El zorro se deslizaba en silencio a través de la noche en busca de alimento, traicionando su presencia con el destello ocasional de su cola terminada en un mechón blanco. El olor de un tejón hizo que su hocico temblara y evitó la zona del sendero donde habían marcado el territorio. Criatura tímida y nerviosa, era lo suficientemente listo como para no cruzarse en el camino de un luchador voraz con potentes mandíbulas y dientes venenosos.
No sentía ese miedo ante el olor de tabaco ardiendo. Eso era señal de pan y leche para él y trocitos de pollo para la hembra y sus crías, un botín más fácil que pasarse toda la noche en la incansable caza de campañoles y ratones campestres. Siempre suspicaz, permaneció inmóvil durante varios minutos vigilando y prestando atención a cualquier movimiento extraño. No hubo ninguno. Quien fumaba era tan silencioso y tranquilo como él. Por fin, respondiendo confiadamente al estímulo pavloviano, se arrastró hacia el olor familiar, sin caer en la cuenta de que un cigarrillo liado era algo bien diferente a la pipa a la que estaba acostumbrado.
La trampa ilegal, un artefacto mutilante con dientes metálicos, se cerró de un salto sobre su delicada pata delantera con la fuerza de la mordida de un tejón grande, destrozando la carne y quebrando el hueso. Aulló de rabia y dolor, lanzando dentelladas a la noche desierta en busca de su contrincante imaginario. A pesar de toda la astucia que se le suponía, no había sido todo lo listo que debiera para reconocer que la figura inmóvil junto al árbol no guardaba ningún parecido con el paciente anciano que lo alimentaba de manera habitual.
La espesura estalló en sonidos como respuesta a su terror. Los pájaros aletearon en sus ramas, los roedores nocturnos corrieron raudos a sus escondites. Otro zorro, quizá su hembra, aulló alarmado al otro lado del campo. Cuando la figura se volvió hacia él sacando un martillo del bolsillo de su chaqueta, las franjas afeitadas en la cabellera pudieron sugerirle que se trataba de un enemigo mayor y más fuerte que aquellos a los que un zorro podía enfrentarse, porque la bestia dejó de chillar y se dejó caer sobre el vientre, sollozando con humildad. Pero no hubo clemencia al aplastarle deliberadamente su morrito puntiagudo antes de abrir la trampa a la fuerza, y aún vivía cuando su cola fue separada del cuerpo con una navaja afilada.
Su verdugo escupió el cigarrillo y lo aplastó con el tacón antes de esconder la cola en su bolsillo y agarrar a la bestezuela por la nuca. El hombre se deslizó entre los árboles de la misma manera que lo hiciera antes el zorro, y se detuvo en la linde del bosque disolviéndose en la sombra de un roble. A unos quince metros de distancia, al otro lado del canal que servía de lindero, el anciano estaba de pie en la terraza y miraba hacia la línea de árboles con una escopeta levantada a la altura del hombro que apuntaba hacia su invisible vigilante. El resplandor que se filtraba por los ventanales abiertos mostró su rostro, sombrío por la ira. Conocía el grito del animal herido, sabía que su abrupto cese significaba que le habían aplastado el hocico. Seguro que lo habían hecho. No era la primera vez que le tiraban un cadáver destrozado a los pies.
No llegó a ver el recorrido del brazo, vestido de negro y con guante negro, que dirigió el zorro moribundo hacia él, pero percibió los destellos blancos cuando las pequeñas zarpas se agitaron a la luz. Con furia homicida, apuntó por debajo de los destellos y disparó los dos cañones.
Dorset Echo; sábado, 25 de agosto de 2001
INVASION DE NÓMADAS
Las onduladas tierras bajas del camino rural de Dorset se han convertido en la sede del mayor parque de caravanas en la historia del condado. La policía estima que unas 200 casas móviles y más de 500 gitanos y nómadas se han reunido en el bello escenario de Barton Edge para participar en un festival musical durante el Bank Holiday1 de agosto.
Desde las ventanas del autocar psicodélico de Bella Preston se despliega en todo su esplendor la línea costera jurásica de Dorset, que pronto será proclamada Patrimonio de la Humanidad. A la izquierda, los majestuosos riscos de la bahía de Ringstead; a la derecha, las impresionantes rocas de Portland Bill, y al frente el azul esplendoroso del canal de la Mancha.
«Éste es el mejor paisaje de toda Inglaterra -dice Bella, de treinta y cinco años de edad, mientras abraza a sus tres hijas-. A las niñas les encanta. Siempre que podemos veraneamos aquí.» Bella, una madre soltera de Essex que se describe a sí misma como una «trabajadora social», fue una de las primeras en llegar. «La propuesta de llevar a cabo el festival se hizo cuando estábamos en Stonehenge, celebrando el solsticio de junio. La noticia se difundió con rapidez, pero no esperábamos a tanta gente.»
La policía de Dorset se puso en alerta cuando un número inusual de vehículos de nómadas llegaron al condado ayer por la mañana. Se colocaron barreras en las carreteras que llevan a Barton Edge con la intención de detener la invasión. El resultado fue una serie de atascos, algunos de más de ocho kilómetros, que irritaron a los habitantes locales y a los turistas habituales que quedaron atrapados en ellos. Como los vehículos de los nómadas no podían girar en el pequeño espacio disponible en las estrechas carreteras de Dorset, se tomó la decisión de permitir la celebración del festival.
El granjero Will Harris, de cincuenta y ocho años, cuyas tierras han sido ocupadas por el campamento ilegal, se siente muy molesto por la impotencia de la policía y las autoridades locales. «Me han dicho que me arrestarán si provoco a esa gente -dijo muy enojado-. Me están destruyendo los cercados y las cosechas, pero si me quejo y alguien resulta herido, entonces la culpa es mía. ¿Es eso justicia?»
Sally Macey, de cuarenta y ocho años, funcionaría de la administración local e intermediaria con los nómadas, dijo anoche que a éstos se les ha entregado la orden oficial de desalojo. Estuvo de acuerdo en que la entrega de esas órdenes no servía de nada. «La duración habitual de la estancia de los nómadas es de siete días -dijo-. Por lo general se marchan antes de que la orden pueda aplicarse. Mientras tanto, les pedimos que eviten tener un comportamiento intimidatorio y que se aseguren de depositar sus desechos en los lugares previamente acordados.»
Pero esto no satisface al señor Harris, quien nos mostró las bolsas de basura tiradas a la entrada de su granja. «Eso estará mañana desparramado por todas partes cuando los zorros comiencen a destrozar las bolsas. ¿Quién va a pagar la limpieza? Un granjero en Devon tuvo que gastarse diez mil libras para limpiar sus tierras después de que se instalara en ellas un campamento la mitad de numeroso que éste.»
Bella Preston se mostró comprensiva. «Si yo viviera aquí tampoco me gustaría. La última vez que celebramos un festival de esta magnitud vinieron dos mil jóvenes de los pueblos cercanos para participar. Estoy segura de que volverá a ocurrir. El espectáculo dura toda la noche y el volumen de la música es ensordecedor.»
Un portavoz de la policía coincidió con su apreciación. «Estamos advirtiendo a los habitantes locales que las molestias provocadas por el raido durarán todo el fin de semana. Por desgracia, es muy poco lo que podemos hacer en este tipo de situaciones. Nuestra prioridad es evitar confrontaciones innecesarias.» Confirmó que era probable la llegada de grupos de jóvenes desde Bournemouth y Weymouth. «Un festival musical gratuito al aire libre es algo muy atractivo; la policía estará allí, pero esperemos que todo transcurra de manera pacífica.»
El señor Harris es menos optimista. «Si no es así, mi granja quedará en medio de una zona de guerra -dijo-. En Dorset no hay suficientes agentes de policía para expulsar a toda esa gente. Tendrán que traer al ejército.»
Bank Holiday [1]
Wolfie, de diez años, hizo acopio de todo su coraje para enfrentarse a su padre. Su madre había visto que otros se marchaban y tenía miedo de atraer una atención indeseada.
– Si nos quedamos demasiado tiempo -dijo al niño, abrazándolo por los hombros con sus brazos flacos y pegando su mejilla a la de él-, los metomentodo vendrán a ver si te han hecho daño, y cuando encuentren los moretones te apartarán de mi lado.
Años atrás, le habían quitado la custodia de su primogénito, y había inculcado en los dos hijos menores un terror cerval a la policía y los agentes sociales. En comparación, los moretones eran un mal menor.
Wolfie trepó al parachoques delantero de la caravana y miró a través del parabrisas. Si Fox dormía, él no entraría por nada del mundo. El hombre se enfurecía cuando lo despertaban. En una ocasión en que Wolfie le había tocado el hombro sin querer, le había hecho un corte en la mano con la afilada navaja que escondía bajo la almohada. La mayor parte del tiempo él y el Cachorro, su hermano pequeño, permanecían sentados debajo de la caravana mientras su padre dormía y su madre lloraba. Aun cuando hacía frío y llovía, ninguno de los dos se atrevía a entrar hasta que Fox no salía.
Wolfie pensó que Fox [2] era un nombre adecuado para su padre. Cazaba de noche, protegido por la oscuridad, deslizándose sin ser visto de una sombra a otra. A veces, la madre mandaba a Wolfie a buscar a Fox, para saber qué estaba haciendo, pero el niño tenía demasiado miedo a la navaja y no se atrevía a alejarse mucho. Había visto a Fox utilizarla con animales, había escuchado el balido trémulo de un venado mientras el hombre le seccionaba lentamente la garganta, y el gemido gorgoteante de un conejo. Fox nunca mataba con celeridad. Wolfie no sabía por qué, pero el instinto le decía que Fox disfrutaba con el miedo.
El instinto le decía muchísimas cosas sobre su padre, pero él lo mantenía todo a buen recaudo dentro de su cabeza junto con extraños recuerdos vagos de otros hombres y otras épocas en las que Fox no había estado. Ninguno de ellos tenía la suficiente consistencia para persuadirlo de que eran verdaderos. Para Wolfie, la verdad era la horripilante realidad de Fox y los dolorosos retortijones de hambre permanente que sólo se calmaban durante el sueño. No importa cuáles fueran los pensamientos que pudiera tener en su cabeza, él había aprendido a mantener la lengua quieta. Si rompías alguna de las reglas de Fox probabas la navaja, y la regla más rígida de todas era «nunca hables a nadie sobre la familia».
Su padre no estaba en la cama, por lo que Wolfie, con el corazón latiéndole salvajemente, hizo acopio de fuerzas y subió al autocar por la puerta de delante, que estaba abierta. A lo largo del tiempo había aprendido que la mejor manera de aproximarse a aquel hombre era actuando como un igual -«nunca muestres cuánto miedo tienes», le decía siempre su madre-, por lo que asumió una postura propia de John Wayne y avanzó a paso lento por lo que alguna vez fuera el pasillo entre las filas de asientos. Podía oír cómo salpicaba el agua y supuso que su padre estaba tras la cortina que proporcionaba cierta intimidad al área de aseo.
– Hey, Fox, socio, ¿qué estás haciendo? -dijo, de pie al otro lado de la cortina.
El sonido del agua cesó de inmediato.
– ¿Por qué lo preguntas?
– No tiene impotancia.
La cortina se desplazó a un lado, mostrando a su padre desnudo de cintura para arriba. Las gotas de agua se deslizaban por los velludos brazos que acababa de sacar de la vieja palangana de hojalata, que hacía las veces de bañera y lavabo.
– ¡Importancia! -dijo, con brusquedad-. No tiene importancia. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
El niño retrocedió pero se mantuvo en su sitio. La mayor parte de su confusión con respecto a la vida provenía de la ilógica disparidad entre el comportamiento de su padre y su manera de hablar. Para el oído de Wolfie, Fox hablaba como un actor que sabía cosas que los demás desconocían, pero la ira que lo movía era algo que el niño nunca había visto en el cine. Excepto, quizá, en Cómodo en Gladiator, o el sacerdote de los ojos húmedos en Indiana Jones y el templo maldito, que le arrancaba el corazón a la gente. En los sueños de Wolfie, Fox siempre era uno o el otro, y por esa razón su apellido era Evil [3].
– No tiene importancia -repetía con solemnidad.
Fox echó mano a su navaja.
– Entonces, ¿por qué preguntas qué estoy haciendo si no te interesa la respuesta?
– Es sólo una manera de decir hola. Como en el cine. Hey, socio, ¿qué pasa, qué haces? -Levantó la mano para que se reflejara en el espejo junto al hombro de Fox, mostrando la palma y los dedos separados-. Entonces, se chocan los cinco.
– Ves demasiadas películas de mierda. Comienzas a hablar como un yanqui. ¿Dónde las ves?
Wolfie eligió la explicación menos alarmante.
– Ese chico del que el Cachorro y yo nos hicimos amigos, en el último sitio. Vivía en una casa… Nos dejaba ver el vídeo de su madre cuando ella estaba en el trabajo.
Aquello era verdad… hasta cierto punto. El niño los llevó a su casa hasta que la madre se enteró y los echó de allí. La mayor parte del tiempo, Wolfie hurtaba dinero de la caja de hojalata escondida bajo la cama de sus padres cuando Fox salía, y lo usaba para comprar entradas de cine cuando se hallaban cerca de una ciudad. Wolfie no sabía de dónde salía ese dinero o por qué había tanto, pero Fox nunca pareció notar que faltaba algo.
Fox soltó un gruñido de desaprobación mientras usaba la punta de la navaja para rascarse las zonas afeitadas de su tupida cabellera.
– ¿Qué hacía entonces la perra? ¿También iba allí?
Wolfie estaba acostumbrado a que llamaran «perra» a su madre. A veces, también él la llamaba así.
– Eso fue cuando ella estaba enferma.
Nunca había entendido por qué su padre no se cortaba con la navaja. No era natural pasarse una punta afilada por el cuero cabelludo sin hacerse sangre ni una sola vez. Ni siquiera usaba jabón para facilitar la tarea. A veces, Wolfie se preguntaba por qué Fox no se limitaba a afeitarse la cabeza en lugar de convertir las zonas del cuero cabelludo donde había perdido el pelo en senderos irregulares y dejar que los mechones traseros y laterales colgaran hasta llegar por debajo de sus hombros, en trenzas que se hacían más y más irregulares a medida que se le caía el pelo. Pensaba que a Fox le preocupaba quedarse calvo, aunque no podía asegurarlo. Los tipos duros de las películas muchas veces se afeitaban la cabeza. Bruce Willis lo hacía.
Se tropezó con los ojos de Fox en el espejo.
– ¿Qué miras? -gruñó el hombre-. ¿Qué es lo que quieres?
– Si sigues así vas a quedarte calvo como una bola de billar -dijo el niño, señalando las hebras de pelo negro que flotaban sobre la superficie del agua-. Deberías ir al médico. No es normal que se te caiga el pelo cada vez que sacudes la cabeza.
– ¿Y tú, cómo lo sabes? Quizás esté en mis genes. Quizá te pase a ti.
Wolfie contempló su propio reflejo rubio.
– De eso, nada -dijo, envalentonado por la disposición del hombre a hablar-. No parezco un indio como tú. Supongo que soy como mamá, y ella no va a quedarse calva.
No debió haber dicho eso. Se dio cuenta de que había sido un error en el preciso instante en que las palabras brotaron de sus labios y vio cómo se entrecerraban los ojos de su padre.
Intentó escapar, pero Fox dejó caer una manaza alrededor de su cuello y le acarició con la navaja la suave piel bajo el mentón.
– ¿Quién es tu padre?
– Tú es -gimió el niño, con lágrimas que hacían brillar sus ojos-. Tú es, Fox.
– ¡Por Dios! -Echó al niño a un lado-. No puedes recordar ni una puñetera cosa, ¿no es verdad? Eres… tú eres… ¿Cómo se llama eso que no sabes, Wolfie? Dime cómo se llama -inquirió, mientras seguía rascándose el cuero cabelludo.
– ¿Gra-gramática?
– Conjugación, pedazo de mierda ignorante. Se trata de un verbo.
El niño dio un paso atrás, haciendo gestos defensivos con las manos.
– No es para que te pongas así, Fox -dijo, desesperado por demostrar que no era tan estúpido como su padre lo consideraba-. Mamá y yo estuvimos averiguando sobre esa cosa del pelo en la red la última vez que fuimos a la biblioteca. Creo que se llama -había intentado memorizar la palabra-, ah-lo-pe-sa. Hay mucha información… y cosas que puedes hacer.
