«Querrá seguir mandando.» Para eso le quedaba Antonio Pérez, ahora más poderoso.

Había quien dudaba. Se había creado una nueva constelación de poder. Un cambio de estrellas y quizá de rumbos.

Más tarde se supo que la princesa, en un rapto de aparatoso dolor, se había retirado al convento que mantenía en Pastrana. «No la veo monja.» Los escuadrones de lucientes galeras españolas y pontificias fueron saliendo de Nápoles hacia Sicilia. Se había retardado la salida por las mismas fatalidades de siempre pero, ahora, en el momento de partir, sobre el puente de la Real la brisa marina sonaba a cascabel de guerra. Impaciencia, temor y muchos presagios.

Durante semanas había discutido los planes con los comandantes. Había ahora, sin los venecianos, más facilidad de entenderse. El plan no parecía ofrecer dificultades.

Se reunirían en Messina, pasarían por Palermo y desde la costa sur de Sicilia cruzarían el corto mar que los separaba de La Goleta. A cada momento volvía el recuerdo del Emperador. Los viejos marinos repetían en todos sus detalles la forma en que fue realizada aquella campaña tantos años atrás. Don Juan oía y preguntaba todos los detalles.

Sentía que retomaba en sus manos, por primera vez, una campaña del Emperador. Quería seguirla paso a paso. «Todos van a estar comparándome con él y no quiero salir fallo.» Las noticias no eran malas. La flota turca parecía estar lejos, no había fuerzas musulmanas importantes en Túnez; la guarnición española de La Goleta estaba avisada y lista en espera de la expedición. Pomposos letrados le hablaban de la vieja historia.

Cómo Escipión organizó la guerra contra Cartago. No se parecía a lo de él. No iba a destruir, sino a fundar. «Vamos a crear un reino cristiano en la otra orilla.» «Eso no se ha visto desde las Cruzadas.» Ya entrado septiembre llegó de Madrid Juan de Soto con sus esperadas y no claras noticias. La conversación fue un inagotable interrogatorio. No lograba ver claro en las respuestas del secretario.

De lo que contaba Soto salía un confuso y oscuro panorama de evasivas y pretextos.

Describía a un Antonio Pérez distinto del que había conocido. Tenía un inmenso poder y lo ejercía. Todo pasaba por sus manos. «¿Qué dijo Antonio?» Muchas cosas distintas en diferentes ocasiones. Desde luego no ponía reparos a la empresa y le parecía muy bien. Elogiaba a Don Juan y se mostraba su amigo, pero volvía a hablar de las dificultades políticas. Un reino vasallo en África traería muchos problemas. Soto había hablado también con el rey. Se había interesado mucho por la salud de Don Juan. «Creen que Vuestra Alteza está muy enfermo.» Calló y puso mala cara. Luego comentó con aire resignado: «No se engañan. Todo el mundo lo ve. Mi salud nunca ha sido buena.» Soto trató de desmentirlo afectuosamente. Don Juan recordó casi rencorosamente sus males, los dolores del estómago, los síntomas del mal de Nápoles que creía haber adquirido, el agua de palo, las horribles pócimas que los médicos le obligaban a tomar, y aquellos largos desganos de hacer y hasta de vivir que le venían con frecuencia.

No negaba, ni prometía nada el rey. Faltaba lo peor. Quería que se demoliera la fortaleza de La Goleta. Estalló: «Es absurdo. Hacer una gran expedición para destruir la única fortaleza que España tiene en África. La carcajada va a resonar desde Constantinopla hasta Venecia. No se hace un esfuerzo militar tan grande para eso».

Eso no lo hubiera querido nunca el Emperador. Estaba seguro. Ni aun en los días de Yuste, viejo y acabado como estaba, hubiera ordenado cosa semejante. Sentía lo que hubiera dicho. Casi lo podía oír en una secreta resonancia: «Destruir La Goleta, nunca. Reforzarla y partir de ella a dominar toda la tierra de los infieles».

No había para qué preguntar sobre el reino prometido. La respuesta del rey era evidente. La sola idea de desmantelar la fortaleza era la manera más clara de oponerse a aquella esperanza que le había sido dada por dos Papas.

Salió al fin con el resto de la flota a Messina. En Sicilia lo aguardaban con impaciencia y buenas noticias. La flota turca parecía estar lejos. La guarnición española, prevenida, los aguardaba cada día en La Goleta. De Messina siguieron a Palermo a completar recursos y reclutar gente. Avanzaba septiembre y el mar comenzaba a descomponerse. Se reunieron al fin en Trapani, frente a la costa africana. Todo parecía dispuesto, pero hubo que suspender la salida varias veces por el mal tiempo.

Alguien habló de un puerto olvidado, que quedaba cerca, y que había servido para concentrar flotas en las guerras púnicas. Ordenó buscarlo. Hallaron una ancha rada donde podían caber centenares de galeras. Lo rebautizó Puerto Austria. El 7 de octubre, aniversario de Lepanto, salieron en la tarde. «A esta hora, hace dos años, ya estaba decidida la batalla.» Al día siguiente estaban ante el Golfo de Túnez. Al fondo se destacaba La Goleta junto al canal de la laguna. Empezaron a oírse disparos de cañón. Hubo alarma. Eran las salvas de la fortaleza para saludar la flota. Parecía buena señal. Los veteranos recordaban: «No hay que confiarse, nos saludan los nuestros, pero los otros pueden estar emboscados esperándonos».

Los muros y la playa se llenaron de gente y banderas que saludaban. Vinieron algunos esquifes que trajeron a bordo a los jefes. Traían noticias tranquilizadoras. No parecía haber resistencia del lado de Túnez. La guarnición turca se había retirado y gran parte de la población se había ido detrás de ella abandonando la ciudad.

Desde la fortaleza pudieron ver a la distancia el blanco cúmulo de las casas. Todo en silencio. Ni llegaba ruido ni se veía gente. Con mucha cautela el marqués de Santa Cruz subió hasta la ciudad. En el camino topó con el alcalde y su corto séquito asustado. Le dijeron que la ciudad estaba abierta y casi solitaria.

Al día siguiente avanzó Don Juan a caballo con un fuerte destacamento hacia la población.

Todos comentaban con asombro aquella extraña quietud. Toparon con emisarios de Santa Cruz que confirmaron que no había resistencia y que la ciudad abandonada estaba en sus manos.

Don Juan dispuso que las tropas se detuvieran. «Más tarde entrarán para el saqueo.

Pueden coger todo lo que quieran, pero no voy a permitir que maten ni que incendien.» A la entrada lo aguardaban los pocos dignatarios que habían quedado. Zalemas, reverencias. La cabalgata tomó el camino de la Alcazaba. Calles vacías, puertas y ventanas cerradas. A veces asomaba, entre trapos negros, una silueta de mujer con un niño de la mano para desaparecer pronto detrás de una puerta. Avanzaban callados, invadidos por aquel silencio de vacío. «Más parece un cementerio que una ciudad.» «Es como si hubiera pasado la peste.» El alcalde y sus asustados acompañantes explicaban a su manera. La gente había huido, pero regresaría. Habían tenido temor de un ataque sangriento, pero volverían. La trama de la intriga local se fue desenvolviendo.

Odiaban a los turcos. Detestaban al reyezuelo Muley-Hamida. No faltaron los cuentos de crueldades. Le había sacado los ojos a su padre.

Penetraron en el palacio. Parecía más grande por vacío. Muros, jardines, bosques, huertas, torres, balcones, arcos labrados, tapices hondos y largos divanes. Mucho rumor de agua de fuentes, de chorros, de albercas y acequias. «Estos palacios moros suenan a agua.» Recordó Don Juan a Granada. «Pero Granada era una ciudad viva. Esta está muerta», añadió Soto. Por los vacíos salones llegaron hasta el diván del rey. Allí se detuvieron. El alcalde quiso entregar las llaves simbólicas a Don Juan. Este hizo señal al marqués de Santa Cruz para que las recibiera. Cuando se retiraron los moros, los cristianos se dispersaron por los dilatados espacios.

Antes de bajar a los jardines Don Juan dio la orden del saqueo. Un rato después empezó a llegar el lejano vocerío de la soldadesca. Al resonar de voces, gritos, alaridos de mujeres, estruendo de maderas rotas, Soto se asomó a una alta ventana y vio en las calles cercanas grupos de soldados agobiados de trapos, de muebles, cargados de 170171 líos enormes. Había disputas. Alguno llevaba una mansa mujer de la mano a la que seguía un niño. El resto de la ciudad se veía solo. En grupos se mostraban el botín y hacían trueques. «Así es la guerra.» Algunos esclavos negros, con chaquetas doradas y anchos pantalones, los acompañaban. Dentro del palacio había una extraña paz. Nadie recordaba nada semejante.

«Parece cosa de encantamiento.» Recordaban memorias de espanto de ciudades malditas por las que había pasado la peste sin dejar vida. «La verdad es que todo ha salido distinto de como lo esperábamos.» Siguieron por la Larga fila de salones vacíos y ventanas abiertas. Por una escalera de piedra bajaron a un pequeño jardín de datileros y flores. Un chorro saltaba en un tazón de mármol. Se sentaron con Don Juan, en silencio.

«¡Cuidado!» Era una voz ahogada de angustia. Todos se volvieron. Un león lento y tranquilo apareció. Se detuvo a mirarlos con indiferencia y luego avanzó sereno hacia Don Juan. Salieron espadas y dagas. Un esclavo se interpuso. «No hay que temer, es manso, señor. Es el león del Bey y lo acompañaba a todas partes.» Paso a paso, los ojos amarillos soñolientos, la cabeza baja, avanzó hasta Don Juan. Lo husmeó, soltó un leve rugido y le pasó el lomo por la rodilla, como un gran gato. Don Juan le puso la mano en la melena y comenzó a acariciarlo.


Empezaron a regresar los vecinos. Aparecían grupos de moros con sus familias y algún burro cargado de pertenencias. Se fueron abriendo las puertas. Volvieron a formarse los zocos con el voceo de los vendedores, el martillear del cobre, las pirámides de frutas y dulces y carapachos de cordero. Al palacio, con el rumor de la vida, llegaba a sus horas el largo canto de los almuédanos desde el vecino alminar.

Muley-Hamida, el depuesto gobernante, se había refugiado en La Goleta. Su hermano Muley-Hacem había sido llamado por Don Juan para ser cabeza de la comunidad como Gobernador a nombre del rey de España. Hizo emocionadas promesas de gratitud y lealtad.

«¿Y ahora?», preguntaba Don Juan a los jefes que lo acompañaban. «No es posible crear un reino cristiano sin cristianos. Ésta es la triste verdad.» «Podemos echar a los turcos, pero quedarán los moros.» «Toda huella de Cristiandad ha desaparecido. Se necesitarían generaciones y siglos para hacer de esto un pueblo de cristianos.» El tema de la fortaleza fue más delicado. No destruirla era ir abiertamente contra la voluntad del rey. «Destruirla sería borrar la última huella de la presencia cristiana. La última huella del Emperador. Si el rey estuviera aquí tendría que comprender la razón que tenemos para no destruirla.» Estaba allí Cervellón, quien se encargaría de la construcción de la nueva fortaleza frente a La Goleta. Explicaba todos los detalles de la más ingeniosa y duradera edificación militar. «Este nuevo presidio podrá sostenerse por siglos.» Algunos se atrevieron a asomar observaciones. Santa Cruz recordó la ventaja indudable que habría habido en atacar por Argel. «Tomado Argel, estaba destruido el poder turco en estos mares.» Llegó noticia de Bizerta. Los moros, con el alcalde, se habían alzado, pasaron a cuchillo la guarnición turca y se presentaban a rendir homenaje.

«Es como si esto no tuviera raíz, estuviera en el aire», decía Don Juan. Salía a recorrer a caballo la ciudad y sus alrededores. Lo rodeaban con peticiones y súplicas.

Saludaba, sonreía y continuaba con el manso león arrimado al estribo.

La carta para el rey dándole cuenta hubo que rehacerla más de una vez. Se le ponderaba la riqueza del país, la buena disposición de los nativos, la necesidad de no abandonarlos al Turco y, luego, la conveniencia, acaso por el momento, de conservar la fortaleza.

No se hablaba de ampliarla.

Avanzaba octubre y el tiempo se descomponía. Hubo días enteros de tormenta.

«Lo que hay que hacer por el momento, está hecho.» No tenía objeto permanecer allí día tras día con aquel inútil despliegue de fuerzas. La soldadesca ociosa promovía riñas y choques con la población. No había enemigo a la vista. Las noticias que se tenían eran que la flota turca se había recogido en sus puertos para el invierno.

Salió primero Santa Cruz con la mayoría de las galeras para Sicilia. Poco después.

el 24 de octubre, en un tiempo de breve calma, se embarcó con el resto de las fuerzas.

Todo quedaba dispuesto y prevenido para acelerar la nueva construcción. Ocho mil hombres, armas, municiones y la seguridad de un pronto socorro en caso de necesidad.

Cuando la Galera Real comenzó a bogar mar afuera, Don Juan permaneció largo rato en la popa, el león al lado, mirando borrarse la mancha blanca de las casas de Túnez en torno a la Alcazaba.

Tocaron en las Islas Fabianas. Allí encontró la noticia de que había muerto hacía más de un mes la princesa Juana. Se conmovió. «Todo lo mío se va acabando», le dijo a Soto, y recordaron los tiempos de su juventud en la Corte, la alegría de la princesa, la gracia de la reina Isabel, el mismo Don Carlos, Ruy Gómez. Nadie quedaba de ellos.

En los salones de la reina jugaban a la gallina ciega. Alguien era atrapado cada vez.

Ahora habían atrapado a Doña Juana.

Vistió de negro y mandó enlutar a la flota.


Todo ese invierno no se habló de otra cosa en Nápoles que de Don Juan y su león.

Lo acompañaba a todas partes, a las fiestas, a la iglesia, a las ceremonias, con gran inconveniente para cortesanos y criados. Por las noches se tendía ante su puerta. A veces firmaba las cartas a los amigos: «El Caballero del León».

Había vuelto como un general romano, con su fiera cautiva y su rey prisionero.

Muley-Hamida y su hijo estaban en el castillo de San Telmo. Venían poetas a recitarle odas neoclásicas en que lo comparaban con Escipión. «Austria» llamó al león, que permanecía quedo y soñoliento en el preciso sitio que Don Juan le asignaba. Le pintaron retratos majestuosos con todas sus armas, reluciente el bastón de mando, la espada y el león a sus pies.

«O vuelvo ahora o no volveré nunca, Juan de Soto.» Había escrito al rey para pedirle la autorización para ir a verlo. La respuesta vino tarda y dudosa. Se le felicitaba pero al mismo tiempo se le hablaba de la necesidad de su presencia y de la posibilidad de otra nueva tentativa contra el Turco en el verano. «Sería la cuarta. ¿Es a la cuarta que va la vencida?» Había amargura. Lo que llegaba al través de Soto y de algunos amigos traslucía el mismo viejo fondo negativo. Antonio Pérez había escrito que el rey estaba contento de lo hecho, pero que seguía objetando lo de La Goleta. De la posibilidad del reino todo era vago.

«Pienso a veces que no se debe fiar de Antonio.» Soto no se atrevía a afirmarlo pero tampoco lo negaba. «Antonio es amigo, ciertamente, pero sólo hasta un punto: primero él, luego él y después los demás.» «No quieren que vuelva. Por lo menos todavía. Hay que dejar que Túnez se ponga tan viejo y olvidado como Lepanto.» Se soltaba a la inagotable ronda de los placeres y los días luminosos. Mascaradas, corridas de toros, torneos y juego de pelota. Granvela lo elogiaba con cierto fondo de sarcasmo. Sin sarcasmo le decían los jóvenes compañeros de sus noches que querían acompañarlo a la próxima guerra o a la próxima vuelta triunfal a España. «Quiero estar junto a Vuestra Alteza en esa hora, cuando el rey nuestro señor reconozca públicamente todo lo que se le debe.» «Algo se me debe, Juan de Soto, pero ni siquiera quiere mandar a pagar lo que se le debe a los soldados. Ya no aguanto más. Un día se van a amotinar y no seré yo quien salga a someterlos.» Había conseguido recursos apenas suficientes para licenciar los soldados alemanes e italianos. Los más de los españoles los mandó a Cerdeña.

Los banqueros, cada vez más sórdidos y humillantes, le reiteraban su negativa. Llegó a darles joyas y dinero suyo como garantía.

Habían entrado nuevas mujeres en la nueva ronda. Muchas que nunca había visto antes o que había mirado de lejos. Españolas, italianas, levantinas. Algunas ambiciosas y altas como Ana de Toledo. Fray Miguel Servia repetía sus penitencias y admoniciones También le repetía sus arrepentimientos que eran sinceros por corto tiempo.

Ana de Toledo trajo un astrólogo a su palacio. Largo, calvo, verdoso, con una raía barba negra de largos pelos sueltos. Tenía fama de grandes aciertos. Muertes, nacimientos, triunfos, desgracias de personajes.

