Arturo Uslar Pietri
La visita en el tiempo

A la memoria de Federico de Onís


Lentamente el pequeño grupo se puso en marcha por la cuesta abierta y terrosa en cuyo fondo asomaba entre la arboleda, junto a la fachada del templo, una mancha de paredes rojas. En medio, la litera de la señora oculta bajo el arqueado capacete.

Los criados de servicio, el escudero Galarza en su caballo y él sobre su muía, con el mejor jubón de raso y toca con pluma blanca. Iban en silencio entre el tenue sonido de los cascos y de los pasos. Veía cómo la luz del sol deshacía las figuras sobre el suelo en largas patas y abultadas sombras. A ratos Doña Magdalena asomaba la cabeza bajo el capacete de la litera para verlo y hacía un movimiento de aprobación con la cabeza. A medida que avanzaban se iba precisando más la traza de los edificios entre las ramas, como si fueran creciendo ante sus ojos. Era alta y gris la fachada de la iglesia, a su lado, bajo los árboles, corría el muro bajo de la cerca de piedra por donde se entraba al parque y al palacio. Allí estaba el Emperador. Imponente, poderoso, rodeado de un aura sobrecogedora. El temor le iba creciendo por dentro a medida que avanzaban. Todo el largo viaje, de tantas leguas y años, iba a llegar a su término.

Le vino al recuerdo el ritmo de aquella gallarda, tan danzarina en la vihuela, que era la que más le gustaba al Emperador según le había dicho su padre, el "violeur"

como él decía, o el músico como decían los muchachos de Leganés. Era la única persona a quien había llamado padre. En la tarde, al regreso de los campos en la casa labriega, oía el revolotear de la notas de la vihuela. Entraba sin hacer ruido, su padre, Francisco Massys, se interrumpía y lo invitaba a sentarse ante él en el taburete. "Eres pequeño todavía, Jeromín, pero nunca es tarde para conocer la música, la más bella cosa que Dios puso en el mundo." No hablaba como la gente de Leganés, tenía una manera de pronunciar las erres y las eses muy distinta a la de Ana de Medina, su madre. Ahora sabia que tampoco era su madre aquella atareada labradora que pasaba el día entre las siembras, los cacharros de la cocina y las oraciones. "Oye, Jeromín." Era lo que ahora oía. Los dedos saltaban de una a otra cuerda, mientras la otra mano subía y bajaba por el largo cuello de la viola y se iba llenando la estancia de aquellas resonancias contrastadas, cortas y largas, que parecían cruzarse en el aire. Los compañeros de juego le preguntaban: "¿Es cierto que tu padre fue vihuelero del Emperador?~. Se acordaba que siempre tenía que replicar con orgullo: "Vihuelero no, violeur". Era así como lo decía el viejo Francisco Massys. "Háblame del Emperador, padre." "Esta era la gallarda que más le gustaba." En su sillón, solo y vestido de negro, lo mandaba a llamar. "Maitre François, quiero oír aquella gallarda.» No sería así tampoco. Tal vez le hablaría en flamenco. Después de todo los dos eran flamencos. Su padre hablaba con gusto de los flamencos. Las bellas ciudades tejidas de piedra como encajes, las torres altas y esbeltas y los carillones. "La torre del carillón es como una gran viola y las campanas son las cuerdas." "Calla, mujer", exclamaba su padre cuando el ruido de las cacerolas de la cocina borraba las notas de las cuerdas. Salía la viola casi redonda y abultada, llena de brillos oscuros como un vientre de hormiga, con el cuello estrecho y alto que remataba en una testa tirada hacia atrás de la que pendían como crespos las clavijas y los extremos de las seis cuerdas.»No hay instrumento más noble, Jeromm.» La gallarda variaba, a ratos permanecía como estremecida sobre una sola cuerda pero luego, como si se multiplicara la mano, sonaba como un coro, las notas saltaban en grupos, se acercaban y subían para cortarse de pronto como en mitad de un salto.

Su padre le hablaba del Emperador. "¿Cómo iba vestido?" Había visto en un manoseado juego de naipes, que a veces sacaba su madre para leer la suerte, la figura de los reyes.

Retacos, lisos dentro de sus vestes rojas y cuadradas, con espadas en la mano, bigotes y barba, y con aquella corona que parecía la miniatura de una muralla almenada. No era así como lo describía el violero. Callado, más bien triste, vestido de oscuro, con una cadena de oro al cuello de la que pendía un carnerito. Su madre venía a interrumpirlos para decir que la cena estaba lista. "Lávate las manos, Jeromín.» El violero se sentaba en un taburete frente al Emperador como se sentaba ahora ante él. Tocaba la gallarda. El Emperador se iba aquietando, se le iluminaban los ojos, le asomaba una sonrisa y hasta llegaba a tamborilear con los dedos sobre el brazo del sillón. "Ésta debería ser la música de los combates." Compases y cadencias que subían y chocaban para rehacerse y volver a recomenzar.

Era para llegar a ese sitio que había emprendido el largo camino. Lo sentía ahora que ya iba a encontrarse en la presencia del Emperador. El camino que comenzó en Valladolid hasta Cuacos, más atrás aún, de Villagarcía, de Leganés y todavía más allá en la memoria perdida, en aquella travesía por el mar, borrada en retazos de recuerdo, desde alguna ciudad de Italia.

Había habido llanto y desesperación de Ana de Medina. Cuando entró a la casa de vuelta del campo, sudoroso, agitado, con miedo, su madre le salió a estrecharlo entre su gruesos trapos sudados. "Se murió tu padre, Jeromín." No hubo más música en la casa, ni tampoco quien le hablara del Emperador.

Lo que había era soporosa enseñanza de la lectura por el Padre Vela o por el sacristán. Se parecía a la salmodia del Oficio de los domingos. "Ele, a, la; ce a, ca; ese a, sa: la casa.» Todos esos sonidos canturreados había que aprender para nombrar aquello que se conocía de memoria, la casa. "Pe a, pa; de ere e, dre: padre." Concluía el canturreo adormecido y empezaba el ancho tiempo del campo. Con los otros muchachos se iba por entre los olivares y los troncos de alcornoque a jugar a moros y cristianos.

Los moros eran los infieles, los que se atrevían a no creer en Cristo, con los que había que acabar. A mojicones, tirones de cabello, ropas desgarradas, terminaban revueltos sobre la tierra.

Otras veces se metía solo por entre los árboles, sin hacer ruido, oyendo la brisa en busca del canto de un pájaro. Allí estaba, a pocos pasos, blanco y negro, piando sobre la rama. Traía aprestada la pequeña ballesta que le habían dado el día de su santo. Tenía su arco, su cuerda tensa, su gancho para disparar. Había que acercarse como una sombra, sin ruido, hasta tenerlo a tiro. Colocaba el dardo, tensaba la cuerda, tomaba la puntería sobre el pómulo, con un ojo cerrado, y soltaba el chasquido del disparo. Caía el pájaro y lo iba a recoger con prisa. Era un pequeño amasijo de plumas, sangre y polvo, lo levantaba por las patas, lo veía contra el cielo y luego se marchaba silbando con el pájaro colgado de un cordel, en busca de otro trino en otro árbol.

Todo estaba quieto en un gran espacio sin término, en un quieto tiempo sin cambios. La doctrina del cura, el deletreo con el sacristán, la aventura de los campos y los pájaros, los moros y los cristianos, los comuneros y los imperiales y los regaños de Ana, en aquella casa que se había quedado sola. La viola estaba encerrada en una caja negra, caja de muerto, sobre el arcón junto al muro. La casa y la vida fueron otras. Ya no se llenó más de música en las tardes. Lo que se oía ahora eran los ásperos regaños de Ana de Medina.


Hasta que llegó aquel día, donde todo empezó a cambiar de manera veloz. Lo primero fue la aparición por el camino de aquella gran caja oscura que rodaba sobre cuatro ruedas, tirada por cuatro mulas. Sobre una de la primeras cabalgaba un hombre de mala cara, sobre el capacete otro, doblado, sosteniéndose con una mano y con la otra moviendo una pértiga para picar las bestias. Detrás dos mulas cargadas de grandes cajas forradas en velludo y por la ventana estrecha de la caja rodante asomaba la cara mofletuda y los bigotes de un hombre pelirrojo y congestionado.

"¿Cuál es la casa del maestro Massys?» Los niños, asustados, interrumpieron su juego para mirarlo. Asomaba como una cabeza de palo pintado en un retablo de titiritero.

Huyeron cuesta arriba hacia el poblado. El carruaje se detuvo en la casa de Ana de Medina. El hombre bajó con dificultad ayudado por uno de sus criados. Vio los niños acezantes, vio la mujer en la puerta y se fijó en él. No en ningún otro sino en él. «¿Cómo te llamas?» Ana de Medina hizo un saludo cobarde. "Es la casa del maestro Massys.» Pasó adelante solo con ella mientras los chicos se que4aban afuera. De afuera los veía hablar sin poder oir. Vio que le entregaba un papel, que Ana lo mostraba al cura que había llegado al ruido de la novedad. Luego lo llamaron. A él solo. «Jeromín, saluda a Don Carlos Prevost.» De allí en adelante todo fue rápido. «Te vas a ir con él, que te va a llevar para una casa grande.» Ana hablaba entre sollozos. Apretaba y besuqueaba al niño. "El señor Don Carlos es un gran caballero, ayuda de cámara del Emperador nuestro Señor. Con él vas a irte.» Lo lavaron, lo vistieron de limpio para sentarlo a la mesa que estaba puesta con los cubiertos y los platos que el extraño visitante había traído. El señor lo veía y hablaba como nadie antes nunca lo había hecho. "Hermoso niño.» Eso nunca se le olvidó. Luego le estuvo diciendo, ante el silencio de la Medina y del clérigo, todo lo bueno que lo esperaba. Iba a vivir en un castillo señorial con servidores.

Fue entonces, ahora lo veía, cuando comenzó verdaderamente el viaje que ahora parecía estar llegando a su término. Todo fue desenvolviéndose de un modo sorprendente. A cada momento veía surgir una extraña novedad. Desde la ventanilla del carruaje vio irse el pueblo y empezar de nuevo los campos. El señor, entre silencios y cabeceos de sueño, le había hecho preguntas, parecía querer saberlo todo, su padre, su madre, los juegos, las clases. "¿Sabes leer?" No respondió. «Vas a aprender mucho ahora, en tu nueva casa.» A Prevost no iba a verlo más hasta allí, hasta aquel punto donde lo vio como la primera vez: solemne, pesado, alisándose siempre el jubón con las manos, y con aquellas erres y eses. Con las demás gentes que fue encontrando en los años era diferente lo que le sucedía. Sobre la impresión del primer día se iban sobreponiendo las de todos los sucesivos que les habían ido cambiando y fijando las facciones. Cuando se ponía a recordarlas en los distintos tiempos era como si hiciera y deshiciera caras.

Llegó a la tarde a su primera venta. Un desteñido bloque de paredes, portones, corrales y techos oscuros junto al camino. El ventero vino a saludar al señor Prevost.

"¿Es vuestro hijo?» El alboroto de los mozos, desunciendo las mulas, cargando los bultos, los gritos llamando las criadas, el revuelo de las gallinas, y la sala de comer llena de humo.

En una mesa, con varios amigos, un hombre cantaba con un guitarrón.

Hubo una jornada y otra jornada. "Nos acercamos a Valladolid.» Desde lejos divisaron las torres de los campanarios, las almenas de la muralla. El camino se fue llenando de gentes.

Nunca había visto tanta gente ni tanto bullicio. Dejaron el coche junto a la muralla y penetraron a las calles por una puerta con vigilantes. Lo que había adentro lo asustó.

El gran bullicio de personas, de voces, de vendedores, de jinetes, entre las cabezas asomaba alguna silla de mano o se abría el gentío para dejar pasar un grupo de arqueros montados.

Don Carlos se fue metiendo, con paso seguro, por entre el gentío. Fue sabiendo de boca de Prevost que la villa estaba de fiesta, que habían llegado grandes personajes, y muchas tropas que aguardaban al príncipe Felipe, el hijo del Emperador. "Va a casarse a Inglaterra.» Se iba haciendo menos espesa la muchedumbre a medida que avanzaban por calles alejadas del centro. Estaban ahora frente al muro de un convento y el caballero tiraba de la cuerda de la campanilla. Se oyó adentro el alboroto del metal. Abrió un lego.

«Soy el señor Prevost, el Prior me espera. Dígale que traigo al niño.» Siguieron al lego, se divisaba la arboleda de un huerto y los arcos del claustro. A la puerta de una sala los recibió el Prior, un tenue viejo de cera envuelto en un flotante hábito marrón, con los pies desnudos metidos en sandalias. Hablaban de él y lo miraban. "Te quedarás con nosotros por unos días.» Eso fue todo, no nombraron ni a su padre ni a su madre, como se hacía en el pueblo cuando alguien preguntaba por él: "El hijo del maestro Francisco y de Ana de Medina». "Volveré a buscarte dentro de unos días», le dijo el caballero y regresó a la calle.

Estaba en otro mundo, en otro tiempo. Al paso de las horas lo llamaban, en la celda o en el huerto, para los Oficios en la iglesia, tan silenciosa, donde el eco de los rezos subía y bajaba por los muros como agua de lluvia. De día y de noche había que reunirse para las horas. Las soñolientas Laudes de la aurora, el Oficio de Prima en el amanecer. Ya no eran los gallos los que anunciaban el día sino el retintín de la campana en medio del sueño; el Oficio de Tercia a las 9, el de Sexta en el punto de mediodía. Al atardecer llegaban la Vísperas y más tarde las Completas. La noche se cortaba con despertares sobresaltados. La Primera Vigilia, la de la medianoche y la del amanecer.

También había el huerto, o el día de traerle ropa nueva, blanca y fina, como nunca había visto. Quería probársela toda de una sola vez. Diariamente se confesaba en el primer Oficio de la mañana. "¿Has pecado? ¿Has mentido? ¿Has hurtado algo? ¿Has tenido malos pensamientos?» Después del primer día el bullicio de la fiesta en la calle se hacía mayor y saltaba sobre los muros del monasterio. Bombardas y fuegos de artificio estremecían los Oficios y salpicaban de falsas estrellas el cielo de la tarde. Hubo una hora en que fue creciendo el estruendo y el vocerío. Atrevidamente se metió en el templo. Parecía vacio, en lo alto de la escalera del campanario estaba un lego que miraba hacia la calle. Trepó hasta allí. Vio, como un barco en un río, avanzar por lo más apretado de la calle un grupo de caballeros, un estallido de brillos, y sedas, altas plumas, espadas, picas desnudas, entre el redoblar de tambores, y a la cabeza de todos aquel joven, apenas sonriente, que agitaba la mano para saludar. "Es el príncipe Don Felipe, nuestro Señor."

Otro día, estando entre el follaje del huerto, vio al Prior conversar con la imponente figura de un señor como nunca había visto otro. Fuerte, alto, de larga nariz acaballada y una barba gris que manchaba el oscuro jubón. Estaba mirando hacia él y hablaba sin duda de él. Sintió miedo.

A la mañana siguiente Prevost lo vino a buscar y emprendieron viaje. Al final de la larga jornada vio el macizo cuadrado de un castillo con cuatro gruesas torres en las esquinas de las murallas. Prevost le dijo: "Es aquí donde te vas a quedar".

Estaba ante el puente y la gran puerta del castillo. Un hombre de aspecto militar se acercó a recibirlos. Se llamaba Galarza y era escudero del castellano. Los guió por los dos patios hasta llegar a la gran escalera de honor. Pesadas arcadas de piedra marcaban las dos plantas. Jeromín se agarró de la mano del señor Prevost.

Subieron la escalera y llegaron al corredor del piso alto. Vio puertas cerradas. Se oía el resonar de pasos. Al final llegaron a la puerta de un salón grande y oscuro.

Se detuvo. Prevost hizo una gran reverencia ante una señora sentada en un sillón. No había visto nunca una mujer así. Los encajes, la sedas, el lento gesto de las manos, y una voz más limpia y timbrada que la del oficiante en la misa. "Señora, es un gran honor para mi entregarle este niño, por orden de Don Luis Quijada.» Todos lo miraron.

Hubiera querido huir, irse a los suyos. "Se llama Jerónimo.» La dama se puso de pie y le tendió los brazos. Lo contempló un rato demasiado largo observándole el porte y las facciones. "Es un bello niño. Habrá que hacerlo ahora un caballero.» Lo abrazó con cariño. Sintió la suavidad de las manos y aquel vaho de olor dulce. No se parecía a Ana de Medina.

Lo saludaron las dueñas, dos viejas señoras enlutadas, de pelo blanco, muy tiesas.

Los escuderos. También los dos clérigos: "Van a ser tus maestros. Tienes mucho que aprender». No se atrevía a hablar. Con angustia vio despedirse a Prevost.

Después lo llevaron a su alcoba. Quedó atónito. En nada se parecía al camastro en que dormía en Leganés. Una gran cama de columnas en medio de una vasta habitación, con un crucifijo dorado sobre la cabecera, cuadros de santos, una mesa, sillas y aquella ventana que daba a la lejanía del campo.

La primera noche fue de desamparo y temor. Después que rezó las oraciones con la señora lo llevaron a la alcoba y quedó solo. Se sentó sobre el borde de la cama, encogido. Oía ruidos lejanos, voces del campo, ladridos. La luz de la vela parpadeaba en su palmatoria sobre la mesa. El cansancio lo fue venciendo. Se tendió de espaldas y se sumergió en el sueño. Ana de Medina entraba a buscarlo. Como en las madrugadas de Leganés, lo sacudía para despertarlo. "¿Qué haces aquí? Vámonos.» Despertaba.

No era la casa de Leganés. Era aquella inmensa cámara de sombra que lo rodeaba. No sabia si estaba despierto. Si soñaba aquel sitio o si iba a despertar en Leganés. «¿Qué hago aquí?» Lo volvía a ganar el sueño. ¿Dónde y cómo iba a despertar?

En los días siguientes fue conociendo la casa y las gentes. Muy pronto Galarza, que lo atraía por su rudeza y sencillez, lo llevó a ver la armería, una larga sala llena de armas y de fantasmas.

Armaduras italianas con los brazos reunidos sobre un mandoble pulido, una armadura de caballero con el caballo de madera cubierto de hierros y arneses. Arcabuces, ballestas, escudos, espadas y aquellas armas extrañas de lejanas guerras, sables curvos y cascos con una media luna encima. También banderas y pendones desgarrados. Galarza le explicaba los combates de donde provenían, Pavía, Mulhberg, Túnez, y le contaba las hazañas del Emperador. A caballo con la armadura puesta, de pie bajo la tienda dando las órdenes del combate, entrando al galope, majestuoso e impotente entre los piqueros enemigos. Galarza describía las formaciones, los movimientos, el empleo de las armas y muchas anécdotas en las que él mismo aparecía realizando hazañas.

Con frecuencia lo veía Doña Magdalena. Le costaba trabajo hallar el modo de hablarle. Le había dicho: "No me llames señora ni Doña Magdalena. Desde ahora soy para ti otra cosa. No soy tu madre pero trataré de serlo. ¿Por qué no me llamas, más bien, tía?". Le costó trabajo atreverse. Se enredaba en las palabras para no tener que llamarla ni señora ni tía. Pero cuando estaba solo empezaba a sentir la nueva ternura de aquella presencia desconcertante.

Los capellanes estaban con él gran parte del día. Don García de Morales, alto y solemne, con su cuidada sotana y sus ojos de angustia, que debía explicarle la religión y la filosofía. No se limitaba a las largas y tediosas horas de clase, donde quiera que lo topaba reanudaba el monólogo sobre la divinidad, los santos, los misterios y los famosos maestros de Teología que había conocido en Salamanca. Decía Salamanca como Galarza decía Pavía. Le hacía preguntas sobre los puntos de la lección del día, pero las más de las veces se soltaba en una confidencia solitaria, para la que no parecía esperar respuesta. Nunca logró olvidar aquellas extrañas lecciones y aquel tono de voz.

No parecía hablar para él sino para alguna otra presencia que el niño no podía advertir.

»Mundo, demonio y carne son los enemigos del hombre. Lo vas a oír decir muchas veces, Jeromín, pero yo te digo que el verdadero enemigo del hombre es el demonio, es él quien quiere perdernos. No es fácil verlo, nunca se presenta de modo franco ante nosotros, viene disfrazado y oculto, para engañarnos. Hay que sospechar de él en todo porque en todo puede estar. Nos tienta con las debilidades de la carne, pero sobre todo nos pierde con las temibles tentaciones del pensamiento. Son las peores de todas.

Lanzarse a pensar es un inmenso riesgo, una forma sutil del pecado de la soberbia.

Llegar a creer que podemos ir más allá de donde llegaron los grandes doctores de la Iglesia, que podemos hallar por nuestra cuenta nuevas y peligrosas verdades, es pretender subir adonde no podemos llegar, dejarse arrastrar por el demonio para ver mentiras como verdades y verdades como mentiras.» Cuando Jeromín ponía cara de incredulidad, Don García se acicateaba más.»Cada vez que el hombre se pone a pensar por su cuenta el Enemigo llega. De la manera más simple y desprevenida puede perderse el alma, con el más noble propósito de saber y perfección se puede estar inducido por el demonio. Nunca podemos sentirnos seguros y protegidos. Eres todavía muy joven para saberlo, pero no es tarde para decírtelo.

Hasta el Emperador ha sufrido mucho en ese combate sin tregua. Cuando tú no habías nacido, aquí mismo en España, en Toledo, en Toro, en Valladolid, aparecieron las sectas del demonio. Parecían gente de bien, santos varones y santas mujeres, y era el diablo el que los guiaba. No creían necesitar la infalible enseñanza de la Iglesia. Se creían puros, perfectos, iluminados por Dios. Estaban sin darse cuenta en las manos del diablo. Llegaron a horribles abominaciones. Rechazaban las enseñanzas de la Iglesia. Pensar en los misterios sin la segura guía de la Santa Madre Iglesia es meterse en un inseguro sendero rodeado de precipicios por todos lados."

"Alemania es la tierra de las herejías.» Decía y se persignaba: "El diablo tiene invadida esa tierra, por eso el Emperador ha tenido tanto que combatir en ella. La temible peste ha llegado a los teólogos. Allí apareció el padre de todas la abominaciones, el demonio mismo, Martín Lutero. De nada le valió ser fraile agustino, ni estar protegido en el convento, ni esforzarse en estudiar la Escrituras Santas y los Doctores. Era el diablo el que lo había escogido y lo llevaba a todas sus monstruosidades. Aquel mal fraile no sólo repudió la autoridad del Papa, los dogmas más santos, sino que elucubró los mayores disparates llevado por la soberbia del pensamiento. Lo más engañoso que hay, Jeromín, es la apariencia". Se le ponía la voz temblorosa al hablar de aquello.

«El Emperador lo tuvo en sus manos y, sin embargo, lo dejó ir. Sólo Dios y él saben por qué procedió así.» No era sólo con soldados que había que combatir. Galarza y Diego Ruiz no hablaban sino de los soldados, pero ahora, gracias a Don García, había sabido que había mucho más, que los soldados no eran sino los instrumentos de los poderes invisibles.

Estaban en todas partes, también en España, y podían estar allí mismo, en Villargarcia, ocultamente.

«Hay quienes le venden su alma por cosas materiales, hay otros que se la entregan, casi sin darse cuenta, arrastrados por el orgullo de saber más.» Le hablaba con pasión de los herejes, de los brujos, los nigromantes, y hasta los gitanos.

«Aquí en España ha habido muchos, desde los tiempos de los godos, en Toledo.» Le contaba cuentos de endemoniados y brujas. Le habló de un famoso doctor que hubo en Alemania, el doctor Fausto. Conoció gentes que lo habían conocido. Le vendió su alma al diablo y recibió el pago. Tuvo poder, sabiduría diabólica y el amor de las mujeres. Jeromín se asombraba. A ese precio era posible alcanzar todo. Don García le explicaba el horrible fin de aquel mal hombre. «Cuando se venció el plazo, vino el diablo a llevarse el alma del réprobo. Lo encontraron muerto, con la cara vuelta hacia la espalda.» Don García llegaba a preferir a los infieles. Por lo menos no engañaban a nadie, iban con el arma en la mano proclamando su falso profeta y se sabía dónde estaban y por dónde venían. Los peores eran los herejes de todas las pintas, judaizantes que fingían ser cristianos, falsos conversos, moriscos que simulaban haber cambiado de fe.

En la imaginación del niño se mezclaban y confundían las visiones terroríficas del fraile con las enseñanzas abiertas y simples del escudero. Galarza hablaba de compañías, de tercios, de fuego de arcabuces, de bombardas, de formas de ataque y defensa y, a lo largo del castillo, le mostraba las obras de arquitectura militar. Una fortaleza estaba hecha para no poder ser tomada sino por traición.

