Pocas cosas le disgustaban más a Gauti que trabajar en una autopsia un sábado por la mañana temprano, y peor aún si había tenido que hacer los preparativos la noche anterior. Las noches de los viernes se podían dedicar mil veces mejor a cualquier cosa que no fuera el olor de desinfectante y la compañía de los muertos en el sótano del Hospital General. A esas horas tenía que estar en un bar rodeado de mujeres fáciles, envuelto en una espesa nube de humo de los cigarrillos. Gauti pensó si debería cambiar de trabajo de una vez por todas. Ahora todos parecían encontrar empleos bien pagados. Más o menos. No estaba seguro de que el gremio bancario fuera a aceptar sin más sus cinco años de experiencia como ayudante de autopsias, pero todos sus colegas parecían haber conseguido algún trabajo. Intentó imaginarse a sí mismo con chaqueta y corbata detrás de una mesa, un ejecutivo dedicado a hacer la autopsia de la situación financiera de los clientes y a darles después buenos consejos que, a fin de cuentas, les conducirían al aumento de sus deudas. No, de momento, la convivencia con los muertos era más variada y entretenida. Examinó la bandeja del instrumental y comprobó que todo estaba en su sitio, también el cadáver, cubierto con una sábana blanca. Sólo faltaba el forense. Gauti miró el reloj que colgaba en la pared detrás de él. El médico llegaba tarde. Hrannar Pétursson. Suspiró. Todo lo malo siempre podía empeorar. Era un engreído de lo más fastidioso y que, encima, era un especialista poco serio. Sus descuidos en el trabajo no le habían acarreado nunca ninguna consecuencia, pero algunas veces Gauti había tenido que señalarle algunos errores tan evidentes que incluso él se había percatado de ellos. Que Gauti le indicara sus equivocaciones ponía de los nervios a Hrannar, pero hacía como si nada, e incluso se divertía sacándole de quicio.
La puerta de la sala de autopsias se abrió y Hrannar entró con grandes aspavientos. Iba acompañado de un joven al que Gauti ya conocía, pero cuyo nombre no recordaba. Había estado haciendo algo en el departamento la semana anterior, pero Gauti sabía que nunca había asistido a una autopsia.
– Buenos días -saludó Hrannar con altanería, señalando con la mano a su acompañante-. Éste es Sigurgeir, estudiante de quinto año de medicina, al que he autorizado a acompañarme. No todos los días podemos examinar un cadáver como éste.
Gauti hizo una señal con la cabeza dirigida a Sigurgeir, que sonreía tenso, y levantó la sábana que cubría el cuerpo. Observó la reacción del estudiante. El joven apenas pudo contener las ganas de vomitar que se adueñaron de él. Hrannar hizo como si no se diera cuenta, inclinándose tanto sobre la cabeza de la muerta que su nariz casi la rozó. Luego se incorporó, sacó el dictáfono y comenzó la clase.
– Sobre la mesa yace una mujer desconocida que fue hallada muerta en una playa del sur de Snæfellsnes. Los rasgos del rostro son irreconocibles a causa de considerables heridas que pueden haber sido infligidas post mortem por algún animal…
– Papá no es nada divertido. Lo único que hace es dormir. Y Gylfi, lo mismo. Quiero irme contigo.
Þóra se quitó las legañas de los ojos y se incorporó en la cama, apoyada en la almohada. Había agarrado el móvil que estaba sobre la mesilla de noche, respondiendo sin haber conseguido despertar del todo, y carraspeó antes de contestar a su hija. Recordaba muy vagamente algo sobre un sueño de fantasmas y niños que lloraban, pero aquella imagen se le escapaba y no consiguió recuperarla.
– Hola, Sóley. ¿Te has despertado ya? -Miró el reloj y vio que eran las ocho menos veinte-. Uf. Pero si es tempranísimo, cariño. Hoy es sábado. Papá y Gylfi quieren dormir bien para poder ser más divertidos el resto del día.
– Puf. -La suave vocecita estaba llena de reproche-. No serán nada divertidos. Sólo me lo paso bien contigo. Tú sí que eres divertida. -La conexión era tan mala que la voz de Sóley parecía salir del interior de un barril.
«Las cosas son como son», pensó Þóra, que conocía por propia experiencia que aquella admiración tardaría en desaparecer. Sóley sólo tenía seis años, y aunque estaba a punto de cumplir los siete, quedaban por delante bastantes años en los que Þóra desempeñaría el papel primordial en su vida.
– Regresaré a casa pasado mañana por la tarde. Entonces haremos algo divertido. Te llevaré conchitas de la playa, si quieres.
– ¡La playa! ¿Estás en la playa? -Sóley suspiró-. ¿Por qué no puedo estar contigo? Tengo muchísimas ganas de ir a la playa.
Þóra se mordió el dorso de la mano por haber mencionado la playa. Como vivían cerca del mar, ni siquiera se le había ocurrido pensar que una playa pudiera llamarle la atención.
– Ay, cariño, sabes que tienes que pasar el fin de semana con papá. A lo mejor podemos venir aquí juntas este verano.
– ¿Con la caravana? -preguntó Sóley entusiasmada.
Þóra suspiró para sus adentros.
– A lo mejor. Ya veremos. -No conocía nada más horrible que conducir con aquel trasto a remolque, y ni siquiera había aprendido aún a dar marcha atrás. Los escasos viajes que habían hecho con la caravana los había organizado de tal forma que no había tenido necesidad de dar marcha atrás-. Ahora pon la tele, porque acaba de empezar el programa infantil. Papá y Gylfi se despertarán enseguida. ¿Vale?
– Vale -dijo Sóley con voz muy mustia-. Adiós.
– Adiós, cariño. Te echo de menos -se despidió Þóra, y colgó. Se quedó un rato mirando el teléfono, preguntándose cómo había llegado a aquella situación. Su matrimonio se había ido al garete relativamente pronto, pero ella se había obstinado en no reconocerlo, impidiendo así un final decente. Durante once años todo había transcurrido más o menos normal, pero el final del camino había llegado rápidamente muy poco después. Hannes y ella se separaron año y medio más tarde. Ella sentía ciertos remordimientos de conciencia al ver a los niños siempre de un lado a otro, y de que tuvieran dos casas. Pero no había mucho que se pudiera hacer al respecto, y jamás volvería con Hannes, aunque fuera campeón mundial en dar marcha atrás con una caravana. Se levantó de la cama, se quitó de encima aquellos opresivos pensamientos y se metió en la ducha. Después se vistió con unos vaqueros, unas deportivas y un gastado jersey con capucha, preparada para bajar a cualquier sótano polvoriento. Al mirarse en el gran espejo, comprobó que sólo le faltaba la mascarilla de motonieve para ponerse a atracar bancos como Dios manda.
En el comedor la esperaba un bufé de desayuno muy bien surtido. Þóra no estaba acostumbrada a comer mucho por las mañanas, pero todo estaba tan bien presentado y resultaba tan apetitoso que no pudo resistirse, y llenó un plato grande con huevos revueltos, beicon y pan tostado. También se decidió por algunas frutas para darle un toquecito de color. La dieta que se había impuesto había quedado definitivamente olvidada. En el restaurante estaban ocupadas la mitad de las mesas. Þóra sintió curiosidad por saber qué clase de gente se alojaba en un hotel como aquél, que no sólo era carísimo sino que encima ofrecía todos aquellos elementos new age. No consiguió descubrir ninguna característica peculiar en los huéspedes. Eran de todas las edades y de distintas nacionalidades, aunque la mayoría parecían islandeses.
En tres de las mesas había personas solas, como Þóra: dos hombres, uno joven y el otro anciano, y una mujer de mediana edad. Þóra supuso que todos debían de ser compatriotas. El hombre mayor parecía fuera de lugar entre los huéspedes. Þóra imaginó que sería abogado o inspector de hacienda. La mujer parecía encajar todavía menos, tan silenciosa y con un aspecto tan triste, con los ojos clavados en la taza de café que tenía ante ella sobre la mesa. En el plato había un montón de comida que no parecía haber tocado. Aquella mujer tenía un aspecto tan penoso que Þóra no pudo evitar sentir compasión por ella. El joven, en cambio, era como una parte más del entorno y Þóra dejó que sus ojos se detuvieran en él. Lo hizo única y exclusivamente porque era guapísimo, moreno, bronceado, y con todo el aspecto de practicar culturismo de competición sin necesidad de esteroides. Þóra sonrió para sí, nostálgica, pero cambió el gesto en cuanto el joven miró hacia ella y le devolvió la sonrisa. Avergonzada, se bebió el café de un sorbo y se puso en pie. El muchacho hizo lo mismo. Llevaba una pierna vendada, y agarró una muleta que tenía apoyada sobre la silla de al lado. Se dirigió cojeando detrás de ella hacia la salida.
– ¿Eres islandesa? -oyó Þóra que decían detrás de ella.
Þóra se dio la vuelta y vio que, a corta distancia, el joven no era, en absoluto, más feo que de lejos.
– ¿Yo? Sí, claro -respondió ella, deseando no ir vestida de atracadora de bancos-. ¿Y tú? -añadió con una sonrisa.
Él devolvió la sonrisa y le tendió la mano.
– No, yo soy chino, interesado por la lengua islandesa. Me llamo Teitur.
– Þóra. -Aferró la mano que le tendía el joven.
– Tienes que ser recién llegada -dijo él, mirándola directamente a los ojos-. Si no, me habría dado cuenta de que estabas por aquí.
«Así que ésas tenemos», pensó Þóra, aunque sin dejar traslucir nada.
– Llegué ayer. ¿Y tú? ¿Llevas mucho aquí?
El joven volvió a sonreír.
– Una semana.
– ¿Y te gusta? -preguntó Þóra como una tonta. Siempre se comportaba de una forma un tanto patosa en la relación con el sexo opuesto, sobre todo si se trataba de hombres más jóvenes que ella.
Levantó las cejas con gesto alegre.
– Ah, sí. Esto es estupendo. Estoy realizando una especie de viaje de trabajo y de placer, y me parece estupendo poder unir las dos cosas. Con la excepción de esto. -Se apoyó en la muleta y levantó la pierna enyesada.
– Oh -dijo Þóra-. ¿Qué te ha sucedido?
– Me caí de un caballo como un auténtico burro -respondió-. Puedo con todo lo que hay aquí excepto con los paseos a caballo. En realidad no me caí, el caballo se desbocó y me tiró al suelo. Y así me torcí el tobillo, aunque puedo considerarme afortunado de que gracias a ello pueda librarme de los caballos antes de que las cosas fueran a peor. Mantente lo más alejada que puedas de ellos.
Þóra sonrió.
– No te preocupes. No pienso ni remotamente acercarme por allí. -Þóra se dedicaría a los trineos tirados por perros antes que a hacer una excursión a caballo-. Has dicho que estabas trabajando. ¿A qué te dedicas? -preguntó, más que nada, por mera curiosidad. No le parecía muy probable que aquél fuera un lugar muy cómodo para trabajar, excepto si el hombre era escritor.
– Soy corredor de bolsa. Un trabajo bastante estresante, pero que tiene la gran ventaja de que se puede practicar en cualquier sitio donde estés, lo único que hace falta es un ordenador y una conexión a Internet. ¿Y tú? ¿Qué haces?
– Soy abogada -explicó Þóra, afirmando con la cabeza como para asegurarse de que la creyera. Dios mío, que poco refinada era a veces.
– Bueno -dijo Teitur-. Oye, ¿qué te parece si te enseño la zona? Después de la semana que llevo aquí, me conozco hasta el último rincón.
Þóra le sonrió. Dudaba de que, en sólo una semana, se hubiera podido convertir en un especialista en aquel lugar, Además, el joven no parecía capaz de pasear mucho con un solo pie.
– ¿Quién sabe? Ya veremos.
– Estoy más o menos libre -dijo Teitur sonriente-. No tienes más que darme un toque.
Þóra le devolvió la sonrisa y se despidió. En aquel momento, iba a dedicarse a algo muy distinto que a pasear tan contenta por los alrededores en compañía de aquel hombre tan guapo: tenía que encerrarse en un sótano polvoriento a ver viejas fotos. Por muy despacio que pudiera caminar el chico. Pues sí.
La mayor parte de los órganos internos de la muerta reposaban en las bandejas metálicas. El cerebro estaba en una, los pulmones en otra mayor, el hígado en la tercera y así sucesivamente. El bufé de la muerte, que hacía ya mucho tiempo que había dejado de incomodar a Gauti. Sin embargo, tuvo que rebobinar su pasado hacia atrás muchos años para recordar un cadáver tan maltratado como aquél. Confiaba en que la mujer hubiera muerto rápidamente, o que hubiera perdido la consciencia antes de que le hicieran todo aquello.
Hrannar se dirigió hacia el lavabo, quitándose los guantes.
– Bueno. La mujer fue violada brutalmente pero su muerte puede achacarse a golpes reiterados en el rostro. A causa de ellos, los rasgos de la cara son irreconocibles y también por la agresión post mortem de algún animal, seguramente un zorro. No es posible determinar si la mujer conservaba la consciencia mientras se producía la violación, pero en el cuerpo no se encontraron heridas que pudieran indicar que había opuesto resistencia. Probablemente recibió un golpe antes del inicio de la violación y está claro que falleció antes de la conclusión de ésta. Igualmente puede suponerse que los golpes se propinaron en el transcurso de la misma. Presencia de semen, presumiblemente del autor, en la vagina, y cuyo análisis, así como el de unos cabellos hallados al rasurar sus genitales, podrán indicar en su momento quién es el culpable. No me parece posible otra cosa. La cantidad de semen es realmente sorprendente, lo que da pie a pensar que se trata de más de un culpable. -Sus palabras iban dirigidas al estudiante de medicina, que estaba pálido y silencioso al lado de Gauti-. Y es necesario redactar con mucho cuidado la descripción de los alfileres en el informe de la autopsia. No todos los días nos traen un cadáver con algo semejante en las plantas de los pies. Algo me dice que el asesino quiso indicar algo con tal acción. Lo único que se me ocurre es que se trate de un enfermo mental o algún sádico. Al menos, no puedo imaginar ninguna razón simple que pueda explicar por qué actuó de semejante forma. -Señaló diez alfileres sanguinolentos que había extraído de las plantas de los pies de la mujer y había metido en un frasco de plástico transparente. Se quitó la bata pringosa y se pasó los dedos por el pelo-. ¿Podríais redactarlo todo bien y enviar el informe inmediatamente a investigación? La policía está esperando impaciente las conclusiones. -Dicho esto, se dirigió hacia la puerta.
– Uno se acostumbra, no te preocupes -le dijo Gauti al muchacho, dándole una palmadita en la espalda para animarlo. Dejó los guantes ensangrentados en la batea de plástico blanco-. Te has portado muy bien.
– Asqueroso -balbuceó el estudiante en voz muy baja para que sólo llegara a oídos de Gauti-. ¿Cómo pudo ocurrírseme que esto sería mejor que el servicio de salud de Hvammstangir?
Þóra miró fijamente las estanterías llenas de cajas en el sótano que acababa de iluminar. Un resplandor mortecino surgía de una araña rusa en medio de la habitación, y había una diminuta ventana, tan sucia que la escasa luz que se filtraba por ella era de color parduzco. El olor a moho se le metía por la nariz y la boca. Vaya. Estaba tentada de pedirle a Jónas que le subiera las cajas a su habitación. Para colmo de males, los puntales de madera que sostenían el techo parecían estar carcomidos y a punto de desplomarse. Þóra hizo una mueca al pensar en la cantidad de animalillos que, sin duda, vivirían allí, pero se serenó y se acercó al estante más bajo. Le pareció que se trataba en total de doce cajas de madera, grandes y antiquísimas, pero era difícil ver con claridad su número, por la forma en que estaban colocadas. Levantó con cuidado la tapa de la caja superior y tuvo la precaución de echarse un poco hacia atrás por si algo saltaba de ella. No pasó nada, de modo que miró con cuidado.
Abrió los ojos de par en par. Había esperado de todo, menos aquello.
En lo más alto de la caja había una bandera doblada, con la cruz gamada. El círculo blanco que rodeaba la cruz estaba un poco amarillento y la tela áspera al tacto. Þóra no pudo evitar una mueca de asombro cuando la levantó con mucho cuidado y la puso a un lado. Debajo de la bandera había un montón de periódicos y revistas, aún más amarillentos que la bandera. La primera revista se llamaba Island y tenía el símbolo nazi justo en el centro, debajo del nombre. Jónas no le había mencionado nada de eso en su ridículo discurso sobre los fantasmas y las historias tenebrosas de la casa. Levantó la revista y vio que otros ejemplares del montón eran similares. Estaba editada por el Partido Nacional. Þóra sacudió la cabeza. Recordaba que en Islandia había existido un reducido grupo, simpatizante de los nazis, antes de la guerra, pero era incapaz de acordarse de lo que habían hecho. Evidentemente, habían editado algunas cosas, aunque las revistas tenían pocas páginas y no incluían nada demasiado interesante, a juzgar por aquellos ejemplares. Al hojear el montón, vio también algunos números de la revista estudiantil Mjölnir, editada, según se indicaba en la portada, por la Asociación de Estudiantes Nacionales. Þóra sacó de la caja el montón de revistas para ver lo que se escondía debajo, y encontró una camisa doblada, un brazalete con la cruz gamada y un cinturón unido a una correa de cuero que parecía destinada a cruzarse sobre el hombro. Eso era todo. Había llegado al fondo de la caja, cuando descubrió un objeto de latón, que resultó ser otra esvástica, y una especie de vaina, cuya función, si es que tenía alguna, Þóra no alcanzó a comprender. Allí había también una multitud de recortes de periódico con anuncios de bailes, acampadas y reuniones, aparentemente organizados por los nacionalistas, junto con cosas que no tenían mucho que ver con la política, como una billetera vieja, zapatos y fotos de personas que no parecían llevar ninguna cruz gamada. En las fotos no se veía ningún niño, pero eran casi todas del mismo estilo, con personas endomingadas y en la flor de su edad, unas veces sentados sobre mantas en excursiones campestres, otras veces de pie, al lado de la pared de una casa. Þóra no supo discernir si la pared que se veía en varias fotos formaba parte de la vieja granja en la que estaba en aquel momento, pues sólo se veía una pequeña parte. A juzgar por las ropas, las fotos habían sido tomadas antes de la guerra.
Þóra intentó volver a colocar las cosas en el mismo orden en que las había sacado. Estaba segura de que la caja no había sido abierta desde hacía muchos años, y que daría igual el orden en que lo dejara todo. Pero pensó que lo más correcto sería dejarlo tal y como lo había encontrado. En la siguiente caja que examinó encontró pocas cosas que le llamaran la atención. Allí había principalmente paños de ganchillo con dibujos de flores y cenefas doradas. En la tercera caja, en cambio, había un viejo álbum de fotos. La abuela de Þóra tenía un álbum parecido y quizá por ello la invadió una cierta sensación de tristeza, haciéndole pensar en la brevedad de la vida y lo rápidamente que se borran los recuerdos. Por ejemplo, sería difícil encontrar a alguien que hubiera conocido a las personas de las fotos del álbum, y dentro de muy poco sería prácticamente imposible. Se sentó sobre una de las cajas para poder mirar las fotos con tranquilidad.
Levantó la gruesa tapa de la cubierta. En la primera página, y debajo de una especie de guarda, que más bien parecía papel cebolla, aparecían fotografías relacionadas con la antigua granja. La casa, que en ellas tenía un aspecto casi nuevo, no había cambiado prácticamente nada, y en una placa de madera grabada delante de la entrada se podía leer Kirkjustétt. Þóra tomó con mucho cuidado una esquina de la foto y la sacó de la bolsita que la protegía. Detrás de ella había un sello que indicaba que había sido tomada, o revelada, en el año 1919. Con una caligrafía muy cuidada, que tenía que pertenecer a una mujer, estaba escrito: Bjarni Pórólfsson y Aðalheiður Jónsdóttir. Þóra estudió la foto con más detenimiento y vio que el fotógrafo estaba de espaldas al sol, porque la pareja intentaba como podía poner un gesto natural al tiempo que se protegían de la luz. Eran gente apuesta, un hombre de elevada estatura con cabello espeso y abundante, que le caía por detrás del cuello, y una mujer joven y delgada vestida con una falda hasta los tobillos, zapatos de domingo de tacón bajo y un sombrero de estilo antiguo que le cubría la cabeza completamente. Bajo el sombrero asomaba su cabello rubio. Por su parte, él vestía unos pantalones anchos de color claro, con grandes y llamativas vueltas, camisa y tirantes. Estaban los dos bien envarados uno junto al otro, frente a la pared de la casa, con los brazos a los costados. Posiblemente serían los dueños de la casa en otra época.
En la misma página había otra foto con el mismo tema aunque ahora se había sumado otra pareja. Þóra volvió a colocar la primera foto en su lugar y sacó la otra. Con la misma caligrafía se podía leer que además de Bjarni y Aðalheiður, estaban allí también Grímur Pórólfsson y Kristún Valgeirsdóttir. No hacía falta comprobar que tenían el mismo patronímico para darse cuenta de que Bjarni y Grímur eran hermanos. Había escasa diferencia en su aspecto, aunque vistieran ropas bastante diferentes. Observó detenidamente la imagen, pero no pudo leer nada en el gesto de aquellas personas, porque el sol les hacía tener la cara arrugada. Sí que vio, sin embargo, que la que debía de ser la esposa de Grímur era muy distinta a la rubia Aðalheiður. Parecía mayor en edad y bienestar, si tal descripción existiera. Era más gruesa y una cabeza más baja, e iba vestida con una falda de diario, un grueso jersey y zapatos planos. El cabello oscuro estaba recogido detrás de forma muy sencilla. Þóra se preguntó cómo habrían acabado juntas aquellas dos mujeres tan distintas. Pasó página.
En la plana siguiente había tres fotos de la joven pareja, Bjarni y Aðalheiður, todas en el exterior. Había pocas variaciones con respecto a las primeras fotos, con la excepción de que la joven ya no llevaba sombrero en la cabeza. Þóra siguió pasando páginas y estudió dos fotografías en las que el hermano mayor y su esposa estaban junto a la pareja más joven, pero al grupo se había añadido un niño pequeño: una muchachita de cabello oscuro, gordita, como era costumbre en aquellos tiempos. Þóra miró detrás de la foto y vio que la niña se llamaba Edda Grímsdóttir, hija del hermano mayor. La foto había sido tomada el año 1922, y la criatura parecía tener un año de edad. Las fotos siguientes habían sido tomadas con intervalos de varios años. En una, que tenía la indicación del año 1923, Þóra tuvo la clara sensación de que Aðalheiður, la más joven de las dos mujeres, se encontraba en estado, pero en las fotografías posteriores no había ni huella de un niño. Nada hasta que dio con una foto del año 1924. Había allí una foto de una pareja joven con un bebé de meses en brazos. Había sido tomada en un taller de fotografía. El bebé estaba envuelto en un mar de puntillas, y en la parte de atrás de la foto se comprobaba que era una niña de nombre Guðný. A continuación, venía otra foto de una niña, pero era extrañísima. La pequeña parecía dormida, vestida con un gorro de ganchillo que le cubría la coronilla, y un vestidito de ganchillo. El cuerpo estaba en una posición sorprendente, si es que la niña estaba realmente dormida. Ninguno de los dos hijos de Þóra había dormido jamás en aquella postura, con las manos cruzadas sobre el pecho y las piernas estiradas. Þóra despegó la foto y miró lo que ponía detrás. Estaba escrito el nombre de la niña, Edda Grímsdóttir, y dos años, con una cruz negra trazada delante del segundo. Había muerto el mismo año que Bjarni y Aðalheiður habían tenido a su pequeña. Þóra volvió a colocar la foto en su sitio y resopló. Sabía que en aquella época se tenía por costumbre fotografiar a los difuntos, pero nunca había visto una imagen como aquélla, y mucho menos la había tenido en las manos. Pensó si se trataría de la fotografía a la que se refería Jónas cuando dijo que había visto una foto del fantasma.
Tuvo la sensación de que ya había empezado a conocer a la gente de la granja cuando hojeó el resto de las páginas. En realidad, aquella imaginada familiaridad tuvo el efecto de que se quedara un tanto mustia al ver lo mal que se había portado el tiempo con aquella familia. Por ejemplo, no se veían fotos del hermano mayor posteriores al año 1925. Seguramente él y su esposa se habían trasladado a otro lugar o habían desaparecido de la vida del matrimonio más joven, por algún motivo. Tal vez la pérdida de su hija Edda había sido la causa de su abandono del hogar. Aðalheiður desaparecía también de las fotos a partir de 1927. La última foto en la que se la veía mostraba claramente que estaba en estado de buena esperanza, pero era de 1926. La caligrafía del dorso de las fotos cambiaba también a partir de esa fecha; era una escritura mucho más descuidada y no hacía falta ser un experto grafólogo para comprender que se trataba de escritura masculina. Þóra creyó vislumbrar un gesto apenado en Bjarni, el marido de ella, a partir de entonces. En las fotos, sin embargo, estaba siempre sonriendo cariñosamente a Guðný, quien, a juzgar por las fotos, iba creciendo estupendamente, bella como su madre y, al mismo tiempo, muy parecida a la familia de su padre.
El álbum de fotos no estaba lleno. Las últimas dos imágenes de Guðný la mostraban de pie frente a la pared de la casa, que parecía el lugar favorito de la familia a la hora de sacarse fotos. Ahora se había convertido en una muchachita adolescente, de formas bien marcadas y con el cabello rubio ondulado. Þóra se imaginó que debían de haberla considerado una preciosidad, ya que su aspecto no desmerecía en lo más mínimo del de las poquísimas estrellas de cine que Þóra recordaba de aquella época. Las dos fotos eran del año 1941, y habrían sido deliciosas si Guðný hubiera estado sola en ellas. No era así, porque la muchacha estaba flanqueada por dos hombres jóvenes, con la espalda tiesa como un palo y rostro solemne. No era la estúpida pose de los jóvenes lo que hacía extraña aquella foto, sino sus ropas. Los dos llevaban unos sencillos pantalones oscuros y camisas blancas, y en el brazo una banda con la cruz gamada. En el pecho se cruzaba un extraño cinturón con una correa, y en una mano sujetaban un gran mástil de bandera, que no ondeaba, sino que colgaba inmóvil. Pero no hacía falta verla para sacar la conclusión de que sería la bandera del partido nazi, porque lo más alto del mástil estaba coronado por la cruz gamada que Þóra había encontrado en la primera caja. La vaina estaba destinada, evidentemente, a insertarla en aquel lugar. El nombre de aquellos hombres no estaba anotado en la parte posterior de la foto, solamente el año y el nombre de Guðný.
A continuación venían solamente tres planas vacías. En la primera de ellas resultaba evidente que habían quitado una foto, la superficie oscura que marcaba el lugar donde había estado pegada llamaba la atención con sus bordes levantados y las bolsitas triangulares de las esquinas aún pegadas. Þóra sacudió el álbum con la esperanza de que alguien hubiera metido alguna otra foto entre las páginas, pero nada cayó. Lo dejó a un lado.
Se puso en pie. La luz de aquel sótano en tinieblas era tan mortecina que, sin duda, estudiaría mejor las fotos en su habitación. Además, quería preguntarle a Jónas si alguna de las niñas del álbum era el fantasma que decía haber reconocido en una foto. Se produjo un chirrido en cada escalón de la escalera de madera que llevaba al exterior, y Þóra dio gracias por no tener sobrepeso. Cuando llegó al nivel del hotel respiró hondo, contenta de haber dejado atrás el olor a moho. Disfrutó del aire fresco unos instantes y luego dirigió sus pasos hacia la puerta de entrada.
Delante de una ventana del pasillo vio a Sóldís, la muchacha que la había acompañado a la habitación a su llegada, el día anterior. Estaba fumando, apoyada en la pared de la casa. Þóra decidió dar un rodeo para charlar con ella un poco más tranquilamente sobre las historias que, según había insinuado, circulaban sobre la casa o el terreno.
– ¡Hola, Sóldís!
La muchacha se dio la vuelta. Su gesto era tan inexpresivo que Þóra no pudo distinguir si se alegraba o se sentía molesta de volver a verla. En todo caso, no huyó.
– ¿Sí?
Þóra se dirigió hacia la muchacha.
– Hola, ¿no me recuerdas?
– Sí, sí, claro que sí. Estás alojada aquí. Una amiga de Jónas.
– Exacto. -Þóra sonrió amistosa-. Oye, ayer mencionaste algo sobre unas viejas historias acerca de este lugar, y dijiste que en otro momento me las contarías. ¿Tienes tiempo ahora?
La muchacha torció el gesto pero consiguió no mirar a Þóra a los ojos.
– Tengo que volver al trabajo.
– A Jónas le parecerá bien. Estoy intentando ayudarle, y aunque pueda parecer improbable, puede ser que esas historias sobre este lugar me faciliten las cosas para hacerlo. -Þóra esperaba que aquello funcionara.
La muchacha se removió en el sitio, incómoda, pero se encogió de hombros con indiferencia.
– Vale. A mí me da completamente igual.
– Magnífico -exclamó Þóra-. ¿Te parece que entremos? -El tiempo seguía un tanto desapacible aunque la niebla se hubiera despejado un poco. En realidad, era como si sólo hubiera subido unos cuantos metros, porque aún se veía únicamente la parte más baja de los montes cercanos
La muchacha volvió a encogerse de hombros.
– Vale. Como te he dicho, a mí me da igual. -Se puso en marcha y Þóra la siguió. Entraron por la puerta destinada a los empleados y desembocaron en una gran cocina que seguramente servía al restaurante. Allí, Sóldís se sentó al lado de una mesita de cocina destinada a los empleados y le hizo una seña a Þóra para que hiciera lo mismo. Extendió la mano hacia un termo de considerable tamaño y agarró dos tazas de un enorme montón de tazas y vasos que estaban en un extremo de la mesa.
– Yo me crié aquí, y mi abuela me contó toda clase de historias sobre la comarca. Trols y todo eso, ya sabes. La mayor parte son simples tonterías, pero algunas tienen una base verdadera, por lo que me contó -explicó Sóldís, dándole a Þóra una humeante taza de café.
Þóra asintió.
– ¿Como qué? -Alargó el brazo hacia un pequeño cartón de leche y vertió unas gotitas en su café.
– Bueno, como lo de estas tierras de aquí. Mi abuela me dijo que sobre ellas pesa una maldición.
– ¿Una maldición? -Þóra no pudo evitar enarcar las cejas con un gesto de sorpresa.
– En otros tiempos, este malpaís era conocido por sus expósitos. Las mujeres de la región que no podían mantener a sus hijos se los llevaban y los abandonaban aquí. -Miró a Þóra y se estremeció-. Horrible. La gente todavía puede oírlos. Más aún, yo misma los he oído.
Þóra tuvo que hacer lo posible por no atragantarse con el café. Se inclinó para acercarse a ella.
– ¿Me estás diciendo que has oído el llanto de un niño, o de varios niños, que fueron abandonados en la lava hace cientos de años? -preguntó.
Sóldís miró a Þóra con gesto pensativo.
– No soy la única que lo ha hecho, créeme. Casi todo el mundo de por aquí ha oído el llanto. Incluso ha sucedido hace poco. Nunca lo había oído hasta que empecé a trabajar aquí.
– ¿Y cómo es posible? -preguntó Þóra.
– Eso no lo sé. Mi abuela me dijo que pasa y luego llega un momento en que deja de suceder. Ella recordaba historias de un llanto espantoso que salía de aquí mismo, en los años cuarenta. Uno de los granjeros vino a intentar averiguar qué era, porque pensaba que sería un niño de carne y hueso, y llegó a oírlo llorar débilmente justo a su lado, pero no pudo encontrarlo por ningún lado. Se fue pitando a su casa y nunca se atrevió a acercarse a esta granja otra vez. Mi abuela me contó que poco después terminó la guerra y quizá los niños abandonados lo notaron y estaban manifestando su alegría. O su furia. A lo mejor está a punto de pasar algo malo. Claro, o algo bueno, también puede ser.
Þóra llamaba a aquello rezar a Dios y al diablo. Estaba claro que siempre pasan cosas y, en consecuencia, siempre hay algo a punto de suceder. Da igual que sea bueno o malo. Por esa regla de tres siempre se podría explicar por qué volvían a llorar los niños abandonados, los expósitos. No era de extrañar que las apariciones del fantasma se hubiesen extendido como el fuego entre los empleados, pues la explicación servía tanto para un roto como para un descosido.
– ¿Has visto algún expósito? -preguntó Þóra-. ¿O alguna otra cosa en el hotel?
– No, por Dios -exclamó Sóldís-. Afortunadamente no. Son espantosos. A lo mejor hasta me volvía loca al verlos, compréndeme.
– Tranquila -dijo Þóra, maternalmente-. Esa historia de que el malpaís era un sitio habitual para abandonar a los niños… ¿la conoce todo el mundo?
– Sí, desde luego -respondió Sóldís-. Se dice que ningún niño de aquí ha llegado a adulto. Todos lo saben. -Vio que Þóra tenía dificultades para digerir aquello-. Mira en el cementerio. Mira las lápidas. Verás que no es ningún bulo.
Þóra pensó involuntariamente en la foto de la niña muerta, Edda Grímsdóttir.
– Digamos entonces que la aparición del fantasma está relacionada con los expósitos -dijo Þóra-. ¿Cómo explicas la aparición que vio Jónas, y también otros más, según tengo entendido? Ese fantasma no era un bebé.
– Ese espectro no es un niño abandonado -afirmó Sóldis-. Podría haber sido la madre de alguno de los niños, condenada a buscarlo hasta el fin de los tiempos. O quizá sea el fantasma de la vieja errante.
– ¿El fantasma de la vieja errante? -repitió Þóra sin comprender nada en absoluto-. ¿Así que hay otros fantasmas en la región, no sólo los de los niños abandonados?
– Sí-respondió Sóldís-. Un montón. Pero los niños abandonados y el espectro de la vieja errante son los únicos que conozco que son exactamente de estas tierras. Esa historia sucedió aquí, pero antes de que se construyeran las dos granjas, cuando aquí había un perchel.
– ¿Un perchel? -preguntó Þóra.
– Bueno, esas chabolas de pescadores. Marinos y demás -respondió Sóldís-. Un montón de trabajadores, sabes. Marineros, en realidad.
– ¿Y qué tiene que ver eso con el encantamiento? -preguntó Þóra cautelosa.
– Muchísimo -dijo la chica de sopetón-. Mi abuela me dijo que los percheleros de allí mataron a una mujer errante y encima utilizaron su carne como carnada.
