45

Kahlan pugnó por respirar, pero con el peso de tantos hombres encima no podía. Las lágrimas le escocían en los ojos. Más hombres seguían añadiéndose al montón. Un fornido codo se le clavó en el abdomen, y Kahlan sintió como si fuera a partirla en dos. Notaba en el rostro los alientos alcohólicos.

Su campo de visión se fue reduciendo hasta quedar limitado a un punto alrededor del cual todo era negro, y el punto iba encogiendo. Tragó sangre, la suya.

Entonces oyó algo semejante a una lejana tormenta. Al principio solamente notó que el suelo vibraba bajo su espalda, pero el ruido fue creciendo y haciéndose más fuerte y penetrante. Finalmente se le unieron gritos. Algunos de los hombres que tenía encima levantaron la vista y le quitaron algo de peso, cosa que Kahlan aprovechó para inspirar hondo. Fue la bocanada de aire más dulce que jamás hubiera llegado a sus pulmones.

Cuando el gigante que la aplastaba, quien le había propinado el puñetazo, volvió la cabeza para ver de dónde procedía el estruendo y apartó su feroz mirada de ella, Kahlan se fijó en que tenía una cicatriz que le cruzaba el ojo y parte de la mejilla. Ese ojo estaba cerrado y cosido. De algún modo logró liberar la mano izquierda y la cerró en torno a la garganta del hombre.

Oía un repiqueteo metálico. De pronto cayó en la cuenta de que los truenos no eran sino cascos de caballos. Brin y Peter, montados en Daisy y Pip, surgieron de la niebla y galoparon a toda velocidad contra los d’haranianos, a los que iban segando con la cadena. Corrían hacia ella como un desprendimiento de tierra que fuese talando árboles. Los hombres se quedaron paralizados por el asombro. Los dedos de Kahlan apretaron la garganta del tuerto.

Entonces descargó su poder y la magia lo invadió. El trueno silencioso hizo vibrar la cota de malla del soldado.

Por efecto de la asombrosa sacudida los hombres se estremecieron y recularon. Todos gritaron por el dolor que les causaba estar tan cerca cuando la magia fue liberada. Un círculo de nieve se alzó y lo barrió todo hacia afuera.

También Nick, que estaba muy cerca, saltó por el dolor. Entonces descargó una de las patas traseras sobre la cabeza de un hombre situada justo junto a la oreja de Kahlan. El cráneo se quebró. Sangre caliente y otros fluidos le salpicaron una mejilla.

El hombre tuerto que tenía encima la contemplaba embobado.

— Mi ama —susurró—. ¿Qué deseáis de mí?

— ¡Protégeme! —gritó ella.

El hombre se incorporó bruscamente y sus poderosos músculos se le marcaron. Sostenía a un hombre en cada mano por el pelo. Acto seguido los arrojó hacia atrás como si no fuesen más que peleles.

Kahlan logró liberar el brazo derecho. Con la espada describió un arco hacia el otro lado, desfigurando así el rostro de un soldado. El tuerto soltó un rugido mientras iba apartando a sus compañeros. Daisy y Pip seguían galopando hacia ella a toda velocidad.

Por fin tenía ambas manos libres. Se puso de pie de un salto. Los caballos y la cadena se les echaban encima.

— ¡Ayúdame a montar!

El hombre tuerto la agarró por el tobillo con una de sus manazas y con un solo brazo la subió a la silla. Sin saber cómo, Kahlan empuñaba aún la espada. Se inclinó hacia adelante y la blandió contra el hombre que sostenía el bocado y se negaba a renunciar a su trofeo. La punta del acero le abrió un tajo desde la mejilla hasta el codo. El hombre retrocedió lanzando un chillido. Inmediatamente Kahlan asió las riendas. Mientras cortaba cabezas y desgarraba pechos con una enorme hacha de guerra, el hombre tuerto bramó:

— ¡Marchad, ama! ¡Escapad! ¡Orsk os protegerá!

— ¡Me voy! ¡Corre, Orsk! ¡No dejes que te atrapen!

Los d’haranianos la olvidaron a ella y al caballo para centrar toda su atención en las nuevas amenazas: Orsk y la cadena. Kahlan espoleó al caballo con los talones y lo puso al galope justo cuando Brin y Peter la alcanzaban. Kahlan encajó los pies desnudos en los estribos, y los tres escaparon a toda velocidad.

La mujer distinguió el rastro que cientos de pies habían dejado en la nieve y lo siguió por el valle, entre la bruma, dejando que los hombres de la Orden Imperial se recuperaran de la sorpresa. No les costó más que unos segundos emprender la persecución. Quedaban aún muchos vivos. Miles.

