La ciudad de Friesen no parecía haberse molestado en levantarse de la cama este domingo de diciembre helado y gris. A las dos y media aparcó Van Veeteren delante de la estación de ferrocarril y al cabo de unos minutos había encontrado el restaurante Poseidón, que estaba en el sótano en la parte norte del mercado.
El local estaba desierto, pero a pesar de ello eligió con mucho cuidado una mesa en un reservado situado en el rincón más profundo.
Se sentó en la penumbra y pidió una cerveza. El camarero era rechoncho y completamente calvo y recordaba a un gánster cinematográfico que había visto hacía muchos años.
En toda una serie de películas, probablemente, pero el nombre se le escapaba. Tanto el del personaje como el del actor.
Y mientras estaba esperando a Ulrike deMaas, fue apoderándose de él una sensación nueva… la sensación de que ése era el lugar exacto.
La sensación de que era allí adonde debía haber ido mucho antes para tener una conversación con esta vieja amiga. Se notaba en el aire y en el húmedo vacío que había allí dentro. Como si ese restaurante y esa tarde de domingo hubieran estado esperando por él. Si todo hubiera sido una película, ésta sería la secuencia previa necesaria, la que podría haberse cortado y montado varias veces. De la que hubieran podido mostrarse pequeños e instantáneos destellos a través de toda la historia… Era todo muy evidente, pero era también ese tipo de conocimiento que la mayoría de las veces prefería apartar de sí. Esa intuición que se apoderaba de él y que casi le hacía figurarse que era una especie de instrumento de una justicia superior, una herramienta que jamás se equivocaba, ni siquiera en el caso veintiuno…
De cualquier manera no era nada de lo que ufanarse. Se acordó de cómo una vez dio con un violador encerrándose en su despacho y haciendo solitarios durante media hora…, pero no iba a ir con eso a las conferencias de los nuevos aspirantes a policías.
Tomó lentamente su cerveza mientras esperaba. Estaba como un padrino impasible a la luz amarillenta y sucia que alumbraba la mesa. El calvo había aparecido para encender una vela y señalar así que la zona estaba ocupada, pero por lo demás se mantenía en la sombra esperando, como Van Veeteren a Ulrike deMaas.
Ella apareció un minuto o dos después de las tres, como había dicho. Era una mujer esbelta y morena vestida con una trenca y un pañuelo de flores. Su trabajo en el museo había terminado a las tres; estaba al otro lado de la plaza, no se tardaba mucho en apagar las luces y cerrar… Van Veeteren supuso que la frecuencia de visitantes iba a la par de la del Poseidón; era domingo, el primero de Adviento además, la gente debía de tener otras cosas que hacer que ir al museo local o a un restaurante.
– ¿Comisario Van Veeteren?
– Van Veeteren… Siéntese, por favor. ¿Es usted Ulrike deMaas?
Ella asintió y colgó la trenca en el respaldo de la silla.
– Tiene que disculparme por preferir encontrarme con usted aquí y no en mi casa, pero tengo una situación un poco complicada en este momento… y usted me dijo que quería que tuviéramos una conversación con toda tranquilidad.
Sonrió levemente.
– No puedo imaginarme un lugar mejor que éste -dijo Van Veeteren-. ¿Qué quiere usted comer?
El calvo había surgido de entre las sombras.
– ¿Comer? -vaciló Ulrike deMaas.
– Por supuesto -dijo Van Veeteren-. He conducido durante dos horas, otras dos para volver a casa. Un guiso en la oscuridad del otoño es lo menos que puedo desear. Pida usted lo que quiera…, paga el Estado.
Ella volvió a sonreír, esta vez con un poco más de aplomo. Se quitó una cinta del pelo y dejó caer una melena castaña. Van Veeteren recordó que era un viejo policía al que sólo le faltaban diez años para la jubilación.
Ella encendió un cigarrillo.
– ¿Sabe usted, comisario?, cuando leí la noticia de su muerte fue como si… bueno, no como si hubiera estado esperándolo, pero ni me chocó ni me espantó… o, lo que suela pasar en estos casos. ¿No es extraño?
– Quizás. ¿Puede explicarlo un poco más?
Ella dudó un momento.
– Eva… Eva era una persona así, en cierto modo… vivía con riesgo…, tal vez sea mucho decir, pero había algo… dramático en ella.
– ¿Usted la conocía bien?
– Como cualquier otra persona, creo yo. De aquella época me refiero. Luego no volvimos a encontrarnos. Estuvimos seis años juntas…, los tres últimos en Leuwen y luego los tres cursos del instituto… en Mühlboden. En el instituto, sobre todo, nos hicimos muy amigas, éramos cuatro o cinco y formábamos… sí, una pandilla puede decirse…
– ¿Chicas?
– Sí, una pandilla de chicas. La mayor parte de las veces éramos sólo dos o tres cuando hacíamos algo juntas… las otras estaban con chicos… pero eso cambiaba…
– Entiendo. ¿Andaba Eva con muchos chicos durante esa época?
– No, ella era seguramente la más cuidadosa de todas… sí, sí, sin duda, pero…
– ¿Sí?
– Ella tenía de algún modo extraño más motivo que nosotras para tener cuidado. Parece raro, pero se metía en las cosas de todo corazón, es como si tuviera que cuidarse de no resultar herida. Era fuerte y frágil al mismo tiempo, si entiende lo que quiero decir.
– No muy bien -reconoció Van Veeteren.
– También fue que cambió bastante en el instituto… en la escuela en Leuwen apenas la conocía. Ella y su hermano Rolf… eran mellizos… estaban siempre juntos. El padre murió por entonces, yo creo que eso le hizo bien a ella…, él bebía. No me extrañaría que les pegara… a la madre también, seguramente.
– ¿En qué sentido cambió Eva en el instituto?
– Se volvió más… abierta. Hizo buenos amigos… empezó a vivir, se podría decir.
– ¿Gracias a la muerte del padre?
– Pues yo creo que sí. Los lazos con Rolf también se aflojaron, se habían necesitado el uno al otro sobre todo como protección frente al padre.
– Rolf se trasladó luego, ¿verdad?
– Sí, él también iba al instituto, estaba en un curso paralelo, pero interrumpió los estudios. Se embarcó… con el tiempo se estableció en América, tengo entendido.
Van Veeteren asintió.
– ¿Recuerda usted el nombre de algunos chicos con los que Eva haya tenido relación?
– Sí… he pensado en ello desde que usted me telefoneó, pero los únicos que recuerdo, con los que verdaderamente tuvo relación… usted ya me entiende… fue uno que iba a nuestro curso, Rickard Antoni. Fue casi al final del curso… me parece que sólo duró unas semanas; en todo caso ella ya le había dejado cuando empezó en la universidad en el otoño… porque entonces él ya salía con otra, con Kristine Reger, una amiga mía. Luego se casaron.
– ¿Y quién era el otro?
– ¿El otro?
– Sí, usted dijo que se acordaba de dos chicos que habían salido con Eva.
– Paul Bejsen, claro. El que murió.
– Cuénteme.
Ella lanzó un profundo suspiro. Encendió otro cigarrillo y se quedó un rato completamente inmóvil con la cabeza apoyada en una mano.
Una pausa para acorazarse, pensó el comisario. Para vencer la resistencia.
– Fue en la fiesta de Todos los Santos, el último año -empezó ella-. Uno de los chicos de nuestro curso, Erwin Lange se llamaba, tenía una casa de verano… Bueno, sus padres tenían una casa en los alrededores de Kerran, la naturaleza es bastante impresionante, páramos y rocas y barrancos, ¿ha estado usted allí?
Van Veeteren negó con la cabeza.
– Bueno, el caso es que hicimos una fiesta… Yo creo que éramos alrededor de veinte, la mayoría de nuestro curso, pero también otros. Eva llevaba saliendo con Paul Bejsen un par de meses…, él era un poco mayor que nosotros, ya había hecho la reválida. Habían estado juntos de verdad, eso lo sé bien.
– ¿Fue él su primer amante?
Ulrike deMaas dudó.
– Sí, quién iba a ser sino… y sin embargo…
– ¿Sin embargo?
– Sin embargo uno tenía la sensación de que ya lo había experimentado… de que tenía bastante experiencia, vaya.
– ¿Por qué tenía usted esa sensación?
– No lo sé. Uno nota esas cosas. Las chicas…, las mujeres lo notamos desde luego… Claro que se nota si una chica ha estado en la cama con un tío o no…
Van Veeteren asintió. Tal vez fuera verdad.
– ¿Qué pasó aquella noche?
– Circuló mucho alcohol, bastante hachís también, pero no hubo nadie que perdiese los estribos…, lo pasamos de maravilla, la verdad. Nos pasamos toda la noche alrededor de una gran hoguera en el jardín, asamos un cerdo, bebimos, cantamos y… ya sabe usted. La gente se emparejaba y desaparecía de vez en cuando… en el interior de la casa o en los prados… Sé de dos chicas por lo menos que perdieron su virginidad esa noche…
Hizo una pequeña pausa.
– … yo fui una de ellas.
Van Veeteren cambió el escarbadientes por un cigarrillo.
