«No haréis tal que seria cosa de locos.» Había dicho la dura palabra y el príncipe la sintió como una herida: «No lo haré como loco sino como desesperanzado de que Vuestra Majestad me trate tan mal».

«Cálmese Vuestra Alteza», le dijo Ruy Gómez. «Cálmese», repitió Quijada.

Lo colocaron de nuevo en la cama y fueron saliendo, el rey el primero. Cerraron la puerta, dejaron guardias y regresaron en silencio hasta la cámara real.

No había faltado sino él en la escena, pero sentía que había sido el más presente.

Todos sabrían el papel que había jugado. Lo sabía el rey, lo sabia el infeliz Don Carlos, lo sabían todos. Fue en él en el primero en quien debió pensar el príncipe al despertar en aquel espanto. Si hubiera estado allí, lo habría llamado traidor y hombre de mala fe.

No podía dormir, no podía reposar. A cada instante volvía a la escena trágica y no se le borraba el rostro de Don Carlos. «¿Qué más dijo?», le preguntó a Quijada la primera vez que le dio detalles sobre el suceso. «¿No me llegó a nombrar?» Todo se borró en la sombra de la celda. Ahora no quedaba sino aquella imagen de Yuste. En la misma actitud en que lo vio un día para siempre, la mano temblorosa, la voz apagada. Dijo, o hubiera dicho: «Tu más alto deber es con tu rey y señor. Todo se lo debes a él y lo que hagas en su servicio lo haces también en servicio de Dios, porque es la Gracia de Dios la que designa a los reyes. Nunca nada contra el rey, nada contra el reino. No hay honra en desobedecer al rey, ni hay deshonra en servirlo».

«¿Hice bien, señor?» Hacía la pregunta y la imagen se borraba.

«Ha llegado la ocasión de mostrar quién es Vuestra Alteza», le dijo Ruy Gómez con una mansa sonrisa protectora. Como siempre, sintió el equivoco del tratamiento.

Delante del rey hubiera tenido que decirle «Excelencia». "Tenía que demostrar quién era», decía risueño Ruy Gómez. Era como si nadie lo supiera, como si fuera un secreto que no había sido revelado; de los demás se sabia quiénes eran. Ni Ruy Gómez, ni Antonio Pérez, ni el propio Don Carlos, tenían que mostrar quiénes eran, era sólo él quien estaba puesto en duda, quien podía ser o no ser.

Antonio Pérez se percibió y trató de salvar el embarazo: "Los que conocemos a Vuestra Alteza no necesitamos pruebas, sabemos lo que vale y de lo que es capaz.

Seréis un gran General del Mar».

Sentía que había algo de sarcasmo. No era hombre de mar, se había asomado al puerto de Barcelona vacío de barcos.

Aprovechó los cortos días que le quedaron en Madrid para hablar con hombres de mar. Con impaciencia y entre preguntas atropelladas fue conociendo las embarcaciones, las voces de mando, el régimen de trabajo y navegación y las disposiciones de combate. Cada formación tenía su nombre y se la dibujaban con granos de habas sobre la mesa, en flecha, en arco hacia afuera o hacia adentro, en escalones, en filas.

Iba a ser jefe. Nadie lo podría poner en duda. En el fondo de él debía estar la herencia del mando de los reyes, insuflada, profunda, segura.

Había tomado 9tra apariencia, más reposada y formal. Vinieron muchos jóvenes de la nobleza a ofrecerse para acompañarlo. Los recibió con un tono reticente de autoridad propia. "Mucho me huelga contar con gente de calidad como vosotros para llevar a cabo las grandes cosas que Dios y el rey esperan de nosotros.» El mar era del Turco. El mismo que había asaltado a Malta, que amenazaba a Chipre, que tenía piratas en los puertos de África, el que se acercaba a Viena, el que hacía continuos asaltos a ciudades de la costa española y se llevaba doncellas para los serrallos y esclavos para las galeras.

En el mapa le habían mostrado las posiciones turcas en aquel inmenso mar. Toda la mitad oriental estaba en manos de las flotas y las guarniciones del Sultán, el borracho de Selim II. Eran buenos marinos y temibles guerreros. Cada día se atrevían a más y llegaban más cerca de España. Luis Quijada le había contado muchas veces la expedición del Emperador contra Túnez. Las dificultades de aquella guerra, los ardides y la desesperada violencia de los ataques. Ya no era el tiempo de una Cruzada para rescatar el sepulcro de Cristo, sino de impedir que los infieles tomaran posesión de las iglesias de la Cristiandad, el día en que otra vez sobre las torres de Córdoba y Sevilla se alzara la voz de los almuédanos llamando a orar por Alá.

A principios de mayo salió de Madrid para Cartagena con una vistosa comitiva.

Más parecía una partida de placer que el comienzo de una campaña. Se detuvo en Aranjuez para despedirse del rey y recibir sus instrucciones personales.

Lo recibieron con fiesta. Estaban la reina y la princesa Juana. "Ahora si vais a ver al Turco.» Hubo tiempo para juegos y adivinanzas. Con el rey habló una sola vez.

Le pareció excesiva su preocupación en darle consejos. "Tened cuidado…» "Mirad con atención…» "No os precipitéis Consultad con la gente de experiencia…» Le ponderó a los consejeros que iba a tener, veteranos que conocían todos los secretos de la guerra del mar. "Allí os esperan Requesens, hombre de mucho consejo, un poco quisquilloso pero seguro, y Álvaro de Bazán, que es el mejor capitán del mar que tenemos. No hagáis nada sin oírlos.» Antes de despedirse le entregó una carta manuscrita. Apenas estuvo solo se apresuró a leerla. Eran los consejos que se le dan a un niño que sale por primera vez de la casa paterna. La leyó varias veces. Lo que se traslucía era una profunda desconfianza. "Por el gran amor que os tengo y lo mucho que os deseo.» Le hablaba como un confesor a su penitente para que se condujera bien "en su persona, vida y costumbres».

"Dirigirse a Dios», «ser un buen cristiano», "cumplir lo prometido», "ser justo y recto», tener "firmeza y constancia», "desoír las lisonjas", le hacia admoniciones sobre el recato y la honestidad de la conducta, "evitar en cuanto fuere posible juegos, especialmente de dados y naipes», no jurar sin necesidad, cómo debía comportarse en la mesa y el tratamiento a los demás, no decir injurias, para terminar: "Esto es lo que se me ha ofrecido acordaros, confiando que lo haréis mejor que aquí lo digo».

En el trayecto hasta Cartagena, en marchas y entradas a pueblos, recordaba con ira pasajes de la carta. Bien poca cosa debería pensar el rey de él cuando se creía obligado a darle consejos de esa naturaleza. Consejos de la vieja detrás del fuego, desconfianza casera hacia el niño que no acaba de crecer.

A la entrada de Cartagena lo aguardaban los comandantes de la flota y las autoridades. Resonaron bombardas y cohetes. Allí estaban Requesens y Bazán. Le hicieron una profunda inclinación. ¿Cómo le iban a tratar? "Excelencia», dijo Requesens. "Alteza», dijo Bazán.

Los estuvo observando con disimulo. Requesens, más cortesano y prudente; Bazán, más soldado e impulsivo. Hubo discursos. Salieron al puerto. El mar se abría ante él. Se detuvo un momento. Era aquello inmenso, desnudo, que se perdía en el confín.

Estaban las galeras empavesadas, con las velas alzada, con los remos en alto, la cabeza a ras del agua y la cola en alto, parecían enormes ciempiés quietos. Chirriaban chirimías. Se oyeron las salvas del saludo.

Muy temprano en la mañana se procedió al embarque. Acompañado de los jefes subió por la escala de popa a la capitana. Al llegar a la plancha de popa vio el apretado conjunto de las cabezas lustrosas y rapadas que lo miraban. Eran los galeotes, torsos desnudos, pantalones rojos, con las manos sobre el remo, lo miraban fijamente. El hedor de excremento lo cubría todo.

La popa de la Galera Real, toda en rojo y oro, bajo el flamear de estandartes y gallardetes~ estaba decorada con pinturas que representaban los trabajos de Hércules y el viaje de Jasón en busca del Vellocino. Los enmarcaba la cadena de la Orden del Toisón. En el estandarte estaba la Virgen de Guadalupe, rodeada de rayos.

Paseó la mirada por el buco lleno de la chusma, la crujía, donde andaban los cómitres, hasta la corulla de la proa, en la que asomaban las culatas de los cañones. Se metió bajo el toldo. Pensó que era un milagro de la Virgen o una hazaña de la mitología lo que se esperaba de él.

Sonaron los silbatos, desamarró la Capitana, los remeros se pusieron en posición de boga. Se ordenó remar parejo a toda la borda. Los sesenta remos, con sus tres hombres por guión, hundieron sus palas en el agua, se oyó el inmenso rugido del esfuerzo con que los hombres empujaban el remo. Se alzó el canto sordo que marcaba el impulso, iban y venían parejas las cabezas de los remeros y se oía el tintineo de las cadenas que los ataban al banco. La Galera Real enfiló mar afuera. Las otras fueron tomando su formación. Por grupos de cuatro se organizaba el séquito bajo el mando de su respectivo cuatralbo. Se fundían los ecos de la cadencia del remo y el resuello de los forzados.

Ya mar afuera largaron las velas, alzaron los remos, los fijaron en la borda y comenzó la silenciosa navegación a vela. Lo más presente era la chusma, aquel montón de cabezas rapadas y torsos desnudos atados al banco por la muñeca o por el tobillo. Cuerpos, alimentos y defecaciones se mezclaban. Hablaban entre si y miraban de reojo hacia los cómitres que ahora descansaban, sin dejar de vigilar. Se iniciaban pleitos y a látigo los ponían en paz. Otros dormían en el remiche, entre los pies y las horruras de los otros. Los pocos buenas boyas, sin cadenas, podían ponerse de pie, moverse y acercarse al fogón en busca de alguna sobra.

"Buenos remeros llevamos, Alteza», le dijo Bazán, «es con esa gente con la que más hay que contar para la guerra en el mar. No hay maniobra posible sin los treinta pares de remos moviéndose como bajo una sola mano».

En las largas horas de travesía hablaba con sus consejeros sobre la situación de los turcos en el Mediterráneo. "Por ahora no hay peligro de un ataque en gran escala, pero, en cambio, la actividad de los piratas berberiscos es constante. Asaltan los pueblos de la costa desde Italia hasta Andalucía. Habrá que darles un buen escarmiento.» A los dos días de navegación, a la altura de Gibraltar, avistaron la flota de Indias.

Un gran rebaño de barcos que avanzaba hacia ellos en cuatro anchas filas de altos veleros; a un lado iba la escolta de los buques armados y, a la cabeza, la nave capitana, un rollizo galeón de alto bordo.

Al reconocer las galeras reales, la flota comenzó a recoger velas para ponerse al pairo. Se oían toques de clarín y por los mástiles subían las banderas de las señales.

La Galera Real se acercó al galeón principal. En el esquife embarcó Don Juan con Requesens, Bazán y un grupo de oficiales.

Sobre la cubierta los aguardaba el capitán de la flota, viejo marino barbudo que se había puesto la ropilla negra de gala para la ocasión. Lo rodeaban gentes del más vario talante. Marineros, pasajeros, mercaderes y hasta un grupo de indios, semidesnudos, de cabellos lacios y mirada de sueño.

Sacaron unos sillones para Don Juan y su séquito. Comenzó sobre la cubierta una feria que los llenó de asombro. Gandules y hombres de servicio subían de la sentina cargados de extraños objetos. Tendían sobre las tablas tejidos de plumas llenos de colores, pieles ocres de vicuñas y en numerosas jaulas los más increíbles pájaros. Guacamayas de muchos más colores que la de Yuste, un quetzal verde, unos mínimos pájaros-mosca, una garza solitaria, un flamenco color de coral y, en la mano abierta de un marinero, vio acurrucado un mono tan pequeño como el puño.

"Señor, aquello es más grande y más variado que todo lo que se pueda decir", comentaba el capitán. "Hay ríos tan grandes como cien Guadalquivires, y montañas de nieve tan altas como las nubes de Castilla. Bosques del tamaño de un reino. Ciudades mayores que Salamanca y templos extraños.» Le mostraron una piel de caimán, con su gruesa coraza verdosa. "Es el gran lagarto de agua que se traga un hombre de un bocado.» Pieles de serpientes gruesas como un tronco y otras con la piel taraceada de colores.

"Señor, reunidas en esta flota hay embarcaciones que vienen de Veracruz, de Portobelo, de Cartagena de Indias, que luego de pasar el invierno en los puertos de Indias se han reunido en La Habana en espera del buen tiempo para emprender el regreso. En las bodegas llevan arrobas de plata y tejos de oro suficientes para comprar un reino.» Sobre la cubierta se había formado un teatro insólito. Hacían ruedo frente a Don Juan los pasajeros, indianos ricos, mujeres mestizas, marineros y algunos indios. Unos vestidos a la española y otros con sus taparrabos y su plumaje. Le mostraron los arcos, las macanas y las flechas. Un tinglado de feria de otro mundo. Preguntaban los nombres de aquellos maderos, de tantas extrañas frutas, de las virtudes de las plantas. La zarzaparrilla que curaba las fiebres, el palo Brasil, que servia para el mal francés, aquellas piñas redondas y cobrizas como una cara de indio coronado de plumas verdes, el globo duro y pesado de los cocos y las guayabas que llenaron de fragancia el aire.

Se fue llenando la cubierta de gentes y objetos.» No se vio nunca cosa semejante en Medina del Campo.» Unos y otros hablaban de cosas increíbles de las Indias. "Todo es tan distinto, tan descomunal, tan extraño.» Salió aquel indio envuelto en humo, como si tuviera fuego por dentro. Llevaba en la boca un atado de hojas encendido en la punta.

Chupaba y le salía un humo azul y acre por la boca y las narices. "Es cosa de brujería.» Salió otro que avanzó lento hasta el centro del corro. Llevaba en alto, en la mano, una bola negra que apretaba con fuerza. Se detuvo y la lanzó con violencia contra el piso. Chocó contra la madera y rebotó al instante para volver a caer y volver a saltar cada vez más baja, hasta quedar inerte. Quedaron absortos. Parecía dotada de una fuerza propia que se iba agotando. "No es cosa de este mundo.» La flota de Indias entró en la desembocadura del Guadalquivir, rumbo a Sevilla, y las galeras comenzaron su navegación hacia el Este. De los encuentros ocasionales con barcos mercantes y pescadores recibían información sobre la situación y movimientos de las galeras turcas. No parecía haber ninguna concentración importante en las aguas vecinas.

Lo más del tiempo se iba en ensayar maniobras y en conversaciones bajo el toldo de la Capitana. Fue allí donde comenzó a conocer el talante y los temperamentos de aquellos veteranos que el rey había designado como sus consejeros y maestros. Requesens cauto, prudente en opinar, muy seguro de su prestigio y autoridad. Bazán, marqués de Santa Cruz, tajante y corto de opiniones. con cierto desdén inocultable en la actitud. Requesens hablaba más dc política; Bazán más de la guerra en el mar.

"Cuatro enemigos tiene España». afirmaba Requesens. " Francia, Inglaterra, el Turco y la herejía luterana". Conocía todo el trasfondo de la intriga política de las cortes.

La situación de Flandes no era sino la consecuencia de esa pugna sorda o abierta. "Todo puede esperarse de la perfidia de nuestros enemigos. La reina de Inglaterra ayuda al príncipe de Orange. También los hugonotes franceses y los protestantes alemanes. Por el otro lado está el Sultán. No podemos luchar con todos a la vez. Estaríamos perdidos. Aparecía en aquellas palabras un vasto y oscuro escenario de intriga. El desfase continuo entre lo que se decía y lo que se hacia, entre lo que se prometía y se cumplía.

El cambio continuo de las actitudes y los propósitos. No era prudente creer en nadie, ni siquiera en el Papa.

Bazán intervenía poco y proponía la solución por las armas. Hacia descender el tema a realidades inmediatas: "Si los cristianos se unieran habrían acabado con el Turco hace tiempo, pero es difícil reunirlos y es difícil también lograr que el Sultán arriesgue su situación en un encuentro decisivo. Hace su guerra desde los rincones de la costa africana. Desde Túnez, desde Argelia, desde las islas griegas, salen para atacar por sorpresa todos esos corsarios, piratas y ladrones de mar que no les dejan en paz a los cristianos. Es con esa chusma dispersa con la que nos obligan a combatir. Me gustaría un día poderle echar las manos a El Uchali. a ese tiñoso renegado».

En ocasiones avistaron algunas galeras musulmanas y les dieron caza. A plena bordada de remeros algunas embarcaciones salieron en su persecución. A veces lograban escapar. Alguna era alcanzada. La traían al seno de la formación con racimos de piratas colgados de las entenas y la alegría de los cautivos liberados. Era escaso el botín.

A mediados de septiembre regresaron a Barcelona. La noticia lo sacudió. «Don Carlos murió hace dos meses.» Juan Quiroga lo miró palidecer. Al rato preguntó: «¿Cómo fue?». «Como buen cristiano, con mucha piedad y pidiendo perdón de sus yerros.» Con prisa de fugitivo se fue a Madrid. Tuvo una corta entrevista con el rey. «Dios tenga piedad de mi pobre hijo.» Habló poco con sus viejos conocidos. Estuvo apartado en un convite que le dio Antonio Pérez. Ni siquiera reaccionaba cuando le decían: «Ahora el rey os necesita más que nunca. Ha quedado muy solo y desamparado».

Antonio Pérez ostentaba su privanza. «Lo puede todo», le había dicho la princesa de Éboli. Había asumido las funciones de la Secretaría y despachaba diariamente con el rey o recibía devueltos los informes con sus minuciosas anotaciones. «Esto va muy bien. Hay que insistir más.» «¿Don Carlos llegó a mencionarme?» le preguntó a Ruy Gómez. No lo logró saber.

El rey se marchó a vigilar la construcción del Escorial y él resolvió irse al convento del Abrojo.


Al pasar las puertas sintió que salía del mundo y del tiempo. Fray Juan de Calahorra, el Prior, le acompañaba largos ratos. «Necesito paz.» Ahora las cosas pasaban afuera y lejos.

El largo día se hacía más lento y calmo desde los Oficios del alba a los del atardecer. Hizo largas confesiones en las que cada vez se sentía más culpable. Recibió a pocos visitantes. Vino Doña Magdalena, desde Vilíagarcia, llena de golosinas y de mimos.

Lo primero que le preguntó fue por la niña de María Mendoza, si se le parecía. «Iré a verla un día de éstos.» Lejos estaba de Villagarcía, lejos del mismo Valladolid, mucho más lejos de Madrid, tanto como de las costas del mar y de los puertos con galeras. En el remoto Norte, el duque de Alba guerreaba contra los flamencos rebeldes. La paz era ahora sólo aquello que se respiraba dentro del convento. Miraba a los frailes, callados en sus hábitos oscuros, las manos juntas. Era otro mundo distinto al que se veía en la cubierta de una galera o en el Alcázar del rey. Eran tal vez otras gentes. Al más viejo de los frailes, una mancha de cabellos y barba blancos sobre el hábito pardo, lo llevaban casi en vilo a los Oficios. Tan viejo como las piedras. No hablaba casi; a lo poco que se le decía respondía con un susurro: «Bendito sea Dios».

No se le apartaba de la mente el lacerante recuerdo de Don Carlos. Evitaba hablar de él pero recaía en su dolorosa imagen hora tras hora. «No me voy a quitar nunca este dolor de culpa.» Buscaba consuelo en pensar que el desgraciado príncipe hubiera tenido que terminar, de una u otra manera, en la misma tragedia. La situación había llegado a tal punto que ya no era posible ocultarla. «Pero hubiera podido ser otro quien lo hiciera. Tuve que ser yo, yo solo, sin escapatoria posible. O lo acompañaba en su loca traición o tenía que denunciarlo a su padre.» Pudo haberlo hecho otro, Ruy Gómez, Alba, la misma princesa Juana. Pudo ser otro, pero había tenido que ser él. «¿Por qué tenía que ser yo?» Una mañana se oyó el grueso doblar de la campana mayor, un ronco y lento retumbar de oquedades. «¿Por quién doblan?» Había muerto la reina. Doña Isabel de Valois, aquella niña asombrada que había conocido en su cortejo nupcial no hacia tanto tiempo. Alegre, fugaz, la recordaba en sus tertulias, en sus juegos, en sus fiestas, con la música ligera de sus espinetas y flautas. Habían reído juntos muchas veces. Era frágil.

El primer parto la puso en peligro. En el segundo estuvo peor. Todo ello para que naciera otra niña. No se repuso ni en el aire de Aranjuez ni en los juegos que le inventaban los cortesanos. Jugaba a la gallina ciega y la atrapó la muerte.

Vino un día su secretario, Juan de Quiroga. «Hay malas noticias.» Más malas noticias en aquel año horrible. «Ha habido alzamientos entre los moriscos de Granada.» Los moriscos, los falsos conversos que poblaban Granada, su vega y sus montañas, venían preparando una revuelta. «Son muchos y están resueltos.» Quiroga pintaba la extensión del riesgo. Los berberiscos y los turcos se preparaban a ayudar. Por las ensenadas y las trochas de la sierra de Granada pasaban los alijos de armas hacia los lugares donde se preparaba el alzamiento.

«Se puede perder Granada, señor; puede volver el poder de los musulmanes a España. Habría que otra vez recomenzar la vieja guerra de setecientos años.»


Nunca estuvo más en conflicto consigo mismo que en aquellos días. La tranquilidad externa, la sucesión inalterable de cánticos, prédicas y silencios lo dejaban solo consigo mismo mucho más de lo que nunca antes había estado. Flotaba continuamente entre lo que era ahora, lo que había sido y lo que se había propuesto ser. «¿Eres Jeromín?

¿Eres Juan de Austria? o, acaso, ¿quién otro eres?» Salió alguna vez hasta Villagarcía a visitar a Doña Magdalena y a la niña, que todavía no tenía palabras y que lo miró con susto. Miró los viejos aposentos, los sobrevivientes de sus días de niñez, el escudero Galarza, las dueñas de la señora, la gente de servicio y faena. En Doña Magdalena estaba viva la imagen de una vida que ya no podía ser la suya. Todo estaba lejos de aquel caserón de piedra. El mundo estaba más allá de las cejas de montes que arrugaban la extensión de la llanura, más allá de donde caían las sombras de aquellas enormes nubes grises que se dormían en el espacio. Buena tierra para árboles y siembras, que nunca cambian de sitio.

Allí hubiera podido quedarse para todo el tiempo si hubiera sido otro, si hubiera continuado siendo el que había creído ser antes, si no fuera el que era ahora. O el que creía ser ahora. Ahora estaba allí aquella otra vida nueva, la niña Ana, hija del azar. A la sombra de Doña Magdalena para crecer ¿en qué? Otra existencia tan azarienta como había sido la suya misma. Algún día sabría quién era su padre. Tal vez cuando ya no pudiera conocerlo, cuando tuviera que buscarlo por retratos y recuerdos ajenos.

Doña Magdalena lo interrogaba sobre sus planes inmediatos. «Está bien que hayas ido al convento para encontrar paz y consuelo después de todas estas tristes muertes, pero sigues siendo el Capitán General de la Mar. Desde niño se vio que no estabas hecho para hombre de Iglesia.» En el convento regresaba a la compañía de Fray Juan de Calahorra y de su secretario Quiroga. «El mayor peligro es la horrenda herejía luterana. Nunca había estado la Cristiandad en un riesgo semejante.» «No estoy de acuerdo», objetaba Quiroga, «eso lo puede arreglar el Concilio o la guerra; donde yo veo el peligro es en la expansión del poder turco. Después de todo, los luteranos son herejes, pero cristianos; los turcos son infieles. No creen en Nuestro Señor, maldicen el crucifijo, no hay manera de arreglarse con ellos. El poder turco se extiende todos los días. Ha caído Malta, caerá Chipre. Andalucía y la costa levantina es tierra de moriscos que no esperan sino la oportunidad de degollar a los cristianos. Van a contar con la ayuda de los turcos.» El fraile confirmaba. «Aquello está poblado de moriscos, que nunca han renunciado ni a su ley, ni a sus oraciones, ni a sus baños. Los cristianos viejos son pocos. Algo muy grave puede pasar.» A veces, en el atardecer, Don Juan llegaba a la huerta. Jardineros moriscos cuidaban de las siembras y los árboles. Alguna vez los miró desde lejos suspender la tarea, lavarse en la fuente y arrodillarse hacia Oriente. «No han renunciado a nada.» De Granada seguían llegando noticias de pavor. Se vivía en la zozobra, esperando por horas la señal del alzamiento. Desde la Vega, desde el Albaicín, desde los montes surgirían por millares los moriscos armados. Degollarían, incendiarían, violarían, nadie estaría a salvo.

