I

Sábado 5 de octubre – viernes 22 de noviembre

I

Se despertó y no recordaba su nombre.

Tenía muchos dolores. Escobas de fuego giraban en su cabeza y en su cuello, en el estómago y en el pecho. Quiso tragar pero se quedó en mero intento. Tenía la lengua empotrada en el paladar reblandecido. Le quemaba y le escocía.

Los ojos le palpitaban. Parecía que intentaban salirse de sus órbitas.

Es como nacer, pensó. Yo no soy nadie. No soy más que un enorme sufrimiento.

La habitación estaba a oscuras. Movió a tientas la mano libre, la que no estaba dormida y punzante debajo de su cuerpo.

Sí, allí había una mesilla de noche. Un teléfono y un vaso. Un periódico. Un reloj despertador…

Lo cogió, pero a medio camino se le resbaló entre los dedos y cayó al suelo. Buscó a tientas un rato, volvió a cogerlo y lo mantuvo en alto, bien cerca de su cara.

La esfera era un poco fosforescente. Él la reconoció.

Las ocho y veinte. De la mañana, seguramente.

Seguía sin saber quién era.

Eso no debía de haber pasado nunca antes. Seguro que se había despertado sin saber dónde estaba. O qué día era. Pero su nombre… ¿había perdido alguna vez su nombre?

¿John? ¿Janos?

No, pero algo parecido.

Estaba allí detrás, en alguna parte, no sólo el nombre sino todo… vida y milagros y circunstancias atenuantes. Allí estaba esperando. Detrás de una tenue membrana que habría que traspasar, algo que no había despertado todavía. En realidad eso no le producía la menor inquietud. Seguro que pronto lo sabría.

Quizá no fuera nada que valiera la pena esperar.

De repente se hizo más intenso el dolor detrás de los ojos. Provocado tal vez por el esfuerzo de pensar; en todo caso se había presentado al momento. Candente y espantoso. Un alarido de carne.

Ninguna otra cosa tenía importancia.

La cocina estaba a la izquierda y le resultaba familiar. Encontró el tubo sin dificultad; la certeza de que ésta tenía que ser su casa aumentó con rapidez. Naturalmente que todo iba a esclarecerse de un momento a otro.

Salió de nuevo al vestíbulo. Le dio una patada a una botella que estaba en la sombra delante de la librería. Se alejó rodando por el parquet y se paró debajo del radiador. Él fue hasta el cuarto de baño. Accionó la manija.

Estaba cerrado con llave.

Pesadamente se inclinó hacia delante. Se apoyó con las manos en las rodillas y controló el disco giratorio.

Rojo. Era eso. Ocupado.

El vómito le provocó una arcada.

– Abre… -intentó decir, pero no articuló más que un silbido.

Apoyó la cabeza en la fresca madera de la puerta.

– ¡Abre la puerta! -probó de nuevo, y esta vez la voz le salió algo mejor.

Para subrayar la gravedad de la situación golpeó un par de veces la puerta con los puños.

No hubo respuesta. No se oyó nada. Quienquiera que fuese el que estuviera allí dentro, era evidente que no tenía intención de dejarle entrar.

Sin previo aviso sintió que le subía una arcada del estómago. Tal vez de más abajo aún… él se dio cuenta de que ya era cuestión de segundos. Regresó apresuradamente dando tumbos por el vestíbulo. Hasta la cocina.

Esta vez le pareció más familiar que nunca.

Seguro que es mi casa, pensó mientras vomitaba en el fregadero.


Con ayuda de un destornillador hizo girar el pestillo de la puerta del cuarto de baño. Tuvo la clara sensación de que no era la primera vez que lo hacía.

– Perdona, no he tenido más remedio que…

Cruzó el umbral y, en el preciso instante de dar la luz, supo con claridad quién era.

Pudo también identificar inmediatamente a la mujer que estaba en la bañera.

Se llamaba Eva Ringmar y era su esposa desde hacía tres meses.

La posición de su cuerpo era extrañamente retorcida. El brazo derecho colgaba sobre el borde en un ángulo artificial. Las manicuradas uñas llegaban justo a las baldosas del suelo. Su oscura cabellera flotaba en el agua. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y, como la bañera estaba llena hasta los bordes, no podía caber la menor duda de que estaba muerta.

Él se llamaba Mitter, Janek Mattias Mitter. Catedrático de historia y filosofía en el instituto Bunge de Maardam.

Familiarmente le llamaban JM.

Tras darse cuenta de esos hechos, vomitó de nuevo, esta vez en la taza del retrete. Luego extrajo otras dos tabletas del tubo y telefoneó a la policía.

2

La celda tenía forma de L y era de color verde. Un único tono uniforme; las paredes, como el suelo y el techo. Una moderada luz diurna se filtraba por el orificio de una ventana situada en lo alto. Por las noches podía ver una estrella.

En un rincón había un lavabo y un inodoro. Una cama sujeta a la pared. Una mesa inestable con dos sillas. Una lámpara en el techo. Otra junto a la cama.

Por lo demás, había ruidos y silencios. Lo único que olía era su propio cuerpo.


El abogado se llamaba Rüger. Era alto y torcido, cojeaba ligeramente de la pierna izquierda. A juicio de Mitter, tendría cincuenta y tantos; un par de años mayor que él. Posiblemente se habría tropezado con el hijo en el instituto. Incluso le habría dado clase… era un chico pálido que tenía mal cutis y notas bastante flojas, si no recordaba mal. Haría ocho o diez años o así.

Rüger le estrechó la mano. Se la apretó largo rato y con fuerza mientras le miraba gravemente y al mismo tiempo con benevolencia. Mitter comprendió que había hecho cursos para aprender a relacionarse socialmente.

– ¿Janek Mitter?

Mitter asintió.

– Asunto complicado.

Se despojó del abrigo. Lo sacudió para quitarle el agua y lo colgó del gancho de la puerta. El vigilante cerró con doble cerrojo y desapareció por el corredor.

– Está lloviendo fuera. En realidad se está mucho mejor aquí dentro.

– ¿Tiene usted un cigarrillo?

Rüger sacó un paquete del bolsillo.

– Coja usted los que quiera. No comprendo por qué no le permiten ni siquiera fumar.

Se sentó junto a la mesa. Puso el pequeño maletín de cuero delante de él. Mitter encendió un cigarrillo, pero permaneció de pie.

– ¿No quiere usted sentarse?

– No, gracias.

– Como quiera.

Rüger abrió una carpeta marrón. Sacó unas cuantas hojas escritas a máquina y un cuaderno de notas. Presionó varias veces un bolígrafo mientras se apoyaba en la mesa con los codos.

– Asunto complicado, ya lo he dicho. Quiero dejárselo claro desde el principio.

Mitter esperó.

– Es mucho lo que habla en su contra. Por eso es importante que sea usted sincero conmigo. Si no hay una confianza total entre nosotros, no podré defenderle con el mismo éxito que… bueno, ¿me comprende?

– Sí.

– Parto también de la base de que usted no dejará de aportar puntos de vista…

– ¿Puntos de vista?

– Acerca de cómo debemos actuar. Como es natural, el que prepara la estrategia soy yo, pero de quien se trata es de usted. Usted es una persona inteligente, según parece.

– Entiendo.

– Bien. ¿Quiere usted contar lo ocurrido o prefiere que le haga preguntas?

Mitter apagó el cigarrillo en el lavabo y se sentó junto a la mesa. La nicotina le había provocado un instante de vértigo y de repente no sintió más que un gran hastío.

Hastío de la vida. De aquel abogado encorvado, de aquella celda increíblemente fea, del mal sabor de su boca y de todas las preguntas y respuestas infranqueables que tenía delante.

Un hastío espantoso.

– Ya lo he repasado todo con la policía. Durante cuarenta y ocho horas no he hecho otra cosa.

– Lo sé, pero no tengo más remedio que pedírselo. Forma parte de las reglas de juego, debe comprenderlo.

Mitter se encogió de hombros. Sacó otro cigarrillo del paquete.

– Creo que lo mejor es que usted haga preguntas.

El abogado se inclinó hacia atrás. Ladeó la silla y colocó bien el cuaderno de notas en las rodillas.

– Casi todos usan grabadora pero yo prefiero escribir -explicó-. Me parece menos pesado para el cliente…

Mitter asintió.

– Además, puedo pedir las cintas a la policía, si fuera necesario. Bien, antes de entrar en las circunstancias, tengo que hacer la pregunta obligatoria. Probablemente será usted acusado del asesinato, o bien del homicidio, de su esposa Eva Maria Ringmar. ¿Cómo piensa responder usted? ¿Culpable o no culpable?

– No culpable.

– Bien. Sobre este punto no puede haber ninguna duda. Ni por su parte ni por la mía.

El abogado hizo una pequeña pausa mientras daba vueltas al bolígrafo entre los dedos.

– ¿Hay alguna duda?

Mitter suspiró.

– Le ruego que conteste mi pregunta. ¿Está usted completamente seguro de que no mató a su esposa?

Mitter esperó unos segundos antes de contestar. Intentó captar la mirada del abogado para adivinar lo que él creía en realidad, pero fue inútil. La cara de Rüger era insondable como una patata.

– No, naturalmente no estoy seguro. Lo sabe usted muy bien. El abogado anotó algo.

– Señor Mitter, haga caso omiso de que yo haya leído las actas de sus interrogatorios, por favor. Debe intentar convencerse de que ahora lo cuenta usted todo por primera vez… ¡póngase en esa situación!

– No me acuerdo.

– Ya, ya me he dado cuenta de que no recuerda usted lo que ocurrió, precisamente por eso tenemos que ser muy minuciosos al revisarlo todo de nuevo. Su recuerdo no se despertará si usted no intenta regresar a aquella noche… sin prejuicio alguno. ¿No está de acuerdo?

– Pero ¿qué cree usted que hago? ¿A qué cree que dedico mis pensamientos aquí metido?

Empezaba a tomar forma una cierta ira. El abogado evitó su mirada y anotó algo en el cuaderno.

– ¿Qué es lo que escribe?

– Lo siento.

Movió la cabeza denegando. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó ruidosamente.

– Qué tiempo más malo.

Mitter asintió.

– Yo sólo pretendo que usted comprenda -siguió el abogado- en qué situación tan difícil se encuentra. Sostiene que es inocente, pero no recuerda… es una base bastante frágil sobre la que construir una defensa, seguro que se da cuenta.

– Es el fiscal quien debe demostrar que soy culpable. No es cosa mía demostrar lo contrario, ¿no es así?

– Por supuesto. Eso dice la ley, pero…

– ¿Pero?

– Si usted no recuerda, pues no recuerda. Puede ser bastante difícil convencer a un jurado… En cualquier caso, ¿quiere prometerme que me informará en cuanto surja algo?

– Desde luego.

– ¿Sea lo que sea?

– Claro que sí.

– Sigamos. ¿Cuánto hace que conocía a Eva Ringmar?

– Dos años… apenas dos años… desde que empezó a trabajar en mi instituto.

– ¿Qué enseña usted?

– Historia y filosofía. Sobre todo historia, la mayoría de los alumnos elige otra cosa en lugar de filosofía.

– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja usted allí?

– Veinte años, más o menos… sí, diecinueve.

– ¿Y su esposa?

– Lenguas modernas… desde hace dos años, como he dicho.

– ¿Cuándo empezó su relación?

– Hace seis meses. Nos casamos este verano, a principios de julio…

– ¿Estaba embarazada?

– No. ¿Por qué…?

– ¿Tiene usted hijos, señor Mitter?

– Sí. Un chico y una chica.

– ¿Cuántos años tienen?

– Veinte y dieciséis. Viven con su madre en Chadów…

– ¿Cuándo se separó de su anterior esposa?

– En 1980. Jürg vivió conmigo hasta que empezó en la universidad. No entiendo qué importancia puede tener esto…

– Sus antecedentes. Tengo que saber algo de sus antecedentes. Un abogado tiene que reconstruir un puzzle, supongo que me dará la razón. ¿Qué relación tiene usted con su ex esposa?

– Ninguna.

Se hizo una pausa. El abogado volvió a sonarse. Era evidente que estaba descontento con algo, pero Mitter no tenía ningunas ganas de echarle un cable… Irene no tenía nada que ver con aquello. Jürg e Inga tampoco, él agradecía que los tres hubieran tenido el acierto de no mezclarse. Habían dado señales de vida, claro, pero sólo el primer día, luego no habían llamado más. Es verdad que había llegado una carta de Inga esa misma mañana, pero no más de dos o tres líneas. Una muestra de solidaridad.

Estamos a tu lado. Inga y Jürg.

Se preguntó si también Irene. ¿Estaba ella a su lado? Tal vez no importara.


– ¿Cómo era su relación?

– ¿Perdón?

– Su matrimonio con Eva Ringmar. ¿Cómo era?

– Como son los matrimonios.

– ¿Qué quiere decir eso?

– …

– ¿Tenían buena relación o se peleaban?

– …

– Sólo habían estado casados tres meses, en todo caso.

– Sí, así es.

– Y entonces aparece su mujer muerta en la bañera. ¿No se da cuenta de que tenemos que encontrar una explicación?

– Claro que me doy cuenta.

– ¿Se da usted también cuenta de que no vale mentir en este punto? Su silencio se interpretará como que está ocultando algo. Se volverá contra usted.

– Lo supongo.

– ¿Amaba usted a su esposa?

– Sí…

– ¿Reñían?

– Muy pocas veces…

Rüger anotó.

– El fiscal sostendrá que la mataron. Se basa en médicos y técnicos… nosotros no podremos demostrar que murió de muerte natural. La cuestión es si pudo haberse matado ella misma.

– Sí, supongo que sí.

– ¿Qué es lo que supone?

– Que depende de eso… de si pudo haberlo hecho ella misma.

– Tal vez. Aquella noche… ¿bebieron ustedes mucho?

– Bastante.

– Eso ¿qué significa?

– No lo sé con seguridad…

– ¿Cuánto suele usted tener que beber para perder la memoria, señor Mitter?

Ahora estaba claramente irritado. Mitter apartó la silla. Se levantó y se alejó hasta la puerta. Metió las manos en los bolsillos y contempló la espalda encorvada del abogado. Esperó, pero el abogado permaneció inmóvil.

– No lo sé -dijo finalmente Mitter-. He intentado hacer un cálculo… con las botellas vacías y eso… probablemente seis o siete botellas.

– ¿De vino?

– Sí, de vino tinto… ninguna otra cosa.

– ¿Seis o siete botellas para dos personas? Estuvieron solos toda la noche.

– Sí, por lo que recuerdo, sí.

– ¿Tiene usted problemas con la bebida, señor Mitter?

– No.

– ¿Le sorprendería que otra persona tuviera una opinión diferente?

– Sí…

– ¿Y su esposa?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿No es cierto que estuvo ingresada -se inclinó para ojear sus papeles-… estuvo ingresada por problemas con el alcohol en la clínica de Rejmershus? Tengo aquí una nota…

– ¿Por qué pregunta, entonces? Eso fue hace seis años. Había perdido un hijo y su matrimonio…

– Ya sé, ya sé. Disculpe, señor Mitter, pero tengo que hacerle estas preguntas por desagradables que parezcan. Esto será mucho peor durante el juicio, se lo puedo asegurar, es preferible que vaya acostumbrándose.

– Gracias, ya estoy acostumbrado.

– ¿Podemos seguir?

– Naturalmente.

– ¿Cuál es su último recuerdo claro de aquella noche? Por el que pueda poner la mano en el fuego sin dudarlo.

– Es el guiso aquel… era un guiso mexicano. Ya se lo he contado a la policía…

– ¡Hágalo otra vez!

– Estábamos cenando un guiso mexicano… en la cocina.

– ¿Sí…?

– Empezamos a hacer el amor…

– ¿Le ha contado eso a la policía?

– Sí.

– ¡Siga!

– ¿Qué quiere que cuente? ¿Los detalles?

– Todo lo que recuerde.

Mitter regresó a la mesa. Encendió un pitillo y se inclinó un poco hacia el abogado. A ver cuánto aguantaba aquel abogado contrahecho, esclavo del bolígrafo…

– Eva llevaba un kimono… debajo, nada. Mientras comíamos empecé a acariciarla… también bebimos, claro, y ella me desnudó… por lo menos en parte. Por fin la levanté y la senté en la mesa…

Hizo una pausa breve. El abogado había dejado de anotar.

– … la puse en la mesa, le quité el kimono y luego la penetré. Me parece que gritó… no porque le hiciera daño sino de gusto, claro, ella solía hacerlo… mientras hacíamos el amor, me parece que estuvimos bastante rato, seguimos comiendo y bebiendo… sé que le eché vino en el coño y que lo chupé…

– ¿Vino en el coño?

Al abogado se le anuló la voz de repente.

– Sí. ¿Hay algo más que quiera usted saber?

– ¿Es eso lo último que recuerda?

– Creo que sí.

El abogado carraspeó. Sacó de nuevo el pañuelo y se sonó.

– ¿Qué hora cree que sería?

– No tengo ni idea.

– ¿Ni siquiera una aproximación?

– Pues no. Cualquier hora entre las nueve y las dos… No miré el reloj para nada.

– Entiendo. Por qué iba a hacerlo.

El abogado empezó a recoger sus papeles.

– Voy a pedirle que no sea demasiado explícito… en la descripción del acto, si es que saliera a colación en el juicio. Me parece que podría malinterpretarse.

– Seguramente.

– Por cierto, no había huellas de esperma… bueno, ya sabe que se hacen investigaciones bastante minuciosas…

– Sí, me lo dijo el comisario… será que no llegué a eyacular. Es uno de los efectos del vino… o de los méritos, según cómo se mire. ¿No le parece?

– ¿De veras? ¿Sabe usted que se ha fijado la hora?

– ¿Qué hora?

– La hora de la muerte. No exactamente, claro está, casi nunca se puede… pero en algún momento entre las cuatro y las cinco y media…

– Yo subí a las ocho y veinte.

– Lo sabemos.

El abogado se puso de pie. Se arregló la corbata y se abrochó la americana.

– Creo que ya basta por hoy. Muchas gracias. Volveré mañana con más preguntas. Espero que sea usted comprensivo.

– ¿Es que no he sido comprensivo hoy?

– Sí, sí, mucho.

– ¿Puedo quedarme los cigarrillos?

– Desde luego. ¿Puedo hacerle una última pregunta que quizá sea un poco… incómoda?

– Naturalmente.

– Me parece que es importante. Quiero que sea cuidadoso con la respuesta…

– Bueno.

– Si no quiere usted decir nada, lo comprenderé, pero creo que es bueno que sea sincero consigo mismo. Así que ¿tiene usted alguna sensación de querer recordar verdaderamente lo que ocurrió… o prefiere dejarlo estar?

Mitter no contestó. El abogado no le miró.

– Yo estoy de su parte. Espero que lo entienda.

Mitter asintió con la cabeza. El abogado llamó al timbre y a los pocos segundos apareció el vigilante para dejarle salir. Rüger se detuvo en el vano. Pareció dudar.

– Mi hijo me encargó que le saludase. Edwin… Edwin Rüger. Usted le dio clase de historia hace diez años, no sé si le recordará… él le tenía aprecio en todo caso. Era usted un profesor interesante.

– ¿Interesante?

– Sí, ésa fue la palabra que empleó.

Mitter volvió a asentir.

– Sí que le recuerdo. Saludos y gracias.

Se estrecharon la mano y se quedó solo.

3

Un insecto subía por su desnudo brazo derecho. Un bicho obstinado de no más de un par de milímetros; lo miró y se preguntó adónde iría.

Hacia la luz, tal vez. Había dejado la lámpara encendida aunque era plena noche. Por alguna razón le resultaba difícil soportar la oscuridad. No era normal en él; la oscuridad nunca había representado peligro, ni siquiera cuando era un niño… podía recordar varias ocasiones en las que había logrado mayor aprecio del que merecía por su valentía y coraje sólo porque no tenía miedo de la oscuridad. Sobre todo por parte de Mankel y de Li.

Mankel ya había muerto. De lo que había sido de Li no tenía ni idea… era raro que aparecieran ahora; seguro que no les había dedicado ni un pensamiento durante años. Había tantas otras cosas que debían aparecer en lugar de eso… pero ¿quién es capaz de gobernar los arbitrarios mecanismos del recuerdo?

Miró el reloj. Las tres y media. La hora de los lobos. ¿Había soñado algo?

En todo caso había dormido con inquietud. ¿A lo mejor había habido algo en sueños mientras dormía? Los últimos días había ido convenciéndose cada vez más de que todo le llegaría en sueños. Mientras estaba despierto no pasaba nada; al cabo de una semana, aquella noche estaba tan en blanco como la primera mañana… un fallido baño de revelado en el que nada, ni el más mínimo perfil, quería aparecer en el papel… como si él, en realidad, ni siquiera lo hubiera vivido, como si no hubiera pasado absolutamente nada después del salvaje acto amoroso al que se habían entregado. Las últimas imágenes eran nítidas… Las nalgas de Eva que se abrían y se cerraban en torno a su miembro, su espalda absurdamente curvada en el momento del éxtasis, el balanceo de sus pechos y sus uñas clavadas en su piel… Había más de lo que le había contado a Rüger, pero no tenía importancia… Después del abrazo en la cocina, todo estaba vacío. Brillante como un espejo. Como hielo reciente sobre aguas oscuras.

¿Se había dormido, sencillamente? ¿Desmayado? En todo caso estaba desnudo encima de la cama cuando se despertó por la mañana.