– ¡Tenía dieciocho años, caramba! Ya era hora… bueno, a la mañana siguiente supimos lo que había pasado y fue una mañana horrorosa, comisario…, seguro que puede imaginárselo. A todos nos despertó la policía, creo que no debían de ser más que las siete y media… veinte jóvenes con resaca y sólo un par de horas de sueño en el cuerpo…, la policía y un vecino. Era el que había encontrado un muerto en el fondo de un precipicio… Creo… yo creo que fue aquella mañana cuando muchos de nosotros nos hicimos adultos.
Guardó silencio unos instantes.
– Por lo menos yo me hice adulta. Perdí mi virginidad y a un buen amigo la misma noche…
– ¿Era usted muy amiga de Paul Bejsen?
– Pues… tal vez no, pero le conocía. Era un chico muy agradable, simpático e inteligente… Todos le querían…, había varias chicas que seguro que estaban enamoradas de él…
– ¿Usted también?
– No… no entonces. Tal vez antes.
– ¿Qué fue lo que pasó?
Ulrike deMaas encogió los hombros como si de repente tuviera frío.
– Habían estado paseando por los páramos, él y Eva… Ella había roto con él por alguna razón… y le había dejado allí. No sé, él debía de estar bastante borracho, me figuro…, pero fue una de las cosas que se silenciaron luego, claro está… en todo caso se había matado. Se había tirado por un despeñadero. Lo macabro es que eligió el sitio más adecuado. Vejme Klint es… en boca de la gente… el viejo precipicio familiar de toda la comarca, ya sabe usted, el lugar al que dicen que acudían los viejos antaño cuando sentían que la vida se les iba escapando. Para no ser un peso…
Movió la cabeza.
– Fue una historia terrible, comisario. Y nunca se ha puesto una tapadera más pesada sobre algo que cocía tan a borbotones. Los padres eran profundamente religiosos, de la secta Reformerde Kirk, él era hijo único… hágase usted una idea, comisario. Mühlboden no es una ciudad grande.
Van Veeteren asintió.
– ¿Cómo fue la investigación policial? Usted habrá sido interrogada.
– Sí, todos tuvimos que presentarnos en la comisaría y hacer un informe… a distintas horas. Duró varios días, tuvimos que faltar a clase. Pero claro que no había mucho que decir.
– ¿No dejó ninguna carta?
– No.
– ¿Cómo se lo tomó Eva Ringmar?
– Muy mal. Muy muy mal, me parece. Si no recuerdo mal, se encerró en casa el resto del trimestre… o casi… sí, asistió al final, antes de Navidad. Formábamos parte del coro, ella y yo… ella no había ensayado nada, claro, pero no importó. Eran las viejas canciones de siempre…
Hizo una nueva pausa.
– El primero de Adviento es hoy… hace veinte años justos que ocurrió… no había pensado en ello. ¿Podría… hacerle una pregunta, comisario?
– Naturalmente.
– ¿Por qué anda usted escarbando en todo este pasado…? ¿No pensará que tiene algo que ver con…?
– ¿Con qué, señorita deMaas… o debo decir señora?
– Entre medias, más o menos. Con todo esto que ha pasado ahora, claro. El asesinato de Eva y de su marido…, ¿piensa usted que hay una relación?
– Señorita deMaas -decidió Van Veeteren-. Si hay algo que yo he aprendido en este oficio es que hay más relaciones en el mundo que partículas en el universo.
Esperó un poco mientras dejaba que sus ojos verdes le contemplaran.
– Lo difícil es encontrar las relaciones acertadas -añadió.
– ¿Ha conseguido usted hacerlo? -le había preguntado ella justo antes de separarse en la plaza-. ¿Ha encontrado la relación acertada?
– Yo creo que sí -había contestado él-. Sólo tengo que estudiar los ingredientes con un poco más de detenimiento para estar seguro.
No tenía del todo claro lo que quería decir cuando lo había dicho… sus ojos eran demasiado grandes y serios… y aquello no quedaba mal… y además, ¿dónde se decía que el pensamiento tiene que llegar necesariamente antes que la expresión? ¿No había aprendido también, con el paso de los años, que lo mismo podía ocurrir al revés?
Deja que aparezcan las palabras, siempre esconden algo, como solía decir Reinhart.
Ella le había abrazado y le había dado las gracias por la comida y de pronto él se dio cuenta de que era la segunda mujer en el curso de la investigación con la que podía haber caído.
Si hubiera tenido la edad apropiada, por decirlo de algún modo. E inclinación a caer.
Le costó media hora mientras conducía sacudirse esos pensamientos inoportunos, pero le dejaron tiempo suficiente para pensar en las cosas de las que se había enterado y para planificar el siguiente paso.
Ya no quedaba mucho, lo sentía. Una o dos entrevistas más. Algunas preguntas específicas a las personas adecuadas y todo el trasfondo quedaría aclarado.
Y lo único que faltaría sería encontrar al actor principal del drama. Al protagonista.
El asesino.
Suspiró y notó que la repugnancia aumentaba.
El hastío y la desesperanza.
¿Cuántos habían sido, en resumidas cuentas? ¿A cuántas personas les había costado la vida esta coacción, esta perversión…?
Dos… fuera de toda duda.
Tres… con muchas probabilidades.
Cuatro… posiblemente.
¿Más quizás?
No lo consideró inverosímil. Después de todos esos años en la zona sombría de la sociedad no había muchas cosas que le resultasen increíbles.
Y con todo, ¿y si no confesaba?
¿Y si se hubiera curtido hasta el punto de que simplemente lo negara cuando Van Veeteren se enfrentase con él?
Eso no era muy probable, pero desde luego era posible… ¡Y entonces habría que probar toda la mierda!
Juró en voz alta y aumentó la velocidad…, pero se acordó de las condiciones.
¿Pruebas?
Ése no era su dolor de cabeza. A eso podían dedicarse los otros, Münster y Reinhart y Rooth, mientras él disfrutaba bajo las palmeras de Brisbane…
¿Había palmeras en Brisbane?
Puso a Handel y volvió a aumentar la velocidad.
Münster contempló sus listas. Luego contempló a Jung, que estaba sentado medio dormido debajo del retrato del ministro de Justicia.
El señor y el esclavo, pensó Münster. El ministro de mirada de halcón estaba rígido y estirado de cuerpo entero contra un fondo azul pálido flanqueado por la bandera y el león a un lado y por la mesa escritorio con el código y el mazo al otro.
Jung, por su parte, recordaba a un profesional del crimen… encogido, con los pantalones de pana sucios y la camisa manchada de café, sin afeitar y con un par de días de trabajo acumulados en bolsas oscuras debajo de los ojos.
– Pues… -dijo Münster carraspeando-. Por lo que veo, ya está.
– ¿Hum? -dijo Jung.
– Queda uno. Así que es él.
– ¿Qué cojones dices? -dijo Jung frotándose los ojos con los puños-. ¿Hay más café?
Münster llenó dos tazas.
– Siéntate aquí y controla, lo repaso todo otra vez.
Jung dejó al ministro y se sentó junto a la mesa escritorio.
– Aquí tenemos los nombres de los que no tienen coartada para el asesinato de Eva -dijo Münster, y le acercó un papel-. Son bastantes…
– ¿Te refieres a toda la población mundial o sólo a la de Europa? -preguntó Jung.
– Me refiero a gente del Bunge y a otros conocidos -contestó Münster.
Jung hizo un gesto con la cabeza y tomó un sorbo de café.
– Aquí están los que han vivido en la ciudad dos años o menos -continuó Münster, y le dio otro papel.
– Y aquí están los que tienen… coartada parcial para el asesinato de Mitter.
– Los que han podido entrar y salir un rato -dijo Jung.
– Y han podido volver -dijo Münster-, y matarle.
– Clavarle el cuchillo -dijo Jung.
– Apuñalarle -dijo Münster-. Por cierto, hace un momento recibí un informe de deBries. Parece bastante verosímil…, él lo dijo así, bastante verosímil que alguien haya trepado por el canalón más de una vez.
– ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
Münster sonrió.
– Él y Moss han trepado. Bueno, Moss trepó y deBries levantó acta… probaron ocho cañerías distintas entre el suelo y el tercer piso. En todas pudo realizarse el primer descenso sin problemas… sólo tres aguantaron el cuarto intento…
– ¿Cuánto pesa Moss? -preguntó Jung.
– Alrededor de noventa, diría yo -contestó Münster-. Parece que piensa en dejar el cuerpo, según deBries, pero tanto los pacientes como los médicos han debido de pasar una tarde entretenida… Anda, mira bien los nombres y compara. ¿A cuántos encuentras en los tres papeles?
Jung estudió los papeles un rato.
– Uno -dijo.
– Exactamente -dijo Münster-. Si es él, la teoría de la carta es cierta también. ¿Nos vamos?
Jung miró el reloj.
– ¿Adónde?
– A casa -dijo Münster-. Yo llamaré a Van Veeteren mañana por la mañana.
– Oye, Münster -dijo Jung cuando bajaban en el ascensor-. ¿Qué es lo que hay detrás de todo esto? El móvil, quiero decir…
– No tengo ni puta idea -contestó Münster.