Después de los rezos y los cánticos de la noche de la Navidad la noticia llegó hasta el convento. Se habían alzado los moros. Habían entrado en los pueblos cristianos, quemado iglesias, profanado imágenes, degollado mujeres y niños. Habían proclamado un rey musulmán en Andalucía.

«Lo que se creyó que se había acabado para siempre hace un siglo, ha vuelto.» La sierra de las Alpujarras, tendida como un leopardo entre Granada y el mar, había sido el teatro. En alguno de sus perdidos pueblos, habían repetido el ritual milenario de consagrar a su rey. «¿Quién era?» «Un descendiente de los califas de Córdoba, viene del profeta por la línea de los Omeyas.» Mohamed Aben Humeya había sido proclamado rey de Granada y de Córdoba.

Se habían reunido con sus mejores trajes, alfombras rojas y azules cubrían el suelo.

A un lado los casados, al otro los viudos; al otro los mozos y al otro las mujeres.

Trajeron el Corán y los libros proféticos y empezó la salmodia en algarabía. Con los mismos ritos con que se proclamó a Abderramán III. Vestido de púrpura, solemne, con la tiara real en la cabeza. Los alfaquíes le habían recitado las suratas y le habían hecho las abluciones. Le pusieron al pecho y a la espalda las insignias del poder supremo. Luego se inclinó a los cuatro puntos cardinales, se quedó largamente mirando hacia Oriente. Después pisó la tierra desnuda y uno tras otro los nuevos dignatarios vinieron a besar su huella. «En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso», había dicho su proclama y nombrado sus ministros.

Faraz Aben Faraz, su justicia mayor, fue el que atacó a Granada aquella noche del 25 de diciembre. No pudo tomarla, pero a su paso por los pueblos de la sierra incendié, mató y profanó iglesias.

«¿Qué ha hecho el rey?», preguntaba Don Juan. Don Felipe estaba en Madrid, en su mesa de trabajo, leyendo papeles, oyendo y meditando.

«No voy a quedarme aquí», le oyó decir Quiroga.

…¿Qué hago yo aquí'?» Cada día eran peores las noticias. El rey mandaba tropas y auxilios. "Si yo fuera el rey, estaría allí.»Se está perdiendo tiempo, Quiroga. El Emperador ya hubiera estado en Granada a la cabeza de sus hombres. ¿Qué hace el rey? ¿Qué hago yo aquí? No era momento para contemplaciones y esperas, sino para ir con la espada en la mano a matar infieles. Recordaba lo que tantas veces habló con sus consejeros en la Galera Real. El Sultán Solimán llegó a las puertas de Viena, sus galeras atacaban los puertos de Italia y España. Barbarroja estuvo a punto de raptar a Vitioria Colonna para el serrallo de su señor. Ahora era Selim, el borracho, rodeado de sus jenízaros, sus renegados, sus mercaderes y hombres de armas, con sus bases en Argel y Túnez, agazapado para dar el salto sobre España. Ahora estaban alzados los moriscos de las Alpujarras, había un califa de Granada.

El rey resolvió comisionar al marqués de Mondéjar y al de Los Vélez para enfrentar la situación. No había entendimiento entre los jefes. La gente joven de la nobleza se ofrecía para sers ir en la guerra.»No puedo quedarme aquí. Estoy más obligado que nadie.~. Sin poderse contener más, escribió una carta al rey.

.'Su Sacra Real Majestad.» Hubiera tenido que decirle que él, su hermano, era la persona más señalada para dirigir la guerra. Decirle que era él y no otro quien podía poner término a las rivalidades de los jefes. Tenía que dar razones. «Yo soy hechura de V. M., como el barro en manos de su ollero», era él y no otro quien debía comandar, -el marqués de Mondéjar estaba encontrado con el Presidente y le obedecen pocos y de mala ganarme toca tan de cerca volver por la reputación, respeto y grandeza de V. ~ No haberlo hecho hubiera sido "ofender gravemente a mí amor, a mí inclinación y lo mucho que debo a V. M. si no hacia por mi este oficio». Borró, alteró, rehizo.

No era eso lo que hubiera querido decir. «Yo vuestro hermano, hijo de aquel hombre de guerra, no puedo quedarme mano sobre mano mientras en Granada cunde la rebelión de los infieles ~ los hombres que tenéis allí carecen de un jefe y se pelean los unos con los otros.» En el amanecer del 30 de diciembre salió para Madrid. Vería al rey, lo convencería y saldría de inmediato a ponerse al frente de las fuerzas.

Sería entonces cuando empezarían a conocerlo. No iba a quedar duda alguna sobre quién era él.

Apenas llegado a Madrid buscó a Antonio Pérez. «Entrégale esta carta al rey. Le ofrezco mis servicios para Granada. Esta es mi ocasión, la que he estado esperando por tanto tiempo. Las cosas de Granada están mal, yo soy quien puede poner orden allí entre tantas rivalidades y aplastar la rebelión. Dale mi carta, pero necesito hablarle.» Pasó un día, pasaron dos, pasó una semana. «¿Qué ha dicho el rey?» Nada había dicho. Había recibido la carta con los papeles del día y no la había devuelto con sus órdenes escritas. «No es mala señal», sugería Pérez, «significa que el asunto es importante y que está considerando lo que haya de hacer».

Se le fue amortiguando el ímpetu con el pasar de los días. Había visto al rey en la Corte. Lo saludó afectuosamente, pero no hizo ninguna referencia a la carta.

La princesa de Éboli le había dicho cosas atrevidas. «El rey tarda mucho en resolver, es su manera. Pregúntale a Ruy Gómez, pregúntale a Antonio, que lo conocen bien. Es rumiante como los bueyes.» Reía de su osadía. «Lo que preocupa al rey ahora no es Granada ni los moriscos, es otra cosa, es buscar una reina. Necesita un heredero y no lo tiene. Necesita un vientre.» Se hablaba de la princesa Ana de Austria, hija del Emperador Maximiliano II. «Es su sobrina y prima, ¿no te parece incestuoso?» Antonio Pérez trasladaba el problema a la pugna entre los bandos de la Corte. «Quiera o no Vuestra Alteza.» Decía «Alteza» en un tono lleno de repercusiones subversivas.

«Se os mira como parte del bando de Ruy Gómez. La gente de Alba nos detesta.» Con Quijada hablaba de la guerra. «La situación es mala. No hay unidad de mando, los jefes se odian entre sí, se pierden las ocasiones, se malbaratan hombres y recursos.

Aquéllas no son tropas del rey, sino partidas de bandoleros. Saquean los pueblos, roban, degüellan, queman las poblaciones y desertan con el botín. El Emperador no toleraba eso.» Se ponía entonces a rememorar viejas campañas.

Antonio lo invitaba a fiestas en su residencia de La Casilla. Eran reuniones espléndidas con música y representaciones. Bellas mujeres, jóvenes nobles y un ambiente de lujo y despreocupación. Maria de Mendoza asistía.

Le decía a Quiroga. «Ya debería estar en la sierra de las Alpujarras a la cabeza de las tropas del rey. Aquí estoy detenido, retrasado, cobarde.» Pérez, en los peores momentos de su desesperación, le daba consejos extraños: «Tened paciencia, el rey os está probando. Lo que quiere es ver hasta dónde llega la obediencia y la devoción por él. No cometáis la locura de mostrar descontento. Yo lo conozco y siento que el momento se acerca en que os va a llamar».

La princesa de Éboli pensaba de otra manera. «Qué triunfo ni qué niño muerto, conozco muchos que se han muerto de viejos esperando que el rey los llame. La Corte está llena de esa clase de "triunfadores". Algo gordo tendría que pasar para que Su Majestad salga de sus dudas y de su dejadez.» Se comentaba la discordia de los jefes. «Mondéjar está viejo y es muy contemporizador. Mira a los moriscos como gente suya. Desde su padre, el conde de Tendilla, hasta su hijo, han vivido con los moros. No los miran como los miramos nosotros.»

«Si el marqués de Los Vélez tuviese el mando supremo ya esto se habría acabado, pero cada quien anda por su lado; el Presidente Daza y hasta el mismo Arzobispo tienen quién los oiga y menos quién los obedezca.»


«No se puede contar con nadie», decía Ruy Gómez, «no se sabe quiénes son los traidores y quiénes los leales. No han renegado de su fe sino de la boca para afuera».

En el interior de las casas del Albaicin se vivía como en tiempos de Boabdil, sacaban sus libros sagrados de los escondites y tenían sus alfaquíes. En lo alto de la ciudad estaba la Alhambra como un desafío. Se denunciaban al entrar, se les encendían los ojos, miraban los arcos, las delgadas columnas, el tejido de los frisos, el canto del agua en las fuentes.

Más que de Granada se hablaba en la Corte de la boda. Iba a ser la cuarta boda del rey. «Las mujeres han pasado por su lado como sombras: el tiempo de darle un hijo como Don Carlos o unas infantas.» Tres grandes pompas fúnebres de reinas se habían sucedido. Era la misma ceremonia las mismas colgaduras, los mismos oficios fúnebres, los mismos sermones de pavor. «Si nuestra futura soberana no le da un heredero, qué va a pasar con estos reinos.» En las noticias de Granada se mencionaba pueblos borrados en lo más áspero de los montes, de los cuales nunca se había oído el nombre: Lecrin, Orgiva, Laujar, Porqueira, Jubiles, Uguijar, Paterna.

No decidía nada el rey. Con la mirada, a veces, parecía decirle dudas, promesas o desdenes. Si el rey le llamara y le ordenara salir a ponerse al frente de las tropas en Granada, ¿qué haría? No había estado nunca en una guerra. Conocía hasta la saciedad los ardides y disposiciones del Emperador en los combates. Luis Quijada los conocía todos y se los había explicado. No conocía los hombres, ni conocía el país.

Tendría que oír mucho, que ser muy cauto, iban a estar observándolo con ojos despiadados. Iban a darse cuenta pronto de sus fallas y de sus torpezas. Tendría que estar a la merced de las opiniones de aquellos jefes que lo verían con desdén.

«De un momento a otro os va a llamar Su Majestad», era Ruy Gómez quien lo afirmaba. Antonio Pérez lo confirmaba: «Para que se acaben las querellas tendrá que enviar a su hermano».

Ya era abril cuando el rey lo llamó: «Iréis a Granada. Es lo que he decidido después de mucho pensarlo». Hablaba como si se tratara de una cuestión de rutina. «Todo se hará para que tengáis los apoyos y los recursos necesarios.» Respondió las frases más banales de gratitud. Le besó la mano y salió apresurado.

Eran muchos los condicionamientos y limitaciones con que iba. Luis Quijada estaría a su lado en todo momento, debía consultar con él y oír los pareceres de los marqueses, del Presidente, de los consejeros. Vendría desde Italia con las galeras Don Luis de Requesens; debía permanecer en Granada y no tomar parte en la acción. Su primer sentimiento fue de indignación. «Se me cree un incapaz.» Le imponían un papel pasivo de retaguardia. «Esto es una humillación.» Trabajo le costó a Quijada convencerlo de que no protestara. «Comprendo lo que sentís, pero es vuestra oportunidad.

Yo conozco a Vuestra Excelencia y tengo plena confianza. Será cuestión de tiempo para que se muestre quién sois. En Granada están esperando al hijo del Emperador.

Lo conocerán en su momento. No antes. No hay que forzar los pasos ni los tiempos…

Paso corto y mirada larga.» Tardaron días en los preparativos para la salida. Iban y venían mensajeros de la Corte a Granada llevando y trayendo órdenes e informaciones. "Su Majestad ha tomado empeño en prevenirlo y ordenarlo todo», le decía Quijada. Con quiénes iba a viajar, quiénes y cómo debían recibirlo en la ciudad, la forma en que debía funcionar el Consejo que lo iba a asesorar. "No voy a la guerra, sino a la retaguardia, con las mujeres y los niños.» «Vais a ser la persona del rey allá.» «Saldremos mañana», anunció Quijada, «os están aguardando». Preguntó con mal humor: «¿Quién? ¿El Consejo de Tutela?».

A lo lejos, agrupada entre los montes, se divisaba la ciudad. «¿Cuáles son aquellas torres? Altas son y relucían.«Quiroga musitaba a su lado el viejo romance. Había emoción en todos por la llegada a la legendaria ciudad. Acamparon cerca para preparar la entrada solemne. El primero en presentarse con un numeroso séquito de guerreros fue el marqués de Mondéjar. Se había adelantado a todos para ser el primero en hablar con Don Juan. Viejo, canoso, firme y rudo, le advirtió en los ojos el desasosiego de verlo tan Joven.

«Señor, os traigo buenas noticias de la guerra.«Se encerró con él, con la sola presencia de Luis Quijada. Le fue refiriendo el desenvolvimiento de la campaña. Quijada le hacía preguntas sobre la disposición de las fuerzas y la situación. «Los conozco muy bien y sé mejor que nadie cómo tratar a los moros en paz y en guerra. Tengo tres vidas luchando con ellos: la de mi padre, el conde de Tendilla, que recibió el gobierno de Granada de manos de los Reyes Católicos, la mía, que ya es larga, y la de mi hijo el conde, que ha crecido entre ellos.«Refería una guerra suelta, sin frente de batalla, que se libraba al mismo tiempo en muchos puntos separados. Afirmaba que los moros alzados estaban vencidos y que habían fracasado en su empeño. «Ahora es cuestión de tiempo y de habilidad, para que todos se vayan rindiendo.«Refirió las rivalidades entre los jefes de la revuelta. Tenía rivales Aben Humeya, nombró a Aben Aboo, que conspiraba para sucederlo, y Aben Faraz, que hacía gestiones secretas para entenderse con los cristianos. Mondéjar afirmaba que ésa era la forma apropiada para acabar, con poco costo, con la insurrección. «Hacer otra cosa seria imprudente y costoso, pero Vuestra Excelencia va a encontrar pronto quiénes son partidarios de una acción decisiva y arriesgada.«Había dicho «Excelencia«.


El marqués regresó a la ciudad para volver con el cortejo del recibimiento.

Fue larga la ceremonia de la entrada. El Presidente de la Audiencia, el Arzobispo, los comandantes de los ejércitos y filas de jinetes y lanceros. Don Juan se había vestido con todo lujo y a caballo, a la cabeza del cortejo, recibía los aplausos de los habitantes agolpados en las calles y asomados a los balcones y azoteas.

Paseaba la mirada sobre la multitud. Sintió la mezcla de hostilidad y entusiasmo.

Había miedo y odio en muchas de aquellas expresiones. «Si supiera siquiera cuáles son los enemigos«, pensó.


Luego vinieron los saludos en el Palacio de la Audiencia. Lisonjas, secas reverencías. en un anuncio de disimulos y amenazas. Se repetía el nombre del Emperador.

“EI hijo del Emperador…”.La garantía de la victoria.» «Ahora si vamos a vencer.«Desde los primeros contactos se dio cuenta de la pugna de opiniones sobre la forma de llevar la guerra. Los que estaban de acuerdo con las astucias de Mondéjar y los que apoyaban la acción directa que preconizaba Los Vélez.

La guerra se prolongaba y se disolvía en pequeños encuentros y escaramuzas, se perdía en los vericuetos de los montes. «Si esto se prolonga se va a dar tiempo para que los moros de África envíen socorros y para que las galeras del Sultán de Turquía desembarquen en algún punto de la costa.«Un gran vocerío llegó de la calle, eran gritos, invocaciones a Dios, lamentos clamorosos. Salió a la puerta. Era una muchedumbre de mujeres enlutadas y niños. «Justicia, señor, justicia para las victimas y castigo para los culpables. Han matado a nuestros maridos, a nuestros hermanos, a nuestros hijos. Han profanado nuestras iglesias. Castigo para esos perros.» El clamor se calmó al ver a Don Juan. «He venido a hacer justicia, a proteger a los inocentes y castigar a los culpables. Tengan confianza en mí.» Cuando al fin quedó solo, su primer impulso fue ponerse a la cabeza de las tropas y salir a la campaña. Ya sabia que el rey no quería nada de eso. «Tenéis que acatar la voluntad del rey y mostraros obediente.«Las primeras impresiones que le transmitió Quijada sobre la situación militar eran malas. «Nunca he visto nada parecido. No son soldados estos malditos, tanto los aventureros como los de la ciudad no tienen ni han tenido nunca orden, no son gente de guerra, ni piensan en pelear, sino en robar a Dios y al mundo. Desorden tan grande no se ha visto jamás. Estos no son soldados, ni tienen capitanes, ni oficiales. Ladrones y bandoleros son, que no piensan sino en coger botín, saquear casas y marcharse cargados de sus robos. Así nada se puede hacer, por ruines que seamos nosotros más lo son ellos, Si quisiéramos ser un poco hombres de bien.» Pronto llegó la peor de las noticias. La flota con refuerzos que venia de Marsella al mando de Don Luis de Requesens fue deshecha por un terrible temporal. La costa quedaba desguarnecida y abierta a las invasiones.

La ciudad no era segura, en cualquier momento los moriscos del Albaicín, con la ayuda de los insurrectos, podía atacarla e invadiría. En uno de los primeros Consejos. Don Juan propuso expulsar los moriscos del Albaicin y distribuirlos por los reinos de España. Se resolvió lo que tenía que resolverse. Consultar al rey para que él tomara la decisión definitiva. No había otra cosa que esperar.

Había llegado María de Mendoza. Permanecía recluida en las habitaciones interiores del palacio. Había tomado el gusto de vestirse a la morisca y hostigaba a Don Juan con sus preguntas.»¿,Por qué no sales a la cabeza de las tropas a acabar con los infieles?» Con el propio Luis Quijada la relación había cambiado. Parecía haber dejado de ser aquel padre comprensivo para convertirse en un vigilante. «Eso no se puede», «hay que esperar»,»el rey no estaría de acuerdo», «hay que tener calma, el momento llegará».

Entre los señores que frecuentaban el palacio estaba Don Diego Hurtado de Mendoza. Pulcro, con su cuidada barba blanca, discreto, sabio. Con frecuencia Don Juan lo buscaba para preguntarle sobre sus muchas experiencias desde los tiempos del Emperador en la Corte, en el Gobierno, en las Embajadas, junto al Papa, sobre Italia y los Países Bajos. De lo contemporáneo se escapaba pronto hacia la Antigüedad.

«Todo lo que un capitán tiene que saber sobre la guerra está en los Comentarios de Julio César.» Recitaba en solemne latín, casi litúrgico, midiendo el tiempo de la cláusula con el movimiento de la mano, pedazos que Don Juan oía sin entender. «Todo está allí y sobre todo el ejemplo insigne de aquel hombre sin par, guerrero, político, gran prosista. Era capaz de hacer las más grandes hazañas y de luego narrarlas en las más precisas y bellas palabras.» Más se interesaba Don Juan por los detalles de la enredada intriga política que Don Diego había conocido en sus Embajadas en el Vaticano y en Venecia. «Termina uno por no saber lo que significan los vocablos, ni con cuál propósito se dicen; es como una esgrima en la oscuridad.» La guerra, con todos sus ardides era un juego más claro.

Por lo menos se sabia pronto el resultado.

Sentía ansiedad y alivio en oír de Don Diego el maravilloso cuento de los orígenes de España. «El primer conquistador de España fue Baco, a quien, por otro nombre, llamaban Libera. Iba a completar la conquista del mundo en Occidente. Con él vinieron los persas, iberos y fenicios, naciones de Oriente. Se llamaba también Dyonisio.

Traía un capitán que se llamaba Luso, de donde viene Lusitania, y un secuaz llamado Pan, hombre áspero y rústico; éste fue el que le dio el nombre a toda España. "Panios"

quiere decir cosa de Pan, el "hi" es el articulo, de modo que "Hispano" es lo mismo que tierra de Pan. También vino dos veces el que dicen Hércules. De allí viene el nombre de Sevilla, de la segunda vuelta de Hércules, "palin" quiere decir en griego otra vez y "li" el artículo, de allí salió "Hispalis".» El remoto pasado se volvía prodigioso cuento de héroes y dioses. Hasta los godos y los árabes. «Hasta esta lucha en que estamos ahora en busca del triunfo por vuestra persona que tiene la obligación de las victorias del padre. Vieja guerra y victoria dudosa que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos a quienes Dios quería castigar.»


Desde Granada se sentía la guerra lejos. Había que meterse en los montes, en las veredas de la sierra, en aquel macizo vertebrado como un carapacho de res que se extendía hasta Almería y el mar.

Era el mundo de los guerreros de Mondéjar, de Los Vélez, de todos aquellos capitanes que volvían a Granada o salían de ella. En Granada no había sino la Cancillería, el Arzobispado, el tenue comando. Noticias tardías que llegaban y órdenes tardías que salían.

Las noticias eran contradictorias, se hablaba de una victoria decisiva y resultaba apenas una escaramuza, a veces las noticias del frente no llegaban directamente sino dando vuelta por Madrid. Era el rey, o Ruy Gómez, o Antonio Pérez, quienes escribían impartiendo instrucciones y consejos.

Cuando se reunía el Consejo era para no ponerse de acuerdo, para terminar la discusión mirándole la cara. Aquella cara de impaciencia y de disgusto.»Para esto no hacía yo falta aquí.› Maria de Mendoza lo acosaba; para colmo, le había anunciado que estaba preñada. Con disgusto le ordenó que no se lo dijera a nadie. Para eso habría venido con tanta fanfarria. «Hay alguien, Don Luis, que me pide cuenta todos los días, sin palabras. Nada puedo responderle a él para justificar esta indecisión, esta indigna retaguardia, este papel de cobarde que me hacen desempeñar.» A veces María lo sorprendía hablando a solas con aquella invisible presencia. «No me pidas cuenta, no soy nadie, no soy el rey, no soy el jefe, no me han dado poder ninguno. Me han puesto aquí para irrisión, para presidir consejos que nada resuelven, para recibir quejas y peticiones, para pasearme ante la gente como una imagen de procesión.» Oía al Licenciado Muñatones, con el parche negro de su ojo tuerto. No podía verlo sin acordarse malévolamente de la princesa de Éboli. «Su majestad os ama mucho para exponeros inútilmente.» Llegó la horrible escena de la primera expulsión de moriscos de la ciudad. El rey la había autorizado por fin. «Bajo ninguna circunstancia debe despoblarse un reino», había dicho Mondéjar.

Millares de viejos, mujeres y niños, sacados de sus casas, se habían hacinado en la plaza. Las autoridades eclesiásticas, con sus cruces y pendones; las tropas tendidas, un redoblar fúnebre de tambor. Resonaba la algarabía. «Nos llevan a matar. Nos van a degollar a todos como carneros. Queremos morir en nuestras casas.» Don Juan salió a presidir la triste escena. Ahora era él a quien se dirigían las súplicas. Trató de alzar la voz en el clamor. «No los van a matar. Es la voluntad del rey.

Van a otras tierras, donde vivirán mejor y más tranquilos.» «Ésta es nuestra casa, ésta es nuestra ciudad, somos de aquí, no recordamos haber vivido nunca en otra parte.

Aquí están los huesos de nuestros muertos.» Entre las filas de soldados fue bajando hacia la Vega el rebaño humano. Don Diego Hurtado, en su modo peculiar, dijo más tarde algunas oscuras palabras. «Ésta ha sido su patria por más de setecientos años. Los intrusos somos nosotros. Fueron ellos los que hicieron todo lo que aquí hay. Los palacios, las acequias, los muros, la tierra cultivada. ¿Quién lo va a hacer ahora?» En algún recoveco de las Alpujarras estaría Aben Humeya, con sus guerreros y sus alfaquíes rezanderos. Era el soberano de una dinastía más vieja que la de Don Pelayo. Podía desafiarlo a un combate singular y decidir en un solo duelo personal aquella lucha. Don Luis Quijada sonrió paternal: «No sería aconsejable, señor. Este no es un rey, a lo sumo un cabecilla. Cuando Su Majestad Imperial desafió a Francisco 1, era el rey de Francia a quien desafiaba para poner fin a una guerra entre dos grandes reinos cristianos. Éste no es el caso ni puede serlo».

Las noticias repetían la misma exasperante incertidumbre. Se había derrotado a los moriscos en un punto cuando, simultáneamente, había sido necesario retirarse en otro. Quijada se exasperaba. «Qué clase de jefes son estos que no logran poner orden en su gente. Qué clase de tropas. No son soldados, señor, son ladrones y pandilleros, saqueadores, buscan el botín y huyen. Los batallones se hacen y se deshacen como tropeles de cabras espantadas.» Pasaban los meses y la guerra seguía estando lejos, en aquellos nombres del mapa que le señalaban sobre la mesa. En agosto Los Vélez derrotó a Aben Humeya en Béjar.

