CADA VEZ MAS ABAJO

Nivel -45; la 103.683 asexuada entra en las salas de lucha, unas estancias con los techos bajos donde los soldados se ejercitan en previsión de las guerras de la primavera.

Las guerreras se baten en duelo en todo el lugar. Las adversarias se palpan al principio, para evaluar la corpulencia y el tamaño de las patas. Dan vueltas, se palpan los flancos, tiran de los pelos, se lanzan desafíos olorosos, se rozan con los extremos de las antenas.

Finalmente se lanzan una contra otra. Chocan los caparazones. Una y otra se esfuerzan por hacer presa en las articulaciones torácicas de la contraria. En cuanto una de las dos lo consigue, la otra intenta morderle las rodillas. Los gestos son bruscos. Se alzan sobre las patas traseras, caen, ruedan, furiosas.

Por lo general, se inmovilizan sobre su presa, y luego, bruscamente, golpean otro miembro. Pero sólo es un ejercicio de entrenamiento, nada se rompe, no se vierte sangre. El combate se interrumpe en cuanto una hormiga queda de espaldas en el suelo. Entonces lleva las antenas hacia atrás, en signo de abandono. Aunque los duelos son bastante realistas. Las garras sujetan con facilidad los ojos para hacer presa. Las mandíbulas resuenan en el vacío.

A cierta distancia, unas artilleras sentadas sobre sus abdómenes apuntan y disparan contra granos de arena colocados a quinientas cabezas de distancia. Los chorros de ácido alcanzan a menudo su objetivo.

Una vieja guerrera enseña a una novicia que todo se pone en juego antes del contacto. Las mandíbulas o el chorro de ácido no hacen otra cosa que confirmar una situación de dominio ya reconocida por las dos beligerantes. Antes de llegar a las patas, ya hay forzosamente una que ha decidido ganar y otra que acepta ser vencida. No es más que una cuestión de reparto de papeles. Una vez cada uno ha elegido el suyo, el vencedor podrá lanzar un chorro de ácido sin apuntar, y dará en la diana; el vencido podrá asestar su mejor golpe, y ni siquiera llegará a herir a su adversario. Hay que tener en cuenta sólo un consejo: se debe aceptar la victoria. Todo está en la cabeza. Hay que aceptar la victoria y nada se resiste.

Dos duelistas tropiezan con la soldado 103.683, y ésta les rechaza vigorosamente y sigue su camino. Busca la zona de los mercenarios, situada debajo de la arena de combate. Ahí está el paso.

Esta sala es aún más amplia que la de las legionarias. Es cierto que las mercenarias viven de forma permanente en el lugar donde se ejercitan. Sólo están ahí para hacer la guerra. Todos los pueblos de la región se codean aquí, sean pueblos aliados o pueblos sometidos: hormigas amarillas, hormigas rojas, hormigas negras, hormigas lanzadoras de cola, hormigas primitivas con aguijón venenoso, e incluso hormigas enanas.

Nuevamente son las termitas las que se encuentran en el origen de la idea, consistente en alimentar a poblaciones extrañas para hacerlas combatir a su lado en caso de invasión.

Y en cuanto a las ciudades hormigas, llegaron a fuerza de sutilezas diplomáticas a aliarse con las termitas contra otras hormigas.

Ello había suscitado esta importante reflexión: ¿por qué no comprometer francamente legiones de hormigas que viviesen permanentemente en la termitera? La idea era revolucionaria. Y la sorpresa fue grande cuando los ejércitos mirmecianos tuvieron que enfrentarse a hermanas de la misma especie que combatían por las termitas. La civilización mirmeciana, tan dispuesta a adaptarse, esta vez había llevado su talento demasiado lejos.

De buena gana las hormigas hubiesen reaccionado imitando a sus enemigas, manteniendo legiones de termitas para luchar contra las termitas. Pero un obstáculo mayor hizo fracasar el proyecto: las termitas son absolutamente monárquicas. Su lealtad no tiene fisuras, son incapaces de luchar contra los suyos. Tan sólo las hormigas, cuyos regímenes políticos son tan variados como sus distintas psicologías, son capaces de asumir todas las derivaciones más perversas del acuerdo mercenario.

Las grandes federaciones de hormigas rojas se contentaron reforzando su ejército con numerosas legiones de hormigas extranjeras, todas ellas unidas bajo la única bandera olorosa belokiana.

La 103.683 se acerca a las mercenarias enanas. Les pregunta si han oído hablar de la creación de una arma secreta en Shi-gae-pu, un arma capaz de acabar en un momento con toda una expedición de veintiocho hormigas rojas. Las enanas contestan que nunca han visto ni oído hablar de nada tan eficaz.

Las 103.683 pregunta a otras mercenarias. Una amarilla pretende haber asistido a tal prodigio. Sin embargo, no se trataba de un ataque de enanas… sino de una pera podrida que había caído inesperadamente de un árbol. Todo el mundo emite chispeantes feromonas de risa. Ese es el sentido del humor típico de las amarillas.

103.683 sube a una sala donde se entrenan unas colegas. Las conoce individualmente a todas ellas. La escuchan con atención y creen lo que dice. El grupo de «investigación del arma secreta de las enanas» pronto reúne a más de treinta guerreras decididas. ¡Ah, si 327 lo viese!

Atención, una banda organizada intenta destruir a aquellas y aquellos que hacen averiguaciones. Seguramente son mercenarias rojas al servicio de las enanas. Se las puede identificar, todas ellas huelen a roca.

Como medida de seguridad, deciden tener su primera reunión en lo más profundo de la ciudad, en una de las salas más bajas del nivel quincuagésimo. Nadie baja nunca hasta allí, así que deberían tener tranquilidad para preparar su ofensiva.

Pero el cuerpo de 103.683 le indica una brusca aceleración del tiempo. 23°. Se despide y se apresura para acudir a su cita con 327 y 56.


ESTÉTICA. ¿Qué hay que sea más hermoso que una hormiga? Sus líneas son curvas y depuradas, su aerodinamismo perfecto. Toda la carrocería del insecto está estudiada para que cada miembro encaje perfectamente en el lugar previsto a este efecto. Cada articulación es una maravilla mecánica. Las placas encajan como si las hubiese concebido un diseñador asistido por un ordenador. Nada rechina, no hay ni un roce. La cabeza triangular penetra en el aire, las patas largas y articuladas le prestan al cuerpo una cómoda suspensión a ras del suelo. Es como un automóvil deportivo italiano.

Las garras le permiten caminar por el techo. Los ojos tienen una visión panorámica de 180°. Las antenas reciben selectivamente miles de informaciones para nosotros invisibles, y su extremidad puede servir como martillo. El abdomen está lleno de bolsillos, esclusas, compartimentos en los que el insecto puede almacenar productos químicos. Las mandíbulas cortan, pinzan, cogen. Una red formidable de tubos internos le permite lanzar mensajes olorosos.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


Nicolás no quería irse a dormir. Aún estaba ante el televisor. Las noticias acababan de terminar con el anuncio del regreso de la sonda Marco Polo. La conclusión era que no había el menor vestigio de vida en los sistemas solares próximos. Todos los planetas que la sonda había visitado sólo habían ofrecido imágenes de desiertos rocosos o de superficies líquidas amoniacales. Ni el menor musgo, ni la más pequeñas ameba, ni el menor microbio.

Y Nicolás se dijo: «¿Y si papá tuviese razón? ¿Y si fuésemos la única forma de vida inteligente de todo el universo?» Evidentemente, resultaba decepcionante, pero parecía ser verdad.

Tras las noticias, daban un gran reportaje de la serie «Culturas del mundo», dedicado hoy al problema de las castas en la India.

«Los hindúes pertenecen de por vida a su casta de nacimiento. Cada casta funciona según su propio sistema de normas, un código rígido que nadie puede transgredir sin verse dado de lado por su propia casta de origen así como por todas las demás. Para comprender tal comportamiento se debe recordar que…»

– Es la una -intervino Lucie.

Nicolás estaba saturado de imágenes. Desde que se iniciaron los problemas en la bodega veía cuatro horas largas de televisión diarias. Era su forma de no seguir pensando y de no ser él mismo. La voz de su madre le devolvió a la ingrata realidad.

– ¿No tienes sueño?

– ¿Dónde está papá?

– Aún está en la bodega. Ahora tienes que dormir.

– No quiero dormir.

– ¿Quieres que te cuente un cuento?

– ¡Sí, sí! ¡Un cuento! ¡Un cuento muy bonito!

Lucie le acompañó a su habitación y se sentó en el borde de la cama soltando su largo cabello rojo. Eligió un antiguo cuento judío.

Había una vez un cantero que ya estaba cansado de agotarse trabajando en la montaña tallando piedra bajo los rayos ardientes del sol. «Estoy harto de esta vida. Picar y picar piedra me desriñona; ¡y este sol, siempre este sol! ¡Cuánto me gustaría estar en su lugar! Estaría ahí arriba, todopoderoso, bien caliente e inundando el mundo con mis rayos», se dijo el cantero. Y entonces, por milagro, su petición fue atendida. E inmediatamente el cantero se convirtió en sol. Se sentía feliz al ver realizado su deseo. Pero cuando estaba encantado enviando sus rayos a todas partes, se dio cuenta de que éstos quedaban detenidos por las nubes. «¿De qué me sirve ser sol si unas simples nubes pueden detener mis rayos? Si las nubes son más fuertes que el sol, prefiero ser nube» Así se dijo, y entonces se convirtió en nube. Pasa volando sobre el mundo, esparce la lluvia, pero de repente el viento se levanta y dispersa la nube. «Ah, así que el viento consigue dispersar las nubes, de manera que él es el más fuerte. Quiero ser viento», decidió.

– Y entonces, ¿se convirtió en viento?

– Sí. Se convierte en viento y sopla por todo el mundo. Forma tempestades, borrascas, tifones. Pero de repente se da cuenta de que una pared cierra el paso. Es una pared muy alta y muy dura. Es una montaña. «¿De qué me sirve ser viento si una simple montaña puede detenerme? Ella es la más fuerte», dijo.

– ¡Y se convierte en montaña!

– Eso es. Y en ese momento siente algo que le golpea. Algo más fuerte que él, que le agujerea… Es…, un pequeño cantero…

– ¡Aaaah!

– ¿Te ha gustado el cuento?

– ¡Sí, mucho, mamá!

– ¿Estás seguro de no haber visto otros más bonitos en la televisión?

– No, no, mamá.

Ella rió y le estrechó entre sus brazos.

– Di, mamá, ¿crees que papá está perforando también?

– Quizá, ¿quién sabe? En cualquier caso parece pensar que se va a transformar en otra cosa a fuerza de bajar a la bodega.

– ¿Es que no está bien aquí?

– No, hijo; le da vergüenza ser un parado. Cree que es mejor ser sol. Un sol subterráneo.

– Papá cree que es el rey de las hormigas.

Lucie sonrió.

– Ya se le pasará. ¿Sabes? Él también es un niño. Y a los niños siempre les fascinan los hormigueros. ¿Tú nunca has jugado con las hormigas?

– Sí, mamá.

Lucie le ahuecó la almohada y le dio un beso.

– Ahora tienes que dormir. Buenas noches.

– Buenas noches, mamá.

Lucie vio las cerillas en la mesita de noche. Debía de haber estado intentando formar los cuatro triángulos. Lucie volvió a la sala y volvió a coger el libro de arquitectura que hablaba de la historia de la casa.

Muchos científicos habían vivido en ella. Sobre todo científicos protestantes. Miguel Servet, por ejemplo, había estado unos años.

Un párrafo le llamó especialmente la atención. Según lo que decía, durante las guerras de religión se había excavado un paso subterráneo para que los protestantes pudieran huir fuera de la ciudad. Un subterráneo de una profundidad y una longitud poco corrientes.


Los tres insectos se instalan formando triángulo para llevar a cabo una CA. Así no hará falta que cuenten sus aventuras, sabrán instantáneamente todo lo que ha ocurrido como si fuesen un solo cuerpo que se hubiese dividido en tres.

Unen las antenas. Los pensamientos empiezan a circular, a fusionarse. Cada cerebro actúa como un transistor que conduce enriqueciéndolo el mensaje eléctrico que él mismo recibe, Tres espíritus hormigas así unidos trascienden las simples sumas de sus talentos.

Pero de repente el encanto se rompe. 103.683 ha sentido un olor parásito. Las paredes tienen antenas. Más concretamente, dos antenas que pasan más allá del orificio de entrada de la estancia de 56. Alguien les está escuchando…


Es medianoche. Hacía ya dos horas que Jonathan no había vuelto a subir. Lucie paseaba nerviosa por la sala. Fue a ver a Nicolás, que dormía profundamente, cuando su mirada se vio atraída por algo. Las cerillas. Tuvo en ese momento la intuición de que podía haber un principio de respuesta para el enigma de la bodega en el enigma de las cerillas. Cuatro triángulos equiláteros formados con seis palitos…

«Hay que pensar de manera diferente, si se piensa como de costumbre no se llega a ninguna parte», decía y repetía Jonathan. Tomó las cerillas y volvió a la sala, donde estuvo jugando con ellas un buen rato. Por fin, agotada por la angustia, fue a acostarse.

