– No comprendo qué puede haberle pasado a Birna -refunfuñó Jónas, alargando la mano hacia una taza floreada con el brebaje cuya composición acababa de explicarle pomposamente a Þóra. Se trataba de un té de elaboración propia, a base de hierbas de la vecindad inmediata y que, según Jónas, curaba toda clase de males y enfermedades. Þóra había aceptado la taza, había sorbido un poquito con algo de ruido y, a juzgar por el sabor, aquel té debía de ser especialmente saludable-. Me habría gustado que os conocierais -añadió después de beber un sorbo de la infusión y dejar la taza con mucho cuidado sobre el platillo.
Había algo tremendamente ridículo en todo aquello. La taza y el platillo eran finísimos, de exquisita porcelana, con una elegante asita que parecía aún más pequeña en las grandes manos de Jónas. Era lo menos parecido a un hombre de aspecto delicado, ya que poseía una gran corpulencia sin ser gordo, estaba bronceado, y a fin de cuentas era el tipo de hombretón capaz de beberse el café más fuerte directamente de la cafetera cuando estaba a bordo de un arrastrero y, sin embargo, no hacía el más mínimo ruido cuando tomaba a sorbitos un imbebible té de hierbas en una taza de señorita, nada más salir de la clase de yoga.
Þóra sonrió y se acomodó en la silla. Estaban en el despacho de Jónas en el hotel, y le dolía la espalda del largo rato que se había pasado conduciendo hasta llegar allí. El tráfico de viernes era muy denso, e incluso se vio empeorado porque había tenido que llevar a los chicos a casa de su padre, en Garðabær, al salir de la ciudad. Los coches avanzaban a paso de tortuga y daba la sensación de que todos los habitantes del área metropolitana de la capital iban en la misma dirección. Aunque aquel fin de semana, en realidad, no le correspondía, Hannes le había pedido que hicieran un cambio pues el fin de semana siguiente tenía que ir al extranjero a un congreso médico y no podía quedarse con los niños. Þóra había decidido, sin la menor vacilación, tomarle la palabra a Jónas y pasar el fin de semana en el hotel new age de Snæfellsnes. Tenía intención de aprovechar la ocasión para desconectar, darse unos masajes y aprovechar el relax que Jónas le había prometido, aunque el objetivo del viaje era quitarle de la cabeza la idea de reclamar una compensación por las apariciones fantasmales. Þóra quería terminar lo antes posible la conversación, para poder irse a su habitación a echar una siestecita.
– Ya aparecerá -dijo Þóra al aire, no sabía nada sobre aquella arquitecta, la mujer bien podría ser una alcohólica compulsiva que anduviera tirada por allí y que no se dejaría ver en un par de semanas.
Jónas resopló.
– No es propio de ella, íbamos a repasar los bocetos para el edificio nuevo esta mañana. -Rebuscó entre unos papeles que había encima de la mesa, visiblemente irritado con la arquitecta.
– ¿No habrá ido al pueblo a algo? -preguntó Þóra, esperando que no siguiera hablando de aquella mujer. Los dolores de la espalda, debidos al cansancio, estaban extendiéndose a los hombros.
Jónas sacudió la cabeza.
– Su coche está ahí fuera. -Golpeó la superficie de la mesa con las dos manos-. En fin, vale. Finalmente, tú has venido. -Sonrió a Þóra-. Estoy impaciente por contarte lo de las apariciones, pero eso tendrá que esperar un poco. -Miró su reloj de pulsera y se puso en pie-. Tengo que ir a hacer la ronda. Suelo hablar con la gente al acabar la jornada. Tengo mejores vibraciones con la empresa y con la marcha de todo si me entero de los problemas desde el principio. Así es más fácil tomar medidas.
Þóra se puso en pie, feliz de su liberación.
– Sí. Hablaremos mañana. No te preocupes por mí. Pasaré aquí todo el fin de semana y habrá tiempo de sobra para repasar el asunto. -En el momento en que Þóra se estaba colgando el bolso al hombro, notó un olor espantoso y arrugó la nariz-. ¿Qué peste es ésa? -le preguntó a Jónas-. La noté también en el aparcamiento. ¿Hay alguna fábrica de aceite de hígado de bacalao por aquí cerca?
Jónas levantó la nariz y respiró por ella varias veces. Luego miró a Þóra, impasible.
– Yo no huelo nada. Supongo que me habré acostumbrado a esa maldición -respondió-. En la playa de ahí abajo quedó varada una ballena. Cuando el viento sopla en determinada dirección, el hedor llega hasta aquí.
– ¿Y te quedas tan tranquilo? -dijo Þóra-. ¿Te limitarás a esperar a que el cadáver desaparezca? -Hizo una mueca cuando volvió a percibir el olor. Ojalá el defecto oculto fuera algo parecido a aquello, entonces el caso estaría cerrado al momento.
– Te acostumbras -dijo Jónas. Levantó el teléfono y marcó un número-. Hola. Te envío a Þóra. Llévala a su habitación y dale hora para un masaje esta tarde. -Se despidió y colgó-. Acompáñame a la recepción, te voy a dar una de las mejores habitaciones, con una vista espléndida. No te decepcionará.
Una chica joven acompañó a Þóra desde la recepción. No se diferenciaba mucho de un muchacho, y le llegaba a Þóra justo a los hombros. No se sentía cómoda dejando que aquella chiquilla le llevara su maleta, pero no hubo otra opción. Dio gracias de que no fuera demasiado pesada aunque, como siempre, había metido en ella demasiadas cosas. Þóra estaba segura de que en los viajes regían leyes distintas a las válidas para los días normales, y que se podría poner ropa que, en otras circunstancias, ni siquiera miraba en el armario. A pesar de todo, acababa siempre poniéndose los mismos trapos de costumbre. Þóra siguió a la chica por un largo pasillo que daba la sensación de ser más ancho de lo que era en realidad, debido a la extraordinaria claridad que entraba por un enorme tragaluz que ocupaba el techo de un extremo al otro. El sol de la tarde brillaba sobre el fino cabello de la chica, que iba delante de ella.
– ¿Es agradable trabajar aquí? -preguntó Þóra, intentando entablar conversación.
– No -respondió la chica sin volver la cabeza-. Me estoy buscando otro empleo. Lo malo es que no hay.
– Ah -dijo Þóra. No había esperado una respuesta tan espontánea-. ¿No son buena gente los empleados? -La chica se dio la vuelta un instante sin perder el paso por el corredor.
– No y sí. La mayoría están bien. Algunos son unos verdaderos pelmas. -La muchacha se detuvo delante de una de las puertas, sacó del bolsillo una tarjeta de plástico y abrió-. A lo mejor la culpa es mía, quién sabe. Yo no soy demasiado buena para este rollo de atender clientes.
Por el bien del hotel, Þóra confió en que aquella chica no tuviera demasiado que ver con las terapias. No era precisamente lo que podía llamarse una buena vendedora.
– ¿Y por eso quieres irte? -preguntó.
– No. No exactamente por eso-respondió la chica, indicándole a Þóra que entrase en la habitación por delante de ella-. Es otra cosa. No puedo explicarlo bien. Este lugar es malo.
Þóra ya había cruzado el umbral y por eso no llegó a ver el rostro de la chica al decirlo. No sabía muy bien si estaba seria, aunque la voz parecía indicar que lo que había dicho era de verdad. Þóra miró la bonita habitación y se dirigió a una gran pared de cristal que daba hacia el mar. Fuera había una terracita solarium.
– ¿Qué quiere decir eso de que es malo? -preguntó, volviéndose hacia la muchacha. La vista indicaba todo lo contrario: destellos en un mar suavemente rizado y pacífico más allá de la playa.
La chica se encogió de hombros.
– Pues que es malo. Este sitio siempre ha sido malo. Todo el mundo lo sabe.
Þóra enarcó las cejas.
– ¿Todo el mundo lo sabe? ¿Quién es todo el mundo? -Si aquel lugar tenía mala fama y los propietarios la conocían pero prefirieron no mencionar, sería ya una base (muy débil) para un posible pleito.
La chica la miró como sólo saben hacerlo los jóvenes a los que todo les fastidia.
– Pues todos. Todos los de por aquí.
Þóra sonrió para sí. No tenía ni idea del número de habitantes del sur de Snæfellsnes, pero sabía que la palabra «todos» no tenía ninguna relación con él.