Había logrado huir y se estaría rehaciendo para recomenzar. En septiembre el rey llamó al marqués de Mondéjar a Madrid. Quedaba el campo libre para el marqués de Los Vélez. En octubre llegó la noticia de que habían matado a Aben Humeya sus propios hombres. Era la traición por la sospecha de la traición. Gente de su tío Aben Aboo lo había estrangulado y decapitado y luego arrojaron el cuerpo a un basurero. Quijada opinaba que con el nuevo rey la guerra debía hacerse más dura y sangrienta.

«Yo no voy a soportar ni un momento más esta situación», le había dicho a Quijada.

Las cartas que recibía del rey no variaban de tono, siempre era el mismo mensaje prolijo, con muchas recomendaciones de prudencia. Las cartas de Ruy Gómez eran más directas y le daban pie para mejor esperanza. Las de Antonio Pérez, siempre acompañadas con algún pomo de perfume o algún pañuelo de batista, le hablaban sobre todo de la Corte. Ya era un hecho el nuevo matrimonio del rey con su sobrina, Doña Ana de Austria. «Ahora no están para guerra, sino para bodas y tornabodas.» A veces se deslizaba un recuerdo: «Doña Ana, mi señora, no os olvida».

Para noviembre llegó la esperada decisión. El rey lo autorizaba a salir a campaña pero bajo un pesado fardo de recomendaciones y limitaciones. Debía aconsejarse con Don Luis Quijada, con el Comendador Mayor Requesens («¿es mi teniente o es mi jefe?»), con todo aquel numeroso y variado conjunto de rivalidades. Don Luis trataba de sosegarlo. El rey no quería que se expusiera, no sólo por cuidado de su persona, sino también de su prestigio. («No confía en mí, no me cree capaz de comandar efectivamente. «) Había que planificar la campaña, escoger los sitios y las rutas, preparar los encuentros, contar con todas las garantías de triunfo. («Parece que voy a un desfile de honor y no a la guerra.») Decidió hacer una primera salida contra el cercano poblado de Guéjar. Se dividieron las fuerzas en dos cuerpos para converger finalmente en el ataque al poblado. Una bajo el mando del duque de Sesa y otra bajo su jefatura personal. Salieron en la helada noche de diciembre rumbo al Este, marchando en silencio, bajo la dirección de los guías más expertos. Marcharon por horas, torciendo a un lado y otro, en busca de las luces del poblado. Llegó la hora convenida pero no se vislumbraba el lugar. Los guías daban contradictorias explicaciones. Don Juan, exasperado, pedía acelerar el paso. La noche se fue en la marcha. Ya amaneciendo llegaron al poblado para hallar que las fuerzas de Sesa habían tomado el pueblo. «Buen papel me han hecho hacer›~, dijo con furia.


Ahora la guerra era suya. Mondéjar estaba en Madrid, a Los Vélez lo encontró en Huéscar. Venia de vuelta, mohíno y soberbio. Se le veía el disgusto. A las ofertas de Don Juan de contar con él para todo, replicó orgulloso: «Yo soy el que más ha deseado conocer de mi rey un tal hermano y quien más ganara en ser soldado de tan alto príncipe; mas, si respondo a lo que siempre profesé, irme quiero a mi casa, pues no conviene a mi edad anciana haber de ser cabo de escuadra».

Fuera de Luis Quijada ya no quedaba nadie que le pudiera poner reparos o contrariar sus intenciones. El mismo Quijada había cambiado de tono.

Ya no dependía de nadie sino del rey y el rey estaba lejos, entregado a su boda.

Le quedaba la sombra de Yuste. La casa entre los árboles, la estancia oscura, la voz temblorosa. Era sólo a aquel a quien debía rendir cuentas.

Las tropas avanzaban por las Alpujarras. Los acompañaban el duque de Sesa, la Favara y Requesens.

Fueron las tropas convergiendo hasta que, a comienzos de enero, tenían cercada a Galera. La alta población estaba sobre un largo arrecife rocoso, encallada como un barco. La rodeaban murallas y barrancos.

Organizó trincheras, colocaron los cañones, a ratos trabajaba de sus manos junto a los soldados. Comenzó el ataque con un cañoneo constante contra la muralla hasta que se abrió una brecha. Por ella se precipitaron los asaltantes. La resistencia de los moriscos fue más de lo esperada. Combatían hombres y mujeres entre el polvo y la humareda del boquete. Vio comenzar el repliegue y trató de contenerlo. No fue posible.

Con paciencia se puso a los preparativos de un segundo asalto. Reforzaron el fuego de artillería y cavaron una profunda mina bajo la muralla. Aquel segundo intento fue desastroso. Por el hueco abierto se precipitaron capitanes y soldados, pero adentro los moriscos combatían con furia. Espada en mano, contra los consejos de Quijada, él mismo se metió entre sus hombres. Sintió aquella embriaguez exaltante, entre los gritos, el alboroto confuso, las piedras, los disparos, no veía sino aquella cambiante cercanía móvil de rostros y manos que lo asediaban y sobre la que lanzaba sus tajos.

Por un momento perdió la noción de su propio ser, borrado en aquel loco impulso de acometividad ciega. Avanzar, golpear con una furia incontenible. Una bala de arcabuz golpeó su armadura y lo hizo caer. Quijada surgió a su lado para recogerlo. «No es éste el lugar de un jefe.» Tocaban retirada las cornetas. Entre el desorden de los que pugnaban por salir, regresó a su comando.

Dentro y fuera habían quedado centenares de muertos y heridos. Formas torcidas, apayasadas, risibles, de los cuerpos muertos sobre el suelo quebrado de la colina, clamor de los heridos y aquel olor acre de pólvora, de tierra, de excremento. Se extendía el terrible desorden del repliegue. «La guerra huele a mierda», lo había pensado ya ante el primer hedor que le llegó de los galeotes en la galera capitana. Lo confirmaba ahora en aquella cuesta de muertos y quejumbres de heridos. A su lado estaba Don Luis. sufrido, calmo, dando disposiciones. «Son más duros de lo que creíamos.» «Yo sólo sé que me la van a pagar», rugía Don Juan. «No voy a dejar piedra sobre piedra, pasaré a cuchillo toda esa gente y sembraré de sal la tierra para que nunca más pueda asentarse aquí nadie.» Hubo que abrir grandes fosas para arrojar dentro los muertos. A los capitanes se les hizo tumba aparte, con una tosca cruz de madera y un nombre sobre una tabla.

Recuas de acémilas salieron para Huéscar llevando los heridos.

La tercera tentativa se preparó con fría determinación. Todo lo vigilaba él para estar seguro de que nada iba a fallar. Con Quijada a su lado dispuso la artillería, los grupos de asalto, hizo abrir una profunda mina en la que puso una enorme carga de pólvora. El día del asalto todos en fila aguardaron tensos la explosión. Estremeció el espacio de cerro en cerro, de oquedad en oquedad. Volaban las piedras de la muralla y en una avalancha de tierra caían los muros de la fortaleza abriendo una ancha brecha por la que, a pie, a caballo, con arcabuces, con lanzas, con espadas, irrumpieron los cristianos. Como a contra corriente subió la ola humana por las calles empinadas. El incendio se extendía de casa en casa. Con el atardecer, montones de muertos, recuas de mujeres y niños, llenaban el espacio. Todo era saqueo y degollina. Soldados cargados de botín salían pesadamente como grandes escarabajos.

«Ya es tiempo de parar esto.» «¿Quién lo va a parar?» «Que salven las mujeres y los niños», ordenó al fin Don Juan. De las ruinas humosas, en las últimas luces de la tarde, entre filas de soldados, salía la manada de los vencidos. Casi no quedaban hombres.

Por la noche, en el campamento, Don Juan preguntaba y oía. Era como otra batalla diferente la que surgía de las palabras. Lo que él había visto y lo que no había visto.

La guerra era como una gran borrachera. Nadie sabía lo que había hecho. De lo que cada quien creía haber visto se pasaba a lo que nadie recordaba. Hasta que cayó pesadamente en el camastro sin tiempo para desvestirse.

Desde el día siguiente tomó las disposiciones para seguir a Serón, una aldea cercana, donde esperaba poca resistencia. «Al paso que van las cosas, esta guerra está terminada.» Dos columnas atacaron el pueblo. Una comandada por Quijada y la otra por el Comendador Requesens. Había nieve en las rutas y el aire frío mordía las carnes. No se esperaba mucha resistencia, pero para su sorpresa hallaron que la plaza había sido reforzada la noche anterior. «Hernanado El Habaqui, teniente de Aben Aboo, los ha reforzado.» Quijada, a la cabeza de su gente, fue el primero en llegar. Todo parecía fácil. Los pocos soldados moros se replegaban y las tropas cristianas iniciaron el saqueo y el desorden. De pronto surgieron tropas musulmanas ocultas en las casas. Cundió el pánico. Los soldados huían cargando con su botín. Don Juan, con un grupo de capitanes, se lanzó a poner orden y restablecer el combate. Quijada cayó al suelo y sangraba copiosamente de una herida de bala en el hombro.

Lo hizo recoger y llevarlo al campamento. Mientras los médicos le curaban la herida pudo darse cuenta de que estaba en peligro de la vida. «No es nada. Pronto estaréis bien», le dijo al viejo soldado. Hernando El Habaqui había sido derrotado finalmente.

«Esto cierra la campaña, al reyezuelo no le queda más que buscar alguna forma de rendirse.» Acompañó el herido a Caniles. Cada día empeoraba. La herida ancha se había puesto negra y tumefacta. Sudaba copiosamente y la fiebre no lo dejaba. Hablaba con dificultad y se perdía en borrosos delirios. A veces musitaba frases disparatadas y le cambiaba el nombre. «Sabes, Jeromín, son valientes esos moriscos.» Los médicos discutían entre sí en sus latines enrevesados. Aconsejaban sangrías y purgas. Doña Magdalena llegó cargada de reliquias. A ratos junto al lecho del enfermo quedaban los dos solos. «Madre», le dijo, «ahora os voy a necesitar más». No la había llamado así desde niño. Ella lo advirtió y le tomó la mano para besársela. «Él ha sido…«, se interrumpió en la frase, «ha sido como mi padre». La mujer sintió la pausa y la vacilación en la frase.

Tenía hinchados y deformes la cara y el cuello. Hablaba con mucha dificultad. A veces parecía que quería decir algo y no podía. A veces la mano hirviente guardaba la suya largo rato. Constantemente venían sacerdotes y monjas y se decía misa en la antecámara. Don Juan se arrodilló junto a Doña Magdalena ante el lecho del moribundo para presenciar la extremaunción. Le pusieron el crucifijo en las manos y a poco dejó de oírse el estertor. «El muy excelente caballero Don Luis de Quijada ha muerto.

su alma esté en la gloria del Señor.» Salió de la habitación, se secó las lágrimas con el dorso de la mano, miró a lo lejos hacia los montes y la sierra. Allí estaba la guerra que ahora era su guerra. «Esta guerra negra.«Se le habían acercado algunos caballeros. «Era un gran soldado.» Cada quién trataba de evocar el tiempo en que conoció a Quijada. «Estuve con él en Alemania.» «Lo vi combatir en la toma de Túnez, junto al Emperador.» «No hubo criado más fiel.» El entierro fue sencillo. Doña Magdalena, con serenidad, se había aislado en sus rezos. Tarde en la noche se tendió a dormir agotado.

Era la alcoba de Villagarcía, la reconocía en la sombra, lo llamaba una voz desde afuera, suave y casi ahogada, una voz que parecía pedir auxilio. ¿De quién era? Era, no podía ser otra, aquella que había oído en Yuste en la visita. Lo llamaba y tenía que ir. Se incorporó del lecho, pero apenas hubo dado unos pasos una silueta oscura, un hombre o un demonio, se abalanzó sobre él y lo atrapó con poderosos brazos. Hizo un inmenso esfuerzo para rechazarlo y cayeron al suelo jadeantes, atrapados en la estrecha lucha. Al fin pudo tomarle el cuello con las manos y comenzó a apretar con toda su fuerza, sentía el ronquido del ahogo y las sacudidas de muerte del contrincante.

Apretó hasta que lo sintió inerte y flojo. Se puso de pie y se dirigió hacia afuera, hacia donde había oído la voz. Se detuvo, volvió sobre sus pasos, se inclinó sobre el caído y lo que vio en la penumbra era el rostro hinchado y lívido de Luis Quijada. Gritó con horror y despertó. Estaba en su lecho en Huéscar. Estaba solo.


A toda hora sentía la ausencia de Quijada. El hueco de la presencia física que se hacía sentir en las más distintas ocasiones. La voz callada, la sensación de saber que ya no estaba allí, que ya no estaría más nunca. Los otros no iban a reemplazarlo en su intimidad. No tenían con él esa ligazón profunda que lo hacia casi parte de sí mismo.

Ni siquiera Soto, el secretario, que tan cerca de él estaba. Era una parte de su ser que se había callado para siempre. Ahora estaba solo y por su propia cuenta, no estaba acostumbrado a tanta soledad. Tampoco había mucho que decidir. «Los moriscos están derrotados, pero no acaba esta guerra maldita.» En algún lugar de la sierra Aben Aboo mantenía su aparato de comando y de reinado. Se combatía esporádicamente en aldeas y lejanos montes.

Más se hablaba a su alrededor de la boda del rey. Mientras se había combatido en Galera y en Serón y caía Quijada, se formalizaba la boda real en Espira, en la lejana Alemania. Don Juan nunca había visto a Doña Ana, la joven princesa que se iba a casar con Don Felipe. Había conocido a sus hermanos, los archiduques Fernando y Maximiliano, en los días de Don Carlos. Jóvenes, rubios, pálidos, algo ingenuos, acaso un poco tontos.

Desde Granada seguían el viaje de la nueva reina. Pasaría por los Países Bajos.

Campanas, estandartes, desfiles, misas y grandes ceremonias de palacio y de iglesia.

En sus tres matrimonios el rey no había logrado sino un solo sucesor varón, el malogrado Don Carlos. «Será a la cuarta que será la vencida.» En las cartas de los amigos le llegaban los comentarios políticos. Catalina de Médicis había querido que Doña Ana se casara con su hijo Carlos, rey de Francia. También había intrigado para que la menor de sus hijas, Margarita de Valois, sucediera a su hermana, la reina Isabel, en el lecho del rey.

Mientras él y sus hombres luchaban en aquella guerra cruel, se desarrollaba aquella otra lucha de intrigas y manejos en la Corte. «Dicen que es muy bella la princesa Margot, casi tanto como lo fue nuestra reina Doña Isabel.» «Se habla demasiado de ella», decían los más viejos del Consejo. Sus maneras libres, su frecuentación de artistas y poetas, su desenvoltura para hacer y hablar, escandalizaban.

Decía Requesens: «Con algunos matrimonios se ha ganado más que con una batalla». Mientras la nueva reina atravesaba los Países Bajos, el rey vino a Córdoba para asistir a las Cortes que había convocado. Ni llegó a Granada, ni Don Juan fue a verlo.

Hernanado El Habaqui, jefe de las fuerzas de Aben Aboo, había entrado en contacto con un oficial español, antiguo amigo suyo, para hablar de rendición. No era mucho lo que pedía: el perdón de lo pasado, la reincorporación de los moriscos a sus lugares y sus trabajos y un tratamiento honorable para Aben Aboo y para él. Consultado el rey lo aprobó y continuaron las conversaciones.

Con Requesens y con Sesa confirmó Don Juan su decisión. «Estoy dispuesto a ser generoso para poner término a esta horrible destrucción. Proseguir la guerra es insensato y si los musulmanes presentan términos razonables hay que aceptarlos.» Requesens y Hurtado de Mendoza le habían hablado de la disposición del nuevo Papa Pío V de resucitar la Liga Santa contra el Turco, para derrotarlo en una batalla decisiva. «Sería Venecia, el Papa y, sobretodo, España.» «Ese sería el combate decisivo de la Cristiandad con el Islam.» «Vos tenéis que ser el Comandante Supremo de esta cruzada decisiva.» Hurtado de Mendoza ponía reparos. «No va a ser fácil reunir los príncipes para esa acción suprema. Los venecianos nunca han sido de confiar, fácilmente se entienden con el Turco; el Papa no cuenta con muchas galeras, todo el peso caerá sobre España.

Con Francia no hay que contar. Los protestantes verían con buenos ojos una derrota española.» Don Juan sentía aquella ocasión que se acercaba con una mezcla de deseo y temor.

Dudaba que el rey quisiera confiarle tan grande responsabilidad. «Os corresponde como Generalísimo del Mar que sois y tendrán que dárosla», le repetía Requesens. Se abismaba en un paisaje de humo y galeras enredadas en combate.

Había puesto a circular un bando de perdón. Se prometía a todos los moriscos que si se rendían y ponían sus personas y armas en manos del rey «se les haría merced de las vidas y mandará oír y hacer justicia a los que después quisieran probar las violencias y opresiones que habrán recibido»; más se les ofrecía a los que, además, hicieran algún servicio particular «como será degollar o traer cautivos turcos o moros berberiscos de los que andan con los rebeldes». A los que trajeran su escopeta o su ballesta, no sólo se les concedería la vida, sino la seguridad de no ser esclavos. Y además «que puedan señalar dos personas para que sean libres, fueran padres o hermanos, mujer o hijos». A los que no quisieran, de catorce años para arriba, «se pasarán por el rigor de la muerte, sin tener de ellos ninguna piedad ni misericordia».

Comenzaron a presentarse moriscos en grupos numerosos a las fuerzas del rey.

Traían como señal una cruz cosida en la manga. Llegaban con su cruz marcada y comenzaba la difícil identificación. Un soldado o un vecino que los había conocido podía dar fe de su sinceridad.

A finales de mayo vino El Habaquí al Fondón de Andaraz para entrar en pláticas en nombre de Aben Aboo. Las propuestas llegaban. Se rendían, entregaban armas y banderas y pedían perdón. Don Juan los recibiría en nombre de Su Majestad, les daría protección para que no fueran molestados y los enviaría con sus familias a vivir fuera de las Alpujarras.

Después de la firma, fue El Habaqui a ver a Don Juan. Llegó con su gente, sobre un caballo negro, frente a la tienda del príncipe. Lo rodeaban sus tenientes. Salió Don Juan a la puerta. Echó pie a tierra y con impresionante dignidad pasó entre la fila de guerreros cristianos hasta llegar ante Don Juan. Sonaban las trompetas y las salvas de arcabuces. Se postró: «Misericordia, señor, y que en nombre de Su Majestad se nos conceda perdón de nuestras culpas». Se despojó del alfanje y lo puso en manos de Don Juan. «Estas armas y bandera rindo a Su Majestad en nombre de Aben Aboo y de todos los aliados cuyos poderes tengo.» Hubo un largo silencio hasta que Don Juan habló: «Levantaos, sois un valiente guerrero». Hizo el gesto de ayudarlo a incorporarse, «y guardad la espada para servir ahora con ella a Su Majestad». Luego lo sentó a su lado. «Llegó por fin la paz tan deseada. Ahora podremos recomenzar una nueva vida.» El moro respondía con frases de vieja cortesía musulmana. «Vamos a vivir en paz y justicia en la tierra que es de todos.» Cuando el diálogo se hizo más suelto no se distinguía su voz ni su acento del de los cristianos.

El Habaquí partió para informar a Aben Aboo y dar cumplimiento definitivo al acuerdo. Empezó en el campamento un tiempo muerto en que más se vivía de las noticias de la Corte que de lo que acaecía en el frente. Era allí donde estaban ocurriendo las cosas importantes. Escribía a Ruy Gómez y a Antonio Pérez. Estaba informado de cómo avanzaban las conversaciones en Madrid y en Roma sobre la nueva Liga Santa.

Pero ahora estaba en Guadix y le escribía a Ruy Gómez para informarle que iba a quedar rico con el botín de guerra; en un cuarto de la Audiencia estaban las arcas llenas de doblones y de objetos de oro, para que le reservara un puesto en la mesa de juego. El rey se preparaba a salir para Segovia a encontrar a la nueva reina. «Y yo aquí esperando una respuesta de un reyezuelo fugitivo, recibiendo rendidos y prisioneros, como carneros.» Pasaba el tiempo y no llegaba la respuesta de El Habaqui. Lo que llegó más tarde fue la noticia de que Aben Aboo lo había hecho matar, había arrojado el cuerpo a un muladar y rechazaba toda rendición posible. Lo que quedaba ahora era exterminar aquellos restos irreductibles. Las tropas se movieron y comenzó la continua toma de pueblos con sus degollados, sus esclavos, sus mujeres violadas y sus niños hambrientos.

Regresó a Granada. Fue una recepción triunfal, atravesó las calles bajo los arcos, ante los balcones con colgaduras, recibiendo una ovación delirante. ¿Cómo lo miraban?

Como él mismo no se había atrevido a verse nunca. «Os ven como un rey», le dijo luego Juan de Soto. «También Aben Aboo se cree rey», contestó secamente. Cuando en la noche de hachones y velas terminaron los saludos, Maria de Mendoza se le acercó ansiosa. «¿Qué tienes, no estás contento?». «No, no lo estoy Maria, no logro estarlo y no se por que.» Escribió al rey, en el tono más sumiso, pidiéndole permiso para volver a la Corte a besar la mano de la reina. Vino al fin la autorización.

No estuvo en Granada para presenciar aquella otra entrada del cadáver de Aben Aboo. Uno de sus hombres, El Xenix, lo había matado después de una disputa sobre la necesidad de rendirse. Lo abrieron en canal como una res, le echaron sal, lo rellenaron de paja, lo fijaron con un palo sobre el lomo de una muía y, seguido de un séquito de bullicio y burla, entró en la ciudad. Rígido jinete tambaleante al paso de la acémila, con una corona de irrisión y los ojos abiertos y turbios.

«Eres otro«, le había dicho la princesa de Éboli desde que lo vio la primera vez a su vuelta a Madrid. «Tienes una fiereza, una codicia, un ímpetu de toro.«Los que no se lo decían se lo manifestaban claramente con la expresión de sus actitudes. Ya no era aquella tenuemente desdeñosa y condescendiente manera de tratarlo. Se habían contado las verdaderas y falsas atrocidades de la campaña. «Al rey le disgustaron algunas noticias«, le había dicho Ruy Gómez. «Aquélla fue una guerra atroz, como todas las guerras, y seguramente más por las condiciones en que se libró. No se sabía quién era el amigo y quién el enemigo. Nos recibían con muestras de sumisión y luego mataban nuestros soldados por la espalda. No se podía estar seguro de nadie. ¿Sabe el rey bien las atrocidades que nos hicieron a los cristianos?«Lo decía con una voz más firme y segura, más inapelable que aquella que antes le había oído. Se daba cuenta de aquella impresión que producía y experimentaba placer en acentuaría. A la menor objeción contestaba sarcástico: «No sé lo que Vuestra Merced hubiera hecho; lo que yo tuve que hacer se sabe«.

Entre las mujeres experimentaba más clara y golosamente esa nueva relación. «Quién te resiste, hombre de Dios?«, le había dicho la Éboli.

La nueva reina le pareció tímida y descolorida. Cuando llegó al besamanos la halló bordando entre sus damas. No era Isabel, la risueña y juguetona; tenía una cierta tiesura alemana. Entre las nuevas damas de la reina había mujeres jóvenes y bellas. Les retenía las manos y las miraba a los ojos hasta hacerlas balbucear. «Bella y más peligrosa que un moro emboscado.«Se acercaba más, hablaba más quedo. Pasaba de una a otra sin cambiar de tono. Con la mano tomada les decía: «Quisiera verte a solas, tengo muchas cosas que decirte«.

El propio Antonio Pérez le había advertido: “Hay que tener cuidado, ésta no es la misma Corte de antes; ahora hay mucha pacateria”.

Mandaba billetes con los pajes, en medio de la conversación soltaba alguna frase intencionada, acentuándola con una mirada golosa. «Otras cosas quiero decir, pero no aquí.«Lo vieron saltar de noche algún balcón, perderse en la sombra por una puerta entreabierta, hablar en voz queda desde el jardín a una dama que asomaba a su balcón nocturno en Aranjuez o en La Granja.

«Creo que nuestro Don Juan exagera«, le había dicho Antonio Pérez a la princesa.

«Estás haciendo el papel del Diablo Predicador«. replicaba la tuerta.