Los ojos del hombre volvieron a entrecerrarse.
– Alopecia, idiota. Es una palabra griega que quiere decir sarna del zorro. Eres tan puñeteramente ignorante. ¿Acaso la perra no te enseña nada? ¿Por qué crees tú que me llaman Fox Evil [4]?
Wolfie tenía algunas ideas propias. En su mente infantil, Fox denotaba astucia y Evil crueldad. Era un nombre que le venía de perlas a aquel hombre. Los ojos se le llenaron otra vez de lágrimas.
– Sólo intentaba ayudar. Hay muchos tíos que se están quedando calvos. No tiene mucha importancia. La mayor parte de las veces -decidió apostar por el sonido que acababa de oír-, la aipesia desaparece y el pelo vuelve a crecer. Quizá sea eso lo que te pase. No querrás ponerte nervioso, dicen que el pelo también se cae por las preocupaciones.
– ¿Y las otras veces?
El niño se agarró al respaldo de una silla porque le temblaban las rodillas de miedo. No había querido llegar tan lejos, con palabras que no podía pronunciar e ideas que cabreaban a Fox.
– Decían algo sobre el cáncer -respiró profundamente-, la dibete y la artrite, que también podían causar eso. -Se apresuró a seguir hablando antes de que su padre volviera a molestarse-. Mamá y yo creemos que debes ver a un médico, porque si estás enfermo no vas a mejorar por creer que no lo estás. No es difícil ir a una consulta. La ley dice que los nómadas tienen los mismos derechos a que los atiendan que los demás.
– ¿Te dijo la perra que yo estaba enfermo?
La alarma de Wolfie se reflejó en su rostro.
– N-n-no. Ella nunca habla de ti.
Fox clavó la navaja en la madera del mueble de baño.
– Estás mintiendo -dijo con una mueca mientras se volvía-. Dime qué te dijo o te sacaré las puñeteras tripas.
«Tu padre está mal de la cabeza… Tu padre es malo…»
– Nada -logró decir Wolfie-. Ella nunca dice nada.
Fox examinó los ojos aterrorizados de su hijo.
– Es mejor que me digas la verdad, Wolfie, o encontrarás las tripas de tu madre esparcidas por el suelo. Inténtalo de nuevo. ¿Qué dijo ella de mí?
Los nervios del niño no aguantaron más y echó a correr hacia la salida trasera, se metió debajo del autocar y escondió el rostro entre las manos. No podía hacer nada bien. Su padre mataría a su madre, y los metomentodo descubrirían sus moretones. De saber cómo hacerlo le habría implorado a Dios, pero Dios era un ente nebuloso al que no comprendía. Una vez su madre había dicho que si Dios fuera una mujer, ella los ayudaría. En otra ocasión dijo que Dios era un policía: si sigues las reglas, es bueno, pero si no, te manda al infierno.
La única verdad absoluta que Wolfie comprendía era que no había forma de huir de su miserable vida.
Fox fascinaba a Bella Preston de una manera que pocos hombres lo habían logrado. Era mayor de lo que aparentaba, pensó ella, asumiendo que tenía más de cuarenta años y un rostro particularmente inexpresivo que indicaba un control absoluto de sus emociones. Hablaba poco, prefería envolverse en un manto de silencio, pero cuando lo hacía su habla delataba su clase y su educación.
No se trataba de que fuera algo inaudito que un pijo se echara al camino, eso había ocurrido a lo largo de los siglos cada vez que una buena familia expulsaba de una patada a una oveja negra, pero ella había esperado que Fox tuviera algún hábito caro. Los adictos al crack eran las ovejas negras del siglo xxi, y daba lo mismo en qué clase social hubieran nacido. Pero ese tipo ni siquiera fumaba porros y eso era muy extraño.
Una mujer menos segura de sí misma se hubiera podido preguntar por qué Fox seguía escogiéndola como centro de su atención. Grande y gorda, con una espesa cabellera teñida con agua oxigenada, Bella no era la opción más adecuada para aquel hombre delgado, carismático, de ojos pálidos y caminitos afeitados en el cuero cabelludo. Él nunca respondía a ninguna pregunta. Quién era, de dónde venía y por qué nadie lo había visto en el circuito antes: aquello no le interesaba a nadie, sólo a él. Bella, que había sido testigo de sus reacciones, aceptaba que tenía todo el derecho a mantener oculto su pasado -¿acaso ellos no tenían secretos?- y le permitía frecuentar su autocar con la misma libertad que al resto de la gente.
Bella no había recorrido el país con tres hijas pequeñas y un marido adicto a la heroína, ahora muerto, sin aprender a mantener los ojos abiertos. Sabía que en la caravana de Fox había una mujer y dos niños pero él nunca lo reconocía. Parecían gente abandonada, tirada al camino y recogida en un momento de debilidad compasiva. Bella había visto a los dos niños esconderse tras las faldas de su madre cada vez que Fox se les acercaba. Eso le decía algo con respecto al hombre: no importa cuan atractivo pudiera ser para los extraños -y lo era en sumo grado-: Bella se hubiera jugado sus últimos peniques a que mostraba un carácter diferente tras las puertas de su casa.
Eso no la sorprendía. ¿Qué hombre no se sentiría hastiado de una zombi drogada y sus cachorros bastardos? Pero sí le preocupaba. Los niños eran pequeños clones tímidos de su madre, rubios y de ojos azules, que se sentaban en el fango bajo el autocar de Fox y la contemplaban vagabundear sin sentido, de vehículo en vehículo, con la mano extendida en busca de cualquier cosa que la hiciera dormir. Bella se preguntaba con cuánta frecuencia les daría aquellas pildoras a sus hijos para que se quedaran quietos. Con frecuencia, sospechaba. El letargo de los niños no era normal.
Por supuesto, sentía lástima de ellos. Se consideraba una «trabajadora social», porque ella y sus hijas atraían a personas abandonadas cada vez que acampaban. Su televisor de baterías tenía algo que ver con ello, así como el carácter generoso de Bella, que la convertía en una persona con la que uno podía sentirse cómodo. Pero cuando ella mandó a sus hijas para que se hicieran amigas de los dos chicos, éstos se deslizaron bajo el autocar de Fox y huyeron.
Ella hizo un intento de entablar conversación con la mujer, ofreciéndole compartir un cigarrillo, pero resultó infructuoso. Todas las preguntas fueron recibidas con silencio e incomprensión, excepto por un ansioso gesto de asentimiento cuando Bella dijo que lo más duro de estar en la carretera era la educación de los niños.
– A Wolfie le gustan las bibliotecas -dijo aquella criatura escuálida, como si Bella supiera de quién estaba hablando.
– ¿Cuál de los dos es Wolfie? -preguntó Bella.
– El que siempre anda tras el padre… el más inteligente de los dos -dijo, antes de marcharse en busca de más limosnas.
El tema de la educación surgió de nuevo el lunes por la mañana, cuando el terreno donde se hallaba el autocar lila y rosado de Bella apareció cubierto de cuerpos postrados.
– Mañana lo mando todo al diablo -dijo, soñadora, mirando el cielo estrellado y los reflejos de la luna en el agua-. Lo único que necesito es que alguien me dé una casa con un jardín que no esté en el medio de una puñetera urbanización en el centro de una puñetera ciudad llena de puñeteros delincuentes. Algo por aquí me serviría… Un sitio decente, donde mis niñas pudieran ir a la escuela para que ninguna carne de presidio les joda el cerebro… Eso es todo lo que pido.
– Son unas niñas muy guapas, Bella -dijo una voz soñolienta-. En cuanto vuelvas la espalda les joderán otra cosa además del cerebro.
– Como si no lo supiera. Le cortaré la polla al primero que lo intente.
De la esquina del autocar donde Fox estaba de pie en la sombra le llegó una risa queda.
– Entonces será demasiado tarde -murmuró-. Tienes que actuar ahora. Prevenir es mejor que curar.
– ¿Hacer qué?
El hombre se apartó de las sombras y se inclinó sobre Bella, con las piernas abiertas en tijera y su figura tapando la luna.
– Reclama un terreno libre mediante posesión hostil y construye tu propia casa.
Ella lo miró de reojo.
– ¿De qué rayos estás hablando?
Una sonrisa mostró el brillo de los dientes del hombre.
– De ganar la lotería -respondió.
Aunque era poco habitual veintiocho años atrás, Nancy Smith había nacido en el dormitorio de su madre, pero no porque ella tuviera puntos de vista avanzados sobre el derecho de una mujer a parir en casa. Elizabeth Lockyer-Fox, una adolescente alocada y perturbada, se había sometido a un ayuno riguroso durante los primeros seis meses de su embarazo, y cuando con tales artes no logró matar al íncubo que llevaba dentro, huyó del internado y pidió a su madre que la salvara de aquello. ¿Quién estaría dispuesto a casarse con una madre soltera?
En aquel momento el asunto pareció importante, Elizabeth tenía apenas diecisiete años y la familia cerró filas para proteger su reputación. Los Lockyer-Fox eran una antigua familia de militares que había prestado servicios distinguidos desde la guerra de Crimea hasta el armisticio de Corea en el paralelo 38. El aborto quedaba fuera de toda consideración porque Elizabeth había esperado demasiado y se decidió que la adopción era la única opción si querían evitarle los estigmas de ser madre soltera y tener un hijo bastardo. Quizá de manera ingenua, y sobre todo porque en 1973 el movimiento feminista estaba en pleno apogeo, la única solución que encontraron los Lockyer-Fox, para el inaceptable comportamiento de su hija fue un «buen» matrimonio.
La historia que acordaron fue que Elizabeth sufría de fiebre glandular, y hubo una muda simpatía entre los amigos y conocidos de sus padres -ninguno de los cuales sentía mucho afecto por los hijos de los Lockyer-Fox- cuando quedó claro que la fiebre era extenuante y lo bastante contagiosa como para tenerla en cuarentena durante tres meses. Para los demás, los granjeros arrendatarios y los trabajadores de la finca de los Lockyer-Fox, Elizabeth seguía siendo la misma persona montaraz que se zafaba de las riendas de su madre por la noche para beber y follar hasta perder el sentido, sin preocuparse por el daño que podría causar al feto. Si no iba a ser suyo, ¿por qué preocuparse? Todo lo que quería era librarse de él, y mientras más violento fuera el sexo, más probabilidades habría de que aquello ocurriera.
El médico y la comadrona mantuvieron la boca cerrada, y en la fecha fijada vino al mundo un bebé asombrosamente saludable. Al final de aquella experiencia, con una fragilidad y una palidez que la hacían interesante, Elizabeth fue enviada a una escuela para señoritas en Londres donde conoció al hijo de un barón que encontraba muy tiernas aquella fragilidad y su propensión al llanto. Se casó con él.
Y en lo que respecta a Nancy, su estancia en la mansión Shenstead fue bastante breve. Pocas horas después de su nacimiento la entregaron a través una agencia de adopción a una pareja sin hijos que vivía en una granja de Herefordshire, quienes no conocían los orígenes de la recién nacida ni le daban importancia. Los Smith eran personas bondadosas que adoraban a la niña que les entregaron y nunca ocultaron que fuera adoptada, atribuyendo siempre sus mejores cualidades -sobre todo la inteligencia que la llevó luego a Oxford- a sus padres biológicos.
Nancy, por contraste, lo atribuía todo a su condición de hija única, a la generosa crianza que le dieron sus padres, a su insistencia de que tuviera una buena educación y al incansable apoyo que prestaban a sus ambiciones. Casi nunca pensaba en su herencia biológica. Segura del amor de dos buenas personas, Nancy no le veía sentido a fantasear sobre la mujer que la había abandonado. Quienquiera que fuera, su historia había sido contada mil veces con anterioridad y sería contada mil veces más. Mujer sola. Embarazo accidental. Niño no deseado. La madre no tenía un sitio en la historia de su hija…
… O no lo hubiera tenido a no ser por un persistente abogado que rastreó a Nancy a través de los registros de la agencia hasta encontrarla en la casa de los Smith, en Hereford. Después de varias cartas sin respuesta, llamó a la puerta de la casa principal y, gracias a un golpe de suerte, encontró a Nancy en casa, de permiso.
Fue su madre quien la persuadió de que hablara con él. Encontró a Nancy en las caballerizas, donde cepillaba los flancos de Red Dragon para quitarle el fango tras una larga cabalgata. La reacción del caballo ante la presencia de un abogado en el lugar -un resoplido desdeñoso- fue tan parecida a la de Nancy que la chica depositó un beso de aprobación en el morro del caballo. «Aquí tienes a alguien con sentido común», le dijo a su madre. Red Dragon podía oler al diablo a mil pasos. ¿Entonces? ¿Había dicho el señor Ankerton qué deseaba o seguía ocultándose tras alusiones?
Sus cartas eran verdaderas obras maestras de destreza legal. Una lectura superficial parecía sugerir la existencia de un legado: «Nancy Smith, nacida el 23 de mayo de 1973… algo conveniente para usted…». Pero entre líneas se leía otro mensaje: «Por instrucciones de la familia Lockyer-Fox… asuntos relativos… confirme, por favor, fecha de nacimiento…», lo que sugería una cautelosa aproximación por parte de su madre biológica, algo ajeno a las reglas que regulaban la adopción. Nancy no había querido nada de aquello -«Yo soy una Smith»-, pero su madre adoptiva le había rogado encarecidamente que se mostrara amable.
Mary Smith no podía soportar la idea de rechazar a alguien, sobre todo a una mujer que nunca había conocido a su hija. «Ella te dio la vida», dijo, como si ésa fuera una razón suficiente para entablar relación con una desconocida. Nancy, que era bastante realista, quiso prevenir a Mary sobre lo que significaba abrir la caja de Pandora pero, como siempre, no podía obligarse a ir en contra de los deseos de su madre, una mujer de buen corazón. El mayor talento de Mary era poner de manifiesto lo mejor de las personas, porque su rechazo a ver los defectos significaba que no existían -al menos, ante sus ojos-, aunque eso la dejara expuesta al desengaño.
Nancy temía que ésta fuera otra de esas ocasiones. Pensando cínicamente, sólo podía imaginar dos caminos para la «reconciliación», y ésa era la razón por la que había rechazado las cartas del abogado. Podría llevarse bien con su madre biológica o no, y lo único que ofrecían ambas alternativas era sentimientos de culpa. Consideraba que, en la vida de una persona, sólo había espacio para una madre y añadir la carga emocional de una segunda era una complicación innecesaria. Mary, que insistía en ponerse en el lugar de la otra mujer, no podía ver el dilema. «Nadie te pide que elijas -argumentaba-, como nadie te pide que optes por mí o por tu padre. Todos queremos a muchas personas a lo largo de la vida. ¿Por qué tiene que ser diferente ahora?»
Era una pregunta que sólo podía responderse a posteriori, pensó Nancy, y en ese momento sería demasiado tarde. Una vez establecido, el contacto no podría deshacerse. Una parte de ella se preguntaba si la insistencia de Mary no obedecería a su orgullo. ¿Quería impresionar a aquella desconocida? Y si ése era su deseo, ¿había algo malo en ello? Nancy no era inmune al sentimiento de satisfacción que eso le daría. «Míreme. Soy la niña que usted no quiso. Esto es lo que he hecho de mí misma sin su ayuda.» Si su padre hubiera estado allí para apoyarla, ella se hubiera resistido con firmeza. Él entendía mejor que su esposa cuál era la dinámica de los celos porque había crecido entre una madre luchadora y una madrastra, pero era agosto y él se encontraba recogiendo la cosecha; en su ausencia, ella se rindió. Se dijo que no era un asunto importante. Nada en la vida era tan malo como lo describía la imaginación.
Mark Ankerton, a quien habían dejado encerrado en un salón que daba al pasillo central, comenzaba a sentirse incómodo. El apellido Smith, sumado a la dirección -Lower Croft, granja Coomb-, lo había llevado a considerar que se trataba de una familia de trabajadores agrícolas que vivía en una casa perteneciente a la finca. Ahora, en esa habitación llena de libros y muebles antiguos de piel, no estaba seguro de que el peso que había asignado en sus cartas a la relación con los Lockyer-Fox tuviera importancia para la hija adoptada.