Preguntó por la fecha y hora de su nacimiento. Nadie lo sabía. Sacó de una bolsa de terciopelo un grueso tarot de raras figuras. Se concentró. Ana de Toledo a su lado se mordía los labios.

Dijo cosas vagas y otras atrevidas: «Veo un rey. Veo dos. El más mozo no lo es todavía. Pero va a reinar en un gran reino, en el más grande reino. Primero tendrá la corona de un país que va a conquistar. Después heredará la corona del viejo rey.

El viejo rey tiene un hijo pero morirá en la niñez. Tuvo antes un hijo que también murió».

En marzo le llegó el anuncio de que el Papa le había concedido la Rosa de Oro.

La pompa fue casi la de una coronación. Vino un Legado de Roma, trajo la deslumbrante joya. La catedral se llenó de prelados y dignatarios. Largos los ritos y los discursos.

Los latinazos del Legado Pontificio repetían los elogios que le prodigaba Gregorio XIII. Con voz de Dios lo llamaba vencedor y Alteza. «Vuestra Alteza», le había dicho repetidas veces el Prelado. Cuando puso en sus manos aquella flor de oro, la ovación llenó el templo.

Resolvió entonces no esperar más y partir a España. Parecía bueno el momento, no había guerra ni amenaza del turco ni de los flamencos. Venía la primavera y con ella lo verían reaparecer en Castilla. Tres años largos sin dejarse ver. En Génova se estaba desarrollando un choque de facciones. Los nobles del Portal de San Lucas, dirigidos por Doria y Grimaldi, amigos del rey, y los del Portal de San Pedro, nobles nuevos, ambiciosos y apoyados por Francia.

Salió hacia Gaeta para de allí cruzar a España. Al llegar lo que halló fue un correo de Madrid que le ordenaba seguir a Génova a pacificar los nobles revoltosos.

«No me dejarán ir nunca», estalló en desesperación. Con Soto prorrumpía en improperios. «No soy sino el último y más miserable de los desterrados. ¿Qué pueden temer de mí?» Soto trataba de calmarlo, pero se le agotaban los argumentos. «Es grave lo de Génova y el rey sólo confía en vos.» Soltó una rencorosa retahíla de insultos sobre los personajes de la pugna genovesa. «Le sobra gente al rey para ello. Yo creo poder servir para otras cosas.» Le volvieron fiebres y bascas, noches de delirio y mañanas de apatía. Tuvo que levantarse para recibir una visita de Roma. Había llegado el embajador Zúñiga. Marcantonio Colonna y Jacobo Buoncompagni, que era hijo del Papa.

Lo que le vinieron a decir fue más alucinante que un delirio. Zúñiga más discreto, pero Buoncompagni y Colonna llenos de entusiasmo, le hablaron largamente de la preocupación de Gregorio XIII por la suerte de los católicos en Inglaterra. Eran muchos y estaban sufriendo bajo la tiranía de la reina Isabel, la usurpadora del trono que por intereses políticos se mostraba dispuesta a entregar el reino a los herejes. Era una abominación, pero había una posibilidad providencial. María Estuardo, viuda del rey de Francia y reina de los escoceses, era católica militante. Se podía contar totalmente con ella. Si España ayudaba desde Flandes, se podría derrocar a Isabel y sus herejes y poner en el trono a María Estuardo. Don Juan, con las fuerzas españolas, seria el héroe de esa lucha. España apoyaría el alzamiento de las fuerzas católicas que había en Inglaterra y todo terminaría con el triunfo de la iglesia. María Estuardo sería la reina y Don Juan de Austria su esposo.

No salía de su asombro. Hizo preguntas pueriles.

Juan de Soto pasó media noche razonando con él. No era fácil pero resultaba hacedero y hasta lógico. Sería el golpe maestro del rey Felipe, antiguo rey de Inglaterra; sería tan poderoso como Felipe y tanto como el de Francia, aquel tísico de Carlos IX.


Estaba en el viejo palacio de los duques de Milán. Visitas a Génova y a Milán y el largo desfile de los próceres de las dos facciones genovesas. Del jardín con mohosas estatuas de mármol surgían los viejos nombres de condes y marqueses de los de la Puerta de San Lucas y de la de San Pedro. Todos protestaban su inquebrantable lealtad al rey y acusaban al otro bando de las peores intenciones. Era tiempo de oír, disuadir y hasta amenazar.

Estaba en el centro de la tela de araña de la intriga política y guerrera. Llegaban las cartas de Palermo y Messina con noticias del Turco, despachos de Nápoles y de Roma y las incompletas noticias de Madrid. Fueron también días de cama y dolencias.

Una buena tarde lo atrapaban las fiebres, subía aquella seca sensación de calor que le envolvía la cabeza. Se exacerbaban las angustias y caía en el delirio. A veces confundía a los que se le acercaban a la cama. ¿Era Juan de Soto que ya había vuelto de Madrid, o un nuevo emisario del Papa?

Lo último que le llegaba, como todas aquellas nuevas, ya era viejo de meses y lo dejaba en el suspenso de ignorar lo que podía haber pasado desde que la noticia se produjo. «Fue hace ya dos meses, ¿quién sabe lo que habrá ocurrido desde entonces?«Era también la ocasión de perderse en suposiciones ingratas.

Juan de Soto escribía poco, siempre en el tono neutro y cauteloso del que no estaba seguro de las manos a las que podía ir a parar la carta. Más decían los mensajeros que podían traer confidencias. La imagen era siempre la de aquella dualidad entre lo que decía el rey, lo que decía Antonio Pérez, lo que decía Antonio Pérez que había dicho el rey, el rumor borroso de alguna confidencia inverificable. Pérez se mostraba amigo y veía con agrado el proyecto de Inglaterra. No había negativa abierta del rey pero si consideraciones de cautela y prudencia. Había que esperar, había que ver, no había que precipitarse.

Fue entonces cuando llegó la noticia de la muerte de Carlos IX de Francia. El rey de un reino dividido en el que las agazapadas facciones iban de nuevo a levantar cabeza.

Hugonotes, católicos, partidarios de los Guisa. Podía darse la ocasión de obrar con audacia y lograr el trono para un español. Juan de Francia. Todo era posible y todo era imposible. Entre las tardes de fiebre y los días de intriga le llegó la retardada nueva de que el otro hijo de Catalina de Médicis, Enrique de Anjou, que había sido elegido poco antes rey de Polonia, había sido llamado a ocupar el trono francés.

Como en un juego de escamoteo surgía entonces la posibilidad del trono polaco.

Algunos veían mejores posibilidades allí si el rey de España ponía todo su peso en los electores polacos, Juan de Polonia. García de Toledo le escribió en tono paternal para decirle las mejores posibilidades que había en un trono electivo. No se tropezaba con el insalvable inconveniente de la legitimidad. Era mero asunto de fuerza política.

En la hora de la fiebre se veía en un oscuro salón en un raro juego de sillas musicales. Eran tres, cuatro, cinco personas, que giraban en danza alrededor de cuatro o cinco sillas. Cuatro o cinco tronos. El de Túnez, el de Francia, el de Inglaterra, el de Escocia, el de Polonia. También estaba el de España. Había mujeres y hombres en la ronda.

Y hasta un niño en el Alcázar de Madrid. Al interrumpirse la música todos se precipitaban a ocupar las sillas. Se lanzaba a la silla más próxima pero la encontraba ocupada.

Había que esperar que comenzara la nueva ronda.

Por debajo de la intriga de Génova le comenzaron a llegar noticias malas de Túnez.

Era mayo y los trabajos de la nueva fortaleza no avanzaban de acuerdo con lo proyectado. Se confirmaban informes de que El Uchali, con una flota grande, navegaba hacia Occidente. De La Goleta llegaban voces de angustia. Pedían, como siempre, refuerzos y dinero. Envió un escuadrón de galeras con hombres y materiales. Nunca era suficiente. «Si llega el Turco ahora…», repetían las misivas Se sintió lejano e impotente para dar auxilios suficientes. Con desespero envió cartas para Madrid, para los virreyes de Italia, para Palermo. Estaba en peligro de perderse todo y había que actuar con toda prisa. No bastaban las cartas. Despachó a Juan de Soto de nuevo a Madrid a forzar la rápida decisión de la ayuda.

Era como gritar en la soledad. Los hombres de La Goleta debían pensar que los había abandonado.

Las tardías respuestas que le llegaban no eran alentadoras. Algunos pensaban que se exageraba el peligro, que La Goleta podría resistir muy bien como en el pasado.

En Madrid se hablaba casi burlonamente del «embarazo de África». Según hacía saber Soto, más parecían preocuparse de las aspiraciones al trono de Inglaterra.

Desde Roma Zúñiga pensaba que no había motivo para tanta alarma. Granvela, en Nápoles, daba largas y hacía poco. Terranova, en Palermo, no pasaba más allá de un retrasado auxilio de dinero y barcos La desesperación en Vegoven crecía. «Lo que está en vísperas de perderse no es La Goleta, es Lepanto. Nada va a quedar de todo lo que pudo haberse ganado allí.» En junio las nuevas fueron más precisas y graves. El Uchali avanzaba con una flota de 300 galeras. Cervellón decía que los jefes turcos de Trípoli, Argel y Bona marchaban por tierra hacia Túnez. Día tras día se iba formando y cerrando aquel anillo de hierro y fuego sobre el Golfo de Túnez. Era la hora en la que centenares de galeras cristianas deberían estar allí listas para repeler el ataque y darle al Sultán la confirmación de una derrota definitiva.

No pudo esperar más. En un arranque de desespero embarcó en La Spezia con los barcos y los hombres que pudo reunir.

Nunca le pareció la navegación más lenta, ni los días más largos. Todas las velas desplegadas, los remos a todo empuje, los gritos y los látigos de los cómitres parecían lograr poco. «Cada día que pasa es ayuda para el Turco.» Ofrecía premios y halagos a los bogas.

La llegada a Nápoles aumentó su angustia. Lo que había en hombres y barcos era poco. El Cardenal Granvela usaba un tono complaciente y paternal. No era eso lo que necesitaba. Soldados, dinero, barcos. Pero no para dentro de una semana o dos, sino ya, de inmediato. «Esta es la hora en que yo debería estar entrando en La Goleta.» Las cartas de Soto desde Madrid no eran más alentadoras. No sólo no había prisa sino que tampoco había gran preocupación. Otras cosas ocupaban el interés del rey.

Antonio Pérez apuntaba al error de no haber obedecido la orden de demoler las fortificaciones. Tal vez, le daba horror pensarlo, habría quien viera aquello como una buena lección para el atolondrado. «Es así como me miran.» Los días de Nápoles terminaron. Las noticias que recibió en Messina confirmaron sus temores. Túnez estaba cercado por tierra y por mar. Era la última noticia, no de hoy ni de ayer, sino de hacía ocho o doce días, la que trajo una embarcación mercante, un pescador o un fugitivo. Lo que podría estar pasando hoy no lo sabia ni podía saberlo. DOCE Había que imaginarlo con horror o con esperanza. La fortaleza había resistido, habían logrado rechazar el ataque y esperaban solamente la llegada de las fuerzas auxiliares.

O no habría podido resistir. Lo que tenía que pasar ya estaba pasando o ya había pasado, y era tarde irremediablemente. «Vuestra Alteza ha hecho todo lo que se puede. Confiemos ahora en el Señor.» Hubo que retardar la salida. Tenaces tempestades de días enteros retenían las galeras en el puerto. «Es locura, señor, salir con este tiempo», decían los viejos marinos. Caía en súbitos abatimientos. «Todo está contra mí.» Salieron hacia Trapani. No pasaban de un centenar de galeras. Qué posibilidades podía tener aquella modesta fuerza frente a todo el poderío y la astucia marina de El Uchali y las fuerzas de tierra enemigas. La tempestad volvió más recia y por interminables días no se pudo salir.

Hasta que apareció aquella nave francesa, maltrecha, fugitiva, con cincuenta soldados de la guarnición de La Goleta a bordo.

Hacía días, el 23 de agosto, había sido tomada la fortaleza. Muchos jefes pasados a cuchillo. Cervellón y otros tomados como esclavos. La ciudad estaba en poder de Sinan, el jefe turco.

Juan Zanguero, el capitán de los soldados fugitivos, contaba espantosos detalles de la lucha. El exterminio, la matanza, el saqueo.

Don Juan oía en ahogado silencio, los puños y los dientes apretados. «Cuenta más horrores, Zanguero, más horrores, todos los que sepas.» Luego añadió unas palabras que nadie se atrevió a oír: «El rey estará contento».

Su situación había cambiado. Era lo que sentía en la forma en que lo trataban los grandes funcionarios y en los decidores silencios que se hacían ante él. «Fue una lástima. Vuestra Alteza hizo todo lo que se podía. Desgraciadamente…» Desgraciadamente, lo sabia, había fracasado. Las culpas recaían sobre él. Había desobedecido al rey al no desmantelar la fortaleza de La Goleta. Había salido tarde y mal y no había podido llegar a tiempo.

Un cierto tono de insoportable conmiseración había en las palabras de los cortesanos. Con Juan de Soto se descargaba. «¿Qué soy ahora? Nadie lo sabe y menos yo mismo. Los virreyes me hacen menos caso que nunca; no tengo ninguna autoridad sobre ellos. La Liga se acabó, la flota está dispersa y sin recursos. He quedado para recuerdos y pequeñeces. Para arreglar los pleitos de los genoveses.» Ya evitaba hablar del posible reino para él. «Me verán como un majadero que no sabe lo que es, ni menos lo que puede. Si me quedo aquí irá cayendo sobre miel olvido y la insignificancia; ahora más que nunca necesito que se me reconozca, que se me dé el rango que me pertenece y que me han negado siempre. Que se me dé una situación de verdadero poder y no este engaño que nunca se resuelve.» Decidió en un ímpetu presentarse en Madrid sin permiso y sin aviso. Era un desafío al rey. Soto trató de aconsejarle paciencia. No quiso oír. «Peor que todo seria continuar en la situación en que me hallo.» Con dos galeras salió para Barcelona. Era otra aventura, distinta y acaso más difícil que las que hasta entonces había corrido.

Desde que desembarcó empezó el juego de las ingratas sorpresas, los disimulos y los nuevos reconocimientos.

«¡Qué maravillosa sorpresa nos da Vuestra Alteza!» Sorpresa era, bastaba ver las expresiones desacomodadas. «Ya era tiempo de que volviera Vuestra Alteza.» Topó con caras nuevas y con viejas caras que tenían otra expresión. Envió adelante a Soto y sin más aguardar siguió a Madrid.

Antonio Pérez salió a recibirlo en las afueras. «Vuestra Alteza me va a honrar alojándose en mi Casilla.» Esplendoroso, sonriente, cubierto de sedas y de joyas, erguido, seguro, parecía otro distinto del que había conocido. Volvió a respirar aquella nube sofocante de perfume que lo rodeaba. «Mucho has cambiado, Antonio.» «También Vuestra Alteza.» ¿En qué sentido lo decía? Esa iba a ser desde entonces la nueva dificultad, conocer los nuevos sentidos que habían adquirido las viejas palabras. Fue frío el saludo de Pérez para Juan de Soto. Junto a Pérez estaba aquel hombre gris y pesado, de ojos duros y palabra sentenciosa y áspera. Era Juan de Escobedo, gente de Ruy Gómez, lo llamaban «el verdinegro».

Oyó a Pérez hablar con condescendiente tono de superioridad de lo que pensaba el rey. «No le ha gustado esta venida sin su permiso, pero ya se le ha pasado, como se le ha pasado el disgusto por lo de La Goleta.» No pudo callar. «Ya sé, toda la culpa es mía, cometí la gran falta de querer pensar con mi cabeza y tomar decisiones ante los propios hechos que estaban ante mis ojos. A propósito, Antonio, no sabes lo que han dicho en Nápoles.» Rió con falsa risa y añadió: «Granvela con la bragueta y Don Juan con la raqueta, perdieron La Goleta». Antonio Pérez se sonrió apenas.

Poco a poco fue dándose cuenta de lo que había cambiado en la Corte y de la nueva actitud para con él. Había un cierto tono de apiadada condescendencia cuando le hablaban de La Goleta. «La guerra es un azar.» El duque de Alba le dijo entre paternal y agresivo: «Habéis aprendido mucho. En la guerra no se deja de aprender nunca.

Sintió las grandes ausencias, los huecos y vacíos en el paisaje humano, la de la princesa Doña Juana, la de la reina Isabel de Valois, tan distinta de aquella alemana hacendosa y triste que era la reina Ana. Había la gran falta de Ruy Gómez. Muchos lo recordaban con nostalgia. Tan distinto de Antonio Pérez. Y había también, muy aparente para todos, la ausencia de la princesa de Éboli. «¿Qué es de mi tuerta?» Con lo que le contaron en sucesivas confidencias pudo reconstruir el cuadro.