– Aquí Reinhart -dijo Reinhart.
– Pero ¡qué cojones…! -dijo Van Veeteren-. ¿Sabes qué hora es?
– Las cuatro y media -dijo Reinhart-. ¿Dormías?
– Vete a la mierda. ¿Qué quieres?
– ¿Te has enterado de lo de la mujer del parque Leisner?
– Sí… algo oí. ¿Qué pasa con ella? ¿Ha vuelto en sí?
– Yo creo que hay una conexión.
– ¿Una conexión?
– Sí, una relación.
– ¿Con qué?
– Con tu asesino, claro está. ¿No es el sagaz comisario Van Veeteren con quien tengo el gusto de hablar?
– No, éstos son sus herederos -dijo Van Veeteren-. Explica qué coño quieres decir porque si no habrá otra investigación.
– He interrogado a unas cuantas personas…
– Eso espero.
– Entre ellas a una amiga… Johanna Goertz se llama. Resulta que Liz Hennan le ha confiado ciertas cosas.
– ¿Hennan? ¿Es la víctima?
– Sí, Liz Hennan… el jueves le contó a Johanna Goertz que había conocido a un tío. Que iba a volver a verle el sábado…, este sábado, y que tenía miedo. Habló un poco de él también, no mucho, porque no sabía mucho. Ni siquiera cómo se llamaba. Se hacía llamar John, pero ella no creía que fuera su verdadero nombre… ¿me sigues?
– Sí -dijo Van Veeteren-. Al grano, Reinhart.
– De un momento a otro -dijo Reinhart-. Parece que el hombre le había contado una cosa extraña a Liz Hennan, así como de paso, es de suponer… le había dicho que en una ocasión había sorprendido al asistente social con una alumna.
– ¿Cómo?
– Sí. In fraganti, vaya. El asistente social con una alumna…, ¿qué crees tú que indica eso?
Van Veeteren permaneció en silencio unos segundos.
– Escuela -dijo luego.
– Lo mismo pienso yo -dijo Reinhart-. Pero ahora estoy un poco cansado… me parece que voy a ir a acostarme con el teléfono desconectado. Puedes llamarme a eso de las nueve.
– Espera un momento -dijo Van Veeteren, pero fue demasiado tarde.
En la última página del cuaderno escribió el sexto nombre.
Contempló la lista un rato. Tres mujeres y tres hombres. Había un equilibrio aunque uno de los hombres sólo era un niño.
Escribió también las fechas. Intentó encontrar una especie de armonía también en ellas, pero resultó más difícil… los tiempos estaban repartidos a lo largo de años y de meses; la única tendencia era que los intervalos se reducían… ocho años… seis años… seis años de nuevo… siete semanas… diez días…
Cerró el cuaderno y lo metió en el compartimento exterior. Miró el reloj. Las cinco y unos minutos. Fuera, la oscuridad seguía siendo total. Las maletas estaban ya hechas encima de la cama. No había ninguna razón para esperar. Largarse y ya.
Dejar todo tras de sí una vez más.
El cansancio le punzaba como si fueran clavos y se prometió a sí mismo no conducir demasiado rato. Doscientos o trescientos kilómetros, quizás. Luego un motel y una cama.
Lo importante era alejarse de aquí. Irse.
Sólo con poder dormir estaría en condiciones de asumir la vida mañana mismo. Y esta vez desde el principio.
Sin lo viejo. Eso ya había pasado. Supo que, por fin, estaba listo.
Mañana. En un lugar nuevo.
– ¿Qué coño hacen ustedes aquí? -dijo Suurna.
– Vengo a hacer una visita a mi antiguo instituto -contestó Van Veeteren-. ¿Desde cuándo dicen palabrotas los directores?
– Hemos venido a detener a un asesino -dijo Reinhart.
Suurna abrió y cerró la boca varias veces, pero no produjo ninguna palabra. Siguió de pie junto al escritorio y Münster tuvo una vez más la sensación de que iba a desmayarse.
– Siéntese, director -dijo-. Así.
– Se trata de Carl Ferger -dijo Van Veeteren-. ¿Sabe usted dónde está en este momento?
– ¿El bedel? -dijo Suurna-. ¿Están verdaderamente seguros de que…?
– Completamente -dijo Reinhart-. ¿Puede usted enterarse de dónde está?
– Sí… desde luego -dijo Suurna-. Voy a decirle a la señorita Bellevue…
– Dígale únicamente que venga -dijo Van Veeteren-. No queremos alertarle.
Medio minuto más tarde apareció la señorita Bellevue con los ojos como platos y pendientes bamboleantes.
– Estos señores vienen en busca de Ferger -dijo Suurna-. ¿Sabes dónde está?
– No ha venido todavía -dijo la señorita Bellevue moviendo las orejas.
– ¿Que no ha venido? -dijo Suurna-. ¿Por qué…?
– ¿A qué hora tenía que estar aquí? -interrumpió Van Veeteren.
– A las siete y media -dijo la señorita Bellevue-. Y no ha avisado de que esté enfermo… No sé qué habrá pasado. Mattisen ha preguntado por él varias veces, hoy tenían que trasladar el piano de cola…
– ¡Qué cabronada! -dijo Van Veeteren.
– ¿Le ha telefoneado alguien? -preguntó Reinhart.
– Mattisen le llamó, pero no contestó nadie. A lo mejor se le ha estropeado el coche o algo por el estilo.
– ¿Dos horas? -dijo Suurna-. ¿No vive a unos minutos de aquí?
– ¡Qué cabronada! -volvió a decir Van Veeteren-. Denos su dirección, haga el favor… ¡Vamos allá tú y yo, Münster! Reinhart…, ¡ocúpate del asistente social!
– Con mucho gusto -dijo Reinhart.
Llamó a la puerta y entró.
El asistente social tenía unos cuarenta años. Llevaba barba, sandalias y un aro en la oreja.
– No, deja de… -empezó.
– Tengo poco tiempo -dijo Reinhart-. ¿Puedo proponer que te ocupes de este muchacho luego?
El muchacho sentado en el sofá se levantó de mala gana.
– Espera fuera un ratito -dijo el asistente-. ¿Qué demonios pretende usted irrumpiendo aquí y…?
Reinhart esperó hasta que el muchacho hubo cerrado la puerta.
– Francamente, tengo una prisa del carajo. Por eso voy a darte la oportunidad de que te libres.
– No sé de qué estás hablando. ¿Quién eres tú, para empezar?
– Policía -dijo Reinhart-. Si confiesas en seguida, te prometo no llevar las cosas más adelante… por esta vez. Si la lías…, pues no sé cómo coño vas a conservar tu trabajo.
El asistente social guardó silencio. Se sentó cuidadosamente en el borde del escritorio.
– ¿Has tenido o no has tenido una relación con una alumna durante el último año? Hasta has follado con ella aquí en el instituto…
No hubo respuesta. El asistente social tragó saliva y se mesó la barba.
– ¡Que no se trata de ti, joder! -dijo Reinhart-. Se trata de un hijo de puta de más calibre. Tienes diez segundos; si no, te llevo a rastras a la comisaría.
El asistente soltó la barba y trató de mirar a Reinhart a los ojos.
– Sí -dijo-. Es que…
– Bien -dijo Reinhart-. Con eso basta.
Salió y cerró la puerta con un portazo que resonó en todo el pasillo.
– ¡Echa la puerta abajo! -ordenó Van Veeteren.
– Tenemos gente que sabe manejar ganzúas -dijo Münster.
– No hay tiempo -dijo Van Veeteren.
– Suele haber un casero -intentó Münster.
– ¡He dicho que eches la puerta abajo! ¿O tendré que hacerlo yo?
Münster cogió carrerilla. La situación de la puerta era excelente, sin duda. En lo más profundo, lejos de la escalera. La carrera sería de ocho metros lo menos. Van Veeteren se apartó…
– ¡Venga! ¡Dale!
Münster se precipitó contra la puerta con la espalda por delante. Crujió con fuerza, la puerta y Münster, pero eso fue todo.
– ¡Otra vez! -dijo Van Veeteren.
Münster atacó de nuevo con el mismo resultado.
– ¡Vete a buscar al casero! -dijo Van Veeteren-. Yo espero aquí.
Al cabo de diez minutos regresó Münster con un señor delgado vestido con un mono y una gorra de visera.
– El señor Gobowsky -explicó.
En torno a los pies de Van Veeteren se había formado un anillo de escarbadientes masticados y el señor Gobowsky lo contempló críticamente. Luego le dijo a Van Veeteren que le enseñase su documentación.
Que habría ido al cine, coño.
El piso constaba de dos habitaciones pequeñas y una cocina aún más pequeña y no tardaron más de cinco segundos en constatar que el inquilino había volado. Van Veeteren se hundió en una butaca de cuero sintético.
– Se ha escapado. Hay que dar la alarma. Menudo cabrón haciendo gastar dinero… Münster, tú te quedas aquí y registras todo. Te mando a alguien para que te ayude.
Münster asintió con la cabeza. El comisario se volvió al portero, que aguardaba lleno de curiosidad en el vestíbulo.