Había una geografía de la guerra que era a la vez la geografía de la herejía. Había visto en los mapas los sucesivos frentes de lucha. La religión era como un reino sitiado por enemigos poderosos. Había habido que replegarse en Alemania, en los Países Bajos, en Francia. España era como una plaza sitiada y el Emperador era el castellano. Fuertes líneas de defensa iban sucediéndose como en una suprema concentración de resistencia. Un día era Roma y había que tomarla contra el Papa mismo. El Emperador se había ido replegando a lo más seguro. Se iba a venir a España, y allí, rodeado de fortalezas y monasterios, llegaría finalmente al bastión central, donde estaría con Dios.

Las lecciones del Padre Guillén Prieto eran distintas. Con su hora aburrida de dictado y escritura, con su cantaleta de declinaciones latinas. Tantas formas distintas de nombrar la rosa o aquel catálogo de las maneras del silogismo. Jeromín se cansaba y se iba por la imaginación a otros sitios. Pero había también la hora de leerle los poetas, los que describían batallas y los que cantaban al amor. Y, sobre todo, había los libros de caballería. Amadís conquistaba reinos y servia a las princesas. Luchaba solo contra gigantes y encantadores. Vencía siempre. Hermoso, valiente, sin tacha. Su espada entraba en las filas enemigas como la guadaña en el trigo.

Lo mejor del día eran las horas del caballo. Cambiar del paso al galope y a la carrera, cambiar los aires a la voz del maestro, hacer vueltas rápidas y paradas bruscas.

Arrancar con la corta lanza en ristre contra el estafermo, tan rápido que el golpe del contrapeso no lo alcanzara.

Fue aprendiendo a conocer los caballos, sus humores, sus modos, sus pasos, sus avisos, el lenguaje de las orejas y de la cabeza. "Estás más para andar con los caballos que con los libros», le decían los clérigos.

En poco tiempo se había adueñado del castillo, conocía todos los lugares y todas las gentes. Los mozos de mulas, la gente de cocina, las criadas contadoras de consejas, las horas, los usos, los trucos para no ser visto o no ser llamado, las mañas y los hábitos de todos.

Pero sobre todo había aquella presencia que se hacia sentir constantemente y a la 'que nunca había llegado. Doña Magdalena le hablaba de él continuamente. "Cuando lo conozcas te va a gustar mucho.» Estaba en sitios lejanos acompañando al Emperador.

Galarza le contaba las guerras y las aventuras. Desde las batallas, hasta el crucifijo que iban a quemar los moriscos y que el señor, espada en mano, logró rescatar de las llamas. Aquel mismo crucifijo que ahora estaba en la cabecera de su lecho. O la herida que recibió en el asalto de Túnez junto al Emperador.

Se había ido habituando a aquella larga enumeración de los reinos del Emperador, tantos y tan distantes, hasta aquellas Indias del Mar Océano.

Había también los fantasmas de Villagarcía, los que surgían en la sombra del anochecer, los que arrastraban cadenas o lanzaban quejidos. Entrevistas formas de mujeres, de penitentes, de agarrotados. Las criadas les conocían las horas, los nombres y las peculiaridades. Andaban a media noche por los claustros, los caminos de ronda, las sombras de los muros. Cada uno tenía su propia historia. Llegó a aprendérselas más pronto que las de los libros que le enseñaba Don Guillén.

Hablaba con Doña Magdalena, le costaba trabajo acostumbrarse a decirle "tía».

«¿Me voy a quedar aquí para siempre?» Las respuestas no eran tan claras como él hubiera deseado. Faltaba por venir el señor de la casa. Le daba angustia lo que podía ser aquel encuentro. «¿Es mi tío?»


Entre las grandes presencias invisibles que poblaban Villagarcía, la más constante de todas era la del señor del castillo y esposo de Doña Magdalena, Don Luis Quijada.

En el anochecer o en la madrugada llegaban al castillo los correos con noticias que la señora comentaba y que luego recorrían toda la ancha casa hasta las cocinas. "Mi señor Don Luis», decía Galarza con reverencia.»El Mayordomo del Emperador», decía alguno de los clérigos. No faltaba un enano que dijera, para que lo oyera Doña Magdalena: "Bellas damas y buena cerveza hay en Alemania».

En la sala del estrado, Doña Magdalena se sentaba sobre cojines. Estaba aquel retrato, que Jeromín había mirado muchas veces, en traje de guerra, con ancha banda de seda terciada sobre el hombro, la mano izquierda sobre el pomo de la espada, media armadura, botas de gamuza, y la actitud de serena arrogancia de un hombre de mando.

Miraba al sesgo, con ojos grandes y un poco melancólicos, frente calva, cerrada barba negra y bigotes.

Su muda presencia continua iba siempre acompañada con otra mucho mayor y más imponente que no aparecía en ningún cuadro de la casa. Su Sacra y Real Majestad, el Emperador, el César, el rey más poderoso del orbe.


No pasaba hora sin que alguien lo invocara ante el niño. En los combates, en las grandes ceremonias palaciegas, en trato y disputa con los reyes de Francia y de Inglaterra, con los príncipes alemanes, con el Papa. "Dos veces desafió al rey de Francia a combate singular.» Era Galarza quien le describía cómo iba a ser aquel duelo insólito. Francisco 1 y Don Carlos, frente a frente espada en mano. Galarza describía cómo hubiera sido el ceremonioso duelo. Los reyes de armas, los testigos, los padrinos, los tiempos marcados de los asaltos. "Nuestro Señor hubiera vencido a aquel fanfarrón.» Las noticias que llegaban al castillo eran escasas pero muy comentadas. Las daba la señora, las repetían las dueñas, los capellanes, los escuderos y por último se disolvían y cambiaban de boca en boca de la gente de patio y cocina.

Un día anunciaron que había muerto la reina Doña Juana. Se asustó Jeromín. Doña Juana, la madre del Emperador. Debía tener tantos años como olvidos encima. Vivía recluida en el castillo de Tordesillas, con servidumbre, guardias y ceremonias tristes de reina loca. «Era ella la reina en propiedad y no Don Carlos.» Era la imagen del capellán, pero otra distinta surgía de los comentarios de dueñas y mujeres de servicio.

Estaba loca desde siempre, encerrada en una estancia oscura, tirada en un rincón. No hablaba, o decía cosas que nadie entendía. Y sin embargo era la reina. Era así de misteriosa la Gracia de Dios.

Un día llegó la más increíble noticia. El Emperador había abdicado en Bruselas.

Don Luis le había escrito a su tía. Doña Magdalena se encerró con sus damas a rezar con desesperación. Nunca se había oído nada semejante, nunca había ocurrido un cataclismo de esa magnitud. El Emperador por su propia voluntad se despojaba de su poder, dejaba las coronas de España, designaba los herederos y se despojaba de todo. En Bruselas, rodeado de magnates, de obispos, de príncipes, de gente asombrada, llorosa o llena de miedo ante lo nunca visto. Como si se hubieran derrumbado de golpe todas las torres y los muros de las fortalezas. Una peste sin nombre que mataba por dentro y cambiaba las vidas y las expresiones. Cosa grande, cosa increíble, cosa de fin de mundo. Se hacia la cuenta de su edad, de sus achaques, de los desengaños que lo atormentaban. Los luteranos malditos, los franceses falaces, el turco cruel que llenaba de velas el Mediterráneo, los pleitos de Italia. ¿Qué iba a quedar? Don Felipe el hijo, Don Carlos el nieto, el hermano Don Fernando.

El clérigo Guillén trató de explicarle aquel suceso nunca visto. "Los reyes están puestos por Dios y es Dios quien los puede quitar.» ¿Qué le habría dicho Dios al Emperador?

También regresaba Don Luis. Años tenía sin venir a sus tierras y sin ver a su mujer.

Todo entró en desatado movimiento. Limpiezas, arreglos, preparativos de toda clase.

¿Qué iba a hacer él? ¿Qué cara iba a poner el temido señor cuando lo viera por primera vez? «Él te conoce, te quiere y se preocupa mucho por ti, Jeromín.» La ceremonia del recibimiento fue preparada y ensayada. Cuando el vigía anunció que se acercaba la comitiva del señor, todos se dirigieron a sus sitios señalados, sonó la campana de la iglesia y retumbó la primera salva del cañón.


Salieron los que iban a recibirlo a la puerta. Los que le ayudarían a desmontar en el primer patio, los que le escoltarían hasta la gran escalera. Toda la escalinata se cubrió de ordenadas figuras de servidores. Al pie Doña Magdalena, cubierta de encajes y brocados. El señor entró escoltado por los escuderos. Jeromín tenía en las manos el cojín de terciopelo rojo con las pesadas llaves simbólicas del castillo, para arrodillarse y ofrecérselas.

Don Luis las tomó en sus manos y se quedó mirándolo con mucha intensidad. Lo hizo alzar tendiéndole una mano y luego abrazó estrechamente a su mujer. «No llores que aquí estoy al fin.» De inmediato comenzó aquella cercanía imponente y protectora. No le fue difícil hallar el tono y la manera. Le venían espontáneamente ante aquel hombre que trasmitía seguridad y confianza.

El señor preguntaba y quería saberlo todo. Los estudios, los ejercicios ecuestres, la conducta, la impresión de los maestros.

"No muy atento a las lecciones», le dijeron los clérigos. "Un alma tierna y maravillosa», le dijo Doña Magdalena. «Bueno con el caballo y las armas», afirmó con orgullo Galarza. «Más para soldado que para hombre de iglesia», sentenció Don Luis.

En algún momento de aquella primera noche del reencuentro debió surgir la pregunta: «¿Quién es este niño?». Era mucho atreverse ante aquel hombre severo al que veía como padre y como esposo. Podía ser hijo de Don Luis. En otras casas nobles recibían y educaban a los bastardos del señor. No habían tenido hijos y ella lo hubiera recibido con gusto. «No puedo decir a nadie quién es su padre, porque he jurado guardar el secreto. No insistas y no te pongas a hacer cavilaciones.»


La manera como Quijada se interesaba por el muchacho y lo trataba traslucía una consideración excesiva y hasta una reverencia que no hubiera tenido por el hijo de un amigo más o menos elevado.

Poco a poco se unieron. Le hablaban y lo trataban como si hubiera estado con ellos toda la vida. Con un tono tan cariñoso como el del violero o el de Ana Medina, pero menos áspero, menos autoritario, como si hubiera que guardarle miramientos que nunca había conocido. No era el maestro Francisco su padre, eso era evidente, pero tampoco lo era aquel señor que lo trataba con demasiada distancia.

"¿Qué va a hacer Su Majestad ahora?» «Lo deja todo y se viene a España. Pronto llega.» Con Quijada pudo saber algo pero más sació su curiosidad con los clérigos y los escuderos. Don Luis hablaba de la ceremonia de Bruselas, había sido casi un funeral.

Una y otra vez volvía sobre el tema de la gran figura lejana y tan presente. ¿Cómo era? ¿En qué lengua hablaba? ¿Qué le gustaba comer? ¿Cómo se vestía?

El Emperador estaba al llegar. Se iría a un monasterio apartado que pocos conocían.»Quiere estar solo y en paz.» Don Luis había venido a adelantar algunos preparativos para ir luego a recibirlo en Laredo, donde llegaría su barco de Flandes.

De todas las cosas que le había oído a Galarza sobre las hazañas del Emperador

la que más le llamaba la atención era la del desafío al rey de Francia. Era como en la historia de Amadís de Gaula. Iban a encontrarse en un combate singular para decidir, por el Juicio de Dios, cuál era el mejor y cuál tenía razón en su disputa. Galarza repetía: «Llamó al rey de Francia cobarde, vil y traidor». «¿Y qué respondió el rey de Francia?» Cuando Galarza terminaba, Jeromín pensaba que había sido una gran lástima que no se hubiera celebrado el duelo para que el Emperador hubiera vencido al francés.

Un día se atrevió a preguntarle a Don Luis sobre el lejano suceso. «Galarza me lo ha contado, ¿fue verdad, señor?» Era verdad. Comenzó a pedir detalles para saciar su curiosidad inagotable. Don Luis le contó más de una vez aquel desafío tan apasionante como los de Amadís.

El Emperador le dirigió una carta al Embajador del rey francés. «El rey vuestro amo ha hecho vilmente y ruinmente en no guardarme la fe que me dio por la capitulación de Madrid y que si él esto quisiera contradecir yo se lo mantendría de mi persona a la suya.» Había que escoger el sitio y las armas. Era privilegio del agraviado. El rey Francisco se decía el agraviado por los términos de la carta, pero el agraviado, afirmaba Don Luis, «era mi amo y señor, el Emperador». En su carta decía el rey de Francia: "Os decimos que habéis mentido por la gorja y que tantas cuantas veces lo dijereis mentiréis».

«¿Qué contestó el Emperador?» Don Luis se lo sabia de memoria: "Pues tan poca estima hacéis de vuestra honra no me maravilla que neguéis ser obligado a cumplir vuestra promesa y vuestras palabras… yo he dicho y diré sin mentir que vos habéis hecho ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que me disteis conforme a la capitulación de Madrid». «No hubo duelo, el rey Francisco se valió de argucias para evadir el compromiso.» Llegó pronto el aviso de que el Emperador llegaba y hubo de salir Don Luis a recibirlo.

Cuando llegó al puerto ya estaba la nave donde venia el Emperador. El primer día habían bajado a tierra las dos reinas, hermanas del Emperador. Doña Leonor, envejecida y frágil, que había sido reina de Portugal y de Francia, y la altiva y hombruna Doña Maria, que fue reina de Hungría y Gobernadora de los Países Bajos.

Allí empezó aquella lenta procesión al través de media España. Una caravana de hombres a caballo, mulas de carga, alabarderos, guardias montados, labradores con picos que abrían paso en los sitios más difíciles y aquellas tres literas como tres escarabajos en una fila de hormigas, la del Emperador, con Don Luis a caballo al lado, y las de las dos reinas.

Pasaron pueblos, campos, montes. Llegaron a Burgos, a Valladolid. Las ciudades salían a recibir la caravana. Campanas a vuelo, cabalgata de señores, pendones, discursos, largas liturgias a las puertas de los templos y las residencias.

Cuando entraron en tierras de Extremadura se hizo más patética la soledad y la desesperada caminata del cortejo. Días en castillos. Hasta que empezaron las estribaciones de la sierra. Casi tenían que hacer el camino por donde avanzaban. Se hacia alto para esperar que los labriegos aplanaran la torcida ruta de cabras o buscaran el paso más llano por los torrentes.


Los labriegos se acercaban al cortejo con la gorra en la mano y el azadón al lado.

Se arrodillaban para ver pasar lentamente la negra caja cubierta de cortinas donde iba él. De los pueblos salían los curas con sus acólitos, la cruz alta, la capa pluvial, el incienso y la salmodia de latines.

Cuando al fin llegaron a Jafandilla, al castillo del conde de Oropesa, tuvieron que quedarse por meses porque la casa nueva no estaba terminada.

Allí fueron las despedidas de alabarderos, guardias montadas, servidores. Lo que lo siguió el día de llegar a Yuste fue un flaco montón de gente con aspecto de penitentes.

A la puerta del monasterio estaba el Prior con su cruz alta y su séquito para saludarlo y precederlo al interior de la iglesia con su larga bóveda lisa. Habían llegado.

Quijada les describía el reducido tren de la nueva residencia. No más de unos cuarenta servidores, casi tantos como los monjes del claustro. Secretarios, maestresalas, barberos, cocineros, el gordo cervecero holandés con sus pailas de cobre, los médicos y Juanelo el florentino, que fabricaba y cuidaba los relojes. Quedó muy poca guardia.

Los primeros días fue difícil acostumbrarse a las muchas fallas y a las nuevas condiciones reducidas. Habían llegado al recinto final.


Cuando Don Luis logró regresar por un tiempo de Yuste vino con él la figura del Emperador en el retiro. Había querido despojarse de todo el poder pero no lo lograba.

El poder estaba en su persona. Pretendía quedarse en soledad y oración pero a toda hora llegaban hasta el remoto monasterio los correos, las misivas, los grandes señores, sus hermanas las reinas y los mensajes constantes de sus hijos, la princesa Gobernadora, Doña Juana, y el nuevo rey Felipe, que no había regresado todavía de Flandes.

El mundo lo cercaba y lo acosaba. "Que hablen con Doña Juana, que hablen con el rey, mi hijo.» Don Luis describía con detalles la vida monótona del refugiado.

Las devociones y sacramentos, los Oficios de todas las horas, las lecturas piadosas, el conversar con Luis Quijada o con algún viejo amigo recibido excepcionalmente.

Se iba a mirar el parque y el estanque de las truchas, y observaba embelesado a Juanelo mostrarle sus más nuevos e ingeniosos relojes.

El Emperador quería que Don Luis se quedara a acompañarlo. "He tratado de excusarme pero tendré que hacerlo. Mi señor me necesita, y yo debo estar junto a él…» Se comenzaron los preparativos para el traslado. En Cuacos, la aldea junto al monasterio, había dispuesto arreglar una casa. "No va a haber mucha comodidad, Magdalena.» «¿También iré yo?» «Tú y el niño antes que nadie", le había dicho.

Alguna vez se había atrevido a preguntarle: "Tía, ¿quiénes son mis padres?». Se daba cuenta de que buscaba evadir la respuesta. "Tu padre es un gran señor, un muy gran señor. Yo misma no sé quién es, pero algún día lo sabremos todos.» Lejos debía estar la ocasión, entre los largos y lentos días del castillo. Preguntaba a Galarza y a los clérigos por los grandes señores de la corte del Emperador, le nombraban arzobispos, duques, condes y secretarios poderosos. Volvía y volvía a mirarse la cara en los espejos. Buscaba las facciones de aquel desconocido padre. Si existía, por qué no lo llamaba y se daba a conocer. Don Luis debía saberlo. ¿«Quién es, señor»? "No puedo decirte nada ahora, Jeromín, pero lo vas a saber y te contentarás mucho.» Las gentes del castillo hablaban de sus padres y sus pueblos. "Por el alma de mi padre», "decía mi padre, que esté en la Gloria". Sólo él no podía hablar así. No podía ir más allá de decir, con mucha incomodidad, "mi tía», o a lo sumo "mis tíos».

Una noche, en vísperas del viaje, se despertó en un alboroto de muchas voces. Un gran resplandor penetraba en su cuarto. Se oía un crepitar de fuego y penetraba un humo acre. Don Luis entró, a medio vestir, para tomarlo en brazos y sacarlo hacia el corredor. Los criados subían con cubos de agua para arrojarla al incendio. Ardían muebles y tapices. Cuando se apagó el fuego, cada quien tenía una versión de lo que había pasado pero todos lo miraban a él como si acabaran de encontrarlo por primera vez.


De Villagarcía salió la pequeña tropa. Montados iban Don Luis, los escuderos y Jeromín. En el medio iba la litera de Doña Magdalena llevada por dos machos pacientes. A pie venían criados y soldados. Se avanzaba con lentitud. Mucho tardó el castillo en desaparecer de la vista, más tardaban en acercarse desde la lejanía las casas y las aldeas del camino. Podía acercarse a la litera para hablar con su tía. A ratos encontraban otros viajeros, se detenían, se saludaban, preguntaban por los mutuos amigos y parientes, se cambiaban noticias. O topaban un sacerdote con sus acólitos. Era entonces la ocasión de bendiciones, encomiendas de misas y alguna Salve rezada en común.

Cuando ya entraron a Extremadura, Don Luis recordaba el viaje que había hecho con el Emperador. Era como si constantemente cambiaran de compañía y de tiempo.

Lo que dijo el Emperador al ver cada uno de aquellos lugares. Lo que preguntaba y recordaba. "Estas ya son las tierras de» Nombraba a uno de los poderosos señores dueños de aquellos inmensos dominios. Se cansaba de la litera y bajaba para estirar las piernas y marchar un poco. Como ahora lo hacia Doña Magdalena. Ponían la litera en tierra y aparecía sonriente la señora. Se caminaba un trecho a pie y se hablaba del tiempo.

"¿Cuándo llegaremos a Yuste?", preguntaba Jeromín. Veía hacia lo más lejano como si esperara divisar el monasterio. «¿Falta mucho?» Era de días la cuenta, pero le parecía que andaban más lentamente a medida que avanzaban. Como si el aire se hiciera más duro de hender y la tierra más larga de caminar. Todo se iba poniendo más lento con aquella proximidad oculta.

Ante el Emperador, ¿cómo iba a ponerse?, ¿qué le iba a decir?

El camino daba vueltas y se desviaba como si no quisiera llegar. Cuando empezó el ascenso de los montes la marcha se hizo más fatigosa. Se iba el día en un corto trayecto. Ya andaban por las tierras del conde de Oropesa. Cruzaban torrentes, trepaban cuestas. Dos peones fornidos tomaban la litera para pasarla sobre las piedras y los remolinos de agua. Al fin llegaron a Jarandilla. Al día siguiente entraron en Cuacos y vieron entre la arboleda el monasterio y el palacio.

Habían llegado. Era allí, enfrente. La cuesta, la arboleda junto a la iglesia que se metía hacia adentro en un apretujamiento de troncos, ramas y hojas. Detrás estaba el palacio. Y dentro…

Don Luis se fue desde la primera mañana. Lo llevó con él. Lo vio saludar personajes que iban siendo más numerosos a medida que se acercaban. "Puedes ver el huerto, pero no vayas a entrar en la casa." Habló a unos guardias para que lo dejaran penetrar y él se dirigió hacia la iglesia. Por allí se entraba más directamente a las habitaciones reales.

Podía cerrar los ojos y ver de nuevo todo aquello en la más inmediata presencia y en los cambios de luz de sus horas. Lo vio tan intensamente. A poco de entrar en el huerto surgía la rampa de piedra que subía a la terraza. La terraza se abría por dos lados, con su baranda. Pudo contar las columnas en dos filas, las puertas y ventanas.

Al través de la reja se divisaba contra el muro el respaldo de un sillón. Estaba vacío.

No se oía sino el viento entre las hojas. La gente que divisaba parecía hablar en voz baja. Como se habla en la iglesia o cerca de los moribundos. En el huerto topó con los sirvientes y los jardineros, y el hombre que limpiaba el estanque. Fue la primera vez en que oyó aquel grito desgarrado que lo llenó de susto. Era el graznido de aquel gran pájaro de todos los colores metido en su jaula de hierro. Lo llamaban guacamaya.

Se fue acercando con temor. Era roja, azul y verde, más grande que un halcón, pero con aquel pico ganchudo y las dos manchas blancas donde estaban los ojos tan redondos y fijos. «Es un pajarraco de las Indias.» Había oído hablar de las Indias en Villagarcía. Más allá del Mar Océano. Las islas, los indios. Don Luis los había visto en Castilla donde a veces los traían como curiosidad. Medio desnudos con la cara pintada. Aquello era más grande que todos los reinos de España.

Todos los días hallaba manera con Don Luis y sin él de llegarse desde Cuacos hasta el jardín de palacio. Hizo amistad con jardineros y guardias. Había pajes de su edad que lo fueron aceptando con desconfianza. Todos tenían algún nombre resonante. «Soy hijo del marqués, del conde, del Sumiller de Corps, el sobrino del obispo.» «¿Y tú?» Jeromín a secas.

No había mujeres en aquel palacio. Lo comentó con su tía en Cuacos. No se veían sino frailes, la silueta de algún alabardero y los oscuros jubones y capas de los personajes que a veces asomaban por la terraza.

También había entrado en la iglesia. Era más pequeña que la que vio en Valladolid.

Un medio cañón de bóveda desnuda con el altar en alto. A la derecha estaba aquella puerta baja y estrecha que daba a la alcoba del Emperador. Siempre había algún Oficio.


"Mañana iremos a saludar al Emperador», le había dicho Don Luis. Durmió mal y vio aclarar el día con angustia. Sobre una silla Doña Magdalena había puesto las ropas que debía llevar. Pasó la mañana en preparativos y consejos de su tía. Irían hasta la iglesia y Don Luis les esperaría a la entrada para llevarlos a la presencia de Su Majestad. «La presencia de Su Majestad», esas palabras se iban a repetir continuamente en su mente.

Le dijeron lo que tenía que hacer. Hacer la reverencia, arrodillarse, entregar el obsequio, callar, responder lo justo. En su sillón estaría el Emperador.

Salieron de Cuacos, Yuste parecía más lejos en lo alto de la cuesta.

Allí terminaba el largo viaje. Desde Villagarcía, desde más atrás, desde Leganés, desde antes de Leganés, de lo que no tenía memoria. Día tras día, paso tras paso, para llegar finalmente allí, para entrar en la cámara misma donde estaba la Majestad Sacra, Real y Cesárea.