¿Qué cojones era lo que había pasado?

¿Eva? Varias veces había oído su voz en sueños, estaba seguro de ello, pero jamás las palabras. Nunca el mensaje, sólo la voz… oscura, burlona, seductora… a él siempre le había gustado su voz.

El piso estaba relativamente limpio y arreglado. A excepción de los restos de la cena en la cocina y las ropas por el suelo, no había señales de nada improcedente. Un par de ceniceros llenos de colillas, vasos a medio beber, la botella en el vestíbulo… él había quitado de en medio lo poco que había antes de que llegara la policía.

Las mismas preguntas. Una vez y otra. De nuevo y de nuevo. Reflejándose a sí mismas en el vidrio del espejo. Rebotando como un puñado de gravilla sobre el hielo. Y no pasaba nada. Nada.

Y si al fin se le apareciera todo en el sueño, ¿cómo podía estar seguro de retenerlo? ¿De no perderlo como hacía siempre?

Los períodos de sueño eran más irregulares que nunca. Nunca más de una hora, con frecuencia sólo quince o veinte minutos.

El último cigarrillo de Rüger había caído hacia las dos… hubiera pagado una fortuna por dar una calada ahora; tenía un picor en el cuerpo del que no podía librarse, una especie de picazón tan profundamente enterrada en la piel que era inaccesible…

Y el hastío.

Un hastío que iba y venía y que a lo mejor resultaba ser una bendición puesto que mantenía alejadas cosas que podían ser peores.

¿Qué era lo que había insinuado Rüger?

¿Quería él verdaderamente saber? ¿Lo quería…?

Sintió una ligera punzada en el hombro. El insecto le había picado. Dudó un instante antes de cogerlo entre el pulgar y el índice y aplastarlo.

Cuando se lo tragó sintió a lo sumo que era como una miga de pan.

Se volvió hacia la pared. Permaneció allí con la cara pegada al cemento, a la escucha de ruidos. Lo único que podía oír era el monótono soplo del sistema de ventilación.

Explotará, pensó. Es cuestión de tiempo.

Cuando llegó el carro del desayuno poco después de las siete, seguía acostado en la misma postura. Sin embargo, no había pegado ojo.

4

El resfriado de Rüger no había mejorado nada.

– Debería tomarme un coñac y meterme en la cama, pero tengo que hablar un poco con usted antes. ¿Ha dormido bien?

Mitter dijo que no con la cabeza.

– ¿No ha dormido nada?

– No mucho.

– Ya. Se le nota. ¿No le han dado pastillas? ¿Algún tranquilizante?

– No.

– Yo me ocuparé de ello. No podemos dejar que le hundan. ¿No creerá usted que esta larga espera antes del juicio es una casualidad?

Hizo una pausa para sonarse.

– Ah, sí. El tabaco.

Puso un paquete de cigarrillos en la mesa. Mitter rasgó el papel de celofán y notó que no controlaba bien sus manos. La primera chupada le cegó los ojos.

– Van Veeteren volverá a interrogarle esta tarde. Yo quisiera estar presente, pero no puede ser. Le ruego que diga lo menos posible… ¿sabe usted que tiene derecho a guardar silencio todo el tiempo?

– Tenía la impresión de que me lo desaconsejaba.

– En el juicio, sí. Pero no ante la policía. Usted calle y deje que pregunten. O diga solamente que no se acuerda. ¿Comprende?

Mitter asintió. Empezaba a sentir cierta confianza en Rüger, sin querer o queriendo. Se preguntó si se debería a la falta de sueño o al agravado catarro del abogado.

– Lo más estúpido que puede hacer es suponer cosas, adivinar y especular para luego verse obligado a desdecirse. Cada palabra que diga durante los interrogatorios podrá usarse contra usted durante el proceso. Si usted por ejemplo le dice al comisario que meta las narices donde le quepan, puede estar completamente seguro de que se lo contará al jurado… como prueba de su mal carácter. ¿Le apetece una taza de café?

Mitter negó con la cabeza.

– Bueno. Quiero hablar con usted de la mañana.

– ¿La mañana?

– Sí, cuando usted la encontró… hay algunos puntos oscuros…

– ¿Cuáles?

– Sus… actividades después de llamar a la policía.

– Usted dirá.

– Limpió usted el piso mientras su esposa estaba en la bañera.

– No hice más que recoger algunas cosas.

– ¿No le parece que es algo raro?

– No.

– ¿Qué es lo que hizo exactamente?

– Quité unos vasos, vacié un cenicero, recogí nuestras ropas…

– ¿Por qué?

– Pues… no sé… supongo que, en cierto modo, estaba bajo los efectos de un shock. En todo caso no quería volver al cuarto de baño.

– ¿Cuánto tardó en llegar la policía?

– Un cuarto de hora… veinte minutos tal vez…

– Sí, coincide bastante bien. Su denuncia se registró a las 08:27 y, según el informe, estaban allí a las 08:46. Diecinueve minutos… ¿qué hizo usted con la ropa?

– La metí en la lavadora.

– ¿Toda?

– Sí, no era mucha.

– ¿Dónde tienen la lavadora?

– En la cocina.

– ¿Y usted lo metió todo en ella?

– Sí.

– ¿Y la puso en marcha?

– Sí.

– ¿Suele usted ocuparse de lavar la ropa?

– He vivido solo diez años.

– Sí, bueno, pero ¿la clasifica también? ¿Era toda la ropa de la misma clase verdaderamente? Habría diferentes colores y materiales y cosas así, supongo yo.

– Pues no, la verdad es que todo era ropa oscura.

– ¿Lavado de color?

– Sí.

– ¿A qué temperatura?

– A cuarenta grados. Algunas prendas podían ponerse a sesenta, pero en general no tiene mayor importancia…

Se hizo una pausa. Rüger se sonó. Mitter encendió otro pitillo. El tercero. El abogado se echó hacia atrás y miró al techo.

– ¿No se da usted cuenta de lo jodidamente raro que es todo esto?

– ¿Qué es lo raro?

– Que ponga usted en marcha la lavadora justo después de haber encontrado a su esposa muerta en el cuarto de baño.

– No sé… tal vez…

– ¿O es que puso usted la lavadora antes de telefonear a la policía?

– No, telefoneé inmediatamente.

– ¿Inmediatamente?

– No… me tomé un par de pastillas antes. Tenía un dolor de cabeza horroroso…

– ¿Qué más cosas hizo mientras esperaba a la policía…? Vació ceniceros, enjuagó vasos, lavó ropa…

– Tiré comida a la basura… arreglé un poco la cocina…

– ¿No regó usted las plantas?

– No.

– ¿Ni limpió los cristales?

Mitter cerró los ojos. La confianza inicial ya estaba a punto de agotarse, se veía claramente. A lo mejor fueron sólo los cigarrillos los que sentaron la base de la confianza. El que fumaba en ese momento no sabía nada bien. Lo estrujó con irritación.

– ¿Se ha encontrado usted a su esposa muerta en la bañera alguna vez, señor Rüger? Si no y a pesar de ello, tal vez pueda usted decirme cómo hay que comportarse mientras se espera a la policía, podría ser interesante saber…

Rüger había vuelto a sacar el pañuelo, pero se interrumpió.

– Pero ¿es que no se da cuenta, hombre?

– ¿De qué?

– De que se comporta como un sospechoso acojonante. ¡Tiene usted que entender de una puta vez cómo va a interpretarse eso… fregar vasos, lavar ropa! ¡Si eso no es borrar huellas, que venga Dios y lo vea!

– Usted presupone que yo la maté, lo noto.

Rüger se sonó.

– Yo no presupongo nada. Y menos mal que su conducta es tan estúpida que, probablemente, va a reportarle más ventajas que inconvenientes.

– ¿Qué quiere decir?

– Usted ahoga a su mujer en la bañera. Logra cerrar la puerta desde fuera, se desnuda y se acuesta y se olvida de todo. Por la mañana se despierta, entra en el cuarto de baño rompiendo la cerradura y la encuentra… se toma un par de tabletas contra el dolor de cabeza, telefonea a la policía y empieza a lavar ropa…

Mitter se puso de pie y fue hasta la cama. Un cansancio repentino se había apoderado de él, de pronto su deseo más intenso era que el abogado desapareciera y que le dejara en paz.

– Yo no la maté.

Se estiró en la cama.

– No, usted en todo caso no lo cree. ¿Sabe usted que no me parece imposible que le hagan someterse a un reconocimiento psiquiátrico? ¿Cómo se lo tomaría usted?

– ¿Quiere decir que no pueden obligarme?

– No si no hay razones suficientes.

– ¿No las hay, pues?

El abogado se había levantado y estaba poniéndose el abrigo.

– Difícil de decir… difícil de decir. ¿Qué piensa usted?

– No tengo ni idea.

Cerró los ojos y se encogió contra la pared. De lejos oyó que el abogado decía algunas cosas más, pero el cansancio se había convertido en un vertiginoso y profundo abismo en el que se dejó caer sin resistencia.

5

El comisario Van Veeteren no estaba resfriado.

Tenía en cambio cierta tendencia a coger depresiones cuando hacía mal tiempo y, como llevaba lloviendo casi sin interrupción diez días, la melancolía había tenido mucho tiempo para echar raíces en él.

Cerró la puerta y puso en marcha el coche. Puso el magnetófono.

El concierto para mandolina de Vivaldi. Como de costumbre, algo fallaba en uno de los altavoces. El sonido se iba a veces.

No era sólo la lluvia. Había otras cosas también.

Su mujer, por ejemplo. Por cuarta o quinta vez -no estaba seguro del número exacto- estaba camino de volver con él. Hacía ocho meses que se habían separado de forma irrevocable, por última vez, y ahora ella empezaba a telefonear de nuevo.

Todavía no había entrado en materia, pero él se daba cuenta de por dónde iban las cosas. Seguro que para Navidad tendría que contar con compartir hogar y colchón.

De nuevo.

Lo único que podría impedirlo sería que él dijera «no, gracias», pero claro que tampoco esta vez había nada que permitiese deducir tal cosa.


Salió a la autovía de Kloisterlaan y sacó un palillo del bolsillo del pecho. La lluvia caía incansablemente y el cristal delantero se empañó. Como siempre. Lo secó con la manga del abrigo y por un instante la visibilidad fue nula.

Voy a matarme, pensó de repente, pero no pasó nada. Tiró mecánicamente de las palancas de la ventilación y puso el regulador. La corriente de aire caliente en los pies se intensificó.

Debería tener un coche más cómodo, se le ocurrió pensar.

No era una idea nueva.


Bismarck estaba enferma, además.

Desde que su hija Jess había cumplido doce años había cargado con la pesada newfoundland, pero ahora la perra no hacía más que estar tumbada delante de la nevera vomitando algo amarillento y maloliente que él tenía que ir a casa a limpiar varias veces al día.

La perra, pues. No la hija.

Jess estaba, era de esperar, mucho mejor. Tenía veinticuatro años, o tal vez veintitrés; vivía lejos, en Borges, con nuevos perros, un marido que arreglaba dientes y unos hijos gemelos que estaban aprendiendo a andar y a decir palabrotas en otro idioma. Los había visto a principios de las vacaciones y no pensaba tener que caerles encima otra vez antes de Año Nuevo.

Tenía también un hijo. Erich.

Bastante más cerca, por cierto. En la cárcel de Linden, para ser precisos, donde cumplía una condena de dos años por contrabando de drogas. En lugar seguro. Si Van Veeteren quería, podía visitarle todos los días… no tenía más que sentarse en el coche y conducir veinte kilómetros siguiendo los canales, mostrar el carnet de identidad al vigilante y entrar. Erich estaba allí; no tenía posibilidad ninguna de escaparse de él, y con sólo llevarle unos cigarrillos y unos periódicos, tampoco solía rechazarle demasiado.

Aunque a veces le resultaba difícil encontrar sentido a estar allí sentado contemplando al delincuente de su hijo.


Bajó la ventanilla para respirar un poco. Una nube de gotas le cayó sobre el muslo.

¿Qué más?

El pie derecho, claro.

Se lo había torcido durante el partido de bádminton del día anterior contra Münster. Iban 6-15, 3-15 y tuvieron que dejarlo por lesión cuando estaban 0-6 en el tercer juego… claro que eran cifras que hablaban por sí solas. Esta mañana le había costado bastante ponerse el zapato y, cada paso que daba, le dolía. La vida, desde luego, era una gozada.

Dobló con cuidado los dedos del pie y se preguntó vagamente si no debería haber ido a que le hicieran radiografías, pero era un falso pensamiento, lo sabía. No tenía más que acordarse de su padre, un estoico que se había negado a ir al hospital con una pulmonía doble, porque le parecía que eso era cosa de mujeres.

Murió dos días más tarde, en su cama, con la orgullosa certeza de no haberle costado un céntimo al seguro de enfermedad y de no haber permitido que una gota de medicina llegara a sus labios.

Llegó a los cincuenta y dos años.

No llegó al día en que el hijo cumplió dieciocho años.


Y ahora ese profesor de instituto.

De mala gana dirigió sus pensamientos al trabajo. En realidad, el caso no carecía de interés. Al contrario. Si no fuera por todo lo demás y por la maldita lluvia, podía incluso reconocer que había un grano de emoción en él.

Y es que no estaba seguro.

Nueve veces de diez lo estaba. Incluso más, para ser sinceros. Van Veeteren sabía si tenía delante o no al autor de los hechos por lo menos diecinueve veces de veinte.

No había por qué avergonzarse de ello. Siempre había allí una infinidad de pequeñísimos signos que señalaban una dirección u otra… y con los años había aprendido a interpretar esos signos. No era que los comprendiera uno por uno, pero daba igual. Lo importante era que veía la imagen. Entendía el dibujo.

No había dificultades, en realidad no tenía que esforzarse.

Encontrar luego pruebas, construir algo que pudiera sostenerse durante un proceso, eso era otra cosa. Pero el conocimiento, el saber, no le fallaba nunca.

Lo quisiera o no. Él interpretaba las señales que el sospechoso emitía; las leía como si estuvieran en un libro, como un músico capaz de percibir una melodía a través de un hormigueo de notas, como un profesor de matemáticas que corrige un cálculo erróneo. No era nada especial, pero era, naturalmente, un arte. Nada que se aprendiera sin más ni más, ni nada que pudiera enseñarse; era un talento, simplemente, que había conseguido después de muchos y largos años en el cuerpo.

Claro que era un don, coño, y no se había hecho merecedor de él en absoluto.

Ni siquiera sabía agradecerlo.

Sabía muy bien que era el que mejor dirigía los interrogatorios en todo el distrito, quizás en todo el país, pero hubiera renunciado con gusto a ello si le fuera concedido dar una paliza memorable a Münster al bádminton.

Una sola vez, al menos.

Y claro que le habían ascendido a comisario gracias a ese talento, a pesar de que había otros que tenían mucho más interés por el puesto que dejó el viejo Mort cuando se jubiló.

Y claro que era por eso por lo que el jefe de policía rompía una vez tras otra todas las renuncias y las tiraba a la papelera.

Van Veeteren tenía que permanecer en su puesto.

Poco a poco había ido conformándose con su destino. Tal vez fuera lo mejor; al correr de los años se le iba haciendo más difícil imaginarse cualquier otro oficio que no se hiciera inmediatamente imposible.

¿Por qué ser un jardinero o un conductor de autobús deprimido cuando se puede ser un comisario de policía deprimido, como dijo Reinhart en alguno de sus momentos más luminosos?


Pero ¿cómo era aquello?

En diecinueve casos de veinte estaba seguro.

En el caso número veinte tenía dudas.

¿En el caso veintiuno?

Una vieja cantinela surgió en su cabeza.

Diecinueve jovencitas…

Tamborileó con los dedos en el volante tratando de rescatar la continuación de las tinieblas de la memoria.

… ¿puso el teniente a sus pies?

Parecía un disparate, pero daba lo mismo. ¿Y luego?

Diecinueve jovencitas puso el teniente a sus pies.

La número veinte le dio…

¿Calabazas?, pensó Van Veeteren. ¿Esperanzas? No, no era probable.

La número veinte le dio calabazas.

¡La número veintiuno le quitó la vida!

¡Qué chorrada! Escupió el palillo y torció delante de la Policía. Como de costumbre tuvo que hacerse fuerte antes de apearse del coche; éste era sin duda uno de los tres edificios más feos de la ciudad.

Los otros dos eran el instituto Bunge, donde él había hecho la reválida en su tiempo y donde trabajaba el Mitter ese, y Klagenburg 4, el cuartelario edificio de viviendas donde Van Veeteren vivía desde hacía seis años.

Abrió la portezuela y buscó un paraguas en la parte de atrás, pero entonces se acordó de que lo había puesto a secar en el rellano de la escalera de su piso.

6

– Buenas tardes.

La puerta se cerró tras el comisario. Mitter miró hacia otro lado. Excepción hecha de su ex suegro y del profesor de física y química, Jean-Christophe Colmar, Van Veeteren era seguramente la persona más antipática que se había tropezado en su vida.

Cuando se hubo sentado a la mesa mordisqueando su sempiterno palillo, a Mitter se le ocurrió que daba igual confesarlo todo. Sólo para librarse de él.

Sólo para que le dejaran en paz.

Probablemente no era tan sencillo. Van Veeteren no se dejaría engañar. Allí estaba sentado como si de una tormenta amenazadora y maligna se tratara con su pesado torso inclinado sobre el magnetófono. Tenía la cara surcada por pequeñas venas azules reventadas y su gesto era tan expresivo como el de un sabueso petrificado. Lo único que se movía era el escarbadientes que pasaba lentamente de una comisura de la boca a la otra. Era capaz de hablar sin mover los labios, leer sin cambiar la mirada, bostezar sin abrir la boca… era mucho más una momia que una persona de carne y hueso.

Y sin duda alguna, un policía muy eficaz.

No parecía improbable que el comisario se enterase de lo que pasaba con la posible culpabilidad de Mitter mucho antes de que él mismo supiera nada.

El volumen de voz de Van Veeteren se modulaba entre dos cuartos de tono justo por debajo del do menor. El más alto marcaba pregunta, duda o burla. El más bajo constataba.

– No ha recordado usted nada nuevo -constató-. ¿Quiere hacer el favor de apagar ese cigarrillo? No he venido a que me envenenen.

Puso en marcha el magnetófono. Mitter apagó el cigarrillo en el lavabo. Volvió a la cama y se tumbó de espaldas.

– Mi abogado me ha desaconsejado que conteste a sus preguntas.

– ¿De veras? Haga lo que quiera, de todas maneras le descubriré. Seis horas o veinte minutos, a mí me da igual… dispongo de tiempo.

Se calló. Mitter prestó atención al sistema de ventilación y esperó. El comisario permaneció inmóvil.

– ¿Echa de menos a su esposa? -dijo al cabo de unos minutos.

– Naturalmente.

– No le creo.

– Eso a mí me da igual.

– Vuelve usted a mentir. Si le da igual lo que yo pienso, ¿por qué andar con esas mentiras estúpidas? ¡Trate de ser un poco inteligente, hombre!

Mitter no contestó. El comisario volvió al tono bajo.

– Usted sabe que tengo razón. Quiere meterme en la cabeza que echa de menos a su esposa. Pero no la echa de menos y usted sabe que yo lo sé. Si dice las cosas como son, al menos no tendrá que avergonzarse ante sí mismo.

No era una crítica. Sólo una constatación de los hechos. Mitter guardó silencio. Miró al techo. Cerró los ojos. Quizá fuera mejor seguir consecuentemente el consejo del abogado. Si no decía ni una palabra y evitaba todo contacto visual, malo sería que…


Bajo los cerrados párpados, se hizo evidente otra cosa.

Surgió otra cosa que le puso contra la pared. Siempre era algo.

¿No tenía Van Veeteren razón después de todo?

La pregunta se le quedó grabada.

¿No la echa usted de menos?

Ciertamente, si él supiera. Se le había metido dentro de su vida.

Había echado abajo una puerta abierta, lanzándose como una princesa oscura, y se había apoderado de él violentamente. Y hasta qué punto.

Se había apoderado de él, le había tenido… y había desaparecido.

¿Era eso lo que parecía?

Sí que podía contarse de ese modo y, si empezaba a poner palabras y nombres a las cosas, no habría punto de retorno… en el capítulo catorce de su vida apareció Eva Ringmar. Entre las páginas 275 y 300, aproximadamente, interpretaba el papel protagonista dejando a oscuras todo lo demás; diosa del amor… la pasión absoluta… y desapareció luego, aún viviría una especie de vida entre líneas, pero pronto quedaría en el olvido. Había sido todo tan intenso que estaba condenado a terminar. ¿Un episodio que añadir a la documentación? ¿Un soneto? ¿Un fuego fatuo?

Terminado. Muerto, pero no llorado.

Final del panegírico. Del paréntesis.

El comisario arrastró la silla. Él se sobresaltó. Seguro que era… seguro que tenía que ser la parálisis, el estado de shock, lo que llevaba sus pensamientos por esos derroteros. Que lo desgarraban todo, que le hacían imposible entender lo que había ocurrido. ¿Lo que le había ocurrido a él…?


– ¿No tengo razón?

El comisario escupió el escarbadientes y se sacó otro del bolsillo del pecho.

– Sí, claro. Me cansé de ella y la ahogué en la bañera. ¿Por qué iba a echarla de menos?

– Bien. Exactamente lo que yo pensaba. Vamos a pasar a otra cosa. Tenía un cuerpo muy bonito, ¿no?

– ¿Por qué pregunta eso?