Peter desenganchó la cadena que debía de haber roto centenares de huesos y cuellos. El extremo de la cadena rebotaba detrás. Los huesudos dedos de Brin la recogieron y la arrollaron sobre los horcates.

Mientras se internaba en la noche al galope, a Kahlan le pareció que dejaba atrás el suave sonido de una risa y se estremeció al recordar el beso que Rahl el Oscuro le diera en el cuello. De pronto volvió a sentirse muy desnuda.

Aunque la bruma era gélida y Kahlan se sentía rodeada por una lluvia de salpicaduras, sudaba. Tenía el labio hinchado y le sangraba.

— Creí que jamás volvería a veros —gritó para hacerse oír por encima de los cascos.

Brin y Peter, cubiertos con guerreras demasiado grandes para ellos, sonrieron ampliamente en la oscuridad.

— Ya os dijimos que podíamos hacerlo —replicó Brin.

Kahlan esbozó su primera sonrisa de la noche.

— Sois increíbles. —Al distinguir a duras penas los cuartos traseros de otros caballos de tiro que desaparecían en la niebla, señaló. —Ahí están vuestros hombres. Buena suerte. —Se despidió con un ademán.

Siguió avanzando al galope sola y, a corta distancia, alcanzó a los soldados de infantería. En un primer momento sólo vio a uno, que se había retrasado mucho debido a una terrible herida en la pierna. Kahlan sabía que debía dejarlo. Sabía que debía hacerlo, pues los d’haranianos le iban pisando los talones.

Al llegar a la altura del soldado, éste alzó la cabeza sin dejar de avanzar penosamente sobre la nieve. También él sabía que Kahlan debía dejarlo allí. Ésas eran las órdenes; quien no pudiera seguir el ritmo, se quedaría atrás. Sin excepciones.

Cuando pasó junto a él Kahlan le tendió una mano. Una vez cogido de las muñecas, lo alzó junto a ella.

— Sujétate, soldado.

El soldado trataba de mantener el equilibrio sobre el caballo lanzado al galope con los brazos extendidos, temeroso de tocarla.

— Pero… ¿dónde?

— ¡Agárrate a mi cintura! ¡A mi cintura!

El soldado seguía con los brazos extendidos y rebotaba.

— Pero…

— ¿Es que nunca has rodeado a una mujer con tus brazos?

— Sí… pero iba vestida —gimió el joven.

— ¡Agárrate o te caerás, y no pienso dar media vuelta para recogerte!

De mala gana y con mucho cuidado el soldado le rodeó la cintura con los brazos. Se mantenía muy tenso, tratando por todos los medios de no rozar nada importante ni interesante. Kahlan le dio una palmadita en el dorso de ambas manos para tranquilizarlo.

— Cuando alardees de esto, no exageres demasiado. —El soldado lanzó un leve gruñido de preocupación que pintó una sonrisa en el rostro de Kahlan.

Conforme cabalgaban Kahlan sentía cómo la cálida sangre del joven le corría por la parte posterior de la pierna hasta la punta del pie colocado en el estribo, y desde allí goteaba. A su espalda oía los gritos de sus perseguidores.

El soldado estaba perdiendo mucha sangre y se hallaba tan agotado, que recostó la cabeza contra su espalda. Si no le vendaban la herida, se desangraría en cuestión de minutos. Pero, aun teniendo tiempo para detenerse, iba desnuda y no tenía nada con qué improvisar un vendaje.

— Mantén la herida cerrada con una mano —le dijo—. Sujétala tan fuerte como puedas. Con el otro brazo agárrate a mí. No quiero que te caigas.

El soldado apartó un brazo de su cintura y se apretó la herida mientras cabalgaban pisando los talones a los hombres de la retaguardia. El frío y el cansancio hacían mella en todos ellos. Sus perseguidores estaban cerca. Al echar un vistazo hacia atrás, Kahlan los vio. Eran tantos que se quedó impresionada. Chillaban y lanzaban alaridos.

— ¡Corred! ¡Corred o nos atraparán!

Una alta pared de roca con escuálidos árboles que crecían en las grietas y hendiduras se alzaba ante ellos. Los hombres ascendían por el estrecho paso como si en ello les fuera la vida, lo cual era totalmente cierto.

Al iniciar el ascenso Kahlan golpeó tres veces la roca con la parte plana de la espada. Era la señal.

Un hombre que corría delante de ella se volvió.

