– Rooth, ¿quieres pedirle a la señorita Katz que traiga unas botellas de agua mineral?
Hiller se quitó un pelo de la solapa de la americana y pasó revista a la concurrencia.
– ¿Dónde está Van Veeteren? ¿No dije que tenían que estar todos aquí a las cinco? Son las cinco y tres minutos…, la conferencia de prensa es a las seis en punto y hay que estar preparado. ¡Ésta es una historia acojonante!
Reinhart se levantó.
– Voy a buscarle. Está amargándole la vida a un psiquiatra.
Münster se reclinó y trató de mirar por la ventana. El despacho del jefe de Policía estaba situado en el quinto piso y se le conocía bien con el nombre de «fifth floor», bien con el de «invernadero». El primero se refería a cierta organización de espionaje; el segundo, a la debilidad del titular por las plantas. La ventana panorámica con vistas a la parte sur de la ciudad ofrecía también una generosa toma de luz para que tanto las azaleas como las buganvillas y toda suerte de palmeras se sintieran enteramente a gusto. Tan a gusto, en realidad, que el panorama previsto había sido sustituido desde hacía tiempo por una pared verde prácticamente impenetrable.
Münster suspiró y pasó a contemplar al jefe de Policía. Éste se mecía de acá para allá en la silla del escritorio. Movía papeles, se ajustaba la corbata, se sacudía el polvo de su traje azul noche… eran señales seguras. ¡Conferencia de prensa!
Y no eran solamente los reporteros y fotógrafos de los periódicos los que reclamarían lo suyo, sino también la gente de la radio y de la televisión. Münster había visto un autobús emisora en el patio hacía media hora. Probablemente estaban todos muy ocupados con las luces y los cables en la sala de información. Sin duda Havel tenía razón.
Ésta era una historia acojonante.
– Van Veeteren, ¿puedes informar de la situación? -dijo Hiller cuando por fin se reunieron todos-. Voy a ver a la prensa dentro de cuarenta y cinco minutos…
– No -dijo Van Veeteren-, me duele la cabeza. Que lo haga Münster.
– Bueno -dijo Münster sacando su cuaderno de notas-. ¿Desde el principio o cómo?
El jefe de Policía asintió. Münster carraspeó.
– Pues, fue esta mañana a las 07:10 cuando recibimos una llamada de Majorna, el departamento de atención psiquiátrica de Willemsburg.
– Lo sabemos -dijo Hiller.
– Reinhart y yo llegamos allí a las 07:35 con Jung y con deBries. La víctima yacía en su cama en la planta veintiséis B… Lo acordonamos, claro. Ya habían trasladado al otro paciente a otra habitación.
– Muy sensato -murmuró Van Veeteren.
– El muerto era Janek Mitter, le reconocimos los dos… y estaba bastante claro cómo había sido. Toda la cama estaba llena de sangre y también había bastante por el suelo.
Hojeó en el cuaderno.
– Según Meusse, que llegó diez minutos más tarde, había muerto de heridas internas y de hemorragias, provocadas por tres cuchilladas, una de las cuales había seccionado la aorta… la muerte parece haber sido bastante instantánea, unos segundos como máximo… y Meusse cree que la hora fue en algún momento entre las tres y las tres y media.
– La hora del lobo -comentó Van Veeteren.
– ¿Cómo se explica que los periódicos estuvieran allí antes de que llegáramos nosotros? -preguntó Hiller-. ¿En esta ocasión? -añadió.
– Soplo del personal -dijo Reinhart-. Uno de los celadores recibió la visita de una chica durante la noche… gacetillera de Neuwe Blatt. Estuvieron follando en el apartamento del chico en las viviendas de los empleados, así que a ella no le costó ni tres minutos llegar. Guapa, además…
– Hum -dijo Hiller-. ¡Sigue!
– Rooth y Van Veeteren llegaron al cabo de media hora – continuó Münster-. Con los técnicos. Lo peinaron todo a fondo, desde luego, pero no había mucho que descubrir.
– ¿No?
– Más que lo que era evidente, quiero decir. El asesino entra en la habitación, apuñala a la víctima… un cuchillo bastante grande… probablemente de dos filos, una especie de arma de caza; hay bastantes modelos en la actualidad. Bueno, y luego el asesino sale por la ventana y se descuelga por la cañería de desagüe…
– Yo creía que los enfermos estaban encerrados bajo llave -dijo Hiller.
– No hace falta -repuso Rooth-. No con las medicinas tan sofisticadas que hay en nuestros días… aunque en el primer piso y en el segundo hay rejas. La cañería funcionó bien en esta ocasión, pero el próximo que lo intente es de suponer que se mate… tres de los remaches se han aflojado…
– Tenemos que avisar al asesino, no vaya a hacerse daño -comentó Reinhart.
– ¿Huellas dactilares? -preguntó Hiller.
– Ni la más mínima, tampoco huellas del aterrizaje. Da la casualidad de que hay un pasillo de losas justo en ese sitio…
– ¿Podemos fumar? -preguntó Reinhart.
– Ponte junto a la ventana -dijo Hiller.
Reinhart y Rooth se cambiaron de sitio. Reinhart vació la pipa en una maceta. Van Veeteren le hizo un gesto de aprecio.
– ¡Sigue! -dijo Hiller.
Münster cerró de nuevo el cuaderno de notas.
– El personal de noche eran cuatro personas… en la planta veintiséis, esto es…, en las cuatro unidades que hay en ese piso. Lo mismo en el primero y en el segundo.
– La veinticuatro, la veinticinco y la veintiséis -completó Rooth-. A, B, C y D en cada uno… doce unidades en toda la casa. Ocho plazas en cada una, pero algunas estaban vacías. A veces ocurre, cada dos años o así, alguien se restablece o se muere y entonces queda una vacante.
– Pero hay bastantes locos en la cola -dijo Reinhart, y prendió la pipa.
– ¿Doce cuidadores de noche? -preguntó Hiller.
– Eso es -dijo Münster-. Dos despiertos y dos durmiendo en cada piso. Hemos interrogado a los doce, especialmente a los de la veintiséis, por supuesto… y… bueno, parece bastante claro lo que ha pasado.
– ¿De veras? -dijo Hiller dejando al fin de darle vueltas al reloj de pulsera alrededor de la muñeca.
– Tardamos un rato en darnos cuenta, desde luego… también teníamos que controlarlo con el personal de día, pero todos parecen de acuerdo… fue una visita que se quedó en la planta.
– ¿Que se quedó? -dijo Hiller.
– Sí, llegó ya a las cinco… la hora de visita es hasta las seis y media. La mujer esta se quedó allí… y se olvidaron de ella.
– ¿Una mujer? -preguntó Hiller.
– Sí, eso dicen todos -dijo Reinhart exhalando un anillo de humo que lentamente flotó en dirección al jefe de Policía-. Aunque claro está que pudo haber sido un hombre…
– Pero ¿qué clase de normativa sigue esa gente? -se indignó Hiller ahuyentando el anillo de humo-. ¿Tenemos alguna descripción personal?
– Ocho -dijo Münster-. En líneas generales, coinciden. Una mujer bastante alta con espeso pelo oscuro y gafas… trenca y vaqueros… sólo tres hablaron con ella, pero otros cinco la vieron. Entre ellos, un paciente. El paciente está dispuesto a jurar que era un hombre vestido de mujer… los demás no están seguros.
– ¿Qué opinas tú, Van Veeteren? -preguntó Hiller.
– Estoy de acuerdo con el loco -dijo Van Veeteren-. Pero jurar, que lo jure él.
Hiller cruzó las manos sobre la mesa.
– Y esta… persona… ha estado escondida en la casa hasta las… tres, tres y media de la noche… ha asesinado a Mitter y se ha descolgado por la ventana… Resulta un poco… como muy a sangre fría, ¿no les parece a ustedes?
– Una sangre fría acojonante -asintió Reinhart.
– Muy fuerte -dijo Rooth-, es como un filme de terror más que otra cosa.
– El otro paciente -interrumpió Hiller-, el que estaba en la misma habitación…, ¿qué dijo?
– Nada -contestó Münster-. Dormía como un tronco, me parece que ni siquiera se despertó cuando le cambiaron de habitación.
– Hay unas medicinas buenísimas -dijo Rooth.
– ¿Os acordáis de Alguien voló sobre el nido del cuco? -dijo Reinhart.
Hiller miró el reloj.
– Falta un cuarto de hora -informó.
– ¿No puedes hacer esperar un poco a los periodistas? -preguntó Reinhart.
– Si no logramos hacer otras cosas podemos intentar al menos ser puntuales -respondió Hiller mirando de reojo la pipa de Reinhart-. Además parece que emiten en directo.
– ¡Hay que joderse! -dijo Rooth.
– O. K. -dijo Hiller-. Van Veeteren, ¿tenemos alguna pista? ¿Con qué teoría trabajamos? Me importa un bledo que te duela la cabeza.
Van Veeteren se sacó el escarbadientes de la boca, lo partió y lo dejó delante de sí en la reluciente mesa.
– ¿Quieres saber lo que tienes que decir o lo que yo creo?
– Ambas cosas… tal vez podamos hablar de tus reflexiones privadas después. Dame algo que echarles ahora…
– Como quieras -dijo Van Veeteren-. Una persona desconocida ha entrado en Majorna y ha apuñalado a Janek Mattias Mitter, condenado hace unas semanas por matar a su esposa. Estaba ingresado en Majorna a causa de un desequilibrio mental. No hay nada que indique que ambas muertes tengan relación entre sí.
– Pero ¡cómo coño voy a decir eso! -exclamó Hiller nervioso, secándose la frente.
– Pues entonces di que tienen relación -propuso Van Veeteren-. A mí me da igual.
Se hizo un silencio durante unos segundos. Sólo se oía el resoplar de la pipa de Reinhart y las vueltas del reloj de pulsera del jefe de Policía.
– ¿Era Mitter inocente? -preguntó Rooth.
Nadie contestó.
– Así que es la misma persona la que mató a los dos -siguió Rooth.
Van Veeteren se echó hacia atrás y miró al techo.
– Era un tío divertido en realidad -dijo finalmente-. Sólo hay una cosa que me sorprende… que no intentara contactar con nosotros antes, si es que se le ocurrió alguna cosa.
– ¿Qué quieres decir? -dijo Hiller.
– ¿Quieres decir que… -dijo Reinhart.
Van Veeteren asintió despacio.
– … que Mitter puso sobre aviso al asesino? -completó Münster-. Y no a nosotros.
Van Veeteren no dijo nada.
– ¿Cómo se puede ser tan endiabladamente estúpido? -se preguntó Reinhart.
– Anda y vete a una casa de locos y deja que te den medicinas, ya verás lo espabilado que te sientes al cabo de una semana -dijo Rooth-. Si es como dice V. V. que Mitter logró perforar la pérdida de memoria, para mí es un misterio su comportamiento. Tengo que decir que lo dudo mucho.
– No, no, es como yo digo -dijo Van Veeteren bostezando-. Pero no tenemos que discutirlo ahora. Ya se verá.
Hiller se puso de pie.
– Es la hora. Van Veeteren, quiero hablar contigo después.
– Desde luego. Estaré en la cantina. Hay un programa en la tele que no quiero perderme…
Hiller se arregló la corbata y se precipitó hacia la puerta.
– Una historia acojonante -rezongó.
Münster llamó con los nudillos y entró.
– Siéntate -dijo Van Veeteren señalando la silla que estaba entre los archivos.
Münster se sentó y se reclinó pesadamente contra la pared.
– Son las once -dijo-. ¿Por qué no nos vamos a casa a dormir y seguimos mañana?
Van Veeteren cruzó las manos encima de la mesa.
– Se piensa mejor por la noche. Vas a engordar si duermes demasiado… empiezas a ser un poco lento delante de la red. Hay un asesino que anda suelto… ¿quieres más argumentos?
Cierra el pico, pensó Münster, pero no lo dijo.
– ¿Café? -preguntó amablemente Van Veeteren.
– Gracias -respondió Münster-, apetece mucho. Hoy sólo he tomado once tazas.
Van Veeteren vertió algo maloliente, marrón, de un termo sucio. Le acercó un vaso de papel a Münster.
– Escúchame bien, intendente. Más vale que te concentres porque, si no, puede ocurrir que te pases de pie toda la noche. Mañana empieza el trabajo pesado, sería bueno que supiéramos cómo coño hay que hacer. ¿Quieres llamar a tu mujer?
– Ya lo he hecho. Ha visto la tele…
– Bien. Bueno, ¿quién es el que ha hecho esto?
Münster tomó un pequeño sorbo de café medio tibio. Lo tragó haciendo una mueca y supuso que llevaba hecho entre doce y dieciocho horas.
– ¿Quieres decir que no lo sabes? -continuó Van Veeteren.
Münster asintió con la cabeza.
– Significa: no, no lo sé -aclaró.
– Lo mismo me pasa a mí. Y tengo que reconocer que no tengo ni la más remota idea tampoco… así que por eso tienes que espabilar. ¡Empecemos con el número dos!
– ¿Cómo?
– Con el segundo asesinato… el asesinato de Mitter. ¿Cuál es la pregunta más importante?
– ¿Por qué?
– Sí, señor. De momento podemos dejar de lado de qué manera y si la víctima cometió alguna torpeza durante las últimas ocho horas. En lo que tenemos que fijarnos es en el porqué. ¿Por qué fue asesinado Mitter?
– ¿Partimos de que es el mismo?
– Sí -dijo Van Veeteren-. Y si no es el mismo tipo, entonces es una cuestión completamente distinta… entonces no vamos a resolver este caso en mucho tiempo, no con nuestros métodos, al menos… no, joder, no, es la misma persona, estoy convencido. Pero ¿por qué? Y ¿por qué ahora justamente?
– ¿Le han puesto sobre aviso?
– ¿Es eso lo que crees?
– Usted mismo dijo, comisario…
– Después de las diez puedes tutearme.
– Es que tú mismo afirmaste que el asesino tenía que haber sido avisado por el propio Mitter… que Mitter tenía que haber dado con algo que tenía que ver con el primer asesinato…
– Supongamos que estoy seguro de eso. Mitter le comunicó al asesino que se acordaba de él…
– O de ella…
– ¿Plausible?
– No.
– Suponemos que es un hombre. ¡La siguiente pregunta, Münster!
Münster se rascó la nuca.
– ¿Cómo? ¿Cómo avisó al asesino?
– ¡Has dado en el clavo otra vez! ¡Estás en plena forma, Münster!
– Y ¿por qué no le dijo nada a la Policía?
– Eso lo vemos luego -dijo Van Veeteren-. Lo primero, primero. ¿Cómo? ¿Qué piensas tú?
– Yo…, llamó por teléfono, o escribió una carta. No creo que mandara nada por fax.
Las pesadas bolsas de las mejillas de Van Veeteren se estiraron hasta formar algo que pudiera haber sido una sonrisa. Pasó, sin embargo, demasiado rápidamente como para que Münster pudiera hacer un enjuiciamiento seguro.
– Escribió -explicó Van Veeteren.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque lo he controlado. Escucha, te explico. Mitter escribió una carta el lunes pasado… el 18… salió el mismo día. El personal le dio sobre, papel y pluma. Lo tienen todo cerrado con llave y lo entregan a petición de los pacientes. Si se han portado bien, claro está. Todo parece cerrado con llave en ese lugar… excepto los pacientes, pero es que ellos toman tabletas. Bueno, en todo caso parece claro que mandó una carta el lunes. Si partimos de la base de que el asesino vive aquí en la ciudad, o por lo menos en el distrito postal, tiene que haberla recibido el martes. El miércoles está al acecho y el jueves por la noche asesta el golpe… se disfraza de cualquier cosa, entra en la planta, espera tranquilamente… se esconde durante ocho o nueve horas… ¿te das cuenta, Münster? Ese hijo de puta se queda allí ocho o nueve horas antes de que llegue el momento, eso es lo impresionante de este asunto. No es un tipo cualquiera con el que tenemos que vérnoslas, me parece que más vale que lo tengamos claro.
Münster asintió. El cansancio empezaba a desaparecer ya, a difuminarse y a ser traspasado por la concentración. Miró por la ventana. Las siluetas de la catedral y de los rascacielos de Karlsplatsen empezaban a perfilarse contra el cielo, y lentamente fue apareciendo esa sensación que más pronto o más tarde surgía siempre en una investigación, y que a veces le hacía estar en la cama completamente desvelado a pesar de un cansancio que tenía que haberle obligado a perder el sentido… la sensación de que éste era el desafío, éste el núcleo del trabajo de todos ellos. En algún lugar de allí afuera estaba el asesino… uno de los trescientos mil habitantes de la ciudad se había decidido a matar a dos de sus conciudadanos y su obligación, la suya, la de Van Veeteren y la de los demás, era encontrarle… o encontrarla. Iba a ser un trabajo de los cojones, probablemente. Habría que dedicar miles de horas de trabajo antes de terminarlo y, cuando al fin tuvieran la solución en la mano, se darían cuenta de que casi todo lo que habían estado haciendo había resultado completamente inútil. Verían que, si sólo se hubiera hecho esto y aquello al mismo tiempo, el caso habría sido resuelto en dos días en lugar de en dos meses.