– ¿Tenía coche? -preguntó Van Veeteren.
– Un Fiat azul -dijo el señor Gobowsky-. Un 326, creo.
– ¿Dónde solía tenerlo?
– En el aparcamiento.
El señor Gobowsky señaló con la cabeza hacia el patio.
– ¿Quiere usted acompañarme a ver si lo ha dejado allí? -dijo Van Veeteren-. El intendente se queda aquí.
– ¡Espera! -gritó Münster cuando salían-. ¡Mira esto!
Tenía una pequeña fotografía enmarcada. Van Veeteren la cogió y la miró atentamente.
– Es Eva Ringmar -dijo-. Unos años más joven, pero es ella sin duda.
– ¿O sea que ya no hay la menor duda? -dijo Münster.
– ¿He dudado yo alguna vez? -dijo Van Veeteren, y abandonó a Münster a su suerte.
– Carl Ferger, pues -dijo Reinhart-. Llegó probablemente en 1986 o un poco antes… ¡y manda el fax ahora mismo! Diles que contesten inmediatamente, en cuanto le encuentren, que no jodan. Pon etiquetas rojas, urgente, Interpol, todo lo que tengamos… y encárgate de avisarme a mí o a alguno de los demás… al instante, cuando llegue la respuesta. ¿Has entendido?
Widmar Krause asintió.
– Uno a la oficina de inmigración… y el otro al otro lado -repitió Reinhart-. A ver quién lo hace antes.
Krause desapareció por la puerta. Reinhart miró el reloj. Las doce y cuarto. Miró a Van Veeteren, que estaba medio acostado en el escritorio.
Parece un animal a medio disecar y rellenar, pensó Reinhart.
– ¿Dónde crees que estará? -dijo.
– Probablemente estará cagándose de miedo en algún motel -dijo Van Veeteren-. Que no es mala idea, por lo demás. ¿Sabes que fue un cabrón el que me despertó esta mañana? ¿Vamos a comer?
– Sin duda -dijo Reinhart-. Pero no en la cantina.
– Desde luego -dijo Van Veeteren-. Si vamos a tener que esperar, mejor algo más moderno.
– Bien -dijo Reinhart-. Vamos a La Canaille y le dejamos el número al que esté de guardia… pero imagínate que es Klempje.
– No hay problema -dijo Van Veeteren-. Ése sigue en el exilio.
El cambio llegó con las noticias de las doce.
Había dormido tres horas en un aparcamiento. Se había acurrucado bajo una manta en los asientos de atrás y se despertó porque tenía frío. Antes de seguir conduciendo puso la radio, cayó en mitad de las noticias y se enteró de que estaban buscándole.
Alarma general. Carl Ferger. Sospechoso de tres asesinatos. Viajaba en un Fiat 326 azul con matrícula número…
Apagó la radio. Durante unos segundos el mundo y el tiempo se detuvieron. Sólo la sangre le palpitaba con fuerza en las sienes. Sólo sus manos apretaban el volante hasta blanquearle los nudillos.
Le habían descubierto. Le buscaban.
Era un perseguido.
Una pieza de caza.
Le costó un rato entenderlo.
¿Tres asesinatos?
Se echó a reír.
¿Cuáles?, podía preguntarles. Sí, se acordaría de hacerlo si le pillaban. Disculpa, polizonte, diría. He cometido seis asesinatos. ¿Cuáles son los tres de los que soy sospechoso?
Las ventanillas se habían empañado por su aliento. Las limpió con la bufanda. Abrió una grieta y miró en su entorno. El aparcamiento estaba vacío a excepción de un camión a unos cincuenta metros delante de él.
Un Fiat azul… ¿por qué habría apagado la radio? Volvió a ponerla, pero sólo había música.
¿Qué más sabían?
¿Dónde creían que estaba?
¿Alarma general? ¿Qué significaba eso? ¿Controles de carretera?
Era poco probable. Había conducido más de trescientos kilómetros desde que salió de Maardam… Si sabían más o menos cuándo se había ido, tenían que darse cuenta de que podía encontrarse prácticamente en cualquier sitio…
Y ¿cómo…?
¿Cómo coño se habían enterado de que era él?
Puso el coche en marcha. Pasó despacio junto al camión y salió a la autopista.
Tenía que ser Liz. La puta esa. Algo había fallado, pero no entendía cómo habían podido relacionarla con los otros… ¡maldita hijaputa! Si hubiera prestado oídos a la voz interior desde el principio… esa voz que le había advertido, que le había dicho que se mantuviera alejado de aquella puta… Un montón de carne había sido…
Sólo un montón de carne repugnante.
No volvería nunca a cometer ese error. Y la policía debería por pura lógica darle la razón en que había hecho un favor a la sociedad liberándola de un elemento como Liz Hennan. En ese caso concreto no tenía nada que reprocharse… era peor en los otros… los otros se debían a otro tipo de necesidad…, pero éste no era el momento de andar haciendo examen de conciencia.
Ahora era el momento de actuar. Algo había fallado, sí… ¿no había tenido el presentimiento? ¿No le había salvado en realidad la intuición una vez más…? ¿Por qué, si no, se había largado? Había sido igual que con Ellen…
Ellen. Hacía ahora doce años. También ella era una puta. No cabía la menor duda acerca de ello. Una puta asquerosa, igual que Liz. Podía verlas delante de él… igual de lúbricas, igual de desvergonzadas, igual de…
Aumentó la velocidad. Vio en el contador que pronto tendría que poner gasolina. ¿Por qué aparecían esas putas todo el tiempo? Sus cuerpos desnudos, sus sexos palpitantes… no tenía tiempo de eso ahora… los pensamientos tenían que concentrarse en cosas importantes, no en ésas tan repulsivas. Tenía que despejarse. Tenía que aguzar el ingenio, actuar sin equivocarse, y tenía prisa…
Buscado.
Miró el reloj. Las doce y cuarto sólo. ¿Fue el primer aviso el que oyó o había habido varios en el curso de la mañana? Mejor tener la radio puesta para no perderse nada.
La puso y encendió un cigarrillo. Le quedaban pocos.
Poner gasolina y comprar cigarrillos, eso era lo primero.
¿Y luego?
¿La radio?, pensó. ¿Y la tele? ¿Y los periódicos? ¿Habían sacado alguna foto?
¿Sería tan conocido como el presidente cuando entrase en el kiosco de la gasolinera?
La tele no era un riesgo grande, consideró. Nadie se ponía a ver la tele por la mañana. Con los periódicos era peor…, pero los matutinos no habían dicho nada, en todo caso no el que compró por la mañana. Había información sobre el asesinato, eso sí, pero nada acerca de un tal Carl Ferger en un Fiat azul.
Los periódicos de la tarde la tendrían, seguramente. La foto en los titulares, quizá… como la del asesino del ministro hacía un par de años.
No pudo contener una sonrisa. ¿A qué hora solía aparecer la primera tirada?
¿A las dos? ¿A las dos y media?
Antes de esa hora tenía que ser otra persona.
Así de fácil era. Tenía que entrar en una ciudad lo más pronto posible… fabricarse un disfraz de alguna manera. Lástima haberse deshecho de la peluca, aunque ellos estarían al tanto de eso también. ¿Qué más?
¿El coche?
¿Deshacerse de él y alquilar otro?
No le gustaba la idea. Entrañaba también un riesgo evidente… decidió seguir conduciendo. Si procuraba aparcar un poco escondido, sería bastante seguro… manchar la matrícula, quizás… había miles de Fiat azules en este país.
¿Y luego?
La pregunta cayó sobre él y le tuvo en un puño de hierro durante unos segundos. Un puño de hierro asfixiante. ¿Qué demonios debía hacer luego?
¿Esta tarde? ¿Esta noche? ¿Mañana?
Tragó saliva y volvió a pisar el acelerador. Apartó de sí la pregunta. Tenía que hacer las cosas con orden… primero el aspecto físico, luego iría tomando decisiones según fuese desarrollándose la situación. Porque en eso consistía su fuerza. Su intuitiva capacidad de elegir con acierto en momentos decisivos… El dinero, por ejemplo, había vaciado la cuenta ya el sábado… seguro que a estas alturas ya la habrían bloqueado, pero él tenía lo suficiente para un par de semanas por lo menos.
Así que nada de precipitarse. Todo estaba bajo control. Tampoco esta vez iban a agarrarle esos hijos de puta… la idea de pasar unos días en algún pequeño hotel apartado le hizo sonreír de nuevo. Leer sobre la cacería en los periódicos, ver en las noticias cómo le buscaban, tranquilamente sentado por las noches en el salón…
La próxima salida era Malbork… 1.000 metros, leyó en el letrero. Estupendo.
Empezó a darle al intermitente y tamborileó con los dedos en el volante.
– ¿Qué hora es? -gruñó Van Veeteren-. ¿A qué coño se dedica la gente? ¿Cómo es posible que no le hayan visto?
– Las ocho y media -dijo Münster-. Seguramente se ha escondido.
– ¿De veras?
– No ha podido escapársele que le buscamos… Ahora vuelve a aparecer en la tele, a las nueve.