— ¡Aún no hemos llegado! ¡Es demasiado pronto! ¡Nos atrapará junto con el enemigo!

— ¡Pues corre más rápido! ¡Si esperamos más, también ellos pasarán!

Kahlan golpeó la roca tres veces más. El aire oscuro y húmedo se encargó de transportar el sonido. Ojalá que funcionara. Por razones obvias no había sido posible hacer una prueba. Los cascos de Nick resbalaban sobre la roca cubierta de nieve.

Al principio solamente lo sintió; era como un ruido sordo en lo más profundo de su pecho, demasiado bajo para ser oído, pero demasiado poderoso para que las fibras de su ser no lo acusaran. Kahlan alzó la mirada hacia la roca resbaladiza por la bruma que desaparecía en la oscuridad y la niebla. Aún no podía verlo pero ya lo sentía.

Y entonces lo oyó. Un retumbante estruendo, como si el mismo suelo se moviera. Oía cómo los troncos de los árboles se partían. El retumbante rugido reverberaba en las paredes de las montañas vecinas. El suelo temblaba.

— ¡Corred! ¿No podéis ir más rápido? ¿Es que queréis ser enterrados vivos? ¡Corred, corred!

Kahlan sabía que ya no podían correr más rápidamente, pero a lomos de Nick le parecía que iban a paso de tortuga. No podían salvarse.

Por encima de sus cabezas el retumbo fue creciendo más y más a medida que un número incalculable de toneladas de nieve se precipitaba hacia ellos. Kahlan se sintió muy orgullosa de los hombres de la vanguardia, que habían conseguido provocar una avalancha en el momento justo, pero le atenazaba el temor de haber dado la orden demasiado pronto.

Una informe bola de nieve húmeda le cayó en la cara y luego otra en el hombro. Pequeños terrones sacudían los árboles por encima de ellos, rebotaban y caían al precipicio. Una nube de nieve esponjosa le empañó el rostro. El retumbo era ensordecedor.

Por la cornisa superior se precipitaba una atronadora avalancha blanca. La atravesaron como quien atraviesa una cascada. Detrás de ella un árbol rebotó en la senda y cayó luego al abismo girando sobre sí mismo. Se habían salvado del alud por los pelos.

Los perseguidores de la Orden Imperial no fueron tan afortunados; recibieron de lleno la avalancha de nieve, troncos y peñas cada vez más imparables. La muerte blanca los enterró a todos. El estruendo del alud ahogó los gritos de los hombres a los que sepultaba vivos.

Kahlan hundió los hombros profundamente aliviada. Ahora ya no podrían seguirlos. El paso había quedado sepultado.

Los jadeantes galeanos aflojaron un poco el paso, pero no demasiado o se morirían de frío. La rápida marcha les mantenía calientes. Pero Kahlan sabía que, pese a que llevaban los pies desnudos envueltos en tela blanca para protegerlos mínimamente, debían de tenerlos casi congelados. Habían dado lo mejor de sí a ella y a la Tierra Central, y muchos habían perdido la vida.

Kahlan se sentía tan agotada por la falta de sueño, los estragos de la batalla, el esfuerzo de usar su poder, así como por la carga emocional del miedo, que apenas podía mantenerse en la silla. Se dio ánimos diciéndose que muy pronto podría descansar.

— Lo hemos logrado, soldado —le dijo, dándole una palmadita en la mano que notaba en el estómago—. Ahora estamos a salvo.

— Sí, Madre Confesora —susurró como si estuviera medio ido—. Madre Confesora, lo siento.

— ¿Qué sientes?

— Sólo he matado a diecisiete. Lo siento. Me había prometido que mataría a veinte. Sólo han sido diecisiete.

— Conozco a héroes de batallas, a hombres condecorados, que no han vencido ni a la mitad que tú en combate. Estoy orgullosa de ti. La Tierra Central está orgullosa de ti. Puedes estar satisfecho, soldado.

El joven masculló algo ininteligible.

Kahlan le palmeó de nuevo la mano.

— Tranquilo, pronto te curarán. Aguanta. Todo irá bien.

El soldado no respondió. Kahlan miró hacia atrás y vio solamente nieve. Todo estaba en silencio. En las lejanas y oscuras montañas un lobo aulló.

Poco después llegaron al campamento montado en una altiplanicie. Los hombres que iban en cabeza trataban de entrar en calor envueltos en mantas alrededor de hogueras y se calentaban los pies. Otros se vestían bajo las mantas, mientras que otros hombres arrojaban mantas a los que llegaban y atendían a los heridos. Algunos de ellos gruñían de dolor a causa de heridas que en el furor del combate y la huida no habían notado. Kahlan empezó a sentir que el labio le latía.