Pero ahora no era más que el principio. Aún no se sabía prácticamente nada; no estaban más que Van Veeteren y él encerrados en esta desordenada habitación, encerrados con preguntas y respuestas y conjeturas, y entregados a una búsqueda lenta pero implacable del buen camino. Porque si no lo encontraban, si se equivocaban desde el principio, entonces lo que podía ocurrir era que al cabo de dos meses estuvieran allí con sus miles de horas perdidas y sin asesino. Ahí estaba la muela del molino; verse en lo más profundo del callejón sin salida y saber que había que dar la vuelta. Y la más importante siempre era la primera encrucijada.
– Nos equivocamos -dijo Van Veeteren como si hubiera leído los pensamientos de Münster-. Cogimos a Mitter y ahora está muerto. Lo menos que podemos hacer por él es acertar esta vez.
– He pensado en una cosa -dijo Münster-. Son tan diferentes estos asesinatos… Si es que se trata del mismo asesino, claro. Este segundo es mucho más… profesional que el primero. Quizá Mitter fuese incluso testigo del primero. Parece menos planificado… como casual. Éste es mucho más… frío.
Van Veeteren hizo un gesto afirmativo.
– Sí, así es. Le ha cogido gusto, ha aprendido. Pero volvamos a la carta. ¿Estás de acuerdo?
– Desde luego.
– Mitter escribe una carta al asesino, a la persona que sospecha que tiene algo que ver con la muerte de su esposa…
– ¡Para! -dijo Münster-. ¿Cómo sabemos que escribió realmente al asesino? ¿Por qué no puede haber sido una carta normal a… un conocido?
– Hemos empezado a controlar -contestó Van Veeteren colocándose un nuevo palillo en la comisura de la boca-. Pero aún no han terminado. Ninguno de sus más allegados, la ex mujer, los hijos, sus buenos amigos, ha recibido ninguna carta. Hay algunos con los que todavía no se ha establecido contacto, Petersén y Stauff están en ello…, pero no creo que encuentren nada.
– Pero ¿no puede eso significar…?
– Sí, claro, es muy posible que el asesino esté justamente entre ellos, pero no creo que nos perjudique que se dé cuenta de que no somos idiotas. Si luego nos damos de bruces con él dentro de unas semanas no tenemos más que atraparle. No hay nada parecido a un asesino al que se le ha tenido en la parrilla un cierto tiempo…
Münster asintió.
– Volvamos a la carta -dijo Van Veeteren-. Digamos que es verdaderamente una carta para informar al asesino de algo. ¡Preguntas, Münster!
– Sí, el destinatario, claro… ¿puede haber leído alguien el sobre? Pero me imagino que eso hay que excluirlo…
– Exactamente. Los atolondrados de Majorna no han visto nada. ¡Ni una puta letra! Y eso que había un tío mirando mientras escribía…
– Y ¿por qué?
– Yo qué sé. O bien vigilan la escritura de cartas por razones de seguridad o bien hay alguien que está escribiendo alguna tesis… la relación entre la esquizofrenia y ser zurdo… ¡qué más da! Lo importante es, y atiende bien, intendente, porque esto es vital…, que Mitter consigue que un celador le dé pluma, papel, sobre y un sello… se sienta en la sala de reuniones… sí, se llama así… y escribe su carta… no le lleva más de diez minutos… le da la carta al celador que la echa al buzón a la salida, dos horas más tarde, camino a su casa. Hasta ese momento la lleva en el bolsillo del uniforme. ¿Tienes clara la imagen?
– Sí, sí.
– ¿Qué es lo que te llama la atención?
Münster cerró los ojos. Apoyó la cabeza en la pared y reflexionó.
– No sé…
– La dirección.
– ¿Qué quieres decir?
– ¡Piensa, coño, Münster! Si no resuelves esto no apoyaré nunca tu ascenso.
– Está claro…, ¿cómo es que sabía la dirección?
– Del asesino, sí…
– ¿Por la agenda?
– No. No la tenía… en el hospital en todo caso, no.
– ¿Por el listín de teléfonos?
– No hay ninguno en la sala de reuniones.
– ¿Y no se movió de allí?
– El celador se quedó fuera vigilando. No le perdió de vista ni un segundo, no me preguntes por qué. Hay puertas de cristal entre las habitaciones, se fumó dos cigarrillos, dice. Deben de ser de los de cinco minutos…
– Ya que es tan minucioso, bien podía haber echado también un vistazo a la carta.
Van Veeteren lanzó un gruñido.
– ¿Crees que no se lo he dicho? Aunque no es seguro que nos hubiera servido de algo, no parecía saber leer muy bien. Es de esos cabrones que pueden volcar un tren, pero que no saben cuál de las puntas de una pluma tiene que estar hacia abajo.
Münster sonrió en cumplimiento de su deber.
– Basta de eso -continuó Van Veeteren-. Nadie ha visto lo que Mitter escribió en el sobre. No se sirvió ni de agenda ni de listín telefónico ni de nada. Eso significa…
– Que sabía la dirección de memoria. Está claro.
– Yo llego a la misma conclusión. Aunque tengo que decir que en mi caso va un poco más rápido. ¿Cuántas direcciones te sabes tú de memoria, Münster?
Münster reflexionó.
– Venga, dilas.
– La mía.
– Bravo.
– La de mis padres…
– ¿Y?
– Mi dirección de la niñez en Willby…
– Demasiado antigua.
Münster vaciló.
– La de mi hermana, en Hessen… creo.
Se hizo un silencio.
– La de aquí, claro -dijo Münster al cabo de un rato.
Van Veeteren rebuscó en los bolsillos un nuevo escarbadientes, pero el aprovisionamiento debía haberse agotado.
– ¿Has acabado? -preguntó.
Münster asintió.
– Tienes cuarenta y dos años y te has aprendido cuatro direcciones de memoria. No está mal, intendente. Yo no pude decir más que tres. ¿Qué conclusión sacas de esto?
– Que escribió a alguien… muy cercano.
– ¿O?
– ¿A sí mismo?
– Idiota -dijo Van Veeteren-. ¿O?
– O a su trabajo.
Van Veeteren enlazó las manos en la nuca y se estiró en la silla del escritorio.
– El instituto Bunge. ¿Quieres una cerveza?
Münster asintió de nuevo. Van Veeteren miró el reloj.
– Si me llevas a casa, puedes invitarme a una copa por el camino… en el Kraus, creo yo.
Münster se echó encima la chaqueta.
Debe de ser una prueba de simpatía, pensó.
– Pero, coño, si es que es viernes -constató Van Veeteren mientras se abrían paso a codazos hacia el bar.
Con dos jarras espumeantes se incrustó en un sofá entre dos mujeres jóvenes. Encendió un purito y al cabo de unos minutos había también sitio para Münster.
– El Bunge o un buen amigo -retomó Van Veeteren-. Y podemos excluir a los amigos, me parece. ¿Hay algún pero?
– Sí -dijo Münster-. Uno por lo menos… un nombre raro.
– ¿Qué quieres decir?
– Si uno tiene un nombre raro, el correo llega de todos modos… Dalmatinenwinckel, o algo por el estilo…
– ¿Qué coño has dicho?
– Dalmatinenwinckel. Tuve una novia en una ocasión que se apellidaba así. Bastaba con el nombre y la ciudad, no hacía falta la dirección de la calle.
– Hiciste bien en no casarte con ella. Aunque supongo que tienes razón. Tenemos que poner a alguien que controle las oficinas de correos.
Bebió un par de tragos y chasqueó la lengua satisfecho.
– ¿Cómo vamos a trabajar? -preguntó Münster.
De pronto se apoderó de él otra vez el cansancio. Estaba hundido en el extremo del sofá y el humo le irritaba los ojos. Era más de la una y media. Si calculaba el tiempo que costaría tomarse las cervezas, llevar al comisario a su casa, llegar a su propio barrio, quitarse la ropa y ducharse, sacaba en limpio que no podría acostarse junto a Synn antes de las tres…
Suspiró. La idea de Synn era ahora bastante más intensa que la caza del asesino y, pensándolo bien, no dejaba de ser una señal de buena salud…
– Tú te encargas del Bunge -dijo Van Veeteren-. Tú y Reinhart. No podréis empezar antes del lunes, supongo.
Münster asintió agradecido.
– La carta es lo primero, claro. Es posible que nos hayamos equivocado por completo, pero si tenemos suerte… bueno, si alguien se acuerda de algo, entonces sabremos. Entonces lo tendremos, Münster, y entonces todo se resolverá en seguida.
Münster no contestó.
– Aunque no creo que tengamos esa suerte, es un presentimiento. Controla el sistema de correo en todo caso, quién lo reparte, si tienen diferentes casilleros y demás. Te daré un sobre de Majorna, desde luego, aunque no tiene nada especial, desgraciadamente. Es como cualquier otro sobre. Y ten cuidado… es innecesario que demasiada gente sepa lo de la carta.
– ¿Cuántos profesores hay? -preguntó Münster.
Van Veeteren hizo una mueca.
– Setenta, me parece. Y reciben media tonelada de correo a la semana, los muy cabrones.
Münster no estaba seguro de si era una exageración o no.
– ¿Y alumnos? -preguntó.
– Setecientos -suspiró Van Veeteren-. Es de suponer que no acostumbren recibir el correo a través del instituto, pero setecientos alumnos… ¡hay que joderse!
– Leí una novela policíaca una vez -dijo Münster-. En ella un alumno empezaba a ejecutar a sus profesores. Llegó a matar a nueve antes de que le cogieran.
– Sí, sí. Yo tenía pensamientos parecidos cuando iba a ese instituto.
– ¿Qué hacemos luego? ¿Controlamos las coartadas?
– Sí. Interrogad a los jodidos profesores uno por uno. Dile a Reinhart que no se ande con remilgos con ellos, no se trata de un mal período de tiempo. Desde la tarde del jueves hasta la mañana del viernes… esta mañana. A los que no sean capaces de decir nada habría que meterlos en chirona de todas formas.
– ¿Eva Ringmar también? ¿O basta con lo que tenemos?
– Insistid otra vez, nunca está de más. Y, Münster, si encontráis a algunos que hayan tenido la posibilidad de hacerlo las dos veces, no os precipitéis…, a mí me gustaría hablar con ellos.
Levantó la jarra de cerveza y la apuró hasta el fondo.
– Está buena -constató-. ¿Quieres otra?
Münster dijo que no con la cabeza.
– Ah, no… Ya empieza a hacerse tarde. Bueno, Rooth y deBries pueden continuar investigando en Majorna un poco más, luego deben hacer una ronda con los vecinos… y con Bendiksen, me parece. Tarde o temprano tenemos que descubrir lo que pasó con Eva Ringmar.
– Y ¿a qué piensa dedicarse usted, comisario?
Sin pensarlo, había vuelto al tratamiento habitual. Van Veeteren se quedó un rato callado.
– En primer lugar voy a dedicarme a los que hacen pelucas. ¿Sabías que se puede comprar o alquilar pelo en once sitios diferentes en esta ciudad?
– No tenía la menor idea. Hay que joderse.
– Sí. Y luego hay algunos cabos sueltos que pienso atar -continuó diciendo Van Veeteren, dejando la colilla de su purito en la jarra de cerveza-. ¿Sabes lo que creo, Münster?
– No.
– Creo que es una historia fea, ésta. Una jodida historia fea.
Cogió el camino de las landas. Seguro que eso suponía unas horas más de viaje, pero hoy quería disponer de ese tiempo.
Solo al volante con Julian Bream y Tárrega en los oídos, y el austero paisaje como un escudo y un filtro de realidades demasiado acuciantes; más o menos así era como lo había pensado. Eligió el coche con cierto detenimiento. Un Toyota rojo, casi nuevo, con ventanillas opacas y buenos altavoces delante y detrás.
A las ocho ya estaba en camino; era una mañana oscura y brumosa que, ciertamente, iría aligerándose conforme avanzase, pero en la que las húmedas nubes grises no levantarían del todo. Cuando se paró a comer en el hostal de Moines, aún estaba todo el pueblo envuelto en densos velos de niebla que parecían precipitarse de las landas. Comprendió que era uno de esos días en los que la luz nunca penetraría. Nunca lo rescataría de la oscuridad.
Comió un guiso de pescado cocinado con mucha cebolla y vino blanco y dejó que sus pensamientos vagasen por el día anterior y sus magros resultados. Más de ocho horas había dedicado a entrevistar a empleados de diferentes tiendas de pelucas, una empresa desesperante y monótona que, desde luego, en virtud de su posición, podía habérsela dejado a otro, pero de la que sin embargo se había encargado él. Cuando terminó y, sentado a su mesa escritorio, se puso a hacer balance, pudo en todo caso constatar que durante la semana pasada ninguno de los once establecimientos había vendido, alquilado o perdido un postizo que pudiera parecerse al que llevaba el asesino en Majorna la noche del crimen.
Tampoco se lo había esperado. ¿Por qué una persona tan inteligente y calculadora, a juzgar por lo visto hasta ahora, como ésa iba a actuar con tan poca cabeza? Pero había que controlarlo y ya estaba hecho.
El encuentro con el forense y los técnicos tampoco había supuesto ninguna revelación. Las observaciones de Meusse se confirmaron hasta en el menor detalle y el llamado análisis de aspiradora resultó tan carente de resultado como si el lugar del crimen hubiera sido, en realidad, un servicio clínico de cirugía en lugar de una planta de un centro de atención psiquiátrica.
Por la noche, sin embargo, había recibido una buena noticia aunque no se refería a la investigación. Justo cuando estaba a punto de irse a la cama, telefoneó Renate para decir que no parecía una idea especialmente buena la de que volvieran a reanudar su relación. En todo caso no era una cosa urgente.
Todo tiene su tiempo, dijo ella, y por una vez él estuvo completamente de acuerdo. Habían terminado la conversación en muy buenos términos y ella incluso le arrancó la promesa de ir a visitar a la cárcel al hijo perdido en cuanto tuviera tiempo.
El viaje después de comer fue por las estrechas y sinuosas carreteras de las landas y junto al río mientras la oscuridad y la niebla se hacían más profundas y espesas, y entonces apareció la ilusoria apertura que había estado esperando. La esencia misma del desplazamiento… cuando el movimiento a través del paisaje y del tiempo contagia y crea la apariencia de movimiento también en otros aspectos. Ideas y pautas y deducciones fluían en su mente con ligereza y facilidad acompañadas por el espacio deshabitado de la guitarra clásica.
Pero la orientación de esos movimientos crecientes seguía también la cada vez más profunda oscuridad. Había algo en este caso, en estos dos asesinatos, que tiraba continuamente hacia abajo y que le producía repugnancia. Un sentimiento de aversión y de impotencia que tal vez se pareciera a lo que en tiempos solía experimentar ante cada caso de muerte violenta con el que se enfrentaba… cuando todavía era un joven inspector de la brigada criminal que creía posible realizar cambios; antes de que el roce diario con cierto tipo de actos le curtiera lo suficiente como para poder realizar su trabajo.
De la mano de esas sensaciones iba también el sentimiento de que sabía más de lo que entendía. De que había una cuestión, un indicio, que debería sacar a flote y examinar más detenidamente, un detalle o una conexión que se le habían pasado por alto y que, expuestos a la luz, se mostrarían como la clave de todo el misterio.
Pero era sólo una leve sensación, acaso no más que una falsa esperanza a falta de otras cosas; y fuera lo que fuera no se hizo en absoluto ni más clara ni más nítida esa tarde. El viaje era y siguió siendo un viaje en la oscuridad. Lo que aumentaba, lo que crecía en él era la inquietud… la inquietud de que todo llevara demasiado tiempo, de que volviera a equivocarse, de que la maldad demostrase ser mucho más poderosa de lo que él quería reconocer.
¿La maldad?
No era éste un concepto al que le complaciera tener que enfrentarse.
La mujer que le abrió tenía una enorme cantidad de pelo rojo y parecía que iba a dar a luz de un momento a otro.
– Soy Van Veeteren. Llamé por teléfono ayer. ¿Es usted la señora Berger?
– Bienvenido -sonrió ella y, como si hubiese leído sus pensamientos, añadió-: No se preocupe, todavía falta un mes. Yo siempre me pongo así.
Recogió el abrigo y le indicó que pasara. Presentó a dos niños, un chico de cuatro o cinco años y una niña de dos o tres; hacía tiempo que no era capaz de calcular con exactitud esos años.