– Yo pregunto lo que me parece. ¿Era fuerte?

– ¿Fuerte?

– ¿Era fuerte? ¿Le resulta más fácil si repito cada pregunta varias veces?

– ¿Por qué quiere saber si era fuerte?

– Para poder desechar la posibilidad de que la ahogara un niño o un minusválido.

– No era especialmente fuerte.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Solían pegarse?

– Sólo cuando nos aburríamos.

– ¿Tiene usted facilidad para recurrir a la violencia, señor Mitter?

– No, no tiene que preocuparse.

– ¿Puede darme seis candidatos?

– ¿Qué?

– Seis candidatos que puedan haberla matado, si no fue usted quien lo hizo.

– Ya he propuesto a muchas personas…

– Quiero saber si recuerda cuáles ha mencionado.

– No entiendo por qué.

– No importa. No me hago muchas ilusiones acerca de su entendimiento.

– Gracias.

– De nada. Voy a explicarle… diga si voy muy deprisa. De cada diez casos, en siete es el marido el que mata a su mujer. En dos de diez es alguien del círculo de conocidos.

– ¿En el décimo?

– Es alguien ajeno… un loco o un asesino sexual.

– ¿No considera locos a los asesinos sexuales?

– No necesariamente. ¿Y bien?

– ¿Nuestros enemigos pues?

– O los de ella.

– No teníamos muchas relaciones… ya he hablado de esto…

– Lo sé. Dejaron de ver a la mayoría de sus amigos cuando empezaron su relación… ¿no? ¡Deme seis nombres y tendrá usted un cigarrillo! Así hacen ustedes en la escuela…

– Marcus Greijer.

– ¿Su ex cuñado?

– Sí.

– Al que usted no puede ver. Siga.

– Joanna Kemp y Gert Weiss.

– Colegas. ¿Lenguas y ciencias sociales?

– Klaus Bendiksen.

– ¿Qué es?

– Amigo. Andreas Berger.

– ¿Y ése?

– Su ex marido. ¿Otro?

El comisario afirmó con la cabeza.

– Uwe Borgmann.

– ¿Su vecino?

– Sí.

– Greijer, Kemp, Weiss… Bendiksen, Berger y… Borgmann. Cinco hombres y una mujer. ¿Por qué ellos precisamente?

– No sé.

– Anteayer me dio usted una lista de -sacó un papel y contó con rapidez- veintiocho nombres. Andreas Berger no figura en la lista, pero los demás sí. ¿Por qué ha escogido justamente a estos seis?

– Porque usted me lo ha pedido.

Mitter encendió un cigarrillo. La ventaja del comisario ya no era tan grande, se notaba claramente… aunque a lo mejor sólo había aflojado un poco para que se delatase.

¿Delatar qué?

Van Veeteren miró airadamente el cigarrillo y apagó el magnetófono.

– Le diré las cosas como son. Hoy he recibido el informe médico definitivo y queda completamente excluida la posibilidad de que ella se haya matado. Quedan tres posibilidades: una, que usted la haya matado; dos, que lo haya hecho alguna de las personas de su lista, bien una de las seis que acaba de enumerar o alguna de las otras; tres, que haya sido víctima de un asesino desconocido.

Hizo una pequeña pausa mientras se quitó el palillo y lo miró fijamente. Al parecer aún no estaba completamente masticado porque volvió a ponérselo entre los dientes delanteros.

– Personalmente creo que fue usted quien lo hizo, pero reconozco que no estoy seguro de ello…

– Le doy las gracias.

– En cambio estoy bastante convencido de que el tribunal va a declararle culpable. Quiero que lo sepa y, en lo referente a sentencias, no me equivoco casi nunca.

Se puso de pie. Metió el magnetófono en el maletín y llamó al guardia.

– Si el abogado este se dedica a hacerle creer otra cosa es porque trata de hacer su trabajo… no se haga ilusiones. Yo ya no pienso molestarle más. Nos veremos en el juicio.

Por un instante Mitter pensó que iba a estrecharle la mano, pero hubiera sido absurdo. En lugar de ello, el comisario le volvió la espalda y, aunque pasaron dos minutos hasta que apareció el guardia, permaneció de pie inmóvil con la mirada fija en la puerta de acero.

Como si fuera en un ascensor. O como si Mitter hubiera dejado de existir en el mismo instante en que dio por terminada la conversación.

7

Elmer Suurna limpió una mancha imaginaria de la superficie de la mesa con la manga de la americana. Al mismo tiempo echó una mirada a través de la ventana y deseó que fueran las vacaciones de verano.

O al menos las de Navidad.

Sin embargo, era octubre. Suspiró. Desde que quince años atrás accediera al puesto de director del instituto Bunge, había tenido un deseo. Uno solo.

Tener la hermosa superficie de la mesa de roble rojizo, brillante y limpia.

Cuando era más joven, mientras todavía ejercía como profesor adjunto, el objetivo había sido otro: ¡Que hagan lo que hagan, no alteren mi serenidad! Fue después de verse obligado a reconocer que ese deseo se frustrase a diario y a cada rato cuando Elmer Suurna decidió apostar por la carrera hacia la dirección escolar. Convertirse en director, sencillamente.

Había costado lo suyo; algunos amigos, algunas invitaciones, algunos años; pero el mismo mes que cumplía cuarenta años, llegaba a puerto. Se aposentó tras la mesa escritorio y se dispuso a encarar un cuarto de siglo de apacible serenidad. Para el caso de que hubiera algo que hacer, cosas referentes a alumnos, déficit de presupuesto, planes de estudio que poner en marcha, siempre había un jefe de estudios al que mandar. Por su parte, él se ocupaba del roble.

Después de unos cinco años de pulirlo amorosamente, surgía de pronto esta maldita historia.

Habían pasado días. Tardes. Casi noches, pero no parecía tener fin.

Justo en ese momento tenía enfrente a un abogado acatarrado, hundido en las profundidades de la butaca de las visitas, que le recordaba a un buitre hambriento que había visto una vez en un safari veraniego en Serengeti.

A la única que yo le permitiría defender, pensó Suurna, sería a mi suegra.

– Comprenderá usted, señor Rütter…

– Rüger.

– Perdón, señor Rüger, comprenderá usted que han sido unos tiempos muy difíciles para todos nosotros, difíciles y dolorosos. Una profesora muerta, otro profesor detenido. La policía anda por aquí todos los días. Se dará usted cuenta de que nuestro instituto debe protegerse de sufrir más pruebas.

– Desde luego. No tiene por qué preocuparse…

– No es necesario seguramente que le insista en que los alumnos se han visto afectados de una manera poco favorable. Son personas jóvenes que se alteran con facilidad. Lo que tenemos que hacer ahora es juntar nuestras fuerzas y seguir adelante. Yo mismo, que tengo la máxima responsabilidad pedagógica, no puedo limitarme a contemplar…

La puerta se abrió con cuidado y una mujer con el cabello teñido de malva y gafas de color malva asomó la cabeza.

– ¿Desea que traiga el café ahora, señor director?

Su voz era suave y bien articulada.

Como si las palabras estuvieran hechas de porcelana, pensó Rüger. Se dio cuenta de que tenía que tratarse de una maestra que había desertado de la profesión.

– Sí, claro, señorita Bellevue, pase, pase.

Rüger decidió aprovechar la ocasión.

– Desde luego que entiendo su postura. Tengo un hijo que estudió aquí hace diez años.

– ¿Ah, sí? Ya me pareció…

– Rüger. Edwin Rüger. Bueno, comprendo naturalmente que ha sido una época difícil para usted, pero, no obstante, deberíamos permitir que se haga justicia. ¿No le parece, señor director?

– Está claro, señor Rüger. ¿No pensará usted ni por un momento que tengo otra intención?

Echó una mirada en dirección a la señorita Bellevue, que acababa de desaparecer por la puerta, y Rüger se preguntó si allí había un asomo de inquietud o era sólo algo que él se imaginaba.

– Ni por un momento, no… usted lo que quiere es sólo un poco de… discreción. ¿Es eso lo que quiere decir?

– Exactamente. Si me lo permite, tengo que decirle que ése no ha sido el lado fuerte de nuestras autoridades policiales. Es decir, espero que tengan otras cualidades.

Miró por encima de las gafas y trató de sonreír en un gesto vago de entendimiento. Rüger se sonó.

– ¿Usted representa pues…? -siguió diciendo el director echándose tres terrones de azúcar en el vaso de plástico.

– Sí, yo soy el abogado de Mitter. ¿Convendrá usted conmigo en que es importante para el instituto que sea inocente?

Suurna se sobresaltó.

– Naturalmente… sin la menor duda, pero…

– ¿Sí?

– No me entienda mal ahora… pero ¿usted qué piensa?

– Soy yo, me parece, quien debe hacerle esa pregunta. Hacérsela a usted.

El director removió el café. Se arregló la corbata. Miró a través de la ventana mientras cambiaba de sitio los lápices que estaban en la mesa.

– … Mitter siempre ha sido un leal colaborador, un profesor muy apreciado. Ha estado en el instituto casi tanto tiempo como yo… es una persona muy preparada y… muy independiente. Me resulta difícil pensar… realmente difícil…

– ¿Y Eva Ringmar?

Los lápices empezaron a recuperar lentamente su puesto anterior.

– No tengo una opinión muy formada de ella, desgraciadamente… Ha estado con nosotros muy poco tiempo, dos años, aproximadamente…, pero era por supuesto una pedagoga muy calificada… ¿Puedo preguntarle una cosa? ¿Qué opina Mitter?

– ¿Qué quiere decir?

El director se retorció.

– Sí, eso. ¿Qué postura tiene Mitter?

– No culpable.

– Ah, sí… claro, no en un arrebato ni nada por el estilo…

– No. Nada por el estilo.

El director asintió.

– ¿Y su misión entonces sería pues…?

– Encontrar dos o tres testigos.

– ¿Testigos? ¡Pero eso es imposible!

– Testigos de carácter, señor Suurna, personas que estén dispuestas a presentarse en el juicio y hablar en favor de Mitter… que le conocen, como persona y como colega, y que pueden dar una imagen positiva de él… y conforme a la verdad, desde luego.

– Entiendo. El hombre tras el nombre.

– Más o menos…, tal vez algún alumno también. Y de buena gana usted, señor Suurna.

– Yo no creo…

– O quien usted proponga… Si me da cuatro o cinco nombres yo puedo elegir.

– ¿A quiénes preferiría él? ¿No sería más lógico que él dijera a quiénes prefiere?

– Ése es el problema… -El abogado probó con prudencia el café. Era flojo y tenía un ligero sabor a desinfectante. Bendijo su resfriado-… Mitter…, ¿cómo lo diría yo? Tiene como una cuestión de principio no hablar a favor de sí mismo. Le repugna… ganar prosélitos. Tengo que decir que le comprendo. Sigurdsen y Weiss parece que son los que más le conocen, pero yo no sé…

– ¿Weiss y Sigurdsen? Sí, creo que es cierto… Yo no tengo nada en contra.

– Con todo, estaría bien que hubiera alguien que no fuera de su intimidad, por así decir… Los buenos amigos es natural que sólo tengan cosas buenas que decir unos de otros. Nadie se espera otra cosa.

– Entiendo.

Rüger cerró los ojos y se echó al coleto el resto del café.

– Para ser preciso: quiero pedirle… un colega, uno de sus alumnos… y un…, digamos, un representante de la dirección del instituto… usted mismo o alguien que le parezca a usted indicado.

– Hablaré con Eger… es nuestro jefe de estudios. Lo hará sin duda alguna. Respecto a los alumnos, no sé. Tengo que pedirle que actúe con la máxima discreción. Tal vez puedan ayudarle Sigurdsen y Weiss si habla usted con ellos.

– Se lo agradezco mucho.

– Debe usted saber que yo estoy… todos nosotros estamos, como es natural…, muy afectados por lo ocurrido. Unos lo han tomado peor que otros y es verdad que los nervios han estado a flor de piel en el claustro. Pero hemos podido seguir trabajando a pesar de todo. Quiero que lo tenga usted en cuenta. Ha sido… y es… un tiempo muy difícil para todos en este centro. Creo de todos modos que hemos conseguido demostrar a los alumnos que no fallamos cuando estamos sometidos a prueba.

– Entiendo, señor Suurna. Soy muy consciente de lo que han tenido que pasar ustedes. ¿Cuándo le parece que puedo ver a mis testigos?

– ¿Cuándo le conviene a usted? Debe darme un poco de tiempo y tendrá que ser después de que terminen las clases. No queremos disturbar la enseñanza más de lo indispensable.

– El juicio dará comienzo el jueves. Los testigos de la defensa no creo que sean convocados antes del martes o el miércoles de la semana que viene.

– Me ocuparé del asunto, señor Rüger. ¿Mañana por la tarde quizás?

– Estupendo.

– Le llamaré.

Echó hacia atrás el sillón del escritorio. Rüger le dio su tarjeta y empezó a incorporarse de su asiento.

– Edwin Rüger… sí, sí, creo que me acuerdo de él. Un joven prometedor. ¿A qué se dedica ahora?

– Está en paro.

– Ah, ya… adiós pues, señor Rüger. Si hay algo más que pueda hacer por usted…

No lo creo, pensó Rüger. Movió la cabeza y se limpió la nariz. El director Suurna se inclinó sobre el interfono y llamó a la mujer malva.


– ¿No tiene usted paraguas? -le preguntó mientras le guiaba por los pasillos.

– No -contestó Rüger-, pero pienso comprarme uno.

No tenía ninguna gana de explicar que, en realidad, tenía dos paraguas. Uno en casa y otro en el coche. Mientras corría por el mojado patio del instituto se preguntaba a quién diablos le había recordado el director. A un político que había provocado escándalos hacía un montón de años, pensó… ¿no se trataría de la misma persona?

En todo caso, tenía la esperanza por el bien de Mitter de que Suurna no cambiara de opinión y decidiera presentarse él. Nadie salvo la parte contraria iba a alegrarse de un testimonio de esa índole. Y él no tendría el coraje de detenerle.

Y a propósito de esto, ¿cuántos testigos había logrado pescar el fiscal dentro de esas paredes? Tenía la sensación de que podían ser dos o tres si uno se tomaba la molestia.

Pero cuando estaba de nuevo en su coche viendo desaparecer la sombría silueta del instituto Bunge en el espejo retrovisor, pensaba sobre todo en un baño caliente y una buena copa de coñac.

Cierto es que su esposa sostenía que, en la actualidad, no se curaban los resfriados con baños y coñac, pero él había decidido no seguir escuchándola. Durante tres días había tomado una mísera y repugnante tableta de vitaminas para el desayuno y ello no le había acercado ni un centímetro a la curación.

8

¿Por qué no venían?

La pregunta surgió al día siguiente, pero no antes de la noche. Las horas del día se habían desarrollado como en un trance vidrioso, en una confusión incomprensible, pero en cuanto las ideas consiguieron asentarse… era eso lo que importunaba.

¿Por qué no daban señales de vida?

Pasó otra noche. Y otro día.

No ocurrió nada. Fue al trabajo, hizo su vida, regresó a casa por la tarde… recuperó la fuerza con rapidez y facilidad y estaba seguro de que una confrontación no iba a proporcionarle ningún disgusto.

Y no ocurría nada.


Después de una semana la absurda pregunta seguía royéndole. Se le ocurrió que tenía que deberse a un malentendido… que le habrían buscado, pero no le habían encontrado.

En casa o en el trabajo.

Cierto que eso era en realidad igual de absurdo, pero a pesar de ello se quedó en casa un par de días de la semana siguiente. Pidió la baja por gastritis y no puso los pies en la calle.

Para estar localizable.


De todas formas era un descanso necesario. Permaneció en su piso durante esos días dejando madurar los acontecimientos. Vio en seguida cómo casaba todo. Cómo toda su vida había apuntado justamente a esto…, comprendió que debía haberse dado cuenta de ello bastante antes. Eso le hubiera ahorrado mucho. Comprendió que ésa era la solución, y ninguna otra cosa. En seguida resultaba todo tan natural que tuvo que sacudir la cabeza ante su propia ceguera.

Ella estaba muerta. Él podía vivir.


Y no pasaba nada.

Ninguna voz desconocida en el teléfono pidiendo hacerle unas preguntas. Ningún hombre adusto envuelto en una gabardina húmeda junto a la puerta. Nada.

¿A qué esperaban?

De vez en cuando se quedaba de pie detrás de la cortina oteando la calle para descubrir misteriosos coches aparcados. Trataba de oír el pequeño clic que le revelaría que su teléfono estaba interceptado. Leía todos los periódicos que estaban a su alcance, pero en ninguna parte…, en ninguna parte podía descubrir ni sombra de explicación.

Era incomprensible.


Al cabo de tres semanas seguía siendo igual de incomprensible, pero ya se había acostumbrado. La situación no era del todo desagradable. La inseguridad llevaba consigo un pequeño cosquilleo.

Ese cosquilleo.

La misma mañana en que iba a dar comienzo el juicio, se levantó pronto. Estuvo un buen rato delante del espejo del cuarto de baño sonriendo a su propia imagen. Jugó con la idea de presentarse allí. Sentarse en los bancos del público y verlo todo, atónito.

Pero pensó que era ir demasiado lejos. Desafiar al destino.

¿Por qué desafiar algo que le resultaba tan favorable?

En el coche, camino del trabajo, se sorprendió a sí mismo cantando.

Hacía tiempo que no cantaba. Captó su propia mirada en el espejo retrovisor. Había una chispa en ella.

Y mientras estaba allí junto al semáforo en rojo, esperando, vio con el rabillo del ojo que la mujer del Volvo que estaba a su lado volvía la cabeza y le sonreía.

Él tragó saliva y sintió la erección.

9

El sueño llegó de madrugada; cuando la primera luz gris empezó a despejar la oscuridad de su celda… tal vez mientras los carros del desayuno ya se oían por los pasillos.

Y él se acordaba muy bien; posiblemente tuvo lugar justo antes del momento de despertar y quizá las cosas habrían tenido su explicación si hubiera podido tener un minuto o dos más de sueño. Quizás habría bastado con unos segundos.

Al principio iba andando. Una marcha desesperada por una llanura infinita y desierta. Un paisaje yermo, sin pueblos, sin árboles, sin agua… sólo la tierra, reseca y agrietada. Aparte de las lagartijas verdinegras que corrían de un lado a otro entre piedras y grietas, él era el único ser vivo en ese paisaje. Estaba solo y cargaba con una mochila informe que le rozaba los hombros y se le clavaba en la cintura. Del objetivo y del sentido sabía poco, sólo que era importante. Tal vez había sabido más al principio, pero se había perdido por el camino.

Pero no ceder, no parar, no sentarse… sólo seguir resistiendo, metro a metro, paso a paso. Y el viento aumentó obligándole a andar doblado hacia delante; le azotaba con más fuerza cada vez, arrojaba arena y ramas secas contra su cara y él se doblaba cada vez más y cerraba los párpados para protegerse los ojos…

Y de repente se encontraba delante de esta casa, grande y destartalada, tan desconocida y tan familiar al mismo tiempo. Y las personas estaban en largas filas y le daban la bienvenida, pegadas a las paredes por los pasillos; toda clase de personas, pero él los conocía a todos y nadie se le escapaba… muchos de sus conocidos, Bendiksen y Weiss y Jürg, su propio hijo, pero también otros; personajes del mundo entero y de la historia, el Dalai Lama y Winston Churchill y Mijail Gorbachov. Gorbachov leía de corrido un poema en latín acerca de la fugacidad de todo y le daba la mano… todos le daban la mano y le hacían seguir…, seguir; le empujaban con delicadeza y decisión al interior de la casa, subiendo serpenteantes escaleras y recorriendo largos y mal iluminados pasillos.

Finalmente llegó a una habitación más oscura que las otras; y se dio cuenta de que había llegado. El hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa… una mesa baja… la reconoció, era la suya, y seguro que era un hombre, era… tiene que haber sido… ¿no era…?

La lámpara que se bamboleaba en el extremo de un largo cable colgado del techo tenía una pantalla plana de chapa, y estaba tan estúpidamente baja que sólo podía ver las manos y los antebrazos que descansaban en la mesa, pero quizá los reconocía. Era… era… ¿era?

Y en la mesa estaba el kimono de Eva; inmediatamente quiso apoderarse de él para meterlo en la lavadora, pero algo le detuvo; no sabía qué porque el hombre que estaba en la oscuridad tenía más miedo que él; era por eso por lo que no podía mostrar su rostro, porque era… y de pronto sintió un intenso malestar, una comezón en todo el cuerpo y una espeluznante necesidad de lanzarse fuera de esa habitación antes de que fuera demasiado tarde, y se despertó.

Se despertó.

Sí, al acordarse ahora, supo que no había sido nada exterior lo que le había arrancado del sueño. Había sido la habitación aquella la que le había expulsado. Ninguna otra cosa.

Estaba despierto. Irremediablemente despierto. Tenía el aliento pesado a causa del somnífero que le había obligado a tomar Rüger. Tal vez hubiera tenido fuerza para permanecer en la habitación un poco más sin ese anestésico…, ¿lo suficiente para tener al menos una idea?