No debía parecerse a nadie. Todo lo tenía, todo lo podía, era hacia él que se dirigían todas las peticiones y los miedos. Debía resplandecer y brillar como un lámpara. De la cabeza le brotarían las Potestades como de la frente del Crucificado. ¿,Con qué voz hablaría? «Tengo miedo, tía.» Hubiera querido que el trayecto durara más. Marchaban en silencio. Doña Magdalena llevaba el azafate con el regalo en la litera. Un par de guantes de fina cabritilla adobados con perfume. Avanzaba sobre la sombra de la muía. Los cascos sonaban tenuemente sobre la tierra seca. Se puso a contar los pasos. Varias veces se acomodó la gorra y se ajustó el jubón. En la portada de la iglesia había movimiento de gentes.

Reverencias, saludos, muchos finos caballos tenidos de la brida por palafreneros.

Cada paso lo acercaba al final. Repetía todo lo que le habían dicho que tenía que hacer. Ya iba a verlo, a verlo tan cerca como a Don Luis, a oírlo, a retener en su memoria cada gesto, cada detalle del traje o de la palabra.

De la puerta de la iglesia se destacó Don Luis. Ayudó a la señora a salir de la litera, le dio el brazo y con Jeromín al otro lado penetraron en el templo. Había poca gente.

Caballeros y frailes se acercaron a saludar a la señora. Se avanzaba paso a paso. Estaban ya al pie de las gradas. Sobre el altar una gran cruz de plata y en la pared del fondo un cuadro en el que el Emperador y la Emperatriz miraban hacia el cielo donde estaban las Divinas Personas. Los tres se persignaron ante el Sagrario, torcieron a la derecha a la pequeña puerta de vidrios que sostenía entreabierta un ayuda de cámara.

Eran cuatro cortos escalones y se entraba en una habitación en penumbra. Se distinguía con dificultad. Las paredes estaban cubiertas de cortinas negras, una cama junto al muro del fondo. Una mesa, algunas personas y aquel sillón donde se fue aclarando una borrosa figura. Levantó la cabeza para saludar a la señora y tenderle la mano.

Doña Magdalena se inclinó y la besó. «Me permites, Luis, que le bese la mano a tu esposa.» Le había oído la voz, se la había oído pero sin poder saber lo que decía. Se concentraba en abarcar aquella figura hundida entre mantas y cojines. Desde las piernas cubiertas por una manta, vio las manos que acariciaban un pequeño gato y arriba aquella cabeza inclinada sobre el pecho, la gorra oscura y la barba gris sobre el largo mentón.

Ordenó poner una silla para la señora y luego mandó abrir las cortinas. Fue una nueva presencia. Ahora lo veía a él que avanzaba con el azafate del regalo hasta arrodillarse. Sin decir palabra tendió el obsequio. Lo tomó un criado. Algo dijo a la señora.

La mano temblorosa tendida estaba ante su cara. Posó los labios y la sintió fría. Ahora le había puesto la mano sobre la cabeza. Sin peso. Sintió que le hablaba. Por entre el labio caído una voz acuosa decía algo. Le hablaba a él y él no lograba entender.

La alcoba y las figuras, las voces y los gestos empezaron a cambiar continuamente.

Desde que volvió a la casa de Cuacos con Doña Magdalena no hizo otra cosa que preguntar y callar en un estupor sin fondo. El día se hizo corto, la noche lenta y sobresaltada. «¿Qué fue lo que dijo, tía?» Se lo repetía y sentía que faltaba algo o mucho.»¿Estuve bien?" Había estado muy bien, le aseguraba. Lo que él dijo, o iba a decir, o hubiera querido ahora haber dicho, se confundía en su mente. Hablaba a solas y a veces era él mismo quien hablaba, y otras era el Emperador. Era más difícil saber lo que había dicho, lo que hubiera dicho ante aquellas cuestiones que habían estado en su cabeza desde las conversaciones con Galarza y con los clérigos en Villagarcía. Qué lástima que no hubiera habido el duelo con el rey de Francia. Le hubiera gustado preguntarle, o le preguntó, o le preguntaba ahora, para poder satisfacer al preceptor, por qué no quemó al hereje Lutero. O pedirle que lo dejara junto a él para siempre.

Le pululaban las preguntas y los temas fallidos de la conversación que pudo ser.

En el sueño había momentos en que estaba solo con él. Lo veía lozano y entero como en los retratos que había entrevisto en alguna pared de Yuste. Con Luis Quijada lograba pocas respuestas. Más le enseñaba Galarza. Quería volver a la alcoba y volvía todo el tiempo en un sueño despierto que lo mantenía como ausente. Lo que vio desde afuera, lo que oyó decir en aquellos meses de quieta ansiedad, lo que los criados y servidores dijeron delante de él, lo que le repitieron, lo que recordó y adivinó en todos los días de su vida, se fue mezclando en las horas y los años hasta formar una eternidad sin principio ni fin. Fue reconociendo los grandes señores que entraban y salían con su cortejo. El Prior y los frailes, los duques y los condes, los embajadores, el doctor Mathesio con sus pociones, los maestresalas, los trinchadores, los camareros, los cocineros, y hasta los mozos de mulas. Los más eran criados flamencos y hablaban entre ellos en su ininteligible lengua. Supo que con el Emperador hablaban en francés. "Sire", le decían. Charles Prevost que lo saludó con cariño. Los ayudas de cámara iban y venían del cuarto de los arcones con las ropas, los vasos, los jarros y los platos de plata relumbrante.

Cornelio Buje se ocupaba de la cava. Olía a moho en la cavernosa estancia en la que guardaba barricas y botellas. Echaba vino en una copa, lo miraba contra la luz, luego hacia una gárgara con él y lo escupía. Aquel flamenco narizón, rojo y maldiciente que era el maestro cervecero, entre sus calderos de cobre moviendo la cebada fermentada. Adrián Guardel, el maestro de cocina, que hacia girar los corderos en el asador y sacaba de los barriles los puñados de ostras.

Fue conociendo cada estancia, cada pared, con sus colgaduras y sus cuadros, cada mesa cubierta de cajas de plata con reliquias y de dorados relojes que sonaban sus campanillas. El gran sillón de brazos y piernas movibles, para que el Emperador no hiciera esfuerzo en cambiar de posición. La silla de manos para sus salidas. Conocía los cuadros, uno por uno. Las grandes figuras azulosas, entre follajes y lejanías verdes de los tapices, en los que aparecía el Emperador dirigiendo el asalto de Túnez. Fue allí donde oyó por primera vez aquellos nombres que nunca más iba a olvidar. Solimán, el sultán de Constantinopla, el pirata Barbarroja, Andrea Doria, la Serenísima República de Venecia, y las galeras con los remos alzados como brazos de furia.

Desde el huerto algunas veces logró atisbar al Emperador sentado en la terraza, lo ocultaban siluetas de frailes y caballeros. Divisaba a su "tío».

Martillos dorados golpeaban las pequeñas campanas que Juanelo ajustaba sin tregua. Cada cuarto de hora uno o más relojes soltaban su repique cantarino. Nunca se había percatado tanto de la presencia del tiempo. Fluía y goteaba en cada uno de aquellos campanilleos difusos. No había manera de olvidar el tiempo en aquella casa. A lo largo de los años, todas las veces que pensó en Yuste, y fueron muchas, lo primero que le venia era el martilleo de las horas.

Pretervan Oberistraten estaba siempre en la farmacia entre frascos, almireces y morteros. Levantaba a contra luz un aflautado vaso y contaba las gotas que dejaba caer de un pequeño frasco. Eran las pociones y los menjunjes que el doctor Mathesio ordenaba.

El aroma de pan tierno rodeaba a Preterva Uvocis y Andrea Platineques que sacaban con palas de madera las hogazas del horno. Más apetitosas todavía eran las salsas de Nicolás de Merne, que había servido en la Corte de Francia. Miraba hacer pasteles al maestro Cornelio Gutimaun.

Fracein Ningali rodeado de frutas parecía salir de un tapiz de verdura.

En las horas de la mañana se acercaba a los hortelanos y jardineros. Aporcando surcos, sembrando matas, hablando poco. Oía el alboroto del gallinero al fondo, era que Hans Fait había entrado a atrapar dos gallinas.

El que más le gustaba a Jeromín era Juan Ballestero, el cazador de Su Majestad.

A veces lo pudo acompañar a cortas distancias a verlo cazar perdices o liebres. Ponía trampas y ligas para coger pájaros y en el tiempo en que los patos pasaban en bandadas hacia el Sur se iba hacia los lagunazos y las arboledas a ocultarse.

A los grandes señores que divisaba de lejos se los fueron señalando. El conde de Oropesa, que venia de su vecino castillo. Aquel hombre imponente, barbudo, de cara acaballada, que era el mismo que había visto de lejos en el jardín del convento de Valladolid, el duque de Alba. Prelados pomposos y alguna vez aquel fraile pobre que todos miraban con respeto, Fray Francisco de Borja, el duque de Gandía, el antiguo virrey de Cataluña, que ahora estaba en aquella nueva orden de los jesuitas. Gente lejana, inaccesible, de la que fue sabiendo más cosas en las conversaciones de Doña Magdalena.

De los cuadros que vio en Yuste dos se le quedaron para siempre. La Emperatriz Isabel, en su bordado traje, con randas de gruesas perlas, y la perfecta forma del rostro, la fina nariz, la menuda boca, los ojos oscuros de un agua profunda. Oía hablar a Don Luis y a los frailes de la Emperatriz, de su belleza, de su gracia, de su irreprochable dignidad. Los nostalgiosos recuerdos de la princesa portuguesa, del millón de ducados de su dote, del gran séquito con que llegó a Granada y de las fiestas en la Alhambra.

Había también aquel jinete de guerra, en el instante del galope, que era el Emperador lanzado contra las fuerzas de los luteranos en Mulhberg. Lo veía de abajo arriba como si galopara contra las nubes. Surge de un bosque y no se ve el enemigo. El caballo negro lleva pompón rojo y caparazón de seda que le llega hasta las ancas, las patas delanteras se alzan. Del casco de hierro, con su plumaje rojo, asoma un perfil de halcón, la barba gris y los ojos tranquilos. Sobre la banda que le cruza el pecho cuelga doblado el carnero del Toisón. Con la mano derecha lleva la larga pica. Estaba solo, sin seguidores ni enemigos a la vista, en el puro acto del ataque. Alargadas nubes de tormenta atraviesan el cielo.

En la iglesia siempre había Oficios, una de las cuatro misas de la mañana, las otras de réquiem por la reina Juana, por la Emperatriz y por el propio Emperador. Prefería el jardín. Estaba entre árboles, jardineros y algún paje de su edad. Llegaba hasta la caballeriza. Cuatro acémilas de carga. Una muía mohína parda, un machito pardo y el único caballo, un cuartago de poca alzada. Sobre soportes reposaban las monturas y las albardas.

Ciertos días los hortelanos y jardineros se enderezaban, gorra en mano, para mirar hacia la terraza. No era fácil distinguir al Emperador, sumido en su sillón, rodeado de caballeros y frailes.

Alguien se acercaba al cuadrante solar, puesto en la esquina del corredor por Juanelo, y anunciaba la hora.

Empezó a darse cuenta de que algunos de aquellos señores que se asomaban al barandal lo buscaban con la vista y hasta lo señalaban con la mano. Sentía la curiosidad con que lo observaban. Alguno de los que lo encontraban dijo: "Este es el muchacho, el que trajo Luis Quijada».

Más que lo que veía era lo que no conocía e imaginaba. Había cierto desdén en el trato de aquellos otros pajes que eran hijos de grandes señores. El no tenía nombre que dar. "Vine con mi tío, Don Luis Quijada, el Mayordomo de Su Majestad.» Había aquellas maneras de mirarlo y señalarlo como si algo extraño hubiera en él. "Todos quieren saber quién soy y yo mismo no lo sé, tía.» Las explicaciones de Doña Magdalena servían para confundirlo más. Algo sabían de él que él no sabia. Debieron ocurrir cosas importantes que sólo mucho más tarde supo o se figuró.


Los días de Yuste se iban iguales. Ya se le hacía ordinario ver pasar grandes señores y dignatarios que venían a ver al Emperador. Muchas veces después volvió en la memoria a aquel solo día del que no recordaba nada preciso y que debía ser el más importante de su vida. Fue el 30 de agosto, hacia el final de la mañana. Debía andar por el huerto entre los criados y los pájaros, o jugando con algún otro paje, o atisbando sin resultado hacia la terraza en la espera siempre posible de divisar la silueta del Emperador. Era el pleno bochorno del verano que dormía las hojas y mojaba de sudor los cuerpos.

Fue en aquella precisa hora, que él no presenció y de la que sólo tuvo noticia más tarde, que se decidió su vida. Tres semanas antes de morir el Emperador. Lo que supo después fue muy escueto. Tan sólo había quedado aquel pliego de escribano que algún día llegó a ver con tanta emoción.

Cuando Luis Quijada se lo llegó a decir ya estaban lejos los tiempos de Yuste. Antes ni él ni nadie le había hecho referencia a aquel suceso central de su propia vida. Al final de la mañana, cuando él posiblemente trataba de hacer hablar la guacamaya en su jaula, el Emperador había llamado a su cámara al Escribano Real y a Don Luis Quijada. Muy lentamente dictó y repitió aquellas palabras que el hombre de pluma fue poniendo con seguros rasgos en la hoja de vitela. Don Luis le había dicho que no lo sintió vacilar en ninguna palabra. "Digo y declaro que, por cuanto estando yo en Alemania, después que enviudé, hube un hijo natural de una mujer soltera, el cual se llamaba Jerónimo…» Después entró a disponer: "Es mi voluntad y mando que se le den de renta, por vía ordinaria en cada año, de veinte a treinta mil ducados del reino de Nápoles, señalándole lugares y vasallos con la dicha renta. Y en cualquier estado que tomare el dicho Jerónimo, encargo al dicho príncipe mi hijo y al dicho mi nieto y a cualquiera mi heredero…, que lo honre y mande honrar y que le tenga el respeto que conviene y que haga guardar, cumplir y ejecutar lo que en esta cédula es contenido». "Charles», firmó con su mano temblorosa.

No salió de allí, no lo supo más nadie. Si lo hubieran sabido, si se hubiera anunciado con la solemnidad que se merecía hubiera sido un gran acontecimiento de la Corte y el hubiera estado en medio recibiendo el homenaje.

Todo había cambiado para él en aquella hora y no había podido darse cuenta. Era una de las grandes perplejidades en las que después caería sin hallar salida. Tal vez ni siquiera había preguntado qué fecha era en aquel lento día de agobiante calor.


Un gran silencio de asombro y miedo se extendió por el palacio, el monasterio y el huerto. Gentes cabizbajas se desplazaban sin ruido. Médicos y frailes hacían guardia a las puertas del aposento donde el Emperador iba entrando en la muerte. Se cruzaban criados con pomos de unguentos, frascos de remedios, sanguijuelas en tazas, botijas de agua caliente, y apenas se oía el murmullo sibilante de los que salían hacia los que permanecían afuera. "Está muy mal.» "Le van a dar la Extremaunción.» "Ya no conoce.» "No pudo tragar la hostia." Empezaron a rezarle las plegarias de los agonizantes.

Luis Quijada había permanecido todos esos días en la vigilia de la alcoba. Jeromín había estado la mayor parte del tiempo en la terraza y alguna habitación adyacente a la alcoba. "Hay que tener valor porque él lo tuvo siempre.» Alguien repetía sordamente: "Nadie sabe todo lo que se está acabando aquí».

La primera vez que Jeromín llegó hasta la antecámara donde sólo estaban grandes señores, médicos y frailes, temió que alguien lo hiciera salir. No fue así. No parecían extrañar su presencia. La más larga y temerosa de las tardes, Luis Quijada salió de la alcoba con un cirio encendido, se lo puso en la mano y regresó con él a la oscura habitación para entrever, tras las cortinas de la cama, la borrosa forma de la cabeza del Emperador, el cabello gris revuelto, los ojos cerrados, la barba más blanca. En las manos un crucifijo. Un fraile recitaba las oraciones de la muerte. El sonsonete de los rezos pasaba de boca en boca.

Se hizo un terrible silencio. Luis Quijada se adelantó y le cerró los ojos. Todos fueron saliendo lentamente.

En la cámara mortuoria cuatro sombras oscuras se movían. El viejo marqués de Miravel se daba con los puños en la cabeza y bramaba como un animal herido: "Dios mío, Dios mío. ¿Qué ha pasado?». El Secretario, Martin Guaztelú, sollozaba y daba con la cabeza contra los tapices de la pared, y Luis Quijada arrancaba a tirones la tela de su jubón. Jeromín rompió a llorar.

Desde esa hora fue testigo de la conmoción que se produjo en Yuste. Vio mucho y oyó mucho. Empezaron a llegar visitantes. La iglesia quedó cubierta de colgaduras negras. Trajeron la gran caja de cedro para colocar el cuerpo. Le pusieron un hábito de religioso, las manos cruzadas sobre el pecho con el crucifijo entre ellas. Los maestros de ceremonia borgoñones convenían con el Prior lo que había de hacerse.

"Ahora está ante Dios», le dijo Doña Magdalena. Era lo mismo que los predicadores estaban diciendo en las interminables misas de réquiem. La Majestad terrena comparecía ante la Majestad Divina. El predicador describía la pompa del Cielo. Los círculos de Arcángeles, de Ángeles y Serafines, los de los Santos y los beatos, el infinito espacio resplandeciente de luz sin sombra. Se le comparaba con San Jorge, porque había combatido el dragón luterano, a San Cristóbal, el gigante del río, porque llevó la fe de Cristo de una orilla a la otra del piélago, a David, fundador de reino, y también a los grandes jefes de la Antigüedad, Julio César, Octavio, Trajano.

"Sigue estando allí», decía Jeromín contemplando el palacio. Estaba allí y se quedaría allí, aunque los más no lo vieran.

Cuando terminó la última misa de réquiem, vio llevar la caja a la cripta, debajo del altar mayor. "Quiso que lo colocaran de tal manera que los pies del oficiante estuvieran siempre sobre su cabeza, para pisotear el orgullo que pudiera quedarle.»


Volvieron a abrir la casa una semana después, Jeromín estuvo presente. Don Luis lo llevó con él cuando se iba a hacer el inventario. Estaban también presentes algunos Otros: Fray Martin Regla, el confesor, que debía conocer el inventario de su alma, Martin de Guazteíú, el secretario flamenco, los ayudas de cámara Guillermo de Male, Obger Bodart, Matías Rontarte, y también Charles Prevost, su viejo conocido. El escribano, sentado ante una mesa, iba anotando pieza por pieza las que los demás tomaban para entregarlas a Juan Estique, el guardajoyas.

En la alcoba, de una mesa cercana al lecho, se tomó una pequeña caja de madera y se sacó de ella una piedra rojiza con reflejos grises y guarniciones de plata. Era.una Piedra Filosofal. Podía estar activa o estar muerta en su virtud. Si estuviera activa, pensaba Jeromín, habría convertido en oro la guarnición de plata. Debía venir de algún 'secreto alquimista del Imperio, de Worms, de Augsburgo, de Cracovia, y hasta de Toledo.

Con gran cuidado tomó Guaztelú, que era humanista, un trozo de hueso con un agujero en el centro.

"Es un pedazo de cuerno de Unicornio, que el Emperador tenía en Bruselas." La maravillosa bestia indomable que viene a arrodillarse mansa ante una virgen pura.

La bestia dc patas de cabra, cola de león y cuerpo de corcel, de cuya frente brota el prodigioso cuerno entorchado. Jeromín había visto en tapicerías la prodigiosa bestia arrodillada ante una doncella.

De otros cofres de plata y de sacos de terciopelo surgieron miniaturas de la Emperatriz Isabel. Se borraba en una bolsa y reaparecía en la otra con aquella mirada serena y aquel rostro de inalterable belleza. Eran dos, tres, más, sin contar los grandes retratos en los muros, sola o junto a su esposo. Jeromín llegó a conocer su fisonomía tanto como si la hubiera visto toda su vida.

Mientras los señores iban detallando los objetos, él se detenía a mirar los relojes, algunos se habían detenido y marcaban horas distintas. Todas las horas servían desde ese día para el Emperador, la de cualquier reloj, la de cualquier parte.

"Un cofrecillo chiquito guarnecido de hierro, con dos pomas dentro, la una llana y la otra redonda, de oro. Y dentro de ellas olor. Y una sortija de oro para mirar al sol." Se acercaron a oler, era rosa, era benjuí, era algalia, era como una esencia de azahar diluida.

Había las plumas de olores y había las piedras bezoares, pardas, lisas como la bilis de los animales salvajes. "Buenas para el mal de hijada y para la peste.» La enumeración de los cuadrantes solares de oro, de plata y de hierro, tomó largo tiempo. Eran -muchos y de todos los tamaños. Cada objeto iba como volviendo a su dueño y a su vida. Habían estado muchas veces en las manos del César. Jeromín podía verlo en cada objeto. Estaba allí en medio de aquellas cosas que habían sido suyas.»Esta piedra bezoar se la envió la Serenísima reina de Portugal a Bruselas.» En una bolsa de raso morado apareció un pequeño libro, entre tapas de oro, con las páginas escritas por la mano del Emperador. "Son sus memorias», dijo Guaztelú. Debió escribir más, porque mucho le oí hablar de ellas", añadió Quijada. Volvió el libro a la bolsa.

Con frecuencia se adelantaba al grupo lento de los catalogadores para entrar solo en otra habitación. Como si fuera a encontrar a alguien que los demás no buscaban.

Podía estar sentado en aquel sillón alto que estaba de espaldas. Podía haberse ocultado detrás de una cortina para atisbar sin ser visto, podía acabar de salir por aquella puerta entrejunta. Se detenía con susto. Llegó a decir: "Señor», a la penumbra vacía. No le llegaba sino el sonsonete de las voces de los inventariadores. "Un reloj de ébano y de arena con su caja negra en que está metido.» "Un cofrete de terciopelo negro, guarnecido de plata con unos anteojos dentro, de camino, guarnecidos de oro.» Para ver de lejos los destacamentos de soldados.

No pudo retener bien los títulos de los libros que más tarde le costó trabajo recordar. Eran pocos, puestos sobre mesas o en gavetas de vargueños. Don Luis, el padre Regla y el Secretario Guaztelú los hojeaban y hacían algún comentario. "Un libro del Caballero Determinado, en lengua francesa, cubierto de terciopelo carmesí e iluminadas las imágenes que en él hay.» "Aquí está también», anunció Guaztelú con sus erres francesas, "la traducción que hizo en romance Don Hernando de Acuña, en verso. Este libro lo escribió originalmente Olivier de la Marche. A Su Majestad le gustó tanto esta magnífica historia de caballero que se puso a traducirla él mismo. Luego se la dio a Don Hernando para que la pusiera en verso castellano.» Le hubiera gustado a Jeromín conocer las aventuras del Caballero Determinado. Había ejemplares de la "Consolación de la Filosofía», de Boecio, en francés y en romance. Fray Juan Regla lo ponderó en tono de sermón. Había también los libros de ciencia y los mapas. "Otro libro grande intitulado Astronomicum Caesaris, de Pedro Apiano, cubierto de terciopelo negro, con cinco chapas de plata doradas en cada cubierta." "Una Cosmografía de Ptolomeo con cubiertas de cuero colorado." "Otro libro de la Guerra de Alemania.»Los Comentarios de César, en lengua italiana, cubierto de pergamino.» Había libros de tema religioso, con lujosas encuadernaciones de oro y plata. "Un paño en que estaban envueltos algunos cuadernos de Florián de Ocampo y otro sobre las historias." "Está aquí toda la historia de España, desde la Creación del Mundo hasta la muerte de los Scipiones.» Se interrumpía el inventario para la hora de las comidas o para asistir a algún Oficio en el templo. Se cerraban los cuartos, se corrían las cortinas y todo quedaba solo.

Don Luis regresaba con Jeromín a la casa de Cuacos y entonces comenzaba a preguntar sobre los objetos y la vida del Emperador. Don Luis conocía la procedencia de aquellos objetos. Cuando respondía sobre alguno de ellos, el arcabuz, con incrustaciones de plata y marfil, se lanzaba a hablar de la conquista de Túnez. ¿Cómo iban las galeras, cómo se acercaron a tierra, cómo se desarrolló la lucha y la heroica conducta del Emperador?

Día tras día volvían al palacio y recomenzaba la inspección de los objetos. A veces eran monótonas listas de ropas y telas. Sábanas de Holanda, fundas y traveseros, cortinas. "Paños para lavar los pies cuando se lavaba Su Majestad.» "Paños de Holanda como sábanas para cuando se lavaba las piernas.» Camisas y peinadores de Holanda. Jaquetas, calzones, jubones.

Cuando amanecía con la terciana no podía ir. Se despertaba tiritando de frío, castañeteando los dientes, con dolor en los huesos, la cabeza pesada. Venia Doña Magdalena y le ponía paños de vinagre en la cabeza y le daba un trago de vino tibio. Después, como cada vez, empezaba a subir la fiebre, ese calor creciente que al comienzo daba bienestar pero que luego subía a la cabeza y la ponía grande y pesada. Iba cayendo en la somnolencia.