– ¿Y qué es lo que saben todos?
De repente, la chica se puso nerviosa. Metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros demasiado grandes y bajó los ojos.
– Tengo que volver al trabajo. No puedo seguir hablando con usted de este asunto. -Dio media vuelta y salió al pasillo-. Quizá más tarde. -En el quicio de la puerta se detuvo y miró suplicante a Þóra-. No le diga a Jónas que he estado charlando de esto. No le gusta que hable demasiado con los clientes. -Se frotó la mano izquierda entre el pulgar y el índice-. Si quiero encontrar otro empleo necesitaré informes positivos. Quiero trabajar en un hotel en Reikiavik.
– No te preocupes. No soy una huésped corriente. Le expondré a Jónas que has sido muy útil y le pediré permiso para hablar contigo tranquilamente. Jónas me pidió que viniera para investigar una serie de cosas. Creo que tú puedes ayudarme, y a él también, de paso. -Þóra sonrió a la chica, que la miró escéptica-. ¿Y cómo te llamas, por cierto? -preguntó Þóra, para poder buscarla al día siguiente.
– Sóldís -respondió la muchacha. Se quedó callada un momento en el umbral, como si no supiera adonde dirigirse, pero sonrió débilmente, se despidió y se fue.
Bergur Ketilsson caminaba a paso tranquilo, aunque sabía que su mujer le estaba esperando en casa con la cena. Prefería pasar la noche solo, en medio de la naturaleza, antes que en casa con ella, en un silencio opresivo, en una artificial felicidad matrimonial. Suspiró al pensarlo. Llevaban casados veinte años, aparentemente en buena armonía y compenetración, pero la pasión nunca había sido excesiva, ni siquiera durante el breve noviazgo. No eran así, al menos ellos no. Él se había dado cuenta hacía muy poco de que a ella le pasaba algo parecido. Un poco tarde, descubrirlo a los cuarenta. La vida se habría comportado, sin duda, de una manera diferente si se hubiera dado cuenta antes de casarse con la zombi de Rósa. Entonces quizá se habría ido a la capital a estudiar. Cuando era joven adoraba la lengua islandesa, aunque nunca se lo había mencionado a nadie. La gente no era muy aficionada a aquella disciplina, con la soledad que acompaña a las tareas de una granja. Con gesto triste, iba buscando nidos de éider. La reciente ola de frío había jugado una mala pasada a los polluelos. Ese año habría menos éideres.
Continuó. A lo lejos veía el tejado del hotel sobresaliendo por encima de las rocas de la playa. Lo miró en silencio, concentrado en imaginarse lo que sucedía allí dentro. Pero no pudo. Se encogió de hombros y siguió adelante. No se encontraba bien y decidió seguir el camino más largo, que pasaba por la ensenada. No era un simple rodeo, pues quería averiguar cómo habían aguantado la ola de frío las puestas de aves marinas. Avivó el paso y continuó pensativo. El hotel era el culpable del estado depresivo que se había adueñado de él. Si no lo hubieran construido, él habría seguido viviendo su vida tan conforme, ni feliz ni infeliz. Por eso nunca podía formarse una opinión clara sobre él: le había producido, en cierto modo, una felicidad excesiva y una tristeza demasiado grande como para ser capaz de pensar las cosas con claridad. Se dio cuenta de la presencia de un nido y se dirigió tranquilamente hacia él. Dos polluelos diminutos estaban muertos en el centro. La hembra de éider no se veía por ningún sitio, quizá el frío también había acabado con ella.
En la ensenada la situación parecía la misma. Vio pocas crías en los nidos que descansaban en cada terraza. Los éideres estarían, dentro de un año, igual que el zorro. Se alejó del acantilado y se dirigió hacia la granja. Sus pasos eran lentos, porque no tenía ganas de llegar. El hedor del cadáver de la ballena ni siquiera le molestaba, le resultaba indiferente, en el estado en que se encontraba en aquel momento. Bergur aceleró el paso. Quizá lo que tenía que hacer era ir a casa y decirle a Rósa que había encontrado otra mujer. Una mujer más divertida, más lista, más guapa y encima más joven. En cualquier caso, una mujer mejor que ella. Por un instante, la idea le pareció razonable. Se lo dejaría todo a Rósa, la granja, el ganado, los caballos, los pollos de éider. Él tendría suficiente con su recién descubierta felicidad. Pero aquella visión era irreal. Rósa no podría encargarse ella sola de la granja, y la noticia no le haría ni la menor gracia. A fin de cuentas, la comarca y las tierras no le gustaban demasiado, reaccionaba siempre exactamente igual ante todas las cosas, con aquel gesto inexpresivo que rozaba la indiferencia. Lo que más la emocionaba era el gato. Lo mismo sucedía en todos los aspectos de su vida en común. Lo raro era que él había sido exactamente igual. Pero ahora era un hombre completamente diferente.
En el borde de la playa tropezó con algo y miró hacia abajo, extrañado. Por lo general, caminaba con mucha seguridad, sabía moverse sobre los redondeados guijarros de la playa y las resbaladizas algas. Pero aquel montón de algas era mucho mayor que cualquiera de los que había visto llegar a la playa traídos por la marea, a lo largo de los años. Además, se quedó petrificado cuando la luz iluminó un brazo humano en medio de las algas. No cabía duda alguna. Los dedos estaban tan apretados que a ningún fabricante de muñecas o maniquíes se le pasaría ni siquiera por la cabeza construir una mano semejante. Bergur se agachó y notó el hedor de la sangre inundando sus sentidos. Se asustó. La pestilencia se había abierto paso entre las algas cuando Bergur movió con el pie el blando cieno, y el metálico olor de la sangre resultó tan fuerte que ahogaba por completo la fetidez de la ballena muerta. Se cubrió la nariz y la boca con el antebrazo para no aspirar aquel olor repulsivo. Volvió a erguirse, pensando en lo que podía hacer por aquella persona que había allí, debajo de las algas. Vio que un rayo de luz llegaba hasta el cuerpo y brillaba sobre una piel blanca. Se extrañó de no haberse percatado antes de la presencia del cuerpo pues, cuando lo vio, su posición resultó evidente. Nunca llevaba teléfono móvil, por eso lo único que podía hacer era llegar a casa lo antes posible y llamar desde allí a la policía. Quizá también fuera necesario llamar al servicio de urgencias médicas. Seguramente también los necesitarían. Tomó aire a través de la manga del abrigo para evitar el olor de la sangre, pero de pronto se quedó agarrotado. Sus ojos se clavaron en la mano. Conocía el anillo del hinchado dedo anular.
Bergur cayó de rodillas al lado del cadáver. El hedor ya no le molestaba. Agarró aquella helada mano para asegurarse. Sí, era el anillo. Boqueó para respirar. Con manos rápidas empezó a apartar las algas en el lugar donde calculaba que estaría la cabeza, pero enseguida se detuvo. No había rostro. Pero vio suficientes cabellos para darse perfecta cuenta de que su sueño de una vida nueva, emocionante y feliz acababa de terminar.
Þóra trataba de mostrarse tranquila. Estaba tumbada sobre el estómago intentando relajarse, aunque, en realidad, estaba concentrada en aparentar relajación, porque no quería que la masajista creyera otra cosa. Era una mujer musculosa y nervuda, más joven que Þóra. Iba vestida con unos pantalones blancos de lino y una camiseta de manga corta, de color verde claro, sin medias y con sandalias lisas. Las uñas de los dedos de sus pies estaban pintadas de laca azul claro. Por regla general, Þóra no solía mirar mucho esa parte del cuerpo de la gente, pero aquellos dedos de los pies se le aparecían constantemente mientras estaba tumbada boca abajo sobre la camilla, con la cara inmóvil, metida en un agujero que había al final de la misma.
Lo peor había pasado, la mujer había dejado de masajear y había empezado a colocar piedras calientes sobre la columna vertebral de Þóra.
– Ahora notarás cómo la fuerza de las piedras se va disolviendo por tu espalda. Luego se moverá por los nervios hacia todos los rincones y los huecos más oscuros. -Por debajo de la voz sonaba música relajante de un disco que la masajista le había dicho que se podía comprar en la recepción. Þóra estaba decidida a mirar el nombre de aquel grupo, para evitar que algún día pudiera comprar un disco suyo por despiste.