Un mapa del siglo xix en la pared, sobre la chimenea, mostraba Lower Croft y Coomb Croft como dos entidades separadas, mientras que un mapa más reciente, a un lado del anterior, los incluía en un límite común, que ahora llevaba el nombre de granja Coomb. Como la casa rural de Coomb Croft tenía enfrente una carretera principal, era obvio que la familia hubiera elegido como residencia Lower Croft, que estaba más apartado, y Mark se maldijo por su tendecia a sacar conclusiones precipitadas. El mundo siempre se movía hacia delante. Debería haberse dado cuenta de que carecía de elementos para considerar trabajadores agrícolas a una pareja cuyos nombres eran Mary y John Smith.
Los ojos se le iban constantemente hacia la repisa, cuyo centro estaba ocupado por la foto de una joven con toga y birrete que reía y en cuya parte inferior una inscripción rezaba: «st. hilda, oxford, 1995». Pensó que se trataría de la hija. La edad era la correcta, a pesar de que no se pareciera en nada a su tonta madre con aspecto de muñeca. Todo aquello era una pesadilla. Se había imaginado a la chica como una presa fácil, una versión de Elizabeth más grosera y menos educada. En lugar de ello, se enfrentaba a una graduada de Oxford, de una familia tan próspera al menos como la que él representaba.
Cuando la puerta se abrió se levantó del sillón y dio un paso adelante para estrechar la mano tendida de Nancy en un sólido apretón.
– Gracias por recibirme, señorita Smith. Me llamo Mark Ankerton y represento a la familia Lockyer-Fox. Soy consciente de que ésta es una intromisión imperdonable, pero mi cliente me ha presionado para que la encuentre.
Tenía treinta y pocos años, era alto y moreno, y se parecía mucho a lo que Nancy había imaginado a partir del tono de sus cartas: arrogante, agresivo y con una fina capa de encanto profesional. Se trataba del tipo de persona a cuyo trato ella estaba acostumbrada y con el que trataba diariamente en su trabajo. Si no podía persuadirla de modo placentero, apelaría al acoso. Seguramente era un abogado de éxito. Si su traje había costado menos de mil libras era porque había encontrado un chollo, pero a ella le divirtió descubrir lodo en sus zapatos y los bajos de los pantalones, señal inequívoca de que había atravesado el lodazal del patio de la granja.
También ella era alta, y tenía un aspecto más atlético de lo que sugería la foto, con cabello negro espeso y ojos pardos. En persona, vestida con una sudadera ancha y vaqueros, era tan diferente de su madre, rubia y de ojos azules, que Mark se preguntó si no habría un error en los registros de la agencia, hasta que ella sonrió levemente y, con un gesto, lo invitó a sentarse de nuevo. La sonrisa, una cortesía momentánea que no se reflejó en sus ojos, era una reproducción tan exacta de la de James Lockyer-Fox que causaba asombro.
– ¡Dios mío! -exclamó.
Ella lo miró y frunció el entrecejo antes de ocupar el otro asiento.
– Llámeme capitana Smith -lo corrigió con suavidad-. Soy oficial de los Ingenieros Reales.
– ¡Dios mío! -volvió a decir Mark sin poder evitarlo.
Ella no le prestó atención.
– Ha tenido suerte de encontrarme en casa. Estoy aquí porque disfruto de un permiso de dos semanas, de Kosovo, pues de lo contrario estaría en mi base. -Ella vio cómo la boca de él comenzaba a abrirse-. Por favor, no vuelva a decir «Dios mío», hace que me sienta como un mono de feria.
«Dios, es igual que James.»
– Lo siento.
Nancy asintió con la cabeza.
– ¿Qué es lo que quiere de mí, señor Ankerton?
La pregunta era demasiado directa y él vaciló.
– ¿Ha recibido mis cartas?
– Sí.
– Entonces sabe que represento a la familia Lock…
– Eso es lo único que dice -lo interrumpió con impaciencia-. ¿Son famosos? ¿Se supone que debo saber quiénes son?
– Son de Dorset.
– ¿De veras? -Se mostró divertida-. Entonces, está hablando con la Nancy Smith que no es, señor Ankerton. No conozco Dorset. Aunque me devane los sesos, no recuerdo haber conocido a nadie que viva en Dorset. Y estoy segura de que no conozco a ninguna familia Lockyer-Fox… de Dorset o del lugar que sea.
Él se reclinó en el asiento y levantó los dedos hasta colocarlos delante de su boca.
– Elizabeth Lockyer-Fox es su madre biológica.
Si esperaba sorprenderla, sufrió una decepción, Nancy mostró tan poca emoción que hubiera dado lo mismo que le dijera que su madre pertenecía a la realeza.
– Entonces, lo que está haciendo es ilegal -dijo con serenidad-. Las reglas relativas a la adopción de niños son muy precisas. Un padre biológico puede manifestar públicamente su deseo de establecer contacto, pero el hijo no está obligado a responder. El hecho de que no respondiera a sus cartas era la indicación más clara que pude darle de que no tenía el menor interés por conocer a su cliente.
Hablaba con la suave cadencia de sus padres de Herefordshire, pero su tono era tan vigoroso como el de Mark y eso lo ponía en desventaja. Había confiado en cambiar el enfoque y apelar a su lástima, pero la inexpresividad de la chica sugería que no sentía ninguna. Era difícil que pudiera contarle la verdad. Se sentiría todavía más molesta al oír que él se había esforzado al máximo para evitar aquella búsqueda a ciegas. Nadie sabía dónde estaba el bebé o cómo había sido educado, y Mark había aconsejado abstenerse de inmiscuir a la familia en un problema mayor si se trataba de una buscavidas de poca importancia.
«¿Y acaso podríamos estar peor?», había sido la seca respuesta de James.
Nancy hizo que la incomodidad del abogado aumentara al mirar el reloj de forma intencionada.
– No tengo todo el día, señor Ankerton. El viernes me reincorporo a mi unidad y me encantaría aprovechar el tiempo que me queda. Como nunca he manifestado el menor interés en conocer a mis padres biológicos, ¿podría explicarme por qué está usted aquí?
– No estaba seguro de que hubiera recibido mis cartas.
– En ese caso debió comprobarlo en la oficina de correos. Todas fueron enviadas por correo certificado. Incluso dos de ellas me siguieron hasta Kosovo, cortesía de mi madre que firmó por mí.
– Esperaba que hubiera firmado los avisos de entrega en las tarjetas prepagadas que adjunté. Pero como nunca lo hizo, supuse que no la habían encontrado.
Ella negó, sacudiendo la cabeza. «¡Cabrón mentiroso!»
– Si ésa es toda la sinceridad de la que puede hacer gala, entonces podríamos poner punto final a esta conversación ahora mismo. Nadie tiene la obligación de responder una correspondencia no solicitada. El hecho de que usted hiciera los envíos por correo certificado -ella lo miró fijamente-, y yo no respondiera era prueba suficiente de que no tenía ninguna intención de mantener correspondencia con usted.
– Lo siento -volvió a decir él-, pero los únicos detalles que tenía eran el nombre y la dirección registrados en el momento de su adopción. Por lo que yo sabía era posible que usted y su familia se hubieran mudado… o que quizá la adopción no hubiera funcionado… o que usted se hubiera cambiado el nombre. En cualquiera de esas circunstancias, era del todo imposible que mis cartas hubiesen llegado a sus manos. Por supuesto, hubiera podido enviar a un detective privado para que preguntara a sus vecinos, pero creí que eso sería una intromisión peor que presentarme en persona.
Era demasiado locuaz al excusarse y a Nancy le recordaba a un enamorado que la dejó plantada dos veces y del que después se deshizo. «No fue culpa mía… tenía un trabajo importante… las cosas salieron así…» Pero a Nancy no le gustaba tanto como para creerle.
– ¿Qué intromisión puede ser peor que una mujer desconocida quiera establecer un parentesco conmigo?
– No se trata de que quiera establecer un parentesco.
– Entonces, ¿por qué me ha mencionado su apellido? La presunción que estaba implícita era la de que una Smith común y corriente daría saltos de alegría por reconocer su vínculo con una Lockyer-Fox.
«¡Dios mío!»
– Si ésa es la impresión que ha recibido, entonces ha leído en mis palabras más de lo que había en ellas. -Se echó hacia delante con ardor-. Lejos de pretender establecer un parentesco, mi cliente se encuentra en la situación de quien hace una súplica. Si acepta sostener un encuentro, estaría haciendo un acto de bondad.
«¡Rufián odioso!»
– Se trata de un asunto legal, señor Ankerton. Mi situación como hija adoptada está protegida por la ley. No debió proporcionarme una información que nunca solicité. ¿Se le ha ocurrido que pudiera desconocer que era adoptada?
Mark se refugió en una formulación jurídica.
– En ninguna de mis cartas hice mención alguna sobre la adopción.
Cualquier diversión que Nancy hubiera podido encontrar pinchando las defensas que el abogado había preparado se estaba convirtiendo a toda velocidad en ira. Si aquel individuo representaba de alguna manera los puntos de vista de su madre biológica, entonces ella no tenía la menor intención de «hacer un acto de bondad».
– ¡Oh, por favor! ¿Qué se supone que debía inferir? -Era una pregunta retórica, y ella miró hacia la ventana para calmar su irritación-. Usted no tenía derecho a hacerme saber el apellido de mi familia biológica ni a decirme dónde viven. Es una información que nunca he deseado ni he solicitado. ¿Debo ahora evitar ir a Dorset, no sea que me tropiece con un Lockyer-Fox? ¿Debo preocuparme cada vez que me presentan a una persona, sobre todo si es mujer y se llama Elizabeth?
– Me he limitado a seguir instrucciones -repuso Ankerton, algo incómodo.
– Por supuesto. -La chica se volvió de espaldas a él-. Es su salvoconducto para no ir a la cárcel. La verdad es tan ajena para los abogados como para los periodistas y los agentes inmobiliarios. Debería probar a hacer mi trabajo. Cuando se tiene el poder de decidir quién vive y quién muere, únicamente se piensa en la verdad.
– ¿Y no sigue instrucciones, como yo?
– Rara vez. -Hizo un gesto de rechazo-. Mis órdenes protegen la libertad… Las suyas apenas reflejan los intentos de un individuo de aprovecharse de otro.
Mark se atrevió a formular una leve protesta.
– Y en su filosofía, ¿los individuos no cuentan? Si los números avalan la legitimidad, entonces un puñado de sufragistas nunca hubiera podido conquistar el derecho al voto de las mujeres… y usted no estaría ahora en el ejército, capitana Smith.
El rostro de ella reflejó una expresión divertida.
– Dudo que en las actuales circunstancias hablar de los derechos de las mujeres sea la mejor analogía posible. ¿Quién tiene preferencia en este caso? ¿La mujer a la que representa o la hija que ella abandonó?
– Usted, por supuesto.
– Gracias. -Nancy se echó hacia delante en su silla-. Puede decirle a su cliente que soy feliz y estoy bien de salud, que no lamento mi adopción y que los Smith son los únicos padres que reconozco y deseo tener. Si mis palabras le parecen poco caritativas lo siento, pero al menos son sinceras.
Mark se desplazó hasta el borde de su asiento, obligándola a seguir sentada.
– No es Elizabeth la que me ha dado instrucciones, capitana Smith. Es su abuelo, el coronel James Lockyer-Fox. Él supuso que usted sería más proclive a responder si creía que su madre la buscaba -hizo una pausa-, aunque, por lo que acaba de decir, considero que esa suposición era errónea.
Pasaron uno o dos segundos antes de que ella respondiera. Como en el caso de James, Mark observó que la expresión de la joven era de difícil lectura y su desprecio sólo logró manifestarse a través de las palabras.
– ¡Dios mío! Usted es un ejemplar único, señor Ankerton. Suponiendo que yo hubiera respondido… suponiendo que estuviera desesperada por hallar a mi madre biológica… ¿Cuándo pensaba decirme que lo mejor que podía esperar era un encuentro con un anciano coronel?
– En realidad lo que se pretendía era que usted conociera a su madre.
La voz de Nancy rebosaba sarcasmo.
– ¿Se tomó la molestia de informar de esto a Elizabeth?
Mark sabía que estaba manejando mal la situación, pero no veía cómo arreglarla sin meterse en un callejón sin salida. Volvió a desviar la atención hacia el abuelo.
– James tiene ochenta años, pero se encuentra en plena forma -explicó-, y creo sinceramente que usted y él harían buenas migas. Mira a la gente a los ojos cuando les habla y no soporta a los tontos… igual que usted. Le pido perdón por haber enfocado esto… -buscó la palabra adecuada- con tan poco tacto, pero James dudaba de que un abuelo pudiera resultar más atractivo que una madre.
– Tiene razón.
Aquello podía haber sido dicho por el coronel. Una réplica desdeñosa, que dejaba temblando a su interlocutor. Mark comenzó a desear que la buscadora de oro de su imaginación se hiciera realidad. Hubiera podido enfrentarse a una compensación económica. El desprecio absoluto por la relación con los Lockyer-Fox lo desconcertaba. En cualquier momento, ella le preguntaría por qué su abuelo la buscaba y él no podría responder libremente a esa pregunta.
– Su familia es muy antigua, capitana. En Dorset han vivido cinco generaciones de Lockyer-Fox.
– Los Smith han estado en Herefordshire desde hace dos siglos -replicó ella-. Hemos cultivado estas tierras ininterrumpidamente desde 1799. Cuando mi padre se retire me tocará a mí. Por lo tanto, tiene usted razón, señor Ankerton, provengo de una familia muy antigua.
– La mayor parte de las tierras de los Lockyer-Fox ha sido arrendada a granjeros. Son muy extensas.
Ella le clavó una mirada furiosa.
– Mi bisabuelo era el dueño de Lower Croft, y su hermano poseía Coomb. Mi abuelo heredó las dos granjas y las unió en una sola. Mi padre ha cultivado el valle durante los últimos treinta años. Si me caso y tengo hijos, ellos heredarán ochocientas hectáreas. Y como tengo la intención de hacer ambas cosas y de añadir el apellido Smith al de mis hijos, entonces hay muchas posibilidades de que estos campos sean cultivados por los Smith durante dos siglos más. ¿Puedo decir que eso le aclara mi posición?
Él suspiró, resignado.
– ¿No siente usted curiosidad?
– Ninguna, en absoluto.
– ¿Puedo preguntarle por qué?
– ¿Qué necesidad hay de reparar algo que no se ha roto? -Ella aguardó a que él respondiera; como no lo hizo, prosiguió-: Puedo estar equivocada, señor Ankerton, pero creo que lo que necesita arreglo es la vida de su cliente… Y, por mucho que me esfuerce, no puedo encontrar una razón para que esa carga vaya a parar a mis hombros.
Él se preguntó qué habría dicho para que hubiese llegado a una conclusión tan exacta. Quizá su insistencia había sugerido desesperación.
– Sólo quiere conocerla. Antes de morir, su esposa le pidió con insistencia que tratara de averiguar qué había sido de usted. Creo que considera su deber cumplir los deseos de la difunta. ¿Puede usted respetar eso?
– ¿Participaron ellos en mi adopción? -El abogado asintió-. Entonces, asegúrele a su cliente que el proceso fue un éxito y que no tiene nada de lo que sentirse culpable.
Ankerton sacudió la cabeza, confuso. Tenía en la punta de la lengua frases como «ira no resuelta» y «miedo al rechazo», pero tuvo el tino de no pronunciarlas. Incluso en el caso de que fuera verdad que la adopción había dejado en ella un resentimiento prolongado, cosa que dudaba, cualquier charlatanería psicológica la enervaría aún más.
– ¿Y si le repitiera que estaría haciendo un acto de bondad si aceptara reunirse con el coronel? ¿Eso la persuadiría?
– No. -Nancy lo observó un instante y después, excusándose, levantó una mano-. Mire, lo siento, es obvio que lo he decepcionado. Comprenderá mi rechazo si me acompaña y le presento a Tom Figgis. Es un anciano excelente y ha trabajado muchos años para mi padre.
– ¿Y en qué me ayudará eso?
Nancy se encogió de hombros.
– Tom se sabe la historia del valle de Coomb mejor que nadie. Es un legado sorprendente. Quizás usted y su cliente quieran conocerla.
Ankerton se dio cuenta de que cada vez que ella pronunciaba la palabra «cliente», lo hacía con cierto énfasis, como si quisiera distanciarse de los Lockyer-Fox.
– No es necesario, capitana Smith. Ya me ha convencido de que se siente vinculada a ese lugar.
Ella prosiguió, como si no lo hubiera oído.
