias, perjudican gravemente la salud.

– ¿Has dejado de fumar?

– No obligatoriamente, pero en mis paquetes argelinos no vienen indicaciones disuasorias.

Suelta una risotada, enciende un mechero de oro macizo y me echa el humo a la cara.

Adopta un tono serio y preocupado:

– Brahim, he venido a hablarte como un hermano.

– Ignoraba que mi madre tuviese otros amantes.

– Por favor, deja tu sarcasmo en la dentadura postiza e intenta ser amable. Tengo un amigo que está preocupado. Está viviendo un dilema. Le encantan los polis y lamentaría tener que escacharrar a unos cuantos por un quítame allá estas pajas. Es un tipo cojonudo, muy generoso y desinteresado. Muy amigo de nuestros jefes. Y no entiende por qué un madero de tres al cuarto se mete con él. Esta mañana ha venido a verme a mi despacho. Su relato me ha conmovido, te lo aseguro. Me dio tanta lástima, y me avergoncé tanto de nuestra institución, que deseé que me tragara la tierra. Cuando nosotros, los altos ejecutivos de la policía, hacemos lo indecible para dar lustre a la profesión, unos maderillos sin apenas galones escupen en la sopa y dejan al ministerio a la altura del betún. He preguntado a ese amigo por qué no ha acudido directamente al ministro, que es colega suyo. Agárrate; el buen hombre me ha declarado que no quería echar a perder la carrera de un joven oficial sólo porque se haya pasado un poco. Se me saltaron las lágrimas, wallah laadim *. Sin embargo, tiene mucho poder. Le basta con chasquear los dedos para aplastar al más duro de nosotros. ¡Pero no! Se niega a abusar de su notoriedad, sólo quiere que se haga entrar en razón a esa oveja negra…

– Supongo que tu buen samaritano es Hach Thobane.

– Has dado en el blanco.

– Y que el oficial poco delicado es Lino.

– No se te puede ocultar nada.

– Es porque la vergüenza ya no ofusca a nadie, Hadi.

– Eso es exactamente lo que le he dicho a Hach Thobane. ¡Menudo idiota!

– ¿He soltado alguna gilipollez, Brahim?

Cabeceo, desesperado.

– Se te ha subido a la cabeza el tocino de la panza.

Se pone rojo. Sus mofletes aletean como las orejas de un elefante. Suelta un suspiro capaz de hinchar una vela y gime:

– ¿Ves? Te niegas a atender a razones. Contigo, siempre hay algún problema. Vengo en plan amigo y me recibes como si fuera un indeseable. Te hablo de un malentendido y tú lo conviertes en un diálogo de sordos. Intento ser amable y aprovechas para ser desagradable.

– ¿Se puede saber para qué has venido a verme?

– Para que pongas límite a las indelicadezas de tu teniente… si es que lo sigues apreciando.

– Ya lo puse en su sitio esta tarde.

Se quita las gafas para verme mejor, busca la trampa y no la ve por ninguna parte. De repente, se le animan los mofletes de alegría.

– ¿Le has hablado del tema?

– He sido firme con él.

– ¿Y qué piensa hacer? Quiero decir, ¿acepta renunciar a Nedjma?

– ¿Qué Nedjma?

– La chica con la que sale.

– ¿Se llama Nedjma?

– Eso no tiene importancia. Lo más importante es que tu teniente pase página y se vaya a husmear a otra parte. Tampoco vamos a permitir que nuestros subalternos atenten contra nuestra integridad.

Le pido con un gesto que aparte su pitillo imperialista, que me está irritando los ojos, y le explico en tono sosegado:

– He dicho a mi teniente que a partir de ahora tiene que llegar a su hora al trabajo, que no toleraré ninguna ausencia ilegal y que no voy a permitir que me pise los callos.

– Excelente. ¿Crees que se ha enterado?

– ¡Y tanto!

– Fantástico. Voy a tranquilizar inmediatamente a Hach Thobane.

– Ojo, Hadi. Le he echado una bronca al teniente, no al gigoló.

Frunce el ceño, aplasta su pitillo contra la pared de mi edificio. Le tiembla la mano y hace unas muecas muy feas con los labios.

– ¿Qué significa esa jerigonza?

– El teniente tendrá que llegar a su hora al trabajo. Lo demás, sus veladas, sus fines de semana, sus putillas, eso es su vida privada. Ya es mayorcito para saber lo que hace.

– Me temo que tu mequetrefe no da la talla. Hach lo va a aplastar como a una mosca.

– No es asunto mío.

– Sí, será culpa tuya. No habrás hecho nada para disuadir a tu cachorro. Y, de rebote, de alguna manera te va a salpicar el escándalo que este asunto va a provocar. Te recuerdo que Hach Thobane tiene mucha manga. Es un gran revolucionario.

– Puede hacerse un pilón con su revolución y sentarse encima. Eso es asunto entre él y Lino y no me quiero meter.

– ¿Cómo te atreves a hablar así de uno de nuestros más valientes muyahidin?

– Es el vuestro, no el mío. Para mí, no es más que un pedazo de capullo de falso devoto que roba con la misma facilidad con la que respira y que no se merece más respeto que un follacabras al que se le ha quedado pillado el pito entre los dientes de un macho cabrío.

– ¡Oh! -se indigna Hadi.

Retrocede hasta su Mercedes, muy disgustado, me mira intensamente durante diez segundos, se mete dentro y arranca haciendo chirriar los neumáticos.

– Eso es, gilipollas -refunfuño-, lárgate y no vuelvas por aquí a viciar mi oxígeno.


Mina va muy peripuesta. Se ha puesto el último vestido que le regalé, es decir, hace tres años, algo de rímel para suavizar su embelesadora mirada y una imperceptible capa de polvo en las mejillas. Está preciosa. Pero nada más ver la cara que traigo al regresar, comprende que su velada se ha echado a perder. Estoica, relega su entusiasmo como quien retira una denuncia y se da la vuelta hacia su dormitorio para ponerse de nuevo el delantal.

– ¿Dónde vas? -le pregunto.

– Pues a cambiarme.

– ¿Por qué?

– Te han vuelto a poner nervioso.

– Es verdad que me han puesto nervioso. Pero no vamos a permitir que unos desgraciados nos perturben.

Le ofrezco mi brazo.

Mina titubea. Luego, al ver renacer mi sonrisa como si fuera un amanecer de ensueño, me rodea el codo con la mano y me sigue hasta la calle. Esta noche, Mina y yo nos vamos de marcha a ponernos hasta las patas.


Llego a la oficina a las ocho y cuarto. Lino ya está ahí, con la camisa arremangada hasta los hombros y lápiz en mano. Está apoyado sobre una pila de asuntos pendientes y trabaja. Al verme llegar, echa una mirada significativa al reloj de pared.

– Siempre va adelantado -gruño para mandarle a paseo.

Lino suelta una risotada, vuelve a sus papelotes y finge ignorarme. Junto a su máquina de escribir humea todavía su taza de café y, al alcance de la mano, una colilla agoniza dentro de un precioso cenicero de concha. Lo cual demuestra que lleva allí menos de veinte minutos. Lino se fuma tres pitillos por hora. Suelto a mi vez una risa cáustica y mando al ordenanza por café.

El primer asalto entre el teniente y yo es de pura observación, asimismo el segundo y el tercero. Él se niega a sustraerse a sus expedientes, yo me prohíbo dar el primer paso. Cuando regresa el ordenanza, y tras un buen pitillo negro con sabor a pelo de gato, llamo a Baya y le pido que se siente frente a mí. Obedece y abre su agenda en la página del día.

– Es para un parte de servicio -le digo.

– Le escucho, señor comisario.

– Objeto: las ausencias…

Lino acusa el golpe. Se le estremece el mechón. Pero se recupera y se concentra en sus folios.

Dicto el parte de servicio a la secretaria, articulando debidamente e insistiendo en las palabras adecuadas. Satisfecho con la disposición de mis frases cortas y afiladas, con mis juiciosas comas y la firmeza de mis advertencias, añado:

– Quiero que esta nota figure en todas partes, incluso en el váter. Así, nadie podrá decir que no se había enterado.

Baya echa una furtiva mirada hacia el teniente. Éste le devuelve la pelota, como para decirle que no le impresiono y que piensa tener por mi parte de servicio tanta consideración como por un Kleenex.

Doy a entender a Baya que para mí su presencia ya está de más. Respinga la nariz y se levanta con la agenda pegada a los pechos.

Lino hace chasquear adrede sus expedientes sobre la mesa, uno tras otro. Me está diciendo con ello que los litigios que contienen están resueltos. Por la velocidad con que pasa las páginas, entiendo que tiene la cabeza en otra parte. Hacia las nueve, aparta sus demás papeluchos y se aprieta las sienes con los pulgares. En dos ocasiones se le va la mano hacia el teléfono y se bate en retirada. Suspira, carraspea, saca un periódico, tantea el crucigrama, esboza una caricatura y deforma el dibujo antes de emborronarlo. Las mandíbulas se remueven como poleas en su tenso rostro. Para exacerbarlo aún más, planto los pies sobre mi mesa poniéndole de frente las suelas de mis viejos zapatones. En el despacho, el silencio está cargado de sorda animosidad.

Pasa un coche por la calle, y es como si una descabellada idea se le hubiese cruzado a un alcalde siempre dispuesto a introducir un suplemento de desamparo en la cotidianidad de un populacho cuya deriva viene de lejos. Lino cede, agarra el aparato y, ocultándolo con el brazo, marca un número. El rostro se le sigue contrayendo y flamea cuando descuelgan.

– ¿No me echas de menos, cariño…? Como no me has llamado… -consulta su reloj-. Las nueve y treinta y dos, exactamente… ¡Ay!, se me había olvidado que nunca te levantas antes de las doce.

Lino, que pretendía impresionarme llamando a su Dulcinea, se da cuenta de que ha metido la pata. Si me diera por llamar a Mina a las tres de la mañana, jamás se le ocurriría colgarme en seco. Coloca el auricular en su sitio, coge un boli y se dedica a desfigurar, uno por uno, los retratos del periódico.

De repente, por el pasillo resuenan unos taconazos furibundos. El teniente azuza el oído como un animal en celo que olisquea la cercanía de una hembra. El martilleo se intensifica, se acerca, se bifurca y se mete en el despacho de Baya. Unas sillas se apartan brutalmente. Oigo a mi secretaria gritar: «¡Oiga, que no está usted en su casa!». Una voz cortante le replica: «¡Lo sé!». De inmediato, se abre atropelladamente la puerta de mi imperio a pesar del valor de Baya. Se me viene encima una dama y estrella su puño de majorette contra mis papeles.

– ¿Es usted el comisario Llob?

No me gustan nada esos modales. Sin embargo, aguanto el chaparrón. La dama me interesa. Es de las que saben cabrearte como nadie. Me recuerda mis años juveniles de militante del FLN. Todo su ser irradia una energía cibernética. Me llaman la atención la firmeza de sus puños, la agudeza de su mirada y la severidad de su moño. Esa pequeñaja, ceñida en un austero traje de chaqueta, con sus gafas de sindicalista y su frente alta, oculta una auténtica bomba. Conozco a las argelinas: son de cuidado. De modo que, cuando a una se le ven a las claras las intenciones de montar el número, es una estupidez plantarle cara. Así pues, me repantingo en mi sillón, me llevo las manos a la barriga y me limito a contemplarla. Es magnífica, y su ira constituye por sí sola un hechizo. Lino, en su rincón, también está bajo el efecto de su encanto, salvo que con la mirada gacha.

– ¿Es usted? -pregunta apuntándome con el dedo.

– ¿Quién me honra con su presencia?

– La Justicia.

– No le veo la venda.