El kimono de la mesa no era solamente materia onírica, lo sabía… era un recuerdo, un fragmento de aquella noche… no era un kimono de verdad, naturalmente. Sólo una imitación; ella lo había encontrado en una de las callejuelas de Levkes ese verano y él se lo había comprado… una de aquellas noches en las que se quedaban en los bares hasta la hora del cierre y volvían a casa paseando por la playa… hicieron el amor en la arena en la cálida negrura de la noche y después siguieron todo el camino desnudos y había gente por allí y estaban cerca, pero la oscuridad era tan increíblemente compacta, que no hacía falta otra cosa para cubrirse. Y, sin embargo, el cielo estaba cuajado de estrellas, un cielo lleno de estrellas fugaces. Habían dejado de contarlas después de haber deseado todo lo deseable y más…

Eso fue… pensó un poco… hacía menos de tres meses. Igual podían haber sido tres millones de años. Lo irrevocable en la dirección del tiempo se apoderó de él con fuerza; el incondicional orden de los segundos y los instantes, la imposibilidad de intercambiarlos… esta angustiosa necesidad. Está más cerca el fin del mundo que ese minuto que acaba de pasar porque ya lo hemos perdido para siempre; no hay camino. Levkes no volverá jamás; tampoco el Retsina ni el mendigo de ojos azules… jamás.

Por otro lado… tampoco lo demás.

¿Daba igual tal vez?

¿Daba la vida igual tal vez?

Difícil encontrar el equilibrio ahora.

En realidad, es en los momentos difíciles cuando se sabe quién es uno.

Yo no soy nadie, pensó. Pues no soy nadie.

Encuentro que tiene más sentido estar aquí tumbado en mi litera contemplando un pequeño trozo de pared… contemplándolo y estudiándolo desde muy cerca, elegir una mancha del tamaño de un sello o de una uña… contemplarla con todos mis sentidos, olerla, sentirla con la lengua, con los dedos, una y otra vez, escucharla hasta conocerla por dentro y por fuera… tiene más sentido, digo, que volver atrás y recordar lo que ha sido y lo que ha pasado…

Eso pensó al despertar del sueño, y no era un pensamiento nuevo ni un pensamiento que pudiera sacudirse de encima.

Ya se acercaban los carros. Se abrió la ventanilla y alguien dejó la bandeja del desayuno. Se cerró la ventanilla. Eran las siete; había dormido casi ocho horas; por primera vez en tres semanas había dormido toda la noche. Y hoy…

¿Qué pasaba hoy?

Le costó unos segundos dar con ello.

Hoy iba a empezar el juicio.

Mordió el pan y consideró sus pensamientos. ¿Qué era lo que sentía?

¿Una especie de vaga esperanza?

¿Que acabara de una vez?

O tal vez sólo… nada.

10

La sala del juicio era casi gótica. Una arquitectura alta, vertical, que le trajo a la memoria el teatro anatómico de Oosterbrügge. Por tres de las paredes trepaban empinados bancos; en la cuarta se sentaban jueces y juristas encaramados tras unas barandillas marrón oscuro. La escasa luz natural que penetraba lo hacía por un círculo de ventanas pintadas en lo alto del puntiagudo techo y reforzaba indudablemente la impresión de un orden mundial vertical que debe haberle pasado por la cabeza al constructor a mediados del siglo xix.


La sala estaba llena hasta los topes.

El grupo más numeroso, quizás unos doscientos, era, claro está, el público de las gradas. La mayoría, alumnos del instituto Bunge. Mitter se dio cuenta de que era la causa directa del récord del año en lo que a faltar a clase se refiere.

Entre los oyentes estaban también los periodistas. Estaban todos sentados en la primera fila con las piernas cruzadas y el cuaderno de notas en las rodillas. O el de dibujo…, se acordó de que no estaba permitido hacer fotografías. Le sorprendió que fueran tantos… más de una docena; eso no podía significar más que el caso era de interés nacional. No sólo una historia provinciana.

Debajo de las gradas, en la propia arena, estaba él mismo; Rüger, cuyo resfriado al menos iba mejorando, el juez Havel, el fiscal Ferrati con sus asesores, y un pequeño número de juristas y servidores de la ley.

Y un jurado. Constaba de cuatro hombres y dos mujeres, todos sentados detrás de una barandilla a la derecha del juez, y parecían benevolentes, a excepción del número dos empezando por la izquierda que era un señor muy tieso con una prótesis en el brazo y una arruga en la frente.

Además había un moscardón grande. Por lo general estaba arriba, debajo del techo, justo encima de la mesa del fiscal, pero de vez en cuando emprendía excursiones por el local y entonces casi siempre se dirigía a una de las dos mujeres del jurado, la que estaba a la derecha de la arruga. Una vez tras otra se lanzaba la mosca al ataque contra su nariz y, aunque ella la espantaba continuamente, la mosca volvía con gran obstinación e inagotable energía. Durante esas excursiones se dotaba de un zumbido muy bajo, lo que contrastaba gratamente con la voz del fiscal que era bastante estridente… como un violoncelo o un clavecín más o menos, y resultaba clarísimo en las pausas mientras el fiscal tomaba aliento.

Por lo demás, el día fue inusualmente aburrido.

Empezó con que todos tuvieron que levantarse y sentarse unas cuantas veces a medida que el juez y el jurado iban ocupando sus sitios. Luego el juez formuló la acusación y Rüger declaró que su cliente era inocente. Entonces el fiscal empezó a exponer los hechos, cosa que duró una hora y veinte minutos y desembocó en que el acusado, Janek Mattias Mitter, de cuarenta y seis años, nacido en Rheinau, residente en Maardam desde hacía veintiséis años, empleado desde 1973 en el instituto Bunge como catedrático de historia y filosofía, en algún momento durante la madrugada del 5 de octubre del año en curso, había asesinado (o matado) a su esposa Eva Maria Ringmar, de treinta y ocho años, nacida en Leuwen, establecida en Maardam desde 1990, quien trabajaba hasta su muerte como profesora adjunta de inglés y francés en el instituto mencionado, ahogándola en la bañera del piso que compartían en la calle Kloisterlaan, 24. El crimen se había cometido bajo la influencia de bebidas alcohólicas, pero no había nada, nada, repitió, que indicase que Mitter estuviera tan intoxicado que no pudiera responder de sus actos. Estaba previsto probar lo dicho con la ayuda de una enorme cantidad de pruebas técnicas, declaraciones de expertos y de testigos, y antes de que todo terminase, tanto los miembros del jurado como todos los demás estarían tan convencidos de la culpabilidad del acusado que la conclusión del tribunal sólo podría ser una: culpable. De asesinato.

O, al menos, de homicidio.

Después habló Rüger. Se sonó la nariz y explicó durante una hora y doce minutos que nada de nada había ocurrido como había dicho el fiscal, que su cliente no tenía absolutamente nada que ver con la muerte de su esposa, y que esto iba a demostrarse sin dejar lugar a dudas.

Pausa de dos horas para comer. El moscardón abandonó el banquillo del jurado y se fue al techo a dormir, pero todos los demás se fueron charlando y manteniendo la compostura. Una de las chicas del graderío se atrevió a saludar a Mitter con la mano y él le hizo un gesto alentador como respuesta.


Le costó diez minutos tomar su plato de pasta en la celda de los Juzgados. Pasó el resto de la pausa de la comida acostado en una litera contemplando una mancha del techo, mientras esperaba la sesión de la tarde.

Esa sesión se dedicó exclusivamente a las llamadas pruebas técnicas. Una serie de funcionarios de policía de diferentes clases pasaron por el banquillo de los testigos, entre ellos Van Veeteren… y un médico especializado en autopsias, un forense y alguien llamado Wilkerson. Era tartamudo y se presentaba como docente de toxicología.

En lo alto de las gradas, las filas se habían vaciado un poco; era de suponer que el director Suurna hubiera recibido información de unas cosas y otras. Los periodistas, en cambio, estaban al completo, ligeramente reclinados mientras la digestión seguía su curso. Si alguno se durmió, al menos no hubo ninguno que roncara.

En lo que por lo demás desembocó la tarde, no era fácil hacerse una idea clara. Ferrati y Rüger se quitaban la palabra con diferentes argucias, en algún momento intervenía el juez Havel con una corrección o un miembro del jurado hacía una pregunta acerca de la posible presencia de restos de piel en las uñas.

En ninguna ocasión tuvo que tomar la palabra él y, cuando la vista se aplazó apenas pasadas las cuatro de la tarde, había dejado de escuchar hacía rato. Echaba de menos en cambio tres cosas intensamente: soledad, silencio y oscuridad.

Acerca de la cuestión de quién fue quien le quitó la vida a Eva Ringmar, todos sabían, en general, tanto como el moscardón.

11

Rüger se presentó cuando estaba desayunando.

– Quiero hablar un poco con usted.

– ¿Sí?

– ¿No tiene otra taza?

Mitter llamó al guardia y recibió una taza por la ventanilla.

– ¿Ninguna nueva imagen en la memoria?

– No.

– Pues vaya.

Se sentó a la mesa. Se apoyó en los codos y sopló el café.

– Quiero que… sopese su testimonio.

Mitter masticaba su bocadillo y miró inquisitivamente al abogado.

– ¿Qué quiere decir?

– Si va a darlo o no.

Mitter guardó silencio. Pensó un rato. Quizá no había nada de lo que sorprenderse, en realidad…

– Como ya le expliqué -siguió Rüger-, no es en absoluto necesario que el acusado se deje interrogar.

– Usted dijo que no era costumbre que uno…

Rüger asintió.

– Puede ser, pero a pesar de ello quiero pedirle que lo piense. Tal como veo las cosas, me parece que las posibilidades son iguales si no declara.

– ¿Por qué?

– Porque no puede aportar usted nada. Ni siquiera hablar en su favor. A fin de cuentas no tiene la más mínima prueba de que no fue usted quien la mató en realidad. Lo único que va a poder decir es que no recuerda, y verdaderamente eso no es una declaración muy fuerte, como comprenderá. No vamos a ganar nada en esa cuestión y es, sin embargo, la cuestión esencial.

Hizo una pausa y tomó un poco de café.

– ¿Y por lo demás? -dijo Mitter.

– Por lo demás… este café es un puro matarratas. No entiendo por qué no pueden aprender nunca… bueno, lo que queda por saber es si va a dar una impresión buena o mala al tribunal.

Mitter encendió un cigarrillo y se tocó la barba de dos días. El abogado siguió hablando:

– Porque es de eso de lo que se trata. Nadie va a saber si usted la ahogó realmente, así que tendrán que adivinar. Ferrati va a hacer todo lo posible para que pierda usted los estribos y Havel va a permitir que lo haga. Si Ferrati lo consigue puede estar todo perdido. Es un fiscal muy duro. No es seguro que yo sea capaz de recomponerle a usted después…

Mitter se encogió de hombros.

– ¿No hay que dar motivos?

– En realidad no, pero se acostumbra… hace mejor impresión. Diremos que no tiene usted fuerzas, que las tensiones han sido demasiado grandes. Fuerte presión psíquica, estado de shock, etcétera. Tengo un médico que puede escribir un certificado ahora, esta mañana. Van a aceptarlo y no va a perjudicarle, se lo prometo. ¿Qué le parece?

– ¿Qué le parece a usted?

Rüger reflexionó. O fingió reflexionar. Indudablemente era un poco raro que llegara corriendo a las siete y media de la mañana si no estaba decidido. No quería verle en el banquillo, sencillamente.

– Yo quiero que renuncie -dijo finalmente.

Mitter fue hasta el lavabo y apagó el cigarrillo. Se tendió en la cama y cerró los ojos.

– No voy a renunciar, abogado. Eso que se le quite de la cabeza… puede usted irse a casa y lavarse las manos.

Rüger permaneció en silencio un rato antes de contestar.

– Como usted quiera, señor Mitter. Como usted quiera. Aunque piense usted otra cosa, yo voy a hacer todo lo que pueda. Nos vemos en el juicio.

Llamó al guardia y se fue. Mitter no abrió los ojos hasta que la puerta se cerró tras él.


Ferrati ese día llevaba gafas. Cristales redondos con una montura clara de metal que le hacían parecer un lémur recién despierto. O tal vez un hipnotizador.

– Janek Mattias Mitter… -empezó.

Mitter afirmó con la cabeza.

– ¿Quiere hacer el favor de contestar con claridad a las preguntas del fiscal? -intervino el juez Havel.

– No he oído ninguna pregunta -respondió Mitter.

Havel se volvió a Ferrati.

– ¡Haga el favor de repetir la pregunta!

– ¿Es usted Janek Mattias Mitter? -precisó Ferrati.

– Sí -contestó Mitter.

Algo que podía ser unas risitas se oyó por las gradas y Havel golpeó la mesa con su gran mazo.

Ya estaba irritado. No empezaban bien las cosas. Rüger se sonó la nariz y contempló su bolígrafo.

– ¿Quiere usted decirnos cuándo conoció a Eva Ringmar?

– Fue… en septiembre de 1990. Cuando empezó el trimestre.

– ¿Cuál fue su primera impresión de ella?

– Ninguna.

– ¿Ninguna? ¿No le pareció una mujer hermosa?

– Bueno, tal vez sí.

– Pero ¿no se acuerda muy bien?

– No.

– ¿Cuándo empezó su relación?

– En abril.

– ¿De qué año?

– De este año.

– ¿Puede usted contar cómo fue?

– Habíamos ido los dos a un viaje de estudios un fin de semana y habíamos hablado bastante. Yo la invité a ir al cine y luego tomamos una copa.

– ¿Y así empezaron su relación?

– Sí.

– ¿Eran los dos… libres?

– Sí.

– ¿Puedo preguntarle por qué empezaron su relación?

– Me parece que es una pregunta bastante estúpida.

– Bueno. La retiro. ¿Cuándo decidieron casarse?

– En junio. Empezamos a vivir juntos a principios de julio y nos casamos el día 10.

– ¿Poco antes de ir a Grecia?

– Sí.

– ¿Una especie de viaje de novios, pues?

– Si usted quiere.

– ¿Por qué se casaron? Espero que no encuentre también idiota esta pregunta porque me gustaría tener la respuesta.

Mitter hizo una pequeña pausa. Apartó por un momento la mirada de Ferrati y la dirigió al jurado.

– Yo me declaré y ella dijo sí.

– ¿Puede usted desarrollarlo un poco?

– No.

Se oyó un débil murmullo desde las gradas, pero Havel no tuvo que intervenir.

– Los dos han estado casados con anterioridad -continuó el fiscal-. Se conocen y empiezan una relación. A los tres meses se casan. ¿No le parece que resulta un poco… precipitado?

– No.

– ¿No tenían prisa por alguna razón especial?

– No.

– ¿No estaba embarazada?

– ¿Es eso una razón en estos tiempos?

– ¡Le ruego que conteste a mi pregunta!

– No, Eva no estaba embarazada.

– Gracias.

Hubo una pequeña pausa mientras Ferrati volvía a su mesa y consultaba unas notas.

– Señor Mitter, ¿cómo describiría usted su relación y su matrimonio con Eva Ringmar?

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– ¿Eran ustedes felices? ¿Se arrepintieron?

– No, yo no me arrepentí, y Eva tampoco. Estábamos bien juntos.

– ¿Eran felices?

– Sí.

– ¿Amaba usted a su esposa?

– Sí.

– ¿Ella le amaba?

– Sí.

– Tengo aquí un dato del 22 de septiembre, es pues de quince días antes del asesinato. Estaban ustedes juntos en el restaurante Mefisto. Después de comer tuvieron ustedes una bronca muy fuerte y su esposa se fue del local…, más tarde presentaremos testigos que lo confirmarán. ¿Es cierto el dato, señor Mitter?

– Sí.

– ¿Por qué riñeron?

– No quiero contestar a eso.

– Está usted acusado de asesinato, señor Mitter. Yo quiero saber por qué riñeron.

– Nada que tenga la menor importancia aquí.

– ¿No debería usted dejar que eso lo decida el jurado?

Mitter no contestó. Ferrati dejó pasar unos segundos antes de seguir.

– Ruego que conste en acta que el acusado se niega a responder a la pregunta referida a la causa de la riña del restaurante Mefisto el 22 de septiembre… Usted se quedó solo, señor Mitter, después de que su esposa se marchara… ¿Puedo preguntarle cuánto rato?

– No sé… un par de horas.

– Hay un testimonio de un vecino suyo -volvió a consultar sus notas-, un tal Kurczak, que dice que se despertó a causa de un ruidoso escándalo en su piso esa misma noche, a las dos y media de la madrugada. ¿Sería a esa hora cuando volvió usted a casa?

– Es posible.

– ¿Y por qué ese escándalo?

– No me acuerdo… estaba un poco bebido.

– ¿No se acuerda?

– No.

– ¿No sabe por qué reñían?

– No.

– Pero sí sabe la causa de la bronca en el restaurante.

– Sí.

– ¿Reconoce usted, sin embargo, que riñó con su esposa cuando volvió a casa esa noche?

– Sí.

– ¿Le pegó?

– No.

– ¿Está usted seguro o no se acuerda?

– Seguro.

– A su vecino le pareció oír ruidos de golpes.

– ¿Sí?

– ¿Amenazó usted a su esposa?

– No.

– ¿Seguro?

– Sí.

– Kurczak dice que le oyó a usted gritar… cito: «Si no me lo dices no respondo de lo que pueda pasar». ¿Qué tiene usted que decir a eso?

– Es mentira.

– ¿Mentira? ¿Por qué iba a mentir su vecino?

– Ha oído mal. Yo nunca amenacé…

– ¿Qué hizo usted entonces?

Aquí intervino Rüger.

– Señor juez, mi cliente ya ha explicado que no se acuerda. No hay ninguna razón para que el fiscal le obligue a hacer especulaciones.

– Se acepta -declaró Havel-. ¿Quiere el señor fiscal ser tan amable de atenerse a aquello que el acusado pueda responder?

– Desde luego -sonrió Ferrati-, pero no siempre es fácil saber lo que recuerda y lo que no… Señor Mitter, ¿sabía usted que su esposa tenía miedo?

– Bobadas.

– Unos días antes de su muerte le confió a una colega… que tenía miedo de que ocurriera algo.

– No lo creo. ¿De qué iba a tener miedo?

– Le ruego que trate de contestar la pregunta.

– No tengo ni idea. ¿Por qué no preguntar a… quién coño puede haber sido?

– Porque no lo sabe. Fue un encuentro rápido, pero en todo caso a ella le dio la impresión de que era a usted a quien su esposa tenía miedo.

– Tonterías.

– Creo que debe ser el jurado el que decida lo que son tonterías y lo que no. Su colega va a testificar la semana que viene… Así que usted no tiene ninguna explicación de por qué tenía miedo su esposa.

– Ninguna en absoluto.

– A su anterior esposa, Irene Beck…, ¿solía usted pegarle?

– ¡Pero qué coj…!

Rüger fue más rápido. Saltó de su asiento.

– ¡El fiscal está haciendo insinuaciones!

– ¡Siéntese! -rugió Havel-. ¿Qué quiere usted decir, Ferrati?

– Irene Beck ha declarado que su ex esposo…, el acusado, le ha pegado por lo menos en dos ocasiones…

– Fue cuando estábamos divorciándonos. Yo le devolví la bofetada… Dios mío… ella no puede decir…

– ¿Confiesa usted o no que pegó a su anterior esposa?

Mitter no contestó. Rüger volvió a ponerse de pie.

– Señor juez, ¿por qué permite que el fiscal insinúe cosas que no tienen nada que ver con este juicio?

Havel tenía la cara enrojecida.

– ¡Haga el favor de sentarse en su silla, señor abogado! Y usted, señor fiscal, ¿tiene la bondad de explicarnos adónde quiere llegar con sus preguntas?

Ferrati sonrió de nuevo. Era evidente que sonreía siempre cuando se volvía al juez Havel.

– Sólo quiero demostrar la inclinación del acusado a utilizar la violencia.

Havel pareció reflexionar.

– Que el acusado conteste la pregunta -resolvió.

– ¿Qué pregunta?

– Si ha pegado a su ex esposa o no.

Mitter tardó unos segundos en contestar.

– Le he dado dos bofetadas en trece años. Evidentemente no fue bastante.

La respuesta desencadenó bastante jaleo arriba en las gradas, pero bastó una mirada de Havel para que se restableciera el orden. Durante la breve pausa, el asesor se levantó y murmuró algo al oído de Ferrati. Éste asintió con la cabeza y se acercó a su vez a la barandilla del juez a preguntar algo que Mitter no llegó a oír. Havel pareció dudar, pero luego hizo un gesto afirmativo.

Ferrati continuó:

– ¿Ha utilizado alguna vez métodos violentos con sus alumnos, señor Mitter?

– ¡Protesto! -gritó Rüger empezando a mostrar su indignación.

– ¡Se rechaza la protesta! -rugió Havel-. ¿Quiere contestar la pregunta?

– Nunca -dijo Mitter.

– ¿No es cierto que ha sido usted amonestado por haber atacado a un alumno… en marzo de 1983, según me han informado…?

Ferrati parecía satisfecho. Mitter guardaba silencio.

– ¿Quiere usted contestar o… no se acuerda?

– He sido amonestado.

– Y sin embargo dice que no ha usado la violencia con los alumnos…

– Fui indebidamente amonestado…, inocentemente condenado, como voy a serlo ahora.

La reacción de las gradas no se hizo esperar. En esta ocasión fue tan fuerte que Havel tuvo que empuñar el mazo.

– Quiero advertir al público que guarde silencio durante las sesiones… y al acusado que se limite a contestar las preguntas que se le hagan ¡y nada más!

En este momento a Rüger también le pareció oportuno incorporarse en serio.