– ¿Falta mucho? -preguntó Þóra, con la esperanza de que terminara ya-. Creo que la fuerza ha llegado ya hasta el último rinconcito. Estoy empezando a sentirme estupendamente.
– ¿Sí? -A la masajista le resultaba difícil de creer-. ¿Estás segura? Aún queda bastante.
Þóra reprimió un suspiro.
– Desde luego que sí. Estupendamente. Noto perfectamente que ya estoy lista.
La masajista iba a poner reparos pero se detuvo cuando sonó un teléfono en algún lugar de la salita.
– Espera un momento -le dijo a Þóra, y los dedos de los pies desaparecieron.
– Diga. -Þóra la oyó responder al teléfono-. Estoy con la terapia. -Se produjo un largo silencio y luego se oyó a la mujer decir con la voz excitadísima-: ¿Qué dices? ¿No será una broma?… Dios mío… Ya voy.
La mujer dejó el auricular con un golpe.
– Ha pasado algo. Horrible, más bien. De lo más horrible.
Þóra se incorporó a medias sobre un brazo.
– ¿Y? -preguntó, y esta vez no tuvo que fingir curiosidad-. ¿Algo relacionado con los fantasmas?
La mujer puso cara de susto y se cubrió la boca con la mano.
– Oh, no, nada de eso, qué va. Han encontrado un cadáver en la playa. Vigdís, la de la recepción, cree que es alguien de aquí, porque ha venido la policía para hablar con Jónas.
Þóra saltó de la camilla, desnuda, y se envolvió en un albornoz. Se apresuró a cubrirse con él, porque nunca le había gustado demasiado estar completamente desnuda delante de desconocidos, aunque no se avergonzaba en absoluto de su propio cuerpo.
– Tú ve para allá, yo ya me las arreglo. -Se colocó el cinturón del albornoz e hizo un nudo-. ¿Ha sido un accidente?
– No lo sé -respondió la masajista, sin poder ocultar su impaciencia. Era evidente que ardía en deseos de enterarse de algo más.
– Recojo mis cosas y voy -dijo Þóra, animando a la mujer a que saliera-. Prometo que no robaré ni una sola piedra.
La mujer no necesitó que se lo repitieran dos veces, se dio media vuelta y desapareció por el pasillo. Þóra fue hasta la cortina detrás de la cual se había desnudado y empezó a ponerse la ropa a toda prisa. Sonó su teléfono en el bolso y lo sacó.
– Hola -saludó, intentando ponerse los calcetines con la otra mano. La cobertura era horrible, y el teléfono hacía toda clase de ruidos y chasquidos.
– Hola, Þóra. -Era Matthew-. Sigo esperando alguna respuesta a mi correo.
– Ah, sí -replicó ella, dejando de pelearse con los calcetines-. Te aseguro que iba a contestarte.
– Pues di cuándo ahora mismo. Así no tendrás que seguir buscando el momento adecuado -dijo Matthew. Era obvio que tenía intención de ir, dijera ella lo que dijese-. Da luz verde a mi viaje.
– Éste no es el mejor momento -respondió Þóra-. Estoy trabajando y ha pasado algo.
– ¿Qué? -preguntó Matthew, convencido claramente de que ella estaba inventándose alguna excusa-. Dime lo que ha pasado.
– Bueno, es bastante raro -explicó Þóra, intentando recordar la palabra alemana para «fantasma»-. Estoy trabajando en un caso referente a apariciones fantasmales y todo parece indicar que las cosas se están complicando. La policía acaba de encontrar un cadáver y podría tratarse de algo relacionado con el asunto.
– ¿Dónde estás? -preguntó Matthew.
– ¿Yo? -preguntó Þóra, como una tonta-. Estoy en el campo.
– No te marches. Llegaré pasado mañana por la tarde. -El tono de voz de Matthew indicaba que iba en serio.
– Espera, espera, todo está bien. No vengas aquí -dijo Þóra desesperada-. No es un crimen, sólo un cadáver. -Vaciló-. Como otro cualquiera.
– Estaré encantado de verte pasado mañana por la tarde -se oyó al otro lado de la línea.
– Pero si ni siquiera sabes dónde estoy, y no pienso decírtelo. Espera unos días y déjame que encuentre un momento más adecuado. Te prometo que lo haré. Tengo ganas de verte. Pero ahora precisamente, no.
– No necesitas decirme dónde estás. Ya te encontraré. Nos vemos.
Þóra no consiguió hacer más advertencias… Matthew había colgado.
Después de vestirse a todo correr, Þóra decidió acercarse inmediatamente a la recepción con la esperanza de obtener detalles más precisos sobre el hallazgo del cadáver. Mientras se dirigía hacía allí vio un llavero que, con las prisas, la masajista se había dejado. Decidió llevárselo, le serviría de excusa para presentarse. Salió al corredor con pasos rápidos, contenta consigo misma.
No vio a la masajista por ninguna parte. Una mujer joven estaba inclinada sobre el mostrador de la recepción, enfrascada en una conversación en voz baja con una amiga. Era desagradablemente flaca y la corta bata, inmaculadamente blanca, que llevaba puesta sobre unos pantalones del mismo estilo apenas lograba ocultar algo sus escasas carnes. Þóra se situó a su lado y les sonrió a las dos con la esperanza de ser admitida entre ellas. Le costó un poco, pero finalmente le prestaron atención, en el gesto de ambas se dibujó el rechazo, pero, en una fracción de segundo, consiguieron reprimirlo y devolverle la sonrisa. Durante un breve instante, fingió estudiar un cartel que colgaba en la recepción para anunciar una sesión, celebrada la noche anterior, con un famoso médium de Reikiavik. Se volvió entonces hacia ellas y sonrió.
– Hola -dijo Þóra para romper el hielo. La curiosidad superó a todo lo demás, de modo que olvidó la excusa del llavero-. Me he enterado de lo del cadáver de la playa.
Las dos mujeres se miraron y con un gesto acordaron permitir que Þóra participase. La más delgada se volvió hacia ella.
– Espantoso -exclamó con énfasis, abriendo mucho los ojos-. ¿Sabes que ha venido la policía? -Levantó el brazo del mostrador y le dio la mano a Þóra-. Me llamo Kata y soy esteticista. -Sus blancos dientes destellaron.
Þóra saludó y sintió extrañeza por la fuerza del apretón de manos de aquella mujer tan flaca.
– Yo soy Þóra. Me encargo de algunos asuntos de Jónas. En realidad no estoy aquí como huésped.
La mujer de la recepción asintió con la cabeza.
– Es verdad, me lo dijo él. Yo me llamo Vigdís, jefa de recepción. Tú eres abogada o algo así, ¿no?
Sin tener muy claro lo que querría decir aquel «o algo así», Þóra asintió.
– Justo. -Miró a su alrededor, y a través de las grandes puertas de cristal de la entrada vio que el coche de la policía seguía allí delante-. ¿Adónde ha ido la policía?
Vigdís señaló hacia la derecha y habló en voz baja en tono de complicidad, aunque no había nadie cerca.
– Querían hablar con Jónas. -Se echó hacia atrás en la silla y levantó las cejas-. No se sorprendió lo más mínimo cuando se lo dije.
– Pero ¿qué dijo la policía, exactamente? -preguntó Þóra-. A lo mejor, él no comprendió de qué tema se trataba.
Vigdís se ruborizó un poquitín.
– Sí, no, no -dijo con vacilación-. A mí no me dijeron nada, sólo preguntaron por Jónas.
– ¿Cómo sabes entonces que se trata de un cadáver? -preguntó la esteticista Kata, que claramente no estaba enterada de todo.
El rubor inundó las mejillas de Vigdís.
– Les oí decirlo. Les estaba acompañando al despacho de Jónas y, cuando se presentaron, le dijeron de qué querían hablar con él.
Þóra estaba totalmente segura de que la mujer había pegado la oreja a la puerta.
– ¿Dijeron algo sobre cómo murió la persona en cuestión? -preguntó-. ¿El cadáver llegó a tierra arrastrado por el mar, o qué pasó?
– ¿Y era una mujer o un hombre? -interrumpió la esteticista-. ¿Lo mencionaron?