– Está claro que es usted quien la lleva puesta, ya que no sabe dónde se mete. No me voy a andar con rodeos. Éste es mi último aviso. Si, en la próxima media hora, no levanta usted el estúpido dispositivo de acoso que ha desplegado en torno a mi cliente, lo arrastraré por los tribunales hasta que la panza se le quede pegada al espinazo. Le recuerdo que el señor SNP se ha visto favorecido por el indulto presidencial. Nada le autoriza a cuestionar o tomarse a broma esta medida, señor comisario. Por ahora, me limito a dirigirme directamente a usted para recriminarle su abuso de poder. La próxima vez me saltaré ese trámite, y entonces oirá hablar de la señora abogada Wahiba.

Dicho esto, se da media vuelta y se va como vino, como un torbellino.

– ¡Vaya por Dios! -dice Lino.

Capítulo 8

Monique nos ha invitado a cenar. Insistió mucho. Le dije que no tenía por qué tomarse la molestia. En realidad, estaba reventado y tenía ganas de plantarme frente a la tele para ver con tranquilidad el partido JSK-Olympique El Jrub, para la eliminatoria de la Copa de Argelia. Monique me recordó que tenía tele en casa y que Mohand estaría encantado de echar un rato de palique conmigo. Me hice de rogar durante un minuto, indeciso, y luego, cuando la alsaciana empezó a enumerar los platos regionales que estaba cocinando, acabé cayendo en la tentación.

Tampoco Mina tenía ganas de salir. Puso por pretexto una migraña para escabullirse. Le señalé que si quería ahorrar algo, ésta era una oportunidad. La última vez que sacudimos nuestra hucha tuvimos antes que limpiarle las telarañas que la tenían momificada. Se lo pensó y, razonablemente, se puso el vestido y se apresuró a alcanzarme en la escalera.

Nos metimos en nuestro cochecito y fuimos a comprar unos pasteles a la pastelería más barata del barrio para no llegar a casa de nuestros anfitriones con las manos vacías. Como aún era de día, decidimos dar un paseo por la ciudad para hacernos un hueco en la panza y almacenar, en una velada, lo suficiente para seguir rumiando hasta las próximas elecciones.

Argel se deja vivir. No es una ciudad que persevere en sus ideas especialmente, pero, igual que un condenado la víspera de su martirio, intenta sacar provecho de los escasos momentos de respiro que los duendes le conceden. Diríase que evita mirarse de frente. Quizá porque no haya nada que ver. Además, a la gente le importa un pepino. La calle Larbi Ben M'hidi está atestada de campesinos venidos de las regiones más lejanas para sobornar a subalternos listos y golosos. Unos golfos se pavonean por las aceras, con la camisa abierta y gruesas cadenas de oro; otros van por la vida de escaparates y se molestan cuando las señoritas no se detienen para mirarlos. Y otros, menos ricos, exhiben el vello de su tórax olvidando que los prominentes huesos suspensos sobre su famélico vientre comprometen seriamente sus posibilidades de seducir a una cartomántica falta de lubricación. A Mina le hacen gracia sus pantomimas, y sonríe. Debe de traerle un montón de recuerdos. Yo, con veinte años, era más temerario. En aquella época pesaba tanto el honor de la tribu que para cepillarte a una falsa virgen tenías que cumplir previamente con tus oraciones. Recuerdo que la primera vecina que me beneficié en el lavadero de mi tía era veinticinco años mayor que yo. Era tan peluda que no paraba de estornudar cada vez que mi dedo conseguía abrirse paso hasta la carne firme. Así y todo, apenas me había bajado los calzoncillos, su pelambre se había vuelto a enmarañar con tal rapidez que perdía mis puntos de referencia. Cuando le cuento esta historia a Mina, se pone tan triste que lamenta habérselo pensado tanto antes de acceder a casarse conmigo. Pero aquellos tiempos ya no son los de hoy. Las pasiones yerran su objetivo y los sueños se fabrican en otra parte. Argel no ha perdido del todo su alma, pero, mires donde mires, percibes que las cosas no van bien. Uno se muere de ganas de pasear hasta la orilla del mar, pero, una vez allí, en lo único que piensa es en regresar cuanto antes a casa. Los destellos que hasta hace poco inspiraban a uno, ahora, de repente, le preocupan. Todos aquellos pequeños detalles que realzaban el encanto de la ciudad han desaparecido. Los cafés parecen madrigueras, los cines están precintados, las explanadas y parques deteriorados y a merced de los desengaños. Al pobre diablo sólo le queda recorrer a paso largo las calzadas leprosas, durante todo el día, con el oído asaltado por obscenidades y la nariz magullada por el tufo de los figones. Imposible sentarte a una mesa sin que un amargado te imponga su mala sombra, imposible asomarte por una rampa sin tener la tentación de saltar al vacío. El Bahja sufre. Ya no le queda pudor para ocultar su ajamiento. Su dolor es flagrante, su hartura sobrepasa los límites. Aquí y allá unos policías desaliñados se dedican a fastidiar a la gente, eso cuando una pelea no congrega a una enorme muchedumbre en cualquier espacio público. Un insondable malestar está pervirtiendo las mentes. La invectiva pretende ser valiente, y la blasfemia, sísmica. Estos síntomas no engañan, son signos precursores de una desgracia. Es verdad que aún no se ha puesto el dedo en la llaga. Sin embargo, nadie, universitario o ferroviario, médium o zoquete, sinvergüenza o cretino, entiende por qué en un país donde hay de comer y beber para todos el pueblo entero se muere de hambre; nadie puede explicar por qué, bajo el diluvio de luces que derrama ese entrañable sol argelino, los íntegros caminan a ciegas, los valientes andan rozando las paredes y los jóvenes se empeñan en buscar en la penumbra de los portones la espantosa negrura de los abismos.

Mina rumia todo esto sin decir palabra. La mirada se le ha nublado. No cabe duda: la patria se está hundiendo a simple vista. Las buenas voluntades se estrellan contra las murallas de los apetitos desaforados, la renuncia empieza a afianzarse en los militantes, y los recién diplomados reclaman a voz en grito una parte del pastel que parece que jamás van a probar. Un día de éstos, sin previo aviso, el polvorín va a pillar desprevenidos hasta a los más sagaces. El hundimiento se anuncia grandioso, y los desperfectos, irreversibles.

Para animar a mi pasajera, le doy un codazo de afecto en el costado y le susurro:

– ¿Recuerdas el Argel de los años de la baraka?

– Intento no remover demasiado el pasado -suspira.

– Son las mismas calles, las mismas gentes, las mismas luces. ¿Qué es lo que ha podido cambiar?

– Las mentalidades.

– ¿Las mentalidades?

– Antes se compartía todo.

– Eso que no teníamos gran cosa.

– Le poníamos corazón.

– ¿Crees que nuestra desgracia viene de que ya no le ponemos corazón?

– Así es. Cuando el colono se fue, nos perdimos de vista. A fuerza de querer alcanzar a toda costa la luna, hemos renunciado a lo esencial: la generosidad. Brahim, los hombres son como los elefantes. Como den un paso fuera de la manada, van a su ruina. Nos hemos vuelto egoístas. Y hemos cortado las amarras. Creemos que marcamos las distancias con los demás y en realidad vamos a la deriva. Al aislarnos, hemos descuidado nuestros flancos, de modo que cualquier golpe nos sacude de arriba abajo como una estocada. Nos estamos descomponiendo porque hemos elegido maniobrar en solitario. Por mucho que nos desgañitáramos hasta quedarnos sin voz, nadie vendría en nuestra ayuda, pues cada cual escucha solamente su propio canto de sirena.

– Oye, que yo pensaba que no tenías más que problemas domésticos. ¿Dónde has aprendido a hablar así?

– Remendando tus calcetines.

– Debiste intentar entrar en la universidad cuando aún podías.

– Imposible. Ya en el liceo, todos los días, al salir de clase, había un joven vacilón que me esperaba en la acera de enfrente. Me seguía y me galanteaba hasta que llegaba a mi barrio. Como era policía, creía que todo le estaba permitido. Me hablaba de un apartamento en un tercer piso para él solo, con un montón de ventanas, alfombras por todas partes y una bonita nevera. Decía que era un auténtico paraíso, y que por la tarde, antes de retirarse, el sol vertía su oro sobre la habitación del fondo del pasillo, un dormitorio grande como un imperio, con un armario de estreno con espejos, una cama con almohadas bordadas y sábanas sedosas bajo las cuales se concebía a los niños más hermosos del mundo.

– Reconóceme que aquel polizonte era un encantador de mucho cuidado, puesto que la víspera de tus exámenes, en lugar de estudiar, recitabas de memoria sus cuentos chinos.

– Era encantador como un fakir. Lo que pasa es que mi padre, que era sordo de un oído, le prestaba de buena gana el otro en vez de escucharme.

Me doy una palmada en la rodilla y suelto una carcajada.

A menudo me he preguntado qué habría sido de mí si no me hubiese casado con Mina. Es más que mi esposa, es mi buena estrella personal. Sólo tenerla a mi lado me produce una seguridad increíble. La quiero con locura, pero, en un país donde lo prohibido disputa al harén las palpitaciones del alma, sería mayor locura declarárselo.


El viejo edificio donde vive Monique se encuentra detrás de una plazoleta cuyos bancos están destrozados. Por un lado, unas construcciones de una fealdad agresiva le cortan el camino hacia el mar. Por el otro, la austera tapia de un colegio lo mantiene a raya. Encajonado entre la miseria de unos y el jaleo de otros, intenta mantenerse incólume. Contrariamente a las casuchas cercanas, su fachada principal está recién pintada, tiene un portón digno, rellanos con luz y un ascensor aún operativo, y todo ello, considerando la ruina circundante, tiene algo de milagroso. Los escalones están limpios y las paredes, aunque dañadas por la humedad, no están cubiertas de pintadas. Estamos en casa de gente educada.

Llegamos al quinto sin novedad. El piso de Monique está a la izquierda. Un felpudo permite limpiarse las suelas embarradas. Mina aprecia la seriedad del rellano con una leve mueca, pues en su casa los vecinos no perdonan nada y lo mismo se llevan los cubos de basura que las colillas mal aplastadas.

Llamo al timbre.

Una cerradura chirría y la puerta se abre para mostrar a un Mohand patético con su traje de proletario ilustrado.

– ¿Os habéis extraviado? -gorgotea mirando el reloj.

– Solo un pinchazo. Lo malo es que el vulcanizador tenía un brazo escayolado.

– Un gran problema, efectivamente.

– ¿Nos dejas pasar?

– ¡Oh, ustedes perdonen! -se sobresalta apartándose.

Mina pasa delante. Le piso los talones. El interior de la morada se parece a lo que ya hemos visto en la librería. Libros por todas partes, en las estanterías, sobre los asientos, en los rincones. Encima de la chimenea, un retrato de Kateb Yacine flirtea con un cuadro de Issiakhem; luego, en medio de un desbarajuste de estatuillas y de vetusteces indefinibles, libros, manuscritos y más libros.

Mohand coge la caja de pasteles y nos señala un sofá raído bajo la ventana.

– Todavía no ha empezado el partido -me tranquiliza.

– Mejor. ¿Dónde se ha metido tu vaca lechera?

– Aquí estoy -muge Monique desde la cocina-. Dadme un par de segundos.

Antes de sentarse, Mina me mira con cara de desaprobación. Le hago un guiño para rogarle que se guarde en el bolso sus complejos. Si voy a casa de Monique, es sobre todo por el cachondeo.

Mohand regresa con una silla de mimbre, se instala en un rincón y cruza los brazos como un escolar en espera de su merienda. Con él no hay manera de divertirse. Se puede tirar horas sin abrir la boca, hundido en su asiento, con la cabeza en otra parte y la mirada perdida. Lo que menos me gustaría en este mundo es quedarme a solas con él en una isla desierta. Incapaz de meterse en la cama sin un texto pegado a la cara, las malas lenguas cuentan que cuando Mohand le mete mano al mismísimo de Monique, es que se está mojando el dedo para pasar la página.

– ¿De verdad te gusta el fútbol? -le pregunto.