– Señor juez, yo creo que ya basta. El fiscal se ha dedicado a hacer preguntas completamente irrelevantes durante todo el tiempo. La intención es evidente: lo que quiere es difamar a mi cliente puesto que no tiene ninguna prueba que aportar. Y si la vista va a continuar, ¡exijo que haga las preguntas que sean importantes para el juicio!

Por un momento pareció que Havel quería darle a Rüger con el mazo en la cabeza, pero luego se volvió a Ferrati:

– ¡Insto al fiscal a ir al grano!

– Encantado.

Ferrati sonrió amablemente, esta vez hacia el jurado. Las dos mujeres que formaban parte de él no tardaron en ir a su encuentro.

– Señor Mitter, ¿ahogó usted a su esposa?

– No.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque… porque no lo hice.

– ¿Quiere usted decir que usted no la mató porque usted no la mató?

Mitter se concedió dos segundos extra para pensar antes de contestar. Luego dijo, con tranquilidad y contención:

– No, yo que no la maté porque no la maté… de la misma manera que usted sabe que no lleva bragas de encaje justamente porque usted no las lleva… hoy.

Las gradas explotaron. Ferrati fue a sentarse. Havel golpeaba la mesa con la maza en vano. Rüger movía la cabeza mientras Mitter se ponía de pie en el banquillo con mucha dignidad y con una medida inclinación agradecía los aplausos.

De repente se sentía de un humor excelente aunque un poco deseoso de fumar. Su siguiente réplica llegó tan sorprendente para él como para todos los demás.

– ¡Lo confieso todo! -gritó-. ¡Todo con tal de que alguien me dé un cigarrillo!

Cuando el juez Havel poco a poco pudo hacerse oír de nuevo, anunció:

– ¡Veinte minutos de descanso! ¡Quiero ver al fiscal y al abogado en mi despacho inmediatamente!

Y con un estruendoso golpe de mazo puso de momento fin a la vista del juicio.

12

– Perdonen.

Van Veeteren apartó a dos periodistas y se metió en la cabina telefónica. Corrió la puerta para no tener que oír los juramentos y las protestas… ¿Qué se creían? ¿No iban a tener preferencia las fuerzas del orden sobre la prensa?

Mientras esperaba respuesta contemplaba la grotesca cara que tenía, los ojos clavados en él desde la pulida superficie que estaba encima del aparato. Pasaron unos segundos antes de que se diera cuenta de que era su propia imagen. Algo no era como de costumbre, evidentemente, y volvieron a pasar unos instantes hasta que entendió de qué se trataba.

Sonreía.

Las comisuras de la boca se estiraban en un generoso semicírculo y le conferían una expresión de apacible locura.

Como un gorila macho haciendo muecas, pensó con acritud, pero de poco le sirvió. La sonrisa permaneció donde estaba y en lo más profundo de sí mismo empezó también a sentir cómo algo vibraba, una especie de ronroneo sordo, y comprendió que todo ello debía ser una manifestación de satisfacción. Una cálida y agradecida satisfacción.

Pocas veces lo había pasado tan bien; por lo menos desde que el anterior jefe de policía había atropellado a su mujer en un paso de peatones. La imagen del fiscal Ferrati en bragas de encaje era de una categoría que podía guardar en lo más profundo de sí mismo para sacarla en cualquier momento durante el resto de su vida. Contemplarla y disfrutarla.

Para no hablar de la pura alegría de entrar a ver a Ferrati los lunes por la mañana y decirle:

– ¡Hola, fiscal! ¿Y de qué color llevas hoy las bragas?

Era impagable. Mientras estaba allí mirando al gorila macho, pensó que su estado se parecía bastante a la felicidad.

Por lo menos medida con sus propias medidas.

Cierto que era breve, pero en cualquier caso existía.


Pero ahora se trataba de Münster. Había que suspender el partido de bádminton de las doce. Pondría la excusa del pie…

– Es este tiempo de los cojones. Noto que no está bien del todo aún. Lo siento, pero no puede ser.

Münster entendió. No importaba. Jugaría un poco con el aspirante Nelde… el comisario no tenía por qué preocuparse.

¿Preocuparme?, pensó Van Veeteren. ¿Por qué coño iba a preocuparme yo? ¿Quién se cree que es?

Pero luego orientó sus pensamientos a la verdadera razón.

A la razón por la que no tenía ganas de cambiar la sala del juicio por la pista. No todavía.

Mitter.

Ese Mitter de los cojones.

Empezó a vibrarle de nuevo la barriga pero consiguió ponerle fin. Éste era un caso que… en fin, había venido esta mañana más que nada porque no quería empezar con nada nuevo. Tenía un pirómano esperando sobre su mesa de despacho, lo sabía, y si había algo que aborrecía era precisamente a los pirómanos.

Había pensado estar solo un par de horas. Para ver cómo se las arreglaba este catedrático en el banquillo… en el banquillo y con Ferrati. Un ratito sólo hasta que se hiciera la hora del bádminton y de la comida.

Y ahora estaba atado. No podía dejarlo. No todavía, lo dicho. No fue la réplica de las bragas lo que le retuvo aunque, por pura cortesía, podía haberse quedado varias horas, sólo para haber podido asistir a ella. No, no, era otra cosa. Ya antes de la discusión y del aplazamiento se había dado cuenta de que tenía que quedarse y ver cómo se desarrollaba todo… no porque creyese que Mitter tenía en realidad alguna oportunidad a la larga, pero es que no se trataba de eso. De que Mitter sería finalmente condenado, de eso estaba convencido.

Pero ¿lo había hecho?

¿Había hundido verdaderamente este profesor medio loco la cabeza de su mujer bajo el agua manteniéndola allí el tiempo necesario para que muriera?

¿Dos minutos? No, no bastaba… tres, tres minutos y medio.

Van Veeteren dudaba. No le gustaban las dudas.

Y ¿estaba Mitter en su sano juicio?

Seguramente lo había estado en el momento del asesinato.

Pero ¿ahora?

¡Usted no lleva las bragas… hoy!

¡Confieso si me dan un cigarrillo!

Ante el tribunal. Fue grandioso.

Y…, finalmente, para terminar. Si Mitter no había matado a su esposa, ¿quién lo había hecho?

Se acordó de que Reinhart había dicho una vez que no había dos oficios que se parecieran más que el de profesor y el de actor.

De no ser el de la policía y el de las luchadoras que se exhiben combatiendo en un rectángulo lleno de barro, pensó Van Veeteren mientras se abría paso a codazos hacia su sitio en lo alto de las gradas.

13

– ¿Puedo pedirle que nos cuente todo lo que recuerde de la tarde y la noche entre el 4 y el 5 de octubre?

Havel había abierto con una advertencia a todos los implicados. Eran de esperar nuevos aplazamientos y puertas cerradas si no mejoraba la disciplina. Pese a ello, el rumor de las gradas aumentó en espera de la respuesta de Mitter.

– ¿Por dónde quiere usted que empiece?

– Desde el momento en que deja el instituto.

– Muy bien. -Mitter carraspeó-. Terminé a las 15:30. Eva sólo tenía clase por la mañana, así que no regresamos juntos. Yo tenía el coche… pasé por Keen's y compré un poco de vino…

– ¿Cuánto vino?

– ¿Cuánto? Una caja… doce botellas.

– Gracias. Siga.

– Llegué a casa a eso de las cuatro y media. Eva había empezado a preparar la comida… un guiso para más tarde, para cenar. Lo dejó cuando llegué yo, nos tomamos un vaso de vino y nos fumamos un cigarrillo en la terraza. Hacía buen tiempo y estuvimos allí fuera por lo menos una hora.

– ¿De qué hablaron?

– De nada especial… del instituto, de libros…

– ¿No recibieron ninguna visita?

– No.

– ¿Llamadas telefónicas?

– Sólo Bendiksen.

– ¿Quién es Bendiksen?

– Un amigo. Habíamos pensado salir a pescar el domingo. Llamó para concretar algún detalle…

– ¿Qué detalle?

– No me acuerdo bien. A qué hora íbamos a salir, me parece.

– ¿No hubo otras llamadas?

– No.

– ¿Ni visitas?

– No.

– ¿Que usted recuerde?

Ferrati sonrió.

– Eso es… que yo recuerde.

– Bien, así que estuvieron ustedes en la terraza hasta… ¿las cinco y media?

– Aproximadamente.

– ¿Cuánto bebieron?

– No sé. Una botella, tal vez…

– ¿Cada uno?

– No, entre los dos.

– ¿No más?

– Bueno, tal vez…

– ¿Y luego? Haga el favor de seguir.

– Entramos, acabamos de preparar la cena… y luego nos duchamos.

– ¿Cada uno por su lado o…?

– No, juntos.

– ¡Siga!

– Vimos la televisión un rato…

– ¿Qué programa?

– Las noticias y una película…

– ¿Qué película era?

– No me acuerdo. Francesa, de los años sesenta, me parece… la apagamos.

– ¿Y luego?

– … Fuimos a la cocina y empezamos a cenar…

– ¿Qué hora era?

– No sé. Supongo que las ocho y media… las nueve…

– ¿Por qué lo supone?

– La policía me ha mostrado el programa de televisión de esa noche. La película francesa empezaba a las ocho.

– Pero ¿usted no se acuerda?

– No.

– Gracias. Aceptemos que así sea. Usted está cenando con su esposa en torno a las nueve…, ¿qué pasó luego?

– No sé.

– ¿No sabe?

– No… no tengo ningún recuerdo de lo que pasa después.

– ¿No recuerda usted nada más de esa noche?

– No.

– Pero usted ha declarado a la policía que también hizo el amor con su esposa…

– Sí…

– ¿Es un dato cierto?

– Sí…, pero coincide en el tiempo.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Fue al mismo tiempo que cenábamos.

– ¿Hicieron el amor mientras cenaban?

Alguien suspiró por el graderío. Ferrati volvió la cabeza.

– Sí… más o menos al mismo tiempo.

Se oyeron más murmullos y Havel agarró el mazo. Esta vez no tuvo siquiera que levantarlo. Evidentemente tenía controlada la situación.

– ¿Qué más recuerda usted de aquella noche, señor Mitter? -continuó Ferrati.

– Ya he dicho que nada.

– ¿Nada?

– Nada.

– ¿No recuerda que se desnudó y se fue a la cama… ni que su esposa tomó un baño?

– No… ¿quiere hacer el favor de dejar de hacer la misma pregunta todo el tiempo?

– Tranquilo, señor Mitter…, tenga en cuenta que está acusado de asesinato. Creo que va también en su propio interés que seamos un poco minuciosos. Sólo una cosa más antes de pasar a la mañana siguiente… ¿cuánto bebieron ustedes durante el curso de la noche?

– No sé. Seis o siete botellas, quizás… entre los dos.

– ¿Vino?

– Sí.

– Pero no habían tenido tiempo de beber siete botellas de vino cuando ustedes tuvieron… hicieron… su cena de amor.

Se oyeron risitas otra vez y Rüger protestó.

– ¡Se rechaza la protesta! -anunció Havel-. ¡Conteste la pregunta!

– No… no lo creo.

– Así pues, puedo sacar la conclusión de que usted no fue a acostarse a las nueve de la noche.

– Sí, supongo que sí…

– En todo caso debía de estar usted bastante borracho, ¿no le parece, señor Mitter?

– Sí…

– ¡No le oigo! -interrumpió Havel.

– ¡Sí, estaba borracho!

– ¿Estaba también borracho cuando le dio a su ex esposa dos bofetadas?

– ¿Por qué pregunta eso?

– ¿De verdad que no lo entiende? -sonrió Ferrati.

– ¡Protesto! -gritó Rüger, pero fue en vano.

– Sí, estaba borracho también entonces -reconoció Mitter-. Es de esperar que no sea un delito estar borracho.

– En absoluto -contestó Ferrati amablemente-. Y su esposa, me refiero a Eva Ringmar, ¿estaba también borracha?

– Sí.

– ¿Era frecuente que bebieran ustedes esas cantidades, señor Mitter? Su esposa tenía una concentración de alcohol en la sangre de tres por mil.

– A veces.

– ¿Es cierto que su esposa tenía problemas con la bebida?

– ¡Protesto! -volvió a gritar Rüger.

– ¡Formule la pregunta de otra manera! -dijo Havel.

– ¿Ha estado su esposa internada por problemas alcohólicos? -matizó Ferrati.

– Sí. Eso fue hace seis años… ingresó a petición propia. Fue en relación con una serie de hechos bastante trágicos… me parece que…

– Gracias, ya basta. Eso lo sabemos. ¿Cuál es el recuerdo siguiente?

– ¿Qué?

– ¿Qué recuerda usted después del guiso y del coito?

– Que me desperté.

– ¿A qué hora?

– A las ocho y veinte… de la mañana.

– Diga lo que hizo.

– Me levanté… y encontré a Eva en el cuarto de baño.

– ¿Qué pasaba con la puerta… con la puerta del baño?

– Estaba cerrada. La abrí con un destornillador.

– ¿Fue difícil de abrir?

– No, nada.

– Abrió usted la puerta desde fuera sin dificultad. ¿Habría podido cerrarla también desde fuera?

– ¡Protesto! El fiscal obliga a mi cliente…

– ¡Se rechaza la protesta! ¡Conteste la pregunta!

– Sí… supongo que sí.

– ¿Habría podido usted ahogar a su esposa en la bañera y luego cerrar la puerta desde fuera?

Rüger se incorporó a medias, pero Havel levantó un dedo amonestador.

– ¿Contesta el acusado la pregunta del fiscal?

Mitter se humedeció los labios.

– Desde luego -contestó con tranquilidad-. Pero no lo hice.

Ferrati se quedó callado unos segundos. Luego volvió la espalda a Mitter como si ya no pudiera tenerle delante de sus ojos. Cuando tomó de nuevo la palabra había bajado la voz media octava y hablaba despacio, como si discutiera con un niño. Como si estuviera convenciéndole.

– Señor Mitter, usted no se acuerda de nada de aquella noche… y sin embargo afirma que no ha matado a su esposa. Ha tenido un mes para pensar y debo reconocer que me esperaba una actitud más lógica en un profesor de filosofía. ¿Por qué no reconocer al menos que usted no recuerda si la mató o no?

– No podría olvidar una cosa así.

– ¿Perdón?

– No podría olvidarlo si hubiera ahogado a mi esposa. No me acuerdo de haberla matado… luego no la he matado.

Rüger se sonó. Posiblemente fuera un intento de desviar la atención de la última réplica de Mitter. En ese caso resultó en vano porque Ferrati la repitió, aunque un poco deformada. De pie ante el jurado, a poca distancia, insistió:

– ¡No me acuerdo, luego soy inocente! Les ruego, queridos miembros del jurado, que retengan esas palabras en sus corazones y que las sopesen… ¿Qué es lo que encuentran en ellas? Veo que ya saben la respuesta: ¡pesan menos que el aire! ¡Y eso es lo que hay en toda esta defensa! ¡Aire, sólo aire!

Clavó de nuevo la mirada en Mitter.

– Señor Mitter, por última vez… ¿Por qué no reconoce que mató a su esposa, Eva Ringmar, ahogándola en la bañera? ¿Por qué se empeña en negarlo?

– Tengo que recordarle que lo reconocí antes de la pausa -dijo Mitter-. ¿Quién es el que se empeña?

La respuesta arrancó una aprobación evidente entre los asistentes y Havel tuvo que empuñar el mazo. Ferrati aprovechó para consultar algo con su asesor antes de acercarse por última vez a Mitter.

– Diga lo que hizo mientras esperaba a la policía.

– Pues… puse un poco de orden.

– ¿Qué hizo usted con la ropa que su esposa y usted llevaban la noche anterior?

– La lavé.

– ¿Dónde?

– En la lavadora.

Ferrati se quitó las gafas y las metió en el bolsillo interior.

– Mientras su esposa yace muerta en la bañera y usted espera a la policía, ¿aprovechó la ocasión para lavar ropa?

– Sí.

Nueva pausa.

– ¿Por qué, señor Mitter? ¿Por qué?

– No lo sé.

Ferrati se encogió de hombros. Se alejó y se puso detrás de su asiento. Abrió los brazos.

– Señor juez, no tengo más preguntas que hacer al acusado.

Havel miró el reloj.

– Nos queda media hora para la comida. ¿Cuánto tiempo necesita el abogado?

Rüger se levantó y salió al ruedo.

– Es suficiente. Mi cliente está sufriendo una presión psíquica muy fuerte y yo voy a hablar muy poco… Señor Mitter, ¿cómo estaba la puerta de su piso? ¿Estaba abierta o cerrada con llave aquella tarde y durante la noche?

– No estaba cerrada con llave. No cerramos… no cerrábamos nunca cuando estábamos en casa.

– ¿Ni siquiera por la noche?

– No, nunca.

– ¿Qué pasa con la puerta del edificio, la puerta de la calle?

– Ésa debe estar cerrada con llave, pero no lo ha estado nunca, que yo recuerde.

Rüger se volvió a Havel con un papel.

– Tengo aquí un certificado del casero que afirma que la puerta del edificio Kaniken, 6, no estaba cerrada con llave la noche de los hechos… Señor Mitter, ¿no significa esto que cualquiera hubiera podido meterse en su piso y asesinar a su esposa la noche del 5 de octubre?

– Sí, supongo que sí.

– Si decimos que usted se durmió, pongamos que hacia las diez de la noche, ¿no es incluso posible que su esposa se haya ido del piso…?

– ¡Pura especulación! -gritó Ferrati, pero Havel no le concedió más que una mirada de refilón.

– ¿… se haya ido del piso sin que usted se enterara? -continuó Rüger.

– No lo creo -contestó Mitter.

– No, pero ¿no es descartable?

– No…

– ¿Qué otras amistades masculinas tenía su esposa?

– ¿Qué quiere usted decir?

– Pues que ella ha tenido que tener otros hombres además de usted. Ustedes sólo estuvieron juntos medio año. Ella se separó de su anterior marido, Andreas Berger, hace seis años. ¿Sabe usted qué relaciones ha tenido desde entonces?

– Ninguna en absoluto -contestó Mitter secamente.

Rüger pareció desconcertado.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque me lo dijo ella.

– ¿Le entiendo bien cuando dice que su esposa no tuvo relación alguna con ningún hombre durante seis años?

– Sí.

– Era una mujer hermosa, señor Mitter. ¿Cómo es posible? ¡Seis años!

– No tuvo ningún otro hombre, ¿entendido? Creí que era usted mi abogado… señor juez, ¿tengo derecho a interrumpir el interrogatorio?

El juez Havel pareció por un momento ligeramente confundido, pero antes de que llegara a tomar una decisión, había vuelto a tomar la palabra Rüger.

– Perdóneme, señor Mitter, sólo quiero que la cosa esté del todo clara también para el jurado. Permítame no obstante darle la vuelta a la pregunta. Su esposa, Eva Ringmar, era, según opinión generalizada, una mujer hermosa y atractiva. Aunque ella misma no deseara tener relaciones, debe haber habido otros hombres que… hayan manifestado interés…

Mitter no contestó.

– Antes de que apareciera usted, por lo menos… Por ejemplo, ¿qué pasaba en su instituto?

Pero Mitter no tenía ninguna gana de contestar, era obvio. Se reclinó en el asiento con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Eso tiene que preguntárselo usted a otros, señor abogado… Yo no tengo más que añadir.

Rüger vaciló antes de dejar caer la siguiente pregunta.

– Y la riña del Mefisto que mencionó el fiscal, ¿no tenía pues nada que ver con otro hombre?

– Nada.

– ¿Está usted seguro?

– Naturalmente.

De pronto se entrometió Ferrati.

– ¿Es usted celoso, señor Mitter?

– ¡Basta! -rugió Havel-. ¡Fuera la pregunta! No tiene usted el menor derecho a intervenir ahora, esto es…

– Puedo contestarla, sin embargo -interrumpió Mitter, y Havel guardó silencio-. No, yo no soy más propenso a los celos que cualquier otra persona… tampoco Eva. Además, ninguno de los dos teníamos motivo. Yo no sé adónde quiere llegar mi abogado…

Havel suspiró y miró el reloj.

– Sea breve si tiene algo más que decir -dijo dirigiéndose a Rüger.

Rüger asintió.

– Desde luego. Sólo una pregunta más. Señor Mitter, ¿está usted absolutamente seguro de que su esposa no le mentía?

Mitter pareció hacer una pausa teatral antes de contestar.

– Completamente seguro -dijo.

Rüger se encogió de hombros.

– Gracias. Esto es todo.


Miente, pensó Van Veeteren. El tío está ahí sentado mintiendo hasta ir a la cárcel.

O… o bien dice la verdad in absurdum.

Quién coño sabe. ¿Y por qué? Si no la echa de menos ahora, ¿por qué la defiende como si fuera una madre abadesa?

Y mientras avanzaba a codazos entre las filas de los periodistas decidió dejar descansar al pirómano medio día más.

14

¿Por qué precisamente la madre?

No lo sabía. Tal vez era sólo una cuestión geográfica. La señora Ringmar vivía en Leuwen, uno de los viejos puertos pesqueros junto a la costa. Eso significaba una hora de viaje en coche por un paisaje dominado por canales y tal vez fuera eso precisamente lo que le hacía falta. Mucho cielo, poca tierra.

Llegó en el preciso momento en que el reloj del pequeño ayuntamiento daba las tres. Aparcó en la plaza y empezó a preguntar.

El aire estaba lleno de mar.

Mar y viento y sal. Si quería podía recordar los veranos de su propia infancia, pero no había ninguna razón para ello.