Ella gritó algo en el hueco de la escalera y una voz contestó que ya bajaba. La señora Berger le señaló a Van Veeteren una butaca de mimbre frente a una chimenea y se disculpó diciendo que la cocina exigía su presencia. El niño y la niña le observaron a través de sus flequillos y decidieron seguir los pasos de su madre.
Se quedó solo durante unos minutos. Pudo constatar que el hogar de los Berger no parecía sufrir de falta de dinero. La casa estaba situada en un lugar un poco retirado de la ciudad, con la naturaleza detrás y vecinos a una distancia prudencial. Del exterior no había podido formarse una idea muy precisa, pero el interior daba testimonio de buen gusto y de medios para satisfacerlo.
Tal vez durante unos segundos se arrepintió de haber aceptado la invitación. No era la situación ideal interrogar a su anfitrión. Difícil morder la mano que te da de comer, pensó, mucho más fácil clavar los ojos en una persona al otro lado de una mesa coja de masonita en un local de arresto polvoriento y sucio.
Pero funcionaría bien de todos modos. La idea no era hacer un interrogatorio inquisitorial a Andreas Berger, aunque podía resultar difícil negarse el placer. Había venido para hacerse una idea solamente… más razones no había, ¿no? Porque aunque tenía el mayor de los respetos por el buen criterio de Münster, bastante más de lo que Münster podía figurarse, siempre había una pequeña probabilidad, una posibilidad de que él mismo descubriera algo. Algo que tal vez exigiera un sentido absolutamente especial para notarlo, una cierta intuición o un tipo especial de imaginación perversa…
Si no otra cosa, cuatro ojos deben de poder ver mejor que dos.
Ese muchacho, por ejemplo… ¿No era demasiado mayor? Una buena idea sería controlar los tiempos cuando tuviera ocasión… porque si fuera así, si la nueva señora Berger hubiera estado embarazada antes de que la vieja señora Berger estuviera debidamente divorciada… pues algo tendría que significar eso.
Andreas Berger era más o menos como se lo había imaginado. Bien entrenado, desenvuelto, alrededor de los cuarenta; un polo, americana y pantalones de pana. Con un aire ligeramente intelectual.
El prototipo del éxito, pensó Van Veeteren. Serviría para hacer un anuncio publicitario de cualquier cosa. Desde after shave y desodorantes hasta comida para perros y seguros de pensiones. Un tío cojonudo.
La cena duró alrededor de hora y media. La conversación se desarrolló con facilidad y asepsia y, después del postre, los niños y la esposa se retiraron. Los señores volvieron a las butacas de mimbre. Berger ofreció una cosa y otra, pero Van Veeteren se contentó con un poco de whisky y un pitillo.
– Es que tengo que encontrar el hotel -se disculpó.
– ¿Por qué no se queda en casa esta noche? Tenemos todo el sitio del mundo.
– No lo dudo -dijo Van Veeteren-. Pero ya he cogido la habitación y prefiero dormir donde tengo el cepillo de dientes.
Berger se encogió de hombros.
– Además tengo que levantarme muy pronto mañana -siguió diciendo Van Veeteren-. ¿Le importa que vayamos al grano?
– Por supuesto que no. No tenga miedo de preguntar, comisario. Si hay alguna manera de que yo pueda ayudar a esclarecer estos horribles hechos, está claro que quiero hacerlo.
No, pensó Van Veeteren. Miedo de hacer preguntas es algo que no suele reprochárseme. Veamos si tú tienes miedo de contestar.
– ¿Cómo descubrió que Eva era infiel? -empezó.
Era un palo de ciego, pero notó inmediatamente que había dado en el clavo. Berger se sobresaltó de modo que el cubito de hielo que iba a poner en el vaso acabó en el suelo.
Lanzó una exclamación y rebuscó en la peluda alfombra.
Van Veeteren esperó tranquilamente.
– ¿Qué diablos quiere usted decir?
Resultaba tan poco convincente que Van Veeteren se sonrió.
– ¿Lo descubrió usted mismo o se lo contó ella?
– No sé de qué me habla, comisario.
– ¿O le puso sobre aviso otra persona?
Berger dudó.
– ¿Quién le ha dicho eso, comisario?
– Creo que debemos atenernos a las normas, señor Berger, aunque me haya invitado usted a una cena exquisita.
– ¿Qué normas?
– Yo pregunto. Usted contesta.
Berger guardó silencio. Tomó un pequeño sorbo de su vaso.
– Ha sido usted verdaderamente complaciente -dijo Van Veeteren haciendo un gesto indefinido con el brazo… que abarcaba la comida, el vino, el whisky, la hoguera en la chimenea y todo lo que Berger pudiera desear… pero el tiempo de reflexionar se había terminado.
– All right -dijo Berger-. Hubo otro hombre… sí. Eso parece.
– ¿No está usted seguro?
– Nunca conseguí… confirmarlo del todo.
– ¿Quiere decir que ella no lo reconoció?
Berger se echó a reír.
– ¿Reconocer? No, no por cierto. Ella lo negó como si le fuera la vida en ello.
Tal vez fuera así, pensó Van Veeteren.
– ¿Puede contarme?
Berger se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo. Dio dos profundas caladas antes de contestar. Era evidente que necesitaba unos segundos para pensar antes de empezar. Van Veeteren se los dejó.
– Los vi -empezó Berger-. Fue en la primavera de 1986, en marzo o abril. Dos veces los vi juntos, y tengo razones para pensar que se vieron de vez en cuando hasta mediados de mayo, por lo menos. Había algo… yo lo noté en ella, claro. No era una mujer que pudiera guardar secretos, en realidad, era como si llevase escrito en la cara que pasaba algo malo. ¿Comprende usted lo que quiero decir, comisario?
Van Veeteren asintió.
– ¿Puede decir exactamente cuándo empezó?
– En Semana Santa. Fue el Jueves Santo de 1986, no sé qué fecha sería. Fue una de esas raras casualidades en la que he pensado mucho después. Los vi en un coche a la hora del almuerzo. Yo tuve que cruzar la ciudad en coche para verme con un científico en Irgenau, ellos estaban delante de mí, a la derecha, en otro coche…
– ¿Está seguro de que era su mujer?
– Al cien por cien.
– ¿Y el hombre?
– ¿Quiere decir cómo era de aspecto?
– Sí.
– No lo sé. Él conducía. Eva iba a su lado; yo la veía de perfil cuando volvía la cabeza para hablar con él, pero de él sólo veía los hombros y la nuca. Ellos estaban en la fila de la derecha, yo tenía que seguir recto… cuando el semáforo se puso verde, ellos torcieron. No tuve la menor posibilidad de seguirlos, aunque lo hubiera querido. Creo que… creo que también fue un shock.
– ¿Un shock? ¿Cómo podía usted saber que era cuestión de… infidelidad? ¿No podía su esposa estar en aquel coche por una razón completamente inocente?
– Claro que sí, eso es lo que yo me decía también. Pero su reacción cuando le pregunté fue bastante… unívoca.
– ¿De qué manera?
– Se puso completamente fuera de sí. Aseguró que había estado en casa todo el día, que yo estaba equivocado o que mentía y quería destruir nuestra relación. Y un montón de cosas por el estilo.
– ¿Y no puede ser que tuviera razón?
– No… yo empecé a dudar de lo que había visto, como es natural…, pero al cabo de dos semanas volvió a ocurrir. Un colega mío los vio juntos en un café. Fue muy penoso… lo soltó así, como de pasada, como una broma, pero me temo que yo perdí la cabeza.
– ¿Qué dijo Eva esta vez?
– Lo mismo. Era eso lo que resultaba tan raro. Lo negó, volvió a alterarse completamente, dijo que mi colega era un mentiroso, que ella jamás había puesto los pies en ese café. Todo era tan flagrante; a mí me parecía como que… era indigno de ella mentir… varias veces, además. Le dije que era mucho peor tener que aguantar las mentiras que la infidelidad… Lo raro es que ella parecía estar de acuerdo conmigo.
– ¿Qué pasó luego?
– Nuestra relación se resintió, como es natural…, ella era como una extraña, se puede decir. Yo me rompía la cabeza haciéndome preguntas… haciéndoselas a ella también, pero se negaba a hablar de ello. En cuanto yo intentaba sacar a relucir algo, se cerraba como una almeja… sí, fueron unos meses horrorosos, sencillamente. Y las cosas iban a ser todavía peor. Yo nunca me hubiera esperado nada parecido. Habíamos estado casados cinco años, nos conocíamos desde hacía diez y jamás habíamos tenido problemas así. ¿Está usted casado, comisario?
– En cierto modo.
– ¡Ah!, ¿sí?… Bueno… Poco a poco empecé a pensar que a lo mejor yo podía haberme equivocado de todas maneras. Era como si todo hubiera empezado a volverse en su favor… como si yo fuera el causante de todo puesto que fui el que la acusó. Recuerdo que pensé que la situación tenía rasgos de una verdadera folie a deux, si usted me entiende…
– No me subestime.
– Disculpe…
– Dijo usted que la había sorprendido varias veces…
– Sí, pero nunca de la misma manera. Vislumbré algo…, oí algunas conversaciones telefónicas…
– ¿Oyó usted de qué hablaban?
– No. Pero estaba bastante claro, de todas formas.
– Entiendo.
– La sorprendí también mintiendo en un par de ocasiones…, aseguró que había estado en casa pese a que yo había ido a la hora del almuerzo y no había nadie… que había ido al cine con una amiga. A ver una película que habían dejado de echar la semana anterior…
– ¿Qué decía ella de eso?
– No la confronté nunca con esas mentiras, no sabía qué hacer. Supongo que esperaba que ocurriera algo concluyente. La situación resultaba tan irreal que no sabía cómo actuar.
– ¿Habló usted con alguien?
– No… no, por desgracia. Pensé que era algo que pasaría… algo que seríamos capaces de resolver nosotros mismos poco a poco.
Van Veeteren asintió.
– ¿Es un Vrejsman ese cuadro? -dijo señalando una gran acuarela que colgaba encima de la chimenea.
– Sí, lo es -contestó Berger sorprendido-. ¿Es usted también conocedor de arte, comisario?
– Sí. Conozco a Rembrandt y a Vrejsman. Vrejsman es tío mío. ¿Está usted verdaderamente seguro, señor Berger?
– ¿Qué? No acabo de entender…
– Seguro de que era infiel. ¿No puede haber sido otra cosa?
– ¿Qué, por ejemplo?
Van Veeteren levantó las manos.
– Yo qué sé. Pero lo que usted descubrió no era muy comprometedor. Nunca los encontró en la cama, que digamos.
– No creí que hiciera falta.
– Y ¿por qué no habló usted de esto la otra vez con el intendente Münster?
Berger vaciló.
– No… no salió a relucir. Pensaría que no tenía ninguna importancia. Me lo sigue pareciendo, además.
Van Veeteren guardó silencio. Berger estaba ahora un poco irritado, se notaba claramente. Van Veeteren casi deseaba haber tenido la posibilidad de encerrarle en un calabozo esa noche y emprender la siguiente cuestión por la mañana; eso hubiera facilitado el paso de una cosa a otra. Mientras pensaba en cómo seguir, apareció la señora Berger diciendo que llamaban a su esposo por teléfono.
El demonio protege a los suyos, pensó Van Veeteren. Berger desapareció y los diez minutos que siguieron se dedicó a mirar las brasas y las lánguidas llamas azules mientras pensaba en sus propias infidelidades.
Eran dos en total, la última hacía dieciocho años y había sido tan catastrófica como la primera. Su matrimonio también había sido una catástrofe, desde luego, pero al menos había tenido la ventaja de no perjudicar a ningún inocente.
Quizá no fuera mala idea tocar ese asunto respecto al matrimonio de Andreas Berger y Eva Ringmar. Decidió permitirse otro whisky en espera de la próxima ronda… tenía que llevarla a cabo un poco más rápidamente que la primera. El reloj de la repisa marcaba las nueve y media y, aunque no solía plegarse a las exigencias de lo decente, había límites.
Encendió un cigarrillo y se metió otros cuatro en el bolsillo.
– ¿Puede contarme algo del accidente, señor Berger? Le prometo que no le molestaré mucho más.
Berger revolvió las brasas. Se quedó un rato sentado con las manos entre las rodillas y la mirada fija en la chimenea antes de empezar.
– Fue el i de junio. Un sábado. Estábamos invitados en casa de los Molnar, un colega mío, tienen una casa arriba, junto a los lagos Maaren. Íbamos a hacer noche allí. A la hora de comer nos dimos cuenta de que Willie había desaparecido. Tenía cuatro años, acababa de cumplirlos… Los Molnar tenían dos hijos un poco mayores… habían estado jugando juntos en el jardín. Willie había dicho que tenía que ir al retrete… no le encontramos hasta el domingo por la mañana. Fueron unos pescadores quienes le sacaron en una caleta… se había desplazado con las corrientes casi tres kilómetros.
Calló y encendió un cigarrillo.
– ¿A cuánto estaba el lago?
– A cien metros solamente. Nos habíamos bañado allí un rato antes, pero Willie sabía que estaba prohibido ir allí solo.
– ¿Se hizo una investigación en regla?
– Sí, pero no había mucho que decir. Probablemente Willie fue andando por el embarcadero y se cayó al agua. Tenía toda la ropa puesta, así que no había tenido intención de bañarse… Comisario, ¿tenemos que hablar de esto? Ya se lo conté a su colega… Münster se llama, ¿no?
Van Veeteren asintió.
– La reacción de Eva… ¿puede referirse a ella también? Sé que no es divertido para usted, pero estoy tratando de darle caza a un asesino, señor Berger. Alguien ha matado a Eva, alguien ha matado a Janek Mitter, su nuevo marido…, tiene que haber un motivo. Desgraciadamente es necesario tirar de todos los hilos.
– Entiendo. Espero que se dé usted cuenta del trauma que supone perder un hijo. Que la gente mayor muera puede aceptarse, incluso cuando ocurre de repente y sin esperarlo, pero cuando le arrebatan a uno un niño de cuatro años… pues… pues es como si todo…, lo que se dice todo, perdiera importancia. Cualquier reacción hay que considerarla normal.
– ¿Fue Eva la más afectada?
Berger asintió.
– Sí.
Hubo una pausa. Berger se sirvió un dedo de whisky.
– ¿Le sirvo?
Van Veeteren negó con la cabeza. Berger hurgó en el cubitero con la pinza, pero no logró coger nada. Dejó la herramienta en la mesa y usó los dedos. Echó en el vaso tres o cuatro cubitos de hielo medio derretidos y se chupó los dedos.
¿La educación?, pensó Van Veeteren.
– Eva, bueno… -siguió Berger-. Perdió el control completamente, se puede decir.
– ¿De qué manera?
– ¿De qué manera? Se puso histérica, loca de remate. No era posible razonar con ella o sacarle una palabra sensata. Se quería suicidar, tuvimos que vigilarla día y noche. Y darle medicinas, claro.
– ¿Cuánto duró eso?
– Todo el verano. Fue… fue un verdadero infierno, comisario. Yo no tuve la menor posibilidad de sentir mi propio dolor; todas mis fuerzas estaban concentradas en mantener viva a Eva. Como yo era el más fuerte, tuve que llevar toda la carga. Pero supongo que es así como hay que hacer…
Se echó a reír.
– Comisario, 1986 no es un año que quiera recuperar. Todo ocurrió ese año, tal vez debería haber ido a visitar a un astrólogo para consultar las estrellas. Ha tenido que haber constelaciones terribles.
– ¿Estuvo Eva en casa o en el hospital?
– Las dos cosas… al principio más en el hospital. Es que tenía que estar vigilada todo el tiempo… yo también estuve allí casi todo el tiempo. Poco a poco fui trayéndola a casa cada vez más, pero no me atrevía a dejarla sola nunca. No volví a trabajar hasta el mes de octubre.
– ¿Se puso mejor?
– Sí, cuando pasó el verano comprendí que en todo caso no pensaba quitarse la vida.
– ¿Hablaban del accidente?
– Jamás. Lo intenté como es natural, pero en ese aspecto era imposible. Jamás mencionamos a Willie, me obligó a tirar todas sus cosas… excepto algunas que escondí para conservarlas yo. Era como si nunca hubiera existido, como si quisiera destruir hasta su recuerdo.
– ¿Fotografías?
– Lo mismo… le pedí a un amigo que me las guardara.
– ¿No le pareció a usted que su reacción era rara?
– Desde luego. Hablé con varios psicólogos y psiquiatras y está claro que la reacción de Eva era psicótica. Pero en comparación con el verano, estaba mejor. Podía pasar algunos días casi sin problemas.
– ¿Tenía ayuda?
– ¿Psiquiátrica? Todo el tiempo.