– ¿Qué te has creído?

– ¿Hay más cosas que me estés ocultando?

– Depende de lo que quieras ver -contesta sin ironía.

– ¿Te he contado ya el chiste del sepulturero que quiso hacerse espeleólogo?

– No creo.

– Si a tu mujer le parece bien, me lo reservo para los postres.

– Perfecto.

Lo observo detalladamente durante un rato. Sus labios parecen cicatrices y tiene el entusiasmo por los suelos. Me va a resultar duro animar al JSK a su lado.

Apenas me he quitado el abrigo y ya está sonando el teléfono. Lo coge Mohand. Su «diga» suena a «señoría», escucha y suelta una frase de cortesía antes de mirar hacia mí.

– Sí, señor, se lo paso.

Me tiende el aparato.

Cuando reconozco la voz aguda del inspector Serdj, se me revuelve la sangre.

– ¿Es que ya no se puede respirar un momento?

– Lo siento, comisario, llamé primero a su casa. Su hijo me ha dado este número.

– ¿Qué pasa ahora?

– Uno de nuestros chicos, que estaba vigilando la casa de nuestro amigo, acaba de ser agredido. He pedido una ambulancia. Llegará dentro de diez minutos.

– ¿Es grave?

– He preferido no correr riesgos.

– Bueno, voy para allá.

Mina intenta protestar. La negrura de mi mirada la deja petrificada. Mohand está consternado, pero se calla su apuro.

– Tengo que ir -les explico-. Acaban de sacudir a uno de mis hombres. Se trata de una operación que he montado sin el visto bueno de los altos mandos. Una iniciativa que podría complicarse.

Aparece Monique, peinada y con los labios pintados. Las tetas le bailan debajo de su camisa de forzudo.

– ¿Ya te vas?

– El deber me reclama.

– ¿Y no puedes pedir que alguien te sustituya? Mira lo guapa que me he puesto para tu negro.

– Debo ir allá forzosamente para impedir que este asunto se difunda. Esto es muy serio. Os prometo estar de regreso antes de que acabe el primer tiempo.


La ambulancia ya está ahí. Su puente de señales ametralla la callejuela con destellos azules. Todo está a oscuras y la única farola lleva lustros difunta. Hay dos coches de la policía encallados sobre la acera, y unos camilleros acaban de atar las correas sobre el herido. El inspector Serdj está desconcertado.

– Un asunto feo -me anuncia a bocajarro.

Me inclino sobre la camilla. El infeliz parece anquilosado. Aunque tiene los ojos abiertos, no parece darse cuenta de lo que está ocurriendo. Le han puesto un collarín y un grueso turbante de gasas en la cabeza.

– ¿Quién es el matasanos? -pregunto.

– Yo -contesta un mequetrefe manoseando su estetoscopio.

– ¿Cómo está?

– Tengo que hacerle radiografías. De entrada, el golpe en la cabeza no es nada bonito. El aplastamiento de las vértebras quizá se deba a la violencia del choque. No hay gran pérdida de sangre, pero el chichón es gordo.

– ¿Ha dicho algo?

– No. ¿Puedo irme, comisario? Cuanto antes lo llevemos al hospital, más posibilidades tendremos de que se reponga. No se puede descartar una hemorragia interna.

– Gracias, doctor. Confío en usted para que se recupere.

La ambulancia sale disparada, con la sirena ululando.

Me vuelvo hacia Serdj.

– Te dije que había que poner dos hombres por turno -empiezo, para hacerle cargar con el mochuelo.

– Eran dos.

La frialdad de su tono amortigua mi rabia. Procedo de modo distinto:

– Cuéntame.

– Llevaban aquí unas cuatro horas. En un momento dado, uno fue a buscar café aquí al lado. Cuando regresó, se encontró con la puerta del coche abierta y su compañero caído sobre el volante, con el cuello torcido.

– No tardé mucho -dice el superviviente-. Quizá cinco o diez minutos. El café está justo ahí, en la esquina. Regresé pronto y vi a Murad con la cara pegada al salpicadero. Pregunté a la señora de la casa de enfrente si había visto algo. No había advertido nada. Corrí hasta la esquina, ahí delante, y nada. Comprobé si habían robado algo del coche. No tocaron nada. Ni siquiera la pistola de Murad, que estaba en la guantera.

– De acuerdo -lo tranquilizo-. Nos largamos y ya hablaremos de esto mañana, a primera hora, en mi despacho. Serdj, regresa tú también con el equipo. Que quede claro que esta historia jamás ha ocurrido. Localiza a un pariente del herido para que lo atienda en el hospital.

Serdj espera que se vaya el primer coche de policía para confiarme:

– Como la Central se entere de esto, se nos ha caído el pelo.

– Se me ha caído el pelo. Soy yo el que he montado este tinglado y no acostumbro a escaquearme cuando empiezan los follones.

– No era lo que quería decir, comisario.

– Vuelve a tu casa, Serdj.

– ¿Qué va a hacer usted?

– Voy a tener una conversación con ese fantasma.

– Es una pésima idea. No tenemos pruebas de que haya sido él. Además, puede perfectamente presentar una denuncia contra nosotros, y entonces todo el mundo se va a enterar de nuestro chanchullo. Y no sólo la Central, comisario. La wilaya *, el ministerio y… la presidencia. En mi opinión, ya hemos metido bastante la pata. Ahora, nos largamos. Sabía desde el principio que esto iba a acabar mal.

– Vuelve a tu casa, Serdj, e intenta dormir.

El inspector se percata de que ni siquiera un tanque podría detenerme. Menea la cabeza, cada vez más preocupado, y, con gesto cansado, me señala la villa tras una tapia alambrada.


Llamo al timbre.

Vuelvo a hacerlo un par de minutos después.

El interfono empotrado en el hueco de la puerta chisporrotea. Me presento. Suena el disparador de la cerradura y la puerta se abre.

Cruzo un pequeño patio embaldosado, subo tres escalones, empujo una segunda puerta de roble y accedo a una gran sala vacía y mal alumbrada. Algo se mueve en el fondo. Es SNP, envuelto en una túnica sahariana, con un tocado en la cabeza y la barba abierta en abanico. Se parece a uno de esos personajes de pinturas fenicias. Está sentado sobre una estera, con las manos sobre las rodillas y el busto erguido. Parece un montón de trapos olvidado en un muelle. De inmediato, un chorro de odio fulmina todo mi ser, como cada vez que me veo delante de un asesino arrogante y orgulloso de serlo.

Le gruño con el pulgar señalando por encima de mi hombro:

– ¿Eres tú el que ha sacudido a mi poli?

SNP esboza una sonrisa despectiva. Sus ojos se deslizan sobre mí como la sombra de un rapaz, provocándome escalofríos en la espalda.

Tras una inacabable meditación, dice:

– Sabía que la policía fabricaba mentes de poca monta, pero ignoraba que las investigaciones fueran tan desconcertantemente sencillas.

Su voz parece salir de un subterráneo.

– De acuerdo -admito-. Te voy a formular la pregunta de manera más inteligente: ¿Eres tú el hijo de puta que ha dejado hecho polvo al joven policía que estaba de guardia allí fuera?

– Salga de aquí, comisario…

No hay ira en su conminación.

– ¿O sea, que sabes quién soy?

– No sea idiota. Váyase de aquí.

Su confianza me pone de mala leche. Pretende sacarme de quicio y debo contenerme para no seguirle el juego.

– Voy a decirte una cosa, escoria. Ya puedes mandarme a tus abogados, a tus ángeles de la guarda, a tus desalmados y a todas las comisiones presidenciales del país, que no por ello voy a flaquear. Me voy a pegar a tu culo hasta que se le desgaste el pellejo.

– Haga usted lo que quiera, comisario, pero no me lo cuente. No le he pedido nada. Ahora, déjeme.

Asiento con la cabeza, a punto de sufrir una apoplejía.

Lo amenazo con el dedo:

– Te conviene mantenerte a raya, criminal.

Ahí siento que acabo de colar el dedo por una pequeña fisura del armazón del gurú. Se le estremece la barba y sus ojos relampaguean.

Se serena, yergue el cuello y decide no volver a dirigirme la palabra. Yo, por mi parte, considero que con esto he visto bastante. Giro en seco sobre mis talones y me dispongo a salir cuando su voz me asalta por detrás.

– ¿Qué sabes tú del criminal, comisario? -me tutea de sopetón-. ¿Tu valentía, tu honradez o sólo una manera como otra de ganarte el pan? ¿Crees que por ser madero estás automáticamente del lado de la viuda y del huérfano? ¡Una leche! No eres más que un vulgar esclavo de la función pública, y te conviene no llegar tarde al trabajo si no quieres que tu jefe te ponga como un trapo. Tienes menos consideración por el pobre diablo del contribuyente que un caballo de circo por su público. Esto es un simple reparto de papeles, tan arbitrario como irrevocable. Cada cual a lo suyo, y santas pascuas.

Sigo caminando hacia la salida.

Su voz me persigue, como si saliera de una zanja de desagüe:

– No hay por qué tomárselo así. Todos somos dignos de la misma compasión. Tú tienes los mismos impulsos criminales que cualquier otro predador, comisario. Tú acosas a tu presa cumpliendo con tu deber, y yo lo hago cumpliendo con mi vocación. Eso a ti te convierte en un héroe y a mí en un fuera de serie.

Alcanzo la puerta.

Su voz sube una octava, me agarra por el cuello de la camisa y jadea en el hueco de mi cogote:

– La vida y la muerte, el Bien y el Mal, el azar y la fatalidad, lo mismo da que da lo mismo; estúpidas teorías empeñadas en suplantar los destinos, prejuicios que sustituyen a las auténticas preguntas. Así va girando la rueda, acarreando el revoltillo de millones de clones que conforman los eslabones de la cadena, tan unidos en el drama como los dedos de la mano que empuña el arma del crimen. ¿Qué somos, comisario? Sólo seres sometidos, a pesar de ellos, a esa marejada soberana e inmutable que es el destino, sólo vulgares peones en el ajedrez del Señor. A ti mismo te habría gustado ser otro, una eminencia, un comendador, un ídolo o bien el mismísimo Creso. Desgraciadamente, el último guión del que disponemos es el que nos impone la fatalidad, e intentamos amoldarnos a él. Luego decimos que estamos orgullosos de ser esa u otra sombra chinesca. ¡Pamplinas! No tenemos el menor mérito, y tampoco ninguna culpa. Dios creó el mundo así de retorcido. ¿Y quién se atreve a preguntarse por qué? Lo único que sé es que Dios tiene toda la libertad para dar los retoques que le apetezca. Si no menea un solo dedo, sus razones tendrá. Entonces, ¿en qué te metes?

Me doy la vuelta y le miro de frente durante un momento.

Se le ha ido la sonrisa de la cara.

No sé cómo valorar esta primera confesión, pero, tal como están las cosas, algo es algo.