Otras veces eran Don Luis o Doña Magdalena los que no podían levantarse con el malestar y la calentura. Todos en Yuste, desde los frailes hasta los criados, tenían su día de tiritar de fiebre.

El inventario marchaba lentamente. Había que suspenderlo con frecuencia por las tercianas de los inventariadores y por las misas. Mil misas había mandado a decir el César por su alma. Los treinta monjes se turnaban en la iglesia, uno tras otro, como en un juego de apariciones y desapariciones, en aquella especie de misa perpetua.

El tercer día andaban por la tesorería y las joyas. "Cincuenta y cuatro escudos de oro del sol, dentro de una bolsita de aguja negra de seda.» "Una sortija de oro engastada con una piedra de restañar sangre." "Un raspador de lengua de oro." Brazaletes y sortijas de oro contra las almorranas, sortijas contra el calambre de Inglaterra. "una cadenilla de oro, con una cruz de lo mismo, en que dicen que hay palo de la Vera-Cruz".

Varias insignias del Toisón con cordones y cintillos de seda o con pesados collares: "La orden grande del Toisón que tiene 24 calles y 24 eslabones, con su Toisón grande colgado, que pesa 2 marcos y 4 onzas y 14 estilines". El resplandeciente collar giraba y se enredaba en la mano del escribano. "Una campanilla de plata dorada con el Plus Ultra a la redonda."

Había dos sellos de plata. Uno era el imperial, que el Emperador no había vuelto a usar después de su abdicación, y el otro que había mandado a hacer para los días de Yuste. Junto a ellos la barra de lacre.

El quinto día se hizo el inventario de la capilla y el de la barbería. El séptimo el de la panadería, la salseria y la cava.

Fueron largos los días destinados a las pinturas y tapices. "Una pintura grande de madera en que está Cristo, que lleva la cruz a cuestas, donde está Nuestra Señora y San Juan y la Verónica, hecha por el Maestre Miguel." "Ítem, otra pintura en tela que son los retratos del Emperador y la Emperatriz, hecha por Tiziano." Una por una iban enumerando las imágenes de Jesús y la Virgen, junto con los retratos. "Otro retrato en madera, hecho por Tomás Moro, de la reina de Inglaterra." La dura e inexpresiva cara de María Tudor los contempló desde su marco dorado.

Así llegaron, semana tras semana, hasta las caballerizas. Los albaceas "pidieron cuenta a Diego Alonso, ayuda de las literas de Su Majestad, dé cuenta de las acémilas y otras cabalgaduras que están a su cargo".

"Primeramente cuatro acémilas que tenía Su Majestad en Yuste: la una, castaña, que se llamaba del Cardenal, y otra acémila más, castaña oscura, que se llama también del Cardenal, y las otras dos, negras, la una del rey y la otra de Don Hernando de la Cerda, que las habían dado a Su Majestad. Ítem más, para aderezos de ellas cuatro sillones con sus guarniciones. Un cuartago rucio que tiene su silla y freno bueno. Una muía mohína parda, con su silla y freno. Un machito pardo con su silla y freno. Dos mantas de los machos. Dos albardas de los machos para traer bastimentos.» El primero de noviembre terminó el largo recuento y se pusieron las firmas y los sellos ante el escribano. Todo iba a quedar en su sitio mientras el rey Felipe dispusiera lo que había de hacerse con todo aquello. Las habitaciones quedaron cerradas.

Había que emprender el regreso a Villagarcía. A fines de noviembre salió el pequeño grupo de Cuacos por la vía de Jarandilla. Jeroinin iba sobre la muía vieja que había sido del Emperador y que le habían dado junto con el cuartago y el machito pequeño.

Envuelta en un paño iba enjaulada la guacamaya, junto a la litera de Doña Magdalena.

Antes de perderlo de vista tras la última loma, volvió el rostro hacia el monasterio.

Por entre la arboleda se translucía la masa lacre, como si fuera a ponerse sobre ella, lacrada para siempre, la decisión de una voluntad inalcanzable.

Sólo después lo vino a saber. Lentamente y por partes. Había vuelto a comenzar otra vida. Las mismas cosas que le habían sido conocidas y hasta familiares comenzaron a ser distintas. Era como si alguien, él mismo, hubiera muerto en Yuste, y alguien, que era sin embargo él mismo, hubiera comenzado a existir. No era él sólo sino también todo lo que lo rodeaba, gentes y cosas, que habían empezado a ser otras para él.

A veces una simple frase usual lo disparaba a la angustia de nuevo. «Desde que yo soy yo.» «Tan seguro como de mi mismo.» Antes había sido otro yo. El de Leganés y el de Villagarcía. Pero desde el nunca olvidado día en que se presentó Prevost a buscarlo todo había sido cambiante e inseguro. Ana de Medina y Doña Magdalena. ¿Qué había de la una en la otra? A la única a la que había llamado madre era a la Medina.

Doña Magdalena era otra cosa, o muchas cosas distintas y sucesivas. No era su madre, de eso estuvo seguro desde el primer encuentro, tampoco su «tía». Como tampoco la imagen consuetudinaria del Maestro Massys era la de su padre. Tenía que haber un padre, uno verdadero, en alguna parte, con un nombre, tal vez ya muerto. Don Luis era el único que lo sabia pero se negaba a decirle nada. Sin embargo sentía, desde Yuste, que se aproximaba el día. El día esperado y temido de encontrarlo. En alguna parte estaría escondido, oculto y negado. Tendría que decirle quién era y por qué hasta entonces no lo había podido conocer. Durante el camino no terminaba de salir de Yuste.

Volvía a la casa, ahora cerrada y muda, y se metía en ella para topar finalmente con aquel cuerpo encorvado en su sillón, que era el único que podía saberlo todo y resolverlo todo.

A todo contestaba por monosílabos. «¿Nos vamos a quedar algunos días en Valladolid?» «Por milos menos posibles. Quisiera estar ya en Villagarcía.» Todavía en Yuste se daba cuenta de que era el objeto de muchas cosas que ignoraba.

Don Luis y Doña Magdalena parecían compartir el gran secreto que ocultaban de él.

De un momento a otro podía haber una revelación. Don Luis parecía tenso y acosado.

Escribía a solas, rompía papeles, se aislaba cada vez más. Jeromín sintió cada vez más que era de él de quien se trataba. Había alcanzado fragmentos de conversaciones entre Don Luis y su «tía». Conversaciones que se cortaban y desviaban al hacerse presente.

«No se puede soportar más. Le he escrito al rey a Flandes… «La princesa Gobernadora quiere saber… «Era algo muy importante sobre él, que no se quería que supiera.

Hasta Galarza parecía mirarlo con otros ojos. En las gentes que toparon en el camino, en las paradas y en los pueblos, sentía aquella nueva curiosidad que pesaba sobre él. En Valladolid, casi al final del regreso, fue peor. Las gentes de calidad, que venían a ver a Don Luis y a Doña Magdalena, lo observaban con molesta curiosidad, se daba cuenta de que hablaban de él y hasta lo señalaban de lejos con el dedo. «Qué está pasando conmigo?», le preguntó a la señora. -Nada, hijo, que la gente se interesa por ti.

Eres un chico muy hermoso y bien plantado»~ No, no era aquello. Alguna vez le pasó por la atormentada imaginación que debía ser el hijo de algún muy alto personaje, acaso del Emperador mismo. Le parecía casi sacrílego el pensamiento y lo apartaba.

Sentía el deseo de refugiarse en Villagarcía, en la soledad del campo, para volver a lo que había sido. Sentía el temor físico de que lo iban a echar de allí, que un mal día vendrían a buscarlo a la fuerza para lanzarlo solo y desamparado a un mundo desconocido.

Cuando volvió a Villagarcía tampoco cesó la desazón. Ya no lo veían ni le hablaban de la misma manera. Como si fuera otro. «¿Qué pasa conmigo, tía?» Empezó a sentirse inseguro, como si hubiera una conspiración contra él. Todos parecían haber cambiado, ya no eran los mismos.

En el tratamiento, en ese mudo clima de distancia que se crea pronto entre dos personas de distinto rango. Los maestros ya no le llamaban la atención de la misma manera que antes. «Permita Vuestra Merced que le señale.» Le cedían el paso. Galarza mismo parecía mirarlo como si anduviera revestido de una invisible armadura.

Don Luis dejó de tutearlo para hablarle en tercera persona. Como si hubiera otra persona allí. En ocasiones, aquel hombre tan poco hablador, se ponía a explicarle las peculiaridades de la etiqueta tan complicada que el Emperador había implantado en la Corte. Los nuevos oficios. Lo que significaba cada sitio en torno a la Majestad real, cada actitud, cada tono de voz con el que el soberano se dirigía a cada quien. Lo que significaban las órdenes caballerescas. ¿Cuántos eran los caballeros del Toisón? Sólo reyes y príncipes podían llevar al cuello aquella espesa collareda de oro que remataba en el carnerito plegado, que había visto brillar en las manos de los albaceas.

Tenía la sensación de que paso a paso, hora tras hora, el misterio se iba a aclarar.

Acaso seria allí mismo en Villagarcía o, tal vez, en el propio palacio de Valladolid en alguna solemne ceremonia.

También, en la misma medida en que se daba cuenta de que había comenzado a ser otra persona, se aferraba a la rutina de la que había sido su vida ordinaria, y que todo seguía y seguiría igual.

Mirando pasar aquellos largos días campesinos de sol a sol, de horas de estudio, de velada soñolienta, de amaneceres con terciana, de cuentos de aparecidos y milagros y de largas oraciones y rosarios.

«Ya huele a hereje achicharrado», decía la moza de fogón entre el humo de la carne asada. No se hablaba de otra cosa en Villagarcía. Se iba a celebrar en Valladolid el gran Auto de Fe. Desde los confesores, más atareados que nunca, hasta la gente de servicio hacían constantes referencias al gran espectáculo que se iba a celebrar. Jeromm oía con interés y adivinaba el cuadro de lo nunca visto. Irían los príncipes, los arzobispos, los inquisidores, los grandes personajes de la Corte. El cuadro variaba del que describían los clérigos hasta las escenas de Infierno de los criados. Uno por uno, en fila continua, irían apareciendo los malditos. Habían abandonado a Dios por el Diablo. Jeromín había visto representaciones del Diablo en las iglesias y en los libros de devoción. Cuernos, patas de cabra, larga cola de serpiente, fuego en los ojos y en la boca y hedor de azufre. «Vade retro», había que persignarse. Lo que más odiaba y temía era la cruz. Había quienes recordaban de vista o de oídas viejos Autos de Fe pero aquél seria el más grande que se hubiera visto nunca. Jeromín preguntaba sin sosiego: «¿Los van a quemar vivos? ¿A todos?». Primero se encendía la hoguera y luego subirían las llamas hasta los cuerpos atados a un palo. Se oirían sus gritos y maldiciones.

Lo peor fue saber que él tendría que estar presente. La voz se corrió pronto. La princesa Gobernadora le había escrito a Doña Magdalena para invitarla y para que llevara con ella «al muchacho».

Pero era poco lo que pudo saber de Doña Magdalena. Se pasaba en oración y penitencias lo más del día, con sus dueñas y su confesor. Jeromín lo supo con espanto.

Entre los herejes que iban a ser juzgados estaba un hermano de la señora. ¿Quién podía estar a salvo?

Susurrando, le dijo Galarza: «Se ha hecho hereje Don Juan de Ulloa». ¿Cómo se hacia hereje alguien? Le había dicho su confesor: «Hay que estar alerta a toda hora porque el enemigo penetra sin ser visto». Con los infieles era diferente. Lo decía Galarza. Se les conocía de primer golpe. Aparecían con sus estandartes, su media luna y su algarabía. Pero con los herejes no había manera de conocerlos a tiempo. Como gente del demonio eran taimadas y sigilosas. Lutero fue un fraile. No siempre se podía advertir quién estaba poseso. Había los que hacían contorsiones, echaban espuma por la boca, pero también un clérigo, una monja, sin que nadie lo sospechara, podían ser herejes. No había jerarquía ni dignidad que estuviera segura y a salvo. Su maestro le decía: «Se puede llegar a ser hereje sin darse cuenta. Creyendo acercarse más a Dios se puede caer en la más espantosa de las herejías, como muchos teólogos, por querer comprender mejor a Dios». -Lentamente caen, paso a paso, sin sentirlo, de una suposición en otra, de un sofisma en otro llegan a la herejía abierta.» Oía a Doña Magdalena: -El pobre Juan. ¿Cómo había sido posible?». «¡Qué va a pasarle ahora!» Oyó hablar del doctor Cazalla, de sus hermanos, clérigos y monjas, y de su madre ya muerta. Algunos sin resistencia y otros en el tormento habían confesado sus abominaciones. Iban a ser quemados vivos. -La herejía se ha ido metiendo en estos reinos, los han penetrado hasta el fondo. Hay que hacer un escarmiento.» Con Galarza había aprendido las defensas y los ardides de la lucha armada, pero para aquella lucha no había cómo prevenirse.

«¿Es cierto, tía?» Era cierto. Con serenidad, Doña Magdalena trató de explicarle.

«Juan, el pobre Juan» era dado a meterse en las más delicadas cuestiones de la religión.

En la naturaleza del Señor y en la significación de la Pasión. ¿Qué era lo verdaderamente importante? ¿Las buenas obras o la fe profunda y total en Cristo? «Se perdió Juan, se perdió.» "Irás tú acompañando a Magdalena, así lo quiere la princesa, le había dicho Don Luis.

Salieron en la alta madrugada, Doña Magdalena en su litera y él a caballo junto a Galarza y la gente de servicio. El camino se iluminaba de candiles y hachones de la gente que concurría a Valladolid para el Auto de Fe.

«Va más gente que para la Feria de Medina del Campo«, le comentaba Galarza.

Todos marchaban como en procesión. Todos de luto como para un entierro. Qué extraña feria aquélla. La terrible feria de la herejía y de la muerte.

Se oía el doblar de las campanas que tocaban a muerto. Las gentes vestidas de oscuro, negras colgaduras en los balcones, y a cada trecho se alzaba desde una tarima la voz de un predicador. Hablaban del demonio, de la justicia de Dios, del horror de la herejía. Pedían el fuego del Infierno.

El grupo de Doña Magdalena llegó al palacio del conde de Miranda. El conde y su esposa los recibieron en la ancha portada. Hubo las reverencias y presentaciones.

«Este es Jeromín.» A poco de llegar, le dijeron a Doña Magdalena que vendría a visitarla una de las mayores damas de la princesa Gobernadora. Era una visita insólita que debía tener algún motivo excepcional.

«Galarza, ahora más tarde lleve usted a Jeromín a recorrer la ciudad.» Querían alejarlo, era evidente.

Entre la gente aparecían, abriéndose paso y deteniéndose en las plazas. flotando sobre las cabezas desde sus cabalgaduras, los familiares del Santo Oficio que pregonaban el bando del Auto de Fe. Al paso se detenían a oír algún predicador, era la misma prédica que se encendía y apagaba de esquina en esquina. Las iglesias estaban repletas de fieles. Galarza lo encaminó hacia la Plaza Mayor. Todos hablaban. «Esta tarde es la Procesión.» «Esta noche es la Vigilia.» «Llegó Su Alteza, la princesa Gobernadora» «No sólo Doña Juana, también el príncipe Don Carlos.» «Llegó el Arzobispo de Sevilla.» «Llegó el Consejo de Castilla.» «Yo acabo de ver al Gran Inquisidor entrar al Palacio.

En el centro de la Plaza Mayor emergía el tablado para la Inquisición y los penitentes.

En lo alto el altar, luego los estrados para los inquisidores, las gradas de los penitentes, una alta tribuna para el predicador y los relatores, y otra más baja a la que subirían de uno en uno los herejes para oir sus sentencias. Una doble valía de maderos cortaba la multitud desde la Cárcel de la Inquisición hasta el tablado. Galarza le explicaba. Por allí saldría la procesión de los penitentes, con sus sambenitos y corozas, acompañados, cada uno, por dos familiares del Santo Oficio. Los llevarían a las gradas. Los irían llamando uno por uno. «El primero será el doctor Cazalla.» ¿Qué aspecto tendría?

«¿Los van a quemar vivos aquí?» Galarza le explicaba que no a todos, algunos se habrían arrepentido y abjurado, ésos irían a pagar su pecado en las prisiones de la Inquisición. Otros serían quemados pero no allí.

El Escudero lo llevó a la Puerta de Campo, donde estaba instalado el quemadero.

Quince tablados de madera, cada uno con su montón de leña seca y un palo para amarrar al supliciado. En el centro se alzaba un grueso madero con una argolla de hierro.

Era el garrote.

Mucha gente pululaba entre los patíbulos y el garrote. Había vendedores de comidas con humo de fritanga.

Jeromín oía con susto. Sobre cada uno de aquellos montones de leña iba a arder un cuerpo. «Debe ser horrible, Galarza.» «A muy pocos los queman vivos.~ A los otros, una vez reconciliados, los estrangularían en el garrote y luego el cadáver seria quemado en la hoguera, como los corderos que asaban enteros en las fiestas de Villagarcía. Ahora no serian corderos. ¿Cómo ardería un hombre sobre la hoguera? Se iría quemando disparejamente. La llama sube y coge fuerza. Se consumirían las ropas para dejarlos vestidos de puro fuego.

Galarza trataba de calmarlo y le explicaba que allí no irían ni la realeza, ni los señores, ni mucho menos los dignatarios de la Iglesia y el Santo Oficio. Ellos juzgaban y condenaban. «Luego los entregan al brazo secular.» ¿Cuál era ese brazo?

Arrieros, mendigos, viejas busconas, muchachos desarrapados, vendedores de imágenes y de granjerías. Los pregones y los comentarios se mezclaban. Algún ciego con su mozo. Mozas de bata y fregado oían absortas las explicaciones de algún jaque mal encarado. «Que no los van a quemar vivos. Yo se lo digo que he visto mucho de esto.

Que primero los matan en el garrote y luego los queman.» «Pero a algunos los quemarán vivos.» Se persignaban las mujeres.

Viejas borradas en sus trapos verduzcos asomaban el ojo por entre el embozo Un muchacho las tropezaba. «Que te lleve el diablo.» «Que te lleve a ti, vieja bruja.» «Buena barbacoa habrá aquí mañana.«Un bachiller pálido y solitario decía entre dientes: «Con el rey y la cruzada y la Santa Inquisición, chitón». «Hay leña verde para que arda más lentamente.» «Yo no espero sino a que traigan al Arzobispo de Toledo para verlo arder con mitra y todo.» «¿El Arzobispo de Toledo?» Galarza trató de explicarle. Si iban a quemar al Arzobispo de Toledo, en quién podía confiarse. Galarza se enredaba: «Su Eminencia ha sido detenido, es cierto, pero todavía no se sabe qué puede pasar con él».

Recordaba haber visto llegar a Yuste el Arzobispo de Toledo. Bajo un gran palio, montado en una fina muía blanca, el ancho capelo sobre la cabellera canosa, envuelto en una inmensa capa roja que caía sobre las ancas de la bestia, echando bendiciones a la gente que se arrodillaba a su paso. Estaba ahora allí mismo en la ciudad, metido en un calabozo de la cárcel de la Inquisición. «¿Cómo puede ser un hereje el señor Arzobispo?» «Calla, Jeromín, que eso no es para nosotros sino para los muy grandes doctores. «Les costó trabajo penetrar en la Plaza. Comenzaba la procesión solemne del Santo Oficio para llevar la Cruz Verde al altar. De dos en dos, con cirios en las manos, avanzaban frailes de todas las órdenes. Atrás aparecieron los inquisidores, el fiscal, el Alguacil Mayor. Al final venia una gran cruz verde, bajo palio, envuelta en crespón de luto. Ya oscurecía cuando la colocaron sobre el altar, con cuatro hachones encendidos en torno y una guardia de frailes y soldados.

Al regreso a la casa Jeromín oyó los comentarios sobre la visita de Doña Leonor Mascareflas. Era la principal dama de la princesa Gobernadora. Durante la mayor parte de la visita se apartó a hablar a solas con Doña Magdalena. Seguramente le hablaría de su hermano, Don Juan de Ulloa, que iba a ser sentenciado al día siguiente.

Jeroinín la halló en el Oratorio. «¿Qué ha pasado, tía?» «Muchas cosas, de eso tengo que hablarte.» Se sentaron juntos. «En medio de tanto dolor y tanta vergüenza, esta excelente señora me ha traído el consuelo de que mi hermano Juan no va a ser condenado a muerte.» «Eso no borra el horror de su herejía, una gran mancha de pecado ha caído sobre él y sobre todos nosotros.» Por un momento cambió la expresión. «También me trajo gratas noticias que debo comunicarte.» «Era de ti que quería hablarme, Jeromin. Doña Juana, la princesa Gobernadora, quiere conocerte. Se interesa por ti.» Lo que había vislumbrado desde el regreso a Villagarcía, lo que creyó ver en los rostros de los cortesanos en Yuste. Lo que se había ido insinuando y asomando en tantas formas en esos años se iba a revelar finalmente. Podría conocer a su padre.

«¿Qué debo hacer?» «Mañana estaremos sentados en el balcón al que irán la princesa, Don Carlos y su séquito. Cuando ella se detenga delante de nosotros debes inclinarte y besarles la mano.» Fue mala aquella noche. Veía los haces de leña del quemadero ardiendo y las figuras de los penitenciados cubiertas de fuego, contorsionándose, gritando, soltándose de las amarras, saltando de una hoguera a la otra. Veía al Emperador en su sillón de Yuste, que le tendía las manos, que le iba a decir algo pero no lo podía oír, era muy débil su voz.

Se levantaron para salir en la oscuridad. Iban en grupo Doña Magdalena, su hermana Doña Mariana, los condes de Miranda, Jeromín, algunos otros personajes, y los criados adelante tratando de abrirles paso entre el gentío. Lograron llegar al balcón.

Él quedó apretujado entre Doña Magdalena y Doña Mariana. Las dos desgranaban continuamente el rosario en los dedos.

Todavía no aclaraba cuando apareció en la Plaza el séquito de la princesa Gobernadora y del príncipe Don Carlos. El griterío se hizo atronador.

Jeromín, entre las dos mujeres, vio adelantarse con paso firme una rubia señora vestida de negro. En el cuello, en el pecho, en las manos le brillaban diamantes y perlas. Todos se inclinaron en reverencia. La sintió detenerse ante él. «¿Dónde está el embozado?», preguntó sonriente. Doña Magdalena lo tomó por el brazo y lo levantó, entonces la princesa lo abrazó y besó. Las gentes de abajo comenzaron a arremolinarse.

Lo señalaban con las manos.

No sabía qué decir ni dónde poner los ojos. Detrás de la princesa estaba aquel muchacho pálido, cabezón, que casi no pareció mirarlo. Era Don Carlos, el príncipe.

Apenas lo vio de soslayo. «Sigamos, señora», dijo a la princesa. Pero ella se detuvo un rato que a Jeromín le pareció muy largo. Lo miraba con fijeza. Le acarició la cara con su fina mano perfumada. Le había dicho: «¿No quieres venir conmigo?». Se apretó temeroso a Doña Magdalena. «Quiero quedarme con mi tía.» La oyó reír y perdió algunas otras palabras que dijo a las señoras. Se había ido, podía levantar los ojos. Ahora sólo veía la multitud en la Plaza y aquella colina de hábitos y cruces de los penitentes y los inquisidores.

Fueron subiendo al estrado los arzobispos, con sus altas mitras, los obispos, los inquisidores. El Gran Inquisidor Valdés que parecía la figura de la muerte. En el medio el gran estandarte de damasco rojo y la insignia negra y blanca de la Orden de Santo Domingo.

Se hizo un brusco silencio en el que se oyeron más hondas las campanas doblando a muerto. Comenzaba el desfile de los reos. Adelante venia el doctor Cazalla, sobre la cabeza el cucurucho de papel de la coroza. Diablos y llamas dibujados en ella. Sobre la sotana portaba la corta casulla amarilla, abierta por los lados, del sambenito.

A su lado iban dos familiares de la Inquisición que le hablaban continuamente. En su mano un cirio verde encendido. Detrás venían los otros penitentes. Al paso de cada uno subía o bajaba el griterío. Cuando asomó Juan de Ulloa comenzaron a llorar ahogadamente Doña Magdalena y su hermana. No eran las únicas. A cada persona conocida, noble, familiar, antiguo confesor o monja amiga, se oían llanto y exclamaciones de dolor.

Comenzó el sermón. «Oiremos al maestro Melchor Cano», se susurró en el balcón.

