El notario explicó que el inmueble estaba clasificado como monumento histórico y que algunos viejos sabios del Renacimiento habían vivido en él, aunque no recordaba sus nombres.
– En cuanto al apartamento, es un poco especial, ya que se trata de un sótano. Pero, fíjese, es espacioso. Doscientos metros cuadrados.
Bajaron por la escalera y desembocaron en un pasillo oscuro, donde el notario tanteó un buen rato, antes de decir:
– ¡Vaya! No funciona.
Se sumergieron en las tinieblas, palpando las paredes con mucho ruido. Cuando el notario encontró por fin la puerta, la abrió y pulsó, esta vez con éxito, el interruptor de la luz, vio que su cliente tenía las facciones descompuestas.
– ¿No se encuentra usted bien, señor Wells?
– Es una especie de fobia. No es nada de particular.
– ¿Terror a la oscuridad?
– Eso es. Pero ya me encuentro mejor.
Recorrieron el lugar. Aunque sólo se abría al exterior por unos pocos tragaluces, estrechos y situados al nivel del techo, el apartamento le pareció bien a Jonathan. Todas las paredes estaban tapizadas de un gris uniforme, y había polvo por todas partes. Pero no iba a ponerse difícil.
Su vivienda actual era ya la quinta. Por otra parte, no tenía medios para pagar el alquiler. La empresa de cerrajería en la que trabajaba había decidido hacía poco prescindir de sus servicios.
La herencia del tío Edmond era realmente una ganga inesperada.
Dos días después se instalaba en la calle de los Sybarites n.° 3 con su esposa Lucie, su hijo Nicolás y su perro Ouarzazate, un caniche enano.
– Pues a mí no me disgustan todas estas paredes grises -dijo Lucie, recogiéndose la espesa cabellera roja. Podremos decorarlo como nos parezca. Está todo por hacer. Es como si tuviésemos que convertir una cárcel en un hotel.
– ¿Dónde está mi habitación? -preguntó Nicolás.
– Al fondo a la derecha.
El perro ladró y empezó a mordisquearle las pantorrillas a Lucie, sin tener en cuenta que ella llevaba en los brazos la vajilla de sus esponsales.
Fue de inmediato a parar al cuarto de baño, y encerrado allí con llave, porque saltaba hasta los pomos de las puertas y sabía accionarlos.
– ¿Tratabas mucho a tu tío pródigo? -preguntó Lucie.
– ¿Al tío Edmond? En realidad, todo lo que recuerdo es que jugaba conmigo a llevarme en avión cuando era muy pequeño. Una vez me dio tanto miedo que me hice pipí encima de él.
– ¿Ya eras un miedoso entonces? -le preguntó Lucie, con ganas de molestarle.
Jonathan hizo como quien no oye.
– No me riñó por eso. Sólo le dijo a mi madre: «Bueno, ya sabemos que no será aviador…» Mamá me decía que él seguía atentamente mi trayectoria, aunque yo nunca volví a verle.
– ¿En qué trabajaba?
– Era científico. Biólogo, creo.
Jonathan se quedó pensativo. Al fin y al cabo, resultaba que ni siquiera conocía a su benefactor.
A:
6 km de allí: BEL-O-KAN,
1 metro de alto,
50 niveles por debajo de la superficie del suelo,
50 niveles sobre el nivel del suelo.
La ciudad más grande de la región.
Población estimada: 18 millones de habitantes.
Producción anual: 50 litros de jarabe de pulgón,
10 litros de jarabe de cochinilla, 4 kilos de setas garzas; Arena expulsada:
1 tonelada;
kilómetros practicables de corredor: 120;
superficie a nivel del suelo: 2 m2.
Una pata acaba de moverse. Es el primer gesto desde la entrada en hibernación, hace tres meses de eso. Otra pata se mueve despacio hacia delante; acaba en dos garras que se separan poco a poco. Una tercera pata se extiende. Luego, un tórax. Luego, un ser. Luego, otros doce.
Tiemblan para ayudar a su sangre transparente a que circule por la red de arterias. La sangre pasa de un estado pastoso a otro más fluido y luego al estado líquido. Poco a poco, la bomba cardiaca vuelve a ponerse en marcha. Impulsa el jugo vital hasta el extremo de los miembros. Los biomecanismos se calientan. Las articulaciones de extraordinaria complejidad se mueven. Todas las articulaciones con sus placas protectoras buscan y encuentran el punto de máxima torsión.
Se levantan. Sus cuerpos recuperan el aliento. Sus movimientos son desordenados. Una danza lenta, se sacuden ligeramente, se agitan. Sus patas delanteras se unen ante sus bocas como para rezar, aunque no, mojan sus garras para lustrarse las antenas.
Los doce que han despertado se friccionan entre sí, Luego, intentan despertar a sus vecinas. Pero apenas tienen fuerza suficiente para mover sus propios cuerpos, no tienen energía que entregar. Renuncian.
Entonces, echan a andar con dificultad entre los cuerpos rígidos de sus hermanas. Se dirigen hacia el gran Exterior. Es necesario que sus organismos de sangre fría capten las calorías del astro del día.
Se mueven con fatiga. Cada paso es un dolor. Tienen tantas ganas de volver a tenderse y estar tranquilos como millones de sus semejantes. Pero no. Han sido los primeros en despertar. Ahora tienen que reanimar a toda la ciudad.
Cruzan el límite de la ciudad. La luz solar les ciega, pero el contacto con la pura energía es tan reconfortante.
Sol, entra en nuestros caparazones,
mueve nuestros músculos doloridos
y une nuestros pensamientos divididos.
Es una antigua canción de las hormigas rojas del centésimo milenio. Ya en aquel entonces sentían deseos de cantar en sus cerebros con el primer contacto con el calor.
Una vez fuera, empiezan a lavarse metódicamente. Secretan una saliva blanca y con ella impregnan sus mandíbulas y sus patas.
Se cepillan. Es toda una ceremonia inmutable. Primero, los ojos. Las trece mil celdillas que forman cada ojo esférico son desempolvadas, humidificadas, secadas. Hacen lo mismo con las antenas, con los miembros inferiores, los miembros medios, los miembros superiores. Para acabar, lustran sus hermosas corazas rojas hasta que brillan como gotas de fuego.
Entre las doce hormigas que han despertado figura un macho reproductor. Es algo más pequeño que la media de la población belokaniana. Tiene unas mandíbulas estrechas y está programado para no vivir más allá de unos meses, pero también está provisto de ciertas ventajas desconocidas entre sus congéneres.
El primer privilegio de su casta: como hormiga sexuada, tiene cinco ojos. Dos grandes ojos situados en disposición triangular en la frente. Esos ojos supernumerarios son de hecho captores de rayos infrarrojos que le permiten detectar a distancia cualquier fuente de calor, incluso en la oscuridad más absoluta.
Esta característica resulta tanto más preciosa cuanto que la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades este cien mil milenio se han vuelto completamente ciegos a fuerza de pasar toda su vida bajo tierra.
También posee (como las hembras) unas alas que un día le permitirán volar para hacer el amor.
Su tórax está protegido por un escudo especial: el meso-tonum.
Sus antenas son más largas y más sensibles que las de los demás habitantes.
Este joven macho reproductor se queda largo rato sobre la cúpula, llenándose de sol. Luego, cuando ya está caliente, vuelve a la ciudad. Temporalmente forma parte de la casta de las hormigas «mensajeras térmicas»
Circula por los corredores del tercer nivel inferior, donde todo el mundo duerme todavía profundamente. Los cuerpos están congelados. Las antenas yacen laxas.
Las hormigas sueñan aún.
El joven macho adelanta una pata hacia una obrera a la que va a despertar con el calor de su cuerpo. El contacto tibio provoca una agradable descarga eléctrica.
Al sonar el segundo timbrazo se oyen unos pasos como de ratón. La puerta se abre tras un compás de espera cuando la abuela Augusta retira la cadena de seguridad.
Desde que sus dos hijos murieron, vivía recluida en sus treinta metros cuadrados de piso, volviendo una y otra vez sobre los viejos recuerdos. Eso no podía ser bueno para ella, aunque no había cambiado en nada su amabilidad.
– Ya sé que es ridículo, pero ponte las zapatillas, He encerado el parqué.
Jonathan lo hizo así y ella echó a andar delante de él, guiándole hacia un salón en el que los numerosos muebles estaban todos ellos cubiertos con tapetes. Instalándose en el borde del gran sofá, Jonatahan no pudo evitar que el plástico rechinase.
– Estoy tan contenta de que hayas venido… Quizá no te lo creas, pero tenía intención de llamarte un día de éstos.
– ¿Sí?
– Imagínate, Edmond me había dejado algo para ti. Una carta. Y me dijo: Si muero, has de entregarle esta carta a Jonathan cueste lo que cueste.
– ¿Una carta?
– Una carta, sí, una carta… A ver, ya no sé dónde la ha dejado. Espera un momento… Él me da la carta, yo le digo que la voy a guardar, y la meto en una caja. Debe de ser una de las cajas del armario grande.
Y empezó a arrastrar las zapatillas. Pero se detuvo al tercer paso deslizante.
– Pero, bueno, qué tonta soy. Mira cómo te recibo. ¿Te apetece tomar una tisanita?
– Si, gracias.
Se dirigió a la cocina y empezó a mover cacerolas.
– Dame noticias tuyas, Jonathan -dijo alzando la voz desde allí.
– Bien, las cosas no están tan mal. Me han despedido del trabajo.
La abuela asomó su cabeza de ratón blanco por la puerta, y luego reapareció toda ella, con expresión grave, cubierta con un gran delantal azul.
– ¿Que te han despedido?
– Pues sí.
– ¿Por qué?
– Ya sabes, los cerrajeros son gente muy especial. Nuestra empresa, «SOS Cerrojo», funciona las veinticuatro horas del día en todos los barrios de París. Cuando un compañero de trabajo fue agredido, me negué a desplazarme de noche a los barrios sospechosos. Y entonces me echaron.
– Hiciste lo que debías. Más vale estar parado y bien de salud que al contrario.
– Además, no me llevaba muy bien con el jefe.
– ¿Y tus experiencias con las comunidades utópicas? En mis tiempos se les llamaba comunidades New Age -la abuela rió para sí; pronunciaba «nuiash»
– Eso lo dejé cuando fracasó la granja de los Pirineos. Lucie estaba harta de cocinar y fregar para todo el mundo. Había parásitos entre nosotros. Nos hartamos. Ahora vivo sólo con Lucie y Nicolás… Y tú, abuela, ¿cómo estás?
– ¿Yo? Vivo. Y eso es ya algo que me ocupa cada momento.
– Suerte que tienes. Ya has vivido el paso del milenio.
– Si, mira, lo que más me sorprende es que nada haya cambiado. Antes, cuando era una jovencita, se decía que después del paso del milenio ocurrirían cosas extraordinarias; y, ya ves, no ha cambiado nada. Sigue habiendo viejos que viven solos, y parados, y coches que despiden humos. Ni siquiera las ideas han cambiado. Mira, el año pasado se redescubrió el surrealismo, y el año anterior el rock'n roll, y los periódicos están anunciando ya la vuelta de la minifalda para este verano. Si seguimos así, pronto reaparecerán las viejas ideas de principios del siglo pasado: el comunismo, el psicoanálisis y la relatividad…
Jonatahan sonrió.
– Ha habido algún progreso: la expectativa de vida de la gente se ha ampliado, y lo mismo el número de divorcios, y el nivel de contaminación atmosférica, y las líneas de Metro…
– Gran cosa. Yo creía que todos tendríamos aviones particulares y que despegaríamos desde el balcón… Mira, cuando yo era joven, la gente temía que hubiese una guerra atómica. Era un miedo tremendo. Morir a los cien años en el brasero de un gigantesco hongo nuclear, morir con toda la Tierra… Pues sí. Y en lugar de eso, yo me muero como una patata podrida. Y a todo el mundo le dará lo mismo.
– No, abuela, no.
La abuela se enjugó la frente.
– Y además hace calor. Cada vez más. En mis tiempos no hacía tanto calor. Teníamos auténticos inviernos y auténticos veranos. Ahora, la canícula empieza en marzo.
Volvió a ir a la cocina, saltando para alcanzar con una destreza poco común todos los utensilios necesarios para la confección de una buena tisana. Después de encender una cerilla y cuando se oyó soplar el gas en las antiguas toberas de la cocina, volvió mucho más tranquila.
– Pero, bueno, has debido venir por algún motivo concreto. La gente no va a ver a los viejos sin más ni más en nuestros días.
– No seas cínica, abuela.
– No soy cínica, sé en qué mundo vivo, eso es todo. Basta de comedias, y dime qué es lo que te trae aquí.
– Me gustaría que me hablases de «él» Me ha legado su piso, y ni siquiera le conozco…
– ¿Edmond? ¿No te acuerdas de Edmond? Y sin embargo a él le gustaba jugar contigo al avión cuando eras pequeño. Incluso recuerdo que una vez…
– Sí, también yo me acuerdo, pero aparte de esa anécdota, no hay nada más.
La abuela se instaló en un gran sillón procurando no arrugar demasiado la funda.
– Edmond es, en fin, era todo un personaje. Ya siendo muy jovencito me creaba grandes trastornos. Ser su madre no era una sinecura. Mira, por ejemplo, rompía sistemáticamente todos sus juguetes para desmontarlos, y más raramente para volver a montarlos. ¡Y si sólo hubiese roto los juguetes! Todo lo deshacía: relojes, tocadiscos, cepillos de dientes eléctricos… Una vez, incluso desmontó la nevera.
Como para confirmar lo que decía, el antiguo reloj de pie del salón empezó a dar lúgubremente la hora. También las había visto de todos los colores con el pequeño Edmond.
– También tenía otras manías. Los escondrijos, por ejemplo. Ponía la casa patas arriba para hacerlos. Había hecho uno con cobertores y paraguas en el ático, y otro con cajas y abrigos de piel en su habitación. Le gustaba quedarse escondido allí dentro, en medio de los tesoros que amontonaba. Una vez fui a mirar, y estaba lleno de cojines y un lío de mecanismos que había ido quitándoles a las máquinas. Por otra parte, todo estaba bastante ordenado.
– Todos los niños hacen esas cosas.
– Puede ser, pero en él la cosa adquiría proporciones sorprendentes. No se acostaba en la cama, sólo aceptaba dormir en uno de sus nidos. Y allí se quedaba a veces días enteros sin moverse. Como si hibernase. Tu madre decía que debía haber sido ardilla en una vida anterior.
Jonathan sonrió para animarla a seguir.
– Un día le dio por hacerse su cabaña entre las patas de la mesa de la sala. Eso fue la gota que desbordó el vaso. Tu abuelo estalló con una furia que en él era muy poco frecuente. Le pegó una paliza, destruyó todos los nidos y le obligó a dormir en la cama. -La abuela suspiró. A partir de ese día prescindió por completo de nosotros. Fue como si le hubiesen cortado el cordón umbilical. Ya no formábamos parte de su mundo. Pero creo que esa prueba era necesaria, tenía que saber que el mundo no se amoldaría eternamente a sus caprichos. Después, al crecer, eso creó problemas. No podía soportar la escuela. Ya sé que vas a decirme «como todos los niños» Pero en él eso fue más lejos. ¿Conoces a muchos niños que se ahorquen en los baños con su cinturón porque su profesor les ha reñido? Pues él se ahorcó a los siete años. Fue el empleado de la limpieza el que le descolgó.
– Quizás era demasiado sensible…
– ¿Sensible? ¡Seguro! Un año después intentó apuñalar a uno de sus profesores con unas tijeras. Apuntó al corazón. Por suerte, sólo le estropeó la pitillera.
La abuela alzó los ojos al techo. Recuerdos dispersos caían en su memoria como copos de nieve.
– Luego la cosa se arregló un poco porque hubo algunos profesores que llegaron a apasionarle. Tenía sobresalientes en todas las materias que le interesaban, y en las demás cero. La cosa era siempre o cero o sobresaliente.
– Mamá decía que era genial.
– A tu madre le fascinaba porque él le había dicho que trataba de conseguir el «saber absoluto» Tu madre, que creía desde los diez años en las vidas anteriores, creía que era una reencarnación de Einstein o de Leonardo.
– ¿Además de ardilla?
– ¿Por qué no? «Hacen falta vidas para conformar un alma…» dijo Buda.
– ¿Pasó pruebas de CI?
– Sí, y quedó muy mal. Puntuó veintitrés sobre ciento ochenta, lo que corresponde a subnormal leve. Los profesores creían que estaba loco y que había que meterle en un centro especializado. Sin embargo, yo sabía que no estaba loco. Sólo era un poco raro. Recuerdo que una vez cuando debía tener unos once años, me desafió a hacer cuatro triángulos equiláteros sólo con seis cerillas. No es fácil. Prueba y ya lo verás.
La abuela fue a la cocina, echó un vistazo a la cacerola y volvió con seis cerillas. Jonathan dudó un momento. Parecía posible. Dispuso de diferentes maneras los seis palitos, pero después de intentarlo un buen rato tuvo que renunciar.
– ¿Cuál es la solución?
La abuela Augusta se concentró.
– Bueno, en realidad creo que no me lo dijo nunca. Todo lo que recuerdo es la frase que me dijo para ayudarme a dar con la solución: «Hay que pensar de forma diferente, si se piensa como de costumbre no se consigue nada» ¡Imagínate, un chiquillo de once años diciendo cosas semejantes! Ah, creo que oigo el pito de la olla. Ya debe de estar caliente el agua.
Volvió con dos tazas llenas con un líquido amarillento y aromático.
– ¿Sabes? Me gusta que te intereses por tu tío. En estos tiempos la gente se muere y olvidamos incluso que nació.
Jonathan dejó las cerillas y bebió delicadamente unos sorbos de la tisana.
– ¿Qué pasó después?
– Ya no sé nada más. En cuanto empezó sus estudios universitarios ya no tuvimos más noticias suyas. Por tu madre me enteré vagamente de que había acabado el doctorado con brillantez, que trabajó para una empresa de productos alimenticios, que la dejó para ir a África, y luego que volvió y estuvo viviendo en la calle de los Sybarites, donde nadie supo nada de él hasta que murió.
– ¿Cómo murió?
– ¿No lo sabes? Es una historia increíble. Todos los periódicos hablaron de ello. Figúrate que le mataron unas avispas.
– ¿Unas avispas? ¿Cómo fue eso?
– Paseaba solo por el bosque. Debió tropezar con un avispero por puro descuido. Y todas las avispas se lanzaron sobre él. Dijo el forense que nunca había visto tantas picaduras en una misma persona, que tenia clavados veinte mil aguijones. Murió con 0,3 gramos de veneno en cada litro de sangre. Algo nunca visto.
– ¿Está enterrado en alguna tumba?
– No. Había pedido que le enterrasen debajo de un pino en el bosque.
– ¿Tienes una foto suya?
– Mira allí, en esa pared, encima de la cómoda. A la derecha, Suzy, tu madre (¿la habías visto alguna vez tan joven?) Y a la izquierda, Edmond.
Tenía la frente despejada, un bigotito puntiagudo, orejas sin lóbulo como Kafka que subían por encima del nivel de las cejas. Sonreía con malicia. Un verdadero diablillo.
A su lado, Suzy estaba resplandeciente vestida de blanco. Se casó unos años después, pero siempre mantuvo como único apellido Wells. Como si no quisiese que su compañero dejase la huella de su nombre en la progenie.
Acercándose más, Jonathan vio que Edmond tenía dos dedos abiertos sobre la cabeza de su hermana.
– Era muy travieso, ¿verdad?
La abuela Augusta no respondió. Un velo de tristeza le había oscurecido la mirada al volver a ver la cara de su hija. Suzy había muerto seis años después. Un camión de quince toneladas conducido por un chófer borracho había enviado su coche a un barranco. La agonía había durado dos días. Suzy había preguntado por Edmond, pero Edmond no compareció. Estaba fuera otra vez.
– ¿Conoces a alguien más que pudiera hablarme de Edmond?
– Bueno… Había un amigo de infancia al que veía a menudo. Incluso fueron juntos a la universidad. Jason Bragel. Aún debo de tener su teléfono.
Augusta consultó rápidamente su ordenador y le dio a Jonathan la dirección de ese amigo. Miró a su nieto con afecto. Era el último superviviente de la familia de los Wells. Un buen chico.