Capítulo 9

Hocine El-Uahch, conocido como la Esfinge, jamás ha pisado un colegio. Aprendió en el tajo y sigue convencido de que para ser experto hay que trabajárselo, lo que explica su manía por los parlanchines académicos. Para él, el hombre no se hace con la cabeza sino con las manos. Si maña viene de mano, es porque nada se puede hacer sin ellas, y porque todo se supera a pulso. Como prueba, y sin necesidad de consultar ningún manual, ejerció de artificiero durante la guerra de liberación e hizo volar por los aires tantos raíles y puentes que la red ferroviaria argelina jamás consiguió recuperarse. Cuando la independencia, se conformó con el grado de cabo primera en una unidad del cuerpo de Ingenieros y se pasó la mayor parte del tiempo galleando en el pueblo, con un pitillo Bastos en la boca, el cinturón de combate en bandolera y la guerrera abierta sobre su panza de borracho chulesco y peleón. Por aquel entonces no pululaban las golfillas por las calles y los reclutas iban directamente a los burdeles, donde se cultivaban en cantidades industriales las blenorragias y las ladillas. Hocine no era un tacaño. Se llevaba bien con la patrona y a veces la ayudaba a calmar a los soldados con eyaculación precoz que acusaban a las chicas de incumplimiento. Eso sí que era vida. De día puteaba a los pelapatatas y de noche le daba al alpiste a cuenta de las candorosas chicas del Caméléa contándoles cómo, él solito y sin que nadie se lo mandase, les daba caña a los paracas franceses. Después empezó a llegar al cuartel material sofisticado, y el asunto empezó a complicarse. Ya no se trataba sólo de chapucear artefactos explosivos para hacerlos saltar al paso de un camión enemigo. Los instructores soviéticos manejaban unos manuales de cojones e insistían en la necesidad de atenerse estrictamente a las instrucciones de uso. Hocine ni se enteraba. Era demasiado para él. Le mandaron a una escuela especializada a que se chupara un curso de reciclaje. Allá, con las neuronas fundidas por tanta fórmula sabia y tanto cálculo esotérico, comprendió que debía rendirse a la evidencia, por lo que devolvió su casco, sus botas y su petate para incorporarse a la vida civil. Fue aparcacoches, repartidor y prestamista antes de alquilar un pequeño vapor. Le enchironaron por abuso de dinamita en sus incursiones pesqueras. Las alarmantes condiciones de su detención llegaron a oídos de su antiguo jefe de partida -ya convertido en dios interino-, que acudió a toda mecha, puso patas arriba el penal y declaró a quien quisiera escucharle que eso de meter en el trullo a un héroe de la revolución era el colmo de la ingratitud y de la ignominia. Hocine El-Uahch quedó libre de inmediato. Se alistó al punto en la policía para vengarse de sus carceleros. Primero se le vio, hacia finales de los años sesenta, regular el tráfico de carretas en la plaza del Primero de Mayo, y luego repartir leña a los seguidores del Muludia en la entrada del estadio Bologhine. Su fama de matón no tardó en extenderse por los barrios bajos. Madero durante el día, proxeneta de noche, sus trapicheos prosperaban a la vista de todos sin que se le opusiera la menor objeción. En la policía, el espíritu de cuerpo primaba sobre cualquier otra consideración. Eso le animó a superarse. Con un gran talento. Conocía su margen de actuación, jamás se pasaba y se cuidaba mucho de profanar los cortijos ajenos… Un día, sin previo aviso, se le vio de chófer de un alto ejecutivo de la nación -famoso por despotricar contra el buró político-, que desapareció del mapa de manera tan sospechosa que muchos nababs estimaron prudente conducir ellos mismos su vehículo oficial. Hay que decir que durante aquel periodo de lucha contra el desviacionismo antirrevolucionario, las desapariciones de este tipo eran casi un fenómeno social: tras la fuga de cerebros vino la fuga de capitales, y un montón de aparatchiks, perjudicados o beneficiados, prefirieron ahuecar el ala antes de enredarse en conspiraciones. Las huidas en masa generaron puestos vacantes y los oportunistas se pusieron las botas. Así fue como Hocine El-Uahch, conocido como la Esfinge, llegó como okupa a la Oficina de Investigación, tras la trágica desaparición de su director. Curiosamente, ningún ujier ordenó el desalojo. En realidad, en el mercado negro nacional, Hocine El-Uahch era el candidato ideal para el puesto. La jerarquía se empleaba a fondo en todo tipo de especulaciones y qué mejor, para el buen funcionamiento del chanchulleo, que confiar la Oficina de Investigación a un cretino fiel a la vez que emérito fullero. No es que fuera tonto: era sólo analfabeto. Cumplió como nadie, firmando a diestra y siniestra, para enorme satisfacción de sus superiores, facturas falsas, cerrando casos, reteniendo expedientes, cambiando fechas de informes, proporcionando falsos testimonios, etc. De la noche a la mañana no podía dar un paso sin verse rodeado por los efluvios sulfurosos de un séquito de cortesanos. Se hizo muy rico, lo que le valió la absolución de sus pecados, y muy influyente, por lo que quedó elevado al rango de las deidades locales. Hoy en día, Hocine El-Uahch es un zaím con todas las de la ley. Sigue sin saber leer un periódico, pero cada vez que un licenciado le exhibe sus títulos pidiendo un mínimo de consideración, Hocine le vuelve a bajar los humos levantándose la camisa para enseñarle sus heridas de guerra y desgranando con su rosario de falso devoto sus incontables hazañas bélicas, sin las cuales Argelia seguiría hoy viviendo bajo la bota francesa.

Está claro que en algunos sitios la Historia es el peor enemigo del Porvenir.

No me las he tenido que ver personalmente con la Esfinge. Hace mucho que nos conocemos y mantenemos relaciones normales. Eso no significa que le tenga respeto, pero opino que no tengo por qué avergonzarme del oprobio de mis compañeros. Para mí, la Esfinge tiene una bala de cañón en vez de cabeza, y no tengo ningún motivo para esperar de él el menor atisbo de inteligencia. Por ello, cuando vi su nombre entre los de los miembros de la comisión para el indulto presidencial, casi se me atragantó la nuez. Primero pregunté a Serdj si se trataba efectivamente de Hocine El-Uahch, alias la Esfinge. Serdj hizo algunas llamadas y me lo confirmó. Estuve dándole vueltas toda la tarde tratando de entender qué pintaba ese necio en un equipo de afamados psiquiatras. Por la noche no hubo manera de pegar ojo. Por la mañana, incapaz de hacerme a la idea de que un país pueda estar jodido hasta el punto de que un panel de eruditos se halle bajo la tutela de un ignorante, decidí acercarme a verle. Quién sabe, quizá haya cambiado desde entonces.

Llego a la Oficina de Investigación sobre las nueve y media. Me indican que la Esfinge sólo empieza a espabilar tras tomarse una decena de tazas de café y montar tres buenas broncas. Así que me lo tomo con calma. Comisqueo un bollo en un cafetucho, echo una ojeada al periódico, que no aporta novedades, y, tras un segundo pitillo, voy a lo serio. El edificio administrativo que gestiona Hocine El-Uahch parece una fortaleza fantasmal. Ni un solo ordenanza por los pasillos. Los funcionarios se ocultan tras sus papeles y hacen como si no existieran. Sólo rompe ese penoso silencio el intermitente carraspeo que la Esfinge emite para hundir aún más a su servidumbre tras sus máquinas de escribir. A mi paso se alzan algunas cabezas, todas con cara de perro apaleado. Sin embargo, cualquiera de esos perritos falderos con categoría de patéticas acémilas se convierten en bestias inmundas cuando los sueltan contra el pobre contribuyente. De repente, sus colmillos de vampiros rivalizan en agresividad con sus cuernos de demonios, tan abyectos que ni con el más eficaz lanzallamas se podría purificar sus almas.

Ghali Saad, el secretario perpetuo de la OI, me espera en el umbral de su santuario con una ancha sonrisa y la mirada chispeante. Nunca me ha caído bien ese fulano. Cada vez que se cruzan nuestros caminos me da como un mareo y me corren escalofríos por la espalda. Lo conocí cuando recogía pelotas en un club de tenis. ¿Cómo ha conseguido llegar tan pronto hasta la Esfinge? Ni él podría decirlo. En Argelia, las puertas de la salvación son tan imprevisibles como las trampillas por las que se sale para no regresar. Es cuestión de baraka. Unos nacen con estrella y otros estrellados. Ghali Saad debe de estar emparentado con el duende de Aladino: donde pone el dedo se topa con una pepita de oro. Todo le sale bien: mujeres, cochazos, rifas, inversiones bursátiles, amistades de postín, zancadillas. O sea, que tiene buena estrella, y encima la naturaleza lo ha mimado. Es un morenazo alto de olímpica belleza, de lo más cortés y exquisitamente galante. En las recepciones oficiales todos están pendientes de su elegancia. Su sonrisa obra milagros. Adulado por todos, soñado por todas, las malas lenguas cuentan que conserva en su guardarropa bragas de las señoras de mayor alcurnia de Argel, así como algunos calzoncillos con bragueta, talla XXL.

– Hoy es día de bendiciones -me suelta apartando los brazos para abrazarme.

– Déjate de polladas -le contesto.

– No todos los días aparece por aquí un monumento de integridad con su honradez a rastras. Tu olor a santidad va a purificar el recinto. También acabo de enterarme de que nuestro querido ministro abandona el hospital esta tarde, ya de pie y sin muletas.

– ¿Piensas que tengo algo que ver? Pues de ser así, voy a tener que invertir mis oraciones.

Ghali echa la cabeza atrás con una risa tan refinada que casi me la creo a pies juntillas.

– Siempre tan deliciosamente terco -me dice invitándome a entrar en su jaula de oro.

El despacho de Ghali es sin duda uno de los espacios más resplandecientes de la institución. No es posible describirlo sin que se te considere un alucinado. Maderas nobles, una cristalería delicadísima, cortinas de terciopelo, moqueta celeste y, en las paredes, cuadros tomados del Museo Nacional sin comprobante ni devolución posible. El secretario perpetuo es consciente de la fascinación que ejerce su fasto en los visitantes de categoría que pasan por allí. Cuando no comenta nada es porque el decorado habla por sí solo. Mientras espía de reojo mi reacción, me conduce amablemente hasta un sillón capaz de relajar el trasero de una pensionista estreñida.

– Tengo prisa -le digo.

– No te agobies. Te tomarás una taza de café conmigo. El señor El-Uahch está hablando con la presidencia. Cuando se apague la bombilla roja y se encienda la verde, será todo tuyo. Se va a alegrar de volver a verte. Sabes lo mucho que te aprecia.

– Vas a conseguir que me acompleje.

Ghali se apoya contra el borde de su mesa, cual dios hollywoodiano posando sobre un filón, coloca sus muy cuidadas manos sobre una rodilla y me contempla desde lo alto de su esplendor.

– Un grupo de comisarios va a ir de prácticas a Bulgaria. La lista sigue abierta. Si te interesa, puedo dar un toque al Servicio de Extranjería.

– Estoy a gusto con mis críos.

– Piénsalo en lugar de decir tonterías. No se trata de una expedición amazónica. En cuestión de pasta es un chollo. Nueve meses en una escuela de mucha fama. El peculio en divisas te dará sin problema para dos coches cuando regreses. Hasta podrías montar un negocio. ¿Cuánto te falta para la jubilación?

– No tengo intención de arrojar la toalla.

– Brahim, no vas a rejuvenecer. Hay limitaciones de edad por ley. Un buen día te puedes encontrar con una mala noticia en tu buzón. Mala porque haces mal en no anticiparte. En mi opinión, hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan. Bulgaria es un país bonito. La gente es magnífica, y la vida, barata para un cursillista retribuido en dólares. Nueve meses no son nada. Pero su rentabilidad es máxima.

– No hablo búlgaro.

– ¿Quién está hablando de lengua, Brahim? Hablamos de pasta.

– Cedo mi puesto a la juventud.

– La juventud tiene el porvenir por delante. Son los viejos los que tienen que disfrutar un poco del reposo del guerrero. Llevas decenios currando como un burro, Brahim. Soy de los que piensan que te mereces el máximo respeto del mundo. Aprecio tu rectitud, tu compromiso, tu patriotismo y tu honradez. De verdad, los polis de tu talla escasean hoy. Estaría encantado de serte útil en algo.

– Eres muy amable.

– Soy sincero.

Le miro de frente pausadamente. No rehúye mi mirada, para demostrarme su buena fe. En ese mismo momento una esplendorosa señorita embutida en un precioso traje de chaqueta entra con una bandeja rutilante. Lleva varias capas de maquillaje y su escote pone al descubierto unos pechos tan valientes que mi pudor queda descalificado de oficio. Me pone delante una taza de porcelana y echa dos dedos de café con una delicadeza infinita. Ghali le da las gracias mientras coge su taza y la despide. Antes de salir, me mira en el fondo de los ojos con tanta profundidad que algo se remueve en mis entrañas.