Con Ruy Gómez y Antonio Pérez había hablado repetidas veces sobre la situación del Mediterráneo, la formación de la Liga Santa contra el Turco y la necesidad de designar pronto el generalísimo de la flota. «Los venecianos, cualquiera les cree, quieren que sea el viejo Veniero; en el Vaticano piensan en Colonna o en Doria, pero ninguno de ellos tiene la autoridad y la grandeza necesaria para imponer una autoridad indiscutible. El jefe tiene que ser español y ése no puede ser otro que Don Juan de Austria.«Comenzaba de nuevo una larga espera. «El rey ha presentado firmemente vuestra candidatura al Papa.«Sintió la cosquilla de la angustia. Iba a recaer sobre él la suprema responsabilidad de aquel terrible desafío. No tenía ahora a Quijada para pedirle consejo. «Ni tampoco hace falta», se respondía a si mismo en sus momentos de petulancia.

Con Antonio Pérez y los jóvenes más pródigos y atrevidos de la nobleza pasaba aquellos días de espera y ocio. Iba a las reuniones que organizaba Antonio en La Casilía. Damas jóvenes, actrices, música, vino, comedias y pasos, adivinanzas y burlas y, sobre todo, el juego. «El diablo Zabulón, el que trajo al mundo el juego, hizo esta casa», decía jocosamente el dueño dispendioso. Las reuniones duraban días y noches enteras. En las partidas de juego experimentaba aquella vertiginosa sensación del oscuro destino abierto ante si. Atreverse, arriesgarse, dominar a los otros, correrlos y vencerlos, sentir la presencia del peligro o tratar de reponerse de la derrota. «A mala suerte, envidar fuerte.«La voltereta apagada de los dados sobre el tapiz era la imagen misma de la variable fortuna. El juego de la vida, que en lo ordinario tomaba tiempo para resolverse, allí se decidía en momentos. Las caras largas y las alegres cambiaban de dueño sin cambiar de posición. «Tomo, envido, doy.» En Granada había tenido ante él aquellas mujeres renegridas y torvas que extendían las cartas sobre una mesa para decir la fortuna. Los reyes, los caballos, las sotas, los ases y los números, al volcarse, enviaban un mensaje de fatalidad. Oros, copas, bastos y espadas. «Ésta dice que vas a ser afortunado en el amor; pero ésta dice que te acecha un enemigo poderoso.» No era así que hablaban en las mesas de La Casilla, pero el resultado era el mismo.

En el tenso voltear de las cartas cambiaban los rostros, se crispaban las manos, sonaban los escudos de oro y los doblones «Os pagaré mañana», «dadme el desquite». Pasaba de sitio en sitio el contento y el poder. Cada puñado de oro eran caballos enjaezados, criados, casas que se perdían o ganaban. Don Juan jugaba con alegre jactancia. «Esta también la voy a ganar.» Volcaban las sotas, los sietes, los ases torpemente pintados sobre la cartulina; el rey con su manto y su corona dorada era el poder, el caballero era el combate, el oro la riqueza, la espada la muerte. Todo estaba allí, más visible y claro que en la vida ordinaria.

A veces parecía distraerse del lance y del envite. «Mirad, señor, que es vuestro turno.» Imaginaba que era el rey quien le servia la carta y le marcaba el destino. No era distinto en la realidad del mundo. Así barajaba el Papa los nombres de los posibles comandantes de la Liga. Él estaba entre ellos, caballero o rey. ¿Qué iba a aparecer en la mano huesuda y transparente de aquel anciano a quien la Éboli llamaba «monje hirsuto»?

También el rey barajaba y servia a los que estaban en torno de aquella inmensa mesa de ambiciones y súplicas. Alba pedía carta desde Flandes; era siempre lo mismo: tropas y dinero. Las últimas remesas habían caído en manos de los ingleses. Había quienes se acercaban desde la sombra y lo que surgía era la espada de la muerte, como Egmont y los rebeldes de Flandes. Había el duque Carlos que había venido a la mano del rey a proponerle la nueva reina, en lo que había ganado, y a traerle una misiva del Emperador en la que le aconsejaba contemporizar con Guillermo de Orange y los protestantes. Había perdido la postura.

También asomaban a la mesa la reina de Inglaterra y el rey Carlos de Francia. De ninguno de los dos quería fiarse: la una era abiertamente hereje y estaba en manos de herejes para arrebatarle la baza de Flandes; y el otro era blando y complaciente con los herejes. Ahora aquella Margarita, hermana de Isabel, que le habían ofrecido como esposa, iba a ser entregada a Enrique de Navarra, que era un hereje manifiesto.

Con el Papa mismo no era fácil el juego. Astutamente buscaba sus cartas de triunfo para quitarle al rey toda injerencia en las investiduras eclesiásticas. Rezongaba ante la Inquisición, negaba auxilios de cruzada y llegaba a querer prohibir las corridas de toros. Había lanzado inesperadamente sobre la mesa aquella carta, aquella bula de excomunión y condena para la reina de Inglaterra, sin habérselo consultado, para embrollar más el juego que el rey venia haciendo.

Era difícil aquel monje. Ya se había atrevido a dar largas y buscar pretextos para impedirle la boda con Ana de Austria. Encontraba motivos en la consanguinidad próxima, era su sobrina. Acaso no venían casándose en la familia primos entre si, tíos y sobrinas, sin que ningún Papa hubiera hecho tanto aspaviento. Esa baza se la había ganado, como le iba a ganar ahora la del generalísimo de la flota cristiana.

¿Qué iba a hacer con los venecianos? Corrieron rumores de que a última hora Venecia buscaba entenderse con el Turco a cambio de que cesara la presión sobre Chipre.

Eran tramposos y marrulleros, fulleros de mal envite que escondían cartas en la manga.

Y estaba también aquel gordo, flojo y pálido, con un inmenso turbante que le agobiaba la cabeza: Selim el borracho. Extendiendo las manos sobre el tapiz del mar, con la izquierda sobre África, la derecha sobre Europa, hasta el Danubio mismo, poniendo galeras y galeras para ir sobre Chipre y sobre España. Había que enfrentar la baza.

«Cien galeras y cien galeras más y cien galeras más.» El mar se iba a llenar de mástiles y proas con el estandarte de la Media Luna.

«Es su turno, señor.» Era el risueño contendor, aquel joven duque o marqués, que jugaba con el tintineo de las piezas de oro y que lo hacía volver de pronto a la hora y lugar precisos. Se sacudía como si despertara, sacaba sin vacilación una carta y la lanzaba desafiante sobre el tapiz. Había ganado y era buen augurio.


El embeleso del juego y los lances amorosos de los días de la Corte estaban entrecortados por aquella otra cosa que estaba ocurriendo en otras partes, en otras horas, casi fuera de su vida, y que le llegaba en súbitas rachas de desazón. En la mesa de juego, en las horas de sigilo y temor de las visitas a las cámaras nocturnas, sentía la inminencia de lo que iba a venir.

Se negociaba en Roma la reconstitución de la Liga Santa. El Papa, España y Venecia, habían decidido reunir sus fuerzas para darle al Turco la derrota definitiva. Faltaba el generalísimo. ¿Quién iba a recibir aquel terrible encargo? Se iba cerrando el juego en torno de él. No podría el rey designar a otra persona. Lo deseaba y lo temía. No habría escape, ni alternativa. Seria él, sólo él.

«No hay otro. Seréis vos.» Se lo decían con halago los cortesanos, las mujeres transeúntes de la cita y también los hombres de poder: Antonio Pérez. «Seréis vos; no me lo ha dicho el rey, pero lo sé.» Ruy Gómez le hablaba más seriamente. «La Liga está hecha y la única jefatura posible es la vuestra.» La Éboli, cada vez más metida en el juego de la política, parecía divertirse con su perplejidad. «Estuvo muy bien lo de Granada, pero la gran ocasión viene ahora. Si triunfas del Turco no habrá nadie que pueda estar sobre ti; si fracasas…» Lo decía con mimo y cierta ferocidad sumergida. De dura y lejana, sin transición, cambiaba el tono y la actitud y se hacia cálida y casi tierna. Le tomaba la mano, se la llevaba al pecho, sentía la agitación que la movía, callaba y se le quedaba mirando en una proximidad sin escape. El ojo visible se hacia dulce y adormecido. Pero pronto se recuperaba. «No me atrevo a deseártelo.

Es mucho lo que tendrías que arriesgar.» Lo que venia en las noticias incompletas era la visión de los preparativos para la campaña. Se concentraban galeras en Venecia. El dogo y los senadores reunían todas sus fuerzas, era aquella fina cara demacrada y serena, con su birrete encarnado y su túnica de oro, que había visto en pinturas. Las galeras pontificias se concentraban en Génova. Gian Andrea Doria, astuto, altivo y codicioso, ordenaba la expedición. En Barcelona se iba a reunir el grueso de las naves españolas. Por todo el mar se deslizaban las manadas de galeras en busca de sus lugares de reunión. En una gran ceremonia el Papa iba a proclamar en San Pedro la nueva cruzada.

Fue sólo entonces cuando el rey lo llamó y le habló sin emoción. «Debéis ser vos.» Eran las mismas palabras que había venido oyendo de tantos labios, pero sin calor.

«No hay empresa más grande que la de acabar con el infiel para que no se atreva más nunca a levantar cabeza y a amenazarnos.» Mientras oía al rey, evocaba la figura del Emperador. Don Carlos hubiera ido a comandar en persona. Como se va a las cruzadas. Aquel hombre sigiloso que le hablaba era otra cosa. No se movería de aquella cámara, ni de aquel sillón en tijereta. En una hora como aquélla el poder hubiera podido estar representado de otra manera. «Yo soy el que va a tener que llenar el lugar vacío.» Estaba tomada la decisión y ahora lo que sentía era la angustia de la hora inevitable.

Venían correos de los puertos con las noticias de las galeras llegadas, de los hombres reunidos, de las vituallas almacenadas. Barriles de vino y de pólvora, quintales de bizcocho seco, carne salada, costales de habas y garbanzos, pelotas de hierro y piedra para los cañones, compañías de arcabuceros y reatas de galeotes. En Venecia, en Génova, en Barcelona, en Cartagena, en las Baleares. El mapa se había puesto en movimiento.

Con los caballeros que iban a formar su séquito se ponía a buscar sobre la carta de marear las ensenadas, las islas, los estrechos por donde habría de pasar, donde ahora mismo estaban pasando las galeras armadas con sus estandartes desplegados y sus fanales encendidos en el atardecer.

El seno del Tirreno, la larga y arrugada bota italiana, el triángulo de Sicilia, el angosto espacio del Adriático y las costas dentadas y zigzagueantes de Grecia, Corfú, el Peloponeso, Corinto, Creta, Chipre y Malta metidas en las aguas del Turco. También estaba la costa turca de los Dardanelos y el cuerno de Constantinopla entre las orillas de los continentes. Allí estaba Selim en el serrallo, con sus quinientas mujeres, sus eunucos, sus batallones de jenízaros, disponiendo la salida de enjambre tras enjambre de galeras. Era hasta allí que había que llegar a tiempo. El verano se iba acortando día a día. Ya se había ido mayo y todavía estaba en Madrid. Comenzó a correr junio como los granos de un reloj de arena.

Al fin saldría el 6. Al amanecer no estaba en su casa, donde se habían congregado sus caballeros y servidores. Ya entrada la mañana apareció al galope de un caballo.

Se supo, por los que aparecieron con él, que lo habían aguardado largas horas de la noche frente a un balcón. Una silueta de mujer apareció en la sombra. Pasaron las horas, pasó alguna ronda con sus hachones. Al primer albor lo vieron descolgarse del balcón y saltar sobre el caballo.

Iban a Barcelona. No como la vez anterior, fugitivo y escondido, sino en un desfile triunfal de villas y castillos que lo aguardaban en fiesta. Ya no era el aventurero de la loca aventura de Malta, sino el Generalísimo, el supremo comandante de las fuerzas navales cristianas. «Todo ahora depende de mi», le dijo a Soto, «y es lo que más me preocupa. Es como si yo sólo fuera a combatir en un duelo con el Sultán».

Llegado a Barcelona se dio cuenta de que faltaba mucho para poder salir. Sólo una parte de las galeras estaba en el puerto. Las demás debían llegar en una semana, en veinte días. Las informaciones lo alcanzaban con exasperante retardo.

«Cada día que se pierde es un día ganado por el Turco», le decían los veteranos del mar. «Es ahora el buen tiempo para nosotros; si se va julio y se va agosto y llega septiembre las tormentas barrerán el mar. Si la flota no está reunida en agosto y en marcha para el combate se habrá perdido la oportunidad.» Enviaba correos, pero las respuestas no parecían llegar nunca. Se sentía atenazado e impotente. Pasaba de accesos de furia a horas de abatimiento. «Todo se va a quedar en esperas y tardanzas.» A retardados retazos se iba completando el cuadro. «Han llegado diez galeras.» «Los venecianos están al zarpar para aguardarnos en Messina.» «Si es que llegamos algún día a ella.» Le escribió al rey pidiéndole su ayuda en órdenes y auxilios. No se hacía ilusiones.

De nada valía que el correo reventara caballos. La carta llegaría a Madrid, pasaría por las manos de Ruy Gómez o más probablemente por las de Antonio. Tardaría en entregarla. La entregaría finalmente dentro de un montón de peticiones, denuncias, memoriales y chismes. Quedaría en la mesa del rey días, acaso semanas, hasta que en algún momento perdido se pusiera a leerla y a cavilar y a oír opiniones para, finalmente, poner al margen con su menuda letra alguna vaguedad.

Se vivía en una víspera sin término. «Se hace lo que se puede, todo toma su tiempo, Alteza.» No quería oír eso, estallaba de impaciencia. Cada día que pasaba era un día perdido para la guerra y ganado para el invierno. Había pasado junio, avanzaba julio y todavía no se salía. «Si perdemos otro mes ya no será posible emprender la campaña.» Los trabajos en la atarazana no avanzaban lo suficiente. El ajetreo de los carpinteros y el estruendo del martillear y de las maldiciones llenaba la alta nave del astillero.

Cada día se esperaba un convoy que no llegaba. Había sido menester enviar a algunos comandantes a recoger gente en otros puertos y a cumplir otros servicios inaplazables.

Gil de Andrade salió con sus galeras a Mallorca, Santa Cruz a Cartagena, Sancho de Leiva a Gibraltar. Parecían más los que salían que los que llegaban. Ahora el rey le escribía reclamándole el retardo, como si fuera por su culpa. Ya las galeras de la Santa Sede y de Venecia debían estar llegando a Messina y él estaba en Barcelona, consumiéndose de desesperación, oyendo vagas disculpas, consejos inútiles y asistiendo a ceremonias, misas y reuniones de personajes. Requesens estaba allí, cada hora importante de su destino había estado marcada por aquella presencia. Cuando tomó el primer comando de las galeras en Cartagena estaba allí para decirle todo lo que tenía que hacer, en Granada era la voz que había que oír, ahora reaparecía. «El pecado original de nuestra Corte es el de no hacer nada a tiempo.» Iba a fracasar la gran empresa por esa misma desgana. «Juan», le decía a su secretario Soto, «no me explico que el príncipe de Éboli y Antonio Pérez, tan amigos míos, no puedan hacer mas».

Los venecianos se quejaban del retardo, las galeras del Papa ya estaban listas. De Italia le venía la noticia de que el rey había reiterado nuevamente la prohibición de darle el tratamiento de Alteza. No habría podido escoger mejor momento para estrujarle en el rostro la humillación.

Llegaron las últimas instrucciones. Requesens debía acompañarlo en la Real y aprobar todas las decisiones. Con Quijada había sido distinto. Era como su padre, estaba de por medio su «tía» y su ternura materna, pero aquel hombre seguro, callado y muy posesionado de sí mismo era otra cosa. Le nombraban también el Consejo de Guerra, donde debían tomarse las decisiones importantes. Iban a ser nueve opiniones que acatar. Los cuatro primeros formarían a la vez el Consejo Privado con las manos metidas en todo. Requesens el primero y luego Doria, el genovés mañoso que se sentía como un verdadero príncipe reinante, el marqués de Santa Cruz, que le daba cierta sensación de seguridad en la gran aventura, Juan de Cardona, jefe de las galeras sicilianas y, luego, el conde de Santa Flor, con la infantería italiana, Ascanio de la Corgna, Gabrio Cervellón, con la artillería, Gil Andrade, Juan Vásquez de Coronado.

A última hora habían llegado instrucciones de la Corte para que la flota se dirigiera a Génova y Nápoles antes de llegar a Palermo. «Esto significa perder quince días más."

«Quien nos va a derrotar es el invierno.«En los últimos días de la espera llegó una carta manuscrita del rey. Juan de Soto se la leyó poniendo en el tono dulzura y suavidad. «No puede ser. Nunca creí que llegaría a ese extremo.» Se movió nerviosamente, estuvo a punto de estallar en llanto. «Cálmese Su Alteza, cálmese.» «No me des más ese nombre, es una irrisión, Juan de Soto.

No soy nadie, para el rey soy menos que nadie. El pobre bastardo que le encomendó su padre y que él tiene que sufrir. He cumplido con éxito todo lo que me ha confiado.

Pero de nada sirve. Cada vez que puede me humilla." Hacía poco le había escrito a Ruy Gómez quejándose del menosprecio que significaba ordenar que se le tratara de Excelencia. Se atrevía a decirle que «así como no lo merezco no sale de 5. M. sino de alguna persona que creerá autoridad suya tener yo poca». «¿Quién puede ser, Juan de Soto?» No le respondió el asustado secretario. «No es Ruy Gómez, de eso estoy seguro. ¿Quién entonces?» «Vamos a hacerle una carta al rey para terminar con todo esto. Tengo que decirle que ya no soporto más tantas humillaciones y maltratos. Que merezco el respeto que todos me dan, menos él.~ Redactar la carta fue un combate.

Soto sugería formas suaves de decir su querella, maneras cortesanas de presentar sus quejas. La frase iracunda se convertía en tímida ironía. Le suplicaba «advertirme de continuo de lo que yo no entendiere… fío tan poco de mi edad, experiencia y opinión».

Declaraba la gran necesidad que tenía del juicio ajeno. Pedía que se le "fuera advirtiendo y reprendiendo lo que se juzgare que dejó de acertar, recordaba la anterior carta de consejos antes de salir para Cartagena. como para señalar la inútil reiteración desconsiderada que ahora le hacia y "que voy viendo siempre como cosa que tanto vale».

"Así es mejor y el efecto es el mismo, aseguraba Soto. Venía ahora lo del tratamiento.

Lo mejor era decirlo con la más sincera llaneza: «Muy grande merced me ha hecho V. M. en mandar a Antonio Pérez se me envíe traslado de lo que se escribe a los Ministros de Italia acerca del tratamiento que se me ha de hacer, y no sólo me será de mucho gusto conformarme con la voluntad de V. M., pero aún holgaría de poder adivinar sus pensamientos en todo lo demás para seguirlos como lo he de hacer». El reclamo iba envuelto en una súplica: «Me fuera de infinito favor y merced que V. M. se sirviera tratar conmigo ahí de su boca lo que en esta parte deseaba, por dos fines, el primero porque no es servicio de V. M. que ninguno de sus Ministros haya de conferir conmigo lo que sea su voluntad, pues ninguno de ellos está tan obligado a procurarla como yo; lo otro, porque hubiera hecho antes de partir de ahí algunas prevenciones encaminadas al mismo fin, que se consiguiera como V. M. lo quiere y con menos rumor y por lo que debo a haberme hecho Dios hermano de V. M., no puedo excusarme de decir ni dejar de sentir haber yo por mi valido tan poco que cuando todos creían merecía con V. M. más y esperaba verlo, veo por su mandato la prueba de lo contrario, igualándome entre muchos…; hago a Dios testigo de la pena que me da esta ocasión por solamente ver la poca satisfacción que de mi se muestra y así son muchas las veces que voy imaginando si seria más a gusto de V. M. que yo buscase otro modo de servirle, pues en el presente creo de mi soy tan desgraciado a conseguir lo que mis deseos en esta parte me obligan y piden.

La mañana de la salida llegó al fin. Gran misa solemne, el virrey y la nobleza, los altos dignatarios de Cataluña, los prelados, las bendiciones, la rada blanca de velas y la muchedumbre de galeras con los remos en alto y las chusmas de pie gritando: «Hu, hu, hu», hasta subir al fin a la Real, mirar desde la alta plataforma de la carroza el gentío que se apretaba dentro de la embarcación, los trescientos galeotes con sus chaquetas rojas, los soldados en los corredores, el capellán lanzando bendiciones, hasta los que llenaban la corulla y el tamborete, con banderas y gallardetes izados y el relincho de las chirimías. Era a él, de pie en la alta cubierta de la popa, a quien aquellos hombres veían.

Sonaron los pitos de los cómitres, se oyeron las voces de mando, se pusieron en posición los remeros y se sintió el empuje con el que comenzaba a avanzar la galera.

Se oía el eco de la saloma que cantaba al ritmo del remar, con una sola voz ronca, acompasada, casi suplicante.

«La de Granada fue la guerra negra; ésta va a ser la guerra de siete colores." Fue la expresión de su deslumbramiento desde que la Galera Real vio desplegarse, como una inmensa concha marina, Génova entre sus colinas.

La numerosa flota llenó la rada. En el desembarcadero estaban los altos funcionarios y las tropas de honor. Terciopelos, capas de colores, flámulas de banderolas de todas las formas y pintas, resonar de trompetas y tambores y la fila severa de los enlutados senadores. Fue largo el besamanos y el desfile hasta llegar al Palacio Doria. El risueño y desdeñoso Gian Andrea le hizo los honores de la casa. Enfiló las inmensas galerías, las titánicas escaleras, los salones llenos de cortinajes y tapices y aquellos cuadros nunca vistos, desbordantes de mujeres desnudas. Nada que recordara el Alcázar de Madrid, con sus tonos sombríos y sus pinturas de religión y martirio. Las estatuas de las Venus se inclinaban hacia él. Los gruesos marcos dorados encerraban en luz tibia las Dianas, las Gracias, las Afroditas de carne tibia y viviente, a veces tendidas sobre lechos de seda, oyendo la música de una viola de amor, con los ojos entreabiertos, los amplios senos al aire y las poderosas caderas y muslos indefensos. Dánae sobre el lecho, abierta y recogida en la espera de la prodigiosa posesión, mientras llueve sobre ella el dorado semen de Júpiter. Las miraba de pleno, de rezago, de paso.

Ya nunca pudo disociar aquellas imágenes de la apariencia de las damas que se le acercaban, mujeres de la nobleza, hijas de senadores, esposas de ricos comerciantes, doncellas de refinada gracia. Estaba adivinando debajo de los brocados, los encajes y las batistas, muslos, senos y caderas de las diosas de los cuadros.

«No me imaginaba que esto era así», le confió a Juan de Soto. Despertaba en él una avidez nueva por la vida, el mando y las mujeres. Las sentía aleladas en su presencia. Indefensas y dispuestas. Los primeros días fueron un torbellino. En mitad de las visitas al palacio se quedaba embelesado ante alguna, le hablaba pocas palabras. Era poco lo que podían hablar entre su castellano duro y resonante y aquella parleria cascabelante de las italianas.

Fue torpe con la primera, pero luego y pronto con las demás pasaba rápido del saludo al retener la mano, al mirar a fondo, al apartarla, al hablar más con las manos, los gestos y la expresión, hasta el paroxismo de la posesión.

Los genoveses no ocultaban su preocupación por aquella concentración de embarcaciones de guerra y de tropas sobre su ciudad. Algunas tuvieron que abstenerse de desembarcar o de entrar en la ciudad.

Resonaba continuamente el patio empedrado del Palacio Doria con los cascos de los caballos de los visitantes. Así llegó Pedro de Aldobrandini, enviado de la princesa Margarita de Parma, con los más afectuosos saludos para su medio hermano. Le ofrecía su casa y sus dominios y le pedía que no dejara de visitarla tan pronto pudiera. Nunca la había encontrado, pero se habían escrito muchas veces. Hija bastarda del Emperador, como él, pero nunca le había pesado la bastardía que tanto parecía pesar sobre él. Duquesa de Toscana y de Parma, Gobernadora de los Paises Bajos, nunca nadie le había disputado ni regateado títulos. Era con ella con quien más hubiera podido abrirse en su constante y callada querella.

Allí llegó también Alejandro Farnesio, hijo de Margarita de Parma. No se habían visto desde los días de Alcalá y de la gravedad de Don Carlos. Se abrazaron con efusión. Venia de los Países Bajos y entre risas y muecas recordaron viejas aventuras, amoríos de adolescentes y experiencias del mando y de la guerra. Venía a acompañarlo en la gran empresa. «Ha llegado tu hora, Juan. Tienes en las manos el destino del mundo. Todos miran hacia ti. Lo que no logró el Emperador lo vas a hacer tú ahora.