A la muerte de Ruy Gómez, Doña Ana había caído en una inmensa depresión. Se fue de Madrid a sus tierras de Pastrana y decidió profesar como monja en el convento de Carmelitas Descalzas que allí había fundado. Escobedo le explicó un día: «Su vida sin Ruy Gómez no era posible para ella. Estaba hecha a un poder inmenso por medio de aquel hombre. Al través de él mandaba y gobernaba. Eso no lo ha podido soportar».

El drama había terminado en comedia. No quiso someterse a las duras reglas del convento. Peleó con la Superiora, pretendía mantener hábitos de gran dama con servidumbre y visitas. Terminó mal con la propia Madre Teresa de Jesús. El nuncio mismo había dicho: «Es un magnifico espectáculo este combate entre dos féminas exaltadas y autoritarias». Terminó por irse del convento a su palacio de Pastrana para cerrarse de negro en un alarde de viudez. Estaba todavía allí pero era evidente que de un momento a otro se presentaría de nuevo en la corte.

Llegó el día de visitar al rey. Sabia lo que le iba a decir por lo que Pérez le había respondido a sus cuestiones. Se arreglará lo de Italia, se pospondrá lo del reconocimiento de la condición de Infante, no habrá promesa firme en lo de la corona de Inglaterra. Así fue. Pasó por las salas y las antecámaras. Lo saludaron con respeto y alguna curiosidad. Era como si regresara de otro mundo. Lo miraban de una manera distinta, mezcla de envidia y desdén. Algunos le asestaban miradas de cazador. Le hubiera provocado decir en voz alta: «Si, miradme bien, soy Don Juan de Austria, aquel que una vez, hace ya mucho tiempo, derrotó a los turcos, que antes también derrotó a los moriscos en Granada, tal vez ya no recuerdan, pero seguramente recordarán que soy, sobre todo, el atolondrado que perdió a Túnez. Pueden saciarse de yerme». El rey lo recibió sin mostrar sorpresa ni curiosidad. «Me contento de que hayas venido.» Tenía una rara sonrisa borrosa, entre grata y burlona. «Hablemos de Italia.» Olvidado de todo lo demás, le habló con pasión de las dificultades de su acción en los dominios italianos. Granvela y sus marrullerías, Terranova y sus desacatos; los desdenes de Zúñiga en Roma, los interminables meses de esperar una decisión que siempre llegaba tarde. La falta de dinero y vituallas. Los amotinamientos, las contradicciones y aquel pantano de intrigas en que ahora estaba metido entre las facciones de Génova con riesgo de que los franceses se aprovecharan y de que el Papa metiera mano. «Soy todo y no soy nada, señor.» «Eso lo vamos a remediar». Le había indicado su deseo de que la visita a la Corte fuera breve. Le habló resueltamente como si se confesara de lo insostenible que resultaba su posición personal. «Me tratan de Alteza y no soy Alteza. Me dan trato de Infante por ser hijo del padre de Vuestra Majestad, pero no se me ha reconocido en la Corte.» Fue largo y divagante lo que respondió el rey. Palabras de afecto en las que volvía y resonaba el nombre de hermano, la seguridad de que eso vendría pero en su ocasión.

Más vago estuvo el rey en lo referente al trono de Inglaterra. El Nuncio le había hablado, el Papa le había escrito, los católicos ingleses ponían muchas esperanzas en esa posibilidad. No se oponía pero volvía con insistencia sobre las dificultades y la oportunidad. No era el momento todavía, había que estar seguro de que el Turco no se iba a mover de nuevo, de que el rey de Francia no se opusiera y, sobre todo, de que Flandes estuviera pacificado.

Al final, y como si recordara de pronto, le dijo: «También tenía que hablar de algo delicado y poco grato, de la situación de la Madama Bárbara Blomberg en Flandes. Hace algún tiempo el duque de Alba le escribió al secretario Zayas, y otros informes lo confirman. Algo habrá que hacer pronto». Le tendió la carta. La leyó lentamente con horror, sintiendo que la mirada del rey estaba sobre él observando sus reacciones. A ratos parecía no entender. «Aquí pasa un negocio que me tiene en mucho cuidado… El negocio anda ya tan roto y derramado que conviene que con muy gran brevedad 5. M. le ponga remedio…; la madre del señor Don Juan vive con tanta libertad y tan fuera de lo que debe a madre de tal hijo que conviene mucho ponerle remedio, porque el negocio es tan público y con tanta libertad y soltura que… ya no hay mujer honrada que quiera entrar por sus puertas… los más días hay danzas y banquetes.» No se atrevía a levantar la vista. Le dolían las palabras «negocio roto y derramado», «madre de tal hijo». No halló qué decir. Confundido y torpe tendió la carta al rey.

«No se debe aguardar más, señor.» Salió huidizo de la audiencia y fue a encerrarse solo con su ira y su vergüenza.


Se le hizo permanente aquella sensación de que, aunque nadie le hablaba de ello, todos pensaban al verlo en Bárbara Blomberg, la «Madama» de Amberes. Era una insoportable presencia invisible que lo acompañaba a todas partes. No era la sola. Había también la otra, de la que si le hablaban, la del Emperador. Tampoco le había resultado ~ fácil porque había en ella presente una comparación callada y desventajosa.

En la lisonja más fácil: «Hijo de tal padre», asomaba un término de medida insostenible. Era un parangón inevitable que tendía a rebajarlo y humillarlo. «Preferiría que no me lo dijeran tanto.» Llegaba a sentir que era una especie de negación de su propia persona. «Nunca me ven a mí. Nunca soy yo, sino la otra presencia que se interpone. Es como si me estuvieran negando y poniendo a prueba todo el tiempo.» Se había encontrado con Maria de Mendoza. Le tomó tiempo hacerlo a pesar de los recados insistentes que le hacia llegar ella. La halló más madura, más dulce, más resignada. «No he vuelto a ver a la niña. ¿Qué es de ella?» Él tampoco la había visto desde hacia años. «Tengo buenas noticias. Crece y en su día irá a un convento.» María de Mendoza oyó con calma. «Era su destino.» «¿Crees en el destino, María?» «Tengo que creer. En mi caso, en tu caso, en el de la niña.» Hubo un corto reanimarse de la antigua llama. Sin más palabras se abrazaron, se besaron, se estrujaron con furia y se hundieron en la sorda angustia de la carne.

«Es de noche en España, Antonio.» Redescubría la severidad, la tiesura, la falta de espontaneidad, los colores oscuros, los ojos temerosos, los largos silencios de la corte. «Es otra cosa Italia.» Pérez le había dicho que el rey tenía prisa en que regresara a posesionarse de sus nuevas funciones. «Yo también la tengo.» Era como una doble conversación en la que se sabía lo que se decía y se adivinaba lo que no se decía. Le parecía sospechoso el empeño de Pérez de mostrarse amigo.

Fue así como le oyó decir casi al desgaire: «Es tiempo de reconocerle sus grandes servicios a Juan de Soto». «Me ha servido mucho y muy bien.» «El rey podrá nombrarlo en algo de más importancia, como Proveedor de la Flota, por ejemplo.» «Sería muy bueno, siempre que siga a mi lado.» «Claro que sí, no sería posible de otro modo.» Pero más adelante, después de ponderar los méritos de Soto y la importancia del nuevo cargo, añadió casi incidentalmente: «Habría que encontrar a alguien para que se ocupara de la secretaría». Don Juan reaccionó rápido. «No quiero que Soto abandone mi secretaría. Nadie podrá hacerlo como él.» «No tiene por qué abandonarla, seguirá ocupándose de todas vuestras cosas, pero para el manejo diario hará falta otra persona.» Luego, en forma de confidencia o de propuesta: «Hay uno muy bueno. Vuestra Alteza lo conoce desde la casa de Ruy Gómez. Tiene también toda la confianza del rey». Soltó entonces el nombre de Escobedo.

«Tenía toda la confianza del príncipe y de Doña Ana.» Antonio hizo el largo recuento de sus méritos, era discreto, inteligente, valeroso. «En realidad tendréis dos secretarios, Soto y Escobedo.» Don Juan lo recordaba bien. Desde su aspecto físico, su enfermizo color de aceituna, sus brusquedades y agresivas franquezas. «Nadie como él conoce la Corte.›' Habló varias veces con él a solas. No terminaba de verlo claro. Miraba con demasiada fijeza, aflojaba los más duros calificativos sin pestañear, parecía conocer todo de todos. Pero era astuto. Desde el primer momento supo tratarle del reino prometido y esperado. Parecía estar al tanto de toda la intriga. «Es una gran causa. Puede cambiar la historia. Es lo que más me atrae para servir con Vuestra Alteza.» Se fue al convento de Abrojo antes de partir. Allí encontró a Doña Magdalena.

Le dio buenas noticias de la niña. Le habló bien de Escobedo, lo hizo sentirse a ratos niño otra vez.

En la efusión del momento le habló de «Madama Bárbara». No se inmutó Doña Magdalena. «No se puede esperar más para hacer lo que es debido. Me sentiría muy contenta de poder ayudar en algo.» Sintió alivio.

A los pocos días partió a embarcarse para Italia. Poco antes Escobedo le trajo una mala noticia. «El marqués de Mondéjar va de virrey de Nápoles.» Otra vez «el cabo de escuadra», dijo recordando los incidentes de la guerra de Granada. «Seguimos y seguiremos con las mismas contradicciones. Se me nombra lugarteniente del rey en toda Italia, con autoridad sobre los virreyes, y al mismo tiempo se me coloca a Mondéjar en Nápoles.» «Es el viejo más vidrioso que he conocido», comentó Escobedo.

«La culpa es mía, Soto, toda mía. Me he dejado engañar como un niño. Todo me lo pintaron de otra manera. Te iban a dar el cargo de Proveedor de la Flota, pero sin dejar mi secretaria. Yo insistí mucho en esto. Escobedo no te iba a reemplazar, sino a trabajar contigo y junto a ti.» Soto se mostraba indignado, quería renunciar y volverse a su casa. «Lo que quieren es alejarme de Vuestra Alteza. Lo deseaban y lo han logrado.» Desde el regreso a Nápoles todo había marchado mal. El virrey, marqués de Mondéjar, lo desacataba abiertamente. «Es peor que Granvela, aquél me detestaba pero éste me desprecia. No lo voy a soportar. Desde Granada lo conozco. Ahora ignora cada vez que puede mi condición de Teniente General del rey.» Habían logrado sacar de su lado a Soto sin que él se diera cuenta. Habían sustituido a Granvela por Mondéjar, con lo que su situación había empeorado. «No fue eso lo que pedí, no fue eso lo que me dijeron. Escribiré al rey y a Antonio Pérez.» A Escobedo, que trataba de hacerle mejorar su actitud con Don Juan, el iracundo marqués le había dicho: «Desengáñese, que si me presentan treinta cédulas del rey y entiendo que no convienen a su servicio, no las obedeceré».

Le escribió al rey: «Que repongan a Juan de Soto como secretario sin perder el cargo de Proveedor de la Armada y que nombren a Juan de Escobedo Veedor General de la misma». No se había dado cuenta en Madrid, pero reconoció que después que Soto se enteró «se agravió», «que esto había sido por desconfianza que de él se tenía, que en lugar de merced fue pagado con afrenta». Pedía que se restituyesen las cosas a la situación anterior y Soto quedara como secretario. Había hablado con Escobedo y se había manifestado conforme. Añadía implorante: «Como supliqué a V. M. que le hiciese merced del oficio del Proveedor, entendiendo que habría de retener el de secretario, me haga ahora la misma merced, no sólo no es incompatible, sino muy conveniente que lo tenga todo uno…, para quitarle la causa que tiene de quejarse ahora de mi… a Juan de Soto no hay manera de satisfacerlo de su agravio».

Escribió también a Antonio Pérez. Todo quedó en el suspenso sin término de los correos, de los quehaceres de la Corte, de la lentitud inagotable de las decisiones.

Sin mostrar disgusto, Escobedo cada día se hacia más servicial y útil. Con frecuencia atravesaba el jardín que daba a la casa del virrey para hablar con el marqués y tenerlo al tanto de las cosas. De regreso reportaba sus ásperas reacciones y la intromisión constante en el gobierno de sus varios hijos. «No es un virrey lo que tenemos, sino cinco.» No había ninguna expedición marítima para la próxima primavera. Naves y tropas estaban dispersas en puertos y plazas. No había sino la rutina de los reclamos, los motines y la falta de recursos. Lo de Génova no terminaba de arreglarse.

Poco a poco fue tomando gusto a aquel montañés áspero y astuto. Escobedo le hablaba de las posibilidades futuras. Los más aventurados planes tomaban en su palabra un aspecto de posibilidad segura. Hablaba de la Corona de Inglaterra como cosa hacedera. Con las tropas españolas de Flandes y un refuerzo de barcos se podría invadir.

Los católicos se alzarían para libertar a Maria Estuardo y arrojar del trono a la hereje Isabel. Iba más lejos. Casado Don Juan con Maria Estuardo sería rey de Inglaterra, aplastaría fácilmente la insurrección de Flandes y entonces toda Europa estaría dominada por los dos hijos del Emperador en Madrid y en Londres.

Iba cobrando ímpetu y se atrevía a asomarse a lo impensable. Podía quedar el trono de Madrid sin heredero. Lo había estado mucho tiempo. Ahora no había sino aquel frágil niño que Don Juan no había visto. Sintió horror e hizo el gesto de hacer callar a Escobedo. Éste vaciló un momento para continuar. No era de hombres inteligentes no tener en cuenta todas las posibilidades. La muerte hacia y deshacía el destino de las coronas. Así se habían reunido tantas en la cabeza del Emperador.

No sólo sentía una impresión de sacrilegio al oír aquellas palabras, sino que también regresaba a la duda constante sobre su persona. Su caso no era ni podía ser el del Emperador. Uno detrás de otro habían ido viniendo a sus manos los reinos y señoríos. Era el señor natural. No había tacha posible. Pero en cambio sobre él habían levantado y se podían levantar duras objeciones. No era ni siquiera un Infante. Y luego había aquella mujer de Amberes, aquel «asunto tan roto y derramado».

Dejó ir a Escobedo a Roma a tratar de nuevo con el Papa. Se había pensado en la posibilidad de que el propio Don Juan fuera disfrazado, entrara una noche hasta el Vaticano y hablara de todo aquello con Gregorio XIII. Lo que Escobedo trajo fue la confirmación del apoyo del Pontífice. «Señor», dijo Escobedo con su seguridad acostumbrada, «lo veré en el trono de Inglaterra y yo seré un milord».

Vino un tiempo ingrato de pugnas con el virrey, de mensajeros de las intrigas de Génova, de cartas de Madrid en las que siempre quedaban los asuntos en suspenso.

Llegó a pensar en regresar a la Corte y abandonar todo aquello.

Con el verano se fue a Génova. Dejaba atrás la intriga insoportable de Nápoles y la ya monótona ronda de los banquetes, las fiestas y las mujeres que, finalmente, era siempre la misma.

Le llegó la noticia de la muerte del Comendador Requesens. Había expirado el 5 de marzo en Flandes. Con Escobedo hizo largo recuento del viejo personaje. Sus errores, su dureza de carácter. Recordaba los tiempos de Granada y de Lepanto y aquella figura solemne y sombría que en cada ocasión pretendía decirle lo que tenía que hacer.

No fue necesario que Escobedo se lo advirtiera. Después de su hermana, la duquesa de Parma, después del duque de Alba, después del fracaso repetido de la guerra, de la paz, de la fuerza, de la blandura, de la dureza y de la tolerancia, nada se habla logrado. «Con Alba se demostró que no bastaba el triunfo de las armas. La rebelión está en los espíritus y ésos no se pueden desarmar. Con Requesens no mejoraron las cosas. El maldito Taciturno es dueño de medio país y cuenta con la ayuda sin límites de los protestantes ingleses, alemanes y franceses.» El 3 de mayo llegó un mensajero de la Corte con carta del rey. Escobedo le llevé el pliego. «Ya sé lo que dice. No necesito leerlo.» Se había descompuesto. Caminó por la habitación hablando a solas. «¿De cuándo es la carta?» Era del 8 de abril anterior.

«Un mes hace ya que mi destino fue decidido. Yo sé, Escobedo, que no puedo negarme, pero siento que lo que me anuncia es una sentencia de muerte.» Habló de la vieja lucha de Flandes, del Emperador, de Margarita de Austria, de Alba, de Requesens. «Se ha intentado todo y todo ha fracasado. La princesa Margarita era de allí y no pudo. El duque de Alba triunfó con las armas y la resistencia y el odio fueron más grandes que nunca. Requesens, a base de renuncias y concesiones, logró ganar algún tiempo, pero nadie puede engañarse, aquélla es una situación desesperada. ¿Qué dice el rey?~ Mientras Escobedo leía la carta comentaba en voz alta. Debía salir inmediatamente, por la vía de Lombardia y el Franco-Condado para llegar lo más pronto a Luxemburgo.

La situación era muy grave. Detrás de la voz de Escobedo era la del rey la que oía.