– Se llama Noria -me informa Ghali-. Nos llega de la Sorbona. Doctorado de Estado con premio extraordinario.

– Ignoraba que la OI exigiera tanto título para regentar un tugurio.

Ghali se da cuenta de que ha dicho una tontería. Se pasa una mano por la cara enrojecida y carraspea. Estoy a punto de darle la puntilla cuando se enciende la luz verde. Salvado por el campanazo, el playboy me anuncia de inmediato ante su gerifalte para librarse de mí.

La Esfinge no se levanta para saludarme. Hasta parece molestarle mi presencia. Su conversación con el presidente parece habérsele atragantado. Mira el teléfono durante un buen rato con el ceño fruncido. Aprovecho para mirarlo con detenimiento. Jamás conseguiré acostumbrarme a su perfil. Hocine El-Uahch no tiene un milímetro de napia. Es como si de chaval un golpe de aire le hubiese estrellado la puerta de una caja fuerte en los morros. Si se le pusiera una regla de albañil sobre el hocico, la burbuja se quedaría clavada en pleno centro. No se le ha puesto ese mote por casualidad. Es difícil ser más feo. Para atenuar la inconveniencia de sus rasgos, se ha dejado crecer un gran bigote reforzado por una barba de charlatán que haría palidecer de envidia el pubis de una tendera. Sin embargo, lo más chocante en nuestro yeti mediterráneo son sus manos, repugnantes y velludas como tarántulas gigantes. Las mantiene tan juntas y apretadas que parece un parapolicía a punto de moler a un sospechoso.

– Ese dichoso Brahim Llob, siempre tan afectuoso como un piojo -ganguea tras echar una ojeada al reloj de pared-. No hay manera de que te apartes del punto de mira.

– Eso demuestra que soy un auténtico argelino.

No ve la relación, medita mis palabras unos segundos y vuelve al debate.

– ¿Y eso qué significa? -suelta desconfiado.

Le explico:

– Lo propio de un argelino es no pasar desapercibido: si no consigue fascinarte te monta un pollo.

– El problema es que te excedes y te expones.

– ¿Eso te parece?

– Si tengo en cuenta lo que acabo de oír, sí.

– ¿Y qué te han contado de mí?

– De todo lo peor que se puede contar. ¿Has tenido que vértelas últimamente con una tal abogada Wahiba?

– Vino hace unos días a mi despacho para cerrarme el pico.

– Pues ándate con cuidado. Esta señora es nitroglicerina. Allí donde se pone a gotear, hay inundación segura. Adivina con quién he estado hablando por teléfono hace tres minutos. Con el jefe del gabinete del rais. Está liado con ella. Ha estado esperando a que él vuelva a metérsele en la cama para echártelo encima. Al parecer, la cosa está que arde. Ha intentado localizarte en tu despacho. Le dijeron que venías para acá. Me las he visto negras para calmarlo. Me ha encargado que te advierta sobre tu abuso de autoridad. Ésta te la pasa, pero la próxima vez que metas la pata te manda descuartizar en la plaza pública.

Acaba reparando que estoy de pie en medio del salón, traga saliva y me pide que me siente sobre una silla acolchada. Me dejo caer sobre el asiento y cruzo las piernas con cara de disgusto.

Hocine se serena.

Menea su rosario, lo hace girar alrededor de su índice y reflexiona.

– ¿Tanto te divierten los follones, Brahim?

– Intento merecerme el sueldo.

Suelta el rosario, se alisa la barba y me mira con agudeza.

– ¿Para qué has venido, comisario?

El tono es expeditivo.

– Me temo que un peligro público se ha beneficiado del indulto presidencial.

– ¿Y qué?

– Llevo semanas intentando comprender lo que no cuadra en este asunto. ¿Pero a quién me dirijo? Y, de repente, me entero de que un compañero estaba en la comisión presidencial. Entonces he venido a ver hasta qué punto podría aclarármelo.

– ¡Dios mío! -suspira, ya harto.

Se coge la cabeza con las manos, se sacude la barba y, tras imprecar en silencio, confiesa:

– Lo tuyo es penoso, Brahim. Hay que ver la pena que me da ver lo mal que envejece un antiguo resistente, héroe de la mayor revolución del siglo.

– Sólo el vino mejora con el tiempo.

– No te sientas obligado a tener respuesta para todo.

– Es que no lo puedo evitar.

– Encima te crees gracioso. Mira, te voy a poner al loro, comisario. ¿Eso es lo que quieres, verdad? Tú eres tu propio problema. Ya ni te aguantas a ti mismo. Vas buscando bronca con la esperanza de que te cierren el pico de una vez por todas. El otro problema es que nadie se digna darte leña. ¡La gente anda metida en sus cosas, narices! -profiere dando brazadas en el aire con su rosario-. Espabila ya. Hay sol, las terrazas están llenas, hay jardines en todas las esquinas. Los críos se divierten, las abuelas se chutan en las perfumerías, los jóvenes revolotean por los colegios como enjambres y las chavalas están para comérselas. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Se acabó la guerra. El enemigo se fue. El país va de maravilla. No hay asesinatos, ni atentados ni toma de rehenes; esto es una balsa de aceite. Pero por desgracia, si eso tranquiliza al pueblo, fastidia al comisario Llob, nacido para la bronca, cuando no para provocar tormentas en un vaso de agua. Ahí es donde te aprieta el zapato, en tu insatisfacción. A falta de casos que resolver, acosas a tu propia amargura. Y, de paso, vas pisando los callos a los demás. Pues hazte a la idea de que ésa no es la solución. No sólo no provocas tormentas, sino que te empeñas en ahogarte en el vaso. Si quieres un consejo de amigo, tómate unos días de descanso y haz una cura en Hammam Rabbi. No hay nada que tenga que cuadrar en esta historia. Si a la comisión le ha parecido razonable que un detenido se beneficie del indulto presidencial, es porque se lo merece. Los expertos son científicos eminentes, elegidos entre los mejores. Además, estaba yo allí para supervisar el trabajo. La gente con título tiene sus conocimientos; yo, mi experiencia. Conozco como nadie el factor humano. Llevo décadas mandando en los hombres, formando y reformando a todo tipo de gente.

– Hace décadas que yo también soy poli. A mí lo que me espolea es la intuición, no el aburrimiento. Estoy seguro de haber dado con algo y no pienso soltarlo.

Hocine la Esfinge se siente desconsolado. Mi terquedad le deja destrozado. Aparta los brazos en señal de abdicación y gruñe:

– Haz lo que quieras.

– Necesito echar una ojeada a su expediente.

– ¿De quién hablas exactamente?

– De SNP.

Frunce el ceño.

– ¿Estás seguro de que su caso se ha estudiado en mi comisión?

– Que me ahorquen si miento.

Vuelve a encoger las cejas e intenta recordar. Tras una vana indagación mental, ablanda los labios.

– No me suena para nada.

– SNP, alias el Dermatólogo. En prisión desde 1971. Por una serie de asesinatos espantosos…

– No insistas, estoy saturado. Mi comisión ha estudiado mil trescientos cincuenta y siete expedientes. Caso por caso y a conciencia. No ha habido influencias externas ni decisiones a la ligera. Si hemos liberado a tu sospechoso es porque nos ha parecido que está perfectamente capacitado para volver a la sociedad y rehacer su vida. Dices que estaba en el trullo desde 1971. O sea que desde hace diecisiete años. Cuando uno se ha tirado tantos años de su vida tras los barrotes, ya no tiene secretos para sus vigilantes. Por consiguiente, si la dirección penitenciaria le ha propuesto para una eventual liberación, y si los expertos han dado por válida la propuesta, eso demuestra que el preso tiene derecho a una segunda oportunidad. No hay gato encerrado, Brahim. Ni siquiera se oye un maullido. Estás fantaseando con un pobre diablo que sólo pretende volver a empezar de cero.

– Puede ser. No estoy pidiendo la luna, tan sólo quiero echar una ojeada a su expediente. Las escasas informaciones que he conseguido recabar sobre su perfil son demasiado inconsistentes para elaborar un retrato robot fiable.

– No tengo ningún expediente de ese tipo en mis oficinas.

– Quizá pudieras decirme…

– No tengo nada que decirte -me corta en seco-. ¿Acaso pretendes hacer un peritaje de comprobación?

– Pretendo impedir que un asesino haga una carnicería con gente inocente.

– Espera primero que pase a la acción y luego le lees sus derechos constitucionales. No hay ley que nos permita encerrar a un fulano sólo porque no nos gusta su cara.

– Pues a ver si espabila la ley.

La Esfinge se sobresalta. Estira los labios, decepcionado, y refunfuña:

– Estás completamente chalado. No pienso pedir otra comisión de expertos para estudiar tu caso. Está claro que has pillado un buen catarro mental y, a todas luces, no tienes la menor gana de curarte. Te he concedido diez minutos de mi tiempo. He sido hasta muy simpático. Ahora, hazme el favor, tengo que hacer unas cuantas llamadas.

Me levanto.

Ya tiende la mano hacia el teléfono. Cuando llego a la puerta, dice:

– A propósito, ¿estás seguro de que tu teniente Lino está bien de la olla?

– Tiene buena cara, y con eso le basta.

– En ese caso, ¿por qué no se busca otra nena por ahí?

– Ya tiene una.

– Precisamente, pero no es de su medida.

– Mientras se la sepa tomar a ella…

– Pues yo en su lugar mediría las distancias.

– No hay nada como estar muy pegaditos.

– Siempre que no te den por culo.

Me doy la vuelta y lo miro de hito en hito:

– ¿Quién sabe? Quizá el teniente sea un poco mariquita.

Mi pugnacidad lo desconcierta. No está acostumbrado a que se le plante cara y le irrita quedarse sin aliento. ¿Quién no conoce a la Esfinge? Una palabra de más y quedas sistemáticamente borrado del mapa. Ha arruinado un montón de hogares y llevado a la depresión a decenas de mandos valiosos que cometieron el error de pensar que su deber de ciudadanos y de profesionales era insistir cuando Hocine El-Uahch se equivocaba.

Suelta el aparato y se me queda mirando. Su mirada amenazadora se cubre con un velo oscuro.

Masculla:

– Espero que sepas lo que haces.

Veo en su cara cómo le rechinan los dientes.

Lo miro fijamente durante tres segundos y le digo:

– Sé sobre todo lo que me queda por hacer: comprar ya mismo mucho papel higiénico porque esta historia apesta a cagada.

Capítulo 10

Para cambiar de siglo en Argel basta con cruzar la calle. Pero si tiene que salir de la ciudad, no se vaya a extrañar si, en algunos lugares, su coche se convierte en máquina del tiempo. Por eso no salté de alegría cuando el profesor Aluch me sugirió que eludiera el estruendo de Bab El Ued y me diera una vuelta por su casa. Le dije que no tenía la menor intención de volver a poner los pies en su purgatorio. Me replicó que no era ninguna obligación y me citó en el café Lassifa, en un poblacho antediluviano a un par de kilómetros del manicomio.

Debí preguntar tres veces para llegar a un aduar podrido, tras un forúnculo de colina donde uno no se llevaría ni a su cuñado para darle un susto. Sin duda, el culo del mundo. Cuando uno encalla por allí, le inunda un insondable sentimiento de frustración. Esto no tiene nombre. Casuchas pegadas a sus corrales, callejuelas retorcidas, arroyos fétidos y una enorme sensación de descomposición mental. Si la gente no tomó en marcha el tren de la revolución, fue porque ni siquiera pasó por aquellos parajes. Una vez que se fue el colono, ya considerablemente a mantener la aldea en la indigencia y el estancamiento. Los escasos testarudos que descartaron la huida siguen consumiendo sus últimas convicciones en una política de espera sin porvenir. Como se tomaron en serio las promesas, sobreviven de ilusiones y de un agua sospechosa. A eso se le llama ingenuidad. Su longevidad no se debe a la ineficacia de los tratamientos sino a una enconada propensión a la asistencia providencial. Sin duda, los discursos oficiales son contundentes; pero, a pesar de la demagogia chillona y de haber experimentado tantas decepciones, el pueblo llano se niega a admitir que sus representantes puedan tomarle el pelo.