– Hace dos mil años hubo aquí un asentamiento romano. Tom es un experto en la materia. Divaga un poco, pero siempre está deseoso de transmitir sus conocimientos.
Él declinó la oferta con delicadeza.
– Gracias, pero el camino de vuelta a Londres es largo y tengo un montón de papeleo esperándome en la oficina.
Ella lo miró con simpatía.
– Es usted un hombre ocupado… no tiene tiempo para quedarse y echar un vistazo. Tom se sentirá decepcionado. Le encanta disertar sobre ese tema, en particular con la gente de Londres que desconoce las antiguas tradiciones de Herefordshire. Aquí nos tomamos muy en serio ese tipo de cosas. Es el vínculo con nuestro pasado.
Ankerton suspiró. «¿Acaso cree que aún no he recibido el mensaje?»
– Bueno, con la mejor voluntad del mundo, capitana Smith, conversar con un desconocido sobre un sitio del que nada sé no es una prioridad para mí en este momento.
– No -aceptó ella con frialdad, poniéndose de pie-, ni para mí tampoco. Los dos tenemos cosas mejores en qué emplear el tiempo que oír a ancianos desconocidos hablar de gente y lugares que no tienen importancia para nosotros. Si explica a su cliente mi negativa en estos términos estoy segura de que comprenderá que su sugerencia es una pesada imposición que no tengo por qué aceptar.
Se había involucrado en todo aquello sin querer, pensó Mark con tristeza mientras se ponía de pie.
– Satisfaga mi curiosidad -le pidió-. ¿Hubiera sido diferente si desde el principio le hubiera dicho que quien la buscaba era su abuelo?
Nancy sacudió la cabeza.
– No.
– Es un alivio. Quiere decir que no lo he echado todo a perder.
Ella se relajó lo suficiente para ofrecerle una cálida sonrisa.
– No me considero una excepción. Hay muchos hijos adoptados que están satisfechos con su destino, y hay muchos otros que necesitan buscar las piezas perdidas del rompecabezas. Quizá guarde relación con las expectativas de cada cual. Si uno está satisfecho con lo que tiene, ¿por qué va a juguetear con los problemas?
Esa idea no le servía a Mark, pero él no compartía la seguridad de Nancy en sí misma.
– Probablemente no debiera decirle esto -le confesó, mientras alargaba la mano en busca de su portafolios-, pero tiene usted una deuda con los Smith. Si hubiera crecido siendo una Lockyer-Fox sería una persona muy diferente.
Ella se mostró satisfecha.
– ¿Debo tomarlo como un cumplido?
– Sí.
– Le dará una gran alegría a mi madre. -Lo acompañó hasta la puerta de entrada y le tendió la mano-. Adiós, señor Ankerton. Si es usted una persona con sentido común, y supongo que así es, dígale al coronel que le ha salido barato. Eso debería frenar su interés.
– Puedo intentarlo -dijo el abogado, dándole la mano-, pero me temo que no me va a creer… sobre todo, si se la describo detalladamente.
Ella liberó su mano y dio un paso hacia atrás para entrar en la casa.
– Me refería a las acciones legales, señor Ankerton. Presentaré una demanda si usted o él vuelven a acercarse a mí de nuevo. Por favor, ¿podría dejárselo bien claro?
– Sí.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza, cerró la puerta y Mark se dispuso a caminar a través del lodo, menos preocupado por el fracaso que por la oportunidad perdida.
BBC Noticias Online. 18 de diciembre de 2001,
7.20, hora de Greenwich
Cazadores de zorros y saboteadores reanudan hostilidades
El Boxing Day [5] será testigo de la reanudación de la caza del zorro tras el levantamiento de las limitaciones debidas a la fiebre aftosa que tuvo lugar ayer. El deporte fue suspendido voluntariamente en febrero después de que las partidas de caza de todo el país acordaron apoyar la prohibición de desplazamiento de animales durante la epidemia. Han sido los diez meses más pacíficos desde que comenzara la cruzada contra la caza del zorro hace treinta años, pero la cacería del Boxing Day volverá a reavivar el antagonismo entre los grupos a favor y en contra de la caza, que se ha mantenido en suspenso durante la mayor parte de 2001.
«Esperamos que vengan muchos cazadores -dijo un portavoz de la Campaña de la Alianza Rural para la Caza -. Cientos de personas reconocen que la caza es parte esencial de la vida rural. El número de zorros se ha duplicado en los diez meses de moratoria, y los criadores de ovejas están preocupados por los corderos que pierden.»
Los saboteadores de las cacerías han jurado presentarse con todas sus fuerzas. «La gente tiene sentimientos muy definidos con respecto a este tema -dijo un activista del oeste de Londres-. Los saboteadores estamos unidos en el deseo de proteger a los zorros de personas que quieren matarlos por diversión. En el siglo xxi no hay sitio para este deporte sangriento y salvaje. Decir que la cantidad de zorros se ha duplicado es una falacia. El verano siempre ha sido una temporada en que la caza ha estado prohibida; por lo tanto, ¿cómo es posible que la ampliación de la veda a tres meses más haya dado lugar a una "plaga"? Esas declaraciones son mera propaganda.»
Según una reciente encuesta de Mori, el 83 % de las personas preguntadas considera que la caza con perros es cruel, innecesaria, inaceptable u obsoleta. Pero incluso si el primer ministro hace honor a sus recientes declaraciones de que prohibirá la caza del zorro antes de las próximas elecciones, el debate continuará.
Los que están a favor de la caza argumentan que el zorro es una alimaña y tiene que ser controlado, con o sin prohibición de la caza. «Ningún gobierno puede legislar contra los instintos depredadores del zorro. En cuanto entra en un corral mata a todos los pollos que encuentra, no porque tenga hambre sino porque disfruta haciéndolo. Anualmente se eliminan 250.000 zorros para que su número se mantenga en un nivel aceptable. Sin la caza, la población de zorros crecerá hasta quedar fuera de control y la actitud de la gente cambiará.»
Los que están en contra discrepan. «Como cualquier otro animal, el zorro se adapta al medio circundante. Si un granjero no es capaz de proteger sus animales, entonces puede esperar que sean atacados. Así es la naturaleza. Los gatos matan por diversión, pero nadie sugiere que lancemos una jauría de sabuesos contra el minino de la familia. ¿Qué sentido tiene culpar al zorro cuando el debate debe centrarse en la economía pecuaria?»
Los que están a favor: «Los sabuesos matan con rapidez y limpieza, mientras que las trampas, los cepos y los disparos no son métodos seguros de control, con frecuencia sólo causan heridas graves sin garantizar que el animal capturado sea un zorro. Los animales heridos tienen una muerte lenta y dolorosa. Cuando la gente sea consciente de ello, su opinión variará».
Los que están en contra: «Si el zorro es tan peligroso como pretenden los cazadores, ¿por qué utilizan tierra artificial para alentar su multiplicación? Un guardabosque admitió recientemente que lleva treinta años criando zorros y faisanes para la caza. Si uno es guardabosque en regiones de cacería, es obligatorio facilitar animales que sirvan de presa, o pierde el trabajo».
Las acusaciones y recriminaciones son encarnizadas. La pretensión de la Alianza Rural de que se trata de un problema entre el campo y la ciudad es absurda, así como el alegato de la Liga contra Deportes Crueles de que no se perderá ni un puesto de trabajo si los cazadores de zorros «se pasan masivamente al drag hunting» [6]. El disgusto ante la muerte por diversión de un animal autóctono se percibe en las zonas rurales con la misma fuerza que en las ciudades, y el Woodland Trust [7], por ejemplo, se niega a permitir que los cazadores atraviesen sus tierras. Por contraste, el drag hunting sólo preservaría los puestos de trabajo si se logra convencer a los cazadores, muchos de los cuales son granjeros, de que apuntarse a una actividad en grupo que no ofrece ningún beneficio o utilidad a la comunidad vale su tiempo y su dinero.
A cada bando le encantaría describir al otro como destructor de un modo de vida o de un animal vulnerable, pero el veredicto sobre si la caza debe ser prohibida o no se fundamenta en la forma en que el público percibe al zorro. No es una buena noticia para quienes están a favor de la caza. Otra encuesta reciente planteaba esta opción: clasifique los siguientes elementos según el daño que causan a las zonas rurales: 1) zorros; 2) turistas; 3) nómadas New Age. El 98 % de los encuestados puso a los nómadas en primer lugar. El 2 % (presumiblemente cazadores que sospechaban una trampa) puso a los zorros; el 100 % consideró que los turistas eran los que causaban menor daño, debido al dinero que aportan a las economías rurales.
El Hermano Zorro, con su pelambre roja y sus patas blancas, nos resulta simpático. Un hombre que cobra el subsidio de desempleo y viaja en un vehículo sin matrícula no lo es. El gobierno debe tomar nota. Vulpes vulgaris no es una especie en peligro de extinción, pero está luchando por adquirir esa condición mediante las numerosas campañas dedicadas a su conservación. Ahora es el nómada quien disfruta de la calificación de alimaña. Tal es el poder de la opinión pública.
Mas ¿desde cuándo el poder tuvo la razón?
Anne Cattrell
Bob Dawson se apoyó en su pala y contempló a su mujer que se abría camino a través del huerto congelado hacia la puerta trasera de la mansión Shenstead, con los labios curvados hacia abajo en señal de agrio resentimiento contra un mundo que la había derrotado. Pequeña y jorobada, su viejo rostro estaba surcado de arrugas y continuamente hablaba sola en un murmullo. Bob podía predecir con exactitud lo que decía porque lo repetía una y otra vez, día tras día, en una cantinela interminable que provocaba en él deseos de matarla.
No era correcto que una mujer de su edad aún estuviera trabajando… Toda su vida había sido una sirviente, una esclava… Una mujer de setenta años debería poder descansar… ¿Qué otra cosa hacía Bob salvo sentarse en verano sobre una podadora de césped?… Cómo se atrevía a obligarla a ir a la mansión… Estar en la casa con el coronel no era seguro… Todo el mundo sabía qué… ¿Le interesaba eso a Bob…? Claro que no… «Manten la boca cerrada -le diría-, o probarás el dorso de mi mano… ¿Quieres que perdamos el techo que nos cobija?»
El discernimiento se había eclipsado mucho tiempo atrás, dejando la cabeza de Vera rebosante de un resentimiento que la martirizaba. No tenía en cuenta que Bob y ella no debían pagar por vivir en su casa, porque la señora Lockyer-Fox se responsabilizaba de ello de forma vitalicia. Lo único que tenía en cuenta era que el coronel le pagaba un salario para que limpiara, y su objetivo en la vida era mantener aquel dinero lejos del alcance de su marido. Bob era un matón, un tirano, y ella guardaba lo que ganaba en escondrijos olvidados. Le gustaban los secretos, siempre le habían gustado, y la mansión Shenstead tenía más secretos que la mayoría de los lugares. Llevaba cuarenta años realizando labores de limpieza para los Lockyer-Fox, y se habían aprovechado de ella durante todo ese tiempo, con la ayuda de su marido.
Un psicólogo clínico habría dicho que la demencia había liberado la personalidad frustrada que ella llevaba reprimiendo desde que se casó, cuando tenía veinte años, para mejorar en la vida, aunque había elegido al hombre equivocado. Las ambiciones de Bob quedaron satisfechas con una casita por la que no pagaba alquiler a cambio de trabajar como jardinero y limpiar la mansión Shenstead. Vera había ambicionado tener su propia casa, una familia y ser ella quien seleccionara a sus patrones.
Los pocos vecinos cercanos que habían tenido se habían mudado mucho tiempo atrás, y los nuevos la evitaban, incapaces de soportar sus obsesivas divagaciones. Bob podía ser un hombre taciturno que evitaba la compañía pero, al menos, no había perdido la chaveta y en público toleraba pacientemente los ataques de ella. Lo que hacía en privado era asunto suyo, pero los manotazos que Vera le propinaba cada vez que él la contradecía evidenciaban que sus riñas no estaban exentas del uso de la fuerza física. De todos modos, Bob era quien disfrutaba de la simpatía de los demás. Nadie lo culpaba de que la sacara a empujones de la casa para que trabajara en la mansión. Cualquier hombre se volvería loco si tuviera que pasar todo el día en compañía de Vera.
Bob la veía arrastrar los pies mientras ella dirigía la vista hacia la esquina suroeste de la mansión. A veces Vera decía que había visto el cuerpo de la señora Lockyer-Fox en la terraza… abandonada en la gélida noche para que se congelara con la escasa ropa que llevaba puesta. Vera sabía bien lo que era pasar frío. Siempre tenía frío y era diez años más joven que la señora Lockyer-Fox.
Bob la amenazaba con el dorso de la mano si repetía en público la historia de la puerta cerrada con llave, pero eso no puso fin a sus murmullos. Su afecto por la mujer muerta había crecido de forma exponencial tras el fallecimiento de Ailsa, pues había borrado las recriminaciones en el recuerdo sentimental de las muchas bondades que la señora había tenido con ella. Ella no habría insistido en que una pobre anciana tuviera que trabajar a esa edad. Ella habría dicho que a Vera le había llegado el momento de descansar.
La policía no le había prestado ninguna atención, por supuesto, y menos después de que Bob hubiera hecho girar su índice junto a la sien y hubiera dicho que chocheaba. Habían sonreído cortésmente diciendo que el coronel había quedado exonerado de cualquier participación en la muerte de su mujer. No importa que hubiera estado solo en la casa… y que las puertas de vidrio de dos hojas que daban a la terraza sólo podían asegurarse con pestillo desde dentro. Vera se aferraba a la idea de que se había cometido una injusticia, pero Bob la insultaba cuando la manifestaba.
Era un serio problema que debía permanecer en el olvido. ¿Creía ella que el coronel aceptaría sin más sus acusaciones? ¿Pensaba acaso que no mencionaría los hurtos o cuánto le había cabreado descubrir que los anillos de su madre habían desaparecido? No se muerde la mano que te alimenta, le había advertido Bob, aunque esa mano se había alzado con ira cuando el coronel la descubrió registrando los cajones de su escritorio.
En ocasiones, cuando ella lo miraba de reojo, Bob se preguntaba si no estaba más cuerda de lo que aparentaba. Eso le preocupaba. Significaba que en aquella cabeza había ideas que él no podía controlar…
Vera abrió el portón que daba paso al patio italiano de la señora Lockyer-Fox y pasó a la carrera junto a las plantas marchitas de los grandes tiestos de terracota. Metió la mano en el bolsillo en busca de la llave de la puerta de la habitación anexa a la cocina y sonrió para sus adentros cuando vio la cola de zorro clavada en el marco de la puerta. Era una cola antigua, probablemente del verano. La desclavó y se la pasó por la mejilla antes de ocultarla en el bolsillo de su chaqueta. Al menos en eso, nunca se había producido malentendido alguno.
La cola era una llamada que Vera nunca dejaba de recordar o reconocer.
Lejos de la vista de su marido, el murmullo había seguido una dirección diferente. Puñetero viejo cabrón… ella le iba a enseñar… no era un hombre de verdad ni nunca lo había sido… un hombre de verdad le hubiera hecho hijos…
A las ocho de la tarde del día de Navidad los vehículos entraron en la extensión de terreno boscoso al oeste del pueblo de Shenstead que no aparecía registrada como propiedad de nadie. Ninguno de los habitantes del pueblo se apercibió de la llegada sigilosa, o si lo hicieron no establecieron ningún vínculo entre el sonido de los motores y una invasión New Age. Habían pasado cuatro meses desde los acontecimientos en Barton Edge y los recuerdos se habían difuminado. Con todo el humo que habían soltado en las páginas del periodicucho local, el festival musical había proporcionado a Shenstead cierta alegría silenciosa por aquello de «en mi patio de atrás, no», en lugar del temor a que semejante cosa pudiera ocurrir allí. Dorset era un condado demasiado pequeño para que un rayo cayera dos veces.
Una luna brillante permitió que la lenta caravana pudiera recorrer el camino que cruzaba el valle sin encender los faros. Cuando los seis autocares se aproximaron a la entrada del Soto, se apartaron a un lado de la carretera y apagaron los motores, mientras esperaban a que un miembro de la partida explorara el camino de acceso en busca de baches. A causa del mordiente viento del este que llevaba días soplando, la tierra estaba congelada hasta una profundidad algo mayor de medio metro, y el pronóstico vaticinaba otra helada por la mañana. Había un silencio total cuando el haz de luz de una linterna se movió de un lado al otro, indicando el ancho del camino y el calvero en forma de media luna a la entrada del bosquecillo, lo suficientemente grande para acomodar a los vehículos.