«Iría yo mismo si mi presencia no fuera indispensable en estos reinos para reunir el dinero que se necesita para sostener a todos los demás», la voz de Escobedo se hacía casi suplicante, «de otro modo hubiera con seguridad dedicado mi persona y mi vida, como ya lo he deseado varias veces, a un asunto de tanta importancia y tan unido al servicio de Dios». «Nunca se ha decidido a ir, Escobedo; sus razones tendrá.» Era casi una imploración: «Me es necesario por tanto confiar en vos, no solamente por lo que sois y por las buenas cualidades que Dios os ha dado, sino por la experiencia y conocimiento de los negocios que habéis adquirido… Confio en vos, hermano mío…

Tengo confianza, digo, en que dedicaréis toda vuestra fuerza y vuestra vida y todo lo que más queráis a un asunto tan importante y tan relacionado con el honor de Dios y con la salud de su religión, pues de la conservación de los Países Bajos depende la conservación de todo el resto…».

Se hacía luego imperativo: «Gracias a Dios, los asuntos están ahora en buen estado… pero cuanto antes lleguéis será mejor. Ved por todos los medios de llegar mientras siga el buen estado actual de las cosas y antes de que vuestra tardanza ocasione algún cambio, de lo cual podrán resultar graves inconveniencias y entonces sería vano el remedio…; desearía que el portador de este despacho tuviera alas para volar hasta vos y que vos mismo las tuvierais para llegar antes allí».

Había venido también una carta de Antonio Pérez para Escobedo repitiendo la necesidad de la pronta llegada a Flandes.

«Seria loco salir así, sin saber cómo voy ni a dónde voy. Es mucho lo que expongo.» Comenzaron las consultas y planes. Hablaba con todo el que hubiera estado en los Países Bajos o tuviera información de ellos. Preguntaba con impaciencia. Ningún dato parecía enteramente fiable. Debía haber más de cincuenta mil soldados del rey. La mayoría era de alemanes de la Alta y Baja Alemania, veinte mil valones y apenas ocho mil españoles. No se les pagaba hacia tiempo. Había habido motines y saqueos. Se debía a las tropas 16 millones de florines y Requesens no había dejado en caja al morir ni lo suficiente para pagar sus exequias. No se podía contar con los banqueros y prestamistas. «Se les debe mucho y el rey ha suspendido los pagos. Es la quiebra.» Fue sabiendo los detalles más o menos ciertos de cómo se había producido su nombramiento. El Consejo de Estado se había reunido varias veces en Madrid con el rey para señalar un candidato a la Gobernación de los Países Bajos. El duque de Alba, el Gran Inquisidor, el Presidente Covarrubias, el Prior Don Antonio de Toledo. Se había hablado de las posibilidades del archiduque Alberto, de Alejandro Farnesio, del archiduque Ernesto y de Don Juan. El Inquisidor General lo apoyaba, pero el Prior de Toledo se había expresado duramente en contra. Recordó que era bastardo y eso no sería bien visto en Flandes, aludió a sus pasados errores y desobediencias, el caso de Túnez. El duque de Alba había señalado sus problemas con Granvela y con Mondéjar. Hasta que el rey decidió su designación.

«No se acuerdan de Lepanto, se acuerdan de Túnez; no se acuerdan de Granada, sino de Nápoles; no se acuerdan de mi padre, se acuerdan…» No lo dijo aunque hablaba sólo para Escobedo.

La noticia se había ido regando. Llegaban capitanes, letrados, católicos flamencos e ingleses. Cada quién traía su opinión y su cuento.

Lo que resultaba de aquellas conversaciones contradictorias era que todos los gobernadores habían cometido errores grandes. El duque de Alba no confió sino en las armas. Requesens solamente en la tolerancia y la diplomacia. Se necesitaba de las dos.

Sobre las mesas de mármol con «intaglios» de flores y frutas se extendían los mapas.

Anchas vitelas pálidas cubiertas de rayas de caminos, de cursos de ríos, de mínimas torres de poblaciones, con sus querubines mofletudos que soplaban los vientos y con sus delfines retorcidos que asomaban en el azul del mar. Muchos ríos, muchas ensenadas y aquellos nombres que eran de batallas o de alzamientos, junto a pequeños grupos de casas: Utrecht, Gante, Harlem, Delft. Los dedos recorrían los linderos de las provincias, condados, ducados, señoríos, obispados y grandes familias. «Nunca ha sido un reino. Dominios distintos que pertenecían al patrimonio del Emperador.» El dedo recorría las provincias: Frisia, Holanda, Zelanda, Brabante, Flandes. Eran tierras pobladas. Mucha niebla, mucho verdor de humedad, molinos de viento que de lejos parecían gigantes moviendo los brazos, grandes rebaños de ovejas y ríos y canales por todas partes. Mucha riqueza de comerciantes, navegantes, tenderos, tejedores y prestamistas.

Todas las religiones imaginables. Luteranos, calvinistas, católicos de muchas vertientes. Más habían sido los católicos en el Norte, sin embargo ahora dominaban los protestantes. Por los caminos se movían los regimientos armados y las caravanas de gente acobardada que emigraba.

Más de un mes llevaban las provincias sin gobernador. Gobernaba nominalmente el Consejo Real, gente indecisa y asustada. Las tropas se habían ido amotinando, deponían a sus jefes y elegían a otros para atacar los poblados, robar las casas y matar sin misericordia.

«¿Dónde está ahora Guillermo de Orange?» Las opiniones variaban con los visitantes. No estaba nunca mucho tiempo en el mismo sitio. Los más viejos lo recordaban en las ceremonias de la abdicación de Carlos V. El mozo apuesto y arrogante que sostenía al Emperador. «Fue una gran lástima que se le escapara a Alba, que lo hubiera ajusticiado junto con Egmont y Horne.» «Ese fue el peor de los errores», afirmaba otro. «La ejecución de Egmont y Horne privó al rey de España de sus mejores instrumentos para la pacificación. Allí cambió la suerte de esas provincias.» Ahora lo que quedaba, de acuerdo con las promesas de Requesens, era retirar las tropas del rey, los alemanes, que son los más, y los españoles; pero primero habría que pagarles. «Qué va a quedar entonces?», preguntaba Don Juan. «Un gobernador desarmado, sin tropas, sin poder, sin dinero.» En los ratos de soledad Escobedo volvía a la carga. «Ya han pasado, señor, dos semanas y la situación empeora. El rey lo advertía en su carta y decía que fuerais volando.» «Y si dijere tranquilamente que no voy, ¿qué pasaría?» Escobedo sacaba sus mejores argumentos. «Eso es lo único que no podéis hacer. Quedaríais deshonrado. No habría otra salida que la que ya han asomado algunos, entrar en la iglesia y ser Arzobispo de Toledo.» Las explicaciones de Escobedo sabían llegarle profundamente. «El camino de vuestro gran destino pasa por Flandes. Es desde allí donde se puede llevar adelante el proyecto de Inglaterra. Con el pretexto de retirar las tropas se puede organizar una invasión por sorpresa, con el apoyo del rey y del Papa. Los católicos ingleses no esperan sino vuestra decisión.» Le tomó semanas decidirse a contestar la carta del rey. Durante todo ese tiempo habían llegado reclamos y presiones de Madrid. No era posible aguardar más.

En la respuesta que escribió con Escobedo se traslucía el fondo de su querella.

Quiso repetir sus objeciones por más que Escobedo trató de atenuarías. Necesitaría dinero, autoridad, libertad de acción. «Deben anularse todas las ordenanzas contrarias a las leyes y costumbres de las provincias que hubieran promulgado los últimos gobernadores…; deben adoptarse asimismo todos los medios que devuelvan al servicio real a los vasallos de Vuestra Majestad que se arrepientan de sus faltas.» Le ordenó al secretario: «Esto quiero que quede así». Dictó con sus propias palabras: «Una de las cosas que más contribuirá al buen éxito de mi misión es que he de ser tenido en elevada estima y que todo el mundo debe saber y creer que, como Vuestra Majestad no puede ir en persona a los Países Bajos, me ha investido de cuantos poderes puedo apetecer».

Luego continuó: «El verdadero remedio a la nociva situación de los Países Bajos, ajuicio de todos, es que Inglaterra debe estar en poder de persona devota y bien intencionada al servicio de Vuestra Majestad…». Hizo un alto y añadió resueltamente: «En Roma y donde quiera prevalece el rumor de que, en esta creencia, Vuestra Majestad y el Papa habían pensado en mí como en el mejor instrumento que podían escoger para la ejecución de sus planes, agraviados como somos todos por los ruines procedimientos de la reina de Inglaterra y por las injurias que ha hecho a la reina de Escocia, especialmente al sostener contra su voluntad la herejía en aquel reino».

Despachó a Escobedo para llevar la carta a Madrid. De palabra le reiteró todas las instrucciones sobre el dinero, los poderes, el reconocimiento de Infante, la empresa de Inglaterra y también el problema de su madre. «A esto hay que buscarle un arreglo pronto y satisfactorio.» En la espera, que no fue larga, continuó el encontrado flujo de noticias sobre las provincias rebeldes. La anarquía había aumentado. Prácticamente no se contaba con las tropas, los protestantes se mostraban seguros y atrevidos.

Escobedo regresó sorprendentemente pronto. El rey estaba molesto con la tardanza.

Había que salir de inmediato por la vía de Lombardia hacia Flandes. Había prometido dinero y apoyo; de lo demás no había dado ni negativa ni respuesta formal.

Fue entonces cuando abruptamente resolvió, en abierta desobediencia, ir primero a España. «Es una temeridad», le observó Escobedo.

Se embarcó para Barcelona. Al llegar allí envió una misiva al rey: «He dejado mi puesto e incurrido en desobediencia por el deseo de besar las manos de Vuestra Majestad y por los intereses de la Corona, que son guía de mi conducta en toda circunstancia».

Una cara se iba borrando y otra iba apareciendo en el espejo. Una que no se parecía a ninguna de las otras anteriores. Las manos suaves de Doña Magdalena de Ulloa frotaban el tinte negro en el cabello y el bigote. Un ser extraño iba asomando. Octavio Gonzaga hacía muecas. «¿Qué diría el marqués de Mondéjar si viera aparecer este moro en su palacio de Nápoles?» El fondo oscuro sobre la piel le hacía los ojos más claros y extraños.

Había llegado de Madrid al convento de Abrojo para salir luego para Flandes, Tenía que atravesar Francia sin ser reconocido, disfrazado de morisco, como un servidor de Octavio Gonzaga.

«Muchas cosas he sido en mi vida, pero es la primera vez que soy esto.» Tres semanas antes había llegado a Madrid desafiando el disgusto del rey. Hasta Guadalajara salieron a recibirlo Antonio Pérez, el conde de Orgaz, el duque del Infantado y algunos pocos amigos íntimos.

Pérez lo había tranquilizado con respecto a la actitud del rey. No estaba contento con la desobediencia, pero admitía que podía ser útil el encuentro personal antes del viaje. El rey estaba en El Escorial.

Pérez le había arreglado alojamiento en La Casilla. Entre la muchedumbre de criados recorrió la suntuosa fila de salones. Muebles dorados, mesa de mármol, candelabros de plata, tapices ondulantes, cortinajes de seda y terciopelo y aquel dormitorio con su deslumbrante cama de plata y un letrero sobre las columnas: «Duerme el Sr.

D. Juan, entre paso». «Esto es como para un rey.» «Es para un rey», le había replicado con zalamería Pérez. Pronto se dio cuenta de que se movía en dos niveles de relación diferentes. Se lo advirtió Escobedo. «El rey se ha quedado en El Escorial para no tener que alojarlo en el palacio como a un Infante.» El encuentro en El Escorial fue inesperadamente fácil. Había pasado por las aplastantes estructuras de piedra desnuda. Profundas galerías de sombra con fugaces siluetas de monjes al fondo. Lo recibió con la reina y el pequeño príncipe Don Fernando.

El rey se puso de pie y, sin dejar que le besara la mano, lo abrazó. «Ya estáis aquí y es lo que importa.» Hablaron de las cosas de Italia y de las dificultades de Flandes.

La reina, callada y tímida, lo oía con arrobo. Paseaba su mirada del uno al otro. Eran tan distintos. No alcanzaba a decir todo lo que deseaba. Después de hablar largo rato, en la despedida, ocurrió el incidente. Besó la mano del rey y de la reina y al girar la contera de la espada, golpeó en la frente al niño y lo hizo caer. Estalló en llanto, la reina se precipitó a recogerlo. El rey permaneció sereno. Lleno de turbación Don Juan prorrumpió en excusas y lamentos. «No tengáis cuidado y demos gracias de que no sea más», dijo el Rey.

En la soledad de la alcoba, sin poder dormir, recordó a Don Carlos en Alcalá.

Iba a ser el rey y no vivió para serlo. Habría un rey Fernando si el niño lograba vivir.

Se sintió culpable de su pensamiento.

En los días siguientes, entre paseos y partidas de caza, tuvo oportunidad de hablar con el rey. A cada instante estaban acechando aquellas palabras que esperaba y que el rey no llegaba a decir. Varias veces estuvo a punto de plantearle la necesidad de su reconocimiento como Infante para tener más autoridad en Flandes. El temor de la negativa lo contenía Con aquella cara que empezaba a borrarse en el espejo bajo el tizne o con cualquiera otra de las que había tenido. La de la denuncia de Don Carlos, la de la salida para Granada, la de la tarde de Lepanto, la de la noticia de la pérdida de Túnez, las que había revestido en tantas entrevistas con el rey.

Era la cara de la súplica o de la impertinencia. En muchas formas había señalado la necesidad de llegar a Flandes revestido de la mayor autoridad. Habían estado esperando al rey y no era otro Requesens el que podría cambiar la situación. El rey oía con aquella manera ausente que tenía para no asentir.

Se atrevió a hablar de la empresa de Inglaterra. Endureció la cara y tomó un tono de hablar de cosa ajena. ¿Qué quería decir y qué quería no decir el rey? «La voluntad que siempre os he tenido y tengo de hermano», decía hermano con un tono quedo y distinto del resto de la frase, «es tal y tan grande que después del servicio que deseo se haga a Nuestro Señor en reducir aquel reino a la religión católica, deseo que aquello salga bien para poderos demostrar lo mucho que os quiero». Llegó a decir más. «Saliendo con esa empresa seria lo justo que quedarais con él, casado con la reina de Escocia, lo que seria justo con quien la ha sacado de tantos sufrimientos y le devuelve su trono.» No tuvo tiempo de extenderse en la gratitud. El rey había cambiado el tono.

– Habrá muchas cosas que tratar y capitular antes. No seria prudente tratar de esto antes de tiempo porque podría ser perjudicial al bien de mi servicio y de las cosas de nuestros Estados.» Señalaba las dificultades de la empresa. Sospechaba las sospechas de la reina de Inglaterra por su ida a Flandes. Iba aún más lejos. «Convendría disimular mucho y tratar de descuidaría. Convendría mucho irla regalando y tener con ella buena correspondencia y trato para aquietaría.» No iba a haber flota desplegada, ni desembarco, ni trato abierto con los católicos ingleses, sino engaño, astucia, retardo y juegos de zorro.

Muchas veces se quedó absorto ante aquel cuadro. «¿Cómo es que se llama el pintor?» Lo llamaban El Bosco. Lo había enviado el duque de Alba de Flandes. Había muchos cuadros de aquellos pintores minuciosos y perfectos con sus Vírgenes quietas con inmensos paisajes más allá de su manto. Pero aquél era otra cosa. Era un laberinto de infinitas figuras minúsculas entre la tabla del Pecado Original y la del Infierno.

Sapos, cerdos con capas de ceremonia, lechuzas, huevos rotos de donde surgían figuras y cabezas, figuras que devoraban seres humanos, fornicaciones, monstruos con ojos y sin cuerpo, una inmensa fresa. Y luego en negro y rojo aquella pesadilla del Infierno. Entre las altas paredes renegridas surgía la inundación de llamas y humo, mínimas figuras negras se recortaban sobre el fondo de incendio. Trepaban por escaleras frágiles, ejércitos en fuga pasaban puentes encorvados sobre un agua ocre y como calcinada, diablos y condenados en trazos negros, monstruos de pesadilla y como el eco sordo de un clamor sin voces. Así era Flandes. Un inmenso infierno donde todo ardía.

Cada vez que llegaban noticias de la revuelta, de los motines, de la furia destructora, era aquella visión la que le venia a la imaginación.

«Ahora si tienes cara de rey.» Era la tuerta quien se lo decía ante la sonrisa de Antonio Pérez. Los cortos días en que estuvo en Madrid los pasó entre visitas y fiestas en La Casilla. Había cambiado mucho la princesa de Éboli. Se veía ahora más suelta y segura. La sombra de Ruy Gómez, que tanto había pesado sobre ella, se había borrado. Nada le quedaba de la racha piadosa que la llevó al convento de Pastrana. En su lenguaje, salpicado de insolencias y de frases de barrio, decía las cosas más atrevidas de los grandes personajes. Se le notaba un tono autoritario que antes no le había conocido. Mucho había cambiado su trato con Antonio Pérez. Ya no era un tono de afecto familiar y casi protector, sino una casi insolente actitud de dominación e intimidad.

