Tercera parte

Morir es el peor favor que se pueda hacer a una Causa. Porque impepinablemente habrá, por encima de los escombros y de los sacrificios, una raza de buitres lo suficientemente espabilados para hacerse pasar por aves fénix. Éstos no dudarán un segundo en utilizar las cenizas de los mártires como abono para sus jardines edénicos, en construir con las tumbas de los ausentes sus propios monumentos y en convertir en agua para sus molinos las lágrimas de las viudas.

Brahim Llob

El otoño de las quimeras


Capítulo 21

El día se despereza con cautela en el Camino de las Lilas. Parece que la noche ha sido movida por aquí. Algunos se han atiborrado de tranquilizantes para poder pegar un ojo. Normal, cuando linchan a un vecino es que anda rondando la ira popular. Me imagino la impresión de los nababs de Argel cuando encendieron su tele la víspera. No es tanto el escándalo de Hach Thobane lo que les ha encogido las tripas como el hecho de comprobar que nadie está del todo a salvo. Si se han atrevido a dejar en pelotas a un mito viviente, es que se puede desplumar sin problema a cualquier reyezuelo. Esto explica por qué la gente se resiste a abandonar las sábanas en esta parcela del paraíso. No saldrán de casa sin haber llamado por teléfono a diestro y siniestro para evaluar la magnitud del maremoto que va a devastar la ciudad. Mientras tanto, ya que las calles han dejado de estar seguras, prefieren quedarse calentitos en la cama, husmeando sus sábanas y olisqueando su transpiración.

Fuera, el cielo está lívido. No hay la menor nube que se preste a velarle la cara. Muy pronto el sol alumbrará con su antorcha el desastre en toda su amplitud. No todos los días se consigue arrastrar por el fango a un dinosaurio. Las gigantescas salpicaduras van a llegar muy lejos. Se siente curiosidad por saber qué tipo de follón se va a montar.

Aparco mi Zastava delante del número 7. Aquí especialmente el silencio tiene algo de irreversible. Se parece un poco al que le invade a uno cuando de repente se da cuenta de que se halla en medio de un campo de minas. No me dejo llevar por el desaliento. Apago la colilla en el cenicero y me bajo del coche dando un portazo para darme ánimos. Me siento lúcido, en perfecto dominio de mis facultades. Va a hacer sol. Algunos pájaros afinan sus cuerdas vocales, ocultos en el follaje. Que no cunda el pánico.

Nedjma me abre antes de que haya acabado de acariciar el timbre. Duchada, maquillada y peinada, no parece estar dispuesta a llevar el luto. Con su ropa de casa, exhalando delicados perfumes, semeja un hada surgida de una voluta de humo. Sus ojos de hegeria resplandecen como joyas, sus labios encarnan todas las tentaciones. Ahora que me permito mirarla de cerca, no recuerdo haber contemplado una belleza tan depurada. Su frescor encumbra sus veinticinco años como si fuera una diadema. Todo en ella roza la perfección: la pureza de sus rasgos, la posición de sus pómulos, la limpieza de su mirada y la excelente configuración de su silueta. Un pedazo de mujer.

– ¿Qué tal? -le pregunto.

– Aún no me lo he planteado, comisario.

Me ruega que la siga. Lino la habría seguido hasta el infierno. Cuando se va detrás de esta mujer, el resto del mundo queda oculto, sobre todo sus trampas y artimañas. Si se pusiera a caminar sobre las aguas, uno se sorprendería haciendo lo mismo. Su gracia es una delicia y su garbo una epopeya.

Intento no perder la cabeza, pero me resulta imposible sustraer mi mirada al hipnótico contoneo de sus caderas.

Busco a los gorilas, o a algún lacayo apostado en espera de una orden o una señal. No hay un alma en el jardín.

– ¿Está usted sola?

– Sí.

– ¿Dónde se han metido los guardaespaldas?

– Hach los despidió a todos ayer.

Entramos en el palacio. Hasta el rey de Jordania se moriría de envidia si se diera una vuelta por aquí. Tanto fasto encelaría incluso a los dioses subidos en sus cometas. Es increíble lo que los hombres son capaces de amasar en torno a su mísera persona para vivir una vida tan efímera. Aún más increíble que, tras tanta ostentación y fortuna blasfematoria, consientan en pudrirse en un agujero oscuro por toda la eternidad.

Nedjma me lleva directamente a la guarida privada de su amante. Allí está Hach Thobane, rodeado de sus tesoros de caoba, sus objetos artísticos de cristal y sus cuadros pagados en divisas. Está sentado sobre una silla acolchada, en bata, con el pecho caído sobre la mesa de su despacho, con la cabeza sobre el brazo derecho doblado encima de un periódico y el brazo izquierdo caído por encima del brazo de la silla, con una enorme pistola en la mano. La bala le ha reventado la sien y arrancado parte del cráneo, cuyos fragmentos salpican la pared formando una especie de adobe de seso y sangre.

Me acerco.

El periódico está abierto en una doble página dedicada a la fosa común de Sidi Ba.

– Creo que la lectura de este artículo lo ha rematado -suspira Nedjma.

– Eso es lo que salta a la vista de entrada -reconozco-. ¿Puede contarme qué ha ocurrido?

– Estaba durmiendo cuando oí un disparo. Bajé corriendo y me lo encontré tal como lo está viendo. No he tocado nada.

– ¿Y la servidumbre?

– Ya se lo he dicho. Hach echó a todo el mundo ayer. Quería estar solo. Me pidió que me fuera. Me negué a dejarlo solo en el estado en que estaba.

– ¿Cómo estaba?

– Raro.

– ¿Cómo?

– Cuando empezaron a machacarle en la tele, ni siquiera se movió. Tampoco dijo nada. Tan sólo pidió un vaso de agua. Permanecía en su sillón, tranquilo, como si estuviese viendo cualquier asunto banal. Por supuesto, no se perdió una palabra de todo lo que soltaron a lo largo del telediario. Pero era como si estuviesen ensañándose con alguien que no conocía. Después, apagó y pidió a sus guardias y a la servidumbre que se fueran a su casa. Estaba tranquilo. Quería estar solo y meditar sobre lo que se le venía encima. Se acercó a mí, me besó en la frente y me pidió que me largara de aquí. Me negué. No insistió. Era como si de repente se hubiera cansado de la vida. Cuando se fue el personal, le llamó a usted por teléfono, luego colgó y se encerró en su despacho. Pensé que si me había quedado, no era para encerrarme en mis aposentos y dejarle solo con su pena. Fui, pues, a su despacho a consolarle. Estaba de pie junto a la puerta acristalada, con las manos tras la espalda, y miraba la luna. Creo que esperaba que le llamara algún que otro amigo. A veces, se volvía hacia el teléfono y lo contemplaba largamente. Como nadie llamaba, levantó el auricular para comprobar que funcionaba y lo volvió a soltar sonriéndome. Jamás he visto una sonrisa más triste. Aquello me dejó trastornada y corrí a refugiarme en sus brazos. Sentía más pena por el abandono de sus amigos que enfado contra los que habían conspirado contra él… Ya sabe usted cómo son las cosas en nuestro país. A las deidades se las venera mientras no se demuestre su vulnerabilidad. De repente, los que te han lamido las botas se abalanzan para devorarte por los pies. Eso lo entristeció mucho.

– ¿Estuvo toda la noche en su despacho?

– Conseguí llevarlo al salón. Hablamos de los días que hemos compartido juntos. Quería saber si tenía algo que reprocharle, si no había sido correcto conmigo, si me había herido de algún modo. Le dije que era yo la que no había sabido ser digna de su amabilidad y de su generosidad, que me había mimado tanto que había estado a punto de echar a perder nuestra felicidad. No le mentí, comisario. Era un hombre bueno, caritativo y sensible. No soportaba ver sufrir a los demás y cualquiera podía pedirle ayuda. La gente que le ha impulsado a suicidarse son unos perros. Se los comerán sus pulgas antes que sus remordimientos.

Vamos al salón. Ordenado como para una ceremonia. Ni la menor señal de violencia ni la menor nota discordante.

– ¿Por qué me ha llamado a mí?

Aparta los brazos.

– Yo era la amante de Hach, no su secretaria. No conozco su agenda. Tampoco a sus amigos, y tenía prohibido coger el teléfono cuando sonaba. No es que fuera celoso, sino púdico. Cuando lo descubrí en medio de un charco de sangre, me quedé aterrada. ¿A quién podía llamar? No conozco a sus parientes. Entonces recordé la última llamada que hizo. Fue a usted. Le di al botón «bis» y usted contestó.

– ¿Debo entender que nadie está al corriente de este drama?

– Nadie.

– Pues va a haber que menear a todo el mundo.

– Haga lo que tenga que hacer, comisario.

– ¿Cuánto tiempo se quedaron en el salón?

– No sé. Quizá hasta medianoche.

– ¿Y luego?

– Subimos a nuestro dormitorio. Me daba cuenta de que algo horrible le rondaba por la cabeza.

– ¿Como qué?

– Su calma me tenía intrigada. No solía ser así. Se enfadaba por cualquier cosa. Hasta era impulsivo. Su cólera le daba confianza en sí mismo. Tras una buena bronca se quedaba más tranquilo. Esta noche su silencio me tenía asustada. Me temía lo peor.

– ¿Tenía usted la impresión de que iba a matarse?

– De que iba a reaccionar de una manera extremadamente violenta. Matarse o matarnos a los dos. Lo conozco muy bien. Jamás lo había visto como estaba anoche. Resultaba muy, muy angustioso. Se tumbó en la cama. Puse un somnífero en su agua con gas y me quedé junto a él hasta que se durmió. Ya conoce usted lo demás. Me despertó un disparo. Hach acababa de suicidarse.

– ¿También se durmió usted?

– ¡Ya me dirá, después de una noche así!

– ¿Nadie vino mientras tanto?

– Nadie.

– Quizá no lo oyera usted.

– Imposible. Si alguien hubiese venido, el timbre me habría despertado. El interfono está en mi mesilla de noche.

– ¿Entonces, quién le trajo el periódico a una hora en que los quioscos están cerrados?

Nedjma se enreda. Ya iba siendo hora. Su sobriedad me estaba resultando excesiva para una amante que acaba de perder a su santo patrono. Frunce sus deliciosas cejas, rebusca con rapidez en su cabeza, pero no encuentra escapatoria. Al mirarme me doy cuenta de que tiene los labios descompuestos, retorcidos por una mueca de incomodidad.

– Es verdad -reconoce-. Quizá salió mientras yo dormía.

– Los quioscos no abren hasta dentro de media hora.

– A veces, cuando se trata de asuntos importantes, llama a la imprenta. Sabía que lo de la tele iba a salir en la prensa escrita.

– Eso no se sostiene. Si hubiese llamado al impresor, lo habría usted llamado a él cuando apretó la tecla «bis».

– En ese caso, alguien se lo debió de traer esta mañana -me concede.

Nedjma no está a gusto en su pellejo.

Le ruego que me lleve al dormitorio donde pasaron la noche. Obedece con la cabeza en otra parte. El tema del periódico la tiene preocupada. No le había prestado la debida atención. La sigo por un pasillo tapizado con frescos revolucionarios que ponderan el valor de nuestra guerrilla; unas pinturas de escasa calidad pero suficientemente patrioteras para infundir respeto. Nedjma camina delante de mí. Su porte ya no es tan noble; no se sabe si pretende huir o sobreponerse.

El dormitorio es inmenso, con no menos de cuatro puertas vidriadas tapadas por cortinas de terciopelo recogidas con imponentes cordones dorados. En el centro, una gran cama con baldaquín cubierto de sederías, flanqueada por dos mesillas de noche y un sofá a la romana. Enfrente, un espejo monumental refleja la luz del día por toda la habitación. Las paredes son de color blanco roto. En cuanto a las dos arañas que caen en cascada del alto techo, son puras maravillas que deben de costar el riñón de un millar de funcionarios íntegros.

Nedjma me pide permiso para ausentarse un par de segundos, que le concedo de buena gana. Ya más tranquilo, inspecciono el lugar a mis anchas. Distingo sobre una cómoda las gafas de Hach Thobane, un vaso sobre la mesilla de noche -que deslizo en el bolsillo de mi abrigo-, una libreta al pie de una lamparilla. Curioseo en los cajones, remuevo algunas pilas de informes, me topo con algunas naderías, nada demasiado interesante. El ruido de la cadena del váter despierta mi atención. Nedjma me pilla contemplando un óleo que representa al difunto en sus mejores tiempos.

– Es de Alessandro Cutti, un famoso pintor italiano -me informa con una pizca de agresividad.

– Me hubiese extrañado que fuera de Denis Martínez.

– ¿Quién es?

– Un famoso pintor argelino.

El timbre de la puerta nos interrumpe. Nedjma pone cara de extrañeza antes de contestar por el interfono.

– Debe de ser el equipo científico de la Central -le señalo-. Yo les pedí que vinieran.

– ¿Por qué un equipo científico, comisario? Se trata de un suicidio.

– Una simple formalidad, señora -la tranquilizo.

A Hach Thobane lo han enterrado en menos de veinticuatro horas. Ignoro si por respeto a la tradición musulmana o por pasar rápidamente página sobre un episodio odioso de la leyenda revolucionaria, el caso es que ha sido muy rápido. Un certificado de inhumación expedido por un desaliñado ordenanza municipal, unos cuantos palazos en la tierra, un par de ridículas baldosas a modo de lápida, y se acabó la ceremonia fúnebre… Ni fanfarria ni pelotón de honor, ni siquiera una corona de flores. Los notables de Sidi Ba no han sido convocados, ni siquiera su alcalde. Poca gente, unos cincuenta paletos polvorientos traídos a la carrera de su pueblo, un grupo de antiguos combatientes seniles y ajados, y un siniestro imán que se da mucha importancia y no para de liarse con los versículos. Algunos visitantes pasan una y otra vez delante del grupo hurgándose la nariz. Los camilleros esperan con impaciencia que les devuelvan la camilla para largarse. Sólo un vejete lloriquea, un poco apartado, sostenido por un chico. Debe de ser el hermano del difunto. Algunos compañeros intentan sin convicción consolarlo y alguno que otro le reprocha que esté dando la nota.

Se abrevia el ceremonial hasta quedar reducido a la mínima expresión. Se está allí para comprobar que el ogro ha estirado realmente la pata, no para comentar sus maldades. Tampoco se han dignado aparecer los altos cargos del partido. El difunto no tiene derecho a la consideración que corresponde a su rango; el escándalo le ha hecho caer oficialmente en desgracia. Distingo a un par de periodistas y a un fotógrafo bizco. En la prensa vespertina apenas se le concederá una pequeña nota junto a la sección de necrológicas. Lo justo para confirmar el rumor y dar que pensar a los supervivientes.

Cuando introducen sus restos en la fosa, me doy la vuelta y me dirijo hacia el aparcamiento, donde Serdj está montando guardia junto a mi cacharro. No ha querido asistir a las honras fúnebres. Dice que las tumbas lo ponen enfermo.

– ¿Qué hacemos? -pregunta.

– Tú mandas.

Me propone que tomemos un café en el paseo marítimo. Me encojo de hombros. De camino, se percata de que tengo una depresión para desempalmar a un tanque y estima que lo mejor es llevarme a casa.


Didu me espera en la entrada de mi casa, con la cara descompuesta.

– ¿Qué ocurre ahora?

Didu es taxista. No pasa semana sin que lo multen.

– Te juro que esta vez no tengo nada que ver -empieza diciéndome-. Llevaba a un pasajero y, en un cruce de calles, me topé con un atasco. El que iba detrás de mí se puso a darle al claxon y a ametrallarme con sus luces. Parecía tener prisa, pero no podía ni adelantar ni echarme a un lado. Entonces me puso como un trapo. Te juro que ni siquiera reaccioné. Seguí tus consejos.

– No del todo, por lo que veo. Prueba de ello es que sigues dándole vueltas a lo que quieres pedirme.

Didu se quita su andrajosa gorra y la arruga entre sus manos. Mi impaciencia lo indispone y no le gusta andarse por las ramas.

– Era un cabo, Brahim. Me ha confiscado los papeles y ha metido mi ganapán en el depósito. No tengo con qué dar de comer a mis niños. Te juro que no tengo nada que ver. Había un atasco…

Luego me mira con esa cara de perro apaleado a la que jamás he sabido resistirme. Me sorprendo prometiéndole que resolveré su problema a primera hora de la mañana. Didu se siente tan aliviado que me agarra la cabeza con las manos y, casi entre sollozos, me da un beso en la coronilla.

Así es Argelia: un tirano menos y mil que toman el relevo sobre la marcha. En nuestro país, el abuso no es una desviación sino una cultura, una vocación, una ambición.

Mina me ha preparado un festín: tortilla con setas salvajes. Me como mi parte, la suya y un pellizco de la de los niños; luego me encierro en mi dormitorio para digerir a mis anchas. Cuando estoy en lo más profundo del sueño, mi hija me sacude.

– Papá, es la Central.

Voy titubeando hasta el vestíbulo y cojo el aparato.

– ¿Sí?

– Los muchachos del laboratorio piden que se ponga en contacto con ellos -me informa Serdj.

– ¿Qué hora es?

– Las tres y veinte.

– ¿Te importaría pasar a buscarme? Tengo el coche en el mecánico.

– Estaré abajo dentro de un cuarto de hora.

El laboratorio de la policía científica se encuentra en el sótano de un edificio administrativo en medio de la Comisaría Central. Antes era un almacén donde se guardaba de todo, una especie de enorme trastero donde podían llegar a parar archivos comprometedores, máquinas de escribir en desuso, cualquier tipo de antigualla y hasta unos borceguíes sin estrenar. Luego, debido a una inundación, hubo que limpiar a fondo los sótanos. Como la policía acababa de adquirir un nuevo material de investigación, sofisticado y codiciado por las demás direcciones, la jerarquía decidió crear allí un laboratorio. Desde entonces los muchachos que apencan aquí abajo pillan todo tipo de enfermedades, y nadie sabría decir si se debe a la maquinaria con que trabajan o a la humedad.