– ¿Cuándo empezó a beber?
– Pues… cuando yo empecé a trabajar de nuevo, creo… tal vez un poco antes. Pero todo se aceleró al quedarse sola en casa.
– ¿Por qué no trabajaba ella?
– Hablamos de ello… ella había estado en casa, sin trabajar, desde que nació Willie. Yo pensaba que todo le sería más fácil si tenía algo que hacer. Creo que estaba de acuerdo conmigo, pero fuimos dejándolo para más adelante. En todo caso no estaba muy en forma para desempeñar una cátedra…
– No suele ser un impedimento -dijo Van Veeteren, y Berger sonrió con rapidez.
– ¿Y el consumo de bebida fue en aumento?
– Sí. Fue un proceso muy rápido… de repente era como una esponja. Todos los días estaba como una cuba cuando yo volvía a casa… era capaz de beberse cuatro o cinco botellas de vino al día… era terrible. En noviembre, bueno, más o menos por esta época, comprendí que aquello no podía seguir así. Estaba bebiendo para morir, sencillamente. Llamé por teléfono a un buen amigo que trabajaba en Rejmershus y la ingresaron inmediatamente. Creo que fue la salvación, realmente consiguieron ayudarla. Permaneció allí hasta mayo, mayo del 87, y cuando salió, había vuelto a funcionar.
– ¿Cuándo se separaron?
– En abril. Eva quiso separarse. Fue inflexible en ese asunto. Ya desde el principio, cuando estaba en lo peor, quería que nos separásemos… ¡hay que joderse!
De pronto se le quebró la voz de amargura. Ya era hora, pensó Van Veeteren. Rebuscó un palillo en el bolsillo de la pechera, pero encontró un cigarrillo. Lo encendió y esperó a que Berger continuase. Pero Berger no dijo nada.
– Ha tenido que pasar usted un infierno -dijo Van Veeteren finalmente-. Su mujer le es infiel, su hijo muere, su mujer pierde la cabeza… usted la salva. Y como agradecimiento, ella se separa de usted…
Berger rio secamente.
– ¿La amaba?
– ¿Qué cree usted?
– ¿Cuánto tiempo?
– Hasta noviembre más o menos… fue demasiado, las borracheras, los vómitos, la humillación…
– Entiendo.
– Acaso renació la esperanza en enero o febrero, cuando vi que ella estaba mejor, aunque entonces…
– ¿Sí?
– Entonces ya había conocido a Leila.
Van Veeteren hizo un gesto de asentimiento. Se quedó callado pensando un rato antes de empezar a levantarse de la butaca. Hizo las últimas preguntas de pie mientras Berger permanecía sentado dándole vueltas a su vaso de whisky y con la mirada clavada en la chimenea.
Le atormenta, pensó Van Veeteren. Todo esto vive aún intensamente en él.
No podía ser de otro modo.
– ¿Conoce usted a un psiquiatra llamado Eduard Caen?
– Sí, él se ocupó de Eva en Rejmershus. Y luego también, me parece.
– ¿Qué opinión tiene usted de él?
– Es muy bueno, por lo que yo puedo juzgar. Pero no le he visto mucho.
– Ya… y este hombre, el que usted sospecha que tuvo una relación con su mujer…, ¿no volvió a aparecer?
– No… no apareció más.
– ¿Hablaban ustedes de él?
– No.
– ¿Sabe usted de otros hombres que haya habido en la vida de Eva?
– ¿Después de nuestra separación o antes?
– Las dos cosas, por favor.
– Después… nada. Antes… cuando nos conocimos sólo tenía veintidós años y era casi virgen… no, en eso tampoco puedo ayudarle, comisario. Quiero decir que no creo que hubiera muchos.
Van Veeteren se encogió de hombros.
– Bueno, pues le agradezco mucho -dijo-. Si se acuerda de algo, por insignificante que sea, que a usted le parezca que puede ser importante, le ruego que se ponga en contacto conmigo.
Le tendió su tarjeta. Berger sacó la cartera y la guardó allí. Se puso de pie y Van Veeteren notó que estaba un poco bebido. Ya no parecía el prototipo del éxito como antes. A los ojos de Van Veeteren, eso era sin duda una mejora.
Al salir al vestíbulo se quedaron un rato de pie mientras Berger estrechaba su mano y trataba de resumir sus sentimientos.
– Espero que le encuentren, comisario -dijo-. Espero que le echen el guante a la bestia que ha hecho esto.
También yo lo espero, pensó Van Veeteren, y se subió el cuello del abrigo para defenderse de la humedad nocturna.
Pasaban unos minutos de las nueve cuando Münster y Reinhart aparcaron en la calle delante del instituto Bunge. Una plomiza luz de amanecer había empezado a filtrarse sobre el impresionante edificio; el patio estaba desierto a excepción de un bedel que iba arrastrando una carreta con sillas rotas. De repente Münster experimentó una fuerte sensación de desagrado. Era difícil imaginar que hubiera setecientas personas allí dentro. Las luces estaban todas encendidas, por lo que se podía ver, pero los amarillentos rectángulos de las ventanas estaban en lo alto y sin señales de vida. Arriba, en torno a las torres y las chimeneas de la escarpada pendiente del tejado, volaban los grajos en vocingleras cascadas.
– Uff -dijo Reinhart-. ¿Has estudiado tú aquí?
Münster movió la cabeza negativamente.
– Tampoco yo. Por suerte, porque debe sentirse uno como sepultado bajo una cantera. Un día y otro día. ¡Pobres diablos!
Permanecieron unos minutos en el coche mientras Reinhart vaciaba la pipa y daban el último toque a la estrategia que iban a seguir. Siempre era una ventaja que el trabajo en común funcionase.
Luego se encogieron contra el viento y cruzaron apresuradamente el patio.
– ¿Has pensado que quizás haya un asesino dando clase ahí dentro ahora mismo? -dijo Reinhart-. ¿Sabes qué deberíamos hacer?
Münster no contestó.
– Deberíamos coger el megáfono y gritar que los tenemos rodeados y que el asesino tiene que salir y entregarse. Piensa la cantidad de tiempo y de trabajo que eso nos ahorraría.
Münster asintió.
– ¿Has traído el megáfono?
– No.
– Lástima. Entonces tendremos que ocuparnos de Suurna.
El director, Suurna, llevaba un traje oscuro y se notaba que los esperaba. La bandeja del café estaba preparada y en la mesa de roble rojizo había un orden perfecto.
– Buenos días, director -dijo Münster-. Nosotros ya nos hemos visto antes. Éste es mi colega Reinhart.
– Es una historia terrible, ésta -dijo Suurna-. Estoy profundamente impresionado. Y preocupado.
Los invitó a tomar asiento en las butacas, pero él permaneció de pie.
– He pensado reunir a los alumnos hoy en el aula y decirles algunas cosas, aún no he terminado de prepararlo…, pensé que quizás ustedes querrían decir algo. Es que esto es espantoso. ¡Extraordinariamente espantoso!
¿Extraordinariamente espantoso?, pensó Münster. Este tío debe de tener dificultades de expresión.
– Señor director -dijo Reinhart-. Lo que no queremos de ninguna manera es que haga usted nada que tenga lo más mínimo que ver con los asesinatos sin que lo sepamos nosotros de antemano y lo autoricemos. Debe tener claro que la posibilidad de que el asesino esté aquí en la casa ahora mismo es muy grande.
Suurna palideció.
– Vamos a trazar las líneas de acción con usted, ahora, durante una media hora aproximadamente. Damos por sentado que está usted dispuesto a colaborar…
– Naturalmente, pero ¿están verdaderamente seguros de que…?
– Nuestras conversaciones desde ahora -interrumpió Münster- son rigurosamente confidenciales. No puede usted decir ni una palabra de lo que acordemos. A nadie. ¿Tiene algo que objetar?
– No… por supuesto que no, pero…
– La investigación depende de su silencio -hizo constar Reinhart.
– Tenemos que poder confiar en usted al cien por cien -dijo Münster.
– Y en que usted siga nuestras instrucciones al pie de la letra -remachó Reinhart.
Suurna se sentó y pellizcó nervioso las bien planchadas rayas del pantalón. Münster pensó por un instante preguntarle a qué se había dedicado el jueves por la noche, pero ya lo habían verificado y el director parecía bastante convencido.
– Por supuesto… por supuesto que estoy a su entera disposición, pero no es posible que… que crean que tiene que ser uno de nuestros… no puedo imaginármelo…
– Gracias, está bien -dijo Münster-. ¿Puede usted advertir que no nos moleste nadie durante por lo menos treinta minutos, bajo ningún concepto?
– Desde luego.
Suurna se puso de pie, se acercó a la mesa escritorio y apretó un botón. Münster se quitó la chaqueta y se remangó la camisa.
– ¿Hay café? -preguntó Reinhart.
No empezaban mal.
– ¿Cuántos profesores forman el claustro, señor Suurna? -preguntó Münster.
– ¿Quiere usted decir todos?
– Absolutamente todos -repitió Reinhart.
– Depende de cómo se cuente… tenemos unos cincuenta con contrato fijo… a tiempo completo, más o menos… y entre quince y veinte a tiempo parcial… algunos con contrato por horas, sobre todo en idiomas raros como swahili, hindi… finlandés…
– Queremos interrogarles a todos mañana -dijo Reinhart-. Empezaremos a las nueve de la mañana y seguiremos hasta…
– ¡Imposible! -exclamó Suurna-. ¿Cómo iba hacerse una cosa así? Yo no puedo…
– Tiene usted que arreglarlo -dijo Münster-. Queremos una lista de todos los empleados… y queremos verlos mañana uno detrás de otro. ¿Qué otras personas hay?
– ¿Cómo?
– Otros que trabajen aquí -dijo Reinhart-. Otras categorías que no se dediquen a la enseñanza.
– ¡Ah!… la dirección, claro, yo mismo y Eger, que es el jefe de estudios, las secretarias y el personal de recepción… el médico y la enfermera… bedeles, asistentes sociales, psicólogos, asesores…
– ¿Cuántos en total?
– Unos veinte o más.
– Es decir, alrededor de ochenta y cinco personas -sumó Münster-. Nosotros seremos cuatro, no habrá problema. Tendrá usted que reservar cuatro habitaciones independientes en las que podamos estar; a ser posible, contiguas.
– ¿Y las clases? -intentó decir Suurna.
– … Cuatro listas con nombres y horas. Veinte minutos per cápita. Una hora para el almuerzo. Si puede usted organizar el almuerzo aquí en la escuela, sería mucho mejor.
– ¿Y los alumnos?
– Propongo que les dé vacaciones -dijo Reinhart-. Estudio en casa o como quiera usted llamarlo. Resultará difícil dar clase, pero haga usted lo que quiera. Yo propongo, en todo caso, que convoque al personal lo más pronto posible…
– ¡Y de ninguna manera un encuentro con los alumnos en el aula! -dijo Münster-. ¿Tiene usted alguna pregunta?
– Tengo que decir… -dijo Suurna.
– Pues bien -dijo Reinhart-. Empezamos a las 09:00 mañana por la mañana. ¿Alguna otra cosa, Münster?
– El correo.
– ¡Ah, claro, claro! ¿Puede usted describir qué rutinas siguen aquí con el correo, señor Suurna?
– ¿Rutinas con el correo?
– Sí… ¿a qué hora llega el correo? ¿Quién lo recoge? ¿Quién lo reparte? Esas cosas…
Suurna cerró los ojos un instante y a Münster se le antojó que pensaba desmayarse. Pequeñas gotas de sudor se veían en su frente y las manos se agarraban con fuerza a los brazos de la butaca… como si estuviera sentado en la silla de un dentista o en una montaña rusa.
– ¿El correo? -repitió Reinhart al cabo de un rato.
– Perdón -dijo Suurna mirando hacia arriba-. A veces me da un poco de vértigo.
¿Vértigo sentado?, pensó Münster. Suurna se secó la frente y carraspeó.
– Reparten dos veces -contestó al fin-. Por la mañana y después del almuerzo… a la una o una y media. ¿Por qué lo preguntan?
– No podemos explicárselo por razones técnicas de la investigación -dijo Münster.
– Y tenga la bondad de no decir ni una palabra de esto tampoco -añadió Reinhart-. ¿Lo recuerda? ¡Es absolutamente indispensable!
– Yo… desde luego…
– ¿Quién se hace cargo del correo?
– Pues… la señorita Bellevue y los bedeles. Varía. Tratamos de ser todo lo flexibles que podemos en lo que se refiere a las tareas de la sección administrativa…
– ¿Tienen ustedes varios bedeles?
– Dos.
– ¿Podría usted enterarse de cómo funcionó el correo el martes de la semana pasada? Quién lo recogió y quién lo repartió.
– ¿El de la mañana o el de después de comer?
– Los dos. Queremos hablar con el responsable, si es posible.
Suurna parecía no comprender.
– ¿Quiere decir… ahora?
– Exactamente -dijo Reinhart-. Si fuera posible, que vengan los bedeles y la señorita…
– Bellevue.
– Bellevue, eso es. Si hace usted el favor de llamarlos ahora mismo, podemos controlar eso inmediatamente.
– No entiendo por qué… -empezó Suurna, pero se calló.
Se levantó y se dirigió al teléfono interno que estaba en la mesa escritorio.
– Señorita Bellevue, haga usted el favor de localizar a Matrisen y a Ferger y venga aquí con ellos inmediatamente. Sí, usted también. ¡Y lo más rápidamente posible, gracias!
Se levantó y miró indeciso a Münster y a Reinhart. Reinhart sacó la pipa y empezó a llenarla.
– Quizá también quiera usted dejarnos solos un rato -dijo, y sacudió unas briznas de tabaco que cayeron al suelo-. Si nos disculpa utilizaremos su despacho como cuartel general…
– No faltaba más…
Suurna se abrochó la chaqueta y desapareció por la puerta.
Münster sonrió. Reinhart prendió la pipa.
Rooth se encontró con Bendiksen en la sección romana del Baño Central. Fue a propuesta de Bendiksen; pasaba siempre un par de horas los lunes por la noche en ese lugar y Rooth no tenía nada que objetar después de estar otro día en Majorna.
Bendiksen tenía varias costumbres regulares, al parecer. Como solterón de muchos años seguía un esquema muy cuadriculado en el que las horas de la semana se mantenían bien repartidas y controladas. Se bañaba los lunes, jugaba al bridge los martes y los jueves, asistía a las reuniones de la Asociación de Historia los miércoles. Los días de fiesta hacía deporte y se veía con sus amigos, al cine el viernes, al restaurante el sábado. El domingo iba de excursión, hacía la limpieza y terminaba de leer la novela histórica que sacaba de la biblioteca donde trabajaba desde hacía dieciséis años.
Se lo explicó a Rooth durante los primeros cinco minutos que pasaron en la sauna.
¿Y cuándo cagas?, pensó Rooth, que también era soltero.
– ¿Qué opinión tenía usted de Eva Ringmar? -preguntó Rooth cuando bajaron a la piscina fría.
– De mujeres no sé nada -contestó Bendiksen-, pero sé bastante de cultura griega y de helenística y juego no del todo mal al Culbertson.
– Qué bien -dijo Rooth-. ¿Cuántas veces estuvo con ella?
– Difícil de decir -dijo Bendiksen-. Tres o cuatro, quizá, pero muy por encima.
– ¿Por encima?
– Sí, entre el gentío, por así decir. Nos encontramos por la calle… en la biblioteca una vez. No más que eso.
– Yo creía que era usted amigo de Mitter.
– Así es. Nos conocimos en el instituto y nos hemos tratado desde entonces… de vez en cuando.
– ¿Cómo?
– ¿Qué quiere usted decir?
– ¿Qué solían hacer?
– A veces tomábamos una cerveza y charlábamos, a veces hacíamos otra cosa… Vamos a la sauna seca, inspector.
– ¿Qué, por ejemplo, señor Bendiksen?
– Llámame Kurt.
Dios me libre, pensó Rooth.
– Hicimos algunos viajes juntos… después del divorcio de Janek, claro. Pescamos bastante… ¿qué es lo que persigue, en realidad?
La sauna estaba vacía. Vacía y al rojo vivo. Rooth suspiró y se sentó en la litera más baja.
– Nada en especial -contestó-. Estamos buscando a un asesino, simplemente. ¿Quién cree usted que apuñaló a Mitter?
– El mismo que ahogó a su mujer.
Rooth asintió.
– Nosotros también lo pensamos. ¿No tiene usted nada que decir que pueda ayudarnos?
Bendiksen se rascó los sobacos.
– Comprenda que yo apenas estuve con él desde que se lió con la señorita Ringmar. Nos vimos junto con otros viejos amigos en Freddy's una noche en el mes de junio. Éramos siete u ocho, así que no hablé mucho con Janek. Y también estuvimos en la Asociación de Historia una vez, a finales de agosto.