– ¿Como carnada? -dijo Þóra con una mueca.
– Sí, carnada -repitió la chica, feliz con su reacción-. Con ella pescaban estupendamente y decidieron no volver a tierra, sino seguir remando en la oscuridad, para pescar más. Cuando la noche los envolvió del todo, el bote volcó. Sólo se salvó uno de los hombres, el que se había opuesto a todo aquello. Explicó que el barco había sido volcado desde abajo, ya sabes, como si hubiera en el mar algo que lo hizo zozobrar, y él creyó siempre que había sido el espectro de la mujer.
– Ya -dijo Þóra extrañada-. ¿Y es ése el fantasma? ¿La mujer que utilizaron como carnada?
Sóldís negó con la cabeza.
– También podría ser el espectro de uno de los pescadores a los que mató, porque los cuerpos de los otros marineros fueron arrojados a la costa y seguramente fueran condenados a vagar por aquí. -Se inclinó hacia Þóra en plan confidencial-. ¿Y sabes una cosa?
– No. ¿Qué? -preguntó Þóra.
– Los cuerpos llegaron a la playa que acaba de registrar la policía. Donde han encontrado el cadáver -Sóldís se irguió.
– ¿Cómo sabes que la policía ha estado allí? -preguntó Þóra.
Sóldís miró desconcertada a Þóra.
– Conozco a todo el mundo. Una prima mía me llamó por teléfono y me lo contó. ¿Crees que la gente no se da cuenta de que la policía anda investigando?
– Claro, claro -replicó Þóra-. Claro que se dan cuenta. -Reflexionó un instante-. Pero esos marineros eran hombres, imagino. ¿En este sitio no hay ninguna historia sobre el fantasma de un niño? ¿De una niña, más exactamente?
Sóldís hizo memoria con gesto pensativo.
– ¿Quieres decir, el fantasma del que habla la gente del hotel?
– Sí, eso es -respondió Þóra esperanzada-. ¿Qué opinas de ese fantasma? ¿Tu abuela te contó algo sobre él?
– Bueno, le pregunté, pero ella no sabía nada. Sí que he oído hablar de otra mujer que a lo mejor podía ser una hija del granjero que vivía aquí antes. Se llamaba Bjarni, si recuerdo bien. -Sóldís hizo una pausa antes de continuar-. Todo el mundo hablaba de que abusaba de su hija. Incesto.
– Anda -exclamó Þóra. A su memoria acudieron las imágenes del álbum, sobre todo de Guðný y su padre Bjarni. Ni se le había pasado por la cabeza algo así.
La chica se encogió de hombros.
– Murieron los dos. De tuberculosis.
Þóra asintió moviendo la cabeza lentamente.
– Ya, ya veo. Pero ¿tú qué piensas? ¿Qué el fantasma es esa chica de la granja?
Sóldís miró a Þóra a los ojos.
– Yo he visto al fantasma, pero a ella no la he visto nunca, de modo que ¿qué sé yo?
– ¿Tú has visto al fantasma? -preguntó Þóra, atónita.
– Sí -fue la engreída respuesta. La mirada de Sóldís era provocadora, como si estuviera retando a Þóra a que osara poner en duda la veracidad de aquello.
– Comprendo -dijo Þóra con prudencia-. ¿Dónde viste el fantasma, si puedo preguntar?
– Ahí fuera. En la niebla. No la vi con detalle, pero estoy totalmente segura de que se trataba de una niña. Þóra asintió.
– ¿No sería el niño de alguno de los vecinos? -preguntó con prudencia.
Sóldís rió burlona.
– ¿De alguno de los vecinos? ¿Qué vecinos? Hay cinco kilómetros hasta la granja más cercana, y ellos tienen un chico, ¿entiendes? Y no creo que se le pase por la cabeza venir aquí a pasear entre la niebla. ¿Para qué?
Þóra tuvo que confesar que sería poco lógico. Estaba pensando en hacerle alguna pregunta más, cuando sonó su móvil.
– Hola, Þóra -dijo la familiar voz de Matthew-. ¿Ya has decidido si me dices dónde estás, o tengo que organizar un equipo de búsqueda? Estoy en el aeropuerto de Keflavík. Acabamos de aterrizar.
– Te estoy diciendo que alguien ha asaltado mi almacén -dijo Stefanía, golpeándose furiosa los muslos con las manos. Intentaba que la maliciosa risita de Vigdís, la recepcionista, no la pusiera aún más nerviosa. Ya estaba bien. Alguien había forzado el candado del pequeño almacén donde guardaba sus artículos, y aunque no parecía haber desaparecido nada, ese detalle no alteraba la seriedad del caso. Stefanía estaba acostumbrada a que las mujeres no la comprendieran. No estaba segura de si se debía a su aspecto, o si tenía algo que ver con su especialidad laboral: consejera sexual. Muchas veces tenía la sensación de que sus compañeras de género pensaban que había optado por aquella disciplina única y exclusivamente para poder ligar, lo que, efectivamente, sucedía de vez en cuando. Pero eso no era culpa suya. Hizo una mueca de furia-. No es broma. El candado está destrozado. Puedes venir y verlo tú misma si no me crees.
Vigdís enarcó las cejas.
– No es necesario ponerse tan alterada. Tienes que comprender que no existe ningún motivo para montar este numerito sobre el asalto, porque no han robado nada. -Se volvió nuevamente hacia el ordenador. No aguantaba a Stefanía y su rollo sexológico. Fuese a donde fuese aquella mujer, siempre había algún lío, y esa estupidez del asalto se la había inventado nada más que para llamar la atención. Pero esta vez no creía que fuera a conseguirlo, pues tenía que competir con el hallazgo de un cadáver. Apartó los ojos de la pantalla para mirar a Stefanía, y los clavó en ella-. De modo que no sé qué buscas aquí, en realidad.
A Stefanía le habría encantado más que nada en el mundo que aquella idiota de Vigdís se tirara a un estanque lleno de pirañas, pero decidió no mostrarse afectada.
– ¿Qué busco? No lo sé. ¿Pero no sería correcto, por lo menos, que Jónas se enterase de que alguien ha forzado el candado de un almacén cerrado bajo llave? ¿Quién sabe si era algún drogadicto en busca de droga? Podría volver.
– ¿De droga? -exclamó Vigdís escandalizada-. ¿Quién iba a ponerse a buscar droga en ese cuartucho tuyo? Esto es un hotel especializado en terapias naturales y temas espirituales. No hay en todo Snæfellsnes un sitio más improbable para almacenar estupefacientes o medicinas.
Stefanía respiró hondo.
– Perdona, pero los que están metidos hasta las cachas en las drogas puede que no estén enterados de la especialidad del hotel. Aparte de que podría haber sido alguno de los huéspedes. -Y añadió con una sonrisa empalagosa-: O algún empleado.
La reacción de Vigdís fue bronca:
– ¿Un empleado? ¿Estás loca?
– Lo digo por decir. Si no ha sido un drogadicto, entonces tuvo que ser una persona normal y corriente. Quizá se moría de ganas por poseer alguna de las cosas que vendo, pero le daba vergüenza pedirla de modo normal. ¿Quién sabe? -Stefanía abrió mucho los ojos en artificial asombro.
Vigdís estaba decidida a no dejarse enredar en charlas sobre cremas sexuales e instrumentos auxiliares de la vida amorosa. Stefanía sabía que aquel tema de conversación le resultaba desagradable, y Vigdís no quería hacerle el favor de ponerse colorada.
– Y entonces, ¿por qué no robaron nada?
Stefanía vaciló por un momento.
– Bueno, no lo sé. Naturalmente no he mirado en todas las cajas ni he comprobado si estaba absolutamente todo. A lo mejor se llevaron algo. -No llegó más allá en sus especulaciones.
– Es excesivo, con lo que está pasando, empeñarse en darle vueltas a un asalto en el que «quizá» pueden haber robado algo. -Vigdís hizo un gesto con los dedos dibujando las comillas en el aire, al tiempo que decía «quizá».
– ¿Y entonces? -preguntó Stefanía inquisitiva-. ¿Qué ha pasado? -Le fastidiaba la frecuencia con que sucedía algo cuando ella no estaba. Por las noches se iba a Hellnar, a su casa, y rara vez trabajaba en festivo. A lo mejor ésa era la única razón por la que encajaba tan mal con los demás los empleados, que en su mayoría se alojaban en unos bungalós que Jónas había hecho construir al lado del hotel.
– Han encontrado un cadáver en la playa. Ahí abajo, en la playa, justo al lado de las rocas. -Vigdís hizo un silencio dramático antes de continuar-. Seguramente se trata de Birna, la arquitecta. -Volvió a quedarse en silencio por un momento-. Probablemente la asesinaron. -Se llevó una alegría al ver que Stefanía palidecía y se ponía las manos en el pecho.
– ¿Te lo estás inventando? -preguntó Stefanía, articulando las palabras con dificultad.
– Noooo. Tal como te lo cuento. Muerta, probablemente asesinada. -Vigdís se volvió de nuevo hacia el ordenador y cambió de tema para fastidiar a Stefanía-. ¿Te sobra alguna caja vacía para la abogada? Necesita una grande para meter unas cosas.
– ¿Eh? Sí, sí, claro -respondió Stefanía con la cabeza en otro sitio. ¿Qué demonios había pasado? Pensó en los consejos que le había dado a la pobre mujer muy poco tiempo atrás. ¿Habrían sido la causa de que perdiera la vida? Stefanía farfulló algo incoherente, haciendo que se despedía, y se apresuró a marcharse. No quería que vieran cómo le había afectado la noticia. Pero había algo que sí precisaba saber exactamente. Se dio media vuelta-. ¿El sexo tuvo algo que ver en el asunto? ¿Sabes si la violaron, o algo por el estilo?
– Sí, creo que sí -respondió Vigdís sin tener ni idea al respecto. Algo le decía que aquella respuesta le sentaría como un mazazo.
Stefanía fue directamente, con el rostro completamente rojo, hacia su despacho. No necesitaba más datos.
Þóra dejó caer la pesada caja sobre la cama recién hecha de su habitación del hotel. No entendía muy bien las indicaciones que llevaba en los laterales. Cuando recogió la caja en recepción pensó, en un principio, que serían objetos de broma, cámaras fotográficas de pega o cosas por el estilo. En todos los laterales de la caja ponía en grandes letras negras: Vibrating Dildo – Genuine Rubber – New Aloe Vera Action! Para quienes no tuvieran buenos conocimientos de inglés, debajo del texto había un dibujo del contenido. Þóra se había puesto colorada hasta la raíz de los cabellos cuando, en la recepción, tomó la caja de manos de Vigdís, que le dijo, aprovechando la ocasión:
– Ésta me pareció más apropiada que la de vulvas artificiales. -Sonrió y continuó-: La única persona que tenía una caja vacía era la sexóloga. Perdona.
A Þóra le había llevado la mayor parte de la mañana revisar el resto de los trastos del sótano y reunir lo que le pareció más interesante. Se quedó únicamente con los documentos viejos, cartas y fotos, y dejó el resto: tazas, un reloj, candelabros y otros objetos decorativos. Los papeles que no tenían relación directa con el caso quedaron también en su sitio, en las tinieblas de las cajas, pero se llevó todas las fotos, independientemente de lo que representaba cada una, pues nunca se podía saber lo que podía aparecer después de estudiarlas con mejor luz. No resultaron ser muchas, pero una de ellas atrajo especialmente su atención: una imagen, en un bonito marco antiguo, de la muchacha que Þóra estaba convencida que era la chica de la vieja granja, Guðný Bjarnadóttir. Aparecía sentada sobre las rodillas, encima de la hierba, sonriendo, hermosa y jovial, al fotógrafo. Llevaba puesta una blusa blanca de cuello ancho, sujeta con una larga cinta que bajaba desde el cuello. Aquella blusa mostraba, de alguna forma inexplicable, que se trataba de una chica, no de una mujer joven. Þóra estaba más o menos segura de que la sensación que quería provocar con aquella prenda debía de ser muy distinta. Colocó la foto en la mesilla de noche al lado de la cama. Le llevó largo tiempo equilibrarla, porque el soporte que tenía pegado a la parte trasera del marco no había resistido bien el almacenaje. La miró un momento y deseó de todo corazón que lo que le había dicho Sóldís sobre el incesto en la granja fuera una simple invención. De otro modo, aquélla sería, muy probablemente, la víctima.
Las tripas de Þóra hicieron ruido. Miró el reloj y vio que ya era la una. Llamó a la recepción y le dijeron que la cocina estaba abierta hasta la una y media, así que tenía que darse prisa. Se lavó las manos a todo correr y se cepilló un poco el cabello desordenado. Su estancia en el sótano no había favorecido precisamente su aspecto, pero no quiso cambiarse aquellas ropas polvorientas para poder llegar al comedor antes de que cerraran. Siempre se podría poner de punta en blanco para la cena, pensó al salir.
En el salón sólo había un huésped cuando entró Þóra. Era un hombre mayor, el que ella había pensado en el desayuno que debía de ser inspector de hacienda o abogado. No la miró ni dio señal alguna de que tuviera intención de saludarla. Estaba absorto, mirando tristemente por la ventana y no pareció darse cuenta de que en el comedor, los comensales se habían duplicado con la llegada de Þóra. ¿De qué conocía a aquel hombre? Þóra eligió una mesa bastante distanciada de la suya. No había hecho más que sentarse cuando un joven con sonrisa fingida apareció de la nada y le entregó el menú. Þóra le dio las gracias y pidió agua con gas para empezar. Mientras el camarero iba a buscarla, leyó el menú de mediodía y eligió una tortilla con ensalada verde. Según la descripción, la ensalada incluía diente de león y acedera, y la curiosidad la impulsó a elegir aquel plato. El camarero apareció con la bebida en el momento en que ella volvía a dejar la carta sobre la mesa, y alabó su elección cuando ella le dijo lo que deseaba. Þóra sospechaba que habría hecho lo mismo aunque hubiera elegido una chuleta de cerdo cruda, si hubiera habido algo similar en el menú. No parecía precisamente sincero.
– ¿Se sabe algo más del hallazgo del cadáver? -preguntó mientras el camarero le servía agua en el vaso. Éste se sobresaltó, dejando caer un poco de agua sobre el mantel.
– Ay, perdón. Mira que soy torpe -se disculpó mientras agarraba una servilleta de la mesa vecina.
– No pasa nada -respondió Þóra con una sonrisa-. No es más que agua. -Esperó a que terminara de secar la mancha-. Pero ¿se sabe algo?
El camarero arrugó la servilleta entre las manos y se movió inquieto.
– Dios mío, es de lo más incómodo. En realidad, no sé qué debo decir y qué no. El dueño se reunirá con nosotros dentro de un rato y nos indicará exactamente lo que podemos decir a los clientes. No queremos dar pábulo a historias que puedan provocarles un estrés innecesario. La gente viene aquí a descansar.
– Yo no soy un huésped corriente. Puede decirme lo que hay. Trabajo para Jónas. Soy su abogada. Así que lo que me mueve no es la mera curiosidad.
El camarero parecía escéptico.
– Ah. Comprendo. -Obviamente no comprendía del todo, porque no dijo nada más.
– ¿Así que no sabe nada más del asunto? ¿Ya se sabe quién era?
– No, oficialmente no. Pero todo el mundo dice que se trata de Birna, la arquitecta. -Se encogió de hombros-. Pero todo son rumores, y bien puede ser que al final se trate de otra persona.
– ¿La conocía usted? -preguntó Þóra.
– Un poco -respondió el camarero con gesto impenetrable-. Estaba mucho aquí, y uno no podía evitar tener trato con ella.
– No parece que le resultara demasiado simpática. -Þóra bebió un sorbo de agua y notó cómo el polvo del sótano que se le había quedado en la boca bajaba con el líquido.
Resultaba evidente que el camarero ya se había cansado de aquella conversación.
– Tengo que llevar el pedido a la cocina. El cocinero se enfadará si tiene que seguir aquí después de la una y media. -Le sonrió-. A decir verdad, no la aguantaba. Era una mala bruja y eso no cambia aunque esté muerta. Era una bruja. -Se marchó.
Þóra miró su espalda hasta que desapareció en la cocina con el pedido. Estaba claro que no todos estaban de acuerdo con Jónas en que Birna fuera una persona de honor. Si se trataba de Birna.
Después del almuerzo, Þóra regresó a la habitación. No había logrado sacarle nada más al camarero, excepto que se llamaba Jökull. Y había acabado comiendo sola en el salón, porque poco después de que el camarero desapareciera con su pedido, el anciano se había levantado y había abandonado la sala sin prestarle la más mínima atención. En cambio, Þóra le había mirado mientras se marchaba, y no pudo evitar la sensación de que había algo conocido en el rostro de aquel hombre. Pero no conseguía recordar de quién se trataba. Podía haber sido cualquiera, un conductor de autobús de los tiempos de su infancia, o cualquier otro, pero siguió teniendo la sensación de que lo conocía.
Comprendió que lo más juicioso sería dedicarse a estudiar a fondo el contenido de la caja, o ponerse a leer la agenda de Birna, pero la tentación de darse una ducha era demasiado fuerte: quitarse de encima el polvo del sótano, y luego tumbarse un ratito a descansar. La siesta era un placer que podía practicar en muy pocas ocasiones. En casa siempre tenía mucho que hacer y la cama no era tan atractiva ni tan mullida, ni estaba tan bien hecha ni era tan estupenda. No renunció a ninguna de las dos cosas.
Þóra dio un respingo. Había puesto la alarma del móvil para que la despertara una hora después, pero no había sonado. Miró extrañada a su alrededor, pero sólo cuando llamaron a la puerta volvió realmente en sí. Se puso el albornoz que había utilizado tras la ducha y dijo en voz alta:
– ¿Quién es? -Nadie respondió, pero volvieron a golpear la puerta. Se acercó a la puerta. La entreabrió y asomó la cabeza-. ¿Sí?
– Hola, cariño -saludó Matthew-. ¿No me dejas entrar?
Þóra se maldijo a sí misma por no haberse pintado, por tener el pelo mojado y, además, por haber dormido con el pelo sin secar. Se pasó la mano por la cabeza en un fallido intento de dominar los enmarañados rizos.
– Anda, hola. Has encontrado el sitio.
Matthew entró sonriente.
– Naturalmente. Tampoco ha sido tan complicado. -Miró en torno suyo-. Bonita habitación. -Sus ojos se detuvieron en los envoltorios de la sexóloga.
Þóra no tuvo tiempo de darle un empujón a la caja para hacerla desaparecer. Sonrió incómoda.
– Ya veo que no podía retrasarme más -dijo el alemán.
Þóra nunca había probado nada similar a lo que aquella caja estaba destinada a contener en su vida anterior. Pero sí que estaba bastante segura de que aquellos artilugios no resistirían la comparación con el original, como suele suceder en este mundo con todas las imitaciones. Sonrió para sí y se sentó en la cama. El albornoz estaba allí todo arrugado y extendió una mano para cogerlo. Qué extraño que no lo hiciera más, pensó al tiempo que se lo ponía por encima y buscaba sus ropas. Aunque hasta aquel momento no le había importado ni lo más mínimo, prefería tener algo de ropa encima cuando Matthew volviera a aparecer. Había salido un momento al coche de alquiler a recoger su equipaje, que pensaba dejar en la habitación que había tomado para él. Þóra opinaba que no tenía mucho sentido haber hecho otra reserva, pero le agradecía la cortesía que demostraba al no querer dar la impresión de que se metía en su habitación de buenas a primeras… aunque realmente eso era lo que había pasado. Volvió a sonreír cuando se dio cuenta de que estaba contentísima de volver a verle, y feliz de que hubiera ido allí a pesar de sus objeciones. Lo peor de su relación, en realidad, era la falta de costumbre. Él era extranjero y seguramente sería incapaz de instalarse en Islandia. Cuando apareció, ella, en su torpeza, había intentado hilar algún tema intrascendente de conversación, y le preguntó si le había gustado el Festival de Eurovisión. Él la miró incrédulo y le preguntó si estaba bromeando. Una persona que no tenía interés por Eurovisión no conseguiría vivir en aquel país más de siete días. Se vistió a toda prisa.
Matthew apareció justo cuando se estaba poniendo los calcetines.
– Ay -exclamó él, decepcionado-. Había olvidado que tienes el récord mundial en vestirte deprisa. -Le sonrió-. Lo que evidentemente tiene sus ventajas, porque también eres un rayo a la hora de desnudarte.
– Muy gracioso -dijo Þóra-. ¿Qué te parece el hotel?
Matthew miró a su alrededor y se encogió de hombros.
– Está bien. Un poco apartado. Pero, por cierto, ¿qué estás haciendo tú aquí? -Se apresuró a añadir-: No protesto. En absoluto.
– Trabajo para el propietario, está pensando en entablar un litigio contra los que le vendieron la propiedad.
– Ajá. ¿Lo han engañado? -preguntó Matthew. Se acercó a la ventana y descorrió la cortina para contemplar el paisaje-. Muy bonito -dijo, y se volvió hacia Þóra.
– Bueno, es una estupidez total. Está convencido de que este lugar está embrujado y que los antiguos dueños tenían que haberle informado de ello.
– Embrujado, vaya por Dios. -Matthew puso la misma cara que Þóra esperaba que pondría el juez si el caso llegaba hasta él-. Nada menos.
– La actividad del hotel va muy acorde a todas esas cosas, de modo que no es tan absurdo como se podría pensar. -Þóra le sonrió-. Éste es uno de esos hoteles new age. Aquí se da especial énfasis a cosas como las terapias alternativas, la relajación, los alimentos biológicos, la lectura de auras y cosas por el estilo. La mayor parte de los empleados son muy espirituales o algo aún peor. Por eso no les hacen ninguna gracia los fantasmas.
– Así que es eso -declaró Matthew con una mueca-. Todo de lo más natural, claro.
– Por Dios, qué va -respondió Þóra a toda prisa-. A decir verdad, no resulta tan absurdo en este lugar, porque desde hace mucho tiempo existe la creencia en lo sobrenatural, si se puede expresar así. Hay una historia que dice, por ejemplo, que dentro del glaciar vive un hombre llamado Bárður que se marchó allí tremendamente deprimido después de que su hija fuese arrastrada hasta Groenlandia en un témpano de hielo. Se le considera el protector de la comarca. Naturalmente, se dice que el glaciar posee poderes sobrenaturales. Aunque, en realidad, no sé si esas fuerzas tienen que ver con el tal Bárður, o con el glaciar mismo.
– ¿Las fuerzas sobrenaturales del glaciar? -Era obvio que Matthew no creía en esas cosas-. Una montaña cubierta de nieve que no se derrite, ¿no?
– Ja, ja -dijo Þóra-. Sólo estoy contándote cómo están las cosas. No mi opinión. La creencia en las fuerzas de este glaciar es muy antigua en Islandia, aquí vino gente de todas partes para recibir a los extraterrestres a fines del siglo pasado.
– Y naturalmente no hubo ningún mensaje, ¿verdad?
Þóra se encogió de hombros.
– No están todos de acuerdo al respecto. El portavoz del grupo dijo que sí se había recibido un mensaje. Aunque sólo espiritualmente. No hubo ninguna nave espacial ni nada por el estilo. Una especie de viaje espiritual.
– ¿O una fantasía, quizá? -Matthew sonrió.
Þóra devolvió la sonrisa.
– Seguramente, aunque hay que decir que es una montaña espléndida.
– ¿Y qué relación tiene todo esto con el cadáver?
– Ah, eso. No creo que el cadáver tenga nada que ver con estas historias sobrenaturales. En mi opinión, al menos. El dueño no está completamente de acuerdo conmigo en esta cuestión. Piensa que el fantasma está involucrado en el caso. -Sonrió con embarazo-. Es un personaje bastante peculiar.
– No me digas -repuso Matthew alzando las cejas-. ¿Encontraron el cadáver aquí en el hotel?
Þóra le contó en pocas palabras dónde habían encontrado el cuerpo, que se trataba de una mujer que trabajaba para Jónas, y que pensaban que había sido asesinada.
– ¿Y hay algún sospechoso? -preguntó Matthew.
– No, que yo sepa -respondió Þóra-. Dudo que la policía haya llegado a formarse una opinión todavía. El caso está aún dando los primeros pasos.
– Por tu bien, espero que no sea Jónas -dijo Matthew.
– No, seguramente no fue él -replicó Þóra, distraída. Y añadió, con cautela-: En realidad tengo algo que quizá podría arrojar alguna luz en el caso. -Sonrió incómoda.
– ¿Que tienes algo? ¿A qué te refieres? -preguntó Matthew, mirándola atentamente.
– Bueno, tengo un diario de la mujer que, según todos los indicios, es la víctima. Un dietario, en realidad -respondió Þóra con la cara roja como un tomate, aunque intentando sonar lo despreocupada posible.
– ¿Qué? -preguntó Matthew-. ¿Conocías a esa mujer?
– Nunca la he visto -respondió Þóra.
– Pero tienes su agenda. ¿Cómo es posible?
– Me la encontré -contestó Þóra, pero enseguida decidió ser sincera y añadió-: En realidad la robé, aunque sin darme cuenta.
Matthew sacudió la cabeza.
– Sin darte cuenta, vaya. -Abrió las manos y miró al cielo-. Dios mío, que no haya sido ella quien mató a la arquitecta a causa de esa agenda. Aunque haya sido sin darse cuenta.
Jónas estaba en la puerta principal observando a tres policías vestidos de civil, dedicados a investigar el coche de Birna. Habían venido en una furgoneta especial que habían aparcado en un rincón apartado. Allí bajaron y, sin anunciarse a nadie del hotel, empezaron a fotografiar el pequeño automóvil deportivo y el terreno a su alrededor. Vigdís, la de recepción, avisó a Jónas para informarle tan pronto se dio cuenta de la llegada del vehículo, y él acudió a toda prisa a la entrada.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó Vigdís.
Jónas dio un respingo. Estaba tan enfrascado en mirar lo que hacían los policías, que no había notado la presencia de Vigdís. Se puso una mano en el corazón y la miró.
– Uf, vaya susto. -Se dio la vuelta para seguir mirando al exterior-. Están examinando el coche de Birna, me parece. Dios sabe por qué.
Vigdís entornó los ojos para ver mejor.
– ¿Será que sospechan que la mataron en el coche, a lo mejor?
Jónas sacudió la cabeza.
– No creo. Hace días que el coche no se ha movido de allí. Recuerdo que se lo dije.
– ¿Y eso qué cambia? -preguntó Vigdís-. Quiero decir, la podrían haber matado en el coche ahí fuera.
Jónas se volvió hacia ella enfadado.
– ¿Qué estupideces dices? Ante todo, no tenemos ni idea de si se trata de un crimen, de modo que no nos tenemos que preocupar lo más mínimo sobre el lugar donde haya podido cometerse.
Vigdís se encogió de hombros.
– ¿Quién crees que puede ahogarse en esa playa? Es así de honda. -Marcó un centímetro de distancia entre el índice y el pulgar-. Tienen que haberla asesinado.
Jónas iba a responder a Vigdís y a pedirle que no exagerase tanto, cuando vio a uno de los policías sacar un teléfono del bolsillo. El débil sonido de la llamada llegó hasta ellos. El policía respondió y pudieron ver que hablaba con alguien. Enseguida levantó los ojos y miró hacia la puerta de entrada. Se quedó con los ojos fijos en Jónas, que estaba al lado del cristal y empezó a notar un desagradable cosquilleo en el estómago. El agente de policía concluyó la conversación sin apartar los ojos del propietario del hotel, y se dirigió a la entrada.
– ¡Jo! -le susurró Vigdís a Jónas-. ¿Lo has visto? Parece que viene a hablar contigo.
Þóra se dirigió a toda prisa a la oficina de Jónas. La había llamado requiriendo su presencia, diciéndole únicamente que la policía estaba preguntándole unas cosas de las que no tenía ni idea. Las palabras de Matthew acerca de Jónas parecían haber sido premonitorias, y ella no pudo evitar pensar en que, a fin de cuentas, quizá el glaciar sí poseía una fuerza sobrenatural.
– Perdón -dijo después de tocar en la puerta del despacho y abrir. Jónas estaba sentado detrás de su escritorio, frente a otro hombre con el rostro enrojecido. Éste se encontraba de espaldas a ella, pero se giró cuando la oyó decir, en tono tranquilizador-: ¿Va todo bien?
– No, no va todo bien, en absoluto -bramó el propietario del hotel, que se levantó para arrastrar una tercera silla hacia su mesa.
El agente de policía era de mediana edad y con aspecto rudo. Se levantó cinco centímetros en su silla y le dio la mano a Þóra. Aquello fue suficiente para que ella pudiese comprobar que era un hombre extraordinariamente grande y fuerte.
– Hola. Me llamo Pórður Kjartansson. Policía de investigación.
– Hola. Þóra Guðmundsdóttir, abogada. -Se estrecharon la mano-. ¿Cuál es el problema? -preguntó a Jónas.
– Pues que resulta que creen que yo tuve algo que ver con la muerte de esa mujer -exclamó Jónas fuera de sí. Hizo un gesto con la mano para señalar al hombre que tenía delante, y añadió-: Les dejo revisar mi ordenador y mi impresora, y ahora dice que también tiene una orden para llevarse mi teléfono móvil. -Jónas estaba tan furioso que hasta le faltaron las palabras adecuadas y se contentó con mirar a Þórólfur con los ojos cargados de odio.-Comprendo -dijo Þóra con tranquilidad-. ¿Puedo ver la orden? Soy la abogada de Jónas y él ha solicitado mis servicios legales.
Þórólfur le entregó el papel sin decir una sola palabra. Þóra leyó rápidamente el texto y vio que era una orden del Juzgado de Distrito de Vesturland para requisar el teléfono móvil de Jónas Júlíusson. La justificación era el interés del mismo para la investigación del asesinato de Birna Halldórsdóttir. El corazón de Þóra dio un brinco. Ahora ya lo sabía con toda claridad.
– ¿Puedo preguntar por qué es necesario el teléfono? -preguntó con tranquilidad.
– Consideramos que el teléfono puede contener información que pueda sernos de utilidad -respondió Pórúlfur sin gesto alguno.
– En un teléfono como éste hay información de muchos tipos -replicó Þóra con tranquilidad, intentando recordar qué clase de secretos podría tener Jónas. Si hubieran querido averiguar a quién había telefoneado, lo hubieran conseguido en la compañía telefónica. De modo que tenían que andar detrás de alguna otra cosa, el calendario o quizá las fotos, si disponía de cámara. Lo que era realmente extraño en la orden era que la policía tuviera interés sólo en el teléfono. No iban a realizar el típico registro domiciliario, a menos que existiera otra orden diferente-. Aquí dice que pueden llevarse el teléfono, pero no menciona para nada la tarjeta. ¿Puede conservarla? -preguntó Þóra con la débil esperanza de que lo que querían tuviese relación con la tarjeta telefónica y no con el propio teléfono.
Þórólfur le arrebató la orden.
– Dice «el teléfono móvil de número…». -Pasó la página y cuando encontró lo que buscaba se volvió victorioso hacia Þóra y puso un dedo sobre el texto-. «667-6767». Ya ve, es el número de Jónas. Además, se indica que él es el usuario registrado del mismo. Si me entrega el teléfono sin la tarjeta, no estará entregándome lo que aquí se estipula. -Se echó atrás en la silla, satisfecho, y se dirigió a Jónas-: No tiene más remedio que entregarme el teléfono.
Þóra miró a Jónas.
– ¿No te parece conveniente hacerlo?
Jónas resopló como una ballena.
– Por supuesto que no. ¿Qué voy a hacer sin teléfono? Claro que la cobertura en este sitio no da para mucho, pero me es igual. Este teléfono es mío.
– Le recomiendo que aconseje a su cliente que me entregue lo que estipula la orden. No hacerlo sería un gravísimo error. -Þórólfur no podía disimular que tanto tira y afloja le estaba poniendo nervioso.
– Yo no maté a Birna. -Jónas dio un puñetazo sobre la mesa-. ¿Cómo puede habérseles pasado semejante cosa por la cabeza?
– Nadie afirma tal cosa. Y yo, menos que nadie -respondió Pórúlfur, algo más tranquilo-. Pero su forma de comportarse suscita ciertas dudas.
– Pero ¿qué está insinuando? -bramó Jónas, dando otro golpe en la mesa, ahora con tanta fuerza que el soporte de plumas y algunos otros objetos saltaron sobre la superficie-. Yo no tengo nada que ver con este crimen y exijo que me hagan la prueba del detector de mentiras para demostrarlo. El teléfono no se lo llevan.
Þóra se inclinó hacia Jónas y le agarró la mano suavemente.
– Querido Jónas, en Islandia no se utiliza el detector de mentiras. En este país carece de toda fuerza probatoria. Te aconsejo que le entregues el teléfono. Sobre todo si no has hecho nada malo.
– Ni hablar -se negó Jónas con vehemencia. Cruzó los brazos sobre el pecho y se echó atrás en su silla como para enfatizar todavía más su decisión. Luego se inclinó hacia Þóra y le susurró al oído-: No se pueden llevar el teléfono. Créeme, de verdad, sería terrible. -Volvió a echarse atrás y sonrió al policía.
– Perfecto. Comprendo. Dame tu teléfono. -Le miró fijamente a los ojos-. Confía en mí.
Jónas la miró confundido.
– No. Tú no se lo darás a la policía.
– Jónas. Te repito que confies en mí. -Þóra extendió la mano abierta hacia arriba.
Jónas la miró sin saber muy bien a qué atenerse. Tras una breve reflexión sacó su teléfono de un bolsillo de la chaqueta que colgaba en el respaldo del sillón, pasándoselo a Þóra, pero sin soltarlo-. No puedes dejar que se lleve el teléfono.
La abogada asintió.
– Ya lo sé. Puedes soltarlo. -Dio un suspiro de alivio cuando Jónas se lo entregó, por fin. Se alegró al ver que el móvil no tenía cámara de fotos.
– Haga el favor de entregarme el teléfono -ordenó Þórólfur, alargándole el papel como confirmación de sus derechos en el caso.
– Un momento -dijo Þóra, poniendo su propio teléfono sobre la mesa. Lo abrió y sacó la tarjeta. Después hizo lo mismo con el de Jónas, e intercambió las tarjetas-. Aquí tiene. El teléfono con el número 667-6767, usuario legal Jónas Júlíusson. -Entregó su propio móvil al policía-. Totalmente conforme con la orden judicial, si no he entendido mal. -Sonrió a Þórólfur.