Bachir, el director, nos recibe en su cuartucho. Sobre su mesa, bien a la vista, está el vaso que me llevé la víspera de casa de Hach Thobane. Por su manera de parpadear, entiendo que ha descubierto el pastel.

– ¿Entonces qué? -le pregunto.

– Tenías razón, Brahim. En el contenido del vaso había la suficiente dosis de tranquilizantes para tener a una mula roncando durante un par de días.

– ¿Estás seguro?

– El análisis es categórico. Se trata de Stilnox, un medicamento de aúpa. Con un solo comprimido puedes vivir un cataclismo sin enterarte.

– En cualquier caso, él no le ha sobrevivido. ¿Y en cuanto al arma?

– Solamente las huellas del difunto.

Agarro a Serdj por el codo y salgo corriendo al aire libre. Esto es lo que me estaba temiendo. Habría preferido que las aguas se amansaran y poder volver a mi vida normal. Mala suerte. El caso Thobane va a seguir coleando y no me veo con la suficiente agilidad para andar correteando tras él.

– ¿Algo va mal, comisario? -se preocupa Serdj.

– ¿Y si me llevaras al paseo marítimo? Necesito una buena taza de café para recomponer mis ideas.

– ¿Está seguro de que bastará con una sola taza?

– Siempre que no pague yo…

Me abre una criada de cierta edad, recién salida de su envoltorio. Me identifico. No entiende mi verborrea y me ruega que repita. Le aconsejo que avise a su señora de que el comisario Llob desea verla. Regresa al cabo de unos minutos y me lleva a la piscina. Nedjma está sobre una tumbona, con sus gafas de sol colocadas sobre el pelo. Está leyendo una revista de moda con su albornoz abierto sobre sus piernas perfectas.

– Buenos días, comisario.

– Buenas, señora.

– Qué día más bonito, ¿verdad?

– Para quien se lo pueda permitir.

Suelta su revista y me mira de frente, con el codo apoyado sobre un cojín. No me canso de repetirlo: esta chica es la forma de Tentación más vehemente que conozco. Sus ojazos me embrujan. Siento cómo se me estremecen las pantorrillas bajo mi carcasa.

Me pide que ocupe la otra tumbona que hay a su lado. ¿Por qué no?, me digo. No está prohibido soñar. Me desabrocho la chaqueta para liberar mi panza y me tumbo junto a sus sulfurosos influjos. De inmediato, mi tumbona se convierte en alfombra voladora.

La criada viene con una bandeja repleta de zumos de fruta y de galletas de importación. La deja sobre una mesilla de mármol y se larga.

– ¿Es argelina?

– Creo que es yemení. Ha sido cocinera en la embajada de Argelia en Adén. Me la recomendó un amigo diplomático. Lo sabe hacer todo. Es extraordinaria.

Miro a la criada alejarse.

Nedjma se incorpora para servirnos. Se le abre el albornoz por el escote, dejando a la vista unos senos rotundos como manzanas cogidas en el jardín del Edén. Intento interesarme por una pareja de gacelas, pero no hay manera de apartar la vista de tanto esplendor al alcance de mis dedos. Nedjma adivina mi trastorno, que se intensifica en mi alma y conciencia. Se tapa un poco con un gesto falsamente púdico.

Me tiende un vaso de zumo de naranja.

Tomo un trago y chasqueo la lengua admirativamente.

– Excelente.

– ¿Verdad que es extraordinario?

– Aquí todo es extraordinario.

Me gratifica con una sonrisa capaz de poner de pie a un tullido sin piernas.

– ¿Lo piensa sinceramente, comisario?

– ¡Cómo no!

Vuelve a tumbarse, se cubre la mirada con sus gafas y, sin llevar su néctar a sus labios chispeantes, dice:

– ¿Andaba de paso por aquí?

– Para serle sincero, señora, jamás estoy de paso por los lugares encopetados. Me aventuro por ellos cuando no tengo más remedio. Odio a la gente con pasta. Su felicidad me saca de quicio.

– Lástima.

– ¿Lástima por qué, señora?

– No merece la pena sufrir por la felicidad ajena.

– Sepa que está a menudo trucada.

– ¿A quién le importa si tiene para comer y para beber?

Renuncia a su brebaje, que pone sobre la mesa. Siente un repentino desprecio por mí.

– ¿Se puede saber qué lo obliga a venir a deprimirse por estos pagos, comisario?

– Estoy aquí para aclarar tres o cuatro puntos borrosos de mi investigación.

– ¿Investigación sobre qué?

– Sobre la muerte de Hach Thobane, por supuesto.

Frunce el ceño. Vigilo sus manos que acusan el golpe con mucho talento. Pienso que esta mujer tiene carácter, sabe lo que quiere y cómo obtenerlo.

– ¿Lo dice usted en serio, comisario?

– ¿He dicho alguna tontería?

– Claramente, ya que se trata de un suicidio. La prensa lo ha dicho…

– La prensa dice lo que se le pide que diga, señora. No olvide que estamos en Argelia, en la era socialista.

– ¿Dónde está el socialismo, en esta casa paradisíaca?

– En las prácticas corrientes, señora.

Se echa la melena hacia atrás. Su perfil de diosa extiende su gracia hasta su pecho alto y lleno antes de ahuecarle majestuosamente el vientre adornado por un ombligo tan refinado que parece la mismísima señal del Señor.

– ¿Por qué le da tantas vueltas a ese suicidio?

– Por un montón de ángulos muertos.

– ¿Por ejemplo?

– La pistola en la mano derecha.

– ¿Y qué?

– Hach Thobane era zurdo. Por eso le llamaban así en el maquis.

– Lo he visto usar ambas manos sin problema.

– Puede ser. ¿Pero le había visto usted leer un periódico sin gafas?

Se sobresalta.

– Sus gafas no estaban sobre su mesa, al lado del periódico, señora. Estaban en su dormitorio, sobre su mesilla de noche.

– Quizá las dejara allí cuando fue a buscar la pistola.

Esta Nedjma nunca dejará de asombrarme.

La vivacidad de su ingenio es para mí una fiesta.

– Eso también puede ser. El problema está en cómo pudo despertarse tras la dosis de somnífero que le administró usted. Según los análisis, no le habría sobrevivido ni un penco de los montes Aurès. Hach Thobane no podía despertarse ni arrastrarse hasta su mesa de despacho, menos aún tener la menor sobriedad para darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Apenas podía mover el dedo meñique para rascarse.

– ¿Adónde quiere usted ir a parar, comisario?

– A lo siguiente: no hay quien se trague su historia. Hach Thobane ha sido asesinado, señora. Con o sin su colaboración.

Nedjma se incorpora y se agarra las rodillas con las manos. A pesar de que ocultan la expresión de su rostro, sus gafas dejan ver el temblor de sus pómulos. Vuelve a montar en cólera, un hervidero que no intenta contener.

– ¿Se da cuenta de lo que está soltando?

– Del todo.

– Lo dudo, comisario.

Se levanta y, negándose a perder un segundo más junto a mi pinta de aguafiestas endomingado, recoge su toalla y sale disparada hacia sus aposentos.

Al ver llegar a la criada, alzo las manos y me apresuro a bajarme de mi alfombra voladora.

– No se moleste por mí -le digo-, conozco el camino.


No me quedan fuerzas para consultar mi correo. Entre el teléfono y el cartapacio, tres expedientes se mueren de aburrimiento sobre mi mesa. Llevan ahí días, sellados como un juramento. De vez en cuando, Baya se acerca para averiguar si sigo vivo. Le preocupa la cara que traigo. Por dos veces ha intentado recordarme algo y se ha echado atrás. Frente a mí, el retrato del rais parece estar tomándome el pelo. Cuando nuestras miradas se cruzan, mi corazón suelta un extraño hipo. No sé qué hacer con mi tiempo. Ayer, tras salir de casa de Nedjma, estuve caminando por el paseo marítimo. Anduve kilómetros sin darme cuenta. No hay duda, Argel es un azar ciego; huye turbiamente de las preocupaciones a la vez que se ensanchan tras el paseante desengañado los abismos de su desazón.

Aún no ha vuelto el dire. Sus cortesanos dicen que le queda convalecencia para rato. A pesar de la caída de Hach Thobane, su tensión se niega a bajar una décima. Pensé en ir a visitarlo a su casa, pero temí provocarle una recaída. Así soy de torpe cuando se trata de ser cortés.

En ausencia del jefe, Bliss se ha hecho el amo. Gestiona el gallinero con mucha garra, gritando más alto que la bandera que hay en la fachada del edificio. No es más que un inspector de poca monta, sin clasificación en la escala jerárquica; sin embargo, el personal se achanta y no protesta. En este país, la interinidad se adjudica a menudo a los hombres de confianza -a los lameculos y a los caguetas-, rara vez a quienes corresponde por el grado.

Echo de menos a mi Lino.

Curiosamente, me llama Ghali Saad justo cuando mi mirada se detiene en la mesa de despacho del teniente. Con su habitual jovialidad, comienza felicitándome por el trabajo que he llevado a cabo, me habla de la bonanza que empieza a espantar la grisura de los años de plomo, del alivio de las masas trabajadoras por fin libres de un tirano, de su convicción de que el país recuperará su magia de antaño… Al ver que no reacciono, pregunta si sigo al aparato. Le aseguro que sigo ahí, cual ahorcado, aunque me haya quedado sin cuerda. La metáfora le parece excesiva y la aparta con una risa almibarada. El teléfono me pesa en la mano. Tengo ganas de colgar y largarme lejos, donde nadie pueda dar conmigo. Ghali Saad va al grano. Primero me señala que se ha desollado el puño de tanto llamar a los despachos de los grandes jefes para que lo escuchen, y que tras asombrosos alegatos, basados en informes bien documentados y emotivas declaraciones, ha conseguido lo que pretendía: ¡Lino está libre!


Mi teniente ha cambiado su fosa séptica por una clínica de la parte alta de Argel.

He atravesado la ciudad a toda mecha, provocando insultos en cadena tras cada maniobra. Me he saltado dos o tres semáforos. El portero de la clínica levanta la barrera cuando oye chirriar los neumáticos de mi coche. Un médico solícito me explica que el oficial llegó de madrugada en un estado indescriptible y que se encuentra en la mejor habitación del centro, en manos de facultativos excelentes. Pido ver para creer. Hace una llamada y me pone en manos de una enfermera gigantesca que anda de puntillas, como si pretendiera tocar el techo.

Cruzamos una serie de pasillos rutilantes. Por aquí y por allá van cojeando algunos enfermos, bajo la atenta mirada de un matasanos con pinta de matón. Lino no está en su habitación. Nos informan de que un enfermero lo ha sacado en silla de ruedas a que se oxigene. Volvemos sobre nuestros pasos y nos dirigimos al jardín. Lino está ahí, bajo un árbol, con una manta sobre las piernas. Parece un condenado a la silla eléctrica. Con los brazos blandamente cruzados sobre las rodillas, la espalda vencida por la pesadilla que ha padecido en esas mazmorras que no existen, contempla inmóvil un trozo de césped. En su ascético rostro, marcado para siempre por la infamia humana, la expresión de la desgracia se supera a sí misma. El guaperas de Bab El Ued ya no es más que un guiñapo cacoquímico. Si hubiese venido solo no lo habría reconocido.

– Conseguiremos que se recupere muy pronto -me promete la enfermera.

Me doy la vuelta para largarme cuanto antes.

– ¿Ya no quiere verlo, comisario? La miro.

– No en el estado en que está -le digo con la garganta encogida-. Me lo tendría en cuenta.

Asiente con la cabeza.

– Sí, lo comprendo -suspira.

Pero ya me he ido.


Para no aislarme en mi ira, recojo a Mina y vamos a casa de Monique. No me apetece nada encerrarme en mi habitación y darle vueltas a la imagen que me ha quedado de Lino. En una situación como ésta, un careo conmigo mismo me dejaría hecho polvo.

Monique nos acoge con su acostumbrada camaradería. Se alegra de volver a verme y no para de soltar chorradas para disipar el atrabiliario velo que me nubla la cara. Intento morder su anzuelo pero no consigo encontrarlo en las turbias aguas de mi pesadumbre. Mohand me observa desde su rincón. Adivina que estoy a punto de estallar como una bomba y prefiere no arrimarse demasiado a mí. Las anécdotas de Monique se van espaciando y se estrellan contra mi desdicha. Cenamos en medio de un mutismo desconcertante. Hacia las diez, Mina me pide permiso para que volvamos a casa. Mi actitud la ha decepcionado. Nuestros anfitriones estaban joviales y les hemos aguado la velada.

Ya en el rellano, cuando me dispongo a bajar los primeros escalones, Mohand me suelta:

– Sigues sin haberme contado el chiste del sepulturero que quiso hacerse espeleólogo.

Le suelto un guiño y refunfuño:

– ¿No te has enterado?

– No -contesta.

– Ha cambiado de opinión.

Tras lo cual bajo la escalera con el sentimiento de estar diluyéndome en mi pena.


Al día siguiente, me entero de que Nedjma ha tomado un avión para Frankfurt, por lo que los ojos ya sólo me sirven para llorar.


A pesar de ello, regreso al número 7 del Camino de las Lilas. Quiero saber lo que ha ocurrido realmente. La criada se lo piensa mucho antes de dejarme pasar. Como su señora se ha volatilizado, hace como si se sintiera del todo en casa. Se ha quitado el delantal, se ha soltado el pelo y está viviendo un sueño a pleno sol. A juzgar por sus ojos enrojecidos y su piel morena, debe de pasarse el día chapoteando en la piscina y tomando el sol a la vez que interminables jarras de zumos de frutas. Mi inesperada visita parece aguarle la fiesta. Peor todavía, la vive como un caso de conciencia: se siente culpable de abusar de los privilegios de la señora hallándose ésta fuera.

Aprovecho su subordinación interna para desconcertarla:

– ¿A qué hora se marchó exactamente?

– Apenas una hora después de que se fuera usted.

– Sin embargo, no daba la impresión de estar a punto de tomar un avión. ¿Usted estaba al tanto?

– No, señor.

– ¿Cree que fue por culpa mía?

– No lo sé, señor. Cuando se fue usted, se metió en su habitación. Seguramente para llamar por teléfono, porque me pidió de inmediato que le hiciera las maletas.

– ¿Cómo estaba?

– ¿Qué quiere decir?

– Que si estaba nerviosa, excitada, tranquila…

– Normal, como de costumbre. Ni tenía prisa ni estaba enfadada. Se duchó mientras le preparaba las maletas. La ayudé a peinarse y a maquillarse. Estaba tranquila. Cuando vinieron a buscarla, ya estaba lista.

– ¿Era un taxi?

– No, un coche grande negro con las ventanas ahumadas. Un señor grande cogió su equipaje y lo metió en el maletero. Luego le abrió la puerta a la señora y se fueron de inmediato.

– ¿Le dijo adónde iba?

– No.

– ¿O cuándo pensaba regresar?

– La señora nunca me dice nada.

– ¿Se llevó muchas maletas?

– Las suficientes para una larga estancia.

Me agarro la barbilla con el pulgar y el índice para que la criada note que la situación me plantea un problema serio. Ante mi apuro, se traga la saliva y se tritura los dedos. Elijo ese instante para ir al grano:

– ¿Puedo ir a su dormitorio?

Se sobresalta, como si la pillara por sorpresa, y mira a su alrededor.

– No sé si esas cosas se pueden hacer, señor.

– Soy poli y tengo todos los derechos.

Eso no me lo discute, pero intenta salvar la cara. Su voz casi me emociona cuando me pregunta con la boca pequeña:

– ¿Puedo acompañarle?

– Por supuesto, sólo quiero hacer una llamada.

– Hay un teléfono en el vestíbulo.

– Soy alérgico a las corrientes.

Ella levanta los brazos en señal de rendición.

Me meto en la habitación, donde todo está muy recogido, cojo el teléfono y aprieto la tecla «bis». Una voz de sirena me pía justo después de la primera llamada:

– Secretaría General de la Oficina de Investigación, buenos días.

Cuelgo con brusquedad, como si acabara de levantar una trampilla y de toparme de frente con el fantasma de mi bisabuelo. La brutalidad de mi gesto sorprende a la criada. La tranquilizo con la mano:

– No pasa nada. Llamaré desde mi despacho, es más seguro.

Capítulo 22

Para entender lo que ocurre en Argelia hay que remitirse al siguiente cuadro: una vez desertado el Olimpo en sus altas esferas, y en ausencia de Dios, cuatro demonios intentan hacerse con la interinidad: Belcebú, Lucifer, Mefisto y Satanás. Abajo, el pueblo, reducido a un vulgar tráfico de influencias, está entregando el alma, que quieren condenar todas y cada una de las mentadas entidades demoniacas.

El comisario Dine no me sigue. Para él, la literatura y la filosofía representan el lado gagá de la estupidez humana. Según propia confesión, jamás ha ojeado un libro, salvo libros científicos y manuales. Le producen horror, y casi siente pena por mí cuando me pilla retocando un manuscrito. Curiosamente, esta vez se le estremece la glotis. Se ha dado cuenta de inmediato de que se trata de un disparo de prueba. Es verdad que la cara que pongo erizaría los bigotes a un gato callejero, pero lo que le incomoda sobre todo son las brasas incandescentes de mis pupilas. De haberlo sabido, el pobre se habría quedado en su casa comiendo lechuga hasta convertirse en conejo; pero prefirió invitarme a un señor almuerzo, y ahora se da cuenta de lo que le va a costar la dolorosa. Está que se muerde los puños. Yo siempre salgo caro. Entonces, le suelto todo lo que llevo guardado dentro. De una tacada. Le pillo desprevenido y no le da tiempo a proteger su sonrisa. Primero frunce el ceño y luego contrae la nariz. A medida que voy desembuchando, se le ponen los pelos de punta, incluidos los de las orejas.