Existen mentalidades así concebidas, tan desoladoras que dan ganas de tirarse por un acantilado. El problema es que ese sacrificio no cambiaría en nada las cosas.

Escupo por superstición dentro de mi camisa antes de internarme con mi cacharro en el gueto. Aquí y allá, amontonados a la entrada de las chozas, unos ancianos en las últimas me miran pasar como si fuera una incongruencia que se les acabara de ocurrir. Los saludo y mi gesto no hace sino intrigarlos aún más.

La plaza es lúgubre, apenas una lengua arcillosa delimitada por aceras medio invadidas por regueros de barro. De no ser por una vieja furgoneta desguazada y un chasis de tractor que semejan desechos acarreados por una especie de cataclismo itinerante, se podría jurar que la civilización se tomó a pecho no darse a conocer por aquellos lares.

El café Lassifa está cerca de una tienda de comestibles acordonada por una pandilla de gatos famélicos. El mocoso que sustituye a su padre junto al cajón de las monedas se aburre como una ostra. Ni un cliente a la vista. El cafetín está sitiado por una caterva de mozos mortalmente aburridos.

Llevan allí desde la noche de los tiempos, mirando el edificio de enfrente y acechando a ese Mahdí del que hablan las profecías y que vendrá a poner patas arriba el revolcadero de los prevaricadores.

Bajo del coche.

Miro de frente los alrededores.

En la pared, un cartel milagrosamente intacto propone una jeta de timador para el cargo municipal. No hay más candidatos potenciales, a no ser que se hayan destrozado sus carteles. Empiezo a entender por qué el pueblo está tan de capa caída. Pero lo que me apena no es la miseria de un pueblo bueno y valiente, traicionado por sus santos patronos. Esta vez, no cabe duda, mi reverenciado psiquiatra me demuestra a las claras que no tiene mucho que envidiar a sus pensionistas. Hay que tener la perola hecha polvo para elegir como lugar de encuentro un poblacho tan traumatizante.

El profesor está acodado al mostrador, absorto en las historias del cafetero. Sigue con su bata, y tampoco se ha quitado las zapatillas. Con las mejillas metidas en el hueco de las manos, escucha al pobre diablo, que le cuenta las perrerías de su vida. Al lado, dos campesinos con turbante se compadecen y rezan en silencio para que recuerde que han pedido algo de beber.

El cafetero levanta la cabeza y me ve en medio de la sala. De inmediato, intuye al poli tras mi placidez de buen padre de familia y se pone a sacar brillo a su alrededor.

El profesor me ve a su vez y suelta un ¡ah!, como si no esperara encontrarme allí. Luego echa una ojeada a su reloj para comprobar que he sido puntual.

– Por una vez, caes a pique.

– Depende sobre qué.

– ¿Tienes tiempo de tomar una taza de café?

– Acabo de salir de una disentería.

– ¿Qué significa tu insinuación? -truena una voz a mi espalda.

Me doy la vuelta.

Un viejo campesino se pavonea sobre una silla de mimbre, bajo un orificio dentado que pretende pasar por una claraboya. Lleva un vestido reluciente y tiene las mejillas rosadas y la barba cuidada. Sobre las rodillas, un garrote a modo de cetro. Debe de ser el amo del lugar.

Viendo que me callo, sigue dando caña.

– ¿Has probado mi café?

– Estoy tieso -le digo para guardar la cara porque lo que veo ante mí es un auténtico beduino, modelo de época, orgulloso y susceptible, de puño rápido, listo para romperle a uno la cara por poco que se pase.

– Entonces, que te zurzan en otra parte.

Lo calmo con la mano, agarro con la otra al profesor y me apresuro a quitarme de en medio.

La voz del viejo me sigue acosando por la calle:

– Porque vienen de la ciudad se toman por colonos. ¿Acaso ha probado mi café?

– No, Hach -contesta en coro la clientela.

Y el viejo, sentencioso:

– En mis tiempos, por menos que esto se cargaban a una tribu entera.

– Desde luego, Hach…


Me meto en mi trasto con ruedas y salgo pitando del pueblo.

– Podías haber propuesto algo mejor como punto de encuentro -digo a mi pasajero.

El profesor mira a un pastorcillo corretear tras una oveja extraviada y, con los labios muy apretados, me confía:

– Hace cuatro años que no pongo los pies en una ciudad.

– Quizá hoy habría sido una oportunidad.

Suspira, y su mano transparente se crispa.

– En vuestra infecta y caótica ciudad, no las veis venir. Demasiado ruido y demasiado bullicio. Estáis atrapados en la marabunta de los días y de las preocupaciones, y os empeñáis en dar un sentido a lo que os supera. Aquí, en el campo, no se necesita un pergamino para saber adónde llevan los caminos trillados. Lo que descubro cada día del Señor me hiere el alma. Me basta con mirar a un adolescente sentado sobre la acera, con echar una ojeada a la espuerta de un ama de casa, observar durante un par de segundos a un pobre diablo encerrado en sí mismo en el fondo de un café para entender lo que les da vueltas en la cabeza. Estoy preocupado, Brahim.

– Deberías acudir a la consulta de algún colega.

Se suena en un pedazo de papel cebolla. Las lágrimas le arrasan los ojos.

– Lo mismo opinan algunos altos cargos. Me encierran en el asilo y piensan que el asunto está resuelto… Las cosas no son así. No basta con ignorar el drama para mantenerlo a distancia. Tú mismo solías decir que cuando se le da siempre la espalda a la desgracia, ésta te la acaba metiendo por detrás.

Delante de mí, un bache lleno de agua me corta el camino y me obliga a desviarme por la derecha. Subo por un terraplén, choco con un pedrusco y vuelvo a caer sobre la pista, esparciendo agua embarrada alrededor del capó.

– Ésos que has visto en el aduar no son mendigos ni malditos -prosigue-. Son sólo hombres normales, que soñaban con una vida decente. Llevan años haciendo de tripas corazón, convencidos de que recuperarán algún destello del sol que les fue confiscado. Hace un decenio venía por aquí los fines de semana para verlos disfrutar hasta hartarse. Estaban contentos y sus risas tronaban en kilómetros a la redonda. Ni siquiera necesitaba presentarme. Me llamaban hakim [4] y me profesaban un respeto religioso. No eran ricos, pero eso no les impedía invitarme a unos festines memorables. Por entonces se consideraba una vergüenza ver pasar a un forastero y no brindarle hospitalidad. Pero hoy la mirada que escruta al forastero ha cambiado. Y la gente también. Por culpa de la miseria. Juzgan toda intrusión en su intimidad como una profanación. Por ello se encierran en su silencio y en su hostilidad, para preservar las migajas de pudor que les quedan. Y allí, recluidos en su mala vida, se hacen unas preguntas espantosas. ¿Qué han hecho para caer tan bajo? ¿En qué han fallado, a qué santo han ofendido? A menos respuestas, menos cordura. Están perdiendo los estribos. Dentro de muy poco, irán hasta el infierno en busca de una explicación. Una vez que hayan dado ese paso, no veo cómo será posible aplacarlos. Entonces, Argelia conocerá la pesadilla dentro del horror más absoluto.

– Tampoco hay por qué agobiarse, doctor. Todos estamos pasando por un mal momento, eso es todo.

– Sabes perfectamente que no es cierto.

Por fin llegamos a la carretera asfaltada. Mi coche recobra su brío y se traga los kilómetros como un hambriento la sopa boba.

Digo a mi aguafiestas:

– Nací en una aldea peor que tu aduar y arrastro las secuelas. Gracias a ellas, me mantengo firme.

– ¿Debo tomarme en serio tus palabras?

– No estoy de broma.

– En ese caso, no retiro nada de lo que he dicho.

– Si eso te divierte. Pero ¿puedo saber por qué me has sacado de mi infecta y caótica ciudad?

– Gira a la izquierda, por la próxima carretera de empalme.


Un camino asfaltado nos adentra en la maleza. El sol juega al escondite entre el follaje. El frescor de los árboles es como un himno a la quietud. Muy a lo lejos, sobre los cerros, un contingente de aves se despide del lugar antes de emprender el gran viaje. El profesor se deja llevar por sus ensueños. De repente, se le relaja el rostro y en sus ojos, libres ya de pena, surge un remoto fulgor.

El camino serpentea por medio de un campo en barbecho, rodea una pequeña colina y se vuelve a enderezar hasta desembocar directamente en una granja rodeada de cipreses. Una jauría de perros ladradores surge tras un seto y nos escolta hasta el pórtico, donde un anciano harapiento acaba de reparar una carretilla.

Aparco el coche bajo un árbol.

El profesor baja primero para anunciarnos y regresa a buscarme.

En el umbral de un jardín nos espera un mozalbete fortachón. Nos pide que le sigamos y desaparece, dejándonos solos en medio de la vegetación.

– Qué día más bonito, ¿verdad? -dice un hombre en el que no había reparado, oculto tras unos rosales.

Está en cuclillas, casi emboscado tras sus flores, con un sombrero de paja calado hasta las orejas. Su mono de tela vaquera parece nuevo y sus botas, aunque salpicadas de barro, relucen exageradamente. Deduzco que se trata de un aprendiz de jardinero que debería regresar a su piltra de nabab en vez de empeñarse en arañarse las manos con las espinas de las rosas. Una ojeada al cuello de su inmaculada camisa blanca, el brillo de su nuca y su corte de pelo me confirman en esa idea. Por lo que se ve, el fulano pretende impresionarme, pero no lo consigue. Su actitud y su manera de cuidar las plantas desvelan al mamífero apalancado, educado en el odio al esfuerzo físico y a las manualidades; el típico rentista sobrado de todo e incapaz de moverse por su palacio sin una silla de ruedas, o de tomar algo sin llamar con campanilla. En resumen, el típico señorito rodeado de cortesanos y de servidumbre para quien recoger un pañuelo o limpiarse las gafas no deja de ser un gesto subalterno y degradante.

Guarda sus cizallas en una caja, se quita el guante y se incorpora para darnos la mano.

– El hakim me ha hablado a menudo de usted, comisario Llob.

Frunzo el ceño. Su fisonomía me suena pero no consigo ubicarla. Es un hombre pequeño con los rasgos muy marcados y las sienes canosas. Debe de tener unos sesenta años y sobradas razones para mantener una mirada alerta y fulminante. La mano que me tiende es apenas más grande que la de un niño, pero su apretón semeja una punzada de taladrador.

Nos señala con obsequiosidad unas sillas de mimbre bajo un eucalipto. Sobre una mesa, una máquina de escribir junto a una cesta repleta de folios escritos. Me parece estar en la casa de un poeta y casi me avergüenza molestarle.

– ¿Cómo van esas memorias? -le suelta el profesor instalándose a la sombra.

– Van poquito a poco. ¿Quieren tomar algo?

– Para mí, un zumo de naranja.

– ¿Y usted, comisario?

– Un zumo de frutas.

Nuestro anfitrión se vuelve hacia una cabaña.

– Tráenos zumo de frutas, Joe.

El forzudo de antes aparece con una bandeja repleta de vasos y de frutos secos. Nos sirve y se retira.

– ¿Se llama Joe? -pregunta el profesor.

– Le encanta que lo llamen así. Estuvo una vez en Chicago y aún no lo ha superado. Por entonces boxeaba como Dios y ambicionaba convertirse en campeón del mundo. Le tocó uno más fuerte que él. Su mánager le suplicó que arrojara la toalla, pero se negó. Aguantó hasta el final, pero se dejó en el cuadrilátero buena parte de su lucidez. Alguna tarde que otra se pone el chándal y se pierde por el bosque durante días. Cuando regresa, es incapaz de recordar dónde se ha metido. Está un poco tocado del ala pero es un buen chico. Cuando el tejado de mi casa amenaza con venirse abajo, él me lo repara. No me molesta. No tengo motivos para prescindir de él.