A la tribuna del estrado había subido un hombre de cabello gris, de gestos firmes y seguros y de voz retumbante que se agitaba como una llama dentro de su hábito. Fue un largo sermón. Lo perdía a ratos Jeromín distraído mirando los rostros de los penitenciados. Uno en particular que llevaba una gruesa mordaza de trapo sobre la boca.

Le explicó la tía: «Es el bachiller Herreruelo, no ha querido arrepentirse. Le han puesto la mordaza para que no pueda seguir lanzando blasfemias». El predicador hablaba de los falsos profetas que vendrían cubiertos con piel de oveja pero que por dentro eran lobos rapaces. Un lobo con piel de oveja se podía acercar, sin que nadie se diera cuenta hasta el último momento. Así eran los herejes. Quién hubiera sospechado que Don Juan, el hermano de Doña Magdalena, era un hereje, quién se hubiera atrevido a pensar Siquiera que el Arzobispo de Toledo, con su gran anillo de oro, era otro hereje.

A ratos se adormitaba, se le cerraban los ojos y doblaba la cabeza.

Jeromín vio acercarse al balcón al Arzobispo de Sevilla, cubierto de ornamentos, seguido del Gran Inquisidor y del secretario. Se colocaron frente a los príncipes. La voz poderosa retumbó: «¿Juráis como católicos príncipes defender con vuestro poder y vuestra vida la fe católica que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Apostólica de Roma para que los herejes perturbadores de la religión cristiana que profesaban sean punidos y castigados… sin que hubiera omisión de su parte ni excepción de persona alguna?».

»Si, juramos», dijeron casi a una voz los dos príncipes.

Apenas había vuelto a su sitio el prelado cuando se oyó una poderosa voz que desde el estrado gritaba: «Oíd, oíd, oíd». Era el relator que desde su tribuna iba a tomar el juramento a la inmensa multitud. Lo que se oyó al final de la pregunta fue un inmenso aullido retumbante: «Si… si, juramos, juramos», hasta apagarse en el espacio abierto de la mañana.

El relator comenzaba con el caso del doctor Cazalla. Con su coroza de papel y el sambenito amarillo había sido llevado a una tribuna baja. El relator narraba las abominaciones y errores del clérigo traidor. Narraba visitas nocturnas, reuniones con monjas y curas, los horrores de los alumbrados y dejados, nombraba al fraile maldito que se puso a dudar de la palabra de Dios en un convento de Alemania, del pecado de orgullo de hacer leer los Libros Santos en lengua vulgar.

Jeromín cabeceaba soñoliento. Lo despertaba a ratos el vocerío. Hablaba ahora el reo. Pedía perdón. Subían otro relator y otro reo y volvía el clamor de las acusaciones.

Cuando llegó el turno de los dieciséis reconciliados, ya se había ido la mañana y el sol comenzaba a declinar.

Fue entonces cuando su tía se desató en llanto. Eran señores de la nobleza, monjas, beatas, damas de la Corte y curas que habían confesado sus culpas y se habían reconciliado. Al final de cada perorata, el relator anunciaba la pena: «Confiscación de bienes, prisión perpetua, penitencia diaria, privación de títulos y privilegios, condenación a trabajos serviles».

Llegó el turno de Don Juan de Ulloa. Doña Magdalena, la cabeza entre las manos, sollozaba. A Don Juan de Ulloa Pereyra, Comendador de San Juan, vecino de Toro, cárcel y sambenito perpetuos, confiscación de bienes y privación de hábito y honores de caballero.» Ya empezaba la tarde cuando terminó el Auto. Los catorce condenados al suplicio marcharon con los guardias al quemadero. La muchedumbre los siguió. Los otros regresaron a la cárcel de la Inquisición entre los insultos de la turba.

Al salir la princesa, Jeromín se arrodilló. «Tengo que verte pronto.» Al bajar, muchos curiosos se le acercaban para verlo. «Es un príncipe.» Trataron de levantarlo en hombros. Galarza y la gente de servicio lograron apartarlo y llevarlo a casa.

Ni el conde de Miranda, ni la gente de la casa le dieron explicaciones. Doña Magdalena y su hermana se habían encerrado en su alcoba.

Estuvo como alelado el resto del anochecer. Habló poco. Algo muy grande iba a pasar, había empezado a suceder, en él mismo, dentro de él mismo.

Debían estar ardiendo todavía a aquellas horas los restos de los ajusticiados.

Casi sentía el acre olor de la carne chamuscada. Los agarrotados, los quemados, los rescoldos de leña y los cuerpos arderían en la sombra. Iba a morir o iba a nacer de nuevo.


Sin darse cuenta había comenzado a soñar con desnudeces de mujeres en las madrugadas rijosas. Revuelto y asustado despertaba. Con los mozos del servicio había hablado de las increíbles cosas que pasaban entre los hombres y las mujeres. Bastaba salir al campo en primavera para estar asaltado todo el tiempo con la brama ardiente de los animales. El salto impetuoso del toro sobre la vaca paciente, el porfiado del caballo sobre la yegua coceante, el repetido alboroto de la persecución del gallo a la gallina hasta alcanzarla, sujetarla con el pico, doblarla echada y cubrirla en un violento espasmo. Oía los cuentos de las bellaquerías de mozos y mozas. En la soledad del campo o en los resquicios de la noche.

Vio salir a la Josefa de la puerta de atrás por entre las pacas de heno hacia la cabaña de tablas de las herramientas. Fuerte, ancha, colorada, con una trenza negra anudada a la espalda, iba ramoneando, buscando chamizas y nidales de huevos. Canturreaba un aire de danza. Asomó a la puerta y se detuvo con susto. «Señor, qué sorpresa.» Se fue acercando con la cesta al brazo, un pañolón rojo al cuello y los ojos buscones.

Hablaba de los huevos y de las gallinas con un sonsonete entrecortado. «¿De dónde eres?» Dio el nombre de una aldea desconocida.

Ya se habían puesto juntos. «Hay yemas sin engalladura, ¿lo sabia el señorito?» No lo sabía. «Es diferente, no puede ser lo mismo, los ponen las gallinas solas sin que las haya pisado el gallo. Gallina la bien galleada y moza la bien requebrada.» Lo miraba de un modo tenaz y casi insolente. Se daba cuenta de su timidez y embarazo. «Si lo ven conmigo le regañarán. «Él enrojecía con facilidad. «El señorito es un guapo mozo. ¿No se lo han dicho? Deben hacerle mucha fiesta las damas.» Lo iba cercando continuamente. Sintió temor, con los otros muchachos hablaba de mujeres, de cómo era aquello. No faltaba el que se vanagloriaba de haber estado como varón con más de una. Todo lo que hacían para oponerse era fingimiento. «Te arañan y te insultan pero lo que quieren es que las montes como el caballo a la yegua.

Después se quedan quietas.» «Está hecho un pimpollo.» Lo contemplaba de frente. Olía a monte. «¿Nunca ha hecho la cosa mayor?» Tartamudeó y tuvo un impulso de buir. Pero se quedó.

«Caballo que no relincha cuando ve a la yegua, no vale una arveja.» Lo había dicho con un tono de desafío. ¿Qué podía él hacer ahora? Cada vez más solos y más próximos. Al lado de la entrada, entre la paja, había un nido con huevos.

Los dos se agacharon al mismo tiempo y toparon las cabezas. Ella le puso la mano en el hombro y se la corrió lentamente a la cabeza mientras se enderezaban. Se la pasó lentamente por el pelo. Ahora lo tuteaba. «Tienes un lindo pelo, lo mismo que el oro.

No te ha salido el vello de abajo.» Se sintió atrapado. Miró alrededor en busca de auxilio. Estaba solo el cobertizo.

Oía muy cerca la respiración gruesa de la mujer. Lo sostenía por un brazo mientras se echaba rápida sobre el piso. La miró con pavor levantarse las espesas faldas hasta la cintura. Los gruesos muslos se cerraban sobre una mancha de sombra. Comenzó a abrirle el jubón y a soltarle las bragas. Con un impulso incontenible se soltó. «Déjame. No quiero.» Corrió hacia afuera. Mientras corría se arreglaba la ropa sin detenerse. Subió las escaleras a saltos y fue a encerrarse en su alcoba. Se sentó al borde de la cama, entre el ahogo de la respiración anhelante. Vio que había dejado la puerta abierta y se levantó a cerrarla.


Don Luis se lo había anunciado en la noche. Se lo dijo en una forma que no era usual. «Mañana iremos de montería.» Muchas veces lo había acompañado con los escuderos, caballeros vecinos, monteros y alborotadas jaurías. Se había ido haciendo suspicaz desde que había empezado aquel cambio en torno suyo. Lo que se decía no era nunca lo que hubiera habido que decir. Mucho se ocultaba en las frases ordinarias.

Como un secreto que sólo él no conocía. «Mañana iremos de montería.» No debía ser sólo eso. La forma de decirlo Don Luis revelaba que debía haber mucho más que lo que las palabras anunciaban.

Muy temprano se levantó. De una manera inusitada Don Luis le hizo algunas observaciones para que arreglase mejor su vestido. Cuando bajaron al patio no había el número acostumbrado de monteros y cazadores. Galarza, algunos servidores, pocos perros.

No habían señores vecinos como en otras ocasiones. No hubo la acostumbrada deliberación sobre las pistas posibles sino que enfilaron seguros al trote, hacia un rumbo preciso.

En lugar del macho pequeño le habían enjaezado un caballo. Cabalgaba al lado de Don Luis, quien casi no le habló sino que se limitó a dar algunas indicaciones de rumbo y a calcular la hora por el sol. «Deben faltar tres horas para el mediodía.» Avanzaban en dirección de Valladolid. Cuando penetraron en la parte boscosa se hizo más lenta la marcha. Por momentos se detenían para reconocer el sitio y luego proseguían.

Era una marcha extrañamente silenciosa. Don Luis preguntó algunas veces por un sitio al que debían llegar a una cierta hora. El trote se convertía en paso. No se habló ni una vez de venados o de pistas, ni menos de planes de emboscada y acoso. Nadie preguntó a dónde iban pero Jeromín sentía que era por él y para él que se hacía aquel viaje. Para algo tan importante como la vez que lo trajeron a Villagarcía o que lo llevaron a Yuste. Trataba de avizorar a la distancia pero no veía sino praderas y bosques.

Penetraron en una espesa arboleda. El paso se hizo más lento.

Se oyó un son de trompa y ladridos de perros. «Son gente del rey», dijo un montero.

Don Luis hizo alto y se puso delante del grupo con Jeromín al lado.

«¿Qué pasa, señor?», preguntó con miedo. Aparecieron dos jinetes en el claro. Don Luis echó pie a tierra y se quitó la gorra. «Desmonta, niño.» Lo hizo con torpeza, la mirada fija en los dos personajes. De pronto se dio cuenta de que el más joven era el rey. Se le cortó el aliento. Era el mismo rostro que había visto en el retrato grande de Yuste.

Quedó sorprendido Don Luis lo tomó por el brazo y lo condujo ante el jinete que había desmontado. «El rey nuestro Señor», dijo, y se arrodillaron. La atención de Jeromín se concentró en aquella apariencia simple, lenta y tan solemne. El rey le tendió la mano. Con torpeza la tomó para besarla, sintió que lo alzaba del suelo. Ahora estaba frente y casi en contacto con él. Sonreía Don Felipe. Lo atrajo con los brazos y lo estrechó. No hallaba aliento. «Al fin te conozco.» El otro caballero se había acercado.

«Su Excelencia el duque de Alba», le susurró Don Luis. Hizo la reverencia. Era la misma persona que había visto en el convento de Valladolid. Le pareció más imponente que el rey. Don Felipe se había apartado con Don Luis, y estaban en una lejana conversación.

«¿No te gustaría entrar a la Iglesia?, podrías ser un gran Prelado.» Era el duque que le hablaba. «No sé qué decir, señor.» Volvieron a quedar en silencio. La conversación del rey y de Quijada se prolongaba. Debían hablar de él porque con frecuencia se volvían a mirarlo. El rey le entregó un papel a Quijada y caminó hacia él. Ahora estaba de nuevo junto a él y le hablaba.

«Vamos a quitarte la venda. ¿Cómo te llamas?» «Jerónimo, señor.» «Es nombre de gran santo pero habrá que cambiarlo. ¿Sabes quién es tu padre?» Sintió vértigo. «Alégrate, tu padre es el Emperador, mi Señor, que también es el mío. Eres, pues, mi hermano y te reconozco por tal.» No pudo entender las palabras. No sabia qué decir o hacer. El rey lo abrazó de nuevo. Algo dijo el duque de Alba. Más tarde Don Luis tuvo que ayudarlo a reconstruir la escena. Lo que sí notó con asombro fue la reverencia que le hicieron el duque de Alba, el propio Don Luis y los personajes del séquito del rey. No se atrevió a decir nada.

Cuánto duró aquello nunca llegó a saberlo porque cada vez, de las infinitas en que revivió la escena, algo nuevo aparecía. Y lo más nuevo que aparecía era él mismo, el otro que había empezado a ser desde aquel momento.

Eran tantas las cosas que quería averiguar que el regreso se hizo corto. «¿Cómo me voy a llamar ahora?» No lo sabía Don Luis. «¿Sabia esto mi tía?» «Ya lo debe saber.» Y la pregunta que más le costó hacer y que calló varias veces hasta que se le escapó: «¿Quién es entonces mi madre?».

La forma titubeante en que le respondió le dejó más dudas. «Una dama alemana…, una gran dama…, mucho la amó el Emperador…» «¿Vive?» «Vive en Bruselas…» «¿La voy a ver?» «A su tiempo, a su tiempo la conoceréis.» Ya no lo tuteaba.

La entrada a Villagarcía fue distinta. Los criados, los clérigos, los escuderos, las dueñas se inclinaban para saludarlo. Cuando vio a Doña Magdalena inclinarse para saludarlo, corrió hacia ella y la apretó en sus brazos. «No, eso no, mi tía, eso no.» «Alteza.» Así lo habían comenzado a llamar desde el regreso. «Alteza», los clérigos, «Alteza», las dueñas de Doña Magdalena, Doña Magdalena misma lo había llamado así al intentar hacerle la reverencia que él había impedido. Así trataban a la princesa Dona Juana y a Don Carlos.

Cuando se quedó a solas en la cama sentía una agitación de ahogo. ¿Qué era ahora?

¿Quién era? ¿Quién había sido durante todo el tiempo pasado? ¿Lo habían engañado olo estaban engañando ahora? Todo lo que había creído ser no era cierto, todo lo que iba a ser desde ahora no lo podía imaginar. Durmió mal, con despertares de pesadilla.

¿Todo hasta entonces había sido un sueño o era un sueño lo que estaba comenzando ahora? Si lo de antes había sido mentira y lo de ahora era un sueño el despertar que tendría que llegar seria terrible. Le había dicho a Don Luis: «La cabeza me da vueltas».

Don Luis al día siguiente le dijo que el rey había ordenado, entre muchas cosas, que el tratamiento que se le debía dar no seria el de Alteza sino el de Excelencia. «¿Quiénes eran "Excelencias"?» «Muchos, los grandes señores, los altos funcionarios y ministros, los Embajadores de los reyes.» «Entonces soy y no soy un príncipe.» Menos que Don Carlos, menos que Doña Juana y, sin embargo, era el hijo del Emperador y el hermano del rey. Pero de otro modo.

»Para vos sigo siendo el mismo», le había dicho a Don Luis cuando éste le mostró la lista de los caballeros que iban a formar su casa en la Corte. El rey había anotado cuidadosamente todos los cargos y los nombres: «Ayo y Jefe de su Casa, Don Luis Quijada; Mayordomo Mayor, el conde de Priego; Caballerizo Mayor, Don Luis de Córdoba; Sumiller de Corps, Don Rodrigo Benavides, hermano del conde de Santisteban; Mayordomo Particular, Don Rodrigo de Mendoza, Señor de Lodos; Gentiles Hombres de Cámara, Don Juan de Guzmán, Don Pedro Zapata de Córdoba y Don José de Acuña; Secretario, Juan de Quiroga; Ayudas de Cámara, Jorge de Lima y Juan de Toro; Capitán de su Guardia, Don Luis Carrillo, Primogénito del conde de Priego, con todos los demás asistentes, criados y guardias.

Casi todos eran desconocidos para él. Desde allí en adelante se iba a mover entre toda esa gente extraña. Era un nuevo orden de cosas y relaciones. Gente extraña y ceremoniosa que lo iba a rodear todo el tiempo. Era como ponerse a vivir de nuevo en una ceremonia complicada y nunca aprendida.

¿Qué era un Sumiller Mayor y un Gentil Hombre de Cámara? No sabría a quién llamar, si al Secretario, o al Mayordomo, o al Sumiller. Se reirían de su ignorancia.

Junto a él todo el tiempo, sin dejarlo un momento, con reverencia y precedencias. A quién llamar primero para qué. Cómo poner el orden de la casa. «De eso me encargaré yo y el Mayordomo. Todo será fácil», le dijo Don Luis. «Vivirán ustedes conmigo?» «Sí, por lo menos por un tiempo, mientras Vuestra Excelencia lo crea conveniente.» Le había dicho «Excelencia», a él, a Jeromín. Protestó. «Tiene que ser así y Vuestra Excelencia tiene que acostumbrarse.» El Rey de Espadas de la baraja lo amenazaba: «Te voy a cortar la cabeza por atrevido». Ose veía ante el rey Felipe, que le decía con voz dura: «Todo ha sido una equivocación. ¿Quién has creído que eres?». Los bufones se acercaban a hacerle mofa. «Cómo te atreves a entrar aquí, eres un labriego, apestas a bosta.» Podría huir. Irse de nuevo a Leganés a esconderse en la casa de Ana de Medina.

Lo irían a buscar los guardias y lo traerían a rastras. Tendría que aprender a usar otras ropas, otra habla. Cada gesto podía ser motivo de burla.

Pero era el hijo del Emperador. La sangre del rey era también la suya. Con esa sangre debía venir un aliento. No era él sólo quien iba a aparecer de pronto ante los señores de la Corte, sino la sangre y el ánima que le había dado la Majestad Imperial.

Dentro de él, de alguna manera, debía estar insuflada aquella naturaleza y ella debía brotar espontáneamente según se fueran presentando las ocasiones. El no tendría sino que abandonarse a la fuerza de esos dones que eran suyos.

Había oído a los teólogos hablar de reengendrar y recriar. En algunas vidas, como en la del mismo Cristo, se podía producir un nuevo nacimiento. Un nuevo nacer con otra personalidad después de la muerte de la personalidad anterior.

Jeromín había muerto. Nadie más lo iba a llamar así más nunca.

Había nacido otro, casi lo sentía bullir dentro de su cuerpo. Al salir el sol de la nueva mañana todos lo iban a ver como lo que era y había sido siempre sin saberlo.

Tendría espada, arnés de parada, escudo, el Toisón al cuello, pluma blanca sobre la toca, deslumbrantes trajes de finas sedas y terciopelos y un caballo espléndido para encabezar desfiles entre el vocerío de las muchedumbres.

Pero no tenía nombre. «¿Cómo me voy a llamar?» «El rey lo decidirá oportunamente», le había dicho Don Luis. «¿No va a quedar nada de lo que he sido, de lo que he creído ser hasta ahora?» De Villagarcía a Valladolid fue como un viaje nuevo nunca hecho antes. Al día siguiente la visita al palacio. Todo era prisa, tropiezo, desacomodo, ansiedad. Habituarse a los caballeros de su casa. El trato, el cómo, la ocasión de cada quien. A su lado Don Luis lo dirigía como un trujamán de retablo. El vestir con aquellas ropas insólitas y tiesas, la gorguera, la capa, la toca, la pluma y la espada. No enredarse con ella, no dejarla suelta, saber poner la mano sobre la empuñadura. La gorguera apretaba, el jubón resultaba grande. Todos aquellos gentiles hombres de su casa se movían con soltura y agilidad en sus aparatosas vestimentas. Por más que Don Luis le había explicado y hasta ensayado, la llegada al palacio fue aterradora. El trayecto en carruaje, Don Luis al lado, los caballeros de servicio en escolta montada. La entrada entre los alabarderos que hacían el zaguanete. La organización del grupo para la entrada. Las grandes puertas y más tapices en las paredes de los que nunca vislumbró en Yuste. Presentaciones, reverencias, Don Luis al lado susurrándole nombres. Saludos rápidos y torpes, hasta desembocar en el salón donde estaba el rey. Fue a él casi al único que vio. Al lado el príncipe Don Carlos. desmedrado, cabezón, pálido, que lo veía fijamente. Aquella joven señora junto al príncipe era la que lo había saludado en el Auto de Fe, la princesa Doña Juana. La única sonrisa. Entre el grupo de los grandes el duque de Alba, que parecía estar solo sin contacto con los demás. El rey se adelantó y le tendió los brazos, lo estrechó y luego habló a los demás. «Señores, os presento a mi hermano», y luego pronunció aquel nombre, «Don Juan de Austria».

Mucho tiempo, casi todo el resto de su vida, le tomó tratar de comprender aquel momento. ¿Quién era Don Juan de Austria? No se sentía él mismo, era otro quien debía estar allí, se puso las manos en el pecho como para sentirse. Lo abrazó Don Carlos, Doña Juana lo besó y lo retuvo para mirarlo mejor: «Tenemos el mismo nombre». Terminados los saludos se alzó la voz del escribano que leía, como salmodia de misa, el acuerdo de la Orden del Toisón de Oro que lo proclamaba caballero. El rey le puso el collar. Los eslabones de oro, el corderito doblado, el tintineo del metal. Se fueron acercando para hacerle homenaje y volvió a oir aquellos nombres que tantas veces había oído mencionar a Don Luis. Duques, marqueses, condes, títulos que había oído en los romances de caballería. Iban desfilando ante él, apenas oía un nombre cuando aparecía otro rostro y otro nombre. Inclinaba la cabeza y procuraba sonreír.

Aquel cortesano sonriente, tan cuidado de su persona, era el príncipe de Éboli, Ruy Gómez, Mayordomo del rey. Esposo de aquella llamativa mujer con un ojo tapado con un parche negro. Aquel sacerdote de cabello blanco, que los señores saludaban con respeto, era Gonzalo Pérez, secretario de Su Majestad.

Entre tantas figuras y nombres se sentía confundido. Allí estaban mansos y quietos aquellos personajes de quienes tanto había oído. Mirándolos de cerca por primera vez, oyendo sus voces. El duque de Alba. Aquél era y no era Ruy Gómez, del que tanto había oído hablar en Villagarcía. Doña Ana, princesa de Éboli, una Mendoza altanera, bella y extraña, con aquel ojo tapado de matachín, que era imposible no estarlo viendo todo el tiempo. Otros nombres que le sonaron ajenos, el viejo marqués de Mondéjar, el De los Vélez, el Comendador Requesens, el marqués de Santa Cruz, con sus ojos astutos y su barba canosa en punta.

Y, sobre todo, había aquella cabeza, la que tenía el rey, la que aparecía repetida tantas veces en los retratos que había visto en Yuste. Triangular, con la larga quijada caída y el labio colgante. La del Emperador. La que ahora le veía de cerca al rey. Más joven, más móvil. La que llevaba con tanta gracia la princesa Doña Juana y la que parecía una máscara en Don Carlos, el príncipe. Más o menos acentuada estaba en todas aquellas cabezas de los príncipes vivos y los retratos muertos. Mucho más tarde las vio repetidas con obsesión en aquel retrato de la familia del Emperador Maximiliano reproducida en todas las posiciones. Esa misma cabeza que desde entonces él se puso a buscar en todos los espejos sobre sus propios hombros. ‹La tenía o no la tenía?

No supo cuánto duró aquello, porque al regreso a la casa con sus «tíos», que ya no querían ser llamados así, estuvo volviendo y volviendo sobre todos los detalles de lo que había ocurrido. ¿Por qué Juan? Fueron más las cosas que le dijeron que las que podía retener. Los reyes antiguos que se habían llamado Juan. El príncipe hijo de Don Fernando y Doña Isabel que iba a heredar todas las coronas de España y al que la muerte se lo llevó antes. Don Juan. Don Juan de Austria. ¿Cómo tendría que ser Don Juan de Austria?

Tuvo que cuidar su manera de hablar, ensayar otros gestos, irse haciendo a una nueva situación desconocida. A veces se franqueaba con el único ser con quien podía hacerlo. «Tía, me siento como si estuviera haciendo un papel en una comedia. Ayúdame a hacerlo bien.» «No es ningún papel, es vuestro verdadero ser.» ¿Era su verdadero ser o era un simulador? Como si se hubiera disfrazado o como si hubiera estado disfrazado toda la vida. Nunca sabía si lo estaba haciendo bien, si aquellos que lo rodeaban respetuosos no se estaban burlando dentro de si mismos de sus pifias y desaciertos.

Si no era el vergonzoso en palacio de la conseja.