Otra noche más cálida, aquel convoy destartalado se hubiera quedado atascado en la arcilla blanda y húmeda del camino antes de llegar a la relativa seguridad del suelo boscoso, fortalecido por las raíces de los árboles. Pero esa noche, no. Conduciendo con mucho cuidado, como si se tratara de aviones sobre la cubierta de un portaviones, los seis vehículos siguieron las indicaciones de la linterna y aparcaron en semicírculo bajo las finas ramas de los árboles exteriores. El portador de la linterna conversó varios minutos con cada conductor antes de que las ventanas quedaran oscurecidas con trozos de cartón y los ocupantes se retiraran a dormir.
Sin apercibirse del hecho, el pueblo de Shenstead había multiplicado por algo más del doble su población en menos de una hora. Su ubicación en un valle remoto atravesado por el camino rural de Dorset que llegaba hasta el mar: ésa era su desventaja. De quince casas, once eran residencias de vacaciones o fines de semana, propiedad de empresas de alquiler de inmuebles o de habitantes urbanos, mientras que en las cuatro ocupadas de forma permanente residían sólo diez personas, tres de las cuales eran niños. Los agentes inmobiliarios seguían describiendo el poblado como «una gema sin mácula» cada vez que salían a la venta las casas vacías a precios exorbitantes, pero la verdad era algo muy diferente. Lo que una vez fuera una próspera comunidad de pescadores y trabajadores agrícolas, era ahora el lugar ocasional de descanso de extraños que no tenían interés en inmiscuirse en una guerra territorial.
¿Y qué hubieran hecho los residentes permanentes si se hubieran dado cuenta de que su modo de vida estaba a punto de ser amenazado? ¿Llamar a la policía y admitir que aquel terreno no tenía dueño?
A ochocientos metros al oeste del pueblo, Dick Weldon había intentado con escaso entusiasmo cerrar aquella media hectárea de bosque cuando compró la granja Shenstead tres años atrás, pero su valla nunca permaneció intacta más de una semana. Acusó a los Lockyer-Fox y a sus arrendatarios de cortar los alambres, ya que aquélla era la única propiedad que podía pretender la franja boscosa, pero pronto quedó claro que nadie en Shenstead iba a permitir que un recién llegado incrementara el valor de su propiedad limitándose a comprar unos postes de madera barata.
Se sabía que, según la ley, se requerían doce años de uso continuo para tener derecho a la propiedad de una parcela de tierra baldía, y ni siquiera los visitantes de fin de semana tenían la intención de renunciar sin lucha al territorio por el que paseaban a sus perros. Con un permiso para edificar una casa, el sitio valdría una pequeña fortuna, y todo el mundo creía, a pesar de las protestas de Dick en sentido contrario, que aquél era su objetivo. ¿Qué otra utilidad podría tener una franja de bosque para un agricultor a no ser que talara los árboles y arara la tierra? De todos modos, el Soto caería bajo el hacha.
Weldon había argumentado que aquello debió de pertenecer en algún momento a la granja Shenstead, ya que entraba en su territorio haciendo un lazo en forma de U, con apenas unos escasos noventa metros que limitaban con la mansión de los Lockyer-Fox. En privado, la mayoría estaba de acuerdo con él, pero sin los documentos probatorios -con toda seguridad, un descuido cometido tiempo atrás por un abogado-, y sin garantía de éxito, no parecía tener mucho sentido llevar el caso a los tribunales. Los costos legales serían mayores que el valor de la tierra, incluso con un permiso de edificación, y Dick Weldon era demasiado realista para arriesgarse. Como ocurría siempre en Shenstead, el asunto quedó olvidado debido a la apatía y al bosquecillo le fue restablecida la condición de «tierra comunal». Al menos, por lo que respectaba a los habitantes del pueblo.
Pero era una lástima que nadie se hubiera molestado en registrarla como tal de acuerdo a la Ley de Registro de Comunales de 1965, que le hubiera otorgado esa condición de manera legal. En lugar de eso permaneció sin propietario y sin que nadie la reclamara, sorprendentemente a disposición del primer okupa que la tomara como lugar de residencia y estuviera dispuesto a defender su derecho a quedarse.
Contrariamente a las instrucciones de no moverse de allí que había dado a su convoy, Fox se deslizó por la senda y se dedicó a rondar de casa en casa. Fuera de la mansión, la única propiedad de ciertas dimensiones era la casa Shenstead, hogar de Julian y Eleanor Bartlett. Estaba a cierta distancia de la carretera, al final de un camino de acceso de grava, y Fox echó a andar por la hierba del borde para acallar sus pasos. Estuvo de pie varios minutos junto a la ventana del salón, observando a través de un espacio entre las cortinas cómo Eleanor hacía varias incursiones en el sótano de su marido.
Tenía más de sesenta años, pero los tratamientos hormonales, las inyecciones de Botox y la práctica regular de ejercicio aeróbico en casa le ayudaban a mantener la piel tersa. A distancia parecía más joven, pero esa noche no. Se dejó caer en el sofá, con los ojos fijos en la pantalla del televisor que emitía EastEnders [8], con su rostro de hurón hinchado y lleno de manchas rojas causadas por la botella de Cabernet Sauvignon que reposaba en el suelo. Desconocedora de la presencia de un fisgón, se metió varias veces la mano en el sujetador para rascarse los pechos, haciendo que se le abriera la blusa y mostrando reveladores pellejos y arrugas en el cuello y escote.
Se trataba del lado humano de una esnob, una nueva rica, y aquello hubiera divertido a Fox en caso de haber sentido alguna simpatía por la mujer. En lugar de ello, su desprecio se incrementó. Se desplazó rodeando la casa para ver si podía encontrar al esposo de la mujer. Como siempre, Julian estaba en su estudio, y su rostro también estaba cubierto de rosetones debidos a la botella de Glenfiddich que tenía delante, sobre el escritorio. Hablaba por teléfono y sus carcajadas hacían retumbar los vidrios. Fragmentos de conversación atravesaban la ventana. «… No seas tan paranoica… está en el salón, viendo la tele… por supuesto que no… ella sólo se ocupa de sí misma… sí, sí, estaré allí a las nueve y media o antes… Geoffrey me dice que los perros están desentrenados y que vendrán un montón de saboteadores…»
Al igual que su mujer, parecía más joven, pero tenía una reserva secreta de Grecian 2000 en su vestidor, cosa que Eleanor desconocía. Fox la había encontrado en una sigilosa revisión de la casa una noche de septiembre, cuando Julian salió y no echó el pestillo a la puerta trasera. El tinte para el pelo no era lo único que Eleanor desconocía y Fox jugó con la navaja que llevaba en el bolsillo al pensar cómo se divertiría cuando ella lo descubriera. El marido no podía controlar sus apetitos, pero la esposa tenía una veta de maldad que la convertía en una presa digna de un cazador como Fox.
Abandonó la casa Shenstead para examinar los chalés de fin de semana, en busca de seres vivos. La mayoría estaban cerrados con tablas para el invierno, pero en uno de ellos encontró a cuatro personas. Los dos obesos hijos gemelos del banquero londinense dueño de la casa estaban con un par de chicas risueñas, que se colgaban del cuello de los hombres y soltaban chillidos histéricos cada vez que ellos hablaban. El lado maniático de Fox hallaba desagradable el espectáculo: eran Tararí y Tarará, con el sudor debido al abuso de comidas y bebidas manchándoles las camisas y brillando sobre sus cejas, tratando de comerse un rosco en Navidad con una pareja de putones verbeneros.
Para las mujeres, el único atractivo de los gemelos era la fortuna de su padre, de la que ellos se jactaban, y el fervor con el que las chicas borrachas participaban en la diversión sugería que estaban decididas a hacerse con una parte de ella. Si tenían alguna intención de salir antes de que su libido se serenara, Fox pensó que no estarían interesados en el campamento del Soto.
En dos de las casas de alquiler había familias de aspecto serio pero, aparte de ellas, sólo estaban los Woodgate en Paddock View -el equipo que cuidaba de las casas de alquiler, con sus tres hijos menores-, y Bob y Vera Dawson en la casa del guarda. Fox no podía predecir cómo se comportaría Stephen Woodgate al encontrar nómadas junto a su puerta. El hombre era un haragán de tomo y lomo por lo que, según pensaba Fox, le pasaría la pelota a James Lockyer-Fox y Dick Weldon para que se encargaran de todo. Si hacia principios de enero no ocurría nada, Woodgate podría llamar por teléfono a sus patronos, pero no habría urgencia alguna hasta que comenzara la temporada de alquileres, en primavera.
Por contra, Fox podía predecir con exactitud cuál sería la reacción de los Dawson. Esconderían la cabeza en la arena, como hacían siempre. Hacer preguntas no era lo suyo. Vivían en su chalé por cortesía de James Lockyer-Fox y mientras el coronel hiciera honor a la promesa de su esposa de que podrían vivir allí, ellos lo apoyarían de dientes para fuera. Como un extraño reflejo de los Bartlett, Vera estaba embobada viendo EastEnders y Bob se había encerrado en la cocina para escuchar la radio. Si se hablaban aquella noche sería para pelearse, porque el amor que habían sentido alguna vez el uno por el otro hacía tiempo que había muerto.
Se demoró un momento para contemplar a la anciana mujer que murmuraba algo para sus adentros. En su estilo era tan malvada como Eleanor Bartlett, pero su maldad era la de una vida dilapidada y un cerebro enfermo, y su blanco invariable era su marido. Fox la despreciaba tanto como a Eleanor. A fin de cuentas, ambas habían escogido el tipo de vida que llevaban.
Regresó al Soto y atravesó el bosque hasta su punto de observación junto a la mansión. Todo estaba en calma, pensó, y en ese momento vio a Mark Ankerton sentado tras el escritorio del viejo y encorvado sobre él. Hasta el abogado estaba a mano. Puede que no todo el mundo lo considerara algo positivo, pero sí Fox.
A todos ellos los condideraba culpables de haberlo convertido en el hombre que era ahora.
La primera persona que vio el campamento fue Julian Bartlett, que pasó en su coche a las ocho de la mañana del Boxing Day, camino de la cacería de Dorset occidental en Compton Newton. Redujo la velocidad al detectar una soga atada delante del Soto, de cuyo centro colgaba un letrero: «No pasar». Echó un vistazo a los vehículos entre los árboles. Vestido para la cacería con una camisa amarilla, una corbata blanca y pantalones bombachos de gamuza, con el remolque de su caballo enganchado a su Range Rover, no tenía la menor intención de meterse en líos y volvió a acelerar. Una vez estuvo fuera del valle, se detuvo a un lado de la carretera y telefoneó a Dick Weldon, cuya granja colindaba con el macizo de bosque.
– Tenemos visitantes en el Soto -le dijo.
– ¿Qué clase de visitantes?
– No me detuve a preguntarles. Estoy casi seguro de que son amantes de los zorros y no me atreví a abordarlos, sobre todo con Bouncer en el remolque.
– ¿Saboteadores?
– Quizá. Pero lo más probable es que sean nómadas. Casi todos los vehículos parecen sacados de un desguace.
– ¿Viste a alguien?
– No. Dudo que estén despiertos. Han colgado un aviso en la entrada de «No pasar», por lo que podría ser peligroso que alguien se acerque hasta allí solo.
– ¡Rayos! Sabía que tarde o temprano tendríamos problemas con esa parcela de terreno. Seguramente deberemos contratar a un abogado para librarnos de ellos… y eso no va a ser barato.
– Yo en tu lugar llamaría a la policía. Ellos se ocupan todos los días de ese tipo de problemas.
– Ummm.
– Haz lo que creas conveniente.
– ¡Cabrón! -dijo Dick con ímpetu.
Se oyó una risita leve.
– Eso es una minucia en comparación con el alboroto hacia el que me dirijo. Se dice que los saboteadores han pasado la noche entera dejando rastros falsos, por lo que sólo Dios sabe el lío que se va a armar. Cuando regrese a casa, te llamo.
Bartlett cortó la comunicación.
Irritado, Weldon tiró de su chaqueta Barbour y llamó a los perros. Se volvió hacia las escaleras y le gritó a su mujer que iba al Soto. Probablemente, Bartlett tenía razón al decir que era una tarea para la policía, pero quería satisfacer su curiosidad antes de proceder a llamarla. Sus tripas le decían que se trataba de saboteadores. La cacería del Boxing Day había recibido mucha publicidad y, tras los diez meses de veda a causa de la fiebre aftosa, las dos partes estaban buscando pelea. Si se trataba de eso, se marcharían en cuanto anocheciera.
Metió a los perros en la parte trasera de su jeep salpicado de barro y recorrió los ochocientos metros que separaban la casa de la granja del Soto. La carretera estaba cubierta por una capa de hielo, y pudo ver la marca de los neumáticos de Bartlett procedentes de la casa Shenstead. En ningún otro sitio había señales de vida y pensó que, al igual que su esposa, la gente aprovechaba cuanto le era posible su día de asueto.
Pero en el Soto todo era diferente. Cuando se detuvo a la entrada, una fila de personas se extendió tras la soga para bloquearle el paso. Se trataba de un grupo intimidatorio, cubiertos con pasamontañas y bufandas que les ocultaba la cara y abrigos gruesos que aumentaban su volumen corporal. Un par de perros alsacianos atados con correas ladraban y se lanzaban hacia el vehículo detenido, mostrando los dientes con agresividad; los dos perros labrador de Dick respondieron con sus propios ladridos. Maldijo a Bartlett por pasar de largo. Si hubiera tenido el valor de demoler la barrera y pedir refuerzos antes de que aquellos gilipollas pudieran organizarse, las instrucciones para impedir el paso no tendrían validez alguna. Pero ahora, Dick tenía la desagradable sospecha de que podían estar ejerciendo sus derechos.
Abrió la puerta y bajó.
– Bien, ¿de qué va todo esto? -preguntó-. ¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo aquí?
– Podríamos preguntarle lo mismo -dijo una voz desde el centro de la fila.
A causa de las bufandas que les cubrían la cara, Dick no pudo identificar al que había hablado, por lo que se dirigió al que estaba en el centro.
– Si sois saboteadores, no tengo nada que discutir con vosotros. Mis puntos de vista son bien conocidos. El zorro no es una plaga para los agricultores, por eso no permito que la cacería pase por mis tierras, por el daño que causa a las cosechas y a los setos. Si ésa es la razón por la que estáis aquí, perdéis el tiempo. La cacería de Dorset occidental no va a pasar por este valle.
Esta vez respondió una voz de mujer.
– Bien por ti, socio. Los cazadores son unos sádicos hijos de puta. Cabalgan por ahí con sus chaquetas rojas para que no se vea la sangre cuando destrozan al pobre animalito.
Dick se relajó un poco.
– Entonces estáis en el sitio equivocado. La reunión es en Compton Newton. Está a unos quince kilómetros al oeste de aquí, al otro lado de Dorchester. Si tomáis la circunvalación y continuáis hacia Yeovil, veréis a la izquierda el letrero que anuncia Compton Newton. Los cazadores se reúnen delante del pub y los sabuesos estarán listos para comenzar a las once de la mañana.
La mujer volvió a responderle, presumiblemente porque ella era la figura andrógina hacia la que miraba: grande y corpulenta, con un abrigo de los sobrantes del ejército, que hablaba con un acento más propio de las ciénagas de Essex.
– Lo siento, colega, pero soy la única que está de acuerdo contigo. A los demás eso les importa una mierda, el bando que sea. Los zorros no se comen, por lo que no nos son de mucha utilidad. Pero los ciervos son otra cosa, porque son comestibles y ninguno de nosotros cree que tenga sentido dejarle esa carne a los perros… sobre todo cuando la necesitan seres humanos como nosotros.
Aún con la esperanza de que se tratara de saboteadores, Dick se dejó arrastrar por la discusión.
– En Dorset no cazan ciervos con perros. En Devon posiblemente sí… pero aquí no.
– Claro que sí. ¿Cree que un cazador dejaría pasar la oportunidad de cobrar un ciervo si los sabuesos le siguen el rastro? Si un pequeño Bambi resulta muerto porque los perros siguieron el olor equivocado, eso no es culpa de nadie. La vida es así. No se puede hacer nada al respecto. Muchas veces hemos puesto trampas para conseguir algo de comer y al final lo único que logramos es la pata de un minino. Puede apostar su último penique a que en alguna parte hay una anciana dama llorando de todo corazón porque Tom nunca regresó a casa… pero estar muerto es estar muerto, no importa lo que uno haya planeado.