– ¿Tanto me odias, Brahim?

– No te odio.

– ¿Entonces, por qué vienes a fastidiarme con tu historia gilipollesca? Sólo quería volver a verte y bromear ante un buen almuerzo.

– Pensé que te interesaría conocer la verdad.

– ¿La qué…? Tú eres el que está dando la espalda a la puta verdad. En mi opinión, lees demasiado y eso te aleja de la realidad. La verdad verdadera es que no eres más que un asqueroso pulgón hinchado de aire al que le encanta frotarse con espinas. Por fuerza tienes que pasarte de listo. Aunque ya no quede nada que rascar, a Brahim Llob le seguirá picando. ¿A qué viene toda esta mierda? Hasta el mismísimo diablo se rendiría. Te aviso desde ya que no he venido aquí a escuchar pamplinas. Me bastan y sobran las de mi mujer.

– Sin embargo, se lo han cargado.

Dine se descompone.

– Baja la voz -me suplica.

– Para mí, Hach Thobane ha sido asesinado de todas todas -remacho, incorregible.

– Ya lo he oído…, por amor de Dios, habla más bajo.

Rozo la mesa con la barbilla y le susurro:

– Ha sido a-se-si-na-do.

– Vale, ahora cierra el pico.

Mira de reojo hacia los escasos clientes sentados a nuestro alrededor. Están todos muy a gusto tomándose su postre.

La chica del fondo nos dirige una sonrisa codificada. No puede oírnos, salvo que tenga una trompetilla muy sofisticada. El camarero nos ignora y espera, mirando hacia la cocina, que salga un plato.

Dine respira hondo.

– Brahim, estás delirando.

– Puede ser…

– Hach Thobane se suicidó.

– ¡Que no!

– ¡Que se suicidó de verdad, por favor!

– No es cierto, se lo cargaron.

Dine se pasa la servilleta por el cuello de la camisa para secarse el sudor que le está borboteando. Mi testarudez lo tiene aterrado. En este pequeño restaurante de Belcourt donde me ha invitado para festejar la liberación de Lino -a la que me da a entender que no es ajeno-, cada palabra mía produce en todo su ser una serie de escalofríos urticantes.

– Tú no estás bien de la perola, Brahim. Se te ha fundido un plomo. Hach Thobane se pegó un tiro en la cabeza. Los dinosaurios no sobreviven al incendio de su universo. No se esperaba este cataclismo, eso es todo. Jamás pensó que le pudiera ocurrir y no estaba preparado para ello. Se había colocado por encima del barullo, al margen de cualquier enojoso imponderable. ¡Y pumba! Le hicieron caer del caballo. No consiguió reponerse. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Defenderse? Ignoraba lo que era eso. ¿Desmentir? Era inútil. ¿Seguir con su vida como si la cosa no fuera con él? Esa gente no sabe pedir perdón. O se quedan con todo, o lo mandan todo a paseo. Thobane no podía resignarse a que lo abuchearan. Sobre todo después de la coba que le estuvieron dando durante decenios. Jamás habría soportado que le sostuvieran la mirada, que se cuestionara su legitimidad histórica. Sabía que las cartas ya estaban sobre la mesa y que no tenía escapatoria. O todo o nada, ésa es la ley de las hidras que nos gobiernan. Una ley que no se anda por las ramas, como tampoco quienes la han adoptado. Thobane ha muerto justo cuando su aura lo dejaba en la estacada. Ese extremismo no es sino la prolongación natural de un proceso de renuncia. Eligió morir tal como había elegido vivir: de manera inapelable.

– Ésa es la sinopsis. La puesta en escena está más elaborada.

– Sólo en tu retorcida mente.

– ¿Por qué te niegas a reflexionar durante un par de segundos, Dine?

– Odio ese tipo de gimnasia mental. Siempre se te acaba yendo de las manos. Personalmente, me la suda lo que haya pasado de verdad en el número 7 del Camino de las Lilas. ¿A mí qué me va a reportar, aparte de follones de muerte?

Dine está que se sale de sus casillas. Creía que me iba a ofrecer un momento de relax, y resulta que lo embarco en una pesadilla. Siento mucho decepcionarle, pero no es culpa mía. Para mí, es importante saber si puedo contar con mis amigos. Yo solo no podré avanzar más allá de la punta de mi nariz. Y lo cierto es que me muero de ganas de liarla. En este asunto no he pasado de ser una marioneta y no paro de darle vueltas durante el día y la noche. ¿Por qué yo? ¿Por qué Lino? No consigo convencerme de que el idilio de Lino fuera un simple flechazo, como esos que se tienen cada dos por tres en estos años de graves frustraciones sexuales. A Lino se le ha encarrilado intencionadamente hacia Hach Thobane. Su pistola fue encontrada junto al cadáver de SNP siguiendo un plan de engañabobos.

¿Y quién es el rey de los bobos?

Probablemente un viejo madero cascarrabias que estaba hasta las narices de no dar golpe y dispuesto, con tal de cumplir, a abalanzarse sobre cualquier caso sonado. ¿No querías caldo?, pues toma dos tazas. Sin el menor miramiento. Además, con recochineo. Si no, a qué viene ese rosario de torpezas cometidas. Esas ejecuciones sumarias, llevadas a cabo «como si fueran simples formalidades», no tienen por qué ser obra de aficionados. Quizá se deban a un exceso de confianza, como si los matones y quienes los enviaron no tuvieran por qué temer un vuelco de situación.

– Brahim -me suelta Dine, destrozado-, esto ya es agua pasada.

– ¿Qué quieres decir?

– Cierra el caso y vuelve a casa con los tuyos.

– Me han estado utilizando.

Una risa breve y cansada le sacude la tripa.

– Siempre se utiliza a alguien, Brahim. Así funcionan las cosas. No tienes por qué sentirte estafado. Cuando se lleva el uniforme, el amor propio se deja colgado en el perchero. Además, se trata de dos actitudes inconciliables. De nada sirve reconcomerse. Eres poli, y como todos los polis, vas allá donde te mandan. Cuando estás llevando a cabo una investigación, cumples con una profesión, no necesariamente con una vocación. Ni se te ocurra husmear lo que hay detrás. El vértigo te hará caer en picado.

– No soy un instrumento.

– Ése es tu error, Brahim. No somos más que peones en un tablero de ajedrez. Pongamos que sea cierto, que Hach Thobane haya sido asesinado… ¡Dios, qué espanto me produce esa suposición! -gruñe secándose la frente-. ¿Cuál es tu problema? Es un asunto de peces gordos, y la morralla no pinta nada aquí. La gente que se mueve por las alturas hace reformas a su manera en su serrallo. ¡Joder! Hacen lo que les da la gana, están en su casa. Se te ha pedido que colabores un poco en esta purga. Ya han tirado de la cadena. Ahora, te limpias el culo, vuelves a tu casa y cierras la puerta a cal y canto. ¡Tampoco es tan difícil entenderlo, narices!

– ¿Y tú eres el que me suelta ese discurso, Dine?

– ¿Y qué soy sino un corneta, Brahim? ¿Qué esperabas, que te felicitara por tu sagacidad? Si has venido para que te glorifique y te anime a meterte en la boca del lobo, te has colado. Tengo críos y una esposa en casa. Mi cometido acaba justo donde empieza el territorio de los dioses. Sigo adelante mientras mis jefes me piden que lo haga. Cuando le dan al botón de apagar, se me enciende una luz roja en la cabeza. Conozco mis límites. Yo también he tomado veredas sinuosas. A veces, resulta que llegas a un calvero prohibido. Entonces toca retirarse, y te aseguro que soy el primero en largarme cuanto antes. No soy profeta ni justiciero. Soy comisario y obedezco órdenes, y punto.

Me agarra por las muñecas.

– De tú a tú, Brahim, ¿crees que das la talla para medirte con ellos? Acaban de eliminar al hombre que se suponía que no podía ser destronado. Así, de un papirotazo. Ese fulano era un gurú. Tenía amigos en todas partes y un ejército de fieles. Estaba mejor protegido que una fortaleza sagrada, y fíjate en qué ruina lo han convertido. Es como si, de la noche a la mañana, jamás hubiese existido… Esto tiene demasiada tela para nosotros. Demasiada para enanos como nosotros. Los asuntos que están en juego son colosales, y nosotros microscópicos. Créeme, Brahim, déjalo ya. No eres más que una mosca revoloteando alrededor del culo de una vaca; un simple pedo te haría pedazos. Si aceptas otro consejo, no cuentes a los demás lo que me acabas de contar. En nuestro país, la confianza es el primer paso hacia la perdición.

El camarero nos trae nuestros filetes con patatas y se eclipsa. Dine se sigue secando el sudor con su servilleta, sus labios están blancuzcos. Empuja su plato con la otra mano.

– Me has cortado el apetito.

– Lo siento -le digo clavando mi tenedor en un trozo de patata.

– Sinceramente, Brahim, ¿qué es lo que te atrae tanto de los follones?

– Digamos que tengo un sentido de la honradez algo distinto del tuyo.

– Soy honrado.

– ¡No me digas!

– En primer lugar, conmigo mismo. Conocer los límites propios supone, por lo pronto, no abusar de uno mismo.

Se levanta.

– ¿Te vas?

– Me largo, Brahim. Voy ahora mismo a pedirme un par de semanas de vacaciones para protegerme de tus imprudencias. No tengo ganas de que se me quiten las ganas de comer cada dos por tres.

Suelta su servilleta como quien arroja la toalla, va a pagar la cuenta y sale del restaurante sin mirarme.


Me siento desamparado como una espora extraviada en plena naturaleza. Soria Karadach no ha vuelto a dar señales de vida, dicen que Cherif Wadah está en el extranjero, el dire se ha apalancado en las aguas termales de Righa, la Central parece un cercado abierto a los cuatro vientos y Argel una camisa de fuerza. He vuelto a la clínica para ver a Lino. Aún no ha recuperado su color, pero la vida va poco a poco aflorando en él. No hablamos mucho. Me senté en el borde de su cama y nos miramos sin encontrar palabras. El médico se nos acercó. Tras unas cuantas palabras amables, se dio cuenta de que no estábamos para bromas. Se fue mirándonos con extrañeza por encima del hombro, preguntándose si sólo hemos nacido para aguar las escasas alegrías que le quedan al mundo.

He vuelto al tajo como volvió la proverbial Halima a sus costumbres de toda la vida. Ni demasiado temprano por la mañana ni demasiado tarde de noche. Aunque sigo estando muy irritable, no me parece oportuno hacer una montaña de todo. El futuro nos dirá lo que oculta el presente. Eso no significa que me haya rendido. En la vida no basta con saber lo que se quiere; lo importante es conseguirlo. Por ahora, no sé cómo. Así que me armo de paciencia.

Serdj se ha hecho cargo de los expedientes que estaban pudriéndose en mis cajones. Es un muchacho muy servicial. Si se me extraviara la dentadura postiza, se ofrecería para masticar por mí. He visto a inspectores entregarse sin escatimar esfuerzos, pero ninguno le llega a la suela de los zapatos.

Baya ha engordado ligeramente. Se le ha ensanchado el pecho y la opulencia de su grupa tiene al personal cada vez más trastornado. Llega cada mañana con el bolso repleto de chocolatinas suizas. Deduzco que su nuevo semental se ha aprendido mejor la lección que los anteriores. ¡Menudos son estos pelirrojos! Se adelantan tanto en la premeditación que hasta se les chamusca el pelo.

En cuanto a Bliss, se lo ha tomado realmente en serio. Dirige este gallinero con inusual devoción. La interinidad le ha abierto el apetito. Desde que el dire estuvo a punto de irse para el otro barrio, Bliss se comporta como dueño y señor. Se ha comprado un lustroso traje con chaleco, unas gafas Ray-Ban auténticas y luce su austera corbata con la cara muy alta. Me lo he cruzado una vez por el pasillo. Se indignó porque pasé de largo sin saludarle. Hay que ver cómo las alturas se le suben a uno a la cabeza, sobre todo cuando su reino es aleatorio. Unos minutos después, me llamó para que le hiciera de recadero. Ahí me di cuenta de que habrá que llamarle al orden, pues, de seguir así, me acabará tendiendo la mano para que se la bese. Afortunadamente, las cosas no van a tardar en racionalizarse. Al parecer, el dire está como una rosa: lo han pillado lamiéndole la almeja a una enfermera, lo cual demuestra que está recuperando tanto su lucidez como su afición por los sabores pecaminosos.

Una mañana, a las diez menos cuarto, alguien me llama por teléfono. Su voz tiene graves goteras. Al principio sus jadeos me impiden enterarme de nada; habla tan rápido que no consigo alcanzarle. El fulano me explica que tiene que cortar y me suplica que nos veamos en el café Nedroma, no lejos de la Central. Le pregunto quién es. Insiste en la cita y cuelga. Sopeso los pros y los contras. De todos modos, hace mucho calor en mi despacho y el aire acondicionado no funciona. Diez minutos después, acelerando la marcha, llego al café señalado, frente a la estación de autobuses. Una escasa clientela abigarra su interior: ancianos tullidos, algunos viajeros pendientes de la llegada de su autocar y un par de chicos desencantados. Aparte del cajero gordo que me vigila desde su mostrador, nadie parece reparar en mí.

Miro mi reloj. No me he retrasado.

Aparece un hombre con un par de espuertas sobre los hombros, busca entre las mesas una cara conocida y se va echando pestes.

Éste no es.

Al cabo de tres minutos, el teléfono aúlla. El cajero descuelga, escucha distraídamente y gruñe:

– Te has colado, colega. Éste no es tu número.

Apenas cuelga y ya está sonando otra vez el teléfono. Esta vez, el cajero se despabila. Se le va congestionando la cara a medida que el chisporroteo se alarga.

– ¡Oye! -se mosquea el cajero-, no te he colgado en las narices, ¿vale? Me he limitado a decir que éste no es tu número. Esto es un café y no la centralita de una comisaría. Tu poli no trabaja en mi casa, ¿vale? Así que deja de rebuznar porque no lo soporto.

Le quito de las manos el auricular.

– ¡Oye, tú…!

Le enseño la pipa debajo de mi chaqueta, lo que se considera el gesto más inteligente de dar a conocer por la vía rápida tu identidad profesional. El cajero retrocede hasta pegarse al espejo y levanta las manos.

– Esto no es un atraco -le digo-. Ni siquiera he traído una bolsa para llevarme tu calderilla.

Asiente con la cabeza sin atreverse a bajar los brazos.

Al otro lado de la línea, el desconocido sigue reprochando al cajero su inconveniencia. Está cabreado y grita tan fuerte que temo que reavive mi otitis.

– Ya está bien, soy Llob. ¿Por qué no estás en el café?

El desconocido se calma.

Se sorbe los mocos un par de veces y luego me suelta con voz chillona:

– No puedo ir al café.

– ¿Qué pasa, me citas y luego te quedas en casa?

– No es eso, comisario. Quería hablar contigo. No me fío de los teléfonos oficiales. Están todos pinchados. No tenía intención de ir al café. Lo que pretendía era conversar contigo desde un aparato más fiable.

– ¿De qué?

– Estoy de mierda hasta el cuello, comisario. Pretenden quitarme de en medio. Llevo tres semanas huyendo. Me estoy volviendo loco. Ni puedo volver a mi casa ni meterme en un hotel. No tienes idea de lo hecho polvo que estoy.

– ¡Ni siquiera sé quién eres!

Le oigo jadear, percibo el ruido de un tráfico intenso y de gente que se llama a voces. Debe de estar telefoneando desde una cabina pública.

– Mi nombre no te diría nada -me declara carraspeando-. No estoy fichado.

– ¿Cuál es el problema?

– Me he cargado a un tipo.

– …

– Quiero entregarme.

– ¿Necesitas la dirección de la comisaría más cercana?

– No me tomes el pelo, comisario -dice mosqueado-. Esto va en serio. Van a por mí los de la jet y necesito que alguien me proteja. Quiero entregarme ahora mismo, pero no de cualquier manera.

– Dime primero qué es eso de la jet.

– ¡La jet set, hombre!

– No entiendo.

– ¡Las altas esferas, narices!

– Sigo sin entenderte, buen hombre. Me lloriquea al teléfono. El bramido de un camión ahoga su gemido.

– No puedo seguir así mucho tiempo, comisario. Me encontrarán y me matarán. Eres mi única oportunidad. Me entrego a ti y me garantizas un juicio justo.

Por su tono enfebrecido, entiendo que el diablo le anda pisando los talones.

– De acuerdo, te espero en mi despacho.

– Deja ya de tomarme el pelo, comisario. Como asome la nariz me apiolan.

– ¿Qué propones?

– Que vengas a buscarme. Solo. No quiero a nadie contigo. Y ven ahora mismo. Y digo bien ahora mismo, pues si no me largo. No intentes urdir un plan, comisario. No lo necesitas puesto que me entrego. A ti y a nadie más.

– ¿Qué tengo yo que no tengan los demás?

– No eres un corrupto. Tú no me conoces, pero yo a ti sí. Eres de fiar.

– ¿Por dónde andas?

– Por el barrio de los Castores.

– No es un sitio para irse de excursión.

– Desde luego.

– ¿Crees que puedo fiarme de ti?

– Te juro que no es una encerrona.

– Los Castores es muy grande.

– Por la parte norte hay una antigua obra, dos edificios inacabados. Es fácil encontrarla. Si llegas de Bab Ez-Zuar, te pilla a la izquierda. Después del descampado te topas con ella.

– Ya veo dónde es.

– Muy bien, comisario. Ya te estoy esperando. Y sobre todo, ni escolta, ni amigos, ni colegas. Controlo toda la zona. Como note algo raro, ahueco el ala.

Se le quiebra el jadeo y casi solloza:

– ¿Vas a venir a buscarme, comisario? Dime, por los tuyos, si puedo contar contigo.

– Como si fuera tu línea de crédito.