¿Era a la derecha o a la izquierda, a un paso o dos pasos detrás del príncipe y de Doña Juana, era delante de Alejandro Farnesio? Había que aprender todo el arte de los saludos, las sonrisas y las reverencias, y el difícil juego de azar de los tratamientos: Vuestra Excelencia, Vuestra Señoría, Vuestra Merced, a quiénes se tuteaba y a quiénes no. Qué hacer con las manos y con la espada. Escrutar todo el tiempo la expresión de Luis Quijada para saber si lo estaba haciendo bien.

Desde el primer momento hubo los que lo trataban de «Alteza», que fueron muchos, y los pocos que se limitaban al «Excelencia», que había ordenado el rey. «Excelencia», le decía el duque de Alba y también Ruy Gómez. Don Carlos y la princesa Juana le decían «Juan, tú». Muy frío y ceremonioso, el secretario Pérez le decía «Excelencia», y el viejo marqués de Mondéjar lo decía casi con desprecio. Aquel tratamiento inseguro y cambiante lo perturbaba. «Vuestra Alteza», cuando lo oía algo se le agitaba por dentro. «Su Alteza.» «¿Mi Alteza'?«Eran grados, tonalidades, actitudes, matices que le costaba trabajo distinguir al principio, pero que estaban llenos de significaciones y sobreentendidos que sólo más tarde pudo ir conociendo. En cada sucesiva visita al palacio le parecía descubrir cosas nuevas en aquellos cortesanos que se movían como los autómatas de los relojes de Juanelo.

Con Don Carlos la relación fue difícil y cambiante. No se sabia nunca en qué tono estaba hasta que comenzaba a hablar. Las más de las veces despectivo y soberbio, otras curioso y sonriente, pero siempre con violentos cambios de actitud. Soltaba improperios y burlas, con aquella voz chillona y la mirada torcida. Había que estar a la defensiva. Tal vez eso mismo lo hizo acercarse más a Alejandro Farnesio, que tampoco se sentía cómodo junto al príncipe.

Se hablaba de la próxima boda del rey con la Princesa Doña Isabel de Valois, hija del rey de Francia. «Es bella, sabes. Vi su retrato cuando se habló de que me podía casar con ella. Ahora se casa con el rey, mi padre.» Desmirriado, inseguro, vacilante, con fáciles arrebatos de furia, no había paz con él. Con Farnesio se cruzaba miradas de angustia ante las salidas del príncipe.

Antes de la boda se iban a celebrar Cortes en Toledo para jurar al príncipe. «Por fin lo van a hacer. Han tardado bastante. No todo el mundo me quiere. ¿Lo sabias, Juan?» A veces, en la conversación, se le escapaba decir: «Cuando yo sea rey», pero de inmediato se detenía como asustado y añadía: «Si es que me dejan serlo algún día».

El traslado de la Corte a Toledo fue su primera experiencia de aquel complicado y aparatoso desplazamiento de coches, jinetes, literas con pajes, alabarderos, acémilas de carga, carros de bueyes y estandartes. Los pueblos enteros se vaciaban en el camino para ver pasar al rey que, desde su silla de manos, movía aquella cabeza inexpresiva hacia las gentes arrodilladas.

Poco antes había llegado la noticia de que el rey de Francia, Enrique II, en un torneo para celebrar la boda de su hija había sido herido en un ojo por la lanza de su contrincante y después de una corta y horrible agonía había muerto. Se pasaba la noticia en voz baja. «No es de buen agñero.» Desde el borde del Tajo vio la ciudad entera en su colina, empinada en sus piedras grises y en sus ladrillos sangrientos hasta las cuatro torres del Alcázar. Las murallas la orlaban con su crestería hostil. Se oían campanas. Los ojos subían hacia las nubes grises. Entre las nubes debían estar los Santos y las Divinas Personas de la Gloria.

Cuando el desfile entró al puente, Don Juan se irguió en su caballo para desafiar las miradas.

Días después hubo que prepararse para recibir a la reina Isabel. Por el desfiladero donde «mala la ovisteis, franceses» venia la niña reina a su desconocido reino. El rey salió a encontrarla en el camino. En su hacanea ligera la risueña joven, bajo un parasol de seda, rodeada de damas y caballeros, era una fiesta del color. Frente a ellos el séquito oscuro de Don Felipe. El duque de Alba, quien había representado al rey en la boda lejana, hizo la teatral ceremonia de la entrega. «Junto a ella el rey se ve más viejo», dijo Don Carlos.

De allí en adelante todo fue fiestas. Por la afinidad de los años y los gustos se fornió en torno a la reina un grupo juvenil que alborotó con sus juegos, invenciones y risas la tiesa etiqueta habitual. Estaban junto a ella continuamente Doña Juana, el príncipe Don Carlos, Farnesio y Don Juan. En el Alcázar de Toledo todo fue risas y contento, hasta que la reina enfermó de viruelas y hubo que hacer una tregua. «Ha sido un golpe maestro de Su Majestad», le explicaba Don Luis. «Se asegura la paz con Francia y queda con las manos libres para arreglar las cuestiones de Flandes y para enfrentar al Turco.» Era aquél el juego que Don Juan tenía que aprender. El difícil y confuso juego de esquinas de España con Francia, con Inglaterra, con los protestantes alemanes y con el Turco. Como piezas de ajedrez, castillos y caballos estaban listos para iniciar movimientos inesperados. La política consistía en neutralizar a unos para derrotar a otros. No se sabia nunca qué ocultas alianzas podían estarse haciendo en todo momento y no se estaba seguro de contar con nadie.

Poco después se instalaron las Cortes de Castilla en la catedral. Se iba a jurar al príncipe Don Carlos como heredero del trono.

En medio de la gran ceremonia, en el vasto estrado que ocupaban las reales personas y los Procuradores, Don Carlos iba a ser reconocido solemnemente, ante Dios y su pueblo, como heredero del rey. Las inmensas capas y mitras de los arzobispos marcaban el espacio ante las sillas en las que se pusieron Don Felipe, la princesa Juana, Don Carlos, los altos dignatarios y señores, los heraldos y los reyes de armas. Y él, Don Juan de Austria, que en muchas maneras también estaba siendo reconocido y jurado en aquella lenta ceremonia. Una gran ausencia que todos no podían dejar de sentir era la del Cardenal Arzobispo Carranza, que a esa misma hora estaba encerrado en un calabozo de la Inquisición. La poderosa ausencia de Carranza y. la borrosa presencia de Don Carlos llenaban el cavernoso espacio ceremonial.

Flaco, inseguro, preso dentro de si mismo, el príncipe parecía no llenar su sitio.

Estaba como en hueco. Cuando las palabras del juramento comenzaron, después de los salmos y los trenos del órgano, parecían no ser a él a quien se dirigían. Don Juan sintió que su presencia hacía un contraste ingrato con el patético heredero. Las palabras volaban. «Oíd, oíd, la escritura que aquí os será leída del juramento y pleito, homenaje y fidelidad…, al Serenísimo y muy esclarecido príncipe Don Carlos, hijo primogénito de Su Majestad, como príncipe de estos reinos durante los largos y bienaventurados días de Su Majestad y después por rey y señor natural propietario de ellos.» Juró la princesa, luego el viejo marqués de Mondéjar que subió al altar con su pesado y lento paso. Luego lo habían llamado a él, el «Ilustrísimo Don Juan de Austria». Con sus atuendos coloridos parecía un gallo de pelea. Luego siguieron largos y espaciosos los juramentos de señores y prelados.

Don Carlos torcía la cabeza y desplegaba la mirada con recelo.

La Corte se iba a establecer en Madrid. Los que la conocían hablaban con menosprecio de aquel amontonamiento de casas bajas y de calles torcidas en torno de un viejo Alcázar remendado. En sus días de Leganés se había asomado a ella, con asombro de niño campesino, para acompañar al maestro Massys en alguna compra.

No se alojaría en el palacio, como los príncipes de la sangre, sino en una casa con sus «tíos». Fue allí donde comenzó realmente su educación cortesana. La diaria rutina de las visitas, los corrillos y las noticias susurradas. Poco a poco fue reconociendo los espacios y los grupos humanos, las personalidades y las funciones. El enjambre humano que revoloteaba en torno al rey que permanecía metido en su cámara leyendo papeles y escribiendo menudas notas con su pareja letra de escribano.

Se iba haciendo conocido de los cortesanos y se familiarizaba con las gentes y los recintos. Había una correspondencia entre grupos y espacios. Los más jóvenes se reunían en la antecámara de la reina. También allí se encontraba la princesa Doña Juana y el príncipe. Alejandro Farnesio siempre iba a su lado. Al rey se le veía poco.

No era solamente lo que veía sino lo que llegaba a sospechar o adivinar al través del entrecruzar constante de noticias y confidencias. Había gente locuaz que formaba corrillos. Había las damas nobles que acompañaban a la reina y a la princesa. Los comentarios pasaban de grupo en grupo y al pasar se deformaban y cambiaban.

«No ha tocado a la reina en todo este tiempo. Hay que esperar para consumar el matrimonio.» La reina juvenil jugaba a las cartas y a las muñecas, se probaba trajes y adornos. Don Juan era acogido con simpatía. Se pasaba de los juegos de invenciones a los disfraces y a las charadas. Era de las pocas veces en que se veía reír al príncipe.

Los más jóvenes eran la reina y Don Juan.

Se acercó a los señores y a las damas, pero al mismo tiempo comenzó a advertir que había otro mundo oculto en el que resultaban sorprendentemente distintas las mismas personas que creía conocer.

Un juego de intrigas se escondía debajo de las apariencias normales. Había un tejido de amores ocultos. Los sitios imaginarios o reales de encuentros clandestinos resultaban ser los menos pensables. El huerto de un convento, el taller de un artesano, el pesado armatoste de un coche detenido en la sombra, la casa de una pariente. Los hijos no siempre eran de sus padres legítimos. Se sabia con toda clase de precisiones quién era el padre del último hijo de esta o aquella dama. Lo sabían todos menos el orgulloso personaje de su marido. Se hablaba también del rey y de sus aventuras galantes. Se nombraba la dama que ahora gozaba de su preferencia.

«Todo el mundo lo sabe, desde que se casó no ha tocado a la reina, no ha pasado una sola noche con ella.» Los comentarios se disparaban. Los Embajadores recogían ávidamente las informaciones. En las distantes capitales los príncipes se divertían con aquellas picantes noticias.

Había quienes acusaban y quienes defendían. «Es todavía una niña, no le han venido sus reglas, sus besognes", como dicen los franceses.» «No es eso, el rey la ha encontrado sosa y pesada.» A ratos cruzaba sólido, refugiado en su sotana, con aire concentrado, Gonzalo Pérez.

«El hombre más poderoso del reino.» Había sido secretario de Don Felipe desde cuando era príncipe y lo había sido también del Emperador. Nadie conocía tanto los secretos de la Corte y del poder.

Don Juan lo miraba con sincera curiosidad. Debía saber todo del Emperador. Había sido testigo y parte de los grandes acontecimientos. ¿Cuántas cosas podría preguntarle?

No era fácil acercársele y plantar conversación con él. Siempre iba de prisa y metido en algo. «Mientras viva será el secretario del rey y ya tiene preparado a su sobrino Antonio para sucederle.» «¿Sobrino? Por allí me las den todas. Un hijo, un hijo sacrílego.» Había quién sabia más. «No señor, no es eso. Es sabido que de quien es hijo el famoso sobrino es de Ruy Gómez.» «¿Del príncipe de Éboli?» «Del mismo. Véale Vuestra Merced la catadura. En nada se parece a Gonzalo Pérez, es el vivo retrato de Ruy Gómez.» Don Juan lo había tratado. Era abierto, expansivo, gracioso y alardeaba de sus refinamientos y su cultura. En la conversación soltaba términos en italiano, en francés y en latín. Nadie se vestía con más lujo y rebuscamiento. Lo cubría un halo de penetrantes perfumes. Soltaba aforismos con tono juguetón.

Desde que lo encontró la primera vez sintió fascinación por aquel ser tan extraño, tan atractivo, tan misterioso.

«Lo que importa y es difícil es parecer joven de aspecto y tener toda la experiencia de los viejos. Aquí donde Vuestra Alteza me ve tengo ya cuarenta años de conocer la Corte. Es como silos reyes cambiaran y yo permaneciera. Mi tío, Gonzalo Pérez, lleva cuarenta años de servir en los más altos y reservados destinos al Emperador y al rey Don Felipe. Desde los comuneros, desde el señor de Chievres, toda la historia de la Corte está en él. Yo la he vivido en él. No vida imaginaria sino real y profunda.

Él me la ha transmitido desde que era niño. Me ha dicho a veces: "Te necesito para que puedas vengarme".» Citaba algún verso latino. «Hay que creer en el destino. Los romanos fueron grandes políticos porque creían en él. Yo siento cómo me lleva de su mano, pero sin que yo me deje arrastrar porque siempre voy con los ojos abiertos. Sé dónde me hallo, cómo entrar y cómo salir. Mi divisa es el minotauro en medio del laberinto: "Silentio et Spe".» Lo miraba moverse con segura soltura entre las mujeres. Las jóvenes, las maduras, las viejas sentían su sutil atracción. Conocía el arte de hablarles. Sabia embelesarías con un juego de palabras incitantes: «La victoria del amor, en rendir el ánimo y voluntad consiste, que todo lo demás no es sino trofeos y despojos de la victoria. O, si más cuadrare, posesión de lo vencido. No ofendan de que las trate de tiranas de almas, que no se contentan con que les rindan vasallaje los cuerpos, a que tienen derecho, sino que le quieren también de las almas y aun la adoración como ídolos».

Sentía gusto y curiosidad al acercársele e inquietud de lo desconocido. ¿Quién era aquel ser y qué había oculto en el fondo de él? Tan voluble como su lengua debía ser su pensamiento. Tan inasible y tornadizo. Era como contemplar a un maestro de esgrima hacer paradas, fintas y acometidas. Jugaba con las palabras y las actitudes, y parecía cambiar a cada instante de expresión y de tono. No se sabia si hablaba en serio.

Tenía algo de hechicero, con sus perfumes, sus pociones, sus secretos. Bastaba que apareciera para que se creara otro ambiente. Gastaba y regalaba con abundancia y se le suponía muy poderoso. «Va a serlo mucho más cuando muera el tío.» El rey mismo parecía sentir una predilección por él. «Lo prefiere a sus bufones», decían los malquerientes.


Era la segunda vez que nacía del fuego. La otra había ocurrido, años antes, en Villagarcía.

Lo despertaron en la alta madrugada de otoño. Sus hombres de servicio lo sacaron de la alcoba a medio vestir. La casa estaba llena de humo, olía a chamusquina y estallaba el crepitar de la llamarada por todos lados. Ardían los cortinajes, los tapices, las maderas pulidas. Doña Magdalena, Don Luis, los caballeros de su casa, las criadas corrieron hacia la calle. Se fue espesando el grupo de los vecinos asustados. La casa desde afuera parecía una visión de infierno, por las ventanas salían llamaradas y torrentes de humo negro. «Nada se va a salvar», gemía Doña Magdalena.

Tal vez era necesario que todo pereciera para empezar de nuevo. Sus gentes mostraban los pocos objetos y ropas que habían logrado rescatar. El crucifijo chamuscado que había estado en su cabecera desde Villagarcía. «Don Luis, su crucifijo. El fuego lo ha respetado dos veces.» Lo besó y lo dio a besar.

Los vecinos abrieron paso respetuosamente a un grupo de señores que se acercaba.

Era Ruy Gómez en persona que llegaba acompañado de la princesa de Éboli y de algunos familiares.

Con muy afectuoso interés se informaron de lo sucedido y dijeron su pesar. Nadie estaba herido. «Será un gran honor para nosotros que vengan para nuestra casa.» Hubo protestas de cortesía. «Nada de eso, nuestra casa es grande y no van a incomodar a nadie.» Era la princesa la que lo decía, muy solícita, sosteniendo a Doña Magdalena por el brazo. Al resplandor de la fogarada la observaba Don Juan. Se encendía y se apagaba al reflejo de las llamas como si revistiera sucesivos antifaces de colores. El parche negro era como un gran ojo que miraba hacia adentro.

Estuvieron largo rato viendo arder la casa. Los vecinos traían cubos de agua que arrojaban sobre el incendio. Al calor del fuego se unía el olor acre del trapo quemado.

Ya en la casa de los príncipes fue larga y accidentada la improvisación de la primera noche. Acomodar habitaciones, preparar camas, prestar ropa de dormir, hacer comentarios y burlas sobre las incomodidades y las situaciones extrañas. Fue una aproximación brusca y completa de gentes extrañas.

La princesa tomó el comando de las operaciones de instalación. «Calla tú, Ruy, que no sabes de estas cosas.» Ofrecía bebidas y mantas y traía ropa suya para Doña Magdalena. El más sereno y conforme era Don Luis. El más divertido con la circunstancia, Ruy Gómez.

Ahora los podía ver de cerca. La princesa era inquieta, agitada, dicharachera. Reía con facilidad de lo que había ocurrido y de sus propias frases. «Una debería estar preparada para estas cosas. Desde que la Corte se vino a Madrid no ha habido sino incendios. Son las casas nuevas y el desacomodo de las gentes en ellas. Se olvida una vela encendida, se vuelca un candil y hay también mucha mala voluntad oculta. ¿Saben lo que pasó con una criada morisca en la casa de mis primos? La incendió de propósito.» Con el día siguiente comenzó en su plenitud la nueva circunstancia. Era una extensa vivienda, llena de cuartos, pasadizos y escaleras en la que varias casas estaban entrelazadas por puertas y crujías. Había comenzado un nuevo tiempo.

El primer contraste que se le hizo patente fue el de Don Luis con Ruy Gómez.

Todo lo que en Don Luis era prudencia y paso de muía segura, callar y ver, palabras pocas y precisas, era ligereza y finura en Ruy Gómez. Nunca había visto tan de cerca a un hombre como aquél. Era el cortesano. Más tarde cuando leyó a Castiglione lo pudo comprender mejor. Revelaba vida interior, era preciso e ingenioso en la palabra, hacía observaciones penetrantes y tenía una manera de sonreír que podía ser al mismo tiempo benévola y burlona. Oía y podía irse de la conversación sin que aparentara perder interés. Cuando la charla se desbordaba en afirmaciones superficiales le bastaba una palabra, un guiño de la mirada, un gesto de la boca, para llevar las cosas a otro punto.

Todos sabían su astuta influencia sobre el rey, pero él lo aparentaba poco. Daba una impresión de seguridad difícil y diestra.

El contraste entre Doña Magdalena y la princesa de Éboli era todavía más grande.

Todo lo que era comedimiento y mesura en su «tía», era ímpetu, afluencia palabrera, cambios de voz, inquietud constante. Hablaba con las palabras, atropelladamente, pero también con las manos, los gestos y hasta los silencios. Negaba y afirmaba con vehemencia. «Eso no es así.» Calificaba con motes graciosos y disparatados a los más graves personajes, imitaba modos de hablar y de andar, irrumpía en risa sin motivo aparente.

«Han visto ustedes mamarracho semejante.» Hablaba de un gran señor o de una dama de la reina.

Lucía atractiva, a pesar de sus muchos partos. Cuerpo menudo, talle delgado, bellas manos volanderas, hermosas facciones, boca voluntariosa y aquel ojo izquierdo que se movía solo y como suelto en el aire. Y el parche negro que le daba aquel toque de extrañeza y hasta de maleficio a su presencia.

¿Qué ocultaba con el parche? Era la pregunta que todos se hacían. «Es tuerta. Le vaciaron un ojo de niña.» «No. Es bizca, mete un ojo y prefiere tapárselo para que no se lo vean.» «Tiene una nube.» Una mancha lechosa de ópalo, de cristal turbio, de madreperla, de luna velada. Era la Excelentísima Señora princesa de Éboli, Ana de Mendoza y de la Cerda, la esposa de «Rey» Gómez, la dama de la reina, señora de tierras y castillos, de vasallos y siervos. A espaldas de ella eran todas las cosas imaginables: la amante del rey, la «tuerta», la ambiciosa, la descocada e intrigante.

El otro personaje al que pudo entonces conocer de cerca fue a aquel Antonio Pérez que podía ser todo y que no parecía ser nada. Le llevaba siete años, en la edad en que esa diferencia puede contar mucho. No era un paje, sino un caballero de la Corte.

Ayudaba en todo a Gonzalo Pérez. Cuando se decía delante de ella que era hijo del poderoso clérigo, la princesa de Éboli sonreía con descarada picardía. «Ruy Gómez es para mí otro padre.» Parecía un cortesano italiano por lo rebuscado del vestir y de las maneras. Se movía teatralmente, exageraba los gestos, metía en la conversación palabras en francés, italiano y hasta en latín para asombrar interlocutores lerdos. Cuando hablaba de otros países parecía asumir papeles distintos. Acompañaba la palabra con gestos amanerados, algo de impudentemente femenino asomaba en sus actitudes. «Tiene cosas que no parecen de hombre.» En el apagado vocerío del rumor lo llamaban «el Pimpollo». El aura de la cercanía al rey cubría todas esas incongruencias.

De los más altos personajes hablaba con atrevido desenfado. «El rey dice… «El Cardenal tiene una manía.» «Este Papa tiene dos sobrinos que van a dar mucho que hacer.» «Gonzalo Pérez me ha dicho que todo el que se acerca a un rey es sospechoso.» «Aprendí latín con Nunio en Lovaina, Mureto y Sigonio en Venecia.» Era notorio su atractivo para las mujeres. Pasaba de una a otra con soltura y a todas decía cosas gratas o atrevidas. «No hay leona más fiera, ni fiera más cruel, que una linda dama.» Las tomaba de las manos y decía golosamente: «Manos para ser lamidas y besadas». O soltaba entre hombres: «Sin amores no sé vivir, que soy como las putas».

A través de él comenzó a mirar otra Corte que era diferente de la que hasta entonces había creído conocer. Hablaba con atrevido desparpajo como si lo enseñara a ver por debajo de las apariencias lo que era menos atractivo y laudable que lo que se veía por encima. «Sonrisas de reyes cortan más que filos de espadas afiladas.» «La lengua es lo más engañoso, pues del aire forma el engaño.» «Los privados de los reyes tienen que ser grandes hechiceros.»


Había que irse a Alcalá de Henares. El príncipe se había marchado pocos días antes.

Farnesio y él irían a acompañarlo para realizar estudios y disfrutar del clima sano.

Don Juan fue a vivir con Don Carlos en el cerrado y cavernoso palacio que había construido el Cardenal Cisneros. Piedra gris labrada, rejas de hierro retorcido, claustros, patios, altas salas, corredores, pasadizos, escaleras y alcobas oscuras. Alejandro Farnesio tuvo otro alojamiento.

Honorato Juan, fraile y maestro de filosofía, iba a dirigirlos en los estudios. Fue grande el séquito; cada quien con su casa y servicio. Don García de Toledo y Luis Quijada llevaban la autoridad y representación del rey. En días sucesivos vinieron el rector, los maestrescuelas, los profesores con sus altos cuellos y sus boinas de raso, las autoridades locales, los vecinos notables y la chusma curiosa de estudiantes, capigorrones, medio pícaros y medio ascetas, que llenaban las aulas y formaban grescas en las calles.

Se había despedido de los Éboli con efusión. «Yo no sé sino decir tú», le había dicho la princesa, «a veces hasta al rey». «Serás Juan, tú.» Azorado, le respondió apenas: «¿Y yo?» «Tonto, tú también», para añadir incitante y cambiante: «Depende de las horas y las circunstancias».

Con la princesa había entrado al mundo de las mujeres, con su fácil manera de tratar a los hombres, de jugar con ellos, para atraerlos o repelerlos, en un juego de animal de presa. Provocativa, desdeñosa, con aquel ojo oculto, se aniñaba a ratos en los juegos y chácharas con las jóvenes de su casa. Algunas muy bellas, como aquella sobrina Maria de Mendoza, que tanto se le parecía en mejor. Con su ojo izquierdo '.desnudo y viviente como un pez de oro. Donde estaba ella era a ella a quien había que ver. No había lugar para otra cosa. El príncipe de Éboli, Antonio Pérez, los amigos íy servidores cercanos no giraban sino alrededor de ella. «No te me vas a escapar, Juan; no lo olvides.» No la olvidaba. Ahora en Alcalá pensaba más en ella y volvía a su invisible presencia más que cuando estaba en su casa de Madrid. En los sueños fiebrosos de la adolescencia era con ella con quien se encontraba en un lecho imposible. Siempre se interrumpía aquel sueño cuando intentaba levantarle el oscuro parche. «No, eso no.» Era el despertar.

Todo estaba regulado minuciosamente en Alcalá. Apenas levantados venía a unírseles Farnesio. La oración, la misa, el desayuno y, luego, el desfile de los maestros.