– ¡Magnífico, espléndido! -exclamó Jónas cuando entraron a todo correr en la habitación de Þóra. Había salido hacia allí con el teléfono en la mano en cuanto Þórólfur hizo una llamada y recibió la confirmación de que podía considerarse que Jónas había satisfecho las exigencias de la orden judicial. Pero se estaba redactando una nueva orden que expresaría las cosas mejor. En el intervalo, Þóra podría enterarse de la razón que había impulsado a Jónas a negarse a entregar su móvil a la policía.
– Matthew, Jónas; Jónas, Matthew. -Þóra se limitó a presentarlos con brevedad porque ella y Jónas no tenían mucho tiempo. Matthew asintió con la cabeza, visiblemente extrañado de todo aquello, pero no preguntó nada. Þóra se volvió hacia Jónas-. ¿Por qué demonios no dejaste que ese hombre se llevara el teléfono sin más?
– Contiene números que no estoy dispuesto a que sean descubiertos. Y también mensajes de SMS. -Jónas se inclinó hacia Þóra y susurró-: De vez en cuando me fumo un porrito. Hay dos vecinos con los que trapicheo y sus números están en mi teléfono. Además, en él hay probablemente algún mensaje que les envío cuando no contestan. En ellos se puede comprobar exactamente de qué naturaleza son nuestras relaciones.
Þóra asintió con la cabeza, anonadada ante aquella estupidez de Jónas. En realidad, veía en ello una prueba clara de que era inocente de la muerte de Birna. En comparación con la compra de hachís, habría hecho falta un papel con su nombre encima del cadáver. Le entregó el móvil.
– No puedo aconsejarte que hagas nada ilegal, pero aquí está el teléfono. Te recuerdo que apenas hay tiempo. Mi PIN es 4036.
Jónas encendió el teléfono y marcó el PIN. Fue de inmediato a su propia agenda y borró dos números que Þóra se ocupó de no mirar. Luego fue al archivo de SMS y eliminó varios mensajes recibidos. Cuando se puso a mirar los mensajes enviados, dejó escapar una exclamación y alejó el móvil de su cara para enfocar mejor.
– ¿Pero qué demonios es esto?
Þóra se inclinó sobre él y agarró el teléfono.
– ¿Qué es? ¿Qué hay ahí?
Jónas soltó el teléfono.
– Esto está mal. -Estaba visiblemente alterado.
Þóra leyó el título de los mensajes de más arriba, que debían de ser los últimos. «Ns vmos en la playa…». En la pantalla no se veía más, de modo que Þóra decidió examinarlo más detenidamente. Quedó asombrada al ver el mensaje en su totalidad. «Ns vmos en la playa dnde la cueva a Is 9 sta noxe tngo q discutir tu idea – Jónas». Þóra vio que el mensaje había sido enviado el jueves pasado, a las 19:25 de la tarde anterior al hallazgo del cadáver.
– No me digas que éste es el número de Birna -dijo Þóra asustada, devolviéndole el teléfono a Jónas.
Éste miró el teléfono, luego a Þóra y asintió moviendo lentamente la cabeza.
– ¿Algo va mal? -preguntó Matthew en inglés, mirando alternativamente a Þóra y a Jónas, que estaban en pie con los ojos clavados en el teléfono.
Transcurrió un rato hasta que ambos recuperaron el uso de la palabra. Matthew había estado observando lo que hacían sin entender nada, aunque pudo darse cuenta de que no todo iba como debiera.
Jónas, que seguía boquiabierto y sin poder articular palabra, se volvió hacia él.
– ¿Y quién eres tú, en realidad? -preguntó, visiblemente contento de poder pensar en algo que no fueran sus propios problemas.
– Es un amigo mío de Alemania. Trabajó en la policía, y ahora lleva los asuntos de seguridad de un banco alemán. Le conocí en otro caso -respondió Þóra-. Puedes confiar en él, no le contará nada a nadie.
– Eso dices tú -repuso Jónas, que parecía ponerlo en duda-. No entiendo nada. Yo no envié ese mensaje. Lo juro.
Þóra jugueteó con el teléfono, pensativa.
– Alguien lo hizo, Jónas, y no puede negarse que tú eres quien más posibilidades tenías de hacerlo. -Se volvió hacia Matthew y le explicó el asunto. Jónas asistía en silencio, moviéndose intranquilo. Cuando Þóra concluyó sus explicaciones, volvió a intervenir él.
– Te repito que yo no envié ese mensaje. Punto. -Jónas dirigía sus palabras a Matthew, esperando recibir su apoyo.
– ¿Dejó el teléfono en algún sitio esa tarde? -preguntó Matthew-. Si no fue usted quien envió el mensaje, alguna otra persona tiene que haber utilizado el móvil para hacerlo. Con la intención de hacer recaer las sospechas sobre usted o para atraer a Birna hasta la playa. Quizá se trate de alguien con quien ella no habría querido citarse, de otro modo.
– Cualquiera de esas dos posibilidades explica que se trata de un asesino que actuó con total sangre fría. Alguien que tenía intención de asesinar a Birna y que lo planificó todo -dijo Þóra-. Hay que decir que eso es bastante infrecuente en Islandia. Por regla general, los asesinatos se producen en la cocina, cuando unos cuantos borrachos acaban a palos y alguno echa mano de un cuchillo. Así que lo de Birna viene a ser un caso muy excepcional.
Þóra y Matthew se volvieron hacia Jónas.
– Es de extrema importancia que recuerdes dónde estabas cuando se envió el mensaje de SMS -dijo ella-. Por ejemplo, ¿tienes costumbre de dejar el móvil por ahí?
– Ése es el problema -respondió Jónas-. La cobertura de móvil en esta zona es muy variable, y por eso resulta inútil llevarlo encima a todas partes.
– Pero ¿adónde fue usted? ¿Lo recuerda? -preguntó Matthew.
Jónas se rascó la coronilla.
– No lo recuerdo. En este momento, no. Necesito algo de tiempo para poder recordarlo con tranquilidad. Desgraciadamente, no sé lo que estaba haciendo entonces. Tampoco tengo costumbre de fijarme mucho en esas cosas.
– El hachís no es bueno para la memoria, Jónas -advirtió Þóra-. Tienes que conseguir recordar dónde estuviste, fue hace sólo dos días. ¿No fue la tarde en que hubo aquí una reunión con un médium? Vi el cartel en la recepción.
Jónas se dio una palmada en la frente.
– Sí, sí. Claro. El jueves por la tarde. -Pero miró a Þóra con un gesto tan vacío como antes-. Pero sigo sin recordar nada de lo que estuve haciendo. Yo no asistí a la reunión, hasta ahí está claro.
– Estupendo -dijo Þóra-. Pero intenta hacer memoria. Es muy importante. -Le quitó el teléfono y volvió a repasar la lista de mensajes-. Hay algo que me resulta extraño en todo esto -dijo pensativa después de volver a leerla-. ¿Por qué iba a hacer caso Birna a estos mensajes? Si yo recibiera un mensaje tuyo, Jónas, para que nos viéramos en una playa, te llamaría para preguntarte qué quieres.
– No le habría extrañado demasiado. Acababa de recomendarme la construcción de un pequeño restaurante en ese lugar pero yo no estaba excesivamente entusiasmado con la idea. Se habría ido para allá sin pensarlo, con la esperanza de que yo hubiera cambiado de opinión -explicó Jónas.
– ¿Y eso lo sabían todos? -preguntó Matthew.
– Prácticamente sí -respondió Jónas-. Birna hablaba un montón. La discreción no era su principal virtud, que digamos.
Þóra miró preocupada a Jónas.
– Dime una cosa. Ya que tú no la mataste, ¿quién podría haberlo hecho? Tú me la describiste como un angelito que se llevaba bien con todo el mundo. No puedo creer que hubiera mucha gente con motivos para matar a una arquitecta relativamente normal.
Jónas miró turbado a Matthew y a ella alternativamente.
– Hummm. Lo que dije quizá no fuera la pura verdad. Era una fiera tremenda. No conozco a ningún empleado que la aguantara. Les hablaba en tono condescendiente, no otorgaba importancia alguna a lo que teníamos por delante, y así sucesivamente. De modo que existe una larga lista de personas que se llevaban mal con ella. Pero no sé cuántos de ellos habrían llegado al punto de matarla. -Después de pensar un instante, añadió-: No se me ocurre nadie, es demasiado rocambolesco.
– Por su bien, espero que esté pasando por alto algo muy evidente -dijo Matthew-. De otro modo, la policía dirigirá su atención hacia usted y nadie más.
– Ve a intentar recordar dónde estuviste el jueves por la tarde -le pidió Þóra-. Mientras tanto, Matthew y yo intentaremos enterarnos de algo más sobre Birna. Vete haciendo a la idea de entregarles el teléfono. No te resistas. Seguramente habrán conseguido ya la lista de mensajes de Birna y querrán tu móvil como confirmación. No los borres, bajo ninguna circunstancia. Lo único que conseguirás es aumentar las sospechas en tu contra.
– Vaya, ¿así están las cosas? -dijo Jónas con los ánimos por los suelos.
– Ahora dame mi tarjeta SIM. No hay ninguna necesidad de que acabe en manos de la policía.
– Por algún motivo, estoy totalmente segura de que el crimen tiene relación con la casa o con los terrenos -dijo Þóra, arrancando ensimismada una brizna de hierba.
– ¿Por qué piensas eso? -preguntó Matthew, tomando un sorbo de su café. Estaban sentados en unas hamacas en el patio de la parte posterior del hotel, gozando de las vistas sobre la bahía de Faxaflói-. Es mucho más probable que el motivo se encuentre en el presente y no en el pasado: amor, dinero, locura. A lo mejor, ella ni siquiera conocía al asesino, quizá vio a una mujer caminando sola por la playa y perdió el control.
Þóra se metió la brizna de hierba en la boca.
– El SMS apunta a otra cosa. -Mordisqueó la hierba y luego añadió-: Sencillamente, tengo la sensación de que existe alguna relación con el hotel. Es algo relacionado con esta casa. También con la agenda. No hay una sola palabra sobre dinero o amor. Si nos atenemos a ella, Birna no pensaba nada más que en el trabajo.
– ¿No podía tratarse simplemente de la agenda que utilizaba para su trabajo? ¿A lo mejor tenía otra para las cosas de su vida privada? -Matthew vio que la brizna de hierba subía y bajaba en la comisura de la boca de Þóra-. No sabía que las mujeres islandesas fuerais herbívoras -dijo, haciendo una mueca-. ¿Está buena?
– Pruébala. Ayuda a pensar -respondió Þóra, arrancando otra pajita. Se la pasó y sonrió cuando él puso un gesto raro, pero se decidió a probar-. Seguramente, en ese diario hay algo que puede ayudarnos a descubrir al asesino. -Observó a Matthew masticar la hierbecita-. ¿No te gusta? Sólo te faltan unas botas de goma para convertirte en todo un granjero islandés.
– La goma la usamos en mi país para tapas, cintas elásticas y pelotas. No para el calzado. -Matthew se quitó la hierba de la boca con aprensión-. ¿Echamos un vistazo al diario?
Þóra se sentó en la hamaca con el respaldo inclinado.
– A lo mejor tendríamos que hacer una cosa. En el librito había un dibujo de la otra granja que hay en este terreno, acompañado de toda clase de anotaciones que quizá podríamos entender si visitamos el lugar.
Matthew se incorporó también.
– Tú decides. Yo te sigo y ejerzo de guardaespaldas. -Le guiñó un ojo-. Tengo la sensación de que esta investigación tuya va a acabar llevándote a toda clase de caminos indeseados. Ya has empezado violando la habitación de la difunta, saqueando sus pertenencias y obstaculizando la justicia al permitir a Jónas que destruyera datos sospechosos de su teléfono. Ardo en deseos de ver adonde conducirá todo esto.
– Aquí pone Kristín, con un signo de interrogación detrás del nombre. ¿Qué tal si empezamos por aquí? -Þóra señaló la hoja con el plano de la casa. Estaban los dos en la habitación a la que se accedía desde la entrada de la vieja granja y estaban decidiendo si seguir por la escalera hasta el segundo piso o inspeccionar la planta baja, donde, según el plano, tenía que haber dos salas, cocina, despensa, retrete y despacho.
– ¿Eso no está arriba? ¿No deberíamos hacer un recorrido por el piso inferior, primero? -preguntó Matthew, mirando por la puerta que daba a la izquierda.
– Pues muy bien -asintió Þóra, cerrando de nuevo el libro de golpe. Había dejado de preocuparse por no dejar huellas dactilares en él, pues no tenía intención de abandonarlo excepto en caso de absoluta necesidad-. ¡Uf, aquí apesta! -La casa exhalaba un olor extraño, que Þóra era incapaz de identificar. Era como una combinación de moho, polvo seco y bolitas antipolilla. Por lo menos, estaba claro que no habían aireado aquel lugar en años-. Caray -dijo poniéndose una mano sobre la boca.
Matthew respiró hondo.
– Si yo fuera tú, intentaría acostumbrarme. Dentro de un rato, dejarás de notar el olor. -Pese a sus grandilocuentes palabras, torció el gesto al hablar-. ¡Uf! ¿No podemos abrir una ventana?
Entraron en la habitación situada a mano derecha que, de acuerdo con el plano de Birna, era una biblioteca. El tirador de la puerta era prehistórico, un picaporte de madera, grueso y corto, que había que sujetar con fuerza. La puerta parecía abombada, y a Þóra le llamó la atención que las puertas interiores actuales fueran mucho más gruesas. Entró detrás de Matthew y echaron un vistazo alrededor sin decir una palabra.
– Aquí no hay mucho que ver -masculló Matthew después de repasar unos estantes vacíos colocados a lo largo de las paredes, y de abrir los cajones de una gran mesa de escritorio debajo de una ventana tremendamente sucia, y que resultaron estar tan vacíos como las estanterías, con la única excepción de un lápiz antiquísimo. Le habían sacado punta con cuchillo, y el extremo no tenía goma de borrar.
– Pero fíjate -observó Þóra-. Es como si hubiera habido libros en estas estanterías hasta no hace demasiado tiempo. -Señaló el polvo de los estantes. Era espeso en los bordes, pero la capa que cubría la parte interior era mucho más fina, apenas distinguible.
Matthew se acercó a las estanterías y miró.
– Tienes razón. ¿Sería Birna quien se habrá llevado los libros? A lo mejor había algo valioso en ellos. -Þóra se encogió de hombros-. No me parece lógico. No mencionaba libros en su plano. Claro que a lo mejor no los mencionaría si tenía intención de robarlos. Seguramente se los habrán llevado los anteriores propietarios. Jónas dijo que le habían avisado de que pensaban llevarse los enseres.
Salieron de aquella estancia y se dirigieron más al interior de la casa. Encontraron dos salas adyacentes con muebles antiguos, unos desgastados sofás, que en tiempos habían tenido adornos, un inmenso carrito de té y una mesa y sillas de comedor en madera oscura, con filigranas doradas en el respaldo. Había mesitas auxiliares aquí y allá, pero no se veían objetos. En las paredes colgaban dos cuadros, uno de un barco, otro del glaciar Snæfelssjökull. Los dos estaban tan sucios que no se podía distinguir el nombre del pintor. El aparador estaba vacío, lo mismo que la alacena.
– Te reto a que te dejes caer en el sofá -dijo Matthew, indicando la polvorienta tapicería. A través de la suciedad, se apreciaban las formas de unos dibujos floreados en colores pálidos-. Me encantaría ver la nube que se alzaría, formando graciosas volutas.
– No, gracias -contestó Þóra-. Hazlo tú mismo. Te daré cien coronas.
Matthew la agarró suavemente por el brazo.
– Ahora estoy pensando en algo muy diferente al pago en dinero en efectivo.
Þóra le sonrió.
– Siempre es posible llegar a un acuerdo. -Volvió a mirar el sofá e hizo una mueca-. Pero me temo que eso tendrás que olvidarlo, no estoy segura de que el polvo se asentara antes de la llegada de la noche, y entonces quizá no seríamos capaces de desenterrarnos. Ven, vamos a ver la cocina.
No estaba tan vacía como las otras habitaciones, pero era igual de anticuada, con armarios sencillos y pintados de blanco, el fregadero pequeño y poco profundo. El lugar de trabajo no era muy grande en comparación con una cocina actual, pero el espacio para la mesa de la cocina era mucho mayor de lo que Þóra estaba acostumbrada. De unos ganchos colgaban cucharones y espumaderas de acero, una cafetera antigua de peltre reposaba sobre del fogón.
– Qué raro, abandonar todo esto -dijo Þóra, mirando a su alrededor.
Matthew abrió uno de los armarios de cocina y se encontró ante toda una colección de tazas y vasos, todos diferentes.
– Quizá todo esto sea indicativo de alguna otra cosa mucho más desagradable. Es probable que pensaran hacer algo, pero que luego no resultó posible. A lo mejor murieron y por eso no necesitaron llevarse todas estas cosas. Los herederos, sin duda, ya tenían cafeteras y utensilios de cocina, y no necesitaron recoger lo que había aquí. -Se calló y señaló una caja de cartón que había sobre una de las sillas de la cocina-. Mira, ¿qué es eso?
Se acercaron a la caja y vieron que contenía objetos envueltos en hojas de periódico. Al lado de la caja había también un montón de hojas. Þóra cogió una de ellas y buscó la fecha.
– Esto es de mayo. Parece que los antiguos propietarios estuvieron aquí hace poco, empaquetando. Pero ¿qué es esto? -dijo, señalando un termo que estaba colocado a la sombra de la caja-. Esto no es antiguo -agarró el termo y lo agitó. Dentro sonó el líquido al moverse, y Þóra abrió la tapa. Olió con precaución el contenido-. Café -reveló-. Esto tiene que ser de Elín y Börkur, o de la persona que enviaron aquí para llevarse sus pertenencias. -Volvió a dejar el termo en el suelo.
– ¿Quiénes son Elín y Börkur? ¿Los antiguos propietarios? ¿Vivían aquí? -preguntó Matthew.
– Son hermanos, los herederos de las tierras, un hombre y una mujer de mediana edad. Si vivían aquí, lo ignoro, pero lo dudo, a la vista de lo antiguo que es todo lo que hay aquí dentro. -Þóra observó el anticuado mobiliario-. Como mucho andarán por los cincuenta. Todos estos utensilios son mucho más antiguos, de modo que no pudieron criarse aquí.
– Pero ¿por qué han decidido llevarse todo esto ahora? -preguntó Matthew-. La venta de la propiedad se tuvo que realizar hace algunos años. La parte nueva del hotel no puede haberse levantado en unos pocos meses.
– No, no, eso es cierto. Supongo que la idea de Jónas de construir en esta casa no les llamó la atención al principio, pero luego cayeron en la cuenta. -Þóra abrió los cajones de la cocina uno tras otro y los examinó. No contenían nada que despertara su interés.
Terminaron de examinar el piso inferior sin encontrar nada. En la despensa había diversos objetos que habían pasado años y años en las estanterías, pero también algunas cajas de cartón recientes, con viejos libros polvorientos. No abrieron más que dos cajas, pensando que las que estaban cerradas contendrían objetos de la sala que habían quitado para llevárselos, igual que el resto de los libros de las estanterías. Þóra dejó que Matthew inspeccionara el cuarto de baño y, a juzgar por el gesto que puso al volver, no se había perdido nada al no ir ella también.
– Vamos arriba -dijo él con cara de asco, dirigiéndose hacia la escalera.
Primero miraron por la puerta que daba al sótano pero no había luz y Þóra decidió que allí no tenían necesidad imperiosa de ir. De modo que se dirigieron al piso superior. En el rellano encontraron cinco puertas, todas ellas cerradas. La primera que Matthew intentó abrir resultó estar cerrada con llave. Dejó de intentarlo en la siguiente puerta, cuando ya tenía la mano sobre el picaporte.
– Mira un momento el plano y dime qué puerta da al cuarto de baño.
Þóra miró el diario de Birna y propuso entonces que mirasen la habitación marcada con la palabra Kristín.
– Creo que es la que más le interesaba a Birna -dijo Þóra, indicándole a Matthew la puerta correspondiente.
– Nunca te perdonaré si me estás tomando el pelo y esta puerta da a otro cuarto de baño -exclamó Matthew antes de abrir.
– Mira y ya está -dijo Þóra, que empujó la puerta mientras él ponía la mano sobre el tirador. Entraron en una habitación infantil, que seguramente habría pertenecido a la niña. Sobre la cabecera de la cama de listones de madera pintados de blanco estaba apoyado un desgarbado oso de peluche al que le faltaba un ojo. Era de color marrón claro y peludo por todas partes excepto en el vientre, que era de tela grisácea. Las costuras que unían el tronco a los miembros estaban descosidas, de modo que se veía un alambre negro en los hombros y los muslos del osito. Al cuello tenía atado un descolorido lacito rojo. Þóra sintió una punzada en el corazón al ver cómo, con el paso de los años, el lazo había ido sufriendo los efectos de las leyes de Newton y ahora colgaba en mitad del pecho. Al lado del oso había una muñeca zarrapastrosa, mirando con sus ojos pintados hacia la pared de enfrente.
– Pero qué extraño es todo esto -dijo Þóra, muy afectada.
– Sí -asintió Matthew-. Evidentemente, esta gente se fue a toda prisa. Mira. -Se acercó a una estantería sobre la que estaban colocados varios libros polvorientos. Debajo de ella había una mesa de escritorio pintada en laca blanca con una hoja de papel en la que había un dibujo a medio acabar. Sobre ella y el resto de la mesa había unos lápices de colores de cera. Matthew levantó el dibujo y lo examinó. Las esquinas estaban retorcidas y una capa de polvo grisáceo cubría el papel. Matthew sopló con fuerza sobre la hoja de papel y se levantó una nube de polvo que alejó con la mano. Luego le dio el dibujo a Þóra-. La niña ni siquiera tuvo tiempo de acabar su dibujo.
Þóra miró el papel. Se apreciaba claramente que era de una niña poco mayor que Sóley, su hija de seis años. El dibujo representaba una casa ardiendo, con unas espesas llamas que se alzaban hacia el cielo desde el tejado. La casa tenía una gran puerta y una ventana. Sólo la mitad estaba coloreada.
– Curioso motivo para un dibujo -dijo Þóra, dejando el papel-. ¿Estaría dibujando esta casa?
Matthew sacudió la cabeza.
– No, no lo creo. Aunque el dibujo lo haya hecho una niña pequeña, parece claro que se trata de una casa de una sola planta. -Torció el gesto-. Tiene una puerta curiosamente grande.
Þóra señaló la ventana.
– ¿Es eso un ojo? -Se inclinó para ver el dibujo más de cerca-. Anda, la niña dibujó a alguien dentro de la casa. Mira, aquí hay también una boca abierta. Pero nariz no hay.
Matthew se inclinó también.
– Y que lo digas, si que es un motivo extraño para un dibujo. A lo mejor, esa niña era algo rara.
– O vio algo espantoso -señaló Þóra, apartándose de la mesa-. Creo que tendríamos que intentar averiguar quién vivió aquí y cuándo se trasladaron. Sé que el dueño se llamaba Grímur, pero creo que tuvo una única hija, que murió tan joven que difícilmente habría podido hacer este dibujo. Puede ser que después de él y su mujer viviera aquí alguna otra familia.
Se dirigió hacia una puertecita disimulada en la pared. La abrió con cuidado y vio que se trataba de un armario ropero. De la barra colgaban muchas perchas. En dos de ellas había ropas finas, un elegante jersey y un delicado vestido de algodón sin costuras. Las dos prendas eran demasiado grandes para haber pertenecido a Edda, que murió a los cuatro años de edad, según el álbum de fotos del sótano del hotel.
– ¿Qué es eso de ahí detrás? -preguntó Matthew señalando el fondo del armario.
Þóra metió más la cabeza y vio que en el fondo del armario había unos listones que rodeaban un espacio que no coincidía del todo con el resto de la pared. Empujó y aquel espacio cedió.
– ¡Anda! -exclamó-. Es una puertecita disimulada. Mira, hay unos escalones que suben. -Se alternaron para mirar por la oscura abertura, y Matthew sacó la llave del coche. Tenía una bombillita que servía de linterna. Iluminó la escalera.
– Mira -dijo Matthew, señalando el escalón con la linterna-. Huellas de pasos en el polvo. Alguien ha subido por aquí.
– Birna. Sin duda alguna, Birna -declaró Þóra con decisión-. En la agenda señaló la posición de vigas y demás. Querría ver en qué estado se encontraba el armazón del tejado. Esto tiene que llevar a una especie de desván. Ven, ¿allanamos también esa parte de la residencia? -Miró a Matthew, que le sonrió.
– Bueno, espera aquí mientras bajo a buscar un cuchillo. Sólo tendré que quitarme un brazo y probablemente también el hombro. -Señaló la abertura-. Es totalmente imposible que yo consiga pasar por ahí.
– Dame la llave, entonces -pidió Þóra. Se la puso en la boca mientras entraba encogida por el armario y atravesaba el estrecho agujero. Antes de empezar a subir las escaleras se volvió hacia Matthew y le regaló una amplia sonrisa-. Hasta ahora. Te mataré si me encuentro a una rata. -Subió el primer escalón, se lo pensó mejor y retrocedió hacia el agujero-. O un ratón. Te mataré también si piso un ratón.
El desván estaba totalmente vacío. Þóra pasó el débil rayo de luz por el suelo y vio que Birna había estado por allí. Þóra no pisaba con demasiada confianza, porque no tenía ni idea de si el entablado soportaría su peso. La arquitecta debía de ser más pequeña que ella, o al menos sus pies eran muy pequeños en comparación con los de Þóra. Por eso habría preferido examinar el desván desde la escalera en la que se encontraba, pero cuando el rayo de luz dio con algo que brillaba en una viga, no pudo resistir la tentación. Puso un pie sobre el suelo del desván con mucho cuidado. A cada paso que daba, se oían crujidos y chirridos, y temió que si se abría el suelo caería encima de Matthew, en el piso de abajo. O peor aún… en un cuarto de baño. Pasó el rayo de luz por el suelo y vio que Birna -o quien hubiera dejado aquellas huellas- también había pasado por allí. Eso la hizo respirar más tranquila, y por fin pudo llegar a la viga. Se inclinó e iluminó el suelo.
Oro. Un juguete, en realidad. Þóra sonrió y recogió una insignia con alas. Sin duda se trataba de una insignia de aviador. La examinó a la débil luz. Volvió a dejarla en su lugar y agarró una taza de porcelana descascarillada. Había más objetos: una cuchara de plata que se había vuelto negra, dos blancos dientes de leche, un collar con una cruz y unas cuantas fotos de estrellas de cine colocadas en un cuidadoso montón. Þóra se levantó, pero se detuvo al instante cuando estaba a punto de estirar las rodillas. Iluminó la viga de madera del techo y se inclinó sobre ella. Había algo grabado. Se percató de que podía leer lo que ponía.
– ¡Matthew! -gritó-. ¡Aquí está el nombre de Kristín!
– ¿Eh? -oyó su respuesta en la lejanía.
Volvió a inclinarse y leyó la inscripción por última vez, para fijarla en su memoria y poder repetírsela a Matthew. Él no la oía con claridad:
papá mató a kristín
odio a papá
– Sí, por fin decidieron llevarse todos los cachivaches que había en la casa, como te dije -explicó Jónas, reclinándose sobre el respaldo de la silla. Estaban muy cómodos junto a la chimenea del bar, rodeados de fotos antiguas que decoraban las paredes-. Le pedí a Birna que les avisara de que habíamos decidido construir en la vieja granja, para que pudieran recoger lo que quisieran antes de empezar las obras de remodelación. Lo del anexo estaba descartado, en realidad, pero de todos modos se pusieron a ello. No tengo ni idea de lo que se han llevado. Al menos, nadie le comunicó a ella, ni tampoco a mí, que hubieran terminado.
Matthew tomó un sorbo de su cerveza.
– ¿Se alojaron aquí?
– No, nunca pidieron una habitación. Pero sí vinieron varias veces a comer al restaurante.
– ¿Vinieron los dos hermanos a retirar las cosas, o sólo Elín? -preguntó Þóra.
– Ni idea -respondió Jónas-. Recuerdo que una vez vinieron varios a la vez, el hermano y su mujer, la hermana y dos jóvenes, el hijo de él y la hija de ella. No sé si fue un viaje de un día, o si se alojaron por aquí cerca. Aún poseen varios terrenos en la península, creo recordar, de modo que bien podrían haberse hospedado por allí. Creo que tienen también una casa en Stykkishólmur o en Ólafsvík, que utilizan como residencia de verano.
– ¿Tuvieron quizá alguna discusión seria con Birna?-preguntó Þóra.
– No, ni puedo imaginármelo -contestó Jónas-. Sé que discutió de algo con el hermano, pero tengo entendido que todo se desarrolló por cauces estrictamente amistosos. Ella estuvo buscando datos sobre las características del terreno durante la construcción del hotel. Creo que esperaba que tuvieran planos antiguos o algo por el estilo.
– ¿Y los consiguió? -preguntó Þóra.
– No, creo que no -respondió Jónas-. Recuerdo que el hombre no tenía nada, aunque sí le dio algunas cosas que podían ser de utilidad. Sé que le permitió buscar entre los trastos viejos, los que están en el sótano de Kirkjustétt, y también los del otro sitio, Kreppa.
– ¿Recuerdas si Birna mencionó alguna vez el nombre «Kristín»? -preguntó Þóra-. ¿O que preguntara por alguien con ese nombre?
Jónas sacudió la cabeza.
– No, no recuerdo nada de eso. ¿Quién es esa Kristín?
– Ni idea -respondió Þóra-. Sin duda, no tiene nada que ver con esto. Encontramos el nombre en… -Þóra consiguió contenerse justo a tiempo, antes de mencionar la agenda de Birna-… grabado en una viga de la granja. A lo mejor no es más que el nombre de algún animalito de compañía, una gata o quizá el corderito criado en la casa. Creemos que lo escribió un niño.
– Pues Kristín es un nombre bastante raro para un gato -dijo Jónas-. No recuerdo que Birna mencionara nunca a una Kristín, ni a una mujer con ese nombre ni tampoco a un gato.
Guardaron silencio durante un instante. Þóra tomó un sorbito del vino blanco que Jónas había pedido para ella y echó un vistazo a su alrededor. La sala de la chimenea era muy confortable, de estilo antiguo, aunque formaba parte de un ala del hotel de estilo moderno.
– ¿Son de aquí? -preguntó, señalando las viejas fotos de las paredes.
– No, las compré en anticuarios. No tengo ni idea de quiénes son. Birna se ocupó de eso -Jónas miró alrededor-. Esas cosas se le daban muy bien
Matthew y Þóra movieron la cabeza en señal de acuerdo.
– Quizá podrías conseguir el permiso de la familia para utilizar alguna de las fotos que hay en las cajas del sótano. Hay varios álbumes y algunas fotos enmarcadas, y creo que son de los antiguos habitantes. Podrían darle aún más encanto al lugar. Me llevé un montón a la habitación para examinarlas mejor. Puedes echarles un vistazo, si quieres.
Jónas se sobrecogió.
– No, muchas gracias, ni hablar. No quiero saber nada de ellas.
– ¿En qué foto exactamente creíste reconocer al fantasma? -preguntó Þóra-. Las he revisado todas y hay varias posibles candidatas.
– Era una foto enmarcada de una chica jovencita -respondió Jónas-. Rubia. Hasta el último cabello, era igual al ser que se me apareció.
– De modo que no se trata de una niña -dijo Þóra-. Tenía entendido que se trataba de una niña. -La única foto enmarcada que había encontrado Þóra era la de Guðný, la que había colocado en su habitación. En ella, Guðný no era una niña, sino una adolescente bastante crecidita.
– Niña o no -replicó Jónas decidido-. Una chica joven, mucho más joven que yo. Para mí, eso es una niña.
– Y sigues manteniendo que eso sucedió realmente -interrumpió Matthew. En su gesto aparecía claramente su opinión sobre aquellos sucesos-. ¿No lo habrás soñado?
– No -exclamó Jónas con decisión-. En absoluto. Volví a casa cansado y eso puede explicar mejor la situación. Cuando estás en ese estado, descienden las barreras de la mente y puedes contactar más fácilmente con lo que no es de este mundo. Sucedió, os lo puedo jurar.
– Estupendo -dijo Þóra-. Dejémoslo así de momento. Pero ¿has conseguido recordar dónde estuviste el jueves por la tarde?
– Ya, eso -contestó Jónas-. Sólo de forma muy fragmentaria. Recuerdo que estaba aquí al empezar la reunión con el médium, pero luego me marché. Me daba miedo lo que podía pasar.
– ¿Miedo? -exclamó Matthew sin poderse contener-. ¿A qué?
– A lo que podía pasar. Este es un sitio maligno y no me apetecía lo más mínimo oír a los difuntos confirmarlo -explicó Jónas como si no hubiera nada más natural-. Así que decidí irme a dar un paseo a pie y renovar mis energías espirituales. Había bancos de niebla, una condición atmosférica que siempre me viene estupendamente para hacerlo.
Þóra se apresuró a quitarle la palabra a Matthew antes de que fuera a preguntar por la renovación de las energías espirituales.
– ¿Te encontraste con alguien durante el paseo?
– No -dijo Jónas-. A nadie. Hacía un tiempo bastante desagradable y aquí no hay ahora mucha gente, de modo que no había más alma viviente que yo mismo ahí fuera.
– Olvidas a Birna -apostilló Þóra-. Y al asesino. Seguramente estarían por ahí a la misma hora. -Miró a Jónas con ojos implorantes-. No me irás a decir que bajaste a la ensenada en donde encontraron el cuerpo de Birna.
– No, no fui allí -dijo Jónas-. Tomé esa dirección pero no llegué hasta allí. Tenía un cabreo fenomenal y, en realidad, iba sin rumbo fijo. Había venido un tipo del ayuntamiento porque tenía que hacer una obra en la carretera de acceso, y precisamente había elegido ese día para hacer la zanja, y al final se marchó dejándolo todo sin terminar. Por eso, los que acudieron esa tarde a la reunión espiritista tuvieron que dejar sus coches en la carretera y hacer a pie el resto del camino. Dos kilómetros. Estoy seguro de que muchos no asistieron por ese motivo, por no mencionar lo molestos que estaban los clientes del hotel cuando se enteraron de que no podían sacar los coches.
– ¿Cuándo se solucionó el problema? -preguntó Matthew.