– Anda, acaba eso, se te va a enfriar. También tengo unas magdalenas, si te apetece. Las hago yo misma con huevos de codorniz.
– No, gracias, tengo que marcharme. Pasa un día a visitarnos, ya hemos terminado de trasladar las cosas.
– De acuerdo; pero espera, no te vayas a ir sin la carta.
Registró afanosamente el armario y las cajas y por fin encontró un sobre blanco en el que había una anotación hecha con una escritura febril: «Para Jonathan Wells» La solapa del sobre estaba protegida con muchas capas de cinta adhesiva para evitar cualquier apertura intempestiva. Jonathan lo abrió con cuidado. Una hojita de papel manoseada, como la de un cuaderno escolar, salió del interior. Leyó la única frase que había allí escrita:
«SOBRE TODO NO IR NUNCA LA BODEGA»
Las antenas de la hormiga tiemblan. Es como un automóvil que ha estado mucho tiempo bajo la nieve y al que se intenta volver a poner en marcha. El macho insiste muchas veces. Las unta con la saliva caliente.
Vida. Eso es, el motor vuelve a ponerse en marcha. Ya ha pasado una estación. Todo vuelve a empezar como si la hormiga nunca hubiese experimentado la «pequeña muerte La frota aún más para transmitirle calorías. Ahora está bien. Mientras él sigue con su tarea, la hormiga orienta las antenas en su dirección. Le roza. Quiere saber quién es.
Toca su primer segmento a partir del cráneo y lee su edad: ciento setenta y tres días. Por el segundo segmento, la obrera ciega averigua su casta: macho reproductor. Por el tercero, su especie y su ciudad: hormiga roja del bosque procedente de la ciudad madre de Bel-o-kan. Por el cuarto segmento, reconoce el número de puesta que le sirve de denominación: es el 327° macho puesto al principio del otoño.
La hormiga detiene aquí su descodificación olfativa. Los otros segmentos no son emisores. El quinto sirve para percibir las moléculas de las pistas. El sexto se utiliza para los diálogos sencillos. El séptimo permite mantener diálogos complejos de orden sexual. El octavo se destina a los diálogos con la Madre. Los tres últimos, finalmente, sirven como mazas.
Ya ha hecho el recorrido de los once segmentos de la segunda mitad de la antena. Pero no tiene nada que decirle al macho. Se separa de él y va a calentarse a su vez en el techo de la Ciudad.
Él hace lo mismo. Ya ha terminado con el trabajo de mensajero térmico, y ahora les llega el turno a las actividades de reparación.
Al llegar arriba, el macho 327 constata los destrozos. La Ciudad se ha construido con forma de cono para que la afecten menos las inclemencias del tiempo. Sin embargo, el invierno ha sido destructor. El viento, la nieve y el granizo han desprendido la primera capa de ramitas. Los excrementos de los pájaros han obturado algunas salidas. Hay que ponerse en seguida manos a la obra. 327 se lanza hacia una gran mancha amarilla y ataca con las mandíbulas la materia dura y fétida. Al otro lado aparece ya en transparencia la silueta de un insecto que está excavando desde el interior.
La mirilla óptica se había oscurecido. Le estaban mirando a través de la puerta.
– ¿Quién es?
– Gougne… Vengo por lo de la encuadernación.
La puerta se entreabrió. El tal Gougne bajó los ojos para ver a un chico rubio de unos diez años, y luego, aún más abajo, un perro minúsculo que, metiendo el hocico entre las piernas del chico, empezó a gruñir.
– Papá no está.
– ¿Estás seguro? El profesor Wells tenía que ir a verme y…
– El profesor Wells es mi tío abuelo. Pero ha muerto.
Nicolás intentó cerrar la puerta, pero el otro adelantó el pie, insistiendo.
– Mi más sincero pésame. Pero ¿estás seguro de que no ha dejado una especie de carpeta grande llena de papeles? Soy encuadernador. El profesor me pagó por adelantado para que le encuadernase sus notas de trabajo con unas cubiertas de cuero. Quería hacer una especie de enciclopedia, me parece. Tenía que pasar a verme y hace tiempo que no tengo noticias suyas.
– Ha muerto, ya se lo he dicho.
El hombre adelantó más el pie, empujando la puerta con la rodilla como si fuese a entrar empujando al chico. El perro a escala empezó a ladrar furiosamente. El hombre se inmovilizó.
– Compréndelo, me molestaría mucho que no mantuviese sus promesas, incluso a título póstumo. Por favor, compruébalo. Forzosamente ha de haber en alguna parte una gran carpeta roja.
– ¿Una enciclopedia, dice usted?
– Sí. El mismo le llamaba al conjunto de papeles «Enciclopedia del saber relativo y absoluto», pero me sorprendería que eso apareciese escrito en la cubierta.
– Si estuviese en casa ya la hubiésemos encontrado.
– Perdona que insista, pero…
El caniche enano se puso a ladrar otra vez. El hombre se echó atrás un milímetro, que al chico le bastó para darle con la puerta en las narices.
Toda la Ciudad está ya despierta. Los corredores están llenos de hormigas mensajeras térmicas que se apresuran a calentar el Hormiguero. Pero en algunos barrios hay aún ciudadanos inmóviles. Ya pueden las mensajeras sacudirlos, golpearles, que no se mueven.
Ni se moverán. Han muerto. La hibernación les ha sido fatal. No deja de ser un riesgo quedarse durante tres meses con un latido cardiaco casi inexistente. No han sufrido. Han pasado del sueño a la muerte durante un brusco vendaval que afectó a la Ciudad. Sus cadáveres son evacuados y arrojados a la depuradora… Cada mañana la Ciudad se deshace de esa manera de sus células muertas junto con los demás desperdicios.
Una vez limpias de impurezas las arterias, la ciudad de los insectos empieza a palpitar. Las patas se agitan. Las mandíbulas perforan. Las antenas pasan información. Todo vuelve a moverse como antes. Como antes del invierno anestesiante.
Mientras el macho 327 arrastra una ramita que muy bien debe de pesar sesenta veces su propio peso, una guerrera de más de quinientos días se le acerca. Le da unos golpecitos en la cabeza con sus segmentos-maza para atraer su atención. El macho levanta la cabeza. La guerrera aprieta sus antenas contra las de él.
Quiere que deje el trabajo de reparación del techo y que vaya con un grupo de hormigas en expedición de caza.
El macho le toca la boca y los ojos.
¿Qué expedición de caza?
La otra le hace oler un trozo de carne seca que tenía oculto en un pliegue de la articulación del tórax.
Parece ser que encontraron esto justo antes del invierno, en la región oeste a 23° en relación con el sol del mediodía.
El macho lo prueba. Evidentemente, es coleóptero. Crisomela, para ser más preciso. Es raro. Normalmente los coleópteros están aún en hibernación. Como todo el mundo sabe, las hormigas rojas salen del sueño con una temperatura del aire de 12°, las termitas lo hacen a 13°, las moscas a 14°, y los coleópteros a 15°.
La vieja guerrera no se deja convencer por este argumento. Le explica al macho que el trozo de carne procede de una región extraordinaria, calentada artificialmente por una fuente de agua subterránea. En ese lugar no hay invierno. Se trata de un microclima donde se han desarrollado una fauna y una flora específicas.
Además, la ciudad Hormiguero siempre tiene mucha hambre al despertar. Necesita urgentemente proteínas para volver a ponerse en marcha. Y el calor no basta.
El macho acepta.
La expedición la integran veintiocho hormigas de la casta de las guerreras. La mayoría son, como la que llegó con el encargo, viejas damas asexuadas. El macho 327 es el único miembro de la casta de los sexuados. Considera a distancia a sus compañeras a través del tamiz de sus ojos.
Con los millares de facetas de sus ojos no ve las imágenes repetidas miles de veces, sino una imagen en retícula. A las hormigas les cuesta percibir los detalles. En compensación, aprecian los más íntimos movimientos.
Las exploradoras de esta expedición parecen todas ellas habituadas a los viajes lejanos. Sus pesados vientres están líenos de ácidos. Sus cabezas están erizadas de armas poderosas. Sus corazas están marcadas por los golpes de mandíbula recibidos en el combate.
Marchan rectamente adelante hace muchas horas. Dejan atrás muchas ciudades, que se yerguen hacia el cielo o bajo los árboles. Ciudades hijas de la dinastía NI: Yodu-lu-baikan (la mayor productora de cereales); Giu-li-aikan (cuyas legiones de asesinas vencieron hace dos años a una coalición de las termiteras del Sur); Zedi-bei-nakan (famosa por sus laboratorios químicos capaces de producir ácidos de combate superconcentrados); Li-viu-kan (cuyo alcohol de cochinilla tiene un sabor a resina muy apreciado)
Porque las hormigas rojas se organizan no sólo en ciudades sino también en coaliciones de ciudades. La unión hace la fuerza. Así, en el Jura se ha podido ver federaciones de hormigas rojas que comprenden 15.000 hormigueros que ocupan una superficie de 80 hectáreas y con una población superior a los 200 millones de individuos.
Bel-o-kan aún no se encuentra entre ellas. Es una federación joven cuya dinastía original se fundó hace mil años. Según la mitología local, una hija extraviada por una terrible tempestad llegó antaño hasta aquí. Al no conseguir regresar a su propia federación, creó Bel-o-kan, y a partir de Bel-o-kan nació la Federación y, asimismo, de ahí proceden los centenares de generaciones de reinas Ni que la componen.
Belo-kiu-kiuni era el nombre de la primera reina. Que significa la «hormiga extraviada» Pero todas las reinas que ocupan el nido central han hecho suyo ese nombre.
De momento Bel-o-kan sólo está formada por una gran ciudad central y por 64 ciudades hijas federadas, repartidas en su periferia. Pero se impone ya como la mayor potencia política en este área del bosque de Fontainebleau.
Una vez han quedado atrás las ciudades aliadas, especialmente la-chola-kan, la ciudad belokaniana más occidental, los exploradores llegan ante unos pequeños altozanos: los nidos de verano o «puesto avanzados» Aún están vacíos. Pero 327 sabe que pronto, con la caza y las guerras, se llenarán de soldados.
Siguen en línea recta. La tropa baja por una amplia pradera turquesa y una colina cubierta de cardos. Dejan la zona de los territorios de caza. A lo lejos, hacia el norte, se ve ya la ciudad de las enemigas, Shi-gae-pu. Pero sus ocupantes aún deben estar durmiendo a estas horas.
Siguen adelante. A su alrededor la mayoría de los animales siguen aún sumidos en el sueño invernal. Algunos madrugadores asoman aquí y allá la cabeza en sus madrigueras. En cuanto ven las armaduras rojas se esconden, atemorizados. Las hormigas no tienen una reputación especialmente buena como seres acogedores. Sobre todo cuando avanzan así, armadas hasta las antenas.
Los exploradores han llegado ya al límite de las tierras conocidas. Ahí ya no hay ninguna ciudad hija, ni el menor puesto avanzado en el horizonte, ni el menor sendero excavado por unas patas puntiagudas. Apenas unas mínimas huellas de una antigua pista perfumada indica que unos belokanianos han pasado ya por allí.
Dudan. La fronda que se levanta ante ellos no está inscrita en ninguna carta olfativa. Forma un techo sombrío en el que la luz no penetra. Esa masa vegetal sembrada de presencias animales parece querer engullirles.
¿Cómo decirles que no vayan?
Colgó la chaqueta y besó a su familia.
– ¿Ya habéis acabado de desembalarlo todo?
– Sí, papá.
– Muy bien. ¿Habéis visto la cocina? Hay una puerta al fondo.
– Precisamente quería hablarte de eso -dijo Lucie. Debe de ser una bodega. He intentado abrir, pero está cerrado con llave. Hay una gran rendija, y por lo poco que se puede ver hay mucho espacio detrás. Deberías hacer saltar la cerradura. Por lo menos que sirva de algo tener un marido cerrajero.
Lucie sonrió y fue a hacerse un ovillo entre sus brazos. Lucie y Jonathan llevaban trece años viviendo juntos. Se habían conocido en el Metro. Un día, un granuja lanzó una bomba de gas lacrimógeno el vagón, por pura y simple ociosidad. Inmediatamente, todos los pasajeros cayeron al suelo llorando y tosiendo hasta saltárseles los pulmones. Lucie y Jonatahan cayeron uno encima del otro. Cuando se recuperaron del ataque de tos y del lagrimeo, Jonathan le propuso acompañarla a su casa. Luego la invitó a una de sus comunidades utópicas, una colonia parisina, próxima a la estación del Norte. Tres meses después decidían casarse.
– No.
– ¿Cómo que no?
– No, no haremos saltar la cerradura y no utilizaremos esa bodega. No hablemos más de eso, no nos acerquemos, y sobre todo no pensemos siquiera en abrir.
– ¿Bromeas? Explícate.
Jonathan no había pensado en elaborar un razonamiento lógico acerca de la prohibición de entrar en la bodega. Involuntariamente había provocado lo contrario de lo que deseaba. Su mujer y su hijo estaban ahora intrigados, ¿qué podía hacer? ¿Explicarles que había un misterio en torno al tío benefactor y que éste había querido advertirles del peligro de entrar en la bodega?
Eso no era una explicación. En el mejor de los casos, era superstición. A los seres humanos les gusta la lógica, y Lucie y Nicolás nunca olvidarían el asunto.
Balbució:
– Fue el notario quien me advirtió.
– ¿Te advirtió de qué?
– La bodega está llena de ratas.
– ¡Ratas! Entonces, seguro que pasarán por la rendija -dijo el chico.
– No os preocupéis, vamos a cegar todos los agujeros.
Jonathan estaba bastante satisfecho de su salida. Qué suerte haber tenido esa idea de las ratas.
– Bien, entonces queda claro: nadie se acercará a la bodega, ¿de acuerdo?
Fue hacia el cuarto de baño. Lucie acudió inmediatamente a reunirse con él.
– ¿Has ido a ver a tu abuela?
– Exacto.
– ¿Y eso te ha llevado toda la mañana?
– Exacto otra vez.
– No puedes dedicar tu tiempo a no hacer nada. Recuerda lo que les decías a los otros en la granja de los Pirineos: «La ociosidad es la madre de todos los vicios» Has de encontrar otro trabajo. Nuestras reservas merman.
– Acabamos de heredar un apartamento de doscientos metros cuadrados en un barrio elegante junto al bosque, y tú me hablas de trabajo. ¿Es que no sabes apreciar el momento presente?
– Sí que sé, pero también sé pensar en el futuro. Yo no tengo nada, tú estás en paro, así ¿cómo vamos a vivir dentro de un año?
– Aún tenemos reservas.
– No seas idiota, tenemos algo para ir tirando unos meses, y luego…
Lucie puso sus pequeños puños en las caderas y sacó pecho.
– Óyeme, Jonathan; has perdido tu trabajo porque no querías ir a los barrios peligrosos por la noche. De acuerdo, lo comprendo. Pero has de poder encontrar otra cosa.
– Pues claro que buscaré trabajo, déjame ahora que ordene mis ideas. Te prometo que en seguida, digamos que dentro de un mes, empezaré con los anuncios de colocación.
Pronto hizo su aparición una cabeza rubia seguida del peluche con patas…
– Papá, un señor vino hace un momento para encuadernar un libro.
– ¿Un libro? ¿Qué libro?
– No lo sé. Él hablaba de una gran enciclopedia que había escrito el tío Edmond.
– Ah, vamos, es eso… Y ¿le dejaste entrar? ¿Lo habéis encontrado?
– No, no parecía un hombre amable, y como de todas formas el libro no está…
– Estupendo, hijo; has hecho bien.
Esta noticia causó la perplejidad de Jonathan. Luego se sintió intrigado. Buscó por todo el apartamento en vano. A continuación estuvo un buen rato en la cocina, inspeccionando la puerta de la bodega, el gran cerrojo y la gran grieta. ¿A qué misterios se abría?
Hay que entrar en esa espesura.
Una de las exploradoras más viejas lanza una sugerencia. Ponerse en formación de «serpiente de cabeza grande», que es la mejor manera de avanzar en territorio no hospitalario. Consenso inmediato, todas ellas han tenido la misma idea en el mismo momento.
Por delante, cinco exploradoras dispuestas en triángulo invertido constituyen los ojos de la tropa. Con pasos mesurados, tantean el suelo, olfatean el aire, inspeccionan el musgo. Si todo está en orden, envían un mensaje olfativo que significa «nada delante» A continuación se unen a la retaguardia de la procesión para ser remplazadas por «individuos frescos» Este sistema de rotación transforma al grupo en una especie de largo animal cuyo olfato se mantiene siempre hipersensible.
«Nada delante» suena con claridad una veintena de veces. A la veintiuna lo interrumpe un ruido nauseabundo. Una de las exploradoras acaba de acercarse imprudentemente a una planta carnívora. Una dionea. Su perfume embriagador la ha atraído y su liga le ha aprisionado las patas.
A partir de ahí, está perdida. El contacto con los pelos desencadena el mecanismo de la charnela orgánica. Las dos grandes hojas articuladas se cierran inexorablemente, sus largos flecos actúan como dientes. Al cruzarse, se transforman en sólidos barrotes. Cuando su víctima está ya completamente aplastada, la fiera vegetal secreta sus enzimas más voraces, capaces de digerir los caparazones más coriáceos.
Así cae la hormiga. Todo su cuerpo se convierte en savia efervescente. Exhala un vapor de desánimo.
Pero ya no se puede hacer nada por ella. Eso forma parte de los imponderables comunes a todas las expediciones a larga distancia. Sólo hay que dejar la marca «atención, peligro» en las proximidades de la trampa natural.
Vuelven al camino oloroso olvidando el incidente. Las pistas de feromonas indican que es por ahí. Una vez han cruzado la espesura, siguen hacia el oeste. Siempre a 23° con respecto a los rayos del sol. Apenas descansan, cuando el tiempo es demasiado frío o demasiado caluroso. Han de actuar de prisa si no quieren regresar en plena guerra.
Ya ha ocurrido que unas exploradoras vieran a su regreso a la ciudad que ésta estaba rodeada por tropas enemigas. Y forzar el bloqueo nunca ha sido tarea fácil.
Ya está, han encontrado la pista feromona que indica la entrada de la cueva. Del suelo se desprende calor. Se hunden en las profundidades de la tierra rocosa.
Cuanto más bajan, con más claridad oyen en los tímpanos situados en sus tibias el sonido de un regato. Es la fuente del agua caliente. Humea, desprendiendo un fuerte olor a azufre.
Las hormigas abrevan.
En un momento dado reparan en un extraño animal. Se diría que es una bola con patas. En realidad es un escarabajo geotrupa que va empujando una esfera de bosta y tierra en cuyo interior ha dispuesto sus huevos. Como un Atlas legendario, lleva encima su «mundo» Cuando la pendiente es favorable, la esfera rueda sola y él la sigue. En caso contrario, se esfuerza, resbala y a menudo ha de ir a buscarla abajo. Es sorprendente encontrar un escarabajo por aquí. Es más bien un animal de zonas cálidas…
Los belokanianos le dejan pasar. De todos modos, su carne no es muy buena, y su caparazón hace que sea demasiado pesado para transportarlo.
Una silueta negra corre a su izquierda, para esconderse en una anfractuosidad de la roca. Es una tijereta. Y ésta sí que es deliciosa. La exploradora más vieja es también la más rápida. Balancea el abdomen bajo su cuello, se coloca en posición de tiro equilibrándose con las patas traseras, apunta instintivamente y lanza desde lejos una gota de ácido fórmico. El jugo corrosivo concentrado a más del 40 por ciento hiende el espacio.
Tocada.
La tijereta queda fulminada en plena carrera. El ácido concentrado al 40 por ciento no es cualquier cosa. Ya pica con una concentración del 40 por mil, de manera que una concentración del 40 por ciento es algo muy serio. El insecto cae y todas se precipitan a devorar su carne quemada. Las exploradoras del otoño dejaron buenas feromonas. El lugar parece abundar en caza. Las capturas serán buenas.
Bajan a un pozo artesiano y aterrorizan a toda clase de especies subterráneas hasta entonces desconocidas. Un murciélago se esfuerza por poner a fin a su visita, pero ellas le obligan a huir bajo una nube de ácido fórmico.