Vas a triunfar.» Al oírlo sentía temor. «Es demasiado lo que se espera de mí. Cuando lo pienso, me asusto.» «No puedes dudar, es Dios quien te ha escogido para esto. No estás solo, toda la gente reza y espera por ti, cuentas con el Papa, con el rey, con todos los cristianos. La sangre del Emperador está en ti. Nadie más podría hacerlo. No debes dudar.» El viejo conde de Priego había regresado de Roma de llevar los saludos al Papa y traía un insólito mensaje. Le decía que por hijo lo tenía, que se apresurase a luchar porque en nombre de Dios le aseguraba la victoria y que para su honra y acrecentamiento le prometía el primer reino que se conquistase al Turco.

Quedó como aturdido. «Vuelve a repetir el mismo anuncio de un reino que hizo cuando escribió a Barcelona», le comentó Juan de Soto. Ya no le cicatearían el título de Alteza, seria Su Majestad, el rey. ¿El rey de dónde? De Chipre, acaso, de Creta o de Grecia entera, como Alejandro. Era el propio Papa, el que ungía los reyes, quien lo designaba así. No era el Papa sólo quien podía hacerlo rey. Estaba también aquel hombre desconfiado del Escorial, estaban los intrigantes de la Corte, estaba… -vaciló antes de nombrarlo-Antonio Pérez, estaban los venecianos y estaban todos los que tenían ambiciones o pretensiones sobre las tierras a conquistar.

El tiempo se iba. Fueron breves y apretados los días de Génova. Para despedirlo, Gian Andrea Doria dio un baile de máscaras en su palacio. Nunca había visto nada semejante. Las salas se llenaron de invitados. Los altos dignatarios con sus condecoraciones, bandas de honor y algún discreto antifaz sobre los ojos, pero casi todos los demás, hombres y mujeres, llevaban los más lujosos e imaginativos trajes, abundaban los disfraces de turco con sus inmensos turbantes, los personajes de fábulas y de los romances, Tisbe, Lucrecia, Mesalina, Orlando, Medoro y Angélica, las ninfas y las diosas de la Antiguedad, Cleopatras y Didos de todas las edades, Jasones y Ulises, Tristán, Galaor, el rey Arturo, la reina Ginebra, Isolda, Amadís de Gaula, Mariana, la reina de las Amazonas, algunos falsos jorobados. algún diablo, alguna Juno, varias Aspasias y Dianas y una figura de la muerte, con la osamenta blanca pintada sobre el traje negro y una guadaña al hombro.

Don Juan estaba vestido como un pájaro de prodigio, capa dorada, jubón rojo, toca negra con diamantes y plumas blancas, calzas rosadas y un breve antifaz que se quitaba y ponía sobre la cara con rápidos gestos.

Ya tarde se le acercó Requesens: «Vuestra Excelencia debe recordar que vamos a salir mañana para Nápoles».

Después de nueve días de navegar hacia el Sur, a la vista de la costa italiana, la flota entró en la ensenada de Nápoles. Las luces de la ciudad se extendían hasta las faldas del Vesubio con el penacho de su fumarola encendida.

Fue larga y bulliciosa la ceremonia del desembarco al día siguiente. Don Juan vistió de escarlata. Lo esperaban todas las autoridades y una inmensa muchedumbre que rompió en gritos de entusiasmo. A la cabeza, imponente, ceremonioso, sólido y seguro en su capa roja, estaba el virrey, Cardenal Granvela. Saludó con pomposa dignidad, pero desde el primer momento Don Juan advirtió una reticente distancia. Conocía la leyenda de Granvela, astuto político, hombre de mundo y de poder, refinado amante de la vida y de las letras, de atuendo principesco y gustos suntuarios, buen catador de vinos, admirador de bellas mujeres y muy hábil en la intriga palaciega. Pasaba del italiano al español y, a veces, soltaba alguna palabra en su flamenco nativo.

Desde el primer momento le anunció que tenía del Papa la misión de entregarle en una gran ceremonia religiosa el estandarte de la Liga Santa y el bastón de Generalísimo de las fuerzas cristianas.

Mientras el séquito se dirigía a Castel Nuovo; residencia de reyes, la muchedumbre aclamaba a Don Juan. Bajo los balcones del palacio se congregó la multitud y Don Juan tuvo que asomarse varias veces a saludar. «Esta es gente alegre, fácil y no muy fiable», le había advertido Granvela.

Desde el primer día se reunió con el virrey y los consejeros para hacer cuenta del estado de los preparativos. Los millares de hombres, el número de galeras, el inventario de las armas, las municiones y las vituallas. Parecía faltar muy poco. Granvela se mostraba preocupado por lo avanzado de la estación. Se hacían cálculos de la fecha en que se podría partir con la flota combinada desde Messina en busca de las galeras del Sultán hacia el Este. «De ahora en adelante cada día es precioso. Ya septiembre es tarde y octubre seria muy riguroso.» A veces sentía física la pesantez de aquel inmenso cuerpo extendido por tierras y aguas de soldados y barcos que no terminaban de ponerse juntos.

Fue aparatosa la ceremonia en la Iglesia de Santa Clara. Don Juan salió del palacio vestido con sus arreos de guerra, la coraza labrada en oro vivo relampagueaba en el duro sol del verano.

A la puerta del templo lo aguardaba el Cardenal Granvela en todo el esplendor de sus ornamentos, apoyado en su alto cayado de metal dorado, la mitra le daba más imponencia y la barba blanca muy cuidada se abría sobre el pecho y la cruz de oro.

Parecía sentir que era él mismo y nadie más quien iba a encomendarle a aquel joven el mando efectivo para la gran cruzada. Entre el trueno de los órganos y las voces de los coros llegaron ante al altar mayor. Allí se desarrolló el ritual. Hubo sermón, mensaje del Papa, exaltación de la gran misión redentora que iba a poner fin al abominable dominio de los turcos en el viejo mar, pasaban evocaciones de Jasón y de Eneas, de la tierra de Jesús y de un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan.

Granvela tomó del altar el bastón de mando. Consistía en tres varas unidas por lazos de oro. Los tres mandos juntos del Papa, Venecia y España. Lo alzó como una joya sagrada. Tomó tiempo para dejárselo en las manos. Don Juan lo apretó con fuerza y sintió un vaho de calor que le subía hasta la cabeza. Era aquello el mando supremo que ahora estaba en sus solas manos. Paseó la mirada por los rostros expectantes o curiosos y levantó el bastón en alto, al tiempo que un gran clamor subió de todas las bocas. Luego vino la entrega del gran estandarte plegado. Seguido del gentío, Don Juan emprendió la marcha hacia el puerto. Así llegó al costado de la Galera Real. De inmediato comenzó la maniobra de izar el estandarte hasta que del largo de sus siete metros comenzó a flotar en la brisa sobre la galera. Era de un brocado azul y tenía en el centro un crucifijo, orlado de adornos de oro y plata, debajo las armas del Papa con las del rey de España y las de la Señoría de Venecia. Comenzaron a tronar los cañones de las galeras y de la costa.


Desde los días de Génova había escrito y recibido cartas de García de Toledo, marqués de Villafranca, que ya viejo y achacoso estaba en Poggia tomando baños sulfurosos. El viejo marino conocía la guerra en el Mediterráneo como nadie; desde los tiempos del Emperador había combatido con los turcos con buena y mala suerte y se sabia todos los lances posibles y las experiencias del combate de galeras. Aconsejaba prudencia, temía lo avanzado de la estación para iniciar una campaña y de muchas maneras parecía desaconsejar arriesgarlo todo en una acción decisiva contra los turcos.

Lo irritaba aquel razonar frío y lejano de la letra escrita. «Puede que tenga razón, pero ya en la situación en que me hallo no hay tiempo ni para rectificar ni para aguardar a mejor época.» En sus cartas cargadas de reminiscencias de viejas campañas aludía con frecuencia a Carlos V. Era como si el hombre de Yuste le dirigiera consejos. «Es bueno ser prudente, pero no hasta la indecisión, Juan de Soto.» Luego, para darle ánimo y para aplacar las dudas: «Yo sé lo que él hubiera hecho en mi caso. Una cosa es aconsejar con toda la prudencia imaginable y otra cosa muy distinta es tener la responsabilidad de comandar una armada hasta la victoria». Instintivamente tomaba el bastón de mando y se lo ponía ante los ojos, como un talismán. Era para eso que lo habían puesto allí, para comandar y decidir, para llevar hasta su término triunfal la temible campaña.

«Es ahora o nunca, con buen o mal tiempo, con todas las ventajas o sin ellas, que se va a decidir el destino.» Llegaban tardías noticias de las actividades marinas de los turcos. La formación y preparativos de la Liga Santa y su concentración de naves había dejado desamparado el ancho mar. Desde el Egeo hasta el Adriático las galeras de Selim atacaban puntos, tomaban presas y se sentían dueños de la situación. Chipre parecía condenado y se esperaba de un momento a otro su rendición. Se sabia que el Sultán, conocedor de los preparativos cristianos, organizaba sus fuerzas de mar, armaba galeras apresuradamente y preparaba tropas. El más famoso de sus halcones de mar era el renegado Uluch Ah, que gobernaba a Argel, tiñoso, torvo, cruel y supremamente hábil en la guerra naval, a quien los españoles llamaban El Uchali. antiguo cristiano, antiguo galeote, a fuerza de valor, inteligencia y audacia había surgido hasta convertirse en el más temido corsario del Mediterráneo y en señor de Argel. Había también los altos comandantes, los bajás del mar. que desde Constantinopla dirigían la formación y las operaciones.

Ah Pachá era el almirante de la t'lota. Se sabia que el grueso de aquellas fuerzas estaba concentrado cerca de Corfú, entre el Adriático y el Golfo de Corinto.

Eran varias las opciones que se ofrecían a los cristianos. En las últimas reuniones del Consejo en Nápoles, con Requesens, Santa Cruz. Doria, Cardona y las cartas de García de Toledo, se confrontaban opiniones y criterios. Se podía ir al encuentro de la flota turca para una acción decisiva, que era lo que Don Juan quería, o. por el contrario, realizar operaciones parciales que reforzaran la situación cristiana, en preparación de un futuro encuentro decisivo. Se podía tomar a Túnez, que era lo que preferían desde Madrid, liberar a Chipre. que era lo que deseaban los venecianos, tomar Argel o bloquear los Dardanelos.

Tampoco coincidían los informes y cálculos sobre la fuerza turca. Las estimaciones fluctuaban entre 150 y 300 galeras. Cada barco espía traía una información diferente.

Para el 20 de agosto todo estaba listo para la partida. La bahía rebosaba de galeras y las galeras rebosaban de hombres. El último en subir a bordo fue Don Juan con sus consejeros inmediatos. De pie sobre el puente sintió el empuje poderoso de los remeros. Entre el retumbar de las salvas lo envolvía el clamor de los soldados que lo veían como una imagen sobrenatural bajo el inmenso estandarte desplegado con su Crucificado que parecía nadar y ocultarse en el viento.

Ya en la cámara, solo, se puso a hablar consigo mismo: "Ahora soy yo y más nadie el responsable de todo. De ahora en adelante no debo cuentas sino a Dios. A Dios y al Emperador. Es él quien me ha puesto en esta situación y es a él a quien debo responder. No por boca del rey y de los cortesanos, no por un papel firmado, sino por mis propios hechos voy a demostrar quién soy. No puedo defraudar al Emperador.

Debo demostrar que soy de su propia sangre. Ésta será mi prueba suprema y final".


El mal tiempo se nos viene encima.~ Era lo que decían todos mientras navegaba la flota hacia Messina. El cielo cubierto de nubes grises se reflejaba en un mar descolorido. Un viento frío del Norte empujaba las velas y afligía a los homnbres. Don Juan evitaba comentarlo. A veces algún viejo marino se atrevía a decir: "De ahora en adelante no hay que esperar sino tempestades. El tiempo de la guerra es el de las flores".

Cuando se aproximaron al puerto de Messina vieron con sorpresa un grupo de embarcaciones pintadas de negro. No podía ser de peor anuncio para tantos hombres supersticiosos. A medida que se acercaron se precisó la visión. Eran galeras enlutadas.

"Color de muerte, color de infierno." Algunos se persignaban disimuladamente o hacían los gestos tradicionales para conjurar la mala suerte. "Se nos ha venido a reunir la tiota de Aqueronte. Pocos rieron el chiste de Juan de Soto. Los cascos, las velas, las jarcias eran negras, sobre las insignias y las banderas había crespones de luto. "¿Qué significa esto?", se preguntó Don Juan, sin hallar quien pudiera responderle.

Al desembarcar en medio del gran séquito de altos funcionarios y jefes de la flota, le informaron. Eran las naves pontificias de Marco Antonio Colonna, que al recibir la noticia de la muerte en Roma de una hija, enloquecido de dolor, había ordenado cubrir sus barcos de aquel luto ominoso. Allí estaba, más cerrado de negro que sus barcos, los ojos enrojecidos del llanto, la palabra convulsa. "Señor, dura prueba me ha mandado Dios, pero no flaquearé." "De eso estoy seguro."

La recepción fue clamorosa, más acaso que en los otros puertos. Habían levantado un inmenso arco de madera en el propio embarcadero, sobre la puerta central se alzaba ulla estatua improvisada de Don Juan, gigantesca, con un enorme bastón de mando y la cabeza deformada por la altura.

Allí le saludaron los venecianos. El viejo Santiago Veniero, marino, diplomático, jurista, hombre curtido en intrigas, conflictos y guerras. Junto a él Barbarigo y Qumrmnm.

El saludo fue frío y las palabras reticentes. Tenían un mes esperando en Messina, estaban escasos de hombres y de vituallas. "Ya desesperábamos, señor." "Lo lamento, pero ahora vamos a ganar todo el tiempo perdido."

¡Sintió que Veniero lo escrutaba como un chalán a un caballo de feria.

Después que terminaron los saludos, Don Juan se quedó en el palacio con sus alíegados. Comenzó a enfrentar aquella nueva realidad. Faltaban todavía barcos y fuerzas por llegar, no sólo las galeras venecianas, sino también las del Papa, y las otras estaban escasas de remeros y soldados. "La verdadera batalla la vamos a tener aquí", dijo en conversación con Requesens y Juan de Soto. Requesens, muy sereno y firme, había dicho que en aquellas condiciones no se podía enfrentar a las fuerzas otomanas. Las noticias que llegaban de exploradores y de naves mercantes eran que los turcos reunían su flota hacia la costa griega y el Adriático, tal vez en el Golfo de Corinto, que eran muchas naves muy bien armadas y provistas de soldados. Se tenía noticias de ataques y asaltos aislados a ciudades e islas, en Corfú, en Cefalonia. Entraban, quemaban, profanaban las iglesias, pisoteaban las cruces y las hostias y se sentaban insolentemente sobre los altares. "Los ojos cobardes aumentan y multiplican. Hay que ver esas cosas con serenidad."

Se iba a celebrar el Gran Consejo en la Galera Real, con los comandantes, los capitanes, los jefes de tropas; presidiría el Nuncio de Su Santidad, que iba a llegar con bendiciones, promesas y exhortaciones del Santo Padre. A su lado estaría Don Juan.

Le llegaban informaciones contradictorias sobre las posiciones que podían adoptar los distintos jefes frente a la decisión española. No se estaba seguro de la actitud que adoptarían Veniero, ni Doria, ni tampoco Colonna.

Juan de Soto le entregó una carta del duque de Alba, de Flandes. El viejo soldado le escribía con un tono casi paternal: "Antes de proponer las materias en Consejo conviene mucho platicar familiarmente con cada uno de los consejeros, encomendándose el secreto, y saber su opinión, porque de esto se sacan muchos provechos, que al que V. E. hablare en esa forma se tendrá por muy favorecido y agradecerá mucho la confianza que de él hace; el tal dirá libremente a y. E. lo que entiende…; en el preguntarles y oírles particularmente V. E. no debe declarar con ninguno de ellos su opinión, sino con aquel o aquellos con quienes 5. M. hubiera ordenado a V. E. tome resolución». También le aconsejaba no permitir debates en el Consejo, porque seria en desmedro de su propia autoridad.

Fue lo que se puso a hacer con toda diligencia. Oía las opiniones sin expresar la suya, pero dirigiendo hábilmente con apoyaturas o reservas la opinión del otro. "Esto es reservadísimo y secreto entre usted y yo para poder formarme un mejor juicio de lo que convenga hacer.» Pudo darse cuenta de las dudas, las reservas y la variedad de opiniones. Había quienes pensaban que era ya tarde para librar una batalla decisiva y que más valía realizar algunas operaciones locales que debilitaran al Turco para un encuentro definitivo en la primavera próxima. Había opciones obvias: ir a socorrer a los sitiados y maltrechos defensores de Famagusta para recuperar a Chipre; tomar algunas bases en territorio griego para reducir el espacio del Turco o aquella otra que evocaba la gloria de Carlos V, tomar a Túnez y, tal vez, a Argel, y hacer seguro para siempre el Mediterráneo del levante. Muchos no tenían criterio definido y era más fácil llevarlos a una posición favorable a la decisión en una gran batalla. Los más resueltos, fuera de los españoles, eran los venecianos, que se sentían burlados y amenazados por la política del Sultán Selim y los pontificios de Colonna.

Llegó el Nuncio Papal, Monseñor Odescalchi, con gran acompañamiento de prelados, frailes y monjas. Traía reliquias y bendiciones del Papa. Era hombre solemne y teatral, de amplios gestos y voz grave y pastosa, que era difícil saber si hablaba, oraba o salmodiaba. Con la presencia del Nuncio, tomó otra dimensión la espera. Se inició una serie de ceremonias religiosas, sermones, penitencias, confesiones y comuniones multitudinarias en la que participaban todos, soldados, marinos y habitantes de Messina. Los coros de la iglesia impetraban el favor de Dios. Se declaró prohibición de blasfemar, de embriagarse y de llevar mujeres a bordo. A todos llevaba el Nuncio su prédica encendida de que se trataba de una empresa de Dios mismo. "Nunca, tal vez ni en las Cruzadas, hubo oportunidad semejante de servir al Señor.» A las nueve de la mañana estaban congregados en la cámara de la Galera Real cerca de setenta personajes. Jefes, capitanes, Maestres de Campo de los Tercios, y hasta algunos coroneles y oficiales medios. Finalmente entró Don Juan acompañado por el Nuncio, todos se pusieron de rodillas y desde la mancha roja de su capa el Nuncio regó bendiciones.

Hizo un breve saludo Don Juan y dio la palabra al Nuncio. Se extendió la cadencia grave de su voz. Exhortaba a salir de inmediato a derrotar el infiel y vengar tantos agravios hechos a la Cruz. Era Dios quien lo quería. Llegó un momento en que cambió de tono: "El Santo Padre asegura la victoria". Terminó de hablar y se hizo un silencio inerte. Los primeros en tomar la palabra apoyaban la posición del Nuncio. A veces asomaban la posibilidad de posponer el encuentro definitivo y de limitarse a acciones parciales que fortificaran la posición de los aliados para una futura batalla. Don Juan oía con fingida calma. Se alzó Doria, con toda la leyenda de su padre, era el más prestigioso marino de Italia, tenía experiencia propia y heredada sobre la guerra en el Mediterráneo; comenzó por proclamar, con un tono casi compungido, su acatamiento a las exhortaciones del Pontífice. Era ése el objeto y ninguno otro, pero tal vez no era aquél el mejor momento para realizarlo. Los pintores lo habían representado como Neptuno y algo de deidad pagana tenía en su figura. Podría limitarse la acción de aquel año a la toma de Túnez. Era hábil la propuesta porque tenía que caer bien en los oídos españoles. Afortunadamente, quien se encargó de replicarle fue Marco Antonio Colonna, con su cerrado luto y su cara de sufrimiento dijo que aquélla no era cuestión de ventajas y oportunidades, sino de la voluntad de Dios, era la ocasión tan esperada de exterminar el infiel. Grande seria la culpa de quienes, teniendo todos los medios para lograr aquel fin supremo, renunciaran a él por cualquier otra clase de consideraciones. Los venecianos lo apoyaron y entonces Dore Juan, con tono firme, dio por resuelta la cuestión. "Sólo queda aprestar la salida en busca de la victoria.» La resolución estaba tomada. "Ahora toda la responsabilidad cae plenamente en mi. Lo sé y me doy cuenta», le había dicho a Soto. "Es de todos, señor, y todos la compartimos.»Si la hora de la derrota llega, no estaré vivo para buscar justificaciones.» Su actividad se hizo febril. Se multiplicaban las reuniones, las visitas a los barcos, la recepción de informes y noticias de los turcos, muchas veces contradictorias y confusas.

Ya sabia con lo que contaba y veía las fallas. Más de 200 galeras, 6 galeazas y 24 naves, 26.000 soldados, unos 30.000 remeros. Era casi una ciudad grande como Sevilla puesta sobre embarcaciones. Una ciudad entera, sin mujeres y sin niños, puesta a una sola hora y a un solo fin. Lo que se sabia de los turcos fluctuaba continuamente.

Se estimaba de 250 a 300 galeras, que se concentraban en la boca del Golfo de Corinto.

"Va a ser allí, señor, donde fue la batalla de Accio que ganó Octavio y fundó el imperio más grande que ha conocido el mundo.» Faltaban hombres en las galeras venecianas y no parecía conveniente que cada flota quedara aparte. No fue fácil convencer al viejo Veniero; Barbarigo parecía más comprensivo. Iban a distribuir unos cuatro mil hombres de los tercios españoles en las galeras venecianas y pontificias, y en cada grupo irían naves de las tres procedencias.

Se discutió la formación a adoptar. García de Toledo había aconsejado adoptar una formación distinta a la tradicional. Hasta entonces los turcos siempre habían entrado en combate con sus galeras dispuestas en una línea curva y cerrada para poder envolver al enemigo por los extremos. Seria un error meterse en una formación lineal. Se decidió adoptar una formación en tres cuerpos principales. Una agrupación de centro, que llamaban la batalla, que dirigiría Don Juan desde la Real, un grupo a su derecha, formado por las naves bajo el mando de Doria, otra a la izquierda, con las venecianas bajo Barbarigo.

A uno y otro lado de la Real, en sendas galeras capitanas, irían Colonna y Veniero y también Requesens. Una ligera vanguardia que colocaría en plaza las seis grandes galeazas de Venecia y la retaguardia para atender a los puntos débiles, comandada por el marqués de Santa Cruz, Don Álvaro de Bazán. Alguien advirtió: "Será una formación como una cruz frente a la formación en media luna. Buen augurio».

Cada agrupación se distinguiría con un color de bandera. Verde las naves de Doria, amarillo las de Barbarigo, azul las de Don Juan y blanco la retaguardia. Por sus colores se agruparían en la formación. Verde, azul, amarillo y blanco, las grandes banderas al aire, los cuatro bloques enfrentarían la media luna de las galeras turcas en un duelo de fuego y de muerte.

Se revisaron las armas y los pertrechos, los cañones con sus pirámides de piedras y de balas, los arcabuces, las picas, los garfios y ganchos de abordaje, las redes para impedir el abordaje del enemigo, los dardos de fuego inextinguible, los remos y las velas.

Detrás de la avanzada navegarían las naves de Doria, cerca de 54 galeras con sus banderas verdes, luego las 64 azules de la batalla, con Don Juan, después las 30 de Barbarigo, con insignia amarilla y, por último, las 30 de la retaguardia con su insignia blanca. Cuando llegaran a la costa griega se habrían incorporado las que faltaban: serían entonces cerca de 250 galeras con cerca de 80.000 hombres.

En Messina Don Juan se fue haciendo más ensimismado y secreto. Ni su viejo compañero Farnesio lograba sacarlo de aquella quieta tensión y víspera sin término.

Faltaba poco para la salida cuando una mañana se presentó la tormenta. En el cielo oscuro el viento desgajaba las nubes, caía con furia la lluvia helada y el granizo y las embarcaciones saltaban y se embestían en la rada. Todo el día arreció el temporal.

En sus alojamientos los hombres pasaban las horas muertas hablando de naufragios y desastres, mientras los jefes callaban. Pasó todo el día, el siguiente y el otro, para e empezara a amainar. Para no dar tiempo al desánimo, Don Juan anunció la salida.

La suerte estaba echada.

Estaba subiendo la cuesta de Cuacos a Yuste, en la misma luz inmóvil de aquel día, pero no seguía más adelante. No era hora de buscar consejo, sino de encontrar en si mismo. ¿Era él o no era él?