– Bueno, a la mañana siguiente -dijo Jónas, que seguía enfadadísimo con el operario-. Aquel tipo no se atrevió a no hacerlo, después de la bronca que le solté.
– ¿Eso significa que del hotel no salió ningún coche hacia la playa en la que apareció Birna esa misma noche? -preguntó Þóra.
– No, fue totalmente imposible -respondió Jónas-. Era una zanja de mil demonios.
– ¿Llevabas el teléfono cuando saliste a pasear? -preguntó Matthew.
Jónas no necesitó pensarlo mucho.
– No, con total y absoluta seguridad, no. Emite unas ondas que me alteran siempre en la renovación de las energías espirituales.
Matthew se incorporó de una forma que daba a entender claramente que iba a interrogar más detenidamente a Jónas sobre el particular. Pero, de pronto, apareció Vigdís y se dirigió directamente a ellos con unas hojas impresas en las manos.
– Aquí está lo que me pediste -dijo, entregándole dos hojas de papel a Jónas-. En la primera página están los nombres de los que se alojaron aquí las noches del jueves y el viernes, y en la otra los que habían hecho una reserva pero no pudieron venir o la cancelaron. -Sonrió servicial a Þóra y Matthew-. Tengo que volver a la recepción para atender el teléfono. -Se marchó y Jónas le gritó «gracias» mientras se iba. Echó un breve vistazo a los papeles y después se los dio a Þóra.
– Ésta es una lista impresa del archivo informático, aunque probablemente nos resultará de escasa ayuda. No me puedo imaginar que a Birna la asesinara ningún cliente. Me parece bastante absurdo.
– Nunca se sabe -respondió Þóra, mientras empezaba a leer. La lista no era muy larga-. ¿Hay pocas reservas? -preguntó-. No son muchos nombres.
– Desde luego que no -respondió Jónas, un poco dolido, ante su expresión incrédula-. No es posible pretender que tengamos todo reservado, excepto justo antes de pleno verano. El periodo turístico es tan breve que casi no se puede denominar así. He pensado en toda clase de eventos para atraer visitantes en invierno. O de lo contrario, esto va a resultar de lo más deprimente.
Þóra asintió sin apartar la mirada de la lista.
– A juzgar por esto, hubo ocho habitaciones ocupadas la noche del jueves y diez la del viernes.
– Si ahí lo dice -respondió Jónas-. Naturalmente no guardo esas cosas en la memoria, pero probablemente ésa es la proporción. -Agarró su vaso de cerveza y tomó un trago-. Esta cerveza procede de agricultura biológica -explicó mientras dejaba el vaso sobre la mesa y se quitaba la espuma del labio superior.
Þóra se dio cuenta de que las cejas de Matthew se levantaron un poco, y que olía su vaso con gesto receloso. Se apresuró a tomar la palabra antes de que consiguiera preguntar por el cultivo en cuestión.
– ¿Conoces a alguno de los clientes? -preguntó inclinándose hacia Jónas con la lista por delante-. Por ejemplo, ¿la lista contiene nombres de clientes estables?
– Hace tan poco tiempo que empezamos, que aún no nos hemos hecho con clientes estables, por desgracia. Pero, de todas formas, creo que podré recordar quiénes eran. -Jónas puso un dedo sobre el primero de los nombres y empezó con él-. Veamos, el señor y la señora Brietnes, no, éstos eran un matrimonio mayor, de Noruega. Es muy poco probable que tengan relación alguna con este asunto. Siguen aquí, por si queréis hablar con ellos. -Desplazó el dedo-. Karl Hermannsson. No le recuerdo, parece que sólo se alojó aquí esa noche. Pero de esta pareja sí que me acuerdo, Örn Friðriksson y Ásadís Henrýsdóttir, ya habían venido antes, son gente interesada por lo que hacemos aquí y saben disfrutar de lo que ofrecemos. No pueden estar relacionados con esto de ninguna forma. Espera un momento. ¿Quién era éste? Pröstur Laufeyjarson. -Reflexionó un momento-. Sí, claro que sí, el del kayak. Ha venido a remar, a entrenar para un campeonato de remo. Tiene reserva hasta el miércoles. Muy distante y gruñón. Así que podría perfectamente ser un asesino.
– O no -dijo Þóra. Nunca había oído que los asesinos fueran más distantes que el resto de la gente en las relaciones personales-. ¿Y estos extranjeros? -Señaló los nombres siguientes.
– El señor Takahashi y su hijo. -Jónas levantó los ojos para mirar a Þóra y sonrió-. Demasiado educados como para matar a nadie. Muy tranquilos los dos, y el padre está convaleciente de un tratamiento contra el cáncer. Su hijo no se separa de él. Olvídalos. -Dirigió la mirada a los siguientes nombres-. No sé quiénes son éstos, Björn Einarsson y Guðný Sveinbjörnsdóttir, no caigo. Pero a éste tendrías que conocerle, Þóra: Magnús Baldvinsson, viejo político de izquierdas.
Cuando Þóra oyó el nombre, se le vino a la mente el rostro del hombre que había visto en el comedor a la hora del almuerzo.
– Sí, claro. Le vi hoy a mediodía. Precisamente estuve leyendo un artículo sobre él en un periódico. Es el abuelo de Baldvin Baldvinsson, del que dicen tiene un gran futuro. ¿Pero qué está haciendo aquí ese hombre?
– Descansando simplemente, creo. No es precisamente muy hablador, pero me dijo que se había criado en la comarca. Supongo que el corazón y la mente buscan la tierra de la infancia cuando llega la vejez -dijo Jónas. Continuó bajando por la lista-. No me acuerdo de esta Pórdís Eggertsdóttir, no tengo ni idea de quién es. Pero a este sí que le recuerdo, Robin Kohman, es fotógrafo y ha venido a hacer fotos para un artículo sobre las provincias de Vesturland y Vesturfjörður para una revista de viajes. Le acompañaba un periodista que ya se marchó. Se fue el martes, no el miércoles. Este Teitur es un corredor de bolsa que lleva aquí varios días, parece bastante simpático, aunque un poco esnob. Se lesionó montando a caballo al poco de llegar, y pensé que se iría en cuanto sufrió el accidente, pero aquí sigue. El resto de los nombres no los conozco. Ni los que llegaron el viernes ni los que cancelaron las reservas. -Dejó los papeles sobre la mesa delante de él, y Þóra los recogió.
– ¿Hay algún problema en que intente charlar con estas personas? -preguntó Þóra.
– En absoluto -afirmó Jónas poniéndose en pie-. Pero procura tratar bien a los clientes. No los ahuyentes. -Miró por un instante a Matthew y luego añadió a media voz, en islandés-: Que ése no se ponga a interrogar a nadie. Haz todo lo posible para que parezca una conversación intrascendente. -Se incorporó, se dio una palmada en los muslos-. Voy a ver qué tal le va a la policía. Ahora están registrando la habitación de Birna, no sé qué creen que puede esconder allí.
Matthew le guiñó un ojo a Þóra y dibujó una fugaz sonrisita.
– No, seguramente no encontrarán nada -dijo tan tranquilo.
– Pero ahora ya tienen mi teléfono -dijo Jónas-, y por lo menos pueden entretenerse en hacer una lista de todo lo que contiene.
Steini estaba sumido en oscuros pensamientos, con la mirada fija en el camino de acceso, al otro lado de la ventana. Habría podido estar solo, a juzgar por el tráfico. Ni un solo coche, ni una sola persona. Había pasado el rato viendo la televisión como un tonto. Y eso que sólo tenía veintitrés años. Si su vida hubiera transcurrido de la forma habitual, las cosas serían distintas. No tenía que ser así. No podía ser. En realidad, aún seguía confiando en que alguien fuera a decirle que todo era un malentendido. Que aquello no le había pasado a él, sino a alguna otra persona. Perdona, amigo, que te hayamos hecho pasar por esto sin necesidad, pero son cosas que suceden, a veces. Levántate. Puedes hacerlo. No ha sido más que un malentendido. Tu coche no es un desastre total. Era el coche de otro. Y tú no ibas en él. Un borbotón de risa absurda y extraña surgió de su interior. Seguro.
Se irguió y al hacerlo apareció la imagen de su rostro reflejada en la ventana. Se asustó y se cubrió más la cabeza con la capucha para que se viera lo menos posible. Nunca se acostumbraría a aquello. Nunca. Steini aferró, con sus manos ya expertas, las ruedas de la silla y se apartó de la ventana. ¿Dónde estaba Bertha? Había prometido venir, y siempre cumplía lo que decía. Querida, preciosa Bertha. Sin ella, sería incapaz de hacer nada. Enfermeras, médicos, psicólogos y como se llamara toda esa gente, se empeñaban en insistir en que se fuera a la capital, que se matriculara en la universidad, que hiciera algo. Que la vida no se acababa allí, aunque, en aquel momento, se sintiera tremendamente mal. Con la rehabilitación adecuada era posible que se viese prácticamente libre de la silla de ruedas, aunque el proceso fuese laborioso y doloroso. Esa gente no le comprendía. Tenía que quedarse allí. Allí estaba su casa, aquél era su hogar. Por aquella zona pasaba poca gente y casi todo el mundo le conocía. Nadie se asustaba cuando le veían aparecer con aquella horrible máscara que se suponía era su rostro. En Reikiavik, en cambio, sucedería un día sí y otro también. Se consumiría y acabaría matándose en un tiempo récord. Tenía tanto que agradecer a Bertha. Ella era la principal responsable de que pudiera seguir allí, con las dificultades que tenía para valerse por sí solo.
¿Quizá Bertha le había abandonado? ¿Ya se había hartado? ¿No iba a ayudarle más? Steini se acercó en su silla hasta la televisión y agarró el mando a distancia. Prefería ver aquellos espantosos programas que seguir con sus negros pensamientos. Subió el volumen y fijó la mirada en la pantalla. No pensar. No pensar.
Þóra y Matthew hicieron un brindis.
– Realmente, espero que esto no proceda de agricultura ecológica-dijo él antes de tomar un trago.
Þóra le sonrió.
– No, esperemos que se haya cultivado con la habitual porquería de los pesticidas, mejor aún si se les ha añadido algo de mercurio. -Bebió un sorbo de vino-. Da igual cómo se ha cultivado, el resultado es muy bueno. -Dejó su copa sobre el mantel blanco y comió un bocado de pan para tener algo que morder-. Estoy muerta de hambre. Muerta.
– Mmmm -dijo Matthew-. Me alegro mucho de que eso no haya cambiado. Y de que tú no hayas cambiado. -Le guiñó un ojo-. Además, tu forma de vestir sigue siendo tan… cómo decirlo…
Þóra se miró su sencillo jersey y sacó la lengua.
– ¿No irías a pensar que habría venido aquí con vestido largo esperando que alguien me invitara a comer?
– Me permito dudar que te hubieras puesto vestido largo aunque te hubieran invitado. -Se recolocó la corbata con gran ceremonia.
– Ja, ja. -Þóra se rió-. Tengo demasiada hambre para responder a los chistecitos de un tarugo como tú. ¿Y dónde está la comida? -Miró el reloj-. Maldita sea. Tengo que llamar a casa antes de que se duerma Sóley. -Alargó la mano para agarrar su bolso, pero antes de abrirlo recordó que su teléfono estaba en poder de la policía-. Vaya, ¿me puedes dejar tu móvil?
– Claro -dijo Matthew, ofreciéndole un elegante teléfono-. ¿Algo no va bien con tus niños? Casi ni me atrevo a preguntar, pero… ¿ya eres abuela?
Þóra alargó la mano para tomar el móvil.
– Puedes respirar tranquilo, aún estás cenando con una mujer joven. -Era un teléfono con tapa, y lo abrió. En la pantalla apareció la foto de una niña negra con montones de trencitas en el pelo-. ¿Quién es ésta? -preguntó extrañada, dirigiendo el teléfono hacia Matthew. Nunca había mencionado que estuviera casado o viviendo con alguien.
Matthew sonrió.
– Es mi hija.
– ¿Ah, sí? -dijo Þóra-. No se te parece mucho. -Volvió a contemplar la foto-. Excepto en el pelo, quizá. -No sabía muy bien qué más decir.
Matthew se rió y se pasó la mano por el cabello, con perfecto corte de caballero.
– No, no somos parientes consanguíneos. La adopté a través de una ONG.
– Oh, qué bonito. -Þóra bebió un sorbo para disimular el peso que se le había quitado de encima-. Por un momento creí que estabas casado o que vivías con alguien. No me gustan demasiado los hombres casados. En la escala de atractivo del cero al diez, les pongo un menos dos.
– Qué raras sois las mujeres -dijo Matthew-. A mí, tú me pareces atractiva y eso no cambiaría, estuvieras casada o no.
– Tienes la suerte de que estoy divorciada -dijo Þóra, mirando de nuevo la foto-. No vive contigo, ¿no? -Era totalmente incapaz de imaginarse a Matthew lavando las ropitas de un niño, y mucho menos haciendo una serie de apretadas trenzas en una cabecita.
– No, no -respondió Matthew-. Vive en Ruanda. Conozco a una mujer que trabaja en ese pueblo con la Cruz Roja, ayudando a los necesitados. Fue ella quien me convenció.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Þóra.
– ¿La mujer, o la niña? -preguntó Matthew.
– La niña, claro -contestó Þóra.
– Laya -dijo Matthew.
– Un nombre muy bonito -afirmó Þóra, poniendo sus manos sobre una de las de él, que descansaba sobre la mesa-. Voy a hacer una llamada breve, porque cuando llega la hora de comer le cuelgo hasta a mis propios hijos. -Marcó el número de su hijo-. Hola, Gylfi, ¿qué tal estás?
– ¿Estás en el extranjero? -preguntó la voz extrañada de su hijo.
– No, no -dijo Þóra, que se apresuró a añadir-: He tomado prestado un móvil a un extranjero que está aquí en el hotel, porque tuve que dejar el mío. Pero ¿qué tal todo?
– Una mierda. Esto es espantosamente aburrido. Quiero irme a casa -respondió Gylfi convencido.
– No, no -respondió Þóra, maternalmente-. Si es muy divertido. ¿Está contenta Sóley?
– Ella está siempre contenta, no tienes que preguntar -replicó Gylfi cabreado-. Pero yo me voy a morir de aburrimiento aquí. Papá se ha puesto como loco a jugar con el Sing Star de los 80, de Sóley, y si vuelvo a oírle otra vez cantando Eye of the Tiger, me largo. De verdad.
– Venga, hombre -dijo Þóra-. Ya queda poco. Déjame hablar un momentito con Sóley, cariño. -No se atrevía a decir nada en favor del karaoke de su padre.
– Habla con ella pero no te alargues mucho. Tengo que llamar a Sigga. Antes se puso el teléfono en la barriga para que el niño me mandara un SMS con sus pataditas.
– ¿Ah, sí? -dijo Þóra, que ya no se asombraba por nada-. ¿Y qué escribió?
– jt -respondió Gylfi orgulloso. Le pasó el teléfono a su hermana sin más preámbulos, y una vocecita gritó:
– ¡Mami, hola, mami!
– Hola, ratoncito -saludó Þóra-. ¿Te lo pasas bien?
– Sí, sí, muy bien. Pero tengo ganas de estar en casa contigo. Papá y Gylfi siempre están peleándose.
– Ya queda poco, cariño. Tengo muchísimas ganas de que volvamos a estar juntos los tres. Dile hola a tu padre de mi parte, nos vemos mañana. -Þóra se despidió. Cerró el teléfono y se lo pasó a Matthew.
– No entendí ni una palabra -dijo éste, volviendo a meter el teléfono en el bolsillo de la americana-. ¿Piensas hablarme en islandés luego? ¿En la cama?
– Claro que sí, corderito mío -dijo Þóra lo más cariñosamente que pudo, y levantó un pie del suelo para ponerlo en un lugar mucho más cálido. El vino blanco estaba empezando a hacerle efecto-. ¿No te alegras, al menos, de que no lleve zapatos de tacón?
Rósa estaba junto a la cocina colando café al estilo antiguo. No necesitaba estar muy pendiente y dejó vagar sus pensamientos, pero, por desgracia, su mente iba demasiado rápido y lo único que consiguió fue desencadenar ideas aún más negras sobre todas las cosas que ella no podía cambiar. Hizo un esfuerzo por pensar en su corderito, Stubbur, y lo fuerte que había chupado el biberón aquella mañana, pero aquella tierna visión se disipó enseguida. En su lugar, se interpuso el recuerdo de la vuelta a casa de Bergur la noche anterior, y el gesto que tenía cuando le habló del cadáver que había encontrado en la playa. Ella intentó alejar aquella imagen, obligándose a pensar en la inminente visita de su hermano. Seguramente, serviría para alegrar la vida doméstica, porque era un hombre muy simpático y siempre estaba de broma. No cabía la menor duda de que les vendría estupendamente, la casa era tan silenciosa que los desconocidos debían de pensar que ella y su marido eran mudos. Sonrió triste e irónica ante semejante idea. Como si por allí pasara algún desconocido. A aquella casa no iban ni siquiera los conocidos. Sólo a los parientes más próximos se les pasaba por la cabeza ir de visita. Era lógico. La gente no visitaba un lugar donde incluso las plantas de las macetas se habían vuelto tan tristonas como ellos dos.
Rósa suspiró. No tenía ni una amiga íntima a la que recurrir cuando necesitaba consejo. Bergur era desdichado porque vivía con ella y no la quería. Y ella también era desdichada porque vivía con él y le quería, sin que su amor se viera correspondido. No sabía exactamente cuándo había dejado de quererla, si hubiera podido hablarse de amor alguna vez, pero recordaba bien cuándo empezó a quererle ella a él. El día en que se conocieron. Aún podía recordar lo guapo que era y tan distinto a los demás jóvenes que había tratado hasta entonces. Había llegado a la comarca para ayudar en los trabajos de primavera en las granjas, y en un abrir y cerrar de ojos la había embrujado hasta la médula. Trabajaron juntos, ensangrentados hasta los codos en la época de nacimiento de los corderos, y su fascinación fue creciendo a medida que descubría, a lo largo de sus conversaciones, lo culto que era el joven y cuánto sabía de todo. Además, él hablaba con mucho más cuidado que el resto de la gente, y seguía haciéndolo. Aquello le daba un cierto aire cosmopolita, aunque nunca hubiera puesto un pie fuera de la región. En esa época, y en realidad todavía hoy, ella se sentía como una palurda a su lado. Siempre había sabido que no le llegaba a la suela de los zapatos. Llegaría el momento en que se marcharía, y aquello la llenaba de una tristeza y un pesar que contribuían a asfixiar aún más su relación. ¿Qué fue primero, el huevo, o la gallina?
Uf. Se estremeció ligeramente y se maldijo a sí misma por su cobardía y su autocompasión. Notó el aroma del café ascender hasta su nariz y sólo con ello se sintió mejor. Quizá vinieran tiempos mejores, con las flores llenando los prados. Fue a buscar el bizcocho y un cuchillo para cortarlo. Bergur estaba a punto de llegar y quería tenerlo todo dispuesto para cuando apareciera en casa, cansado de las labores de la tarde. Estaba arreglando el techo del granero, que estaba lleno de goteras, y ella sabía perfectamente que aquel trabajo no le gustaba nada y le resultaba muy difícil. Estaba claro que no era precisamente un manitas. Pero a ella le daba igual. No era su destreza en el trabajo lo que la atraía de él.
Había echado a cocer la última morcilla congelada que quedaba del otoño anterior, y unas patatas. Pensándolo bien, no era una cena excesivamente apetecible, y por eso se le ocurrió alegrar un poco la existencia ofreciéndole a su marido un bizcocho. Miró el puchero y vio que el hervor estaba subiendo. De pronto, una lágrima empezó a correr por su rostro. Maldita zorra del demonio. Se secó la lágrima, sorbió por la nariz y blandió el cuchillo. Maldita zorra del demonio. Él pertenecía a otra, ¿eso no significaba nada para ella? La tapa del puchero tintineó, y Rósa dio un respingo. Sonrió brevemente al tiempo que la levantaba y bajaba el fuego.
Maldita zorra del demonio muerta. Muerta, muerta, zorra muerta. Rósa recuperó el buen humor y amenazó al bizcocho con el cuchillo. Muerta, y muy pronto enterrada. Ella no había oído de nadie que abandonara a su esposa por una zorra muerta.
Matthew se sentó en la cama. Estaba sediento y se preguntó si había sido la sed lo que le había despertado, o algo procedente del exterior. Sonrió para sí ante aquella tontería cuando se dio cuenta que desde el otro lado de la ventana abierta no llegaba otra cosa que silencio. Bostezó y se levantó con todo cuidado para no despertar a Þóra. Le resultó un tanto complicado, porque ella había conseguido, de una forma admirable, ocupar tanto espacio en la cama que él se las vio y se las deseó para no caer encima de ella al salir. Fue al baño y dejó correr el agua mientras sostenía un vaso. Lo había puesto debajo del chorro cuando llegó a sus oídos un sonido extraño. Cerró el grifo inmediatamente y aguzó el oído. Era el llanto lastimero de un niño. Matthew salió receloso del baño e intentó identificar la procedencia del sonido. Éste cesó de pronto y él levantó las cejas, extrañado. Quizá en el hotel había huéspedes con un niño que no podía dormir. Tenía que ser eso. Sonrió por su sandez y fue hacia la ventana para cerrarla mejor. Þóra prefería tenerla abierta de par en par, pero la habitación se había quedado ya bastante fría. No estaba habituado a dormir con tanto frío.
Cuando estaba colocando el cierre de la ventana, el llanto volvió a comenzar. Ahora no cabía duda de que llegaba de fuera. Matthew abrió más la cortina y observó atentamente la clara noche. No vio nada y el ruido cesó otra vez, tan de repente como la primera vez. Esperó largo rato junto a la ventana por si volvía a oírse, pero no sucedió nada y finalmente regresó a la cama, tan seguro de que había oído un llanto como de que ese llanto no procedía de ningún niño del más allá.
Los dos japoneses, padre e hijo, eran tan exageradamente corteses que Þóra se sintió como un camionero borracho en su presencia. Hizo todo lo posible por comportarse debidamente, habló despacio, se movió sin brusquedades y evitó gestos y muecas, pero no lo consiguió. Matthew seguramente lo haría mejor, y Þóra empezó a sospechar que su experiencia en el banco alemán podría venir estupendamente. De modo que hizo una pausa en la conversación y dejó que fuera él quien hablara con los japoneses. Les habían abordado a la entrada del hotel cuando volvían del breve paseo que, según Vigdís, acostumbraban a dar todas las mañanas. Ahora estaban sentados en unas sillas de madera instaladas delante del hotel, gozando del excepcional sol.
– ¿De modo que no la conocían? -preguntó Matthew en voz baja pero clara. Aún estaba un poco molesto con Þóra por haber reaccionado con una burlona sonrisita de conmiseración ante la historia del llanto del niño aquella noche, añadiendo que debía de haberlo soñado.
El hijo tradujo las palabras de Matthew al japonés para su padre. Luego se volvió de nuevo hacia ellos.
– No, lo sentimos. No sabemos bien a quién se refieren.
– Era arquitecta, trabajaba para el dueño del hotel. Una mujer joven, de cabello oscuro -añadió Matthew.
El hombre mayor puso una delgada mano sobre el hombro de su hijo y dijo algo incomprensible. El hijo escuchó con gesto de conformidad, y luego asintió con la cabeza. Su mirada se trasladó del padre a Matthew.
– Es posible que mi padre haya visto a la mujer de que hablan. Estaba aquí mismo, en las dependencias del hotel charlando con un hombre en silla de ruedas y una muchacha joven. Dice que la mujer sostenía en la mano unos dibujos y que se los estaba mostrando. ¿Es posible que sea ella?
Matthew miró a Þóra y puso gesto interrogante.
– ¿Tenía ella relación con alguien en silla de ruedas?
Þóra sacudió la cabeza.
– No, que yo sepa.
Matthew le pidió al hijo que preguntara a su padre si sabía de qué personas se trataba.
Se produjo un nuevo intercambio de palabras entre padre e hijo, que este tradujo enseguida para Matthew y Þóra.
– No, mi padre no conocía a esas personas pero había visto a la mujer antes en el hotel, y a los jóvenes en el sendero. -Inclinó la cabeza ligeramente antes de continuar-. Mi padre dice que prestó cierta atención a la joven pareja por la especial amabilidad que mostraba la muchacha hacia el inválido. Por lo demás, no sabe nada de esas personas, ni tampoco de la arquitecta. Yo personalmente nunca me encontré con esa mujer, de modo que no puedo ayudarles.
Matthew y Þóra se miraron brevemente. No había motivo para seguir importunando a aquellas personas, y se dispusieron a levantarse.
– Señor Takahashi, muchísimas gracias por su amabilidad -agradeció Matthew inclinando la cabeza. Þóra le imitó-. Esperamos que su estancia aquí sea placentera.
– Muchas gracias -respondió el hijo, poniéndose en pie. Ayudó a levantarse a su padre convaleciente-. Este lugar es agradable. Mi padre ha estado enfermo, pero el aire fresco le fortalece.
– Espero que se mejore -intervino Þóra, dedicando una de sus sonrisas al anciano. Éste se la devolvió y se despidieron. Cuando estuvieron ya dentro del hotel, Þóra se volvió hacia Matthew-. Desgraciadamente, no hemos sacado mucho en claro.
Matthew se encogió de hombros.
– ¿No esperarías que supieran quién es el asesino? -Frunció el ceño-. Pero sí que me parece extraño que el hijo afirmara no tener ni idea de quién era Birna hasta que el padre dijo que la había visto. ¿Recuerdas lo que dijo Vigdís sobre los japoneses? Que el hijo seguía a su padre como una sombra. ¿Dónde estaba cuando el padre vio a a la arquitecta y a la pareja de jóvenes?
– A lo mejor, el padre los vio por la ventana -respondió Þóra-. El hijo nos lo habría dicho si la recordara. ¿Por qué no iba a hacerlo?
– No lo sé -replicó Matthew pensativo-. Pero es curioso todo lo que hablaron padre e hijo en comparación con la brevedad de las respuestas en la traducción del hijo. También me pareció extraño que no preguntaran por qué nos interesamos por Birna.
– ¿No tendrá algo que ver con las normas de cortesía en Japón? A lo mejor, curiosear y robar son dos cosas igual de mal consideradas en ese país. -Þóra tenía hambre y miró el reloj que colgaba en la pared por encima de ellos-. Ven. Vamos a comer algo antes de que retiren el desayuno.
Matthew la miró extrañado, y luego miró su propio reloj de pulsera.
– No cerrarán el comedor a las ocho, ¿verdad?
– Ven -dijo Þóra, moviéndose impaciente-. Me moriré si no me tomo un café. Además, allí habrá algunos huéspedes más con los que podemos hablar. -Se habían levantado tempranísimo, con la esperanza de ver a todos los clientes posibles antes de que se fueran.
– No quiero que te mueras -dijo Matthew, siguiéndola-. Aunque no hayas creído lo del llanto.
– Uuuh -bromeó Þóra con voz cavernosa-. Fantasma… uuuh. -Se rió del agrio gesto de Matthew-. No te pongas así. Estaremos mucho mejor después de desayunar.
En el comedor sólo había tres mesas ocupadas. Un matrimonio mayor, que Þóra no había visto hasta entonces, estaba sentado en una de ellas, en la otra se encontraba Magnús Baldvinsson, el viejo político del que había hablado Jónas, y en la tercera estaba un hombre joven enfrascado en sus pensamientos. Estaba bronceado y parecía una persona acomodada, pero sus ropas juveniles trataban de ocultarlo. Þóra decidió hablar primero con el joven. Le dio un codazo a Matthew y le dijo en voz baja sin que se notara mucho:
– Ése debe de ser, seguramente, el del kayak, Þröstur Laufeyjarson, el que según Jónas bien podría estar relacionado con la muerte de Birna. ¿Ves lo enfadado que está? Vamos a sentarnos a una mesa al lado de la suya. -Se acercaron al mostrador y Þóra colocó algo al azar en su plato. Se sintió molesta de que Matthew pareciera tener intención de tomarse el tiempo necesario para examinar todo lo que había en el bufé, pasando lentamente por delante de los alimentos expuestos. Þóra volvió a darle otro codazo-. Rápido. No puede marcharse antes de que nos sentemos nosotros. -Matthew la miró frustrado, pero sin pensárselo más agarró un yogur. Se dirigieron hacia la mesa que estaba justo al lado de la del piragüista. Þóra le sonrió cuando se estaban sentando-. Buenos días, un tiempo estupendo.
El hombre no la miró, ni pareció darse cuenta de que se estaba dirigiendo a él. Bostezó y tomó un sorbo de zumo de naranja. Þóra volvió a intentarlo.
– Perdona -dijo en voz alta para que no cupiese duda alguna de que dirigía sus palabras a alguien que no era su compañero de mesa-. ¿Sabes si se pueden alquilar barcas por aquí cerca? Estábamos pensando en alquilar una. O un kayak.
El hombre tragó el zumo y miró extrañado a Þóra.
– Perdona, ¿me hablabas a mí? Desgraciadamente, no comprendo el islandés.-Oh. -Þóra se quedó confusa. Evidentemente no se trataba de Þröstur Laufeyjarson. Sonrió para disculparse-. Lo siento, creía que eras otra persona. -Intentó hilar algún otro tema de conversación para no perder a aquel hombre-. ¿Has llegado hace poco?
Él sacudió la cabeza.
– No, llevo aquí un tiempo, aunque con interrupciones, pues he estado viajando.
Þóra fingió interés por sus viajes, intentando parecer natural.
– ¿Y por dónde has estado? Aquí hay mucho que ver.
El hombre pareció alegrarse de tener compañía. Se giró un poco en la silla para ver mejor a Þóra y Matthew.
– Principalmente por Vestfjörður. Trabajo para una revista de viajes que trata de destinos interesantes y cosas similares.
– No parece un trabajo aburrido -comentó Þóra, bebiendo el primer sorbo de café. No recordaba cómo se llamaba aquel hombre, pero tenía que tratarse del fotógrafo que Jónas había reconocido en la lista de clientes.
El joven se rió.
– Bueno, puede resultar cansado, como todo. Soy fotógrafo y mis días se me hacen a veces de lo más largos y difíciles.
Þóra extendió la mano derecha.
– Pero qué torpe soy. Me llamo Þóra. -Señaló a Matthew con una inclinación de cabeza-. Y éste es Matthew, de Alemania.
El joven se levantó un poco para saludar.
– Hola. Yo me llamo Robin. Robin Kohman. De Estados Unidos.
Þóra fingió un auténtico gesto de curiosidad.
– Oye, espera, ¿puede ser que te haya visto con Birna?
Robin se encogió de hombros.
– ¿Con Birna?
– Sí, con Birna, la arquitecta que vivía aquí… -Se le quedó mirando esperanzada.
– Ah sí, Birna, la arquitecta -dijo Robin contento. Pronunció el nombre de forma completamente diferente a como lo había hecho Þóra-. Sí, claro que la conozco, sólo que no entendí el nombre cuando lo dijiste. Soy totalmente incapaz de pronunciarlo bien. Todas esas palabras vuestras suenan igual. -Robin se tomó el último sorbo de zumo y se secó los labios con la servilleta-. Sí, nos conocemos. Me encargó que le hiciera algunas fotos, y me indicó algunos sitios de los alrededores en donde podría encontrar material interesante para mis fotografías.
– ¿Recuerdas cuándo la viste por última vez? -preguntó Matthew. Aún no había tenido ocasión de abrir el yogur.
Robin reflexionó un momento.
– Bueno, hace varios días. ¿Pasa algo?
– No, creo que no -mintió Þóra-. Sólo que queríamos verla. -Vio por el rabillo del ojo que Magnús Baldvinsson se levantaba y salía.
– Si os tropezáis con ella, decidle por favor que aún tengo sus fotos. -Robin se puso en pie.
– Lo haremos, si se da el caso -dijo Matthew con una sonrisa ambigua. Cuando Robin se hubo marchado, levantó el yogur en el aire y lo blandió ante el rostro de Þóra-. ¿Ahora ya puedo ir a buscar algo decente para comer?
Magnús Baldvinsson iba por el terreno del hotel en busca de un lugar donde hubiese buena cobertura para el móvil. Desde su habitación era imposible intentar conectar, y no quería charlar por el teléfono delante de extraños en el pasillo o el comedor, donde sabía que también era mala la cobertura. Estuvo a punto de caer dos veces a causa de las piedras sueltas. Era difícil tener la mirada puesta a la vez en la pantalla del teléfono y en el suelo. Respiró más aliviado cuando el móvil mostró que había cobertura, y se apresuró a marcar el número de casa. Estaba en el aparcamiento y suponía que enseguida empezaría a aparecer gente. Esperó impaciente mientras sonaban las llamadas. Por fin hubo respuesta.
– Mi querida Fríða. ¿Te he despertado?
– ¿Magnús? ¿Pero qué hora es? -La esposa de Magnús acompañó sus palabras con un sonoro bostezo.
– Son las ocho, más o menos -respondió él, molesto.
– ¿Pasa algo? -preguntó Fríða preocupada. El sueño había desaparecido de su voz.
– No, nada. Sólo quería decirte que voy a quedarme aquí algunos días más. -Magnús vio que se abría la puerta del hotel, y salía un hombre joven en chándal. Respiró tranquilo al ver que se dirigía hacia la playa en vez de al aparcamiento-. Por aquí hay unas personas preguntando por Birna.
– ¿Preguntando? ¿Qué es lo que están preguntando? ¿Han hablado contigo? -Fríða habría seguido bombardeándole a preguntas si Magnús no la hubiera interrumpido. Casi se palpaba la angustia en la voz de la mujer.
– Fríða, estate tranquila. -Respiró hondo e hizo un esfuerzo por no perder el control. A medida que pasaban los años, Fríða se iba haciendo cada vez más débil de los nervios, y no era necesario un crimen para desequilibrarla. Pensándolo bien, la verdad es que había reaccionado increíblemente bien, cuando tuvo que enfrentarse a algo realmente serio-. No sé lo que anda husmeando esa gente, aún no han venido a hablar conmigo. Llamaba solamente para decirte que pienso quedarme un poco más aquí. Si echo a correr, puede resultar de lo más sospechoso. La policía ha venido dos veces y estoy esperando a que vengan a hablar conmigo de un momento a otro. -Suspiró-. Supongo que querrán hablar con todos los que estaban aquí.
Fríða calló un momento y luego volvió a tomar la palabra con voz más suave.
– Ha llamado Baldvin.