Dick negó con la cabeza, reconociendo que la discusión no tenía sentido.
– Si no estáis preparados para decir por qué estáis aquí, tendré que llamar a la policía. No tenéis derecho a invadir una propiedad privada.
Aquellas palabras fueron recibidas en silencio.
– Está bien -dijo Dick, sacando el móvil del bolsillo-, aunque os prevengo que si habéis causado algún daño, os acusaré. Trabajo muy duro en pro del medio ambiente y estoy harto de que gente como vosotros lo arruine.
– ¿Está diciendo que se trata de su propiedad, señor Weldon? -dijo la misma voz correcta que le había contestado al inicio.
Durante un segundo tuvo la sensación de que reconocía la voz, pero sin un rostro no podía situarla en un contexto. Recorrió con los ojos la fila para identificar al que hablaba.
– ¿Cómo sabe mi nombre?
– Revisamos el registro electoral.
Esta vez, las vocales tenían cierta aspereza, como si el que hablaba hubiera detectado el creciente interés de su interlocutor y quisiera desviarlo.
– Eso no le serviría para reconocerme.
– R. Weldon, granja Shenstead. Dijo que era agricultor. ¿Cuántos agricultores hay aquí en el valle?
– Dos arrendatarios.
– P. Squires y G. Drew. Sus granjas están al sur. Si usted fuera uno de ellos, habría venido por el otro camino.
– Está demasiado bien informado para haber sacado esa información del registro electoral -dijo Dick mientras revisaba la agenda de su móvil en busca del número de la policía local.
Por lo general, sus llamadas obedecían a la presencia de cazadores furtivos o de coches calcinados en sus tierras -una molestia en aumento porque el gobierno había declarado tolerancia cero ante vehículos sin matrícula-, y por esa razón tenía el número en su memoria.
– Reconozco la voz, amigo. Todavía no puedo ubicarla -seleccionó el número y pulsó el botón de llamada, llevándose el teléfono al oído-, pero estoy seguro de que ellos saben quién es usted.
Los que observaban esperaron callados a que hablara con el sargento. Si alguno de ellos sonreía al ver cómo se irritaba gradualmente al escuchar lo que le contaban, las sonrisas quedaban ocultas tras las bufandas. Se volvió de espaldas a ellos y se alejó caminando, esforzándose por hablar en un susurro, pero los movimientos airados de sus hombros eran la mejor indicación que podían tener de que no le gustaba lo que estaba oyendo.
Para un campamento, se consideraba que seis vehículos o menos era una cantidad aceptable, en particular si se encontraba a cierta distancia de los vecinos y no presentaba amenaza alguna para la seguridad del tránsito. El dueño de la tierra podía solicitar el desalojo, pero eso llevaba tiempo. La mejor opción era negociar la duración de la estancia a través del funcionario de enlace con los nómadas de la autoridad local y evitar confrontaciones innecesarias con los visitantes. El sargento recordó a Dick que recientemente habían sido arrestados varios granjeros en Lincolnshire y Essex por comportarse con actitud amenazante contra grupos de personas que habían invadido sus tierras. La policía simpatizaba con los dueños de las propiedades, pero la prioridad era evitar que alguien resultara herido.
– ¡Demonios! -soltó Dick, cubriéndose la boca con la mano para atenuar las palabras-. ¿Quién redactó esas reglas? ¿Me está diciendo que pueden aparcar donde quieran, hacer lo que quieran y si el pobre imbécil dueño de las puñeteras tierras está en contra, ustedes, hijos de puta, lo van a arrestar? Sí… sí… lo siento… no quería ofender. Entonces, ¿qué derechos le asisten al gilipollas que reside aquí?
A cambio de ocupar el sitio, a los viajeros itinerantes se les pedía que cumplieran ciertas condiciones relacionadas con el tratamiento apropiado de los residuos humanos y caseros, el control correcto de los animales, temas relativos a la salud y el compromiso de no volver a ocupar el mismo sitio en un período de tres meses o el de no comportarse de manera amenazante o intimidatoria.
El rostro rubicundo de Dick se congestionó.
– ¿Llama derechos a eso? -masculló-. Se espera que ofrezcamos alojamiento a una panda de maleantes y lo único que obtenemos a cambio es una promesa de que se comportarán medio civilizadamente. -Miró rabioso a la fila de personas-. ¿Y cómo define el comportamiento amenazante o intimidatorio? Aquí tengo a una docena de ellos cortándome el camino y todos se cubren la cara con pasamontañas… Eso, sin hablar de unos malditos perros y del aviso de «No pasar» que han colgado de lado a lado del camino. ¿Acaso no es eso intimidatorio? -Bajó los hombros-. Bueno, sí, ése es el problema -balbuceó-, que nadie sabe quién es el dueño. Es una media hectárea de bosque a las afueras del pueblo. -Permaneció un momento a la escucha-. ¡Por Dios! ¿De qué lado está usted?… Sí, bueno, puede que no sea de su incumbencia, pero con toda seguridad sí es de la mía. Si yo no pagara mis impuestos, seguro que usted no tendría trabajo.
Apagó el móvil con violencia y se lo guardó en un bolsillo antes de volver al jeep y abrir la puerta de un tirón. A lo largo de la fila comenzaron a reírse.
– Tiene un problema, ¿verdad, señor Weldon? -dijo la voz en tono de burla-. Déjeme adivinarlo. Los maderos le han dicho que llame al negociador del ayuntamiento.
Dick no le prestó atención, subió al vehículo y se sentó al volante.
– No olvide decirle que esta tierra no tiene dueño. Ella vive en Bridport y se va a enojar mucho si tiene que pasarse el día festivo conduciendo hasta aquí para que nosotros se lo digamos en su cara.
Dick puso el motor en marcha e hizo girar el jeep hasta quedar de lado respecto a la fila.
– ¿Quiénes sois? -exigió por la ventanilla abierta-. ¿Cómo sabéis tanto sobre Shenstead?
Pero la pregunta fue recibida en silencio. Cambiando de marcha con furia, Dick logró girar en tres movimientos y volvió a casa para descubrir que el funcionario de enlace era en verdad una mujer que vivía en Bridport y que se negaba a renunciar a su día festivo para negociar sobre una parcela de tierra sin dueño que los nómadas tenían tanto derecho a ocupar como cualquier otra persona del pueblo.
El señor Weldon nunca debió de haber dicho que la parcela estaba en disputa. Si ella hubiera desconocido esa información, hubiera podido negociar una duración de la estancia que no habría sido conveniente para ninguno de los bandos. Hubiera sido demasiado corta para los nómadas y demasiado larga para los habitantes del pueblo. Toda la tierra en Inglaterra y Gales tenía un dueño, pero un error a la hora de registrarla dejaba el campo abierto a los oportunistas.
Por la razón que fuere, el señor Weldon había proporcionado información que sugería la participación de abogados -«No, lo siento, señor, ha sido una tontería aceptar el criterio de los okupas. Se trata de una zona gris de la ley…»-, y era poco lo que ella podía hacer hasta que se alcanzara un acuerdo sobre quién era el dueño de la tierra. Por supuesto, aquello era injusto. Por supuesto, iba en contra de las normas del juego limpio legal. Por supuesto, ella estaba al lado de los contribuyentes.
Pero…
Mansión Shenstead
Shenstead, Dorset
1 de octubre de 2001
Querida capitana Smith:
Mi abogado me informa de que si intento establecer contacto con usted seremos objeto de una demanda. Por esa razón debo dejar bien claro que estoy escribiendo sin el conocimiento de Mark Ankerton y que la responsabilidad que pudiera derivarse de escribir esta carta es mía. Por favor, puede estar segura de que cualquier demanda que usted interponga no será refutada y que pagaré cualquier compensación que dictamine el tribunal.
En estas circunstancias, estoy seguro de que se pregunta por qué escribo una carta potencialmente tan costosa. Llámela una apuesta, capitana Smith. Estoy jugándome el coste de los daños contra una probabilidad de diez, quizás una de cien, de que usted me responda.
Mark la ha descrito como una joven inteligente, muy equilibrada, exitosa y valiente que siente absoluta lealtad hacia sus padres y que no tiene deseos de saber nada de personas que le son ajenas. Me dice que su familia tiene una larga historia y que su ambición es ocuparse de la granja de su padre cuando deje el ejército. Además, me dice que es usted un orgullo para el señor y la señora Smith, y sugirió que su adopción fue lo mejor que pudo haberle ocurrido a usted.
Créame si le digo que nada que él hubiera podido decir al respecto podría haberme dado más placer. Mi esposa y yo siempre tuvimos la esperanza de que su futuro estuviera en manos de buenas personas. Mark me ha repetido varias veces que usted no tiene curiosidad alguna con respecto a su parentela, hasta el punto que ni siquiera desea conocer sus nombres. Si su determinación sigue siendo tan firme, entonces no siga leyendo y rompa esta carta.
Siempre me han gustado las fábulas. Cuando mis hijos eran pequeños, yo solía leerles a Esopo. A ellos les gustaban en particular las historias sobre el Zorro y el León por razones que no le son obvias. No me siento inclinado a verter demasiada información en esta carta pues temo darle la impresión de que no me importan los sentimientos que tan marcadamente manifiesta. Por esa razón, adjunto una variante de una fábula de Esopo y dos recortes de periódico. Por lo que Mark me dice, usted será capaz, sin duda, de leer entre las líneas de esos tres anexos y de sacar conclusiones precisas.
Baste con decir que mi esposa y yo, desgraciadamente, fallamos a la hora de conseguir con nuestros dos hijos la misma satisfacción como padres que los Smith han logrado con usted. Sería muy fácil echar la culpa de todo esto al ejército: la ausencia de la figura paterna por estar permanentemente ausente cumpliendo una misión, destinos en el extranjero que hacían que ninguno de los padres estuviera en casa, las influencias que sobre ellos ejercieron los internados, la falta de supervisión durante las fiestas que pasaban en casa. Pero considero que eso sería un error.
El fallo anidaba en nosotros. Los consentimos para compensar nuestras ausencias e interpretamos su comportamiento salvaje como una búsqueda de atención. También adoptamos el punto de vista -temo que para vergüenza nuestra- de que el apellido de la familia tenía algún valor y, en muy pocas ocasiones, si alguna hubo, les exigimos hacer frente a sus errores. La mayor pérdida fue usted, Nancy. Por la peor de las razones, el esnobismo, ayudamos a nuestra hija a encontrar un «buen marido» mediante la ocultación de su embarazo y, en el proceso, nos deshicimos de nuestra única nieta. Si yo fuera una persona religiosa diría que fue un castigo por concederle demasiado valor al honor familiar. La abandonamos a usted precipitadamente para proteger nuestra reputación, sin comprender sus magníficas cualidades o lo que el futuro pudiera depararnos.
La ironía de todo este asunto me golpeó con fuerza cuando Mark me dijo cuán poco le había impresionado su parentesco con los Lockyer-Fox. A fin de cuentas, un apellido sólo es un apellido y el valor de una familia reside en la suma de sus partes, no en la etiqueta que han elegido colgarse. Si yo hubiera asumido antes este punto de vista dudo que estuviera escribiendo esta carta. Mis hijos habrían crecido hasta ser miembros ejemplares de la sociedad y usted habría sido bienvenida por ser quien era, y no rechazada por lo que era.
Terminaré diciendo que ésta es la única carta que escribiré. Si usted no responde, o si da instrucciones a un abogado para presentar una demanda, aceptaré haber perdido la apuesta. Con toda intención no he explicado la razón por la que deseo reunirme con usted, aunque podría sospechar que su condición de nieta única tiene algo que ver con ello.
Confío en que Mark le haya dicho que sería una muestra de bondad el hecho de que aceptara verme. Podría añadir que, además, usted estaría ofreciendo una esperanza de reparación a una persona que está muerta.
Sinceramente suyo,
James Lockyer-Fox
El León, el Zorro viejo y el Asno generoso
El León, el Zorro y el Asno vivieron juntos en íntima amistad durante varios años hasta que el León comenzó a desdeñar la edad del Zorro y a burlarse del Asno por su generosidad hacia los extraños. Exigió el respeto debido a su fuerza superior e insistió en que el Asno sólo fuera generoso con él. El Asno, temblando de miedo, reunió toda su riqueza en un enorme montón y se la ofreció al Zorro para que cuidara de ella hasta que el León corrigiera sus malos modos.
El León se enojó sobremanera y devoró al Asno. Entonces pidió al Zorro que le hiciera el favor de repartir las riquezas del Asno. El anciano Zorro, sabiendo que el León no lo consideraba un rival, señaló hacia el montón y le dijo al León que lo tomara. El León, que suponía que el Zorro había aprendido algo de la muerte del Asno, dijo:
– ¿Quién te ha enseñado, mi magnífico amigo, el arte de la división? Eres perfecto hasta el último detalle.
– He aprendido el valor de la generosidad de mi amigo el Asno -respondió el Zorro.
Entonces, levantó la voz e invitó a los animales de la selva a que echaran al León y dividieran entre ellos la fortuna del Asno.
– Así -dijo al León-, no te quedarás con nada y el Asno será vengado.
Pero el León devoró al Zorro y se quedó con su fortuna.
Lockyer-Fox. Ailsa Flora falleció repentinamente en su domicilio el 6 de marzo de 2001, a los setenta y ocho años. Amada esposa de James, madre de Leo y Elizabeth y generosa amiga de muchas otras personas. Ceremonia funeraria en la iglesia de San Pedro, Dorchester, el jueves 15 de marzo a las 12.30. Se ruega no traer flores, si se desea pueden dar sus donativos al doctor Barnardo o a la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales.
VEREDICTO DEL JUEZ DE INSTRUCCIÓN
Una investigación del juez de instrucción resolvió ayer que Ailsa Lockyer-Fox, de setenta y ocho años de edad, de la mansión Shenstead, falleció por causas naturales, a pesar de un informe post mortem no concluyeme y del informe del patólogo que no lograron dictaminar la causa de la muerte. Se puso en marcha una investigación policial tras el hallazgo de manchas de sangre cerca del cadáver y el testimonio de varios vecinos que habían oído una airada discusión la noche de su muerte.
La señora Lockyer-Fox fue hallada por su esposo en la terraza de la mansión Shenstead la mañana del 6 de marzo. Vestía ropa de dormir y había fallecido horas antes. El coronel Lockyer-Fox, que prestó declaración durante la investigación, dijo que creía que su mujer debió de levantarse durante la noche para alimentar a los zorros que visitaban habitualmente la mansión. «Sólo puedo asumir que perdiera el sentido y muriera de frío.» Negó que las puertas de vidrio estuvieran cerradas por dentro cuando él bajó las escaleras, o que la señora Lockyer-Fox no fuera capaz de regresar a la casa si así lo hubiera querido.
El juez de instrucción se refirió al testimonio de una vecina que decía haber oído a un hombre y una mujer discutiendo poco después de la medianoche del 6 de marzo. El coronel Lockyer-Fox negó que él y su esposa fueran las personas en cuestión, y el juez de instrucción aceptó su declaración. También aceptó que las manchas de sangre halladas sobre las losas a dos metros del cadáver fueran de un animal y no de un ser humano. Al desestimar las especulaciones que han rodeado la muerte de Ailsa Lockyer-Fox dijo: «En este caso, los rumores son totalmente infundados. Espero que el veredicto de hoy ponga punto final a todo eso. Por la razón que fuera, la señora Lockyer-Fox decidió salir en una fría noche vestida de forma poco adecuada y se desplomó trágicamente».
Hija de un rico terrateniente escocés, Ailsa Lockyer-Fox era muy conocida por sus campañas contra la crueldad hacia los animales. «La vamos a echar en falta -dijo un portavoz de la rama de Dorset de la Liga Contra los Deportes Crueles-. Ella creía que toda vida tenía valor y debía ser tratada con respeto.» Era también una generosa benefactora de orfanatos locales y nacionales, así como de instituciones de beneficencia. Su fortuna personal, valorada en 1,2 millones de libras, pasa a manos de su esposo.