Latín, filosofía, historia, composición. La imaginación se ausentaba del gangoso parlamento. «¿.Me siguen Vuestras Altezas?» Regresaban al tema a trechos. Después venían la comida, los paseos, las visitas y, en todo momento, las intimas confidencias y las esperanzas.

No era fácil la relación con Don Carlos; cambiaba de tono y actitud continuamente, se le prensaba aquella vena en la frente, palidecía y apretaba los labios. Parecía un 'animal salvaje al acecho. Amenazaba, estallaba en gritos o entraba en un monólogo deshilvanado en el que anunciaba cosas absurdas que se proponía hacer.

«Yo seré rey, ¿pero cuándo? El rey mi padre era gobernador de Flandes y duque de Milán; a mí no se me ha dado nada. Tú, Alejandro, serás duque de Parma y comandante de ejércitos; y tú, Juan…» Se quedaba en suspenso. «Lo que tienes que ser, hombre de Iglesia, cardenal seguramente. Era lo que quería el Emperador y lo que te corresponde.» Don Juan replicaba con firmeza: «No lo seré. No tengo ninguna vocación para eso. Lo que voy a ser es un guerrero; eso y no otra cosa».

Se hablaba también de mujeres. Las pocas que veían en Alcalá o las que habían conocido en Madrid. Don Carlos cortaba seco: «Hay que llegar puro al matrimonio».

Don Juan y Farnesio reían. «Ya hay propuestas de varios matrimonios para mí.» El príncipe enumeraba algunas de las candidatas. Lo hacia con arrogancia. Una princesa francesa, hermana de la reina, su madrastra. «He visto su retrato.» Describía golosamente a la princesa que los otros rehacían en su imaginación. También había la reina María Estuardo, la escocesa, viuda reciente del rey de Francia. «Tiene fama de bella, pero es mayor que Vuestra Alteza.» «Eso es nada. ¿Sabéis con quién también se piensa casarme? Nada menos que con mi tía, la princesa Doña Juana.» La princesa Juana era su tía y podía ser su madre. Farnesio visualizaba aquel enlace, aquella escena de lecho inaudita, el desmedrado príncipe en los brazos robustos de su tía, que le doblaba en años. Había también otras, pero de hablar de ellas se desviaban a las picardías oídas de mujeres de la Corte y de la Ciudad. De las mujeres y las hijas de criados, de las entrevistas en calles y ceremonias. No faltaba el celestino. Había también las casas de putas de Alcalá que frecuentaban los estudiantes, pero seria un escándalo que alguno de ellos se atreviera a entrar en ellas.

Las horas más gratas eran las de salir al campo, de montar a caballo, de hacer ejercicios de armas. Allí Don Carlos se rezagaba resentido. Hacia mofa de la destreza de los otros. Las más aburridas eran las horas de clases. Entraba el maestro muy solemne, acompañado de Honorato Juan. Reverencias, saludos, una antífona en latín, un rezo.

Un día les trajeron un ejemplar de las obras de ciencia de Alfonso el Sabio. Preciosos pliegos espesos cubiertos de fina caligrafía y de imágenes de colores en las que aparecían personajes con raras vestimentas que miraban al cielo a través de largos anteojos.

«¿Todo esto lo escribió el rey?», preguntaba Don Carlos. El maestro sonreía y trataba de explicar: «No, señor, no él mismo. Pero ordenaba que se hicieran esos estudios; llamaba a los sabios que debían hacerlos y les daba su aprobación final». Don Carlos aprovechaba la oportunidad para desviar la conversación de los libros inertes sobre la mesa. «También fue Emperador.» «Otro día os hablaré de eso», decía evasivamente el maestro y trataba de volver a los libros.

También les mostraron un grueso volumen, encuadernado en pergamino, con adornos de oro. Honorato Juan mismo les explicaba, mientras pasaba sus manos por las hojas multicolores impresas a dos columnas. «Este es el gran monumento del Cardenal Cisneros y de la Universidad, es la palabra de Dios en sus textos originales más antiguos. Por muchos años trabajaron grandes sabedores para purificar y transcribir estos textos.» Había el texto latino de San Jerónimo, en letras claras, desnudas, pero también había aquellos otros textos en caracteres incomprensibles y enredados, en griego, hebreo, arameo. «En ninguna de esas lenguas lo podremos leer», decía el príncipe aburridamente. «La Iglesia conoce el peligro de que esos textos fundamentales se pongan en lengua vulgar. Vendrían las torpes interpretaciones de la ignorancia.» Un día vieron llegar un criado con un par de zapatos nadando en agua hirviente en una fuente de plata. Iba hacia la habitación de Don Carlos y lo siguieron. Vieron colocar la fuente sobre una mesa frente al pobre artesano arrodillado y lloroso. «Esas botas que me hiciste no me sirven.» El hombre daba explicaciones de miedo. «Te las vas a comer. Comienza.» El zapatero comenzó a cortar pedazos del cuero hervido para mascarlo con repugnancia. Farnesio y Don Juan intervinieron. «Dejadme hacer que yo sé lo que hago. Ya verán que no volverá a hacer zapatos que no sirvan.» Al fin lo dejó ir. «Cuando yo sea rey…» Se interrumpió y se quedó con la mirada absorta, «… sí es que vivo para ser rey».

¿Quién puede ser rey? La pregunta estaba en el aire y parecía reaparecer en cada sitio, mudamente. La Éboli, en esa manera que nunca se sabía si era jocosa o seria, le había dicho varias veces en muchas formas abiertas o disimuladas: «Don Carlos no va a reinar nunca, ni siquiera va a vivir mucho. Morirá antes que su padre». «Si Don Carlos muere antes que el rey, que es lo más cierto, no hay heredero. ¿O si lo hay…?«, le dijo alguna vez Antonio Pérez mirándolo extrañamente.

Los maestros que les explicaban la historia la describían como un misterioso y terrible juego entre la voluntad de los reyes y la de Dios. Los reyes hacían combinaciones matrimoniales para asegurar el aumento de sus reinos y dejarlos a sus herederos; pero Dios, en el terrible ajedrez de la vida y de la muerte, las desbarata. «Vea Vuestra Alteza.

Todo lo prepararon los Reyes Católicos para que en la cabeza del príncipe Don Juan se pudieran reunir los reinos de España. Murió Don Juan inesperadamente y el plan se deshizo. La herencia fue a parar, al través de Doña Juana, en la cabeza de Don Carlos de Gante. Un príncipe flamenco que nunca había visto a Castilla. Tampoco pudo Don Carlos dejar toda su herencia a Don Felipe, nuestro rey. Tuvo que partiría con su hermano Don Fernando.» Mientras se extendía el maestro en su imagen funeraria, Farnesio y Don Juan no podían evitar poner la vista en Don Carlos. Tenía la cabeza en las manos como agobiado o soñoliento. ¿Llegaría a ser rey?


A veces faltaba el maestro de teología y venia a sustituirlo un viejo fraile, menudo, de palabra lenta y gestos cansados. Saludaba con una reverencia a los tres jóvenes.

Con la mirada hacia el suelo, el maestro daba la impresión de que estuviera hablando para si mismo.

"Nuestros reyes han ganado grandes batallas, pero aquí, en esta villa, se perdió una muy grande, la más grande de todas. Don Carlos derrotó al rey de Francia y lo tomó prisionero; derrotó a los príncipes herejes de Alemania. Eso lo sabemos. Pero la escondida batalla que se dio aquí no se sabe todavía quién la perdió. «Don Carlos, con su impaciencia habitual, interrumpía: «¿Qué batalla es esa que yo nunca he oído mentar?». «Señor, perdonadme; me extravío a veces cuando hablo. No hubo ejércitos, ni lanzas, ni cañones; pero hubo, sin embargo, una gran batalla, con muchas victimas.» La curiosidad de los jóvenes se extraviaba. «Lo que se perdió no fue un ejército, sino mucho más. Se perdió una ocasión única, se mató una gran esperanza. El Cardenal Cisneros creó esta casa para cambiar a España. Se dio cuenta de que había sonado la hora en que la Cristiandad tenía que renovarse y volver a sus fuentes."

Alejandro Farnesio recobraba su tono burlón. "Eso no fue una guerra, sino una disputa de teólogos." «Perdóneme Su Alteza si le digo que lo que allí se perdió fue más de lo que se ha perdido en ninguna guerra.

Se animaba el diálogo: «Lo que el gran Erasmo quería, y era lo justo, era salvar la religión de los delirios racionalistas de los tomistas. La manía de especular y especular sobre el tenue hilo de la dialéctica». "Erasmo proponía volver a la fuente, a la palabra de Dios."

"¿Acaso no se conoce la palabra de Dios?", interrogaba Don Juan con sorpresa.

"Se conoce y no se conoce, señor. Tanto se ha interpretado, tanto se ha glosado, tanto se ha deducido, que es fácil extraviarse. Eso quería Erasmo, y el Cardenal Cisneros fundó esta casa para restituir la palabra de Dios a su pureza y verdad. Quince años trabajaron aquí los más grandes sabios en las Escrituras, para establecer las palabras verdaderas. No sólo la Vulgata de San Jerónimo, con todos sus errores, no sólo la versión griega de los Setenta, sino además los manuscritos hebreos más antiguos, para llegar al fundamento cierto de nuestra fe.» Lo que contaba el fraile era como una aventura de caballería. Erasmo se había lanzado a luchar contra los errores para llegar a liberar la verdad, doncella presa en la torre de un Encantador malvado.

– Se ha podido derrotar a Lutero y a su caterva de malvados. «Iba levantando la voz desproporcionadamente. «España ha podido ser la nueva lumbre de la Cristiandad.

Don Juan recordaba el Auto de Fe de Valladolid. "No se puede tener piedad con los herejes." "No eran herejes, eran grandes pensadores. Los herejes son otra cosa.

Desgraciadamente nada de eso fue posible. Se perdió la ocasión.» "¿De quién fue la culpa?» El fraile calló temeroso. "Es difícil saberlo. No de Sus Majestades, ciertamente. El Emperador, que Dios tenga en su Gloria, nunca persiguió a Erasmo. Cuando la Reforma se iniciaba buscó inteligentemente hallar una vía de entendimiento. Para eso fue la Dieta de Angsburgo y la intención del Concilio de Trento.

"¿No es eso lo que dicen los herejes?» Era Don Carlos, colérico.

Quedó en silencio y el maestro pareció hacerse más pequeño. "Ruego a Su Alteza perdonar mi atrevimiento. No soy yo quien puede entrar en estas cosas tan altas y graves. Yo no soy sino un pobre fraile, entontecido por los años.~~ Era un domingo lento y fresco de primavera. En el largo atardecer, con muchas nubes y manchas de sombra sobre el paisaje, comenzó a correr el rumor. Don Carlos estaba gravemente herido. Lo habían hallado sin sentido en el fondo de una escalera excusada, con la cabeza rota contra una puerta de hierro. Lo recogieron inerte con mucha sangre. Parecía un títere desmadejado. Lo tendieron en su lecho. Pronto la habitación estuvo llena. Los ayos, los señores de custodia, los guardias, las mujeres de servicio, los vecinos fueron llegando. Pronto estuvieron llenos no sólo la alcoba, sino la antecámara, el corredor, la escalera. Los personajes lograban penetrar abriéndose paso a la fuerza. Los guardias intervenían inútilmente. Vinieron los maestros de la Universidad, los estudiantes, los priores de los conventos, la gente de la calle, los mendigos. Mujeres de pañolón negro y rosario. Comenzó a oírse entre el murmullo de las voces el sonsonete de los rezos. "Está muerto.'~ "Tiene la cabeza destrozada." Cuando Don Juan logró llegar hasta el lecho, el príncipe estaba inconsciente. Parecía más pálido y más desmirriado que nunca. Por entre el pelo y en la cara se le veían grumos de sangre y una herida blanqueaba entre los cabellos apelmazados. Se le oía un ronquido de animal herido. Un médico le limpiaba la herida con una mezcla de manteca y vino. Al poco había tres médicos y algún barbero cirujano. Pedían paso vecinos que traían reliquias milagrosas, huesos de santos, clavos de la verdadera cruz, espinas de la corona, el dedo de una monja.

Partieron postas para Madrid y desde el atardecer comenzaron a llegar los grandes señores de la Corte, a caballo, en pesadas carrozas, en parihuelas. Todos de negro.


El gentío desbordaba del palacio hacia la calle. El rey llegó en la noche con tres de sus médicos. Don Juan y Farnesio no desamparaban la cabecera del enfermo. Un mismo

cuento deformado mil veces pasaba de boca en boca. ¿Qué había pasado? El príncipe se había marchado solo a una cita con la hija de un hombre del servicio. Había caído por el hueco de la oscura escalera o, acaso, alguien lo había empujado.

Despejaron la alcoba para el rey y su séquito. El rey, el duque de Alba y Ruy Gómez se sentaron frente al lecho. Ante ellos se pusieron los médicos. Un secretario les daba la palabra a indicación del rey. Se hablaba, con muchos latines, de los humores, los temperamentos y las materias, de nombres de raras fiebres, de la influencia de la constelación del día. "El humor flemático debe ser tratado con materias secas.'~ Había que aguardar a que la fiebre manifestara su naturaleza. En la noche, el rey regresó a Madrid en medio de una gran tormenta desfondada de truenos y rayos.

Cada quien, en la alcoba, tenía su opinión. Traer una famosa reliquia, ensayar Pomadas y bebedizos, hacer sahumerios. La noche pasó en vela en torno al cuerpo inerte.

Gentes en cuclillas se adormilaban en los rincones.

Al día siguiente el príncipe abrió los ojos abotargados y comenzó a decir algunas palabras torpes. La impresión de alivio duró poco. En los días siguientes empeoró.

La cabeza tumefacta parecía más grande, le costaba trabajo abrir los ojos y tenía medio cuerpo paralizado. Cuando podía hablar les decía a sus compañeros: "Mis amigos, no me abandonéis". La fiebre lo sacudía sin tregua. A ratos deliraba. "Me aguardan en Flandes."

Con la recaída acudió más gente de Alcalá y de Madrid. Continuamente llegaban grupos de cortesanos y de religiosos.

Resolvieron trepanarlo. El rey volvió de Madrid con el más famoso de los médicos del mundo, el doctor Vesalius. Los otros pusieron mala cara. "Llegó el hombre de la fábrica"~', decían los viejos doctores. Se había atrevido a disecar cadáveres, a abrir cuerpos humanos hasta el fondo de los órganos y los huesos. En el taller de Tiziano, en Venecia, había dibujado aquellas terribles planchas de su libro en las que se veía el cuerpo debajo de la piel en su repugnante mezcla de músculos, huesos y venas. "Todo el saber está en Galeno." "Mucho, pero no todo", decía Vesalius. "Hay que buscar más, hay que aprender más, para poder curar. " Trepanaron al príncipe. Le sujetaron dos hombres fornidos, la cabeza sobre las almohadas, mientras el cirujano cortaba con su escalpelo y rompía el hueso al golpe de un pequeño martillo de plata. La sangre le cubrió medio rostro. Se le oía mugir y gritar; con una voz estrangulada. "Perdone Vuestra Alteza, ya vamos a concluir." Le sacaron un triángulo de hueso. Los que se asomaron pudieron ver entre la sangre la blancura de la masa cerebral.

No se alivió. El rey pedía otra junta de médicos. La cara del enfermo se había puesto deforme con la hinchazón. Vesalius aconsejó hacerle algunos cortes para que pudiera escapar aquella materia acumulada.

Lo que pasaba en la alcoba iba de boca en boca hasta el gentío de la calle. En los estrechos espacios se apretujaba la gente de la nobleza con el servicio y los curiosos. La princesa de Éboli había permanecido días enteros casi sin moverse del sitio.

Don Juan estuvo junto a ella con frecuencia. A su lado estaba su sobrina María de Mendoza. Nunca la había visto tan bella. Se le veían más grandes los ojos negros, más iluminados sobre el rostro pálido bajo la mantilla oscura. Se quedaba viéndola absorto hasta que los dos advertían aquel suspenso y lo rompían con alguna palabra banal. Se estaba muy cerca entre el gentío. Se tocaban los cuerpos, se aproximaban los rostros. Su mano tropezó con la de Maria. Estaba fría y húmeda. La apretó impulsivamente. Maria cerró los ojos. Desde ese momento no se alejó de ella. Se veían con miradas de voracidad. Decían palabras simples que se revestían de turbadores significados. "Maria." "Juan.» La noche en la que le dieron la extremaunción al príncipe y en la que el rey se retiró a Madrid para no verlo morir, el enfermo llamó a Don Juan y a Farnesio para decirles con dificultad que quería que le ofrendaran a la Virgen de Montserrat el peso de su propio cuerpo una vez en oro y tres veces en plata. También había hecho igual ofrecimiento a la Virgen de la Guadalupe y al Cristo de Burgos.

La noche y el día se confundían. Por la calle avanzaban procesiones y rogativas.

Olía a sudor, a trapo viejo, a incienso, todo confundido. Cada recién llegado traía la oferta de una curación prodigiosa, con una reliquia infalible, con un unto, con un alcohol de alquimista, con un barro sulfuroso, con un cocimiento de raras yerbas.

Se habló de un curandero morisco de Granada. El Pintadillo había hecho curas milagrosas con sus ungüentos. Nadie se atrevió a oponerse. Parecía un pirata berberisco. Comenzó a untar el moribundo con un ungüento blanco y con otro negro. Media luz, media sombra.

Vesalius aconsejó una incisión debajo de los ojos para descargar la materia pútrida acumulada. Se hizo y brotó de las heridas una masa turbia, espesa y maloliente. El enfermo pareció aliviado.

A algunos se les había ocurrido pero fue el duque de Alba el que resueltamente lo propuso. Había que traer a la cámara del moribundo la momia de Fray Diego de Alcalá. Después de un siglo de muerto conservaba la fama de una prodigiosa santidad.

Se sabia de los que habían recuperado la vista con sólo tocar la urna de sus despojos, los que habían sanado de graves heridas, los que habían sido dados por muertos y habían resucitado. Con frecuencia entraba en éxtasis. Caía de rodillas en trance, cruzaba las manos, ponía los ojos en blanco y quedaba suspendido en el aire. «Flotaba como una nube.» En la cocina, en medio de la tarea, con el fuego, las viandas y las ollas, entraba en éxtasis. Un día los otros frailes vieron llegar a ángeles para hacer la tarea que Fray Diego había dejado inconclusa.

En pleno mediodía comenzó la procesión desde la iglesia del convento. Iba abierta la tapa de la urna, llevada en andas por cuatro religiosos. Delante y detrás obispos y clérigos con altas cruces, incensarios y mucho rezo coreado. Llegaron al palacio y subieron lentamente la gran escalera. El gentío cayó de rodillas en un murmullo de rezos. Llegaron a la alcoba y bajaron la caja mortuoria hasta ponerla sobre el lecho junto al cuerpo del príncipe. De la estameña que cubría los restos brotaba la capucha entreabierta un rostro momificado, piel cetrina seca pegada al esqueleto. Dos huecos oscuros marcaban el sitio de los ojos, la boca descarnada dejaba asomar algunos dientes amarillos. El obispo oficiante tomó el brazo de la momia y lo puso sobre el pecho del príncipe. Don Juan, que estaba de rodillas, sintió la cabeza de Maria de Mendoza caer sobre su hombro. Le pasó el brazo alrededor del cuerpo para sostenerla, la mano penetró por entre el corpiño y los dedos sintieron el contacto de un seno firme y tibio.

En aquel momento el príncipe entreabrió los ojos.

«¿Sabes lo de Malta?" Era de lo que se hablaba en Madrid a su regreso de Alcalá.

Todo el mundo lo sabia y cada quien añadía mayores y más espantosos detalles al relato. Una gran flota del Sultán Solimán atacaba la isla de Malta. Se hablaba de centenares de galeras y de cuarenta y cinco mil soldados de desembarco. "Si cae Malta, todo está perdido en el Mediterráneo.» Quedaría abierto el camino para Sicilia, para Nápoles, para España misma.

Había ido a visitar al rey que estaba en el campo de Segovia. Se había dispuesto enviar una flota en ayuda de los Caballeros y de su viejo Maestre La Valette. La flota se reunía en Barcelona. No se hablaba de otra cosa entre la gente joven de la nobleza que de incorporarse a la expedición.

En sus conversaciones con Don Carlos, ya restablecido, había tratado de aquella grave situación. "Vuestra Alteza no puede, pero yo si puedo y debo.» «No te hagas ilusiones, no te dejarán, Juan.» Don Carlos hablaba fríamente: "A milo queme importa es Flandes, es allí donde yo debería estar como Regente. A mi edad mi padre era ya Regente de Flandes y duque de Milán. Mientras yo…».

"Yo si que puedo y debo ir. Tengo diecisiete años y ya es tiempo de que me dé a conocer.» «El rey no piensa así. Quiere que seas hombre de Iglesia. Ya ha escrito al Papa. Te lo digo.» Antonio Pérez, en la casa de la princesa de Éboli, se lo confirmó. "Mi padre, Don Gonzalo, me ha hablado de las gestiones que se están haciendo en Roma para que os den un capelo de cardenal.» La princesa hacia mofa. "Tendré que besarte el anillo, Juan. No me veo haciéndolo.» Era ahora la oportunidad y era él mismo quien debía tomar la decisión. Habló con Ruy Gómez. "Su Majestad no quiere que vayáis." Con Luis Quijada logró menos. «Es allí donde debo estar.» "Quiero ser soldado. No soy cortesano y menos clérigo.» «Lo comprendo", le decía el viejo guerrero, "pero también tenéis que comprender que el rey tiene sus razones”.

Continuamente se sabia de algún joven de la Corte que se había marchado a la flota.

"Tía, me siento muy mal. No estoy haciendo lo que debo, no es aquí donde debería estar." La señora trataba de calmarlo. "¿Crees tú, tía, que ahora mismo que los turcos van a exterminar a los Caballeros cristianos, al Emperador le hubiera parecido bien que yo no hubiera corrido a tomar las armas?» "Yo se lo que hubiera dicho. Hay cosas que no se preguntan, se saben. Yo sé lo que él desearía.'~ Mientras más y más gente joven se marchaba a Barcelona eran peores las noticias que llegaban del asalto turco, donde el bajá Pialy mandaba los más famosos corsarios de la costa africana, Hasen y Dragut. Habían comenzado los desembarcos.

Una de las mañanas de abril en que salió a pasear a caballo con el príncipe, sin decir palabra, se separó bruscamente del grupo seguido por dos servidores y se perdió al galope por el camino entre los bosques. Corrieron largo trecho. A lo lejos se alzaba alguna torre de castillo o una espadaña de iglesia de aldea. Por los espacios abiertos manadas de ovejas con sus pastores, filas torcidas de olivares y alcornoques gesticulantes como brujas.

"Hay que darse prisa, el rey va a saber nuestra fuga y va a lanzar gente a nuestro alcance.» «En poco tiempo van a estar prevenidos virreyes, gobernadores y alcaldes."

«¿Cuántas jornadas a Barcelona?» «Son muchas, señor, es muy lejos.» Los caballos se cansaban. Juan de Guzmán y José de Acuña le aconsejaron buscar algún reposo. Él no lo quería. "Caminar sin parar, no llegar a ningún castillo, porque nos retendrían de inmediato; evitar las villas, parar en descampado o en ventas apartadas."

El cansancio de las bestias los obligaba a detenerse a la sombra de algún bosque caminero. "La noticia corre más que nosotros. Esta noche lo sabrán en Aragón, mañana ya se sabrá en Barcelona.» La carrera pasó de galope a trote y a paso. En el silencio resonaba la respiración ahogada de los caballos. Empezaba a oscurecer cuando divisaron una venta, el ancho portón, los trechos cimbrados, las altas paredes del patio.

Había gente. Calladamente entregaron las cabalgaduras. pidieron cama y, sin cenar, se fueron a tender. Durmieron profundamente. En la mañana los despertaron las voces y gritos de mucha gente en el patio.

Al salir pudieron ver un grupo numeroso que, entre gritos de burla, lanzaba en la manta al aire y recogían a un gordo campesino. Entre risas y burlas el posadero y sus huéspedes presenciaban la escena. "Así aprenderéis tú y el loco de tu amo a pagar la posada." Por la puerta de campo asomó un viejo flaco a caballo, figura de burla, con una rota armadura, un casco raro y una lanza remendada.

"Vámonos antes de que esto se enrede más.» Pagaron y se lanzaron al camino.

"En dos días más estaremos en Barcelona. Iremos directamente al puerto y me daré a conocer del capitán de la flota.» «Mejor seria», observaba uno de los dos compañeros, «que no se diera a conocer. Demos nombres supuestos y después de estar navegando podrá Su Alteza darse a conocer».

Alcanzaban y pasaban grupos de viandantes. Toparon alguna cuadrilla de la Santa Hermandad y pasaron de largo. Pasaron un prelado en su alta muía, rodeado de acólitos. Se desmontaron, pidieron la bendición, besaron el anillo y siguieron la ruta.