Luego, dirigiéndose a mí:

– ¿Hace tiempo que está usted en la policía, comisario?

– Desde la independencia.

– ¿No está usted un poco harto?

– He visto peores cosas en otras partes.

Asiente con la cabeza.

El profesor se lleva el vaso a la boca, lo vacía de un trago y mete mano a los frutos secos. Oímos su voraz masticación durante tres largos minutos. Luego, carraspeo y me adelanto:

– El profesor no me ha hablado todavía de usted, señor…

– ¿Cómo? -se sobresalta Aluch-. ¿No le reconoces?

Le recuerdo en ese preciso momento. Dios, qué cabeza tengo. Cierto que ha envejecido -a su edad, está en su derecho-, pero de ahí a no reconocerlo, es como para preocuparse.

– ¿El señor Cherif Wadah, el Che africano?

– Con lo de Cherif basta. No creo merecerme lo de Che. Siéntese, comisario. Aquí no cabe protocolo ni zalemas. Estamos entre amigos, y es mucho mejor así.

– Me siento un poco confuso.

– No pasa nada. De tú a tú, no me quejo de ello. Si he optado por aislarme, es para tener tiempo y fuerza para mirarme a la cara, sin escolta ni aliados. Yo a solas con el que creo ser. Uno únicamente se recupera a sí mismo cuando consigue sustraerse a las miradas ajenas. Las adulaciones son tan peligrosas como las enemistades. Aquí, en mi rincón, me libro de las interpretaciones. Me hallo ante mí mismo y lo afronto sin reserva. Resulta imperativo para un hombre como yo, que ha sido objeto de atenciones exageradas antes de padecer canalladas inimaginables, hacerse un montón de preguntas y contestarlas solo. El mundo ha dejado de ser lo que era. Los hombres, sobre todo, han echado a perder bastantes cosas. Yo incluido. ¿Acaso sigo siendo el personaje de antaño? Si es así, ¿en qué medida y para qué? Las dudas están ahí, rodeándonos, como ejércitos de fantasmas. ¿Cuáles de nuestros compromisos hemos cumplido, adónde hemos llevado el país? ¿Por qué los clarines del alba nos sobresaltan en vez de lanzarnos a la conquista del día, como ocurría antes? ¿En qué hemos fallado? Porque es evidente que hemos fallado. Hoy resulta casi vergonzoso haber sido un zaím. No hay más que ver cómo se comportan nuestros héroes. Han pasado la página revolucionaria para cambiar mejor de chaqueta. Cada mañana se levantan como si fueran insultos a la memoria de los ausentes; cada noche se acuestan como perros sobre el felpudo de los juramentos. Me dan ganas de vomitar cuando pienso en ello.

– Éste es además el tema de la obra que está escribiendo -estima necesario señalarme Aluch-. Va a ajustar las cuentas a esos macacos privilegiados.

– Cuando se trata de ajustar cuentas, el revolucionario no escribe, sino que dispara.

El Che habla con serenidad, pero con suficiente firmeza para poner al profesor en su sitio. De inmediato se hace un silencio plomizo. Aluch deglute, sin poder librarse del trozo de almendra que se le ha atragantado.

El viejo guerrillero está enfadado, aunque lo disimula. Examina sus uñas durante un largo rato, con los labios reducidos a la mínima expresión y la mirada opaca.

Luego, como si no hubiera pasado nada, me vuelve a mirar:

– ¿Qué decía usted, comisario?

– Le estaba escuchando, señor.

Arruga el entrecejo. Con la uña de su pulgar raspa una mancha de la mesa, metódicamente, laboriosamente.

Tras una inacabable meditación, levanta la barbilla y confiesa:

– He perdido el hilo. ¿De qué hablaba?

– De compromiso, señor.

Su labio inferior se mueve. Ya no se acuerda.

Se levanta y me tiende la mano:

– Encantado de conocerle, comisario Brahim Llob.

– Yo también, señor.

– Aprecio su rectitud.

– Gracias, señor.

Da un paso atrás y, sin mirar al profesor, regresa junto a sus rosales y nos olvida. Ya está ahí Joe para acompañarnos.


En el coche, mientras nos alejamos del cortijo, observo que mi pasajero está lívido.

– No entiendo -le digo.

Se agita en el asiento del copiloto, turbado.

– Es imprevisible, sabes. A veces es exquisito, y otras se parapeta tras sus ambigüedades y todo le resulta hostil.

Rodeo un bache antes de gruñirle:

– ¿Por qué me has llevado a su casa?

– Me he enterado de que estás hecho un lío, de que tu investigación sobre SNP no avanza. El otro día, durante una conversación banal, conté a Cherif la historia de nuestro hombre. Comentábamos las torpezas del rais y acabamos hablando del indulto presidencial, que ha puesto a miles de golfos en la calle. Le dije que desaprobaba totalmente esa medida y, como argumento, cité a SNP y la amenaza que supone. Sidi Cherif me escuchó atentamente y luego me dijo que la historia de ese muchacho no le era desconocida.

– ¿Hasta qué punto?

– Lo ignoro. Hoy debía contarnos algo más.

– Y has metido la pata.

– Lo siento.

Subo la ventanilla, enciendo la radio y no añado una palabra más.

Capítulo 11

– Tengo una excelente noticia para ti, Llob -me anuncia el inspector Bliss por teléfono.

– ¿No me digas que me llamas desde el más allá?

– Para eso ya puedes esperar sentado. Yo mismo cavaré tu tumba. Gratis. Sólo por gusto.

– Presumo que el dire está a tu lado.

– Exacto. Sabes perfectamente que, sin su muy cercana protección, ya me habrías cortado los cojones.

Su insolencia me deja pasmado. Pero me sobrepongo, convencido de que uno de estos días se tragará el anzuelo. Ese día se va a enterar de lo que es bueno, y no pienso quedarme corto. Abundan los mierdecillas lameculos como él. Se creen que van a gozar de la baraka de sus jefes hasta el final de los tiempos, y abusan todo lo que pueden. Luego, un buen día caen en la cuenta de que nada dura eternamente para el común de los mortales. El palo que entonces se llevan es capaz de dar un vuelco a la tierra.

– ¿Sigues ahí, Llob?

– Como todos los espíritus, perrito faldero. ¿Qué quieres de mí?

– Hay bronca en el Sultanato Azul.

– ¿Y ésa es la excelente noticia?

– Pues sí, a juzgar por el tiempo que llevas dándonos por saco con tu depresión. ¿Acaso no es lo que esperabas para menear tu barrigón?

Cuelgo. Bliss está en forma y yo no. Plantarle cara sólo lo entonaría, como buen cabrón que es. Lo conozco: al menor síntoma de flaqueza, se envalentona y se abalanza sobre su víctima con el valor de una hiena contra un león moribundo.

Me despego de mi sillón y me encamino al dormitorio para cambiarme.

Mina se me acerca, intrigada.

– ¿Qué ocurre?

– El deber me reclama.

– ¿A las once de la noche?

– El deber es un aguafiestas, querida. Su especialidad es amargar la vida al prójimo. El problema es que no hay imbécil que pueda prescindir de él. Alcánzame mi abrigo, si no te importa.


Un relámpago raya el cielo justo cuando saco mi coche del garaje. En pocos minutos grandes nubarrones cubren la ciudad, empujados por la ventolera. Las primeras gotas de lluvia caen sobre mi parabrisas, como constelaciones abriéndose en las reverberaciones de las farolas. Hay poca gente por las calles. Las tiendas han bajado sus cierres metálicos, así como los figones y los cafés. Las aceras quedan a merced de pandillas de desocupados a la deriva. Cruzo las avenidas a toda mecha, saltándome los semáforos uno tras otro.

Llego al Sultanato Azul. Ya están ahí dos coches de la policía, y un corro de gente gesticula en la calle. Reconozco al cabo Lazhar entre el gentío. Está tomando notas en su cuadernillo, exageradamente atento a los testimonios que prorrumpen aquí y allá. Me acerco a él con las manos en los bolsillos para que quede claro que aquí el que manda soy yo.

– No se queden fuera, por favor -suelto para hacerme con la situación-. Aparte del gerente del local, no quiero ver a nadie.

El gerente finge alivio al enterarse de quien soy. Dispersa con deferencia a la gente y me lleva hasta su despacho.

– Por poco se arma una gorda -me dice de entrada mientras se enjuga delicadamente el sudor con un pañuelo de seda-. Sacó su arma, señor comisario. Cuando vieron la pistola, las mujeres se pusieron histéricas y se volcaron las mesas. Algunos se tiraron al suelo y otros a la piscina. Indescriptible. La gente corría por todas partes. ¿Se da usted cuenta, señor comisario? Gente bien que había venido a pasar un rato agradable con nosotros y, sin previo aviso, el horror… Ese oficial ha ido demasiado lejos. No tiene ni idea de lo que va a caerle encima. Aquí sólo vienen ejecutivos de renombre, hombres de negocios y dignatarios del régimen; gente que está en las antípodas de la violencia y que no va a perdonar que se les moleste de esa manera. El Sultanato es algo así como su microcosmos. Muy selecto y muy caro, para espantar a los indeseables. Y ¡catapún!, en pleno espectáculo, un oficial de la policía nos monta su numerito. Estoy avergonzado -me confiesa contoneándose-. Si supiera usted el apuro que he pasado. Sólo deseaba que me tragara la tierra. ¡Dios mío, qué escándalo! Ya nadie querrá volver por aquí. Creo que me va a dar algo…

El señor gerente está hundido. Como una auténtica señorona que descubre una miga de pan negro en su bollo.

Casi me dan ganas de ofrecerle mi hombro para que se alivie sollozando.

– Siéntese e intente calmarse -le recomiendo.

Se derrumba en un sillón y se seca con su pañuelo la comisura de los labios.

– Le ruego que perdone mi emoción, señor comisario. Es la primera vez que veo un comportamiento tan deplorable en un lugar tenido por el más prestigioso del país. Hay sitios para los gamberros y otros para la crema de la sociedad. Me resulta imperdonable que alguien frecuente un ambiente distinto del que por su propio rango social le corresponde.

– Tiene usted razón -amaga el cabo Lazhar para significarse.

Lo detengo con la mano y le ruego que se esfume. El cabo se siente ofendido. Masculla su descontento y se va protestando por el pasillo. Cierro la puerta y pido al gerente que desembuche de una vez.

– ¿Por qué no me lo cuenta desde el principio?

El gerente traga saliva, sin saber por dónde empezar, y, siempre con el pañuelo pegado a su boca afilada como la de una morena, me dice con voz chillona:

– Desde que lo vi por primera vez, aprecié en él una evidente falta de clase. Iba limpio, pero nada más. Ropa barata, una mezcla de imitación y de ingenuidad. El típico guaperas salido del pueblo llano que se empeña en escalar peldaños sociales por su cara bonita, no sé si me entiende. Me opuse a que se adhiriera al club. En el Sultanato somos muy mirados con estas cosas. Elegimos a nuestra clientela con mucho esmero. Ni siquiera se admite a los nuevos ricos. El dinero por sí solo no basta. Aquí aspiramos a proteger a las grandes familias de los peligros de la promiscuidad y la falta de respeto de los arribistas. Por desgracia, nuestro hombre es oficial de la policía. Y nosotros sentimos un respeto reverencial por nuestras instituciones, señor comisario.

Me llevo la mano a la boca para reprimir un bostezo que amenaza con abrirme la cara de par en par. Al gerente le indigna mi grosería, pero su respeto por las instituciones resulta mayor que el que alberga por la corrección.

– Perdóneme -le digo-, a partir de medianoche me sale la vena hipopotámica. Intente atenerse a los hechos: ¿quién es el oficial, por qué desenfundó la pipa, dónde está ahora?