Los días siguientes siguen rastrillando la cálida caverna, acumulando despojos de pequeños animales blancos y fragmentos de setas de un color verde claro. Con su glándula anal siembran otras feromonas que permitirán a sus hermanas llegar sin problemas hasta aquí para cazar.
La misión ha sido un éxito. El territorio ha prolongado un brazo hasta aquí, más allá de la espesura del oeste. Pesadamente cargadas con las vituallas, cuando ya van a iniciar el camino de regreso, dejan el estandarte químico federal. Su olor clama a los cuatro vientos: «¡Bel-o-kan!»
– ¿Quiere usted repetirlo?
– Wells. Soy el sobrino de Edmond Wells.
La puerta se abre dejando a la vista a un individuo de cerca de dos metros de estatura.
– ¿El señor Jason Bragel…? Perdone que le moleste, pero me gustaría hablar con usted de mi tío. No pude conocerle y mi abuela me dijo que era usted su mejor amigo.
– Entre… ¿Qué quiere usted saber de Edmond?
– Todo. No tuve ocasión de tratarle y lamento…
– Sí. Ya veo. En cualquier caso, Edmond era de ese género de personas que son auténticos misterios vivientes.
– ¿Le conocía usted mucho?
– ¿Quién puede pretender que conoce a quienquiera que sea? Digamos que nuestras dos personalidades iban a menudo juntas y que ni él ni yo veíamos en ello inconveniente ninguno.
– ¿Cómo se conocieron ustedes?
– En la Facultad de Biología. Yo me dedicaba a las plantas y él a las bacterias.
– Dos mundos paralelos.
– Sí, aunque el mío es más salvaje -rectificó Jason Bragel señalando las plantas verdes que invadían su comedor: ¿Las ve usted? Son todas ellas competidoras, están dispuestas a matarse entre sí por un rayo de luz o por una gota de agua. En cuanto una hoja se queda en la sombra, la planta la abandona y las hojas vecinas crecen más. El de los vegetales es verdaderamente un mundo sin piedad…
– ¿Y las bacterias de Edmond?
Las hormigas
– Él mismo decía que no hacía más que estudiar sus ancestros. Digamos que se remontaba un poco más que los demás en su árbol genealógico.
– ¿Por qué las bacterias? ¿Por qué no los monos o los peces?
– Quería comprender la célula en su estadio más primitico. Para él, como el ser humano no era más que un conglomerado de células, lo que había que comprender a fondo era la «psicología» de una célula para deducir el funcionamiento del conjunto. «Un problema grande y complejo no es en realidad más que una unión de pequeños problemas simples» Tomó esta frase al pie de la letra.
– ¿Sólo trabajaba con bacterias?
– No. No. Era una especie de místico, un auténtico generalista. Hubiese querido saberlo todo. También tenía sus extravagancias; por ejemplo, querer controlar los latidos de su propio corazón.
– Pero, ¡eso es imposible!
– Parece ser que algunos yoguis hindúes y tibetanos realizan esa proeza.
– Y eso, ¿para qué sirve?
– No lo sé… Él quería conseguirlo para poder suicidarse deteniendo su corazón con la voluntad. Creía que así podría salir del juego en cualquier momento.
– ¿Por qué le interesaba eso?
– Quizá temía los dolores vinculados con la vejez.
– Ya… Y ¿qué hizo después de doctorarse en Biología?
– Empezó a trabajar para el sector privado, en una empresa que producía bacterias vivas para el yogur. La «Sweetmilk Corporation» Ahí le fue bien. Descubrió una bacteria capaz no sólo de desarrollar un sabor, sino también un olor. Le dieron el premio al mejor invento en el 63 por eso…
– ¿Y después?
– Después se casó con una china. Ling Mi. Una muchacha dulce y risueña. Él, el gruñón, se dulcificó inmediatamente. Estaba muy enamorado. A partir de ese momento le vi más raramente. Es lo clásico.
– Me han dicho que se fue a África.
– Sí, pero se fue después.
– ¿Después de qué?
– Después del drama. Ling Mi era leucémica. El cáncer de la sangre no perdona. En tres meses dejó de vivir. Y el pobre… Él, que confesaba francamente que las células eran apasionantes y los seres humanos indignos de atención… La lección fue cruel. No pudo hacer nada. Paralelamente a ese desastre, tuvo discusiones con sus colegas de las «Sweetmilk Corporation» Dejó su trabajo para quedarse postrado en su casa. Ling Mi le había devuelto la fe en la Humanidad, y perderla le hizo recaer de lleno en la misantropía.
– ¿Se fue a África para olvidar a Ling Mi?
– Quizás. En todo caso, quiso sobre todo hacer que cicatrizasen su herida lanzándose como un poseso a su trabajo de biólogo. Debió de encontrar otro tema apasionante de estudio. No sé exactamente lo que era, pero ya no se trataba de bacterias. Se instaló en África porque probablemente ese trabajo se podía realizar mejor allí. Me envió una postal en la que me explicaba que estaba con un equipo del CNRS y que estaba trabajando con un tal Rosenfeld, que no sé quién es.
– ¿Volvió a ver a Edmond de ahí en adelante?
– Sí. Una vez, y por casualidad, en los Campos Elíseos. Discutimos un poco. Era evidente que había recuperado el gusto de vivir. Pero se mostró muy evasivo, eludió todas mis preguntas un poco profesionales.
– Al parecer, también estaba escribiendo una enciclopedia.
– Eso es de antes. Era su gran tema. Reunir todos los conocimientos en una sola obra…
– ¿Pudo usted ver el texto?
– No. Y no creo que se lo enseñase nunca al primero que llegase. Conociendo a Edmond, debió de esconderlo en lo más profundo de Alaska con un dragón escupidor de fuego para que lo protegiese. Eso era su vertiente de «gran brujo»
Jonathan se disponía ya a despedirse.
– ¡Ah! Una pregunta más. ¿Sabe usted cómo hacer cuatro triángulos equiláteros con seis cerillas?
– Evidentemente. Ésa era su prueba de inteligencia preferida.
– ¿Cuál es la solución?
Jason estalló en una gran carcajada.
– ¡Puede estar usted seguro de que no se la daré! Como decía Edmond: «Le corresponde a cada uno encontrar por sí mismo su camino» Y ya verá usted cómo la satisfacción del descubrimiento es diez veces mayor.
Con todas esas vituallas a la espalda, el camino parece más largo que a la ida. La tropa avanza a buen paso para no verse sorprendida por los rigores de la noche.
Las hormigas son capaces de trabajar las veinticuatro horas del día, desde marzo hasta noviembre, sin tomarse el menor descanso; sin embargo, cada bajada de la temperatura las adormece. Por eso es raro que una expedición salga de viaje más de un día. La ciudad de las hormigas llevaba mucho tiempo planteándose este problema. Sabía que era importante extender los territorios de caza y conocer países lejanos, donde crecen otras plantas y donde viven otros animales con otras costumbres.
En el milenio 850, Bistin-ga, una reina roja de la dinastía Ga (dinastía del Este, desaparecida hace cien mil años), había concebido la loca ambición de conocer los «extremos» del mundo. Había enviado centenares de expediciones hacia los cuatro puntos cardinales. Ninguna de ellas volvió.
La reina actual, Belo-kiu-kiuni, no era tan ambiciosa. Su curiosidad se satisfacía con el descubrimiento de esos pequeños coleópteros dorados que parecen piedras preciosas (y que se encuentran en el profundo Sur), o con la contemplación de las plantas carnívoras que le llevaban a veces vivas y con raíces y que ella esperaba domesticar algún día.
Belo-kiu-kiuni sabía que la mejor manera de conocer nuevos territorios era ampliar aún más la Federación. Cada vez más expediciones a larga distancia, cada vez más ciudades hijas, cada vez más puestos avanzados, y se hace la guerra contra todos los que quieran frenar este progreso.
Claro que la conquista del mundo remoto sería larga, pero esta política de cortos y obstinados pasos estaba de perfecto acuerdo con la filosofía general de las hormigas. «Despacio pero siempre adelante»
En la actualidad, la federación de Bel-o-kan comprendía 64 ciudades hijas, 64 ciudades con el mismo olor. 64 ciudades unidas por una red de 125 kilómetros de pistas excavadas y 780 kilómetros de pistas de olor. 64 ciudades solidarias tanto en las batallas como ante el hambre.
La idea de una federación de ciudades permitía que algunas ciudades se especializasen. Y Belo-kiu-kiuni soñaba incluso con ver un día que una ciudad sólo se dedicaba a los cereales, otra a la carne, una tercera a la guerra.
Aún no habían llegado a ese punto.
En todo caso era una idea que concordaba con otro principio de la filosofía global de las hormigas. «El futuro pertenece a los especialistas»
Las exploradoras aún están lejos de los puestos avanzados. Fuerzan la marcha. Cuando vuelven a pasar junto a la planta carnívora, una guerrera propone desarraigarla para llevársela a Belo-kiu-kiuni.
Conciliábulo de antenas. Discuten mediante la emisión y la recepción de moléculas volátiles y olorosas. Las feromonas. De hecho, son hormonas que brotan de sus cuerpos. Se podría considerar cada una de esas moléculas como un pozal en el que cada medida sería una palabra.
Gracias a las feromonas, las hormigas se entregan a unos diálogos cuyos nexos son prácticamente infinitos. Considerando el nerviosismo del movimiento de las antenas, el debate parece bastante animado.
Es demasiado molesto.
Nuestra Madre no conoce este tipo de planta.
Podemos sufrir pérdidas y entonces habrá menos brazos para llevar el botín.
Cuando hayamos domesticado a las plantas carnívoras serán armas, y podremos mantener frentes sólo con plantarlas alineadas.
Estamos cansadas y va a caer la noche.
Deciden renunciar, rodean la planta y siguen su camino. Cuando el grupo se acerca a un bosquecillo florido, el macho 327, que va atrás, ve una vellorita roja. Nunca ha visto un espécimen de esa planta. No cabe dudarlo.
No hemos conseguido la dionea, pero llevaremos eso.
Se distancia un momento y corta con precaución el tallo de la flor. Luego, apretando contra sí su descubrimiento, corre para alcanzar a sus compañeras.
Sólo que ya no tiene compañeras. La expedición número uno del nuevo año está ciertamente ante él, pero en qué estado… Desánimo. Trauma emotivo. Las patas de 327 empiezan a temblar. Todas sus compañeras yacen muertas.
¿Qué ha podido ocurrir? El ataque ha debido de ser fulminante. Ni siquiera les ha dado tiempo de adoptar la posición de combate, todas están aún en la formación de «serpiente de gran cabeza»
Inspecciona los cuerpos. No se ha lanzado ni una gota de ácido. Las hormigas rojas no han tenido tiempo siquiera de liberar sus feromonas de alerta.
El macho 327 sigue investigando.
Observa las antenas del cadáver de una hermana. Contacto olfativo. No ha quedado registrada ninguna imagen química. Iban caminando y, de repente, ya no.
Hay que entenderlo, hay que entenderlo. Forzosamente existe una explicación. En primer lugar, limpiar el utensilio sensorial. Sirviéndose de las garras curvas de la pata delantera, raspa sus vástagos frontales, retirando la espuma ácida que ha producido su estrés. Los repliega hacia la boca y los lame. Los seca en la pequeña espuela cepillo sutilmente colocada por la Naturaleza en la parte de arriba de su tercer codo.
Luego baja sus antenas limpias a la altura de los ojos y las activa suavemente a 300 vibraciones por segundo. Nada. Incremente la vibración: 500, 1.000, 2.000, 5.000, 8.000 vibraciones por segundo. Está a dos tercios de su capacidad receptora.
Recoge instantáneamente los más ligeros efluvios que flotan en los alrededores: vapores de rocío, polen, esporas, y un ligero olor que ya ha olido pero que le cuesta identificar.
Acelera las vibraciones una vez más. Máxima potencia: 12.000 vibraciones por segundo. Al girar, sus antenas crean pequeñas corrientes de aire aspirantes que atraen hacia él todo el polvo.
Ya está; ha identificado ese ligero perfume. Es el olor de las culpables. Si, sólo pueden ser ellas, las implacables vecinas del norte que causaron ya tantos problemas el año pasado.
Las hormigas enanas de Shi-gae-pu.
También ellas han despertado ya. Han debido tender una emboscada, utilizando una nueva arma fulminante.
No tiene un segundo que perder, hay que avisar a toda la Federación.
– Un rayo láser de gran amplitud es lo que les ha matado a todos, jefe.
– ¿Un rayo láser?
– Sí, una nueva arma capaz de fundir a distancia nuestra nave más grande. Jefe…
– Piensa usted que son los…
– Sí, jefe, sólo los venusinos han podido hacerlo. Esto lleva su firma.
– En ese caso las represalias serán terribles. ¿Cuántos cohetes de combate nos quedan estacionados en la órbita de Orion?
– Cuatro, jefe.
– Nunca serán suficientes. Habría que pedir ayuda a las tropas de…
– ¿Quieres un poco más de sopa?
– No, gracias -repuso Nicolás, completamente hipnotizado por las imágenes.
– Vamos, mira un poco lo que comes o si no apagaremos la televisión.
– Mamá, por favor…
– ¿Aún no estás cansado de esas historias de hombrecillos verdes y de planetas con nombres de marcas de detergente? -preguntó Jonathan.
– Es que me interesa. Estoy seguro de que algún día encontraremos extraterrestres.
– Sí, ya. Hace mucho tiempo que se habla de eso.
– Han enviado una sonda hacia la estrella más cercana. Marco Polo es el nombre de la sonda. Pronto sabremos quiénes son nuestros vecinos.
– Fracasará como todas las demás sondas que han enviado a contaminar el espacio. Está demasiado lejos, es lo que yo digo.
– Es posible; pero ¿quién te dice que no serán ellos, los extraterrestres, los que vengan a vernos? Al fin y al cabo, no se han aclarado todos los casos de gente que ha visto un OVNI.
– ¿De qué nos iba a servir encontrar a otros pueblos inteligentes? Acabaríamos fatalmente haciéndonos la guerra los unos a los otros. ¿No te parece que ya hay bastantes problemas entre los terrestres?
– Resultaría exótico. Quizás hubiese nuevos lugares a los que ir de vacaciones.
– Lo que habría más que nada sería nuevos problemas.
Tomó el mentón de Nicolás.
– Mira, hijo, ya verás cómo cuando seas mayor pensarás como yo. El único animal verdaderamente apasionante, el único animal cuya inteligencia es de verdad diferente de la nuestra es… la mujer.
Lucie protestó por puro trámite. Los dos rieron. Nicolás se sintió molesto. Eso debía de ser el sentido del humor de los adultos… Su mano fue en busca del pelaje reconfortante del perro.
No estaba debajo de la mesa.
– ¿Dónde está Ouarzazate?
El perro no estaba en el comedor.
– Ouarzi. ¡Ouarzi!
Nicolás empezó a silbar soplando entre los dedos. Normalmente el efecto era inmediato; se oía un ladrido seguido por el ruido de las patas. Silbó otra vez. Sin resultado. Fue a buscarle por las numerosas habitaciones del piso. Sus padres se reunieron con él. El perro no aparecía. La puerta estaba cerrada. No podía haber salido por sus propios medios; los perros aún no saben utilizar las llaves.
Maquinalmente, se dirigieron todos a la cocina, y más concretamente a la puerta de la bodega. La rendija aún no estaba cegada. Y era justo lo bastante amplia como para que pudiese pasar un animal del tamaño de Ouarzazate.
– Está ahí dentro. Estoy seguro de que está ahí dentro -gimió Nicolás. Tenemos que ir a buscarle.
Como para responder a esta petición, se oyeron unos ladridos procedentes de la bodega. Parecían llegar de muy lejos. Todos se acercaron a la puerta prohibida. Jonathan se interpuso.
– Papá ya lo dijo: a la bodega no se va.
– Pero, querido -dijo Lucie, hay que ir a buscarle. Quizá le hayan atacado las ratas. Tú dijiste que había ratas.
Su rostro se quedó sin expresión.
– Peor para el perro. Iremos a comprar otro mañana.
El chico estaba atónito.
– Pero, papá, no es otro perro lo que yo quiero. Ouarzazate es mi amigo, y tú no puedes dejarle morir así.
– ¿Qué te pasa? -dijo Lucie. Déjame que vaya yo si a ti te da miedo.
– ¿Eres miedoso, papá? ¿Eres un cobarde?
Jonathan no podía soportar eso. Murmuró «está bien, iré a echar un vistazo», y fue a buscar una linterna. Iluminó la grieta. Estaba oscuro, completamente negro, de un negro que lo desdibujaba todo.
Se estremeció. Ardía en deseos de huir. Pero su mujer y su hijo le empujaban hacia el abismo. Unas ideas ácidas inundaron su cabeza. Su fobia a la oscuridad se adueñaba de todo.
– Está muerto. Estoy seguro de que está muerto. Es culpa tuya.
– Quizás esté herido -medió Lucie. Tendríamos que ir a ver.
Jonathan pensó otra vez en el mensaje de Edmond. Su tono era imperativo. Pero, ¿qué podía hacer? Un día, forzosamente, uno de ellos sucumbiría y entraría. Tenía que coger el toro por los cuernos. Era ahora o nunca. Pasó una mano por su frente sudorosa.
No. Las cosas no seguirían así. Por fin tenía una ocasión para hacer frente a sus miedos y hacer frente al peligro. ¿Que la oscuridad quería engullirle? Pues tanto mejor. Estaba dispuesto a ir hasta el fondo del asunto. De todos modos, no tenia nada que perder.
– ¡Allá voy!
Fue a buscar sus herramientas e hizo saltar la cerradura.
– Pase lo que pase, no os mováis de aquí. Sobre todo no intentéis llegar hasta mí ni llaméis a la Policía. ¡Esperadme!
– Hablas de una forma rara. Después de todo no es más que una bodega, una bodega como tantas otras.
– Yo no estoy tan seguro de eso.
Iluminado por el óvalo naranja de un sol declinante, el macho 327, último superviviente de la primera expedición de caza de la primavera, corre solo. Insoportablemente solo.
Hace tiempo ya que sus patas chapotean en charcas, en el barro y en las hojas húmedas. El viento ha secado todos sus labios. El polvo ha cubierto su cuerpo con un manto ámbar. Ya no siente sus músculos. Muchas de sus garras están rotas. Pero al final del carril olfativo sobre el que se ha lanzado distingue pronto su objetivo. Entre los montículos que son las ciudades belokanianas, una forma va creciendo con cada una de sus pisadas, la enorme pirámide de Bel-o-kan, la ciudad madre, que le atrae como un imán y le aspira.
327 llega por fin al pie del imponente hormiguero. Levanta la cabeza. Su ciudad ha crecido aún más. Se ha iniciado la construcción de la nueva capa protectora de la cúpula. La cima de la montaña de ramitas desafía a la luna. El joven macho busca un momento, encuentra a ras del suelo una entrada todavía abierta y se introduce por ella. A tiempo. Todas las obreras y los soldados que trabajan en el exterior han regresado ya. Los guardias se disponen a cubrir las salidas para que el calor del interior se mantenga. Apenas ha franqueado el umbral cuando los albañiles entran en actividad y el agujero se cierra tras él, casi de golpe.
Y ya está, ya no se ve nada del mundo exterior frío y bárbaro. El macho 327 ha entrado otra vez en la civilización. Ya puede fundirse con el Nido tranquilizador. Ya no está solo, es múltiple.
Unos centinelas se acercan. No le han reconocido bajo la capa de polvo. Emite inmediatamente sus aromas de identificación y los otros se tranquilizan.
Una obrera cae en la cuenta de sus olores de cansancio y le propone una trofalaxia, el ritual del don de su cuerpo. Todas las hormigas tienen en el abdomen una especie de bolsillo, que de hecho es un estómago secundario que no digiere los alimentos. Es el buche social. Puede almacenar comida, que permanece en él indefinidamente fresca e intacta. Puede luego regurgitarla y enviarla al estómago «normal digeridor.» O bien la escupe para dársela a un congénere.
Los gestos son siempre los mismos. La hormiga oferente se acerca al objeto de su deseo de trogalaxia dándole unos golpecitos en la cabeza. Si la hormiga que es así avisada acepta, baja las antenas. Si las levanta, es signo de rechazo, no tiene hambre.