Se multiplicaron las misas, confesiones e indulgencias plenarias. Con la reliquia de una astilla del leño de la Santa Cruz para Don Juan, el Legado Papal había traído una promesa de vida eterna para cada hombre que cayera.

En la mañana comenzaron a salir de la rada las embarcaciones en el orden establecido. En un saliente de la muralla estaba el Nuncio Odescalchi con sus acólitos, de gran capa pluvial y alta mitra, impartiendo bendiciones. Al paso de cada galera los hombres caían de rodillas mientras los remeros levantaban los remos como en una súplica.

Con frecuencia el cielo se ponía negro. restallaban rayos en el horizonte y lentos y hondos truenos retumbaban. Se buscaba refugio en la costa. Había podido contra los otros argumentos, pero aquel constantemente repetido del mal tiempo volvía con insistencia fatídica. "Tiempo de perros.'~" Retumban los trastos del diablo en el Infierno."

La travesía hacia la costa griega se retrasó. Había quienes querían ir primero a recoger barcos y gente en puertos del Adriático y había quienes, como Veniero. insistían en dirigirse sin más retardo a Corfú. Lo que encontraron al acercarse fueron huellas de depredaciones recientes. Habían asaltado puertos, saqueado iglesias y tomado prisioneros para sus galeras. "Ya los tenemos cerca." Allí se sumó más de la situación de la flota enemiga. Se estaban concentrando a la entrada del Golfo de Corinto, en la estrecha bahía de Lepanto. Debían ser más de 200 galeras. "No van a dar batalla.

Lo que han venido a buscar es un refugio seguro para el invierno." "No será fácil obligarlos a salir." "Saldrán, tendrán que salir." "No es eso lo que me preocupa", decía Don Juan. Lo que le preocupaba era el desorden y la indisciplina de la flota. En las naves de Veniero los españoles y los venecianos promovían continuos pleitos entre si.

"Tienen que entender que ahora todos somos uno. La gente de Cristo contra el infiel y más nada." Pero no era eso lo que ocurría. Había desánimo, malas voluntades, celos, desacomodos, rencillas. Alguna exclamación en dialecto veneciano podía ser tomada como un insulto. "¿Qué se ha atrevido a decirme este perro?"

Cuatro días después llegaron a la isla de Goníenitsa. Más tarde, el 30 de octubre, día de marejada y tiempo grueso. se oyeron disparos en una galera veneciana. De borda en borda fue cundiendo la noticia. Soldados españoles y venecianos se habían trabado en lucha abierta. Don Juan subió a lo más alto de la popa de la Real para tratar de ver. Cuando las noticias le llegaron no tuvo casi tiempo de oírlas y dar las órdenes necesarias. Como títeres yertos se veían colgar de una entena del barco veneciano los cuerpos de tres soldados.

"¿Quién se ha atrevido a ordenar esto? ¿Quién es el jefe aquí?", vociferaba Don Juan. "Soy yo y sólo yo quien puede hacer justicia." Se inició un movimiento de agrupación de galeras españolas frente a las venecianas. Habían subido a la Real algunos jefes españoles e italianos. Requesens trataba de calmar a Don Juan. "Seria una monstruosidad imperdonable que todo este esfuerzo viniera a terminar aquí en un combate entre las mismas galeras de la Liga.~ "Voy a colgar a ese viejo insolente que se ha atrevido a desconocer mi autoridad."

Los arrastrados resentimientos y fricciones cobraron nueva fuerza. Se dijeron horrores de Veniero, de su soberbia, de sus argucias de abogado, de su desprecio por los españoles. Juan de Soto le dijo algo que lo puso a meditar y cambió el tono: "No se puede permitir que Veniero llegue a acabar con esta gran empresa de Dios". Barbarigo vino a dar explicaciones y afirmó que cualquiera que fuera la falta de Veniero los soldados de la Serenísima obedecerían hasta el fin a Don Juan.

Tardó en volver en si. "Esta ha sido una falta muy grave a mi autoridad, que sólo puedo dejar sin el castigo merecido por todo lo que está en juego en esta hora. Barbango asume desde ahora la jefatura de las fuerzas de Venecia y su representación en el Consejo. Veniero cesa en el mando y le prohíbo presentarse ante mí. No se hable más de esto."

Se siguió hablando. No era posible borrar con una orden todo lo que había aflorado en el grave incidente. No había unidad de mando ni de voluntad entre aquellos hombres reunidos casi por un azar. Las viejas lealtades y los odios heredados reaparecían.

Dos días después, ya en Cefalonia, una embarcación que llegaba de Chipre trajo espantosas noticias que cambiaron el ánimo de todos y particularmente el de los venecianos.

Los turcos habían tomado a Famagusta. El heroico comandante veneciano, Bragadino, había convenido, falto de auxilios, en rendirse al jefe de los turcos. El mismo día en que se hacia la ceremonia de la entrega, el jefe turco, faltando a todo lo convenido, ordenó prender al comandante cristiano y a sus hombres. A los más de ellos los mataron y al anciano Bragadino lo desollaron vivo. Murió mientras los matarifes le acababan de quitar el pellejo. Luego lo rellenaron de paja y lo izaron como un trofeo de triunfo sobre la fortaleza.

La indignación y el deseo de venganza borraron las rencillas y diferencias de los días anteriores. Lo que había ahora era un deseo insaciable de venganza. Se oían frases de amenaza y de impaciencia. "Deben pagar todos este crimen cobarde."

Después de un último consejo de guerra en el que todavía se alzaron algunas objeciones y propuestas de dejar para mejor ocasión la batalla definitiva, con cielo oscuro, viento frío y mucha niebla en la mañana, salió la armada completa hacia la entrada del Golfo de Corinto. Bajaron hasta la boca y luego torcieron hacia el Este.

Hora por hora se prolongaba la larga víspera, los ojos escrutaban el horizonte nebli-, noso. Don Juan había prohibido, bajo pena de muerte, que se hicieran disparos. Parecía una inmensa manada, cada vez más apretada y silenciosa, que avanzaba husmeando la muerte. No se oía sino los sermones de los frailes, las confesiones, los credos ahoga-~ dos. Algún hombre se persignaba y movía los labios en una súplica muda.

Habían tomado la formación de combate. Adelante, la vanguardia llevando las seis grandes galeazas venecianas rebosadas de cañones por toda la borda; en el centro, bajo un vuelo de banderas azules, el cuerpo de batalla con la Real en medio de la fila. A la izquierda los venecianos y a la derecha los pontificios. Detrás las galeras de Bazán.

Estaban muy cerca unas de otras, se podía hablar a gritos de borda a borda. Se habían dado instrucciones severas para no dejar entre las formaciones brecha por donde pudieran penetrar embarcaciones enemigas. «Formamos una cruz sobre el mar", recordó el capellán de la Real.

Se hizo lento el tiempo en el día gris. La forma de una nube, la dirección del viento, el vuelo de una bandada de aves marinas, la frase suelta que dijo un compañero, parecían presagios.

Tenían viento contrario y las velas colgaban de las entenas. Era el atardecer del 6 de octubre, víspera del día de San Marcos. Se acogieron a la costa por la noche.

Don Juan quedó solo en su cámara, ansioso, contraído, dando pasos sin tregua.

Allí lo encontró Juan de Soto. «Es cuestión de horas, señor.» No era un diálogo, sino dos monólogos inconexos. «Cada hora que pasa me parece más larga.» «Nunca ha habido, señor, una ocasión igual. Tal vez en Accio y quizá no. Mañana estaremos derrotados y muertos o habremos acabado con el poderío del Turco." Se interrumpió en su nervioso imaginar. «Libres Chipre, Malta y Creta. Toda la ribera oriental del Egeo.

Libia, Palestina, Jerusalén." «Deliras, amigo», le dijo Don Juan. «No deliro. Destruida la flota turca, todo queda abierto para la Liga Santa y para España. Llegaremos a los Dardanelos y al Cuerno de Oro. A Constantinopla para borrar la afrenta de la conquista otomana. Va a resurgir el Imperio de Oriente.» «¿Cuántos reinos van a renacer de esta victoria? En Atenas, en Grecia, en Tierra Santa. Habrá de nuevo un rey de Jerusalén. Un nuevo Godofredo. Habrá otra vez en Constantinopla, en Santa Sofía, un Basileus, Emperador de Oriente.» «No es hora de soñar, sino de hacer, Juan de Soto.» En el oscuro amanecer del 7, la flota viró frente a las islas Curiolarias, cerca estaba el promontorio que marcaba la entrada del Golfo de Lepanto. Cada embarcación había ocupado su puesto en la formación. Asomó lentamente el sol entre la niebla, una fragata de espionaje avistó galeras turcas. Llegaba la hora.

Se había ordenado no disparar para no alertar al enemigo, avanzar compactos y listos para entrar en combate. Se le quitaron las cadenas a los galeotes, se les dieron armas y se les prometió la libertad si luchaban con valor. Colonna aconsejó rebajar los espolones para facilitar el tiro horizontal de los cañones.

A medida que giraban sobre el promontorio se fue descubriendo en el fondo de la ensenada la flota turca. Un inmenso arco de velas infladas por el viento, de orilla a orilla parecía extenderse la blanca fila como la hoja de una guadaña que avanzaba a ras del mar. Debían estar a no más de dos millas de distancia y avanzaban con el viento en aquella inmensa media luna de su formación.

Don Juan salió de la cámara para recorrer la crujía. Todo el espacio estaba cubierto de gente. Se apretujaban los soldados hombro con hombro y se tocaban las armas en el estrecho espacio. En el barco iba y venía la oleada del empuje remero de los galeotes.

Don Juan se iba deteniendo para hablarles. Había llegado la gran hora. Era Dios quien los había traído hasta allí para acabar con los infieles. Era una gran ocasión para todos.

Los que sucumbieran iban a ganar la gloria eterna y los que sobrevivieran recibirían espléndidas recompensas. Hablaban del rico botín que había en las galeras turcas, de las islas y tierras que iban a libertar y de la gratitud del rey y de toda la Cristiandad.

Cuántos hombres no quisieran estar en su lugar para ganar toda gloria en la tierra y en el cielo.

Mandó luego a detener el avance. [.os remeros aguantaron los remos mientras Don Juan, con dos acompañantes, subió a una embarcación ligera para pasar revista a la fila del centro y la derecha de la formación. En la proa, como un arcángel en su altar, levantaba la mano como si bendijera. A veces se detenía, subía a bordo, saludaba a los hombres agolpados para verlo. Todos iguales y distintos, más grandes o más pequeños, más mozos o más viejos, con nombres tan diferentes como sus destinos, españoles, venecianos, pontificios, de todos los confines, gentes de guerra. de aventura y de esperanza de la "Diana", la "Margarita", la «San Pedro". la "Perla", la «Granada», la»Santa Maria». la "Furia", la "Ventura», la»Esperanza» o la»Marquesa«.

Eran como un solo hombre repetido centenares de veces. La misma actitud de asombro, de ímpetu contenido, el arma en la mano, el casco metido hasta los ojos, entrecerrados por el brillo de las picas y las lanzas, apretados sobre las planchas de la arrumbada.

De proa en proa asomaba aquel mismo rostro ansioso que lo devoraba con los ojos y que apenas oía sus palabras. Sólo algunas voces les llegaban reverberando: "Dios", "la Gloria Eterna», «la Santísima Virgen de las Batallas", "dichosos los que estamos aquí", «dichosos los que podrán decir que estuvieron aquí», «Dios lo quiere". "Dios está con nosotros». Eran como un solo hombre innumerable al que se dirigía. Altos, chicos, vociferando en español, en dialecto veneciano o romano, en desgarradas voces alemanas, en inglés o en griego. Allí estaban los Pedros, los Gineses, los Luigi, los Demetrio, Juan, Giovanni, Hans, John, uno solo y todos, cada uno con su propio nombre, su propio miedo, su propia esperanza. Todos lo veían a él, pero tampoco veían al mismo hombre ni con los mismos ojos. El Generalísimo, el príncipe, el hijo del Emperador, el único y propio de cada uno de ellos, el que los había traído hasta allí y los llevaría a la victoria, tan distinto para cada uno. "Yo estoy aquí», era lo que hubiera podido decir cada uno de ellos. Desde los más torpes y simples hasta aquel soldado a quien Don Juan tampoco distinguió. pálido de fiebre, acezante como un galgo fino, ardiente y estremecido que ya sabía que era aquélla "la más alta ocasión que vieron los siglos presentes. ni esperan ver los venideros".

Al regreso a la Real pudo ver en toda su extensión la larga fila de proas que avanzaban hacia las naves turcas y el espacio tupido de arboladuras. Era como la confluencia de muchos torrentes humanos, que había llegado allí, a aquel brazo de mar, a confundirse y mezclarse en un mismo momento y en un mismo impulso. Millares y millares de hombres, millares y millares de hilos de vida, habían llegado de cien partes a anudarse allí, precisamente allí, en aquella hora y lugar, para desatarse en el combate, en el riesgo de cada uno, como si entraran a otra vida.

Reanudado el avance, fue viendo más claro el conjunto de la flota enemiga. Iban reconociendo por los informes recibidos los cuerpos que la formaban. En el centro, inconfundiblemente, aparecía la Sultana. la gran nave altanera, henchido el pecho de sus velas, desbordante de formas humanas, arropada de un inmenso estandarte verde que estallaba en lo gris del cielo. Dentro de dos horas, dentro de una hora, estarían a distancia de tiro de cañón. Allí estaba el almirante turco, Ah Bajá. Joven, espléndido en su coraza, bajo su grueso turbante como un hongo monstruoso. Los barcos que formaban el ala derecha eran los de El Uchali, galeras de corsario sucias de mar y rotas de combates, donde el tiñoso renegado debía ir con su ojo sagaz escrutando el frente de las galeras de Doria con las que iba a topar.

En ese momento se aflojaron las velas turcas abandonadas del viento y comenzaron a henchirse las cristianas. Un grito de alegría recorrió la flota. Era presagio de victoria. En la Real se había alzado la señal de combate y se esperaba por momentos el primer disparo de cañón que anunciaría el comienzo. Había silencio en la flota cristiana, mientras del ancho frente de la turca llegaba el sordo y poderoso eco de gritos, tambores y chirimías. La alegría del miedo.

Solemne, lento, sonó el primer disparo desde la capitana turca. Se oyó otro cañonazo y simultáneamente se vio desgajarse y caer al mar uno de los tres fanales de la Sultana. La flota cristiana estalló en un clamor de júbilo.

A medida que se acercaban los frentes, el campo de visión se iba estrechando. De lado y lado, desde cada nave, se iba viendo sólo aquella parte del otro frente que se le acercaba. Don Juan miraba la Sultana avanzar hacia la Real, como si estuvieran solas y se buscaran. Lo mismo ocurría en cada barco. Era una visión de barco a barco, que más tarde sería una de hombre a hombre. Se abarcaba diez galeras enemigas, luego seis, para terminar por no ver sino aquella sola, que avanzaba apuntando su espolón.

Al acercarse la flota turca, las seis galeazas venecianas comenzaron a disparar todos sus cañones desde las bordas como un castillo flotante. Se habían hundido algunas galeras turcas y se abrió un ancho espacio de temor en torno a las galeazas. La Sultana esquivó la que se encontraba más cerca y se colocó en línea hacia la Real. Por toda la aglomeración surgían disparos de cañón y tiros de arcabuz, el humo subía de los incendios que provocaban los dardos encendidos y las velas se erizaban de flechas.

Cada espolón, erguido y cabeceante, buscaba los bajos blandos de la otra galera.

Era como una manada de bestias marinas en celo. Llegaba el momento de toparse galera con galera. El firme espolón buscaba el costado para penetrar la galera enemiga.

El recortado espolón de la Real resbaló sobre el alto flanco y el espolón del barco enemigo, mientras penetraba el espolón de la galera del Bajá, con empuje brutal, en el vientre de la Real. Quedaron trabadas en un solo movimiento, cayeron los garfios de abordaje. Ahora estaban atadas, metida la una en la otra, tocándose con los brazos rotos de los remos. Era más alta la borda de la galera turca. Había que treparía y abordarla. Apretados sobre la arrumbada y el tamborete de proa, sobre la crujía y los corredores, enredados en sus armas, los soldados se lanzaban al abordaje. Con ímpetu saltaron los primeros sobre la Sultana y comenzó el combate cuerpo a cuerpo.

Cada galera buscaba su contraria, la tanteaba con los remos, se enderezaba para acometerla con el espolón hasta penetrarla o ser penetrada para quedar apareadas en aquella lucha que iba cubriendo de entarimados flotantes lo que era mar, hasta que el mar se redujo a pequeños trechos de agua de nave a nave, donde, entre trapos y maderos, se agarraban a los remos rotos los hombres caídos, antes de desaparecer bajo el agua.

A lo largo de la línea de batalla se iban apareando las galeras en aquel abrazo de muerte. La navegación había terminado y ahora no quedaba sino la lucha de hombre a hombre, soldados de los tercios, marineros, galeotes armados, capitanes, de galera a galera pasaban y retrocedían, en aquel inmenso tablado roto y oscilante lleno de gritos, estampidos y crepitar de incendios. De galera a galera se peleaban, de galera a galera pasaban los refuerzos de hombres y armas, hasta que la lucha se redujo a doscientos encuentros de barco a barco, como si cada quien estuviera solo en su parte de infierno.

Disparos de cañón y de arcabuces se cruzaban entre las dos galeras, abriendo huecos en la obra muerta y matando remeros y soldados. La humareda hacia borrosa la proximidad. Se estremeció en toda su extensión la Real ante el terrible choque del espolón de la Sultana, saltando maderos y aplastando remeros. «Nos han bujarroneado.» Estaba encima la gran galera turca, echada sobre la Real de todo su peso y altura.

«A ellos.» Trepando desde la proa soldados españoles llegaron a la cubierta de la nave turca. Los unos se empujaban a los otros para llegar arriba. Los que no caían al agua, entraban en la cubierta enemiga en una lucha de hombre a hombre. Los cuerpos muertos y la sangre sobre las tablas estorbaban la lucha. De las galeras cercanas pasó gente a la Real. Formaban un amasijo de galeras trabadas en torno a las dos capitanas.

El conjunto de naves formaba un tablado desigual y roto, de borda a borda y de cubierta a cubierta, por donde se movía, avanzando y retrocediendo, la revuelta masa de los combatientes. Los heridos y los muertos caían entre los pies de los combatientes o rodaban a los retazos de mar entre las palamentas rotas. Ya no era hora de dar órdenes. Don Juan se lanzó desde la carroza de popa con la espada en la mano. Cerrado entre sus hombres, arrastrando y arrastrado, llegó hasta la arrumbada y subió la borda de la Sultana. Los cristianos habían ocupado hasta más allá del palo mayor. Lo que se miraba enfrente era la marejada de los guerreros turcos. Turbantes, escudos, arcos, los largos sables curvos de los jenízaros y aquel griterío en algarabía revuelta. Algunos de sus capitanes lo contuvieron. En lo alto de la popa estaban los jefes turcos. Bajo su gran turbante, vestido de sedas deslumbrantes, estaba Ah Bajá, el almirante. El avance se había detenido. En la línea de lucha se pisaba sobre heridos y muertos. Las tablas estaban resbaladizas de sangre. Los capitanes exhortaban a Don Juan a retirarse ala Real. No quería oír. «Para esto he venido. Para esto estoy aquí.» El avance se había detenido y los cristianos comenzaban a retroceder bajo el creciente número de los turcos. El humo de los incendios impedía distinguir con claridad. Arreciaban los disparos y la lluvia de flechas. De lado y lado los cañones abrían huecos en la madera y en la fila de hombres. Empezaron a saltar soldados turcos sobre la proa de la Real. No quedó nadie sin acudir a la pelea. Los galeotes habían abandonado sus remos inertes Y rotos para atacar al enemigo. Pasaban el trinquete y se acercaban a la mayor, casi Sin poder retroceder contenidos por la masa de hombres que llegaba de refuerzo. Comenzaron de nuevo los cristianos a avanzar, regañaron el trinquete, subieron a la arrumbada, saltaron del tamborete a la cubierta de la turca. Era como una oleada de tormenta que desbordaba sobre las planchas empujando los enemigos hacia atrás. Cada hombre tenía ante sí aquel solo enemigo que lo amenazaba. La visión de Don Juan se concentraba en aquel torrente de hombres que trepaba o retrocedía en la Sultana. Lo demás era el resonar de cañones cercanos o lejanos,»staccato» de fusilería y humo de incendio que venía de los barcos trabados, revueltos, inmóviles, cada uno en cada otro. Era aquella sola su batalla, aquel pasadizo de la crujía, que subía y llegaba a la cubierta de la Sultana.

Nadie sabia de los otros, cada quien en su parte en el vasto y oculto espacio de la pelea. La lucha era la suya sola, allí, y cada hombre tenía que ganarla o perderla.

Un pedazo de combate que era todo el combate para cada capitán y para cada soldado.

Volvían los cristianos a ser rechazados de la Sultana. Nadie sabía el tiempo. El sol entre nubes estaba alto. «Son duros estos perros.» Al tercer asalto, los cristianos lograron llegar más allá del medio de la galera turca. La confusión de la mezcolanza no dejaba mirar más allá de la primera fila de guerreros. En el retroceso caían al agua los soldados del Sultán, empujados por la acometida cristiana. Se vio a Ah Bajá surgir cerca entre los combatientes. Su turbante blanco flotaba sobre las cabezas de todos.

Desapareció el turbante, se detuvo el empuje turco, se hizo un vacío y se vio el cuerpo del almirante caído en las planchas. Se acalló el griterío. Un soldado cristiano avanzó hasta el caído, con la daga separó la cabeza del tronco y la clavó en una pica. Al levantar cabeza, trapo, sangre y muerte, un grito recorrió la soldadesca. Don Juan miró fijamente aquella cabeza inerte ensangrentada que parecía tan pequeña. La trajeron a la Real y la izaron de una xerga al tope del trinquete. Un clamor de feroz alegría corrió (le galera en galera.

Anunciaba la victoria pero el combate seguía. Era ahora cuando podía el Generalísimo apreciar la situación de la batalla. Lo que se veía y lo que no se podía ver. Lo que pasaba, de orilla a orilla en toda la extensión del golfo. Lo que veía eran fragatas trabadas en lucha, naves incendiadas, medio hundidas, encalladas en las lejanas riberas de las que escapaban, saltando al bajo fondo, los fugitivos.

Lo que fue sabiendo Don Juan era todavía confuso. Se seguía combatiendo en las formaciones de Barbarigo a la izquierda y de Doria a la derecha. ¡labia que auxiliarlos.

El Uchali, con su astucia, había maniobrado ante las galeras de Doria, había logrado que se apartaran del centro y había hallado un paso para flanquearías y atacar por la espalda. Se enviaron naves de la retaguardia y del centro a auxiliar las fuerzas de Doria y Barbarigo. Los venecianos habían combatido con desesperada furia. Barbarigo había caído gravemente herido y su segundo, Contarini, había muerto.

Fue entonces cuando en la Real se dieron cuenta de la ho¡a y del estado del combate. Enípezaba la tarde y el cañoneo había amainado. El Uchali, con un puñado de galeras, había logrado escapar mar afuera.

Requesens y Colonna vinieron a la Real. El estruendo de los disparos había cesado y lo único que llegaba era el crepitar de los incendios y el clamor de la tropa.

Atropelladamente todos comentaban hechos y aspectos del combate. Todo a la vista era horrible. Velas y maderos ardiendo, barcos escorados o semihundidos, confusa mezcla de galeras cristianas y turcas, victoriosas y prisioneras, pero iguales en daño y ruina.

Se daban órdenes para transportar heridos y remolcar embarcaciones. La soldadesca cristiana entraba a saco en las galeras turcas buscando botín. Don Juan oyó, miró y dijo al fin: «Ante todo demos gracias a Dios». Se dieron órdenes para retirarse a pasar la noche en la ensenada de Petala. Don Juan se fue solo a su cámara. Juan de Soto adivinó lo que debía estar haciendo. Iba a encontrarse con el Emperador.

Soto esperó largo rato y al fin se atrevió a entrar. Lo encontró arrodillado, con la cabeza entre las manos. «Ojalá que lo que hemos logrado justifique este horror.»


Al amanecer la flota dejó la bahía y se enrumbó hacia Petala, en el mar Jónico.

Quedó vacío el golfo con sus esqueletos de galeras, con sus centenares de cadáveres aboyados, mecidos en la onda lenta, que pronto devorarían los peces.

La reunión de los jefes en Petala fue larga y difícil. Después de que cada quien contó su batalla y glorificó su tropa, hubo que pasar a hablar del botín y de su reparto, según las proporciones previamente establecidas.