– ¿Y qué quería? -preguntó Magnús. No podía evitar sentirse henchido de orgullo cada vez que oía el nombre de su nieto. Estaba seguro de que su abuelo había sentido algo parecido cuando él era joven. Para rematar, se parecían como dos gotas de agua, y un periodista había publicado incluso una foto de Magnús joven en una entrevista que le hicieron a Baldvin, para poner de relieve el gran parecido que existía entre los dos. Magnús sonrió para sí, ahora ya sería difícil que alguien los confundiera, él era un viejo y Baldvin un apuesto joven.
– Preguntó por ti. Quería saber cuándo volvías a casa -respondió Fríða-. Creo que tiene intención de ir por ahí.
– ¡No! -exclamó Magnús enfadado-. Bajo ninguna circunstancia debe venir aquí. Eso sólo serviría para empeorar las cosas. Hubiera sido mejor que se hubiera quedado en casa el otro día en vez de pretender echarme una mano.
– Sus intenciones son buenas -respondió la esposa-. Quizá no tenga importancia. Si esa Birna hubiese hablado con alguien, ya lo habrías sabido. Tal vez todo haya muerto con ella. -La mujer suspiró-. ¿No será mejor dejar las cosas como están?
Magnús dejó escapar un débil suspiro.
– De eso no podemos estar seguros, Fríða. He invertido ya demasiado como para detenerme ahora en los últimos metros. Y no digamos Baldvin. Yo seguiré aquí y veré por dónde sopla el viento. En los próximos días, esto se aclarará. No puede ser de otro modo.
– ¿Quieres que vaya yo? ¿Te has llevado medicinas suficientes? -Fríða estaba a punto de perder el control.
– No vengas. De ninguna manera. Y por todos los dioses, deten a Baldvin para que no vuelva a entrometerse. -Magnús respiró hondo-. Mi querida Fríða, la cobertura es muy mala aquí y no creo que consigas contactar conmigo por el móvil. Pero no me llames tampoco al teléfono del hotel. Nunca se sabe quién está escuchando. Yo me encargaré de contactar contigo.
Cortó la conversación. Miró a su alrededor, hacia la bella línea de la costa, y se dio la vuelta para contemplar las montañas al norte. Albergaba la esperanza de sentirse lleno de felicidad y paz, pero no fue así. Una ira de profundas raíces se inflamó de repente en su interior. Con sus intrigas y su infamia, Birna había destruido lo que él más amaba: las tierras de su infancia. Ahora no sentía más que ansiedad. Ya era demasiado viejo para dominar el miedo, y su confianza en sí mismo había desaparecido. Aquello acabaría mal. Para él y para Baldvin. La ira fue diluyéndose, para dejar paso a una enorme tristeza. Quizá Birna había sido la raíz del problema, y su asesinato marcara el principio del fin. Pero si miraba las cosas realmente a fondo, él era el único que tenía la culpa.
Una vez había leído que las sombras de los viejos pecados son infinitas, que uno no puede esconderse de ellas. Debería haberlo pensado bien en su momento.
Desde su asiento tras del mostrador de recepción, Vigdís siguió con la vista a Þóra y Matthew, que caminaban en dirección al despacho de Jónas. Pensó si debía informarles de que Jónas no estaba, pero decidió no hacerlo. Ya se darían cuenta ellos solos. Se volvió hacia la pantalla del ordenador y se puso de nuevo a leer las noticias en la red. En realidad, los artículos que leía tenían poco de noticias propiamente dichas, pero Vigdís hacía mucho que había dejado de interesarse por las cuestiones de Oriente Próximo, la política, las tonterías de la inflación y ese tipo de cosas que ocupaban la mayor parte del tiempo de los periodistas. Esa clase de informaciones eran una especie de círculo vicioso sin fin, mientras que las noticias que leía Vigdís era diáfanas y tenían principio y fin. Siempre estaba claro quién era el malo y quién el bueno, e iban acompañadas de fotografías que resultaba entretenido mirar. Y estaban centradas, sobre todo, en los ricos y famosos. Fue leyendo emocionada una pantalla tras otra y se enteró, sin ningún género de duda, de que Nicole Ritchie y Keira Knightly tenían anorexia. Estudió a fondo la fotografía ampliada de las costillas de las dos, que asomaban por el escote de sus vestidos de noche. Vigdís sacudió la cabeza con gesto entristecido.
– Perdona -se oyó, y aquello la desvió durante un rato de su preocupación por la salud de las jóvenes actrices.
La recepcionista levantó la mirada.
– ¿Sabes algo de Jónas? -preguntó Þóra.
Vigdís cerró la ventana del ordenador para que la pantalla mostrara las reservas.
– Jónas hizo una escapada a la capital. Estará de vuelta por la tarde. -Puso un gesto servicial-. ¿Puedo ayudaros?
Þóra miró a Matthew y luego de nuevo a Vigdís.
– Sólo queríamos saber si estaban aquí algunas personas. Estamos intentando contactar con todos los que pudieran conocer a Birna. El piragüista, por ejemplo.
– ¿Prostur Laufeyjarson? -preguntó Vigdís, que tenía gran facilidad para recordar nombres. Era una aptitud de la que hacía gala en su trabajo en la recepción, y una de las razones por las que Jónas estaba tan satisfecho con ella. Además, Vigdís conocía estupendamente la red informática, así que Jónas ni se planteaba cambiarla de puesto de trabajo.
– Sí, justo -respondió Þóra-. ¿Está ahora en el hotel?
– No, siempre sale muy temprano a entrenar. Y vi el kayak en la playa de abajo ayer por la tarde. Quizá esté remando en esa zona. Si el kayak no está en el pequeño embarcadero, es que está en el mar. Siempre lo deja ahí.
Þóra le tradujo a Matthew lo que había dicho y decidieron bajar a la playa con la esperanza de encontrar a Pröstur. Antes de salir, Þóra se volvió hacia Vigdís.
– ¿Y a Magnús Baldvinsson? ¿Lo has visto?
Vigdís se encogió de hombros.
– No sé adónde ha ido. Hace poco estaba dando vueltas por aquí. No suele ir muy lejos. Sale a pasear, pero nunca pasa fuera más de una hora. Ya es bastante mayor.
– ¿Es viudo? -preguntó Þóra-. Jónas dijo que había venido él solo.
– No, creo que no -respondió Vigdís-. Su esposa le ha llamado varias veces.
– Qué raro que no le acompañara.
– A lo mejor está enferma -señaló Vigdís-. O no puede salir de casa por alguna razón.
– Quizá nos encontremos con él en cualquier sitio, más tarde -dijo Þóra.
Vigdís asintió con un gesto que delataba que sabía más de lo que había dicho.
– Sí, no dejéis de intentarlo.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Bueno, por nada. El conocía a Birna -respondió Vigdís. Dejó pasar un momento de silencio antes de añadir-: O creo que la conocía. Por lo menos, al registrarse preguntó expresamente por ella.
– ¿Ah, sí? -preguntó Þóra extrañada. Jónas no había mencionado ninguna relación entre Magnús y Birna-. ¿Sabes de qué se conocían?
Vigdís sacudió la cabeza.
– Ni idea. En realidad, no sé nada de nada. Él preguntó por ella y yo le contesté. Nunca vi que hablaran ni nada por el estilo. Pero él no volvió a preguntar por ella, y ella nunca preguntó por él.
Þröstur Laufeyjarson colocó el remo de doble pala sobre el kayak y miró el cronómetro que rodeaba su muñeca. Aunque llevaba ya un buen rato de entrenamiento, aún no le apetecía volver. El bote se mecía tranquilamente en el mar mientras él pensaba en cómo mejorar el plan de entrenamiento, que no parecía dar los resultados apetecidos. Respiró hondo y dejó escapar un pesado suspiro. Tenía que reconocer que el entrenamiento no marchaba bien, no conseguía aprovechar al máximo su potencial. El pequeño gimnasio del hotel no tenía mucho que ofrecer y eso hacía difícil mantener la masa corpóral en el nivel óptimo, y mucho menos aumentarla. Þröstur giró los hombros haciendo tres círculos para disolver la tensión y notó que una gota de sudor le bajaba por la espalda, por dentro del traje de neopreno. La idea de una ducha caliente, e incluso un masaje a continuación, fue suficiente para hacerle llevar el kayak tranquilamente hacia la orilla. Aún tenía tiempo. Volvería después del mediodía y lo aprovecharía mejor.
Cuando la proa del kayak se dirigió hacia el hotel, vaciló un momento antes de mover el remo. Aflojó un poco la presión sobre éste y aguzó la vista. ¿Quiénes eran aquellas personas que estaban en la playa? Era evidente que le estaban haciendo señas; suspiró. Turistas. No había nada más fastidioso que los turistas y sus estúpidas preguntas: ¿Cazas ballenas con eso? ¿Has ido a remo hasta Groenlandia? Consideró la situación. ¿Iba a dejarse atrapar por aquellos imbéciles, o sería mejor desembarcar en otro sitio? Así le dejarían en paz, aunque tardaría mucho más en llegar al hotel. Se humedeció los labios resecos y notó un fuerte sabor a sal en la lengua. Aquella gente seguía saludando con la mano, más enérgicamente incluso que antes, y Pröstur tuvo la sensación de que conocía a la mujer, una huésped del hotel, recién llegada. Ojalá no fuera la que estaba preguntando por la arquitecta en la recepción cuando pasó por allí el día anterior. No tenía ninguna gana de charlar con ella. En absoluto. Era imposible adivinar qué clase de preguntas se le iban a ocurrir. Dio la vuelta al kayak con toda tranquilidad. Antes de empezar a remar con fuerza, miró sin querer el remo, como si esperase verlo todavía manchado de sangre. Naturalmente, ésta había desaparecido. Él mismo la había quitado, y lo había hecho a conciencia. Se alejó remando vigorosamente.
– ¿Qué pasa? -gritó Þóra hacia el mar cuando el kayak dio repentinamente la vuelta y se alejó con rapidez impulsado por el remo. Había hecho todo lo posible por llamar la atención del deportista, pero tuvo que bajar el brazo-. Nos ha visto con toda claridad. ¿Qué le pasa?
Matthew se puso una mano sobre la frente y siguió con la mirada el decidido recorrido de ía embarcación hacia el oeste, a lo largo de la playa.
– Sí, claro que nos ha visto. O su entrenamiento le deja poco tiempo para hablar con nosotros, o simplemente lo ha hecho para evitarnos. -El kayak desapareció de su vista detrás de unas rocas y Matthew se volvió hacia Þóra-. Creo que no ha querido hablar con nosotros. A lo mejor es muy tímido.
– ¿Nos quedamos por aquí a esperarle? -preguntó Þóra, ansiosa por hablar con aquel tipo fastidioso lo antes posible. Jónas podía tener muchos defectos, pero era bastante intuitivo con las personas, y Pröstur le había parecido sospechoso-. Me parece evidente que esconde algo, o no tendría problema para hablar con nosotros.
– No del todo -repuso Matthew-. A lo mejor sencillamente está cansado y no tiene ganas de charlar. No creo que pueda saber qué queremos de él. ¿Qué tal si volvemos? Ya le veremos luego. Venga, vamos a buscar al anciano, a ese tal Magnús.
Þóra tenía que reconocer que era un plan mucho más razonable que quedarse en la playa por si acaso, de modo que regresaron al hotel. Vigdís les dijo que no había visto a Magnús, pero que posiblemente estaría en su habitación, así que se dirigieron al piso de arriba.
– Yo hablaré -dijo Þóra en voz baja mientras llamaba a la puerta con decisión. Oyeron movimiento en el interior-. Es tan mayor que no estoy segura de que pueda manejarse bien en otros idiomas que no sean el islandés y quizá el danés. -Se abrió una rendija en la puerta y por ella asomó Magnús Baldvinsson-. Buenos días, Magnús, me llamo Þóra y éste es Matthew. ¿Podríamos hablar con usted un momentito?
– ¿Por qué? -respondió él con voz ronca-. Quiero decir, ¿quiénes son ustedes?
– Perdone, yo soy la abogada de Jónas, el propietario del hotel, y éste es mi ayudante. -Þóra reprimió su deseo de meter el pie en el umbral para obligarle a dejar la puerta abierta-. Sólo le robaremos unos minutos. Quizá pueda ayudarnos usted un poco.
La rendija se hizo más pequeña pero luego Magnús abrió la puerta del todo.
– Pasen. Están en su casa.
– Muchas gracias -dijo Þóra, sentándose-. No le entretendremos mucho.
Magnús la miró rígido.
– No tengo mucho que hacer, de modo que no tiene que preocuparse. La experiencia me ha enseñado que el tiempo sólo se considera valioso cuando uno es joven. Ya se darán cuenta ustedes mismos.
– No estoy del todo segura de estar de acuerdo con ese proverbio -replicó Þóra cortésmente-. Pero desearíamos hablar un poco con usted sobre Birna, la arquitecta, que fue encontrada muerta en la playa. -Observó con atención la posible reacción de Magnús.
– Sí, me he enterado. Espantoso -dijo Magnús sin mostrar gran emoción-. Me dijeron que con casi total seguridad se trata de un crimen, lo que lo hace aún más doloroso.
– Sí, eso parece -dijo Þóra a Magnús con una sonrisa-. Estamos intentando averiguar quiénes podrían desear su muerte.
– ¿Y creen que yo soy uno de ellos? -preguntó Magnús secamente.
– No, de ninguna manera -se apresuró a responder Þóra-. Tenemos entendido que usted la conocía, y confiábamos en que a lo mejor podía saber algo que nos sirviera de ayuda.
– ¿Qué yo la conocía? -dijo Magnús extrañado, aunque sin poder disimular del todo su enfado-. ¿Quién ha dicho que la conocía? No es cierto.
– Conocerla es quizá un término excesivo -explicó Þóra-. Tengo entendido que preguntó por ella en la recepción. Creí que lo había hecho porque la conocía.
Magnús guardó silencio un momento.
– Pues no lo recuerdo, aunque mi memoria ya no está para muchos trotes. Si pregunté por ella tuvo que ser porque había visto su nombre en alguna lista en el mostrador, por ejemplo. Mi mujer y yo estamos buscando un arquitecto, y a lo mejor el nombre hizo sonar alguna campanita en mi cabeza. Recuerdo muy vagamente algo así, pero no estoy nada seguro de que ésa sea la explicación. ¿No podría ser que la recepcionista se refiriese a otra persona?
Þóra se dio cuenta de que estaba mintiendo. Trató de calcular su edad, y llegó a la conclusión de que no podía tener menos de ochenta años. ¿Desde cuando una pareja de más de ochenta años se pone a buscar un arquitecto? Sus padres acababan de cumplir los sesenta y la simple idea de cambiar de coche se les hacía tremendamente cuesta arriba, así que ni hablar de un proyecto de construcción.
– ¿Piensan construir? -preguntó.
– ¿Cómo? No, no -respondió Magnús con cierta vacilación-. Tenemos una vieja residencia de verano en Pingvallavatn que querríamos transformar en casa de reposo. Necesitamos asesoramiento. -Miró a Þóra con cara inexpresiva-. No ha habido forma de encontrar un arquitecto. Vivimos ya en un tiempo de cuenta atrás.
– Supongo que no habrá venido aquí con idea de buscar un arquitecto -preguntó Þóra, decidida a no dejar escapar tan fácilmente al anciano.
Magnús la miró con gesto cansado.
– No, naturalmente que no. El motivo de mi estancia aquí no es de su incumbencia, y preferiría concluir esta conversación ahora mismo. -Guardó silencio, a la espera de su reacción. Ellos siguieron sentados, con gesto inexpresivo, Matthew porque no entendía ni una sola palabra, y Þóra porque no quería asustar más al buen hombre. Cuando vio con claridad que no pensaban decir nada, Magnús volvió a tomar la palabra. Parecía que se le había pasado un poco el enfado-. Aunque, a decir verdad, sí que puedo decirles por qué estoy aquí. A lo mejor con eso me dejan en paz. Si no, pensarían que tengo algo que ocultar, y no hay nada más lejos de la realidad.
– No, por supuesto que no pensamos tal cosa -dijo Þóra con cordialidad-. Simplemente estamos intentando averiguar lo que pasó. Nada más. -Le sonrió-. Perdónenos si parecemos demasiado insistentes o acusadores, no era ésa nuestra intención. Sólo estamos intentando hacernos una composición de lugar sobre lo sucedido. Es lo único que nos interesa.
– Eso es lo que usted dice -repuso Magnús con vacilación-. Pues la explicación consiste en que he estado enfermo y quería descansar un poco. La experiencia me ha enseñado que la soledad es lo más beneficioso para el alma. Pero ésta no es fácil de conseguir. La sociedad contemporánea es demasiado ajetreada.
– ¿Pero por qué eligió este hotel? Esta empresa se basa en las terapias de medicina alternativa y en cuestiones espirituales, y espero no ofenderle diciendo que ninguna de esas cosas debe de atraer demasiado a una persona de su generación.
Magnús sonrió por primera vez desde que abrió la puerta.
– Tiene toda la razón. Yo no tengo fe alguna en todo lo que ofrecen aquí. Vine simplemente porque éstas son las tierras de mi infancia. Crecí en una granja no muy lejos de aquí. Los lazos que te arrastran a la patria de tus padres son muy poderosos.
Þóra abrió mucho los ojos.
– ¿Ah, sí? ¿Conocía usted a la gente de la granja?
Magnús vaciló un momento.
– Sí, desde luego. ¿Tiene eso alguna importancia?
– Probablemente no. Sólo sé que Birna estaba muy interesada por la historia de la granja, y creo que eso tiene alguna relación con su muerte. Pero lo cierto es que no tengo demasiada base para sostener semejante idea.
Magnús palideció.
– ¿No es demasiado arriesgado hacer semejantes conjeturas sin fundamento? -Su voz temblaba ligeramente.
Þóra decidió aparentar que no tenía importancia.
– Claro, claro, sin duda. Pero es estupendo que usted conociera a los habitantes de este lugar. Tal vez pueda informarme usted sobre la historia. Pero no me refiero a las historias de fantasmas y apariciones.
Magnús parecía incómodo. Carraspeó como si quisiera recuperar la compostura.
– No me van mucho los fantasmas, y esa clase de cosas no me ha vuelto a preocupar desde que era niño. Aquí han circulado historias durante mucho tiempo, pero para conocerlas será mejor que pregunten a cualquier otro, no a mí. -Magnús estaba hundido en la silla, pero se estiró antes de continuar-: No soy historiador, y en mis tiempos no tenía suficiente interés por la genealogía y cosas similares como para prestar atención a los cuentos de lo que había pasado aquí con anterioridad. Por eso no creo que pueda decirles demasiado.
– Pero conoció a los propietarios, ¿verdad? Cómo se llamaba… -Þóra intentó recordar los nombres escritos en la parte de atrás de las fotos que había en la caja-… Björn algo.
Magnús seguía sentado como una estatua.
– Bjarni. Bjarni Þórólfsson de Kirkjustétt.
– Eso es -exclamo Þóra, contenta-. ¿Y el hermano habitaba la granja de al lado?
– Sí, Bjarni era hermano de Grímur de Kreppa. -Magnús apretó los labios-. Grímur tenía título de médico y era mayor que Bjarni. Lo que les pasó a los dos fue lamentable. Pero cada uno tiene su cruz.
– ¿Y eso? -Ahora se había despertado la curiosidad de Þóra. Las fotografías transmitían una cierta imagen de personas golpeadas por el destino, pero Þóra pensó que se debía a que habían desaparecido en las brumas del tiempo, y que sus victorias y sus derrotas habían caído ya en el olvido. Era de lo más desagradable tener ante los ojos, impreso en imágenes, la velocidad con que se cae en las sombras del olvido. Pero quizá detrás de aquella sensación de inutilidad había algo más-. ¿A qué se refiere?
Magnús dejó escapar un profundo suspiro.
– El padre de esos dos hermanos fue uno de los armadores más importantes de la península. Incluso construyó un par de percheles, con los que salían a faenar, entonces eran barcos de remo, y ganó bastante dinero. Por supuesto, nada comparable a lo que se ve hoy día en los grandes accionistas y en esa nueva generación de banqueros, pero en su tiempo consiguió una posición muy acomodada. No recuerdo cuántos barcos tenía, pero en todo caso eran muchos. Era propietario de la factoría en Stykkishólmur.
– ¿Los hermanos continuaron con el negocio de su padre? -preguntó Þóra.
– No -respondió Magnús-. Antes de llegar a adultos, él ya había dejado la pesca y había invertido en tierras. Adquirió una buena extensión de tierras por aquí, en el sur de la península. Fue una decisión muy inteligente, pues poco después la pesca empezó a ir mal. Aparecieron los arrastreros y todas las viejas empresas desaparecieron.
– ¿Sabía que iban a torcerse las cosas? -preguntó Þóra.
– No, no era ningún adivino, si se refiere usted a esto. Sencillamente, no quería que sus hijos salieran al mar. Había visto perecer a demasiados hombres jóvenes para desear que sus hijos corrieran la misma suerte. Así que mandó a los jóvenes a la capital, a estudiar. Grímur era un buen estudiante y se hizo médico, como ya le dije, pero a Bjarni no le iban mucho los libros. Era un tipo extraordinariamente alegre y divertido, y también caprichoso. No era tan serio como el hermano mayor. Casi podría decir que es raro encontrar a dos hermanos tan diferentes. Claro que hay que tener en cuenta que desconozco los detalles sobre aquellos jóvenes, todo lo supe por mi padre, que nunca mentía y que tampoco era dado a inventarse historias.
– ¿Grímur ejerció como médico en la provincia? -preguntó Þóra.
– Sí, se instaló aquí y construyó la granja llamada Kreppa. Se dedicaba, en parte, a la agricultura además de su trabajo como médico, pues éste no le daba para mantenerse adecuadamente. Aquí vivía poca gente, al igual que ocurre hoy en día. Así que probó con los trabajos agrícolas como ocupación principal, pero no le fue del todo bien. Bjarni, en cambio, se consagró totalmente a la granja. Y le funcionó espléndidamente. De modo que fue enriqueciéndose, con eso y con sus inversiones.
– ¿Y dónde está la desgracia de todo esto? -preguntó Þóra. En conjunto, lo sucedido parecía bastante positivo.
– La desgracia, sí -dijo Magnús muy serio-. En realidad estaba en los asuntos del amor, como tantas veces sucede. Bjarni se casó muy joven con una mujer de excepcional belleza. Aðalheiður, se llamaba. -A Magnús se le puso un gesto casi de ensoñación-. Yo era un chaval entonces pero nunca la olvidaré. Quizá por el contraste tan enorme entre ella y este entorno. Era bellísima, alegre y divertida. También hacendosa. Bjarni la había conocido en Reikiavik, y cuando se trasladaron aquí, ella no sabía absolutamente nada de las labores de un ama de casa. Siempre iba vestida como si fuera a asistir a una fiesta. Como es comprensible, la gente de la comarca no tenía demasiada confianza en ella como ama de casa, pero las cosas acabaron resultando muy distintas a lo esperado. Se empeñó en aprender, y lo hizo estupendamente. Con laboriosidad y a costa de mucho esfuerzo, hizo callar enseguida a los murmuradores, se lo aseguro. Kristrún, la esposa de Grímur, era completamente distinta. Ella era de aquí, espléndida trabajadora igual que Aðalheiður, pero de una manera diferente. Ella cumplía sus obligaciones con total adustez, a conciencia y en silencio, y Aðalheiður siempre con una sonrisa en los labios, y siempre se echaba a reír de forma encantadora si algo sucedía como no debía. Se llevaban muy bien con sus maridos, eso seguro. Bjarni alegre y superficial, Grímur siempre como un cielo de tormenta.
– ¿Aðalheiður murió joven? -preguntó Þóra, recordando que había desaparecido de las fotos.
– Sí -respondió Magnús con gesto apenado-. Tuvieron una hija, una niña que bautizaron con el nombre de Guðný. Una chiquita preciosa, la viva imagen de su madre. Grímur y su mujer habían tenido también una hija poco tiempo antes, pero murió. Aquella combinación de dolor y felicidad tuvo el efecto de que se abriera un abismo entre las dos mujeres, la esposa de Grímur acusó a Aðalheiður de envenenar a su hija, lo que no tenía el mínimo asomo de verdad, pero la mujer estaba destrozada por el dolor y seguramente fue incapaz de controlar sus palabras cuando lanzó semejante acusación. Como consecuencia de todo ello, la relación entre los dos hermanos se enfrió. De modo que habían dejado de hablarse cuando sobrevinieron las desgracias.
– ¿Desgracias?-preguntó Þóra.
– Sí, Aðalheiður murió de una septicemia, y en cuanto a la mujer de Grímur, todo parece indicar que enloqueció. Durante años, no volvió a saberse de ella, y quedaron sólo los hermanos, uno convertido en joven viudo con una hija pequeña, y el otro con una mujer trastornada, y sin hijos. No podían ir a buscar consuelo uno en el otro por culpa de su orgullo, y cada uno tuvo que bregar con sus propios demonios. En realidad, Grímur se casó más tarde con Kristrún y tuvieron otra hija, Málfríði, que nació justo antes de la guerra. La mujer murió de fiebres puerperales, aunque se dice que se quitó la vida después del nacimiento, pero Grímur falsificó el certificado de defunción. Lo firmó él mismo. De todas formas, creo que esas cosas son invenciones sin ningún fundamento; Kristrún era ya entonces de muy débil constitución, y a las mujeres, según se van haciendo mayores, se les va haciendo todo cada vez más difícil, como saben ustedes.
– Ya, claro -dijo Þóra-. ¿Y los hermanos nunca se reconciliaron?
– No, aunque empezó a ver cierto contacto entre las dos casas cuando Bjarni enfermó.
– ¿De tuberculosis? -preguntó Þóra.
– Sí, en efecto -respondió Magnús-. Se encerró, negándose a ir a Reikiavik para someterse a tratamiento. Murió varios años más tarde. -Magnús respiró hondo-. Pero no antes de haber contagiado a Guðný, su hija, que le estuvo cuidando. No pasó mucho tiempo entre la muerte del padre y la de su hija. El hermano de él se encargó de todo lo necesario durante su enfermedad, pero no sirvió de nada. Todo habría sido completamente distinto si Bjarni hubiera ido a la capital para que le curasen allí. -Magnús sacudió su canosa cabeza con gesto apesadumbrado-. Grímur recogió las cosas poco después y se mudó a Reikiavik con su hija Málfríði. Heredó de su hermano y por eso no tuvo que vender las tierras ni otras propiedades que tenían en la península. Aunque no vivió mucho tiempo, falleció unos años después de instalarse en la capital. Tuvo muchos problemas psicológicos, más o menos como su esposa.
– ¿Y Kristín? -preguntó Þóra. Magnús se puso rígido. Abrió la boca como para decir algo pero la cerró inmediatamente-. ¿Había alguna Kristín en alguna de las granjas? -repitió.
Magnús puso un gesto duro.
– No. No hubo ninguna Kristín -carraspeó-. Creo que hemos terminado.
– Pero ¿sabe por casualidad quién de los de estas granjas estuvo relacionado con el Partido Nacional? -se apresuró a preguntar, antes de que los invitaran a abandonar la habitación.
– No tengo nada más que añadir a lo que ya he dicho -repuso Magnús poniéndose en pie. Se tambaleaba sin moverse del sitio, y Þóra temió por un momento que se fuera a desmayar, pero recuperó el equilibrio y se quedó tieso, rígido, señalando con el dedo la puerta de la habitación-. Por favor.
Þóra se dio cuenta de que no serviría de nada gastar más energías en aquel hombre. Pero ¿qué conexión existía entre los nazis y las cosas que habían pasado en aquel lugar? ¿O con Kristín? ¿Y quién era, en realidad, aquella Kristín?
– Le aconsejo que aplace sus actividades de los próximos días -decía desde Reikiavik Þórólfur, el comisario, con voz reposada-. Es decir, si tiene intención de proteger los derechos de su cliente.
– Puf -resopló Þóra-. No sé si podré hacerlo. Tendría que volver a Reikiavik hoy mismo.
– No, es preferible que no lo haga -dijo Þórólfur secamente-. Quería que supiera que en los próximos días estaremos en el hotel para tomar declaración a la gente, sobre todo a los clientes que no podamos localizar más tarde. Puedo asegurarle que tendremos que hablar bastante con Jónas. Usted se presentó como su abogada, y por eso queríamos dejar las cosas bien claras. Pero, naturalmente, puede usted hacer lo que mejor le parezca.
– No me diga -respondió ella malhumorada. Si había algo que la ponía frenética era que le hablaran en plan condescendiente. Pero, por otra parte, tenía que mantener buenas relaciones con la policía por el bien de Jónas, así que trató de dejar a un lado su enfado-. Muchas gracias por proporcionarme la información. Veré si puedo solucionar el asunto. -Se despidieron y Þóra marcó el número de Jónas. Naturalmente se trataba del número de Vigdís, la recepcionista, que le había prestado su móvil al dueño del hotel, pues la policía seguía teniendo el suyo retenido. Jónas le había dejado a Þóra un teléfono prehistórico que parecía más bien una cinta de vídeo, en el que ella había metido su tarjeta SIM. Þóra tenía el presentimiento de que la policía no se daría demasiada prisa en devolverle su móvil, después de lo sucedido.
Jónas respondió al cabo de varias llamadas, y sonó como si estuviera en un coche en marcha. Le dijo que la policía tenía intención de hablar con él la semana siguiente y que tomarían declaración a los huéspedes.
– ¿Hablar conmigo? -Jónas sonaba realmente extrañado.
– Sí, contigo -respondió Þóra-. ¿Ya has olvidado el mensaje de SMS? Probablemente estás bajo sospecha.
– Pero yo no lo envié. Ya te lo he dicho. -Jónas parecía dolido.
– Sé perfectamente lo que me dijiste. Pero eso no cambia nada en el hecho de que parezcas sospechoso por varios motivos. -Þóra oyó a Jónas soltar un silbido al otro lado de la línea-. ¿Quieres que yo te ayude en la declaración, o te ocupas tú solo?
– No puedo estar solo -dijo Jónas, y su voz dejaba traslucir el miedo-. No sé nada de todas esas cosas. Tienes que ayudarme. -Se llenó de alegría al añadir-: Te pagaré.
Þóra no pudo evitar una sonrisa.
– La policía encontrará al asesino, Jónas. No te preocupes. Si eres inocente, no te pasará nada.
– No estoy tan seguro -dijo Jónas dudoso-. Insisto en que necesito que estés a mi lado en los interrogatorios.
– Estupendo -dijo Þóra-. Entonces tengo que hacer una serie de diligencias para prolongar mi estancia. ¿Hay espacio libre en el hotel?
– Sí, no hay problema. No estará completo hasta el mes de julio.
– Tendré que pensar qué hacer con los niños -anunció Þóra-. Este fin de semana estaban con su padre, pero hoy es domingo y tienen que volver a casa.
– Cariño, mándalos para aquí -exclamó Jónas con voz alegre-. A los chicos les encanta la naturaleza y en la playa encontrarán muchas cosas que hacer.
Þóra sonrió. Gylfi se lo pasaría de miedo en la playa si hubiera ordenador y conexión a Internet.
– Espero que no sea necesario. Ya te diré. -Se despidieron, y Þóra se volvió hacia Matthew y suspiró.
– ¿Qué pasa? -preguntó él, lleno de curiosidad-. Me temo que ese suspiro no anuncia nada bueno.
– No -dijo Þóra, blandiendo el pesado teléfono-. Jónas desea que le asista profesionalmente en los interrogatorios que se avecinan.
Matthew sonrió de oreja a oreja.
– ¿Y no es estupendo? Yo no tengo ninguna prisa.
Þóra no devolvió la sonrisa ni siquiera a medias.
– Claro, claro. Sería estupendo si no tuviera un problema con los niños. Están con su padre, pero tengo que ir a recogerlos.
– Ajá -dijo Matthew en tono de sabelotodo, lo que indicaba que era totalmente incapaz de identificarse con la situación-. ¿No puedes llamar y preguntar si pueden quedarse más tiempo?
– Sí, si no me queda más remedio -contestó Þóra con fastidio. No soportaba tener que pedirle un favor a Hannes, porque sabía que él disfrutaba cuando ella necesitaba hacerlo y, sobre todo, porque a ella le sucedía exactamente lo mismo, pero en sentido contrario.
Tras un prolongado tira y afloja en el teléfono, Þóra y Hannes acordaron que los niños se quedaran otra noche en casa de su padre. Pero no más. Hannes tenía que ir al gimnasio y hacer otras muchas cosas que había tenido que aplazar por la visita de sus hijos. Þóra no tuvo más remedio que soltarle que lo entendía perfectamente, mintió diciendo que le había dado muchas vueltas al asunto, porque estaba segura de que él ya había hecho un esfuerzo enorme. Colgó con la esperanza de que se estampara contra el trampolín del gimnasio. Incluso se permitió sacarle la lengua al teléfono antes de dejar el aparato.
– Me encanta ver lo madura que eres en la relación con tu ex marido -bromeó Matthew-. No todo el mundo tiene una ex esposa tan magnífica.
Þóra le hizo una mueca.
– ¿Hablas por experiencia? -Pero añadió entonces en otro tono-: Los niños pueden quedarse solamente una noche más. Así que tengo que buscar otra solución o marcharme a casa.
– Yo no estoy separado, he tenido problemas para encontrar una mujer que me agradara -explicó Matthew-. En realidad nunca se me han dado muy bien estos asuntos. -Dio una palmada al ver en la cara de Þóra que no se había tragado ni una sola palabra-. Bueno, vale. Ya que no tenemos demasiado tiempo, deberías intentar aprovecharlo al máximo. Ya basta de paseos. ¿Qué te apetece hacer?
– Una de las pocas cosas que tengo claras es que cuanto más sepa, en mejor situación estaré para apoyar a Jónas en los interrogatorios -dijo Þóra, reflexionando-. Deberíamos intentar hablar con otros huéspedes más, o buscar a Eiríkur, el lector de auras, que es la persona de referencia en historias de fantasmas. Jónas dijo que ayer no había venido.
Matthew puso gesto de pena.
– Yo no me refería precisamente a eso. Y en lo que pensaba no tienen cabida otros huéspedes del hotel, ni tampoco los lectores de auras.
Þóra se ruborizó, pero fingió que no le había oído.
– Ven, pongámonos en marcha. Como dijiste tú mismo, tenemos que aprovechar bien el tiempo.