– Desde luego, era una mujer -respondió Vigdís, el rubor de sus mejillas empezaba a desdibujarse. Evidentemente, disfrutaba de disponer de una información privilegiada, y cuando siguió hablando, procuró alargar las palabras para sacarles el máximo jugo posible-. No dijeron nada directamente sobre la causa de la muerte, pero, a juzgar por lo que les oí decir, estoy convencida de que la muerte no fue por causas naturales. -Tomó aire por la nariz, muy teatralmente. Kata se tapó la boca con la mano. Aquella tontería había logrado su objetivo, evidentemente.
– ¿Por qué vinieron aquí? -preguntó Þóra-. ¿Han encontrado el cuerpo en la playa del hotel?
Vigdís movió lentamente la cabeza en señal de asentimiento y señaló con el dedo hacia una ventana que daba hacia mar abierto.
– No lo sé con exactitud, pero fue por aquí cerca. Ahí abajo, en algún sitio. -Þóra y Kata miraron por la ventana. El viento estaba calmado y aún había plena claridad, aunque fuera ya bastante tarde. No se veía la playa porque había cierta diferencia de altura entre la explanada que se extendía por delante de la ventana y el nivel del mar.
– No habrá sido justo ahí debajo, ¿verdad? -dijo Þóra, apartando la vista de la ventana-. Os habríais tenido que dar cuenta si la policía hubiera recorrido esa zona.
Vigdís se encogió de hombros.
– La vieja granja posee un terreno enorme, y no toda la playa se ve aquí abajo. Incluye, entre otras cosas, aquella península. -Señaló una elevación que se veía por la ventana-. La tierra llega por el oeste hasta el otro lado del brezal y desde aquí no la vemos. Además, a la propiedad se puede acceder desde varios sitios.
Þóra y Kata se quedaron con la mirada fija en el brezal, con la esperanza de ver algo más allá. Entonces, Þóra movió lentamente la cabeza.
– ¿No eran originalmente dos granjas con dos terrenos distintos? -Vigdís se encogió de hombros. Þóra continuó-: Recuerdo que eran dos terrenos, propiedad de unos hermanos, uno de los cuales murió sin descendencia de modo que el terreno pasó al otro. Luego los fundió en uno solo. Eso explicaría su extensión. Por regla general sólo existe una vivienda en cada terreno, no dos. Me pregunto si la divisoria pasaría por esa loma de ahí. -Volvió la cabeza y pudo comprobar que ninguna de las dos mujeres tenía la más mínima idea al respecto.
– Seguramente -dijo Kata, que se volvió inmediatamente hacia su amiga-. Pero ¿quién era? ¿Dijeron algo de eso?
– Creo que no tienen ni idea. Porque cuando llegaron me preguntaron cuántos huéspedes estaban registrados en el hotel y si habíamos echado de menos a alguno. -Sonrió, cómplice, a sus interlocutoras-. Yo sólo dije la verdad: que no tenía ni idea. Esto es un hotel, no una cárcel. -Se dirigió entonces a Þóra-: los huéspedes tienen una llave que se pueden llevar al salir. No me la dejan a mí, y sólo por pura casualidad me puedo enterar de si van o vienen. No suelen decirme nada. Como mucho, si salen a caminar me piden información sobre los mejores sitios para visitar.
– Pero podía tratarse de la pareja alcohólica de la habitación 18. En dos días no se les ha visto a ninguno -dijo Kata sin poder ocultar su indignación.
Vigdís sacudió la cabeza.
– No, la cocina acaba de llevarles comida a la habitación. Y bebida. -Puso gran énfasis en este último detalle-. La mujer llamó hace un rato y pidió que la pusiera con el servicio de habitaciones. Dijo que estaban un poco cansados y que se habían pasado el día durmiendo.
Kata dejó escapar un bufido.
– Cansados, cansados. Tendrían una buena cogorza.
Þóra notó que poco más podría sacar de aquellas dos mujeres. No le gustaban demasiado los cotilleos, y menos aún cuando trataban de personas a las que no conocía ni de oídas. Así que decidió despedirse. Metió la mano en el bolsillo para coger las llaves.
– Tengo unas llaves que se olvidó mi masajista. -Þóra les dio el llavero, que tenía la bandera islandesa pintada sobre una plaquita metálica.
– Te refieres a Sibba -señaló Vigdís, pasando el brazo por encima del mostrador para agarrar el llavero-. A veces es de lo más despistada. -Se fijó en el tarjetón de plástico que colgaba del patriótico llavero-. Dios mío, si es nada menos que la llave maestra. Es que es… -No se pudo saber lo que era, porque sonó el teléfono. Vigdís se dio la vuelta hacia el aparato.
Þóra tiró enseguida de las llaves y miró a Kata.
– Pues voy a devolverle el llavero yo misma. Olvidé pedirle una nueva cita, así que de todos modos tengo que hablar con ella. -Sonrió a la joven con cara inocente-. ¿Sabes dónde puede estar?
La esteticista se encogió de hombros.
– A lo mejor en la cafetería. -Señaló un pasillo que se abría a la derecha-. Está en la misma dirección que la cocina.
Þóra le dio las gracias y luego añadió:
– ¿Tienes idea de cuál es la habitación de Birna? La arquitecta. Me gustaría pasar a saludarla.
Kata sacudió la cabeza, pero alargó la mano hacia un libro que había detrás del mostrador. Vigdís seguía ocupada en el teléfono y no les hacía ningún caso.
– Birna, Birna… -Unos dedos finos con uñas largas pintadas de blanco recorrieron la página-. Ah, ya; aquí está. -Volvió a cerrar el libro-. En la habitación 5. Está en la misma dirección. Tiene que estar aquí, seguro, porque su coche sigue en el aparcamiento. No pasa precisamente desapercibido.
– Ah, qué bien -replicó Þóra, que no era demasiado aficionada a los coches-. Muchísimas gracias. A lo mejor mañana te hago una visita. No me vendrá mal depilarme. -La joven asintió enérgicamente con la cabeza; en realidad demasiado enérgicamente, pensó Þóra.
Mientras iba por el pasillo, varias ideas se le pasaron por la cabeza. ¿Qué demonios pretendía? No podía ni imaginar que la muerta fuera la arquitecta de la que Jónas se había quejado de que no estaba por ningún sitio. A juzgar por todas las apariencias, se trataba de una mujer completamente distinta. ¿Y qué, si era Birna? Eso no justificaba que se colara en su habitación a espiar. Þóra iba pensando en esto por el pasillo, pero cuanto más cerca estaba de la habitación 5, tanto mayor era su decisión de entrar a echar un vistazo. Si la mujer de la playa resultaba ser Birna, aquélla sería probablemente la única ocasión de la que dispondría para registrar la habitación. Si había algo sospechoso en su muerte, la policía la precintaría. Intentó convencerse a sí misma de que se merecía aquella oportunidad como abogada de Jónas. ¿Sospecharían de él? Se repitió mentalmente a sí misma que no estaba haciendo nada malo. Se limitaría a meter la cabeza y mirar. Nada más.
Se detuvo ante la puerta de la habitación. Miró hacia atrás rápidamente y vio a las mujeres de la recepción, que estaban ensimismadas charlando sin mirarla. Pasó la llave de plástico por el lector, abrió la puerta y se coló en el interior.
Jónas intentaba comportarse como lo haría un inocente director de hotel, pero se dio cuenta de que se le hacía cada vez más difícil desempeñar el papel. Desde siempre, no soportaba a la policía, y el sentimiento parecía ser mutuo en las escasas veces que se habían cruzado sus caminos. Aquellos policías tenían una habilidad especial para mirarle fijamente a los ojos mientras le interrogaban, y Jónas supuso que habrían recibido algún curso para sacarle la verdad a la gente a través de las reacciones de sus pupilas. Por ese motivo, parpadeó varias veces, y le salió aceptablemente bien. Carraspeó.
– Como les he dicho, esa descripción podría encajar con Birna, la arquitecta, pero es demasiado genérica como para poder tener una absoluta certeza. ¿Esa mujer no llevaba nada que sirviera para identificarla, una cartera o algo así? -Alargó un brazo hacia la ventana que había detrás de él-. ¿No les parece que aquí hace mucho calor? ¿Abro la ventana? -Jónas tenía miedo de que el sudor empezara a resbalar por su frente, creando así la típica imagen del culpable.