La obra ocupa la mitad de un descampado, al final de un barrio periférico que parece salir de una nube nuclear. La pista que conduce hasta allí cruza un vertedero municipal y luego se da de bruces con un barracón sin techumbre y con las ventanas desvencijadas. La fealdad del lugar hace pensar en el desconsuelo que produce la desesperanza. Los montículos de escombros crecen en medio de la desolación como si fueran forúnculos monstruosos, tan lastimosos que no hay gato que se les acerque. Miro detenidamente a mi alrededor. Una ratonera de cuidado. Mi mano comprueba instintivamente que la pipa está en su funda. La frialdad de la culata me tranquiliza. Aparco mi carro tras una garita esquelética y espero, con el oído alerta. A mi izquierda, una hormigonera abandonada está acabando de descomponerse entre montones de chatarra y de maderos podridos. Una alambrada desgarrada hace lo que puede para delimitar el recinto, en parte alzada por oscilantes estacas y en parte tumbada. A mi derecha, una cohorte de matorrales cubre un centenar de metros hasta un pequeño bosque de árboles hirsutos. Frente a mí, los dos edificios a medio construir, horribles como la desgracia, grisáceos, esqueléticos, afligidos.

Una silueta surge tras un fárrago de malas hierbas.

Esperaba encontrarme con un hombre y me hallo ante un espectro.

Aterrado, con la ropa arrugada y sucia, los zapatos destrozados, el individuo haría salir corriendo a un conjurado como si se tratara de una redada. Lleva su larga y mugrienta melena pegada a las sienes, enmarcando un rostro descompuesto y macilento como el de un moribundo. Sus ojos tumefactos no paran de moverse.

Se arrastra con recelo hasta el capó de mi coche.

Abro la portezuela y salta hacia atrás, a la defensiva.

– ¿No quieres subir?

– Ahora mismo no -gruñe limpiándose los mocos con el brazo-. Puede que lleguen tus colegas.

– He venido solo.

– No tengo por qué creerte.

– ¿Ya no confías en mí?

Retrocede a la vez que hace con la boca un rictus lamentable.

– En mi oficio, eso es pecado mortal.

– ¿Y a qué te dedicas?

Se pone de puntillas para escrutar los alrededores y concentra su mirada en el bosquecillo. Su pavor me ofusca. Me mira de hito en hito y suelta, desalmado:

– Asesino ocasional.

– ¿Sólo eso?

Carraspea y lanza muy lejos un escupitajo. Su mirada, que parecía perdida, se endurece. Me dice con voz gélida:

– Cada cual hace lo que puede para llegar a fin de mes.

– ¿Qué es un asesino ocasional?

Se mete las manos en los bolsillos, con las cejas caídas. Debe de preguntarse si le conviene seguir con la conversación. Ahora que me tiene enfrente, ya no está seguro de nada. Hace caso omiso del hilillo elástico que le cuelga de la nariz.

Retrocede unos cinco metros, ametrallando el entorno con una mirada de acosado.

– Comisario -insiste-, entérate bien de que quiero entregarme. Me he cargado a gente, pero ahora quiero pagar. Sin remisión de pena.

– Estás en tu derecho.

– La gente que me paga me anda buscando para eliminarme. Eso no venía en el contrato y no voy a dejar que me pesquen.

– Apiádate del poco seso que me queda y dime primero quién eres y por qué quieren tu pellejo.

– A mí me reclutó gente que manda en las alturas. En tiempos en que hacía y deshacía en Tilimli al frente de una pandilla de golfos, me cargué a un rival. Me detuvieron y creí que me ajusticiarían. Entonces me propusieron trabajar para la gente de arriba a cambio de ser absuelto. Era una buena oferta. No sólo podía volver a empezar de cero, sino que además había subido en el escalafón. Con veinte años no se puede despreciar una propuesta así. Me empleé a fondo sin pensármelo dos veces. Buena paga, buena ropa, buena casa. Y encargos fáciles: amantes molestas, chulos entrometidos, sirvientes indiscretos. Iba en su busca y me los cargaba. Asuntos poco complicados. Volvía a casa y recogía el sobre en mi buzón. El resto del tiempo me dedicaba a gastarme el dinero como un señorito. Me he tirado diez años viviendo esta vida de terciopelo. Era de lo más cumplidor, no ponía pegas a nada. Y, de repente, resulta que mis patronos quieren liquidarme. No creo haberme saltado las reglas. No tengo idea de lo que está ocurriendo. Hace tres semanas raptaron a mi amiga. Pensé que se había largado. ¡Qué va! Mis patronos me dijeron que si quería volver a verla con vida, tenía que presentarme ante ellos. ¿Acaso me estaba ocultando? Como no tenía nada que reprocharme, supuse que se trataba de un malentendido y me presenté. Me llevaron a una casa de campo y me dijeron que esperara allí tranquilamente, que las cosas se habían puesto feas, que debía salir del país y que me estaban preparando un pasaporte. Vale, les dije. Luego se presentó un gorila. Le pregunté si traía el pasaporte. Me dijo que sí, sacó su pistola y añadió, enroscando un silenciador: «Te traigo hasta el visado». No necesité rellenar ningún formulario. Le metí un viaje. Mi amiga Warda y yo salimos corriendo hacia un bosque. El gorila y otro macaco nos persiguieron. Disparaban a la vez que nos ordenaban que nos detuviéramos. Warda recibió un balazo en el muslo. No pude hacer nada por ella, ni sé lo que le ha ocurrido. Yo seguí adelante al galope. Así llevo veinte días. No puedo volver a mi casa. No tengo dónde ir y vivo como un perro.

– ¿Cuál fue el último que te cargaste? Quizá sea ése el origen de tus problemas.

– Al chófer de un nabab. El revolucionario que se suicidó hace poco.

– ¿Thobane?

– Algo así. El trato era que lo esperara delante de su villa y que me cargara a su chófer. Así lo hice exactamente. No entiendo por qué quieren ahora deshacerse de mí.

– No fuiste tú, hombre -le digo para ganar tiempo y salir de mi asombro, pues lo que acabo de oír me ha dejado estupefacto-. El asesino se llamaba SNP y salía de la cárcel. Ya lo han neutralizado.

– Mentira barata. Yo me cargué al chófer. Y no podía fallar.

Busco febrilmente en mis bolsillos el paquete de tabaco. El frenesí de mis gestos lo espanta, cree que pretendo sacar el arma y se dispone a salir pitando.

– Sólo un pitillo -le grito enseñándole el paquete-. ¿Quieres uno?

– Lo mismo lleva droga.

– Tú eliges.

– No, no me arriesgo.

Enciendo mi pitillo y chupo con avidez. Las primeras caladas me aclaran las ideas y atenúan mi temblor de manos.

– ¿Entonces, por qué disparaste al otro asiento y no al del volante, si ibas a por el chófer?

– Me dieron una contraorden por radio. Durante el camino, tuvieron un pinchazo; el chófer se fastidió la muñeca al cambiar la rueda. Me llamaron de inmediato para avisarme de que ya no conducía él. Lo demás fue pan comido.

Ha salido airoso de la prueba. Un tropel de ideas se hace sitio a codazos en mi cabeza, y se agarran entre ellas. Ninguna consigue desmarcarse. Pierdo el rumbo y me sorprendo deseando varias cosas a la vez, como un borracho que estuviese ganando al jackpot. Este individuo es la pieza que necesito para rematar el puzle. A la vez, no sé cómo hacerme cargo de él ni cómo ganármelo. Tengo la certeza de hallarme ante una bomba devastadora, pero resulta que no soy artificiero. De repente me doy cuenta de lo cargadas de sentido que estaban las palabras de Dine, en el restaurante de Belcourt. Siento como si me estuvieran pasando por el estómago una plancha al rojo vivo. El sudor me cae a chorros por detrás de las orejas, me empapa el cuello de la camisa y me roe la nuca.

– Me caigo del guindo -exclamo para dominar el pánico que me está entrando-. ¿Te lo cargaste con tu arma?

– Yo nunca he tenido arma. Mis patronos me entregan una en cada misión.

– ¿Sabes que el arma que utilizaste pertenecía a un poli?

– Eso no es asunto mío. En mi oficio, cuanto menos preguntes más posibilidades tienes de despertarte tras una buena noche de sueño.

– ¿Cómo la consiguieron?

– No puedo contestar a eso, comisario. El tipo me la entregó dentro de una bolsita de plástico. Insistió en que la mantuviera intacta. Había huellas encima, y era para que no me pillaran. Debía llevar guantes al usarla y volver a ponerla de inmediato en la bolsita antes de soltarla en un cubo de basura determinado…

Viendo que me quedo sin aliento, sospecha que le estoy preparando alguna faena.

– ¿Qué pasa, comisario, no le interesa mi historia?

– No es eso.

– ¿Entonces qué es?

– Estoy pensando.

– ¿En qué?

– En lo que me acabas de contar.

– Si me prometes que me protegerás, lo confesaré todo ante un tribunal.

Le pido con la mano que cierre el pico un momento, hasta que consiga ventilar mi cerebro.

– ¿Bueno, qué pasa? -se impacienta-. No me voy a tirar todo el día aquí.

Se me quema el pitillo entre los dedos. Lo he quemado en menos de diez caladas. El gaznate me arde y tengo el paladar amargo de nicotina.

– ¿Podrías identificar a tus patronos?

– No al cien por cien. Se trata de un par de fulanos que sólo aparecen de noche y que se mantienen en la sombra cuando tratan conmigo. Llevo años currando para ellos y jamás me los he cruzado en la calle, en una playa, en un aeropuerto o en un restaurante. Y eso que no paro de moverme de un lado a otro. Jamás me he topado de frente con ellos. Pero ellos siempre saben encontrarme cuando me necesitan.

– Si ni siquiera eres capaz de reconocer a unos fulanos que llevan años utilizándote, no hay manera de que tu historieta salga adelante. Se trata de un asunto muy serio. Aquí no valen valoraciones si no hay dios que las verifique.

Levanta la cabeza y se saca las manos de los bolsillos.

– ¿Qué es esta mierda?

Me doy la vuelta para seguir su mirada.

Tras un terraplén surge una nube de polvo seguida de un zumbido de motor.

– Perro asqueroso -se cabrea el espectro-, me prometiste…

Por la pista aparece un coche que se nos echa encima a toda pastilla.

– No sé quién es -le digo.

– ¡Cabrón, sois todos iguales!

El coche, un endiablado cacharro negro, se precipita ferozmente hacia nosotros. El fulano se pone verde:

– Son ellos. Me han localizado.

Antes de que me dé tiempo a bajarme del carro, sale disparado hacia los árboles. Amago una persecución y renuncio sobre la marcha. Mi asesino ocasional tiene un cohete en el culo. Alcanza de una zancada lo alto de un montículo de escombros, bordea la alambrada y echa a correr hacia adelante como un descosido. Su chaqueta aletea al viento. Me vuelvo enseñando mi Beretta hacia el coche enloquecido. El conductor me descubre en medio de la pista y pega un frenazo en seco que no consigue controlar. Los neumáticos humean, patinan y se descontrolan en su derrape. Sorprendido por la estupidez de la maniobra, me quedo plantado en medio de la polvareda. El enorme trasto casi me embiste, gira sobre sí mismo, pasa a un metro de mí y se estrella contra la hormigonera haciendo crujir toda aquella chatarra.

Espero, alucinado, que se disperse el polvo para calibrar la magnitud del desastre.

El conductor abre la puerta del coche, sonado pero ileso. No es más que un crío.

– No le había visto, señor.

– ¿Qué haces con este coche, lo has robado?

– Por supuesto que no, señor, es de mi padre. A veces me deja que lo lleve para que vaya aprendiendo por aquí que no hay nadie. Le juro que no le vi, señor.

Corro hacia el arbolado con la esperanza de que mi testigo se haya detenido. Le doy voces para que se tranquilice, pero no aparece. A estas alturas ya debe andar por la otra punta de la ciudad.


Regreso a mi despacho y espero. Al día siguiente me planto allí de madrugada y pido que se me deje a solas con mi teléfono. El desconocido no vuelve a llamar. Tampoco los días siguientes. Ya harto de esperar, me rindo a la evidencia: la suerte no llama dos veces a la puerta del mismo idiota. Me resigno y opto por no agobiarme más de la cuenta. Por la noche, me doy una vuelta con Mina para despejarme un poco. De día, intento dar sentido a las cosas de la vida. Ayer, el médico me garantizó que Lino luchaba por salir adelante. Sigue desconfiando de las enfermeras, pero en cambio se lleva de maravilla con los enfermos. Menos da una piedra.

En la madrugada del jueves, Serdj me anuncia que han descubierto un fiambre en un depósito de chatarra. Vamos juntos allá. Se encuentra por la carretera de Tizi Uzú, a la salida de la ciudad. Llegamos tras una hora zigzagueando y soltando tacos. Está detrás de una colina, en un terreno desahuciado donde hasta los pájaros se niegan a anidar. En menos de una hectárea se amontonan un centenar de coches, algunos casi de estreno y otros en un estado indescriptible. Una verja rematada con alambres de púas da a un patio en cuyo centro una garita se muere de tedio. Doy un bocinazo para avisar. Sale un guarda de mirada torva que nos da la espalda para recoger sus llaves. Es un cachas achaparrado y sombrío que saca pecho bajo su camiseta amarillenta por las manchas de sudor. Le sigue un perro canijo que no se puede permitir chulear sin hacer el ridículo.

Va hacia la puerta, abre el grueso candado chino y retira la cadena.

– Ya me iba a sobar -nos reprocha porque le molestamos.

– Ni siquiera son las nueve de la mañana -le señalo.

– Tengo turno de noche.

Aparta la puerta de un manotazo para que pasemos. Llevo el coche hasta la garita y corto el contacto. Serdj baja primero y me pego a él. El guarda ahuyenta a su perro y nos sigue. Su pinta patibularia no suscita la menor simpatía, ni menos aún lo pretende. Pasa por delante sin mirarnos, envuelto en su pestazo a bestia hidrófoba. Más o menos cien kilos para un metro sesenta, con espaldas de cemento y caderas capaces de arrastrar un remolque. Su cabeza rapada se asienta sobre una nuca morcillona, cual bola de cañón medieval sobre un amortiguador desvencijado.

– ¿Usted lo ha descubierto? -le pregunto.

– Aquí no somos precisamente ciento y la madre. Ni siquiera tengo sustituto.

Nos pasea por un laberinto de carcasas de coches. El suelo retumba bajo sus pasos. Está loco por acabar con el tema y meterse en la piltra.

– ¿Por qué tarda tanto la ambulancia? -refunfuña.

– Viene de camino.

– Espero que los camilleros no se detengan para echar el bocata. Lo que quiero es que me quiten de encima cuanto antes esta marranada.

– ¿Lo de ser tan feo es por tus musculitos? -le pregunto exasperado.

– No te he pedido que te cases conmigo -me contesta sin aminorar el paso.

– Pon tus huevos en remojo, gordito. No me gusta que me hablen así.

– No suelo hablar, sino dar leña.

– ¿A tu perro?

Se para en seco y arrima su cara a la mía.

– Oye tú, condecorado, ¿me andas buscando las cosquillas?

– Ya está bien -interviene Serdj.

Al guarda se le disloca la mirada.

– Yo no busco nada con nadie -me avisa-. Yo tengo mi apalanque, ¿vale? Yo no doy por culo a nadie, así que apártate de mi puño, condecorado. A mí me la suda que seas un hukuma [7] o que te dediques a despiojar monos. A mí nadie me achucha, ¿está claro? Soy guarda, no una puerta de servicio.

Serdj se cuela entre nosotros para apaciguar el búfalo y preservar la vaca. El guarda se envaina su agresividad y sigue adelante. Llega ante lo que queda de una caravana y se lleva las manos a la cadera.

– Ahí está. Os apañáis para llevároslo de aquí. Yo me vuelvo a seguir sobando.

– No te des tanta prisa -le recomiendo-. Tenemos que hacerte algunas preguntas.

– Yo no me lo he cargado. No necesito cuchillo para trabajar, amigo.

– ¿Acaso no lo has encontrado tú?

– Ha sido mi perro. Pregúntele a él. Yo no he visto ni oído nada. Max aulló y me acerqué. Ahí estaba el muerto, tal como está ahora. No he tocado nada. Llamé a la dirección y ésta les llamó a ustedes. Eso es todo… Cierren la puerta cuando se vayan.

Se aleja con la nuca hundida en sus hombros encorvados. Se le acerca su perro meneando el rabo. Le pega una patada en el costado y lo increpa:

– ¡Siempre tienes que meter el hocico en todas partes!

Dejo de hacerle caso y me acuclillo ante el cadáver.

Se trata de mi «asesino ocasional».

Está atado de pies y manos con alambre, descamisado y con la garganta abierta de lado a lado.

Capítulo 23

Las huellas digitales del fiambre no han revelado nada. Tampoco ha servido de nada repartir su foto por las comisarías de Argel y de la periferia. He enviado a Serdj y a otros inspectores a husmear, sin éxito, por los bares de copas y las discotecas pijas donde van a dejarse la pasta los jóvenes golfos que la tienen. Lo mismo le ocurre al contingente de soplones que he movilizado para el caso. No hay dios que conozca a mi «asesino ocasional». Recordé lo de Tilimli, donde, según me contó, cuando era un joven ratero se creía el amo del barrio, y he ido allí hasta cuatro veces esta semana. A quienes pregunté sobre el sujeto se les escurrían las muecas por la barbilla. Harto de dar bandazos sin conseguir nada, he acudido a la prensa. Más de lo mismo. Tampoco en la sección «Ayude a identificar» de los diarios más importantes del país la foto del desconocido ha encontrado tomador. Un bromista ha llamado una vez a la centralita para confundirnos.

Mi ajetreo acaba llamando la atención del inevitable Bliss. Ahora que el dire está a punto de reincorporarse, el chivato oficial desea darle más enjundia al informe que le va a presentar. Por supuesto, ha tomado nota de las ausencias injustificadas de sus colegas, de las pequeñas broncas y comportamientos irregulares, pero no le basta con eso. Se ha coscado de la actividad frenética de mi equipo y está empeñado en enterarse de qué va. Así podrá demostrar a su amo que está al loro de todo, así como sus extraordinarias dotes de perro guardián.