La casa era pequeña y blanca. Encajada en el conglomerado de casas, tiendas, vallas y redes. Se preguntó si sería posible encontrar sitio para proteger la integridad personal en un pueblo como aquél. La gente vivía en las cocinas de los otros y cada dormitorio tenía que estar rodeado de oídos a la escucha.

Cuanto más alto el cielo, más bajas las personas, pensó mientras llamaba al timbre. ¿Por qué tenía que haber gente en todos los paisajes?

La mujer que le miraba por la abertura de la puerta era pequeña y delgada. Tenía el pelo corto, liso y completamente blanco y su rostro parecía cerrado de alguna manera. Van Veeteren reconocía la expresión de otras muchas personas mayores. Quizá sólo tuviera que ver con la dentadura postiza… como si hubieran mordido algo treinta años antes y se negaran obstinadamente a soltarlo, pensó.

¿O había también otra cosa en esta mujer?

– ¿Sí?

– ¿La señora Ringmar?

– Sí.

– Mi nombre es Van Veeteren. Fui yo quien la llamó por teléfono.

– Pase, por favor.

Abrió la puerta, pero sólo lo justo para que él pudiera cruzarla.

Le pasó a la sala. Señaló el sofá en el rincón. Van Veeteren tomó asiento.

– He puesto a hacer café. ¿Tomará usted café?

Van Veeteren hizo gesto de que sí.

– Con mucho gusto, si no le causa molestia.

Ella desapareció. Van Veeteren miró a su alrededor. Una habitación cuidada. Baja de techo y con cierto aire de intemporalidad. Le gustó. A excepción del aparato de televisión no había mucho que se hubiera añadido desde los años cincuenta. Sofá, mesa y butacas de teca, una vitrina, una pequeña librería. Muchas macetas en las ventanas… para protegerse de las miradas de fuera, probablemente. Unos cuantos cuadros con motivos marinos… y las fotos de familia. La de boda. Dos niños en diferentes épocas. Un chico y una chica. Parecían casi de la misma edad, la chica tenía que ser Eva…

Ella regresó con la bandeja del café en las manos.

– La acompaño en el sentimiento, señora Ringmar.

Ella asintió y apretó aún más las mandíbulas. Van Veeteren pensó en un pino encogido y mucoso.

– Ya ha estado aquí un policía.

– Lo sé. Mi colega Münster. No deseo molestarla, pero hay algunas preguntas que quisiera hacerle para completar, simplemente.

– Pregunte. Estoy acostumbrada.

Sirvió el café y le acercó un plato con las pastas a Van Veeteren.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– Algo de… los antecedentes, por así decir.

– ¿Y eso por qué?

– Nunca se sabe, señora Ringmar.

Por alguna razón, pareció conforme con esa respuesta y, sin que él tuviera que decirle nada, se puso a hablar.

– Yo estoy sola ahora, ¿sabe usted?… ¿es usted comisario?

Van Veeteren asintió.

– No sé si usted puede entenderlo, pero es como si lo hubiera presentido. Es como si supiera que iba a quedarme la última…

– ¿Su esposo?

– Murió en 1969… fue lo mejor que pudo pasar. Los últimos años… no era el mismo. Bebía, pero se lo llevó un cáncer.

Van Veeteren se metió una pasta pálida en la boca.

– Los niños no le echaron en falta, pero no había nada de malo en él. Era sólo que no tenía fuerzas. Eso pasa con algunas personas, ¿no le parece, comisario?

– ¿Cuántos años tenían sus hijos… Eva y un hijo, si no me equivoco?

– Quince. Son gemelos… eran gemelos, no sé cómo decir…

Sacó un pañuelo del bolsillo del delantal y se sonó.

– Rolf y Eva… sí, suerte que se tuvieron el uno al otro.

– ¿Por qué?

Ella dudó un poco.

– Walter tenía… una idea bastante anticuada de la educación de los hijos.

– Entiendo. ¿Les pegaba?

Ella asintió con la cabeza. Van Veeteren miró por la ventana. No necesitaba hacer más preguntas. Sabía lo que significaba, bastaba con pensar en su propia niñez.

Encerrado en la buhardilla. Pesados pasos por la escalera. Aquella tos seca…

– ¿Qué fue de su hijo… Rolf?

– Emigró. Se enroló en un barco cuando tenía sólo diecinueve años. Debe de haber sido por una chica, pero nunca contó nada. Era muy cerrado… un poco como su padre. Espero que haya cambiado con los años.

Había un tono en su voz que daba testimonio de… ¿de qué?, pensó Van Veeteren. ¿De que había perdido toda esperanza pero estaba, sin embargo, firmemente decidida a vivir hasta el final?

– ¿Va usted a la iglesia, señora Ringmar?

– Nunca. ¿Por qué lo pregunta?

– No importa. ¿Qué fue de Rolf?

– Se estableció en Canadá. No he… vuelto a verle desde la tarde en que se fue.

Aunque lo había pensado durante mucho tiempo, le resultaba difícil pronunciar las palabras, se notaba con facilidad.

– Pero escribiría…

– Dos cartas. Una llegó en 1973, el mismo año que se fue. La otra, dos años más tarde. Pienso que…

– ¿Sí?

– Pienso que le daba vergüenza. Es posible que le escribiera a Eva, eso decía ella en todo caso, pero nunca me enseñó nada. A lo mejor lo inventaba para alegrarme.

Se quedaron callados un rato. Van Veeteren tomó un poco de café y ella le acercó más el plato de las pastas.

– ¿Cuándo se fue Eva de casa?

– Medio año después que Rolf. Había hecho la reválida y obtuvo plaza en la Universidad de Karpatz. Ella era la que tenía una buena cabeza, no sé de dónde la había sacado. Estudió idiomas, se hizo profesora de francés e inglés, bueno, todo eso ya lo sabe usted…

Van Veeteren afirmó.

– Luego se casó con ese Berger. Pudo haber salido bien a pesar de todo. Al cabo de unos años tuvieron un hijo… Willie… fueron unos años felices, creo yo, pero luego ocurrió la desgracia… se ahogó. Nosotros… nosotros somos una familia desgraciada, comisario, creo que lo he sabido toda mi vida. Las cosas son así para algunas personas… es imposible… ¿no le parece que es así?

Van Veeteren se tomó el último sorbo de café. Pensó un momento en su hijo.

– Pues sí, señora Ringmar -dijo-. Creo que es exactamente como usted dice.

Ella sonrió levemente. Van Veeteren se dio cuenta de que ella era de esa clase de personas que, pese a todo, habían aprendido a encontrar cierta satisfacción amarga en medio de la desgracia.

Una especie de: «¿No te lo decía yo, Dios? ¡Ya sabía que me engañabas desde el principio!».

– Tengo entendido que se separaron después de la desgracia…

– Sí, Eva se puso mal de los nervios con aquello… y Andreas no tuvo fuerza para cargar con todo.

– ¿Qué quiere decir?

– Pues… perder a Willie y Eva que empezó a beber y a hacer locuras… estuvo internada medio año… ¿lo sabía?

Van Veeteren asintió.

– Pues eso es lo que pasó.

Suspiró. Pero, de nuevo, no se trataba de una rendición total. Resignación solamente, una serenidad estoica ante las atrocidades de la vida. Van Veeteren sintió de repente algo que tenía que ser simpatía por esta mujercita atormentada… una simpatía cálida; no era un sentimiento al que tuviera la costumbre de entregarse y nada que hubiera esperado. Permaneció un rato callado antes de continuar:

– Pero se recuperó, su hija, me refiero.

– Sí, sí. Hay que reconocerlo. A mí me pareció que su marido podía haberla ayudado más, pero ella se recuperó, desde luego.

– ¿Tenía usted mucho contacto con su hija, señora Ringmar?

– No, la verdad es que nunca tuvimos mucha intimidad… yo no sé por qué, pero ella tenía su vida. No buscaba ayuda en mí, ni siquiera entonces… yo creo…

Se calló. Masticó una pasta y pareció buscar entre sus recuerdos.

– ¿Qué es lo que cree usted, señora Ringmar?

– Yo creo que ella pensaba que yo la había traicionado… a ella y a Rolf.

– ¿De qué manera?

– Pues… que debería haberlos defendido de Walter.

– ¿No lo hizo usted?

– Claro que lo intenté, pero quizá no fue suficiente. No sé, comisario… es difícil saber esas cosas.

Se hizo una pequeña pausa. Van Veeteren sacudió cuidadosamente unas migas de pasta al suelo. Sólo tenía dos preguntas más, las que en realidad le habían hecho venir hasta aquí para hacerlas.

– ¿Sabe usted si Eva tuvo relación con algún otro hombre… quiero decir antes que con Janek Mitter?

La señora Ringmar sacudió la cabeza.

– No lo sé… en realidad no lo creo. En todo caso, ella no dijo nada…, pero en realidad no solía decirlo. Vivió en Gimsen unos años, tuvo un puesto en un instituto femenino católico. Yo solía llamarla una vez a la semana, pero no nos vimos nunca.

– ¿Por qué se fue a vivir a Maardam?

– No lo sé. Por el trabajo, quizá; me parece que no le gustaba mucho enseñar sólo a chicas. Le resultaba un poco conventual, me figuro.

– Entiendo. Y respecto a Janek Mitter, ¿qué tiene que decir usted de él?

– Nada. No le conozco… mi hija me mandó una tarjeta de Grecia y me dijo que se había vuelto a casar.

– ¿Se sorprendió usted?

– Sí… yo creo que sí. Me alegré también… pero luego pasó lo que pasó.

Y de nuevo se encogió de hombros.

Como si la vida, en realidad, no tuviese nada que ver con ella, pensó Van Veeteren. Tal vez no fuera un mal método.

– Así que usted no sabe nada de su relación. Eva no le contó nada.

– No. Creo que hablé por teléfono con ella dos veces desde que regresó de Grecia. Aunque, sí, una vez contestó Mitter… me pareció simpático.


Cuando llegó a la plaza había empezado a llover de nuevo. Un par de comerciantes estaban cubriendo con plásticos los embalajes de los productos, verduras, un vivero de pescado en miniatura, unos tarros de confitura, casera probablemente. Le hicieron un gesto, pero eso fue todo.

Se subió el cuello y se metió las manos en los bolsillos. Se quedó un rato de pie junto al coche, dudando. La lluvia era suave, no caía, flotaba alrededor como un velo húmedo al viento. Acariciaba como una mano suave y sensible los bajos tejados de las casas, el discreto y encalado ayuntamiento, la solitaria aguja de la iglesia… lo único que se atrevía a salir y desafiar al enorme cielo.

El encuentro con la señora Ringmar no había salido exactamente como él había imaginado. Pensándolo bien, era difícil decir lo que se esperaba, pero había algo…

Soltó las llaves del coche. Echó una mirada al reloj y empezó a andar en dirección al mar. Siguió por uno de los rompeolas y se quedó en la punta observando las picadas olas que perezosamente se colocaban en la base de cemento. El aire era una trinidad de humedad, sal y gritos de gaviotas. De pronto sintió frío.

Algo hay, pensó…, algo que todo el tiempo me retiene.

Se metió las manos aún más adentro en los bolsillos y emprendió el regreso a la tierra.

15

Había pedido papel y le habían dado una gruesa entera.

Arriba, su nombre y luego una sola línea. No más. Una línea. Clavó los ojos en ella.

¿Cómo no la echo de menos?

Era una formulación rara. Subrayó cómo. ¿Cómo no la echo de menos?

Subrayó también no.

¿Cómo no la echo de menos?

Más rara todavía. Cuanto más consideraba la pregunta, más fuerte se volvía el sentido; y no al revés, lo que habría sido más lógico. Sonrió y se concentró y no la soltó ni un segundo ni con la vista ni con el pensamiento, y muy atrás en lo inconsciente empezaron a tomar forma las respuestas.

De la misma manera que no echo de menos el tiempo pasado.

De la misma manera que no pido que el pasado sea el ahora.

Cuando me declaren inocente o cuando tenga permiso, pensó, iré a su tumba y me sentaré un rato. Me sentaré con cigarrillos y con vino.

Culpa, castigo, gracia. Culpa, castigo, gracia. ¿Qué más daba si el castigo era por otra cosa?

¡Que me condenen! ¡Que me condenen duramente, pero que sea rápido!


Arrojó la pluma lejos de sí. Volvió a encogerse en la litera con las rodillas dobladas y las manos debajo como un niño pequeño. Cerró los ojos y las imágenes llegaron una tras otra como en un flujo…

El 29 de junio, un jueves.

– ¿Sabes lo que me pasó hoy, Janek? -había dicho ella-. Se me han declarado.

Su sangre se había detenido. Se quedó de piedra.

– Pues sí, un hombre desconocido se me acercó cuando estaba esperando el autobús y me preguntó si quería casarme con él. Algunos saben aprovechar el momento.

– ¿Y qué le contestaste?

– Que lo pensaría.

Ella también había sonreído, pero él sabía que tenía el sexo abierto de par en par y había sangre entre sus dientes.

– Nos casamos, Eva.

Y eso fue todo.

Apoyó la frente contra la pared. Era agradable. En cualquier momento podía decidir volverse completamente normal, era un acto de voluntad, nada más… elegir la más fina, la más resistente y la más gris de todas las mareas de pensamientos y aferrarse a ella firmemente como un sacerdote ciego.

¿Cómo no la echaba de menos?

De la misma manera que no se echa de menos lo insoportable.

Como un tigre joven no echa de menos su propia muerte.


Ese hombre.

Que existía. Que no existía.

Que llamaba y colgaba si contestaba él. Una y otra vez.

Con quien ella hablaba cuando él no estaba en casa.

Que no existía y que la hacía soñar malos sueños. Que la hacían decir:

– Si me muero pronto, ¡perdóname, Janek! ¡Perdóname, perdóname!

Que ella negaba una y otra vez.

– No hay ningún hombre. No hay ningún hombre. Sólo hay tú y yo, Janek. ¡Créeme, créeme, créeme!

Era tan acojonantemente teatral que él comprendió que tenía que ser verdad. Porque tenía que ser la sangre y el dolor y la muerte lo que era verdad… no el engaño. Y cuando su sexo se ceñía a él, eso no podía ser más que verdad. No había preguntas. Tenía que ser la fuerza, no la debilidad. La culpa y el castigo y la gracia no tenían ningún sitio ni ningún nombre en esto.

¡Olvídame! ¡Olvidémonos el uno del otro cuando no estemos! ¿Podríamos amar alguna vez si no existiera la muerte?

¿Por qué reñían?

¿De qué hablaban allí en el balcón?

Golpeó la pared con la cabeza. Riendo y llorando.

16

– ¿Su nombre completo, por favor?

– Gudrun Elisabeth Traut.

– ¿Profesión?

– Profesora de alemán e inglés en el instituto Bunge.

– ¿Es usted colega de Janek Mitter y de Eva Ringmar?

– Sí. Soy colega de Mitter. Era colega de Eva Ringmar.

– Claro, claro. ¿Tiene usted… o tenía… una relación más cercana con alguno de los dos?

– No, no podría afirmarlo. He trabajado en el instituto más o menos tanto tiempo como Mitter, pero tenemos asignaturas diferentes. Nunca hemos tenido nada que ver.

– ¿Y Eva Ringmar?

– Ella llegó hace dos años, cuando se jubiló el catedrático Monsen. Las dos trabajábamos en el departamento de lenguas.

– ¿Eran ustedes amigas?

– No, no, en absoluto. Participábamos en las mismas reuniones de planificación, hacíamos bastantes pruebas conjuntas, nos sustituíamos en alguna clase si una de nosotras estaba enferma; es lo habitual en nuestro departamento.

– Pero ¿no tenían ninguna relación fuera del trabajo?

– ¿Con Eva Ringmar?

– Sí.

– No, nunca.

– ¿Sabe usted si Eva Ringmar solía verse con alguno de los otros profesores del instituto… fuera del trabajo, por así decir?

– No, no creo que hubiera nadie… excepto Mitter, claro…

– Por supuesto. Señorita Traut, le ruego que nos cuente el suceso que le ha contado a la policía y que tuvo lugar el lunes 30 de septiembre, es decir, cinco días antes de que Eva Ringmar fuera asesinada.

– ¿Se refiere usted al episodio en el cuarto de trabajo?

– Sí.

– Bien. Fue después de la última clase del día. Yo había hecho una prueba de alemán en un segundo curso y se había alargado un poco. Debían de ser las cuatro y cuarto cuando entré en el cuarto de idiomas, donde tenemos nuestras mesas de trabajo. Estaba convencida de que yo era la última, pero para mi sorpresa veo a Eva Ringmar sentada a su escritorio. No es normal que ninguno de nosotros se quede después de la última clase. Uno está tan agotado al cabo de seis o siete clases que no se tienen fuerzas, sencillamente, para emprender ningún trabajo a esas horas, es preferible coger lo que hay que corregir y llevárselo a casa para hacerlo por la tarde o por la noche. Ésa es nuestra situación…

– Entiendo. Pero ese día Eva Ringmar se había quedado…

– Sí, pero no estaba trabajando, estaba sentada con la cabeza apoyada en las manos mirando por la ventana.

– ¿Le habló usted?

– Sí. Le pregunté si no iba a irse a casa.

– ¿Qué contestó?

– Primero se sobresaltó como si no se hubiera dado cuenta de que yo había entrado en la habitación. Luego dijo…, sin mirarme… con los ojos fijos en la ventana…, que tenía miedo.

– ¿Miedo?

– Sí.

– ¿Recuerda usted exactamente lo que dijo?

– Naturalmente. Dijo: «Ah, es usted, señorita Traut. Qué bien. Tengo tanto miedo hoy, ¿sabe usted?».

– ¿Está usted segura de que empleó justamente esas palabras?

– Sí.

– ¿Hablaron ustedes algo más?

– Sí, yo le pregunté si tenía miedo de volver a casa.

– Y ¿qué respuesta le dio?

– Ninguna. Dijo sólo: «No, no es nada». Luego cogió su bolso y se marchó.

– Señorita Traut, ¿qué conclusiones sacó usted de lo que dijo? ¿Cuál fue su primera impresión?

– No sé… tal vez que parecía más resignada que asustada, en realidad.

– ¿Tiene usted la impresión de que esperaba a otra persona y no a usted? Su réplica parece indicarlo.

– Sí, me parece que es así.

– Usted pensó que se alegraba de que fuera usted la que entraba y no otro de sus colegas.

– Sí, así me lo pareció.

– ¿Quién podía haber sido?

– ¿Hay más de una posibilidad?

– ¿Se refiere usted al acusado?

– Sí.

Hasta este momento Rüger no protestó.

– Solicito que las cinco últimas preguntas y sus respectivas respuestas sean borradas del acta. El fiscal induce constantemente a la testigo a adivinar. A especular con cosas de las que no tiene la más remota idea…

– ¡Se rechaza la protesta! -decidió Havel-. Los miembros del jurado deben tener, sin embargo, en cuenta que la testigo en este caso ha sacado conclusiones propias a partir de observaciones muy escasas. ¿Tiene más preguntas el señor fiscal?

– Dos, señor juez. ¿Sabe usted, señorita Traut, si Eva Ringmar tuvo alguna relación, aparte de las puramente profesionales, con alguno de sus colegas masculinos… aparte del señor Mitter?

– No.

– ¿Vio usted u oyó hablar de algún otro hombre, fuera del señor Mitter, en relación con Eva Ringmar durante los dos años que trabajó en su instituto?

– No.

– Gracias, señorita Traut. Señor juez, no tengo más preguntas.


Rüger no se molestó ni en levantarse.

– Señorita Traut, ¿tiene usted, en realidad, algún conocimiento de la vida privada de Eva Ringmar?

– No, no había…

– Gracias. ¿Sabe usted algo de la relación entre Ringmar y Mitter?

– No.

– Si hubiese habido otros hombres en la vida de Eva Ringmar, ¿hay algo, por pequeño que sea, algo que indique que usted tendría que saberlo?

– … No.

– Gracias, eso es todo.


– ¿Nombre completo y profesión?

– Beate Kristine Lingen. Trabajo como esteticista en el Instituto Mêtre de Krowitz, pero vivo aquí, en Maardam.

– ¿Qué relación tenía usted con la muerta, Eva Ringmar?

– Era su amiga, podríamos decir, aunque no nos veíamos muy a menudo.

– ¿Cómo conoció usted a Eva Ringmar?

– Éramos del mismo curso en el instituto… en Mühlboden. Hicimos la reválida juntas. Seguimos viéndonos después durante algunos años.

– ¿Y luego?

– Luego perdimos el contacto. Nos trasladamos a ciudades diferentes… nos casamos… etcétera.

– ¿Está usted casada ahora?

– No, estoy separada desde hace cinco años.

– Entiendo. ¿Cuándo volvió a encontrarse con Eva Ringmar?

– Cuando acababa de venir a vivir aquí. Hace dos años, aproximadamente. Nos encontramos por la calle, simplemente, y decidimos quedar un día…, hacía más de quince años que no nos veíamos. Y así reanudamos la amistad, pero no es que nos viéramos con mucha frecuencia.

– ¿Con qué frecuencia?

– Nos veíamos… una vez al mes, quizá, no, ni siquiera tanto. En total unas diez o doce veces en estos dos años.

– ¿Qué hacían?

– ¿Cuando nos veíamos? Pues… diferentes cosas… a veces nos quedábamos hablando en su casa o en la mía, a veces íbamos al cine o a comer en algún sitio.

– ¿A bailar?

– No, nunca.

– ¿Eran ustedes… buenas amigas, amigas íntimas?

– Sí, creo que lo éramos… aunque quizá no del todo.