Al atardecer Don Juan comenzó a sentirse mal. Pesadez, escalofríos, dolor de cabeza, malestar en los huesos. Esa noche, en el cuarto de la venta, deliraba con la fiebre.

Trató de levantarse para seguir viaje en la mañana pero no pudo tenerse en pie.

"Todo se pone contra mi." A los dos días la fiebre cedió y pudo seguir el viaje.

Iban más lentamente. A ratos se detenían bajo un arbolado a refrescar. Así entraron en Aragón y llegaron a una venta en el pueblo de Frasno. cerca de Zaragoza. Las autoridades locales y algunos mensajeros del virrey lo aguardaban. «Su Majestad ordena que Vuestra Alteza regrese inmediatamente a la Corte.» Don Juan se sacudía entre la fiebre y la indignación. «No me detendrá nadie, sé lo que tengo que hacer y lo voy a hacer.» Con mucho respeto llegaban nuevos señores a repetirle lo mismo. "Vuestra Alteza debe comprender.» "Mis amigos", decía a sus dos compañeros en los ratos solos, «nadie me puede detener. Ni el mismo rey. El Emperador no me hubiera impedido hacer esto. Lo sé como si me lo hubiera dicho».

Al día siguiente llegaron más personajes y algunos médicos del virrey. «Vuestra Alteza debe trasladarse a Zaragoza donde estará mejor atendido.» En silla de manos, rodeado de guardias y servidores, llegó al palacio del Arzobispo de Zaragoza. Desde la sombra del capacete, con los párpados pesados de calentura, vio el gentío que llenaba las calles. Alguien gritaba: «Viva Don Juan de Austria».

Los días de Zaragoza fueron largos. Vino el virrey, marqués de Francavila. Todo fueron halagos y elogios. «Es admirable la voluntad de Vuestra Alteza de servir al rey y a Nuestro Señor Jesucristo con la espada en la mano.» Pero no era aquélla la ocasión. Eso decían. Oía con desgana y molestia. «Ya lo se. No tengo libertad para nada.» Le mostraban respeto y hasta simpatía, pero era un prisionero. «Tengo que aprender a ser un preso. Peor que un preso, porque ni siquiera me puedo escapar.» Los de Zaragoza fueron días de convalecencia y luego de visitas, fiestas y ceremonias. Nadie parecía saber cuándo debía salir la flota. Le daban noticias contradictorias, o ya había salido, o faltaba más de un mes para que pudiera zarpar.

«No me van a dejar llegar nunca.» Al fin, después de mucho insistir, logró salir.

El camino se hizo lento con tanto acompañante y tantos vecinos que salían a saludarlo en cada aldea.

»Mañana estaremos en Montserrat, que es como haber llegado a Barcelona.» Cuando subieron la cuesta empinada de Montserrat, recordó los libros de caballería. Estuvo allí el Santo Grial, en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. Llegaron noticias peores de Malta. Las fortificaciones habían ido cayendo en poder de los turcos. Los defensores, diezmados y reducidos a un estrecho recinto, luchaban todavía.

El gran Maestre La Valette se negaba a rendirse.

Llegó a Barcelona. La rada estaba limpia de galeras. La flota ya había salido hacia Nápoles.

Sintió un violento deseo de agredir. Se encerró todo el día. En la noche volvió a sentirse mal. Tornaba la fiebre y comenzó a delirar. «Yo no soy nadie, menos que nadie. No cuento para nada.» Por la mañana llegó carta del rey. En términos afectuosos le ordenaba regresar.

"Viva Don Juan de Austria.» No era una sola voz, eran muchas, de las gentes que se agolpaban en las calles a su regreso a Madrid. Era a él a quien aclamaban. Gente popular y simple lo rodeaba. Sus caballeros de servicio tenían que apartarlos para abrirle paso.

El rey no estaba en Madrid. En el viaje hasta Segovia en ventas, aldeas y ciudades se repitió la escena.

Fue entonces cuando los más allegados comenzaron a insinuarle. "El príncipe es un enfermo incurable. Cada día peor. Todas las esperanzas están en vos.» Don Luis y la «tía» volvieron a su lado. Don Luis con sus consejos: "Tened cuidado, señor, con los consejos interesados».

En el prado de Valsain encontró al rey y la Corte. Don Carlos, que iba a su lado, le había advertido: «Prepárate. El rey ni olvida, ni perdona". Alcanzó al galope al rey que adelantaba lentamente la cabeza de un grupo de jinetes. Lo vio llegar y detuvo el caballo. Don Juan echó pie a tierra y se acercó a besarle la niano. «Con la generosidad de Vuestra Majestad es con lo único que cuento en esta situación desgraciada."

Fue largo el silencio del rey. Al fin le tendió la mano. "Está bien. Olvidémoslo por esta vez.» Volvió a montar y galopó hacia la reina, que estaba cerca con un grupo de damas y caballeros. Sonriendo al tenderle la mano, le dijo: «¿Son los turcos tan terribles guerreros como dicen?». Don Juan respondió con aire compungido: «No lo sé, señora.

todavía no he visto el primero».

Era como si de nuevo hubiera cambiado de situación.

Don Carlos parecía otro. "Hiciste muy bien. Juan: fue lástima grande que no pudieras llegar a Malta." Le hizo confidencias. «Tu situación y la mía se parecen.» Le habló de su resentimiento con el rey. «No es cierto que sea por mi enfermedad. He estado mal, es verdad, pero tú me ves y me conoces. Debería darme más parte en el gobierno.

Se retarda mi matrimonio, no se me da ningún mando, se me tiene aparte como si fuera un incapaz.» Insistía en su idea de ir a Flandes.»Me escriben y me envían mensajes pidiéndome que vaya, que conmigo en el gobierno todo se arreglaría. Sólo mi padre se opone. Ahora se habla de enviar a ese jifero del duque de Alba. Qué disparate."

Cuando no estaba con el príncipe visitaba los aposentos de la reina, donde siempre había gente joven y divertida. Acertijos, recitaciones, música, juegos de manos y burlas de bufones. La reina, al fin, estaba encinta.

Iba también a la casa de los príncipes de Éboli. Cuando no estaba Ruy Gómez, con quien podía hablar de los acontecimientos políticos, se enfrascaba en largas conversaciones con la princesa y con Antonio Pérez.

"Nada es mejor en la vida que un destino incierto. Es mucho más estimulante que un porvenir hecho y trazado en todos sus instantes. Así es el vuestro y así es el mío.» Intervenía la princesa. -A ver, díganme cuáles son esas inseguridades. Di tú, Antonio, porque a Don Juan no me atrevo a interrogarlo», y hacia una graciosa mueca de burla.

Antonio callaba y la imperiosa mujer continuaba. "No te atreves a decirlo, pero yo sí. Tienes buena posibilidad de ser el secretario del rey, ya tienes su confianza.

A la sombra de Don Gonzalo, trabajas con él, pero todavía se necesitan muchas cosas que pueden no darse. Que se muera tu padre, que el rey decida ponerte en su lugar, que la gente de Alba no logre impedirlo. Pero tranquilízate, que también cuentas con Ruy Gómez, que puede mucho.» Estalló en risa ante los dos asombrados oyentes.

Ya que me he puesto a hacer el papel de gitana, vamos a seguir.» Se quedó viendo con soma a Don Juan. «Las brujas tutean. Tú, Juan, tienes una gran amenaza en tu camino. La que está ahora en el vientre de Su Majestad la reina Doña Isabel. Si pare un varón, la corona de España tiene heredero y tú no tienes nada que esperar, aun cuando Don Carlos llegara a morir. Si es una niña, todo es posible para ti.» Con frecuencia topaba en casa de la princesa con Maria de Mendoza. Se hablaban con los ojos, con las sonrisas y con las manos. Cuando la saludaba retenía largamente las de ella. Las retenía y se quedaban mirándose a los ojos sin palabras. Comenzaron a besarse a hurtadillas. La princesa tenía el don de desaparecer a tiempo y quedaban los dos solos en el gran salón para pasar de los sillones a los confidentes y terminar sobre el estrado con las bocas entremordidas, anhelantes y casi sin voces. Para levantarse luego nerviosamente, irse de prisa por los pasadizos oscuros y terminar en la alcoba de Maria. De aquellas primeras veces torpes en que las manos de él se enredaban soltando botones y lazos, abriendo caminos por faldas, basquiñas, bajos y tontillos, hasta llegar al seno tembloroso y los muslos, lisos de luz dormida y tibieza. Hasta que luego ya no era combate, ni búsqueda, sino tranquila entrega, larga y ardorosa, que terminaba en soñolienta confidencia de amor. Hasta que Maria le dijo confusa y vergonzosa: «Estoy encinta.» Se le escapó: «Preñada. ¿Vas a tener un hijo?». Se puso seria. «Vamos a tener un hijo.» Al primero al que se lo dijo fue a aquel nuevo amigo que había entrado en el séquito de sus servidores, el conde de Orgaz. Menudo, pálido, la barba negra, que cruzaba las manos sobre el pecho para oír como ausente.

«No lo hubiera querido, sabes. Una hija bastarda. Yo sé lo que eso significa.» Entonces pensó más que nunca en la ignota imagen de Bárbara Blomberg.

La reina había dado a luz una niña. «Se llamará Isabel por su madre, Clara por el santo del día y Eugenia por las reliquias de San Eugenio que trajo de Francia.» «No hay todavía heredero del trono», le dijo la Eboli. «Don Carlos no podrá ser rey nunca.» «Si algo llegara a pasar no hay otro que Vuestra Alteza para heredar el trono.» Antonio conocía en todos detalles el despacho del rey. Gonzalo Pérez lo había ido introduciendo en la confianza del soberano y ya asistía y a veces sustituía al viejo clérigo en el despacho. «Después de tu padre serás el Secretario. Ya lo eres de hecho. Ruy Gómez hace todo lo que puede para que así sea», le confirmaba la princesa de Éboli.

En la intimidad de la casa de la princesa, Antonio Pérez hablaba con desenfado sobre el despacho del rey. A veces acompañaba a Gonzalo Pérez, en otras le servia solo. «Le gusta que todo se lo pongan por escrito y habla poco. Se queda con los papeles por la noche y al día siguiente los devuelve con sus comentarios y decisiones puestas al margen. Solo, en su alcoba, reflexiona y decide.» «A veces decide esperar y hacer esperar en todo y para todo», decía Doña Ana mientras el ojo desnudo fijaba a los interlocutores. «La princesa mira como si disparara», observaba Antonio.

Desde la vuelta de la escapada el príncipe lo buscaba continuamente. «Hiciste muy bien, eso es lo que yo he debido hacer. Lo que haré algún día.» Iba con él a la tertulia de la reina, a las fiestas del palacio, a la cacería y a los paseos. Con frecuencia caía en un silencio reconcentrado y otras veces comenzaba un monólogo divagante en el que asomaba su incontenible resentimiento con su padre. Cuando hablaba de él se iba poniendo pálido, le brotaban las venas de la frente, cerraba los ojos y golpeaba un puño contra la palma de la otra mano.

«Mucho más joven que yo, el Emperador le había dado poder para gobernar. A mí no se me quiere dar nada, me hacen pasar por un loco, por un incapaz, por un enfermo incurable. Lo más que han hecho es dejarme asistir al Consejo para que me aburra oyendo las tonterías de que se ocupan esos señores. A veces me duermo. Cada día se me toma menos en cuenta, tú sólo me comprendes y no cuento con más nadie.

Van a quedar asombrados con lo que voy a hacer.» Don Juan trataba de sosegarlo. Alguna vez le había dicho Antonio Pérez: «El rey sufre mucho con la situación del príncipe, pero, como en todo lo demás, no lo muestra». La Éboli era más cruel: «Todo el que lo ha visto tiene que darse cuenta de que no puede ser rey. Pobre del reino que gobierna un loco. Las Cortes extranjeras conocen muy bien esta situación».

«¿Qué va a pasar ahora con el viaje a Flandes que ha anunciado Su Majestad?», preguntaba Doña Ana con aire de inocente curiosidad.»Se ha venido retardando mucho esa anunciada visita.» Antonio explicaba a medias: «Razones poderosas hay. La más poderosa de todas es la situación del príncipe Don Carlos. Si le deja en Madrid tendrá que nombrarlo Regente del reino y le da temor. Si lo lleva a Flandes tendría que hacerlo gobernador y teme, con toda la revuelta situación que hay, lo que puede ocurrir con el príncipe como gobernador».

No le escapaba la verdad de la situación a Don Carlos.»No voy a ir a Flandes.

Ya ha designado al duque de Alba, que cerrará la puerta a todo arreglo. Tampoco irá el rey y yo seguiré en la sombra.» Se dolía también de la indecisión en su esperado matrimonio. «Quieren apartarme y acabar conmigo, pero no lo voy a soportar mas.» Cuando amainaba la furia comenzaban las confidencias. «Necesito de ti para lo que tengo que hacer. Tengo un plan. Ya he abierto tratos con señores de Flandes. Quieren que me presente para proclamarme como su rey.» Don Juan lo oía con temor y trataba de disuadirlo.

Inesperadamente el rey decidió nombrar General de las Galeras a Don Juan. La decisión lo desconcertó. «Se van a reír de mi, nunca he sido hombre de mar.» Asumió el más aparente aire de seguridad y dominio ante los que lo felicitaron y comenzó de inmediato a organizar sus nuevas funciones. Nuevas gentes, nuevos tratos.

Sus amigos, ya numerosos, se regocijaron. El príncipe mostró su contento. «Te han hecho justicia al fin. Esperemos que a mi también me la hagan un día.» Luego añadió: «Ahora es cuando vas a poder ayudarme a realizar mis planes. Todo se me va a facilitar contigo». No le fue fácil responderle. Ni podía negarse ni debía mentirle. «Todo lo que pueda lo voy a hacer con gusto. Todo lo que pueda.» Se le anunciaba un difícil juego mortal. Sentía que estaba engañando al príncipe y, al mismo tiempo, lo miraba con dolorosa simpatía.

Enfermo, contrahecho, despreciado y al mismo tiempo revestido de todos los signos más altos del poder, heredero de los más grandes reinos, reverenciado exteriormente como un ser casi sobrenatural.

El príncipe sentía aquel juego de apariencias y negaciones. «Sé lo que todos piensan de mi y no se atreven a decírmelo. No creen que seré rey. Nadie es más desgraciado que yo.» Comenzó un juego de evasivas y de promesas vagas.

A solas con Don Juan se le desbordaba el resentimiento y el odio que sentía por casi todos aquellos personajes que a su vez fingían no ver nada de extraño en él. «Cuando tenga el poder acabaré con todos ellos.» El plan era simple y se lo explicaba cada vez que hablaban a solas. Con la ayuda de Don Juan reuniría los recursos para escapar a Flandes. Nombraba a grandes personajes de los Países Bajos que habían entrado a conspirar con él para proclamarlo rey tan pronto llegara. Barajaba fechas, proyectos y complicidades. Nunca quedaba contento de las promesas de Don Juan. Le parecían largas y poco precisas. «No puedo aguardar más. Tenemos que hacer todo pronto. El rey lo va a saber y estaremos perdidos.» En ocasiones se exasperaba por lo que creía falta de cumplimiento por parte de Don Juan.

Hubo un día en que fuera de si se abalanzó sobre su amigo con una daga en la mano. Este tuvo que desenvainar su espada para contenerlo. A las vociferaciones que lanzaba acudieron criados y servidores que lo contuvieron y permitieron que Don Juan pudiera salir. De boca en boca corrió la noticia por todo el Alcázar.

Don Juan trató de hacerse no encontradizo para que el rey no le fuera a preguntar sobre el suceso. Sentía que en el momento en que informara al rey estaría condenando definitivamente a Don Carlos. Pocos días después, casi sin transición, el príncipe lo llamó y comenzó a hablarle de nuevo como si nada hubiera pasado.

Aquel año el nuevo Papa Pío V había decretado un Jubileo con copiosas indulgencias. Desde el rey hasta todos los servidores de la Corte se aprestaban a ganarlas con un retiro espiritual y una confesión completa de los pecados. El rey se retiró al Escorial y el príncipe quedó en Madrid.

El 27 de diciembre por la noche fue Don Carlos al convento de San Jerónimo el Real para hacer su confesión. Le preguntó el sacerdote si sentía odio a alguien. Respondió secamente que «había alguien por quien sentía un odio mortal». Se alarmó el fraile y le negó la absolución. Airado, el príncipe hizo reunir a catorce monjes del convento de Atocha, a un padre agustino y a un religioso trinitario. Tuvo un largo debate con ellos para convencerlos de darle la absolución sin necesidad de renunciar a su odio mortal. Desesperado llegó a proponerles que le dieran la apariencia de la comunión con una hostia sin consagrar para que se pudiera creer que había cumplido con su obligación. El escándalo y la protesta de los religiosos fue todavía mayor. El Prior de Atocha se lo llevó aparte para tratar de que dijese a quién odiaba, pero no logró sacarle más sino que era una persona muy alta. A fuerza de insistirle por horas le declaró que era su propio padre, el rey. El aterrado sacerdote no le dio la absolución.

Entonces volvió a llamar a Don Juan para exigirle la pronta entrega de un salvoconducto y medios de transporte y también para que le acompañara en el viaje a Flandes.

«No se pueden hacer estas cosas con tanta precipitación. Además, me ha mandado el rey que lo vaya a ver al Escorial para hablar de algunas cuestiones de las galeras. A mi regreso se hará todo lo que falta.» Había llegado para Don Juan el momento decisivo. Ya no era posible mantener aquella situación. Acompañado por dos de sus caballeros tomó el camino del Escorial. Mientras galopaba en el solitario camino pensaba en lo trágico de su propia situación. «No se puede ocultar más esta locura que va a desembocar en el crimen. La vida misma del rey puede estar en peligro.» Reaparecía también en su recuerdo el rostro suplicante y doloroso de Don Carlos que le pedía ayuda. Ya entrada la noche desembocó en la cuesta donde se alzaba la obra del palacio-monasterio. Una tenue luz de luna iluminaba la traza incompleta de la parrilla de piedra.

Se dio a conocer y lo condujeron de inmediato a la pequeña alcoba del fondo, donde estaba el rey en su retiro. Lo vio entrar sin manifestar sorpresa. «¿Qué te trae, Juan?» «Es grave, señor, muy grave y muy triste, pero es mi deber decirlo todo a Vuestra Majestad.» Endureció el rostro y movió la cabeza asintiendo. «Es duro y doloroso lo que tengo que decir. El príncipe está fuera de si y se prepara a cometer una grave traición.

Yo he hecho lo posible por disuadirlo, pero ya es tiempo de que intervenga Vuestra Majestad.» El rey se puso de pie con las manos en la espalda, avanzó hacia un Cristo de marfil que estaba en la pared y dijo con voz serena: «Di todo lo que tengas que decir».

Don Juan habló como si se confesara. A veces el rey parecía alejarse del relato y preguntaba: «¿Cuándo ocurrió eso?», o «¿qué fue lo que dijo exactamente?». Cuando Don Juan calló se sentía exhausto. «Habrá que actuar.» Se sentó con lentitud de herido.

Nunca le pareció más vulnerable. «Vete a descansar.» En los días siguientes el rey llamó a sus teólogos y doctores para encerrarse con ellos en largas consultas. Don Juan no salía de sus atormentados pensamientos. Evocaba la figura del príncipe, tan doloroso, tan inerme, tan perdido en el mundo. ¿Qué iba a ocurrir ahora? Cuando se viera descubierto iba a sentir que Don Juan lo había traicionado.

Una o dos veces el rey lo llamó para pedirle precisiones sobre algún aspecto de la conspiración del príncipe. Breves conversaciones en las que Don Juan decía lo menos posible. A los pocos días el rey pareció más sereno. Había tomado sin duda su resolución definitiva. «Mañana nos vamos al Pardo.» La cabalgata parecía una procesión fúnebre en torno a la litera del rey.

La primera noche en El Pardo, para su sorpresa, uno de los ayudas de cámara de Don Juan vino a avisarle que el príncipe había llegado de Madrid y que lo aguardaba en el jardín. No quiso ir a encontrarlo solo y le pidió al Prior Don Antonio de Toledo que lo acompañara.

Don Carlos estaba muy exaltado. «¿Qué pasa, Juan, qué pasa? ¿Me has traicionado acaso? Debí haber partido ayer. Todo estaba preparado. Tendré que partir mañana mismo y no puedo aguardar más. ¿Vas a venir o no?» Tuvo una sensación de piedad y de horror.

Tenía todavía que continuar engañando al infeliz, ya definitivamente perdido. Sintió horror mientras decía: «Mañana iré a buscaros al Alcázar y partiremos sin más retardo».

El príncipe se alejó en la noche hacia Madrid y Don Juan se fue a la alcoba del rey para informarlo del suceso.

«Hay que proceder de inmediato. Mañana mismo regresaré a Madrid.» Se quedó mirando a Don Juan que tenía la cabeza doblada sobre el pecho. «Tú no tienes por qué ir. Has hecho todo lo que debías hacer, vete tranquilo. «No es suficiente penitencia«. había dicho arrodillado ante el confesor en la capilla del convento. No le parecían bastantes las oraciones y las mortificaciones. «Me siento horriblemente culpable.» Volvía ansiosamente al mismo tema. «He traicionado a mi amigo. Lo que es peor, lo he engañado despiadadamente durante semanas y semanas, le he hecho creer lo que no era, le he mentido, no soy mejor que Judas.» «Has servido a tu rey, hijo mío, y al hacerlo has servido a Dios. Has cumplido con tu deber y no tienes por qué arrepentirte. La penitencia que te impongo ha sido más por darte consuelo que por absolver pecados.» En la celda permanecía arrodillado: «Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa».

Quien lo estaría juzgando ahora seria el propio Don Carlos. En la hora atroz de su desgracia debió conocer con horror que era él, su más cercano amigo, quien lo había traicionado. «¿Por qué me has puesto, Señor, en este trance horrible?» Pronto empezaron a llegarle las noticias del increíble suceso.

Lentamente había ido completando la escena. A cada momento un nuevo detalle le llegaba. Era peor que si hubiera estado allí. En la desesperación Don Carlos debió buscarlo con la mirada entre aquellas figuras que habían irrumpido en la alcoba en la mitad de su sueño.

El rey, poco antes de la medianoche, había llamado a Ruiz Gómez, al duque de Feria, al Prior Don Antonio de Toledo y a Luis Quijada. Sereno y calmo, Don Felipe les dijo que, ante las graves denuncias que le habían llegado, había resuelto poner preso al príncipe aquella misma noche. Debieron oír con asombro, pensaba Don Juan. Y también con miedo viendo descargarse tan fríamente aquel poder inmenso.

Al filo de la medianoche bajaron en silenciosa procesión al piso en que habitaba Don Carlos en el Alcázar. El rey iba de último, borrado en la oscuridad, con suave pisada de gato.

Las espadas desnudas, el paso cauteloso, bajaron por las escaleras de servicio. Delante y detrás bamboleaban entre luz y sombras las linternas, proyectando en las paredes y en el suelo siluetas en continua deformación. Delante Ruy Gómez, detrás el duque de Feria con su linterna asordinada, seguían el Prior y Quijada, luego el rey, sin luz; acompañado de dos gentiles hombres de su cámara. Los seguían doce guardias con alabardas bajo el mando de un teniente. Los hombres de guardia a la puerta de la alcoba del príncipe se pusieron de pie sorprendidos. Recibieron órdenes de abrir la puerta.

El duque de Feria se adelantó en el oscuro dormitorio y tomó de la cabecera de la 1 cama del príncipe una espada y un arcabuz.

Don Carlos despertó con sobresalto. Entre el deslumbramiento de las linternas y la oscuridad no lograba reconocer los extraños invasores. "¿Quién va?", gritó mientras trataba de incorporarse y buscar sus armas. Ruy Gómez le respondió con tono solemne: «El Consejo de Estado». Saltó de la cama y fue reconociendo los personajes. Al último que reconoció fue al rey, que se había quedado junto a la puerta con la espada en la mano.

Es a él a quien se dirige, lleno de terror y de furia: «¿Qué es esto? ¿Vuestra Majestad quiere matarme?». No parecía haber más nadie para él.

Lento respondió el rey: «No, no es eso. Quiero vuestro bien. Ya no quedaba otra cosa por hacer. Vos, mejor que nadie, sabéis por qué lo he tenido que hacer. No se os hará daño».

Mientras hablaba, los otros recogían las armas, encendían las luces y comenzaban a clavar las ventanas. Entre el ruido del martilleo volvió a alzarse la voz desgarrada que ahora parecía suplicante: «Máteme Vuestra Majestad y no me prenda, que es grande escándalo en el reino». No hubo respuesta. Volvió a impetrar: «Si no me matáis, yo me mataré». Hizo el gesto de buscar un arma entre las sábanas. Dos de los caballeros lo sujetaron.

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