El macho 327 no lo duda ni un momento. Sus reservas energéticas están tan bajas que está al borde de caer en la catalepsia. Las dos hormigas se acoplan boca contra boca. El alimento llega. La oferente regurgita primero saliva, luego jarabe y cereales. Está bueno y es un gran reconstituyente.
La donación acaba y el macho se separa inmediatamente. Lo recuerda todo. Los muertos. La emboscada. No tiene un momento que perder. Levanta las antenas y espolvorea la información en finas gotitas a su alrededor.
Alerta. Es la guerra. Las enanas han destruido nuestra primera expedición. Tienen una arma nueva de efectos destructores. Zafarrancho de combate. Se ha declarado la guerra…
La centinela se aparta. Esos olores de alerta le producen molestias en el cerebro. Se forma un corro en torno al macho 327.
¿Qué le ocurre?
¿Qué pasa?
Dice que se ha declarado la guerra.
¿Tiene pruebas?
Llegan hormigas de todas partes.
Habla de un arma nueva y de una expedición diezmada.
Eso es grave.
¿Tiene pruebas?
El macho se encuentra ahora en medio de un cuajaron de hormigas.
Alerta, alerta. Se ha declarado la guerra. Zafarrancho de combate.
¿Tiene pruebas?
Todas repiten esta frase olorosa.
No, no tiene pruebas. Estaba tan sorprendido que no ha pensado en recogerlas. Movimiento de antenas. Las cabezas se mueven, dubitativas.
¿Dónde ocurrió eso?
Al oeste de La-chola-kan, entre el nuevo puesto de caza que encontraron las exploradoras y nuestras ciudades. Una zona donde patrullan a menudo las enanas.
Eso es imposible. Nuestras espías han regresado. Dicen categóricamente que las enanas aún no han despertado.
Es una antena anónima la que acaba de emitir esta frase feromona. La multitud se dispersa. Todas la creen. Y a él no. En lo que dice hay acentos de verdad, pero su historia es muy poco verosímil. Las guerras de primavera nunca empiezan tan pronto. Las enanas estarían locas si atacasen cuando ni siquiera están todas despiertas. Cada uno vuelve a su tarea sin considerar la información que ha transmitido el macho 327.
El único superviviente de la primera expedición de caza está aturdido. No, él no ha inventado esas muertes. Acabarán dándose cuenta de que los efectivos de una casta no están completos.
Sus antenas caen sobre la frente. Experimenta la sensación degradante de que su vida no sirve para nada. Como si ya no viviese para los demás, sino sólo para sí mismo.
Se estremece de horror ante este pensamiento. Se lanza adelante, corre febrilmente. Incordia a las obreras y las toma por testigos. Dudan incluso si pararse cuando él desgrana la fórmula ritual:
He sido la pata del explorador,
he sido el ojo dispuesto
y de regreso soy el estímulo nervioso
A todo el mundo le da lo mismo. Le oyen sin prestarle atención. Y luego se van sin precipitaciones. ¡Pues que deje de estimular!
Ya hacía cuatro horas que Jonathan había entrado en la bodega.
Su mujer y su hijo estaban en vilo.
– ¿Llamamos a la Policía, mamá?
– No, aún no.
Lucie se acercó a la puerta.
– ¿Ha muerto papá? Di, mamá, ¿ha muerto papá lo mismo que Ouarzi?
– No, claro que no. Hijo, ¡qué tonterías se te ocurren!
Lucie estaba llena de angustia. Se inclinó para examinar la grieta. Con la potente linterna halógena que acababa de comprar le parecía ver un poco más allá una… escalera de caracol.
Se sentó en el suelo. Nicolás lo hizo a su lado. Lucie le abrazó.
– Volverá. Hay que tener paciencia. Nos dijo que esperásemos. Esperemos un poco más.
– ¿Y si no vuelve?
327 está cansado. Tiene la sensación de debatirse en el agua. Se mueve, pero no adelanta.
Decide ir a ver a Belo-kiu-kiuni personalmente. La madre, que tiene ya catorce inviernos, posee una experiencia incomparable, ya que las hormigas asexuadas que forman la mayoría de la población viven como máximo tres años. Sólo ella puede ayudarle a encontrar un medio para pasar la información.
El joven macho toma la vía de urgencia que lleva al corazón de la ciudad. Muchos miles de obreras cargadas con huevos corren por esta amplia galería. Suben sus cargas desde el nivel cuarenta bajo el suelo hasta las casas-cuna del solano, que está en el nivel treinta y cinco por encima del suelo. Es un gran flujo de cascaritas blancas llevadas entre las patas, que va de abajo arriba y de la derecha a la izquierda.
Él tiene que ir en sentido inverso. No es fácil. 327 tropieza con algunas nodrizas, que inmediatamente amonestan al vándalo. A él le empujan, le arañan, le pisotean, le golpean. Afortunadamente, el corredor no está saturado. Consigue abrirse camino en la masa movediza.
Tomando a continuación por los túneles pequeños, itinerario más largo aunque menos dificultoso, corre a buena velocidad. De las arterias pasa a los capilares, de los capilares a las venas. Recorre kilómetros de esta manera, franquea puentes, arcos, cruza plazas vacías o abarrotadas.
Se orienta sin problemas en medio de la oscuridad, gracias a sus tres ocelos frontales de visión con infrarrojos. A medida que se va acercando a la ciudad prohibida, el olor dulzón de la Madre se va haciendo más denso y el número de guardias va en aumento. Las hay de todas las subcastas guerreras, de todos los tamaños, de todas las armas. Pequeñas con grandes mandíbulas dentadas, corpulentas equipadas con placas torácicas duras como la madera, rechonchas con cortas antenas, artilleras cuyo abdomen está lleno de venenos convulsivos.
El 327, provisto de olores pasaporte válidos, pasa sin problemas por los puestos de control. Las soldados están tranquilas. Se sabe que las grandes batallas territoriales no se han iniciado todavía.
Muy cerca ya de su objetivo, presenta su identificación a las hormigas porteras, y entra ya en el último corredor que lleva a la estancia real.
Se detiene en el umbral, abrumado por la belleza de ese lugar único. Es una gran sala circular construida según las normas arquitectónicas y geométricas de gran precisión que las reinas madres transmiten a sus hijas de antena a antena.
La bóveda principal mide doce cabezas de alto por treinta de diámetro (la cabeza es la unidad de medida de la Federación; una cabeza equivale a tres milímetros en las unidades de medida comunes entre los humanos) Unas pilastras de raros cementos sostienen este templo insecto, el cual, con la forma cóncava de su suelo, está concebido para que las moléculas olorosas emitidas por los individuos reboten el mayor tiempo posible sin impregnar las paredes. Es un notable anfiteatro olfativo.
En el centro reposa una gran dama. Está recostada sobre el vientre y lanza de vez en cuando una pata hacia una flor amarilla. La flor se cierra a veces secamente. Pero la pata ya se ha retirado.
Esta dama es Belo-kiu-kiuni.
Belo-kiu-kiuni, última reina hormiga roja de la ciudad central.
Belo-kiu-kiuni, única ponedora, generadora de todos los cuerpos y de todos los espíritus del Nido.
Belo-kiu-kiuni, que reinaba ya durante la gran guerra con las abejas, durante la conquista de las termiteras del Sur, durante la pacificación de los territorios de las arañas, durante la terrible guerra de usura impuesta por los avispones de la encina, y desde el año pasado era ella quien coordinaba los esfuerzos de las ciudades para resistir a la presión en las fronteras del Norte de las hormigas enanas.
Belo-kiu-kiuni, que bate récords de longevidad.
Belo-kiu-kiuni, su madre.
Ese monumento viviente está ahí, muy cerca de él, como antaño. La humidifican y acarician veinte jóvenes obreras siervas, cuando antaño era él, el 327, quien la cuidaba con sus patitas todavía inhábiles.
La joven planta carnívora encaja las mandíbulas con ruido seco y madre emite una pequeña broma olorosa. Nadie sabía de dónde procedía esa pasión suya por las fieras vegetales.
327 se acerca a ella. Vista de cerca, Madre no es muy bella. Tiene el cráneo prolongado hacia delante, con dos enormes ojos globulosos que parecen mirar a la vez a todas partes. Sus ocelos infrarrojos están incrustados en medio de la frente, muy juntos. Por el contrario, sus antenas están exageradamente separadas. Son muy largas, muy ligeras y vibran con cortos temblores que se adivina que están perfectamente dominados.
Hace ya muchos días que Madre ha salido del gran sueño, y desde entonces no ha cesado de poner. Su abdomen, diez veces más voluminoso que lo normal, está recorrido por continuos espasmos. En ese mismo momento, deja ir ocho huevos delgaduchos, de un color gris claro con reflejos nacarados; la última generación de belokanianos. El futuro, redondo y deslizante, escapa de sus entrañas y rueda por la estancia, e inmediatamente las nodrizas se hacen cargo de él.
El joven macho reconoce el olor de esos huevos. Son soldados estériles y machos. Aún hace frío y la glándula productora de «hijas» todavía no se ha activado. En cuanto la meteorología lo permita. Madre pondrá huevos de cada casta de acuerdo con las necesidades de la Ciudad. Unas obreras irán a decirle que «faltan moledoras de cereales o artilleras», y Madre pondrá a tenor de lo pedido. También puede a veces ocurrir que Belo-kiu-kiuni salga de su estancia y vaya a husmear por los corredores. Tiene las antenas lo suficientemente sensibles como para detectar el menor déficit en el seno de tal o cual casta. Y completa inmediatamente los efectivos.
Madre da aún a luz cinco unidades y luego se vuelve hacia su visitante. Le toca y le lame. El contacto con la saliva real siempre es algo extraordinario. Esa saliva no es tan sólo un desinfectante universal, sino también una auténtica panacea que cura todas las heridas, salvo las del interior de la cabeza.
Si bien Belo-kiu-kiuni no puede reconocer personalmente a uno solo de sus innumerables hijos, muestra con este acto salivar que ha identificado sus olores. Éste es suyo.
El diálogo antenar puede iniciarse.
Bien venido al sexo del Nido. Me dejaste, pero no puedes evitar volver.
Frase ritual de una madre a sus hijos. Una vez la ha comunicado, husmea las feromonas de los once segmentos con una flema que impresiona al joven 327… La reina ya ha comprendido los motivos de su visita… La primera expedición enviada al Oeste ha sido totalmente aniquilada. En los alrededores del lugar de la catástrofe había olores de hormigas enanas. Probablemente han debido de descubrir un arma secreta.
Como explorador, ha sido la pata.
En el lugar, ha sido el ojo,
y de regreso es el estímulo nervioso.
Ciertamente. Sólo que el problema es que no consigue estimular el Nido. Sus efluvios no convencen a nadie. Y él considera que sólo ella, Belo-kiu-kiuni, puede saber cómo conseguir que el mensaje circule y dar la alerta.
Madre le husmea con redoblada atención. Capta las menores moléculas volátiles de sus articulaciones y sus patas. Sí, hay huellas de muerte, y también de misterio… Podría ser la guerra… Y muy bien pudiera no serlo.
Ella le hace ver que en todo caso no tiene poder político alguno. En el Nido, las decisiones se toman mediante concertación permanente, a través de la formación de grupos de trabajo dedicados a proyectos libremente elegidos. Si él no es capaz de generar uno de esos centros nerviosos, o sea de montar un grupo de trabajo, su experiencia no le servirá de nada a nadie.
La reina no puede ni tan siquiera ayudarle.
El macho 327 insiste. Por una vez que tiene una interlocutora que parece dispuesta a escucharle hasta el final, emite con todas sus fuerzas sus moléculas más seductoras. En su opinión, esta catástrofe debiera ser el problema prioritario. Habría que enviar inmediatamente espías para tratar de averiguar qué es ese arma secreta. Belo-kiu-kiuni le responde que el Nido rebosa «problemas prioritarios» No sólo no ha terminado por completo el despertar primaveral, sino que la piel de la Ciudad está aún en obras. Mientras no se haya colocado la última capa de ramitas, resulta problemático lanzarse a hacer la guerra. Por otra parte, en el Nido hay escasez de proteínas y azúcares. Y, finalmente, hay que pensar ya en preparar la fiesta del Renacimiento. Todo eso requiere la energía vital de cada hormiga. Incluso las espías están con exceso de trabajo. Y eso explicaría por qué su mensaje de angustia no se pueda atender.
Pasa un momento. Sólo se oye cómo los labios de las obreras lamen el caparazón de la Madre. Ésta, por su parte, ha vuelto a sus manejos con la planta carnívora. La reina se contorsiona hasta colocar el abdomen bajo el tórax. Sus dos patas anteriores quedan colgando. Retira velozmente la pata cuando las mandíbulas vegetales se cierran, y luego toma a 327 como testigo del arma formidable que eso podría ser.
Podríamos levantar un muro de plantas carnívoras para proteger toda la frontera noroeste. El único problema es que por el momento estos pequeños monstruos no saben hacer la distinción entre la gente de la Ciudad y los extranjeros.
327 vuelve sobre la cuestión que le preocupa. Belo-kiu-kiuni le pregunta cuántos individuos murieron en el «accidente» Veintiocho. ¿Todos eran de la subclase de las guerreras exploradoras? Sí; él era el único macho de la expedición. La reina, entonces, se concentra y pone sucesivamente veintiocho perlas, que son tantas como las hermanas liquidadas.
Veintiocho hormigas han muerto, y esos veintiocho huevos las remplazarán.
UN DÍA FATALMENTE. Un día, fatalmente, unos dedos se posarán en estas páginas, unos ojos se deslizarán sobre estas palabras, unos cerebros interpretarán su significado.
No quiero que ese momento llegue demasiado pronto. Las consecuencias podrían ser terribles. Y en el momento en que escribo estas frases aún lucho para preservar mi secreto.
Sin embargo, un día se hará necesario que se sepa lo que ha ocurrido. Incluso los secretos más profundamente escondidos acaban por emerger a la superficie del lago. El tiempo es el peor enemigo.
Quienquiera que seas, en primer lugar te saludo. En el momento en que me lees, yo estoy ya probablemente muerto hace diez años, o cien. Al menos, así lo espero.
Lamento a veces haber accedido a este conocimiento. Pero soy humano, y aunque mi solidaridad con mi especie está en este momento en su estadio más bajo, conozco todas las obligaciones que me impone el solo hecho de haber nacido un día entre vosotros, hombres de este universo.
He de transmitir mi historia.
Todas las historias se parecen, vistas de cerca. Al principio, hay un ser en devenir que duerme. Sufre una crisis. Esta crisis le obliga a reaccionar. Según su comportamiento, morirá o evolucionará.
La primera historia que voy a contarte es la de nuestro universo. Porque vivimos en él. Y porque todas las cosas, pequeñas y grandes, responden a las mismas leyes y conocen los mismos lazos de interdependencia.
Por ejemplo, tú que das vuelta a esta página, frotas con tu índice un determinado punto de la celulosa del papel. De este contacto resulta un calentamiento mínimo. Un calentamiento pese a ello muy real. En relación con lo infinitamente pequeño, este calentamiento provoca el salto de un electrón que abandona su átomo y percute a continuación contra otra partícula.
Pero esta partícula es, de hecho, «relativamente» en cuanto a sí misma, inmensa. Tanto es así que el choque con el electrón es para ella un auténtico cataclismo. Antes era inerte, vacía, fría. A causa de tu «volver la página», ha entrado en crisis. Chispas gigantescas la recorren. Tan sólo con este gesto, has provocado algo cuyas consecuencias no conocerás nunca. Quizás hayan nacido mundos, con gentes en su superficie, y esas gentes descubrirán la metalurgia, la cocina provenzal y los viajes interestelares. Podrán incluso revelarse como más inteligentes que nosotros. Jamás hubiesen llegado a existir si no hubiese tenido este libro entre las manos y si tu dedo no hubiese provocado un calentamiento, precisamente en ese lugar del papel.
Paralelamente, seguramente nuestro universo también ocupa su lugar en un espacio de página de un libro, en una suela de zapato o en la espuma de un vaso de cerveza de alguna otra civilización gigante.
No cabe duda de que nuestra generación no tendrá nunca los medios para comprobarlo. Pero lo que sí sabemos es que hace mucho tiempo nuestro universo, o en cualquier caso la partícula que contiene a nuestro universo, estaba fría, vacía, oscura, inmóvil. Y luego alguien o algo provocó la crisis. Alguien dio vuelta a una página, pisó una piedra, apartó la espuma de un vaso de cerveza. Y así se produjo un trauma. Nuestra partícula despertó. Sabemos que en nuestro caso fue una explosión gigantesca, a la que se le dio el nombre de Big-Bang.
Cada segundo, en lo infinitamente grande y en lo infinitamente lejano, hay quizás un universo que nace como el nuestro nació hace más de quince mil millones de años. Los demás universos no los conocemos. Pero del nuestro sabemos que empezó con la explosión del átomo más «pequeño y más simple»: el hidrógeno.
Imagina entonces este vasto espacio silencioso repentinamente despierto por una titánica deflagración. ¿Por qué le dieron vuelta a la página allí arriba? ¿Por qué alguien apartó la espuma de la cerveza? Poco importa. Lo que sí es cierto es que el hidrógeno arde, estalla, abrasa. Una inmensa luz resplandece en el espacio inmaculado. Crisis. Las cosas inmóviles adquieren movimiento. Las cosas frías se calientan. Las cosas silenciosas zumban.
En el brasero inicial el hidrógeno se transforma en helio, un átomo apenas más complejo. Pero de esta transformación ya se puede deducir la primera gran regla del juego de nuestro universo: CADA VEZ MAYOR COMPLEJIDAD.
Esta regla parece evidente. Pero nada prueba que en los universos vecinos no sea diferente, y quizá se manifieste como CADA VEZ MAYOR CALOR, O CADA VEZ MÁS DUREZA O CADA VEZ MÁS DIVERTIDO.
Entre nosotros las cosas también se vuelven más cálidas, más duras o más divertidas, pero ésa no es la ley inicial. Sólo se trata de añadidos. Nuestra ley raíz, a cuyo alrededor se organizan todas las demás, es: CADA VEZ MÁS COMPLEJO.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto
El macho 327 vaga por los corredores del sur de la ciudad. No está tranquilo. Va repitiendo la frase:
Como explorador, fue la pata.
En el lugar, fue el ojo;
y de regreso es el estímulo nervioso.
¿Por qué no funciona? ¿Dónde está el error? Su cuerpo hierve con la información inatendida. Considera que han herido al Nido y que éste no se ha dado cuenta. Y sin embargo el estímulo del dolor es él. Le corresponde, pues, a él hacer que la Ciudad reaccione.
¡Qué duro es para él tener un mensaje de sufrimiento, guardarlo en su interior, sin encontrar ninguna antena que quiera recibirlo! ¡Le gustaría tanto descargarse de todo ese peso, compartir con otros ese terrible conocimiento!
Una hormiga mensajera térmica pasa junto a él. Al sentirle deprimido, cree que es que ha tenido un mal despertar y le hace entrega de sus calorías solares. Eso le da algo de más de energía, y la utiliza a continuación para tratar de convencerla.
¡Alerta, una expedición ha sido destruida en una emboscada tendida por las enanas, alerta!
Pero ni siquiera tiene el acento de veracidad de antes. La mensajera térmica se marcha como si nada. El macho 327 no renuncia. Sigue por los corredores dando su mensaje de alerta.
A veces algunas guerreras se detienen, le escuchan, llegan incluso a dialogar con él, pero su historia de un arma aniquiladora resulta muy poco verosímil. No se forma grupo ninguno que se haga cargo de organizar un misión militar.
327 se retira, abatido.
De repente, cuando está recorriendo un túnel desierto del cuarto nivel del subsuelo, detecta un ruido detrás de él. Alguien le está siguiendo.
327 se vuelve. Inspecciona el corredor con sus ocelos de infrarrojos. Manchas rojas y negras. No hay nadie. Qué raro. Ha debido de equivocarse. Pero el ruido de pasos vuelve a sonar detrás de él. Scrisss… tssss, scrisss, tsss… Es alguien que debe de cojear de dos de sus seis patas y que se le acerca.
Para cerciorarse de ello, se desvía en cada encrucijada y luego se detiene un momento. El ruido se interrumpe. Y en cuanto echa a andar otra vez, scrissss, tsss…srisss, tssss…, vuelve a oír el ruido.