– ¿Sabe usted si Eva Ringmar tenía otras amigas u otra amiga con quien confiarse?

– No, estoy bastante segura de que no. Le gustaba estar sola.

– ¿Por qué?

– Yo creo que tenía que ver con lo que había pasado… con el accidente de su hijo…, ustedes lo saben, supongo.

– Sí. ¿Quiere usted decir que había elegido una vida bastante aislada?

– No aislada, pero tampoco tenía mucha necesidad de otras personas. Solía decir algo por el estilo…

– ¿Y de hombres?

– No creo que tuviera a nadie… excepto Mitter.

– ¿Usted cree?

– Estoy bastante segura.

– ¿Nunca mencionó a nadie?

– No.

– Pero hablarían ustedes de hombres…

– A veces…, la verdad es que hay temas más interesantes.

– ¿De veras? Bueno, bueno, durante ese tiempo que ustedes se trataron, esas diez o doce veces… ¿notó usted en alguna ocasión algo que indicara que mantenía relaciones con un hombre?

– No.

– ¿Cree usted que lo hubiera notado de haber sido así?

– Sí. Ella me lo habría dicho también…

– ¿Ah, sí?

– Sí, como me contó lo de Mitter.

– ¿Cuándo fue eso?

– En mayo… alrededor del 10 si no me equivoco. La llamé para preguntarle si quería que fuéramos al cine, pero me contestó que no tenía tiempo. Que había conocido a un hombre, dijo.

– ¿Le contó quién era?

– Claro.

– ¿Habló usted con ella o se vio con ella alguna otra vez después?

– Sí, me telefoneó a mediados de septiembre. Me contó que se había casado y me preguntó si podíamos vernos.

– ¿Y en qué quedaron?

– Yo me iba a Linz a un curso de dos semanas, pero prometí llamarla cuando volviera.

– Y ya fue demasiado tarde.

– Sí.

– ¿Cómo la encontró cuando habló con ella en septiembre?

– ¿Cómo la encontré?

– Sí, ¿notó usted algo especial? ¿Parecía contenta… o preocupada o…?

– No… no noté nada especial.

– ¿Se sorprendió de que se casara?

– Pues yo creo que sí…

Una pausa corta. Ferrati hojeó sus papeles. El moscardón se despertó después de haber dormido cuatro días. Emprendió un zumbante viaje por encima de los congregados, pero no encontró nada de valor y regresó a la esfera del techo. El juez Havel le siguió un rato con la mirada mientras se secaba la nuca con un pañuelo multicolor.

– Señorita Lingen -retomó Ferrati-. Durante los dos años en los que tuvo usted contacto con Eva Ringmar, ¿hubo en algún momento motivo para suponer que mantenía relaciones con algún hombre, aparte de Janek Mitter?

– No.

– ¿Tenía… enemigos?

– ¿Enemigos? No, ¿por qué iba a tenerlos?

– Gracias, señorita Lingen. No tengo más preguntas.


Rüger permaneció sentado también ahora.

– Señorita Lingen, ¿le dice algo el nombre de Eduard Caen?

– No.

– ¿Nada?

– No, nada.

– ¿Está usted segura?

– Sí.

Rüger se puso de pie. Sacó un papel doblado del bolsillo interior y se lo tendió a Havel.

– Señor juez, permítame que entregue al tribunal una lista con las fechas en las que Eva Ringmar se reunió con Eduard Caen desde el 15 de octubre de 1990 hasta el 20 de febrero de 1992… en total, catorce encuentros. Están ordenados cronológicamente y confirmados por el propio señor Caen. No tengo más preguntas que hacerle a la testigo.

17

Se despertó a las cinco y veinte.

Se quedó acostado un rato tratando de recuperar el sueño, pero no pudo. Viejas imágenes y recuerdos de todo tipo se le echaron encima y al cabo de media hora se levantó. Se puso la camiseta y los pantalones encima del pijama y fue a la cocina. Vio por la ventana que el kiosco de la plaza aún no estaba abierto y se quedó esperando sentado a la mesa.

Cuando se abrieron las contraventanas, ya estaba allí. No había el menor riesgo; la señora le conocía y no era la primera vez que madrugaba tanto.

Con el Neuwe Blatt bajo el brazo subió las escaleras a zancadas. Se encerró con llave y extendió el periódico ante sí. Empezó a buscar.


La noticia ocupaba una página entera y la leyó dos veces. Dobló el periódico, apoyó la cabeza en las manos y se puso a pensar.

¿Pérdida de memoria?

De todas las posibilidades que había barajado durante esas semanas, esto no se le había ocurrido nunca.

¿Pérdida de memoria?

Al cabo de un rato comprendió que ésa era la única respuesta.

La única y la correcta. Mitter le había olvidado. Estaba tan borracho que, sencillamente, no recordaba…

Sintió que las comisuras le tiraban. Ahora tenía sueño después del madrugón…, pero claro que era una señal. Una señal más de que éste era el buen camino. Ahora era libre y fuerte… sólo necesitaba mirar hacia delante. Nada que temer. Un león.

Algo se le retorció en el estómago.

¿Miedo?

¿Podría Mitter empezar a recordar?

Tuvo una náusea ácida.


Se tomó dos tabletas para el estómago. Las tragó con soda. Volvió a la cama.

La idea ya estaba lista. No se preocupó de analizarla con más detenimiento. Todavía no era necesario. No había prisa… podía permitirse esperar y ver cómo se desarrollaba todo. El cosquilleo había vuelto a despertarse, pero lo mantuvo a raya. Cierto que estaba lleno de fuerza y de actividad, pero aún era demasiado pronto. Aún podía dedicarse a otras cosas. A otros cosquilleos.

Liz. Metió la mano debajo de las sábanas. Tenía eso por delante. Lo viejo y enfermizo se había terminado. El miércoles, Liz. Su mujer.

Ella le seduciría, lo había visto en sus ojos…, y él la dejaría hacer. Hasta el último momento la dejaría hacer, luego cogería él la iniciativa y la penetraría hasta hacerla gritar de placer. Por detrás y por delante y de lado.

Eva ya no estaba. Ahora estaba Liz. El miércoles.

18

– ¿Cómo coño es posible que no supiéramos nada de ese Caen?

Van Veeteren empezó antes de que Münster hubiera tenido tiempo de cerrar la puerta. Münster se dejó caer en su lugar habitual entre los archivadores y se tomó dos pastillas para la garganta.

– ¿Y bien?

– Se había dicho que no era necesario revisar todo su pasado… no comprendo por qué sigue usted dándole vueltas a eso. Me tropecé con el jefe en la cantina. Dijo que ahora teníamos que empezar a dedicarnos en serio a estos incendios intencionados.

– Münster, me importa un huevo lo que Hiller piense que debemos hacer. Si quieres saberlo, el pirómano se llama Garanin, es ruso y basta con que le pongamos a un hombre detrás a partir del incendio número doce.

– ¿Por qué?

– Es un lunático. Sólo actúa cuando hay luna llena. Lo miré esta mañana, también tengo su dirección, pero vamos a cogerle in fraganti. Ahora se trata de Caen. ¿Qué has sacado en limpio?

Münster carraspeó.

– No he hablado con él personalmente, le mandé un fax esta mañana. Es de suponer que llegará la respuesta durante la noche, no tienen la misma hora que nosotros.

– ¿De veras?

– Hum… sí, y luego fui a ver a Rüger. No quería decir nada, claro, así que le di un par de ideas para el juicio de Henderson.

– ¡Bravo, Münster! ¡Sigue!

– Caen era su terapeuta. Se ocupó de ella cuando estuvo ingresada en Rejmershus y luego siguieron en contacto cuando ella salió. En realidad Rüger no tiene mucho más que las fechas de sus encuentros. Lo que le interesaba era sobre todo apretar a la testigo que creía saberlo todo de Eva Ringmar, según dijo.

– ¿Eso es todo?

– Ha hablado por teléfono con Caen dos veces, pero no cree que eso tenga ninguna importancia para el caso. Yo me inclino a darle la razón.

– ¡Deja que yo decida lo que tiene importancia y lo que no, Münster! ¿Qué más sabes?

– Que se trasladó a Australia en marzo de este año. Por eso se interrumpieron los encuentros… él tiene una clínica privada en Melbourne. Su mujer es de allí, probablemente ése es el motivo…

– ¿Qué tenía que decir de Eva Ringmar?

– No mucho, al parecer, pero no creo que Rüger le presionara demasiado.

Van Veeteren se rascó la nuca con un lápiz y reflexionó.

– ¿Rüger? No, seguramente, no. ¿Qué le decías en el fax?

Münster se retorció.

Ya ha vuelto a hacer alguna tontería, pensó Van Veeteren. ¡Como haya metido la pata va a acordarse de su puta madre!

– Sólo le pedí que confirmara la fecha y que estuviera disponible para una llamada telefónica… suya, comisario. Si contesta al fax puede usted llamar mañana por la mañana.

Van Veeteren sacó su escarbadientes y lo contempló un rato.

– ¡Bien, Münster! -dijo por fin.

Münster enrojeció.

Un tío que ha cumplido los cuarenta debería haber perdido la costumbre de enrojecer, pensó Van Veeteren. Además es policía. Pero daba igual. Van Veeteren se levantó.

– ¡Vamos a jugar al bádminton!

Dio unos cuantos pelotazos al aire.

– ¡Tengo la corazonada de que hoy voy a barrerle de la pista, intendente!

– Pero…

– ¡No hay pero que valga! Asome la nariz al despacho de Hiller y dígale que nos estamos matando a trabajar con el pirómano. Por cierto, tenemos que pasar por mi casa antes. ¡Tengo que ver a la puta perra… ja, ja!

Münster suspiró discretamente. Cuando al comisario le daba por bromear eso podía significar cualquier cosa… excepto que se le llevara la contraria.


– ¿Qué impresión sacaste de Andreas Berger? -preguntó el comisario mientras Münster intentaba encontrar la salida del laberíntico garaje del edificio de la Policía.

– Inocente, sin duda.

– ¿Por qué?

– Tiene coartada para toda la noche. Vive allá arriba, en Karpatz… con una nueva esposa y dos críos, y un tercero en camino. Muy simpático, su esposa también. Él trató de ayudar a Eva a enderezar su vida después de la tragedia, quería que volvieran a intentarlo…, fue ella la que se empeñó en divorciarse.

– Todo eso lo sé… ¿no hay ahí nada podrido?

– ¿Podrido?

– Sí, in the State of Denmark… quiero decir que si no trató de engañarte.

Münster aguardó unos segundos.

– ¿No ha oído usted la grabación?

– Sí, claro que la he oído. Quería simplemente asegurarme…

– Y ¿usted no puede pensar en informarme de por qué seguimos dándole vueltas a esto? Yo creía que se había decidido por Mitter hace tiempo…

– Son únicamente las vacas las que no cambian de opinión, Münster. Va como un tren todo este caso, ése es el problema. A mí no me gustan los juicios que van como trenes… por Dios, si hasta los testigos de la defensa llegaron a echarle sombras encima. Weiss y… ¿cómo se llama el otro?

– Sigurdsen.

– Eso, Sigurdsen. Y ese descolorido jefe de estudios. Han sido colegas de Mitter durante quince años y no son capaces de soltar nada mejor que, en todo caso, ellos no han notado en él tendencias violentas. «¿Eh? ¡Nosotros no hemos visto nada!» Con semejantes amigos no necesita uno enemigos, Münster. Parece que los profesores son igual de miserables que cuando uno estudiaba. Algunos siguen siendo los mismos, además.

– ¿Y Bendiksen?

– Algo mejor, pero tampoco él parece excluir del todo la posibilidad de que Mitter lo haya hecho. Ésa es la pega, Münster… todos y cada uno de esos cabrones, inclusive el propio Mitter, quizá, creen que es él quien lo ha hecho. Y sin embargo no tiene ni la más mínima sombra de antecedentes. Un par de bofetadas a su ex esposa, seguramente bien merecidas, y una infame historia de chivo expiatorio en una fiesta de alumnos. ¡Apuesto a que tu propio registro de delitos es diez veces más grande, Münster!

– No diga eso, comisario. En todo caso, nunca me han pillado.

Van Veeteren soltó una risita.

– ¡No faltaba más! Tú eres policía. A los policías no los pillan.

Se quedó callado un rato trabajando con el palillo.

– Como quiera que sea -siguió diciendo-, no hay absolutamente nada que hable en favor de Mitter y eso significa que van a condenarle. Luego se dedicarán a discutir con muchas fiorituras sobre la carga de la prueba por aquí o la carga de la prueba por allí hasta que les crezca moho en los morros. En este caso, eso no vale. El fiscal no ha presentado ni una puta prueba. Y sin embargo, Mitter será condenado.

– ¿Por asesinato?

– No me extrañaría… sí, la verdad es que estoy convencido. Pero aunque fuera por chaladura, da igual. Pobre diablo, ha perdido el control para siempre. Es una lástima porque parece un tío divertido… ¡Oye, para! ¿Por qué no sigues todo derecho, Münster? ¡Vamos a mi casa primero!

– Es dirección prohibida, comisario.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Van Veeteren-. Tu registro de delitos no debe de ser como para presumir, me temo.

Münster suspiró y aumentó la velocidad. El comisario se sumió en sus pensamientos. A la altura de la iglesia de Keymer, sacó un purito y echó una ojeada a Münster. En realidad no era fumador, pero sabía que el humo picante de aquellas bellezas negras rebajaba las condiciones físicas de su contrincante más que las suyas. Especialmente si no se tragaba el humo. Si no otra cosa, ésa era una fórmula importante para la preparación psíquica antes del partido.

Münster frenó delante de Klagenburg, 4. Van Veeteren colocó cuidadosamente el humeante purito en el cenicero y se apeó del coche.

– Puedes esperar aquí. Vuelvo dentro de cinco minutos.

Münster apagó el motor y bajó la ventanilla. Miró al comisario que subía las escaleras a paso gimnástico.

Dentro de diez años se jubilará, pensó. Diez años… ¿cuánto tiempo aguanta uno jugando al bádminton?

Se acordó de haber visto a viejos que debían de tener más de setenta años dando vueltas por las pistas… Y pasó a pensar en otras cosas.

En Synn, por ejemplo. Su bella esposa que quería que cogieran a los niños y se tomaran unas verdaderas vacaciones de invierno este año… dos semanas en diciembre cuando los precios estaban más bajos, era eso lo que ella había pensado, si la había entendido bien. Viajar a una isla alejada en un mar azul, con rumorosas palmeras y un bar en la playa…

Y en cómo hacer para plantearle una cosa así a Hiller. Claro que tenía horas extraordinarias de sobra, pero dos semanas…

¿Dos semanas?, resoplaría Hiller con una cara como si le hubieran pedido que posara desnudo para la revista de la Policía. ¡Dos semanas!

Y ahora tenía que jugar al bádminton de nuevo durante la jornada laboral.

19

Alguien le había mandado un cura.

No sabía quién. Rüger o el jefe de Policía o el senil del juez ese… difícil saberlo. Quizás había sido por su propia iniciativa; según dijo él, no hacía falta ningún eslabón mediador. Sólo Dios Padre.

El cura sonrió con una sonrisa acuosa. Tenía que secarse los ojos todo el rato; dijo que era a causa de la sequedad del aire y del sistema de ventilación.

– Yo suelo escuchar el sistema de ventilación -dijo Mitter-. Creo que puede ser la voz de Dios.

El pastor asintió con interés.

– ¿Sí?

– Seguramente conoce usted la voz de Dios, ¿no es así?

– Sí…

– Es bastante monótona, ¿no le parece?

– La voz de Dios llega de modo distinto a distintos oídos.

– ¿Qué cojones de relativismo es ése? -dijo Mitter.

– Bueno… yo sólo quiero…

– ¿Pretende usted afirmar que el Señor no es más que un cuento fenomenológico? ¡Haga el favor de enseñarme su tarjeta de identidad!

El cura sonrió afable. Pero una vacilante arruga trató de instalarse en su reluciente frente.

– ¡Si usted no es capaz de referir la prueba ontológica de Dios, hago que le echen de aquí inmediatamente!

El cura se secó los ojos.

– Quizá sea mejor que vuelva en otra ocasión. Veo que le pongo de mal humor.

Mitter llamó al guardia y dos minutos más tarde volvía a estar solo.


También le mandaron una psicoterapeuta.

Era una mujer de unos treinta años y el guardia permaneció apostado todo el tiempo al otro lado de la puerta.

– ¿Es usted danesa? -preguntó Mitter.

Tenía el pelo rubio y la nuca alta, así que la pregunta no era injustificada. Ella negó con la cabeza.

– Me llamo Diotima -dijo-. ¿Me permite que hable con usted un rato?

– Es un nombre bonito y raro -dijo Mitter-. Puede usted quedarse todo el tiempo que quiera.

– Han pedido que pase usted un reconocimiento psiquiátrico -siguió Diotima-. Independientemente de cómo sea la sentencia…

– Estoy muy agradecido -dijo Mitter-. En cualquier caso no había pensado reanudar la enseñanza inmediatamente.

Diotima asintió. Llevaba el pelo en una cola de caballo que oscilaba un poco hacia delante y hacia atrás cada vez que movía la cabeza. Mitter se hubiera acercado de buena gana y le hubiera puesto una mano en la nuca, pero no se sentía bastante limpio. Diotima tenía una lozanía que era completamente inconfundible; escondió sus manos entre las rodillas tratando de pensar en otra cosa.

– ¿Cómo se siente? -preguntó.

Él reflexionó, pero no dio con una respuesta adecuada.

– Ha sido penoso…

Ella bajó la voz al final, de modo que él no pudo saber si era una pregunta o una afirmación. Y ¿se refería a él o a sí misma…?

– Éste no es un sitio para curarse -continuó.

Él sonrió fugazmente.

– ¿Sabe cuánto tiempo ha estado aquí?

Él asintió.

– ¿Qué día es hoy?

– Miércoles.

– Sí. Su sentencia se conocerá esta tarde. ¿Por qué ha preferido no estar allí?

Él se encogió de hombros.

– ¿Quiere un cigarrillo?

– De buena gana.

Ella sacó un paquete de su cartera. Lo dejó en la mesa entre los dos. Él liberó su mano derecha. Cogió un cigarrillo y lo encendió. Era un cigarro suave, mentolado, un tabaco típico de tías, pero a pesar de ello se lo fumó, agradecido, hasta el filtro.

De alguna manera exigía más concentración fumar precisamente un cigarrillo como aquél y no estaba muy seguro de las preguntas que ella le había hecho mientras fumaba. En todo caso, él no contestó nada.

Cuando apagó la colilla en el lavabo, ella se levantó y él se dio cuenta de que pensaba irse. Sintió un nudo de llanto en la garganta que se mezcló desagradablemente con el desabrido sabor de humo frío. Ella tal vez lo notara porque dio dos pasos hacia él y le puso la mano en el brazo un instante.

– Volveré -dijo-. Y, de todas maneras, no estará aquí metido mucho tiempo.

– Janek -dijo él-, me llamo Janek. No quiero que me trate de usted.

– Gradas. Diotima.

– Lo sé. Ya lo había dicho.

Ella sonrió. Tenía los dientes completamente regulares y blancos. Él suspiró.

– ¿Seguro que no eres danesa?

– Mi abuela paterna era de Copenhague.

– ¿No te lo decía yo?

– Adiós, Janek.

– Adiós, Diotima.


Rüger llegó con la noticia una hora después de la cena. Parecía más encogido que de costumbre y se sonó dos veces antes de empezar.

– No pudo ser -dijo.

– ¡Vaya! No pudo ser.

– No. Pero se quedó en homicidio. El jurado fue unánime. Seis años.

– ¿Seis años?

– Sí. Con buena conducta pueden quedarse en cinco.

– No tengo nada que objetar -dijo Mitter.

Rüger dejó pasar un rato.

– Va a pasar usted un reconocimiento de su estado mental -siguió diciendo luego-. Desgraciadamente es cuestión de su estado actual. Tal vez hubiéramos debido elegir otra línea de defensa, pero nadie considera que fuera usted irresponsable en el momento del crimen.

– Bueno -dijo Mitter. Empezaba a sentirse muy cansado-. ¿Quiere hacer el favor de ser breve?, creo que tengo que echarme a dormir pronto.

– Si sale usted adelante, irá a una cárcel estatal. Si no, irá usted a Greifen o a Majorna.

– ¿A Majorna?

– Sí, en Willemsburg. ¿Lo conoce? Es un antiguo establecimiento del siglo xix. Quizá sea preferible Greifen…

– A mí me da igual.

– Si mejora usted le trasladarán en seguida a la cárcel, pero puede beneficiarse del tiempo transcurrido en el psiquiátrico…, eso es lo que hay. ¿Está usted cansado?

Mitter asintió con la cabeza.

– Le sacarán de aquí mañana. Espero que pueda dormir bien esta noche, a pesar de todo.

Le tendió la mano. Mitter la cogió.

– Siento mucho que no lo consiguiéramos. Lo siento sinceramente.

– No importa -dijo Mitter-. Haga el favor de dejarme solo ahora. Seguro que tendremos oportunidad de hablar en otra ocasión.

– Seguro -dijo Rüger, y se sonó una vez más-. Adiós y que tenga suerte mañana, señor Mitter.

– Adiós.

Es un tipo terriblemente hablador, pensó cuando la puerta se cerró tras el abogado. Tengo que acordarme de atarle corto en lo sucesivo.

20

– Bueno -dijo Münster-. Ya está.