A la titilante luz de las pequeñas hogueras vio a Prindin y a Tossidin a una cierta distancia, que corrían de un lugar a otro, examinando a los recién llegados. Cuando la vieron sobre el caballo, ambos suspiraron aliviados y esbozaron idénticas sonrisas.

El capitán Ryan, vestido con el uniforme de D’Hara y la mano izquierda vendada, corrió a recibirla. Unos se hicieron cargo de las riendas y otros alargaron los brazos para recibir al desmadejado soldado que Kahlan ayudaba a bajar sujetándolo por un codo.

Prindin corrió hacia ella con su manto en la mano. Entonces se quedó quieto y se lo abrió, esperando a que desmontara y pudiera cubrirse con él. La miraba con una sonrisa en los labios.

Kahlan, sin moverse de la silla, extendió lentamente una mano.

— He notado suficientes ojos en mi carne desnuda por el resto de mi vida. ¡Lánzamelo!

Prindin se encogió de hombros un tanto avergonzado y le arrojó el manto. Tossidin propinó un pescozón a su hermano. Todos los presentes guardaron silencio y apartaron la vista, incómodos, mientras ella se cubría con el manto y se lo ataba.

Kahlan se deslizó al suelo y descubrió que las piernas apenas la sostenían. Tuvo que usar la espada, que seguía empuñando, a modo de bastón y detenerse un momento hasta que el mundo dejó de girar. Entonces miró al soldado yaciente en la nieve a sus pies.

— ¿Por qué nadie ayuda a este hombre? No os quedéis ahí como pasmarotes. ¡Ayudadlo! —Nadie se movió—. ¡He dicho que lo ayudéis!

El capitán Ryan se acercó. Mantenía la vista clavada en el suelo.

— Lo siento, Madre Confesora. Está muerto.

— ¡No puede estar muerto! —protestó Kahlan, apretando los puños—. ¡Acabo de hablar con él! —Nadie se movió. La mujer le golpeó el pecho con un puño—. ¡No está muerto! ¡No está muerto!

Todo el mundo miró a otro lado y nadie dijo nada. Al fin Kahlan posó los ojos en todos los hombres reunidos en torno a los fuegos, a todas esas cabezas gachas. La mano le cayó a un costado.

— Mató a diecisiete —dijo al capitán Ryan—. Mató a diecisiete —repitió más fuerte para que todos la oyeran.

— Lo hizo muy bien —replicó el capitán—. Todos estamos muy orgullosos de él.

Kahlan contempló todos esos rostros que por fin se alzaban hacia ella.

— Perdonadme. Por favor, perdonadme todos. Habéis hecho un buen trabajo. —Ya no le quedaba ni pizca de furia—. Estoy orgullosa de todos vosotros. A mis ojos y a los ojos de la Tierra Central, todos sois héroes.

Los soldados se animaron. Algunos siguieron comiendo mientras que otros empezaban a pasarse cuencos de latón y se servían alubias calentadas en cazos colocados sobre el fuego. Otros partían el plano pan de campamento para mojar con las alubias.

— ¿Dónde está Chandalen? —preguntó Kahlan al tiempo que se ponía las botas que Tossidin le había entregado.

— Fue con los arqueros. Supongo que ahora estará disparando flechas contra los d’haranianos. —El capitán Ryan se inclinó hacia ella y bajó la voz, pese a que los hermanos se alejaban—. Me alegro de tener a esos tres de nuestro lado. Deberíais haber visto cómo eliminaron a los centinelas. Prindin, sobre todo, es como la muerte encarnada cuando esgrime su troga. Parecía cosa de magia; un momento estaban aquí y al siguiente allí, sin que nadie los viera moverse. Y tampoco oí nada. Simplemente aparecieron con los «uniformes» de los centinelas.

— Pues deberías verlos hacer eso mismo a pleno día en medio de la pradera. —Kahlan lo miró de la cabeza a los pies y esbozó con esfuerzo una pequeña sonrisa—. Estás muy guapo. Te queda muy bien.

— No entiendo cómo llevan todo el tiempo esta pesada malla. Pero me ha salvado —añadió, jugueteando con un roto en el cuero.

— ¿Cómo ha ido todo? ¿Cuántos hombres hemos perdido?