En ciertos momentos lo insultaba jocosamente pero con un fondo de ternura. «Antonio, Antonio, eres un chapucero. No era eso lo que has debido hacer.» Había, por la parte de Pérez, una sensible actitud de sumisión y hasta de temor.

No le faltaron a Don Juan los comentarios. El marqués de Fabara, primo de Ruy Gómez, le había denunciado cosas escandalosas. Había mucho, mucho más, que una relación de amistad y complicidades de intriga entre los dos. Eran amores. «Todo el mundo lo sabe. No se ocultan.» Circulaban confidencias de criados. El mismo Escobedo lo admitía. «Es imperdonable que Antonio haya tenido tan poco respeto por Ruy Gómez.» En una de las fiestas de La Casilla los caballeros jugaban al estafermo. Al galope del caballo golpeaban el escudo de la silueta de hierro, que giraba rápida sobre su eje vertical. El saco de arena que colgaba de su brazo derecho tomaba vuelo y golpeaba al caballero que no era suficientemente hábil para esquivar y salir ileso. Un violento golpe que los desarzonaba. Aquella vez fue tan violento el impulso que el saco de arena se soltó de su atadura y fue a golpear a Antonio Pérez, que miraba el juego. Cayó al suelo aturdido y sin palabras y lo llevaron al interior de la casa. Detrás, desalada, se fue la princesa. Don Juan quiso verlo luego. En la antecámara estaba una dueña de Doña Ana que se alarmó al verlo y le dijo que el golpeado dormía y era mejor no entrar. Don Juan había alzado la cortina y pudo ver sobre el lecho a la princesa que, tendida junto a Antonio, le hacia caricias en la frente. Soltó la cortina.

Los días se aceleraban. Todas las noticias de Flandes eran malas. El príncipe de Orange se mostraba seguro y desafiante. El desconcierto y la anarquía cundían en las fuerzas del rey. El Consejo en Bruselas era un fantasma de gobierno. El Taciturno había dicho con sarcasmo: «¿Qué temen? Un puñado de hombres y un gusano frente al rey de España. Ustedes tienen quince provincias y nosotros dos. ¿Qué pueden temer?».

Desde las diversiones de La Casilla las perspectivas y las cuentas variaban continuamente. Siempre era más lo que se requería. Muchos baúles de escudos, muchas libranzas para los banqueros de Flandes. No era menos fluctuante la cuenta de los batallones, unos en rebelión, otros en desbandada, otros en amenazante calma.

Sentía que se había metido torpemente en un hueco sin salida. Dudaba. En torno suyo se sentía un ambiente de simulación, como si todos estuvieran de acuerdo para llevarlo a su perdición. Tan falso como aquel mundo de máscaras de La Casilla. Se pasaba de un tema a otro según las presencias y las ocurrencias. De la picante confidencia de un amor clandestino a la intriga política.

«Es como si me quisieran aturdir para llevarme al matadero», le había dicho a Escobedo. «Hasta el aire que se respira aquí es falso.» La Casilla rebosaba de perfumes dulzarrones y penetrantes. Un tenue humo azul de pebeteros enturbiaba la vista y el olfato. La cercanía de Antonio Pérez sofocaba de olores. A las puertas los criados movían incensarios con perfumes. Sahumaban hasta las gualdrapas de los caballos.

Mientras le borraba el rostro el tinte negro pensaba que aquélla era la sombra final que caía sobre su vida.

«Lo que quiere el rey es la paz y no la guerra en Flandes. Si fuera la guerra yo sabría que hacer, pero lo que quieren que haga es dejarme desarmado ante el enemigo.

No todos eran herejes, ni todos los que no quieren al rey eran herejes. Habría que olfatearlos como los perros.» Ir a Flandes, sin tropas, entre enemigos y asechanzas. Cruzar Francia entera, rivales y hugonotes, protegido con un disfraz.

Iba a dar vida a un cuerpo muerto con el último aliento en la boca. Así lo decía.

Lo enviaba el rey, lo enviaba Dios, tendría que haber un milagro. Dios lo había escogido para hacer el milagro.

«Como verdadero imitador de las esclarecidas virtudes de su insigne padre.» No a luchar, sino a negociar, a disimular la derrota. A cargar con la responsabilidad final del desastre. Iba a encontrar tropas amotinadas y tendría que someterlas, no para combatir, sino para retirarías de Flandes. «Es un puro disparate.» En lo peor de la desesperanza llegaba Antonio Pérez flotando en aromas. «¿Cuándo olerá a sudor?» El mal se convertía en bien, la debilidad en fuerza. Escobedo apoyaba. El retiro de las fuerzas podía ser la mejor oportunidad para invadir a Inglaterra. Lo que parecía el fracaso en Flandes podía convenirse en el paso definitivo para la empresa de Inglaterra.

Salió de Madrid sin anunciarlo, con el pretexto de ir a despedirse del rey en El Escorial. Torció hacia el Norte, hacia Valladolid, al convento de Abrojo.

Estaba con Doña Magdalena, Octavio Gonzaga y Honorato de Silva. En una soledad de celda de ajusticiado. Terminaron los últimos retoques de la nueva cara. Cuando era otro. El rostro oscuro, el pelo negro, la burda ropa pobre, si hubiera desaparecido. «¿Qué soy ahora?«Empezó a recordar figuras y nombres de aquellos moriscos que vio salir en recuas de Granada. «Nunca pensé que algún día me vería como ellos. Perro Ni vino ni tocino. Uno de tantos sin nombre. Ni siquiera Aben Aboo. Mucho Aben Humeya.

Al paso de las mulas el pequeño grupo avanzaba buscando los caminos menos transitados. El tiempo se había puesto frío y húmedo. Mucha niebla y aguacero.

Al azar de los encuentros del camino cambiaba el trato y la posición de Don Juan.

De ir en medio de sus acompañantes, acatado y dominante, a ponerse detrás, callado y sumiso, llevando del diestro la acémila del bagaje. Callar, saludar mansamente y hasta cargar con el equipaje de algún viajero incorporado al grupo. «Ahora soy el criado. Ahora soy el príncipe.«No era buen presagio que aquella empresa comenzara como una mascarada.

No fue así la entrada a Granada, ni el embarco en Barcelona para la guerra del mar. Tropas, trompetas, gallardetes, reverencias y aplausos. Y la llegada a Messina con toda la flota en parada de honor aguardándolo Si lo hubieran visto en esa facha.

Comentaba con Gonzaga: «He aprendido más sobre la condición humana en estos días que en todos los años anteriores«.

El tiempo se iba haciendo más nuboso y gris, días enteros de lluvia en que hombres y animales marchaban encogidos, chapoteando en los charcos. Cuando iban con extraños era él quien primero tenía que socorrer a la muía atascada o recoger la carga caída.

A veces lo regañaban. «Más prisa, más cuidado.«O le lanzaban una negra pieza de cobre de limosnero.

Los días se hacían cortos. Había que salir en la oscuridad del amanecer para llegar a la posada ya anochecido. En las conversaciones con los otros viajeros lo que se reflejaba era el ambiente de la guerra latente o abierta. Se traslucía si el interlocutor era simpatizante de los hugonotes o partidario del rey. Cualquier palabra cambiaba de significado en la manera de decirla. No sonaba lo mismo «paz«, «justicia«y hasta «Dios«, en los de un bando y en los del otro.

Tenía que hacer esfuerzos para no intervenir en el diálogo apasionado. Gonzaga le parecía demasiado prudente. Si él no estuviera obligado a callar qué de cosas no hubiera podido decir a aquellos herejes.

A París entraron un atardecer. Llegaron con disimulo a la residencia del Embajador. Don Luis de Zúñiga le hizo la primera reverencia que había recibido en muchos días. No pudo menos que reír. «Seguramente, Don Luis, es ésta la primera vez que tratáis así a un morisco.«Luego añadió con incontenible risa: «Octavio viene muy deshecho de nalgas«.

Conversaron largamente sobre la continuación del viaje. Era la parte peor. Tierra infestada de herejes donde se combatía. Cambrai estaba ocupada por los rebeldes. El caso no era mejor en Arrás y Artois. No había otra posibilidad que seguir a Luxemburgo. Si los Consejeros de los Estados Generales de las provincias no lo dejaban entrar en la ciudad, podría dirigirse a Masestricht.

En la Embajada algunos criados se dieron cuenta de la importancia del visitante.

Zúñiga aconsejó seguir al día siguiente, con dos capitanes españoles, para ver en Joinville al duque de Guisa.


Todo lo que recibió en el último trecho fueron malas noticias. No fue fácil la entrevista con el duque de Guisa. Veía lo de Flandes desde el punto de vista de la guerra francesa. Pero hubo cierto asomo de simpatía espontánea entre los dos.

Luxemburgo fue formándose dentro de la espesa bruma oscura. Siluetas de torres, algunas luces, un eco de campana. Poca gente en las calles. De algunas tabernas salían gritos de borrachos. En el palacio se dieron a conocer. Con el cabello medio teñido todavía, comenzó a recibir dignatarios. Volvió a oír el sonido de aquella lengua de los flamencos de Yuste. El Burgomaestre, los capitanes, algunos miembros del Consejo de Bruselas, que estaban en la ciudad por azar.

Las primeras noticias confirmaron sus temores. Le hablaron de conspiraciones, traiciones y el reiterado recuento de las depredaciones de los soldados sin paga. «No hay dinero, no hay soldados.» Las primeras cuentas lo abrumaron. Eran millones de ducados los que se necesitaban. Los banqueros no prestaban más. El rey de España estaba en bancarrota. Eran aquellos negociantes de las altas casas y los grandes arcones de hierro. Flamencos, genoveses, judíos salidos de España.

«Es como si el mundo se me viniera encima», le dijo a Gonzaga. Desde la tarde siguiente las noticias fueron peores. Durante todo ese día y los sucesivos llegaron en atropellada profusión de correos, fugitivos y viajeros, las descripciones aterradoras de Amberes saqueado por las tropas. Media ciudad incendiada, los comercios robados, la soldadesca alzada y borracha. Españoles, alemanes, valones, se entremataban por las presas. El gobernador de la ciudadela había sido engañado por los mercenarios alemanes. Tropas de merodeadores habían venido al auxilio de la guarnición para robar y degollar con grandes pendones de Jesús Crucificado y de la Santísima Virgen. Desde lejos una nube de humo y de chispas cubría las torres de la ciudad.

Cuatro días después, sin poder conocer aún la magnitud de los daños ni la situación de las provincias, vino la información de que Guillermo de Orange había hecho firmar por la mayoría de las provincias un Tratado de Pacificación. La enumeración de los puntos acordados sonaba como una sentencia de muerte. Ayuda a los Estados Protestantes de Holanda y Zelanda hasta que las tropas del rey de España fueran retiradas y convocados los Estados Generales para revocar las medidas restrictivas impuestas antes. Sólo Luxemburgo y Limburgo no firmaron.

No le quedaba más camino que plegarse y negociar. Escribió al rey diciéndole que el solo nombre español era odiado. Le pedía también que le enviara a Escobedo retenido en Madrid. Y pedía «dinero, dinero, más dinero».

Cada vez se hacían más exigentes y atrevidos los miembros del Consejo de Bruselas. «No soy el jefe de un ejército derrotado que firma una capitulación y, sin embargo, es lo que quieren que haga.» Si Escobedo estuviera a su lado estaría más tranquilo.

Sorpresivamente, los Estados Generales le presentaron un conjunto de peticiones que le parecieron escandalosas. Debía licenciar en cuarenta días los mercenarios, retirar las tropas españolas, reparar todos los daños causados por los motines, mantener y respetar todas las antiguas leyes y usos del país. Por su parte, las provincias contribuirían con parte de los gastos, reconocerían a Don Juan como Gobernador y respetarían la religión católica.

Las instrucciones que llegaron de Madrid lo condenaban a aceptar lo inaceptable.

No le fue fácil. Lo que sentía era el ímpetu de desconocer todo aquello y recurrir a las armas. Continuamente cayeron sobre él los consejos de calma y prudencia. «¿Qué perpetúa el Edicto Perpetuo? La derrota de España.» Había que poner buena cara, disimular los agravios, tragar lo intragable y esperar.

Fue entonces cuando pudo recorrer el país. Los largos campos llanos con sus retazos de cultivos, los molinos que saludaban de lejos y muchas torres de iglesia y fortalezas con su puñado de casas puntiagudas en torno. Gentes lentas, gordas, de gran comer y mucha cerveza. A veces caía en medio de una «kermesse» campesina. Las mesas tendidas en la plaza, hombres, mujeres y niños, comían, cantaban y bailaban. Enormes pucheros de sopa, carneros, cuartos de bueyes, los perros pululaban; por los bigotes rubios y las pecheras blancas chorreaba la grasa y la cerveza, mientras la música repetía monótonamente su son.

«No se parecen a nosotros, ni tampoco a los italianos.» «Ésta es la dificultad para entenderlos.» En las ciudades hubo visitas a ricas casas llenas de cuadros, espejos y colgaduras. Todo evocaba la riqueza. Llegó a la Gran Plaza de Bruselas. Era un salón abierto de piedra labrada. Sonaban las bandas, desfilaban los gremios con sus banderas, los ricos burgueses tintineaban bajo sus gruesas cadenas de oro. «Aquí hay más oro que en las Indias.»


Iba a ver a su madre. Desde que llegó había vivido en la inminencia de aquel encuentro. Había preguntado, con temor a la respuesta. La manera cómo le respondían sobre «Madama Bárbara» o «la señora madre de Vuestra Alteza» decía mucho más que las palabras. Habló con amigos, consultó al Confesor y dejó pasar días sin dar respuesta a los mensajes de «la Madama» y de su hijo, aquel Conrado Piramus, tan hermano suyo como el rey. Las formas de responderle los cortesanos la acusaban. «Lamentablemente», «infortunadamente», «se dicen muchas cosas acaso infundadas». En anónimos, en soeces «grafitti», se le injuriaba junto con su madre.

Los funcionarios le habían confirmado su resistencia a ir a España y, más que todo, a entrar a un convento. «Tendrá que ser por engaño, señor.» A medida que se acercaba el momento crecía su desazón. «No hallo qué hacer.» lía también había escrito solicitando que la recibiera. Hubo que resolverse a hacerlo.

Cuando llegó la hora de recibirla, en Luxemburgo, procuró que hubieran los menos ~ estigos posibles. La hizo entrar por una puerta excusada.

Quedó solo en la sala esperando que el ujier la trajera a su presencia; hasta que ~e abrió la puerta y vio aquella figura plena en el marco. Se puso de pie y mientras ella avanzaba estuvo viéndola con ojos de miedo. Era aquella mujer extraña, nunca antes vista, y era también su madre. La iba descubriendo y detallando a medida que se acercaba. Le oyó vagamente algunas palabras en francés: «Monseigneur», «mon fis».

Era alta, fuerte, colorada, cabello rojizo, avanzaba maciza y segura, demasiado color en las mejillas y los labios, mucho perfume, envuelta en un traje aparatoso de colores vivos. Le tomó las manos y se las besó.

«Por muchos años he deseado este momento, señor.» «Yo también, podéis creérmelo.» La invitó a sentarse a su lado. Lo hizo con desenfado.

Empezó una conversación que se disolvía en banalidades. «Sois un "bel homme".» Él la cumplimentó por su buena apariencia. Luego le dijo que la quería ayudar, que quería hacer todo por su bienestar. Hablaron de su hijo Conrado. Ofreció ayudarlo para que ingresara en la administración con un buen cargo. Hubo pausas largas en las que ambos se miraban y no cruzaban palabras.

Lentamente, tanteando el terreno, le habló de los peligros que ella podía correr en Flandes en aquella situación. «Estos herejes son capaces de cualquier cosa.» No parecía rechazar la idea. Hasta que se atrevió a decir, muy suavemente, que era tal vez mejor que se fuera a España, donde la recibirían con todos los honores.

Cambió instantáneamente. Una dura máscara de furia le alteró los rasgos, la voz se le hizo dura y cortante. Se negó rotundamente. Era la misma vieja idea del duque de Alba, el mismo siniestro propósito de sepultaría en un convento de España. «No iré nunca. No hay fuerza ni razón humana que me pueda obligar a hacerlo. Si era eso todo lo que tenéis que decirme…» Trató de calmarla. Con el tono más dulce que halló le explicó la conveniencia de que no estuviera en Flandes mientras él era Gobernador. Podía ir a Italia o a España a establecerse como la gran señora que era. La princesa Margarita de Parma podía recibirla o Doña Magdalena de Ulloa.

Fue entonces cuando se le escapó aquella frase que ya no pudo recoger: «Hacedio por mí y por mi Augusto Padre». Se irguió desafiante, cambió de tono y aspecto, y comenzó a hablar atropelladamente. Lo tuteaba como para golpearlo. «Tú también.