Esa noche tuvo un sueño extraño. En primer lugar vio al tío Edmond, o por lo menos un personaje que correspondía a la descripción que de él le había hecho su marido. Estaba en una especie de larga cola que se prolongaba en pleno desierto, entre guijarros. Unos soldados mexicanos estaban junto a la cola y vigilaban que «todo fuese bien» A lo lejos se veía una docena de horcas donde colgaban a la gente. Cuando ya estaban rígidos, los descolgaban y ahorcaban a otros. Y la fila iba avanzando…

Tras Edmond estaban Jonathan, ella misma, y luego un hombre gordo con garitas muy pequeñas. Todos los condenados a muerte conversaban tan tranquilamente, como si no pasase nada.

Cuando por fin les pasaron la cuerda por el cuello y les colgaron, a los cuatro juntos, no hicieron más que esperar tontamente. El tío Edmond se decidió a hablar en primer lugar, con voz ronca -y con motivo.

– ¿Qué estamos haciendo aquí?

– No lo sé… Vivimos. Hemos nacido, de manera que vivimos el mayor tiempo posible. Pero creo que la cosa se está acabando -repuso Jonathan.

– Querido sobrino, eres un pesimista. Es cierto que estamos en la horca y rodeados por soldados mexicanos, pero no es más que un albur de la vida, no un fin, sólo un albur. Además, esta situación tiene por la fuerza arreglo. ¿Estáis bien atados, vosotros, los de ahí atrás?

– Pues no -dijo el hombre grueso. Yo puedo deshacerme de estas ligaduras.

Y lo hizo.

– Bueno, pues liberémonos entonces.

– ¿Cómo?

– Colúmpiese hasta que llegue a mis manos.

El hombre se contorsionó y llegó a convertirse en una péndulo viviente. Cuando hubo soltado las ligaduras de Edmond, todos fueron quedando libres, uno tras otro, utilizando la misma técnica.

Luego, el tío dijo:

– Haced lo mismo que yo.

Y dando saltitos fue avanzando de cuerda en cuerda hacia la última horca de la hilera. Los demás le imitaron.

– ¡No podemos seguir adelante! Ya no hay nada más después de esta viga y nos descubrirán.

– Mirad, hay un agujerito en la viga. Vamos.

Edmond saltó entonces hacia la viga, se volvió minúsculo y desapareció en el interior. Jonathan y luego el señor gordo hicieron lo mismo. Lucie se dijo que ella no lo conseguiría nunca, y sin embargo se lanzó hacia el tarugo de madera y ¡entró por el agujero!

En el interior, había una escalera de caracol. Subieron por ella de cuatro en cuatro. Ya se oían los gritos de los soldados que se habían dado cuenta de su fuga. «¡Los gringos, los gringos, cuidado» Y ruido de botas y de fusiles. Iban a darles caza.

La escalera desembocaba en una habitación de hotel moderna y con vistas al mar. Entraron y cerraron la puerta. Era la habitación 8. Con el golpe de la puerta al cerrarse, el 8 vertical pasó a ser un 8 horizontal, símbolo del infinito. La habitación era lujosa y en ella se sentían al resguardo de los soldadotes.

Entonces, cuando todo el mundo respiraba con alivio, Lucie le saltó de repente a la garganta de su marido.

– ¡Hemos de pensar en Nicolás! ¡Hemos de pensar en Nicolás!

Y le dejó sin sentido con un antiguo jarrón en el que aparecía pintado Hércules niño ahogando a la Serpiente. Jonathan cayó en la alfombra, donde se transformó… en un langostino sin caparazón que se retorcía de una manera ridícula.

El tío Edmond se dirigió a ella.

– Lo siente, ¿verdad?

– No le entiendo.

– Pues comprenderá -dijo el hombre, sonriendo. Sígame.

La precedió al balcón, de cara al mar, y chasqueó los dedos. Seis cerillas encendidas bajaron inmediatamente de las nubes y se alinearon en su mano.

– Escúcheme bien -dijo el hombre. Siempre se piensa de la misma manera. Siempre aprendemos el mundo de la misma manera banal. Es como si sólo tomasen fotografías con un gran angular. Eso da una visión de la realidad, pero no es la única. HAY… QUE… PENSAR… DE OTRA… MANERA…

Las cerillas giraron en el espacio un momento y luego se reunieron en el suelo. Se arrastraban, como si estuviesen vivas, para formar…

Al día siguiente, con fiebre, Lucie compraba un soplete. Consiguió por fin acabar con la cerradura. Cuando se disponía a franquear el umbral de la bodega, Nicolás, aún medio dormido, apareció en la cocina.

– ¡Mamá! ¡A dónde vas?

– Voy a buscar a tu padre. Se toma por una nube capaz de cruzar las montañas. Voy a ver si no está exagerando un poco. Ya te contaré…

– No, mamá, no te vayas, no te vayas… Me quedaré solo.

– No te preocupes, Nicolás, volveré a subir, no tardaré mucho. Espérame…

Iluminó la abertura de la bodega. El lugar estaba en tinieblas, tan oscuro…

Iluminó la abertura de la bodega. El lugar estaba en tinieblas, tan oscuro…


¿Quién hay ahí?

Las dos antenas avanzan, desvelando una cabeza, luego un tórax y un abdomen. Es la pequeña coja con olor a roca.

Quieren echársele encima, pero tras ella se perfilan las mandíbulas de un centenar de soldados armadas para la batalla. Todas huelen a roca.

¡Huyamos por el pasadizo secreto! dice la hembra 56.

Aparta el cierre y descubre el subterráneo, Luego, batiendo las alas, se eleva hasta rozar el techo, desde donde dispara ácido contra los primeros intrusos. Sus dos compañeros huyen, mientras un mensaje brutal espolea a la tropa de guerreras.

¡Matadlos!

56 se lanza a su vez por el agujero y unos chorros de ácido la marran por poco. ¡De prisa! ¡Atrapadles! Centenares de patas se lanzan en su persecución. Esas espías son tremendamente numerosas. Se precipitan tumultuosamente por el orificio para atrapar al trío.

Con el vientre arrastrando y las antenas echadas atrás, el macho, la hembra y la soldado se lanzan por el pasadizo, que ya no tiene nada de secreto. Salen así de la zona del gineceo y bajan a los niveles inferiores. El estrecho corredor desemboca en seguida en una encrucijada. A partir de ahí se multiplican las bifurcaciones, pero 327 consigue orientarse y guía a sus compañeras de desventuras.

De repente, en un ángulo de un túnel se encuentran ante un grupo de soldados que se precipitan en su dirección. ¡Es increíble! La coja ya les ha alcanzado. El maquiavélico insecto conoce decididamente todos los atajos.

Los tres fugitivos se baten en retirada. Cuando por fin consiguen descansar un poco, 103.683 dice que preferiría no luchar en el terreno de los otros, que circulan con demasiada facilidad por ese dédalo de pasadizos.

Cuando el enemigo parece más fuerte que tú, actúa de manera que escapes a su comprensión. Este antiguo aforismo de la primera Madre se aplica perfectamente a esta situación. 65 tiene una idea: propone camuflarse en el interior de un muro.

Antes de que las guerreras con olor a roca les hayan localizado, cavan con todas sus fuerzas en una pared lateral, atacando la tierra y apartándola a mandíbulas llenas. Se cubren de arena hasta los ojos y las antenas. A veces, para ir más de prisa, tragan grandes bocados de tierra. Cuando la cavidad es ya bastante profunda, se apelotonan en ella, rehacen el muro y esperan. Sus perseguidoras llegan, y pasan a toda carrera. Pero no tardan en volver, esta vez bastante más despacio. Hay algo tras ese ligero tabique…

Pero no, no se han dado cuenta de nada. Sin embargo, es imposible quedarse ahí. El enemigo acabará detectando algunas de sus moléculas. Entonces, vuelven a excavar. 103.683, que tiene las mandíbulas más grandes, va delante; los otros dos apartan la arena y la amontonan tras de sí.

Las asesinas han comprendido la maniobra. Sondean las paredes y encuentran su rastro. Se ponen a trabajar frenéticamente. Las tres hormigas toman por una curva descendente. En cualquier caso, en esa melaza negra no es fácil seguir nada ni a nadie. Cada segundo que pasa, nacen tres corredores y dos se cierran. ¡Vaya uno a hacer un mapa de la ciudad que sea digno de confianza en tales condiciones! Las únicas referencias fijas son la cúpula y el tocón.

Las tres hormigas se hunden lentamente en la carne de la Ciudad. A veces tropiezan con una larga liana. En realidad son tallos de hiedra que han plantado las hormigas agriculturas para que la Ciudad no se hunda con las lluvias. Llega un momento en que la tierra se hace más dura y sus mandíbulas tropiezan con piedra. Se impone dar un rodeo.

Las dos hormigas sexuadas no perciben las vibraciones de sus perseguidoras. El trío decide detenerse. Se encuentran en una bolsa de aire en el corazón de Bel-o-kan. Es un lugar impermeable, inodoro, desconocido para todos. Una isla desierta. ¿Quién daría con ellos en esta minúscula caverna? Se sienten aquí como en el óvalo sombrío del abdomen de su madre.

56 tamborilea con el extremo de sus antenas en el cráneo del macho. Es una petición de trofalaxia. 327 pliega las antenas en señal de aceptación y luego pega su boca a la de la hembra. Regurgita un poco del melado que le había entregado la primera guardiana. 56 se siente inmediatamente reanimada. 103.683 tamborilea a su vez en el cráneo de la hembra. Unen los apéndices labiales y 56 hace que suba el alimento que acaba de recibir. A continuación, los tres se acarician y friccionan entre sí. ¡Ah, qué agradable es dar para una hormiga!

Han recuperado fuerzas, pero saben que no pueden quedarse ahí indefinidamente. El oxígeno se agotará, e incluso aunque las hormigas puedan sobrevivir bastante tiempo sin alimento, sin agua, sin aire ni calor, la carencia de esos elementos vitales acaba provocándoles un sueño mortal.

Contacto antenar.

¿Qué hacemos ahora?

La cohorte de treinta guerreras unidas a nuestro proyecto nos espera en una sala del nivel cincuenta del subsuelo.

Vayamos allí.

Vuelven a su trabajo de zapa, orientándose gracias al órgano de Johnston, sensible a los campos magnéticos terrestres. Con toda lógica, creen estar entre los silos de cereales del nivel -18 y los criaderos de setas del nivel -20. Sin embargo, cuanto más bajan más frío hace. Al llegar la noche, la helada penetra el suelo hasta mucha profundidad. Sus gestos se hacen más lentos. Finalmente se inmovilizan en actitud de cavar y se duermen en espera del final.


– ¡Jonathan, Jonathan! ¡Soy yo, Lucie!

Cuanto más y más se hundía en aquel universo de tinieblas, sentía que el miedo la iba ganando. Ese interminable descenso a lo largo de la escalera había acabado sumiéndola en un estado en el que le parecía ir hundiéndose más y más profundamente en su propio interior. Sentía ahora un dolor difuso en el vientre, después de haber experimentado una brutal sequedad de la garganta, luego un nudo de angustia en el plexo solar, seguido de intensos pinchazos en el estómago:

Sus rodillas, sus pies, seguían funcionando de forma automática; ¿irían a perder pronto su función, y también ella, y entonces dejaría de bajar?

Aparecieron unas imágenes de su infancia. Su autoritaria madre que siempre la estaba culpando y cometía toda clase de injusticias favoreciendo a sus hermanos mimados… Y su padre, un individuo sin brillo, que temblaba ante su mujer, que se pasaba la vida huyendo de la menor discusión y que decía «amén» a los menores deseos de la reina madre. Su padre, el muy cobarde…

Estas ingratas reminiscencias dieron paso a la sensación de haber sido injusta con Jonathan. De hecho, le había reprochado todo lo que pudiera recordarle a su padre. Y justamente porque ella le llenaba permanentemente de reproches, le inhibía, le minimizaba, haciendo que fuese pareciéndose poco a poco a su padre. Así, el ciclo se había iniciado otra vez. Ella, Lucie, había recreado sin darse cuenta siquiera lo que más odiaba: el matrimonio de sus padres. Tenía que romper el ciclo. Se detestaba por todos los gritos con que había gratificado a su marido. Le debía una reparación.

Seguía girando y bajando. Al haber reconocido su propia culpabilidad, había liberado a su cuerpo de sus miedos y dolores opresivos. Una puerta como cualquier otra, en parte cubierta de inscripciones que no se tomó el tiempo de leer. Había un pomo. La puerta se abrió sin un ruido.

Más allá, la escalera se prolongaba. La única diferencia notable eran las venas de roca ferruginosa que aparecían en medio de la piedra. Debido a las filtraciones de agua, originadas probablemente en una corriente subterránea, el hierro adquiría unas tonalidades ocres y rojizas.

Sin embargo, Lucie tenía la sensación de haber iniciado una nueva etapa. Y, de repente, su linterna iluminó unas manchas de sangre ante sus pies. Debía ser sangre de Ouarzazate. El valiente caniche enano había llegado, pues, hasta aquí… La sangre había salpicado por todas partes, pero en las paredes era difícil distinguir las huellas de sangre de las manchas de hierro oxidado.

De repente, oyó un ruido. Una crepitación. Era como si hubiese unos seres que caminasen hacia ella. Los pasos eran nerviosos, como si esos seres fuesen tímidos, como si no se atreviesen a acercarse. Lucie se detuvo para escrutar la oscuridad del fondo con la linterna. Cuando vio el origen del ruido, exhaló un alarido inhumano. Pero nadie podía oírla, estando ella donde estaba.


El sol sale para todos los seres de la Tierra.

Reanudan el descenso. Nivel -36. 103.683 conoce bien el lugar y piensa que pueden salir sin peligro. Las guerreras con olor a roca no han podido seguirles hasta ahí.