— Hemos logrado casi todos nuestros objetivos. Vestidos con estos uniformes apenas tuvimos que luchar. Casi nadie reparó en nosotros, excepto los que matamos. Hemos tenido muy pocas bajas. —El capitán echó un vistazo por encima del hombro—. Parece como si vosotros os hubieseis llevado la peor parte. He hecho un recuento rápido. Hemos perdido casi cuatrocientos de los mil espadachines que atacaron.

Kahlan clavó los ojos en los hombres congregados en torno a los fuegos.

— Estuvimos a punto de perderlos a todos. Pero lucharon como leones. Y los conductores también.

El capitán Ryan se sostuvo contra el pecho la mano vendada.

— Por lo que me han dicho algunos, creo que casi todos ellos mataron al menos a diez enemigos, aunque la mayoría acabaron con muchos más. Hemos arrancado buena parte de la piel de la Orden Imperial.

Kahlan tragó saliva.

— Pero ellos también.

— ¿Hicieron los hombres lo que les ordené? ¿Os protegieron?

— Han mantenido al enemigo tan lejos de mí que ni siquiera podría decirte qué aspecto tenían. Me temo que no he contribuido apenas a añadir honor a tu espada, capitán, aunque fue un alivio tenerla encima. Te ruego que al menos te sientas honrado de que la haya empuñado en combate.

El joven capitán frunció el entrecejo y se inclinó hacia un lado para tratar de verle mejor el rostro a la luz de las llamas.

— Tenéis un corte en los labios. Y vuestro caballo está cubierto de sangre —añadió, mirando el caballo de batalla al que despojaban de los arreos—. Y vos también estáis cubierta de sangre, ¿no es cierto? —No era una pregunta sino una acusación.

Kahlan miró fijamente un fuego.

— Algunos borrachos me lanzaron algo. Así me corté el labio. Y la sangre pertenece al soldado herido que traía. —Sus ojos recorrieron los juveniles semblantes reunidos alrededor de los fuegos—. Ojalá hubiera luchado tan bien como ellos. Han estado magníficos.

Ryan lanzó un gruñido. No estaba en modo alguno convencido.

— Bueno —dijo al fin—, sea como sea, me alegra veros con vida.

— ¿Todo lo demás va bien? ¿Los arqueros y la caballería? Tenemos que aprovechar al máximo esta oportunidad mientras estén borrachos y enfermos por el veneno. Y también debemos aprovechar el buen tiempo. No podemos dormirnos en los laureles. Tenemos que lanzar un ataque relámpago tras otro. Nada de combates prolongados. Ataques repentinos procedentes siempre de un lugar distinto.

— Todos saben qué tienen que hacer y esperan su turno. Los arqueros acabarán pronto, a continuación le tocará a la caballería y después a los piqueros. Cuando envíen a los centinelas los estaremos esperando. Nuestros hombres dormirán por turnos. Desde este mismo instante, la Orden Imperial no tendrá ni un momento de descanso.

— Perfecto. Estos hombres deben descansar. Por la mañana tendrán que entrar de nuevo en acción. Recuerda lo más importante —Kahlan alzó un dedo y se dispuso a citar a su padre—: «El arma que conquista más rápidamente la razón es el terror y la violencia». No lo olvides. Esa es el arma que ellos usan, y ahora la estamos volviendo en su contra.

Prindin entró de nuevo en la luz de las llamas.

— Madre Confesora, mi hermano y yo te hemos preparado un refugio mientras esperábamos tu regreso. En él tienes tu ropa y agua caliente para que puedas lavarte, si lo deseas.

Kahlan trató de disimular las ganas que tenía de quitarse de encima el hedor de la guerra.

— Gracias, Prindin.

El hombre barro señaló con el brazo hacia un pequeño claro donde habían construido un espacioso refugio con ramas de pino cubiertas de nieve. Después de entrar a gatas se encontró un interior iluminado con velas. El suelo nevado estaba también cubierto de ramas, lo que daba al refugio un agradable aroma de pino. En el centro había rocas calientes y, junto a ellas, un cubo lleno de agua humeante. Kahlan se calentó los dedos sosteniéndolos sobre las rocas.

Los dos hermanos le habían construido un hogar cálido y cómodo para pasar la noche. Kahlan sintió deseos de llorar ante tal muestra de amabilidad.

Su mochila estaba allí y también sus ropas, cuidadosamente dobladas. Kahlan se quitó el colgante, regalo de Adie, que llevaba un hueso redondo. Era lo único que había llevado en la batalla. Antes de lavarlo se lo apretó un momento contra la mejilla. Le recordaba mucho al que su madre le había dado.