– No creas que soy idiota -dijo Van Veeteren-. ¿Por qué no contestan el fax? ¿Puedes tener la amabilidad de explicármelo también?
– La oficina de inmigración tiene un fallo en los ordenadores, pero estará arreglado mañana por la mañana. Con los otros hay diferencia de horario. La contestación puede llegar a las doce o a la una de la noche.
Van Veeteren contempló su escarbadientes.
– ¿Puedo preguntar una cosa? -siguió Münster.
– Bueno -dijo Van Veeteren-. No prometo contestar.
– ¿Quién es este Carl Ferger?
– Pero ¿no te has dado cuenta, Münster?
Münster enrojeció fugazmente y carraspeó.
– ¿Cómo voy a hacerlo si no dispongo de toda la información? -dijo-. Hablando con sinceridad, me cuesta entender las razones por las que usted, comisario, oculta detalles importantes… cosas vitales para la investigación, según mi parecer…
Volvió a ponerse colorado, esta vez por su propio atrevimiento.
Pero el comisario no reaccionó. Permaneció inmóvil sentado en el sillón del escritorio con la barbilla en las manos. Cerró los ojos hasta que se convirtieron en dos estrechas ranuras mientras contemplaba a Münster. No se dio ninguna prisa.
– Münster -dijo finalmente-. Tienes una noción del tiempo malísima. Si quieres escucharme un rato, puedo explicarte algunas cosas. Seguramente no vas a entender nada, pero estoy dispuesto a sacrificar un par de minutos por ti.
– Gracias -dijo Münster-. Muy amable.
– Las cosas tienen relación unas con otras, ¿comprendes, Münster?… Hay ciertos códigos y ciertos patrones. Nosotros nadamos en esos patrones, nos movemos, pensamos, vivimos según esos códigos. No es más que una cuestión de sutilidades, es difícil descubrirlas, pero tenemos que prestarles atención, buscarlas y conducir con mano ligera para encontrar el camino. ¿Sabes lo que es el determinante?
– ¿El determinante?
– Sí.
– Ni idea -dijo Münster.
– Yo tampoco -dijo Van Veeteren-. Pero voy siguiéndole la pista. Es lo que nos guía, es el principio aglutinador, Münster…, de cómo avanzamos, cómo actuamos, cómo elegimos el camino… Supongo que estás de acuerdo en que en un libro debe haber acción.
– Desde luego.
– Y en que tiene que haber una intriga o por lo menos un hilo rojo en una película o en una obra de teatro.
– Sí, claro.
– Una novela, una obra de teatro o una película, Münster, no son otra cosa que vida disecada. Vida captada y disecada, creada para que podamos contemplarla de una manera fácil y asequible. Salir del ahora, del momento presente, y contemplarlo a distancia… ¿Estás de acuerdo conmigo?
– Sí -dijo Münster-, quizá sí…
– Si hacen falta intrigas e hilos rojos para sostener la vida disecada, la artificial, lo mismo tiene que ocurrir, como es natural, con el producto auténtico, la verdadera vida. Ése es el meollo.
– ¿El meollo?
– Sí, el meollo. Claro que puedes elegir vivir completamente al margen del meollo si quieres… ver la película al revés, coño, o tener el libro boca abajo cuando estás leyendo…, pero no te creas que has entendido nada, porque, haber, hay no sólo uno sino miles de meollos, series enteras de meollos… de patrones… de códigos… de determinantes. El jueves me voy a Australia, Münster, y no vayas a creer que es por casualidad. Es exactamente lo que debo hacer. ¿No te lo crees?
Por un instante Münster se acordó de su propia y proyectada laguna… Synn y los chicos y dos semanas junto al mar azul…
– Si fuéramos una película, tú y yo -siguió Van Veeteren partiendo el palillo-, o un libro, sería imperdonable por mi parte contarte ciertas cosas en este momento. Sería una afrenta a quien va al cine y una burla al género como tal… tal vez también un menosprecio de tus dones, Münster. ¿Entiendes?
– No -dijo Münster.
– Un crimen contra los determinantes -dijo Van Veeteren, y por un segundo pareció como que pensaba sonreír-. Si no tenemos ninguna religión, al menos podemos tratar de vivir como si fuéramos un libro o una película. No hay otras indicaciones, Münster.
Vaya discurso del carajo, pensó Münster. ¿Está aquí diciendo estas cosas o estoy soñándolo yo?
– Por eso estoy irritado -siguió Van Veeteren-. Deberían encontrarle esta noche. Yo le quiero aquí mañana para confrontarle con las respuestas a nuestros faxes… y con una persona. Tenemos que vérnoslas con un asesino en serie, Münster, ¿te das cuenta? Eso es una rareza.
Estoy soñando, decidió Münster.
Llamaron a la puerta y el agente Beygens asomó la cabeza.
– Excuse, comisario, acabamos de recibir un fax del extranjero.
– Bien -dijo Van Veeteren-. ¡Dámelo!
– Palabra de honor -dijo Ulich.
En realidad el turno de Tomas Heckel no empezaba hasta las diez, pero esta noche había hecho un trato. Si estaba a las nueve menos cuarto, Ulich llegaría a tiempo al combate de boxeo en el que su hijo participaba en semipesados contra un inglés de color llamado Whitecock.
Ése no era el plato fuerte, naturalmente. Sólo uno más entre los combates previos, pero el joven Ulich tenía, como en tiempos su padre, un punch prometedor. Y capacidad de aguantar mucho castigo.
Heckel, que estudiaba segundo de medicina, conocía bastante bien los riesgos de dejarse golpear la cabeza por dinero, pero su trabajo como portero de noche era demasiado reciente para meterse en una discusión. Tampoco quería privar al padre de estar, por lo menos, presente cuando las células del cerebro empezaran a fallar. Además de los bocadillos y el café, esa noche había cogido tres gruesos libros de anatomía. Tenía pensado estar despierto toda la noche estudiando… El tiempo es oro y sólo quedaban seis días para el examen.
– Palabra de honor -repitió Ulich, y maniobró con su enorme masa corporal para salir de la angosta cabina del portero-. Como gane el chico te ganas una botella.
– De ninguna manera -dijo Heckel-. ¿Hay algo que deba saber?
Ulich reflexionó.
– El equipo de balonmano de Copenhague en el tercero -dijo-. Échales un ojo… sí, hay uno que tiene que mover el coche también. Lo ha aparcado de manera que estorba a los de la basura mañana por la mañana. Prawitz fue a decírselo… hay una nota junto al teléfono. Me parece que es un tal Czerpinski en la 26… yo le llamé, pero no estaba en la habitación.
– O. K. -dijo Heckel-. Que te diviertas. Espero que todo vaya bien.
– Esta vez sí que… -dijo Ulich, y se fue boxeando por la puerta giratoria.
Heckel tomó asiento y miró por encima el registro del hotel. De treinta y seis habitaciones, treinta ocupadas. No estaba mal para ser un lunes de diciembre. Tecleó en el mando de Ulich. Bien podía ver las noticias antes de dedicarse a la anatomía. Además no era frecuente tener la suficiente calma para el estudio antes de la medianoche.
Faltaban un par de minutos. Seguía en pantalla un concurso ridículo. ¿Qué era lo que había dicho Ulich?
¿Un coche mal aparcado?
Encontró la nota. La tuvo en la mano y memorizó el número de la matrícula mientras telefoneaba a la 26. No obtuvo respuesta. Colgó el auricular, pero pegó con un celo la nota al teléfono para que no se le olvidase.
Empezaron las noticias. Primero la persecución del asesino ese, claro… lo había oído varias veces durante la tarde. Lo ponía también en los periódicos que estaban en el mostrador de la recepción… Carl Ferger… tres asesinatos, por lo menos… un Fiat azul… número de matrícula…
Clavó los ojos en la pantalla de la tele.
Clavó los ojos en el teléfono.
Apagó la tele y cogió uno de los periódicos. Venía en la primera página. Arrancó el papel que acababa de pegar y empezó a comparar… letra a letra, cifra a cifra. Como si no supiera leer bien. O estuviera allí con un billete de lotería ganador de un premio millonario y no acabara de comprender que era verdad…
Luego cruzó su mente un irritante y grotesco pensamiento… que no iba a tener mucho tiempo para el estudio esa noche.
Se armó de valor y llamó a la policía.
La primera llamada llegó poco después de las nueve y media. La recibió Münster porque dio la casualidad de que Van Veeteren estaba en el retrete.
– Estupendo -dijo Münster-. Entiendo. Él llamará dentro de cinco minutos. ¿Qué número tenéis?
Lo anotó y volvió a enfrascarse en los periódicos de la tarde. Van Veeteren regresó. Münster aguardó unos segundos.
– Le han cogido ya en Schaabe -dijo con el tono más calmoso que fue capaz de encontrar.
– ¿Qué coño estás diciendo? -gritó Van Veeteren-. ¡Ya era hora!
– Casi -añadió Münster-. Tienes que llamarles… era un tal comisario Frank. ¿Le conoces?
Van Veeteren dijo que sí y marcó el número.
– ¿Frank? Aquí Van Veeteren. Me alegra que una gallina ciega siga siendo capaz de encontrar un grano…, ¿qué decías?