No cabe duda, le están siguiendo.
Es alguien que se esconde cuando se vuelve. Es un extraño comportamiento, absolutamente inédito. ¿Por qué una célula del Nido seguiría a otra sin darse a conocer? Aquí todo el mundo está con todo el mundo y no tiene nada que ocultarle a nadie.
La presencia sigue persistiendo, siempre a distancia, siempre oculta. Scrisss, tsss, scrisss, tsss… ¿Qué hacer? Cuando aún era larva, las nodrizas le enseñaron que siempre hay que hacerle frente al peligro. Se detiene y simula lavarse. La presencia ya no está muy lejos. Ya casi la siente. Sigue simulando los gestos de limpieza y mueve sus antenas. Ya está; ya percibe las moléculas olorosas del perseguidor. Es una guerrera de un año. Expande un olor singular, que encubre sus identificaciones corrientes. No es fácil definirlo. Parece un olor a roca.
La guerrera ya no se oculta. Scrisss, tsss… Ahora puede verla en infrarrojos. En efecto, tiene dos patas menos. El olor a roca se hace más intenso.
327 emite:
¿Quién anda ahí?
No hay respuesta.
¿Por qué me sigues?
No hay respuesta.
Queriendo olvidar el incidente, echa a andar otra vez, pero pronto detecta otra presencia que llega de delante. Esta vez es una gran guerrera. La galería es estrecha y no va a poder pasar.
¿Dar media vuelta? Eso le llevaría a enfrentarse con la coja, que se apresura hacía él.
Está atrapado.
Y ahora lo huele: son dos guerreras, y las dos exhalan ese olor a roca. La grande abre sus grandes tenazas.
¡Es una trampa!
Es inimaginable que una hormiga de la ciudad quiera matar a otra. ¿Se habrá producido un trastorno del sistema inmunitario? ¿Es que no han reconocido sus olores de identificación? ¿Le toman por un cuerpo extraño? ¡Qué insensatez! Eso sería como si su estómago hubiese decidido asesinar a su intestino. El macho 327 incrementa la intensidad de sus emisiones:
Soy como vosotras una célula del Nido. Pertenecemos al mismo organismo.
Son soldados jóvenes. Deben de equivocarse. Pero sus emisiones no suavizan sus propósitos. La pequeña coja salta sobre su espalda y le sujeta por las alas, mientras la grande le apresa la cabeza entre sus mandíbulas. Así amarrado, le arrastran hacia el contenedor de residuos.
El macho 327 lucha. Con su segmento para el diálogo sexual, emite toda clase de emociones que ni los asexuados conocen, recorriendo desde la incomprensión al pánico.
Para no ensuciarse con esas ideas «abstractas», la coja, que sigue sobre su mesotomo, le raspa las antenas con las mandíbulas. Con ello le quita todas sus feromonas, en especial sus olores pasaportes. Pero, en todo caso, allí donde le llevan ya no le servirán de gran cosa.
El siniestro trío avanza presuroso por los corredores menos frecuentados. La pequeña coja sigue metódicamente con su trabajo de limpieza. Se diría que no quiere que quede información alguna en esa cabeza. El macho ya no se resiste. Se prepara, resignado, a extinguirse haciendo que los latidos de su corazón sean más lentos.
«¿Por qué tanta violencia? ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué, hermanos?
»Uno, sólo somos uno, todos unidos somos hijos de la Tierra y de Dios.
«Abandonemos nuestras vanas disputas. El siglo XXII será espiritual o no será. Abandonemos nuestras viejas querellas basadas en el orgullo y la duplicidad.
»El individualismo, ése es nuestro verdadero enemigo. Si ante un hermano necesitado le dejáis morir de hambre, ya no sois dignos de formar parte de la gran comunidad del mundo. Si un ser perdido os pide ayuda y socorro, y le cerráis la puerta, no sois de los nuestros.
»¡Os conozco, a vosotros, con vuestra buena conciencia, envueltos en sedas! No pensáis más que en vuestra comodidad personal, no deseáis más que glorias individuales, la felicidad, sí, pero sólo la vuestra y la de vuestra familia más próxima.
»Os conozco, digo. A ti, a ti, y a ti. Dejad de sonreír ante vuestras pantallas, os estoy hablando de cosas graves. Os hablo del futuro de la Humanidad. Esto no puede durar. Esta forma de vivir no tiene sentido. Lo gastamos todo, lo destruimos todo. Se talan los bosques para hacer pañuelos desechables. Todo se ha convertido en desechable: cubiertos, plumas, vestido, cámaras de fotografiar, automóviles, y sin daros cuenta también vosotros os convertís en desechables. Renunciad a esta forma superficial de vida. Tenéis que renunciar hoy, antes de que os veáis forzados a renunciar mañana.
»Venid con nosotros, unos a nuestro ejército de fíeles. Todos nosotros somos soldados de Dios, hermanos míos»
Imagen de una locutora. «Esta emisión evangélica se la ha brindado el padre Mac Donald de la nueva Iglesia adventista del cuadragésimo quinto día y la empresa de supercongelados «Sweetmilk.» Se ha difundido vía satélite en mundo-visión. Y ahora, antes de nuestra serie de ciencia ficción Extraterrestre y orgulloso de serlo, vean un espacio de publicidad.
Lucie no conseguía, como Nicolás, dejar por completo de pensar viendo la televisión. Hacía ya ocho horas que Jonathan estaba allá abajo y seguía sin haber noticia alguna.
Su mano se acercó al teléfono. Les había dicho que no hiciesen nada, pero ¿y si estaba muerto? ¿Y si había quedado atrapado entre los escombros?
Aún no tenía valor para bajar. Su mano descolgó. Marcó el número de socorro de la Policía.
– ¿Policía…?
– Te pedí que no telefoneases -dijo una voz débil y átona procedente de la cocina.
– ¡Papá! ¡Papá!
Lucie colgó el aparato mientras en él seguía sonando una voz: «Diga, Diga. Hable. Dénos una dirección» Fuera.
– Sí, sí, soy yo. No debíais de inquietaros. Ya os dije que me esperaseis tranquilos.
¿Tranquilos? ¡Ésa sí que era buena!
Jonathan tenía en brazos los restos de lo que había sido Ouarzazate y que ya no era más que un montón de carne sanguinolenta. Y el mismo hombre estaba transfigurado. No parecía aterrorizado ni abrumado; incluso parecía más bien sonriente. No, no era eso. ¿Cómo decirlo? Daba la sensación de que había envejecido o de que se había puesto enfermo. Su mirada era febril, el color lívido, temblaba y parecía agotado.
Al ver el cuerpo martirizado de su perro, Nicolás se echó a llorar. Se diría que el pobre animal había sido lacerado por centenares de cortes practicados con una pequeña navaja de afeitar.
Lo depositaron encima de un periódico desplegado.
Nicolás no paraba de lamentarse por la muerte de su compañero de juegos. Se acabó. Nunca más le vería saltar contra la pared al pronunciar «gato» Nunca más le vería abrir los picaportes de las puertas con un alegre salto. Nunca más le salvaría de los grandes pastores alemanes homosexuales.
Ouarzazate ya no existía.
– Mañana le llevaremos al cementerio para perros del Pére Lachaise -concedió Jonathan. Le compraremos una tumba de cuatro mil quinientos francos, ya sabes, una en la que podamos poner su fotografía.
– ¡Sí! ¡Sí! -dijo Nicolás entre dos sollozos. Eso es lo menos que merece.
– Y luego iremos a la Protectora de Animales, y elegirás otro animal. ¿Por qué no te decides por un perrito faldero? También son muy bonitos.
Lucie no acababa de recuperarse. No sabía por qué pregunta empezar. ¿Por qué había tardado tanto? ¿Qué le había pasado al perro? ¿Qué le había pasado a él? ¿Quería comer algo? ¿Había pensado en la angustia de su familia?
– ¿Qué hay allí abajo? -acabó diciendo con voz sin inflexiones.
– Nada. Nada.
– Pero ¿te das cuenta del estado en que vuelves? Y el perro… Es como si hubiese pasado por una trituradora eléctrica. ¿Qué le ha ocurrido?
Jonathan se pasó una mano sucia por su frente.
– El notario tenía razón, allí abajo está lleno de ratas. A Ouarzazate le han destrozado unas ratas furiosas.
– ¿Y tú?
Jonathan dejó escapar una risita.
– Yo soy un animal más grande y les doy miedo.
– Pero ¡es una locura! ¿Qué has hecho ahí abajo durante ocho horas? ¿Qué hay en el fondo de esa maldita bodega?
– No sé lo que hay en el fondo. No he llegado hasta el final.
– ¡Que no has ido hasta el final!
– No. Es que es muy, muy profunda.
– En ocho horas no has llegado hasta el final de… de nuestra bodega.
– No. Me detuve al ver el perro. Había sangre por todas partes. Ouarzazate debió pelear encarnizadamente. Es increíble que un perro tan pequeño pudiese resistir tanto tiempo.
– Pero ¿hasta dónde llegaste? ¿Hasta medio camino?
– ¿Cómo podría saberlo? En cualquier caso, ya no podía seguir. También yo tenía miedo. Ya sabes que no puedo soportar la oscuridad ni la violencia. Nadie en mi lugar hubiese seguido adelante. No se puede seguir indefinidamente en terreno desconocido. Y también pensé en ti, en vosotros. No puedes saber cómo es aquello… Es tan sombrío. Es la muerte.
Al acabar esta frase le dio una especie de tic en la comisura izquierda de la boca. Lucie nunca le había visto así y comprendió que no tenía que seguir atosigándole. Le rodeó la cintura y besó sus labios fríos.
– Tranquilízate, ya se ha acabado. Vamos a clausurar esa puerta y no hablaremos más de ello.
Él se echó atrás.
– No. La cosa no ha acabado. Allí abajo dejé que me detuviese esa zona roja. Todo el mundo se hubiese detenido. Siempre nos horroriza la violencia, incluso cuando se ejerce contra animales. Pero yo no puedo quedarme así, quizá muy cerca del final…
– ¡No me dirás que piensas volver!
– Sí. Edmond pasó, y yo pasaré también.
– ¿Edmond? ¿Tu tío Edmond?
– Hizo algo ahí abajo, y quiero saber qué es.
Lucie ahogó un gemido.
– Por favor, por amor a mí y a Nicolás, no vuelvas a bajar.
– No tengo elección.
Tuvo otra vez aquel tic de la boca.
– Siempre he hecho las cosas a medias. Siempre me he detenido cuando la razón me decía que el peligro estaba cerca. Y mira en lo que me he convertido. En un hombre que no ha conocido el peligro, pero que tampoco ha tenido éxito en la vida. A fuerza de recorrer el camino sólo hasta la mitad, nunca he llegado al fondo de las cosas. Hubiese debido de quedarme en la cerrajería, dejar que me agrediesen y pasar por encima de los chichones. Hubiese sido un bautismo, hubiese conocido la violencia y hubiese aprendido a dominarla. En lugar de eso, a fuerza de evitar los problemas, ahora soy como un bebé sin experiencia.
– Deliras.
– No. No deliro. No se puede vivir eternamente en un capullo. Y con esta bodega tengo una ocasión única para dar el paso adelante. Si no lo hago, nunca más podré mirarme en el espejo, porque en él sólo vería a un gallina. Por otra parte, tú misma has sido quien me ha empujado a bajar, acuérdate.
Se quitó la camisa llena de sangre.
– No insistas; mi decisión es irrevocables.
– Está bien. Pues entonces iré contigo -declaró Lucie empuñando la linterna.
– ¡No! Tú te quedarás aquí.
Jonathan la asió con firmeza por las muñecas.
– ¡Déjame! ¿Qué te pasa?
– Perdona, pero has de comprender que esa bodega es algo que sólo me concierne a mí. Es mi lanzamiento, mi camino. Y nadie ha de mezclarse en ello, ¿me entiendes?
Tras ellos, Nicolás seguía llorando sobre tos despojos de Ouarzazate. Jonathan soltó las muñecas de Lucie y se acercó a su hijo.
– ¡Vamos! ¡Recupérate, muchacho!
– Estoy harto. Ouarzi ha muerto y vosotros no hacéis más que discutir.
Jonathan pensó en hacer algo para distraerle. Cogió una caja de cerillas, sacó seis y las puso encima de la mesa.
– Mira. Fíjate en esto. Voy a enseñarte un enigma. Es posible formar cuatro triángulos equiláteros con estas seis cerillas. Piénsalo bien, has de poder encontrar cómo se hace.
El chico, sorprendido, se secó las lágrimas y sorbió. Empezó inmediatamente a disponer las cerillas de diferentes maneras.
– Y aún tengo un consejo que darte. Para encontrar la solución, hay que pensar de una manera diferente. Si uno piensa como de costumbre, no se consigue nada.
Nicolás consiguió formar tres triángulos. No cuatro. Alzó sus grandes ojos azules y parpadeó.
– ¿Has encontrado tú la solución, papá?
– No, aún no. Pero siento que no tardaré mucho en encontrarla.
Jonathan había tranquilizado momentáneamente a su hijo, pero no a su mujer. Lucie le lanzaba miradas irritadas. Y por la noche discutieron con bastante violencia. Pero Jonathan no quería hablar de la bodega ni de sus misterios.
Al día siguiente se levantó temprano y se pasó la mañana instalando en la entrada de la bodega una puerta de hierro provista de un gran candado. Y colgó la única llave de su propio cuello.
La salvación llega en la forma inesperada de un temblor de tierra.
Primero son las paredes las que sufren una gran sacudida lateral. La arena empieza a caer en cascada desde los techos. Una segunda sacudida sigue a la primera casi inmediatamente, y luego una tercera, una cuarta… Las sordas sacudidas se suceden cada vez más de prisa, cada vez más cerca del insólito trío. Ya es un enorme rugido que no se detiene y que hace que todo vibre.
Reanimado por esta trepidación, el joven macho vuelve a acelerar los latidos de su corazón, da dos dentelladas que sorprenden a sus verdugos y se lanza por el túnel destruido. Agita sus alas aún embrionarias para acelerar su huida y hacer más largos sus saltos por encima de los escombros.
Cada sacudida le obliga a detenerse y esperar, pegado al suelo, el final de las avalanchas de tierra. Paneles enteros de unos corredores caen en medio de otros corredores. Puentes, arcos y criptas se vienen abajo, arrastrando en su caída millones de siluetas desconcertadas.
Los olores de alerta prioritaria saltan y se extienden. En su primera fase, las feromonas excitadoras llenan las galerías superiores. Todos los que huelen ese olor se ponen inmediatamente a temblar, a correr en todas direcciones y a producir feromonas aún más excitantes. Así, el enloquecimiento se transforma en una bola de nieve.
La nube de alerta se extiende como la niebla, deslizándose en todas las arterias de la región afectada y llegando hasta las arterias principales. El objeto extraño infiltrado en el cuerpo del nido produce lo que el joven macho ha intentado vanamente desencadenar: toxinas de dolor. De repente, la sangre negra que forman las muchedumbres de belokanianos empieza a circular más de prisa. El populacho evacua los huevos próximos a la zona siniestrada. Los soldados se agrupan en unidades de combate.
Cuando el 327 se encuentra en un gran cruce semiobstruido por la tierra y la multitud, las sacudidas se interrumpen. Sigue un silencio angustioso. Todo el mundo se queda inmóvil, en espera del desarrollo de los acontecimientos. Las antenas erguidas vibran. Hay que esperar.
De repente, el toc-toc lancinante de hace un momento se ve remplazado por una especie de sordo bufido. Todos perciben que la cubierta de ramitas de la Ciudad acaba de ser perforada. Algo inmenso se introduce en la cúpula, rompe las paredes, se desliza a través de las ramitas.
Un fino tentáculo brota en pleno corredor. Azota el aire y recorre el suelo a una velocidad loca, en busca del mayor número posible de ciudadanos. Cuando los soldados se precipitan sobre él para tratar de morderlo con sus mandíbulas, un gran grumo negro se forma en su extremidad. La lengua se desliza hacia arriba y desaparece, llevando a la multitud hasta una garganta, y luego aparece de nuevo, aún más larga, más ávida, terrorífica.
La segunda fase de la alerta se desencadena en ese momento. Las obreras baten en el suelo con sus abdómenes para advertir a los soldados de los niveles inferiores, que aún no saben nada del drama.
Toda la ciudad resuena con los golpes de ese tam-tam primario. Se diría que el «organismo Ciudad» alienta: tac-tac-tac, toc-toc-toc.
El extraño responde, martilleando la cúpula para introducirse más profundamente. Todos se pegan a las paredes intentado escapar de esa serpiente roja desencadenada que registra las galerías. Cuando un lengüetazo resulta ser demasiado escaso, la serpiente se estira aún más. Y primero un pico y después una cabeza gigantesca aparecen.
Es un pájaro carpintero. El terror de la primavera… Esos glotones pájaros insectívoros perforan los techos de las ciudades de las hormigas llegando a hacer agujeros de hasta sesenta centímetros de profundidad, y se atracan con sus poblaciones.
Hay que lanzar la alerta en la tercera fase. Algunas obreras, que se han vuelto prácticamente locas con la sobreexcitación no expresada en actos, empiezan a bailar la danza del miedo. Sus movimientos son muy bruscos: saltos, entrechocar de mandíbulas, esputos… Otros individuos, completamente histéricos, corren por la galerías y muerden todo lo que se mueve. Un efecto perverso del miedo: la Ciudad, al no conseguir destruir el objeto agresor, acaba autodestruyéndose.
El cataclismo está localizado en el decimoquinto nivel superior oeste, pero como la alerta ya ha pasado por sus tres fases toda la Ciudad está ahora en pie de guerra. Las obreras bajan a lo más profundo del subsuelo para poner los huevos al abrigo. Se cruzan en hileras apresuradas de soldados, todos ellos con las mandíbulas dispuestas.
Al cabo de innumerables generaciones, la Ciudad hormiga ha aprendido a defenderse de tales percances. Entre movimientos desordenados, las hormigas pertenecientes a la clase de las artilleras forman en comandos y se distribuyen las operaciones prioritarias.
Rodean al pájaro carpintero en su zona más vulnerable: el cuello. Luego se vuelven, en posición de tirar a corta distancia. Sus abdómenes apuntan al pájaro. ¡Fuego! Propulsan con todas las fuerzas de sus esfínteres chorros de ácido fórmico superconcentrado.
El pájaro tiene la repentina y penosa sensación de que le han ceñido el cuello con una bufanda de espinas. Se debate, quiere soltarse. Pero ha ido demasiado lejos. Sus alas están aprisionadas en la tierra y las briznas de la cúpula. Lanza de nuevo la lengua para matar al máximo número posible de adversarios.
Una nueva oleada de soldados toma el relevo. ¡Fuego! El pájaro carpintero se sobresalta. Esta vez es ya un acerico. Golpea nerviosamente con el pico. ¡Fuego! El ácido brota de nuevo. El pájaro tiembla, empieza a tener dificultades para respirar. ¡Fuego! El ácido roe sus nervios y él está completamente inmovilizado.
Cesan los disparos. Soldados de grandes mandíbulas acuden de todas partes y muerden las heridas que ha producido el ácido fórmico. Una legión se dirige al exterior, corre por lo que queda de la cúpula, ve la cola del animal y empieza a perforar la parte más olorosa: el ano. Esos soldados geniales pronto han ampliado la abertura y se introducen en las tripas del pájaro.
El primer equipo ha conseguido perforar la piel de la garganta. Cuando el primer flujo de sangre roja empieza a brotar, se interrumpen las emisiones de feromonas de alerta. La partida ya se considera ganada. La garganta está suficientemente abierta y por ella se introducen batallones enteros de hormigas. Aún hay hormigas vivas en la laringe del animal. Las salvan.
Luego, los soldados penetran en el interior de la cabeza, buscando los orificios que les permitan llegar hasta el cerebro. Una obrera encuentra un paso: la carótida. Pero aún hay que dar con la adecuada, la que va del corazón al cerebro, y no a la inversa. ¡Ahí está! Cuatro soldados entran en el conducto y se lanzan al líquido rojo. Llevadas por la corriente sanguínea, pronto se ven propulsadas hasta el mismo centro de los hemisferios cerebrales. Ya están a pie de obra para trabajar sobre la materia gris.