Debbie Fowler
Kosovo
Martes, 6 de noviembre
Estimado coronel Lockyer-Fox:
Mi madre me hizo llegar su carta. También yo tengo mucho interés en las fábulas. Los personajes de su fábula son el León, el Zorro y el Asno, y la moraleja podría expresarse como «la Fuerza hace el Derecho». Hubiera podido aplicar una moraleja similar a su propia historia: «La Fuerza de Muchos hace el Derecho», ya que la implicación consiste en que usted está desmantelando la fortuna de su esposa a fin de entregarla a causas más dignas que su hijo, presumiblemente a niños y organizaciones a favor de los animales. Esto me parece una decisión muy acertada, sobre todo si él fue responsable de la muerte de ella. No creo mucho en que los leopardos (o los leones) cambien sus manchas, por lo que sigo siendo cínica con respecto a que él pueda «enmendarse».
Hay algo que no tengo totalmente claro de los recortes: el veredicto del juez de instrucción sobre el sujeto de las especulaciones respecto a la muerte de su esposa, aunque sospecho que puede haber sido usted. Sin embargo, si he leído correctamente su fábula, entonces su hijo es Leo, el León, su esposa era Ailsa, el Asno, y usted es el Zorro que fue testigo de su asesinato. Entonces, ¿por qué no informó de ello a la policía en lugar de permitir que las especulaciones tomaran cuerpo? ¿O se trata de un nuevo caso para esconder los «errores» de la familia bajo la alfombra? Su estrategia radicaría quizás en que la reparación a su esposa se lograría negando la herencia a su hijo, pero ¿no es acaso la justicia mediante tribunales la única reparación válida? No importa cuáles sean los problemas de inestabilidad de su hijo, no mejorarán si se le permite salir indemne de un asesinato.
Usted parece referirse a ello en la última frase: «El León devoró al Zorro y se quedó también con su fortuna». Obviamente, esto es una predicción y no un hecho, de otra manera usted no hubiera podido escribirme, pero me pregunto de qué manera, al reconocerme como su única nieta, puede inclinar la predicción a su favor. Temo que el resultado sería totalmente contrario y obligaría a su hijo a emprender acciones precipitadas. En vista del hecho de que no tengo el menor interés en el dinero de su esposa y tampoco deseo enfrentarme a su hijo por esa causa, le sugiero que sería mucho más juicioso buscar el consejo de su abogado, Mark Ankerton, para poner el dinero fuera del alcance de su hijo.
Sin querer ser ofensiva, no veo razón alguna por la que usted deba permitir que lo «devoren» con tal mansedumbre, ni por qué yo debo ser propuesta como carnada.
Sinceramente,
Nancy Smith (capitana, Ingenieros Reales)
Mansión Shenstead,
Shenstead, Dorset
30 de noviembre de 2001
Querida Nancy:
Por favor, no piense más en ello. Todo lo que dice está totalmente justificado. Le escribí en un momento de depresión y utilicé un lenguaje emotivo, lo que es imperdonable. De ninguna manera quería darle la impresión de que entraría usted en confrontación con Leo. Mark ha redactado un testamento que hace honor a mis obligaciones familiares al tiempo que asigna la mayor parte de los bienes a causas loables. Era la arrogancia y la absurda fantasía de un anciano que quería que los «cubiertos de plata de la familia» permanecieran en la familia.
Temo que mi última carta pueda haberle dado una impresión falsa, tanto sobre mí como sobre Leo. Sin darme cuenta puedo haber sugerido que soy más simpático que él. Eso está muy lejos de ser cierto. Leo es encantador en grado sumo. Por contra, Ailsa, mientras vivió, y yo somos (éramos) unos tímidos que, en sociedad, parecíamos tiesos y pomposos. Hasta hace poco habría dicho que nuestros amigos nos percibían de modo diferente, pero el aislamiento en el que me encuentro ahora me hace dudar. Con la honrosa excepción de Mark Ankerton, parece que es más fácil atraer la sospecha que disiparla.
Usted plantea una pregunta: ¿de qué manera me beneficia reconocerla como mi única nieta? De ninguna manera. De eso me he dado cuenta ahora. Fue una idea concebida hace cierto tiempo, cuando Ailsa llegó a compartir mi punto de vista de que si les dábamos a nuestros hijos acceso a grandes cantidades de dinero tras nuestra muerte les haríamos más mal que bien. Sin embargo, el punto de vista de Mark era que Leo intentaría cuestionar o impugnaría cualquier testamento que otorgara grandes legados a organizaciones caritativas sobre la base de que el dinero pertenecía a la familia y debía pasar a la siguiente generación. Leo puede ganar o no, pero seguramente le resultaría más difícil desafiar a un heredero legítimo, a mi nieta.
Mi esposa siempre creyó que había que dar a la gente una segunda oportunidad (esa «enmienda» a la que usted se refirió), y yo creo que también ella esperaba que el reconocimiento de nuestra nieta persuadiría a nuestro hijo a repensar su futuro. Tras tener noticias de usted he decidido abandonar este plan. Mantener la propiedad intacta sin tomar en consideración su amor y lealtad a su familia legítima fue un intento egoísta por mi parte.
Usted es una joven admirable e inteligente, con un futuro maravilloso por delante, y le deseo larga vida y felicidad. Como el dinero no le interesa, no es posible ganar nada inmiscuyéndola en las dificultades de mi familia.
Tenga la seguridad de que su identidad y paradero seguirán siendo un secreto compartido con Mark, y que, en ninguna circunstancia, usted aparecerá en ningún documento legal relativo a esta familia.
Expreso mi gratitud por su respuesta, así como mis mejores y más calidos deseos para todo lo que le espera en la vida.
James Lockyer-Fox
La convicción de Mark Ankerton de que James Lockyer-Fox nunca habría hecho daño a su mujer estaba siendo atacada desde varios frentes, incluso por el propio James. Era cierto que Mark había impuesto su presencia en la casa, al negarse a aceptar las frías garantías del coronel de que era capaz de enfrentarse a su primera Navidad en soledad en casi cincuenta años, pero el comportamiento reservado de James y su incapacidad para seguir una conversación durante unos pocos minutos preocupaban, y mucho, a su abogado.
No miraba a Mark a los ojos y tanto sus manos como su voz temblaban. Su peso había disminuido de manera alarmante. Siempre muy meticuloso en el pasado con respecto a su apariencia, se había vuelto sucio y descuidado, con el cabello enredado, las ropas manchadas y parches de barba plateada de tres días en el rostro. A Mark, para quien el coronel siempre había sido una figura de autoridad, le resultaba espeluznante un cambio tan brusco en su estado físico y mental. Hasta la casa olía a suciedad y descomposición, y Mark se preguntaba si Vera Dawson había extremado su proverbial holgazanería dejando de trabajar del todo.
Se culpaba a sí mismo por no haber ido desde agosto, cuando le había hecho llegar al anciano la respuesta de Nancy Smith. En aquel momento, James se lo había tomado bien y había dado instrucciones a Mark para que esbozara un testamento que tendría como resultado la división de las propiedades de los Lockyer-Fox, con sólo pequeños legados que irían a parar a manos de sus hijos. Sin embargo, permanecía aún sin firmar y James llevaba varios meses con el borrador del documento en las manos, al parecer renuente a dar lo que consideraba un paso irrevocable. Cuando lo había urgido por teléfono a expresar sus preocupaciones, obtuvo una respuesta iracunda: «Deje de acosarme. Aún estoy en posesión de todas mis facultades. Tomaré la decisión en el momento que lo estime conveniente».
Las preocupaciones de Mark se habían incrementado varias semanas atrás, cuando apareció de repente un contestador automático en el teléfono de la mansión, como si la tendencia natural a la reclusión de James se hubiera convertido en la denegación de acceder a él por cualquier medio. Las cartas que anteriormente respondía al instante quedaban sobre el escritorio durante días. En las pocas ocasiones en las que James se molestaba en devolver las llamadas de Mark, su voz había sonado remota e indiferente, como si los asuntos de la propiedad Lockyer-Fox ya no le interesaran.
Explicaba su falta de entusiasmo apelando al cansancio. Decía que no dormía bien. Un par de veces Mark le había preguntado si se sentía deprimido, pero en cada ocasión la pregunta había sido recibida con irritación.«No tengo nada que funcione mal en mi mente», le había dicho el coronel, no muy convencido.
Mark no era de la misma opinión, de ahí su insistencia en la visita. Había descrito los síntomas de James a un médico amigo de Londres, quien le respondió que, por lo que deducía de sus palabras, podía tratarse de una depresión o un trastorno derivado de un estrés postraumático. Tanto lo uno como lo otro eran reacciones normales ante situaciones insoportables: evitar el contacto social, huir de responsabilidades, apatía, insomnio, ansiedad ante la incompetencia, ansiedad e inacción. Su amigo le había aconsejado que usara la imaginación. Cualquier persona de la edad del coronel sufriría por la soledad y la aflicción tras la muerte de su esposa, pero si se sospechaba que él la había matado y lo interrogaban… Era un estado de shock pospuesto. ¿Le habían dado al pobre anciano la oportunidad de llorarla?
Mark había llegado la víspera de Navidad, armado con instrucciones sobre cómo afrontar la pérdida de seres queridos y el efecto de pequeñas dosis de antidepresivos para levantar el estado de ánimo y restaurar el optimismo. Se había preparado para la tristeza pero, precisamente, ésta parecía no estar presente en el ánimo del anciano. Hablar de Ailsa sólo conseguía irritar a James.
– Está muerta -soltó-. ¿Por qué esa necesidad de resucitarla?
En otra ocasión había dicho:
– Debió ocuparse ella misma de sus propiedades en lugar de pasarme el muerto a mí. Fue una cobardía. Nunca conseguimos nada por dar a Leo una segunda oportunidad.
Y una pregunta sobre Henry, el anciano gran danés de Ailsa, provocó otra respuesta cortante:
– Murió de viejo. Lo mejor para él. Siempre andaba por ahí gimiendo, buscándola.
La contribución de Mark a la fiesta fue una cesta comprada en Harrods después de que su amigo el médico le dijera que los enfermos de depresión no comían. Y así era, y lo pudo comprobar al abrir la puerta del refrigerador para guardar un par de faisanes, paté de foie gras y champán. No había nada de asombroso en el hecho de que el anciano hubiera perdido tanto peso, pensó al contemplar las baldas vacías. El arcón congelador de la trascocina estaba bien surtido de carne y verduras congeladas, pero la gruesa capa de hielo hacía pensar que la mayoría de aquello había sido guardado allí por Ailsa. Anunció que necesitaba pan, patatas y productos lácteos, aunque James no fuera a comerlos. Subió al coche y fue al supermercado Tesco de Dorchester, antes de que cerrara con motivo de la Navidad, y compró productos básicos, incluyendo detergente, lejía, champú, jabón y útiles de afeitar, por si acaso.
Limpió con ahínco, frotando y desinfectando las superficies de la cocina antes de pasar la mopa por el pasillo de losas de piedra. James lo seguía cual avispa enfurecida, pasando el pestillo a las puertas de las habitaciones en las que no quería que Mark entrara. Respondió a medias todas las preguntas. ¿Vera Dawson aún seguía haciendo la limpieza de la casa? «Ella estaba senil y era una haragana.» ¿Cuándo fue la última vez que había comido decentemente? «No estaba quemando muchas calorías.» ¿Los vecinos pasaban a ver cómo estaba? «Prefería su propia compañía.» ¿Por qué no había respondido a las cartas? «Caminar hasta el buzón era una molestia.» ¿Había pensado en remplazar a Henry para obligarse a caminar? «Los animales causaban demasiados problemas.» ¿No resultaba muy solitario vivir en aquella enorme casona sin nadie con quien hablar? Silencio.
En la biblioteca, el teléfono sonó a intervalos regulares, pero James no le prestó atención, a pesar de que se oía a través de la puerta cerrada el sonido de las voces al dejar sus mensajes. Mark vio que el conector del teléfono de la sala estaba desconectado, pero cuando hizo ademán de volverlo a conectar el anciano le dijo que lo dejara así.
– No soy ciego ni estúpido, Mark -dijo con enojo-, y preferiría que dejara de tratarme como si tuviera Alzheimer. ¿Acaso entro yo en su casa y pongo en duda la forma en que la arregla? Por supuesto que no. No se me ocurriría comportarme con tan poco tacto. Por favor, absténgase de hacerlo en mi casa.
Fue un destello del hombre que había conocido y Mark le respondió.
– No tendría necesidad de hacerlo si supiera qué es lo que ocurre -dijo, apuntando con su dedo hacia la biblioteca-. ¿Por qué no responde a esas llamadas?
– No quiero hacerlo.
– Podría ser importante.
James negó con la cabeza.
– Esa persona ha llamado ya varias veces… y la gente no llama una y otra vez a no ser que sea urgente. Al menos déjeme comprobar que no es para mí -objetó Mark mientras retiraba las cenizas de la chimenea-. Les di este número de teléfono a mis padres en caso de emergencia.
La ira tiñó de púrpura el rostro del coronel.
– Se está tomando demasiadas libertades, Mark. ¿Tengo que recordarle que se ha autoinvitado?
Mark volvió a acomodar los leños en el hogar.
– Estaba preocupado por usted -dijo con calma-. Y ahora que estoy aquí, aún lo estoy más. Puede pensar que le impongo mi presencia, James, pero no tiene por qué ser grosero. Con gusto pasaría la noche en un hotel, pero no me iré hasta que no me demuestre que usted se cuida como es debido. ¿Qué es lo que hace Vera? ¡Por Dios! ¿Cuándo fue la última vez que encendió el fuego? ¿Quiere morir de hipotermia como Ailsa?
El silencio recibió sus observaciones y él volvió la cabeza para ver la reacción del coronel.
– Oh, Dios mío -dijo, afligido, al ver lágrimas en los ojos del anciano. Se puso de pie y dejó caer la mano sobre el hombro de James-. Mire, todo el mundo sufre depresión en un momento u otro de su vida. No es algo de lo que uno deba avergonzarse. ¿Podría persuadirlo de que hablara con su médico? Hay varias formas de tratarla… He traído varios folletos para que los lea… y todos coinciden al decir que lo peor es sufrir en silencio.
James le retiró la mano con brusquedad.
– Con mucha delicadeza trata de persuadirme de que tengo una enfermedad mental -masculló-. ¿Por qué lo hace? ¿Ha hablado con Leo?
– No -dijo Mark sorprendido-. Desde antes del funeral no he vuelto a hablar con él. -Movió la cabeza, perplejo-. Y si hubiera hablado ¿qué diferencia habría? Nadie lo iba a declarar a usted incompetente sólo porque tenga una depresión… e incluso, si lo fuera, soy su albacea. No hay ninguna vía por la que Leo pueda apelar al Tribunal de Protección a no ser que usted revoque el documento que está en mi poder y emita uno en su nombre. ¿Es eso lo que le preocupa?
Una risa estrangulada se atascó en la garganta de James.
– Es difícil que eso me preocupe -dijo con amargura antes de dejarse caer en una silla y sumirse en un silencio taciturno.
Con un suspiro de resignación, Mark volvió a agacharse para encender el fuego. Cuando Ailsa vivía la casa funcionaba como un reloj. Mark había pasado un par de fines de semana trabajando en Dorset, «conociendo» la propiedad, y pensó que por fin había llegado su momento. Dinero viejo bien invertido; clientes ricos sin pretensiones; gente que le gustaba, con una química que funcionaba. Incluso después de la muerte de Ailsa, sus vínculos con James habían seguido siendo fuertes. Durante la investigación se había mantenido junto al anciano y había llegado a conocerlo mejor que a su propio padre.
Ahora se sentía como un extraño. No tenía idea de que la cama estuviera hecha. Parecía poco probable y no se atrevía a buscar las sábanas. En el pasado, se había instalado en la habitación azul, donde las paredes estaban cubiertas por fotografías del siglo xix, y las estanterías estaban llenas de diarios familiares y documentos legales encuadernados en cuero, relativos a la industria de la langosta que floreciera en el valle de Shenstead en tiempos del bisabuelo de James. «Esta habitación fue hecha para usted -le dijo Ailsa la primera vez que fue allí-. Sus dos temas favoritos: historia y leyes. Los diarios son viejos y polvorientos, querido, pero merecen una lectura.»
Había sentido más tristeza por la muerte de Ailsa de lo que hubiera podido expresar porque él tampoco había tenido tiempo para sufrir la pérdida. El suceso había estado rodeado de tanta angustia turbulenta -parte de la cual lo había afectado personalmente-, que se refugió en la frialdad para poder soportarlo. La había querido por varias razones: su buen humor, su bondad, su generosidad, su interés en él como persona. Pero nunca comprendió el abismo que existía entre sus hijos y ella.