Münster contemplaba al comisario por encima del periódico. Estaba agazapado sobre el teléfono y parecía querer extraer al asesino del auricular… mientras masticaba con intensidad dos escarbadientes y escuchaba.
– Bueno, bueno… ocúpate de echarle la mano encima cuando llegue; si no, te despellejo vivo. Me voy a Australia el jueves, le quiero aquí antes…
Frank replicó algo y Van Veeteren afirmó despacio.
– All right -dijo-. Yo no me muevo de aquí. Llama en cuanto terminéis.
Colgó el teléfono.
– Ya puedes irte a casa -le dijo a Münster-. Le cogerán en cuanto aparezca por el hotel… se ha rapado la cabeza, lleva gafas y probablemente se ha maquillado… es un bicho ingenioso. Ha reservado cuatro noches en el Hotel Palace… para asistir a un congreso de fabricantes de prótesis. ¿Has oído una cosa igual, Münster? ¡Fabricante de prótesis!
– ¿Cómo dieron con él?
– Había aparcado mal -dijo Van Veeteren encogiéndose de hombros-. El pecado mortal de nuestra época, sin duda.
Cuando Münster salió al crudo ambiente nocturno, notó para su sorpresa que no tenía ganas de irse a casa, que de buena gana se hubiera quedado allá arriba con el comisario, esperando. Leyendo los periódicos un rato más… hasta que llegara la próxima llamada.
El último verso.
Lo que significaría que se había acabado la persecución.
El caso terminado. El asesino detenido.
Hora de que la maquinaria judicial se encargase del asunto…
Seguro que seguiría habiendo preguntas, pero la verdad es que parecía que todo había llegado a puerto. El fax lo había aclarado todo, ya no cabían teorías ni soluciones alternativas. Van Veeteren había tenido razón… como de costumbre. Carl Ferger era el hombre que buscaban.
Y era, como alguien había dicho un par de semanas antes, una historia de los cojones.
Camino de su barrio pensó también en lo que había dicho Van Veeteren de los determinantes… no acababa de estar seguro de si había sido en serio o no. No podía negarse que había miga en ello y quizá fuera como siempre, sólo que lo grande y lo difícil no se dejaba atrapar más que en esa tosca red de seriedad y burla.
Se sorprendió un momento por la formulación, pero comprendió que debía de ser un préstamo de Reinhart.
Esa tosca red…
En todo caso decidió mirar qué significaba «determinantes» en su nuevo y aún incompleto diccionario de veinticuatro volúmenes en cuanto llegara a casa.
La espera de Van Veeteren resultó más corta de lo que temía. A las diez y media llegó la llamada de confirmación de Frank.
Ferger había sido apresado.
Había entrado en el hotel con toda tranquilidad e inmediatamente había sido reducido por doce agentes armados.
– ¿Doce? -dijo Van Veeteren.
– Doce -dijo Frank.
– ¿Confiesa?
– No. Hace teatro.
– O. K. -dijo Van Veeteren-. Metedle en un furgón celular y traedle esta noche. Quiero tenerle aquí para el desayuno.
– A sus órdenes -dijo Frank-. ¿Cómo te funciona el revés ahora? Me acuerdo de que tenías problemas con él cuando estábamos en Frigge…
– Ahora es un arma mortal -dijo Van Veeteren-. Si pasas por aquí ya lo verás.
Münster no le hubiera reconocido.
Es verdad que no guardaba un recuerdo claro de él de los interrogatorios en el instituto Bunge, pero esta figura derrumbada casi no tenía ningún parecido con la imagen que se había difundido en la tele y en los periódicos.
En cierto modo parecía más joven. La cabeza redonda y completamente rapada producía una dudosa impresión de inocencia. De ingenuidad… o tal vez lo contrario: de avanzada senilidad.
¿O una combinación de ambas cosas?
Estaba sentado junto a la pared con las manos cruzadas sobre la inestable mesa. La mirada baja. Probablemente cerraba los ojos de vez en cuando.
Reinhart y Münster estaban sentados junto a la pared opuesta de la habitación, que era rectangular. Uno a cada lado de la puerta. La silla del comisario parecía minuciosamente colocada en el centro geométrico; Münster sólo veía su espalda; inmóvil como una esfinge a lo largo de todo el interrogatorio. Escupía las preguntas de la misma manera átona y despreciativa, como si en el fondo ya tuviese todas las respuestas y como si todo aquello no le interesara lo más mínimo.
– ¿Sabe usted por qué está aquí?
– No.
– No le he preguntado si era usted culpable. Le he preguntado si sabía por qué estaba usted aquí. Ha sido usted declarado en busca y captura en la radio, en la tele y en sesenta y ocho periódicos diferentes… con su nombre y su foto. A pesar de ello afirma usted no saber por qué está aquí. ¿Piensa usted aducir que es imbécil o que no sabe leer?
– No. Sé por qué estoy aquí.
La voz era débil, pero no temblorosa.
– Permítame aclarar desde el principio que siento por usted el mayor desprecio, señor Ferger. Tenerle a la vista no me produce otro sentimiento que puro asco. En otras circunstancias, en una sociedad menos civilizada que la nuestra, no dudaría un segundo en matarle aquí mismo…, ¿ha comprendido?
Ferger tragó saliva.
– Estoy convencido de que mis sentimientos los comparten no solamente mis colegas sino, en general, todas las personas que están al tanto de lo que usted ha hecho.
– Yo soy inocente.
– ¡Cállese, señor Ferger! Está usted donde está porque es usted un asesino. Será usted procesado por los asesinatos de Eva Ringmar el 5 de octubre, de Janek Mitter el 22 de noviembre y de Elizabeth Hennan el 30 de noviembre. También ha asesinado usted a un niño de cuatro años el i de junio de 1986, pero aún no hemos terminado de reunir las pruebas de ese asesinato…
– No es verdad.
Fue un susurro tan débil que Münster apenas pudo captarlo. Van Veeteren lo pasó por alto.
– Si piensa que importa lo que conteste, quiero sacarle del error. Será usted condenado y pasará el resto de su vida en la cárcel… desde ahora le advierto que corre el riesgo de ser ejecutado…
– ¿Qué demonios está diciendo?
Seguía hablando más para la mesa que para Van Veeteren.
– … no en nombre de la ley, claro está, pero ya se encargará algún otro preso. Hay un profundo desprecio por los que son como usted, también en las cárceles. No es inusual que se practiquen métodos muy muy dolorosos… quiero que lo sepa para que se ande con ojo.
Ferger se retorció.
– Nadie va a hacer una cruz con dos pajas para ayudarle. ¿Por qué rechaza un abogado?
– Eso es cosa mía.
– No hay nadie que quiera defenderle, desde luego, pero tiene usted derecho a tener un abogado si lo desea. La ley rige incluso para los tipos como usted. ¿Por qué mató usted a Liz Hennan?
– No la he visto jamás.
– ¿Fue porque no era usted capaz de satisfacerla?
– No la he visto jamás.
– ¿Fue porque ella se burló de usted por ser tan mal amante?
No hubo respuesta.
– ¿Tiene usted miedo de las mujeres?
– ¿Considera usted que Liz Hennan era una puta?
Ferger murmuró algo.
– ¿Ha contestado usted que sí?
– No la conozco.
– ¿Por qué tenía entonces una fotografía de usted?
– Yo nunca le he dado ninguna fotografía.
– Pero usted tenía una fotografía de ella.
– No… eso… usted miente.
– Perdone. Quiero decir que tenía usted una fotografía de Eva Ringmar… ¿Es cierto?
– Tal vez… no me acuerdo.
– Encontramos una en su casa. ¿Tenía usted una relación con Eva Ringmar?
No hubo respuesta.
– ¿Era Eva Ringmar también una puta?
– No. No tengo ganas de contestar más preguntas.
– Tampoco yo tengo ganas de preguntarle. ¿Por qué fue usted a casa de Janek Mitter y Eva Ringmar el 4 de octubre?
No hubo respuesta.
– Llegó usted por la noche, pero regresó de madrugada y asesinó a Eva Ringmar ahogándola en la bañera.
No hubo respuesta.
– ¿Cree usted que no sabemos quién es usted?
– Yo no sé de qué está hablando.
– ¿Qué coartada tiene usted para el asesinato de Janek Mitter?
– Estuve en una pizzería…
– Entre las once y las doce, sí. Mitter fue asesinado mucho más tarde. ¿No tiene una coartada mejor?
– Me fui a casa y me eché a dormir… creí que…
– ¿Qué creyó usted?
– Nada. No pienso contestar más preguntas.
– ¿Por qué piensa usted que Eva prefería a Mitter antes que a usted?
Ferger hundió aún más la cabeza y miró hacia la mesa.
– ¿Por qué prefirió a Andreas Berger?
Esperó unos segundos.
– Aunque sea usted un miserable, señor Ferger, no hay ninguna razón para que sea un miserable tan estúpido. Usted afirma que es inocente… que no tiene usted nada que ver con los asesinatos de Eva Ringmar, Janek Mitter y Liz Hennan. ¿Es así?
– Sí.
– ¿Por qué se afeita usted la cabeza, se maquilla y se esconde, si es usted inocente?