A continuación sumergió toda la cabeza en el cubo, se lavó el pelo y luego procedió a lavarse metódicamente el resto del cuerpo. No podía más que pasarse una esponja húmeda, pero era maravilloso quitarse de encima la sangre y el tacto de tantas manos. Mientras se limpiaba tuvo que forzarse a pensar en otras cosas para evitar las náuseas. Pensó en Richard, en su sonrisa traviesa que siempre lograba contagiarla, y en esos ojos grises que podían mirarla directamente. Al acabar de limpiarse se tumbó y se secó el pelo sobre las rocas.

Necesitaba desesperadamente dormir. Aún no había recuperado su poder de Confesora desde que lo usara contra el hombre tuerto, Orsk. Sentía un vacío en la boca del estómago, un hueco donde debería estar su poder. Aún tardaría un poco en recuperarlo. Pero no superaría el agotamiento, el mareo y las náuseas hasta que durmiera.

Cómo ansiaba tenderse en su estera y dormir. Hacía tanto que no dormía, y ella estaba tan cansada… Pero no podía. Aún no.

Volvió a colgarse el hueso y con gran esfuerzo se vistió. De la mochila sacó un ungüento que se aplicó sobre el labio cortado. Al volverlo a guardar reparó en el cuchillo que le había dado Chandalen y se lo sujetó al brazo.

Estaba tan cansada que apenas podía ponerse en pie, pero debía hacer algo antes de dormir; estar con sus soldados. No dejaría que pensaran que no le importaba la suerte que habían corrido. Ellos estaban dispuestos a dar la vida por la Tierra Central y lo mínimo que ella podía hacer era mostrar reconocimiento.

Pulcra, con el largo cabello nuevamente aseado y brillante y cubierta por fin con varias capas de cálidas ropas y su manto, fue zigzagueando entre las hogueras del campamento. Escuchaba con actitud de seria atención lo que le explicaban, unos farfullando y otros de manera breve y sobria. Kahlan hablaba con todos los que tenían preguntas, sonreía tranquilizadoramente y les hacía saber a todos que se sentía orgullosa de ellos. Se arrodillaba junto a los heridos, se aseguraba de que no pasaran frío, les acariciaba una mejilla para darles ánimos y les deseaba una rápida recuperación. También ella sentía alivio cuando lograba calmarlos con una caricia.

Llegó junto a una hoguera rodeada por diez silenciosos soldados. Uno de los más jóvenes temblaba, pero a Kahlan no le pareció que fuese de frío.

— ¿Cómo va? ¿Estáis todos bien? ¿Vais entrando en calor?

Su presencia sorprendió y animó al tembloroso soldado.

— Sí, Madre Confesora. —Fruto de un incontrolable escalofrío los dientes le castañetearon—. Nunca creí que sería así. —El joven logró serenarse y señaló a los demás—. Éstos son mis amigos. Seis no han vuelto.

Kahlan mantenía el manto cerrado con una mano y con la otra apartó al joven unos mechones de pelo de la frente.

— Lo siento mucho. Yo también lloro su pérdida. Solamente quería que supierais que estoy muy orgullosa de vosotros. Nunca había visto unos soldados más valientes.

El soldado soltó una risita nerviosa.

— Si no hubiera sido por vos todos estaríamos muertos. Nos obligaban a retroceder y nos estaban haciendo pedazos. Entonces vos cargasteis contra el enemigo completamente sola. Todos se fijaron en vos y, aprovechando su confusión, contraatacamos. Lo que hicisteis nos salvó.

»Desearía haber matado a tantos enemigos como os vi matar a vos. —Todos hicieron gestos de asentimiento, muy serios—. Gracias, Madre Confesora. Nos salvamos gracias a lo que hicisteis. De poder elegir —agregó con un amago de sonrisa—, preferiría seguiros a vos en la batalla antes incluso que al príncipe Harold.

— Es bastante buena con la espada, ¿verdad?

Kahlan se sobresaltó. Todos los soldados se volvieron para ver al capitán Ryan de pie detrás de la Confesora.

— Creo que podría enseñarnos una o dos cosas sobre el manejo de la espada, capitán. No creeríais lo que…

— ¿Tenéis comida? —Kahlan interrumpió al soldado con una palmadita en el hombro.

El joven señaló un cazo con alubias puesto al fuego.

— ¿Deseáis comer con nosotros, Madre Confesora?

Pero Kahlan tenía el estómago tan revuelto, que con sólo pensarlo a punto estuvo de devolver.

— Comed vosotros. Necesitáis fuerzas. Gracias por la oferta, pero primero debo ver a los demás.

El capitán Ryan se alejó con ella.