Eiríkur se quedó mirando la baraja del tarot que había extendido delante de él. Dinero… bueno. Muerte… malo. Pasó el dedo índice por los bordes de la carta de la Parca y dejó vagar la mente. Habían salido las mismas cartas dos veces seguidas, y aunque él distara de ser un especialista en el tarot, sabía que la probabilidad de semejante repetición era realmente mínima. ¿Qué trataban de decirle aquellas cartas? Pensó si debería recurrir a alguien que supiese interpretar mejor el tarot, pero llegó a la conclusión de que sería una complicación tremenda. Tendría que entrar en el hotel, abandonar las agradables viviendas de los empleados y, sencillamente, no le apetecía hacerlo. Allí no se podía utilizar el teléfono, y la cobertura de los móviles era la misma que aquí. En realidad, Eiríkur nunca utilizaba teléfono móvil. Leía las auras de la gente y sabía que las ondas emitidas por aquellos aparatos podían tener efectos nocivos sobre ellas, lo que impedía decir nada a ciencia cierta. Prefería ir al teléfono público más cercano en vez de dedicarse a parlotear con el aparatito sabiendo que el aura se oscurecía con cada palabra. No, tenía que ser capaz de interpretar aquello por su cuenta y riesgo. Apoyó la frente sobre la palma de su mano y fijó los ojos en las cartas. Dinero. Muerte.
Estiró la espalda. ¿Quizá la muerte no significaba su propia muerte o la de alguien próximo, sino simplemente la muerte de la arquitecta? Movió la cabeza en una señal de asentimiento dirigida a sí mismo. Naturalmente. Aquello significaba que el suceso tendría una gran influencia en su vida. Por eso habían salido las mismas cartas dos veces seguidas. ¿Y el dinero? ¿Qué relación había entre éste y la muerte de la arquitecta? Se lo había advertido. El aura de Birna parecía una nube de carbón, y estaba más que claro que aquello no podía anunciar nada bueno. Tal vez pudiera aprovechar aquella predicción para hacerse publicidad. Se maldijo por no habérselo dicho a alguna otra persona además de a ella. Ahora sólo quedaba él para contarlo.
Le entraron ganas de fumar un cigarrillo y suspiró. Jónas no veía buenos ojos que los empleados fumasen, y él no aguantaba verse obligado a hacerlo en secreto como un adolescente cualquiera. Ya era demasiado viejo para eso. Apoyado sobre una pared del edificio con la esperanza de que nadie se diera cuenta de que estaba allí. Lo ridículo que sería hacer algo así. Tal vez era justificable prohibir a los dietistas y a los asesores individuales que echaran un cigarro de vez en cuando, pero ¿qué cliente iba a ponerse a señalar con el dedo a un lector de auras? Nadie, claro que no. Eiríkur se quedó rígido. Sus reflexiones sobre el tabaco habían tocado algún resorte oculto en lo más profundo de su mente. ¿Qué era aquello que había dicho Vigdís? ¿Que el cadáver lo habían encontrado el viernes y que nadie había visto a Birna desde el jueves por la tarde? La tarde que él se escapó a escondidas de la reunión espiritista para echar un cigarrito en una esquina sombría donde nadie pudiera verle. Ahora entendía lo que no logró comprender entonces, y supo qué hacía aquella persona buscando algo a tientas. La persona que vio aquella noche era el asesino. Naturalmente. «Así que fumar no vale para nada», pensó satisfecho de sí.
Recogió las cartas y sonrió. Por supuesto. Ahora sabía cuál era la relación entre el dinero y el crimen. El dinero era para él, porque todo tiene su precio. El precio estaría estipulado en el contrato, ya que el silencio también se paga. Pero era una persona optimista por naturaleza, y no le preocupaba mucho la posibilidad de no llegar a un acuerdo satisfactorio. Sólo tenía que pasar un momentito al hotel para llamar. Y luego también tendría que tener unas palabritas con su jefe, Jónas. Sería divertido charlar con él sin tener que ser siempre el que decía a todo que sí, para no quedarse sin trabajo. Ahora tenía al alcance de la mano la independencia económica tanto tiempo deseada y, por eso, no había motivo alguno para humillarse ante aquel hombre, para hacer de felpudo ante él.
Guardó la baraja, se puso en pie y salió. No tenía tiempo que perder, porque tenía que redactar el contrato. Tenía tanta prisa que no tuvo tiempo ni para detenerse un momento a mirarse en el espejito que colgaba junto al perchero de la puerta. Aunque su aura tenía un aspecto denso y oscuro. Casi negro.
Þóra dejó escapar un suspiro.
– ¿O sea que están todos fuera?
Vigdís la miró sin emoción alguna.
– Bueno, no digo tanto, pero la mayoría siempre hacen alguna excursión o bien ocupan su tiempo en alguna actividad durante el tiempo que permanecen aquí. Es rarísimo que tengamos un huésped que se registre y luego se quede sin hacer nada en su habitación esperando a que vayas a verle.
Matthew dirigió una hermosa sonrisa a Vigdís, pues no había entendido ni una palabra de lo que ésta había dicho.
– Bonito día -le soltó en inglés.
– Sí, mucho -respondió Vigdís-. Por eso hay tan poca gente dentro del hotel ahora. -Miró a Þóra-. No lo digo con mala intención, pero no puedo hacer nada por vosotros. Lo siento. La gente volverá a aparecer a la hora de la cena. Los que quieran abandonar el hotel pasarán antes por aquí, naturalmente, pero creo que no va a haber nadie en esa situación.
– Maldita sea -exclamó Þóra-. ¿Y tampoco hay empleados libres de servicio que estén dispuestos a charlar un poco?
Vigdís sacudió la cabeza.
– Como hay poca gente, no tienen mucho trabajo, y estarán descansando un poco en sus habitaciones hasta la hora de la cena. -Les miró desconfiada-. ¿Qué estáis buscando, en realidad?
– Nada concreto -dijo Þóra-. Sólo queríamos preguntar algunas cosas relativas a Birna. Lo que hacía y a quiénes trataba. Ver si alguien tiene alguna información que pudiera aclararnos su muerte.
– Su asesinato, querrás decir -interrumpió Vigdís-. Si andáis perdidos podéis ir a la iglesia. Sé que Birna iba allí a veces, porque yo le di la llave.
– ¿Una iglesia? -preguntó Þóra, sorprendida-. ¿Qué iglesia?
– Bueno, una iglesita que está justo aquí al lado. En realidad no pertenece a estas tierras, pero nosotros tenemos las llaves. A veces llegan autocares con gente que quiere verla. A los extranjeros les encanta, les parece una monada. -Vigdís estiró un brazo por debajo del mostrador de recepción y sacó una llave antigua-. Tenéis que empujar un poco la puerta al girar la llave.
Matthew la tomó y Vigdís les indicó el camino que debían seguir.
– Aunque la iglesia sea del año 1864, sigue siendo utilizada por los habitantes de las granjas de los alrededores, de modo que sed cuidadosos. -Vigdís bostezó-. Recuerdo que Birna estaba tremendamente interesada en el cementerio. Creo que estuvo buscando cierta lápida.
La habitación era un desastre. Lo había puesto todo patas arriba pero sin encontrar nada. ¿Qué había hecho aquella mujer con aquello? Suspiró para dar una vía de escape a su frustración, pero procuró hacerlo de forma casi inaudible. ¿Por qué no podía encontrarlo y acabar aquella miserable historia? Pegó la oreja a la puerta y escuchó. Todo parecía en silencio en el pasillo. Volvió al interior de la habitación. ¿Debía seguir registrando o contentarse con la situación? Aquello no estaba allí. No tenía sentido seguir buscándolo. Se dirigió hacia la puerta que daba al patio y miró atentamente entre las cortinas. Nadie. Abrió la puerta con mucho cuidado y salió al aire libre. Luego cerró la puerta tras de sí y se marchó. En el sendero se quitó los guantes y los metió en el bolsillo. ¿Pero qué era aquello?
La iglesia estaba en un terrenito cubierto de hierba, a poca distancia de la playa. Estaba encaramada en lo más alto de una loma de escasa altura; era pequeña y negruzca, de madera, y a Þóra le recordó, sobre todo, a las iglesias que solía dibujar en la escuela infantil: una casita con una pequeña torre y una cruz en lo alto. Aunque tenía que decir que los templos de sus dibujos eran bastante más alegres y coloridos, pero había que reconocer que el negro le iba muy bien a aquella iglesia. Las ventanas y la puerta pintadas de blanco proporcionaban el contraste necesario, y el conjunto ponía de manifiesto que el edificio estaba bastante bien conservado. Þóra no recordaba haber visto nunca una iglesia de aquel color negro, y se preguntó si sería su color original. Tampoco sabía mucho sobre la historia de la arquitectura en Islandia, pero las paredes parecían embreadas, lo que probablemente indicaba que cubrían alguna pintura original. Decidió para sí que aquélla tenía que ser la explicación, y transmitió a Matthew su idea como si se tratase de un hecho perfectamente constatado. Él lo aceptó sin más.
En torno al edificio se extendía un amplio atrio cubierto casi completamente de hierba y musgo, de modo que sólo se veía el pavimento de piedra en algunos lugares. Frente a la puerta había un portón de hierro que daba acceso al atrio. Abrieron el portón, que chirrió horriblemente, y lo cruzaron.
– Mira -dijo Þóra, señalando algo con la mano-. El cementerio. -Se veían algunas lápidas.
– Claramente, aquí han muerto menos personas de lo que cabría de esperar -observó Matthew al ver un espacio vacío entre la iglesia y las tumbas.
– Sí -respondió Þóra-. Es extraño. Vigdís dijo que la iglesia seguía siendo utilizada por los habitantes de la comarca, con lo que quizá esto debería estar más lleno.
– Pues parece que no -dijo Matthew.
Miró la cerradura de la puerta de la iglesia.
– ¿Qué es lo que tenía que hacer? ¿Empujar o tirar?
– Empujar, creo. O tirar. Una de dos -respondió Þóra con la mente en otro lugar, sin prestar atención a los forcejeos de Matthew, con la vista puesta en el cementerio y las lápidas-. ¿Crees que encontraremos la tumba de esa Kristín? -preguntó, volviéndose hacia Matthew, que peleaba frenéticamente con la puerta-. Birna debió de estar buscándola cuando estuvo aquí.
– No lo sé -respondió él, molesto-. ¿Qué le pasa a esta puerta? -Apoyó un hombro sobre la gruesa puerta e hizo girar la llave. Se escuchó un débil chasquido-. Na endlich! -exclamó triunfante, empujando la puerta para abrirla-. Si es usted tan amable, señora.
La puerta se abrió repentinamente de par en par. Pudieron ver entonces la nave, con su altar, sus bancos y su púlpito. Prácticamente todo era de madera, y aunque el interior estaba pintado con tonos apagados, le daba un ligero colorido un friso floreado a lo largo del techo y en los laterales de los bancos. El resultado era elegante y acogedor, excepto el retablo del altar, en el que aparecía Cristo crucificado sobre la colina del Gólgota.
– ¿Por qué son tan estrechos estos bancos? -preguntó Matthew al sentarse. Apenas le cabía el trasero en el asiento, y por si fuera poco las piernas le chocaban con el banco de delante.
– Seguramente para asegurarse de que la gente no se quedaba dormida -respondió Þóra-. O para ahorrar sitio. No creo que haya otra explicación más probable.
– O eso, o que muchísimos islandeses eran enanos -dijo Matthew poniéndose en pie. Se dirigió hacia Þóra, que estaba junto a la escalera que conducía al coro-. ¿Echamos un vistazo por arriba? -preguntó-. Me temo que tardaremos quince segundos en ver todo lo de aquí abajo.
Subieron por una angosta escalera y llegaron al coro. Todo estaba pintado en los mismos colores suaves. Por encima de la balaustrada se veía toda la nave de la iglesia, y lo primero que llamó la atención de Þóra fue una gran araña de latón en medio del techo. Miraron a su alrededor, pero no parecía que hubiera mucho más que ver; allí había un órgano excelente sobre el que descansaba una partitura abierta y una cajita de madera que Þóra abrió y vio que guardaba libros de himnos y otras cosas para el coro. No había nada más.
– Pero qué mísero es esto -dijo Þóra desilusionada-. Esperaba algo más historiado.
– ¿Como qué? -preguntó Matthew-. Difícilmente habrá aquí algo relacionado con el crimen. Seguramente, a Birna sólo le interesaba la iglesia como edificio. A fin de cuentas, era arquitecta.
Þóra hizo una mueca.
– ¿No tendría que haber aquí una sacristía o algo semejante? No creo que los curas tengan que acarrear todo lo necesario para la liturgia cada vez que vengan a celebrar misa.
Matthew se encogió de hombros.
– Hay una Biblia en el altar, ahí abajo. Quizá les baste con eso. Y también candelabros.
– ¿Y los registros parroquiales? ¿No tienen todas las iglesias obligación de llevar registros parroquiales? -Þóra volvió a asomarse a la balaustrada para echar un vistazo más detallado a la iglesia. Quizá hubiera algún armarito colgado de la pared, o un arcón. Pero no vio nada parecido-. Hay que registrar todo lo que sucede.
Matthew la miró sin comprender.
– ¿A qué te refieres?
– Bodas, bautizos, confirmaciones. Todo se recoge en los registros parroquiales. -Þóra se dirigió hacia la pared interior del estrado, junto a la escalera. Fue caminando junto a ella con la esperanza de encontrar alguna puertecilla disimulada-. ¡Lo sabía! -exclamó emocionada al descubrir una trampilla cuadrada en el techo, justo en mitad de la pared-. Aquí hay algo.
Matthew se dirigió hacia donde estaba ella y miró hacia arriba. El techo era allí bastante bajo, de modo que no tuvo problema ninguno para empujar la trampilla y abrirla. Los dos miraron el negro agujero.
– Me parece que hay un escalón -dijo-. Tiene que haber alguna forma de iluminar este espacio.
Þóra presionó una anticuada pera que había al lado de la escalera. Con ello se encendieron varias bombillas en la pared.
– ¿Está mejor?
– Sí y no -respondió Matthew-. Es mejor porque me permite ver el interior, pero es peor porque veo que no hay nada.
– ¿Nada? ¿No hay libros? -preguntó Þóra decepcionada mientras intentaba ponerse de puntillas para mirar el interior del agujero.
– No -dijo Matthew-. Esto no es más que un hueco que da al campanario, creo. Me permito dudar que aquí haya algún libro guardado. -Agarró con ambas manos el borde del agujero y se aupó-. No. Totalmente vacío. Aquí no hay nada. -Se dejó caer al suelo y dio una palmada para quitarse el polvo de las manos-. Quizá Vigdís sepa dónde se guardan esos registros parroquiales. Ella tiene las llaves y quién sabe si la han encargado de algo más.
– Voy a mirar mejor junto al altar -dijo Þóra-. Tiene que estar aquí, en algún sitio. -Se alejó de Matthew en dirección al Jesús crucificado. A primera vista no parecía haber nada más que la Biblia, dos candelabros grandes y macizos y un paño de color púrpura, delicadamente bordado, colocado sobre una mesita auxiliar adosada a la pared debajo de la tabla de altar. Levantó el paño y vio que la mesita era en realidad una arqueta-. Matthew, mira -dijo en voz alta-. Esto es un arcón. -Se inclinó y tiró del asa con ambas manos. No estaba cerrado con llave, y la tapa se abrió con un leve crujido. Þóra levantó la cabeza con gesto victorioso. Extrajo tres grandes libros encuadernados en piel. El de la parte superior tenía aspecto reciente, y cuando Þóra lo abrió, vio, por las fechas de las anotaciones, que no merecía la pena perder el tiempo en investigarlas. La nota más antigua, en la primera página, era de 1966. Abrió el siguiente libro y fue pasando hojas hasta encontrar los años cuarenta del siglo XX.
– Yo diría que Kristín debió de vivir durante los años de la guerra -le dijo a Matthew-. Las fotos de las estrellas de cine que encontré allí, debajo de las vigas del desván, eran de aquella época. -Fue pasando todas las páginas de aquellos años pero no encontró nada. Aunque había habido algunos nacimientos, bautizos, bodas y fallecimientos, por ningún sitio aparecía ninguna Kristín. Había una laguna extraña en el registro del año 1941, cuya página terminaba con el nombre de una novia, mientras que en la página opuesta, el registro anotado parecía tener más que ver con un entierro. Þóra hizo una mueca-. Qué raro -dijo, forzando la apertura del libro para ver mejor si había algo junto al margen interior. -Le pasó el libro a Matthew-. Mira. Han quitado una página. Quizá dos.
Matthew examinó el libro y se mostró de acuerdo.
– Es evidente -asintió, devolviéndole el libro a Þóra-. ¿Quién haría algo así? ¿Alguien deseoso de borrar toda huella de su propio matrimonio?
– O alguien que quería borrar el bautismo de un niño -conjeturó Þóra-. En aquella época, si eliminabas a un niño de los registros parroquiales, en cierto modo habías conseguido borrarlo de los documentos de la historia. No sé si existían registros estatales en esos años, ni si ese tipo de registro se llevaba en las zonas rurales. No debe de haber sido difícil hacerse desaparecer a uno mismo o a otro cualquiera.
Volvieron a dejar en su sitio los libros una vez que Þóra los hubo hojeado todos sin encontrar tampoco ninguna referencia al entierro de la misteriosa Kristín.
Se desplazaron al cementerio y no tuvieron que pasar delante de muchas lápidas para darse cuenta de cuánto habían cambiado los tiempos. En las cruces de aquel pequeño cementerio se hallaban inscripciones de lo más conmovedoras, del estilo de: Un muchacho – nacido muerto, Una muchacha – sin bautizar. Por regla general, había varios hijos de los mismos padres uno al lado del otro, o bien varios hermanos difuntos yacían bajo la misma losa. Þóra examinó a conciencia todas las inscripciones con la esperanza de hallar nombres conocidos. Encontró dos lápidas con el nombre de Kristín. Ambas habían muerto a edad avanzada. Þóra consideró improbable que aquellas mujeres guardaran alguna relación con la inscripción de la viga del desván.
Finalmente, se dirigieron hasta dos sepulturas adyacentes, rodeadas por una verja. Ambas mostraban lápidas de tamaño y calidad mayores de lo habitual. Las losas eran sencillas, de piedra y metro y medio de altura. Un musgo o una planta de color anaranjado se había extendido sobre las dos. En una de las piedras estaba grabada una serpiente que se retorcía sobre sí misma y se mordía su propia cola, y una lámpara de Aladino. Þóra no reconoció ninguno de los dos símbolos, pero recordó que en el Nuevo Testamento de la sociedad de los Gedeones había una lámpara de Aladino. Preguntó a Matthew si los conocía, pero él no sabía mucho más que ella. Leyó la inscripción en su totalidad. En la piedra estaban escritos los nombres de los habitantes de Kirkjustétt, que ahora formaba parte del complejo hotelero de Jónas. En la parte superior estaba escrito el nombre del granjero: Bjarni Þórólfsson, terrateniente de Kirkjustétt, n. 1896 – 1944. Debajo ponía: Su esposa Aðalheiður Jónsdóttir, n. 1900 – 1928. Debajo de estos dos había dos nombres más: Bjarni n. 1923 – 1923 y Guðný n. 1924 – 1945.
– Estas son las personas de las fotos de que te hablé, las que conoció Magnús Baldvinsson. -No hacían falta conocimientos de islandés para comprender lo que ponía en las piedras, y Matthew se inclinó para leerlas. Þóra prosiguió-: Según lo que contó Magnús, el granjero y su hija murieron de tuberculosis, y su mujer de una septicemia, cuando era aún muy joven. -Le indicó con el dedo las fechas que había debajo del nombre de Aðalheiður-. Según cuenta una de las chicas que trabaja para Jónas, en la granja hubo prácticas incestuosas. Probablemente se trataba de Bjarni y su hija Guðný.
– Si lo que ella dijo es cierto -dijo Matthew-. ¿Cómo puede saber algo una chica de hoy sobre unos incestos que tuvieron lugar hace setenta años?
– Se lo contó su abuela -respondió Þóra-. No creo que la abuela le mintiera.
– La abuela puede ser de la misma cuerda -dijo Matthew con una sonrisa irónica-. Por lo menos, yo no me arriesgaría a creer sin más esa clase de historias, aunque procedan de una ancianita.
– Naturalmente -asintió Þóra-. Más aún, espero, por el bien de Guðný, que fueran simplemente habladurías. -Señaló la inscripción con el nombre del hijo que no había alcanzado el año de edad-. En las fotos me di cuenta de que Aðalheiður parecía estar embarazada, pero no vi fotos de ningún niño. Quizá sólo viviera unos pocos días.
– Él y la mayoría de los niños de por aquí -dijo Matthew señalando las tumbas a su alrededor-. Más de la mitad de los muertos son niños que no lo consiguieron.
– Todo indica que esta gente no tenía mucho éxito en criar a sus hijos para que llegaran a adultos -dijo ella mirando en torno suyo-. A menos que la mortalidad infantil fuera igual de elevada en todo el país. -Þóra sintió un escalofrío-. Afortunadamente esos tiempos han pasado ya -dijo acercándose a la piedra de al lado, que era aún más sencilla-. Qué extraño. -Señaló la piedra, que estaba medio vacía-. Sólo dos inscripciones: Su esposa Kristrún Valgeirsdóttir n. 1894 – 1940, y debajo: Edda Grímsdóttir n. 1921 – 1924. -Þóra miró a Matthew-. No dice quién es él.
– ¿No será el padre que mató a Kristín? -preguntó Matthew-. Obviamente sigue vivo o, por lo menos, no está enterrado aquí.
Þóra sacudió la cabeza.
– No, no puede ser. Magnús dijo que Grímur murió varios años después de irse a vivir a la capital.
– ¿Pero quién era, entonces? -preguntó Matthew-. Se supone que se trataría de él. Y aquí tiene un estupendo espacio libre para su nombre. Es raro, verlo tan vacío.
Þóra miró a su alrededor.
– No creo que esté enterrado aquí, pues no se le menciona en la lápida. -Dieron una vuelta para mirar el resto del cementerio pero no encontraron la lápida de Grímur ni la de Kristín-. A lo mejor, al final resulta que la dichosa Kristín no es más que una gatita -dijo Þóra decepcionada cuando salieron del cementerio cruzando el chirriante portón.
– ¿Y qué pasa con la página que falta en el libro de registro? Creo que en estos momentos, lo más sensato será ir a ver a esos hermanos que le vendieron las tierras a Jónas -dijo Matthew-. Podrías utilizar el asunto del fantasma como excusa para interrogarles a fondo sobre la historia del lugar, sobre Grímur, Kristín y demás.
Þóra asintió, pensativa. No era ninguna tontería.
Elín Þórðardóttir colgó el teléfono sin quitar la mano del auricular. Exhaló un profundo suspiro, luego volvió a descolgar y se lo puso en el oído. Con ágiles dedos marcó un número y esperó impaciente la respuesta.
– Börkur-dijo rápidamente-. ¿Qué pasa?
– No lo sé, Elín. No tiene buena pinta. -Börkur estaba enfadado, como siempre que su hermana le llamaba por teléfono-. Ha pasado algo en casa.
– ¿Qué? -preguntó Elín con curiosidad. Tenía que tratarse de Svava, la mujer de Börkur, que no salía de una crisis para entrar en otra, siempre perdiendo los nervios por cualquier nimiedad.
– Nada que quiera discutir contigo -respondió Börkur, más enfadado aún que antes-. ¿Qué querías?
Elín no se dejó intimidar por el tono de frialdad, al que ya estaba más que acostumbrada. En realidad, estaba deseosa de poder agitar un poco la vida de su hermano. Ella siempre se había opuesto a vender las tierras, pero tuvo que acabar cediendo ante su insistencia. Lo peor fue que su madre no se había negado, y todo era de ella, aunque el dinero fuera a parar al bolsillo de los dos hermanos. Börkur había conseguido convencerla con su labia. Pero ahora podría vengarse de la codicia de su hermano.
– Þóra, la abogada del dichoso Jónas, el que compró Kirkjustétt y Kreppa, acaba de llamar. -Disfrutó de la pausa que introdujo, para que él tuviera que pedirle que continuara.
– ¿Y? -preguntó Börkur con malos modos pero intrigado-. ¿Qué quería?
– Ha surgido una pega, hermanito -informó Elín, sonriendo para sí-. Quiere vernos por un defecto oculto que dice que ha encontrado Jónas.
– ¿Qué estupidez es ésa? ¿Un defecto oculto en los terrenos? ¿Esa gente está mal de la cabeza? ¿Qué demonios puede ser? ¿Contaminación del humus?
Elín le dejó desahogarse antes de intervenir.
– No entramos en detalles. Sólo quería que fuéramos a una reunión. A Vesturland, a ser posible.
– ¿A Vesturland? ¡Como si uno no tuviera nada mejor que hacer que echar a correr a Snæfellsnes! -exclamó Börkur, casi gritando-. ¡Tengo mucho que hacer! ¡Muchísimo que hacer!
– Ay, qué fastidio -dijo Elín fingiendo compasión-. Entonces será mejor que vaya yo sola.
Börkur calló por un momento antes de responder.
– No. Yo también iré. ¿Cuándo tenemos que vernos?
– Mañana -respondió Elín-. Quizá lo más fácil sea acercarnos a Stykkishólmur esta noche en vez de viajar mañana por la mañana.
– Ya veré lo que hago. Llámame más tarde, esta noche. Quizá lo haga, si puedo solucionar unos compromisos aquí esta tarde.
– Börkur -dijo Elín-. Una cosa más para acabar. Estoy prácticamente segura de que eso que llaman defecto oculto debe de tener relación con algo extraño. La abogada me sonó realmente rara al teléfono.
– ¿Y eso? -preguntó Börkur.
– Pues nada, rara -respondió Elín-. Debe de haber algo, eso está claro, aunque no sé qué es.
– ¿Piensas que puede tratarse de algo relacionado con el cadáver del que han hablado en las noticias? -preguntó Börkur con una voz repentinamente más suave.
– No, eso ni se me había ocurrido -replicó Elín extrañada. El cambio en la voz de su hermano la pilló desprevenida.
Se despidieron y Elín se quedó sentada junto al teléfono, pensativa. Intentó recordar lo que había visto y oído acerca del hallazgo de aquel cadáver, que había salido en el informativo justo antes del fin de semana. Enarcó las cejas. Había coincidido con un viaje relámpago a Snæfellsnes que Börkur había tenido que hacer para no sé qué tontería. Qué extraño.
– Este tiene que ser el lugar. -Þóra miró a su alrededor, por la playa-. En realidad no hay mucho que sacar de aquí.
Los guijarros brillaban a sus pies. Estaba bajando la marea y las piedras seguían húmedas después de la pleamar. Nada en el majestuoso paisaje dejaba traslucir que allí mismo había sido encontrado un cadáver poco tiempo atrás, y Þóra pensó que no sabía lo que había esperado descubrir allí. ¿Quizá carteles amarillos de advertencia colocados por la policía?
Matthew miró su reloj.
– No, lo único que podemos sacar en claro es que estamos exactamente a treinta y cinco minutos a pie del hotel.
– Pero no hemos caminado deprisa -dijo Þóra-. ¿Cuánto es el mínimo que habríamos podido tardar?
Matthew se encogió de hombros.
– No lo sé. Tal vez podríamos haber llegado en veinticinco minutos. En menos tiempo es difícil, excepto corriendo.
– Así que alguien pudo haber venido aquí desde el hotel, matar a Birna y regresar en menos de una hora -apuntó Þóra pensativa.
Matthew sonrió.
– Sí, pero eso no le deja mucho tiempo al asesino para empezar y terminar el trabajo, porque significaría que habría tenido que venir hasta aquí ex profeso para matar a la mujer, no para una charla que acabara complicándose de mala manera.
– Qué ruido tan espantoso hacen esos pájaros -dijo Þóra, volviéndose hacia el acantilado-. Pobres polluelos. -Contempló la frenética vida de las aves un ratito antes de volverse de nuevo hacia Matthew-. Nadie habría podido oír gritos ni llamadas de auxilio con ese estruendo infernal.
Matthew movió las manos señalando a su alrededor.
– ¿Y quién iba a oír nada? No creo que esta zona sea muy concurrida.
Þóra miró en torno suyo, y ya estaba a punto mostrarse de acuerdo, cuando notó la presencia de dos personas en lo más alto del borde del acantilado.
– Pues… -dijo, señalando con la barbilla en dirección a las dos figuras. Observaron el pausado descenso de la pareja por la pendiente pedregosa. Una mujer joven empujaba una silla de ruedas, pero no se podía distinguir al pasajero, porque una gran capucha ocultaba su cabeza y su rostro. La mujer parecía hacer considerables esfuerzos para hacer avanzar la silla por los cantos sueltos de la ladera-. Ésos deben de ser los jóvenes que mencionó el anciano japonés -dijo Þóra-. Los que vio charlando con Birna. ¿Vamos a hablar un poco con ellos? -Miró a Matthew.
– ¿Y por qué no? -dijo Matthew con una sonrisa-. No será una tontería mayor que otras de esta peculiar investigación tuya. -Se apresuró a añadir-: Pero no me malinterpretes. No me estoy quejando, en absoluto. Todo esto me encanta, aunque no tenga ni la menor idea de adonde nos lleva.
Þóra le dio un codazo.
– ¿De pronto te has vuelto ácrata, ahora de viejo? Vamos. -Se alejaron lentamente cuesta arriba en dirección a la pareja.
Cuando se acercaron, Þóra creyó al principio que tenía algo en el ojo. Era incapaz de enfocar el rostro que asomaba apenas por la capucha. Pero a cada paso iba confirmando más y más que a su vista no le pasaba nada. Su estómago se encogió involuntariamente, y tuvo que luchar contra el deseo de echar a correr para escapar de aquello. Pero ¿qué sucedía realmente con el rostro de la persona de la silla? Se concentró en la chica, que tenía las mejillas coloradas y sonreía. Pero sus ojos volvían una y otra vez, en contra de sus deseos, hacia el rostro bajo la capucha y a la reluciente piel, pálida y tensa, que cubría toda su parte izquierda. Þóra no era capaz de mirar mucho tiempo el desfigurado contorno de los ojos, los escalofriantes restos de nariz y la piel llena de cicatrices y con un aspecto como de plástico, que llegaba desde la barbilla hasta la frente, que era lo que podía verse por debajo de la capucha. Confió en que aquel desgraciado ser humano, que parecía aún joven, no se percatara de la impresión que causaba en quienes le veían, aunque en el fondo de su alma sabía que era una esperanza inútil. Þóra deseó que Matthew soportara mejor que ella aquella inesperada situación, pero no se atrevía a mirarle por miedo a hacer algún gesto que delatara su propio horror. Se obligó a esbozar una sonrisa.
– Buenos días -saludó a la muchacha.
– Hola -respondió la chica, con una cálida sonrisa. Era rubia, con el espeso cabello recogido en una cola que se movía cuando hablaba. Þóra tuvo la sensación de que había en ella algo familiar, pero no fue capaz de recordar de qué podía conocerla-. No estoy segura de que consigamos bajar -añadió la muchacha-. Y desde luego no va a ser fácil subir.
– Por aquí no hay mucho que ver -dijo Þóra-. Si queréis, Matthew puede ayudaros a bajar. -Señaló al alemán con el dedo sin mirarle-. Y luego a volver a subir, claro.
– Sí, mejor -respondió la muchacha, inclinando la cabeza sobre la silla-. ¿Tú qué dices? -preguntó al hombre que iba allí sentado-. ¿Aceptamos su ayuda, o damos la vuelta y ya está? No hay nada que ver. -El joven farfulló algo que Þóra no captó, pero que la muchacha pareció comprender-. Vale, tú mandas. -Miró a Þóra-. Creo que nos damos la vuelta. ¿Me podría ayudar? -Matthew agarró los brazos de la silla y subieron hasta el final de la cuesta.
– No me habría venido mal esa ayudita el jueves pasado -dijo la muchacha sonriendo.
– ¿Estuvisteis aquí el jueves? -preguntó Þóra extrañada-. ¿Por la noche, quizá?
¿Sería posible que la chica y el joven hubiesen sido testigos de algo inusual sin darse cuenta de su importancia? ¿O podía ser que estuvieran involucrados de alguna forma en el asesinato de Birna? Þóra aguardó expectante una respuesta que cuando llegó trajo consigo una decepción.
– No, no estuvimos aquí -replicó la chica, aún un tanto cansada por el esfuerzo-. Pensábamos ir juntos a la reunión espiritista del hotel, pero al final acabé yendo yo sola porque no conseguí hacer pasar la silla por un agujero enorme que habían excavado a través del camino de acceso. Fue un auténtico fastidio, porque aquí no hay muchos sitios a donde ir y a Steini le apetecía mucho. -Miró a Þóra y torció el gesto un poco-. Aunque, en realidad, no se perdió mucho. Fue un rollo espantoso, y el médium me pareció de lo más falso.
Þóra no se atrevió a preguntar si otros médiums no estarían también cortados por idéntico patrón. Volvió la cabeza para mirar la playa y la bahía.
– ¿Estáis de excursión? -preguntó.
– Sólo queríamos ver dónde habían encontrado el cuerpo -explicó la muchacha como si fuera lo más normal del mundo-. Conocíamos a la mujer que murió.
En el fondo de su alma, Þóra respiró aliviada. Ahora no tendría que andar dando rodeos para conseguir llegar hasta Birna.
– Ah, eso -dijo con toda la despreocupación de que fue capaz-. Nosotros hemos venido por el mismo motivo. Queríamos ver el lugar de los hechos con nuestros propios ojos.
La muchacha abrió mucho los ojos.
– ¿Sí? ¿Vosotros también la conocíais?
Þóra sacudió la cabeza.
– No, no es eso. Tenemos cierta relación con ella. Me llamo Þóra.
La muchacha extendió la mano.
– Bertha. -Se dio la vuelta para mirar la playa-. Espantoso -dijo con voz apagada-. En las noticias dijeron que la habían asesinado. -Miró a Þóra-. ¿Por qué iba a querer alguien matarla?
– Bueno, no lo sé -replicó Þóra como quien no sabe nada-. A lo mejor no fue por nada especial que tuviera que ver con ella misma. Puede que sólo tuviera la mala suerte de encontrarse con un psicópata.
– ¿Tú crees? -preguntó Bertha, de cuyo gesto aún no había desaparecido el gesto de temor-. ¿Aquí?
– No, seguro que no -respondió Þóra-. Es absurdo. Pero mejor eso que pensar que es culpa de un fantasma.