– ¿Cómo le encontró?
– Como de costumbre. Pero tampoco hablamos mucho esa vez… no más de un intercambio de ideas acerca de la cultura megalítica si no recuerdo mal. Era el tema de la reunión.
– No se vieron ustedes mucho después de aparecer Eva Ringmar…, ¿por qué?
– ¿Por qué? Porque las cosas son así.
– ¿De qué manera?
– Con las mujeres. Tendrás amigos o mujer, dejó escrito Plinio. Si no tienes amigos, entonces da igual que te cases. ¿No es así, inspector?
– Tal vez sí, pero… ¿No se habían puesto de acuerdo para ir a pescar juntos aquel domingo, después de la muerte de Eva?
– Así es. Solíamos subir siempre a la cabaña de Verhoven…, otro amigo…, un domingo de octubre. Está pegada al lago Sojmen, en la parte este; hay mucha perca, truchas también y tímalos. Verhoven y yo y Langemaar, el jefe de bomberos… no sé si le conoce… Nosotros tres fuimos de todos modos, pero Janek no pudo, claro. Sí, es una historia terrible, inspector. ¿Cree usted que le cogerán? Al asesino, me refiero.
– Seguro -dijo Rooth-. ¿Qué hizo usted el jueves por la noche, por cierto?
– ¿Yo? ¿El jueves? Pues jugar al bridge, como es natural. No se imaginará usted ni por un segundo que yo…
– Yo no me imagino nada -dijo Rooth-. ¿Vamos a tomar una cerveza?
– ¿Ahora? No, no. Primero tenemos que nadar, dar otra vuelta por la sauna de vapor y luego sudar. Después se toma la cerveza. ¿No se ha bañado usted antes en una sauna, inspector?
Rooth suspiró. Dos días se había pasado tratando de obtener información de todo tipo de maníacos, catatónicos y esquizofrénicos, y ahora le había tocado caer aquí, en la sauna seca con el bibliotecario Bendiksen.
¿Por qué me habré hecho policía?, pensó. ¿Por qué no me habré hecho concertista de piano como quería mamá? ¿O cura? ¿O aviador?
Mañana me doy de baja por enfermedad, decidió. Claro que es mi día libre, pero me doy de baja de todas maneras.
Para mayor seguridad.
– Santa Catalina es una escuela de chicas, comisario. Nuestras profesoras son mujeres, nuestras encargadas son mujeres, nuestras bedeles, nuestras jardineras, nuestro personal de cocina… todas mujeres. Yo misma soy la directora y mujer. Así ha sido desde el principio en 1882…, solamente mujeres. Creemos que ésta es nuestra fuerza, comisario, a las chicas jóvenes no les sienta bien que los hombres aparezcan en su vida demasiado temprano. Pero me figuro que hablo a oídos sordos.
Van Veeteren asintió y trató de ponerse derecho. Le dolía la espalda, hubiera deseado tumbarse en el suelo con las piernas en el asiento de la silla, eso solía aliviarle…, pero algo le decía que a la directora Barbara di Barboza no le gustaría tener a un tío acostado en su habitación. Bastante malo era ya tener a un tío de visita. Y encima policía.
Pero la espalda le dolía. Era naturalmente por la maldita cama del hotel. Había notado la rigidez al levantarse por la mañana y dos horas de conducción no habían mejorado las cosas precisamente. Tal vez se viera obligado a acudir a Hernández, el quiropráctico, cuando volviera a casa. Hacía seis meses desde la última vez, ya iba siendo hora. Lo peor era, claro está, lo del bádminton.
Precipitarse a recoger las pelotas cortas y esquinadas de Münster podía ser el golpe mortal para una espalda dañada, lo sabía muy bien, pero no tenía ninguna gana de suspender el partido planificado para el martes por la tarde. Así que a joderse.
Cambió el centro de gravedad de la parte derecha a la parte izquierda. Le hizo daño. Lanzó un gemido.
– ¿No se siente usted bien, comisario?
– Sí, gracias, me duele un poco la espalda solamente…
– Depende seguramente de una dieta equivocada. Se sorprendería usted si le contase los efectos de la ingesta en los músculos y en las tensiones musculares.
No me sorprendería, pensó Van Veeteren. Me pondría furioso. Hasta podría empezar a cometer actos por los que me vería obligado a arrestarme a mí mismo.
– Muy interesante -dijo-. Pero desgraciadamente dispongo de poco tiempo, así que debemos concentrarnos en lo que me ha traído hasta aquí.
– ¿La señorita Ringmar?
– Sí.
La señora Di Barboza sacó un archivador de una librería que estaba detrás de ella y lo abrió sobre la mesa escritorio.
– Eva Ringmar, sí. La contratamos el i de septiembre de 1987. Profesora titular de inglés y francés. Dejó el trabajo a petición propia el 31 de mayo de 1990.
Cerró el archivador y lo puso de nuevo en su sitio.
– ¿Qué impresión tenía usted de ella?
– ¿Impresión? Buena, desde luego. La entrevisté personalmente. No había nada que reprochar. Correspondía a mis expectativas, desempeñaba sus clases y el resto de sus obligaciones a la perfección.
– El resto de sus obligaciones… ¿a qué se refiere usted?
– Tenía ciertas obligaciones como tutora y como empleada de esta casa. Somos un internado, como se habrá dado usted cuenta.
Nosotras no solamente nos ocupamos de las colegialas durante las clases. Nosotras educamos a la persona en su totalidad. Éste es uno de nuestros principios. Así ha sido desde siempre… así es como hemos cimentado nuestro prestigio.
– ¿De veras?
– ¿Sabe usted cuántas solicitudes tenemos todos los años? Más de dos mil. Para doscientas cuarenta plazas.
Van Veeteren bajó los hombros y trató de arquear la espalda.
– ¿Sabía usted algo del pasado de la señorita Ringmar cuando la contrató?
– Por supuesto. Lo había pasado mal. Nosotras creemos en las personas, comisario.
– ¿Y sabe lo que ha ocurrido, sabe que ella y su marido han sido asesinados?
– Éste no es un lugar aislado, no lo crea. Leemos los periódicos y estamos al tanto de lo que ocurre en el mundo. Más que mucha gente, me atrevería a decir.
Van Veeteren se preguntó si estaría informada de los hábitos de lectura del cuerpo de Policía, pero no tenía ganas de oírla desarrollar el tema. En lugar de ello, sacó un escarbadientes. Se lo metió en la boca y lo fue haciendo pasar lentamente de una comisura a otra. Di Barboza se bajó las gafas a la punta de la nariz y le contempló críticamente.
No tardará en pedirme de nuevo que le enseñe la documentación, pensó. Hay que ver lo que un simple lumbago puede reducirle a uno la capacidad.
– Bien, comisario, ¿qué más quiere usted saber? No dispongo de mucho tiempo.
Él se incorporó y se acercó a la ventana. Se estiró y miró hacia el parque envuelto en una niebla gris. Se divisaban entre los árboles varios edificios, todos de un ladrillo rojo oscuro como el del «refectorio» en el que residía la directora y el muro de unos dos metros que rodeaba el lugar. Según el modelo anglosajón, toda la cerca estaba guarnecida de cristales rotos; eso le había hecho sonreír al cruzar las puertas…, sonreír y preguntarse si pretendían defenderse de asaltos o de fugas con los simbólicos fragmentos.
Claro que tenía prejuicios contra toda aquella institución; lleno de prejuicios estaba y le irritaba un poco no poder confirmarlos mejor pese a que la señora Di Barboza le había dejado ver unas cosas y otras. Había comido en el gran comedor en compañía de unas cien mujeres de todas las edades, sobre todo jóvenes, claro, pero en ningún sitio había podido otear la supuesta sexualidad encerrada, la frustrada negación del sexo, o lo que hubiera podido imaginarse. Tal vez sólo fuera cuestión del antiguo, habitual y sincero temor femenino, el conocimiento de que, pese a todo, era el sexo opuesto el que tenía más posibilidades de manejar la vida.
Aproximadamente así hubiera explicado las cosas su mujer, de eso no tenía la menor duda.
Si yo hubiera sido mujer, pensó, sabe Dios si no habría sido más o menos como Di Barboza.
– ¿Y bien? -dijo Di Barboza.
– ¿Qué?
– ¿Qué más desea usted saber? Empiezo a tener prisa, comisario.
– Dos cosas. En primer lugar: ¿sabe usted si la señorita Ringmar tuvo relación con algún hombre mientras trabajó aquí?, porque ella vivía aquí, ¿no es así?
– Tenía una habitación en el anexo Curie, sí. No, no sé si tenía alguna relación. ¿Era una o eran dos preguntas, comisario?
Él ignoró la reprimenda.
– ¿Puede darme el nombre de alguna colega, de alguien con quien tuviera amistad y que quizá pueda contestar algunas preguntas más detalladamente?
La directora se ajustó las gafas y reflexionó.
– Kempf -dijo luego-. La señorita Kempf tiene la habitación contigua a la de la señorita Ringmar. Creo que también eran buenas amigas. En todo caso sé que las he visto juntas de vez en cuando.
– ¿Usted no se relaciona con las profesoras, señora Di Barboza?
– No, yo creo que es bueno mantener cierta distancia. Nos respetamos unas a otras, pero no podemos dejar a un lado que nos ocupamos de diferentes cosas. Nuestros estatutos definen claramente la posición de la directora como jefa de la escuela y la responsabilidad que eso supone. No es cosa mía cuestionar esos estatutos.
Consultó el reloj que llevaba colgado al cuello de una cinta. Van Veeteren se acordó de algo que había dicho Reinhart no hacía mucho:
– Como regla, no me acerco nunca a las mujeres que llevan el reloj colgado del cuello.
Se preguntó qué querría decir aquello. Tal vez la frase contenía una profunda sabiduría al igual que otras cosas que Reinhart acostumbraba a soltar de vez en cuando.
En todo caso agradeció salir al fresco. Cruzó por el césped a pesar de las claras instrucciones que le dio Barboza de ir por el camino empedrado. Podía sentir su mirada en la espalda.
Dos niñas de unos doce años y con los delantales cubriendo el uniforme azul oscuro estaban pintando de blanco el tronco de un árbol frutal. Se acercó despacio y llamó su atención con una tosecilla.
– Perdón, ¿es éste el anexo Curie?
– Sí. Ahí tiene usted la entrada.
Las dos señalaron la puerta con las brochas sonriendo con timidez.
– ¿Por qué pintáis el árbol de blanco?
Ellas le miraron sorprendidas.
– No sé… tiene que ser así.
Probablemente para que los perros del lugar no vengan aquí a mear, pensó empujando la puerta.
Tardó un rato en empezar con la señorita Kempf. Le quedaban tres exámenes por corregir y era imposible interrumpir en mitad de una clase…, ¿hacía el favor de perdonar?
Sí, hacía el favor. Mientras ella terminaba su tarea, él, sentado en una butaca a su espalda, la contempló… era una mujer corpulenta, de edad madura, de su misma edad prácticamente. Se preguntó si la señora Di Barboza estaba en lo cierto al emparejarla con Eva Ringmar. La diferencia de edad debía de ser, por lo menos, de quince años.
Pero así había sido. Eva Kempf puso agua a calentar para el té y le explicó… Amigas era mucho decir; la señorita Ringmar no era de esa clase de personas que se confían, pero, sin embargo, parecía como que tenía necesidad de… una hermana mayor. Sí, eso era. Eva y Eva. Una grande y otra pequeña. Y las dos vivían pared con pared. ¿Qué quería saber el comisario?
Por centésima vez hizo la misma pregunta y recibió la misma respuesta.
No, no había visto a ningún hombre. Por lo que a sí misma se refería, era lesbiana, no tenía la menor intención de ocultarlo… o lo había sido; actualmente se había retirado definitivamente de los campos de batalla del amor.
Y le resultaba muy agradable, ¿sabe usted, comisario?
No, Eva Ringmar no tenía nada en absoluto de lesbiana, eso se notaba de inmediato.
Pero ¿hombres entonces?
No. No que ella supiera. Pero no lo sabía todo, como ya le había dicho. ¿Por qué estaba sentado así? ¿Le pasaba algo en la espalda? Si se echaba en la cama le daría unas friegas en los músculos.
¿Porque tendría algo más que preguntar?
Van Veeteren dudó, pero no demasiado.
Peor no iban a hacerle las friegas.
– Así, eso es. Baje la cintura del pantalón para que pueda llegar bien. ¿Qué tal?
– ¡Ay, coño! Cuénteme, señorita Kempf.
– ¿Qué quiere que le cuente, comisario?
– Lo que sea. ¿Viajaba con frecuencia? ¿Recibía cartas? ¿Misteriosas llamadas telefónicas por la noche…?
Ella le clavó los pulgares en la espina dorsal.
– Recibía cartas.
– ¿De un hombre?
– Puede ser.
– ¿Con qué frecuencia?
– No mucha. Es que no recibía muchas cartas.
– ¿De dónde venían?
– No tengo la menor idea.
– ¿De aquí o del extranjero?
– No sé. Del extranjero tal vez…
– Pero ¿hubo varias cartas con el mismo remite?
– Sí… seguro que era un hombre.
– ¿Por qué lo cree? ¡Ay!
– Eso se nota.
– ¿Viajes?
– Sí… viajaba bastante. Iba a ver a su madre algunas veces. Eso decía al menos.
– ¿Pero?
– Puede ser que mintiera.
– ¿Es posible que recibiera cartas de un hombre y es posible que de vez en cuando viajara para ver a ese hombre?
– Sí.
– ¿Qué probabilidad hay?
– No lo sé, comisario. Eva era un poco… inaccesible. Misteriosa… yo no la forcé a hablar nunca. La gente tiene derecho a hacer su vida… créame. ¡Yo he sido lesbiana desde que tenía diecisiete años!
– ¡Ay, coño! Tenga cuidado ahí… es ahí donde duele.
– Se nota, comisario. ¿En qué camastro ha dormido usted esta noche? Bueno, sigamos.
– ¿Cuántas veces?
– ¿Cuántas veces salía de viaje, quiere decir?
– Sí.
– Dos o tres veces por trimestre, quizás. Sólo el fin de semana… un par de días.
– ¿Y en vacaciones?
– No sé. Yo me voy siempre de viaje… no creo que ella se quedara aquí. Alguna vez hizo un viaje chárter. A Grecia, me parece…, viajar le gustaba.
– ¿Su marido… Andreas Berger?
– No, no era él, ella no hablaba nunca de él.
– ¿No puede ser él quien escribía las cartas?
– Sí, pero no me parece probable…
– El hijo… que murió. ¿Hablaba de él?
– Sí, pero sólo una vez… Ahora se acabó, comisario. Se me empiezan a dormir los dedos. ¿Cómo se siente?
Van Veeteren se sentó. Bastante bien. Se movió con cuidado… se inclinó hacia delante… a la derecha, a la izquierda. ¡Estaba empezando a ceder!
– ¡Magnífico! Lástima que no tenga más remedio que sentarme al volante otra vez. Gracias, señorita Kempf. Si alguna vez cae usted en la cárcel, llámeme, que yo acudo y la saco de allí.
Ella sonrió y se frotó los dedos.
– No será necesario, comisario. Me escaparé yo sola. Tengo una clase dentro de diez minutos, así que vamos a terminar.
Van Veeteren asintió.
– Sólo quiero hacerle una pregunta más. Veo que tiene usted muy buen juicio, señorita Kempf. Le ruego que lo utilice y mejor que no me conteste si tiene usted dudas.
– Entiendo.
– Pues bien… ¿Considera usted posible que durante todo el tiempo que usted tuvo relación con Eva Ringmar hubiera un hombre en su vida…, un hombre que ella, por alguna razón…, mantuviera en secreto?
Eva Kempf se quitó sus gafas ovales. Las levantó hacia la luz y las observó. Les echó el aliento y las limpió con una punta de su túnica roja.
Él se dio cuenta de que era un ritual. Una ceremonia mientras sopesaba sus conclusiones. Qué despilfarro, pensó, es el amor lésbico.
Ella se colocó las gafas y dirigió su mirada a los ojos del comisario. Y luego contestó.
– Sí -dijo-. Lo considero posible.
– Gracias -dijo Van Veeteren.
Salió de Gimsen a las tres y empezó a llover en cuanto tomó la carretera nacional 64. También la oscuridad le cayó encima con rapidez, pero no puso música. Se dedicó a sus pensamientos y conjeturas y al monótono ruido de las ruedas de goma sobre la carretera mojada.
Intentó evocar una especie de imagen de Eva Ringmar, pero seguía escapándosele… como parece que se escapaba de todos los demás. Se arrepintió de no haber intentado obtener más de Mitter, pero ya no había remedio. Tal vez tampoco hubiera sido posible. Mitter lo había conocido hacía seis meses. Se había casado con ella a causa de un extraño impulso y seguramente no sabía más de su vida que lo que, a estas alturas, había logrado saber Van Veeteren.