Desembocan en unas galerías bajas completamente desiertas. En algunos lugares se ven agujeros, a derecha e izquierda, de viejos graneros abandonados hace por lo menos tres hibernaciones. El suelo está resbaladizo. Debe de haber filtraciones de humedad. Por tal razón esta zona, consideraba insalubre, se ha convertido en uno de los barrios de peor fama de Bel-o-kan.

Huele mal.

El macho y la hembra no se sienten muy seguros. Perciben presencias hostiles, antenas que les espían. El lugar debe de estar lleno de insectos parásitos y fuera de la ley.

Siguen adelante, con las mandíbulas dispuestas, por lúgubres salas y túneles. Un chirrido agudo les sobresalta de repente. El sonido no cambia de tonalidad y forma una melopea hipnótica que resuena en las cavernas fangosas.

Según la soldado, son grillos. El ruido son sus cantos de amor. Las dos hormigas sexuadas sólo se tranquilizan a medias. Resulta increíble que unos grillos actúen con tanta insolencia ante las tropas federales en el mismo interior de la Ciudad.

103.683 no está sorprendida. ¿No dice una sentencia de la última Madre: Más vale consolidar los puntos fuertes que querer controlarlo todo? Ése es el resultado.

Suenan otros ruidos diferentes. Como si alguien cavase muy de prisa. ¿Les habrán alcanzado las guerreras con olor a roca? No… Dos manos aparecen ante ellos. Forman una especie de rastrillo. Las manos excavan y llevan la tierra atrás, propulsando un enorme cuerpo negro.

Ha de ser un topo.

Las hormigas se quedan inmóviles, con las mandíbulas dispuestas.

Es un topo.

Torbellino de tierra. Bola de pelo negro y garras blancas. El animal parece nadar entre las capas sedimentarias como una rana en un lago. Las hormigas se quedan sin movimiento, soldadas a la arcilla. Pero salen del encuentro indemnes. La máquina excavadora pasa. El topo sólo estaba buscando gusanos. Su mayor placer es morderles los ganglios nerviosos para paralizarlos, y luego almacenarlos vivos en su madriguera.

Las tres hormigas se desincrustan de la arcilla y reanudan su camino después de lavarse metódicamente una vez más.


Acaban de entrar en un pasadizo muy estrecho y muy alto. La soldado que hace de guía emite un olor de alerta señalando el techo, que está tapizado de chinches rojas con manchas negras. Son unas buscapleitos diabólicas.

Esos insectos de tres cabezas de largo (nueve milímetros) parecen tener en la espalda el dibujo de unos ojos. Se alimentan por lo general con la carne de los insectos muertos y, a veces, con insectos decididamente vivos.

Una de las chinches se deja caer sobre el trío. Antes de que haya podido llegar al suelo, 103.683 lleva su abdomen bajo el tórax y lanza un chorro de ácido fórmico. Cuando el buscapleitos aterriza se ha metamorfoseado ya en mermelada caliente.

Las hormigas se lo comen a toda prisa y luego cruzan la estancia antes de que les venga encima otro de esos monstruos.


INTELIGENCIA. Inicié los experimentos propiamente dichos en enero del 58. Primer tema: la inteligencia. ¿Son inteligentes las hormigas?

Para averiguarlo, enfrenté a un individuo hormiga roja (Fórmica rufa), de talla mediana y del tipo asexuado, al siguiente problema. En el fondo de un agujero puse un trozo de miel endurecida. Pero el agujero estaba obstruido con una brizna de hierba, poco pesada pero muy larga y muy firmemente asentada. Normalmente, la hormiga amplía el agujero para pasar, pero en este caso, como el soporte es de plástico rígido, no puede perforarlo.

Primer día: la hormiga le da tirones a la hierbecita, la levanta un poco, la deja, vuelve a levantarla.

Segundo día: la hormiga sigue haciendo lo mismo. También intenta recortar la hierbecita por su base. Sin resultado.

Tercer día: lo mismo. Parece ser que el insecto se ha perdido en un mal proceso de razonamiento y que insiste en él porque es incapaz de imaginar otro… Lo que sería prueba de su no-inteligencia.

Cuarto día: lo mismo.

Quinto día: lo mismo.

Sexto día: al despertar esta mañana, me he encontrado la hierbecita separada del agujero. La cosa se ha debido producir durante la noche.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


Las galerías por las que van están medio obstruidas. Allá arriba, la tierra fría y seca, retenida por raíces blancas, forma grumos. A veces se desprenden fragmentos de esos grumos. A eso le llaman «granizo interior» El único medio conocido de protegerse de él es redoblar la vigilancia y saltar a un lado al menor olor de desprendimiento.

Las tres hormigas siguen adelante con el vientre pegado al suelo, las antenas tendidas hacia atrás y las patas muy separadas. 103.683 parece saber con precisión a dónde les lleva. El suelo vuelve a ser húmedo. Un efluvio nauseabundo circula por el lugar. Olor de vida. Olor a animal.

El macho 327 se detiene. No está completamente seguro, pero le ha parecido ver que una pared se movía sospechosamente. Se acerca a la zona sospechosa, y la pared tiembla. Se diría que se perfila una boca. La boca se transforma en una espiral, una protuberancia se destaca en el centro y salta, arrojándose sobre él.

El macho lanza un grito olfativo.

¡Un gusano de tierra! Lo parte en dos con un solo golpe de sus mandíbulas. Pero alrededor de ellos las paredes empiezan a rezumar esas sinuosas bestezuelas. Y pronto hay tantas que es como si estuviesen en los intestinos de un pájaro.

Una lombriz se empeña en enroscarse en el tórax de la hembra, y ésta también hace sonar sus mandíbulas y la corta en muchos trozos que se van ondulando cada uno por su lado. Otros gusanos intervienen y se enroscan alrededor de sus patas y de sus cabezas. El contacto con las antenas es especialmente insoportable. De mutuo acuerdo, desenvainan los tres y lanzan ácido contra los inofensivos ascáridos. Finalmente, el suelo queda tapizado con relieves de carne ocre que se agitan como para desafiarles.

Los tres echan a correr.

Cuando recuperan el ánimo, 103.683 les indica otra nueva serie de pasillos que han de recorrer. Cuanto más se adentran en ellos peor huele. Aunque empiezan a acostumbrarse. Uno se acostumbra a todo. La soldado señala una pared y explica que hay que perforar ahí.

Son las antiguas reservas de fertilizante. El lugar de reunión está justo al lado. Nos gusta reunimos aquí, es un sitio tranquilo.

Desempeñan otra vez su papel de perforadoras, y desembocan al otro lado en una gran sala que huele a excrementos.

Las treinta soldados unidas a su causa están en efecto allí, esperándoles. Pero para conversar con ellas habría que conocer los rudimentos del juego del rompecabezas, porque están todas ellas divididas en piezas. A menudo la cabeza queda bastante lejos del tórax.


Horrorizados, inspeccionan la macabra sala. ¿Quién puede haberlas matado así, justo bajo los pies de Bel-o-kan?

Seguramente algo procedente de abajo, emite el macho 327.

A mí no me lo parece, replica la hembra, y le propone que perfore el suelo.

El macho hinca en él las mandíbulas. Dolor. Lo que hay abajo es roca.

Una enorme roca de granito, precisa un poco tarde 103.683. Es el fondo, la tierra firme en que se asienta la Ciudad. Es espeso, muy espeso. Y grande, muy grande. Nunca se han encontrado sus límites.

Quizá sea, después de todo, el fin del mundo. Y entonces se manifiesta un extraño olor. Algo acaba de entrar en la sala. Algo que inmediatamente les resulta simpático. No, no es una hormiga del Nido, sino un coleóptero lomechuse.

Cuando era sólo una larva, 56 había oído hablar a la madre de este insecto:

No hay sensación que pueda igualarse a la que acompaña la absorción del néctar de la lomechuse una vez se ha probado. Fruto de todos los deseos físicos, su secreción anula las voluntades más decididas.

Tomar esta sustancia suspende el dolor, el miedo la inteligencia. Las hormigas que tienen la suerte de sobrevivir a su proveedora de veneno abandonan irresistiblemente la Ciudad en busca de nuevas dosis. Ya ni comen ni descansan, y caminan hasta el agotamiento. Luego, si no encuentran una lomechuse se quedan inmóviles en una brizna de hierba y se abandonan a la muerte, recorridas por las mil mordeduras de la carencia.

En su infancia, 56 preguntó un día por qué se toleraba la entrada de esa calamidad pública en la Ciudad, cuando las termitas y las abejas la masacraban sin ningún miramiento. Entonces, la Madre le respondió que hay dos formas de hacer frente a un problema: o bien se le impide que se acerque, o bien se deja uno atravesar por él. La segunda no es forzosamente la peor manera. Las secreciones de la lomechuse, bien dosificadas o mezcladas con otras sustancias, se convierten en excelentes medicinas.

El macho es el primero que se adelanta hacia el insecto. Subyugado por la belleza de los aromas que emana la lomechuse, le lame los pelos del abdomen. Éstos supuran jugos alucinógenos. Un hecho turbador: el abdomen de la envenenadora, con sus dos largos pelos, tiene exactamente la misma configuración que una cabeza de hormiga con sus dos antenas.

La hembra 56 se lanza también hacia el insecto, pero no tiene tiempo de empezar a gozar. Un chorro de ácido silba. 103.683 ha desenvainado y disparado. La lomechuse quemada se retuerce de dolor.

La soldado comenta sobriamente su intervención.

No es normal encontrar a este insecto a esta profundidad. Las lomechuses no saben hacer agujeros en el suelo. Alguien la ha traído por propia voluntad para impedirnos ir más lejos. Por aquí hay algo que descubrir.

Los otros dos, avergonzados, no pueden menos que admirar la lucidez de su compañera. Los tres buscan durante mucho tiempo. Apartan los granos de arena, husmean por los más pequeños rincones de la estancia. Hay pocos indicios. Sin embargo, acaban reconociendo un olor conocido. El ligero olor a roca de los asesinos. Es apenas perceptible, sólo dos o tres moléculas, pero con eso basta. Y procede de ahí. Justo bajo esa roca pequeña. La mueven y descubren un pasadizo secreto. Otro más.

Aunque éste tiene una característica importante: no está excavado ni en la tierra ni en la madera. Está decididamente excavado en la roca granítica. Ninguna mandíbula ha podido hincarse en ese material.

El corredor es bastante amplio, pero los tres bajan con prudencia por él. Tras un corto trayecto, llegan a una amplia sala llena de alimentos. Harinas, miel, grano, carnes diversas… Hay cantidades sorprendentes de todo ello, como para alimentar a la Ciudad entera durante cinco hibernaciones. Y de todo ello se desprende el mismo olor a roca de las guerreras que les persiguen.

¿Cómo es posible que se haya dispuesto aquí una despensa tan bien provista? Y con una lomechuse para bloquear el acceso, nada menos. Tal información nunca ha circulado entre las antenas del Nido.

Los tres comen copiosamente y luego unen sus antenas para tener un conciliábulo. La cuestión resulta cada vez más tenebrosa. El arma secreta que acaba con la expedición número uno, las guerreras con un olor especial que les atacan en todas partes, la lomechuse, un escondite lleno de alimentos debajo de la Ciudad… Lo cosa va más allá de la hipótesis de un grupo de espías mercenarias al servicio de las enanas. O es que están extraordinariamente bien organizadas.

327 y sus compañeras no tienen ocasión de profundizar en su reflexión. Unas vibraciones sordas repercuten en la profundidad. Allí arriba, las obreras tamborilean con el extremo del abdomen sobre el suelo. Es algo grave. Es la segunda fase de la alerta. No pueden ignorar esa llamada. Las patas dan automáticamente media vuelta. Sus cuerpos, movidos por una fuerza irreprimible, están ya en camino para unirse al resto del Nido.

La hormiga coja, que les seguía a buena distancia, se siente aliviada. ¡Menos mal! No han descubierto nada…


Por fin, como ni su padre ni su madre volvían a subir de la bodega, Nicolás decidió avisar a la Policía. Y fue un niño hambriento y con los ojos enrojecidos el que apareció en la comisaría explicando que sus padres «habían desaparecido en la bodega», y que posiblemente habían sido devorados por las ratas o por las hormigas. Dos policías atónitos le acompañaron hasta el sótano del número 3 de la calle de los Sybarites.


INTELIGENCIA (continuación) Vuelta al experimento, pero esta vez con una cámara de vídeo.

Sujeto: una hormiga de la misma especie y del mismo nido.

– Primer día: tira de la hierbecita, la empuja y la muerde sin ningún resultado.

– Segundo día: lo mismo.

– Tercer día: ¡ya está! Ha encontrado algo; tira un poco, introduce el abdomen en el agujero, lo hincha, luego baja la presa y vuelve a empezar. Así, con pequeños empujones, saca lentamente la hierbecita.

Así que era eso…


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


La alerta la ha provocado un acontecimiento extraordinario. La-chola-kan, la ciudad hija situada más al oeste, ha sido atacada por legiones de hormigas enanas.

Así que se han decidido…

Y ahora la guerra es inevitable.

Los supervivientes, que han conseguido superar el bloqueo impuesto por las shigaepuyanas, cuentan cosas increíbles. Según ellos, lo que ocurrió fue lo siguiente:

A 17° de temperatura, una larga rama de acacia se acercó a la entrada principal de La-chola-kan. Una rama anormalmente móvil. Se hundió de golpe y destrozó el orificio… girando.