Dinero, metales preciosos, telas de lujo, trofeos y millares de esclavos a distribuir.

También había aquellos dos muchachos huraños y temerosos que eran los hijos de Ah Bajá. Don Juan los tomó bajo su protección.

Hubo la reconciliación con Veniero. Trajeron al veneciano ante Don Juan. «Hoy es el día de olvidar viejas rencillas.» El veterano lo abrazó sollozando.

«¿Y ahora qué hacemos?» La reláfica larga y detallada de los comandantes revelaba el estado lamentable de las tres flotas. Barcos dañados, armamentos agotados, muchos heridos y muertos, vituallas y pertrechos escasos, cansancio y aquel callado deseo de terminar con la horrible prueba. Algunos pensaban que se debía proceder de inmediato a ocupar puertos y tierras del Turco, llegar a la costa de Levante, liberar Chipre y Malta, acaso bloquear Constantinopla. ¿Cómo y con qué? Había entrado el tiempo de invierno con sus tormentas más temibles que una batalla. «Parecemos una tropa derrotada.» Habría que retirarse, dejar al Turco rehacer sus fuerzas y volver en la primavera.

«¿Para recomenzar todo? ¿Qué hemos hecho?» Se debatían entre el orgullo y la razón.

Si no hubiera sido tan tarde, si se hubiera llegado en el verano, hubieran podido ocupar las tierras inmediatas y esperar refuerzos para invadir los puertos turcos. Los más jóvenes se desesperaban. «¿Qué hemos ganado entonces con esta gran victoria? ¿Nada va a cambiar con ella? El Sultán retiene sus posesiones mal habidas, se rehará su flota y dentro de un año habrá que volver a librar otra batalla.» Había los más maduros que se consolaban. «Hemos ganado una inmensa victoria. No ha habido un triunfo naval comparable. Pero mañana cuando hayamos regresado a nuestras bases nos vamos a dar cuenta que todo habrá que recomenzarlo.» Pero había la victoria, se había derrotado al Turco por primera vez. Los aguardaba a todos la celebración del triunfo. Desfiles, Te Deums, coronas de laurel, recompensas gloriosas. Habría que reunir la flota de la Liga de nuevo en la nueva primavera para reconquistar los reinos perdidos de la Cristiandad..-Habrá que recomenzarlo todo.» La dispersión era mesitable. El mismo día comenzaron a salir naves ligeras para llevar la gran noticia. Después en puerto se irían encendiendo fogatas de alegría.

Fue largo y triste el recuento de los muertos. Cada quien nombraba los suyos. Muertos en la lucha, desaparecidos Cli el mar. Capitanes. oficiales y luego, sin nombre, los números aproximados dc los soldados y la chusma.

«¿Sabes lo que pienso?», dijo Don Juan a Soto cuando estuvieron solos, «pienso que he nacido hoy. No porque haya logrado escapar de la muerte, sino porque es a partir de ahora que se isie sa a reconocer en mi verdadero ser. Es ahora cuando voy a ser yo Hablaba como si estuviera solo: «,\hora podría volver a Yuste a buscar al Emperador para decirle que puede estar contento de mí. Pareció despertar. «Divago.

¿Qué nos aguarda ahora? La aclamación del mundo, señor.«El secretario anticipaba lo que iba a ser el regreso a España. Nunca se habría visto nada semejante. Las ciudades volcadas a las calles, las muchedumbres enloquecidas de admiración y gratitud. el rey.

Mientras las naves españolas navegaban hacia Messina. la prodigiosa noticia se fue expandiendo lentamente por puertos y ciudades. A los diez días en Venecia, a los quince en Roma. mes y medio más tarde en Madrid. adonde la llevaría el Maestre de Campo, Don Lope de Figueroa. para detallaría en todos sus aspectos al rey. Llegaba a las ciudades para lanzar las gentes a las calles y poner a volar las campanas. Aglomeraciones, desfiles, ceremonias, regocijo desbordado. Y un nombre en todas las bocas, el suyo.

De las catedrales enormes. de las iglesias. de las capillas de aldea, empezarían a salir a la calle las Vírgenes, los Cristos. los Santos en procesión, flotando sobre la muchedumbre como galeas perdidas.

Al llegar a Messina, mientras la Galera Real atracaba y todo el espacio se iba llenando de barcos cristianos y cautivos, el gentío enfebrecido llenaba calles y dársenas.

Sonaba el cañón, clamoreaban las campanas. se oían clarines y tambores. La oleada humana lo alcanzó, rompiendo filas y empujando guardias. Lo llevaron a la iglesia.

Todos querían verlo y tocarlo. Le anunciaron una recompensa de 30.000 ducados. Inmediatamente dijo que los repartiría entre los soldados.

En los días sucesivos llovieron mensajes y mensajeros Se le comparaba con Escipión y Julio César. El Papa evocaba las palabras del Evangelio: “Vino un hombre enviado por Dios, llamado Juan”. Le ratificaba el ofrecimiento del primer reino que se ganara del Turco. Le escribía el duque de Alba y lo cubría de elogios. García de Toledo le anunciaba que sería el libertador de Jerusalén.

Poco después, secretamente, se presentaron unos emisarios griegos. Los recibió.

Eran personalidades de Albania y Nlorca que venían a ofrecerle, en nombre de todos los cristianos, reconocerlo como juez una vez que se hubieran liberado de los turcos.

Seria rey de Grecia. Agradeció sobriamente y prometió escribir al rey, su hermano.

Ya en diciembre llegó la primera carta de Felipe II. Lo felicitaba por el gran triunfo.

Le decía en palabras. «He sabido de la gran victoria por vuestra carta y por el relato de Don Lope de Figueroa. Quedo gratamente complacido. «Y si a vos, después de Dios, han de darse, como yo ahora, el honor y la gratitud por ello, algunas gracias se me deben también a mí, porque se ha llevado a buen término tan grande negocio por persona tan próxima y tan querida para mi.» No era eso todo, luego venia la insólita negativa: «Con respeto a vuestra venida aquí este invierno ya se os habrá informado de la orden que se os ha enviado de invernar en Messina. Invernar en Messina, no ir a España con su nueva y resplandeciente gloria, quedarse en aquella lejana isla atendiendo asuntos que cualquiera de sus segundos podía resolver, sin darle la oportunidad de que la Corte lo recibiera como lo que ahora era, el vencedor de Lepanto. Era una orden para un jefe de guarnición. «Eres mezquino y pequeño, rey Felipe, no quieres nada para los otros, todo para ti.» Se franqueó con Juan de Soto. No debía ser el rey solo, allí andaba una intriga torva contra él, no debía ser Ruy Gómez, hombre más generoso y leal, que siempre se había mostrado su amigo. Le venía la figura de Antonio Pérez, tan zalamero, tan falso, tan torcido en sus intenciones.

Tuvo que escribir al rey sobre el ofrecimiento del reino de Morea y Albania. No lo sorprendió la respuesta. No se oponía al ofrecimiento, pero no era todavía la ocasión, había que tener en cuenta los intereses de Venecia en la región. para terminar aconsejándole que entretuviese a los Embajadores «pues podría venir ocasión en que se lograse su buen deseo».

Con aquel frío lenguaje de escribano lo condenaba a no ir a España y permanecer en Messina como en un destierro en espera de mejor ocasión para darle un reino. Ni siquiera había tenido el gesto de reconocerle el tratamiento de Alteza. «No hay que esperar nada.» Terminaba el otoño. Los representantes de la Liga estaban reunidos en Roma. Los correos traían el eco de los juegos de intenciones y astucias. Detrás de las propuestas asomaban otras intenciones y nuevas codicias. Pasaban días en el cómo y dónde de la próxima salida. Se discutía sin término y, a veces, se desembocaba en agrias acusaciones.

«Estoy viviendo en tres tiempos y en tres lugares distintos», le había dicho a Soto.

«Aquí, donde poco puedo hacer, oyendo quejas, protestas de soldados y amenazas de motín, sin recursos y sin planes. En Roma, donde se va a disponer, sin mi participación, lo que tengo que hacer. La decisión es de ellos, pero la responsabilidad es mía; y también en Madrid, donde no me quieren ni ver. Lo que se resuelva, cuándo se resuelva y cómo se resuelva lo voy a saber tarde, como siempre.» Había mandado a construir una nueva Galera Real, con la vieja popa y las pinturas alegóricas de la maltrecha. Supersticiosamente sentía que ya no seria aquélla la nave del triunfo.

Escribía continuamente pidiendo informes y reclamando prisa. En Roma se debatía. Los venecianos querían una acción rápida y concertada contra los restos de las fuerzas del Sultán para destruirlas definitivamente. «No se ha ganado nada, Soto, es ahora cuando habrá que completar el triunfo.» El Vaticano proponía una acción diplomática para lograr la incorporación de los franceses, los portugueses, los alemanes y hasta los polacos. «Esa no es sino una manera de perder tiempo.» El rey opinaba que se dirigiera la campaña contra Túnez y Bizerta. «Eso no le interesa a los venecianos y muy poco al Papa.» Juan de Soto lo veía desesperarse. Noche y día elucubraba planes. Le llegó a escribir al viejo García de Toledo presentándole un plan desmesurado. Atacar a Túnez y Bizerta en marzo, volver en abril a Levante para desbaratar finalmente a los turcos y, luego, sitiar a Argel en agosto. Soto movía la cabeza dubitativamente.

«Algo hay que hacer y pronto. No va a quedar nada de Lepanto sino la fama. Cada día disminuye y se va deshaciendo lo que creíamos haber ganado. El Sultán rehace su flota. Cuando salgamos, si es que salimos, en primavera o Dios sabe cuándo, habrá que recomenzar todo de nuevo.» En la espera el rey nombró a Requesens, que estaba en las conversaciones de Roma, virrey de Nápoles. Era como otra muerte de Quijada. Le llegó el rumor de que podrían nombrar para ser su segundo en el comando a García de Toledo. Se contentó: «Lástima que no tenga veinte años menos«. El viejo marino se excusó. El asma y los años lo tenían atenazado.

Lo que le llegaba de Madrid era cada vez más vago y lejano. Antonio Pérez continuaba escribiéndole con afecto y admiración, pero no sentía verdad debajo de aquellas palabras tan volanderas. Todos lo recordaban, todos lo admiraban. No se hablaba de otra cosa que de su gran gloria y de los nuevos triunfos que iba a obtener en la próxima campaña. Todos aguardaban con impaciencia su regreso. «¿Todos?» Lo que vino a resultar de la reunión de Roma fue la orden de emprender una nueva campaña en Levante. Se reunirían las tres flotas en Corfú en marzo. Saldrían en busca de los turcos y Don Juan decidiría los lugares que iban a ocupar. Había cerca de 300 galeras, galeazas y naves, 32.000 hombres y 500 caballos.

«Mi destino parece ser tener que recomenzar siempre.» «Cada día que pasa tiene más galeras el Sultán, más soldados en los fuertes, más pertrechos y vituallas, mientras que nosotros aquí no hacemos sino mendigar y esperar lo que nunca llega.» «No es verdad que viva en tres sitios, Soto. vivo en uno solo. En este puerto olvidado en la boca del estrecho, en la bisagra de dos mundos, sin poder decidir y mucho menos hacer nada.» «Ahora recibo noticias de que han designado al duque de Sesa para sustituir a Requesens. Hubiera preferido a García de Toledo, con todo lo viejo que está. «Continuaban llegando rumores. Las cosas con Francia no marchaban bien. Los hugonotes buscaban un conflicto con España. Podía ser una incursión en la frontera de Flandes. Una galera francesa cargada de campanas había salido de Marsella para Constantinopla. Bronce para los cañones de Selim.

Los venecianos enviaron sus fuerzas a Corfú. No aparecieron las del Papa. Más tarde llegaron las noticias de que Pío V estaba de muerte. Se moría el Papa que había dado tan decisivo apoyo a la Liga y todo dependía ahora de lo que podría pensar el desconocido sucesor. Murió Pío V. Rápidamente eligieron a Ugo Buencompagni para el trono de San Pedro. Se proclamó Gregorio XIII.

Lo que vino en los primeros mensajes de Roma era como el eco de la voz de Pío V. El nuevo Papa elogiaba y bendecía a Don Juan. Con acento profético le renovaba la promesa de la victoria. Le renovaba también la promesa del trono. En la reconquistada costa griega los cristianos redimidos constituirían un nuevo reino, para que volviera la gloria de los Cruzados y de Bizancio. Seria rey por propio derecho. Ya no habría más vacilaciones de tratamiento, ni Alteza, ni menos Excelencia, Majestad entre las Majestades, por derecho de conquista y de sangre, tan rey como Felipe.

Los venecianos se impacientaban en su larga espera en Corfú. No llegaban los pontificios, ni menos los españoles. No ocultaban su enojo: «Es lo malo de tratar con rey tan poderoso». Enviaban mensajeros, pero ninguna decisión llegaba de Madrid. «Se va a perder también este año.›~ Poco a POCO fue sabiendo las causas aparentes del retraso. Carlos IX de Francia. enredado en su larga lucha con los hugonotes, parecía buscar una salida al conflicto interno con una nueva guerra con España. Algo se filtraba en la correspondencia de Antonio Pérez. «Las cartas de Antonio hay que leerlas al revés y al derecho para poder entenderlas, para saber lo que dice para no decir.» Había también la posibilidad de un apoyo francés hugonote a los rebeldes de Flandes. «Ahora el rey está embargado con Flandes y Francia y lo nuestro pasa a segundo término.» Lo que le llegaba oficialmente era que convenía no comprometer la flota en una campaña lejana, porque podía ser necesario dar apoyo en Milán o en Flandes. «Es mentira, puro pretexto; no podríamos llegar nunca a tiempo. Vamos a quedar aquí inmovilizados perdiendo el tiempo y la paciencia.» Al fin llegó el duque de Sesa. «Mi tercer tutor.» Con él habló del peligroso retardo.

Volvió a escribir a Madrid. También se sumaba el nuevo Papa al reclamo. Había las naves, los recursos y los hombres, pero no llegaba la orden de salida.

Soranza, el jefe veneciano, vino a Messina. No ocultaba la ira de un hombre que se sentía engañado. Llegaba julio. Hubo que demostrar a Soranza que el retardo no era por motivos de artero disimulo para no ir a Corfú y atacar más bien a Túnez. Tampoco habían llegado con Sesa los refuerzos.

Escribía a Granvela en Nápoles, a Zúñiga en Roma y a Requesens en Milán. ¿Qué podían hacer ellos? Todo dependía de lo que finalmente se decidiera en aquella alcoba del Alcázar de Madrid. De lo que algún día Don Felipe quisiera decirle a Antonio Pérez o escribir al margen de algún informe que se había quedado en su mesa por largos días.

A ratos sufría arrebatos de exasperación. «¿Qué clase de jefe soy? Un títere, un general sin mando, el jefe impotente de una empresa olvidada de la que el rey ni se acuerda.» La insoportable duda lo llevaba a elucubrar posibilidades. «El rey no actúa solo, hay otros interesados en que esto fracase.» Las cartas de Pérez seguían siendo promisorias. «De un momento a otro», «pronto», «hay que esperar todavía un poco›. «Su Majestad tiene mucho interés en esta empresa».

Lo que vino al final fue una orden contradictoria e incompleta. De inmediato no saldría la flota para Corfú; por el momento se limitaría a enviar un destacamento con Gil de Andrade para calmar a los venecianos y a los pontificios. «Nadie se va a engañar con esto, es una burla.» Vio salir el escuadrón de barcos y se sintió como un desertor. En la rada quedaron las más de las galeras y la nueva capitana, llena de lujos, gallardetes y dorados, pero amarrada al muelle.

Vino la orden, más desesperante todavía, de moverse a Palermo. «Esto parece más bien una retirada.» Entró al puerto de la ciudad entre vuelos de campana y salvas de cañones. «Para esto he quedado.» Un día fue a la catedral a visitar la tumba del Emperador Federico. Se separó de los acompañantes y se recogió ante el gran bloque de pórfido rojo. «Stupor mundi«, murmuró entre dientes. Salomón y Carlomagno en la misma persona. Ese no esperaba órdenes. Supo cada vez lo que tenía que hacer y lo hizo. En aquellos restos sellados por el rojo túmulo había todavía más poder que todo el que a él le había quedado.

También fue a Monreale. El relámpago de oro de los mosaicos bizantinos lo envolvio. Los apóstoles, los reyes, rígidos en sus túnicas blancas, y aquel Cristo Pantocrátor que había sido despojado de sus mares y sus tierras por el Turco. Sentía que aquella figura abrumadora le ordenaba devolverle su mar y sus ciudades, Constantinopla y Santa Sofia. Volver a dar vida a las campanas en las torres mudas. Era a él a quien parecía decirlo, pero no era él quien podía decirlo. Jodo esto pasó y así pasará también lo nuestro.

Los días de Palermo fueron de creciente impaciencia. Las flotas de Colonna y Foscarmni estaban en Corfú. con el pequeño destacamento español. Venían continuas presiones sobre Don Juan. El Papa le enviaba "breves de fuego" y él tenía que responder con evasivas. Era en Madrid donde tenían que decidir. El rey Felipe. con su cautela adormilada, seguía los sucesos de Flandes. El duque de Alba había tenido buenos resultados militares, pero con ello se había exacerbado la presión de los protestantes ingleses, franceses y alemanes.

Llegó agosto. Caliente, tardo, lento. La noche de San Bartolomé en Paris, la reina madre Catalina, la madre de Isabel de Valois. con su hijo el rey Carlos IX había organizado una espantosa matanza de hu2onotes. Una cacería salvaje por calles y casas. Desde las ventanas del Palacio se disparaba contra los fugitivos. El almirante Coligny había caido.

Había cambiado la situación. El Papa ofreció un Te Deum. Se percibía que la actitud de Madrid iba a cambiar también. Cuando llegó el mensajero y tuvo en la manos la orden (le partida de la flota tuvo un primer ímpetu de alegría, pero luego se dio cuenta de todos los daños que había ocasionado el largo retardo.

Finalizaba agosto y se acortaba el verano. Se iba a volver a la situación lamentable del año anterior. Se había llegado a Lepanto cuando ya estaba pasando la temporada de hacer la guerra del mar. Ahora también se iba a llegar demasiado tarde. Había visto en los palacios italianos la imagen de Cronos con su barba blanca y su reloj de arena en la mano. Era ése el enemigo cierto. Las largas esperas inútiles del tiempo perdido. «Estamos condenados a llegar tarde."

Salieron al fin hacia Corfú; la travesía fue tranquila. Avanzaban bajo los cielos grises, con los vientos fríos y los mares agitados de la otra vez. Recordaba las angustias de entonces. Había sido un camino de sorpresa. pero ahora no era sino la tardía llegada a un punto de reunión.

En alguna parte se concentraba la Ilota enemiga. La comandaba El Uchali. el nialdito tiñoso que había logrado escapar de la batalla. Sobre las cartas, o con la mano extendida hacia los horizontes marinos, se señalaban los posibles rumbos de la flota turca.

Cuando se acercaron a Corfú se dieron cuenta de que no había galeras en el puerto.

Por su cuenta y riesgo, tres semanas antes, Colonna había tomado el comando y dispuesto la salida. «¿Por qué no me aguardaron? A lo mejor ya todo se ha perdido en manos de ese incapaz.«Don Juan bramaba de furia. «Todo me sale mal, Soto, todo.

Parece que hubiera interés en hacerme fracasar, como si pudiera fracasar yo solo y no toda la Cristiandad.«Soto trataba de calmarlo. «No creo que Colonna y Foscarini hayan arriesgado una acción decisiva.«Entonces, ¿para qué salieron?" Despachó embarcaciones para ordenarles el regreso.

Tardaron días en volver. Cuando Colonna llegó a la cámara de la Real se asustó de ver el estado de furia en que estaba Don Juan. Lo recibió a gritos y amenazas. Hablaba de insubordinación, de mala fe. «¿Con qué autoridad han podido hacer esto? Menos mal que no encontraron al enemigo.» «Se ha quedado usted corto en la lealtad. «Fue bochornosa la escena. Más tarde, con mucho desdén por el romano, se pudo sosegar lo suficiente para reunir el Consejo y decidir la acción que debían realizar. Se resolvió salir hacia el Golfo de Corinto.

Llegaron noticias de que la flota enemiga se había refugiado en el puerto de Modón, en Mesenia. "Allí iremos a buscarlos.» Asomaron a la boca del puerto y vieron la flota de El Uchali tendida al fondo en posición de defensa. Era y no era como la situación de Lepanto. La flota del liñoso permanecía quieta y alerta, como a la espera.

Estaba agazapada junto a la costa, al amparo de los cañones de las fortalezas de la entrada. Se intentó provocaría inútilmente. El cañoneo de las fortalezas hizo muchos daños en cada tentativa. No se iba a repetir Lepanto. Les llegó entonces la información de que cerca, en el puerto de Navarino. estaban unas 80 galeras turcas. Se hizo el plan de desembarcar, tomar la fortaleza, someter el puerto y marchar por tierra a Modón, para luego atacar el grueso de la flota turca por tierra y por mar.

Se luchó desesperadamente, trepando por los acantilados, sin poder alcanzar la fbrtaleza. Era el 7 de octubre. Un año de Lepanto. Era a la vez un estímulo y un peso.

Pero no parecía que se iba a repetir. "Si Ah Bajá no sale, no hubiera habido batalla."

Fueron inútiles y costosos en vidas los esfuerzos para tomar el fuerte; no se logró penetrar en Navarino. Protegida por los cañones de la costa la flota turca permanecía en espera.

Fue duro tomar la decisión, pero al fin no hubo más remedio. «No podremos permanecer aquí, mar afuera, muchos días.» Se fueron alejando de la costa arrastradamente y con mucho callar. Hubo Consejos de recriminaciones y querellas.

Apenas habían atrapado irrisoriamente algunas galeras turcas en mar abierto y tomaron la de un sobrino de Barbarroja. Cercada la galera. los galeotes cristianos golpearon con un remo al jefe turco, que cayó entre ellos y, a dentelladas, pasándolo de bancada en bancada, lo destrozaron.

En Corfú se dispersó la flota. Todos tenían la sensación de que ya no se volvería a juntar. Llegó a Messína sin fanfarrias ni arcos de triunfo. Pasó silencioso ante su propia estatua y releyó con despecho la inscripción en lápida romana: "loannes Austrius, Caroli V Imp.Filius. Philippi Regius Frater.Totius Clasis Imperator “. En la soledad de la alcoba le dijo a Soto, como si se arrancara un pedazo de piel: "Un castillo de arena en la playa es lo que ha quedado de la victoria de Lepanto. Nada.

Ni tierra, ni reinos. Las intrigas y las rivalidades pidieron más. Debe haber muchos que están contentos de que haya sido así. Ya no le estorbo a nadie. Se acabó Lepanto.

Se acabó Don Juan de Austria".

»Vamos a perecer.» La galera daba saltos y vuelcos sobre el oleaje desatado. Era lo que Don Juan se decía sin atreverse a repetírselo al duque de Sesa que, a su lado, agarrado con fuerza a maderos y cables, seguía la desesperada maniobra de la tripulación. Las olas saltaban sobre la borda y llenaban el buco. Los galeotes remaban con el agua al pecho. "Seria triste terminar así.» Llevaban días de rodar en el mar desatado.

Cerca se veían las costas de Italia y no lejos debía estar Nápoles. Soldados y remeros imploraban sus Santos, promesas de peregrinaciones y penitencias.»No es a Nápoles, sino al infierno que vamos.» Restallaba el látigo sobre los lomos de los galeotes.

Después de varios días de acercarse y alejarse de la costa amainó la tormenta y resolvieron pasar en un bote a la costa más cercana.

Al pisar tierra cayeron de rodillas.»Ha sido un milagro.» En la primera población hallada les prestaron ayuda y en dos jornadas estuvieron en Nápoles. Nunca antes le había parecido tan bella.»Hemos vuelto a la vida en el mejor lugar del mundo.» Era un bello día despejado. Prevenidos, el virrey y los altos dignatarios los estaban aguardando. Granvela, solemne y mayestático, los recibió con altiva efusión.

Comenzó de inmediato un torbellino de fiestas y juegos. Misas, banquetes, torneos, encuentros de cañas y de pelota. Nunca había visto tantas mujeres bellas.»Vuestra Reverencia tiene el don de atraerlas.» Granvela le replicó: "Ya soy un viejo. Hay alguien más atractivo y glorioso que yo aquí».