Porque era en la historia, en el pasado, donde se escondía el asesino. Ya no cabía albergar la menor duda acerca de ello. Durante una serie de años había estado ahí… por lo menos desde el Jueves Santo de 1986, aunque nada contradecía la idea de que todo hubiera empezado incluso antes.
¿No es verdad? ¿Era así?
¿Qué sabía él en realidad? ¿Qué valor tenían todas esas conjeturas a la hora de la verdad?
Si Eva Ringmar era una figura borrosa, los perfiles del asesino eran aún más borrosos. La sombra de una sombra.
Van Veeteren lanzó un juramento y mordió un palillo. ¿Qué es lo que indicaba que andaba por buen camino? ¿No sería que viajaba en la oscuridad en más de un sentido?
¿Y cuál era el jodido móvil?
Escupió las astillas y pensó cuál era el próximo paso. Había un par de posibilidades, a cual más vaga… lo más seguro, claro, sería poner todas las expectativas en Münster y en Reinhart. Con un poco de suerte podría estrecharse la red en torno al instituto Bunge lo suficiente para que cayera en ella algún pez sospechoso digno de ser examinado con más detalle.
Si es que ése era el lugar indicado para pescar.
Eso ya se vería. En cualquier caso había un par de cuestiones que no podían descuidar…, supuso que los interrogatorios empezarían al día siguiente. Hoy, lógicamente, no habrían tenido tiempo más que de clavar sus garras en Suurna y trazar las líneas a seguir. Miró el reloj y pensó que Münster ya debía de haber llegado a casa a esas horas. Se dio cuenta también de que él mismo tampoco tenía demasiadas ganas de seguir cuatrocientos kilómetros más esa noche. Una hora más, tal vez, luego un motel, una conversación con Münster y una buena cena. Un buen pedazo de carne y una salsa cremosa con ajo no estarían nada mal.
Y un vino rico.
Buscó entre las cintas magnetofónicas que estaban a su lado. Encontró a Vaughan-Williams y la introdujo en el magnetófono.
Liz Hennan tenía miedo.
Sólo después de haberse duchado larga y minuciosamente y de haber estado despierta media hora en la oscuridad se dio cuenta de que eso era realmente lo que pasaba.
Porque no era algo que le sucediera con mucha frecuencia. Mientras yacía allí con los ojos clavados en el reloj digital que escupía los rojos minutos de la noche, trató de recordar la sensación.
¿Cuál había sido la última vez que había tenido miedo? ¿Tanto miedo como ahora?
Tenía que ser hacía mucho tiempo, eso seguro.
Quizás en la adolescencia. Ahora había alcanzado los treinta y seis años y sí que había habido ocasiones de tener miedo. Bastantes ocasiones, pero ¿no había sido precisamente esa diversidad lo que la había formado? ¿Lo que la había curtido y enseñado?
Que la vida no era tan peligrosa. Claro que no era lo que se dice un paseo, pero eso tampoco se lo había imaginado nunca. Si había algo que su madre había logrado grabar en ella, era seguramente eso.
Había tíos y tíos. Y a veces uno se equivocaba. Pero siempre había una salida, eso era lo bueno. Si uno se había ido abajo o había tropezado con un hijo de puta, no había más que sacudirse la mierda y arriba otra vez. Decirle que se fuera con viento fresco y empezar de nuevo.
Así era y así había sido toda su vida. Buenos ratos y malos ratos. That's life, como solía decir Ron.
El reloj marcaba las 00:24. Le costaba convencerse y tranquilizarse esa noche, lo sentía… lo sentía en el estómago y en los pechos… y en el sexo. Se pasó los dedos por él… seco. Seco como una postilla… eso no solía ocurrir estando tan cerca de un tío…
Miedo, pues.
No era de Ron de quien tenía miedo, aunque no querría estar cerca de él si se enteraba de este nuevo. Pero ¿por qué iba a enterarse de nada? Ella había tenido más cuidado que nunca, no le había dicho una palabra a nadie, ni siquiera a Johanna. No, a decir verdad, a quien echaba de menos en ese momento era a Ron. Deseaba que estuviera acostado detrás de ella, bien cerca, rodeándola con un fuerte brazo protector…
Así debía haber sido. Se había casado con Ron tres años antes y no habían sido años malos. Pero ahora no estaba en casa… durante dieciocho meses más ésta no sería su casa y era un tiempo de espera terriblemente largo. El próximo permiso lo tendría dentro de tres semanas y estaba empeñado en que tenía que ir a Hamburgo a ver a ese Heinz de los cojones. En lugar de estar con ella, el muy cabrón. ¿Qué derecho tenía a hacerle reproches si ella se iba con otro tío de vez en cuando?
Sí, claro que tenía miedo de lo que Ron hiciera si se enteraba, pero éste no era un miedo de ese tipo. Le daría una buena paliza, la echaría de casa una temporada, pero esto era otra cosa. Lo sentía…
Para decir la verdad no sabía cómo lo sentía; tenía que ser algo nuevo… ella que pensaba que ya no había nada nuevo, que ya había experimentado todas las cabronadas habidas y por haber… lo sentía… ¿horroroso?
¿Era impropia la palabra miedo?, se le ocurrió de pronto. ¿Demasiado débil? ¿No sería algo más fuerte?
¿Pánico?
Se estremeció. Se arrebujó bien en el edredón.
Sí, era eso. Era una viscosa sensación de pánico. Este nuevo hombre le inspiraba pánico.
Estiró la mano y encendió la lámpara. Se sentó contra la pared y encendió un cigarrillo. ¿Qué coño pasaba? Dio varias profundas caladas y trató de ordenar sus pensamientos.
Esta noche había sido la tercera vez que se encontraban y tampoco esta vez se habían acostado…, eso ya bastaba para entender. Algo había que funcionaba mal.
La primera vez, ella tenía la regla. Al recordarlo, se dio cuenta de que él se había sentido más bien aliviado.
La segunda vez habían ido al cine. No habían quedado en otra cosa.
Pero esta noche debía haber sido la decisiva. Habían tomado unas copas, habían visto un programa idiota en la tele, ella llevaba un vestido ligero y flojo y nada debajo, y estaban sentados en el sofá. Ella le había acariciado la nuca, pero lo único que él hizo fue quedarse petrificado… quedarse petrificado y poner una pesada mano en la rodilla de ella. Y dejarla allí posada como un pez muerto mientras bebía vino ávidamente.
Luego se disculpó diciendo que no se sentía bien y fue al cuarto de baño. Se marchó poco después de las once.
El sábado sería la cuarta vez. Él iba a recogerla directamente después del trabajo. Darían una vuelta en el coche si el tiempo no era demasiado malo y luego irían a casa de él…, estaba empeñado en que se quedara a pasar la noche. Media hora después de haberla dejado la llamó por teléfono para hacer los planes…, se disculpó de nuevo por no haber estado en forma. Y ella había aceptado, claro. Había dicho que sí.
Casi antes de colgar el auricular ya estaba arrepentida. ¿Por qué no le había dicho que estaba ocupada? ¿Por qué era tan estúpida que le decía que sí a un tío que no le gustaba?
¿Por qué no aprendía de una puta vez?
Aplastó la colilla irritada y notó que el miedo empezaba a ceder ante la rabia. A lo mejor era una señal.
Una señal de que sólo eran imaginaciones suyas. Tan peligroso no iba a ser. Había tenido tantos hombres en su vida que malo sería que no pudiera con uno más. Malo sería que no consiguiera llevar a ese John, que era como decía llamarse, al sitio donde quería tenerle.
Contenta con esas conclusiones, apagó la luz y se dio media vuelta. Eran horas de dormir. Tenía que levantarse a las siete, estar en su puesto en la tienda a las ocho y media… como de costumbre. Justo antes de dormirse alcanzó a tomar dos decisiones, que se prometió recordar en cuanto se despertara por la mañana.
Lo primero, hablaría con Johanna de todas formas. La obligaría a guardar el secreto bajo siete llaves, naturalmente, pero la pondría al corriente de la situación.
Lo segundo, vería a ese tío el sábado, pero como se torciera lo más mínimo, se daría media vuelta inmediatamente y se acabaría todo.
Así haría.
Una vez decidido todo esto, Liz Hennan logró por fin conciliar el sueño.
Ahora, con los pensamientos en cosas más pedestres.
Como, por ejemplo, lo caras que eran unas zapatillas de deporte que pensaba comprar para mejorar un poco la velocidad corriendo y quemando calorías.
Lo cual, naturalmente, debe haber significado tanto una mala inversión como una vanidad inútil ya que sólo le quedaban tres días de vida.
– ¿Dónde está Reinhart? -dijo Van Veeteren haciendo una cruz con dos palillos usados en la carpeta del escritorio.
– ¡Aquí! -gritó Reinhart empujando la puerta-. Me metí un momento en la subasta de libros. ¿Llego tarde?
– ¿Quién coño tiene tiempo de leer libros? -dijo Rooth.
– Yo -contestó Reinhart instalándose junto al radiador-. Qué asco de tiempo, por cierto. No se explica que la gente se tome la molestia de salir a la calle a matarse.
– ¿Salir a la calle? -dijo deBries estornudando dos veces-. Casi todos los que yo conozco se matan dentro de casa.
– Sí, pero eso es porque no pueden salir -dijo Rooth-. Es natural que se enerven unos con otros cuando tienen que estar metidos en casa viendo cómo llueve un día sí y otro también.
– Anteayer dejó de llover por la tarde -dijo Heinemann.
– ¿Empezamos? -preguntó Van Veeteren.
Pasó revista al grupo: Münster, Reinhart, Rooth, deBries, Jung y Heinemann. Con él eran siete. Siete policías encargados del mismo caso. Eso no pasaba todos los días.
Aunque claro que todavía era la primera semana. Los periódicos aún seguían escribiendo. El asesino psicópata… el instituto de la muerte. Y cosas por el estilo. Aunque la cantidad de texto disminuía notablemente en cada nueva edición… seguro que podía contar con que a algunos les dedicaran a otras tareas a partir del lunes. DeBries, Jung y Heinemann… tal vez también Rooth.
Pero por el momento estaban todos. Hiller había hecho algunas promesas, tanto en la televisión como en los periódicos. Pronto sería el momento de solicitar dinero para el próximo año. No estaría mal tener un asesino encerrado antes de Navidad.
Y esta vez el verdadero asesino.
Rooth se sonó. Reinhart parecía necesitar hacerlo también, pero en lugar de ello encendió la pipa. Van Veeteren movió la espalda con cuidado. El partido del martes con Münster había dejado sus huellas, sin duda. Le dolía, sobre todo sentado. Miró de reojo a deBries y a Heinemann. También tenían un aspecto bastante mustio, a causa del resfriado o de la falta de sueño… Para ser sinceros, el grupo no resultaba muy impresionante.
Nada para mostrar en una emisión en directo, pensó. Había que esperar que el interior tuviera un aspecto algo mejor que la cáscara.
– ¿Empezamos? -repitió.
– ¿Majorna primero?
Van Veeteren hizo un gesto afirmativo y deBries sacó un cuaderno de la cartera.
– No hay mucho -dijo-. Hemos hablado con todos los seres vivos que hay allí, excepto con los mudos y las plantas… médicos, personal, pacientes… en total 116 personas. Aproximadamente cien no han visto nada, pero la mitad cree que lo han hecho ellos. Muchos han tenido sueños y visiones…, ¡acojonante! Cuatro han confesado ser autores del crimen.
Hizo una pausa para sonarse.
– Sin embargo, hemos conseguido una imagen que seguramente es correcta. En un noventa y cinco por ciento, en todo caso. El asesino se presentó en la recepción un par de minutos después de las cinco… preguntó por el paciente Janek Mitter… dijo que era una colega y quería visitarle. No era nada raro. Mitter ya había recibido varias visitas anteriormente.
– ¿Utilizó la palabra colega? -preguntó Van Veeteren.
– Sí, de eso están seguros… había dos personas en la recepción cuando apareció…
– ¿Y las dos se olvidaron de ella? -dijo Reinhart-. Bien hecho.
– Bueno, sólo fue una de ellas la que dio el relevo al personal de la noche -dijo Rooth-. Hicimos bastantes preguntas acerca del tono de la voz, naturalmente, y parece más que probable que se trataba de un hombre. Tuvo que preguntar el camino un par de veces más y todos tienen la impresión de que había algo raro en la voz.
– O. K. -dijo Van Veeteren-. Ya hemos dado por hecho que era un hombre. ¡Sigue!
– Respecto al escondite -continuó deBries-, no sabemos nada, en realidad. Hay bastantes posibilidades…, para ser exactos, dieciséis sitios diferentes que no estaban cerrados con llave… almacén, servicios, cuartos de estar y todo tipo de trasteros y cuartos de limpieza…
– Yo creía que lo tenían todo cerrado excepto a los pacientes -interrumpió Reinhart.
– Pues no, no es así -dijo Rooth-. En todo caso no hemos encontrado la más mínima huella por ningún lado.
– No creo que eso tenga mucha importancia -dijo Van Veeteren-. ¡Mejor vamos a la carta!
Rooth hojeó su cuaderno.
– Hemos controlado lo que hizo Mitter el lunes desde que se despertó… hasta el momento en que le entregó la carta a Ingrun.
– ¿Ingrun?
– El cuidador ese… recibe la carta exactamente a las dos y cinco. Lo que queríamos saber era si Mitter, en algún momento, antes de empezar a escribir consultó un listín de teléfonos… pensando en la dirección.
– Concéntrate en el tiempo después del almuerzo -dijo Van Veeteren-. Eso basta.
– Sí, es de suponer. Tenemos un detalle interesante por la mañana también, pero podemos volver sobre él luego… Hay una cabina de teléfonos en cada piso para uso de los pacientes… En las cabinas hay también un listín del distrito… Mitter termina de almorzar en el comedor a eso de la una y cuarto, después se sienta unos diez minutos en el cuarto de fumadores junto con varios pacientes y dos cuidadores. Luego, según dos personas que le observan, va al servicio… sale unos minutos después de la media… aquí hay un pequeño cabo suelto. Uno dice que va a su cuarto un rato, otros sostienen que va directamente a la recepción de la planta para pedir el recado de escribir… y que tiene que esperar unos minutos. Como quiera que sea, Ingrun llega a la recepción a las dos menos cuarto. Se encuentra a Mitter esperando, coge pluma, papel y sobre y va con Mitter al cuarto de estar… se queda fuera los diez minutos que tarda en escribir; y se queda allí porque quiere fumar un pitillo con tranquilidad. Acaba de tomar café en el comedor del personal…
– ¿Tenía Mitter algún papel en la mano? -preguntó Münster.
– No -cogió la palabra deBries-. Hemos insistido mucho con Ingrun sobre eso. Él no es, desde luego, el más despierto de todos los que hemos interrogado, pero estamos bastante seguros de que no. Mitter no tenía ningún papel fuera del que le dio Ingrun.
– ¿Se fijó el pollo ese en si escribió la carta o la dirección primero? -quiso saber Van Veeteren.
– No, desgraciadamente -dijo Rooth-. Estaba demasiado concentrado en fumar. Usted le conoce, comisario.
– Sí -dijo Van Veeteren-. Y soy de la misma opinión que vosotros.
Hizo una pausa y contempló la pequeña pila de escarbadientes mordisqueados que tenía delante en la mesa.
– La cuestión es, pues -retomó la discusión-, si Mitter escribió al instituto Bunge o a algún otro sitio. Por lo que a mí respecta, pienso seguir suponiendo que fue al Bunge. Vosotros podéis opinar lo que os parezca. ¿Cuál era el detalle de la mañana? Me parece que ya sé a lo que os referís, pero es mejor que todos estén informados…
Rooth suspiró.
– Mitter estuvo en la cabina telefónica un rato por la mañana, pero no para buscar una dirección, evidentemente… hizo una llamada.
– Muy interesante -dijo Van Veeteren-. ¿Adónde si se me permite la pregunta?
– A lo mejor puede decirlo usted mismo, comisario… si he entendido bien -dijo deBries.
– Hum… -refunfuñó Van Veeteren-. Klempje ha confesado.
– ¿Cómo confesado?
Reinhart lanzó una nube de humo.
– Hubo una llamada de Majorna al policía de guardia el lunes pasado… era Mitter que tenía algo que decirnos. Preguntó por mí, pero yo no estaba… y no me informaron cuando llegué.
– ¡Pero eso es una cabronada! -exclamó Reinhart.
Hubo unos segundos de silencio.
– ¿Qué pasó con Klempje? -preguntó Jung-. ¿Cuándo se enteró usted?