— No habéis dicho toda la verdad. Los hombres que desensillaron vuestro caballo me han dicho que han encontrado manos y dedos cortados enganchados en la cincha y en otros lugares.

Kahlan sonreía a los soldados al pasar junto a ellos. Éstos respondían alzando una mano o inclinando la cabeza.

— ¿Has olvidado quién era mi padre? Él me enseñó a usar una espada.

— Madre Confesora, eso no significa que…

— El teniente Sloan ha muerto.

Ryan guardó un breve silencio.

— Lo sé. Ya me lo han dicho. No tenéis buen aspecto —comentó, pasándole una mano bajo el brazo cuando Kahlan se tambaleó—. Algunos de los hombres envenenados parecían más frescos que vos.

— Es que hace mucho que no duermo. —Kahlan se calló que había usado de nuevo su poder—. Estoy muerta de cansancio.

Al llegar junto a su tienda, Tossidin le ofreció un cuenco con alubias. Cuando vio y olió la comida, Kahlan se tapó la boca con la mano al tiempo que cerraba los ojos con fuerza. Tuvo la impresión de que iba a desmayarse. Tossidin comprendió y le apartó el cuenco.

— Madre Confesora —dijo Prindin sujetándola por el otro brazo—, más que comer lo que necesitas es dormir. —Kahlan asintió—. Te he preparado una taza de té; creí que te ayudaría. Está dentro —añadió, señalando el interior de la tienda con el mentón.

— Sí, el té me calmará el estómago. Que me despierten por la mañana, cuando llegue la hora del próximo ataque —pidió al capitán—. Acompañaré a los hombres.

— Eso será si habéis descansado lo suficiente. Sólo si… —Kahlan lo hizo enmudecer con una mirada—. Sí, Madre Confesora. Yo mismo os despertaré.

Dentro del cómodo refugio Kahlan fue tomando a sorbos el té caliente mientras temblaba. La cabeza le daba vueltas. Sólo pudo tomar unos sorbos antes de caer sobre la estera de dormir. Se sentiría mejor cuando descansara, se dijo a sí misma. Por fin empezaba a sentir la familiar fuerza de su poder dentro del pecho, regenerándose.

Se ovilló bajo el manto de pieles pensando en las miles de cosas que debían hacerse. Le preocupaban los hombres que en esos mismos instantes estaban atacando, así como los que lo harían a continuación. Estaba muy inquieta por todos ellos. Eran tan jóvenes…

También le preocupaba lo que había empezado: la guerra.

Pero, en realidad, no había sido ella quien la había empezado. Ella simplemente se había negado a condenar a una muerte segura a inocentes. No tenía elección. Como Madre Confesora tenía una responsabilidad hacia la gente de la Tierra Central. Si nadie detenía a la Orden Imperial, centenares de miles de inocentes morirían en sus manos y quienes sobrevivieran lo harían como esclavos de la Orden.

Los rostros de las jóvenes doncellas que había visto en el palacio de Ebinissia flotaban y giraban en su mente. Pero estaba demasiado agotada para derramar lágrimas por ellas. Después de vengarlas ya habría tiempo para llorar.

La sed de venganza bullía en su interior. Estaba resuelta a perseguir a los hombres de la Orden Imperial hasta la tumba. Por la mañana conduciría nuevamente a los galeanos contra el enemigo. Cumpliría su promesa; vengaría a esas muchachas y a todas las demás víctimas.

Si nadie detenía a la Orden Imperial, no sólo muchos inocentes serían masacrados sino que toda la magia, tanto buena como mala, todas las criaturas mágicas, perecerían.

Richard entre ellas.

Sus pensamientos fueron hacia Richard. Entonces por fin lloró, lloró con la esperanza de que no la odiaría por lo que había hecho. Kahlan rezaba para que fuera capaz de entenderla y perdonarla. Ella había hecho lo mejor para él, para salvarlo y salvar también a todos los seres vivos. Poco a poco, el llanto fue remitiendo.

Pensar en Richard ahuyentó el rápido desfile de embrolladas imágenes que le pasaba por la cabeza. Por primera vez en días logró centrarse en cosas que no fueran luchar y matar.

Pensó en quién era ella y en quién era Richard. Se centró en asuntos importantes que flotaban en la bruma que reinaba en el fondo de su mente consciente.

Pensar en Richard le recordó las cosas realmente importantes y que parecía haber olvidado. Había otras cosas aparte de la Orden Imperial muy importantes. Más que eso; trascendentales. Era como si esta guerra la hubiera distraído de más altos imperativos.