De vez en cuando Ailsa hablaba de cambiarse al bando de James, como si la ruptura no la hubiera provocado ella misma, pero lo más habitual era que citara los pecados de Leo, por omisión o comisión.
– Estuvo robándonos cosas sin que nos diéramos cuenta -le dijo una vez-, la mayoría de ellas muy valiosas. Cuando James lo descubrió se enfureció. Acusó a Vera… y eso motivó una situación muy desagradable.
Hizo una pausa llena de preocupación.
– ¿Qué ocurrió?
– Oh, lo habitual -suspiró-. Leo no reconoció sus culpas. Pensó que era algo cómico. Dijo: «¿Cómo podría saber una idiota como Vera lo que es valioso?». Pobre mujer, creo que Bob le puso un ojo morado por aquel asunto porque tenía miedo de perder el chalé. Fue horrible… A partir de ese momento nos trató como si fuéramos tiranos.
– Pensé que Leo tenía cariño a Vera. ¿No fue ella la que cuidó a los niños mientras ustedes estaban lejos?
– No creo que le tuviera cariño, es algo que no siente hacia nadie salvo posiblemente Elizabeth, pero Vera lo adoraba, por supuesto… lo llamaba «mi cariño de ojos azules» y dejó que él la manejara con el meñique.
– ¿Ella nunca tuvo hijos?
Ailsa negó con la cabeza.
– Leo era el hijo que nunca tuvo. Era capaz de hacer cualquier cosa para protegerlo, lo que en retrospectiva demostró no ser nada bueno.
– ¿Por qué?
– Porque la utilizó contra nosotros.
– ¿Y qué hizo con el dinero?
– Lo habitual -repitió Ailsa con sequedad-. Lo perdió jugando.
En otra ocasión:
– Leo era un niño muy inteligente. Su coeficiente de inteligencia era de 145 a los once años. No tengo la menor idea de dónde lo sacó, James y yo somos gente corriente, pero eso le causó problemas terribles. Pensaba que podía salirse con la suya, sobre todo cuando descubrió lo fácil que era manipular a la gente. Por supuesto, nos preguntábamos en qué nos habíamos equivocado. James se culpaba por no haber sido más estricto. Yo echo la culpa al hecho de que estábamos en el extranjero tan a menudo que teníamos que confiar en que la escuela lo controlara. -Ella sacudió la cabeza-. Creo que la verdad es más sencilla. En un cerebro ocioso sólo nacen malas ideas y a Leo nunca le interesó el trabajo duro.
Sobre Elizabeth:
– Vivía a la sombra de Leo. Estaba desesperada por que le prestaran atención, pobrecilla. Adoraba a su padre y cada vez que lo veía de uniforme tenía una pataleta, seguramente porque sabía que eso significaba que de nuevo saldría de viaje. Recuerdo que una vez, cuando tenía ocho o nueve años, le cortó las perneras de los pantalones del uniforme. Él se enfureció, y ella gritó y lloró, diciendo que se lo merecía. Cuando le pregunté por qué, me dijo que lo odiaba de uniforme. -Volvió a negar con la cabeza-. Tuvo una adolescencia muy difícil. James culpó a Leo por presentársela a sus amigos… Yo eché la culpa a nuestras ausencias. La perdimos del todo cuando cumplió los dieciocho. La alojamos en una casa con algunas amigas, pero la mayoría de las cosas que nos dijeron sobre su estilo de vida eran mentira.
Ailsa era ambivalente con respecto a sus sentimientos.
– Es imposible dejar de querer a los hijos -dijo a Mark-. Uno siempre espera que las cosas mejoren. El problema es que en algún punto del camino ellos abandonaron los valores que les habíamos enseñado y decidieron que el mundo tenía la obligación de mantenerlos. Eso generó un enorme resentimiento. Ellos creen que la causa de que el dinero se terminara era el empecinamiento de su padre, pero no reconocen que sacaron demasiada agua del pozo.
Mark se sentó sobre los talones mientras el fuego cobraba vida. Sus propios sentimientos hacia Leo y Elizabeth no tenían nada de ambivalentes. Le resultaban intensamente desagradables. En lugar de sacar agua del pozo con demasiada frecuencia, ellos habían instalado grifos permanentes que funcionaban mediante el chantaje emocional, el honor de la familia y la culpabilidad de los padres. Desde su propio punto de vista, Leo era un psicópata con una fuerte adicción al juego, y Elizabeth, por su parte, una ninfómana con problemas de alcoholismo. Tampoco podía ver ninguna «circunstancia atenuante» para su comportamiento. Los dos habían recibido muchas oportunidades en la vida y habían fallado estruendosamente a la hora de aprovecharlas.
Ailsa, dividida entre su amor maternal y la culpa que sentía a causa de sus defectos, había sido arcilla en manos de sus hijos. Para ella, Leo era el mismo chico de ojos azules al que Vera adoraba, y todos los intentos de James por contener los excesos de su hijo fueron recibidos con ruegos de darle «una segunda oportunidad». No era una sorpresa el hecho de que Elizabeth buscara desesperadamente llamar la atención, y tampoco que fuera incapaz de mantener una relación. La personalidad de Leo dominaba la familia. Sus cambios de humor generaban disputas o períodos de calma. A nadie se le permitía olvidar su existencia ni por un momento. Cuando quería, podía encantar hasta a los pájaros en los árboles; cuando no, hacía la vida imposible a todos, incluso a Mark…
El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos y levantó la vista. James lo estaba mirando.
– Es mejor que vaya y escuche -dijo el coronel, ofreciéndole una llave-. Quizá dejen de hacerlo si lo ven en la biblioteca.
– ¿Quién?
Un cansado movimiento de cabeza.
– Obviamente, ellos saben que usted está aquí -fue su única respuesta.
Al entrar en la habitación, Mark supuso que el que llamaba había colgado, hasta que se inclinó hacia el contestador situado encima del escritorio y oyó el sonido de una respiración sigilosa por el amplificador. Levantó el auricular:
– ¿Diga? -Ninguna respuesta-. ¿Diga? -Colgaron-. ¿Qué demonios…?
Por hábito, marcó el 1471 y miró a su alrededor en busca de una pluma para anotar el número de quien había llamado. Era un ejercicio innecesario, algo de lo que se dio cuenta mientras oía la voz enlatada y descubría un pedazo de cartón recostado contra una vieja escribanía, donde aparecía escrito el mismo número junto con un nombre: Prue Weldon. Perplejo, colgó el auricular.
El contestador era viejo, con cinta de casete en lugar de buzón de voz. Una luz parpadeaba lateralmente indicando que había mensajes, mientras el número 5 aparecía en la pantalla de llamadas. Había montoncitos de microcasetes tras el contestador y un rápido examen mostró que cada uno tenía una fecha, lo que sugería una grabación permanente y no un borrado regular. Mark pulsó el botón de mensajes nuevos y oyó cómo se rebobinaba la cinta.
Tras un par de clics, se escuchó la voz de una mujer.
«No podrá seguir haciéndose el inocente durante mucho tiempo… no, si su abogado escucha estos mensajes. Usted cree que nos iremos si no nos presta atención… pero no lo haremos. ¿Sabe algo el señor Ankerton de la niña? ¿Sabe que existe una prueba de lo que hizo usted? ¿A quién cree que se parece…? ¿A usted? ¿O a su madre? Todo es tan fácil con el ADN… basta un cabello para probar que es usted un mentiroso y un asesino. ¿Por qué no dijo a la policía que Ailsa había ido a Londres a hablar con Elizabeth el día antes de su muerte? ¿Por qué no admite que ella lo llamó loco porque Elizabeth le dijo la verdad? ¿Ésa es la razón por la que le pegó? ¿Por la que la mató?… ¿Cómo cree que se sintió su pobre esposa al descubrir que su única nieta era también su hija…?»
Después de eso, Mark no tuvo más remedio que quedarse. En una extraña inversión de papeles, James se apresuró a tranquilizarlo. Esperaba que Mark comprendiera que nada de eso era cierto. Si hubiera existido el menor asomo de culpa, James no hubiera conservado las cintas. Habían comenzado a mediados de noviembre, dos o tres llamadas por día, acusándolo de todo tipo de bestialidades. Desde hacía poco, la frecuencia de las llamadas había aumentado y el teléfono sonaba a lo largo de la noche y le impedía dormir.
A pesar de que el sonido del timbre era amortiguado por la puerta cerrada de la biblioteca, y de que los teléfonos del resto de las habitaciones estaban desconectados, Mark, mucho más sensible al sonido que su anfitrión, yacía despierto mientras sus oídos esperaban el siguiente timbre. Cada vez que sonaba era un alivio. Se dijo que tenía una hora antes del siguiente para intentar dormir, pero en cada ocasión su cerebro empezaba a funcionar a toda marcha. Si nada de eso era cierto, ¿por qué estaba James tan asustado? ¿Por qué no se lo había contado a Mark? ¿Y cómo y por qué soportaba aquello?
En algún momento durante la noche el olor del tabaco de pipa le hizo suponer que James estaba despierto. Pensó en levantarse y conversar con él, pero sus ideas eran demasiado confusas para iniciar una discusión de madrugada. Pasó un rato antes de que se preguntara cómo era capaz de oler el tabaco si la habitación de James estaba al otro lado de la casa, y la curiosidad le llevó a acercarse hasta la ventana donde había una hoja abierta. Vio asombrado que el anciano estaba sentado en la terraza donde Ailsa había muerto, envuelto en un grueso abrigo.
La mañana del día de Navidad James no hizo mención alguna de su vigilia. En lugar de ello, se tomó la molestia de acicalarse con un baño, afeitarse y ponerse ropas limpias, como si quisiera persuadir a Mark de que había dormido profundamente, aceptando que la ausencia de cuidado personal era un síntoma de un trastorno mental. No objetó nada cuando Mark insistió en escuchar las cintas a fin de entender lo que ocurría -dijo que ésa era una de las razones por lo que las había grabado-, si bien recordó a Mark que se trataba de una sarta de mentiras.
Para el abogado, la dificultad estribaba en que él sabía que buena parte de ello no era mentira. Se repetían constantemente una serie de detalles y él sabía que eran ciertos: el viaje de Ailsa a Londres el día antes de su muerte… Las constantes referencias al odio que sentía Elizabeth al ver a su padre de uniforme… La furia de James porque el bebé había sido entregado en adopción en lugar de haberse interrumpido el embarazo… La certeza de Prue Weldon de que había oído a Ailsa acusar a James de destruir la vida de su hija… El hecho innegable de que Elizabeth era una mujer marcada… La teoría de que si la nieta aparecía debería parecerse a James…
Una de las voces grabadas había sido alterada con un distorsionador electrónico. Sonaba como la voz de Darth Vader. Ésa era la que aportaba más información y también la más escalofriante. No había forma de eludir la conclusión de que se trataba de Leo. Había demasiadas descripciones detalladas, en particular del dormitorio de Elizabeth cuando era una niña, para que se tratara de un extraño: su osito de peluche, Ringo, como el batería de los Beatles, que ella todavía conservaba en su casa de Londres; los posters de Marc Bolan y T-Rex en las paredes que Ailsa había guardado con cuidado porque alguien le había dicho que eran valiosos; el color predominante de su colcha de retales, el azul, que desde entonces había pasado a la habitación sobrante…
Mark sabía que bastaba con preguntar a James para que diera la impresión de que su mente aceptaba de alguna manera los alegatos de incesto. Hasta su inicial afirmación de que las llamadas eran maliciosas estaba matizada por su admisión de que no comprendía cuál era la intención. Si se trataba de Leo, ¿qué esperaba lograr? Si era un chantaje, ¿por qué no hacía alguna exigencia? ¿Por qué involucraba a otras personas? ¿Quién era la mujer que parecía saber tanto? ¿Por qué Prue Weldon nunca decía nada? ¿Cómo podía alguien que no estaba relacionado con la familia conocer tantos detalles sobre esos temas?
Todo lo que decía tenía una pátina de desánimo, máxime cuando James se negó en redondo a involucrar a la policía porque no quería que la muerte de Ailsa «resucitara» en la prensa. De hecho, la resurrección parecía ser una obsesión para él. No quería que Mark resucitara al «condenado osito de peluche» de Elizabeth, o la disputa sobre la adopción. No quería reavivar los robos de Leo. Aquello era agua pasada y no tenía la menor importancia en esa campaña de terror. Y sí, por supuesto, él sabía a qué obedecía todo aquello. Aquellas malditas mujeres -Prue Weldon y Eleanor Bartlett- querían que él confesara haber matado a Ailsa.
¿Que confesara…? Mark intentó mantener la ansiedad apartada de su voz.
– Bueno, tienen razón en una cosa -dijo-. Esas acusaciones serían rechazadas con facilidad con una prueba de ADN. Quizá la mejor estrategia consistiría en presentar el problema con delicadeza a la capitana Smith. Si ella estuviera dispuesta a cooperar, entonces usted podría llevar esas cintas a la policía. Sea cual sea el motivo de las llamadas, no hay duda de que constituyen una amenaza.
James le sostuvo la mirada durante un momento antes de apartar la vista.
– No hay forma de hacerlo con delicadeza -dijo-. No soy estúpido, ya he pensado en ello.
«¿Por qué defiende sus facultades mentales hasta el agotamiento?»
– No necesitamos involucrarla. Yo podría pedir a su madre una muestra de cabello. Debe de haber dejado algo en su casa que pueda utilizarse para un análisis. No es ilegal, James… al menos, por el momento. Hay compañías en internet que se especializan en ofrecer análisis de ADN en temas relativos a la paternidad.
– No.
– Es mi mejor consejo. O eso, o informar a la policía. Una solución temporal podría ser cambiar su número de teléfono y pedir que no aparezca en la guía… pero si Leo está detrás de todo este asunto, pronto encontrará el nuevo número. No puede dejar que esta situación continúe impunemente. Además del hecho de que puede morir de agotamiento, algunas chismosas van a empezar a hablar más de la cuenta y lo cubrirán de fango si no se defiende de esas acusaciones.
James abrió un cajón de su escritorio y sacó un archivador.
– Lea esto -dijo-, y después déme una buena razón para que convierta la vida de esa niña en una pesadilla. Si de algo estoy seguro, Mark, es de que ella nunca escogió al hombre que la engendró, ni es responsable de él.
Querida capitana Smith, mi abogado me informa que si intento establecer contacto con usted seremos objeto de una demanda…
Una hora después dijo a James que necesitaba dar un paseo para despejarse. Cruzó el huerto y echó a andar hacia la casa del guarda. Pero si esperaba que Vera Dawson le aclarara algo, no lo consiguió. Se asombró de cuánto se había deteriorado el cerebro de la mujer desde agosto. Ella no lo dejó entrar, su boca vetusta succionaba y gruñía con resentimiento, y Mark empezó a mostrarse más comprensivo con la suciedad de la mansión. Preguntó dónde estaba Bob.
– Ha salido.
– ¿Sabe adónde? ¿Está en el jardín?
Una sonrisa de placer se reflejó en sus ojos reumáticos.
– Dijo que estaría ocho horas fuera. Eso quiere decir que está pescando.
– ¿También el día de Navidad?
La sonrisa desapareció.
– No lo iba a pasar conmigo, ¿verdad? Yo sólo sirvo para trabajar. «Levántate y limpia lo del coronel», dice, sin importarle que algunas mañanas apenas pueda levantarme de la cama.
Mark, incómodo, sonrió.
– Bueno, ¿podría pedirle a Bob que se pasara por la mansión para conversar conmigo? Hoy o quizá mañana. Si tiene boli y papel, podría dejarle una nota, en caso de que se le olvide.
La mujer entrecerró los ojos con suspicacia.
– Mi memoria está bien. Todavía no he perdido la chaveta.
Era como si fuera James quien hablara.
– Lo siento. Pensé que podría ser de ayuda.
– ¿De qué quiere hablar con él?
– De nada en particular. Asuntos generales.
– No se pongan a hablar de mí -masculló entre dientes con furia-. Tengo mis derechos, como cualquier otra persona. No fui yo quien robó los anillos de la señora. Fue su hijo. Dígaselo al coronel, ¿me ha oído? El viejo cabrón; fue él quien la mató.
Y cerró la puerta dando un portazo.