– Un fantasma -repitió Bertha con el semblante tenso-. ¿Quizá los marineros? Ésta es precisamente la playa a la que llegaron sus cuerpos. -Se estremeció-. Siempre me ha dado escalofríos este lugar.
Þóra miró extrañada a la muchacha. Había esperado que sonriera o que hiciera alguna mueca irónica al oír sus palabras, no que se tomara con total seriedad lo del fantasma. Era evidente que en esa comarca no había que tomarse a broma las apariciones.
– ¿Tú crees en fantasmas? -preguntó con cautela.
– Sí -respondió Bertha, su rostro dejaba bien claro que lo que decía era cierto-. Esto está maldito. Sin ningún género de dudas. Muchas veces me muero de miedo en la oscuridad.
Þóra no supo qué decir, pero se le pasó fugazmente por la cabeza la idea de que podría servir de testigo si se llegaba a un pleito por las apariciones. Estaban ya casi en lo alto de la cresta cuando Þóra decidió dejarse de fantasmas e ir directamente al grano.
– ¿De qué la conocías?
– Era la arquitecta del hotel. Está en unas tierras que pertenecieron a mi madre, y yo la ayudé un poco. -Miró a Þóra y desplazó luego los ojos hacia la silla de ruedas, que Matthew se esforzaba en empujar cuesta arriba-. Era muy simpática.
Þóra no preguntó más detalles, pero no le resultó fácil imaginar que Birna se hubiera llevado bien con el joven de la silla de ruedas. En cambio, se dio cuenta por fin de por qué le había resultado conocida la muchacha, y es que era igual a su madre Elín, a la que Þóra conoció cuando habían cerrado el contrato de compraventa. De modo que no sería muy práctico utilizarla como testigo contra su propia familia ante un tribunal, y Þóra decidió que no lo haría. Pero no vendría mal recabar de ella algo de información.
– ¿En qué ayudaste a Birna? -preguntó.
– Estaba interesada en la historia del lugar, y ni mi madre ni mi tío Börkur tenían tiempo ni ganas de hablar mucho con ella. Yo le conté lo que sabía y busqué planos antiguos para ella. En realidad no los encontré, pero sí que le pude dar algunas fotos viejas. Estaba encantada con ellas.
– ¿Recuerdas de qué eran? -preguntó Þóra sorprendida. En el sótano había fotos de sobra, y resultaba extraño que a Birna no le hubieran parecido suficientes. A lo mejor los temas eran demasiado repetitivos, la misma pared… distintas personas.
– Bueno, eran sobre todo fotos de la antigua granja, del bisabuelo y la bisabuela. También había en las fotos algunas otras personas que yo no conocía. -La muchacha calló de pronto y miró a Þóra con gesto preocupado-. ¿Me las devolverán? Ni mi madre ni Börkur saben que se las presté.
– Seguro que sí-dijo Þóra-. Díselo a la policía. Tienen que venir por aquí mañana. ¿Vives por aquí cerca?
– No. Tenemos una casa en Stykkishólmur donde me quedo cuando vengo. Intento venir todo lo que puedo. -Miró a Þóra y añadió en voz más baja-: Por Steini. Él no quiere estar en Reikiavik.
Þóra asintió con la cabeza.
– ¿Sois parientes? -preguntó. Estaban a cierta distancia de los otros dos, pero no suficientemente lejos como para que Þóra se atreviera a preguntar qué le había sucedido al joven. Bajo ningún concepto quería que se percatara de la curiosidad que le despertaba su aspecto.
– Sí, somos primos. -Y añadió-: Por parte de padre.
Más adelante, Matthew se detuvo y miró alrededor, con aspecto cansado. Habían llegado a lo más alto de la cresta. Þóra se apresuró a cambiar de tema de conversación, y volvió al hallazgo del cuerpo.
– ¿Tienes alguna idea de quién puede haber matado a Birna? ¿Estaba liada con alguien, o peleada con alguna persona?
La chica sacudió la cabeza.
– No estaba peleada con nadie, creo. Por lo menos, nunca habló de eso. Pero nos vimos varias veces, yo estoy recogiendo las cosas que dejó la familia en la vieja granja de Kreppa, justo ahí al lado, y ella iba bastante por allí. Era muy entretenido charlar con ella. No sé si tiene importancia, pero me dijo que tenía un novio o algo por el estilo.
– ¿Un novio? -preguntó Þóra intrigada-. ¿Sabes algo más sobre él?
Bertha puso gesto de inseguridad y pensó por un momento antes de responder.
– Bueno, no sé si debería contarlo. Él está casado, de modo que lo llevaban en secreto. Me lo dijo confidencialmente, era obvio que quería contárselo a alguien. No quiero traicionar la confianza de Birna, aunque esté muerta.
Þóra sintió que la arquitecta debía de sentirse tremendamente sola para confiar sus secretos a una chica tan joven. No creía que Bertha tuviera más de veinte años.
– Me temo que todo esto acabará saliendo a la luz. Aunque pueda parecer una tontería, muchas veces son precisamente esas relaciones amorosas las que conducen a sucesos como éste. ¿No querrás que escape el que lo hizo?
Bertha sacudió enérgicamente la cabeza.
– No, por Dios. -Se movió inquieta. Estaban ya al lado de Matthew y Steini.
– Vamos -se oyó decir ásperamente a una voz por debajo de la capucha-. Quiero irme ya.
Bertha se dirigió hacia la silla y la agarró para empujarla.
– Muy bien, Steini -dijo, y le dio las gracias a Matthew por su ayuda. Luego se volvió hacia Þóra-. A lo mejor nos volvemos a ver. ¿Vivís aquí?
– No, estamos en el hotel -informó Þóra, decepcionada por no haber conseguido el nombre del amante. Vio a la muchacha despedirse con la mano y empezar a caminar lentamente con la silla por delante.
Cuando Bertha había caminado unos pasos, se detuvo y se volvió bruscamente.
– Se llama Bergur. Es granjero, en Tunga. -Y continuó adelante sin decir nada más.
Þóra y Matthew se quedaron quietos mirando la trabajosa marcha de la joven con la silla por aquel irregular terreno. Cuando se hubieron alejado suficiente, Matthew se volvió hacia Þóra.
– ¿Qué demonios puede haberle pasado a ese chico?
Vigdís sacó la cabeza por encima del mostrador de recepción y miró a su alrededor. Nadie. Miró el reloj de la pared y vio que los huéspedes aún tardarían un rato en llegar. A pesar de sus diferencias de nacionalidad y de aficiones, la mayor parte de ellos parecía llevar a cabo la misma rutina una vez se habían inscrito: levantarse entre las ocho y las nueve y salir al aire libre a gozar de la naturaleza después del desayuno. De modo que no había que esperar que estuvieran de vuelta hasta tarde. Sabía que aquello le había acarreado a Jónas cierta preocupación, pues su idea original era que la gente pasara más tiempo (y gastara más dinero) entre las paredes del hotel. Masajistas, terapeutas, sexóloga, lector de auras y como se llamaran todos esos especialistas, no estaban menos decepcionados porque les pagaban según los servicios prestados. Era sobre todo por las tardes y los fines de semana cuando estaban realmente ocupados, y la mayoría de ellos habían empezado a hacer publicidad de su trabajo para no morirse de hambre. Pero Jónas estaba empeñado en que empezarían a tener más actividad en cuanto los islandeses se quedaran más tiempo dentro de casa, cuando el día se hiciera más corto y comenzaran a celebrarse las habituales fiestas. El verano estaba llegando a su fin, y era obvio que algunos empleados se irían a la calle si no aumentaba la demanda por sus servicios.
Pero aunque el futuro laboral de aquellos hechiceros fuese bastante negro en aquellos momentos, el de Vigdís parecía estupendo. Pero la curiosidad la estaba matando. Una vez que la policía obtuvo de ella y de Jónas la promesa de que nadie entraría en la habitación de Birna, le habían entrado unas ganas insoportables de desobedecer la orden. Jónas echó un fugaz vistazo cuando les abrió la puerta a los policías, y dijo que allí dentro no había nada interesante. Pero Vigdís tenía que verlo con sus propios ojos. A lo mejor había sangre por todas partes, o algo aún más desagradable, que Jónas no pudo ver desde el lugar en el que se encontraba. O algo de lo que no podía o no quería hablar.
Vigdís se puso en pie y cogió la llave maestra. Echó un vistazo al pasillo y se marchó decidida. Se detuvo ante la puerta de la habitación y metió la llave sin vacilar. La empujó con manos rápidas, se coló adentro y cerró la puerta a sus espaldas. En cuanto oyó el clic de la cerradura se dio cuenta del error que había cometido. Allí dentro todo estaba patas arriba. De sangre, nada, pero había ropas como árboles caídos por todas partes, y todo un caos de papeles. Vigdís se dio cuenta de que tenía que informar inmediatamente a la policía de que alguien había entrado en la habitación. ¿Pero cómo les iba a explicar que había ido ella a hacer allí? ¿A limpiar? A lo mejor podía contarles la trola de que había oído ruidos, pero aquello complicaría la investigación… podrían pensar que había sucedido justo en ese momento. Dejó escapar un pesado suspiro y echó las manos hacia atrás para tantear en busca del pomo de la puerta. Mientras salía a hurtadillas, intentó desesperadamente encontrar una justificación plausible para su irregular presencia allí dentro. Tendría que inventarse algo.
– ¿Es una broma? ¿Pero quién se ocupó del escenario? -Þórólfur se arrellanó en la silla y se volvió hacia su subordinado. Agitó las manos, señalando una serie de estanterías de acero en las que tenía que guardarse todo lo encontrado en el lugar de aparición del cadáver de Snæfellsnes-. ¡Conchas y cangrejos muertos! -Cerró los ojos y se frotó con el dedo una de las sienes. Sintió que lo peor de la jaqueca todavía no había llegado.
– Puf, fue Guðmundur. Es nuevo -respondió Lárus con voz apagada.
– Igual que unos chavales de diez años de excursión con el colegio. ¿Qué se creía ese Guðmundur que tenía que hacer? ¿Limpiar la playa para tumbarse un rato? A lo mejor hasta tengo que agradecer que no me echaran toda la arena encima de mi mesa. -Dio la vuelta al escritorio y miró el contenido de varias bandejas.
– Piedras -murmuró Lárus, pero enseguida procuró arreglarlo, al ver que Þórólfur le ponía mala cara-. La playa es pedregosa… no de arena.
– ¿Piedras, arena, qué más da? -gritó Þórólfur fuera de sí, y siguió mirando cosas-. Guðmundur parece haberse confundido radicalmente de oficio. Supongo que primero le habrá parecido que tenía que revisar un escenario inmenso, pero luego parece que se dedicó a recoger piedrecitas y cosas ligeras. -Þórólfur metió el bolígrafo en una lata de cerveza vieja y retorcida-. Como esto -dijo, levantando la lata-. Cualquier imbécil puede ver que una lata como ésta lleva meses a la intemperie. Y esto… -Þórólfur se desplazó hasta la siguiente bandeja y levantó las manos desesperado-. ¡Un pez lobo muerto! -Se volvió hacia Lárus-. ¿Has visto las fotos del cadáver? ¿Qué relación podía tener un pez lobo muerto con lo que le sucedió a esa mujer? ¿Acaso cree Guðmundur que la mujer resbaló sobre el cadáver del pez y se cayó sobre las piedras? ¿Crees tú que eso podría explicar las lesiones?
Lárus se limitó a sacudir la cabeza. Þórólfur había empezado a gritar y aquello no presagiaba nada bueno. Se movió incómodo y abrió la boca para decir algo pero, antes de pensar en nada coherente, su jefe volvió a hablar, aunque ahora mucho más calmado.
– ¿Qué es esto? ¿Un vibrador? -Lárus se acercó a Þórólfur y se colocó a su lado para poder ver lo que había en la bandeja. Exacto. En la viscosa boca del pez lobo se podía ver un estropeado cilindro de plástico que parecía un pene artificial.
Þóra le dio un golpecito con el codo a Matthew y señaló con la cabeza en dirección a un hombre joven que pasaba delante de ellos
– Ése es el camarero, Jökull, que me habló tan mal de Birna -explicó a media voz, poniéndose en pie-. Tengo mis sospechas de que sabe algo. -Estaban tomando café en el vestíbulo de entrada del hotel, donde habían estado planificando los siguientes pasos a dar, sin llegar a ninguna conclusión, aparte de que tenían que encontrar al amante de Birna, Bergur, dueño de una granja en Tunga. Habían estado discutiendo cómo abordarlo, y Þóra había acabado por aburrirse de tanto darle vueltas a las cosas. Por eso, el camarero le pareció una tabla de salvación, y se acercó a él con rapidez. Iba hacia el comedor, pero Þóra consiguió darle un golpecito en el hombro antes de que se escapara.
– Hola -le dijo sonriente-. ¿Me recuerda?
El joven se dio la vuelta extrañado.
– ¿Eh? Ah sí, claro. Usted es la abogada, ¿no?
– Eso es, me llamo Þóra. ¿Tendría cinco minutos? Querría preguntarle un par de cositas más sobre Birna.
El camarero miró su reloj.
– Bueno, venga. Aunque no es mucho lo que puedo contar. Ya le dije la opinión que tenía de ella. En realidad, no tengo mucho más que añadir.
– Nunca se sabe -respondió Þóra-. ¿Nos sentamos aquí? -Señaló un sofá colocado en el pasillo y que parecía estar allí simplemente como decoración. Aquélla sería probablemente la primera vez que se utilizaba, pensó al sentarse. Dio un golpecito en el asiento del sofá a su lado, para indicarle al joven que tomara asiento junto a ella. Una nubécula de polvo se elevó en volutas a ambos lados de la palma de su mano cuando golpeó la tapicería-. ¿Cómo la conoció? ¿Sólo en el comedor?
El camarero se sentó en el borde del sofá.
– Para ser sincero, yo no la conocía, pero éste no es un lugar tan grande como para que uno no acabara conociéndola. Pero lo cierto es que llevo poco tiempo trabajando aquí y además procuraba evitarla, de modo que nunca llegamos a establecer contacto. Sacará usted mucho más hablando con cualquier otro empleado antes que conmigo.
Þóra frunció el ceño.
– Pero sigo sin entender que, aunque ponga de relieve que prácticamente no conocía a Birna, parecía haberse formado una opinión muy clara sobre ella. Muy clara y negativa. Tendría que haber algún motivo para ello.
En el rostro del camarero se dibujó un gesto de ira.
– Yo conozco a la gente -exclamó, sin dar más detalles.
Þóra decidió dirigir sus preguntas por otros derroteros, con la esperanza de no espantar a aquel hombre.
– ¿Me equivoco al pensar que se llama Jökull?
– No, no, es cierto -respondió el camarero, que aún sabía controlarse-. Jökull Guðmundsson.
– Muy apropiado para estos lugares, eso de llamarse «glaciar» -dijo Þóra amistosamente, con una sonrisa-. ¿Es usted de la zona?
– Sí, en efecto -respondió Jökull-. Crecí en una granja muy cerca de aquí. Pero me fui a Reikiavik a estudiar hostelería y estuve allí mucho tiempo. Pero luego me encontré con una oportunidad de regresar cuando Jónas publicó un anuncio pidiendo personal.
– Comprendo -dijo Þóra-. Esta región es extraordinariamente hermosa, y estoy segura de que si has nacido aquí tienes que estar siempre deseando volver.
– Sí, esto es muy distinto a Reikiavik -respondió Jökull, que sonreía por primera vez.
– Y supongo que conocerá la historia de la zona -pregun-tó Þóra-. ¿Sabe, por ejemplo, algo sobre las apariciones que dicen que hubo en estas granjas?
El rostro de Jökull se ensombreció.
– No me apetece lo más mínimo hablar de fantasmas con gente de Reikiavik -dijo-. Allí no entienden estas cosas. Cuando no se trata de asfalto o cualquier otra cosa tangible, no son capaces de comprender nada y se burlan de todo esto.
Þóra torció el gesto.
– Yo no tenía intención alguna de reírme de la creencia en fantasmas. Estoy preparando a cuenta de Jónas un pleito en el que los fantasmas tienen un papel importante. Eso es todo. Cualquier testimonio sobre ese asunto en estas tierras me vendrá muy bien.
– Puede ser. -Jökull dudó-. Pero tendrá que ir a buscarlo en otro sitio. No puedo ayudarle. Yo no soy especialista en historias de fantasmas, aunque conozco algunas y creo que el mundo es demasiado complejo como para que los de Reikiavik puedan saber todo lo que se puede saber.
– Pero ¿conoce algo de la historia del lugar, aparte de espíritus y fantasmas? Por ejemplo, ¿sabe algo sobre las personas que vivieron en estas granjas?
Jökull sacudió la cabeza.
– No, nada. No soy suficientemente viejo para interesarme por la historia.
«No deja de tener sentido», pensó Þóra, que decidió intentar obtener la información de los ancianos que conocieran la comarca.
– ¿Aún tiene parientes aquí?
– Una hermana -respondió Jökull.
– ¿Sus padres se marcharon a la ciudad? -preguntó Þóra.
– No, murieron -respondió Jökull, con más sequedad aún que antes.
– Ah -dijo Þóra, que no quiso preguntar nada más al respecto-. Tiene que perdonar mi insistencia sobre la historia del lugar, pero ¿sabe si el movimiento nazi estuvo actuando aquí, o algo por el estilo?
Jökull abrió mucho los ojos, y Þóra supo que no mentía cuando contestó al instante:
– No, jamás he oído nada al respecto. Aunque no me interese demasiado el pasado, eso lo recordaría, seguro. Debe de tratarse de alguna tontería de esas que se cuentan.
– Sí, supongo -respondió Þóra-. Pero ya que está usted aquí y es el único que puede informarme… quisiera hacerle otra pregunta que no tiene relación alguna con el pasado.
– ¿Cuál? -preguntó Jökull con suspicacia.
– Esta mañana me encontré con un joven que creo que es de por aquí. No pude enterarme de los años que tenía, pero yo diría que es más o menos de su misma edad. Iba en silla de ruedas y posiblemente ha sufrido quemaduras de algún tipo. ¿No sabrá qué le ha pasado?
Jökull se levantó sin decir una sola palabra.
– Tengo que volver al trabajo. Los cinco minutos han pasado ya de sobra. -Apretó con fuerza los labios, como para asegurarse de que su boca no se pondría a soltar nada por su cuenta.
– ¿De modo que no sabe nada de él? -preguntó Þóra, que se puso también en pie.
– Tengo trabajo. Hasta luego -dijo Jökull, y se marchó. Þóra le miró pensativa mientras se alejaba. Evidentemente, había tocado un punto débil.
– Es muy extraño -dijo Þóra, dejando el café, que ya se le había quedado completamente frío. Al tragar un sorbo había hecho una mueca involuntaria.
– ¿Crees que puede estar relacionado con el crimen? -preguntó Matthew-. ¿O simplemente que es un muchacho raro?
– No puedo decir a ciencia cierta si está involucrado en el tema de alguna manera. Está claro que Birna le resultaba odiosa, pero no quiso confesar el motivo, sólo dijo que conocía bien a las personas. ¿No será un antiguo amante al que ella abandonó por el campesino?
– O un conocedor de la gente tan bueno como afirma ser -observó Matthew, encogiéndose de hombros-. Estoy desfallecido de hambre, ¿qué hora es ya?
Þóra ignoró la pregunta.
– No, hay algo en todo esto. Le puse en un buen aprieto al preguntarle por el joven de la silla de ruedas.
Matthew hizo un gesto de indignación.
– ¿Le preguntaste por él? ¿Cómo se te ocurrió?
– Por nada -dijo Þóra-. Es que soy tremendamente curiosa y no me esperaba en absoluto una reacción como la que tuvo. Ni se me pasó por la cabeza que le pudiera resultar incómodo. Ahora, por lo menos, está claro que tengo que averiguar qué es lo que pasó.
– A mí me parece total y absolutamente improcedente -señaló Matthew, tan indignado como antes-. Preguntar por las desgracias de una persona totalmente desconocida que, por si fuera poco, está inválido.
– ¿Y qué? ¿Está prohibido preguntar sobre los inválidos? -se defendió Þóra-. Lo que te pasa es que tienes hambre y eso te pone de mal humor. Vamos a comer algo. -Se levantó del sofá.
Aquello alegró a Matthew.
– ¿Qué tal si vamos a comer algo distinto? -preguntó-. ¿No hay más restaurantes por aquí cerca?
– Sí -respondió Þóra-. Por ejemplo, podemos acercarnos a Hellnir. Tal vez podamos encontrar a alguien que conozca a los fantasmas de la comarca o que sepa algo sobre el tal Bergur de Tunga.
Matthew suspiró pesadamente.
– Ay, espero que no.
Eiríkur hizo un enorme esfuerzo y abrió los ojos. El especialista en lectura de auras tenía el peor dolor de cabeza que había sufrido en muchos años. Intentó moverse, pero enseguida abandonó el intento cuando sintió tales náuseas que no tuvo más remedio que volver a cerrar los ojos antes de conseguir enfocar lo que había a su alrededor. Cuando lo peor hubo pasado, intentó concentrarse en cómo le había entrado aquella jaqueca. ¿Qué había sucedido? ¿Había estado bebiendo? No recordaba nada que apuntara a semejante cosa, ni percibía en la boca el gusto del alcohol. Enseguida se le apareció en la memoria el brumoso recuerdo del tarot en el alojamiento de empleados del hotel, había estado echándose las cartas a sí mismo. ¿O había sido para algún otro? Creía recordar que había tenido una fuerte discusión con Jónas, pero no sabía por qué motivo. ¿Por el trabajo, o por el tarot? Su mente estaba en blanco. Sus pensamientos se dispersaron cuando sintió un espantoso pinchazo. Subía desde sus pies, y era de tal magnitud que, al principio, Eiríkur tuvo dificultad para darse cuenta con exactitud de cuál era el origen. No sabía si se había roto los tobillos o se trataba de alguna otra cosa. El dolor fue disminuyendo en intensidad y entonces pudo darse cuenta de que las punzadas procedían de la planta de los pies. ¿Pero qué había pasado? ¿Estaba en el hotel?
Tuvo la sensación de estar tumbado sobre algo cálido pero duro. Tanteó con ambas manos a sus lados y pensó que tenía que tratarse de hierba o de heno. El desagradable olor que se le metía por la nariz, sin embargo, no indicaba en absoluto que estuviera al aire libre. Un sonido extraño llegó además hasta él, pero no pudo identificarlo. ¿Era una respiración? ¿Había quizá alguien a su lado? Con mucho cuidado, Eiríkur entreabrió un ojo y vio que se encontraba en el interior de un edificio. Estaba sumergido en la oscuridad, pero desde algún lugar detrás de él llegaba un débil resplandor. No había fuerza humana capaz de hacerle darse la vuelta para comprobar de dónde procedía la luz. En aquellos momentos, le resultaba ya suficientemente difícil respirar. Se concentró en hacerlo con mucho cuidado: dentro, fuera, dentro, fuera. Luchaba contra la náusea que no dejaba de acosarle. Aunque fuera una estupidez, no podía ni pensar en vomitar antes de saber dónde estaba y qué le había sucedido. Enseguida vio las cosas más claras.
Dinero. Dinero y muerte. El corazón dio un salto en su pecho y movió la cabeza tan despacio como fue capaz con la esperanza de que todo fuera una alucinación. Pero no. Estaba en una caballeriza. No había dinero alguno, y le fue invadiendo la sospecha de que, en cambio, era la muerte la que estaba allí a su lado. Perdió el control de su respiración y al mismo tiempo el control de la náusea. Vomitó con todas sus fuerzas, y toda su atención estuvo centrada en ello durante un rato. Pero pasó pronto, y el miedo volvió a apoderarse de él. Se oyó un poderoso relincho, seguido por el estampido de unos cascos. ¿De dónde procedía aquel ruido? ¿A qué lado estaba el animal? Quiso sentarse y abrir los ojos. Al intentarlo, volvió a vomitar, pero el primer acceso había sido tan violento que prácticamente nada más pudo salir de él. Cuando pasó lo peor, logró incorporarse sobre los codos y mirar cautelosamente a su alrededor. Su mirada recorrió su propio pecho y, a pesar de su extraño estado, se pudo dar cuenta al instante del lugar de donde procedía aquel hedor insoportable. Luchó consigo mismo para reprimir el alarido que se formó en su garganta, y lo logró. Se obligó también a apartar los ojos de aquel pellejo ensangrentado y de aquellas fauces abiertas en aquel cráneo que se movía sin control, para concentrarse en lo que tenía encima. El instinto de supervivencia fue más fuerte que el deseo de quitarse de encima aquella porquería, aunque le ardiera en la piel la cuerda basta con la que estaba atado a su cuerpo aquel horror. Miró despacio por encima de su propio cuerpo.
Patas. Cuatro patas finas pero robustas. ¿Qué le habían dicho? Que nadie se lo imaginaría, que todos dirían que había sido un accidente. Un accidente mortal muy desgraciado provocado por él mismo. No podía ser. La gente tenía que saber que era un asesinato, y no una simple estupidez por su parte. Eiríkur ya había tenido que aguantar suficientes burlas un día tras otro a causa de su trabajo como lector de auras. Tendría que hacer lo que fuera para que las bromas no le acompañaran hasta más allá de la tumba. Al poco, aquello le llegó a parecer más acuciante que conservar la vida. Ahora que se había dado perfecta cuenta de la situación, tenía que hallar algún medio de darla a conocer. Intentó concentrarse. Estaba en la cuadra de una caballeriza, así que no había mucho donde escoger. No serviría de nada colocar la paja a su alrededor, porque cuando alguien apareciera finalmente por allí volvería a quedar desperdigada. No, tendría que garabatear alguna cosa en algún sitio llano que no pudieran pisotear los animales. Recorrió el espacio a su alrededor con ojos atentos y vio que la pared no estaba lejos. Con una decisión que ignoraba poseer, consiguió sobreponerse a su sufrimiento y arrastrarse hasta ella. Por el camino rogó a Dios que le permitiera escribir unas pocas letras en la pared con el anillo antes de que todo acabara. El ritmo del jadeo del animal creció, y Eiríkur se quedó agarrotado. ¿Qué era lo que le habían dicho? Que en cuanto aquel semental se percatara de lo que había en el suelo, se llenaría de miedo, empezaría a cocear y lo mataría a patadas. Cuando el ritmo de la respiración se calmó, esperó para mayor seguridad un momento más y luego siguió avanzando hacia la pared con extremada lentitud. No había forma de que se pudiera poner en pie, el dolor en las plantas de los pies era como si los estuvieran quemando con agua hirviendo.
Eiríkur notó que su hombro tocaba la pared y extendió hacia ella la mano con el anillo. Empezó a raspar el revestimiento, pero, en ese mismo instante, el caballo resopló al oír el chirrido del anillo rasgando la pared. Eiríkur vio con horror cómo la bestia dirigía sus ojos pardos hacia él y relinchaba. Se apresuró todo lo que pudo para grabar en la pared, pero sin atreverse a apartar los ojos de aquella bestia enfurecida. El caballo agitó sus patas delanteras, giró luego sus cuartos traseros hacia Eiríkur y le golpeó. Lo único que pasó por la mente del hombre fue si la pareja conseguiría descubrir al asesino. Si hubiera tenido un poco más de tiempo… Nadie entendería aquello. Un ruido espantoso surgió del semental y Eiríkur se cubrió la cabeza con la mano casi instintivamente.
Pero, en realidad, era algo tan inútil como creer que habría alguien capaz de leer lo que había escrito en la pared:
RER
– El potro es de mi mujer. A mí no me gustan mucho los caballos -dijo Bergur mirando al suelo. Þórólfur se inclinó sobre la vieja mesa de la cocina, procurando no meter la manga de la chaqueta en la mancha de café que se formó cuando Bergur se llenó la taza con mano temblorosa.
– ¿Y qué estaba usted haciendo ahí dentro? Si tan poco le gustan los caballos, según acaba de decir.
– Les damos de comer por la tarde. Yo me encargo de eso -respondió Bergur sin levantar los ojos-. Para eso no hace falta tener afición a los caballos.
Þórólfur había aprendido muchas cosas a lo largo de los años pasados en la policía, y una de ellas era que podía fiarse de sus propias intuiciones acerca de las personas a las que interrogaba. Tenía una clara sensación de que el hombre inclinado delante de él tenía algo que ocultar. Sólo Dios sabía lo que era, pero Þórólfur se propuso averiguarlo.
– No, desde luego que no -asintió, y empezó a preguntar apuntando bien-: ¿Cómo siguen teniendo el caballo en la cuadra, en vez de libre en el campo? Por lo que sé, eso no es nada habitual en junio.
– Alquilamos caballos -respondió Bergur-. En realidad es mi mujer la que se ocupa de los animales y yo echo una mano en lo que es necesario. Me encargo de alimentarles y poco más. -Bergur se mordisqueó una uña de la mano izquierda-. En realidad, ese semental está aquí de paso, apareció por aquí.
Þórólfur anotó algo en su cuaderno y cuando hubo terminado levantó la vista.
– ¿Cómo se dio cuenta de que había algo que no iba como debía?
Bergur se encogió de hombros.
– No sé la hora con exactitud, si es a eso a lo que se refiere. No llevo ni reloj ni móvil. -Señaló con el dedo el teléfono móvil de Þórólfur, que estaba en medio de ambos, sobre la mesa-. Pero sí que está claro que lo vi muy poco después de entrar en la caballeriza. -Bergur calló y tragó saliva ruidosamente.
– Ah, ya -dijo Þórólfur como si entendiera-. ¿Cómo se dio cuenta tan rápidamente? Esa cuadra está en el otro extremo del edificio. ¿Había algún motivo especial para que fuera directamente hasta allí?
Bergur volvió a tragar con esfuerzo.
– Siempre empiezo dándole al macho. Es medio salvaje todavía y es impetuoso y molesto. Y está siempre a la expectativa mientras estoy yo dentro. Si le doy primero a él, se queda tranquilo mientras atiendo a las otras caballerías.
– Comprendo -dijo Þórólfur-. Está en la cuadra más grande, la que tiene las paredes más altas. ¿Me equivoco? -Bergur asintió con la cabeza sin decir una palabra y Þórólfur continuó-: ¿Y eso por qué? ¿Es porque ese caballo es, cómo dijo usted, impetuoso y molesto?
– No, no exactamente. Los machos sin castrar siempre se encierran mejor que los demás. Así se evita que puedan acercarse a los demás caballos… eso podría tener pésimas consecuencias.
– ¿De modo que el semental en cuestión quizá no era especial? -preguntó Þórólfur-. Quiero decir, ¿todos son iguales, los demás caballos siempre les tienen miedo a este tipo de animales?
– Sí, los sementales son más agresivos que los castrados y que las yeguas -respondió Bergur en voz baja-. Pero ese potro en particular es más fiero de lo habitual. Puedo asegurarlo casi sin ninguna duda, aunque no soy especialista en estos temas.
– Perfecto -dijo Þórólfur sin referirse a nada en particular-. Y al ir usted, como acaba de decir, directamente hasta el corral…
– La cuadra -interrumpió Bergur.
– A la cuadra, entonces -se corrigió Þórólfur un poco molesto-, al momento ve que hay un hombre en el suelo, ¿no?
– Sí, así es -respondió Bergur-. Me resulta tan inverosímil que no me es fácil explicarlo en detalle.
– Inténtelo, de todos modos -alentó Þórólfur.
– Creo que antes que nada vi al zorro, luego al hombre. Recuerdo que vi sangre en las tablas y primero pensé que el caballo se había hecho daño. Luego vi al zorro y pensé que la sangre era suya, pero luego… -Bergur jadeó apresuradamente mientras intentaba controlarse-. Fue horroroso. Estaba allí tumbado y pensé si estaría vivo, pero cuando me incliné para ver mejor comprendí enseguida que tenía que estar muerto. -Respiró hondo y repitió-: Fue horroroso. Y aquellos pies. Dios mío.
– ¿De modo que uno no se acostumbra a estas cosas? -preguntó Þórólfur, dando un golpecito en el borde de la mesa.
Bergur levantó la vista, extrañado, y con gesto de miedo.
– ¿Cómo?
– Es el segundo cadáver que se encuentra usted por casualidad en pocos días. Pensaba que sería menos malo la segunda vez, quizá -dijo Þórólfur-. Resulta una casualidad bastante sorprendente, ¿no cree?
– Yo no decido qué cosas me voy a encontrar -replicó Bergur con voz apagada-. Nunca me habría imaginado que volvería a vivir algo parecido, ojalá no me hubiera pasado a mí. Ninguna de las dos veces. -Levantó los ojos y miró a Þórólfur a la cara-. Yo no tengo nada que ver con esto, si eso es lo que cree usted.
– No, no. Quizá no. Pero no deja de ser curioso -señaló Þórólfur, devolviendo la mirada de Bergur con expresión decidida.
– Tiene que haber sido un accidente -dijo Bergur en tono dolorido-. ¿Sospechan de alguien?
– ¿Cómo explicaría usted un accidente así? -preguntó Þórólfur.
– Bueno, no sé -dijo Bergur, que reflexionó por unos momentos-. Quizá fue ese cazador de zorros quien trajo al animal. O quizá fue por alguna otra cosa aún más rara.
– ¿Qué quiere decir, con «más rara»?
– Ha habido casos de hombres que entran en los establos para aliviar sus necesidades. Quizá ese hombre entró para eso -respondió Bergur, ruborizándose un poco.
– Pero entonces habría llevado una banqueta, o una caja, o algo a lo que subirse, ¿no? ¿Y cómo encaja el zorro en todo esto? ¿Y los alfileres? -preguntó Þórólfur con gesto duro-. Esas explicaciones suyas son demasiado rebuscadas.
Bergur se incorporó y se sentó con la espalda bien estirada.
– No soy yo quien investiga el caso. Usted me preguntó y yo le he respondido. No tengo ni idea de cómo llegó ahí ese hombre. Sólo sé que yo no tengo nada que ver.
– Muy bien, pero es su establo…
– Caballeriza. Los establos son para las vacas -dijo Bergur, irritado. Enseguida se le disipó la ira y añadió, ya más calmado-: No estoy seguro de querer seguir hablando de esto por ahora. Aún no tengo superado este horror. -Bajó la cabeza y volvió a mirar el suelo.
– Enseguida terminamos -anunció Þórólfur, su voz no mostraba el menor asomo de simpatía hacia el hombre que estaba sentado delante de él-. He visto que hay un rifle en esa pared. ¿Es suyo?