Las centinelas salieron entonces para atacar a ese objeto perforante no identificado, pero todas murieron. Entonces, todo el mundo se quedó sin hacer nada esperando a que la rama acabase con el destrozo. Pero no acababa nunca.

La rama hizo saltar la cúpula como si fuese un botón de rosa y hurgó en los corredores. Las artilleras ametrallaron la rama con fuego graneado, pero el ácido era impotente con ese vegetal destructor.

Los lacholakanianos ya no podían más de terror. Pero la cosa acabó. Hubo una pausa de 2°, y a continuación las legiones enanas llegaron a paso de carga.

La ciudad hija desventrada apenas pudo resistir el primer ataque. Las pérdidas se cuentan por decenas de millares. Los que sobrevivieron se refugiaron por fin en su tocón de pino y están consiguiendo resistir al sitio. Sin embargo, no podrán sobrevivir mucho tiempo, ya no tienen reservas de alimentos y se baten ya incluso en las arterias de madera de la Ciudad prohibida.

Ya que la La-chola-kan forma parte de la Federación, Bel-o-kan y todas las ciudades hijas vecinas deben socorrerla. El zafarrancho de combate se decreta incluso antes de que las antenas hayan recibido el final de las primeras narraciones del drama. ¿Quién piensa ya en el descanso y en la reconstrucción? La primera guerra de la primavera acaba de empezar.


Mientras el macho 327, la hembra 56 y la soldado 103.683 suben lo más de prisa que pueden de nivel en nivel, a su alrededor todo se mueve.

Las nodrizas bajan los huevos, las larvas y las ninfas al nivel -43. Las ordeñadoras de los pulgones esconden su ganado en el último nivel de la Ciudad. Las agriculturas preparan alimentos picados para que puedan servir como raciones de combate. En las salas de las castas militares, las artilleras colman sus abdómenes con ácido fórmico. Las cortadoras aguzan sus mandíbulas. Las mercenarias se agrupan en legiones compactas. Las hormigas sexuadas se atrincheran en sus estancias.

No pueden atacar de inmediato, hace demasiado frío. Pero a partir de mañana por la mañana, con el primer rayo de sol, la guerra causará estragos.

Arriba, en la cúpula, se cierran las salidas de regulación térmica. La ciudad de Bel-o-kan contrae sus poros, prepara sus garras y aprieta los dientes. Está dispuesta para morder.


El policía más corpulento rodeó con un brazo los hombros del chico.

– ¿Estás seguro? ¿Están ahí dentro?

El niño, con cansancio, se desembarazó sin responder. El inspector Galin se inclinó en lo alto de la escalera y lanzó un grito tan fuerte como ridículo. El eco le respondió.

– Parece verdaderamente muy profundo -dijo. No podemos bajar así como así. Necesitamos material.

El comisario Bilsheim llevó un dedo pulposo a su boca, con gesto preocupado.

– Evidentemente. Evidentemente.

– Voy a buscar a los bomberos -dijo el inspector Galin.

– De acuerdo. Mientras tanto, yo interrogaré al chico.

El comisario señaló la cerradura fundida.

– ¿Ha sido tu mamá quien ha hecho esto?

– Sí.

– Vaya, pues tu madre es muy desenvuelta. Conozco pocas mujeres que sepan utilizar un soplete para hacer saltar una puerta blindada… y no conozco ninguna que sepa desatrancar un sumidero.

Nicolás no estaba de ánimo para bromas.

– Quería ir a buscar a papá.

– Es verdad, perdona… ¿Cuánto tiempo hace que están ahí abajo?

– Hace dos días.

Bilsheim se rascó la nariz.

– Y ¿por qué bajó tu padre? ¿Lo sabes?

– Primero fue para ir a buscar al perro. Luego, no lo sé. Compró un montón de placas de metal y se las llevó abajo. Y luego compró montones de libros sobre las hormigas.

– ¿Hormigas? Evidentemente. Evidentemente.

El comisario Bilsheim, bastante desorientado, se dedicó a menear la cabeza murmurando varios «evidentemente» más. El asunto tenia mal cariz. No era la primera vez que tenia que hacerse cargo de casos «especiales» Incluso se podría decir que le endilgaban todas las manzanas podridas. Sin duda eso tenia que ver con sus principales cualidades: a los locos les daba la sensación de que por fin habían encontrado en él unos oídos comprensivos.

Era un don de nacimiento. Ya cuando era muy pequeño, sus compañeros de clase iban a verle para confiarle sus delirios. Él, entonces, meneaba la cabeza con aire de comprender mirando a su interlocutor, no diciendo más que «evidentemente» La cosa funcionaba siempre. Uno se complica la vida al querer introducir frases sofisticadas y cumplidos para impresionar o seducir a la gente que tiene delante. Bilsheim se había dado cuenta de que la simple palabra «evidentemente» era ampliamente suficiente. Otro misterio de la intercomunicación humana elucidado.

El fenómeno era tanto más curioso cuanto que el joven Belsheim, que no hablaba prácticamente nunca, había conseguido la reputación en la escuela de ser un gran orador. Incluso llegaban a pedirle que hiciese los discursos de fin de año.

Belsheim hubiese podido llegar a ser psiquiatra, pero el uniforme ejercía una auténtica fascinación sobre él. Y en cuanto a eso, la bata blanca no era suficiente a sus ojos. En un mundo violento, la Policía y el Ejército eran los portaestandartes de quienes «no se dejan» Ya que, aunque creía comprenderles, Bilsheim detestaba a toda esa gente que habla y habla. ¡Gente sin cerebro! El colmo de lo molesto era para él la gente que habla en voz alta en el Metro, reproduciendo una escena que acaban de vivir y por la que quieren volver a pasar.

Cuando Belsheim entró en la Policía, sus superiores se dieron cuenta en seguida de cuál era su don. Le endilgaban de forma sistemática todos los casos «incomprensibles» La mayor parte de las veces no resolvía el caso en absoluto, pero de todos modos él se hacía cargo, y eso ya era mucho.

– Y también está lo de las cerillas.

– ¿Qué pasa con las cerillas?

– Hay que formar cuatro triángulos con seis cerillas si uno quiere encontrar la solución.

– ¿Qué solución?

– La «nueva manera de pensar» La «otra lógica» de la que hablaba papá.

– Evidentemente.

Esta vez, el niño se rebeló.

– No. Evidentemente, no. Hay que buscar la forma geométrica que permite formar cuatro triángulos. Las hormigas, el tío Edmond, las cerillas, todo está relacionado.

– ¿El tío Edmond? ¿Quién es ese tío Edmond?

Nicolás se animó.

– Es el que escribió la Enciclopedia del saber relativo y absoluto. Pero ha muerto, quizá a causa de las ratas. Fueron las ratas las que mataron a Ouarzazate.

El comisario suspiró. ¡Aterrador! ¿Qué va a ser de este chico cuando sea mayor? Como mínimo, será un alcohólico. El inspector Galin llegó por fin con los bomberos. Bilsheim le miró con orgullo. Era una hacha, el tal Galin. Y también un perverso. Las historias de locos le excitaban. Cuanto más retorcida era la cosa más le interesaba.

Bilsheim el compresivo y Galin el entusiasta formaban entre las dos la oficiosa brigada de los asuntos «de locos de los que nadie quiere ocuparse» Ya les habían enviado a resolver el caso de «la ancianita comida por sus gatos», y el de «la prostituta que ahogaba a sus clientes con la lengua», eso sin olvidar el caso del «reductor de cabezas de charcuteros»

– Está bien -dijo Galin. Usted se queda aquí, jefe, bajamos y se los traemos en las camillas inflables.


En la estancia nupcial, la Madre ha dejado de poner huevos. Levanta una sola antena y pide que la dejen sola. Sus sirvientas desaparecen.

Belo-kiu-kiuni, el sexo viviente de la Ciudad, no está tranquila.

No, no es que le dé miedo la guerra. Ya ha ganado y perdido más de cincuenta. Lo que le inquieta es otra cosa. Es esa cuestión del arma secreta. Es esa rama de acacia que gira y destroza la cúpula. Tampoco ha olvidado la declaración del macho 327, que hablaba de veintiocho guerreras muertas sin que tan siquiera hubiesen tenido tiempo de adoptar la posición de combate… ¿Se puede correr el riesgo de no tener en cuenta esos datos extraordinarios?

Y más ahora.

Pero, ¿qué hacer?

Belo-kiu-kiuni recuerda aquella vez en que ya tuvo que hacer frente a un «arma secreta incomprensible» Fue durante la guerra contra las termiteras del sur. Un buen día le dijeron que una escuadra de ciento veinte soldados estaba, no destruida, sino «inmovilizada»

Todo el mundo estaba extremadamente trastornado. Creían que ya nunca podrían vencer a las termitas y que éstas habían conseguido una ventaja tecnológica decisiva.

Se enviaron espías. Las termitas acababan de constituir una casta de artilleras lanzadoras de cola. Eran las nasutitermas. Conseguían proyectar a doscientas cabezas de distancia una cola que bloqueaba las patas y las mandíbulas de las soldados.

La Federación estuvo reflexionando mucho tiempo y por fin dio con una solución: avanzar protegiéndose con hojas muertas. Esto dio lugar a la famosa batalla de las Hojas Muertas, que ganaron las tropas belokanianas.

Pero esta vez las enemigas no eran las estúpidas termitas, sino las enanas, cuya vivacidad e inteligencia les habían tomado muchas veces por sorpresa. Por otra parte, el arma secreta parecía particularmente destructora.

La Madre se mesó nerviosamente las antenas.

¿Qué sabía ella exactamente de las enanas?

Mucho y muy poca cosa.

Habían aparecido en la región cien años antes. Al principio eran sólo unas cuantas exploradoras. Como eran de pequeño tamaño, nadie desconfió. Las caravanas de enanas llegaron a continuación, llevando entre las patas sus huevos y sus reservas de alimentos. Pasaron la primera noche bajo la raíz de un gran pino.

Por la mañana, la mitad de ellas habían desaparecido víctimas de un erizo hambriento. Las supervivientes se alejaron hacia el norte, donde establecieron un vivaque, bastante cerca de las hormigas negras.

En la Federación se dijo que eso era una «cuestión entre ellas y las hormigas negras» Incluso había quien tenía mala conciencia por dejar a aquellos débiles seres como pasto de las grandes hormigas negras.

Sin embargo, las hormigas enanas no murieron. Todos los días se las podía ver allí, llevando ramitas y pequeños coleópteros. En cambio, a las que ya no se veía era… a las grandes hormigas negras.

Nunca se supo lo que había pasado, pero las exploradoras belokanianas informaron que las enanas ocupaban la totalidad del nido de las hormigas negras. El acontecimiento fue acogido con fatalismo y a la vez con humor. Bien hecho por lo que hace a esas pretenciosas hormigas negras, era lo que se olía en los corredores. Y, además, no iban a ser esas hormiguitas de nada lo que inquietase a la poderosa Federación.

Sólo que, después de las hormigas negras, fue uno de los panales de abejas lo que ocuparon las enanas. Y luego la última termitera del norte y el nido de las hormigas rojas venenosas pasaron a su vez a quedar incluidas bajo las enseñas de las enanas.

Los refugiados que afluían a Bel-o-kan y que venían a ampliar la masa de los mercenarios contaban que las enanas tenían estrategias de combate vanguardistas. Por ejemplo, infectaban los puntos de agua vertiendo en ellos venenos procedentes de flores raras.

Sin embargo, aún no se alarmaba nadie en serio. Fue necesario que la ciudad de Niziu-ni-kan sucumbiese el pasado año en 2° para que por fin cayesen en la cuenta de que tenían que vérselas con unas adversarias temibles.

Pero si las rojas habían subestimado a las enanas, las enanas no había considerado a las rojas en su justo valor. Niziu-ni-kan era una ciudad muy pequeña, pero formaba parte de la Federación. Al día siguiente de la victoria enana, doscientas cuarenta legiones de mil doscientos soldados cada una fueron a complicarles las cosas. El resultado del combate estaba cantado, lo que no impidió que las enanas combatiesen encarnizadamente. De manera que las tropas federadas necesitaron un día entero para entrar en la ciudad liberada.

Se descubrió entonces que las enanas habían instalado en Niziu-ni-kan, no una, sino… doscientas reinas. Fue algo que dejó a todo el mundo atónito.


EJÉRCITO DE OFENSIVA. Las hormigas son los únicos insectos sociales que mantienen un ejército de ofensiva.

Las termitas y las abejas, especies monárquicas y legitimistas menos refinadas, sólo utilizaban a sus soldados en la defensa de la ciudad o para la protección de las obreras que se han alejado del nido. Es relativamente raro ver una termitera o un panal haciendo una campaña de conquista territorial. Aunque se ha dado.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


Las reinas enanas prisioneras refirieron la historia y las costumbres de las enanas. Era una historia extravagante.

Según ellas, las enanas vivían hace mucho tiempo en otro país, a cientos de miles de cabezas de distancia.

Este país era muy diferente del bosque de la Federación. Había en él grandes frutos, llenos de colorido y muy azucarados. Por otra parte, no había invierno ni tampoco hibernación. En esta tierra de maravillas, las enanas habían construido Shi-gae-pu la «antigua», ella misma ciudad procedente de una dinastía muy antigua. Este nido está al pie de un laurel rosa.

Entonces, ocurrió que el laurel rosa y la arena que lo rodeaba fueron un día arrancados del suelo para ser depositados en una caja de madera. Las enanas intentaron huir de la caja, pero ésta fue depositada en el interior de una estructura gigantesca y muy dura. Y cuando llegaron a las fronteras de esa estructura, cayeron al agua. Había agua salada hasta donde alcanzaba la vista.