Los agentes de policía se miraron, parecían estar de lo más frescos a pesar de llevar su uniforme negro completo, con hombreras ribeteadas de amarillo. No se habían quitado los chaquetones aunque allí dentro hacía un calor indescriptible. Conservaban puestas sus gorras de policía. No respondieron a las preguntas de Jónas sobre la ventana ni sobre la identificación, sino que continuaron preguntando.
– ¿Cuándo vio por última vez a Birna?
– Bueno, no lo sé exactamente -respondió Jónas, intentando hacer memoria-. Ayer estuvo aquí. De eso estoy completamente seguro.
– ¿La vio ayer, entonces? -preguntó el más joven. Tenía facciones duras, y a Jónas le gustaba aún menos que el mayor, que parecía más flexible
– ¿Cómo? -preguntó Jónas con torpeza, pero enseguida añadió-: Sí, sí. La vi. Varias veces, además. Ella estaba intentando acabar el proyecto del edificio anejo que tiene que construirse aquí, y vino a verme a cada rato para mostrarme algunos detalles.
Los policías asintieron al unísono. El mayor se rascó la mejilla durante un momento, y luego preguntó:
– ¿Y hoy? ¿Vino a su despacho hoy en algún momento?
Jónas sacudió la cabeza con energía.
– No. Con toda seguridad, no. Teníamos que vernos esta mañana pero no apareció. He estado buscándola por todas partes, pero no la he encontrado ni la he visto. Intenté localizarla en el móvil, pero estaba apagado. Sólo conseguí acceder al buzón de voz.
– ¿Qué teléfono móvil usaba? ¿Puede describirlo? -preguntó el más joven.
Jónas no tuvo que pensarlo mucho. El teléfono de Birna era muy llamativo. La había visto con él muchas veces.
– Es de color granate, uno de esos que se cierran. Brillante. Bastante pequeño, aunque no sé de qué marca es. En la parte delantera había un dibujo pacifista plateado, pero creo que no era la marca, sino un simple adorno. -Los policías se miraron de reojo y se pusieron en pie a la vez. Jónas siguió pegado al asiento. Se había quedado más tranquilo al haber podido responder algo, por fin, de modo concluyente-. La mujer que han encontrado… ¿murió accidentalmente?
Ninguno de los dos policías respondió.
– ¿Sería tan amable de acompañarnos a la habitación de Birna Halldórsdóttir?
Þóra miró a su alrededor por última vez. No había descubierto nada interesante en la habitación. Sin duda, era distinta a cualquier otra habitación de hotel, pues saltaba a la vista que la arquitecta se había instalado durante un período de tiempo más largo de lo habitual. Había pegado en las paredes bocetos de edificaciones, que Þóra imaginó serían proyectos del nuevo edificio que, según le había contado Jónas, faltaba por construir todavía. En algunos de los dibujos había garabateadas toda clase de notas, algunas de ellas fácilmente comprensibles, otras no. En otros, había cálculos con números subrayados en tinta roja. Eran cifras muy elevadas, y Þóra confió en que, por el bien de Jónas, no fueran aproximaciones presupuestarias.
Abrió el armario, más que nada por curiosidad, pues difícilmente podría esperar encontrar allí nada significativo. Había metido un lápiz por el tirador de la puerta al abrir el armario, porque no quería dejar sus huellas dactilares. También podía haberlo dejado cerrado, ya que en el armario no había encontrado nada interesante, aparte de desvelarle que Birna era una persona muy elegante. No había demasiadas prendas: blusas, pantalones de vestir y chaquetones colgaban de las perchas, mientras que el resto de la ropa estaba pulcramente ordenada en los estantes. Le dio la sensación de que aquella mujer podría haber trabajado antes en una boutique de moda, porque todo estaba perfectamente doblado. Birna tenía buen gusto para la ropa, sencilla pero elegante, y todas las prendas parecían tener en común su alto coste. Þóra intentó mirar la etiqueta de la marca en el cuello de un jersey que estaba situado en la parte superior de uno de los montones, pero no consiguió leerlo. Cerró el armario y se dirigió al teléfono de la mesilla, que había recibido algunas llamadas poco antes. Anotó los números en una hoja en blanco del bloc del hotel que estaba al lado del teléfono. Eran tres. Plegó la hoja y se la metió en el bolsillo.
Echó un vistazo a la habitación pero no vio nada que le apeteciera examinar más detenidamente, con la excepción del cajón del escritorio. Ya había movido un poco los papeles que había encima de la mesa, pero no había sacado nada en claro. Todos parecían estar relacionados con el nuevo edificio, principalmente folletos de fabricantes de diversos materiales de construcción. Empujó con el pie la silla del escritorio para llegar al cajón. Pero se encontró con un problema, porque no tenía tirador. Se cubrió la mano derecha con la manga y lo abrió agarrándolo por la parte inferior. Dentro había dos libros, el Nuevo Testamento y una agenda encuadernada en piel con el nombre de Birna. Por fin algo interesante. Utilizó la manga para sacar el libro del cajón. Lo sacudió un poco para abrirlo. Bingo. Una escritura muy cuidada llenaba las páginas. Þóra sonrió, pero la sonrisa duró poco. Desde el pasillo le llegó un ruido, que parecía proceder de la puerta. Sobresaltada, miró a su alrededor. No le dio tiempo a pararse a pensar, tenía que salir. No había forma de explicar lo que estaba haciendo allí dentro… incluso le resultaba difícil explicárselo a sí misma. Levantó la cortina, que llegaba hasta el suelo, pidiendo a Dios que las habitaciones fueran todas iguales. Para suerte de Þóra, resultó ser así, y con mano temblorosa levantó el tirador de la puerta de la terraza y salió al jardín. Luego volvió a empujar la puerta hasta que encajó, con todo el cuidado que pudo, y se marchó a paso rápido.
Cuando llegó a la esquina del edificio, respiró hondo. Su corazón parecía querer salírsele del pecho. ¿Pero en qué estaba pensando? Obviamente, tenía algún tornillo suelto. Había escapado por un pelo. Estaba segura de haber oído la puerta de la habitación abrirse en el mismo momento en que ella cerraba. Volvió a respirar hondo. Las palpitaciones volvieron a calmarse pero luego su corazón volvió a dar otro salto. ¡El cajón de la mesa! Se lo había dejado abierto. Intentó calmarse. ¿Y qué más daba? Nunca se imaginarían que había sido ella quien lo había dejado así. Se sintió más tranquila, y mentalmente dio gracias a Dios por su buena suerte. Y en el mismo instante dio un respingo al ver que en sus manos seguía la agenda con el nombre de Birna Halldórsdóttir, miembro del Colegio de Arquitectos de Islandia.
El coche de policía se alejó despacio por el camino de acceso, y Jónas pensó que las fuerzas de la ley deberían hacer sus visitas a otras horas menos inconvenientes. Tendrían que pensar un poco antes de ir, para procurar molestar lo menos posible a los clientes con su presencia. Respiró más tranquilo cuando el coche se perdió de vista, por fin, y confió en que no tuvieran que volver. En realidad, sabía que no había muchas probabilidades de que fuera así. Habían precintado la habitación de Birna después de echar un vistazo al interior para convencerse de que no estaba. A continuación, le habían ordenado a Jónas que se ocupase de que no entrara nadie hasta que hubieran realizado un registro. Por eso, todo indicaba que aquélla no sería la última vez que Jónas les tendría que ver. La única escapatoria sería que se comprobase que la muerta no era Birna, pero también aquello era un deseo sin fundamento. Antes de abandonar los terrenos, los policías le habían pedido a Jónas que les indicara cuál era el coche de la arquitecta. Estaba en el aparcamiento y era un Audi deportivo de color azul oscuro, que debía de haber comprado muy recientemente y que se encontraba en un extremo de la explanada. Birna aparcaba siempre lo más lejos posible de los demás coches para evitar que algún conductor descuidado le abollara las puertas de su tesoro. Los policías se acercaron al coche y uno de ellos sacó del bolsillo una bolsita de plástico. Sin abrir la bolsa, el agente apuntó hacia el vehículo y apretó lo que llevaba en ella. El deportivo hizo sonar el claxon y parpadeó. Al verlo, los policías intercambiaron una mirada muy significativa.