– Vaya -dijo Van Veeteren.

– ¿En qué quedó?

Van Veeteren emitió un bufido.

– Majorna. ¿No ha contestado Caen?

– No, pero tenemos bastantes cosas a las que dedicarnos.

– ¿De veras? ¿A qué, por ejemplo?

– A esto, para empezar -dijo Münster acercándole el periódico.


El caso de la prostituta mulata que fue descubierta clavada en una cruz en el elegante barrio de Dikken mantuvo ocupados a Van Veeteren y a Münster durante un día y medio. Una organización neonazi asumió la responsabilidad del crimen y todo el asunto pasó a la sección antiterrorista de la Policía nacional.

Münster se fue a casa y durmió dieciséis horas seguidas y Van Veeteren habría hecho lo mismo de no haber sido por Bismarck. La perra estaba ya tan mal que lo único que quedaba era poner fin a su vida. Llamó a Jess y le explicó la situación, con lo que su hija sufrió un repentino ataque de sentimentalismo y le arrancó la promesa de mantener al animal con vida dos días más para que ella pudiera estar presente en el adiós definitivo.

En todo caso, la perra era suya.

Van Veeteren pasó esos días arrastrándose por el suelo de la cocina medio loco de cansancio, mientras unas veces le metía papilla a la perra a cucharadas por un orificio y otras la limpiaba con un paño húmedo por el otro. Cuando por fin llegó Jess, él estaba tan morado de rabia y de agotamiento que ella, en medio de la aflicción, no pudo dejar de echar mano del quinto mandamiento.

– Papaíto querido -dijo dándole un beso en la boca-. Casi podíamos cogerte a ti también de paso, ya que estamos en ello.

Ante esto, Van Veeteren soltó un rugido de tal calibre que la viuda Loewe que vivía en el piso de abajo consideró oportuno telefonear a la Policía. El sargento de guardia, un tal Widmar Krause, joven y prometedor, reconoció sin embargo la dirección y estaba un poco al tanto de las circunstancias. Por propia iniciativa suspendió la intervención prometida.

Jess se ocupó de Bismarck. La llevó en el coche al veterinario, donde el animal exhaló el último suspiro en sus brazos un par de horas más tarde.

Van Veeteren se dio una ducha y, con inusual entusiasmo, se colgó de Münster por teléfono.

– ¿Ha contestado Caen? -vociferó en el aparato.

– No -contestó Münster.

– ¿Y por qué cojones no lo ha hecho? -siguió el comisario.

– ¿Cómo está Bismarck? -le devolvió el relajado Münster.

– ¡Cierra el pico! -rugió Van Veeteren-. ¡Contesta mi pregunta!

– No tengo la menor idea. ¿Qué cree usted?

– ¡Creer, se cree en la Iglesia y Dios está muerto! Dame su número ahora mismo… y métele el fax en el culo a Hiller.

Münster buscó el número de teléfono y media hora más tarde Van Veeteren lo había logrado.


– Caen.

– ¿Eduard Caen?

– Sí.

– Soy el comisario Van Veeteren. Llamo desde Maardam, en el viejo mundo.

– ¿Sí?

– Quisiera hacerle unas preguntas. Lamento la distancia.

– ¿De qué se trata?

– De Eva Ringmar. Supongo que le suena el nombre.

Hubo unos segundos de silencio.

– ¿Y bien?

– Debo recordarle mi confidencialidad…

– Yo también. Y también debo recordarle que tengo autoridad para llamarle a declarar si me da la gana.

– Entiendo. Veamos, comisario. ¿Qué desea saber?

– Son pequeñas cosas. En primer lugar, ¿tuvo usted una aventura con ella?

– Desde luego que no. Yo nunca tengo aventuras con mis clientes…

– ¿Así que no fue por eso por lo que se fue a Australia?

– ¡No diga usted tonterías, comisario! De verdad que no pienso contestar ese tipo de…

En esto se interrumpió la comunicación temporalmente. Van Veeteren golpeó la mesa varias veces con el auricular y, al cabo de un breve interludio en japonés, volvió a encontrar a Caen en el hilo…

– ¿… ese tipo de qué?

– De insinuaciones -contestó Caen.

– Estoy buscando a un asesino -continuó Van Veeteren imperturbable-. Un hombre. ¿Puede usted darme alguna idea?

Se hizo un silencio.

– No… -volvió a oírse a Caen vacilante-. No, no realmente. Para hablar con sinceridad… ¿puedo confiar en usted, comisario?

– Por supuesto.

– Para hablar con sinceridad, no conseguí nada con ella; y sin embargo, mejoró. Fue a causa de los problemas con la muerte de su hijo por lo que acudieron a mí…, pero había algo que…

Da la impresión de que sopesa cada palabra que dice, pensó Van Veeteren. No tiene ni idea de lo que cuesta telefonear al otro lado del planeta.

– ¿Algo qué?

– No sé. Había algo oculto… ella ni se molestaba en disimular… que había algo, quiero decir. Quizá no se podía disimular. Había algo que no contaba y reconocía abiertamente que era así… ¿comprende? No es fácil explicar todo esto por teléfono.

– Ella tenía un secreto.

– Dicho con sencillez, sí.

– ¿Un hombre?

– No tengo la menor idea, comisario. Ni la menor idea.

– ¡Deme una pista!

– No hay nada más que yo pueda decirle. ¡Se lo aseguro!

– ¿De qué coño hablaban?

– De Willie… el hijo. Hablábamos casi exclusivamente de él. Ella se valía de mí para recordarle. Yo también tengo un hijo de la misma edad, a ella le gustaba comparar… muchas veces hacíamos como que Willie estaba vivo, hablábamos de nuestros hijos y discutíamos su futuro… y cosas por el estilo.

– Ya… y ella mejoró.

– Sí, sí. Estos encuentros en Maardam no tenían la más mínima justificación desde el punto de vista terapéutico, pero ella era muy insistente…, yo le tenía simpatía y me pagaba mis honorarios. ¿Por qué iba a negárselo?

– Sí, claro, ¿por qué iba usted a hacerlo? ¿Qué opinión tiene usted del marido… Andreas Berger?

– No tengo una idea definida. Nunca nos vimos y ella no hablaba mucho de él. Fue ella la que quiso separarse… a causa del accidente, sin duda alguna, pero no me pregunte cómo… yo creo que él quería seguir con ella, incluso cuando estaba peor.

Van Veeteren reflexionó.

– Tenía la impresión de que habían detenido a un sospechoso -dijo Caen.

– Procesado y condenado -dijo Van Veeteren.

– ¿Condenado? ¿Ha confesado? ¿Por qué están ustedes entonces…?

– Porque no es él -interrumpió Van Veeteren-. ¿Puedo pedirle una cosa?

– No faltaba más.

– Si se acuerda usted de algo, por insignificante que sea, ¿tendría usted la bondad de comunicarse conmigo? Tiene usted mi número, ¿no?

– No, creo que no lo tengo…

– Pero ¿no ha recibido usted nuestro fax?

– ¿Su fax? No, es que no lo he mirado desde hace una semana… estoy de vacaciones, ¿sabe usted?

– ¿Vacaciones en noviembre?

– Sí, aquí ya casi estamos en verano. Veinticinco grados y los limoneros en flor…

– Claro, claro. Debería haberlo supuesto -dijo Van Veeteren.

21

Cuando Lotte Kretschmer se despertó el domingo 17 de noviembre, decidió casi inmediatamente acabar con su novio, un electricista de Süsslingen que tenía veintiún años llamado Weigand. La decisión había ido germinando en ella durante varias semanas, pero ahora había llegado el momento. Weigand dormía a su lado con la boca abierta como de costumbre, y como ella no quería dejarle en la ignorancia de una cosa tan importante, le sacudió para despertarle y le explicó la situación.

Cierto es que habían estado juntos ocho meses, pero ella no había contado con que las riñas, el llanto y las acusaciones ocupasen el día entero.

Cuando a las siete de la tarde salió por fin para ir a su trabajo sentía que lo que más necesitaba eran doce horas de sueño. En lugar de ello tenía doce horas de guardia por delante.

Esto, a modo de explicación. No de disculpa.

En el reparto de medicinas de las nueve de la noche, Janek Mitter, al igual que otros pacientes, recibió sin embargo dos tabletas de multivitaminas con el añadido de diez minerales importantes y selenio, en lugar de los habituales antidepresivos suavemente sedativos.

Ambos tipos de tabletas eran de color amarillo pálido, redondas y cubiertas de azúcar, y se guardaban en el mismo armario.

Tampoco esto a modo de disculpa.

Las consecuencias no dejaron de producirse. En lugar de dormir profundamente y sin sueños, Mitter se pasó la noche sorprendido y completamente despierto en su cama de tubos de acero viendo por la ventana el cielo estrellado que estaba casi tan brillante como la noche aquella en Levkes. Se acordó de que noviembre era el mes preferido de los astrónomos y que su cumpleaños debía de haber pasado… porque fue justamente el día que cumplió catorce años cuando su padre le regaló el telescopio.

¿Dónde estaría ahora?

Le llevó un rato aclararlo. Pero lo hizo. Lo tenía Jürg, como es natural. Jürg lo tenía en su cuarto mientras vivió con él, y se lo llevó cuando se trasladó a Chadów.

Así fue, todavía podía acordarse de unas cosas y otras.

Muchas otras cosas aparecieron y desaparecieron mientras estuvo acostado; cosas de hace mucho tiempo… recuerdos de infancia y pecados de juventud; cosas más recientes… Irene y los chicos, historias del instituto y viajes hechos con Bendiksen, pero no fue hasta muy avanzada la mañana cuando aquella noche se le plantó delante de los ojos…

Él estaba sentado en el rincón del sofá. Se había vestido y había velas encendidas por varios sitios y un olor a incienso jugueteaba en los orificios nasales. Eva andaba por allí envuelta en su kimono cantando algo, le costaba seguirla todo el tiempo con la mirada… tenía un vaso en la mano y se dio cuenta de que… no debía… absolutamente no debía beber ni una gota más… cuando volvía la cabeza la habitación se balanceaba… ni una gota más.

Se tomó un sorbo. Era un buen vino, lo notaba a pesar de tantos cigarrillos… fuerte y con cuerpo. Y ahora llamaban a la puerta. ¿Quién diablos…?

Eva gritó algo y desapareció. Comprendió que había ido a abrir al visitante, pero el vestíbulo estaba en una parte que él no podía ver. Se rio tontamente.

Sí, se acordó de que se rio de estar tan borracho que no se atrevía a mirar por encima del hombro. Y luego volvió Eva con el visitante, y el visitante iba delante… no le vio la cara, estaba demasiado alta, sencillamente; un movimiento como ése tampoco era posible… y el visitante se quedó de pie un buen rato antes de sentarse y Eva estaba en otro lado, había gritado algo, pero ahora, en todo caso, él estaba allí sentado; veía su torso y sus antebrazos, sólo sus antebrazos, la camisa desabrochada… fumaba y Mitter cogió también un cigarrillo y la nicotina le hizo sentir vértigo durante un instante. Sentía humo caliente y repugnante en la garganta y no tardarían en empezar a hablar… y entonces el visitante se inclinó hacia delante y sacudió la ceniza en el cenicero y él vio quién era.


Abrió los ojos y miríadas de estrellas se le metieron dentro formando espirales y le marearon.

Voy a olvidar de nuevo, pensó. Ha estado en mí durante un momento, pero mañana habrá desaparecido.

Tanteó en busca de la pluma en la mesilla de noche. Oyó que caía al suelo… se inclinó con cuidado sobre el borde de la cama, arañó en la oscuridad las frías losas y finalmente la encontró.

¿Dónde?, pensó. ¿Dónde?

Cogió la Biblia que estaba en el cajón. Midió con el dedo pulgar hasta san Marcos, aproximadamente, y escribió el nombre del visitante.

Cerró la Biblia. La dejó en su sitio y cerró el cajón. Se dejó caer agotado sobre las almohadas y sintió… sintió que algo había empezado a temblar en su interior.

Era una llama. Una tenue llama que algo había encendido y que seguro que valía la pena preservar. Mantenerla viva.

Loco estaba, pero eso lo entendía.

Y, empujado por esa misma órbita de pálida luz, se puso tarea que realizar cuando amaneciera.

Escribirle una carta al visitante.

Sólo una línea.


Se adormeció. Pero se despertó.

Quizá también hacer una llamada telefónica.

Al antipático… cuyo nombre acababa de escapársele.

Con tal de que no fallase la llama.

22

La conversación fue pasada por la centralita a la guardia apenas unos minutos antes del cambio.

En realidad el cambio debía haber tenido lugar varias horas antes, pero la joven esposa de Widmar Krause había tenido dolores por la mañana y era su primer embarazo. Erich Klempje no tuvo más remedio que esperar. Cierto es que había empezado ya a las nueve de la noche anterior, pero ¿para qué están los compañeros, sino?

Sólo hasta que pasase todo, pues.

Parto no hubo, pero el transporte, la espera y el reconocimiento y el transporte de nuevo, llevaron su tiempo.


Registró mecánicamente en el archivador negro.

11:56 llamada de Majorna.

– Policía. Agente Klempje. ¿En qué puedo ayudarle?

En ese mismo instante se abrieron las puertas y dos policías, Joensuu y Kellerman, entraron con una puta drogada que habían recogido en la plaza de V.

– ¡Folladme de uno en uno! -gritó-. ¡Y os cuesta el doble por policías cabrones!

Aunque la puta era pequeña y Joensuu y Kellerman juntos debían de pesar unos doscientos kilos, les resultaba bastante difícil llevarla al pasillo de arresto. Kellerman tenía una mejilla arañada y Klempje supuso que la puta no andaría tampoco sin heridas, si conseguían meterla en algún rincón aislado.

– ¡Vete a tomar por culo! ¡Pero primero lávate los dientes! -gritó, y consiguió encajar un buen rodillazo entre las piernas de Joensuu.

Joensuu lanzó un juramento y se dobló por la mitad. Klempje suspiró.

– Un momento -dijo, y tapó el auricular con la mano.

Dos aspirantes que habían estado escribiendo informes acudieron en ayuda y pronto desapareció todo el grupo donde no se le oyera.

Maldita sea, pensó Klempje. Como no pueda irme pronto a dormir, voy a echarme a llorar.

Volvió a la conversación.

– Sí, ¿qué desea?

– Aquí, J. M. de Majorna. Aquí J. M. de Majorna.

Ay, Señor, pensó Klempje.

– Sí, comprendido. ¿De qué se trata?

– Quiero hablar con… quiero hablar con…

Se hizo un silencio. Klempje sacudió la cabeza. La voz era monocorde, pero tensa… parecía como estar estudiando algo de memoria.

– ¿Sí?

– Quiero hablar con…

– ¿Con quién quiere hablar? Esto es la Policía…

– Eso ya lo sé -contestó la voz-. Quiero hablar con el antipático.

– ¿El antipático?

– Sí.

– ¿Quién es el antipático? Esto está lleno de policías antipáticos -replicó Klempje en un ataque de falta de compañerismo.

– El peor de todos… es un tío muy grande con la cara enrojecida y dice muchas palabrotas. Quiero hablar con él…

– Bueno, tomo nota.

– ¿No está ahí?

– No.

– Gracias.

La conversación se cortó. Klempje se quedó con el auricular en la mano unos segundos. Luego lo colgó y volvió a su crucigrama.

A los dos minutos apareció Krause.

– ¡Al fin! -exclamó Klempje-. ¿Y?

– Nada -contestó Krause-. Falsa alarma.

– Pero si duele, duele, ¿no?

– Klempje, en lo que a mujeres embarazadas se refiere, tú eres un mozalbete inexperto.

– Llámame lo que quieras, con tal de que pueda irme a dormir. -¿Ha habido algo especial?

Klempje reflexionó.

– No… llamó un loco de Majorna hace un momento que quería hablar con el antipático… Gracioso, ¿no? ¿Quién crees que puede ser?

– ¿VV?

– ¿Quién, sino?

– ¿De qué se trataba?

– Ni la menor idea. Colgó. Y Joensuu y Kellerman están en el arresto luchando con una puta colgada. Hay que joderse, de qué glamour nos rodeamos.

Klempje salió dando traspiés y Krause se instaló en la garita de cristal.

¿El antipático?, pensó. ¿Majorna?

Pensó durante unos minutos. Luego llamó al piso cuarto.

No hubo respuesta.

Luego intentó hablar con Münster.

Tampoco le contestaron.

A la mierda, pensó, y sacó su libro del bolsillo interior. Ser padre.

23

La carta llegó con el correo de la tarde.

Se la metió en el bolsillo sin pensar; tenía que hacer unas cuantas cosas que no podían esperar y le daba lo mismo leerla cuando llegara a casa. Tal vez pensara durante una fracción de segundo en qué podía ser; no solía recibir correo en el trabajo y esta carta parecía de carácter privado.

Como es natural, luego se olvidó y no la encontró hasta que rebuscó fichas para la lavandería en los bolsillos. La abrió con un lápiz y sacó un pliego doblado.

Era una sola línea. Pero suficientemente clara.


Durante los primeros segundos, su conciencia se quedó en blanco. Permaneció inmóvil, medio inclinado sobre la mesa escritorio con la mirada clavada en las palabras.

Luego su cerebro empezó a trabajar. Despacio y metódicamente. De nuevo le sorprendió cómo podía sentirse tan excitado y tan frío al mismo tiempo. Cómo podía sentir al mismo tiempo que la sangre le crecía mientras los pensamientos extraían la realidad que había tras la carta con una falta de pasión total.

Miró el matasellos. La fecha era del día anterior.

Miró más de cerca. Algunas letras eran confusas, pero debía de ser de Willemsburg.

Así era. Él estaba allí, todos lo sabían. Algunos incluso habían ido a visitarle…

Se estiró en la cama y apagó la lámpara.

Sintió el cosquilleo claro e intenso en el diafragma, pero lo rechazó sin esfuerzo. La cuestión era si…

La cuestión era tan fácil de formular que casi daba vergüenza.

¿Había más cartas?


¿Había más cartas?

Fue a la cocina y abrió una cerveza. Se sentó junto a la ventana. Se tomó varios sorbos largos y parpadeó para despejar las lágrimas provocadas por el gas de la bebida.

Con seguridad sonámbula encontró la respuesta.

No, no había más cartas.

Llevaba en casa tres horas. No había llamado nadie; un retraso así no sería más que un absurdo… no había más cartas.

Golpeó la botella con los dedos.

Salvo una posibilidad… su cerebro trabajaba ahora con relampagueante claridad… salvo la posibilidad de que el reparto de correo a la Policía fuese más lento. Podían recibir una carta mañana… ésa era una posibilidad… había que reconocerlo.

Se tomó otro sorbo. Los grajos alborotaban fuera. Se acordó de Hitchcock y de Los pájaros, y había algo atrayente en ese recuerdo, algo que le hacía sentir afinidad… pero tal vez no fuera éste el momento oportuno de reflexionar sobre ello.

Pero si… si había otra carta, ya escrita y enviada, imparable… tenía que llegar a su destino mañana. Lo más tarde, mañana.

Mañana. Si7 no tenía ninguna noticia antes de las doce, mañana, estaba a salvo.

Ésta era la respuesta. Se llevó la botella a la boca y la vació. Miró al cielo sobre los tejados de las casas. Oscurecía con rapidez; sin duda se anunciaba de nuevo otra noche estrellada… se preguntó vagamente si era una ventaja o un inconveniente.

Quedaba sin embargo la respuesta final. Él había esperado y había tenido paciencia. Había esperado el momento.

Exhaló un profundo suspiro. El cosquilleo era ahora fuerte y agradable. Casi erótico.

Era la hora.

24

Se despertó y no recordaba su nombre.

Seguramente había ocurrido antes. Tenía el recuerdo de otra mañana.

Pero ahora era de noche. Una pálida luz de luna caía sobre los pies de la cama y sobre una figura que estaba allí.

Era una mujer, seguro. Su silueta se dibujaba claramente contra la ventana, pero la cara estaba en la oscuridad.

– ¿Diotima? -susurró de repente, no sabía por qué.

Era un nombre que afloró del pozo del olvido, sencillamente. Alguien a quien había echado de menos.

Pero no era posible que fuera ella.

Ella se acercó. Fue despacio bordeando la cama, se puso a su lado derecho. Levantó el brazo y algo brilló en su mano…

Mitter… Janek Mattias Mitter… recordó en el mismo instante en que el dolor le partió en dos.

Y antes de que el grito llegara a su garganta, una almohada sofocante se había aplastado contra su cara. Tanteó con las manos, consiguió en vano agarrar las muñecas de la visita…, pero las fuerzas le traicionaron y el dolor bombeaba oleadas candentes de su vientre y su pecho.

Yo no soy nadie, pensó. Sólo un gran sufrimiento.

Lo último que le llegó fue un dibujo.

Un dibujo antiguo que quizás hubiera hecho él mismo un día. O quizá lo hubiera cogido de un libro.

Era un dibujo de la muerte, y era una verdad altamente personal.

Un buey.

Y un pantano.

Ésta era su vida. Un buey que se había hundido en un pantano. Que lentamente se hundía en el barro. Lentamente se hundía en la muerte.

Al llegar la noche, una noche tranquila y estrellada, sólo la cabeza estaba por encima del fango, y lo último… lo absolutamente último que desapareció fue el ojo asombrado del buey clavado en las miríadas de estrellas.

Así fue la última imagen.

Y cuando el agua se cerró sobre el ojo, todo se volvió nada.

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