Se me acerca de puntillas, limpiándose las Ray-Ban con el forro de su corbata granate. Tras unos rodeos, va directamente al grano.

– Ayer pedí el coche 14, y el jefe del parque me dijo que lo habías requisado.

– ¿Y cuál es el problema?

Se ajusta las gafas en su jeta ratonil.

– El coche 14 es intocable, Llob. Se saca del garaje por orden expresa y exclusiva del ministerio. Pensé que hubo que llevar a alguna parte a una delegación VIP. Pero no era el caso. Me pregunté cómo le había dado al comisario por llevarse un coche blindado, reservado para misiones específicas, sin permiso del alto mando de la policía.

– ¿Y vienes a por la respuesta?

– Exactamente.

Lo miro de frente un rato. Parece recién salido de un instituto de belleza. Va vestido de punta en blanco, muy afeitado -lo que ahueca aún más sus mejillas de gnomo-, y apesta a perfume como diez putas juntas. Los zapatos que luce bajo sus pantalones muy lisos son de marca extranjera; jamás los he visto en las tiendas donde voy a comprar.

– ¿El propio dire te dejó la clave de su caja fuerte?

– No cambies de tema, Llob. Un coche para uso específico del parque de la Central ha salido sin que se me haya notificado. Eso es una grave infracción al reglamento.

– Mi coche está averiado y los coches de mi servicio no andan mucho mejor. Tenía una investigación que llevar a cabo y cogí el 14 para la mañana. Si te parece un buen tema para tu informe al jefe, aprovéchalo.

– ¿Me hablas de una investigación? -pregunta quitándose las gafas.

Sus ojos amarillos brillan como los de una serpiente que acabase de descubrir un ratón regordete en un agujero. Se relame con su lengua de reptil, ensanchando la nariz y tendiendo las orejas.

– Eso es lo que has oído -le contesto.

– ¿Qué investigación?

Echo hacia atrás mi sillón para aliviar la presión de la mesa contra mi tripa y le provoco.

– Creo que ya hablamos el otro día, Bliss. Que el jefe te haya encomendado la custodia de su trono no quiere decir que seas el soberano. Además, sería una gilipollez que te lo creyeras. Hay una jerarquía en nuestra casa de putas. Un escalafón tan escarnecido como nuestros valores, pero que sigue vigente. Todos somos parte de este organigrama, desde el jefazo hasta el último ordenanza, y nos pagan en función de un orden de batalla claro y preciso sin el cual nos estaríamos comiendo vivos los unos a los otros. Yo soy comisario y tú estás haciendo el payaso unos cuantos escalones más abajo. Si te apetece olvidarlo, es tu problema y no el mío. Pero aquí estás en mi servicio. Y no eres bienvenido. Yo, en tu lugar, regresaría al tercer piso para seguir ejerciendo de perro faldero y esperar con paciencia que me silben.

– Hay una nota de servicio que estipula que en ausencia del señor director la interinidad queda a cargo del inspector Nahs Bliss.

– Efectivamente, había una en mi sección. Me gustó tanto que me limpié el culo con ella. Otra cosa, inspector. Conozco el reglamento, y cuando un director estúpido se lo pasa por el forro, no tengo por qué aplaudirle. Tu nombramiento como jefe de la Central es ilegal. A mí no me molesta que te la machaques de gusto; pero como se te ocurra atreverte a venir a mi despacho para recordarme la anarquía que reina en nuestra administración, te garantizo que vas a salir escaldado. Te voy a dar un consejo muy sencillo: que te follen, pero no se lo cuentes a nadie.

Bliss retrocede contoneándose. Me amenaza con un dedo impertinente y se retira soltando una risotada.

Cuando llega a la puerta, se da la vuelta:

– Se me olvidaba. Tengo una excelente noticia para ti. Te vas de cursillo a Bulgaria. El telex llegó esta mañana. Lo firma el mismísimo Ghali Saad. Eso sí que es un chollo. Está claro que tienes un enchufe de primera. Y yo que pensaba que odiabas tanto a esos mandamases…

– No les he pedido nada.

– ¿No me digas?

– No me interesa ese cursillo. Te lo cedo.

– Desgraciadamente, aún no soy comisario.

– Eso es lo más inteligente que has soltado por la boca desde que nacionalizaron los hidrocarburos.

Me hace un guiño y se quita de en medio.

Aparece Baya con sus tacones de aguja. Viene teñida de diosa rubicunda y con los labios pintados de rojo incendiario. Sus pechos van dando botes dentro de su escueto escote como dos conejos regordetes atrapados en una red. Espera que se alejen los pasos de Bliss para expresar su entusiasmo:

– ¿Es cierto lo que acabo de oír?

– Depende del tiempo que hayas estado escuchando con la oreja pegada a la puerta.

– No es usted justo, comisario. No me meto en los asuntos de los superiores.

Pone sobre mi cartapacio un sobre grande.

– Llegó por correo -me explica.

– No veo remite.

– En cualquier caso, no he sido yo.

Recoge un expediente por archivar y se lo pega con fervor al pecho como haría una colegiala con su tebeo.

– ¿Está lejos Bulgaria?

– No está a la vuelta de la esquina.

– Debe de ser un país simpático.

– ¿Y eso por qué?

– Pues…, seguro que sí. Va usted a refrescarse las ideas, a ver otras caras, otras ciudades, otras mentalidades. Yo me apuntaría para donde fuera. Necesito de verdad largarme de aquí.

– Te sienta muy bien esa falda abierta.

Se sonroja, encantada.

– ¿Se había fijado usted, comisario?

– ¡Cómo no! Ahora, ponte a resguardo, preciosa. Lo mismo se trata de un paquete bomba.

Asiente y regresa a su despacho.

Rasgo el sobre y saco una vieja foto arrugada en la que aparecen cinco guerrilleros saludando hacia el objetivo con el fusil en bandolera. El escenario es un calvero, y detrás de ellos se ve una especie de casamata o de cueva camuflada con ramajes. Los cinco fulanos son jóvenes y parecen estar contentos de serlo. El más alto lleva un pequeño bigote. Alza el pulgar en señal de satisfacción. Los demás parecen estar orgullosos de posar junto a él. La ampliación, sin duda a partir de la foto original y no del cliché, agrava sus defectos. Intento identificar a los personajes, pero ninguna cara me suena. No tengo mayor éxito con la lupa. No lleva nada escrito, ni siquiera los comentarios habituales que suelen recordar el momento. Pido a Serdj que venga. La mira por todos lados antes de devolvérmela.

– Quizá se trate de un antiguo compañero de armas que cree haberte reconocido en ella -me sugiere.

– Me habría escrito alguna nota.

– Es cierto, qué tontería.

– Mírala bien. ¿No te suena ninguna de esas fisionomías?

Vuelve a coger la foto y mira detenidamente a los cinco combatientes.

– No se me ocurre nada.

– ¿Crees que se trata de un mensaje codificado?

– ¿Qué quieres decir?

– Que tenga que ver con los últimos acontecimientos.

Serdj examina por tercera vez la foto.

– Puede ser cualquier cosa, comisario. Un simple error, un descuido. Lo mismo se le olvidó al remitente meter la carta. Yo no me preocuparía.

– ¿Acaso te parece que se me está yendo la olla? -le grito.

– No quise decir eso.

– Entonces, corta el rollo. Te he pedido tu opinión sobre la foto, no sobre mi estado de ánimo.

Serdj se da cuenta de su metedura de pata y sale pitando.

Echo una última ojeada a la foto, la meto en un cajón y llamo a Baya para que me traigan un café bien cargado.

Dos días después, una llamada me pilla en casa. Con esto podrán hacerse una idea de hasta qué punto, en nuestro país, la muerte, la vida, el destino profesional, la exclusión, las declaraciones de guerra, las rupturas amorosas, en fin, todo depende de una simple llamada. Una voz con un fuerte acento del este del país me pide que no le cuelgue en las narices.

– Antes tendría que verlas -le contesto acabando de masticar mi trozo de pollo.

La voz se anima.

– Gracias por escucharme hasta el final.

– Eso no se lo puedo garantizar. Acabo de sentarme a comer.

– Siento interrumpir su comida. ¿Prefiere que vuelva a llamar?

– No es necesario. Sea breve y nos apañaremos.

Carraspea y va al grano:

– ¿Ha recibido usted la foto?

– ¿Cuál, señor…?

– Mi nombre no le dirá nada. Le mandé un sobre por correo hace una semana. Había una foto dentro.

– Se le olvidó meter la carta.

– No había carta.

– ¿De qué va su historia?

– Es una historia demasiado larga, comisario. ¿Podemos vernos? Tengo unas revelaciones que le van a interesar.

– ¿Sobre qué tema?

– Por teléfono, no, Sidi Brahim. Es muy, muy importante.

– Estoy todas las mañanas en mi despacho.

– Por la mañana estoy ocupado. Le propongo que nos veamos mañana, a las ocho, en el restaurante Las Pirámides.

– No sabría qué traje ponerme para ir a un lugar tan selecto.

– No es ninguna obligación. ¿Puedo reservar una mesa, señor Llob?

– Si no le importa que le gorronee un madero.

– Para mí es un honor invitarle a cenar.

– Perfecto. Mañana, a las ocho, en Las Pirámides.

– Se lo agradezco de todo corazón, Sidi Brahim. Nos vemos.

Mina, que se ha quedado parada para vigilarme, busca en mi rostro cualquier señal susceptible de preocuparla. Le suelto una sonrisa para tranquilizarla.

– Un alma caritativa que me invita mañana a un restaurante de mucho postín. Me voy a poner hasta las botas de platos suculentos.

– ¿Te parece que no te cebo bastante?

– Digamos que variaré un poco el rancho habitual.

Mina arquea la ceja en señal de desaprobación.

– No pretenderás que te sirva como a un rey con lo que me das, con cuentagotas y tras interminables negociaciones.

– ¿Debo entender que soy un avaro?

– No, pero sigues siendo pobre.

– No es verdad -protesta el pequeño-, mi padre no es pobre, es honrado.

– Lo mismo da que da lo mismo -le señala el hermano mayor.

Mina levanta la cabeza para llamar al orden a la chiquillería. Me vuelvo a sentar y mordisqueo mi pata de pollo mientras pienso en el intríngulis de esta extraña llamada.

Al atardecer del día siguiente me pongo la camisa menos estropeada que tengo, mi único traje -que no uso más que en caso de fuerza mayor-, mi corbata con el escudo de un club inglés, comprada a un ropavejero de Bab El Ued, y llego a las ocho en punto a uno de los restaurantes más asépticos de Argel. El recepcionista no ve la relación entre mis mocasines desgastados y mi pantalón de franela, rebusca por dos veces para localizarme en su registro y por poco me pide los papeles. Cuando se da cuenta de que, en efecto, se trata de mí, me despacha de una tacada con un pingüino arrogante encargado de acomodar a la clientela. Éste acata la orden con la resignación de quien hubiese agotado todas sus posibilidades. Su obsequiosa mano me ruega que lo siga. Mi mesa está en el fondo de la sala, en una recámara con cortinas satinadas, un cuadro grande en el fondo y una vista privilegiada sobre las idas y venidas. El lacayo me pregunta, en un francés académico, si no me importaría quitarme la chaqueta. Luego, con una confusa mirada hacia mis vecinos de mesa -como para pedir perdón por verse obligado a colocar a un cateto a proximidad de su quietud-, se aleja sin apartarme la silla. Mis vecinos más cercanos, dos nababs taciturnos flanqueados por una gorrina cubierta de sedas y de joyas, me miran de hito en hito, alucinados por las escandalosas incoherencias de mi atavío. Les dirijo una sonrisa de fiera y me siento, ignorándoles con soberbia.

Una camarera pintarrajeada y con unos pechos tan grandes como su trasero me presenta una carta donde se recuentan unas pasmosas suculencias sugeridas mediante una fraseología de exquisita delicadeza, para espolear las apetencias y, a la vez, para que la gente se desternille de risa: solomillo de cordero con camisa a la salsa de tomillo, jaspeado con foie-gras de pato al magré ahumado, y demás selectas marranadas que me recuerdan mi atraso en materia de emancipación. Como no consigo descifrar el menú, propongo que esperemos la llegada de mi huésped.

– ¿Y de aperitivo? -me sigue acosando.

– ¿Cómo?

– ¿Una copa de champán?

– ¡De ninguna manera, soy practicante!

– ¿Un poco de agua?

– De acuerdo.

– ¿Con o sin gas?

¿Por qué me hostiga así?

– Pues… con gas -suelto al azar.

– ¿Mouzaïa o Perrier?

– Señorita -le suplico, cada vez más horrorizado por la ostensible indiscreción de mis vecinos-, tengo el paladar tan entumecido por la bazofia de las cantinas que no sabría distinguir entre pasta de almendras y plastilina. Así que déjese de historias, ¿vale?

Se le eclipsa la sonrisa con tal rapidez que se queda sin voz. Me confisca la carta y me abandona a mi suerte.

Espero unos quince minutos entre ruido de cubiertos y roces de cortina. Una sigilosa algarabía mece el ambiente, pautada por risas de sirenas en busca de un Ulises que descarriar. La gente guapa me deja aislado en mis frustraciones y, como mi misterioso huésped tarda en manifestarse, empieza a hacérseme larga la espera. He comisqueado las galletas saladas y las rebanadas de pan untadas con vaya uno a saber qué, que se le derrite a uno en la lengua antes de desvelar su secreto. No aparece nadie. Y, de repente, el pingüino acude para recibir a una pareja de ensueño, visiblemente asidua de estos lares. Se me bloquea la nuez tras el nudo de la corbata, y por poco me atraganto con un trozo de pan. Al paso del hombre, elegante en exceso, algunas cabezas se giran con reverencia. Es alto, seductor y parece imponer un inmenso respeto. Su compañera, vestida con un magnífico traje de chaqueta, resplandece como el sol. Lo que más me desconcierta no es su gran belleza, sino su manera de pegarse a su hombre como si quisiera confundirse con él. Y lo que me intriga sobremanera es la razón por la cual una señora tan extraordinaria como Soria Karadach, esa afamada universitaria que para mí encarna la probidad moral e intelectual, puede arrimarse tanto, y a la vista de todo el mundo, a un individuo tan poco recomendable como Ghali Saad.

El pingüino los conduce a la otra punta de la sala, tras un tabique de caoba, para preservar su intimidad del mal de ojo. Antes de desaparecer, Ghali coge por la cintura a la historiadora, que, agradecida por tanto afecto, deja caer con suavidad su cabeza sobre el hombro de quien hace y deshace en la oficina de Investigación y, en consecuencia, en los centros neurálgicos de la república.

Me sobresalto cuando la camarera, que no he visto acercarse, me tiende el teléfono.

– Es para usted, señor.

Aún estupefacto, me cuesta reconocer la voz al teléfono.

– ¿Sidi Brahim?

– Sí.

– ¿A que se ha quedado sin hipo?

– ¡Y tanto! -le digo ya despabilado-. ¿Es usted mi huésped?

– Siento haberme retrasado, comisario. Además, no pienso llegar, así que no me espere. Esta noche va a cenar solo. No se preocupe, la cena está pagada.

– ¿A qué viene esta broma?

– Le toca a usted averiguarlo, comisario. Eso es asunto suyo. Confiese que no se lo esperaba. La ilustre historiadora Soria Karadach del brazo de una escoria como Ghali Saad. ¿A que le resulta inconcebible? No pretendo manipularle, Sidi Brahim. Ya le han utilizado bastante desde que se inició la superchería y no pienso abusar a mi vez de su ingenuidad. Hasta me da usted pena. Es cierto que le he odiado a muerte, pero, en situaciones inextricables, el sabio da prioridad a la razón frente a los arrebatos del sentimiento. Sabemos que no está compinchado con los perros que han llevado al suicidio a un valiente hijo de la revolución como Hach Thobane. Ha participado en este complot a regañadientes. Tenía que salvar a su teniente. Además, su compañero de equipo no estaba allí por casualidad. Le pusieron una trampa para que usted cayera en ella. Quienes manejaban los hilos sabían que la única manera de embarcarlo en esta historia era ponerle como señuelo a uno de sus hombres. Como la suerte de su teniente dependía de su compromiso, tenía la obligación de llegar hasta el final. Prueba de ello es que le han liberado sin juicio ni acusación, como si no hubiera pasado nada. ¿A usted le parece eso normal? Oiga, ¿sigue ahí?

– Siga, me interesa el tema.

– Somos muchos los que sospechamos el complot y lo condenamos. Eso ha estado muy feo. Sin duda, a menudo se declaran disidencias en las altas esferas, eso es comprensible; pero de ahí a provocar la muerte de un antagonista, eso es romper la baraja.

– O sea, que para usted esto es un juego.

– Es una manera de hablar.

– ¿Ha hablado usted de complot?

– ¡Vamos, eso salta a la vista! Una historiadora que, de repente, tiene la osadía suicida de profanar el secreto de los dioses, oiga, eso no se ha visto en la vida. Ella no podía actuar sola. No tenía la menor oportunidad de abrir una sola trampilla sin caer en el abismo. Está superprotegida, y no le cuento ya usted mismo… ¿Ha leído sus libros?

– Ninguno.

– Le recomiendo que les eche una ojeada. No escamotea elogios a ninguno de nuestros gobernantes, les hace semblanzas fabulosas, los coloca en pedestales y describe su itinerario revolucionario como si fueran unos Mao o unos Ghandi. Sin embargo, hay un zaím que jamás ha sido objeto de su devoción. No lo cita en sus estudios ni en sus artículos de prensa.

– ¿Hach Thobane?

– ¡En la diana, comisario! Veamos: ¿Por qué le tenía tanta manía, por qué lo detestaba hasta el punto de negarle el derecho de figurar entre nuestros héroes, a él que es indisociable de la epopeya de noviembre de 1954, y por qué sórdida casualidad resulta que es ella la artífice de su desgracia?