Era lo que me faltaba. Todos quieren disponer de mí menos yo. No soy una borracha, ni una puta. Eso es lo que quisieran muchos. Me aprecio mucho yo misma. ¡Qué Augusto Padre ni qué Augusto Padre! Ésas son babiecadas. Ni lo sabes tú ni lo sé yo misma.

Puede que seas hijo de él, pero también podrías serio de otro hombre.» Se hizo un brusco silencio. «Qué atrocidad habéis dicho. Debéis estar loca.» Mientras ella callaba, él, con las manos apretadas y pálido de muerte, se paseó por la habitación hablando a solas.

Volvió a sentarse pesadamente. Parecía maniatado en sí mismo. «No creo que hoy tengamos más que hablar. Todo se va a hacer de acuerdo con vos. Otro día hablaremos.

Yo le haré avisar. Otro día.» La acompañó hasta la puerta y se soltó a llorar.


Madrid aprobó el Edicto Perpetuo y ordenó el retiro de las fuerzas españolas. Lo sintió como una humillación. Había quedado convertido en un mero símbolo de un poder desaparecido. Todo lo peor podía esperarse ahora. Examinaba con sus allegados la situación y todo le parecía negativo. Se desesperaba buscándole sentido a la actitud del rey y no lo encontraba. Escribió a Pérez con desesperación. Desde Madrid debían ver las cosas de otra manera. «Yo también he sido partidario de la paz, pero esto es la rendición.» Lo que era peor, desde abril fue entregando las fortalezas a los señores flamencos y comenzó el retiro de las tropas españolas por Luxemburgo y el Franco-Condado.

No habría ocasión para la empresa de Inglaterra.

Escobedo se esforzaba en consolarlo. Según él se abría la posibilidad de regresar a la Corte, de formar parte fundamental del Consejo del rey, de gobernar a su lado descargándolo del peso del mando. Le había escrito a Pérez. «El príncipe, desesperado ahora, sólo desea un sitio bajo un dosel, lo cual lo igualaría a un Infante.» Se iba a robustecer inmensamente el partido de Pérez. Los Vélez y Quiroga. «Vuestra Merced nos puede hacer cortesanos.» Le aconsejaba dolerse del trabajo de Su Majestad y «cuánta necesidad hay de su salud». El príncipe era niño, «convendría que tuviese con quien descargar». Don Juan podría ser «el báculo de su vejez». Don Juan escribió a su vez a sus amigos. A Pérez le impetraba: «Haciéndome a mí una de las mayores buenas obras que de amigo pueda recibir».

Declaró un día. «Me iré con los soldados.» Podía irse con la fuerza a Italia para volver a Madrid. Podría también renunciar a todo y meterse a un convento. Abrojo o Montserrat. «Por lo menos tendré sosiego de alma.» Se pensó también en la posibilidad, con las tropas que le quedarían, de irse a Francia, de acuerdo con el duque de Guisa, «para ayudar como aventureros al rey de Francia en la lucha con los hugonotes». Se diría que la causa fue muy honrosa y que «Don Juan de Austria fue a socorrer al rey de Francia para restaurar su reino y extirpar a los herejes».

El rey lo oiría con desdén y hasta con burla. Le restaba quedarse allí, gobernador de befa, objeto de chacota, digno de los cuentos de aquel Til Eulenspiegel, de quien se contaban tantas insólitas ocasiones de agudeza vestida de torpeza. Había visto en las fiestas populares al rey de los locos, con su cetro de payaso, su corona de cascabeles, su pompa ridícula. Era lo que le estaba reservado.

Por los caminos, hacia Borgoña, resonaban los tambores y los pitos al paso de las tropas. Deshechos rebaños de soldados, con la lanza o el arcabuz a cuestas, junto a las acémilas y carros con las mujeres y los niños. Mujeres y niños ya flamencos, de soldados viejos. ¿Qué estaría diciendo el duque de Alba?, le iba a escribir una carta, ¿para decirle qué?

Cayó enfermo, en una de aquellas fiebres y desganos que lo postraban por días.

Bascas, dolores, delirios a ratos. Venían los médicos con sus sangrías y emplastos.

Se reponía lentamente y se entregaba al festinear con los amigos. Vino, espesa cerveza, reilonas y torpes mozas de gruesas carnes pálidas. Para volver a recaer en el desgano y en la ausencia.

Escobedo temió que en aquel estado Don Juan no podría sobrevivir. Si se dejaba morir todo estaría perdido. Escribía a Pérez su angustia: «Lo temo, fácilmente ha de dejarnos ir a buenas noches, quiero decir a malas…; si nuestra desventura fuese tal, adiós Corte, adiós mundo». Era muy grave lo que veía. «Ayudémonos, pues conservamos al que nos conserva.» «Señor Antonio», escribía por su parte Don Juan, «haciéndome una de las buenas obras que de amigo puedo recibir, pues me librará cierto de incurrir en desobediencia por no pasar por caso de infamia». Temía que sus cartas al rey pudieran ser mal interpretadas y le pedía a Pérez que modificara su contenido como le pareciera mejor. Insistía en «sacarme de aquí, que en hacerlo me va la vida y honra y alma».

«Créame, haga lo que tan de veras pido, haga el esfuerzo, señor Antonio, y avíseme con propio enviándome nuevas tales que para in eternum me haga suyo, si más de lo que soy puedo serlo.» Se comprometía a ser suyo: «Yo me uniré a Vélez y a Quiroga, no sólo para sosteneros, sino para atacar a nuestros enemigos, por que consideraré como tal a quienquiera que lo sea de un amigo como vos».

¿Por qué había venido allí? Recordaba su tenaz resistencia de animal en peligro.

«Yo no quería venir. Tú lo sabes, Escobedo.» Repetía sus argumentos y excusas ante el rey y los amigos. «Pero tenía que venir, era fatal. Es la tierra de mi padre. Es eso.» En el mejor momento de la tregua fue a Gante. A la alcoba en la que nació el Emperador. Se quedó solo en ella largo rato. Allí empezó la vida prodigiosa. También fue a San Bayo, donde lo bautizaron. El Cordero Místico vertía el rojo y perfecto chorro de su sangre, como la traza de un ala, en el cáliz de oro. Los Papas, los Emperadores, los reyes, los señores, los campesinos, contemplaban en trance flotando en la luz sin peso que llenaba el retablo.


Se sentía perdido en aquella situación cambiante. «No tengo tropas. No tengo recursos. No puedo confiar en nadie.» Eran innumerables los matices de la disidencia. Desde el noble católico que se resentía del dominio español hasta el hereje declarado. Nadie decía lo que pensaba. Había que interpretar las palabras y las actitudes. La intriga se movía a todos los niveles. «Es preferible la guerra, Escobedo.» Sentía que lo iban envolviendo y atando con disimulos y tretas.

Le guardaban las formas exteriores del acatamiento, pero se daba cuenta de que cada vez era más limitada y desacatada su autoridad. Lo habían reconocido como Gobernador y lo habían recibido solemnemente en Bruselas. Entró a la Gran Plaza en fiesta a la cabeza de un grupo de caballeros ataviados con inmenso lujo. Lo guardaban los dignatarios, los Consejeros de los Estados, los banqueros en sus oscuros terciopelos, los negociantes y un pueblo sin entusiasmo.

«Esto parece más una despedida solemne.» Lo que se iba confirmando era un panorama de hostilidad agazapada. Le llegaban denuncias de conspiraciones contra su vida.

a con sus amigos el recuento de la situación y terminaba: «¿Qué hago aquí?».

Se habían ido las tropas españolas, la empresa de Inglaterra sonaba a irrisión, ape¡las quedaba aquella posibilidad del regreso a Madrid para entrar en los Consejos del rey. Pero eso mismo no lo veía claro. «Con Antonio se puede contar, pero no es suficiente.» Volvía con terca fijeza a la vaga idea de retirarse definitivamente a un convento.

Escobedo no hallaba otra manera de sacarlo de ese abatimiento que con burlas. No estaba hecho para eso, ni podría serlo nunca.

«El príncipe de Orange ha triunfado y ya es tarde para enderezar esta situación perdida. Yo no me siento con vocación de derrotado.» Escobedo le había llegado a decir al rey: «Don Juan es hombre y sabe dónde le aprieta el zapato». Le había dicho que «no se imaginara que había cumplido con vos dándole generalatos de mar y tierra, ni gobernaciones, que ni los necesita ni los quiere».

«¿Te atreviste, Escobedo?» «Dije más. Que debíais regresar con vuestra caña al puerto, volver a la Corte y servir allí a Su Majestad, que es allí su lugar, como hijo de su padre y hermano de Su Majestad.» Lo que vino después fue más negativo. El príncipe de Orange se había negado a firmar el Tratado alegando que no contenía la cláusula de la libertad de conciencia.

Por esos días vinieron emisarios de la reina Isabel de Inglaterra con halagos y presentes. Habría paz en los Países Bajos y paz con España. No estaba cerrada la posibilidad de un matrimonio con la hereje.

«En esto anda la mano del Taciturno.» Era la reacción de Escobedo.

No se cansaba de escribir al rey y, sobre todo, a Antonio Pérez. Fuera de Luxemburgo y de Namur ya no podía contar con las demás provincias. «El ejemplo de Holanda y de Zelanda es pésimo. Todas se irán con uno u otro pretexto.» Con las noticias de «complots» contra su vida venían las denuncias de deslealtad de muchos señores.

Tenía que cuidarse de las comidas, de los criados, de ponerse aquel par de guantes que le habían regalado y que podía estar envenenado, de la lealtad condicionada de aquellos nobles invocadores de fueros, de concesiones imperiales de costumbres de señorío.

Se le hacía más claro que sin el regreso de las tropas y mucho dinero la causa de España estaba perdida.

Había que enviar a Escobedo a la Corte para poner en claro aquel enredo. Lo que venía en las cartas de Pérez era confuso y negativo. «Aunque yo quisiera infinito enviar a Vuestra Alteza la resolución que desea acerca de su salida de ahí, a nuestro amigo el marqués de Los Vélez, ni a Quiroga, les ha parecido que de ninguna manera se puede tratar esto por ahora, sino es queriendo que se perdiese todo y lo que Vuestra Alteza ha ganado hasta ahora y que se pusiesen los Estados en manifiesto peligro…

«A Su Majestad le parece muy al contrario que si esos Estados se han de poner y reducir a su buen estado antiguo ha de ser por mano de Vuestra Alteza.» Añadía aquellas tan suyas, tan inquietantes: «Viendo que Su Majestad entiende esta materia con palabras tanta resolución… no me ha parecido apretarlo tanto que me tuviese por sospechoso, porque aunque me tenga por muy de Vuestra Alteza algunas veces crea y piense que todo lo que se dice es principalmente por su servicio, porque si no se hiciese esto iríamos perdidos, como le escribo a Escobedo y podría yo hacer poco servicio a Vuestra Alteza».

«No es fácil entender ese juego.» Escobedo protestaba la seguridad de la amistad del secretario.

También se refería al proyecto de regresar a Madrid. «Me arrojé este otro día al agua diciéndole mil bienes de Su Alteza, lo mucho que vale, el gran descanso que ha de tener con este hermano, que es hermano y hombre ya hecho y experimentado y probado y de cuyo trabajo y compañía puede comenzar luego a sacar más fruto y descanso que de otros.» Añadía que no había querido pasar de allí, «pues es materia para más de una vez y en que se debe ir lavando poco a poco y no a grandes golpes porque no quebremos». Oía perplejo: «A alguien está engañando el señor Antonio».

A Escobedo le escribía: «Placiera a Dios que algún día sea, pero no mostremos a este hombre jamás que lo deseamos porque nunca lo veremos y el camino para vencerlo ha de ser que entienda que todo sucede como él desea y no Su Alteza, sino que nos, los suyos, se lo aconsejamos como cosa de su servicio…, y que vea en todo lo que certificamos que no tiene voluntad sino la suya, y así, señor Escobedo, de venirse Vuestra Merced acá nos guarde Dios que seriamos perdidos y ya le he dicho a los pocos amigos que tenemos… el estado del hermano sin dar ocasión es peligroso y mucho y le hará notable su venida…».

Lo peor le parecía la terquedad del rey en no comprender la situación. El proyecto que lo llevó a Flandes ya no existía. Le había escrito a Pérez sobre «la quiebra de nuestro designio tras muy trabajado y bien guiado».

Estaba cercado de enemigos. Ya no le quedaría más que refugiarse en alguna plaza fuerte y esperar los socorros de España. Contra los consejos de Pérez, resolvió enviar a Escobedo a Madrid a plantear al rey la horrible situación. Hacer volver pronto las fuerzas españolas y lograr recursos para la guerra inevitable. Llevaba carta para el rey. «Fuego y sangre con ellos y déjeme Vuestra Majestad.» Despachó a Escobedo. «Ahora todo depende de vos.» Se fue a Malinas. Cercado de hecho, amenazado en todo momento, lo podían asesinar o raptar. Si el rey no respondía pronto y enviaba los auxilios tendría que hacer algo a la desesperada.


La noticia le corrió por el cuerpo como un gran trago de vino. Dejó el aire triste de aquellos días y se puso a sonreír.

La reina de Navarra, Margarita de Valois, venía en camino de Namur. Era la más agradable y regocijada nueva que había recibido en aquel tiempo duro. Se puso a hacer planes con sus servidores para recibirla con la mayor pompa. No iba a estar sino tres días en su camino hacia las aguas de Spa. Había debido hacer un desvío en la ruta directa para pasar por Namur. Sin duda lo quería encontrar. La había entrevisto en el tránsito fugaz de París y conocía su leyenda. La hermana de Isabel de Valois, aquella reina tan llena de gracia y tan transitoria, de la que había estado cerca con arrobamiento en los días de su adolescencia en la Corte. Mucho de aquel encanto ahora se acercaba a su dura vida de Flandes.

Pareció olvidarse de todo para entregarse a los preparativos de torneos, banquetes, paseos, festines, danzas y música. Recibía con impaciencia los partes de su aproximación. Traía un gran séquito de damas y caballeros. El único objeto de su viaje era conocerlo en persona para compararlo con la leyenda.

A retazos, la vida y la figura de la reina surgió de las conversaciones. A los diecisiete años la habían casado con su lejano primo Enrique de Bearn, príncipe de Navarra, había conocido en la niñez en la Corte de Francia. El partido católico miraba al príncipe como peligroso protestante. Cinco días antes de la San Bartolomé se había hecho saber con certera coquetería que no deseaba grandes fiestas porque celebró su boda en Paris. Fue una boda manchada de sangre. El príncipe estuvo ameno. Poco tiempo después la muerte de la reina de Navarra lo hizo rey. En el hervor de murmuraciones y odios de la Corte corrían historias de su aventuras galantes. No se hablaba menos de Margarita. Se le atribuían amores clandestinos. Por ella el señor de La Motte había sido asesinado. No por venganza de amor, sino agravio de orgullo.

Subió al trono Enrique III y Enrique de Navarra se mantenía en sus tierras en abierta simpatía con los hugonotes. La reina madre, Catalina de Médicis, tuvo que llevarla hasta la Corte de su marido para lograr una reconciliación poco duradera. No había tenido hijos Margarita, mientras Enrique de Navarra cambiaba de amantes y sumaba bastardos.

Estaba separada de hecho y venia de la Corte de su hermano, el rey de Francia.

Podía venir en alguna misión política para meter a los franceses en el conflicto de Flandes. Tenía sobre ella un aura de belleza y fatalidad.

Con una brillante comitiva de caballeros y damas salió Don Juan a encontrarla en el camino. Era una mañana de julio, luminosa y plena.

A poco de cabalgar toparon con el cortejo de la reina. Tres literas, tres carrozas, numerosos caballeros y un destacamento de tropa.

Echó pie a tierra ante la litera. Ella asomó la cara por la cortina abierta y le ofreció la mejilla. Se detuvo a contemplarla. Era bella. Alguien había dicho que era de «una belleza diabólica». Eran los rasgos de la reina Isabel de Valois. Reaparecía aquella imagen nunca olvidada de la primera vez que la vio cuando salió a recibirla en el camino de Guadalajara con Don Carlos. La misma piel transparente, los pómulos altos, la frente amplia, los ojos vivaces y grises, la boca carnosa, sonriente. Le tomó las manos y besó la mejilla fresca. Aspiró un perfume seco y penetrante. «No es posible verla sin amarla, señora.» Sonriente le había replicado: «Debéis saber que es peligroso».

Se incorporó de la litera y vinieron a rodearía sus damas y los caballeros del séquito. Mientras se hacían las presentaciones la pudo observar con gula. Era posesiva y burlona.