– Sí -dijo Bergur-. Es mío. Dudo mucho que encuentre por estas tierras un solo granjero que no tenga un rifle. -Levantó la mirada enfadado-. A ese hombre no lo mataron a tiros. ¿A qué viene esa pregunta?
Þórólfur sonrió con fingida inocencia.
– No, pero al zorro sí que le pegaron un tiro, si no me equivoco. ¿Mató usted al zorro?
Bergur pellizcó el borde del mantel de plástico coloreado de la mesa.
– No. O sí. No lo sé.
– ¿Cómo? -preguntó Þórólfur extrañado-. ¿Puede explicármelo mejor? No estoy seguro de haberle entendido bien. ¿No sabe si fue usted quien le pegó un tiro a ese zorro?
Bergur dejó de juguetear con el mantel y miró a Þórólfur.
– Mato a los zorros en cuanto los veo. Tenemos una zona de puesta de eideres, y no podemos permitirnos el lujo de dejar que ande por ahí una alimaña suelta. Pero resulta que hace varios meses que no le disparo a ninguno, con la excepción de un día en que se me escapó uno. Le alcancé, porque encontré sangre y algunos jirones de pelo, pero no conseguí hallar el cadáver por ningún sitio. Pesé que había escapado vivo, pero ¿quién sabe? A lo mejor aquel zorro es éste.
– Sí, quién sabe -dudó Þórólfur-. Tal vez nos lo pueda explicar más detenidamente y, por supuesto, hay muchísimas cosas más que necesitaremos repasar mejor.
– Ahora no puedo -dijo Bergur claramente molesto con la idea-. Sencillamente, no puedo.
– No tiene importancia -dijo Þórólfur, poniéndose las manos abiertas sobre los muslos-. Sólo dos cosas más para terminar y ya volveremos a hablar más tarde. En primer lugar… ¿la caballeriza suele estar habitualmente abierta, o cerrada con llave? En segundo lugar… ¿conocía usted al difunto?, ¿pudo reconocerle?
Bergur no levantó la mirada.
– Nunca cerramos la caballeriza con llave. Hasta ahora jamás ha sido necesario. -Levantó los ojos y los clavó cansinamente en Þórólfur-. No tengo ni idea de si conocía o no a ese hombre. Podría ser cualquiera… ya vio lo desfigurado que estaba.
– Tiene toda la razón -dijo Þórólfur, disponiéndose a levantarse-. Ay, perdone, una cosa más, la última.
Bergur miró al hombre con gesto de resignación.
– ¿Qué es?
– Encontramos algo escrito en una pared de la cuadra, más exactamente, algo grabado. Eran unas letras y estuvimos dándole vueltas a si llevarían allí mucho tiempo o si serían algo reciente.
– ¿Unas letras? -preguntó Bergur con extrañeza-. No recuerdo que hubiera allí ninguna letra grabada. ¿Qué ponía?
– Bueno, creo que era R-E-R. ¿Le dice eso algo?
Bergur sacudió la cabeza.
– Nada. No lo he visto nunca, y no sé qué puede significar. -A juzgar por su gesto, parecía responder con total sinceridad. Pero Þórólfur no pudo evitar la sensación de que Bergur tenía algo que ocultar. ¿Pero qué?
– Si no tuviera tanta hambre, propondría que siguiéramos buscando -dijo Matthew mientras abría la puerta del restaurante para dejar pasar a Þóra. Aquel local estaba especializado en comida vegetariana y pese a la burda traducción de Þóra de toda clase de recortes de periódico enmarcados que había en la ventana, alabando la excelencia del lugar, Matthew no estaba demasiado ilusionado.
– La cerveza es vegetal -dijo Þóra, enviándole una sonrisa-. O está hecha con vegetales, por lo menos.
Matthew sacudió la cabeza, escandalizado.
– No sé qué información tendrás sobre la cerveza, pero créeme, estás equivocada. -Entró tras ella-. La cerveza es, si acaso, de cereales.
– Cereales… vegetales -dijo Þóra mientras le hacía señas a un camarero para que les diera una mesa-. No hay diferencia-. Descubrió una mujer a la que reconoció, sentada en la barra. Le dio un codazo a Matthew-. Esa mujer trabaja en el hotel. Quizá deberíamos charlar un poco con ella.
– Yo no me acerco a esa barra a menos que me den una carta y que pueda pedir desde allí -declaró Matthew-. Y con la condición de que den galletitas.-De acuerdo -asintió Þóra, sonriéndole al camarero que llegaba en aquel mismo instante-. Nos apetece empezar en la barra, si no hay problema -le dijo-. Pero tenemos bastante hambre, así que preferiríamos que nos trajera ya la carta. -Entraron en el bar, que era pequeño en relación con el tamaño del local, y Þóra se sentó en un taburete alto al lado de la mujer. No había más que cuatro asientos, y Matthew se instaló junto a Þóra, justo delante de un pequeño cuenco con frutos secos.
– Hola -saludó la abogada, inclinándose para que la mujer le viera la cara-. ¿No te conozco del hotel? ¿Del de Jónas?
Saltaba a la vista que la mujer ya había bebido demasiado. Delante de ella había un vaso de lo más rococó lleno de un cóctel de venenoso color verde, y a su lado descansaban varias varillas rojas, todas coronadas por una pequeña cereza de cristal. La mujer necesitó un poco de tiempo para hacerse cargo de la pregunta, y aprovechó para controlar unos ojos que parecían nadar dentro de unas grandes órbitas pintadas. Cuando empezó a hablar, no sonaba en absoluto tan borracha como Þóra había pensado.
– Espera, ¿te conozco? -preguntó con voz considerablemente potente.
– No, no nos conocemos, pero te he visto. Me llamo Þóra y estoy haciendo un trabajito para Jónas. -Þóra extendió su mano.
El apretón de manos de la mujer fue bastante flojo.
– Ah, sí, es verdad. Ahora te recuerdo. Yo soy Stefanía, asesora sexual.
En el fondo, Þóra se quedó asombrada, pero no se atrevió a dejar traslucir ningún gesto. Estaba bastante segura de que a la mujer no le gustaría en absoluto.
– Ah, vaya. ¿Tienes mucho trabajo? -preguntó.
La mujer se encogió de hombros y bebió un sorbito de cóctel.
– A veces sí. A veces no. -Dejó el vaso y se pasó la lengua por los labios pintados de rojo-. Jónas se empeña en que todo llegará. Pero, a decir verdad, esto ha empezado de una forma demasiado tranquila.
– No me digas -dijo Þóra compasiva-. Pero, por lo demás, ¿es agradable trabajar allí? Es un lugar con un encanto muy especial.
La mujer resopló mientras hacía una mueca.
– Pues no, no es agradable. -Miró a Þóra y se esforzó por mirarla a los ojos.
– ¿Lo dices por las apariciones del fantasma? -preguntó Þóra-. ¿Te preocupa eso?
Stefanía negó enérgicamente con la cabeza.
– No, por suerte nunca estoy allí de noche. Yo no he percibido ningún fantasma, porque sólo aparecen en el turno de noche. Nunca he oído hablar de apariciones que asusten a la gente durante el día. -Se echó hacia atrás un mechón de pelo que le había caído sobre un ojo-. No, mi problema en ese bendito centro de trabajo son las mujeres. -Suspiró profundamente-. Las mujeres siempre son un fastidio. El sitio sería estupendo si sólo trabajaran hombres. -Soltó un hipo-. Y yo, claro.
– Sí, claro -dijo Þóra-. Pero ¿qué mujeres son esas que tan insoportables te resultan? No he conocido a muchas, pero sí que he charlado con Vigdís de recepción.
– Vigdís, dichosa Vigdís -murmuró Stefanía-. Es un bicho.
– Ah -exclamó Þóra extrañada-. Naturalmente, yo no la conozco, pero parece buena chica. A lo mejor me equivoco.
– Da lo mismo -dijo Stefanía irritada-. Por lo menos, a mí no me aguanta, aunque yo nunca le he hecho absolutamente nada. -Miró preocupada a Þóra y añadió-: He estado analizando el asunto y ya sé qué es lo que le pasa. -Hizo un silencio breve pero teatral-. Me tiene un miedo cerval… miedo sexual. -Miró triunfante a Þóra.
– ¿Y eso? -preguntó Þóra sin comprender-. ¿Tiene miedo a que la violes?
Stefanía se echó a reír. Su risa era ligera y sin afectación, completamente distinta a la persona misma.
– No, tonta. Como mujer, su temor primigenio va dirigido hacia las mujeres que son más atractivas que ella. -Sonrió de una forma empalagosa-. No hace falta tener rayos X en los ojos para darse cuenta de que yo soy sexualmente mucho más atractiva que ella. -Bebió un trago-. Siempre llego a la misma conclusión. Conozco a esa clase de gente como la palma de mi mano.
Matthew le dio un tironcito de la manga a Þóra.
– ¿Podríamos pedir algo? Yo ya he elegido y te recuerdo que soy capaz de asesinar cuando el hambre me acucia.
Þóra miró el vacío cuenco de las almendras.
– No importa, llama al camarero y pide tú. -Iba a darse la vuelta hacia Stefanía, pero Matthew la detuvo.
– ¿Y tú? ¿Tú, qué quieres comer? -Matthew señaló la carta, que le puso a Þóra delante de la cara, y que ella ni siquiera se dignó mirar.
– Cualquier cosa -respondió Þóra-. Pídeme algo. -Se dio la vuelta hacia Stefanía y Matthew hizo señas al camarero-. Hablando de mujeres -siguió-, ¿conocías a Birna, la arquitecta?
El gesto de Stefanía cambió como si le hubieran dado un bofetón. Se encogió y, en una fracción de segundo, Þóra notó cómo se le descomponía el rostro.
– Dios mío santísimo -dijo Stefanía, que parecía tener un nudo en la garganta-. Es espantoso.
– Desde luego -asintió Þóra-. ¿Ella no era una de esas mujeres tan fastidiosas?
– No, en absoluto. Era un cielo -afirmó Stefanía. Echó un largo trago, hasta vaciar el vaso. Después quitó la varilla con la cereza, se la metió en la boca y la chupó un momento. Luego la dejó con todo cuidado en el borde de la barra, junto a las demás-. Estoy tan afectada por todo esto, que ya no sé qué me pasa. -Miró a Þóra-. No tengo costumbre de venir por aquí los domingos por la tarde. Aunque vivo cerca.
– Comprendo -dijo Þóra, que no comprendía nada en absoluto-. Parece que tú conocías muy bien a Birna, ¿tienes alguna idea de quien habría podido albergar malos deseos hacia ella?
Stefanía levantó el vaso vacío y lo movió formando un pequeño anillo. Las pocas gotas que quedaban cayeron hasta el fondo.
– Sí, tengo una idea -dijo con tranquilidad.
– ¿Sí? -Þóra no pudo ocultar su excitación-. ¿De quién se trata?
Stefanía miró a Þóra.
– Estoy atada por un juramento de silencio. Los sexólogos somos como los médicos en ese aspecto. Y como los abogados.
Þóra procuró no echarse a reír con la comparación. Aunque tampoco resultaba tan absurda: a Bragi, su socio y copropietario del bufete, no le vendría nada mal aproximarse a las fronteras de la asesoría sexual cuando tenía entre manos uno de sus pleitos de divorcio.
– Yo soy abogada, y esa norma tiene sus excepciones. El bien general, por ejemplo.
Stefanía reflexionó un momento, pero sólo un momento.
– Si eres abogada, entonces puedo hablarte a ti del asunto, ¿verdad? Pero no son más que nombres, y no se los dirás a nadie. Aquí no se ve afectado ese bien general.
Þóra no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Había contado con una larga sesión en la barra, pendiente de que Stefanía se emborrachara lo suficiente para olvidar el juramento de silencio de los sexólogos.
– No se lo puedo decir a nadie. De eso puedes estar segura.
– Estupendo -exclamó Stefanía-. Se me puso un nudo en el estómago cuando me enteré, porque no le puedo contar nada a nadie. Ahora quizá podré sentirme mejor. -Miró a Þóra-. ¿Lo prometes?
– Lo prometo -aseguró Þóra. Cruzó los dedos en la espalda porque sería incapaz de no contárselo a Matthew-. ¿Quién le deseaba algo malo a Birna?
Stefanía había sido sincera, sin duda, al decir que se sentiría más aliviada. Cuando empezó a hablar, lo hizo tres veces más rápido de lo normal.
– Tenía una relación con un granjero casado de por aquí. Se llama Bergur y vive en Tunga. Eran de lo más desenfrenados en su relación sexual, y ella vino a pedirme consejo. Pensaba que las cosas habían llegado demasiado lejos.
– ¿Y pudiste ayudarla? -preguntó Þóra-. ¿Tal vez le recomendaste que dejara de verse con él? -La ruptura de una relación podría ser motivo suficiente para que un hombre enloquecido cometiera un crimen.
Stefanía apartó el vaso.
– No. -Se metió en la boca una uña pintada de rojo y la mordió con fuerza. Volvió a sacar la uña; en el extremo se veía una mancha blanca: había arrancado el esmalte con los dientes-. No, no lo hice. -Se quedó mirando el vaso como absorta-. Le dije que dejara las cosas seguir su curso. Que el sexo duro no hace daño alguno, por regla general.
– Oh -exclamó Þóra-. Comprendo que te sientas mal.
Stefanía asintió con un lento movimiento de la cabeza. Miró a Þóra y sus ojos dieron al mismo tiempo con Matthew. Hasta aquel momento, había estado tan ensimismada en sus propios sufrimientos que no se había fijado bien en él. Sonrió y puso un gesto que a Þóra no le hizo ninguna gracia.
– ¿Quién es ése? ¿Tu amigo? -preguntó melosa.
Þóra decidió garantizar su derecho exclusivo a él, escudándose en el idioma.
– Es extranjero. Está aquí para descansar. -Se inclinó hacia Stefanía, bajando el tono de voz-. Sida. -Luego movió la cabeza con gesto cómplice y se echó hacia atrás en su taburete.
La sexóloga abrió los ojos de par en par.
– ¡Jo! -exclamó decepcionada-. Si queréis puedo daros algunos consejos que os podrán ayudar. Hay muchas cosas divertidas que se pueden hacer en el sexo sin llegar a la penetración.
– No, gracias -dijo Þóra con una sonrisa cortés-. Te lo agradezco de todos modos. -Se volvió hacia Matthew-. Vamos. La comida estará a punto de llegar.
Stefanía le sonrió al alemán.
– Es muy importante que comas bien y no te saltes ninguna comida -le recomendó amistosa.
– Desde luego -dijo Matthew sorprendido.
Þóra agarró por el hombro a Stefanía un instante.
– Muchísimas gracias. Seguramente nos volveremos a ver más tarde, porque tengo que seguir haciendo algunas cosas más para Jónas.
Stefanía la miró con extrañeza.
– ¿No quieres saber quién es el otro?
– ¿El otro qué? -preguntó Þóra desconcertada.
– Bueno, el otro hombre que desearía perjudicar a Birna -explicó Stefanía medio disgustada.
Þóra asintió moviendo enérgicamente la cabeza:
– Sí, por supuesto.
Stefanía se inclinó para hablarle al oído. Cuando estuvo tan cerca que Þóra quedó convencida de que la había manchado de lápiz de labios, dijo en un susurro:
– Jónas.
Þóra siguió con la vista los coches de policía uno detrás del otro. Tres coches… Evidentemente, allí pasaba algo muy grave. Entraron tranquilamente en la explanada de grava delante del hotel y aparcaron uno junto al otro en una esquina. Los golpes de las puertas al cerrarse resonaron en la oscuridad cuando seis agentes de policía salieron de ellos; uno era una mujer.
– ¿Y ahora? -preguntó Þóra, mirando extrañada a Matthew-. Dijeron que no pensaban venir por aquí hasta mañana. -Luego miró silenciosa a aquella pequeña tropa, que se acercaba a paso ligero hacia la puerta principal, donde Matthew y ella estaban sentados al sol vespertino, cada uno con su vaso de vino. Ella seguía con hambre, pues Matthew se había vengado de su indiferencia ante la carta del restaurante encargándole única y exclusivamente una ensalada verde. Tampoco es que él hubiera salido mucho mejor parado, con la lasaña vegetariana que había pedido. No le había dado para nada. Repitieron pan dos veces más, pero tampoco quedaron demasiado satisfechos.
Þóra reconoció a dos de los policías. Se trataba de los que habían hablado con Jónas y se llevaron su teléfono. Recordó que el mayor se llamaba Þórólfur.
– Buenas tardes -dijo, dirigiendo a éste su saludo.
– Buenas -fue la seca respuesta.
– Tenía entendido que no volverían hasta mañana -dijo Þóra-. ¿Sucede algo malo?
Þórólfur respondió brevemente sin detenerse ni siquiera a mirarles hasta que llegó delante de su mesa.
– Todo es efímero en este mundo. -E inmediatamente desapareció con el resto del grupo en el interior del edificio.
Þóra carraspeó.
– Hay una cosa que no consigo comprender en todo esto. -Miró a Jónas, que estaba sentado, pálido, a su lado, antes de continuar-: ¿Por qué quieren hablar con mi cliente? Él no tiene caballeriza y no puedo imaginarme que haya surgido en su investigación inicial nada que pueda indicar que él tuviera parte alguna en lo que parece haber sucedido allí. -Dirigió una dura mirada a Þórólfur a los ojos-. ¿O hay algo más?
Le llegó entonces a Þórólfur el turno de carraspear, y lo hizo con ganas.
– Ahora mismo se lo explico bien claro. El cadáver encontrado cerca de aquí resultó que se trataba de una mujer que trabajaba para su cliente. En vista de que han pasado sólo muy pocos días, las cosas parecen indicar que aquí hay algo que no va como debería. Tenemos motivos para sospechar que es la misma persona la que ha intervenido en las dos ocasiones.
Jónas se inclinó hacia adelante en su silla.
– Hagan el favor de referirse a mí por mi nombre. Estoy harto de que me llamen cliente.
Þóra suspiró, pero miró a Jónas y asintió con la cabeza. Luego se dirigió de nuevo a Þórólfur.
– En todo caso, ustedes están aquí exclusivamente para preguntar a Jónas si el difunto era cliente o empleado del hotel, no porque consideren que esté relacionado de alguna otra forma con este caso, supongo.
Þórólfur abrió las manos.
– No he dicho nada de eso, pues la investigación se encuentra en una fase preliminar en estos momentos. Pero es evidente que por ahora sólo estamos intentando averiguar quién es el difunto. Lo que suceda al final no lo podemos predecir.
– Y esa caballeriza -dijo Þóra-, ¿puedo preguntar quién es el dueño?
– Pregunte lo que quiera -respondió Þórólfur molesto-. Yo le responderé si lo considero oportuno. -Hizo crujir los huesos de las manos-. Pero, por otra parte, no es ningún secreto que la cuadra en cuestión pertenece a la granja llamada Tunga.
Þóra dio un respingo, pero confió en que Þórólfur no se hubiese dado cuenta.
– ¿Esa granja está cerca de aquí? -preguntó Þóra, intentando aparentar que no sabía nada.
– Es la siguiente granja al oeste de aquí -respondió Jónas, feliz de poder decir algo.
– Comprendo -dijo Þóra-. Entonces debe de estar bastante próxima a la playa, donde apareció el cadáver de Birna, ¿no? -Dirigió su pregunta a Þórólfur. Al ver que éste no respondía, prosiguió-: ¿No deberían estar en la granja hablando con sus propietarios, en vez de haber venido aquí? -Resolvió esperar antes de contarle a la policía la relación entre el granjero y Birna, hasta que ella misma hubiera hablado con él. Tomó la determinación de reunirse con Bergur inmediatamente, a la mañana siguiente, antes de que la relación hubiera salido a la superficie. En cuanto esto sucediera, no estaría nada claro que fuera a tener la más mínima oportunidad de hablar con él.
– Vayamos al tema -dijo Þórólfur irritado, volviéndose hacia Jónas-. Supongo que usted conoce la cuadra en cuestión, ¿no?
– Sí, desde luego -respondió Jónas-. Sé perfectamente dónde está y he entrado en ella.
– ¿Entiende usted de caballos? -preguntó Þórólfur.
– No, en absoluto -respondió Jónas-. Sólo soy algo aficionado. Pero tengo intención de meterme en ello más a fondo en el futuro. Ahora tengo más que suficiente con la construcción del complejo.
– ¿Y qué fue a hacer a la caballeriza? -preguntó Þórólfur.
– Rósa tuvo la amabilidad de enseñarme los caballos -dijo Jónas, que se apresuró a añadir-: Rósa es la dueña de la granja, la esposa de Bergur. Habíamos estado hablando algo de caballos las pocas veces que nos habíamos visto, y dijo que quería enseñarme un joven semental que tenían. Eso fue hace bastante tiempo, medio año o más.
– ¿Se acuerda del nombre del caballo en cuestión? -preguntó Þórólfur.
– Sí -dijo Jónas-. Recuerdo que se llamaba Hielo. -Sonrió-. Pero más bien habría debido llamarse Fuego, porque nunca he visto un caballo con un genio tan vivo.
Þórúlfur se tomó su tiempo antes de hacer la siguiente pregunta, y aprovechó para contrastar algo que había escrito en el cuaderno que tenía delante. Þóra se empezó a intranquilizar. En aquellas preguntas sobre el caballo había alguna cosa que apuntaba a que, en el fondo de todo, se ocultaba algo más que una simple búsqueda de información. Pero decidió no dejarse alterar, y esperar a ver el curso que tomaban los acontecimientos. Þórólfur apartó finalmente los ojos de su cuaderno de notas y los clavó en Jónas.
– En otras palabras, usted afirma que hace aproximadamente seis meses, en la caballeriza en cuestión, había un caballo bastante temperamental o difícil. ¿Me equivoco?
– Eso es -asintió Jónas, enarcando las cejas-. ¿Por qué lo pregunta?
– Por nada especial -dijo Þórólfur, anotando algo-. ¿Y zorros? -preguntó-. ¿Puede decirme algo sobre la presencia de zorros en la comarca?
Jónas miró a Þórólfur y luego a Þóra, con cara de extrañeza.
– ¿Tengo que contestar a eso? -preguntó desconcertado. Þóra asintió. Estaba deseosa de ver adonde iba a parar todo aquello. Jónas se volvió de nuevo hacia Þórólfur-. No comprendo la pregunta, en absoluto. ¿Quiere saber algo en general sobre los zorros, o si yo tengo un zorro?
– Bueno -dijo Þórólfur-, sería estupendo, por ejemplo, saber si hay zorros por aquí cerca, o si usted tiene zorros, también estaría bien que me lo dijera.
Jónas se echó hacia atrás en su silla y frunció el entrecejo.
– No tengo ningún zorro. ¿Por qué iba a tener zorros? Ésta no es una granja de animales de peletería. -Se dirigió a Þóra, que se encogió de hombros y le hizo una seña de que continuara respondiendo. Jónas aceptó, aunque muy a desgana-. Pero por aquí sí que hay zorros. Lo sé porque saquean los nidos de eider y los granjeros están siempre quejándose. A decir verdad, es lo único que sé sobre esos animales. -Jónas calló y reflexionó un momento antes de continuar-. Bueno, aparte de que eran los únicos mamíferos que vivían en Islandia cuando la colonización.
Þórólfur sonrió con frialdad.
– No le he pedido una lección de ciencias naturales. -Se pasó la mano derecha por el pelo-. Dígame otra cosa, ¿las letras R-E-R tienen algún significado para usted?
Jónas sacudió la cabeza.
– No. Me temo que no. -Miró a Þóra-. ¿Qué significan?
– Ni idea -respondió ella, mirando a Þórólfur-. ¿Qué significado tiene?
– No importa -dijo sin añadir nada más-. ¿Tienen ustedes sala de costura en el hotel? -preguntó luego.
– No -contestó Jónas-. ¿Tiene algún botón suelto o algo descosido? -preguntó un momento después, aparentemente con total sinceridad.
Þórólfur no respondió, sino que continuó con sus preguntas.
– ¿Practican aquí la acupuntura?
– Yo personalmente, no, pero, en alguna ocasión, hemos hablado de traer temporalmente algún especialista en esa materia -respondió Jónas con extrañeza-. Con esa antiquísima forma de terapia se pueden conseguir resultados increíbles en algunas afecciones. Sé de un hombre que había estado fumando un paquete de Camel sin filtro al día durante treinta años… -No consiguió terminar.
– No sé si se habrá dado cuenta de que ésta no es una simple charla amistosa -le interrumpió Þórólfur enfadado-. Yo pregunto y usted responde. Preferiblemente sí y no, siempre que sea posible. -Se frotó un hombro mientras hablaba, y Þóra rogó a Dios que Jónas no fuera a ofrecerle un masaje con piedras-. La pregunta es ésta: ¿Existe aquí sala de costura, hay agujas de acupuntura o se ofrece algún servicio que precise la utilización de agujas o alfileres?
Jónas pensó un momento y luego contestó, de acuerdo con las instrucciones de Þórólfur:
– Sí -dijo, y luego calló.
Þórólfur suspiró.
– ¿Sí, qué? ¿De qué servicios se trata?
Þóra le hizo una señal a Jónas para que respondiera.
– En todas las habitaciones hay unos pequeños costureros del tamaño de una caja de cerillas. Están para los huéspedes que necesiten hacer algún arreglo en sus ropas. Puedo ir a buscar uno, si quiere. Contienen unos rollitos de hilo de colores, una aguja, dos o tres botones y un imperdible, si no recuerdo mal. Es lo único que hay.
– ¿Alfileres, no?
– No -negó Jónas, sacudiendo la cabeza-. Creo, casi con total seguridad, que no.
– Me gustaría ver uno antes de irme -solicitó Þórólfur-. Y ver dónde los almacena. -Hizo una breve pausa y miró fijamente a Jónas a los ojos-. Una última cosa, para terminar. Me han informado de que alguien ha entrado en la habitación de Birna.
– ¿Cómo? -exclamó Jónas asombrado-. No tenía ni idea. ¿De dónde ha sacado esa información?
– Eso no le afecta a usted. Lo que sí le afecta es la pregunta de si sabe quién lo hizo o cuándo sucedió.
– No sé nada de nada. No he entrado allí desde que ustedes hicieron cerrar con llave la habitación el viernes por la noche y prohibieron que nadie entrara. Puedo responderle que yo no fui. -Jónas hablaba deprisa-. No se me ha perdido nada allí.
– Eso lo dice usted -repuso Þórólfur, apartando la mirada de Jónas y dirigiéndola a su cuaderno de notas-. Alguien pensó que tenía motivo para entrar allí. Eso está claro. Si no fue usted… ¿quién, entonces? -Volvió a mirar a Jónas.
– Bueno, no lo sé. El asesino, o alguien -respondió Jónas con torpeza.
– ¿Hemos acabado ya? -intervino Þóra-. Dijo que una última cosa para acabar, y Jónas ya ha respondido. ¿Podemos irnos ya?
Þórólfur agitó la mano.
– Por favor. Pero seguramente tendré que volver a hablar con usted mañana -le dijo a Jónas-. No se marche.
Jónas abrió mucho los ojos, desconcertado, así que fue Þóra la que habló en su lugar:
– No, no. Claro que no. Pero le recuerdo que deseo estar presente en todos los interrogatorios de Jónas, y confío en que eso no planteará problema alguno.
– No, no -dijo Þórólfur-. ¿Por qué iba a resultar un problema?
Þóra y Jónas salieron del despacho que Jónas les había prestado a los agentes de policía. Si se podía llamar despacho. Era un almacén de material de limpieza, en donde había también un escritorio para el que no habían encontrado hueco en ningún otro sitio. Habían traído unas sillas y las habían colocado lo mejor que permitía el escaso espacio disponible, pero el resultado no era nada convencional, en ningún sentido de la palabra. Cuando habían comenzado, a Þóra le llamó la atención lo poco amenazadora que resultaba la habitación, y se preguntó si le serviría a la policía para sus primeros interrogatorios. Después de llevar allí un ratito, se dio cuenta de que el olor a desinfectante era tan insoportable que compensaba por completo el aspecto inocente de la habitación. Al salir se sintió total y absolutamente encantada. Y pensativa. ¿Zorros? ¿Alfileres? ¿R-E-R?
Jónas tomaba su coñac a grandes sorbos, contraviniendo todas las reglas de la moderación. Había invitado a Þóra y a Matthew a ir a su apartamento cuando ella le dijo que tenía que hablar con él, después del interrogatorio. El apartamento, que era bastante pequeño pero acogedor, formaba parte del edificio del hotel. La vista hacia el oeste, en dirección al glaciar, era espléndida desde el lugar en donde estaba sentada Þóra, al lado de Matthew, en un mullido sofá de cuero, con un vaso de agua en la mano.
– ¿Sabes algo más de lo que le dijiste a la policía? -preguntó Þóra-. Por ejemplo, ¿qué era eso del zorro y las agujas? ¿Y las letras?
– No tengo ni la más remota idea. Puedo jurarlo -aseguró Jónas-. No sé nada en absoluto sobre ese hombre y mucho menos sobre zorros, alfileres o letras. Flipaba. Pensé que se trataba de una trampa.
– No, no lo creo -dijo Þóra-. Pero sí que resultó todo un tanto raro, de eso no hay duda. -Esperó mientras Jónas apuraba su vaso y alargaba una mano hacia la botella para servirse un poco más-. Dime una cosa, Jónas. -Éste la miró-. ¿Sabes que Birna tenía una relación con un campesino de por aquí cerca? ¿Un campesino casado?
Jónas se ruborizó.
– Sí, lo sospechaba -dijo con un gesto extraño.
– Y te habrás dado cuenta, supongo, de que se trata del granjero de la caballeriza de la que estuvo hablando la policía -señaló Þóra.
– Sí, me he dado cuenta -afirmó Jónas-. Pero no quise decir nada.
– ¿Por qué no? -preguntó Þóra.
– Bueno, no sé -respondió Jónas, que bebió un largo trago.
– ¿Es quizá porque tú también tuviste una relación con ella y no querías arriesgarte a verte más involucrado en el asunto?
– Tal vez -respondió Jónas, con un rencor en la voz que recordaba totalmente al de un chaval.
– ¿Por qué no me contaste que habíais estado juntos? -preguntó Þóra enfadada.
– No fue nada, nada en absoluto -respondió Jónas-. En todo caso, no fue motivo suficiente para querer hacerle daño.
– ¿Así que rompisteis la relación por las buenas? -preguntó Þóra. Miró de reojo a Matthew, que en aquel momento bostezaba. Þóra estaba llevando la conversación en islandés para que las reacciones de Jónas fueran lo más naturales posible. De modo que Matthew estaba allí sentado como un inútil, contemplando el glaciar. Þóra estaba asombrada de la calma con que se lo estaba tomando, su ex marido habría estado dándole codazos todo el rato para dejarle bien claro que ya estaba harto.
– Pues sí -contestó Jónas. Tenía los ojos un poco vidriosos, pero Þóra no sabía si era por el cansancio, pues ya era medianoche, o por el alcohol-. Desde luego, yo habría preferido que siguiéramos juntos, pero ella prefirió buscar nuevos aires. Dijo que era demasiado viejo para ella.
– Suena como si no te hubiera resultado demasiado agradable -observó Þóra-. ¿Se fue de tus brazos a los de Bergur?
– Sí -afirmó Jónas cariacontecido-, realmente se puede describir así.
– Me parece que todo eso no te gustó ni pizca -dijo Þóra-. Quizá no tenga derecho a mencionarlo, pero me resulta extraño que quisieras que ella siguiera trabajando aquí después de eso. Da igual que os hubierais separado por las buenas o por las malas.
– Fue por las buenas. No miento -replicó Jónas-. ¿Qué podía hacer? Ella ya no me quería, ¿y qué? Así es la vida a veces. Era una buena arquitecta y comprendía mis ideas sobre el resto de las construcciones del complejo. Soy suficientemente maduro como para saber separar negocios y vida privada.
– Suerte que tienes -dijo Þóra-. Esperemos que no aparezca ninguna versión distinta en los interrogatorios de los demás testigos. -Miró a Jónas-. Eso no te favorecería mucho.
– ¿Por qué? -preguntó Jónas extrañado-. ¿Es que no puedo ser amigo de una mujer?
– Claro que sí -dijo Þóra molesta-. Sabes perfectamente a lo que me refiero. Y luego está lo otro. ¿Quién es el hombre de la cuadra? A lo mejor es el tal Bergur. ¿Y entonces?
Jónas palideció.
– Bueno, no sé.
Þóra se dio una palmada en el muslo y se dispuso a ponerse en pie.
– Yo no me habría puesto a escribir cosas en las paredes. No dijeron nada que indicara si se trata de un accidente o de algo peor.
Jónas la miró.
– ¿Tú crees que la policía se pondría a hacerme preguntas sobre zorros y letras si un caballerizo se hubiera caído en el granero? No, detrás de todo eso hay algo más.
Matthew había pasado el brazo por el hombro de Þóra mientras miraban el ir y venir de las olas en la orilla del mar. Ella le había pedido que fueran a dar un paseo antes de acostarse, pues seguía con el olor de los productos de limpieza inundándole la nariz, anunciando una jaqueca si no un ataque de nervios. Cerró los ojos y estaba a punto de decir algo bonito cuando sonó su móvil.
– Todo parece indicar que el hotel es el único lugar de la zona que carece de cobertura -dijo Matthew suspirando.
Þóra se apresuró a responder.
– Hola, Þóra, perdona por llamarte tan tarde -dijo una voz femenina-. Soy Dísa, tu vecina.
– Ya, hola -dijo Þóra extrañada. ¿Se le habría incendiado la casa?
– Intenté localizarte antes, pero probablemente tenías el móvil apagado -dijo Dísa para disculparse.
– No, estoy en Snæfellsnes y la cobertura es infame por aquí -explicó Þóra, confiando en que la mujer fuera por fin al grano-. Viene y va todo el rato.
– Sí, sabía que estabas en el campo. Por eso te llamo. Es que he visto que alguien se llevaba tu todoterreno con la caravana a remolque, hacia las once. Me pareció de lo más extraño. ¿Se lo has prestado a alguien?
– No -dijo Þóra irritada-. Oye, Dísa, muchas gracias. Voy a comprobar si alguien se lo ha llevado prestado. Si no, tendré que llamar a la policía. Gracias otra vez.
Colgó y vio que tenía seis mensajes esperándola. Abrió el más reciente. Decía: llámame enseguida – Gylfi se ha largado llevándose a Soley.
Þóra dejó escapar un profundísimo suspiro. Miró a Matthew y dijo con voz fúnebre:
– Nunca tengas hijos. Conténtate con la niña africana.