Muchas enanas se ahogaron en el intento de llegar a la tierra de sus ancestros, y luego la mayoría decidió que lo mismo daba y que había que sobrevivir en esa estructura inmensa y dura rodeada de agua salada. Y pasaron días y días.

Las enanas se daban cuenta, gracias al órgano de Johnston, de que se desplazaban muy de prisa, recorriendo una distancia fenomenal.

Pasarnos por un centenar de barreras magnéticas terrestres. ¿Hasta dónde iba eso a llevarnos? Hasta aquí. Nos desembarcaron junto con el laurel rosa. Y nosotras hemos descubierto este mundo, su fauna y su flora exótica.

El cambio resultó decepcionante. Los frutos, las flores, los insectos eran más pequeños y tenían menos colorido. Habían dejado un país rojo, amarillo y azul para ir a parar a otro verde, negro y marrón.

Y luego estaban el invierno y el frío que lo paralizaban todo. Allí en su país, no sabían siquiera que el frío existiese, lo único que las obligaba a descansar era el calor.

Las enanas arbitraron diferentes soluciones para luchar contra el frío. Los dos métodos más eficaces eran atiborrarse de azúcares y untarse baba de caracol.

En cuanto al azúcar, recogían la fructosa de las fresas, las moras y las cerezas. En cuanto a las grasas, se entregaron a un auténtico exterminio de los caracoles de la región.

Por otra parte, desarrollaban prácticas verdaderamente sorprendentes; por ejemplo, no tenían sexuadas aladas ni vuelo nupcial. Las hembras hacían el amor y ponían entre ellas, bajo tierra. Así, cada ciudad de las enanas no tenía una única ponedora, sino muchos centenares de ellas. Eso les daba una seria ventaja: aparte de una natalidad muy superior a la de las rojas, unas vulnerabilidad mucho menor. Ya que si bastaba matar a la reina para decapitar una ciudad roja, la ciudad enana podía renacer mientras quedase en ella la menor sexuada.

Y no sólo era eso. La enanas tenían otra filosofía para la conquista de territorios. Mientras las rojas, al favor de los vuelos nupciales, aterrizaban lo más lejos posible para a continuación vincularse mediante pistas con el imperio de la federación, las enanas, por su parte, avanzaban centímetro a centímetro a partir de sus ciudades centrales.

Incluso su pequeña talla constituía una ventaja: necesitaban muy pocas calorías para alcanzar una viveza de ánimo y una capacidad de acción muy altas. Se había podido medir la rapidez de sus reacciones con ocasión de una gran lluvia. Mientras las rojas aún estaban sacando con grandes fatigas sus rebaños de pulgones y sus últimos huevos de los corredores inundados, hacía muchas horas que las enanas habían construido un nido en una anfractuosidad de la corteza del gran pino y habían cambiado de lugar todos sus tesoros.

Belo-kiu-kiuni se agita, como para hacer a un lado sus inquietas reflexiones. Pone dos huevos, dos huevos de guerreras. Las nodrizas no están ahí para recogerlos, y la reina tiene hambre. Así que se los come golosamente. Son una excelente fuente de proteínas.

Juega con su planta carnívora. Sus preocupaciones han vuelto a aparecer. El único medio de hacer frente a ese arma secreta sería inventar otra, aún más eficaz y terrible. Las hormigas rojas han descubierto sucesivamente el ácido fórmico, la hoja escudo, las trampas de cola. Basta con encontrar otra cosa. Un arma que deje a las enanas llenas de estupor, algo todavía peor que su rama destructora.

La reina sale de sus aposentos, se reúne con unos soldados y habla con ellos. Sugiere que se formen grupos de reflexión en relación con el tema «encontrar un arma secreta para oponerla a su arma secreta» El Nido responde favorablemente a su estímulo.

Por todas partes se forman grupos de soldados, y también de obreras, que incluyen tres y cinco individuos. Al conectar sus antenas en forma triangular o pentagonal, operan centenares de comunicaciones absolutas.


– ¡Cuidado, voy a detenerme! -dijo Galin, que no tenía ningunas ganas de recibir en la espalda el empujón de ocho bomberos zapadores.

– ¡Qué oscuro está ahí abajo! Pasadme una linterna más potente. -Se volvió y le pasaron una gran linterna. Los bomberos no parecían muy tranquilos. Y sin embargo llevaban chaquetas de cuero y casco. ¡Mira que no haber pensado en ponerse algo más adecuado a este tipo de expedición que una chaqueta de ciudad!

Bajaban con prudencia. El inspector, que actuaba como los ojos del grupo, alumbraba cada rincón antes de dar un paso. Era más lento, pero también era más seguro.

El haz de la linterna barrió una inscripción grabada en la bóveda, a la altura de los ojos.


Examínate a ti mismo.

Si no te has purificado asiduamente,

Las bodas químicas te causarán daño.

Desgracia para el que se entretenga ahí abajo.

Que se abstenga el que sea demasiado ligero.


– ¿Han visto eso? -preguntó un bombero.

– Es una antigua inscripción, eso es todo -dijo tranquilizador el inspector Galin.

– Parece algo propio de brujos.

– En cualquier caso es algo muy, muy profundo.

– ¿El sentido de la frase?

– No, la escalera. Parece que hay kilómetros de escalones ahí abajo.

Siguieron descendiendo. Debían de encontrarse ya unos ciento cincuenta metros por debajo del nivel de la ciudad. Y la escalera seguía bajando siempre dando vueltas. Como una hélice de ADN. Casi les daba vértigo. Abajo, cada vez más abajo.

– Podemos seguir así indefinidamente -protestó un bombero. No estamos preparados para hacer espeleología.

– Yo creí que sólo había que sacar a alguien de una bodega -dijo otro, que llevaba la camilla hinchable. Mi mujer me esperaba a cenar a las ocho. Debe estar encantada, ya son las diez.

Galin se hizo cargo de la situación.

– Oídme, muchachos. Ahora estamos más cerca del fondo que de la superficie, de manera que hagamos un pequeño esfuerzo más. No vamos a renunciar a medio camino.

Pero no habían hecho ni la décima parte del camino.


Al cabo de muchas horas de CA a una temperatura de alrededor de 15°, un grupo de hormigas mercenarias amarillas tiene una idea, que en seguida reconocen como la mejor todos los demás centros nerviosos.

Resulta que Bel-o-kan tiene muchos soldados mercenarios de una especie un tanto especial: las «rompedoras de grano» Tienen como característica estar provistas de una voluminosa cabeza y grandes mandíbulas cortantes que les permiten romper granos incluso muy duros. No son muy eficaces en el combate, ya que sus patas son demasiado cortas bajo el cuerpo demasiado pesado.

Entonces, ¿por qué arrastrarse penosamente hasta el lugar del enfrentamiento para causar sólo ligeros destrozos? Las rojas habían acabado destinándolas a tareas hogareñas, como, por ejemplo, cortar tallos grandes.

Según las hormigas amarillas, existe sin embargo un medio para convertir a esas grandes zopencas en rayos de la guerra. Basta con hacer que las lleven seis pequeñas y ágiles obreras.

Así, las rompegranos, guiando mediante olores a sus «patas vivientes», pueden lanzarse a gran velocidad contra sus adversarias y cortarlas en trozos con sus grandes mandíbulas.

Algunos soldados saturadas de azúcar hacen pruebas en el solario.

Seis hormigas levantan a una rompegranos y corren tratando de sincronizar sus pasos. Parece funcionar muy bien.

La ciudad de Bel-o-kan acaba de inventar el tanque.


Nunca más se les volvió a ver.

Al día siguiente, aparecieron los titulares en la Prensa: «Fontainebleau.- Ocho bomberos y un inspector de Policía desaparecen misteriosamente en una bodega»


Con el alba violácea, las hormigas enanas rodean la Ciudad prohibida de La-chola-kan dispuestas para librar batalla. Las rojas, aisladas en su tocón, están hambrientas y agotadas. No deberían resistir mucho tiempo.

Los combates se reanudan. Las enanas conquistan dos barrios suplementarios después de un prolongado duelo de artillería con ácido. La madera corroída por los disparos vomita los cadáveres de los soldados sitiados.

Las últimas supervivientes rojas ya no pueden más. Las enanas se internan en la Ciudad. Los francotiradores ocultos en las anfractuosidades de los techos apenas contienen su marcha.

La cámara nupcial no debe de estar muy lejos. En su interior, la reina Lacho-la-kiuni empieza a ralentizar los latidos de su corazón. Todo está perdido.

Pero las tropas enanas más adelantadas perciben de pronto un olor de alerta. Fuera está ocurriendo algo. Las enanas vuelven sobre sus pasos.

Allá arriba, en la colina de las Amapolas que domina la Ciudad, se ve un millar de puntos negros entre las flores rojas.

Finalmente, los belokanianos han decidido atacar. Peor para ellos. Las enanas envían moscas mensajeras mercenarias para advertir a la ciudad central.

Todas las moscas llevan la misma feromona:

Nos atacan. Enviad refuerzos por el este para cogerlos entre dos fuegos. Preparad el arma secreta.


El calor del primer rayo de sol que se filtra a través de una nube ha precipitado la decisión de pasar al ataque. Son las 8.03 h. Las legiones belokanianas bajan en tromba la pendiente, rodeando las hierbas y saltando por encima de las piedras. Son millones de soldados y corren con las mandíbulas dispuestas. Resulta bastante impresionante.

Pero las enanas no tienen miedo. Habían previsto esa decisión táctica. La víspera habían estado cavando agujeros en el suelo. Se introducen en ellos, dejando asomar sólo las mandíbulas. Así, sus cuerpos quedan protegidos por la tierra.

Esa línea de enanas rompe de inmediato el asalto de las rojas. Las federadas pelean sin resultado contra esas adversarias que sólo les presentan puntos de resistencia. No hay manera de cortarles las patas o de arrancarles el abdomen.

Es entonces cuando el grueso de la infantería de Shi-gae-pu, acantonada en las proximidades bajo la protección de un círculo de setas de Satán, lanza una contraofensiva que atrapa a las rojas entre dos fuegos.

Si las belokanianas son millones, las shigaepuyanas se cuentan por decenas de millones. Hay por lo menos cinco soldados de las enanas por cada roja, sin mencionar las guerreras que hay en los agujeros individuales, que atacan con sus mandíbulas todo lo que pasa por su lado.

El combate se vuelve rápidamente en contra de los menos numerosos. Sepultadas por las enanas que aparecen por todas partes, las líneas federadas se dislocan.

A las 9.36 h, se baten en franca retirada. Las enanas exhalan ya los olores de la victoria. Su estratagema ha funcionado a la perfección. Ni siquiera han tenido que utilizar el arma secreta. Persiguen al ejército fugitivo, y consideran el sitio de La-chola-kan como cuestión ya sentenciada.

Pero con sus cortas patas, las enanas dan diez pasos donde una roja da un solo salto. Se agotan al subir a la colina de las Amapolas. Y eso es lo que habían previsto los estrategas de la Federación. Porque esa primera carga sólo servía para eso: para hacer que las tropas enanas saliesen de su escondrijo y se enfrentasen con ellas en la pendiente.

Las rojas llegan a la cima, las legiones enanas siguen persiguiéndolas en un desorden total. Y de repente, allá arriba se ve cómo se yergue un bosque de espinas. Son las pinzas gigantes de las rompegranos. Las blanden, las hacen centellear al sol, luego las bajan disponiéndolas paralelamente al sucio y caen sobre las enanas. Rompegranos, rompeenanas.

La sorpresa es total. Las shigaepuyanas, atónitas, con las antenas rígidas de pavor, caen segadas como la hierba. Las rompegranos cruzan las líneas enemigas a gran velocidad, a favor del desnivel. Bajo cada una de ellas, seis obreras se esfuerzan al máximo. Son las orugas de esas máquinas de guerra. Gracias a una perfecta comunicación antenar entre la torreta y las ruedas, el animal de treinta y seis patas y dos mandíbulas gigantes se mueve con facilidad entre la masa de sus adversarios.

Las enanas sólo pueden entrever esos mastodontes que se les vienen encima a centenares, que las destrozan, las aplastan, las machacan. Las mandíbulas hipertróficas se hunden en el amasijo, se mueven y vuelven a subir, cargadas de patas y cabezas ensangrentadas que rompen como si fuesen paja.

El pánico es total. La enanas aterrorizadas tropiezan unas con otras, se pisotean, y algunas se matan entre sí.

Los tanques belokanianos, que ya han «peinado» la confusión enana, la han dejado atrás llevados por su propio impulso. Alto. Y vuelven a subir la pendiente, siempre en perfecta alineación, para proceder a otra pasada. Las supervivientes quisieran adelantárseles, pero en lo alto se dibuja ya un segundo frente de tanques… que empieza ya a bajar.

Las dos columnas se cruzan en paralelo. Delante de cada tanque se amontonan los cadáveres. Es una hecatombe.

Las lacholakianas que seguían desde lejos la batalla salen para animar a sus hermanas. La sorpresa del principio ha dado lugar al entusiasmo. Lanzan feromonas de alegría. Es una victoria de la tecnología y de la inteligencia. Nunca se había expresado tan netamente el genio de la Federación.


Shi-gae-pu, sin embargo, no ha enseñado todas sus cartas. Aún tiene su arma secreta. Este arma se había concebido para desalojar a los sitiados recalcitrantes, pero ante el mal cariz que han tomado los combates, las enanas deciden jugarse el todo por el todo.