– Ayer -dijo Van Veeteren-. Klempje está, de momento, en otras funciones.
Reinhart asintió. DeBries estornudó.
– ¿Alguna otra cosa de Majorna? -preguntó Van Veeteren.
Rooth sacudió la cabeza negativamente.
– Si encontramos alguna víctima más allí -dijo-, propongo que no se nos mande a deBries ni a mí. No es un lugar saludable para un frágil policía criminal.
– ¿Preguntas? -dijo Van Veeteren.
– Una -dijo Reinhart-. Si consiguieron olvidar a un visitante durante toda la noche, puede pensarse también que el interfecto se marchara tranquilamente de allí. Sin que notaran nada… es decir, mucho antes.
– En principio, sí -contestó Rooth-. Pero no por la puerta de entrada.
– ¿Puede haber salido por otro camino?
– Desde luego -dijo deBries.
Reinhart golpeó la pipa en la papelera.
– ¿Estás seguro de que está apagada? -preguntó Rooth.
– No, pero si empieza a arder, lo notaremos. Somos siete sabuesos los que estamos aquí, coño.
Van Veeteren escribió algo en el cuaderno que tenía delante.
– ¡Qué putada! Se nos había pasado por alto. Gracias, Reinhart.
Reinhart abrió los brazos.
– De nada.
– Sigamos, pues. Al instituto Bunge. Primero la carta, por favor.
Münster se enderezó.
– Lo siento -dijo-. No sacamos nada en limpio. Reinhart y yo sondeamos a fondo tanto a los bedeles como a la señorita Bellevue, pero no se puede exigir que se acuerden de una carta que llegó hace una semana. Reciben casi trescientos envíos todos los días, cerca de doscientos por la mañana y aproximadamente la mitad después del almuerzo.
– ¿Quién reparte el correo?
– Ese día fue la señorita Bellevue y uno de los bedeles por la mañana… y el otro bedel por la tarde.
Van Veeteren asintió.
– Lástima -dijo-. ¿No hay ningún pero?
– Es posible -dijo Reinhart-, pero es cuestión de pedantería. Preparé tres sobres… dos que yo sabía a ciencia cierta que estaban en la correspondencia del instituto la semana pasada…
– ¿Cómo diablos pudiste organizar eso? -interrumpió deBries.
– ¿A ti qué te importa? -dijo Reinhart-. Tengo un contacto.
– Una portuguesa contratada por horas -especificó Münster.
– Bueno -dijo Reinhart-, el caso es que los tres, los dos bedeles y la señorita Bellevue, reconocieron esos dos sobres, pero ninguno de ellos parecía haber visto la carta de Majorna.
– ¿Qué conclusión sacas tú de eso? -preguntó Van Veeteren.
– No tengo ni puta idea -dijo Reinhart-. Ninguna, creo. Quizá sea interesante que reconocieran los sobres, aunque no recordaran el destinatario…, pero que ni siquiera recordaran la carta de Mitter…
– Muy interesante no es -dijo deBries.
– Lo reconozco -dijo Reinhart.
Van Veeteren suspiró y miró el reloj.
– ¿Por qué no nos tomamos un café? Rooth, ¿no te importaría…?
– Voy -dijo Rooth, y desapareció por la puerta.
– ¡Sigue! -ordenó Van Veeteren cogiendo un bollo.
– Bien -dijo Münster-. Nos pasamos allí todo el jueves, Reinhart y yo, Jung y Heinemann, e interrogamos en total a ochenta y tres personas. Siete estaban ausentes, pero Jung habló con ellos ayer… dos empleados tienen excedencia desde hace tres semanas, yo creo que podemos descartarlos… a la mayor parte de estos individuos los conocí yo mismo durante la investigación de hace un mes y no podría afirmar que haya sido un reencuentro feliz… para ninguna de las partes.
– A nosotros no nos pagan para que la gente nos quiera -dijo Van Veeteren-. ¿Encontrasteis algún asesino?
– No -respondió Münster-. A unos cuantos puedo imaginármelos metidos en chirona…, pero nadie se desenmascaró…
– ¿Ninguna sospecha por leve que sea? -insistió Van Veeteren.
– No por mi parte, en todo caso -dijo Münster.
– Ni por la mía -corroboró Heinemann-. Ni la más mínima sospecha.
Jung y Reinhart movieron la cabeza negativamente.
– Es que no era de esperar tampoco -dijo Reinhart-. ¡Cualquier hijoputa puede mantener el tipo cuando hay noventa sujetos!
– Probablemente -dijo Van Veeteren-. Vamos a concentrarnos, pues, en las cuestiones principales, coartadas y duración del empleo.
– ¿Qué tiene que ver la duración del empleo con esto? -preguntó Rooth.
– Yo creo que el asesino lleva en el instituto poco tiempo -contestó Van Veeteren.
– Y eso ¿por qué?
– Es una corazonada que tengo, nada racional, nada que se sostenga en un juicio. ¡Sigamos!
Jung le acercó a Münster los papeles que tenía en las rodillas.
– All right -dijo Münster-, esto va a ser una acrobacia de cifras, pero si podemos eliminar a ochenta y nueve de noventa, luego no habrá más que ir a por el asesino, supongo yo.
– Hablando de que se sostenga en un juicio -dijo Rooth.
– Noventa individuos, es decir, todos, sostienen que son inocentes -empezó Münster.
– ¿De veras? -dijo deBries.
– Ochenta y dos dicen tener coartada la noche del jueves, cuando Mitter fue asesinado; los otros ocho se fueron directamente a casa después de salir del instituto y estuvieron solos toda la tarde y toda la noche.
Van Veeteren volvió a escribir algo.
– De los ochenta y dos hemos controlado a sesenta y uno… y los hemos desechado. De los veintiuno dudosos vamos a poder desechar unos quince. Quedan alrededor de seis que no tienen coartada o que la tienen muy mala. Si contamos bien y creo que así lo hemos hecho, nos quedan catorce personas… tal vez alguno más, que han tenido posibilidad…, no es más que una hipótesis, claro, de asesinar a Mitter.
Münster hizo una pausa. Rooth se levantó y empezó a servir más café de la cafetera… deBries carraspeó… Reinhart se quitó la pipa de la boca y se inclinó hacia delante. Van Veeteren apartó los restos de un bollo con un lápiz…
– Catorce personas -dijo meditabundo-. ¿Tienes una lista de ellos, Münster?
Jung le acercó un papel.
– Sí -dijo Münster.
– ¿Habéis controlado quiénes tienen coartada para el primer asesinato?
– Sí -dijo Münster-. Seis de ellos tienen coartada perfecta en lo que se refiere a Eva Ringmar.
– ¿Cómo es que son tantos? -interrumpió deBries-. Debe haber bastado una media hora… tres cuartos, quizás, en mitad de la noche…
– Cuatro de ellos estuvieron juntos en una conferencia a cuarenta kilómetros de aquí -contestó Reinhart.
– Los otros dos estaban uno en París y otro en Londres -completó Münster.
– Quedan ocho -dijo Van Veeteren-. ¿Cuántos son mujeres?
– Cinco -dijo Münster.
– Quedan tres, ¿no es así?
– Sí -dijo Münster-. En todo el instituto Bunge sólo hay tres hombres que carecen de coartada para ambos asesinatos.
Rooth sacó el pañuelo del bolsillo, pero se quedó sentado con él en la mano.
– Bien -dijo Van Veeteren-. ¿Alguno de ellos ha sido contratado en los últimos años?
Münster aguardó tres segundos.
– Ninguno -dijo luego-. El más joven ha trabajado en el instituto catorce años.
– ¡Maldita sea! -dijo Van Veeteren.
– Hay algo que no encaja.
– Bastantes cosas, diría yo -dijo Münster.
Para venir de Münster era, sin duda alguna, una impertinencia, pero Van Veeteren lo dejó pasar. De repente se sintió muy cansado… cansado como un buey a punto de hundirse en un cenagal.
¿De dónde salían esas imágenes? Algo que habría leído en un libro, seguramente. Miró con desánimo sus notas…, ¿qué cojones era lo que estaba mal?
¿Todo quizá, como acababa de insinuar Münster?
¿O sólo un detalle?
Münster suspiró y miró el reloj.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó-. ¿Controlamos las coartadas más detalladamente?
– No -dijo Van Veeteren-. Claro que podemos reventar una o dos, pero lo que no podemos es seguir jodiendo a los del Bunge…, órdenes expresas. La Asociación de Padres retendrá a los alumnos en casa si aparecemos por allí otra vez. Suurna ha llamado a Hiller diecisiete veces.
– Ya -dijo Münster-. Entonces no sé qué…
– Vete a buscar a Rooth -dijo Van Veeteren.
Münster se levantó.
– Pero… déjame en paz una media hora antes.
Münster abrió la boca y pensó decir algo, pero el comisario giró el sillón y le dio la espalda.
En diecinueve casos estaba seguro. En el veinte…
Debajo de todos los escarbadientes partidos y mordisqueados estaba su agenda y al poco rato fue eso lo que captó su atención.
Veintiséis días hasta Nochebuena, calculó.
Diecinueve jovencitas subyugó el teniente…
¿Cuántas horas extra tenía a su favor?
La número veinte le dio un chorro de agua… no, calabazas…
Probablemente bastantes para tomarse vacaciones el resto del año.
La veintiuna fue su muerte…
¿Qué estaba haciendo? ¿Qué era lo que andaba zumbando en su vieja y pesada mollera? ¿Pensaba darse por vencido? ¿Pensaba…?
No, no valía la pena. Se le había metido en la cabeza de inmediato; no se iba a librar… mejor era reconocerlo… una tumbona en una terraza en… Casablanca. ¡Dentro de unos días podría estar sentado allí! Un viento suave, un libro y un vaso de vino blanco… ¿Por qué figurarse que estos pretenciosos juegos de adivinación servían a un fin determinado?
Aunque ¿no debería…? ¿No le debía a Mitter llevar aquello a puerto por lo menos? Y ¿cuál era la temperatura media del norte de África en diciembre? Nada del otro mundo seguramente… vientos fríos del Sáhara y unas cosas con otras…
¡En la veintiuna se equivocó!
¿No sería mejor que otro se encargase del caso completamente? ¡Australia! ¡Eso sí! ¿Qué es lo que había dicho Caen?
Veinticuatro grados… ¿azahar? Australia…
Marcó el número de Hiller.
– Pienso dejar este caso en manos de Münster. Yo estoy atascado.
– ¡De ninguna manera! -dijo Hiller.
– Soy viejo y estoy cansado -dijo Van Veeteren.
– No digas sandeces.
– Me duele la espalda.
– Tu trabajo es con la cabeza, no con la espalda. ¡Tienes a seis hombres a tus órdenes, joder!
– Pensaba irme a Australia.
Se hizo un silencio.
– All right -dijo Hiller-. De buena gana. Agarra a ese tipo y luego te tomas un mes de vacaciones… digamos que tienes seis días. He prometido en la tele que resolveríamos el caso en dos semanas. Hay vuelo directo a Sidney los jueves.
Van Veeteren reflexionó. Apartó el auricular y volvió a consultar el almanaque.
– ¿Estás ahí?
– ¡Claro que estoy aquí, coño!
– ¿Qué dices?
– Vale, pues -suspiró Van Veeteren-. Pero si no he terminado el miércoles te presentaré mi dimisión. Esta vez va en serio. Mañana compro el billete.
Colgó el auricular sin dejarle decir a Hiller la última palabra. Repasó de nuevo sus notas. Luego las arrancó del cuaderno y las tiró a la papelera.
Seis días más, pensó.
¿No era el veintiuno impune, por cierto?
Rooth se sentó en la misma silla que había dejado media hora antes.
– ¿Os dio tiempo a hacer algo más que Majorna? -preguntó Van Veeteren.
– Bendiksen.
– ¿Asesino probable?
– En absoluto.
– ¿Recibió alguna carta?
– No.
– ¡Sigue!
– La ex esposa. Los hijos. Ninguna carta…
– ¿Alguna idea?
– No. La mujer parecía impresionada.
– Descartados como asesinos, supongo. ¿Otros?
– Marcus Greijer y Uwe Borgmann.
– Cuñado y… ¿vecino?
– Así es. Nada.
– ¿Coartadas?
– Buenas.
– ¿Cuánto tiempo han vivido en la ciudad?
– Greijer alrededor de diez años, Borgmann toda su vida.
– Ya. ¿Algo más?
Rooth sacudió negativamente la cabeza. Van Veeteren extrajo un papel del cajón de la mesa.
– Tengo aquí una lista con veintiocho nombres… propuestos por Mitter como posibles asesinos de Eva Ringmar. Creo que hemos investigado a la mayoría, pero no a todos.
Le dio el papel a Rooth.
– Quiero que tú y deBries les echéis un vistazo.
– ¿Qué es lo que debemos buscar?
– Coartadas, claro. Y su pasado. Los interesantes, los que han vivido menos en la ciudad… ¡Usad vuestra fantasía, coño!
Rooth se sonó ruidosamente.
– ¿Cuándo tenemos que estar listos?
Van Veeteren miró el calendario.
– Digamos que el lunes. Pero en caso de que encontréis al asesino antes, tenéis permiso de dar noticias.
– Con mucho gusto -dijo Rooth-. ¡Buen fin de semana!
Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo interior. Al levantarse añadió:
– Le encontraremos seguro. No se preocupe, comisario.
– Esfúmate -dijo Van Veeteren.
– ¿Y nosotros? -dijo Münster cuando se quedaron solos.
Van Veeteren rompió unas cuantas notas más mientras reflexionaba.
– Tú y Reinhart podéis hacer lo que os dé la gana -dijo finalmente-. El que resuelva el caso se lleva una botella de coñac.
– ¿De cinco estrellas? -preguntó Münster.
– De cuatro -dijo Van Veeteren-. ¿Me permitís un par de consejos?
Münster asintió.
– Dirigíos a los que trabajan en el instituto Bunge desde hace menos tiempo. ¡Me apuesto a que el asesino está allí! Pero nada de visitas.
– Tenemos sus nombres -dijo Münster-. Los nombres de los que han sido contratados después de Eva Ringmar.
– ¿Cuántos son?
Münster sacó su cuaderno y lo hojeó.
– ¿Los hombres?
– Sí, sólo los hombres, claro.
– Once.
– ¿Tantos?
– Sí, cambian bastante. Y quizá no sea tan raro, después de todo.
– ¿Cuántos tienen coartada para el primer asesinato?
– ¿Sólo para el primero?
– Sí.
Münster buscó en su cuaderno.
– Uno -dijo.
– ¿Sólo uno?
– Sí.
– Quedan diez. ¿Hay alguno de ellos en la lista de Mitter?
– Se la diste a Rooth.
Van Veeteren sacó otro papel del cajón de la mesa.
– ¿Has oído hablar de duplicados, intendente?
Münster cogió la lista y empezó a comparar. Van Veeteren se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó de pie con las manos a la espalda mirando la lluvia.
– Dos -dijo Münster-. Tom Weiss y Erich Volker.
– ¿Tan reciente es Weiss?
– Sí… prácticamente llegó al mismo tiempo que Eva Ringmar.
– Ah, ¿sí? Y Erich Volker… ¿quién coño es?
– Enseña física y química -dijo Münster-. Contratado en septiembre del 91.
– Interesante -dijo Van Veeteren-. Si yo estuviera en vuestro caso le apretaría un poco más… a los otros también, desde luego…, y a Weiss. ¡Dame la lista de los nuevos!
Münster se la dio. Van Veeteren la estudió durante medio minuto mientras refunfuñaba y se mecía apoyándose en los talones y en las puntas de los pies.
– Ya, ya, pues sí -dijo-. Tal vez… y tal vez no. Nunca se sabe…
Münster esperó una aclaración, pero fue en vano.
– ¿Algún otro dato? -preguntó al cabo de un rato.
– El Jueves Santo de 1986 -dijo Van Veeteren.
– ¿Qué quiere decir eso?
– El Jueves Santo de 1986. Si el individuo en cuestión se encontraba en Karpatz en un coche a la hora del almuerzo… entonces es él. Junto con Eva Ringmar, se entiende…
Münster tenía aspecto de haber comido algo inadecuado. Pero asintió y tomó nota. Tenía experiencia.
– ¿Algo más? -preguntó.
– Todo abril y todo mayo del 86 -dijo Van Veeteren-. En Karpatz, claro, pero no se os ocurra ir de frente. Si tiene la más mínima sospecha se nos escurrirá de las manos.
Münster volvió a tomar nota.
– ¿Eso es todo?
Van Veeteren asintió con la cabeza. Münster se metió el cuaderno en el bolsillo.
– ¿El lunes?
– El lunes -dijo Van Veeteren.
– ¿A qué piensa dedicarse usted, comisario? -preguntó Münster desde la puerta.
Van Veeteren se encogió de hombros.