El pájaro carpintero, loco de dolor, se revuelve de derecha a izquierda, pero no tiene medio ninguno para hacer frente a todos esos invasores que le destrozan por dentro. Un pelotón de hormigas se introduce en sus pulmones y vierte ácido en ellos. El pájaro tose atrozmente.
Otras, todo un cuerpo de ejército, entran por el esófago para ir a reunirse en el sistema digestivo con sus colegas procedentes del ano. Estas suben con rapidez por el gran colon, asolando en el camino todos los órganos vitales que pasan al alcance de sus mandíbulas. Socavan la carne viva como acostumbran a hacerlo con la tierra, y toman por asalto, uno tras otro, hígado, molleja, corazón, bazo y páncreas, como otras tantas plazas fuertes.
A veces brota intempestivamente sangre o linfa, ahogando a algunos individuos. Pero eso sólo les ocurre a los incapaces que no saben dónde ni cómo cortar limpiamente.
Los demás avanzan metódicamente entre las carnes rojas y negras. Saben desenvolverse antes de verse aplastados por un espasmo. Evitan tocar las zonas llenas de bilis o de ácidos digestivos.
Los dos ejércitos se encuentran finalmente a la altura de los riñones. El pájaro aún no está muerto. Su corazón, estriado por las mandíbulas, sigue enviando sangre por los conductos perforados.
Sin esperar el último suspiro de su víctima, se forman cadenas de obreras, que se pasan de pata en pata trozos de carne aún palpitante. Nada se resiste a las pequeñas cirujanas. Cuando empiezan a dar cuenta del cerebro, el pájaro carpintero tiene una convulsión, la última.
Toda la ciudad corre a descuartizar al monstruo. Los corredores bullen llenos de hormigas que llevan, ésta una pluma, aquélla un poco de vellón como recuerdo.
Los equipos de albañiles ya han entrado en acción. Reconstruirán la cúpula y los túneles dañados.
Al verlo de lejos, se diría que el hormiguero está comiéndose un pájaro. Tras tragarlo, lo digiere, distribuyendo la carne y la grasa, las plumas y la piel entre todos aquellos lugares donde serán útiles para la Ciudad.
GÉNESIS. ¿Cómo se creó la civilización hormiga? Para comprenderlo hay que remontarse muchos centenares de millones de años atrás, hasta el momento en que la vida empezó a desarrollarse en la Tierra.
Entre los primeros que llegaron, estaban los insectos.
Parecían mal adaptados a su mundo. Eran pequeños y frágiles, las víctimas ideales de todos los depredadores. Para conseguir mantenerse con vida, algunos de ellos, como los saltamontes, eligieron el camino de la reproducción. Ponían tantos huevos que forzosamente tenía que quedar algún pequeño vivo.
Otros, como las avispas o las abejas, eligieron el veneno, dotándose al cabo de generaciones con aguijones envenenados que las hacían temibles.
Otros, como las cucarachas, eligieron hacerse incomestibles. Una glándula especial daba tan mal sabor a su carne que nadie querría probarla.
Otros, como las mantis religiosas o las mariposas nocturnas, eligieron el camuflaje. Con su parecido con hierbas y cortezas, pasaban inadvertidas en la Naturaleza inhóspita.
Sin embargo, en esta jungla de los primeros días, muchos insectos no habían encontrado un «truco» para sobrevivir y parecían condenados a desaparecer.
Entre estos «menos favorecidos» estaban al principio las termitas. Esta especie comedora de madera, aparecida sobre la corteza terrestre hace cerca de ciento cincuenta millones de años, no tenía posibilidad ninguna de perennidad. Demasiados depredadores y recursos naturales insuficientes para resistirse a ellos…
¿Qué pasaría con las termitas?
Muchas murieron, y las supervivientes estaban en ese punto tan acosadas que supieron encontrar a tiempo una solución original: «No luchar solo, crear grupos solidarios. Les será más difícil a nuestros depredadores atacar a veinte termitas que hacen frente común que a una sola que intenta huir» La termita abría así uno de los caminos reales de la complejidad: la organización social.
Estos insectos empezaron a vivir en pequeñas células, al principio familiares: todas se agrupaban en torno a la Madre ponedora. Luego las familias se convirtieron en pueblos, los pueblos crecieron y se transformaron en ciudades. Sus ciudades de arena y cemento se irguieron muy pronto en toda la superficie del globo.
Las termitas fueron las primeras dueñas inteligentes de nuestro planeta, y su primera sociedad.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
El macho 327 ya no ve a sus dos asesinas con olor a roca. Verdaderamente las ha perdido. Con un poco de suerte, quizás hayan muerto bajo los escombros…
Pero no hay que soñar. Tampoco ha acabado de librarse de los peligros. Ya no le queda ningún olor pasaporte. Ahora, si tropieza con la menor guerrera está listo. Sus hermanas le considerarán inmediatamente un cuerpo extraño. Ni siquiera le dejarán explicarse. Un disparo con ácido o las tenazas de las mandíbulas sin más apercibimiento, tal es el trato reservado para los que no pueden emitir los olores pasaporte de la Federación.
Es una insensatez. ¿Cómo ha llegado él a ese punto? Todo es culpa de las dos malditas guerreras con fragancia de roca. ¿Cómo se les ocurrió tal cosa? Deben de estar locas. Aunque sea un caso raro, se producen errores de programación genética que llevan a accidentes psicológicos de este tipo. Algo parecido a lo de las hormigas histéricas que atacaban a todo el mundo cuando llegó la alerta de la tercera fase.
Sin embargo, esas dos no parecían histéricas ni degeneradas. Incluso parecían saber muy bien lo que estaban haciendo. Parecía como si… Sólo existe una situación en la que unas células destruyan conscientemente a otras células del mismo organismo. Las nodrizas le llaman cáncer. Parecían… células afectadas por el cáncer.
Ese olor a roca sería entonces el olor de una enfermedad… Una vez más habría que dar la alerta. El macho 327 tiene ahora dos misterios que resolver: el arma secreta de las enanas y las células cancerosas de Bel-o-kan. Y no puede hablar con nadie. Hay que reflexionar. Pudiera ser que él mismo tuviese algún recurso oculto… una solución.
Empieza a lavarse las antenas. Mojar (le resulta muy extraño lamer sus antenas sin reconocer en ellas el gusto característico de las feromonas pasaporte), cepillar, alisar con el cepillo del codo, secar.
¿Qué hacer, qué hacer?
En primer lugar, seguir vivo.
Sólo una persona puede recordar su imagen de infrarrojos sin necesidad de la confirmación de los olores de identificación: la Madre. Sin embargo, la Ciudad prohibida está llena de soldados. ¿Y qué? Después de todo, un viejo adagio de Belo-kiu-kiuni dice: «A menudo es en el corazón del peligro donde se está más seguro»
– Edmond Wells no ha dejado buenos recuerdos aquí. Y cuando se marchó, nadie pensó en retenerle.
El que así hablaba era un anciano de rostro agradable, uno de los subdirectores de «Sweetmilk Corporation»
– Sin embargo, parece ser que descubrió una nueva bacteria alimenticia que hacía que los yogures exhalasen perfumes…
– Ah, en cuanto a la química, hay que reconocer que tenía bruscos arrebatos de genialidad. Pero no se producían regularmente, sino a ramalazos.
– ¿Tuvo usted problemas con él?
– Honradamente, no. Digamos más bien que no se integraba en el equipo. Hacía rancho aparte. E incluso aunque su bacteria dio millones, creo que aquí nunca le apreció nadie.
– ¿Puede ser usted más explícito?
– En un equipo hay jefes. Edmond no soportaba a los jefes, ni tampoco forma alguna de poder jerárquico. Siempre menospreció a los directivos, que no hacen más que «dirigir por dirigir, sin producir nada», como él decía. Sin embargo, todos nos vemos obligados a lamerles los pies a nuestros superiores. No hay nada malo en ello. El sistema es así. Él se hacía el digno, y creo yo que eso nos molestaba aún más a sus iguales que a los mismos jefes.
– ¿Por qué se marchó?
– Discutió con uno de nuestros subdirectores por una cuestión en la que él tenía, he de reconocerlo…, tenía toda la razón. Ese subdirector había estado registrando su despacho, y a Edmond se le subió la sangre a la cabeza. Cuando vio que todo el mundo prefería apoyar al otro, se vio obligado a marcharse.
– Pero acaba usted de decirme que Edmond tenía razón…
– A veces es mejor comportarse como un cobarde para beneficio de unos desconocidos, aunque sean antipáticos, que mostrarse valiente en beneficio de unos conocidos, aunque nos caigan bien. Edmond no tenía amigos aquí. No comía con nosotros, ni tomaba copas con nosotros. Parecía estar siempre en la luna.
– ¿Por qué me ha confesado usted su «cobardía», entonces? No tenía necesidad de contarme todo eso.
– Bueno… Desde que murió, me digo que nos comportamos mal con él. Usted es su sobrino, y al contarle estas cosas me siento un poco aliviado…
Al fondo se ve una fortaleza de madera, Es la Ciudad prohibida.
Ese edificio es en realidad un tocón de pino a cuyo alrededor se ha levantado la cúpula. El tocón sirve como corazón y columna vertebral de Bel-o-kan. Corazón, ya que contiene el alojamiento regio y la reserva de alimentos preciosos. Columna vertebral, ya que permite que la Ciudad resista a las tempestades y las lluvias.
Visto más de cerca, el muro de la Ciudad prohibida aparece incrustado con complejos motivos. Son como inscripciones de una escritura bárbara. Son los pasadizos perforados antaño por las primeras ocupantes del tocón; las termitas.
Cuando la Belo-kiu-kiuni fundadora aterrizó en la región, cinco mil años antes, tropezó de inmediato con ellas. La guerra fue muy larga, de una duración de mil años, pero los belokanianos acabaron ganándola. Descubrieron entonces con maravilla una ciudad «dura», con pasadizos de madera que nunca se podían hundir. El tocón de pino les abría nuevas perspectivas urbanísticas y arquitectónicas.
En lo alto estaba la superficie llana y levantada; abajo, las profundas raíces dispersándose en la tierra. Era i-de-al. Sin embargo, el tocón pronto fue insuficiente para dar abrigo a la creciente población de hormigas rojas. Entonces, perforaron el subsuelo, prolongando las raíces. Y acumularon ramitas entrelazadas sobre el árbol decapitado para ampliar la cumbre.
La Ciudad prohibida está ahora casi desierta. Aparte de la Madre y de la guardia de élite, todo el mundo vive en la periferia.
327 se acerca al tocón con pasos prudentes e irregulares. Las vibraciones regulares se perciben como la presencia de alguien que camina, mientras que unos sonidos irregulares pueden pasar por ligeros desprendimientos. Sólo le cabe esperar que ningún soldado se cruce en su camino. Empieza a subir. Ya no está más que a doscientas cabezas de la Ciudad prohibida. Empieza a distinguir las decenas de salidas que agujerean el tocón; más concretamente, las cabezas de las hormigas «porteras» que bloquean el acceso.
Modeladas no se sabe por qué perversión genética, estas porteras están provistas de una gran cabeza redonda y plana que les da el aspecto de un gran clavo que se ajusta exactamente al contorno del orificio que han de vigilar.
Esas puertas vivas ya habían dado pruebas de su eficacia en el pasado. Con ocasión de la guerra de las fresas, setecientos ochenta años antes, la ciudad fue invadida por las hormigas amarillas. Todos los belokanianos supervivientes se refugiaron en la Ciudad prohibida, y las hormigas porteras, que entraron andando hacia atrás, cerraron herméticamente las puertas.
Le hicieron falta dos días a las hormigas amarillas para conseguir forzar esos cerrojos. Las porteras no sólo bloqueaban los agujeros sino que mordían también con sus grandes mandíbulas. Un centenar de hormigas amarillas tenían que unirse para luchar contra una sola portera. Consiguieron por fin pasar perforando la quitina de las cabezas. Pero el sacrificio de las «puertas vivientes» no fue en vano. Las demás ciudades de la Federación habían tenido tiempo para preparar refuerzos y la ciudad fue liberada horas más tarde.
El macho 327 no tiene por supuesto la intención de enfrentarse solo con una portera sino que piensa aprovechar la apertura de una de esas puertas, por ejemplo para dejar salir a una nodriza cargada con huevos de la Madre. Entonces podría lanzarse al interior antes de que volviese a cerrarse.
Y he aquí que precisamente se mueve una cabeza, y luego se abre el paso… y sale una centinela. No puede intentarlo, porque la centinela volvería en seguida sobre sus pasos y le mataría.
Otra vez se mueve la cabeza de la portera. 327 flexiona sus patas, listo para saltar. Pero ¡no! Ha sido una falsa alarma; la portera se limitaba a cambiar de posición. Debe de provocar calambres mantener el cuello de esa manera en un collar de madera.
Pues tanto peor. No tiene paciencia, y se lanza hacia el obstáculo. En cuanto llega al alcance de la antena, la portera se da cuenta de la ausencia de feromonas pasaportes. Retrocede un poco para bloquear mejor el orificio, y luego lanza moléculas de alerta.
¡Cuerpo extraño en la Ciudad prohibida! ¡Cuerpo extraño en la Ciudad prohibida! repite como una sirena.
Mueve sus pinzas para intimidar al indeseable. Con gusto se adelantaría para luchar con él, pero la consigna es muy clara: obstrucción ante todo.
Ha de actuar de prisa. El macho tiene una ventaja a su favor: ve en la oscuridad, mientras que la portera es ciega. Se lanza adelante, evita las mandíbulas que golpean al azar y salta para llegar a las raíces. Las corta una tras otra. Brota la sangre transparente. Los dos muñones continúan agitándose, inofensivos.
Sin embargo, 327 sigue sin poder pasar. El cadáver de su adversaria bloquea el agujero. Las patas, tetanizadas, siguen por reflejo apretándose contra la madera. ¿Qué hacer? Apoya el abdomen en la frente de la portera y dispara. El cuerpo se estremece; la quitina, corroída por el ácido fórmico, empieza a fundirse despidiendo un humo gris. Pero la cabeza es gruesa y tiene que disparar cuatro veces antes de poder abrirse camino a través del cráneo aplastado.
Ya puede pasar. Al otro lado descubre un tórax y un abdomen atrofiados. La hormiga no era más que una puerta, sólo una puerta.
COMPETIDORAS. Cuando aparecieron las primeras hormigas, cincuenta millones de años más tarde, sólo pensaban en mantenerse con vida. Eran descendientes lejanas de una avispa salvaje y solitaria, y carecían de grandes mandíbulas y de aguijón. Eran pequeñas y desmedradas, pero no tontas, y pronto comprendieron que les convenía imitar a las termitas. Tenían que unirse.
Crearon sus pueblos; construyeron groseras ciudades. Las termitas pronto se sintieron inquietas ante esta competencia. Según ellas, en la Tierra sólo había lugar para una única especie de insectos sociales.
Las guerras eran ya inevitables. En todos los lugares del mundo, en las islas, en las montañas y los árboles, los ejércitos de las ciudades termitas guerrearon contra los jóvenes ejércitos de las ciudades hormigas.
Era algo nunca visto en el reino animal. Millones de mandíbulas golpeaban a diestro y siniestro por un objetivo distinto del nutritivo. Un objetivo «político»
Al principio, las termitas, con más experiencia, vencían en todas las batallas. Pero las hormigas se adaptaron. Copiaron las armas termitas e inventaron otras nuevas. Las guerras mundiales termitas-hormigas abarcaron todo el planeta, desde los años cincuenta millones hasta los años treinta millones. Más o menos en esta época, al descubrir las armas de chorro de ácido fórmico, adquirieron una ventaja decisiva.
Aún en nuestros días prosiguen las batallas entre las dos especies enemigas, pero es raro que las legiones termitas venzan.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
– Le conoció usted en África, ¿no es cierto?
– Sí -respondió el profesor. Edmond tenía un gran pesar. Creo recordar que su mujer había muerto. Edmond se lanzó como loco al estudio de los insectos.
– ¿Por qué los insectos?
– ¿Y por qué no? Los insectos ejercen una fascinación ancestral. Nuestros antepasados más lejanos temían ya a los mosquitos que les transmitían fiebres, a las pulgas que les provocaban picazones, a las arañas que les picaban, al gorgojo que devoraba sus reservas de alimentos. Eso ha dejado una huella.
Jonathan estaba en el laboratorio 326 del centro CNRS de entomología de Fontainebleau, en compañía del profesor Daniel Rosenfeld, un agradable anciano peinado con cola de caballo, sonriente y voluble.
– El insecto desorienta, es más pequeño y más frágil que nosotros, y sin embargo hace befa de nosotros e incluso nos amenaza. Además, pensándolo bien, todos acabamos en el estómago de los insectos. Unas larvas de mosca son las que se regalan con nuestros despojos…
– No había pensado en ello.
– Al insecto se le ha considerado durante mucho tiempo encarnación del mal. Belcebú, uno de los secuaces de Satán, se representa con cabeza de mosca. Y eso no es por casualidad.
– Las hormigas tienen mejor reputación que las moscas.
– Depende. Cada cultura habla de ellas de forma diferente. En el Talmud, aparecen como símbolo de la honestidad. Para el budismo tibetano representan lo irrisorio de la actividad materialista. Para las gentes de Costa de Marfil, una mujer encinta a la que muerda una hormiga dará a luz un niño con cabeza de hormiga. Algunos polinesios, por el contrario, las consideran minúsculas divinidades.
– Edmond trabajó antes de eso con bacterias, ¿por qué lo dejó?
– Las bacterias no le apasionaban ni la milésima parte de lo que le apasionaron sus estudios sobre los insectos, especialmente las hormigas. Y cuando digo «sus estudios», hablo de un empeño total. Fue él quien lanzó la requisitoria contra los hormigueros-juguete, esas cajas de plástico puestas a la venta en todos los grandes almacenes, con una reina y seiscientas obreras. También luchó por la utilización de las hormigas como insecticidas. Quería que se instalasen sistemáticamente ciudades de hormigas rojas en los bosques, para limpiarlos de parásitos. No era ninguna tontería. En el pasado ya se había utilizado a las hormigas para combatir a la procesionaria del pino en Italia y a la panfílida del abeto en Polonia, dos insectos que arrasan los árboles.
– Enfrentar unos insectos contra otros, ¿es ésa la idea?
– Bueno, él decía que eso era «inmiscuirse en su diplomacia» Se hicieron tantas tonterías en el siglo pasado con los insecticidas químicos. Nunca hay que atacar al insecto de frente, y aún menos hay que subestimarlo y tratar de tomarlo como se hizo con los mamíferos. El insecto plantea otra filosofía, otro espacio-tiempo, otra dimensión. Por ejemplo, el insecto tiene un recurso contra todos los venenos químicos: el mitridatismo. Ya sabe usted que si nunca hemos conseguido acabar con las invasiones de langosta es porque se adaptan a cualquier cosa. Endílgueles insecticidas y el noventa y nueve por ciento morirán, pero un uno por ciento sobrevivirá. Y es ese uno por ciento de supervivientes el que no sólo queda inmunizado, sino que hace que nazca un cien por cien de langostas vacunadas contra el insecticida. Así, hace doscientos años se cometió el error de ampliar sin límites la toxicidad de los productos. Tanto que éstos mataban a más seres humanos que a insectos. Y hemos creado cepas superresistentes capaces de consumir sin dificultad los peores venenos.
– ¿Quiere usted decir que no hay manera de luchar contra los insectos?
– Constátelo usted mismo. Sigue habiendo mosquitos, langostas, pulgón, moscas tsé-tsé y hormigas. Las hormigas son resistentes a todo. En 1945 se vio que sólo las hormigas y los escorpiones habían sobrevivido a las explosiones nucleares. ¡Incluso a eso se adaptaron!
El macho 327 ha derramado la sangre de una célula del Nido. Ha ejercido la peor violencia posible contra su propio organismo. Y eso le deja mal sabor de boca. ¿Pero es que tenía otro medio, él, la hormona informativa, para seguir adelante con su misión?
Si ha matado, fue porque intentaron matarle a él. Es una reacción en cadena. Como el cáncer. Ya que el Nido se comporta de una manera anormal con él, él se ve obligado a actuar a la reciproca. Ha de hacerse a esa idea.