Jónas suspiró. Era una situación de lo más incómoda. ¿Tenía que poner cara de pena? Le había tomado aprecio a Birna pese a sus defectos, y si procuraba no engañarse a sí mismo era obvio que incluso estaba un poco enamorado de ella, aunque el sentimiento no hubiera sido mutuo. ¿Tenía que poner cara de desilusión? Aquello representaba un contratiempo para la ampliación del hotel. ¿Debía contárselo a los empleados del hotel, o aparentar que no pasaba nada? La policía no había sido muy explícita. Tenía que estar alerta, pues, sin duda, muchos leerían cualquier cosa en sus reacciones y las interpretarían como mejor conviniese a la historia que inevitablemente pondrían enseguida en circulación. Aquel lugar era pequeño y sus empleados no se caracterizaban precisamente por su discreción. Suspiró otra vez. A lo mejor, la policía llegaba a la conclusión de que se trataba de un accidente, aunque nada apuntase en esa dirección. Jónas se dio media vuelta y entró. Pasó rápidamente por la recepción para que no le hiciesen ninguna pregunta. Consiguió el resultado deseado, pero el gesto de Kata, que seguía holgazaneando junto al mostrador de entrada, reflejaba con claridad que ardía de impaciencia por saber lo que había dicho la policía. La esteticista abrió la boca en el momento en que Jónas entró por la puerta, pero volvió a cerrarla cuando él apartó rápidamente la mirada y aceleró el paso. Ella y Vigdís, la recepcionista, siguieron decepcionadas las rápidas zancadas con que cruzó por delante de ellas, sin decir una palabra ni preguntar nada. Aquella situación no duraría mucho, al final la curiosidad las empujaría a preguntar, aunque para ello tuvieran que echar a correr detrás de él por el pasillo. «Pero mientras tanto…», pensó Jónas, entrando a toda prisa en su despacho y cerrando la puerta con llave. Se sentó sumido en oscuros pensamientos. Quizá las cosas podían dar un vuelco. ¿Quién sabe si aquel terrible suceso acabaría por resultar beneficioso para el hotel y para él mismo? Agarró el teléfono y marcó un número.
Þóra estaba sentada a los pies de la cama de su habitación, abochornada. El diario de Birna descansaba en su regazo. Aún no había decidido qué hacer con él, si podría volver a entrar a escondidas en el cuarto de Birna para dejarlo otra vez allí o si sería mejor abandonarlo en algún otro lugar. Pensó en el tiempo que tenía: ¿debía librarse del diario inmediatamente, o esperar hasta haberlo estudiado? El rubor cubrió sus mejillas al recordar que, a fin de cuentas, Birna podía seguir estando entre los vivos. ¿En qué estaba pensando? ¿Se había hartado tanto de bocacartas y otras estupideces como para lanzarse a la caza de casos más emocionantes, puesto que éstos no venían por sí solos? Había ido allí para quitarle de la cabeza al chiflado dueño de un hotel un pleito sin perspectiva alguna, no para entrometerse en una investigación policial que a ella no le atañía en lo más mínimo. Sonó su teléfono y se estiró hacia él, encantada de tener algo distinto en que pensar.
– ¿Podrías pasarte un momento por mi despacho? -preguntó Jónas en un tono misterioso-. Ha sucedido algo inesperado y no sé si estará relacionado con los fantasmas.
– ¿Qué me dices? -preguntó Þóra, extrañada.
– Te lo explicaré cuando vengas, pero creo que el cadáver que ha aparecido es de Birna, la arquitecta.
– Estoy allí en diez minutos -le cortó Þóra, y se despidió.
Vaya. Apartó la mirada del teléfono y la dirigió al diario. Se sintió aliviada. Por lo menos no le había robado el diario a una mujer viva. Abrió la agenda con la manga y utilizó el pulgar para pasar las páginas. Era un dietario poco convencional, eso estaba bien claro. En lugar de tener una anotación aquí y otra allá, cada página estaba cubierta de escritura apretada, y bien aprovechada. Había muchos dibujos de casas, edificios y partes de edificios. Algunos esbozos parecían surgidos de la mente de Birna, pero otros, más probablemente, correspondían a ejemplos reales. Obviamente, Birna no había dedicado una página a cada día, porque tenía llenas las páginas hasta bien entrado septiembre… cuatro meses más tarde. Þóra miró las últimas anotaciones, con la esperanza de encontrar una frase del estilo de: Cita con X en la playa – tengo que andar con cuidado. Pero no había nada de eso. En la mayor parte de las hojas ponía cosas como: Aniversario Bergur – no olvidar, Arreglo de cuentas de abril, y una legión de nombres de empresas que Þóra desconocía por completo. Al lado de cada nombre estaba escrito un número de teléfono y algunas indicaciones en milímetros, y al final de todo en coronas. Al final de cada línea había series variables de abreviaturas que Þóra fue incapaz de descifrar: Sv, Hv, R, Gr, Sil, etc. Por encima de estas líneas aparecía: Revestimiento, la palabra estaba subrayada. Birna parecía haber estado buscando datos sobre distintos tipos de revestimiento y había escrito la línea que mostraba uno de los presupuestos más bajos. Los revestimientos no podían tener relación alguna con la muerte de la mujer, de modo que Þóra abrió el siguiente par de páginas. Allí había un esquema que mostraba, por lo que ella podía ver, la parcela que rodeaba el hotel y la ubicación del nuevo edificio. Estaban escritas en letra apresurada las dimensiones y distancias principales, y una flecha cuidadosamente dibujada señalaba el norte. Alrededor del esquema, se encontraban diversas observaciones, la mayor parte de ellas referentes a las pendientes del terreno y las luces. Pero una cosa llamó la atención de Þóra: ¿¿¿Qué sitio es ése??? ¿¿¿Planos antiguos??? Por debajo estaba escrito con otra pluma Toma. Detrás de la palabra había también tres signos de interrogación. No entendía nada.
Aunque lo que más le apetecía era seguir examinando la agenda, tenía que ir a ver a Jónas, que debía de saber que Þóra no tenía ninguna ocupación especial, de modo que sería difícil explicar un retraso tan largo. Sin embargo, pasó unas cuantas páginas más, hasta que llegó a unas que eran similares a las que contenían los esquemas. Se encontraba allí bocetos del plano de una casa, dos cuadrados parecidos, uno al lado del otro, que representaban una habitación cada uno. Se mostraba una escalera en el mismo lugar, en el interior de ambos. Se trataba, claramente, de una casa de dos pisos. Las habitaciones estaban cuidadosamente indicadas: sala, comedor, cocina, despacho, dormitorio, retrete, etcétera. Había diversas cosas garabateadas en los espacios. Entre otras cosas se podía leer: ¿Año de construcción 1920? ¿Humedad en la pared exterior SO? ¿Zócalos? Birna también había escrito una pregunta que, evidentemente, le resultaba inquietante, porque la había enmarcado y subrayado varias veces: ¿Quién era Kristín? Þóra volvió a mirar el plano de la casa. Una de las habitaciones del piso superior estaba marcada Dormitorio, como las otras dos, pero en aquella estaba escrito con letra más pequeña: ¿Kristín? Pasó páginas en busca de algo que indicase que aquellos esquemas correspondieran a una casa vecina, pero no vio nada. En lo más alto de la página anterior ponía, en cambio, Kreppa que, si recordaba bien, era el nombre de la granja, y no una especulación de Birna sobre el futuro económico de Islandia. Aunque ese fuera el significado de la palabra, aquello no iba de ninguna «crisis». Cerró el libro y lo dejó encima de su maleta. El personal de limpieza no se pondría a cotillear.
Jónas parecía preocupado y menos satisfecho de sí mismo que de costumbre. Le pidió a Þóra que se sentara en una de las incómodas sillas para visitantes que había delante de su mesa de escritorio, mientras él se reclinaba en su mullido sillón de cuero detrás de la mesa. Esta vez no le ofreció té de hierbas, para gran alivio de Þóra.
– ¿Qué quería la policía, Jónas? -preguntó Þóra para romper el hielo.
Jónas suspiró.
– ¿Todo el mundo sabe que estuvieron aquí?
– Bueno, yo no puedo hablar por los demás, pero no creo que sea la única que lo sabe. La gente más inverosímil es capaz de reconocer a la policía en cuanto la ve -respondió Þóra-. ¿Qué querían?