Había sido aquella hermana menor de la que tanto hablaba la reina Isabel. Era también aquella otra que, en los días de Alcalá, había figurado entre las posibles esposas para Don Carlos. Era, sobre todo, la princesa que la reina madre de Francia había propuesto a Felipe II para reemplazar a Isabel muerta. «El destino de las princesas lo hacen los otros.» Del destino hablaron en el trayecto hacia Namur. «He sabido mi destino y el de toda mi familia. El doctor Nostradamus lo predijo deL modo más perfecto.» Hablaron del temido profeta ya muerto. Contó muchas profecías cumplidas. «Se concentraba y por los astros podía profetizar el destino de cualquier persona.» Recitó el oscuro cuarteto que parecía anunciar la muerte de su padre, el rey Enrique II, en un torneo: «En jaula de oro le romperán los ojos«. La reina Catalina le pidió los horóscopos de sus siete hijos. «Dijo que todos serian reyes.» Ya no faltaba sino uno, «mi hermano el duque de Alezón«. Se inmutaron los españoles. Era precisamente el joven príncipe francés que el Taciturno tenía como un posible candidato al Gobierno de Flandes. Cambió de tema con gracia.

Parecían estar solos. «Por mi han pasado muchos destinos, ahora sé que el único que me queda no es bueno.«No hay que decir eso, Vuestra Alteza lo tiene todo.» Sonrió al halago.

Desfilaron por la ciudad en fiesta hasta el palacio. Los vecinos se asomaban como si despertaran de la pesadilla de la guerra.

De la recepción en el palacio pasaron al banquete. Había música de violas y canciones de amor triste. Se sentían solos y segregados de los demás. «Todo ha cambiado con vuestra presencia.«Se había borrado la angustia y el cerco de amenazas. Ella dijo: «Somos como dos niños escapados de la casa, escapados de un presente que no nos agrada«. Hacía comentarios burlones sobre las damas y señores que le presentaban.

Recordaba con desparpajo personajes y cuentos de la Corte de Francia. Engaños del amor, historias de alcoba, picardías.

En el banquete, sentados juntos en la cabecera, comenzaron a tutearse. A través de ella percibía otros rostros. Isabel de Valois, aquel sueño de mujer inaccesible de sus años mozos, Catalina de Médicis, en el centro de la red de su intriga, y algo de las mujeres que había amado. Era distinta a todas. Lo fascinaba y le llegaba hondo. Tuvo la sensación de estar atrapado. «Puedes ser un peligro para lo que estoy haciendo aquí.

Pueden aprovecharse mis enemigos, pero no logro verte de esa manera. Olvidemos todo eso. Quiero vivir plenamente esta hora que nos regala el destino.» Pasaban en su parlería las cosas divertidas de la Corte de Francia. Lances de amor y engaño, imitaba gestos, soltaba palabras crudas. No había oído hablar así a ninguna gran dama. Tal vez a la princesa de Éboli, pero era otra cosa. Lo hacia reír como cuando le contó una escena representada por los comediantes italianos en presencia de la reina Catalina. El joven que pasa la noche oculto en la alcoba de la bella dama y al día siguiente se lo cuenta a un amigo. «¿Ch'avete fatto?» «Niente», respondió ante el asombro del otro que lo increpa: «¿Niente? ¡Ah poltronazzo!, senza cuore, non avete fatto niente, che maldita sía la tua poltronería».

Rió Don Juan y advirtió lo que había detrás de las palabras. Más adelante le dijo: «Me recuerda un romance de España que aprendí de niño. Trata precisamente de la hija del rey de Francia». Narraba y recitaba: «De Francia partió la niña de Francia la bien guarnida…». El caballero la halla extraviada en el camino y la recoge para llevarla a Paris. Era bella y la requiere de amores. Ella se defiende: «Tate, tate, caballero no hagáis tal villanía, hija soy de un malato y de una malatía el hombre que a mí llegase malato se tornaría». Ya entrados en la ciudad la infanta se burló. «¿De qué vos reís, señora?» «Ríome del caballero y de su gran cobardía tener la niña en el campo y le catar cortesía.» No se separaron en todo el día. A ratos llegó a retenerle la mano de finos dedos cargados de luminosas sortijas. En medio de los cortesanos y los criados se sentía al lado de ella más libre y más joven. En la noche hubo baile y fuegos de artificio. La llevó de la mano a formar parte del cuadro de los danzarines. No la veía sino a ella.

Estallaron los fuegos de artificio. Desde la plaza volaban por el cielo nocturno chorros de luces en medio de las explosiones de los cohetes. Se separaron de los espectadores agrupados en los balcones. Solos llegaron hasta la cámara reservada para ella. Se vieron a los ojos antes de entrar y luego penetraron sin decir palabra. Cerró la pesada puerta. A la luz de los candelabros se alzaba el gran lecho dorado cubierto de cortinas, como la escena de un teatro. En los tapices de la paredes estaba la batalla de Lepanto.

En la tela azulosa flotaban las galeras bajo la figura de la Virgen entre las nubes, y en primer plano Don Juan, de armadura, casco y bastón de mando, con la mano extendida dirigiendo el combate. «No hay como huir de ti.» La tomó en sus brazos y comenzó a besarla ávidamente Cesó la sonrisa, hubo algunas palabras que él ni oyó. La llevó hasta el borde del lecho. Había cerrado los ojos y respiraba ansiosa. Antes de volcarse dijo apenas: «Doucement».

Vio partir a la reina. Con ella se iba aquella fugaz hora de alegría. Lo que quedaba ahora era la desesperada situación que amenazaba por todos lados. Escobedo debía haber llegado a Madrid, pero no había noticias. Seguramente no las habría en mucho tiempo. Sintió que era el momento de hacer un gesto audaz y crear una situación nueva que obligara al rey a actuar.

Podía ocupar sorpresivamente la fortaleza de Namur. No debía presentar dificultades, después de todo era el Gobernador y podía entrar en el recinto a visitar. «Los Estados lo van a ver como una provocación y todo va a empeorar con ellos.» «Es precisamente lo que quiero para no seguir en esta lenta muerte en que me tienen.» Organizó una partida de caza y salió con un séquito armado muy numeroso. Antes de empezar la marcha llamó a los principales y les dijo: «Vamos a ocupar el castillo por sorpresa». Asignó a cada quién su tarea. Todo debía hacerse con rapidez y sin violencia innecesaria.

Llegaron al trote hasta la puerta del fuerte desprevenido. Al galope y espada en mano penetraron al interior ante la sorpresa de los guardias. El comandante y sus oficiales no sabían qué hacer ante aquella inesperada situación.

«Pasaba por aquí y resolví hacer una visita.» Cada quien hizo lo que tenía asignado.

Ocuparon los depósitos de armas y municiones, las entradas, las garitas. Sin desmontar habló en voz alta al confuso comandante.

Dijo cómo había aceptado todo lo que habían exigido los Estados. «He cumplido más allá de lo que era posible.» «Me han tratado como si hubieran derrotado las fuerzas españolas en batalla abierta.» El sacrificio había sido inútil. Cada día los herejes pretendían más. «Si los rebeldes hubieran cumplido lo prometido por su parte, no me hubieran puesto en la necesidad de hacer esto.» «De ahora en adelante la situación va a ser clara. Los que estén de parte del príncipe de Orange y de los Estados contra el-rey serán considerados traidores y tratados como tales. Decidan ustedes.» Hubo algunos escasos vivas, pero los más quedaron pasivamente en silencio.

Mandó un emisario a Bruselas para explicar las razones de su acción y pedir apoyo en su lucha contra los rebeldes. No esperaba ninguna respuesta favorable, pero sentía un gran alivio. «Ha terminado esta comedia de mentiras; lo que venga ahora será distinto. Hablarán las armas y se sabrá a qué atenerse.» La noticia corrió como el eco de un estampido. Los Estados entraron en febriles conciliábulos. Protestantes y poderosos señores católicos mostraron su disgusto.

El príncipe de Orange aprovechaba la situación. Lo acusaba públicamente de violar la paz, de provocar de nuevo la lucha armada. En proclamas y manifestaciones públicas halagaba los sentimientos antiespañoles. Los Estados resolvieron suspender toda negociación con Don Juan. El Taciturno no sólo había escrito a los reyes denunciando la perfidia española, sino que acusaba al Gobernador de mala fe. Publicó cartas tomadas a los correos de Don Juan para demostrar su desprecio por los flamencos y sus torvas intenciones. Invitaba a todos, protestantes y católicos, a luchar junto a él por la libertad de conciencia y contra el invasor extranjero.

Todo se tiñó de hostilidad y desconfianza. En cualquier lugar se sentía en territorio enemigo, cercado de acechanzas, amenazas y mentiras. Las provincias se habían puesto en pie de guerra contra los españoles: «Nos aborrecen y yo también los aborrezco.

Felizmente la hora de los fingimientos se acabó».

Habían proclamado de nuevo la Pacificación de Gante, aquel insolente documento de desafío abierto. Se suspendieron las negociaciones con el Gobernador y se preparaban para la guerra.

Con los recursos que tenía había comenzado a formar un ejército. Pasaba de la exaltación desmedida: «Que se alcen. Los aplastaremos», al abatimiento más completo.

Madrid se había puesto inmensamente lejos. Nada parecía resolverse. No venían cartas, ni recursos, ni tropas. Llegaba alguna misiva de Antonio Pérez, tan meliflua y sin contenido como siempre. Poco de Escobedo. «Que me devuelvan a Escobedo.» Como si los tuviera presentes, a muchos los podía imaginar en la facha y el gesto.

Dirigió una carta a sus viejos soldados «para que pasara de mano en mano»: «A los Magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes y oficiales y soldados de la infantería que salió de los Estados de Flandes». «El tiempo y la manera de proceder de estas gentes ha sacado tan verdaderos vuestros pronósticos que ya no queda por cumplir de ellos sino lo que Dios por su bondad ha reservado.» Les hablaba en la lengua con la que siempre se había entendido con ellos: «Me querían prender a fin de desechar de si religión y obediencia. Toda la tierra se me ha declarado por enemiga y los Estados usan de extraordinarias diligencias para apretarme pensando salir esta vez con su intención». «Y si bien por hallarme tan solo y lejos de vosotros estoy en el trabajo que podéis considerar y espero de día en día ser sitiado, todavía acordándome que envio por vosotros y que como soldado y compañero vuestro no me podéis fallar, no estimo en nada todos estos nublados.» Le parecía ver las abiertas sonrisas seguras.

«Venid pues, amigos míos, mirad cuán solos os aguardamos yo y las iglesias y monasterios y religiosos y católicos cristianos, que tienen el su enemigo presente y con el cuchillo en la mano.» Tenía que hacer referencia al rey: «Tengo por cierto que 5. M. con las veras y con la calidad que le obligan y en la misma conformidad hará las provisiones, lo podéis vosotros ser que yo os amo como hermanos».

Lo que sabía de las provincias era cada vez peor. Los Estados no sólo lo iban a desconocer, sino que se preparaban a sustituirlo. Con su astucia paciente, el Taciturno buscaba posibles candidatos. El archiduque Matías, hermano del Emperador, príncipe católico de la casa de Austria, sobrino del rey Felipe. ¿Cómo el Emperador Rodolfo, su viejo amigo de los años de la Corte con Don Juan Carlos, había podido aceptar aquello? «Buena jugada de pícaros.» Junto al archiduque, el jefe de las fuerzas seria Guillermo de Orange. Ahora parecía haber logrado todo para realizar su ambición.

El apoyo de los Estados, un buen pretexto de guerra, un títere regio de fe católica, y el mando efectivo en sus manos.

Había que cortar aquella inacabable lucha sorda. Ahora las cosas iban a ser claras y finales. No iba a continuar aquel rompecabezas de argucias y mañas de fulleros.

Esperaba hora tras hora la respuesta de Madrid. No llegaba. En Namur estaba como en la orilla de aquel país cada vez más extraño y ajeno. No había noticia del regreso de las tropas. No había dinero. ¿Qué hacia Escobedo? ¿Qué decía Antonio Pérez? ¿Qué pensaba el rey?

Lo habían abandonado a su suerte. Sacaba la cuenta del tiempo ido sin respuesta.

Setenta y ocho días desde que Escobedo se había ido, cincuenta y siete días que había llegado a la Corte, sesenta y cuatro días desde que era un cautivo en aquel castillo de Namur, cincuenta días desde que llegó la última carta.


No le había parecido bien al rey la toma del castillo de Namur. Era el fracaso final de aquella política de pacificación que había defendido Ruy Gómez y también Antonio Pérez. Frente al hecho cumplido no le quedó más alternativa que aceptarlo y atender a los requerimientos de Don Juan.

Debió contribuir mucho la presencia de Escobedo en la Corte para decidir aquella acción. Para Antonio Pérez no debió ser fácil. Lo que hasta entonces se había reflejado en las cartas era más indecisión que otra cosa. Le anunciaban el regreso de las tropas y el envio de cuantiosos recursos. En aquel ambiente de preparativos de guerra sintió que recobraba fuerzas y salud. «Que callen las lenguas y hablen las armas.» En octubre comenzaron a llegar las tropas de Italia. Viejos soldados de Flandes y capitanes de los tiempos del Mediterráneo y hasta de las Alpujarras. Con ellos vino Alejandro Farnesio. «Contigo vuelve la fortuna.» Fue un encuentro de desbordado afecto.

Tenían mucho que recordar juntos. Las campañas del mar, la guerra de Granada, los tiempos de Italia. Hablaron de los vivos y los muertos, de Margarita de Parma. “Mucho la quiero y mucho le debo.” En Flandes había comprendido lo acertado de los juicios de la princesa. «Todo lo que me dijo resultó cierto. Era ella quien tenía razón.› Pasó la sombra de Don Carlos en la remembranza. Ruy Gómez y su comprensiva discreción.

La princesa Juana, la reina Isabel y sus alegres tiempos. A ratos reían como niños.

Del rey: «Mucho lo respeto y lo quiero, pero no lo puedo entender›'. «Lo que finalmente resuelve, llega siempre como una tardía confirmación de sospechas.»Conoce muy bien el arte de negar sin decir no.» Pintaron a varios Antonio Pérez. "Debo tenerlo por amigo mío», opinaba Don Juan. «Sí, pero a su manera›', observaba Farnesio. Recordaron las repetidas contradicciones entre lo que prometía y lo que lograba. «Nunca se sabe con quién está finalmente.» Don Juan reconocía que siempre había aprobado sus planes y colaborado en ellos. La empresa de Inglaterra la había tomado como suya.

«Es posible, pero lo cierto es que se las arregla para no quedar mal ni comprometerse ante Su Majestad." Le confió a Farnesio: «Ya he dejado de pensar en todo eso. Ahora no me queda sino ganar la guerra y terminar bien«.

La actividad de los rebeldes se multiplicaba. En rápida sucesión desconocieron el Edicto Perpetuo, depusieron a Don Juan como Gobernador, designaron al Taciturno como jefe de los ejércitos. Habían proclamado al joven archiduque Matías como Gobernador. Daban vueltas a los hilos de la intriga, visibles e invisibles.

Mientras, en el campamento se preparaban la tropas; había ocurrido la entrada triunfal en Bruselas del Archiduque y de Guillermo de Orange. Los estados, los magistrados y el pueblo se lanzaron a las calles a ovacionar al Taciturno y a su nuevo príncipe.

Don Juan recordaba la atmósfera de tensión y recelo del día que lo recibieron. «Nos odian.» Los días finales de enero fueron de continuo quehacer. Las tropas del Tacituno avanzaban hacia Namur. Con Farnesio y Gonzaga y con los jefes de los tercios entró en un febril anticipo de combate. Los rebeldes se habían detenido a una legua de distancia, en Gemblours, y estaban dispuestos en orden de batalla. Los informes los describían como un improvisado y desordenado amasijo de hombres armados de todas las- procedencias: valones, alemanes, gente del Norte, y hasta franceses, escoceses e ingleses.

Había que ir por ellos. Salieron en el alba. Don Juan y Farnesio en el centro, a un lado la caballería mandada por Gonzaga. Apenas entraron en contacto, se desprendió la caballería española en una atropellada violenta y penetró en las filas rebeldes revolviéndolas. Cuando la infantería entró en acción no encontró mucha resistencia. Se desprendían y deshacían las agrupaciones. Huían soldados rebeldes por todas partes.

Don Juan, bajo su estandarte, observaba con asombro la inesperada y rápida derrota. El desorden se había generalizado en las fuerzas rebeldes y a campo traviesa huían en deshechos grupos perseguidos por la caballería.

La derrota del enemigo era completa. El Taciturno se replegaba hacia Bruselas, seguido por la tropa en desorden. El campo estaba cubierto de muertos. Cuando pudo recorrerlo se dio cuenta de la magnitud de la victoria. «No fuimos nosotros, fue Dios», le dijo Alejandro Farnesio cuando se encontraron.

Al regresar a Namur escribió al rey dándole cuenta. No era para creerlo. Frente a los centenares de muertos de los rebeldes, los de sus tropas no llegaban a una decena.

Tenía que ser la obra de un favor sobrenatural.

La situación había cambiado. De nuevo todo era posible y comenzaba otro tiempo.