Ha matado a una célula hermana. Y quizá mate a otras.
– Y ¿qué fue a hacer en África? Usted mismo dice que hay hormigas en todas partes.
– Es cierto, pero no son las mismas hormigas… Yo creo que a Edmond no le importaba nada después de la pérdida de su mujer, e incluso me pregunto si no estaría esperando que las hormigas le «suicidasen»
– ¿Cómo dice?
– Estuvieron a punto de acabar con él, ¿sabe? Las hormigas magnan de África… ¿No ha visto usted Cuando ruge la marabunta?
Jonathan meneó la cabeza negativamente.
– La marabunta es una masa de hormigas magnan dorilinias, la Annoma nigricans, que avanza por la llanura destruyéndolo todo a su paso.
El profesor Rosenfeld se puso en pie, como para hacer frente a una ola invisible.
– Primero se oye una especie de gran zumbido compuesto por todos los gritos y el piar, y batir de alas y patas de todos los animales que intentan escapar. En ese punto aún no se ve a las magnan. Luego aparecen algunas guerreras detrás de una loma. Tras esta avanzadilla pronto llegan las demás, en columnas que se pierden de vista. La loma se vuelve negra. Es como una ola de lava que funde todo lo que toca.
El profesor iba y venía gesticulando arrastrado por sus propias palabras.
– Es la sangre venenosa de África. Ácido vivo. Su número es terrorífico. Una colonia de magnan pone por término medio quinientos mil huevos al día. Se pueden llenar cubos enteros… Y ese reguero de ácido sulfúrico negro se derrama, sube por pendientes y árboles, y no hay nada que lo pare. Los pájaros, lagartos o mamíferos insectívoros que tienen la desgracia de acercarse quedan destrozados. ¡Es una visión apocalíptica! Las magnan no temen a ningún animal. Una vez vi cómo un gato demasiado curioso desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Esas hormigas cruzan incluso los ríos haciendo puentes flotantes con sus propios cadáveres… En Costa de Marfil, en la región próxima al centro de Lamto donde las estudiábamos, la población nunca ha encontrado cómo oponerse a su invasión. Cuando se anuncia que esas minúsculas Atila pasarán por el poblado, la gente huye llevándose sus bienes más preciosos. Ponen las patas de las mesas y las sillas en cubos de vinagre y se encomiendan a sus dioses. Cuando regresan ya no queda nada, es como un tifón. No queda el menor fragmento de alimento ni sustancia orgánica de la clase que sea. Ni el menor parásito tampoco. Las magnan son el mejor medio de limpiar la propia casa de arriba abajo.
– Y ¿cómo conseguían ustedes estudiarlas si son tan feroces?
– Esperábamos al mediodía. Los insectos no tienen un sistema de regulación del calor como nosotros. Cuando la temperatura es de 18°, su cuerpo está a 18°, y cuando llega la canícula su sangre hierve. No pueden soportarlo. Así pues, con los primeros rayos ardientes, las magnan excavan un nido en el que vivaquear y en él esperan una meteorología más clemente. Es como una minihibernación, aunque lo que las bloquea no es el frío, sino el calor.
– ¿Y luego…?
En realidad, Jonathan no sabía dialogar. Consideraba que la discusión existía para actuar como un sistema de vasos comunicantes. Hay uno que sabe, el vaso lleno, y uno que no sabe, el vaso vacío, por lo general él mismo. El que no sabe abre los oídos todo lo posible y estimula de vez en cuando el ardor de su interlocutor diciendo «¿y luego?» y «hábleme de eso», y con inclinaciones de cabeza.
Si había otros medios de comunicación, él no los conocía. Por otra parte, observando a la gente, le parecía que lo que hacían era entregarse a monólogos paralelos en los que cada cual sólo buscaba utilizar al otro como un psicoanalista gratuito. Así las cosas, prefería su propia técnica. Quizá aparentaba no tener conocimiento ninguno, pero por lo menos estaba aprendiendo constantemente. ¿No dice un proverbio chino, el que hace una pregunta es tonto cinco minutos, el que no hace ninguna lo es toda la vida?
¿Y luego? ¡Pues que fuimos para allá! Y fue algo notable, créame. Queríamos dar con la maldita reina. El famoso animalito que pone medio millón de huevos diarios. Queríamos verla y fotografiarla. Nos calzamos gruesas botas de pocero: Edmond no tuvo suerte, calzaba el cuarenta y tres y sólo había del cuarenta… Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. A las doce y media trazamos en el suelo la forma probable del nido y empezamos a cavar alrededor hasta un metro de profundidad. A la una y media llegamos a las cámaras exteriores. Una especie de líquido negro y crepitante empezó a fluir. Millares de soldados paroxísticos abrían y cerraban las mandíbulas, que en esta especie son cortantes como hojas de afeitar. Se pegaban a nuestras botas mientras nosotros seguíamos adelante a fuerza de pico y pala hacia la cámara nupcial. Y por fin encontramos nuestro tesoro. La reina. Un insecto diez veces más grande que nuestras reinas europeas. La fotografiamos desde todos los ángulos mientras ella seguramente debía de gritar el God save the Queen en su lengua odorífera… El efecto no tardó en producirse. Llegaron guerreras de todas partes, aglomerándose sobre nuestros pies. Algunas subían incluso escalando a sus congéneres que estaban ya sobre nuestras botas de goma. Desde ahí, pasaban a meterse bajo nuestros pantalones y camisas. Todos nos convertimos en Gulliver, pero nuestros liliputienses sólo pensaban en hacer de nosotros tiras comestibles. Sobre todo había que procurar que no se introdujesen por ninguno de nuestros orificios naturales; nariz, boca, ano, tímpano. Porque si no, estábamos listos: las hormigas perforan desde dentro.
Jonathan se mantenía en silencio, más bien impresionado. Y en cuanto al profesor, éste parecía revivir la escena con gestos que tenían la energía de los del hombre joven que ya no era.
– Nos dábamos grandes palmadas quitándonoslas de encima. A ellas les guiaba nuestro aliento y nuestra transpiración. Todos habíamos hecho ejercicios de yoga para respirar despacio y controlar el miedo. Tratábamos de olvidar, de no pensar en aquellas tenazas de las guerreras que trataban de matarnos. Tomamos dos rollos de fotos, algunas de ellas con flash. Cuando acabamos, saltamos todos fuera de la zanja.
Todos, menos Edmond. Las hormigas le habían cubierto hasta la cabeza, y se disponían a comérselo. Le sacamos rápidamente arrastrándole por los brazos. Le desnudamos y le arrancamos todas las mandíbulas y cabezas que tenía hincadas en el cuerpo. Todos habíamos pasado por el peligro de morir, aunque no en la misma medida que él, que iba sin botas. Y, sobre todo, Edmond había sentido terror, había emitido feromonas de terror.
– Es horrible.
– Es sorprendente que saliese con vida. Pero eso no le hizo aborrecer a las hormigas. Por el contrarío, las estudió aún con mayor entusiasmo.
– ¿Y luego?
– Edmond volvió a París. Y ya no hubo más noticias suyas. Ni siquiera telefoneó una sola vez al bueno de Rosenfeld. Finalmente vi en los periódicos que había muerto. Que descanse en paz.
Apartó la cortina de la ventana para examinar un viejo termómetro fijo en el marco esmaltado.
– Hummm, 30° en pleno mes de abril, es increíble. Cada año hace más calor. Si las cosas siguen así, dentro de diez años Francia se habrá convertido en un país tropical.
– ¿Así estamos?
– No nos damos cuenta porque es algo progresivo. Pero nosotros, los entomólogos, lo vemos en detalles muy concretos; encontramos especies de insectos típicas de las zonas ecuatoriales en la cuenca de París, ¿No se ha fijado usted en que las mariposas son cada vez más tornasoladas?
– Pues sí, incluso vi una ayer, roja y negra, posada en un automóvil…
– Seguro que era una zigenia de cinco manchas. Es una mariposa venenosa que hasta ahora sólo se encontraba en Madagascar. Si esto sigue así… ¿Se imagina usted a las magnan en París? La ola de pánico… Seria algo divertido…
Después de limpiarse las antenas y de comer algunos trozos tibios de la portera, el macho sin olor trota por los corredores de madera. Los aposentos maternos están por allí; los siente. Por suerte, la temperatura es de 25°, y con esta temperatura no hay mucha gente en la Ciudad prohibida. Debería de poder infiltrarse con facilidad.
De repente, percibe el olor de dos guerreras que llegan en sentido inverso. Una es grande y la otra pequeña. Y la pequeña tiene un par de patas menos…
Se olfatean recíprocamente sus efluvios a distancia.
¡Increíble, es él!
¡Increíble, son ellas!
El macho 327 echa a correr a toda prisa con la esperanza de dejarlas atrás. Da vueltas y vueltas en ese laberinto de tres dimensiones. Sale de la Ciudad prohibida. Las porteras no le retienen, ya que están programadas sólo para contener la afluencia desde el exterior al interior. Sus patas pisan ahora la tierra blanda. Toma curva tras curva.
Pero las otras dos son también muy rápidas y no dejan que se les distancie. Y es entonces cuando el macho tropieza con una obrera cargada con un tallo y la hace caer al suelo. No lo ha hecho a propósito, pero la carrera de las dos asesinas con olor de roca se ve frenada con ello.
Hay que aprovechar ese respiro. Se esconde rápidamente en una anfractuosidad. La coja se acerca. 327 se hunde un poco más en su escondite.
– ¿A dónde ha ido? -Ha vuelto a bajar.
Lucie toma del brazo a Augusta y la lleva a la puerta de la bodega.
– Está ahí dentro desde ayer por la noche. -¿Y no ha vuelto a subir?
– No. No sé lo que ocurre ahí abajo, pero se ha prohibido formalmente que llame a la Policía… Ya ha bajado muchas veces y ha vuelto.
Augusta estaba atónita.
– ¡Es un insensato! Su tío le había prohibido formalmente…
– Ahora entra llevando montones de herramientas, piezas de acero, grandes planchas de hormigón. Y lo que está haciendo con eso ahí abajo…
Lucie toma su cabeza entre las manos. Ya no puede más, Siente que va a pasar otra vez por una depresión.
– ¿Y no se puede bajar a buscarle?
– No. Ha instalado un cerrojo y lo cierra desde dentro.
Augusta se sienta, desconcertada.
– Bueno, bueno; si llego a saber que el recuerdo de Edmond iba a crear tantos problemas…
ESPECIALISTA: En las grandes ciudades hormigas modernas, el reparto de tareas, repetido a lo largo de millones de años, ha generado mutaciones genéticas.
Así, algunas hormigas nacen con enormes mandíbulas cizallas para actuar como soldados, otras tienen mandíbulas trituradoras para producir harina de cereales, otras están equipadas con glándulas salivares super-desarrolladas para mojar y desinfectar a las jóvenes larvas.
Es algo parecido a lo que entre nosotros sería si los soldados naciesen con dedos con forma de puñal, los campesinos con los pies en forma de resorte para saltar a coger los frutos de los árboles y las nodrizas con diez pares de pechos.
Pero de todas las mutaciones «profesionales», la más espectacular es la relacionada con el amor.
En efecto, para que la masa de atareadas obreras no se distraiga a causa de las pulsiones eróticas, nacen asexuadas. Todas las energías reproductoras se concentran en especialistas: machos y hembras, príncipes y princesas de esta civilización paralela.
Éstos nacen y están equipados tan sólo para el amor. Y se benefician de multitud de artilugios destinados a ayudarles, en la cópula. La cosa va desde las alas a los ocelos infrarrojos, pasando por las antenas emisoras-receptoras de emociones abstractas.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
Su escondrijo no es un punto ciego, sino que lleva a una pequeña gruta. 327 entra en ella. Las guerreras con olor de roca pasan sin detectarle. Sólo que la gruta no está vacía. En el interior hay alguien cálido y oloroso. Y ese alguien emite.
¿Quién eres?
El mensaje olfativo es claro, preciso, imperativo. Gracias a sus ocelos infrarrojos, distingue al gran animal que le interroga. Calculando a ojo, su peso debe de ser por lo menos de noventa granos de arena. Sin embargo, no es soldado. Es algo que hasta ese momento no había sentido ni visto.
Una hembra.
¡Y qué hembra! Se da tiempo para examinarla. Sus gráciles patas de contorno perfecto están decoradas con pequeños pelos deliciosamente untados con hormonas sexuales. Sus gruesas antenas exhalan poderosos olores. Sus ojos de reflejos rojos son como dos arándanos. Tiene un abdomen masivo, liso y estilizado. El amplio escudo torácico está cubierto por un mesotomo adorablemente granuloso. Y, por fin, sus alas son dos veces más grandes que las de él.
La hembra abre sus encantadoras mandíbulas y… salta sobre él para decapitarle.
– ¡Sí!
Casi no puede tragar, se ahoga. A la vista de la falta de pasaportes, la hembra no está dispuesta a relajar la presa. 327 es un cuerpo extraño al que hay que destruir.
Aprovechando su reducido tamaño, el macho consigue liberarse. Salta sobre la espalda de la hembra y la atrapa por la cabeza. Se han vuelto las tornas. Ahora le toca a ella tener problemas. La hembra se debate.
Cuando ya está bastante debilitada, el macho lanza sus antenas adelante. No quiere matarla, sólo que ella le escuche. Las cosas no son sencillas. Quiere tener con ella una CA. Sí, una Comunicación Absoluta.
La hembra (el macho identifica su número de puesta, que es la 56) aparta sus antenas, rehuyendo el contacto. Luego se encabrita para desembarazarse de él. Pero él sigue firmemente pegado a su mesotomo y hace más enérgica la presión de sus mandíbulas. Si aprieta aún más, la cabeza de la hembra será arrancada como la mala hierba.
La hembra se queda inmóvil.
Con sus ocelos que abarcan un ángulo de 180°, ve claramente a su agresor, extendido sobre su tórax. Es muy pequeño.
¡Un macho!
La hembra recuerda las lecciones de las nodrizas:
Al contrario que todas las células de la Ciudad, sólo están equipados con la mitad de los cromosomas de la especie. Son concebidos a partir de huevos no fecundados. Así pues, son grandes óvulos, o más bien grandes espermatozoides, que viven al aire libre.
La hembra tiene sobre su espalda un espermatozoide que está estrangulándola. La idea casi la divierte. ¿Por qué unos huevos se fecundan y otros no? Probablemente debido a la temperatura. Por debajo de los 20°, la espermateca no se puede activar y la Madre pone huevos sin fecundar. Así pues, los machos surgen del frío. Como la muerte.
Es la primera vez que la hembra ve un macho de carne y quitina. ¿Qué puede estar buscando aquí, en el gineceo de las vírgenes? Es territorio tabú, reservado para las células sexuales femeninas. Si cualquier célula extraña puede entrar en su frágil santuario, entonces es que la puerta está abierta a todas las infecciones.
El macho 327 busca de nuevo la comunicación antenal. Pero la hembra no se lo permite. Aparta las antenas y las pega en seguida contra su cabeza; si él roza el segundo segmento, ella lleva las antenas hacia atrás. La hembra no quiere.
El macho incrementa aún más la presión de las mandíbulas y consigue poner en contacto su séptimo segmento antenar con el séptimo segmento de ella. La hembra 56 nunca se ha comunicado de esa manera. Le han enseñado a evitar cualquier contacto, a lanzar y recibir tan sólo efluvios aéreos. Pero sabe que esta forma de comunicación es engañosa. Un día la Madre había emitido una feromona sobre este tema:
Entre dos cerebros siempre habrá toda clase de incomprensiones y mentiras generadas por los olores parásitos, las corrientes de aire, la mala calidad de la emisión de la recepción.
La única forma de paliar esa disfunción es ésta: la comunicación absoluta. El contacto directo de las antenas. El paso sin ningún obstáculo de los neuromediadores de un cerebro a los neuromediadores del otro cerebro.
Para ella es como si le desflorasen el espíritu. En cualquier caso, es algo duro y desconocido.
Pero no tiene elección, si el macho sigue apretando la matará. La hembra lleva sus pedúnculos frontales hacia la espalda en signo de sumisión.
La CA puede iniciarse. Los dos pares de antenas se unen francamente. Hay una ligera descarga eléctrica. Es por el nerviosismo. Lentamente, y luego cada vez más de prisa, los dos insectos se acarician mutuamente sus once segmentos dentados. Una espuma llena de expresiones confusas empieza a burbujear. Esa sustancia grasa lubrica las antenas y permite acelerar el ritmo de frotación. Las dos cabezas vibran sin control un momento, y luego los vástagos antenares dejan de moverse y se pegan el uno al otro en toda su longitud. Ahora ya no hay más que un solo ser con dos cabezas, dos cuerpos y un solo par de antenas.
El milagro natural se cumple. Las feromonas pasan de un cuerpo al otro a través de miles de pequeños poros y capilares. Los dos pensamientos se unen. Las ideas ya no se codifican ni se descodifican, se libran a su estado de simplicidad original: imágenes, música, emociones, olores.
Es con este lenguaje perfectamente inmediato como el macho 327 le cuenta toda su peripecia a la hembra 56; la matanza de la expedición, los rastros olfativos de las soldados enanas, su entrevista con la Madre, cómo han intentado eliminarle, cómo perdió los pasaportes, su lucha contra la portera, las asesinas con olor a roca que siguen persiguiéndole.
Una vez ha acabado la CA, la hembra tiende hacia atrás sus antenas en signo de su buena disposición con respecto a él. El macho baja de su espalda. Ahora está a su merced, y ella podría eliminarle fácilmente. La hembra se le acerca con las mandíbulas ampliamente abiertas y… le hace entrega de algunas de sus feromonas pasaportes. Con eso, al macho se le arreglan temporalmente las cosas. Ella le propone una trofalaxia, y él acepta. Luego, ella hace zumbar sus alas para dispersar los vapores de su conversación.
Ya está, el 327 ya ha conseguido convencer a alguien. La información ha llegado a otro, ha sido comprendida y aceptada por otra célula.
Acaba de crear su propio grupo de trabajo.
TIEMPO. La percepción del discurrir del tiempo es muy diferente entre los humanos y las hormigas. Para los humanos, el tiempo es absoluto. La periodicidad y la duración de los segundos se mantendrán iguales pase lo que pase.
Entre las hormigas, por el contrario, el tiempo es relativo. Cuando hace calor, los segundos son muy cortos. Cuando hace frío, se alteran y prolongan hasta el infinito, hasta la pérdida de conciencia de la hibernación. Esa elasticidad del tiempo les da una percepción de la velocidad de los hechos muy diferente de la nuestra. Para definir un movimiento, los insectos no utilizan sólo el espacio y la duración; añaden una tercera dimensión: la temperatura.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto
Ahora ya son dos y están ansiosos por convencer al mayor número posible de hermanas de la gravedad de la «cuestión del arma secreta» Aún no es demasiado tarde. Sin embargo, han de tener en cuenta dos elementos. Por una parte, nunca conseguirán convertir a las suficientes obreras a su causa antes de la fiesta del Renacimiento, que acaparará todas las energías; por lo tanto, necesitan un tercer cómplice. Por otra parte, hay que prever el caso de que las guerreras del olor a roca vuelvan a aparecer; necesitan un escondrijo.
56 propone su aposento. Ha excavado un pasadizo secreto que les permitirá escapar en caso de peligro. El macho 327 sólo se sorprende a medias; se ha puesto de moda excavar pasadizos secretos. La cosa se inició cien años atrás, durante la guerra contra las hormigas escupidoras de engrudo. La reina de una de las ciudades federadas, Ha-yekte-duni, había caído presa del delirio de la seguridad. Han hecho construir una ciudad prohibida «blindada» Sus costados estaban hechos con gruesos guijarros, y éstos estaban soldados con cimentación termita.
El problema era que sólo había una salida. Así, cuando su ciudad fue rodeada por las legiones de hormigas escupidoras de engrudo, se vio confinada en su propio palacio. Las escupidoras de engrudo no tuvieron entonces dificultad ninguna para capturarla y ahogarla en su innoble goma de secado rápido. La reina Ha-yekte-duni, había caído, fue vengada a continuación y su ciudad liberada, pero ese horrible y estúpido final pesó durante mucho tiempo en los espíritus belokanianos.