Pensó en Rahl el Oscuro que había marcado a Richard. Luego las Hermanas de la Luz se lo habían llevado y se suponía que ella debía ir a Aydindril para encontrar a Zedd y pedirle que ayudara a Richard.

Richard tenía que detener al Custodio.

A oscuras bajo el manto Kahlan frunció el entrecejo. El velo del inframundo seguía rasgado. Su lugar no era el campo de batalla, esgrimiendo una espada contra tropas de D’Hara.

Entonces recordó la risa de Rahl el Oscuro. Se llevó una mano al cuello y notó la piel hinchada y agrietada. Había sido real. Rahl el Oscuro se había reído de su estupidez.

Se incorporó. ¿Qué estaba haciendo? Tenía que ayudar a detener al Custodio. Shota, Rahl el Oscuro y Denna habían dicho que el velo se había roto. Ella misma había visto a un aullador, un ser que pertenecía al inframundo. Había hablado con Denna, y Denna había acudido a la llamada del Custodio en el lugar de Richard para que éste viviera y pudiera reparar el velo.

Se suponía que ella debía acudir a Zedd. No debería estar jugando a ser soldado.

Pero si nadie paraba los pies a la Orden Imperial…

Pero si nadie reparaba el velo…

Tenía que ir a Aydindril y reunirse con Zedd. Esos galeanos podían librar una guerra sin ella. ¿Eran o no eran soldados? Ella era la Madre Confesora y no debía ir por ahí poniendo tontamente su vida en peligro cuando la Tierra Central, y todo el mundo de los vivos, estaba bajo amenaza.

De eso de reía Rahl el Oscuro, de su estupidez. Kahlan cogió la taza de té que Prindin le había preparado y la sostuvo con ambas manos para calentarse los dedos. Ella era la líder de la Tierra Central y tenía que actuar como una líder, lo que implicaba atender los asuntos más importantes por encima de todo lo demás, ocuparse de las cosas que solamente ella podía resolver. Kahlan apuró el té e hizo una mueca por el gusto amargo.

Entonces volvió a tumbarse sosteniendo la taza encima del estómago. Los semblantes de las jóvenes muertas volvieron a flotar ante sus ojos. El arma que conquista más rápidamente la razón es el terror y la violencia; eso le había hecho el enemigo. El horror de sus atrocidades había conquistado su razón.

Ese mismo día ella y sus hombres habrían estado perdidos si ningún explorador hubiera sobrevivido. Sin guías jamás habrían hallado el camino y habrían caído en manos del enemigo.

Eso es lo que ella era, una guía. Era la guía de la Tierra Central. Su lugar estaba en Aydindril, presidiendo el Consejo, creando un frente común contra la amenaza. Sin su guía, los miembros del Consejo no sabrían qué ocurría y se perderían en la niebla de los acontecimientos.

También era la guía de Richard, pues necesitaba ayuda. Ella era quien debía procurársela de manos de Zedd. Sin esa guía, Richard y todos los seres vivos perecerían.

Se incorporó y clavó la mirada en la llama de la vela.

No era de extrañar que Rahl el Oscuro se hubiera reído de ella. Había dejado que el enemigo conquistara su razón. Había estado a punto de olvidarse de cuál era su deber y había dado tiempo al Custodio para que siguiera adelante con sus planes.

Ahora sabía qué debía hacer. Había dado el primer impulso a los jóvenes soldados galeanos, les había mostrado cuál era su responsabilidad y cómo cumplirla. Ahora ya sabían qué debían hacer para vencer al enemigo. Había hecho bien, pero ahora debía ocuparse de asuntos más importantes.

Tenía que ir a Aydindril. Una vez tomada la decisión sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima, y al mismo tiempo se sentía llena de nueva determinación. Aunque no estaba junto a ella, Richard la había ayudado a hallar la verdad en medio de tanta confusión, la había ayudado a ver cuál era su verdadero deber.

Miró dentro de la taza pero ya se había acabado el té. Seguía teniendo la mente confusa. No lograba mantener los ojos abiertos. Estaba tan cansada, que ni siquiera podía seguir incorporada.

Mientras se dejaba caer sobre la estera se preguntó qué debía de estar haciendo Richard y dónde estaría. Seguramente estaba con las Hermanas, aprendiendo a controlar el don. Suplicaba a los buenos espíritus que lo ayudaran a darse cuenta de cuánto lo amaba.

De pronto el brazo le pesó demasiado para mantenerlo levantado, le cayó a un lado y la taza rodó al suelo.

Kahlan se sumió en un sueño tranquilo, como la muerte.


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