– ¿Piensa usted que ha sido ella la que ha instigado…?

– No pienso nada, me hago preguntas.

– Es lo mismo.

– Señor Llob, no le oculto que odio a esa señora. Ha contribuido a una desgracia que está a punto de conmocionar nuestras vidas.

– ¿Es una pregunta o una certidumbre?

– Yo no tengo ningún cargo de conciencia, señor Llob. No he deseado ni propiciado la muerte de nadie. Usted sí debería estar arrepentido. Sin darse cuenta, ha abierto la caja de Pandora. Dentro de poco las tinieblas van a ensombrecer nuestro porvenir y convertir nuestras plazas en campos de batalla.

– Lástima que no le pueda ver la cara. Me cae usted de maravilla.

– Mi nombre no le diría gran cosa. No represento a ningún clan ni a ningún grupo de opinión. Sólo soy un argelino que se preocupa por el porvenir de su patria. Sé que se ha declarado una guerra en las altas esferas y que sus repercusiones van a resultar nefastas para todos nosotros.

– ¿Hay alguna relación entre su pesadumbre y la foto que me ha mandado?

– Esa foto no tiene ningún valor. Sirvió sólo para suscitar su curiosidad y traerle hasta este restaurante. Quería que viera con sus propios ojos a la historiadora y al cerdo ese juntos y arrimados. Son amantes desde hace varios meses y todos los lunes cenan juntos en Las Pirámides. Se trata de dos personas visceralmente materialistas, y los sentimientos no entran para nada en sus cálculos. Este tipo de gente no conoce el amor, sólo los une la complicidad y los hermana el interés. ¿Cuáles son sus respectivos papeles? El de Soria Karadach es un tanto ambiguo. En cuanto a Ghali Saad, sus ambiciones profesionales no tienen límite. Fíjese cómo va quemando etapas. Su presencia no es fortuita. Estamos convencidos de que no es ajeno a esta situación…

– ¿Estamos? Me pareció entender que iba por libre.

– Es una manera de hablar.

– ¿En qué se basan sus sospechas?

– Para enterarse de eso, señor Brahim Llob, le bastará con retomar esta historia desde el principio.

Cuelga.

Doy un silbido al pingüino y le pregunto si mi cena está pagada. Va a comprobarlo y regresa para confirmármelo. Le pido entonces que me proporcione el nombre y los datos de mi benefactor. Me informa de que no está autorizado a proporcionarme este tipo de información. Como le amenazo con montar un escándalo, sale corriendo en busca del gerente. Éste, un calvo afeminado con hechura de zancudo, me explica que la persona que me ha invitado no desea darse a conocer y que uno de los pilares de Las Pirámides es la escrupulosa observancia de las recomendaciones de su clientela. Su sonrisa es afable, pero la intensidad de su mirada, en patente contraste con la fragilidad de su lifting, me da a entender que tendría más posibilidades de sobrevivir a la mordedura de una cobra que a un abrazo suyo.

– Bueno, me he enterado -digo resignado.

– Sería muy comprensivo de su parte si se fuera a cenar a otro sitio, señor.

– Soy comisario de policía -le señalo.

– Ahora mismo hay aquí dos ministros y tres altos dignatarios del régimen. Todos desean pasar una excelente velada, y para eso estamos nosotros, señor.

– ¿Cree que ya no tengo derecho a mi cena pagada?

– Mucho me temo que no, señor.

Los dos nababs y su acompañante nos observan con interés, encantados de ver cómo el gerente me pone en mi sitio. La gorrina rutilante está a punto de levantarse para condecorarle.

– Vale -asiento, fingiendo apartar la mesa.

Satisfecho, el gerente pone la nariz en alto y espera, firme y hierático, que ahueque el ala. ¡Craso error! Mi mano se mete de repente por debajo del mantel, se cuela entre sus muslos y lo agarra por los testículos. El pobre imbécil se estremece, se le vuelca el cuerpo hacia atrás, petrificado por el fulgurante dolor en sus partes bajas, y su rostro empieza a llamear y se acaba abrasando. No pudiendo gritar ni defenderse, adopta una postura grotesca, a medio camino entre la genuflexión y la voltereta del fakir. La gorrina cloquea de indignación, pero sus compañeros no la oyen, estupefactos como están por la obscenidad de mi gesto.

Sigo apretando para obligar al gerente a inclinarse ante mí. Cuando tiene la oreja a la altura de mis labios, le susurro:

– Paso de tus ministros. Tanto tus cojones como tu destino me pertenecen. ¿Qué eliges, pedirme excusas y servirme con la mayor diligencia o bien volver a tu casa con una tortilla babosa en los calzoncillos?

– Señor -me gime con voz lastimera-, se lo ruego, compórtese…

– Ésa no es la canción que te he pedido.

Se traga la saliva tiritando de dolor, intenta resistir y acaba poniendo una rodilla en tierra:

– Le presento mis excusas, señor -me dice.

– Señor comisario -le murmuro.

– Señor comisario.

– ¿Señor comisario qué?

– Le presento mis excusas, señor comisario.

– Bien, veo que te has enterado.

Lo suelto, me levanto y salgo de la sala con señorío.

Al cruzar el patio exterior, paso delante de un ventanal tras el cual nuestros dos tórtolos están brindando. Al llevarse la copa a la boca, Soria me descubre. Se le ensombrece la mirada. Le hago un guiño y me eclipso antes de que Ghali Saad se dé la vuelta.


Me he tirado tres días estudiando a fondo el expediente de Soria Karadach. No hay nada comprometedor. Por el contrario, el currículum de la universitaria es una alfombra de laureles. Una brillante escolaridad en un orfanato -como hija de chahid [8]-, y premio extraordinario de su promoción en Ben Aknún. Ha frecuentado las más prestigiosas universidades europeas. Patrocina una asociación militante llamada «El Relevo». Amadrina pequeños movimientos entre la juventud revolucionaria. Una reputación intachable tanto en el ámbito privado como en el profesional. Su redactor jefe la venera. El rector se inclina ante sus méritos. Total, una auténtica joya.

¿Puede una santa acostarse con un íncubo sin perder su alma?

He dado vueltas en vano a los motivos que puede tener una eminencia gris para enamoriscarse de una eminencia oscura como Ghali Saad.

A éste no se le conoce por su erudición. Dejó el colegio con apenas un certificado de estudios generales y se matriculó como simple agente administrativo en la escuela de Staoueli, que depende del Observatorio de los servicios de seguridad. Luego pasó a ser subalterno en una dirección auxiliar. Su jefe se encaprichó con él -las malas lenguas hablan de un flechazo-, lo cubrió, en todas las acepciones de la palabra, y lo mandó al extranjero para que siguiera unos cursos de dirección de empresa. A su regreso, Ghali fue nombrado secretario en alguna sección del Ministerio del Interior. Entonces se casó con la hija de un alto funcionario y ascendió como una flecha en el escalafón. Encantador, astuto, sus detractores le reprochan su incultura y ponen en duda su autoridad. Pueden permitírselo porque los puso a todos de patitas en la calle. Tiene fama de maquiavélico tras su fachada cortés. Sus colaboradores más cercanos le duran lo que un tejemaneje. A la menor sospecha, se los quita de encima. Las mujeres no se le resisten, y está implicado en los más apestosos asuntos de cuernos del Gran Argel. Su fama de mujeriego es tal que una señora tan refinada como Soria Karadach no podía sino intentar evitarlo. Es cierto que los sentimientos no se asientan en criterios racionales, pero, como he visto de cerca a la historiadora y conozco el asco que le dan los canallas, no consigo hacerme una idea exacta de qué tipo de pareja se trata.

Al cuarto día, me empecino en mi porfía y decido sacudir el árbol para hacer caer la fruta podrida. Ya fuera de horario laboral, llamo a la puerta de Soria Karadach. Su sirvienta me informa de que no volverá antes de las ocho. Le ruego que le diga que he pasado a verla y que regresaré al anochecer.

Soria me está esperando.

Me recibe hacia las nueve en su salón, que -dicho sea de paso- no tiene nada que envidiar al de un nabab. Conocedor de las miserias de los universitarios de mi país y de la mendicidad de nuestros periodistas, que ni siquiera tienen donde caerse muertos, me quedo deslumbrado ante el fasto que derrocha nuestra dama. Pero los caminos del Señor son impenetrables, y Dios da y quita a los mortales lo que quiere sin tener que justificarse.

Soria lleva ropa de casa. Está desmaquillada y su pelo suelto le cae sobre la espalda como si estuviera a punto de meterse en la cama. Me recibe con sencillez. Está claro que piensa desembarazarse de mí cuanto antes. Tengo la impresión de que las ve venir desde que nuestras miradas se engancharon en Las Pirámides.

Parece relajada, dueña de sí misma, y mi visita no le infunde el menor recelo. Ha dejado de ser la audaz historiadora que compartía mis riesgos y cabreos en Sidi Ba. Su mirada es fría y su actitud inexpresiva.

– ¿Quería verme, comisario?

Su voz me hiela la nuca.

– ¿La estoy molestando?

– Siempre se me molesta cuando no se viene a mi casa como amigo.

– ¿Dónde ha visto el hacha de guerra? -le pregunto abriendo los brazos para que vea que estoy desarmado.

– En sus ojos, comisario.

No me invita a sentarme en el sofá. Nos quedamos de pie el uno frente al otro, ella cerca de la mesa grande y yo en medio de una alfombra persa.

– Me ha alegrado mucho trabajar con usted, pero ya todo acabó. Ahora cada cual sigue su vida.

– Me ha estado utilizando -le suelto a bocajarro.

¡No he dado en la diana! No se inmuta lo más mínimo. Esboza una sonrisa distante.

– Hicimos un trato, comisario.

– Su proyecto era doble.

– Quizá, pero, en cualquier caso, mi objetivo era el mismo. Hemos tenido éxito en nuestra misión. Ahora, cada cual le saca provecho como le parece mejor.

Su seguridad me irrita y me descompone los nervios. Tengo la impresión de que me está provocando y, a la vez, mandando a paseo.

– ¿Cómplice o manipulada? -le pregunto.

– ¿Perdón?

Su ceja se afianza sobre la arcada para dar más agudeza a su mirada, que sostengo de hito en hito. Mi vigilancia le impide cualquier maniobra de distracción; sabe que no he venido para hacerle carantoñas y que estoy muy disgustado.

Su boca sanguínea se estira ligeramente, de repente indecisa, cuando no desconcertada. Pretende reasumir el papel de historiadora de Sidi Ba, enérgica y fascinante. No lo consigue. Mis ojos la tienen acosada, la aplastan, la inmovilizan. Una extraña expresión le recorre la cara. Se da cuenta de que está empezando a perder terreno e intenta reponerse. No la ayudo y me limito a cruzarme de brazos.

– Parece como si tuviera algo contra mí -me suelta con tono inseguro-. ¿He hecho algo malo?

Me niego a soltar lastre.

– ¿Cuánto te han pagado?

– ¡Cómo no, ya estamos! -grita sacudiendo la cabeza.

– He tardado, pero aquí estoy.

Mi brutalidad no la impresiona demasiado. Curiosamente, la estimula. Pasa del calor al frío con una facilidad que me deja patidifuso. Seguro que ha estado ensayando. Esta señora es pura inteligencia, sin grasa ni huesos. ¡Qué clase, qué talento, qué fuerza de la naturaleza!

Da un paso adelante, decidida a reventar el absceso.

– ¿Qué quiere saber?

– Cuánto han soltado para comprarla.

– No necesitaban comprarme. Habría vendido mi alma para participar en la operación. Creen haberme manipulado, y mejor así. En realidad, he seguido el juego porque el guión estaba hecho a mi medida.

– ¿No puede echarme una mano?

Noto que me estoy hundiendo.

– No hay tanta profundidad, Brahim. Fíjese en sus piernas y verá cómo hace pie.

– Desgraciadamente, me veo patas arriba.

– No lo creo. Se está complicando la vida usted solo. Hemos dado un golpe maestro y nos sobran motivos para estar orgullosos de ello.

– El orgullo es un autoconsuelo que no soluciona gran cosa. A lo más que llega es a halagar nuestro propio descrédito desfigurando nuestras aspiraciones, a falta de poder transfigurarlas.

– Puede ser. Por lo que a mí respecta, he alcanzado mis objetivos y me alegro de ello. He contribuido a quitar de en medio al peor canalla que andaba suelto por el país.

– Los canallas de su estilo abundan. Neutralizas a uno y se apuntan cien. Mucho me temo que la eliminación favorece la proliferación de la especie.

Sonríe.

¿Por qué tendrá que afligirme esa sonrisa de diadema? ¿Por qué la inmensidad de sus ojos, la suntuosidad de sus rasgos, la voluptuosidad de su silueta me producen una pena tan abrumadora y a la vez tan inasequible? ¿Qué será lo que hace tan venenoso el fruto de su gracia, y tan mortal la opacidad de lo que me oculta?

Noto cómo se me cierra el puño, se me aprietan las mandíbulas y tengo ganas de ser desagradable. Me asusta la insidia de lo que me está ocurriendo, me está consumiendo por dentro y entrecortando el aliento. Parezco un cornudo que empieza a percibir la inexorable intrusión de su desgracia, hasta el punto de que cada latido de su corazón le arranca un trozo de alma.

Soria es una mujer sagaz. Conoce el tema mejor que nadie y no necesita ningún esquema para darse cuenta de lo que me está turbando la voz y oscureciendo la mirada. Coge con decisión un cigarrillo de una caja de caoba, lo enciende y mira cómo el humo se va enredando lentamente a la vez que sube hacia el techo. Al cabo de varias buenas caladas, se deja caer sobre el sofá, enseñando la tersura de sus piernas largas y musculosas.

Hace caso omiso de su desnudez y sigue fumando con sus ojos clavados en los míos.

– ¿Por qué? -le pregunto a bote pronto.

– Soy historiadora. Algunos hechos históricos no estaban bien ubicados y los he colocado en su sitio.

– ¿Y cuál es el suyo en nuestra historia?

– El que he decidido adjudicarle.

Sin previo aviso, se le debilita la voz y la pena se va adueñando de sus labios, sus ojos, sus mejillas, de todo su ser.

Me cuenta:

– He estado toda mi vida esperando este momento. Digamos que sólo he sobrevivido en esa espera. Elegí la especialidad menos prestigiosa de la universidad. Querían que hiciese medicina o economía. Dije que historia. Necesitaba saber de dónde venía, quién era y hacia dónde iba. Tenía que ajustar cuentas con el pasado de mi país, que falseaba mi presente y comprometía mi porvenir. Siendo historiadora, podía tener acceso a los documentos que me faltaban para completar el rompecabezas y que para mí eran como heridas abiertas. Así fue como abrí las puertas prohibidas y conocí el espacio de los dioses. Los que reinan en este país comparten una debilidad: su glorificación. Fui a verles para magnificar sus hazañas bélicas, y por ello me adoraron. Les dediqué unos estudios estupendos, seminarios tan sonados como sus justas oratorias, y conté sus historias en libros faraónicos. Me acabé convirtiendo en su eternidad, y su felicidad pendía de un solo pelo mío. Así fue como conquisté al Che, al rais, a los zaím y a sus eunucos. Sin embargo, siempre hubo una divinidad que jamás gozó de mi favor. No lo oculté para que todo el mundo lo supiera, pues sabía que, algún día, mi enfurruñamiento acabaría llevándolo a la ruina.

– ¿Hach Thobane?

– El difunto Hach Thobane, ojalá se pudra en el infierno…

– ¿Lo mató usted?

– Fui la causante de su perdición y eso me colma de satisfacción. Supuse que desaparecería, pero lo hizo mejor: se suicidó. Como el cobarde que siempre fue.

– ¿Cree en la tesis del suicidio?

– ¿No irá a decirme que se mató accidentalmente? Me chafaría la fiesta.

No hay equívoco en su sinceridad: Soria cree en la tesis del suicidio.

– ¿Sabía que tenía los días contados?

– Eso esperaba con todas mis ganas. Hasta que llegó su hora. Sus enemigos necesitaban un par de guantes para desalojarlo de su puesto. Yo era uno de ellos, hecho a medida. Y usted era el otro, comisario. La Historia y la Ley. Dos relucientes marionetas. Usted, para salvar a su teniente, y yo para sanear la revolución. Un individuo carismático había decidido elevar su peana sobre un montón de cadáveres. No era el mejor suelo. ¿Qué secreto, qué gloria había en esa matanza? Se había ejecutado a gente sin juicio previo, como si fuera ganado contaminado. Quise saber si el lugar era apropiado para ellos o se encontraban estrechos, si se merecían pudrirse en una fosa común, sin lápida ni epitafio, o por el contrario ser transferidos a un auténtico cementerio, con sepulturas decentes; un cementerio donde se pudiese rezar sobre sus tumbas sin tener que ocultarse. Esas preguntas me acosaban día y noche. No estaba segura de nada y tenía que tomar una decisión. Tenía la esperanza de poder hacer justicia; si no, me habría sentido muy desgraciada. Las revelaciones de Rabah, aquella noche en Sidi Ba, sobrepasaron mis esperanzas. No me arrepiento de haber hecho trampa, aunque un poco sí, con usted. Pero no tanto como para obsesionarme. Estoy en paz con los demás. Me pusieron el cebo y mordí en el anzuelo con gula. Han orientado mis investigaciones como si fueran un punto de mira. Me dieron las direcciones que necesitaba para triunfar, ignorando que su triunfo era también el mío. Hoy están convencidos de haberme utilizado, y espero que se lo crean toda la vida.

– ¿Piensa que lo sabían todo acerca de aquella matanza?

– Algunos llegaron a participar en ella.

– ¿Por qué exhumar esos muertos después de tantos decenios de silencio cómplice?

– Porque Hach Thobane se había vuelto demasiado molesto y comprometía sus proyectos.