El arma secreta aparece en forma de cráneos de hormigas rojas ensartados en una planta oscura.

Unos días antes, las hormigas enanas habían descubierto el cadáver de una exploradora de la Federación. Su cuerpo había estallado bajo la presión de un hongo parásito, la alternaria. Las investigadoras enanas analizaron el fenómeno y vieron que ese hongo parásito producía esporas volátiles. Éstas se pegan a las corazas, las corroen, penetran en el animal y luego se inflan hasta hacer que su caparazón explote.

¡Un arma espléndida!

Y de una seguridad en su utilización garantizada. Porque si bien las esporas se adhieren a la quitina de las rojas, no actúan en absoluto sobre la quitina de las enanas. Y eso sencillamente porque estas últimas, las frioleras, han adquirido el hábito de untarse baba de caracol, y esta sustancia tiene un efecto protector contra la alternarla.

Las belokanianas han inventado el tanque, pero las shigaepuyanas han descubierto la guerra bacteriológica.

Un batallón de infantería se lanza al ataque llevando trescientos cráneos de hormigas rojas infectadas, recuperadas tras la primera batalla de La-chola-kan.

Las lanzan en pleno centro de la formación enemiga. Las rompegranos y sus portadoras estornudan con el polvo mortal. Cuando ven que sus corazas se deshacen, enloquecen. Las portadoras abandonan su carga. Las rompegranos, impotentes, son presas del pánico y se vuelven con violencia contra otras rompegranos.

Hacia las 10 h, un brusco enfriamiento atmosférico separa a las beligerantes. No se puede luchar entre corrientes de aire helado. Las tropas enanas aprovechan la oportunidad para retirarse. Los tanques de las hormigas rojas suben penosamente la pendiente.

En ambos campos se cuentan los heridos y se considera la amplitud de las pérdidas. El balance provisional es abrumador. Sería bueno cambiar la suerte de la batalla.

Las belokanianas han reconocido las esporas de alternaría. Deciden sacrificar a todas las soldados afectadas por el hongo, para evitarles futuros sufrimientos.

Unas espías llegan a la carrera: hay un medio para protegerse de ese arma bacteriológica: hay que untarse baba de caracol. Dicho y hecho. Se sacrifica a tres de esos moluscos (cada vez más escasos en la región) y todo el mundo se previene contra el contagio.

Contacto antenar. Las estrategas rojas consideran que no se puede atacar sólo con los tanques. En el nuevo dispositivo, los tanques ocuparán el centro; pero ciento veinte legiones de infantería ordinaria y sesenta legiones de infantería extranjera se desplegarán en sus flancos.

Se recupera la moral.


HORMIGAS DE ARGENTINA. Las hormigas de Argentina (Iridomyrmex humilis) llegaron a Francia en 1920. Fueron transportadas con toda verosimilitud en planteles de laureles rosa destinados a ornamentar las carreteras de la Costa Azul.

Se señala por primera vez su existencia en 1866, en Buenos Aires (de ahí el nombre que se les dio) En 1891 aparecen en Estados Unidos, en Nueva Orleáns.

Ocultas en la paja de los establos de unos caballos argentinos exportados, llegan a continuación a África del Sur en 1908, a Chile en 1910, a Australia en 1917 y a Francia en 1920.

Esta especie se caracteriza, no sólo por su tamaño ínfimo, que la convierte en un pigmeo por comparación con otras hormigas, sino también por una inteligencia y una agresividad bélica que son aún sus principales características.

Apenas establecidas en el sur de Francia, las hormigas de Argentina declararon la guerra a todas las especies autóctonas… ¡y vencieron!

En 1960, franquearon los Pirineos y llegaron hasta Barcelona. En 1967, cruzaron los Alpes y llegaron hasta Roma. Luego, a partir de los años setenta, las Iridomyrmex empezaron a remontarse hacia el norte. Se cree que cruzaron el Loira aprovechando una sequía estival a finales de los años noventa. Estos invasores, cuyas estrategias de combate no tienen nada que envidiar a las de un César o un Napoleón, se encontraron ante dos especies un poco más coriáceas: las hormigas rojas (al sur y el este de la región parisina) y las hormigas faraón (al norte y al oeste de París)


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


La batalla de las Amapolas no se ha ganado. Shi-gae-pu decide, a las 10.13 h, enviar refuerzos. Doscientas cuarenta legiones del ejército de reserva irán a reunirse con las supervivientes de la primera carga. Se les explica el golpe de los «tanques» Las antenas se unen en CA. Ha de haber algún medio para acabar con esas extrañas máquinas…

Hacia las 10.30 h. una obrera hace una sugerencia: Las hormigas rompegranos tienen la movilidad que les dan las seis obreras que las llevan. Basta cortarles esas «patas vivientes»

Y aparece otra idea:

El punto débil de sus máquinas es la dificultad con que dan media vuelta. Se puede utilizar esta desventaja. Sólo hay que formar en cuadros compactos. Cuando las máquinas carguen, nos apartamos para dejarlas pasar sin resistencia. Luego, cuando aún las arrastre el impulso, las atacamos por detrás. No les dará tiempo de volverse.

Y una tercera:

La sincronización del movimiento de las patas se consigue, como hemos visto, mediante contacto antenar. Basta cortar las antenas de las rompegranos para que ya no puedan dirigir a sus portadoras.

Se aceptan las tres ideas. Y las enanas empiezan a preparar su nuevo plan de batalla.


SUFRIMIENTO. ¿Son capaces de sufrir las hormigas? A priori, no. No tienen un sistema nervioso adaptado a este uso. Y si no hay nervio, no hay mensaje de dolor. Eso podría explicar que fragmentos de hormigas sigan «viviendo» a veces mucho tiempo independientemente del resto del cuerpo.

La ausencia de dolor hace que se plantee un nuevo mundo de ciencia ficción. Sin «dolor» no hay miedo, quizá ni siquiera conciencia de sí. Durante mucho tiempo los entomólogos se han inclinado por esta teoría: las hormigas no sufren, y de ahí parte la cohesión de su sociedad. Eso lo explica todo, y no explica nada. Y esta idea tiene otra ventaja: nos evita el escrúpulo de matarlas.

A mí un animal que no sintiese dolor… me daría mucho miedo.

Pero esta idea es falsa. Ya que la hormiga decapitada emite un olor particular. El olor del dolor. Así pues, algo ocurre. La hormiga no tiene un flujo nervioso eléctrico, pero tiene un flujo químico. Sabe cuándo le falta un trozo de su cuerpo, y sufre. Sufre a su manera, que es seguramente muy diferente de la nuestra, pero sufre.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


La lucha se reanuda a las 11.47 h. Una línea larga y compacta de soldados enanas sube lentamente al asalto de la colina de las Ampolas.

Los tanques aparecen entre las flores. A una señal, se lanzan por la pendiente abajo. Las legiones de las hormigas rojas y de sus mercenarias van a sus flancos, dispuestas a acabar el trabajo de los mastodontes.

Los dos ejércitos están ya sólo a cien cabezas de distancia… Cincuenta… Veinte… ¡Diez! Apenas la primera rompegranos establece contacto ocurre algo absolutamente inesperado. La densa línea de las shigaepuyanas se abre de repente en amplias franjas. Las soldados forman en cuadros. Cada tanque ve cómo su adversario se evapora y ante si sólo encuentra un pasillo desierto. Ninguno de ellos tiene el reflejo de zigzaguear para atacar a las enanas. Las mandíbulas se cierran en el vacío, las treinta y seis patas corren estúpidamente.

Se extiende un efluvio acre;

¡Cortadles las patas!

Unas enanas saltan de inmediato sobre los tanques y matan a las portadoras. Se retiran luego con rapidez para que no las aplaste la masa de rompegranos al caer.

Otras se arrojan osadamente entre la doble fila de las portadoras y perforan con una sola mandíbula el vientre descubierto. Cae un líquido, la reserva vital de la rompegranos se derrama por el suelo.

Otras escalan sobre las mastodontes, les cortan las antenas y saltan en marcha.

Los tanques caen uno tras otro.

Las rompegranos sin portadoras se arrastran como enfermas y mueren sin crear problemas.

¡Una visión terrorífica! Algunos cadáveres de rompegranos siguen moviéndose transportados por sus seis obreras que aún no se han dado cuenta de nada. Las rompegranos privadas de antenas ven cómo sus ruedas van cada uno por su lado…

Esta catástrofe es el fiasco de la tecnología de los tanques. ¡Cuántos grandes inventos han desaparecido así de la historia de las hormigas porque se encontró demasiado de prisa cómo contrarrestarlos!

Las legiones de las rojas y de sus mercenarias que flanqueaban a los tanques se encuentran absolutamente desprotegidas. Las habían colocado allí para recoger los restos y se ven obligadas a cargar a la desesperada. Pero los cuadros de las enanas ya se han cerrado, hasta tal punto ha sido un rotundo éxito la matanza de las rompegranos. En cuanto las belokanianas rozan uno de los bordes del cuadro se ven aspiradas y descuartizadas por miles de glotonas mandíbulas.

Las rojas y sus reitres1 no pueden hacer más que batirse en retirada. Se reagrupan en la cima y observan a las enanas, que suben lentamente al asalto, manteniendo sus compactos cuadros. ¡Es una visión enloquecedora!

Con la esperanza de ganar tiempo, las soldados más corpulentas cargan con guijarros que echan a rodar desde lo alto de la colina. La avalancha no hace que el avance de las enanas sea más lento. Éstas, vigilantes, se apartan al paso de los guijarros y vuelven inmediatamente a sus lugares. Pocas de ellas mueren aplastadas.


1 Soldados alemanes del siglo XVI, (N. del T.)

Las legiones belokanianas buscan afanosas algo que las saque del aprieto. ¿Por qué no utilizar sencillamente la artillería? Porque, si bien es cierto que desde el principio de las hostilidades se ha utilizado poco el ácido, que en la refriega mata tanto a amigos como a enemigos, podría dar muy buen resultado contra los densos cuadros de las enanas.

Las artilleras se apresuran a tomar posiciones, plantadas sólidamente sobre sus cuatro patas traseras y el abdomen proyectado hacia delante. Así, pueden volverse a derecha e izquierda y arriba y abajo para encontrar el mejor ángulo de disparo.

Las enanas ven los extremos de miles de abdómenes destacarse sobre la cima, pero no relacionan este hecho con nada por el momento. Han acelerado la marcha, tomando impulso para franquear los últimos centímetros del talud.

¡Al ataque! ¡Cerrad filas!

Y una sola orden restalla en el campo enemigo:

¡Fuego!

Los vientres pulverizan su ardiente ácido sobre los cuadros de las enanas. Los chorros amarillos silban en el aire, y azotan de lleno la primera línea de asaltantes.

Las antenas son lo que primero se funde. Caen goteando sobre los cráneos. Luego, el veneno se extiende sobre las corazas, licuándolas como si sólo fuesen de plástico.

Los cuerpos martirizados se desploman y forman un pequeño obstáculo que hace tropezar a las enanas. Éstas se recuperan, furiosas, y se lanzan con todas sus fuerzas al asalto de la cima.

Arriba, una línea de artilleras rojas ha relevado ya a la precedente.

¡Fuego!

Los cuadros se desordenan, pero las enanas siguen avanzando, pisoteando a sus muertos.

Tercera línea de artilleras. Las escupidoras de cola se les unen.

¡Fuego!

Esta vez, los cuadros de las enanas se deshacen. Grupos enteros se debaten en los grumos de cola. Las enanas intentan contraatacar formando ellas también una línea de artilleras. Estas avanzan hacia la cima marcha atrás y disparan sin poder apuntar. No pueden afianzarse de espaldas a la subida.

¡Fuego! emiten las enanas.

Pero sus cortos abdómenes sólo disparan unas gotitas de ácido. Aunque alcancen sus objetivos, los disparos no hacen más que irritar los caparazones sin perforarlos.

¡Fuego!

Las gotas de ácido de los dos campos se cruzan, a veces se anulan. Ante el pobre resultado obtenido, las shigaepuyanas renuncian a utilizar la artillería. Consideran que ganarán manteniendo la táctica de cuadros compactos de infantería.

¡Cerrad filas!

¡Fuego! responden las rojas, cuya artillería sigue obrando maravillas. Y salta una nueva andanada de ácido y cola.

Pese a la eficacia de los disparos, las enanas llegan a la cima de la colina de las Amapolas. Sus siluetas forman un negro friso sediento de venganza.


Carga. Contracarga. Destrucción.

Ya no hay más trucos técnicos posibles. Las artilleras rojas ya no pueden disparar con su abdomen, y los cuadros de enanas no pueden mantenerse compactos.

Confusión. Golpes.

Todo el mundo se entremezcla, se entrecruza, se retira, corre, se revuelve, huye, se lanza, se dispersa, se reúne, crea pequeños ataques, empuja, arrastra, salta, cae, apoya, escupe, aúlla. Todos buscan la muerte. Se miden unos a otros, esgrimen, luchan. Corren sobre cuerpos aún vivos y sobre aquellos que ya no se mueven. Cada hormiga roja se encuentra asediada al menos por tres hormigas enanas furiosas. Pero como las rojas son tres veces más grandes, las peleas se desarrollan con fuerzas más o menos iguales.

Cuerpo a cuerpo. Gritos olorosos. Feromonas amargas y nieblas.

Millones de mandíbulas agudas aserradas, con dientes cortantes, pinzantes, en una sola hilera, en doble hilera, húmedas de saliva envenenada, de cola y de sangre se abren y se cierran. La tierra tiembla.

Cuerpo a cuerpo.