Jónas suspiró de nuevo, aunque ahora el suspiro fue más profundo que la primera vez. Sacó de su muñeca izquierda un reloj de pulsera de acero con una gran piedra marrón, y se puso a frotarlo pensando en otra cosa antes de responder a la pregunta.
– Han encontrado un cadáver en la playa. El cuerpo de una mujer. Creen que se trata de Birna, la arquitecta de la que te hablé ayer. -Volvió a centrar su atención en el reloj de pulsera, acariciándolo tranquilamente, ahora con los ojos cerrados.
– Vaya -dijo Þóra-. ¿Mencionaron algo sobre la causa de la muerte? Puede haber razones muy diversas para la aparición de personas muertas en una playa. Con frecuencia se trata de suicidios.
– No creo que se haya suicidado -replicó Jónas, abatido-. No era de ese tipo de persona.
Þóra no pudo objetar que no eran sólo las personas de un tipo determinado quienes se quitaban la vida.
– ¿Qué te ha dicho la policía? Eso es lo más importante. Es de suponer que habrán estado en el lugar donde la encontraron.
Jónas apartó los ojos de su reloj y miró a Þóra
– No dijeron nada directamente. Fue más su forma de comportarse y lo que no dijeron. -Se concentró de nuevo en el reloj-. Por ejemplo, si se hubiera ahogado, si se hubiera golpeado contra una piedra o cualquier otra cosa que apuntara a un accidente, seguramente me habrían interrogado sobre sus costumbres. ¿Pasaba mucho tiempo en la playa? ¿Paseos en barca? ¿Nadaba en el mar? Pero no me preguntaron absolutamente nada. Lo único que querían saber era si habíamos echado a alguien en falta y si reconocía a una mujer que describieron a muy grandes rasgos. -Jónas miró repentinamente a Þóra-. Ahora que me doy cuenta, fue muy extraño que no describieran ningún rasgo del rostro. ¿Le faltaría la cabeza? -Se apresuró a añadir, antes de que Þóra consiguiera responder algo-: No, seguro que no, describieron el pelo. -Abrió mucho los ojos-. ¿A lo mejor alguien le cortó la cabeza, le quitó el cuero cabelludo y lo puso encima del cadáver?
Þóra puso fin a aquella sucesión de ideas absurdas.
– Me parece que estás dejando volar la imaginación, pensando toda clase de disparates. Pero sí que estoy completamente de acuerdo en que todo parece indicar que lo sucedido es algo más que un simple accidente. -Þóra hizo un esfuerzo para añadir lo que dijo a continuación-: ¿Los policías han registrado su habitación?
– Uno de ellos echó un vistazo al interior. El otro esperó conmigo en el pasillo. Sólo estuvo dentro un minuto o algo así, y cuando volvió se limitó a sacudir la cabeza.
– ¿No dijo nada de si había pasado algo anómalo en la habitación, ni preguntó quiénes tenían llave? -Un leve rubor recorrió las mejillas de Þóra.
– No, ni una palabra de todo eso. Prohibieron taxativamente que nadie entrase allí hasta que la policía científica hubiera terminado de hacer su trabajo en ella, y luego me pidieron que les enseñara el coche de Birna. Llevaban en una bolsita una llave electrónica que lo abría.
Þóra asintió pensativa. Realmente no parecía haber duda sobre la identidad de la muerta.
– Vaya, venga. -Miró a Jónas y esperó, incómoda, a que terminase de juguetear con aquel dichoso reloj. Sin duda tendría algo que ver con las terapias no convencionales, los campos de energía o algo por el estilo-. ¿Alguien deseaba la muerte de Birna? ¿Estaba metida en algún lío?
Jónas sacudió la cabeza lentamente.
– No, era una persona normal. -Þóra fue incapaz de imaginarse lo que aquel hombre podía considerar normal, pero concluyó que su escala de valores sería distinta a la suya propia-. Una persona excelente y una arquitecta brillantísima. -Jónas sonrió con dificultad-. Era Capricornio, constante y sincera. Sobre todo, una persona estupenda. Toda una persona de honor.
– ¿Pero nadie tuvo nunca un problema con ella? -preguntó Þóra-. ¿No se te ocurre nadie que hubiera podido tener algún enfrentamiento con ella que pudiera desembocar en semejante barbaridad?
Jónas volvió a ponerse el reloj en la muñeca y ahora dedicó a Þóra toda su atención.
– Hombre. Se me pasó por la cabeza si podía tener alguna relación con las apariciones.
Þóra ni siquiera sonrió.
– ¿Estás insinuando que uno de los fantasmas que aparecen por aquí ha cometido un crimen?
Jónas se encogió de hombros y levantó las manos abiertas.
– ¿Qué sé yo? Sencillamente, todo esto parece demasiada casualidad. Esta casa está embrujada. Birna aparece muerta justo ahí delante. Ella estaba trabajando en las reformas. Los fantasmas quieren mantener su entorno exactamente igual a como era cuando fallecieron. Luchan con uñas y dientes contra cualquier clase de alteración. ¿Qué va a pensar uno?
Þóra nunca había oído nada semejante ni tenía ningún interés especial en los fantasmas.
– Jónas, creo que está completamente excluida la posibilidad de que aquí hayan participado fantasmas.
– ¿Estás segura? -preguntó el propietario del hotel-. Birna estaba muy intrigada con la historia de este lugar. Decía que tenía que conocerlo bien porque, de otro modo, le resultaría difícil establecer relaciones afectivas con el espacio. No puede excluirse que haya removido las iras reprimidas de algún difunto y que haya acabado pagándolo con la vida. Quizá no directamente… pero quizá sí indirectamente. -Al ver que Þóra no sabía qué decir, continuó-: Puede que no exista una relación directa entre una cosa y otra. Y además tenemos que tener en cuenta este lugar. Esto está embrujado y los vendedores no dijeron nada al respecto. Una mujer ha muerto trágicamente… tal vez por algo relacionado con las apariciones. Será difícil no pensar en esta posibilidad, porque no sería ni mucho menos imposible que el asesino hubiera estado dirigido por fuerzas del más allá. ¿Comprendes?
Þóra no pudo menos que negar con la cabeza.
– Claro que sí, ¿no lo ves? Tú les cuentas a los vendedores que una mujer ha fallecido y que corren rumores de que ha sido el fantasma quien lo ha hecho. Toda esa cuestión puede llegar a dilucidarse en un juicio. Pero algo me dice que esa gente no tendrá el más mínimo interés en verse envuelta en un caso de asesinato, aunque sea de forma indirecta. ¿Tú querrías ser testigo en un caso de asesinato en el que el defensor del asesino dé a entender que callaste los hechos que acabarían por dar lugar al crimen? -Jónas sacudió la cabeza-. No, no te gustaría ni pizca. A ellos tampoco. Quizá así se consiga que acepten pagar compensación.
Þóra le interrumpió.
– ¿Qué más da si consigues una compensación? Tú tendrás que seguir con el hotel, ¿no pretenderás volverte atrás en la compra por este motivo? Si dices en serio lo del fantasma, dudo que consigas sobornarlo para que se largue.
Jónas sonrió.
– Naturalmente que no puedo hacerlo. Pero preveo que tendré que aumentar el sueldo de los empleados para que no se despidan y se larguen. Éste es un pueblo espiritual, sensible con las cosas sobrenaturales. Ya he empezado a preocuparme porque algunos han dado a entender que están pensando en dejar el trabajo. Mi presupuesto de operaciones se está viniendo abajo, y bien podría resultar que se evapore el escaso beneficio que tenía calculado. Los huéspedes de sitios como éste son también sensibles. No les interesa para nada tener que vérselas con seres del otro mundo. Y mucho menos, si puede costarles la vida.
Þóra tenía que digerir todo aquello. No le apetecía lo más mínimo intentar forzar a la gente a llegar a un acuerdo amenazándoles con involucrar sus nombres en un caso de asesinato, pero las palabras de Jónas sobre sus empleados eran un argumento de peso.
– Permíteme que lo piense más tranquilamente. -Hizo ademán de ponerse en pie, pero se detuvo-. Aunque todavía tienes que decirme algo sobre esas apariciones fantasmales. ¿Cómo se manifiesta el fantasma, en realidad?Jónas resopló.