Entre el torneo de la mañana, el banquete de la tarde y el baile de la noche se hablaba a trechos de las cosas serias. Los representantes de la Liga se iban a reunir de nuevo en Roma, volvían a plantearse las viejas cuestiones, dinero, recursos, fechas y el destino de la expedición. Con Soto hablaba de que ésa sería la oportunidad definitiva para decidir la expedición a Túnez. La toma de Túnez era volver a la gloria de Carlos y, y también era la ocasión de fundar el reino. Alegremente Soto lo apoyaba: "Sería la resurrección del África romana, del África cristiana. De Cartago mismo. La gloria de Escipión».

Había música en el aire, cantos y bailes en las calles, teatro, procesiones y arlequinadas. Se pasaba de los milagros a las burlas, todo era pretexto para la alegría en palacios y en plazas. Nunca había visto tantas mujeres vistosas y risueñas. Se hablaba de aventuras secretas, de bufonadas de alcoba, de maridos engañados, de las más complicadas intrigas del deseo. "Hay más fuego en estas gentes que en el Vesubio", le había dicho un viejo libertino de muchos cuentos. Cada mujer hermosa tenía un marido, generalmente viejo, y uno o más amantes poco secretos. Eran interminables los líos amorosos que se contaban del Cardenal Granvela.

La primera mujer que tuvo fue fácil. Curiosa. mansa. dispuesta. "Así son todas."

Las fiestas desbordaban de bellas mujeres, casi niñas, jóvenes, maduras, rubias, de pelo negro, blancas resplandecientes, mates, con aquel tono de promesa de su cálida palabra.

En las vastas salas, entre las columnatas de mármol, se disponía la larga mesa del banquete. Era una marejada de voces, risas y colores. Sedas espejeantes. tocas de pluma.

rojas dalmáticas, jubones verdes y azules, chorreras de brocado filigranado de oro.

altaneros perfiles, barbas blancas, hábitos de púrpura y toda la parlería de mujeres gesticulantes entre los hombres absortos, iluminados los rostros, los ojos diciendo cosas secretas y los senos plenos desbordando de los escotes. Olía a incienso y ámbar. Los criados desfilaban llevando en alto bandejas de faisanes emplumados, ristras de capones, costillares de jabalí, perdices estofadas, corderos enteros, que colocaban entre las desbordadas cestas de frutas y las labradas tortas piramidales. Hasta aquellas extravagancias sorprendentes, como el gran pastel que traían en andas y que, una vez puesto sobre la mesa, al abrirlo con el cuchillo el maestresala, brotó una banda de palomas que revoleteó sobre la cabeza de los invitados, o aquel timbal de plata rodeado de hielo de las montañas que contenía una crema helada que se deshacía en la boca, con el doble placer del sabor y la frescura, de la que había oído hablar con nostalgia, en Madrid, a la reina Isabel de Valois.

Resplandecían los platos de oro. De altas jarras de cristal caía el vino sobre las copas labradas. En el centro los músicos tocaban pavanas, gallardas y chaconas. 'lodo se mezclaba y fundía, voces, cantos, música, colores, formas. movimientos. La mujer que estaba al lado estaba sola con el hombre que la asediaba. Entraban payasos, volatineros, prestidigitadores, domadores de perros y bailarinas de pandereta y cascabeles.

"Este es un torrente que arrastra", decía Juan de Soto. "Yo sé que hago mal, Juan, pero todo esto es tan grato, tan diferente de todo lo que ha sido mi vida. que me dejo arrastrar. Ya habrá tiempo para lo otro.» Un día encontró a otra mujer sobrecogedoramente bella, "la piu bella donna di Napoli». Diana Falangola era bella y lo ostentaba. Don Juan la persiguió ávidamente.

Era rica y su padre era hombre importante en la ciudad. No fue fácil. "Lo que Vuestra Alteza me puede ofrecer o es demasiado, o es demasiado poco." Para ella organizó fiestas, torneos, corrió cañas e hizo prodigios en la pelota. Ella lo seguía con deslumbramiento.

Llegó a organizar una corrida de toros para lucir las habilidades que había aprendido en las ferias populares de la Tierra de Campos. Con otros caballeros corrió a un toro grande y peligroso, lo hirió con el rejón y luego echó pie a tierra, espada en mano, esquivando las embestidas con una capa, lo acuchilló y le cortó la cerviz. Esa misma noche, gracias a la complicidad de un criado de la casa, vestido de mujer, llegó hasta la alcoba de Diana. La joven, asustada, trató de resistir. La fue calmando, cada vez más cerca y más acariciante. En lo que terminó por ser un silencio torpe se besaron, rodaron en la cama y terminaron fundidos en el estremecimiento del paroxismo.

El frenesí de gozos iba acompañado de remordimiento. ¿Qué estaba haciendo? Llamaba con frecuencia a Fray Miguel Servia para que lo confesara. El fraile sentía la sinceridad del arrepentimiento:»No quiero, pero no puedo impedirlo. Es más fuerte que yo». "La más difícil lucha que todo hombre tiene es la de vencerse a si mismo.» A veces se retiraba por días en un convento. Oía consejos píos. El fraile le hacía largas prédicas conmovedoras. Le explicaba quién era y qué debía a su propia persona y rango.

Era un héroe. Debía ser un ejemplo. "Las faltas en los grandes son más de lamentar, porque para todos deben ser un ejemplo.» Hablaba de Alejandro y sus pecados, de Marco Aurelio y su rectitud, y se alargaba en consideraciones morales. «Hay que respetar a las mujeres. Nuestro Señor las redimió también y la Virgen María les dio una dignidad celestial.» Le hablaba de la maternidad. «Toda mujer es nuestra madre.» Ese día cortó bruscamente la plática. Tenía dos madres, la que había conocido, la tierna y sufridora Magdalena de Ulloa, y aquella otra que nunca había visto, Bárbara Blomberg. Apenas podía imaginarla vagamente. La imagen que tenía de ella estaba en abierto contraste con la de Doña Magdalena. Vivía en Flandes y no santamente.

La evocación ingrata reaparecía con frecuencia y trataba de desecharla.

El joven conde Aurelio, capa de grana, jubón verde, toca de pluma, botas altas, espada al cinto, recorría la escena recitando su arrogante baladronada. Mujeres de todas clases desfilaban en su atropellada enumeración hasta hacer reír a las gentes. Princesas, condesas, burguesas, criadas, campesinas, habían sido suyas e iban a ser suyas.

Fray Miguel Servia había llevado a Don Juan a la presentación de aquel Auto en el atrio de una iglesia de barrio. «Amore», «piaccere», «donne», «ragazze», «cuore», iban y volvían en las rimas. A todas las había engañado y las podía engañar. Ahora se dirigía a Leonora, novicia de convento, que asomaba tímida y vacilante. Permanecía callada ante el torrente de apasionadas promesas. Junto a la silla con dosel que habían puesto para el príncipe, el padre Servia atisbaba sus reacciones. Don Juan se daba cuenta.

Cuando Aurelio se lleva a la aturdida Leonora, salta a la escena, espada en mano, un hermano de ésta. Se cruzan las espadas y las voces. "Sacrílego», "enviado de Satanás», «mi noble y santa hermana», borboteaba la voz del vengador Aurelio, entre golpes de espada, hacía mofa. «Para ella ha llegado el amor»; «le voy a enseñar la vida», «capón de sacristía». «¿Quién soy? Un hombre y una mujer.» Los espectadores acompañaban la violenta escena con sus rechiflas e improperios. Hasta que caía herido de muerte el hermano de Leonora y antes de expirar anunciaba al raptor la venganza divina.

La escena culminante era la del castigo de Dios. El conde Aurelio llega en la noche al panteón de los padres de Leonora. Reconoce las estatuas fúnebres y las increpa con desprecio. Se oyó un eco de asombro cuando la estatua del padre se mueve, habla invocando la venganza del cielo, desciende lentamente del zócalo y con sus brazos de piedra aprieta hasta asfixiar al disoluto. Se oyen ecos de trueno.

A la salida le dijo al confesor: "No se preocupe, padre, que no es mi caso y no lo será nunca».


Hizo el viaje a Aquila, cerca de Roma, donde residía Margarita de Parma. Nunca la había visto pero por largos años había mantenido una asidua correspondencia con ella. Era hija del Emperador, como él, hija de una mujer simple, como él, pero con la gran diferencia de que desde el primer momento había sido reconocida por su padre y tratada como princesa. Se había casado dos veces, primero con un Médicis, que duró poco, y luego con un Farnesio, el duque de Parma, hijo del Papa. Nada tenía de España, era una alemana de aspecto y de costumbres. Sabia de la buena gobernación que había hecho en los Países Bajos hasta que llegó el duque de Alba. Aquella mujer, a la que nunca había encontrado, era lo más próximo que tenía. De allí arrancaba un fondo de mutua atracción. Oía con gusto las anécdotas en las que ella aparecía como astuta, firme, segura de si misma. Tenía un retrato vivo de ella y de sus gestos al través de su hijo Alejandro Farnesio. Un profundo y sensible vinculo lo había unido con aquel joven espléndido desde los días de Alcalá. Sin embargo, era en ese punto donde se detenía con frecuencia, no había sido desconocida nunca, no había sentido el rechazo de los grandes. «Cierto es que el Emperador no se había casado todavía cuando ella nació.» La misma quijada, la misma boca caída.

La reconoció en la puerta del castillo, en medio de sus servidores. Era aquella mujer maciza, vestida con un traje negro casi talar. Al acercarse la miraba con fijeza. La postura, los gestos, los movimientos de la cabeza cubierta con una pequeña toca monjil con un delgado hilo de perlas. Tenía mucho de hombruna. La voz era recia y cortante.

Desmontó y corrió a saludarla. Se besaron efusivamente. Los ojos autoritarios y los brazos firmes lo cubrieron. Buscó en su cara aquellos rasgos de los retratos de Carlos V. No se parecía pero, sin embargo, mucho tenía de él. Aquella cara hombruna, aquel labio grueso descolgado. Más tarde le oyó decir: "Eso lo heredamos de los Borgoña, no de los Austria». Buscaba en ella la traza del Emperador. «Señora, siento mucha emoción.» No había podido decir otra cosa. Más que oírla la penetraba con los ojos.

«Todo lo que me habían dicho de Vuestra Alteza resulta poco." "Eres hermoso como el ángel de la guerra», dijo ella.

La primera larga conversación fue sobre el Emperador. Ella lo había conocido. «Te doblo la edad y recuerdo muchas cosas que no pudiste haber conocido.» La princesa Margarita se había criado en la Corte de Flandes con las hermanas y las tías del Emperador. No había habido Leganés ni Villagarcía para ella.

En los días sucesivos, entre las fiestas, las visitas y las excursiones, hallaban la manera de quedarse solos y hablar sin término. Llegaban visitantes de Roma y hasta de la costa adriática. Era una pequeña corte de recuerdos y de anuncios. Se hablaba del Emperador, del rey Felipe, de Lepanto, de la próxima campaña contra el Turco.

Más era lo que eludía él que lo que se atrevía a confiar.

Sólo con ella la situación era distinta. Le habló de sus desazones de Madrid, de la actitud esquíva del rey. «Con todo lo que he hecho me mantiene lejos. No me ha dejado volver. hay un muro invisible pero cierto que me impide acercarme a él. A veces pienso qures mezquino.» «Entre lo que el rey quiere y lo que el rey dice, entre lo que realmente sabe y lo que le llega, entre lo que ordena y lo que se cumple, hay mucho trecho y cucho cambio. Todos los que alguna vez hemos gobernado lo sabemos."

En algún momento se atrevió a decirle: "Mi madre se ha convertido en un gran problema». En ces años de Gobernadora de Flandes Doña Margarita había sabido de Bárbara Blombesg. Tropezando y vacilando habló de Piramus, el marido de Bárbara, del hijo sobrevi'iente de ella, a quien no conocía. «Tan hermano mío como yo lo soy de Su Majestad.De su viudez despreocupada, de tentativas fugaces de nuevo matrimonio. El escándalscontinuo que todos los malquerientes hacían de su conducta en Flandes. Se negaba ir a España y menos a un convento.

«El mal, Juan de Soto, viene de querer vivir su vida. La de ella, la tuya, la mía.» «Después de Granada se me dio otra tarea más difícil. Después de Lepanto no ha habido para mi sino alejamiento y desdén. Ahora mismo están reunidos en Roma los representantes dc la Liga para decidir la campaña de este año. No sé adónde pero sé que será tarde, con recursos incompletos, ¿para qué?» Hablaron del reino prometido por Paulo V y rectificado por Gregorio XIII. «No habrá reino, señora. Lo que era del Turco sigue siesclo de él. Quedaría Túnez, si es que deciden que vaya allá. El Papa estaría de acuerdo, pero nada es seguro. Voy a quedar para rey de los locos, como lo hacen en el carnaval.» Doña Margarita tenía sus ideas muy seguras. «Ya el turco no es el mismo después de Lepanto. Eso lo sabe bien el rey. Lo que le importa más que todo, ahora y siempre, es Flandes.» Hablaba sin parar sobre la situación de aquellas tierras divididas y revueltas. «No es una lucha, son cien luchas mezcladas. No se puede ganar por las armas. Alba ha tenido mucho éxito contra Guillermo de Orange, pero la situación fundamental no ha cambiado. No se logrará dominar a Flandes por las armas. Habría que derrotar también a los herejes ingleses y su reina malévola, a los hugonotes franceses y a los luteranos alemanes. Es desde afuera que se alimenta el conflicto de Flandes. Yo lo padecí por años y lo conozco bien. No habrá paz ni por el entendimiento ni por la guerra.» «El emperador era su señor natural, lo sentían de ellos, con el rey es distinto. Lo ven como un extraño y casi como un intruso. La verdad es que, por encima de todo, detestan a los españoles.» Habló con disgusto de los errores que según ella había cometido el duque de Ríba. «La muerte de los condes de Egmont y Horne fue una estupidez.» Recordaba con calor cómo se había opuesto inútilmente a aquella repugnante emboscada. «Hice lo que podía por salvarlos, pero fue inútil. Con ese crimen innecesario se le dio una gran bandera al Taciturno y, además, se hizo imposible toda paz duradera.» En uno de esos momentos le llegó a decir: «Tal vez no ahora, pero más adelante, después de que el Turco no sea amenaza, Su Majestad va a pensar en ti para Flandes.

Es casi inevitable. Tienes muchas ventajas: hijo del Emperador, hermano del rey, vencedor en la guerra, héroe de la Cristiandad. Nadie podría representar más». "No, por Dios, no me veo allí. No sirvo para esa intriga atroz.»


Tuvo la humorada de recibirlo. En aquellos días se habían acercado a Aquila muchos visitantes. Cardenales en solemnes mulas, monseñores, príncipes italianos con numerosos séquitos, gente de ceremonia y parabién, hábiles cortesanos muy al día en las intrigas de la política vaticana. Venían de Roma y de más lejos. A veces se fastidiaba y se iba a las partidas de caza o se marchaba de paseo con algunos íntimos. Venían también santeros, milagreros, bufones populares, cómicos con sus retablos, algún domador de osos, algún artista.

Venia de Roma, donde habitaba en el palacio del Cardenal Farnesio. Eso ayudó.

También traía un retrato de Don Juan, una rara semblanza que poco tenía de los retratos que le habían hecho pintores italianos y españoles. Aparecía de tres cuartos, mirando de frente, en una armadura gris muy fría, en la mano derecha el gran bastón de mando, la mano izquierda caía con desgana sobre la guarnición de la espada. La cabeza destocada parecía un poco deforme, los ojos tristes en una larga cara pálida. El fondo no se parecía a nada, ni cortinas, ni paisaje, sino manchas de luz verde, gris, de resplandor de tormenta. "Debo ser yo, pero no me reconozco. Es extraña tu pintura.» Los que lo rodeaban hicieron algunos comentarios jocosos. "Es extraña, pero muy buena», dijo con firmeza. Cuando le había dicho el nombre no logró entendérselo. Doménico y un enrevesado mazacote esdrújulo de sílabas. Tenía aspecto de levantino, ojos negros fijos, color verdoso, barba rala. Las palabras que decía parecían firmes y finales. «Soy de Creta, señor, estoy en Italia estudiando pintura desde hace algunos años. Les resulta más fácil llamarme El Greco.» Cuando después de dar las gracias Don Juan le fue a entregar una bolsa con algunas monedas, la rechazó. «Lo que quiero, señor, no es eso. Sé que el rey de España construye un maravilloso palacio y emplea pintores. Me gustaría ir allá." Alguien apuntó que habían ido ya algunos conocidos pintores italianos. Interrumpió con atrevimiento. «No son buenos.» Era inusitadamente altanera la réplica. «¿Cuáles son entonces los buenos?» Lo que respondió fue aún más insolente.

Afirmaba que ya no quedaban grandes pintores en Italia. "El último vivo es Tiziano, también el Tintoretto, tal vez algún otro. Ahora la pintura tiene que ser otra cosa. Ya no hay mucho que hacer aquí, por eso quiero irme a España. Es allí donde puede bajar la Paloma del Espíritu Santo. Me gustaría establecerme en Toledo.» «¿Has estado alguna vez?» «No, nunca, pero es una de las pocas ciudades del Espíritu que hay en el mundo, de vieja sabiduría santa y oculta. Hay toda una maravillosa pintura que hacer allí.» Terminaba la entrevista. Había otras cosas que hacer. Para irse, Don Juan le dijo: «Te voy a recomendar al rey, recuérdamelo Juan de Soto. En Toledo tengo algunos grandes amigos. Entre ellos el conde de Orgaz».

No era todo zarabanda en Nápoles. La mujer de esta noche, el banquete de mañana, el torneo y el juego de pelota. No había nadie inocente, era un teatro de intriga. En Roma, el Consejo de la Liga había concluido con tres opciones para la nueva campaña.

«Las posibilidades ofrecidas no cambian pero, finalmente, la opción será una sola. No se va a salir a buscar de nuevo la flota turca. No va a ser otro Lepanto. Tampoco se va a ir sobre Argel. Es hueso duro. Queda Túnez. Allí está todavía, después de tantos años, la fortaleza de La Goleta en manos nuestras. Es en el fondo lo que quiere el rey y lo más hacedero.» «Es también lo que quiere el Papa y lo que conviene para vos, señor.» Volvían así a aquel divagar constante sobre el reino cristiano de África. «Desde los romanos el eje natural del poder va de Italia a Sicilia y a Cartago.» «Cerraría el mar de Occidente para los turcos.» «Pero les entregaría el de Oriente. No es eso lo que quieren los venecianos.» Venían los doctores barbicanos a recontarle el remoto cuento de las guerras púnicas, de la provincia de África en el imperio romano. «Llegó a ser una gran provincia cristiana. Hubo concilios que reunieron a cien obispos. De allí salieron Tertuliano y San Agustín.» "Todo eso se perdió con la conquista musulmana.» No faltaba quien añadiera: «Se perdió hace mil años».

La decisión final la tomaría el rey en Madrid. El Papa había ratificado su deseo de establecer un reino cristiano. El mismo interés que mostraba tanta gente que les parecía adversa a su persona lo ponía sospechoso. «Sería ponerme más lejos y más olvidado. Más lejos que en Nápoles y que en Sicilia, para salir definitivamente de mi.

Rey de una fortaleza perdida, constantemente amenazada.

Decidió enviar a Soto a Madrid a hablar con el rey y con Antonio Pérez. Soto le advirtió: «Conozco a Antonio, va a prometer mucho y no va a hacer nada». Tendría que hablar con el rey y plantearle con toda claridad la verdadera situación en la mar.

Partió Soto para la larga ausencia. Con frecuencia le llegaban rumores sobre la actitud sospechosa de Venecia. Se conocía de emisarios y conversaciones de la Serenísima con el Sultán. Podían llegar a un acuerdo separado que les garantizara sus intereses en el Levante. «Seria una incalificable traición. «Ellos pueden verlo como un buen negocio.» Granvela le fomentaba las dudas. «Los venecianos siempre han sido hábiles políticos. En la política como en la guerra es una gran ventaja ocultar las intenciones.» Le explicaba lo costosa que había resultado la guerra para ellos. «Más que guerreros son mercaderes.» Debían estar sacando sus cuentas. Francia y los protestantes tenían metida la mano. «Cualquier cosa es capaz de hacer el rey de Francia por debilitar a España.» Terminaba contándole lances de picardía y engaño con los venecianos.

Los rumores se habían ido acentuando hasta que ya para fines de marzo no se hablaba de otra cosa.

El 7 de abril llegó un mensajero del Dogo. Primero se negó a recibirlo, pero después lo mandó a llamar. El veneciano casi no tuvo oportunidad de dar explicaciones.

Don Juan hervía de furia. «No he conocido felonía más grande. A esta guerra hemos entrado sobre todo por proteger a Venecia. Eran los venecianos las principales víctimas. No era Malta una posesión española.» Lanzaba injurias y evocaba viejos episodios de las campañas pasadas. Recordó los incidentes con Veniero. «Nunca han obrado de buena fe.» «Quien malas mañas ha las pierde tarde o nunca.» Escribió al rey en forma exaltada pidiéndole organizar una expedición para castigar a Venecia.

El mismo día, de manera espectacular, bajó con un gran séquito al puerto, subió a la Galera Real e hizo arriar el estandarte de la Liga Santa. Luego con sus propias manos izó el pabellón de España.

García de Toledo le había escrito, dando en cierta forma razón a los venecianos.

Más podía ganar con el comercio que con la guerra.

Reunió lo que quedaba del Consejo. Estaba claro que la única acción que quedaba era la de Túnez. Santa Cruz era partidario de atacar primero a Argel. Había buenas razones militares.

La ausencia de Juan de Soto lo había dejado sin el interlocutor confiable que tanto le hacía falta. Las tardías cartas no decían nunca lo que hubiera querido saber.

Se refugiaba en el juego de su imaginación, con las imágenes que los demás podían tener de él. Lo que pensaban y no lo decían, lo que estaba debajo de las lisonjas. Lo que pensaban Requesens o Santa Cruz. O Sesa. En el fondo no le debían ver como un verdadero jefe. Había dado grandes muestras de valor y de eso no podían dudar.

Pero les asomaba la reticencia sobre su modo impetuoso de juzgar situaciones. La campaña de Lepanto había estado llena de aquellas respuestas, respetuosas, cubiertas de elogios, pero que en el fondo terminaban en alguna forma de «sí, pero».

Zúñiga y Granvela siempre estaban prestos para el sinuoso asomo de rectificación.

Le hacían ver lo que él parecía no haber advertido. «Es así, pero no exactamente…» Lo que surgía entonces de la cortesana explicación resultaba muy distinto de lo que él había propuesto al comienzo. Nunca terminaba de saber lo que ocurría. Entre lo primero que le llegaba y la última explicación rebuscada había notables diferencias.

Con el mismo Juan de Soto no dejaba de sentir aquel tenue trasfondo de objeción sumisa.

Entre fiestas y retiros en conventos se acercaba el verano. «Va a ser la misma historia de siempre. Saldremos tarde. Ésta es la hora en que todavía no ha decidido Madrid para dónde vamos.» Diana Falangola estaba preñada. Ahora la veía poco pero estaba al tanto de sus malestares y de las disputas en la familia. No era la única que había salido o que había pretendido salir encinta de tantos encuentros más o menos fugaces. Algunas las arreglaba con una bolsa de dinero y con un nombramiento para el padre o el hermano y hasta con un marido de ocasión.

Recordó las conversaciones con su hermana, la duquesa de Parma, en Aquila. «Ríase Vuestra Alteza en leyendo esta carta de lo que en ella quiero decirle. Acuérdese Vuestra Alteza que entre otras cosas particulares me preguntó si yo tenía algún hijo y juntamente me mandó que se lo diera, silo tenía. Respondile que no, besándole las manos por la merced que me quería hacer; dije que presto podría ser lo aceptase. Este presto, señora, casi lo es ya, porque aquí a un mes creo que de muchacho que soy me he de ver padre corrido y avergonzado y digo avergonzado porque es donaire tener yo hijos.

Ora al fin, Vuestra Alteza perdone, que de ellos ha de ser madre como de mi y el que nacerá.» «La que verdaderamente lo parirá es mujer de las nobles y señaladas de aquí y de las más hermosas que hay en todo Italia, que al fin con todas estas partes y principalmente la de la nobleza, parece que podrá sufrirse mejor este desorden.»


En los días d¿ espera le llegó la noticia de la muerte de Ruy Gómez. Lo entristeció.

Presagiaba un cambio. Recordó la figura amable que había tenido tanto poder y lo había usado con discreción. «Era de los pocos en quien se podía fiar.» Recordó a la princesa: «¿Qué hará ahora?» Nadie la veía resignada a un papel de viuda, en lutos y retiros.

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