Me pide con el índice que espere y aprieta un botón. Se presenta un sirviente con esmoquin, la pajarita suelta, el cuello de la camisa sucio y la cara medio tapada por un trapo ensangrentado.

– El señor Tahar es nuestro mayordomo. Le contará mejor que yo lo que ha ocurrido.

– Le escucho, señor Tahar.

El mayordomo advierte que no me voy a compadecer de su dolor. Retira su nariz magullada del trapo, constata que su herida me deja frío y va al grano:

– El teniente llegó hacia las ocho de la tarde, con su novia. Habían reservado la mesa 69. Yo mismo la preparé. El teniente quería festejar debidamente el cumpleaños de su compañera. Estaba muy satisfecho con la decoración de su mesa. Cenaron en plan enamorados, ambos muy apasionados. Hacia las diez, él me hizo una señal, que habíamos acordado la víspera. Su novia no debía darse cuenta. Quería darle una sorpresa. Apagamos las luces y llevamos la tarta hasta su mesa, con los aplausos del personal. Se trataba de una espléndida tarta gigante, hecha por el mejor pastelero del Gran Argel. La novia se emocionó mucho. Sobre todo cuando sus vecinos de mesa se pusieron a ovacionarles. Cortaron la tarta con mucha solemnidad. Cuando volvimos a encender las luces, la sonrisa de los tortolitos se esfumó. El señor Hach Thobane se hallaba en la entrada del restaurante. Espléndido como una deidad. Levemente apoyado sobre su bastón de caoba. Miraba a la novia del teniente con mucho cariño. En la sala se hizo un silencio inaudito. Todos los gestos quedaron en suspenso. Se notaba que algo extraordinario iba a ocurrir. Estaba claro que los tortolitos no se sentían a gusto. Se miraban como si el fin del mundo estuviese llamando a las puertas de su idilio. Entonces fue cuando el señor Hach Thobane apartó sus brazos, que, entre tanta perplejidad, parecían más anchos que el horizonte. Ignoro lo que pudo ocurrir. Estábamos todos en estado de estupor. La novia del teniente dejó caer su trozo de tarta y, movida por una fuerza irresistible, soltó bruscamente la mano de su novio, que intentaba retenerla, y corrió a acurrucarse entre los brazos de Hach Thobane. Fue algo tan increíble que nadie sabía si aplaudir o sentir lástima. Hach Thobane apretó contra él a la joven durante un largo rato y luego se fueron, abrazados, hacia un coche de lujo que los esperaba en la entrada. Aquí estábamos todos alucinados. Nuestros clientes no se atrevían a seguir con su cena. Todas las miradas convergían hacia el teniente. Nadie, por nada en el mundo, se habría puesto en su lugar. Ni siquiera él se daba cuenta de lo que acababa de caérsele encima. Estaba grogui, casi se tambaleaba mirando alelado la puerta por la que su novia acababa de largarse. Estuvimos una eternidad acechando su reacción. Se derrumbó sobre su silla y se agarró las sienes con ambas manos. Aprovechamos ese momento para ordenar a la orquesta que volviera a tocar, pero era imposible hacer como si nada hubiese ocurrido… El teniente mantuvo la cabeza gacha. Se bebió copa tras copa, botella tras botella. Ya borracho, se puso en mitad de la sala y empezó a tratar a la clientela de asquerosos burgueses y de catetos advenedizos. Intentamos calmarlo. Cada intento por nuestra parte lo ponía aún más fuera de sí. Cuando me pegó, mis hombres lo agarraron y lo sacaron fuera. No sé cómo consiguió zafarse de ellos, pero regresó y sembró el pánico con su pistola. Ni siquiera una explosión habría producido tanto espanto, pánico y pesadilla. Luego el teniente se percató de la que estaba armando. Sin enfundar su arma, nos trató de ricachones de mierda y de farsantes y se fue tambaleándose, vaya uno a saber dónde.

Planchado por lo que acabo de oír, siento a mi vez que las piernas me flaquean y caigo en un sillón.

¡En qué jodido follón acabas de meterte, teniente Lino!


Lo he estado buscando durante toda la noche, y he movilizado a todas las patrullas de la ciudad: aviso a comisarías y registro a fondo de tugurios. Lino se ha volatilizado. Mi preocupación aumenta al máximo cuando el teniente sigue sin dar señales de vida durante todo el día siguiente. Se me ocurren las hipótesis más espantosas. Como los jóvenes argelinos padecen un claro déficit afectivo, y como el teniente, a pesar de sus treinta años, sigue siendo emocionalmente un adolescente, y por tanto frágil e imprevisible, mucho más tras el desengaño de la víspera, es capaz de pegarse un tiro o de arrojarse desde lo alto de una torre sin paracaídas.

Envío a gente a los hospitales, a los depósitos de cadáveres, y cada llamada telefónica me hiela la sangre. Al anochecer, mis sabuesos regresan con el rabo entre las piernas y las manos vacías.

Lino tampoco ha regresado a su casa. Nadie le ha visto en su barrio.

Me quedo en mi despacho hasta muy avanzada la noche, dando vueltas a la cucharilla en mis cafés con la mano temblorosa y haciendo rogativas a los santos patronos de la ciudad. Nada.

Al día siguiente, doy parte al dire de la desaparición de Lino. Propina un puñetazo a la mesa y me tira un periódico a la cara. El incidente del Sultanato Azul está en primera plana.

– El cerdo de tu teniente sale en toda la prensa esta mañana -me anuncia a bocajarro-. Supongo que estarás orgulloso.

– Ni mucho menos, señor.

Está a punto de arrancarse los pelos, se lo piensa, intenta conservar la calma. Tras unos cuantos gruñidos, se le deshilacha la voluntad. De repente, se le desinfla el cuerpo y se tambalea tras su mesa de despacho.

– ¿Por qué, Brahim? ¿Qué pretende demostrar Lino? ¿De qué va? ¿Quiere joderme del todo?

– Lo siento mucho, señor.

Está en mangas de camisa, con la corbata aflojada. Las arrugas surcan su macilento rostro. Mi estoicismo le tiene perplejo. Esperaba que me lo tomase a mal y pensaba aprovechar la oportunidad para pagarla conmigo. Pero no he entrado al trapo y eso le fastidia.

– Te dije que lo llevaras a la perrera, Brahim -prosigue.

– Es cierto, señor.

– A ver cómo manejamos ahora este desastre. ¡Por tus muertos, dímelo! ¿Cómo se le ocurrió montar ese follonazo en el Sultanato? Allí ni siquiera me atrevo a ir yo. Sólo van ricachones y suripantas. ¿Y qué va a ser de mí ahora?

– No lo sé, señor.

– La jerarquía está fuera de sus casillas -me informa, trémulo-. He hablado hace un par de minutos con el wali *. Me ha dado tal repaso que creí que me faltaba el aire. El ministro en persona ha ordenado que se constituya un consejo disciplinario. Se lo van a comer con patatas, y a nosotros también.

– Lo entiendo, señor.

Menea la cabeza, totalmente destrozado; luego, se da la vuelta y me ruega que me quite de su vista.


Dos días de búsqueda, y Lino sin aparecer.

Y, a la mañana siguiente…


Aparco la tartana en la esquina de la calle Baba Arruj, una callejuela tan estrecha que apenas deja correr el aire. A ambos lados, unos edificios desvencijados defecan en las mismas aceras. Por ahí no ha pasado la sombra de un basurero desde los tiempos del voluntariado estudiantil de los años setenta. Hay que abrirse paso a machetazos para superar el hedor a cloaca. Me topo con una tasca medieval agazapada tras su escaparate, más sospechosa que una guarida de truhanes. En la misma puerta, el patrón dormita sobre una silla. El hotel está justo al lado, apretujado bajo su rótulo luminoso: El Oasis (ya puestos, entre hermanos, ¿por qué no soñar?).

Surge un chaval entre dos furgonetas, garrote en mano, con un brazalete deslavazado en el brazo. Tiene unos doce años y es más escuálido que sus posibilidades en la vida. Lleva un pantalón ajado, un jersey hecho jirones y a sus espaldas buena parte de la miseria nacional. Chavales como él abundan. Se pasan la vida en la calle. Como ya no son limpiabotas -una actividad considerada degradante y por tanto abolida por los aparatchiks-, intentan buscarse la vida haciendo de aparcacoches, y saben escaquearse como nadie cuando aparece por ahí un madero.

– ¿Le vigilo el coche, señor? -me propone.

– No hace falta. Es un coche trampa.

El chaval no insiste. Se coloca el garrote bajo el sobaco y regresa a su puesto.

Subo la escalinata del hotel y me doy la vuelta en el último escalón:

– ¡Oye, nene…!

El chaval regresa meneando el rabo como un cachorro. Le lanzo una moneda que agarra al vuelo.

– ¡Eso es tener clase! -me agradece.

Entro en el hotel.

El recepcionista está hurgándose la nariz detrás del mostrador. Su destartalado cuchitril no parece acomplejarle. Le asusta mi intrusión, me echa primero un ojo y el otro se le desencaja como si yo hubiese salido de la lámpara de Aladino:

Le enseño la placa.

– ¿Tú eres el que ha llamado?

– Depende…

– Comisaría Central.

– ¡Ah!

Observa detenidamente mi placa, se sale de su mostrador y se me planta delante. Es un hombrecillo torcido como dos sandías siamesas. La tripa le llega a las rodillas y el culo a las pantorrillas. Su acento chillón revela al bereber montañés varado en Argel tras una gran riada y que no consigue regresar a las fuentes.

El hotelucho es una pocilga surcada por una serie de pasillos estrechos comunicados por escaleras putrefactas. Si los turistas no quieren saber de nosotros, no es porque no seamos hospitalarios, sino por nuestra desabrida condición. Llegamos a la puerta 46, en el fondo de un pasillo cubierto con una moqueta sobre la que podría recogerse la huella digital de un legionario de la quinta del 58. El recepcionista sacude su manojo de llaves con un tintineo lúgubre. En el interior de la habitación, la oscuridad es total. Busco el interruptor. Una luz agresiva inunda la habitación. Un individuo está atravesado sobre la cama, con los brazos en cruz y la boca abierta. Algunas botellas de whisky, tiradas sobre la moqueta dan idea de la magnitud del desastre.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– Tres días. Llegó una noche y exigió que no se le molestara.

– ¿Lleva tres días aquí metido sin dar señales de vida y ni siquiera te has preocupado?

– Yo soy un profesional, señor agente. En mi oficio, la discreción es fundamental. Cuando el cliente dice no disturb, no se le «disturba».

Me inclino sobre el durmiente, le tomo el pulso. Lino aún respira. Ha vomitado y también se ha cagado encima.

– Esta mañana -cuenta el recepcionista al ver las consecuencias de su negligencia- me pregunté «¿qué estará haciendo el de la 46? No ha salido a comer desde que llegó. No ha llamado ni telefoneado. Eso no es suní. Quizá se haya largado sin que me dé cuenta», y me preocupé. A menudo ocurre que un mal cliente aprovecha un momento de descuido para escaquearse sin pagar la cuenta. No tenía más remedio que comprobarlo y subí a ver qué pasaba. Estaba exactamente como está ahora, en el mismo estado. Ahí, ya no me anduve por las ramas. Yo siempre he sido correcto con Dios y con la policía, hermano. Lo registré para saber quién era y encontré su placa…

Me pregunta con un nudo en la garganta:

– ¿Cree usted que está muerto, señor?

– Llama a una ambulancia.

El recepcionista se cuadra y corre al galope escaleras abajo.

Ya solo, me pongo en cuclillas para reflexionar, con el índice sobre la sien. Empiezo buscando la pistola del teniente, la encuentro en el cajón de la mesilla de noche y me la guardo en la cintura.

Luego me quito la chaqueta, me remango el jersey y le cambio los pañales a mi oficial antes de que lleguen los camilleros.

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