– Me escondí cuando me di cuenta de que me buscaban.
– La primera vez que se dio la orden de busca y captura fue ayer a las doce del mediodía. Usted había huido varias horas antes.
– No… se me estropeó el coche. Había estado de viaje el fin de semana… no pude llegar a casa.
– ¿Dónde estuvo usted?
– Hacia el norte.
– ¿Dónde pasó la noche?
– En un motel.
– Nombre y lugar.
– No me acuerdo.
– ¿Por qué no avisó al instituto?
– Traté de llamar…, pero no pude comunicarme.
– Propongo que cierre usted el pico si no es capaz de dar mejores respuestas… resulta usted ridículo, señor Ferger.
Van Veeteren hizo una breve pausa.
– ¿Quiere usted un cigarrillo?
– Sí, gracias.
Van Veeteren sacó un paquete del bolsillo y de él un cigarrillo. Se lo puso en la boca y lo encendió.
– Pues a joderse porque no voy a darle un cigarrillo. Estoy harto de usted.
Se levantó y le volvió la espalda a Ferger. Ferger levantó la mirada por primera vez. Fue sólo un segundo, pero Münster alcanzó a entender la expresión de sus ojos. Estaba asustado… clara y manifiestamente asustado.
– Otra cosa, por cierto -dijo Van Veeteren mirando a Ferger de nuevo-. ¿Qué se siente ahogando a un niño? Él tuvo que resistirse bastante… ¿Cuánto se tarda? ¿Qué cree usted que pensaba mientras tanto?
Ferger tenía las manos fuertemente cruzadas ahora y la cabeza le temblaba un poco. No dijo nada, pero Münster no se habría sorprendido si se hubiera venido abajo en ese momento. Si se hubiera tirado al suelo o derribado la mesa o simplemente hubiera lanzado un alarido…
– Ocupaos de él -dijo Van Veeteren-. Estaré fuera tres horas. Que no salga de esta habitación, no le deis de comer ni de beber. Que no fume. Hacedle preguntas si os apetece… tenéis manos libres.
Saludó con la cabeza a Reinhart y a Münster y salió de la habitación.
Cuanto más se acercaba, más despacio conducía.
Unos kilómetros antes de llegar se detuvo en un aparcamiento. Salió del coche. De pie, dando la espalda al cortante viento, se fumó un cigarrillo. Fumar se había vuelto casi una costumbre. No recordaba ningún caso en el que hubiera consumido tantos cigarrillos. No en los últimos años.
Había sus motivos. Pero ya había pasado todo prácticamente. Sólo esta pequeña confirmación final. La última pincelada negra de este cuadro repulsivo.
Se preguntó si era necesario. Lo había hecho durante todo el camino. Intentos de encontrar argumentos para evitarlo, para soslayar esto último.
Ahorrarse a sí mismo y a ella esta humillación final.
¿A él también quizás?
Sí, incluso a él.
Por supuesto que era en vano. Era el mismo deseo de librarse que siempre aparecía cuando estaba a punto de llamar a una puerta y decirle a la esposa que el marido desgraciadamente… que él tenía que informar de…
No había otra salida.
Ninguna alternativa menos mala.
Ningún analgésico.
Tiró el cigarrillo en un charco y montó en el coche de nuevo.
Abrió al cabo de unos segundos. Había estado esperándole.
– Buenos días -dijo él-. Aquí estoy.
Ella asintió.
– ¿Ha seguido usted las noticias estos últimos días?
– Sí.
Ella miró a su alrededor como si quisiera controlar que no olvidaba nada. Las plantas o la cocina.
– ¿Está usted dispuesta a venir conmigo?
– Sí. Estoy dispuesta.
Su voz era como él la recordaba. Firme y clara, pero átona.
– ¿Puedo preguntarle? -dijo él-. ¿Sabía usted lo que estaba pasando, en realidad? ¿Lo sabía usted ya entonces?
– ¿Nos vamos, comisario?
Cogió su abrigo de la percha y él la ayudó a ponérselo. Se envolvió la cabeza con un ligero chal, cogió el bolso y los guantes que estaban en el sillón de mimbre y se volvió hacia él.
– Yo estoy lista, comisario.
El viaje de vuelta fue bastante más rápido. Ella iba sentada a su lado muy derecha e inmóvil. Con las manos cruzadas sobre el bolso. La mirada al frente, fija en la carretera.
No dijo ni una palabra. Él tampoco. Como todo estaba completamente claro, terminado, no había palabra de la que echar mano. Él lo entendió y el silencio no fue agobiante.
A él tal vez le hubiera gustado hacerle una pregunta, un reproche, pero comprendió que hubiera sido imposible.
¿Se da usted cuenta, hubiera querido decirle, se da usted cuenta de que si me lo hubiera dicho la vez pasada habríamos podido salvar una vida? ¿Quizá dos?
Pero no podía exigir eso.
Ni que le contestara ahora.
Y tampoco que se lo hubiera contado entonces.
Cuando entraron en la habitación estaba todo igual.
Reinhart y Münster estaban en sus sillas junto a la puerta. El asesino se aplastaba detrás de la mesa junto a la pared opuesta. El aire era pesado y un poco dulzón y Van Veeteren se preguntó si tampoco se habría dicho ninguna palabra allí dentro.
Ella dio tres pasos en su dirección. Se detuvo detrás de la silla del comisario y puso las manos en el respaldo.
Él levantó la mirada. La mandíbula inferior empezó a temblarle.
– ¿Rolf? -dijo ella.
Hubo una sombra de alegre sorpresa en su voz, pero fue destruida inmediata y brutalmente por la realidad.
Rolf Ringmar se derrumbó lentamente sobre la mesa.
– Esto es un verdadero drama del destino -dijo Van Veeteren cerrando la portezuela del coche-. Hay una inevitabilidad en ello desde el principio… ya sabes que el incesto era considerado como uno de los peores crímenes que podían cometerse. Un crimen dirigido contra los dioses, sencillamente.
Münster asintió. Dio marcha atrás para salir del aparcamiento.
– Imagínate -continuó Van Veeteren- que tienes trece o catorce años. Una pubertad temprana… sensible y en carne viva como una herida abierta. El muchacho camino de hacerse un hombre… los primeros pasos vacilantes. ¿Cuál es tu primer objeto de identificación?
– El padre -dijo Münster, y pensó: él ha pasado por esto.
– Así es. ¿Y qué hace tu padre? Beber y degradarse. Te pega. Te pega no sólo una vez sino noche tras noche, te atormenta, te ultraja… tu madre es demasiado débil para ponerse en medio. Le tiene tanto miedo como tú. Se hace como si no pasara nada. Se calla y se deja que continúe… se guarda en la familia. Tú no tienes defensa… ningún derecho: como educador y cabeza de familia, todos los derechos los tiene él. No tienes adónde ir, ningún sitio al que acudir en busca de consuelo… aunque sí, hay un sitio. Una única persona capaz de aliviar tus penas.
– Tu hermana.
– A la que a veces también apalea, pero ni de lejos tanto. Ella está allí, es un poco más fuerte que tú, está un poco menos dañada… está en vuestro cuarto cuando al fin te libras… digamos que tenéis catorce años los dos… estáis acostados en la cama y ella te consuela. Tú te acurrucas a su lado y ella te protege. Pone sus manos que curan en tu cuerpo… tenéis catorce años… estáis acostados muy juntos, sentís seguridad de estar juntos, y le oís alborotar por la casa, ahora la emprende con la madre… exige sus derechos… ¡Hay que joderse, Münster!
Münster tosió ligeramente.
– Luego es de noche y estáis desnudos… tenéis catorce años y sois hermanos. Cómo va a estar mal lo que hacen, en realidad, Münster, quién coño va a acusarlos de nada. Quién sino los dioses tendrían derecho a reprochar a esos dos niños que pase lo que pasa. Que se conviertan en amantes. Quién, Münster, quién.
– No sé -dijo Münster.
– ¿Te das cuenta de lo que ella le daba? -siguió diciendo Van Veeteren al tiempo que emitía un profundo suspiro-. Poder acudir a una mujer cuando uno está apaleado y humillado y sin valor ninguno… a una mujer que es la amada de uno… la madre y la hermana de uno. Todo al mismo tiempo. ¿Qué amor podría ser más fuerte, Münster? Imagínate que amas por primera vez y que todo es perfecto desde el principio mismo… es un amor y un vínculo tan fuerte que tiene que durar y mantenerse por encima de todo lo demás que puedas experimentar… hay que joderse, Münster, ¿qué mierda de posibilidades tenía él, en realidad?
– ¿Cuánto duró? -preguntó Münster.
– Dos o tres años, me figuro. No parece recordar con exactitud cuándo empezó. Seguramente fue también igual de fuerte para los dos durante bastante tiempo. Yo creo que Eva logró salir de ello, no porque lo deseara realmente, sino porque sabía que estaba mal… prohibido… imposible de sostener.
– Para él resultaría imposible de romper -dijo Münster.
Van Veeteren encendió un cigarrillo.
– Sí, pero ella le rechazó. Lo que pasó en esa casa… tanto mientras vivió el padre como luego… yo no quiero ni imaginármelo, Münster.