Lo que en aquellas primeras horas de embriagado estupor sintió fue como un renacer.

«Si tuviéramos la gente y el dinero necesario dominaríamos todo el país y hasta prenderíamos al Taciturno.» Había ocupado Lovaina y otras ciudades. Vaciló en atacar Bruselas. Esperaba el eco que vendría de la Corte. El rey le escribió una larga y elogiosa carta de aplauso.

Le ofrecía refuerzos y más dinero. Escobedo, por su parte, le hacia saber que aquel gran suceso había cambiado todo. Las reticencias, los mezquinos retardos, la lenta resistencia había cesado. Antonio Pérez lo elogiaba con citas de historiadores romanos.

En febrero y marzo todo pareció favorable. Pero había el riesgo de que pasara el tiempo y no se tomaran las acciones necesarias para completar el triunfo. Si se le daba tiempo, el Taciturno comenzaría a tender de nuevo 19s hilos de aralia de su intriga habitual.

Fue un día como los otros en aquella primavera de nuevas esperanzas. La rutina ordinaria de despachar con los secretarios, de salir de paseo, de atender las audiencias.

Fue Gonzaga quien se lo dijo. Lo presintió en el gesto y la voz que vacilaba para hablarle. Poco a poco, casi rechazando el significado de las palabras, lo alcanzó la plenitud del horror. Escobedo había sido asesinado en Madrid. Se le borró la noción del tiempo y del lugar, para no quedar en su conciencia sino aquel hecho brutal.

Fue armando los detalles. La noche del 31 de marzo, Lunes Santo, venia Escobedo, a caballo con algunos acompañantes, hacia su casa. En la vecindad del palacio, junto a un santuario, cerca de las casas de Antonio Pérez y la princesa de Éboli, de entre los transeúntes nocturnos, una brusca pandilla de matones lo había atacado. Una espada lo había atravesado de abajo arriba. Se dobló sobre el caballo y rodó a tierra. La alarma cundió. Sus hombres y algunos paseantes trataron de detener a los criminales.

Les vieron las caras, les arrebataron capas y pistolas, pero lograron huir y perderse en la noche. La gente corría gritando. Lo llevaron a una casa cercana. No tenía ya ni habla ni conocimiento, y poco después murió.

Se oscureció por dentro, súbitamente. Sentía que algo muy profundo había sido destruido dentro de él. Qué incontenible odio se había desatado. «Ha muerto por mi.

Lo han matado para matarme.» Se hacía repetir la escena en busca de posibles indicios. Veía la noche de Madrid y el vecindario con aquellas casas tan conocidas por él. El golpe tenía que haber partido de muy arriba. Elucubraba calladamente hasta que caía en suposiciones que le daban horror.

Sabia por las cartas y por las conversaciones de visitantes las dificultades y malos ratos que Escobedo había pasado en la Corte. Su desesperada insistencia, sus repetidos y hasta atrevidos reclamos ante Antonio Pérez y el rey. Era suelto de lengua y se cuidaba poco. Se había mostrado siempre como su amigo, su defensor y el partidario más resuelto de sus planes de Flandes e Inglaterra. Muchas cosas debían haber ocurrido que él no sabia. No acertaba a identificar todos los personajes del turbio drama. No debían ser muchos, no habían sido nunca muchos. Mientras más volvía sobre el crimen se le hacia más forzoso recaer en la figura de Antonio Pérez. No hubiera podido hacerse aquello sin que él participara en alguna forma. Le venían en tropel los recuerdos de frases, de actitudes, de inexplicables conductas del secretario.

Algo en el fondo de él rechazaba semejante posibilidad. Significaría que era y había sido siempre su peor enemigo, que por años y años lo había logrado engañar. Peor todavía era tener que asomarse a la aterradora cuestión de que Pérez se hubiera atrevido a tamaña ofensa sin contar, en alguna forma, con la tolerancia del rey. Era una sensación de vértigo en la que le faltaba el suelo y el aire y perdía la noción de su propio ser Con Escobedo en Madrid, se había quedado sin confidente, solo en sus dudas. Había hecho venir a Juan de Soto para acompañarlo y dialogar. Más que nunca sentía la necesidad de aquel seguro eco de su pensamiento. Hablaba con sus amigos para desesperarse aún más y para llegar siempre al borde infranqueable de preguntas finales que nadie se atrevía a responder. Todos se mostraban sorprendidos y asustados. Farnesio y Soto le aconsejaban serenidad. No había que enloquecer haciendo suposiciones.

Por muchas vías le llegaban versiones diferentes. Algunos decían que a Escobedo lo habían matado por sus amores con una dama conocida, esposa del castellano de Marlán. Habían encontrado en su casa cartas apasionadas y una llave para entrar en la noche a la casa de la amiga.

Otros implicaban al duque de Alba y a otros magnates. Era no conocer al duque.

Pero lo que más se repetía y sostenía era la responsabilidad de Antonio Pérez, el rumor popular lo señalaba. Estaba en Alcalá de Henares la noche del crimen, pasando unos días de descanso. Gente que lo vio en esa víspera señalaba su excesivo nerviosismo.

su visible angustia, su impaciencia para interrogar a los que llegaban de la Corte.

Tenía que escribir al rey. Lo hizo como si hablara consigo mismo.»Señor: con mayor lástima que la sabría encarecer he entendido la infeliz muerte del secretario Escobedo.

de la que no me puedo consolar, ni me consolaré nunca Le brotaba la resaca de su amargura. «Ha perdido V. M. en él un criado como yo me sé y yo el que V. M. sabe."

«En esto de sentir tanto como yo lo hago, siento sobre todo que al cabo de tantos años y servicios haya acabado de muerte tan indigna a él causada por servir a su rey con tanta verdad y amor, sin otro ningún respeto ni invención de las que usan ahora.›' Le llegaba a la boca el nombre que no debía escribir: "No quiero incurrir en este pecado en este caso que yo no señalo parte», para añadir con segura entonación de las palabras: «Mas tengo por sin duda lo que digo y como hombre a quien tanta ocasión se ha dado y que conoce la libertad con que Escobedo trataba el servicio de V. M., témome de dónde le puede haber venido". Insistió más: "Yo no lo sé de cierto, ni no sabiendo lo diré, sino que por amor a Nuestro Señor suplico a V. M. con cuánto encarecimiento puedo, que no permita que le sea hecha tal ofensa en su Corte, ni que la reciba yo tan grande como la que también se me hace a mí, sin que se hagan todas las posibles diligencias para saber de dónde viene y para castigarlo con el rigor que merece. Y aunque creo que y. M. lo habrá ya hecho muy cumplidamente y que habrá cumplido con el ser de príncipe tan cristiano y justiciero, quiero asimismo suplicarle que como caballero vuelva y consienta volver por la honra de quien tan de veras lo merecía como Escobedo y así pues le quede yo tan obligado que con justa razón pueda imaginarme haber sido causa de su muerte por las que V. M. mejor que otro sabe". Rey, príncipe cristiano, justiciero, caballero, criminal.

En la larga carta reiteraba la súplica como si hablara con quien no quería oír. Recomendaba a la mujer y a los hijos del muerto. Volvía a insistir: "Todo lo que le suplico y le suplicaré continuamente hasta alcanzar la justicia y la gracia que le estarán pidiendo siempre la sangre y los servicios del muerto".

Era la sombra de Antonio Pérez la que no se iba de su pensamiento. Metido en una nube de aromas y de intriga, frío tahúr del juego del poder y de la muerte. A su Jado, en su confidencia de crimen, el ojo solitario y fijo de la princesa de Eboli. Ya se le señalaba abiertamente, la familia de la víctima se atrevía a nombrarlo.

Un astrólogo de la Corte había hecho el horóscopo de la víctima. Le había revelado a la viuda que "el asesino era el mejor amigo de su marido".

Allí desembocaba su desesperación. ¿Se habría atrevido Antonio Pérez a tan inaudito crimen sin contar con alguna forma de aprobación del rey?


La peste se propagaba entre las tropas. Tumbados en sus mantas, hacinados en hospitales de fortuna, pestilentes de heces y vómitos, muertos y moribundos eran cargados en carretas rumbo a la fosa común. Con el copón de las hostias en las manos, los frailes iban repartiendo absoluciones. Las noticias de los rebeldes eran alarmantes. Se reagrupaban sus fuerzas, recibían ayuda abundante de ingleses, alemanes y franceses. Quince provincias estaban en rebeldía abierta.

Le tomó tiempo a Don Juan decidirse a marchar en busca del enemigo. Las largas semanas que habían pasado desde la noticia de la muerte de Escobedo no le habían dado tiempo para reponerse del terrible choque. Más que en la guerra de Flandes y en los Consejos de oficiales, estaba flotando en las conjeturas y acusaciones que le llegaban.

Con Juan de Soto pasaba horas dándole vueltas al inagotable acertijo. Había dejado de escribir personalmente a Antonio Pérez. «El sabrá lo que pienso.» Soto veía con temor aquel ensimismamiento sin salida.

Con los que llegaban de España revivía la inagotable indagatoria. En una u otra forma lo que todos decían era que Escobedo había sido asesinado por culpa de la princesa de Éboli. El Verdinegro había sorprendido a Antonio y a la princesa en el lecho.

Indignado de la ofensa a la honra de Ruy Gómez, había amenazado: "Esto ya no se puede soportar y estoy obligado a dar cuenta de ello al rey". Lo repetían y sobre todo aquellas palabras de la airada mujer: "Hacedlo así si os place, que más quiero el culo de Antonio Pérez que al rey".

Era volver a vivir la vieja historia de amores clandestinos entre la princesa y el rey. De sugestión en confidencia se tejían episodios de la oscura y vieja ligazón. «Cuando dijo eso, Escobedo se condenó a muerte.» Sin quererlo, recaía en la atormentada cavilación desde la impotencia de su lejanía.

"Era a mí y no al pobre Escobedo a quien querían herir.» Desde los oscuros hombres que asestaron los golpes de muerte hasta aquellos insólitos personajes que aparecían en la sombra. Eran sus enemigos mortales, habían sido sus enemigos y él no se había dado cuenta. "Me han estado engañando todo el tiempo.» A raíz del triunfo de Gemblours había escrito al rey pidiendo refuerzos: «Por amor de Nuestro Señor… que se dé leña al fuego en tanto que dura el calor, que perdida esta ocasión no pretenda más Su Majestad ser señor de Flandes, ni mayor seguridad en los demás de sus reinos». Debió haberse hecho insoportable Escobedo insistiendo en la necesidad del pronto socorro. Ahora lo veía claro, por defenderlo Escobedo se había hecho insoportable. Pensarían que era el pobre del Verdinegro el que le metía en la cabeza aquellos planes de Inglaterra y de la Corte. El golpe iba dirigido contra él y contra más nadie. Obsesivamente volvía a la imagen de Antonio Pérez. Tenía que ser él y ningún otro el que había dispuesto aquel cobarde crimen. Con su torpe lealtad Escobedo debió levantar muchas malas voluntades. ¿Cómo pudo atreverse a tanto Antonio Pérez, tan taimado y cobardón? No se hubiera atrevido a hacerlo a espaldas del rey. «El rey, mi señor, mi hermano…» Se alimentaba poco, agotado y febril permanecía acostado días enteros. Con una resolución de desesperado, se puso en marcha hacia el Norte con lo que le quedaba de tropas sanas. Farnesio trató de disuadirlo. Los enemigos estaban fuertemente atrincherados y ellos no tenían la fuerza necesaria para desalojarlos.

Mientras avanzaba hacia el encuentro sentía como un extraño alivio. «Lo mejor seria que aquí terminara todo para mi.» Había cambiado mucho, comenzaba a sentir una inesperada forma de piedad-por aquellos flamencos que, por lo menos, combatían en campo abierto por lo que creían. Hablaba con los prisioneros con otra voz y otra actitud. Casi benevolente y compadecido.

Había sabido que tres veces habían intentado envenenar a Escobedo. Dos de ellas en las comidas en la casa de Pérez. La tercera en su propia casa. Compraron una criada morisca para que le echara solimán en el plato.

Con el confesor se atrevió a llegar más lejos. «No logro quitarme de la cabeza, padre, la espantosa idea de que, sin alguna forma de aprobación de Su Majestad, Antonio Pérez no se hubiera atrevido nunca a cometer tamaño crimen.» El primero de agosto atacaron al ejército del príncipe de Orange en el sitio de Rymenant. Combatió con desesperación. Las posiciones de los rebeldes eran muy sólidas y las tropas de Don Juan insuficientes. Hubo que iniciar el repliegue. Con continuos ataques de retaguardia se retiraron hasta un sitio fortificado a una legua de Namur.

Llegó temblando de fiebre; para mayor seguridad lo llevaron a una torre vieja, invadida de palomas, arreglada rápidamente con tapices y algunos muebles. Amodorrado y torpe se dejaba hacer. Resbalaba en la fiebre como en un sueño. Tenía días sin comer.

Tomaba agua de palo guayacán, y entre vómitos y diarrea venían los médicos y los barberos con sus pócimas y sus lancetas. Olía a excremento y ranciedad. «Hiede a galera.» Tenía inflamadas las almorranas. Con la lanceta se las punzaron. Era un ardor de fuego como el que debían sentir los empalados. Mugía de dolor. De lejos llegaba hasta la torre el eco de los disparos del cerco enemigo.

Había que espantar las palomas que llenaban el espacio de zureos y ruido de alas.

Recordaba los Espíritus Santos volando sobre las velas de la Pentecostés. Le pasaban por la memoria las figuras del recuerdo. Ruy Gómez, la princesa Juana, que ahora ya no parecía risueña; su hijo, el rey Sebastián acababa de desaparecer en la cruzada contra los moros en Alcazarquivir. Don Carlos, con la mirada de aquella noche de la alcoba de la prisión. El Emperador en la penumbra de la mañana en que le tendió la mano en Yuste. Eran los que ya estaban del otro lado de la tela de los retratos.

«Fuera de la vida y del mundo.» «¿Qué día es hoy?», era la pregunta que hacia cada vez que creía despertar. «Veinte de septiembre, Alteza.» Lo sorprendió la fecha. «Mañana, si es que estoy vivo, se cumplen veinte años del día en que llegué ante el Emperador.» Llamó a Soto para dictarle una carta para el rey. Entre toses y ahogos la voz delgada y vacilante parecía hablar sola, mientras cerraba los ojos. Recordaba el comienzo de la enfermedad: «Aquel mismo día en la noche me dio una calentura con un gran dolor de cuerpo y de cabeza que me tiene en la cama harto acongojado y aunque estoy tan decaído como si la hubiera tenido treinta días espero en Dios que con los remedios que se han hecho y van haciendo no pasará adelante, si bien certifico a Vuestra Majestad que el trabajo que se pasa es de tal manera que no hay salud que resista, ni vida que pueda durar". Se le agotaba el aliento. Soto, con su pluma, y el confesor estaban presentes. «No dejo, por lo que a mi toca, de tener gran sentimiento…» Se interrumpió y enmendó: «Grandísimo sentimiento de que sea yo sólo el desfavorecido y abandonado de Vuestra Majestad, debiendo no sólo por hermano, sino por el hombre del mundo que más de corazón le ha procurado servir y que con mayor fe y amor lo ha hecho, ser tenido en diferente estima y consideración».

Cada día, en alguna hora lúcida, se confesaba. Le rodeaban sus capitanes pero no podía casi hablarles. Se les quedaba mirando sin poder decirles lo que no llegaba a las palabras. En presencia de ellos le dijo a Farnesio: «El comando te pertenece.

Lo harás mejor que yo». Hubo lágrimas y maldiciones.

Le dieron la Extremaunción y siguió en el delirio del que salía a medias para preguntar si Escobedo había regresado o para pedir al rey lo enterrara cerca de la tumba del Emperador. Pasaba horas largas sumido en aquel sopor de moribundo. Los acompañantes esperaban en suspenso el regreso de la respiración en cada aliento de estertor.


Se estaba durmiendo. Se estaba despertando. Subía por la cuesta. La reconocía, tan distinta. A un lado, los árboles del huerto y el estanque de los peces. Sólo viento y ruido de hojas. Al otro, la mole inerte del convento y la iglesia cerrada y sin vida.

Subía hacia la terraza vacilando sobre las piedras desiguales. No se oía ni el ruido de sus pisadas sin peso. Cada paso era un esfuerzo de asfixia. No veía claro. Todo parecía solo, abierto, quieto, lleno de aire lento y sin eco.

Había llegado a la terraza vacía. Ni un mueble, ni un ruido en el espacio hueco.

Puertas y ventanas abiertas hacia ámbitos desnudos y lejanos. No se oía otra cosa que aquella gruesa respiración de ahogo que lo sacudía. Cada paso era más lento.

Ni vida, ni movimiento, ni forma, apenas la apagada luz que lo iba cubriendo. Exhausto, ya para caer, logró alzar una voz que era un grito de angustia: «¡Soy yo!».

La voz se iba de él y resonaba a lo lejos. «Soy yo… yo… yo…»

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