Las antenas rematadas con sus pequeñas mazas azotan el aire para mantener a distancia al enemigo. Las patas con garras las golpean como si fuesen pequeñas cañas irritantes.

Presa. Contrapresa.

Se atrapa al otro por las mandíbulas, por las antenas, la cabeza, el abdomen, el tórax, las patas, las rodillas, los codos, los cepillos articulares, una brecha en la coraza, una hendidura en la quitina, un ojo.

Y luego los cuerpos se balancean y ruedan por el suelo húmedo. Unas enanas escalan una amapola indolente y se lanzan desde ahí arriba con las garras tendidas sobre una hormiga roja motorizada. Perforan su espalda y luego siguen hasta su corazón.

Cuerpo a cuerpo.

Las mandíbulas arañan las lisas armaduras.

Una roja utiliza hábilmente las antenas como dos jabalinas a las que propulsa simultáneamente. Atraviesa así los cráneos de diez enemigas, sin tomarse siquiera el tiempo de limpiar sus vástagos húmedos de la sangre transparente.

Cuerpo a cuerpo. A muerte.

Pronto hay tal cantidad de antenas y patas segadas en el suelo que uno podría creer que camina sobre una alfombra de agujas de pino.

Los supervivientes de La-chola-kan acuden y se lanzan al tumulto como si no hubiese entre ellos muertos suficientes.

Abrumada por el número de sus minúsculas asaltantes, una hormiga roja se aterroriza, flexiona su abdomen y se riega a sí misma con ácido fórmico, matándose ella y a sus enemigas a la vez. Y caen juntas como cera fundida.

Más allá, otra guerrera desarraiga la cabeza de su enemiga en el mismo momento en que le arrancan la suya.

La soldado 103.683 ha visto desencadenarse sobre ella las primeras líneas enanas. Con unas decenas de colegas de su subclase, consigue formar un triángulo que siembra el terror entre las hordas enanas. Y luego se rompe el triángulo y se queda sola haciendo frente a cinco shigaepianas ya tintas en sangre de sus amadas hermanas.

Muerden todo su cuerpo. Mientras ella les responde lo mejor que puede, los consejos formulados en la sala de combate por la anciana guerrera acuden a ella automáticamente:

Todo queda decidido antes del contacto. La mandíbula o el chorro de ácido no hacen más que confirmar una situación de dominio ya reconocida por las dos adversarias… Es todo cuestión de moral. Hay que aceptar la victoria y nada puede oponerse a ella.

Quizá eso funcione así con un solo enemigo. Pero, ¿qué hacer cuando son cinco? Y en ese momento siente que hay por lo menos dos que quieren vencer cueste lo que cueste. La enana que le está cortando de forma sistemática la articulación del tórax y la que le está arrancando la pata trasera izquierda. La inunda una oleada de energía. Se debate, hinca una antena como un estilete justo bajo el cuello de una de ellas, y hace que la otra abandone su presa acabando con ella de un golpe con la mandíbula.

Mientras tanto, unas enanas han vuelto a lanzar en pleno campo de batalla decenas de cabezas infectadas con la alternaría. Pero como todas están protegidas por la baba de caracol, las esporas revolotean, se deslizan sobre las corazas antes de caer suavemente en la fértil tierra. Decididamente, éste no es un gran día para las nuevas armas. Todas ellas han encontrado réplica.

A las tres de la tarde, los combates están en su paroxismo. Vaharadas de ácido oleico, efluvios característicos de los cadáveres mirmeceanos al secarse, saturan el aire. A las cuatro y media, las rojas y las enanas que aún se mantienen en pie al menos sobre dos patas siguen hiriéndose bajo las amapolas. Las luchas no cesan hasta las cinco debido a un trueno que anuncia un inmediato aguacero. Es como si el cielo ya tuviera suficiente violencia. A no ser que se trate de un chaparrón de marzo que llega retrasado.

Las supervivientes y las heridas se retiran. Balance: cinco millones de muertos, cuatro de ellos, enanas. La-chola-kan ha sido liberada.

En todo lo que alcanza la vista, el suelo está sembrado de cuerpos desarticulados, corazas rotas, muñones siniestros agitados de vez en cuando por un último soplo de vida. Y por todas partes hay sangre transparente como el barniz y charcos de ácido amarillento.

Algunas enanas, todavía empantanadas en la cola, se debaten creyendo que podrán llegar hasta su Ciudad. Y los pájaros acuden a picotearlas rápidamente antes de que caiga la lluvia.

Los relámpagos iluminan las nubes de color de antracita y hacen brillar algunas armaduras de tanques cuyas mandíbulas aún se mantienen arrogantemente erguidas; es como si esas puntas sombrías quisiesen aún perforar el lejano cielo. Y una vez se han recogido los actores, la lluvia limpia el escenario.


La mujer estaba hablando con la boca llena.

– ¿Bilsheim?

– ¿Sí?

– Hummm, hummm… ¿Se burla usted de mí, Bilsheim? ¿Ha visto los periódicos? ¿No era de los suyos el inspector Galin? ¿No es aquel muchacho tan molesto que pretendía tutearme los primeros días?

Era Solange Doumeng, la directora de la PJ.

– Pues si, me parece que sí.

– Le había dicho que se desembarazase de él, y ahora me lo encuentro en plan de estrella póstuma. ¡Está usted acabado! ¿Qué le ha pasado a usted para que se le ocurriese enviar a alguien con tan poca experiencia a hacerse cargo de un asunto tan grave?

– Galin no es un hombre sin experiencia; incluso es un elemento excelente. Pero creo que hemos subestimado el problema…

– Los buenos elementos son los que encuentran soluciones y los malos los que buscan excusas.

– Hay problemas en que incluso los mejores…

– Hay asuntos en los que incluso nuestros peores hombres tienen el deber de salir airosos. Ir a rescatar a un matrimonio a una bodega forma parte de esta categoría.

– Perdóneme, pero…

– ¿Sabe usted lo que puede hacer con sus excusas, querido? Me hará usted el favor de volver al fondo de esa bodega y sacar de ahí a todos ellos. Galin, su héroe, merece cristiana sepultura. Y quiero un artículo elogioso sobre nuestro servicio antes de fin de mes.

– Pero…

– ¡Basta de historias! ¡También quiero que mantenga la boca cerrada! No le dirá nada a la Prensa hasta que este asunto esté listo. Lleve si quiere a seis números y material extra. Eso es todo.

– Pero y si…

– Y si fracasa usted, ¡tenga en cuenta que haré lo necesario para estropearle el retiro!

Y colgó.

El comisario Bilsheim sabía cómo tratar a todo tipo de locos, menos a ella. Así que se resignó a idear un plan para bajar a la bodega.


CUANDO EL HOMBRE. Cuando el hombre tiene miedo, se siente feliz o furioso, sus glándulas endocrinas producen hormonas que sólo influyen en su propio cuerpo. Funcionan en circuito cerrado. Su corazón se acelerará, sudará, hará muecas o gritará, o llorará. Eso es cosa suya. Los demás le mirarán sin compadecerse, o compadeciéndose porque su intelecto así lo habrá decidido.

Cuando la hormiga tiene miedo, se siente feliz o furiosa, sus hormonas circulan por su cuerpo, salen de su cuerpo y entran en los cuerpos de otras. Debido a las ferohormonas, o feromonas, millones de individuos gritarán o llorarán a la vez. Debe de ser una sensación increíble experimentar las cosas vividas por los demás, y hacer que sientan lo que uno mismo siente…


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


Hay gran alegría en todas las ciudades de la Federación. Se ofrecen en abundancia trofolaxias azucaradas a los agotados combatientes. Sin embargo, aquí no hay héroes. Cada cual ha cumplido con su deber; bien o mal, poco importa, todo vuelve a partir de cero al finalizar las misiones.

Se curan las heridas con grandes lengüetazos. Algunas jóvenes ingenuas sostienen en sus mandíbulas una, dos o tres de las patas que se les arrancaron en la refriega y que han conseguido recuperar por puro milagro. Les explican que no se las pueden volver a pegar.

En la gran sala de lucha del nivel -45, unas soldados reconstruyen para quienes no estaban para verlos los episodios sucesivos de la batalla de las Amapolas. La mitad de ellas hacen de enanas, la otra mitad de rojas.

Simulan el ataque a la ciudad prohibida de La-chola-kan, la carga de las rojas, la lucha contra las cabezas enterradas, la falsa huida, la llegada de los tanques, su derrota ante los cuadros de las enanas, las líneas de artilleras, el gran encuentro final…

Las obreras han acudido en gran número. Comentan cada escena de la reconstrucción. Un punto retiene de forma particular su atención: la técnica de los tanques. Es cierto que su casta ha tenido que ver con ello, y según su opinión no se trata de renunciar ahora. Hay que aprender a utilizar esa técnica de forma más inteligente, no sólo practicando cargas frontales.

Entre los que han sobrevivido a la batalla, la 103.683 ha salido bien librada. Sólo ha perdido una pata. Una futesa, teniendo seis a su disposición. Es algo que apenas vale la pena mencionar. La hembra 56 y el macho 327, que como sexuados no han podido participar en la batalla, la llevan a un rincón. Contacto antenar.

¿No ha habido problemas por aquí?

No. Las guerreras con olor a rocas estaban todas ellas en el combate. Nos quedamos encerrados en la Ciudad prohibida, por si las enanas llegaban hasta aquí. ¿Y allí? ¿Has visto el arma secreta?

No.

¿Cómo que no? Se había hablado de una rama de acacia móvil…

La 103.683 explica que la única arma a la que se han enfrentado ha sido la terrible alternaría, aunque consiguieron atajarla.

No pudo ser eso lo que acabó con la primera expedición, dice el macho. La alternaría tarda mucho tiempo en matar. Además, está seguro de algo: ninguno de los cadáveres que él examinó mostraba la menor huella de esas esporas mortales. Pues entonces, ¿qué?

Desconcertados, deciden prolongar la CA. Verdaderamente les gustaría ver las cosas más claras. Y hay un nuevo intercambio de ideas y opiniones.

¿Por qué las enanas no han recurrido al arma que había destruido de forma tan radical a las veintiocho exploradoras? Y, sin embargo, lo intentaron todo para lograr la victoria. Si un arma semejante estaba entre sus patas, ¡bien se hubiesen servido de ella! ¿Y si no la tenían? Si aparecen siempre antes o después de que actúe el arma secreta, quizá sea por pura casualidad…

Esta hipótesis se adecuaría bastante bien a las características del ataque a La-chola-kan. Y en cuanto a la primera expedición, alguien ha podido muy bien dejar huellas de enanas para lanzar al Nido sobre una pista falsa. Y ¿quién podría tener interés en hacer algo así? Si las enanas no son las responsables de todos los reveses, ¿a quién culpar? ¡Pues a las otras! Al segundo enemigo implacable, el enemigo hereditario: ¡las termitas!

Esa sospecha no tiene nada de fantástico. Hace algún tiempo que unos soldados aislados de la gran termitera del Este cruzan el río y multiplican sus incursiones en las zonas de caza federadas. Sí, lo más seguro es que sean las termitas. Se las han arreglado para lanzar a enanas y rojas las una contra las otras. Y, así, se desembarazan de las dos. Y, una vez debilitadas sus enemigas, ya no tienen que hacer más que apoderarse de los hormigueros.

¿Y las guerreras con olor a rocas? Serán espías mercenarias al servicio de las termitas, eso es todo.

Cuanto más se concreta su común idea a fuerza de darle vueltas en los tres cerebros, más evidente les parece que son las termitas del Este las que poseen la misteriosa «arma secreta»

Pero los efluvios generalizados del Nido intervienen en sus pensamientos y les apartan de ellos. La Ciudad ha decidido aprovechar el momento de entreguerras y adelantar la celebración del Renacimiento, que tendrá lugar mañana.

¡Todas las castas a sus puestos! ¡Hembras y machos, a las salas de las calabazas para llenarse de azúcar! ¡Artilleras, recargad el abdomen en las salas de química orgánica!

Antes de dejar a sus compañeros, la soldado 103.683 emite una feromona:

¡Buena cópula! No os preocupéis, yo seguiré por mi cuenta con la investigación. Cuando estéis en el cielo, yo estaré camino de la gran tennitera del Este.

Apenas se han separado cuando las dos asesinas, la grande y la pequeña coja, hacen su aparición. Arañan las paredes y se hacen con las feromonas volátiles de su conversación.


Tras el trágico fracaso del inspector Galin y los bomberos, Nicolás había entrado en un orfelinato situado a unos cientos de metros tan sólo de la calle de los Sybarites.

Aparte de los simples huérfanos, se hacinaban allí los niños abandonados o maltratados por sus padres. Los seres humanos son, en efecto, una de las pocas especies capaces de abandonar o maltratar a su progenie. Los pequeños humanos pasaban allí unos años de prueba, educándoseles a fuerza de patadas en el trasero. Crecían, se endurecían. La mayoría de ellos entraban a continuación en el Ejército profesional.

El primer día, Nicolás permaneció postrado en el balcón mirando el bosque. Al día siguiente recuperó la saludable rutina de la televisión. El aparato estaba instalado en el refectorio, y los celadores, encantados de desembarazarse de los «mierdosos», les dejaban embrutecerse allí durante horas. Por la noche, Jean y Philippe, otros dos huérfanos, le preguntaron en el dormitorio:

– Y a ti, ¿qué te ha pasado?

– Nada.

– Vamos, cuéntanoslo. Aquí no se viene porque si a tu edad. Y antes que nada, ¿cuántos años tienes?