– ¿Qué proyectos?

– Eso sólo lo saben ellos y el diablo.

– Si Thobane era tan molesto, ¿por qué no matarlo simplemente? Tenían para elegir: accidente, envenenamiento, cualquier cabronada de esas les venía al pelo. ¿Por qué toda esa mascarada, esa manera de remover la mierda histórica y ese escándalo tan grande?

– Los revolucionarios tienen su propio estilo para ajustar cuentas entre ellos. Una muerte accidental o un asesinato atribuido a un desequilibrado mental habrían acabado con el hombre, pero no con su leyenda ni con sus discípulos. Tenía que morir en carne propia y en la estima ajena. ¿Quién podría hoy presumir de ser de la escuela de Hach Thobane, quién se atrevería a jactarse de haber sido su íntimo o su confidente? El escándalo lo ha arrasado todo a su alrededor. Como una nube radiactiva. Hasta los que vivían a su costa van a tener que ir afilando sus colmillos en otra parte. El oprobio acompañará a Hach Thobane allá donde se mencione su nombre. La Historia acaba de renegar de él, la memoria de la nación no quiere que se le vuelva a mencionar. Ya no es sólo un abyecto perjuro: es el olvido. Su imperio no tendrá ruinas, pues jamás ha existido. De este modo nuestra gloriosa revolución podrá volver a marcar el paso con la conciencia limpia, hermosa como una recién casada.

– Lo que no entiendo es su ensañamiento. ¿Por qué tanto odio por un hombre que no era mucho peor que la mayoría de aquellos cuyo valor usted ha alabado en sus escritos?

Aplasta su cigarrillo en un cenicero de cristal y se levanta. Su aliento me sumerge. Su nariz se topa con la mía y sus labios dan la impresión de estar a punto de devorarme crudo.

Dice:

– En la noche del 12 al 13 de agosto de 1962, uno de los miembros de la familia Talbi consiguió efectivamente escapar de la matanza. Los asesinos lo estuvieron buscando durante meses, quizá años. A veces pasaron a su lado sin reconocerlo. Buscaban a un chico. Pero el superviviente no era un chico, sino una chica…

Ni siquiera el martillo de Tor me habría machacado de tal modo. No reconozco mi voz cuando exclamo:

– ¿Usted?

Capítulo 24

He estado dando vueltas en mi cama como un gusano en su fruta. No se me va de la cabeza el bolígrafo que se le rompió entre las manos a Soria, en aquella cabaña oculta en el fondo del bosque, por los alrededores de Sidi Ba; ni su voz, que, unas horas atrás, parecía provenir de ultratumba: Los gritos de mi hermano siguen golpeando mis sienes. Corrí por el bosque, corrí y seguí corriendo. Las ramas me arañaban el rostro, me hacían cortaduras en las piernas y me arrancaban los pelos sin frenar mi huida desenfrenada. Aquella noche la luna estaba llena como una urna. Me apuntaba con su antorcha para orientar a mis perseguidores. Por mucho que corriese, siempre la tenía encima, como un mal presagio. De haber tenido alas no habría corrido tanto con la cara vuelta hacia el calvero donde estaban rematando a lo que más quería en el mundo. Desde aquella noche jamás he podido volver a mirar hacia adelante. Vaya donde vaya, haga lo que haga, no consigo apartar la mirada de aquello. En el orfanato, en la universidad, en Argel, en Barcelona, estudiando, dando clase, mi cabeza siempre ha estado vuelta hacia ese calvero, agarrotada por un tortícolis que me cercenaba el cuello como un collar de hierro… Tenía que remontar el tiempo, volver a la casilla de donde partieron mis desgracias, destripar esa fosa común, sacar a los míos de su encierro, liberarles de su pena, darles por fin descanso y, en consecuencia, sosegar mi alma…

– ¿Por qué no duermes? -gime Mina.

– Quizá porque no he hecho otra cosa en mi vida.

Aparto las mantas, me pongo las zapatillas y voy a la cocina en busca de un vaso de leche. Veo la nevera, un montón de vasos en el fregadero, pero ni una gota de leche. Alguno de mis retoños ha llevado la osadía hasta comerse la naranja que había apartado para mí. Regreso a mi dormitorio. Mina se enrosca en las sábanas con la cara descompuesta. Decido no fastidiarle el sueño y me meto en el salón. Fumo pitillo tras pitillo, tumbado sobre el banco acolchado. Son las dos de la mañana. Fuera, un malcriado va dando bocinazos a vaya uno a saber qué, sin preocuparse por los niños que duermen como benditos ni por los convalecientes. Me acerco a la ventana. El malcriado sigue armando follón durante un par de minutos antes de lanzar su cacharro a tumba abierta por el barrio. Probablemente sea un borracho que ya no sabe volver a su casa. Vuelve el silencio, alelado tras su largo paseo. En la acera, una mendiga cubre a sus críos como puede con sus escasos trapos para preservarlos del frío. Un perro pasa a su lado mirando hacia otra parte, hasta tal punto la indigencia humana sobrepasa toda forma de entendimiento… ¡Dios mío, es para morirse de pena!

¿Y tú, Argel, por qué te resulta tan triste la vida?

Regreso a mi banqueta y apago el cigarrillo en un platillo de taza de café. Intento, con la cabeza entre las manos, poner en orden mis ideas.

Si Soria es el superviviente Belkacem Talbi, y el verdadero Belkacem Talbi había muerto, ¿quién era SNP? Por supuesto, un ilustre anónimo, un pasado virgen, una página en blanco sobre la cual se podían permitir escribir cualquier historia. Por lo que se le adjudicó la de aquellos ajusticiados. Así fue como se urdió toda la trama. Exactamente como les pareció a ellos. Ya sólo quedaba creérsela. Y yo me la creí de pe a pa. ¡Menudo estúpido! Yo, que presumía de experto en los incontables engranajes que habían pretendido triturarme, que pensaba que las había visto de todos los colores sin convertirme en daltónico, me veo de nuevo con el culo al aire.

– ¿Quieres que te prepare café?

¡Mi pobre Mina! Siempre complicándose la vida por culpa de mis tormentos.

– ¿Te he vuelto a despertar?

– No pasa nada. De todos modos, no tengo sueño.

– Ven a mi lado.

Obedece. Mi brazo le rodea el cuello. La aprieto contra mi pecho. Sus manos vacilantes y púdicas se buscan antes de abrazarme por la cintura. Hundo mi cabeza en su cuello y me dejo disolver en su aliento. Fuera, el malcriado regresa con su claxon. Ya puede alborotar a toda la ciudad que no estoy para nadie.

Mina se adormece en mis brazos. La tumbo sobre el banco acolchado con infinita precaución, la cubro con una sábana y voy a mi cuarto a cambiarme. Yo también debo reventar a toda costa el absceso.

Circulo por la ciudad dormida sin detenerme en los semáforos. Las calles desiertas me dan alas. Voy flechado hacia adelante, apretando a fondo el acelerador.

Llego al manicomio hacia las cuatro de la mañana. Detengo el coche en el aparcamiento y me bajo. Desde la montaña baja un viento epileptoide, cargado de polvo y de hojas secas, que se abalanza sobre los árboles como un drogado sobre sus alucinaciones. Arriba en el cielo, donde empieza a dispersarse una horda de nubes panzudas, la luna está más crecida que su propio espanto. Diríase que la noche no le inspira nada bueno. Muy lejos, en el horizonte, una tormenta amaga una fiesta, pero su algarabía no consigue apagar el rumor de los vergeles.

Encorvado para protegerme de las ráfagas, llego titubeando hasta los dormitorios envueltos en tinieblas. Tengo la impresión de estar cruzando el limbo de mi locura.

Llego hasta el alojamiento del profesor Aluch. No se ve luz tras las persianas. Doy puñetazos a la puerta hasta desollarme los nudillos.

– ¡Ya abro! -grita una voz gargajosa-. No estoy sordo.

Una llave abre la puerta.

El profesor casi se cae de espaldas al verme en la entrada.

– ¡Brahim! ¿Qué estás haciendo aquí?

– Estoy de paso. ¿Te molesto?

Mira por encima de mi hombro.

– ¿Estás solo?

– Como un chico mayor, profesor.

– ¿Sabes qué hora es?

– Pensaba que para los amigos no había hora.

– Sí, siempre que no se pasen. Supongo que tienes un buen motivo para sacarme de la cama tan temprano.

– En casa no conseguía pegar ojo.

Me mira con extraño semblante y se aparta para dejarme pasar.

– ¿Qué ocurre, Brahim? -pregunta encendiendo la luz del techo.

Está en pijama, con medio culo asomando fuera del pantalón. Su camiseta de tirantes desgastados flota sobre un torso macilento del que sobresalen las costillas, evidenciando la labor de zapa de su avanzada edad. Mi amigo el profesor es ya casi historia pasada, y me avergüenzo un poco de tener que volver a sacarla a relucir.

Me mira con ojos de perro moribundo.

– Pareces desorientado, comisario. ¿Qué te ocurre?

Le señalo una silla.

– Siéntate, profesor, para que no te caigas de culo.

– ¿Tan grave es?

– Haz el favor de sentarte.

Obedece tras un titubeo.

– Dime.

Le pido con el dedo que tenga paciencia. Asiente con la mano. Mi aliento ratea y me tomo una pausa para disciplinarlo. Cuando consigo concentrarme en el tema, inicio las hostilidades.

– Puedes detenerme cuando quieras, profe. ¿Estás listo?

– …

– Cogemos a un preso sin memoria, que llamamos SNP. Le injertamos el pasado que conviene a nuestros amigos y nos las arreglamos juntos para que se beneficie del indulto presidencial. A la vez, alborotamos la ciudad para que se crea que esa liberación es un despropósito, pues el susodicho es un peligro potencial para la sociedad. Total, que todo el mundo está sobre aviso. Empezando por cierto comisario de policía. Así se pone en marcha el dispositivo. Una vez libre, nuestro SNP recupera repentinamente la memoria. Recuerda al hombre que destrozó su vida y la de su familia y decide matarlo. Mala suerte: se equivoca y se carga al chófer de su víctima. Ahora bien, no se trata de una víctima cualquiera. Hach Thobane está en tal estado que el propio Estado se echa a temblar. Pelotones de sabuesos salen a la caza del asesino. Consiguen cargárselo. Pero, de pasada, un teniente de la policía se chupa el marrón. Como se ignora qué hacía su pistola junto al cadáver del asesino, se da prioridad a la teoría de la complicidad. El viejo comisario Llob no tiene más remedio que sacar a su subordinado del avispero en el que se ha metido. Para disculpar a su compañero de equipo, intenta establecer una relación entre el asesino y su objetivo. Y ahí es donde se verifica el pasado injertado al detenido desmemoriado que hemos llamado SNP. No hay como un amnésico para inventarle una historia a medida, ¿no es así? Si, además, no tiene familiares ni conocidos, se le puede quitar de en medio sin dejar rastro. ¡Un trabajo fino! El crimen perfecto. Tanto más si resulta que el comisario tiene otras preocupaciones: su amigo se pudre en las mazmorras de irás y no volverás. Cuanto más tiempo pasa, peor para el pobre infeliz. Es un asunto de lo más urgente. Hay que ir quemando etapas e ir directamente al grano. Hace tiempo que el terreno está abonado y el viejo madero sólo tiene que seguir las orientaciones que le van marcando. Hasta la matanza de Sidi Ba. Una matanza horrorosa y un escándalo de cuidado. El macabro descubrimiento se cuenta con todo lujo de detalles en la tele, y la prensa escrita se encarga de aderezarlo a gusto del consumidor. Hach Thobane, el exterminador de la familia de SNP, incapaz de asumir su monstruoso pasado, se suicida. Normal. ¿Qué otra cosa podía hacer? Está acabado y era irrecuperable, por lo que la nación lo vomita de su seno. Así se toma su revancha el Bien contra el Mal. Exactamente como en los seriales didácticos. Entierran al canalla como si fuera un perro. Se ha hecho justicia. El teniente de la policía queda rehabilitado. Cae el telón, se acabó el espectáculo y cada cual regresa a su casa… ¿Qué te parece mi sinopsis?

– No veo a qué viene todo esto, Brahim.

– ¿No me digas?

– Cuando te vi llegar a esta hora tan rara, me dije que no estabas del todo bien de la cabeza. No me equivoqué.

El profe aguanta bien el chaparrón, como si le hubieran dado instrucciones.

Se pasa la mano por sus greñas canosas y estira los labios. No por ello deja de sentirse incómodo.

– ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Aluch?

– Muchísimo -suspira.

– Has pasado por altibajos, ¿no es así?

– No ha sido un camino de rosas.

– ¿Ha cambiado una sola vez mi actitud con respecto a ti?

– Eres un hombre decente, Brahim. Has sido igual de atento conmigo en los mejores y en los peores momentos.

– ¿Piensas que se debe a un cretinismo congénito?

– ¿Cómo puedes decir tal disparate?

– Porque ésa es exactamente la pregunta que me estoy haciendo, profesor. Me pregunto si mi rectitud no demuestra mi idiotez, pues hay que ser un auténtico tarado para seguir queriendo y confiando en un país donde cada cual se empeña en abusar del prójimo para sobrevivir.

– ¡Vaya por Dios, qué deprimido estás!

– No te pongas la bata blanca, que tú eres el que está tumbado en el sofá, profesor. No he venido para una sesión de hipnotismo.

– ¿Entonces, para qué has venido? -truena una voz detrás de mí.

Me doy la vuelta.

Cherif Wadah está de pie junto a la puerta de la habitación contigua, acabando de ponerse una bata. Su rostro, aún abotargado de sueño, se estremece espasmódicamente.

– ¿Señor Wadah? -digo-. Creía que estaba en el extranjero.

– También lo creen mis enemigos, y mejor así.

– ¿Y éste es su escondite?

– Métase en sus asuntos, comisario. ¿Qué está usted contando al profesor? ¿A qué vienen esas elucubraciones? ¿Se da cuenta de la incongruencia de sus palabras?

Pretende intimidarme, pero no me dejo dominar.

– La incongruencia está en los hechos tal como se han producido, señor Wadah. ¡Menuda torpeza!

Cherif Wadah se anuda el cinturón de la bata y avanza hacia mí. Está furioso e intenta conservar la calma. Coge un despertador y lo mira.

– ¡Joder, son las cuatro de la mañana! Hay que estar mal de la cabeza para venir a esta hora a contar chorradas a gente que lo que quiere es dormir.

Me mira de hito en hito, adelantando la mandíbula.

– Está usted perdiendo el hilo de la historia, señor Llob. Ya sé que ha pasado por tragos muy malos, pero ya acabó todo. En su lugar, me dedicaría a pensar en otra cosa. El país está empezando una nueva vida. Debería alegrarse de ello. Ha hecho usted un trabajo soberbio. Ha estado fantástico. ¿Por qué poner en duda lo que ha emprendido con tanta abnegación e inteligencia?

– Cuidado, me está dando coba. Voy a caer en éxtasis.

– Se merece todas las consideraciones del mundo. Y las tendrá, una tras otra, sin que le falte una sola. Me encargaré personalmente de ello. Gracias a usted, va a nacer una nueva era… No busque respuestas allá donde ni siquiera hay preguntas. Eso le aleja de lo esencial y de la estima de la gente. Olvide esta historia y váyase a Bulgaria…

– ¿No me diga que también está al corriente?

– Fui yo quien se lo pedí a Ghali Saad para usted.

– Me podría haber consultado.

– Quería darle la sorpresa.

– Lo que me sorprende es que no consigo quitarme de encima a Ghali Saad. Me lo encuentro en todos los caminos que tomo, y eso ya me tiene aburrido.

– Va usted desencaminado, comisario, se lo aseguro. No hay complot. A Hach Thobane lo ha atrapado su pasado. Decidimos no ayudarle, eso es todo. Era un ser inmundo. Ha causado enormes preocupaciones a la patria, la impedía avanzar, se oponía a las reformas, al conjunto de iniciativas susceptibles de mejorar las condiciones de trabajo y de vida de nuestros conciudadanos, tenía al pueblo secuestrado. Consideraba que cualquier propuesta política o económica atentaba contra su imperio financiero y se empeñaba en mantener a la sociedad en el marasmo y en la descomposición mental. Le aseguro que su trabajo ha sido una bendición. ¡Por Dios, usted lo conocía! No irá a decirme ahora que lo lamenta. Ese hombre debía desaparecer de una manera o de otra. O él o Argelia. La Historia ha decidido. El muy cobarde se pegó un tiro en la cabeza, y la vida sigue.

– ¿Así que se pegó un tiro?

– ¿Por qué, acaso lo duda?

– Quizá lo ayudaran.

Cherif Wadah se pone hecho una furia. No controla los espasmos de sus mejillas. De repente, agarra el despertador y lo estrella contra la pared.

– Ahí se le ha ido a usted la chaveta, comisario. ¡Cuidado, que eso es muy, muy grave! El informe del forense es categórico: Hach Thobane se suicidó. Esto es oficial y no tiene vuelta de hoja. Y además es la verdad. Resulta peligroso adelantar hipótesis fantasiosas sin calibrar su alcance.

Tiene los ojos inyectados. Por la comisura de los labios le sale una baba merengada.

Algo en mí empieza a ceder. Una garra invisible oprime mis entrañas y las pantorrillas me flaquean. No recuerdo haber sentido jamás un estremecimiento como el que me está invadiendo.

El profesor Aluch siente compasión por mí. Lo he defraudado. Se calla, da la vuelta a la mesa y se derrumba sobre su silla, abrumado por mis «elucubraciones».

– Brahim, te lo ruego -me dice con voz temblorosa y un dedo pegado a la sien-, Sidi Cherif dice la verdad. Deberías estar contento. Has hecho un trabajo formidable.

– Tú, un profesor, un erudito -le digo-. ¿Cómo un sabio como tú se ha embarcado en esta historia?

Sonríe con tristeza y me echa una mirada lastimosa.