– Puf. No sé por dónde empezar.
– Por el principio, por ejemplo -dijo Þóra un poco molesta.
– Sí, seguramente es lo mejor -respondió Jónas, a quien las palabras de Þóra no parecían haberle afectado en lo más mínimo-. Como ya te he dicho, la mayor parte de los empleados perciben más de lo que se ve a primera vista. -Þóra asintió-. Empezaron a sentir una presencia desagradable. Recuerdo que el lector de auras, que se llama Eiríkur, fue el primero que la notó. Luego fueron otros quienes la percibieron, y posteriormente todos los demás. Yo tardé mucho en darme cuenta, al principio pensé que serían simples imaginaciones. -Jónas miró a Þóra con cara de preocupación-. En realidad, es imposible explicárselo a quienes no son receptivos a estas cosas, pero sí que puedo afirmar que es algo que dista mucho de ser una sensación placentera. A lo que mejor se puede comparar es a cuando sientes que hay alguien siguiéndote. Como si estuviera ahí sentado mirándote desde algún rincón oscuro, por ejemplo. Eso es lo que me pasó a mí, al menos.
Aquel relato no hizo más que confirmar la opinión de Þóra de que se trataba de un caso de histeria colectiva. Uno había empezado con una historia confusa y luego fueron siguiendo los demás, uno tras otro, hasta que la imaginación de la gente acabó convirtiéndola en un hecho real y palpable.
– Jónas -dijo Þóra-. Tendrás que buscar algo mejor. Este pleito no tiene muchas posibilidades de salir adelante, si voy a ver a los vendedores y les repito lo que me has estado contando. Tendremos que contar con algún buen argumento, no basta con una historia de miedo por aquí y otra por allá.
Jónas la miró escandalizado.
– Pero es mucho más que eso. Una historia de miedo te hace temblar un momento. Esta sensación es permanente. Opresiva, es quizá la palabra más adecuada. La mayoría, por no decir todos, han oído llantos por las noches, gemidos de niños. -De pronto puso un gesto triunfante-. Y yo he visto un fantasma auténtico. Más de una vez, además. Su presencia ha ido aumentando últimamente.
– ¿Y dónde has visto ese fantasma? -preguntó Þóra escéptica.
– Fuera, sobre todo. Aquí delante -Jónas agitó la mano hacia la ventana que había detrás de él, sin mirar hacia allí-. No me resulta fácil explicar exactamente dónde estaba situado el fantasma, pues siempre que lo vi había neblina. Algunos fantasmas sólo aparecen en determinadas condiciones atmosféricas, y éste viene cuando hay niebla.
– Así que, me imagino, no podrás describirlo con detalle, ¿verdad?-preguntó Þóra.
– No, en realidad no. Excepto que sé perfectamente que se trata de una niña o una mujer. El ser era demasiado pequeño para ser un varón. -Jónas se echó hacia atrás en el sillón-. Aparte de que la vi aparecerse en el espejo de mi habitación. Entonces no me cupo duda alguna de que se trataba de una chica. Sucedió bastante rápido, pero…
– Dijiste que habías reconocido a la chica en una foto que encontraste. Difícilmente sucedería tan deprisa como para que no pudieras conservar en la memoria los rasgos de su rostro, ¿no?
– Ya, no sé exactamente cómo explicarlo. Estaba cepillándome los dientes y oí un leve crujido. Me quedé como petrificado, me incorporé y entonces vi al ente en el espejo, pasando por delante de la puerta. Mi subconsciente consiguió percibir suficientemente los rasgos de su cara, aunque me resultaría muy difícil describirla, pero reconocí el rostro en una de las fotos. -Jónas abrió uno de los cajones del escritorio y se puso a rebuscar algo mientras seguía hablando-: Ni siquiera pude seguir con la foto en la mano después de aquello. La metí en la caja y la cerré. Para ti no representará problema alguno mirarla, pero yo no puedo.
– Dudo que me quite el sueño -dijo Þóra, sonriéndole-. Me gustaría hablar con alguno de tus empleados sobre este asunto. Con ese tal Eiríkur, el lector de auras, por ejemplo.
– Ningún problema. En este momento no está aquí pero volverá mañana, creo. -Jónas encontró por fin lo que estaba buscando en el cajón. Le entregó a Þóra una llave vieja y pesada, metida en un gran aro metálico-. Ésta es la llave del viejo sótano. Las cajas de las que te he hablado están allí abajo. Échales un vistazo. Hay muchas cosas curiosas que pueden explicar las apariciones.
Þóra agarró la llave.
– ¿No me engaña la memoria si la vieja granja se llamaba Kreppa? -preguntó con gesto inocente.
El dueño del hotel la miró extrañado.
– Sí, es cierto. Originalmente eran dos terrenos que se fusionaron. Uno se llamaba Kreppa, el otro Kirkjustétt. -Jónas se encogió de hombros con indiferencia-. Birna se pasó mucho tiempo estudiando las peculiaridades de la propiedad.
– ¿Sí? ¿Y por qué? -preguntó Þóra, con más curiosidad todavía-. ¿Sigue en pie la vieja granja?
– Sí, está todavía en su sitio. Originalmente íbamos a construir el nuevo edificio al lado, como hicimos aquí, pero a Birna no le pareció bien. Pensaba que había demasiada distancia de un sitio a otro, y además le parecía que la casa estaba demasiado deteriorada. Puedes echarle un vistazo mañana, si quieres. Las llaves están debajo de una piedra, al lado de la entrada de la casa. Es interesante de ver, porque aún tiene todo el mobiliario antiguo.
– ¿Cómo es posible? -preguntó Þóra-. Cuando se realizó la venta, nadie vivía en las tierras.
– Ni idea -respondió Jónas-. En realidad, puede ser que ya se hayan llevado parte de esos trastos viejos, porque la hermana… -Jónas buscó en los recovecos de su memoria el nombre de la mujer. Hizo un círculo tras otro con el dedo mientras pensaba.
– ¿Te refieres a Elín Pórðardóttir? ¿La que te vendió las tierras? -intervino Þóra.
– Sí, justo -exclamó Jónas. El dedo índice se detuvo en mitad de un círculo-. ¡Elín, la hermana! Llamó aquí hace un par de meses y dijo que por fin podrían llevarse los trastos. Yo estaba en el pueblo, así que no hablé personalmente con la mujer, sólo recibí el recado, me lo dio Vigdís, la de recepción. Su hija vino un poco después y le explicaron dónde podría encontrar la llave. Quizá lo mejor haya sido que ninguno de los dos se reuniera conmigo, porque yo les habría soltado unas cuantas cosas sobre las apariciones.
Þóra se sentía incapaz de seguir hablando de fantasmas.
– ¿Cómo es que querían el mobiliario? -preguntó-. No recuerdo que se discutiera ese asunto al cerrar la venta.
– Ya, fue cosa de palabra -explicó Jónas-. Lo discutieron conmigo en algún momento del proceso, y yo les dije que se llevaran lo que quisieran. -Y añadió triunfante-: En realidad, les indiqué que prefería que lo hicieran lo antes posible, porque quería utilizar la casa o derribarla.
Þóra asintió con la cabeza. Miró el reloj de la pared.
– Quizá vaya a verla durante el fin de semana. Quién sabe si me encuentro a la tal Elín o a su hermano. -Echó un vistazo a su reloj de pulsera-. Creo que esperaré hasta mañana para revisar las cajas. Ya se ha hecho demasiado tarde.
Jónas estuvo de acuerdo.
– No son cosas que convenga mirar antes de dormir, te lo aseguro. -Sonrió estúpidamente-. Crea uno en fantasmas, o no.
La ropa de cama era la mejor que Þóra había usado nunca. Bostezó y se estiró, decidida a disfrutar al máximo del sueño. El grueso almohadón de plumas encajaba perfectamente en su cuello, y se propuso preguntarle a Jónas dónde había comprado aquella maravilla. Alargó la mano hacia la mesilla para agarrar el mando a distancia y apagó la televisión. Sintió cómo el sueño la iba invadiendo mientras cerraba los ojos, y poco después su respiración era ya regular y sus pensamientos habían perdido todo contacto con lo terrenal. Por eso, ni siquiera se despertó por un instante cuando un débil gemido infantil penetró por la ventana abierta.