Ya que las hormigas tenían la extraordinaria suerte de poder modificar a fuerza de mandíbulas la forma de sus habitáculos, todas se pusieron a perforar cada una su propio pasadizo secreto. Que una hormiga se haga su propio agujero tiene un pase, pero que lo hagan un millón de hormigas, entonces es una catástrofe. Los corredores «oficiales» se venían abajo a fuerza de sufrir la labor de zapa de los pasadizos «privados» Una hormiga tomaba por su pasadizo secreto y se encontraba desembocando en un verdadero laberinto formado por «los de las demás» Hasta el punto de que zonas enteras se habían vuelto quebradizas, comprometiendo el futuro mismo del Bel-o-kan.
La Madre había llamado al orden. Nadie podía ponerse a perforar por su propia cuenta. Pero ¿cómo controlar cada aposento?
La hembra 56 remueve un cascote, descubriendo un orificio sombrío. Ahí está; 327 examina el escondite y lo considera perfecto. Falta encontrar el tercer cómplice. Salen, cerrando con cuidado. La hembra 56 emite:
Será el primero que aparezca. Déjame hacer a mí.
Pronto se cruzan con una gran soldado asexuada que arrastra un trozo de mariposa. La hembra se dirige a ella con mensajes emotivos que hablan de una gran amenaza para el Nido. Maneja el lenguaje de las emociones con un delicado virtuosismo que deja pasmado al macho. En cuanto la soldado, abandona inmediatamente su caza para conversar.
¿Una gran amenaza para el Nido? ¿Dónde, quién, cómo, por qué?
La hembra le explica sucintamente la catástrofe de la primera expedición de la primavera. Su forma de expresarse exhala deliciosos efluvios. Tiene ya la gracia y el carisma de una reina. La guerrera queda rápidamente conquistada.
¿Cuándo partimos? ¿Cuántos soldados hacen falta para combatir contra las enanas?
La soldado se presenta. Es la 103.583 asexuada de la puesta del verano. Gran cráneo reluciente, amplias mandíbulas, ojos prácticamente inexistentes, patas cortas; es una aliada de peso. También es una entusiasta de nacimiento.
La hembra 56 ha de refrenar su ímpetu.
Le dice que hay espías en el mismo seno del Nido, que muy bien pudieran ser mercenarias vendidas a las enanas para impedir que los belokanianos descubran el misterio del arma secreta.
Se las reconoce por un olor característico a roca. Hay que actuar con rapidez-Contad conmigo.
Se reparten las zonas de influencia. 327 intentará convencer a las nodrizas del solario. Por lo general, suelen ser bastante inocentes.
103.683 tratará de reunir soldados. Si consigue formar una legión, será algo formidable.
También puedo preguntarles a los batidores, tratar de recoger otros testimonios acerca de ese arma secreta de las enanas.
Por su parte, la 56 visitará los criaderos y los establos en busca de apoyos estratégicos.
De regreso aquí para informar a 23°-tiempo.
En la televisión aparecía esta vez, en el marco de la serie «Culturas del mundo», un reportaje sobre las costumbres japonesas.
«Los japoneses, que son un pueblo insular, están acostumbrados a vivir en una autarquía desde hace siglos. Para ellos, la Humanidad se divide en dos grupos: los japoneses y los demás, extranjeros de costumbres incomprensibles, los bárbaros, a los que entre ellos llaman Gai jin. Los japoneses siempre han sido nacionalistas muy puntillosos. Cuando un japonés se instala, por ejemplo, en Europa, queda automáticamente excluido del grupo. Si vuelve un año más tarde, sus padres, su familia, ya no le reconocerán como uno de los suyos. Vivir con los Gai jin es impregnarse del espíritu de «los demás», es convertirse en Gai jin. Incluso sus amistades de infancia se dirigirán a él como si fuese un turista cualquiera.
En la pantalla se veían desfilar distintos templos y lugares sagrados de Shinto. La locución siguió:
«Su visión de la vida y de la muerte es distinta de la nuestra. Aquí, la muerte de un individuo no tiene mucha importancia. Lo que es inquietante es la desaparición de una célula productora. Para familiarizarse con la muerte, a los japoneses les gusta cultivar el arte de la lucha. Los jóvenes aprenden el kendo desde la niñez…»
Dos luchadores aparecieron en el centro de la pantalla, vestidos como antiguos samurais, Sus torsos estaban cubiertos por negras placas articuladas. Llevaban en la cabeza un casco ovalado adornado con dos largas plumas al nivel de las orejas. Se lanzaron el uno contra el otro profiriendo un grito de guerra y luego empezaron a fintar con sus largos sables.
Más imágenes: un hombre sentado sobre sus talones acerca a su vientre con las dos manos un sable corto.
«El suicidio ritual, Seppuku, es otro elemento característico de la cultura japonesa. Ciertamente nos resulta difícil comprender este…»
– ¡La televisión, siempre la televisión! ¡Embrutece! Nos mete a todos las mismas imágenes en la cabeza. Y hablan de cualquier cosa. ¿Es que aún no estáis hartos? -exclamó Jonathan, que hacía unas horas que estaba de regreso.
– Déjale. Le tranquiliza. Desde que el perro murió no se siente muy bien -dijo Lucie mecánicamente.
Jonathan le acarició la barbilla a su hijo.
– ¿No te encuentras bien, muchacho?
– Chssst. Estoy escuchando.
– ¡Hombre! ¡Mira cómo nos habla ahora!
– Cómo te habla a ti. Hay que tener en cuenta que le ves muy a menudo. No te sorprendas si está un poco distante contigo.
– Oye, Nicolás, ¿has conseguido hacer los cuatro triángulos con las cerillas?
– No. Me pone nervioso. Estoy escuchando.
– Bueno, pues si te pone nervioso…
Jonathan, con aire pensativo, empezó a manipular las cerillas que había encima de la mesa.
– ¡Lástima! Es algo… instructivo.
Nicolás no le oía; su cerebro estaba absolutamente inmerso en la televisión. Jonathan se dirigió a su habitación.
– ¿Qué haces? -le preguntó Lucie.
– Ya lo ves. Me preparo. Voy a volver.
– ¿Cómo? ¡Oh, no!
– No tengo elección.
– Jonathan, dímelo ahora, ¿qué hay allá abajo que tanto te fascina? Después de todo, soy tu mujer.
Él no contestó. Tenía la mirada huidiza, Y seguía con aquel tic tan molesto.
– ¿Has matado a las ratas? -le preguntó Lucie.
– Basta con mi presencia. Se mantienen a distancia. Y si no les enseño esto.
Blandió un gran cuchillo de cocina que había estado afilando durante un buen rato. Tomó con la otra mano la linterna halógena y se dirigió a la puerta de la bodega con un saco al hombro, un saco en el que había abundantes provisiones así como sus herramientas de cerrajero. Apenas murmuró:
– Hasta luego, Nicolás. Hasta luego, Lucie.
Lucie no sabía qué hacer. Cogió a Jonathan por un brazo.
– ¡No puedes marcharte así! Es demasiado fácil. ¡Tienes que hablar conmigo!
– ¡Por favor!
– Pero ¿cómo tengo que decírtelo? Desde que bajaste a esa maldita bodega no eres el mismo. Ya no tenemos dinero y tú te has comprado por lo menos cinco mil francos de material y libros sobre las hormigas.
– Me interesa la cerrajería, y también las hormigas. Tengo derecho a eso.
– No, no tienes derecho. No cuando tienes un hijo y una mujer que alimentar. Si todo el dinero del paro se va en la compra de libros sobre las hormigas, acabaré…
– ¿Divorciándote? ¿Es eso lo que quieres decir?
Ella le soltó el brazo, abatida.
– No.
Él la tomó por los brazos. Tic en la boca.
– Has de confiar en mí. Tengo que ir hasta el final. No estoy loco.
– ¿Que no estás loco? Mírate un poco. Pareces un muerto viviente. Es como si siempre tuvieses fiebre.
– Mi cuerpo envejece, pero mi cabeza se rejuvenece.
– ¡Jonathan! ¡Dime qué pasa ahí abajo!
– Cosas apasionantes. Hay que ir más abajo, cada vez más abajo, si queremos poder volver a subir un día… ¿Sabes? Es como las piscinas, en el fondo es donde encontramos apoyo para subir.
Estalló en una carcajada de demente, que treinta segundos después aún resonaba con siniestros ecos en la escalera de caracol.
Nivel +35. La ligera cubierta de ramitas produce un efecto de vidriera. Los rayos del sol destellan al pasar a través de ese filtro y luego caen como una lluvia de estrellas en el suelo. Estamos en el solario de la ciudad, la «fábrica» donde se producen los ciudadanos belokanianos.
En el lugar reina un calor tórrido: 38°. Es normal, el solario está orientado directamente al sur para aprovechar al máximo los ardores del astro blanco. A veces, por el efecto catalizador de las ramitas, la temperatura sube ¡hasta los 50o!
Centenares de patas se agitan. La casta más numerosa aquí es la de las nodrizas. Se dedican a apilar los huevos que la Madre acaba de poner. Veinticuatro pilas forman un montón, doce montones forman una hilada. Las hiladas se pierden en la distancia. Cuando una nube proyecta sombra, las nodrizas desplazan las pilas de huevos. Los más recientes han de estar siempre más calientes. «Calor húmedo para los huevos, calor seco para los capullos», vieja receta mirmeleónida para que los pequeños crezcan sanos.
A la izquierda se ve a unas obreras encargadas del mantenimiento térmico. Apilan fragmentos de madera negra, que acumulan el calor, y fragmentos de humus fermentado, que ellas mismas producen. Gracias a esos dos «radiadores», se consigue que el solario se mantenga permanentemente a una temperatura comprendida entre los 25° y los 40°, incluso cuando en el exterior la temperatura es de 15°.
Hay artilleras que pasean. Si un pájaro carpintero aparece…
A la derecha pueden verse unos huevos de más tiempo. Es una larga metamorfosis; con los lametones de las nodrizas y el paso del tiempo, los huevecitos crecen y amarillean. Se transforman en larvas de dorados pelos al cabo de un tiempo que oscila entre la semana y las siete semanas. Eso depende otra vez de la meteorología.
Las nodrizas están extremadamente concentradas. No escatiman ni su saliva antiséptica ni su atención. Es necesario que ni la menor suciedad mancille a las larvas. Son tan frágiles. Incluso las feromonas del diálogo quedan reducidas a un mínimo estricto. Ayúdame a llevarlos hacia ese rincón… Cuidado, tu pila se va a caer…
Una nodriza transporta una larva dos veces más grande que ella. Seguramente, una artillera. La nodriza deposita el «arma» en un rincón y la lame. En el centro de esta vasta incubadora, montones de larvas, cuyos diez segmentos corporales empiezan a marcarse, gritan pidiendo alimento. Agitan la cabeza en todas direcciones, estiran el cuello y gesticulan hasta que las nodrizas les entregan un poco de melaza o de carne de insecto.
Al cabo de tres semanas, cuando ya han «madurado» lo suficiente, las larvas dejan de comer y de moverse. Fase de letargía en la que se preparan para el esfuerzo. Reúnen sus energías para segregar el capullo que las transformará en ninfas.
Las nodrizas trasladan esos grandes bultos amarillos a una sala vecina llena de arena seca que absorbe la humedad del aire. «Calor húmedo para los huevos, calor seco para los capullos», nunca se repetirá lo suficiente. En este horno el capullo blanco de reflejos azulados se vuelve amarillo, luego gris, luego marrón. Piedra filosofal al revés. Bajo la cobertura se consuma el milagro natural. Todo cambia. Sistema nervioso, aparatos respiratorio y digestivo, órganos sensoriales, caparazón…
La ninfa colocada en el horno se animará dentro de unos días. El huevo está cociéndose, el gran momento se acerca. La ninfa que está a punto de eclosionar es llevada aparte, en compañía de las otras que comparten el mismo estado. Las nodrizas agujerean con precaución el velo del capullo, liberando una antena, una pata, hasta liberar una especie de hormiga blanca que tiembla y se tambalea. Su quitina, aún húmeda y clara, será roja dentro de unos días, como la de todos los belokanianos.
327, en medio de este torbellino de actividad, no sabe a quién dirigirse. Lanza un ligero olor hacia una nodriza que ayuda a un recién nacido a dar sus primeros pasos.
Está ocurriendo algo grave.
La nodriza no vuelve la cabeza en su dirección. Formula una frase olorosa apenas perceptible.
Silencio. Nada es más grave que el nacimiento de un ser.
Una artillera le empuja, dándole golpecitos con las mazas situados al final de sus antenas.
No molestes. Circula.
No está el macho en su mejor nivel de energía, no sabe emitir y resultar convincente. ¡Ah, si tuviese el don de la comunicación de la hembra 56! Insiste, sin embargo, ante otras nodrizas, que no le prestan la menor atención. El macho llega a preguntarse si su misión es en realidad tan importante como a él se lo parece. Es posible que la Madre tenga razón. Hay tareas prioritarias, como perpetuar la vida en lugar de querer engendrar la guerra, por ejemplo.
Cuando está considerando este extraño pensamiento, un chorro de ácido fórmico pasa rozando sus antenas. Es una nodriza la que acaba de dispararle. Ha dejado caer el capullo que estaba a su cargo y le ha apuntado. Por suerte no ha apuntado bien.
El macho corre para atrapar a la terrorista, pero ella ya se ha deslizado en la primera casa cuna, haciendo caer una pila de huevos para bloquearle el paso. Las cáscaras se rompen, liberando un líquido transparente.
¡Esa hormiga ha destruido unos huevos! ¿Qué le ha ocurrido? Todo el mundo enloquece, las nodrizas corren en todas direcciones, preocupadas por proteger a la generación que está gestándose.
El macho 327, comprendiendo que no podrá dar alcance a la fugitiva, hace pasar su abdomen bajo el tórax y apunta. Pero antes de que pueda disparar, la hormiga cae fulminada por una artillera que la había visto arrojar los huevos al suelo.
Alrededor del cuerpo calcinado se forma un tumulto. 327 suspende sus antenas encima del cadáver. No cabe duda, hay como cierto relente, con olor a roca.
SOCIABILIDAD. Entre las hormigas, como entre los seres humanos, la sociabilidad viene predeterminada. La hormiga recién nacida es demasiado débil para romper por sí misma el capullo que la aprisiona. El bebé humano tampoco es capaz de andar o de nutrirse solo.
Las hormigas y los seres humanos son especies formadas para ser asistidas por el entorno y no saben o no pueden aprender solos.
Esta dependencia de los adultos es ciertamente una debilidad, aunque pone en marcha otro proceso: la búsqueda del saber. Si los adultos pueden sobrevivir mientras los jóvenes son incapaces, estos últimos están obligados desde el principio a reclamar conocimientos a los más viejos.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
Nivel -20. La hembra 56 aún no está hablando del arma secreta de las enanas con las agriculturas; lo que ve la apasiona demasiado como para que puede emitir cualquier cosa.
Ya que la casta de las hembras es especialmente preciosa, estas últimas viven toda su infancia encerradas en el gineceo de las princesas. A menudo no conocen del mundo más que un centenar de corredores y pocas de ellas se han aventurado por encima del décimo nivel del subsuelo o por encima del décimo superior…
Una vez, 56 había intentado salir para ver el gran Exterior del que le habían hablado las nodrizas, pero unas centinelas la volvieron atrás. Podía disimular más o menos sus olores, pero no sus grandes alas. Las guardianas le advirtieron entonces de que fuera había monstruos gigantescos, que se comían a las princesitas que salían antes de la fiesta del Renacimiento. Desde entonces, 56 se mantuvo entre la curiosidad y el temor.
Una vez de regreso en el nivel -20, cae en la cuenta de que antes de recorrer el gran Exterior salvaje aún tiene muchas maravillas que descubrir en su propia ciudad. Ahora, lo que ve por primera vez son los criaderos.
En la mitología belokaniana se dice que los primeros criaderos se descubrieron en el transcurso de la guerra de los Cereales, en el milenio cincuenta mil. Un comando de artilleras acababa de invadir una ciudad termita. De repente, entraron en una sala de proporciones colosales. En su centro se erguía un enorme bizcocho blanco que un centenar de obreras termitas no dejaban un momento de pulir.
Las belokanianas lo probaron y lo encontraron delicioso. Era… como un pueblo todo él comestible. Unas prisioneras dijeron que aquello eran setas. De hecho las termitas sólo viven de la celulosa, pero como no pueden digerirla recurren a las setas para hacerla asimilable.
Las hormigas, por su parte, digieren bastante bien la celulosa y no tienen ninguna necesidad de ese truco. Aunque no dejaron de comprender las ventajas de tener cultivos en el interior mismo de su ciudad; con eso podrían resistir los asedios y la escasez.
En la actualidad, en las grandes estancias del nivel -20 de Bel-o-kan se seleccionan las cepas. Aunque las hormigas no utilizan ya el mismo hongo que las termitas; en Bel-o-kan se cultiva sobre todo el agárico. Y a partir de las actividades agrícolas se ha desarrollado toda una tecnología.
La hembra 56 pasa entre los arriates de ese blanco jardín. En un lado, unas obreras preparan el lecho en el que crecerá la seta. Cortan hojas en cuadraditos, que a continuación se trituran, se amasan y se transforman en pasta. Las pastas de hojas se disponen en un fertilizante compuesto por excrementos (las hormigas reúnen sus excrementos en lugares reservados para este uso) Luego se humedecen con saliva y se le deja al tiempo el cuidado de hacer que el preparado germine.
Las pastas ya fermentadas se rodean con una bola de filamentos blancos comestibles. Ahí se ven, a la izquierda. Unas obreras las riegan entonces con su saliva desinfectante y cortan todo lo que rebosa el pequeño cono blanco. Si a las setas se les permitiese crecer, pronto harían explotar la estancia. Con los filamentos recolectados por unas hormigas de mandíbulas aplanadas se elabora una harina tan sabrosa como reconstituyente.
También en este lugar se ha llevado al límite la concentración de obreras. Se debe de evitar que la menor mala hierba, la más pequeña seta parásita, vaya a mezclarse con las otras y se aproveche de esos cuidados.
Es en este contexto, muy poco favorable, donde la hembra 56 trata de establecer el contacto antenar con una jardinera que está ocupada recortando el sobrante de uno de los conos blancos.
Un grave peligro amenaza la Ciudad. Necesitamos ayuda. ¿Queréis uniros a nuestra célula de trabajo?
¿Qué peligro?
Las enanas han descubierto un arma secreta de efectos devastadores, hemos de actuar cuanto antes.
La jardinera le pregunta plácidamente qué le parece su seta, un hermoso agárico. 56 le hace un amable cumplido. La otra le ofrece probarlo. La hembra muerde la pasta blanca y siente en seguida un vivo calor en el esófago. ¡Veneno! Han impregnado el agárico con mirmicacina, su ácido demoledor que se utiliza habitualmente en forma diluida para que sirva de herbicida. 56 tose y escupe a tiempo el tóxico alimento. La jardinera ha dejado la seta a un lado y le salta al tórax, con las mandíbulas abiertas de par en par.
Las dos ruedas con el fertilizante, se golpean el cráneo, y utilizando con golpes secos las mazas antenares. Golpean con la firme intención de acabar la una con la otra. Unas agricultoras las separan.
¿Qué os pasa a vosotras dos?
La jardinera escapa. Abriendo las alas, 56 da un salto prodigioso y la arroja al suelo. Entonces identifica un levísimo olor a roca. No cabe duda, también ella ha caído a su vez sobre un miembro de esa increíble banda de asesinos.
La coge por las antenas.
¿Quién eres? ¿Por qué has intentando matarme? ¿Qué es este olor a roca?
Mutismo. La hembra le retuerce las antenas. Es algo muy doloroso y la otra respinga pero no contesta. 56 no es de las que le harían daño a una célula hermana, pero acentúa la torsión.
La otra no se mueve. Ha entrado en catalepsia voluntaria. Su corazón casi no late ya. No tardará en morir. Por despecho, 56 le corta las antenas, pero lo único que hace con ello es encarnizarse con un cadáver.
Las agricultoras la rodean otra vez.
¿Qué pasa? ¿Qué le has hecho?
56 considera que no es momento de justificarse, y que es mejor salvarse, lo que hace echando a volar. 327 tiene razón. Está ocurriendo algo demencial; hay unas células en el Nido que se han vuelto locas.