– Y luego aparece Paul Bejsen -dijo Münster.
– Sí. A lo mejor no fue más que un intento de parte de ella, no creo que estuviera verdaderamente enamorada. Seguramente le eligió para demostrar que era irrevocable la ruptura con lo que había pasado… y Rolf… pues… Rolf…
– Esperó su momento -dijo Münster.
– Pues sí, digámoslo así -dijo Van Veeteren-. Esperó la ocasión en la que demostrar lo serio que era para él… y en aquella fiesta encontró la oportunidad.
– Estuvo al acecho en las praderas -dijo Münster.
– Exactamente. Dando vueltas fuera en la oscuridad esperando la ocasión… como un hombre lobo, casi…
– ¿Contó eso también?
Van Veeteren afirmó.
– Aunque bastante por encima… hace veinte años de eso. Prescribe a los veintiuno… nos da tiempo a acusarle de eso también, si es que hay algún sentido en ello.
– ¿Y Eva le obligó a marcharse?
– Sí. Le dio un ultimátum. O desaparecía o ella se encargaba de denunciarle… ponte en su lugar, Münster. Ha matado, no sólo por celos sino también para demostrar su amor… y ella le rechaza. Creo que estuvo a punto de quitarse la vida durante esos meses, él insinuó algo… también los primeros tiempos en el destierro por cierto. Tal vez…
– ¿… hubiera sido mejor? -completó Münster.
– ¿Tenemos derecho a pensar una cosa así? -preguntó Van Veeteren-. ¿Lo tenemos?
Münster no contestó. Miró el reloj. Las seis menos cuarto.
– ¿A qué hora sale el avión? ¿A las siete y media?
Van Veeteren asintió.
– Tengo que estar una hora antes.
– Llegamos en veinte minutos.
Guardaron silencio unos segundos, pero Münster pensaba que debían repasarlo todo.
– ¿Y esta Ellen Caine? -dijo.
– Sí -dijo Van Veeteren-. Se las arregló bien durante ocho años… es un poco extraño, pero se asentó… se instaló en Toronto, cambiaba de trabajo cada dos por tres, pero así y todo se mantuvo a flote… hasta que conoció a una mujer. Él dice que fue ella la que le ligó y no al contrario, y debe de ser verdad… en todo caso esa mujer no podía darle ni una mínima parte de lo que recibía de Eva… Dios sabe lo que le ronda la cabeza cuando se trata de sexo y de mujeres, Münster. Lo que exige es lo imposible… puesto que una vez ha vivido lo imposible. Así que mata a Ellen porque le ha traicionado… no sé si le dejó, no quiere decirlo… quizá no es capaz de ser amante, quizás hay una mezcla de celos normales y sinceros… en todo caso la mata. La empuja desde un viaducto delante de un camión, nadie sospecha nada más que ha debido de ser un accidente. Posiblemente suicidio. Nadie sabe siquiera que él ha estado allí.
– ¿Por qué cambia de nombre?
– Yo creo que empezó a pensar en regresar a Europa bajo una nueva identidad… ya entonces, después de la historia de Ellen… en 1980 más o menos. Se traslada a Nueva York. Se hace ciudadano de Estados Unidos al cabo de unos años, adopta el nombre de Carl Ferger… y parece haber vivido una vida bastante normal. Visto desde fuera, por lo menos. Aunque claro que es un misterio, Münster. ¿Qué es lo que hace que regrese en enero de 1986? Él no da ninguna explicación.
– ¿Los determinantes, tal vez? -dijo Münster con una leve sonrisa.
– ¿Cómo? -exclamó Van Veeteren sorprendido-. Veo que el intendente va empezando a enterarse de unas cosas y otras. Bueno, la cosa es que regresa, busca a Eva, se dedica a perseguirla… seguro que de todas las maneras posibles. Se puede pensar que la cercanía de ella le resulta casi insoportable… así lo dice él por lo menos… los celos de Berger son lacerantes, pero el niño es lo peor. Que ella haya tenido un hijo con otro… todo se vuelve un laberinto muy negro, Münster.
– ¿Mata al niño para castigarla?
– Yo diría que sí. La noción que tiene de su propio yo oscila entre la de un dios todopoderoso y punitivo y la de un angustiado muchacho púber carente de identidad.
– ¿Y después del asesinato?
– Eva vuelve a protegerle a pesar de que ella misma está perdiendo el sentido. Tengo la impresión de que en ese momento se rinde, se da cuenta de que su vida nunca podrá ser normal. Quizá también reconozca que los lazos que la atan a él son más fuertes de lo que había imaginado. También sexualmente… Vuelven a mantener su relación prohibida algunas veces durante esos años. Él vive en Francia, ella no quiere tenerle cerca, pero viaja para visitarle de vez en cuando… eso es lo que él dice. Él tal vez sueña con que al final será como él desea, tal vez ella le hace concebir esperanzas de nuevo…
– Y en lugar de ello, le rechaza.
Van Veeteren asintió.
– Ella se viene a vivir aquí. Una nueva separación… Tal vez no le dice adónde se ha ido, pero él la encuentra, claro. Con el tiempo consigue incluso un trabajo en el mismo instituto. Ha tenido que ser un verdadero shock para ella la presentación del nuevo bedel…
– ¿Este año?
– Sí, en enero. Al empezar el trimestre después de las navidades.
– Y entonces ella elige a Mitter para que se entere.
Van Veeteren suspiró.
– Sí, quizás… quizás ella estaba tan loca como él. Mitter me dio la impresión de que la relación entre ellos era algo que… superaba su capacidad de entendimiento. Como si todo el tiempo hicieran el amor a vida o muerte… Sí, una cosa así, me parece.
– ¿Por qué la mata a ella en lugar de matar a Mitter?
– Yo creo que fue un arrebato… un impulso repentino. Fue tal vez un intento de librarse de todo para siempre… de cualquier manera todo aquello fue bastante fortuito. Que Mitter estuviera tan borracho como para perder la memoria no fue, desde luego, algo con lo que él había contado. Esperaba que Mitter contara que él, Berger, había estado en su casa aquella noche, sólo que bastante antes, pero no había nada que pudiese indicar que luego había vuelto y la había matado. Ha tenido que darle muchas vueltas al hecho de que la policía no diera señales de vida.
Van Veeteren sacudió la cabeza.
– Seis -dijo-. Creí que eran cuatro, tal vez cinco… pero fueron seis.
Hizo una pequeña pausa y miró la oscuridad a través de la ventana lateral.
– ¿Qué piensas tú que hace posible que su madre tenga fuerzas para seguir viviendo? ¿Por qué demonios no se quita de en medio? O se acuesta simplemente y se deja morir…
Münster reflexionó.
– ¿Hamlet? ¿Miedo?
– No. Tú la has visto.
– ¿Es creyente?
Van Veeteren se echó a reír.
– ¿De qué estaría hecho ese dios que permite que tu esposo te maltrate y te ofenda, que tus hijos cometan incesto, que tu hijo asesine a tu hija…?
Münster dudó.
– No sé… tal vez asuma el castigo… viviendo, quiero decir.
Van Veeteren volvió la cabeza y miró a Münster.
– Excelente -dijo sorprendido-. ¡Excelente, Münster! Tengo que acordarme de no subestimarte en lo sucesivo.
– Gracias -dijo Münster-. Ya estamos llegando… Otra cosa…
– ¿Sí?
– Si hace el favor, mande una tarjeta, comisario… es por el sello. El chico ha empezado a hacer colección…
– No faltaba más -dijo Van Veeteren.
Münster aparcó y sacó las maletas.
– Nos vemos pues en enero -dijo Van Veeteren.
– A finales de enero -dijo Münster-. Tengo dos semanas de vacaciones después de Año Nuevo…
– Mira qué suerte. Y ¿adónde vas a ir?
– A las Maldivas -dijo Münster sonriendo con timidez.
– Eso está bien, Münster -dijo Van Veeteren estrechándole la mano-. ¡Pero mantente en forma! No va a ser muy divertido vérselas conmigo cuando vuelva.
– Lo sé -dijo Münster.
La mujer le cogió el brazo.
¿Qué coño le pasará ahora?, pensó Ingrun. Acababa de sentarse y de encender un cigarrillo. ¿Por qué no le dejaban alguna vez en paz?
– ¿Qué quieres? -dijo tratando de que le soltara.
Sus uñas se le clavaban en la piel.
– ¡Lucas 15, 11! -chilló ella.
– ¿Qué?
– ¡Lucas 15, 11! Iba a leer la Biblia y alguien la ha garabateado…
Él descubrió que era verdad que tenía una Biblia en la otra mano y un huesudo dedo índice metido en ella.
– ¡Déjame ver!
Ella soltó su brazo. Abrió la Biblia y se la dio. Atravesando una de sus páginas estaba escrito con letras grandes y claras:
Carl Ferger.
– Dios no lo perdonará nunca -gritó excitada, y se frotó las manos.
Ingrun dudó un momento. Luego arrancó la hoja y la tiró a la papelera.
– ¡Lee otra cosa! -dijo, y cerró la Biblia.