– Ya veremos -dijo-. A Beate Lingen para empezar.
Münster cerró la puerta tras de sí.
¿Quién coño es Beate Lingen?, pensó. Bueno, nada de bádminton en unos cuantos días, algo es algo… si trabajaba durante todo el viernes hasta podría tener un fin de semana completamente libre.
Cuando llegó a su despacho, sonó el teléfono.
– Una cosa más -dijo Van Veeteren- ya que estáis en ello. El i de junio también es una buena fecha… de 1986. El sábado por la tarde en las inmediaciones de los lagos Maaren…, pero eso no es más que una ocurrencia y tenéis que andar con pies de plomo. ¿Has entendido?
– No -dijo Münster.
– Está bien -dijo Van Veeteren, y colgó.
El viernes se quedó en casa.
Se despertó a eso de las nueve y conectó el teléfono.
Abrió el listín de teléfonos por las páginas de las agencias de viajes y antes de haber salido de la cama ya había reservado el billete. Salida con las Australian Airways el jueves 5 de diciembre a las 07:30. La vuelta, abierta.
Luego desconectó el teléfono y se levantó a desayunar.
Se sentó a la mesa de la cocina. Prestó oídos a la lluvia. Masticó una buena rebanada de pan integral con queso y pepino. El diario de la mañana extendido frente a él… y de pronto fue invadiéndole una sensación.
Una sensación de bienestar. Intentó reprimirla, pero allí estaba… cálida y obstinada y completamente inequívoca. Una noción de gratitud ante la insondable riqueza de la vida.
Ocurriera lo que ocurriera, dentro de… siete días estaría sentado tomando su desayuno en un balcón de un hotel en Sidney. Hojeando distraídamente la guía de la Gran Barrera de Arrecifes. Encendería un cigarrillo y volvería la cara hacia el sol.
Antes de ello, o bien habría dado caza a un asesino, o bien se habría despedido de su trabajo.
Era un juego en el que sólo había ganadores. Una mañana llena de libertad. Sin un perro tumbado vomitando delante de la nevera. Sin una esposa que tuviera intención de regresar a casa. La puerta cerrada. El teléfono desconectado.
Se acordó de Ferrati y las bragas. Vaya putada. La vida era, pese a todo, una sinfonía.
Y luego pensó en Mitter. Y en Eva Ringmar, a quien nunca había llegado a ver en vida. Era de ella de quien se trataba.
Y se dio cuenta de que la sinfonía era en tono menor.
A las once había terminado de leer el periódico. Preparó un baño de espuma, puso las suites de violoncelo de Bach a todo volumen, encendió una vela sobre la tapa del retrete y se metió en el agua.
A los veinte minutos no había movido un músculo, pero se le había ocurrido una idea.
Del calor del agua, de la llama de la vela, del áspero tono del violoncelo, había nacido una idea.
Era una idea terrible. Una posibilidad que preferiría alejar de sí. Ahogarla, apagarla de un soplo, cerrarla. Era la imagen de un asesino.
No, no lo tenía, pero había un camino.
Un camino posible que no tenía más que recorrer hasta su término. Seguir tan lejos como pudiera y ver qué se escondía al final.
Por la tarde se acostó en el sofá a oír más Bach. Se durmió un rato y despertó a oscuras.
Se levantó, apagó el magnetófono y conectó el teléfono.
Dos llamadas.
La primera a Beate Lingen. Ella le recordaba; lo dijo y él lo notó en su voz. Así y todo, consiguió invitarse a un té el sábado por la tarde. Ella disponía de una hora, ¿era suficiente?
Lo era, contestó él. Ella no era más que una parada en el camino.
La otra a Andreas Berger. Buena suerte con él también. Fue quien le contestó la llamada. Leila estaba fuera con los niños. Podía hablar sin problemas y ésa era la condición.
– Tengo una pregunta que es muy personal. Creo que puede ser la llave de toda esta tragedia. No me conteste si no quiere.
– Entiendo.
El comisario hizo una pausa. Buscó las palabras.
– ¿Era Eva una… buena amante?
Se hizo un silencio. Pero la contestación se oyó ya en el silencio.
– ¿Va usted a… va a utilizar usted lo que yo diga de alguna manera? Quiero decir…
– No -dijo Van Veeteren-. Le doy a usted mi palabra.
Berger carraspeó.
– Ella era… -empezó con prudencia-. Eva hacía el amor como ninguna otra mujer. No es que yo haya estado con muchas, pero creo que puedo afirmarlo de todos modos… Era… yo no sé, las palabras resultan tan pobres… era ángel y puta… mujer y madre… y amiga. Ella lo satisfacía todo… eso es, todo.
– Gracias, eso explica bastantes cosas. No haré mal uso de lo que usted ha dicho.
El sábado amaneció con un cielo pálido y ligeras nubes a la deriva.
El sol parecía frío y lejano y soplaba viento del mar. Salió por la mañana y dio un paseo por los canales y notó para su sorpresa que podía respirar. La atmósfera era seca, había en ella un perfume de invierno.
A las dos cogió el tranvía para ir a Leimaar. Beate Lingen vivía en una de las casas de reciente construcción en la cima de la colina. Su piso estaba muy alto, en la sexta planta, con vistas sobre toda la ciudad… sobre las llanuras y sobre el río que serpenteaba hacia la costa.
Tenía una terraza acristalada con calefacción de rayos infrarrojos y plantas de tomate, y allí estuvieron sentados todo el tiempo tomando té ruso y finas galletas Kremmen con mermelada.
– Casi todo mi tiempo libre lo paso aquí -dijo ella-. Si hubiera sitio seguramente pondría también la cama.
Van Veeteren asintió. Era un sitio raro. Como estar en una cálida jaula de cristal flotando libremente sobre el mundo. Viéndolo todo y, sin embargo, completamente aislados.
Así escribiré yo mis memorias, pensó.
– ¿Qué era lo que quería usted saber, comisario?
Él se dejó retrotraer a la realidad de mala gana.
– Señorita Lingen -empezó-, usted conoció a Eva Ringmar en la época del instituto, si no recuerdo mal. Esta vez lo que más me interesa es aquella época. Veamos, eso fue en…
– Mühlboden. En el instituto de bachillerato…
– ¿Eran del mismo curso?
– Sí. De 1970 a 1973. Hicimos la reválida en mayo…
– ¿Es usted de Mühlboden?
– De un pueblecito cercano…, iba a clase en autobús.
– ¿Y Eva Ringmar?
– Igual. Ella vivía en Leuwen, no sé si usted conoce ese pueblo.
– He estado allí -dijo Van Veeteren.
– Éramos muchos los que llegábamos de fuera, el instituto era bastante grande. Era el único en todo el distrito, me parece.
– ¿La conocía usted bien?
– Nada en realidad… no nos tratábamos. Nunca fuimos de la misma pandilla… ya sabe usted cómo son esas cosas. Uno va al mismo curso, está en la misma clase todos los días, pero de la mayoría uno no tiene la menor idea.
– ¿Sabe usted si… si Eva tenía algún chico por aquella época, alguien con quien saliera más a menudo?
Qué expresión más tonta, pensó al decirlo.
– He pensado acerca de ello -dijo Beate Lingen-. Recuerdo que hubo una historia en tercero… el último año, en el trimestre de otoño… fue un chico que sufrió un accidente. No iba a nuestro curso, creo que era un poco mayor, pero tengo la impresión de que Eva tuvo algo que ver con ello de alguna manera.
– ¿Cómo?
– Pues no lo sé… creo que fue en relación con una fiesta… unas cuantas chicas de nuestro curso asistieron y hubo un accidente.
– ¿Qué clase de accidente?
– El chico aquel murió. Se cayó por un precipicio… estaban en una casa de verano junto a Kerran… hay bastantes corrimientos allí… me parece que le encontraron por la mañana. Supongo que habrían bebido bastante también…
– Pero no está segura de que Eva estuviera allí o no.
– Sí, sí, seguro que estuvo allí… tengo la impresión de que trataron de silenciar toda la historia. Nadie quería hablar de lo ocurrido. Como si… como si fuera algo vergonzoso, casi.
– ¿Y fue un accidente?
– ¿Qué? Sí, sí, claro.
– ¿No hubo nunca ninguna… sospecha?
– ¿Sospecha? No, ¿por qué iba a haber sospecha?
– Da lo mismo -dijo Van Veeteren-. Señorita Lingen, ¿habló usted con Eva Ringmar en alguna ocasión de este suceso?… Más tarde, me refiero. En Karpatz o mientras tuvieron ustedes contacto aquí en la ciudad.
– No, nunca. En Karpatz nunca tuvimos contacto en realidad. Nos vimos un par de veces, solamente, ya que habíamos ido al mismo curso. Más como una obligación, casi, ella ya salía con alguien, creo, yo también…
– Y ahora en Maardam. ¿Solían hablar de la época del bachillerato?
– No, la verdad es que no. Tal vez mencionamos a algún profesor… pero nos habíamos movido… en diferentes ambientes, por así decir. No había mucho de qué hablar.
– ¿Tuvo usted la impresión de que Eva Ringmar evitaba hablar… del pasado?
Ella tuvo un momento de vacilación.
– Sí… -dijo lentamente-, puede que sí.
Van Veeteren se quedó callado un rato.
– Señorita Lingen, tengo el mayor interés en saber ciertas cosas de esa época… de la época del bachillerato en Mühlboden. ¿Cree usted que sería posible darme el nombre de alguien cercano a Eva Ringmar… alguien que sepa más que usted de ella? Y si son dos, mejor.
Beate Lingen se quedó pensando.
– Grete Wojdat -dijo al cabo de un rato-. Sí, Grete Wojdat y Ulrike deMaas. Eran amigas, lo sé. Ulrike era del mismo lugar además, me parece… de Leuwen. En todo caso cogían el mismo autobús para ir al instituto.
Van Veeteren anotó los nombres.
– ¿Tiene usted idea de dónde se encuentran ahora? -preguntó-. ¿De si se han casado y han cambiado de nombre, por ejemplo?
Beate Lingen volvió a reflexionar.
– De Grete Wojdat no tengo la menor idea. Pero Ulrike… a Ulrike deMaas me la encontré hace unos años. Vivía en Friesen… casada, pero creo que conservaba su nombre de soltera…
– Ulrike deMaas -dijo Van Veeteren, y subrayó con dos trazos el nombre-. Friesen…, ¿le parece a usted que puede valer la pena hacer un intento?
– ¿Cómo quiere que lo sepa, comisario? -Le miró asombrada-. Si no tengo la menor idea de lo que anda buscando…
Me parece que puede usted dar gracias a Dios por ello, señorita Lingen, pensó Van Veeteren.
Cuando salió se había hecho de noche y el viento soplaba más fuerte. En la parada del autobús vociferaba un grupo de hinchas de fútbol con bufandas y gorros rojiblancos. Van Veeteren decidió regresar paseando.
Pasó por el barrio de Deijkstraa y por las pampas, la zona llana que estaba debajo del bosque de la ciudad, donde hacía años había empezado su accidentada carrera como policía. En la esquina de Burgerlaan y Zwille se quedó parado un rato contemplando el deteriorado edificio que estaba junto a Ritmeeterska, la fábrica de cerveza.
Estaba exactamente igual que lo recordaba; la fachada maltrecha y cuarteada, el yeso desconchado. Hasta las obscenas pintadas a la altura de la calle parecían heredadas de otros tiempos.
En las dos ventanas aquellas del tercer piso, la luz estaba apagada, exactamente igual que una suave y perfumada noche de verano de hacía veintinueve años cuando Van Veeteren y el inspector Munck forzaron la entrada del piso, después de recibir una histérica llamada telefónica. Munck entró primero dando tumbos y recibió la ráfaga de disparos del señor Ocker en el vientre. Van Veeteren, sentado en el suelo del vestíbulo, le sostuvo la cabeza mientras se desangraba. El señor Ocker yacía tres metros más allá en el interior del piso, con el cuello atravesado por los disparos de Van Veeteren.
La señora Ocker y la hija de cuatro años de la pareja fueron encontradas más tarde por el personal de la ambulancia, estranguladas y escondidas en un armario ropero del dormitorio.
Van Veeteren intentó recordar cuándo había tenido noticias de Elisabeth Munck. Debía de hacer muchos años; a pesar de ello casi se había convertido en su amante en un intento desesperado de reparar y enderezar sus propios sentimientos de culpabilidad.
Continuó andando a paso lento por el puente de Alexander, mientras pensaba en qué era lo que le había hecho elegir precisamente ese camino. El recuerdo de la calle Burgerlaan número 35 no necesitaba ciertamente ser alimentado para mantenerse vivo.
Pasaban unos minutos de las cinco y media cuando entró en su despacho del cuarto piso y al cabo de un cuarto de hora había localizado a Ulrike deMaas. Había hablado con ella y tenía una cita para el día siguiente.
Luego telefoneó al garaje y encargó el mismo coche que el domingo anterior. Cuando terminó, apagó la luz y se quedó un rato sentado en la oscuridad con las manos enlazadas detrás de la nuca.
Era sorprendente cómo todo, de pronto, parecía encajar.
Igual que si alguien moviera los hilos, pensó.
No era un pensamiento nuevo y, como de costumbre, lo apartó de sí.
El cadáver de Elizabeth Karen Hennan fue encontrado en un extremo del parque Leisner en Maardam por el madrugador propietario de un perro. El cuerpo estaba desnudo y yacía metido entre unos arbustos de espino blanco a unos pocos metros del camino de bicicletas y de caballos que atraviesa el parque, y había buenas razones que indicaban que el asesino se había deshecho de ella desde un coche u otro vehículo.
Era evidente que no habían intentado ocultar el cuerpo; el señor Moussère lo descubrió antes de que su pastor alemán llegara al matorral, aunque sus esfuerzos por mantener a raya los instintos naturales del animal deban considerarse como infructuosos.
La policía recibió el aviso por medio del teléfono de una cabina próxima y la llamada fue registrada a las 06:52. Los primeros en llegar, al cabo de escasos minutos, fueron los inspectores Rodin y Markovic, integrantes de la patrulla número 26, que inmediatamente acordonaron la zona y llevaron a cabo el primer interrogatorio del señor Moussère.
A las 07:25 llegó el inspector Reinhart en compañía del inspector Heinemann y dos técnicos. El equipo médico llegó veinte minutos más tarde, y el primer periodista, Aaron Cohen, del Allgemejne, no apareció hasta las ocho y media. Era evidente que alguien se había dormido mientras escuchaba la radio de la Policía, pero, en todo caso, no había sido Cohen, según aseguró.
Hasta aquí estaba todo claro y Reinhart pudo, por una vez, dar una imagen bastante pensada y debidamente retocada de la situación.
La muerta era, por lo que podía deducirse, una cierta Elizabeth K. Hennan, de treinta y seis años, natural de Maardam, empleada en la tienda de souvenirs Gloss, en la plaza Karlstorget. Aunque el cuerpo se había encontrado desnudo, la identificación había funcionado sin dificultad puesto que las pertenencias de la víctima fueron halladas un poco más adentro en los mismos arbustos ya mencionados. Allí se encontraron ropas, llaves y documentos de identidad.
La hora del crimen aún no estaba fijada, pero el médico de la Policía, Meusse, se había atrevido a hacer una aproximación. A juzgar por la temperatura del cuerpo y el grado de rigor mortis, debería de haber dejado de vivir en algún momento entre la una y las tres de la madrugada.
En cuanto a la causa de la muerte, no había la menor duda. Elizabeth Hennan había sido asesinada por estrangulamiento, probablemente en un lugar distinto del lugar al que fue llevada y donde después fue encontrada. No había signos de que hubiera ofrecido resistencia a su asesino, cosa que se explicaba por el hecho de haber quedado primero inconsciente por el golpe de un objeto romo en la sien.
Entre los retoques del informe de Reinhart está por ejemplo no mencionar el hecho de que el cuerpo fue objeto de una cierta violencia sexual, probablemente tanto antes como después del momento de la muerte.
El jefe de Policía Edmund Hiller fue informado del asesinato a las nueve de la mañana, mientras desayunaba en su casa, y éste, en el acto, ordenó al intendente Reinhart que dirigiera la investigación. Al mismo tiempo desenganchó a los inspectores Rooth y Heinemann del caso de los llamados asesinatos de profesores y los puso a disposición de Reinhart.
Ni Hiller ni ninguna otra persona tenían en ese momento el menor motivo para sospechar que hubiera una relación entre ambas tareas.
Cuando el comisario Van Veeteren fue a recoger esa misma mañana su Toyota rojo en el parque de la Policía, no tenía ninguna información acerca de los sucesos de la noche, pero claro está que no hay nada que indique que el hecho de conocerlos hubiera cambiado el posterior desarrollo de los acontecimientos en algún extremo sustancial.