– ¿Un erudito, Brahim, un profesor? ¿Acaso sabes lo que eso significa en un país dominado por megalómanos y rentistas bulímicos? El conocimiento es la peor desgracia que le puede ocurrir a un hombre en una república gobernada por charlatanes. Has visto cómo actúan, comisario, los has visto destrozarme, y destrozar a quienes no son como ellos. ¿Mis altibajos, Brahim? Muy pocas ovaciones para tanto abucheo. Si alguien debía embarcarse en «esta historia», ése era yo. Más que un deber, era una obligación, un asunto de supervivencia. ¿Acaso te han sacado de la cama un puñado de esbirros sobreexcitados que se plantan en tu casa cuando les da la gana, apabullando y luego espantando a tu mujer y a tus hijos, todas las noches durante años? ¿Te imaginas ese tipo de infierno? Te llevan a empellones por la escalera, en pijama, descalzo, y, mientras tanto, tus hijos sollozan ocultándose la cara con los puños. Tú intentas tranquilizarles y no lo consigues porque un pobre imbécil te está pegando y llamando perro. Cuántas veces habré vivido en plena noche ese circo que sacaba al balcón a mis vecinos, que veían cómo los para-militares me metían en el maletero de un coche y me llevaban a tumba abierta a través de mis delirios. Me torturaron, me encadenaron, me humillaron, se mearon en mí y me arrastraron por mis excrementos. Me obligaban a sentarme sobre botellas. Estaba tan desfigurado, tan miserable, que mi mujer se vino abajo. Ya no soportaba verme hecho una caca, Brahim, estaba harta de compartir mis fantasmas. Un buen día cogió a los niños y desapareció. Jamás ha vuelto a dar señales de vida. Ignoro desde hace más de diez años dónde está y qué ha hecho con mis hijos. ¿Y me preguntas qué pinta un erudito en este asunto? Este asunto no tendría ningún sentido si no fuera por él… Me niego ya a que los mejores de entre nosotros sean perseguidos por los peores y a que mis trabajos sirvan de papel higiénico. Porque eso me ha ocurrido, Brahim. Me han obligado a limpiarme el culo con mis libros, a pedir perdón a mi torturador y a llamar «maestros» a unos miserables guardianes. Y todo porque era alguien culto, honrado, concienzudo, que ofrecía sus servicios a unos gurús que no sabían qué hacer con ellos. ¡Pues se acabó el reinado de los incultos! Me niego a que siga habiendo abusos, a que los valientes se caguen encima cuando un canalla se fija demasiado en ellos.

Como me he quedado sin voz, baja los ojos y se apoya sobre la mesa. No consigue levantarse, renuncia y se limita a concluir:

– Haces mal en comerte la moral, Brahim. Te aseguro que te sobran motivos para alegrarte. Sidi Wadah no te está dando coba. Lo que has hecho no tiene precio. Gracias a ti se está operando en nuestro país un saludable metabolismo. Por fin, el Bien se adelanta al Mal.

– ¿El Bien?

– Sí, el Bien.

– Entonces dime por qué cada vez que pienso en quienes se ofrecen para dárnoslo me entran ganas de vomitar. Dime por qué su bondad me produce espanto, por qué temo que intenten salvarnos.

Fuera, estalla una tormenta y el viento arremete con más fuerza contra el barracón del asilo.

Cherif Wadah menea la cabeza:

– O sea, que no percibe el cambio que la nación estaba esperando…

– Nadie se cree su palabrería, señor Wadah -lo interrumpo-. Ha puteado usted tanto a la esperanza con su demagogia que ya no le quedan fuerzas para prestarse a su juego. Y no se le ocurra hablarme de nación, pues usted ignora lo que es eso. La única oportunidad que le queda al país es que se largue de él, y cuanto antes mejor. Estamos hartos de sus estúpidos discursos. Es cierto que el mundo cambia, pero no allá donde se encuentra usted. El bloqueo está en su mentalidad. Si realmente piensa que la muerte de Thobane ha sido lo mejor que podía ocurrir, siga su ejemplo y deje a las jóvenes generaciones hacerse cargo de su destino. No se puede organizar un festín con las sobras de la víspera, señor Wadah.

– ¡Es nuestra Argelia! -estalla echándoseme encima.

– ¿Cuál? -grito para repelerlo-. ¿Aquella que inspiraba a los poetas o la que deja el alma helada? ¿Aquella donde las delegaciones extranjeras eran recibidas por pintores y poetas o la que tiene encadenados a sus cantores en mazmorras? ¿Aquella donde los gigantes se prosternaban ante sus monumentos o la de los colosos con pies de barro? ¿Aquella que veneraban Tito, Giap, Myriam Makeba y Che Guevara, el auténtico, o la que daba cobijo a Carlos y a las organizaciones terroristas?

Está consternado.

Se lleva un momento la mano al corazón y luego se repone para hacerme frente hasta el final.

– Siento pena por usted, Sidi Brahim. Creo que no tenemos nada más que decirnos; váyase ahora.

– Eso es lo que pensaba hacer, señor. Sólo vine a recordarle que no hay crimen perfecto. Ya puede usted interferir y sembrar la confusión, trastocar indicios y rastros, cegar mentes y ojos; tarde o temprano, inevitablemente, como a Hach Thobane, la verdad le dará alcance.

– ¿De qué verdad está hablando, Sidi Brahim? Jamás ha existido. Eso se le ha escapado.

Se le dilatan y le aletean las narices. La frente le brilla de sudor y masca su resentimiento con cara de picapedrero.

No sabe si argumentar o dejar el tema.

Para indignación del profesor, opta por lo menos adecuado: disertar. Me planta su jeta de predador delante de las narices. Me acosa con el aliento e intenta disolverme en la hoguera de su mirada.

– No somos más que un tejido de mentiras, señor Llob. Creemos saber dónde vamos, y sin embargo nadie es capaz de adivinar lo que le espera a la vuelta de la esquina. Caminamos a ciegas a plena luz del día, deslumbrados por el espejuelo de nuestras vanidades, cuando no fascinados por los espejismos de nuestra perdición, y sólo nos fiamos de nuestro instinto de alucinados, como los ñus cuando buscan a galope tendido unos improbables pastos repletos de trampas, de muertes violentas y de locura. Somos tan dignos de lástima como los ñus, comisario. Las trampas del pasado no nos han enseñado nada. Nuestra memoria no conserva nada de lo que nos ha destruido. Jamás hemos dejado de mentirnos. Quizá en ello esté el secreto de nuestra supervivencia, en nuestra negativa a enmendarnos.

Levanta la mano a la altura de mi cara y mueve los dedos, como si fuera una araña panza arriba, y luego la convierte en puño arrollador:

– ¿Quién ha cambiado desde el asesinato original, quién se ha calmado desde el diluvio de Noé? Seguimos corriendo hacia nuestra perdición y nos importa un pito lo que nos pueda ocurrir… Guerras que se van empalmando una tras otra, miseria a más no poder, dramas y accidentes para dar y regalar. ¿Por qué? ¿Por qué tanta desgracia, tan terribles e inútiles sufrimientos? Ésa es la cuestión. Desgraciadamente, quien tiene la respuesta no tiene la solución.

Abre el puño y lo hace girar a la vez que libera sus dedos:

– ¿Entonces, dónde está esa jodida santa verdad, comisario? ¿En la lección que los hombres jamás han sabido asimilar? ¿En la banalización de las tragedias, hasta que las generaciones de supervivientes se consideren afectadas y reclamen su parte de condenación eterna? ¿En la piedad que espera de las estrellas lo que la tierra le niega a diario? Si una mañana de éstas la Verdad viniera a unirse a nosotros, al anochecer nos tendría muertos de aburrimiento. La mentira es lo que nos permite aguantar. Sólo ella nos entiende y se apiada de nosotros… La Mentira es nuestra salvación. ¿Qué es la esperanza, la tolerancia, el sueño; qué es la fraternidad, la equidad, la fidelidad; qué es el perdón, la justicia, el arrepentimiento sino esa exquisita mentira que nos permite pasar varias veces por la misma derrota sin que se nos colapse el cerebro?

La perorata lo deja sin aliento. Echa el pecho hacia atrás para recuperarlo. No lo suelto y, mirándolo fijamente a los ojos, le digo a quemarropa:

– Frecuenta usted demasiado este manicomio, señor Wadah.

En ese momento, como si mi grosería lo hubiese sacado de quicio, surge Joe de vaya uno a saber dónde y me apunta en la sien con una escopeta de caza.

– ¿Le salto la tapa de los sesos?

Joe está como loco. Las muecas le arrasan la cara y le cuesta contener el dedo sobre el gatillo.

– Suelta el arma, hijo -le recomienda su protector.

– Te ha faltado al respeto. No permito que nadie te falte al respeto. Ni siquiera mi madre. Sólo es un polizonte de mierda. No tiene derecho a levantarte la voz.

– ¡He dicho que sueltes la escopeta!

Joe se estremece ante la orden de su padrino. Sus ojos me acribillan las entrañas. Tengo la sensación de estar convirtiéndome en humo. Un sudor frío me chorrea por la espalda. Tras un largo estremecimiento se le calma el dedo, que se va paulatinamente alejando del gatillo y replegando sobre sí mismo. No obstante, espero que haya apartado completamente el cañón de mi sien para reponerme del susto.

Furtivo como un espectro, Joe retrocede a regañadientes y desaparece tras una puerta.

– Ya veo que aquí todo el mundo está dispuesto a liarla, señor Wadah.

– Ya le dije que no tiene la cabeza del todo bien.

– Por desgracia, no es el único.

– Deja las cosas como están, comisario -me suelta el profesor-. Un tren se dispone a lanzarse por una nueva vía, y el que se ponga por medio sabe que lo tendrán que recoger con cucharilla. Hay asuntos que escapan al contribuyente de a pie. A menudo, no se da cuenta de que es por su bien, y por el bien de las generaciones venideras. La muerte de un hombre no debe desbaratar las oportunidades de una nación entera. Cuando Hach Thobane estaba vivo, las impedía todas. Ahora queda por ocupar su espacio de poder, algo que vamos a hacer de inmediato.

– Yo, en su lugar -prosigue Cherif Wadah para tenerme para sí solo-, volvería a mi casa para hacer las maletas. Bulgaria es un país bonito.

– No necesito cursillos.

– Le buscaremos otro destino: Francia, Italia, Rusia, Estados Unidos…

– Yo no como de esa mano, señor.

– Lástima.

Cuando llego a la puerta, la voz de Wadah me agarra por el oído.

Me tutea:

– No tienes el menor motivo para poner en duda nuestro programa, Brahim. Está inspirado en los errores y pretende recuperar el tiempo perdido. El país va a renacer, bello y sano. La gente competente volverá a tener un ámbito de acción y se valorarán los méritos. La nueva política nos devolverá al concierto de las naciones. Regresarán a casa los cerebros que tuvieron que exiliarse por culpa del egoísmo y de la fatuidad de algunos dirigentes. Nuestras escuelas y universidades recuperarán su nobleza vocacional. Nuestros artistas se lo van a pasar bomba y todos los talentos tendrán medios para expresarse plenamente. Cada cual tendrá su oportunidad. Los mejores serán puestos por las nubes. Se acabaron el despotismo y los discursos estereotipados, el nepotismo y los atropellos, el favoritismo y la exclusión. Van a nacer partidos como hongos -no es una utopía, te garantizo que ya se están constituyendo en secreto- y el poder tendrá enfrente una oposición efectiva que le pedirá cuentas y lo tendrá controlado. La democracia es la madurez de las repúblicas, la auténtica solución. Haces mal en ser tan escéptico, comisario. Tenemos la salvación al alcance de la mano; basta con hacerse con ella.

– Ahí también estará de acuerdo conmigo, señor Wadah, en que no hay nada más seductor que la mentira.

Se le estrecha la sonrisa.

Abro la puerta. Fuera, una luna radiante galantea a los vergeles abrasados por la sequía. Hace un tiempo espléndido para sonámbulos e insomnes, pero para el campesino de manos cuarteadas la cosecha ya se intuye desastrosa.

Antes de alcanzar mi coche, me quedan fuerzas para darme la vuelta, mirar al profeta de los amaneceres siniestros y decirle:

– No todo lo que brilla es oro, eso es una norma. Quiero a mi país y a su gente. Soy desgraciado cuando las cosas van mal, y a menudo me da por rezar para que nos libremos sin demasiados palos de los asuntos feos. Yo también sueño con una patria bella y sana, y estoy dispuesto a echar toda la carne en el asador para que mejore nuestra grisura cotidiana, aunque sea un mínimo, pero, por fervorosa que sea mi fe, no me permito someterme a las profecías que legitiman el asesinato.


Ignoro lo que he hecho el resto del día. Sólo recuerdo haber estado caminando como un enajenado, con las manos a la espalda y la mirada velada. Me dolía la cabeza y sobre todo el vientre. El rumor de la ciudad revoloteaba a mi alrededor. No sabía dónde ir pero seguía con mi deriva, convencido de que era el único modo de tomar distancia con respecto a mis incertidumbres. Quizá esperara así poder contemplar mis propias convicciones con cierta perspectiva y comprobar si eran capaces de darme alcance. La noche me sorprendió acodado a una barandilla del paseo marítimo. Necesité una eternidad para recordar dónde había dejado aparcado el coche. Regresé a casa como quien viene de lejos pero aún no ha visto la salida del túnel.

Son más de las once de la noche y Argel se ahoga de calor. Diríase que el infierno se ha instalado justo a la salida de la ciudad. Acurrucado en mi sillón, con la panza sobre las rodillas y los pies sobre un puf medio destripado, intento repetidamente emborracharme con una Hammud Bualem, la gaseosa nacional de la que estamos tan orgullosos a pesar de que no consiga subírsenos a la cabeza.

Puedo ver las luces de la Casbah por la ventana. En aquel secular barrio, la noche parece un renunciamiento. La gente, sofocada por el bochorno, tiene la mente al rojo vivo. Sus preocupaciones perturban su memoria y sus suspiros son como huidas hacia delante. Se han pasado el día consumiendo a crédito en los cafetines, maldiciendo el aguachirle que les han servido y el futuro que parece mirar hacia otra parte. Las callejuelas están vacías y mortalmente tristes, y se apresuran a perderse por los recovecos para ocultar a las estrellas sus horribles reptaciones. Los tenderos han cerrado su quiosco y el parloteo se ha ido difuminando. El silencio lo cubre todo y retumba tontamente contra las persianas.

Más abajo, Bab El Ued se traga su propia bilis, agazapada tras sus penumbras, y espera con paciencia que los debates se enreden en su telaraña. Las farolas están apagadas, pero no por pudor sino porque el negro es el color preferido de los complots. Bab El Ued tiene una vieja cuenta que saldar. Le importa un pito lo que se piense de su susceptibilidad o de la higiene de su amor propio. Va consolidando su amargura sin preocuparse de lo demás, y con los medios que están a su alcance: unos cuantos maltrechos principios, un orgullo rudimentario y una patética tenacidad. No es como para erigir una estela, pero suficiente para levantar un montón de cadalsos.

Enfrente, el Mediterráneo se va ensanchando mar adentro de los sueños repudiados, oscuro como un presagio que se carcome. Para animarse, algunos paquebotes agitan sus linternas como si fuesen jefes de estación, y un faro va paseando su torva mirada por entre las tinieblas en busca de sortilegios para fecundar.

Antes, cuando me asomaba a mi balcón, Argel me emocionaba. Observaba las cosas con apego y los ruidos del barrio me tenían en vilo. Me resultaba difícil mirar una calle sin entrever el sentido que tenía para mi vida. Tenía la impresión de conocer todos los edificios y el peso de cada adoquín.

Ni siquiera necesitaba salir de casa para viajar. Argel era un paseo del que uno jamás se cansaba. El olor a merguez y el barullo de los figones daban un hambre canina a mis pensamientos. Para saciar mi sed me bastaba con clavar mi mirada en la de los chiquillos.

Qué bella era Argel durante las temporadas azules. Con nada nos sentíamos colmados y cualquier canto nos glorificaba. Éramos tan jóvenes como nuestras vocaciones y nos tomábamos en serio las promesas más peregrinas. Teníamos vigor en la mano, el corazón dispuesto a la faena y una franca ingenuidad; nuestras ambiciones eran humildes y nuestras esperanzas confiadas; sólo queríamos vivir y estar a gusto aquí, entre la oración de las mezquitas y los berridos de los borrachos, buscar nuestra imagen en la simpatía de los demás, tocar con la punta de los dedos nuestros sueños infantiles, coger con una mano la flor que íbamos a regalar y contener en la otra todas nuestras palabras. Nos hacían muy felices los días por venir y nos maravillaba reconocerlos a pesar de tantas noches caóticas; nos emocionábamos mucho cuando nos daban las gracias, pues no había como una sonrisa para que nuestras heridas cicatrizaran. ¿Por qué todo ha cambiado hoy? ¿Qué es lo que nos está amargando la vida? ¿Qué impide a Mina remover el pasado y quién nos ha dado gato por liebre? Cuántas preguntas asesinas a la hora de hacer balance, cuántas penas inmensas al cabo de tantos esfuerzos en vano…

No hay peor trinchera que una boca que quiere morder, ni peor imprudencia que prestarle atención.


Esta noche, me prometo, cuando Mina se acueste junto a mí le tendré la mano cogida hasta la mañana.


Unos meses más tarde, el 5 de octubre del mismo año (1988), tras un extraño discurso presidencial que incitaba a la sublevación nacional, un amplio movimiento de protesta inundó las grandes ciudades del país. Los enfrentamientos arrojaron un balance de quinientos civiles muertos. Para contrarrestar la ira popular, que reclamaba trabajo y un mínimo de decencia, el gobierno ofreció el multipartidismo y una democracia sulfurosa que favorecieron el advenimiento del integrismo islamista, creando así las condiciones ideales para que se desencadenara una de las guerras civiles más atroces que haya conocido la cuenca mediterránea…


México – Aix-en-Provence

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