– Yo lo sé. Al parecer, a sus padres se los han comido las hormigas.

– ¿Quién os ha contado esa estupidez?

– Alguien; te lo diremos si nos cuentas lo que les ha pasado a tus padres.

– Que os zurzan.

Jean, el más corpulento, agarró a Nicolás por los hombros mientras Philippe le retorcía el brazo echándoselo atrás.

Nicolás se soltó con un empujón y golpeó a Jean en el cuello con el canto de la mano (había visto cómo lo hacían en la televisión, en una película china) El otro empezó a toser. Philippe volvió a la carga intentando estrangular a Nicolás, que le golpeó entonces en el estómago con el codo. Una vez desembarazado de su agresor, que estaba de rodillas y doblado en dos, Nicolás hizo otra vez frente a Jean, escupiéndole en la cara. Este se le vino encima y le mordió una pierna hasta hacerle sangre. Los tres jóvenes humanos rodaron debajo de las camas, golpeándose como gitanos. Nicolás quedó finalmente debajo.

– ¡Dinos lo que les ha pasado a tus padres o te haremos comer hormigas!

A Jean se le había ocurrido eso en el calor de la pelea. Y no se sentía nada descontento de la frase. Mientras mantenía al nuevo de espaldas en el suelo, Philippe corrió a buscar algunos himenópteros, que no escaseaban en aquel lugar, volvió y los agitó ante la cara de Nicolás.

– ¡Mira! ¡Fíjate en lo gordas que están!

(Como si las hormigas, cuyo cuerpo está rodeado por un rígido caparazón, pudiesen tener capas de grasa.)

Luego, le pellizcó la nariz para obligarle a abrir la boca, en la que arrojó con repugnancia tres jóvenes obreras que verdaderamente tenían otras cosas que hacer. Y Nicolás tuvo entonces la mayor sorpresa de su vida. Estaban deliciosas.

Los otros, sorprendidos al ver que no escupía el infame alimento, quisieron probarlo a su vez.


La sala de las garrafas de melado es una de las más recientes innovaciones de Bel-o-kan. La tecnología de las «garrafas» la tomaron de las hormigas del Sur, que después de los grandes calores no dejan de moverse hacia el Norte.

Es cosa bien sabida que con ocasión de una guerra victoriosa contra estas hormigas, la Federación descubrió su sala de calabazas. La guerra es la mejor fuente y el mejor vector de circulación de inventos en el mundo de las sociedades de insectos.

En un primer momento, las legionarias belokanianas quedaron horrorizadas al ver, ¿qué? Unas obreras condenadas a pasar toda su vida suspendidas del techo, cabeza abajo y con el abdomen tan hinchado que era dos veces más grueso que el de una reina. Las sudistas explicaron que esas hormigas «sacrificadas» eran garrafas vivientes, capaces de mantener frescas increíbles cantidades de néctar, rocío o melado.

En resumen, había bastado llevar al extremo la idea del «buche social» para desembocar en la de «hormiga cisterna» -y llevarla a la práctica. Las hormigas acudían a cosquillear el abdomen de esos refrigeradores vivientes y éstos entregaban entonces gota a gota, o incluso a chorro, sus preciosos jugos.

Las sudistas resistían gracias a este sistema las grandes olas de sequía que castigan las regiones tropicales. Y cuando emigraban, se llevaban con ellas sus recipientes bajo el brazo y se mantenían perfectamente hidratadas a lo largo de todo el viaje. De creer lo que decían, los recipientes eran tan preciosos como los huevos.

Las belokanianas copiaron entonces la técnica de los recipientes, pero viendo en ella sobre todo el especial interés de poder almacenar grandes cantidades de alimento con una calidad en su conservación y con una higiene sin igual.

Todos los machos y hembras de la Ciudad se presentan en la sala de los recipientes para llenarse de azúcar y agua. Ante cada receptáculo viviente hay una larga cola de peticionarios alados. 327 y 56 abrevan juntos y luego se separan.

Cuando todos los sexuados y todas las artilleras han pasado ya, las hormigas-cisterna están vacías. Un ejército de obreras se apresura a reaprovisionar con néctar, rocío y melado los abdómenes hasta que éstos recuperan su forma de pequeños globos brillantes.


Nicolás, Philippe y Jean fueron sorprendidos por un celador y castigados a la vez. Así se convirtieron en los mejores amigos del orfanato.

Se les encontraba lo más a menudo en el refectorio, ante el televisor. Ese día estaban viendo un episodio de la interminable serie Extraterrestre y orgulloso de serlo.

Lanzaron una exclamación y se dieron con el codo al ver que lo que contaba el episodio era la llegada de unos cosmonautas a un planeta habitado por hormigas gigantes.

– Buenos días, somos terrícolas.

– Buenos días, nosotras somos las hormigas gigantes del planeta Zgu.

Por otra parte, el guión era relativamente baladí: las hormigas gigantes eran telépatas. Enviaban mensajes a los terrícolas dándoles orden de que se matasen entre ellos. Pero el último superviviente lo comprendía todo e incendiaba la ciudad enemiga…

Satisfechos con este final, los chicos decidieron ir a comer unas cuantas hormigas azucaradas. Pero, curiosamente, las que atraparon no tenían el sabor a bombón de las primeras. Eran más pequeñas y su sabor era ácido. Como de limón concentrado. ¡Puah!


Todo ha de ocurrir hacia el mediodía en el punto más alto de la Ciudad.

Con las primeras tibiezas de la aurora, las artilleras se instalan en los nichos de protección que forman una especie de corona alrededor de la cima. Con el ano apuntando al cielo, lanzan una salva antiaérea contra los pájaros, que no tardan en repicar al fuego. Algunas apoyan el abdomen entre las ramitas para atenuar el efecto del retroceso. De este modo, creen que podrán lanzar dos o tres salvas en la misma dirección sin desviarse demasiado.

La hembra 56 está en su estancia. Unas asistentas asexuadas untan sus alas con saliva protectora. ¿Habéis salido ya al gran Exterior? Las obreras no contestan. Es evidente que ya han salido, pero ¿para qué decirle que fuera está lleno de árboles y hierba? Dentro de unos minutos, la potencial reina se dará cuenta de ello por si misma. Querer saber por contacto antenar lo que es el mundo no es más que un capricho de sexuado.

Las obreras no dejan por eso de acicalarla. Le tiran de las patas para darles elasticidad. La fuerzan a contorsionarse para hacer que crujan sus articulaciones torácicas y abdominales. Comprueban que su buche social está rebosante de melado y lo presionan para que deje escapar una gota. Ese jarabe ha de permitirle mantenerse en vuelo continuo durante unas horas.

Listo. La 56 ya está dispuesta. Ahora, la siguiente.

La princesa, con todos sus ornamentos y todos sus perfumes, abandona el gineceo. El macho 327 no se había equivocado, es verdaderamente una gran belleza.

Se esfuerza por levantar las alas. Es tremendo lo que han crecido en los últimos días. Ahora son tan largas y pesadas que se arrastran por el suelo… como un velo nupcial.

Otras hembras aparecen por los corredores. Junto con un centenar de esas vírgenes, la 56 anda ya sobre las ramitas de la cúpula. Algunas exaltadas se pegan a las ramitas: sus cuatro alas aparecen rayadas, agujereadas y decididamente arrancadas. Las desdichadas no llegan más allá, y en todo caso no podrían remontar el vuelo. Despechadas, bajan al quinto nivel. Como las princesas enanas, no conocerán el arrebato amoroso. Se reproducirán tontamente en una sala cerrada, e incluso en el suelo.

La hembra 56 está aún intacta, Salta de una ramita a otra, teniendo mucho cuidado de no caerse y de no estropear sus delicadas alas.

Una hermana que anda a su lado le pide un contacto antenar. Se pregunta qué deben ser esos famosos machos reproductores. ¿Falsos abejorros o moscas?

La hembra 56 no contesta. Piensa otra vez en el macho 327, en el enigma del «arma secreta» Pero todo eso se ha acabado. Ya no hay célula de trabajo. Por lo menos para los dos sexuados. Todo el asunto está ahora en manos de la 103.683.

Rememora con nostalgia los acontecimientos.

El macho fugitivo que aparece en sus aposentos… ¡y sin pasaportes!

La primera comunicación absoluta.

Su encuentro con la 103.683.

Las asesinas con aroma de rocas.

La carrera por los niveles más bajos de la Ciudad.

El escondrijo lleno con los cadáveres de la que hubiese podido ser su «legión»

La lomechuse.

El pasadizo secreto en el granito.

Sin dejar de andar, baraja sus recuerdos y se considera una privilegiada. Ninguna de sus hermanas ha vivido tales aventuras, antes incluso de abandonar la Ciudad.

Las asesinas con olor a rocas… La lomechuse… el pasadizo secreto en el granito…

La locura no supone explicación ninguna, tratándose de individuos tan numerosos. ¿Mercenarias que espían en beneficio de las termitas? No, la cosa no resulta bien así; no serían tantas ni estarían tan bien organizadas.

Y queda en todo caso un punto que no cuadra con nada: ¿por qué hay reservas de alimentos bajo la Ciudad? ¿Para alimentar a los espías? No, hay tanto alimento como para engordar a millones de individuos… Y no son millones.

Y esa sorprendente lomechuse. Es un animal de superficie. Y es imposible que haya bajado por sí misma hasta el nivel -50. Así que la han transportado hasta allí. Pero en cuanto uno se acerca a ese insecto, es fuera de sus efluvios. Hace falta, pues, un grupo bastante numeroso para envolver al monstruo con hojas livianas y trasladarlo discretamente hasta allá abajo.

Cuanto más piensa en ello, más cuenta se da de que todo ello requiere unos medios considerables. Y de hecho, mirando las cosas de frente, todo ocurre como si parte del Nido tuviese un secreto y estuviese protegiéndolo encarnizadamente contra sus mismas hermanas.

Unos contactos desconocidos rozan su cabeza. Se detiene. Sus congéneres creen que desfallece de emoción antes del vuelo nupcial. Es algo que a veces ocurre, ¡las sexuadas son tan sensibles! Se lleva las antenas a la boca. Repite rápidamente para sí: la expedición número uno aniquilada, el arma secreta, las treinta legionarias muertas, la lomechuse, el pasaje secreto en la roca granítica, las reservas de alimentos…

¡Eso es! ¡Oh, sí! ¡Ya lo ha comprendido! Y se lanza contra corriente. ¡Ojalá no sea demasiado tarde!


EDUCACIÓN. La educación de las hormigas sigue las siguientes etapas:

– Del primer día al décimo, la mayoría de los jóvenes atienden a la reina ponedora. La cuidan, la lamen, la acarician. En correspondencia, ella les unía su saliva nutritiva y desinfectante.

– Del undécimo al vigésimo día, las obreras adquieren el derecho de cuidar de los capullos.

Del vigésimo primer día al trigésimo, vigilan y alimentan a las larvas más jóvenes.

Del trigésimo primero al cuadragésimo día, se entregan a tareas domésticas y de policía, mientras siguen cuidando a la reina madre y a las ninfas.

– El cuadragésimo día es una fecha importante. Las obreras, a las que se considera ya suficientemente experimentadas, tienen derecho a salir de la Ciudad.

– Del cuadragésimo día al quincuagésimo, sirven como guardianas o bien como ordeñadoras de pulgones.

Desde el quincuagésimo hasta los últimos días de sus vidas, pueden acceder a la ocupación más apasionante para una hormiga ciudadana: la caza y la exploración en parajes desconocidos.

Nota: A partir del undécimo día, los sexuados ya no están obligados a trabajar. Permanecen ociosos la mayor parte del tiempo, encerrados en sus estancias hasta el día del vuelo nupcial.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


También el macho 327 se prepara. En intercambio antenar, los demás machos no hablan más que de hembras. Muy pocos las han visto. O en su caso no fueron más que visiones furtivas de los corredores de la Ciudad prohibida. Muchos de ellos elucubran. Se las imaginan con perfumes embriagadores, de un erotismo enloquecedor. Uno de los príncipes pretende haber intercambiado una trofalaxia con una hembra. Su melado tenia el sabor de la savia del abedul, sus hormonas sexuales emitían efluvios comparables a los de los junquillos recién cortados. Los demás le envidian en silencio.

El 327, que sí ha probado el melado de una hembra (¡y de qué hembra!) sabe que éste no se diferencia en nada del melado de las obreras o de las hormigas-receptáculo. Pero, en cualquier caso, no interviene en la conversación.

Una idea picara corretea por su ánimo. Le gustaría mucho entregarle a la hembra 56 los espermatozoides necesarios para la creación de una futura Ciudad. Si pudiese dar con ella… Lástima que no hayan pensado en crear una feromona de reconocimiento para encontrarse entre la multitud.

Cuando la hembra 56 llega a la sala de los machos, la sorpresa es general. Venir a este lugar quebranta todas las regías. Los machos y las hembras no deben verse por primera vez hasta el momento del vuelo nupcial. Éste no es el lugar de las enanas. No se copula en los pasillos.

Los príncipes que estaban tan deseosos de saber lo que era una hembra se muestran rígidos. Emiten en conjunto perfumes hostiles que dan a entender que ella debe abandonar aquella estancia. A pesar de todo, ella continúa avanzando entre el tumulto de los preparativos. Ella atropella a todo el mundo, dispersando sus feromonas.

– ¡327! ¡327! ¿Dónde estás, 327?

Los príncipes no se molestan en decirle que no se elige así como así al macho copulador. Ella debe ser paciente, confiar en el azar. Un poco de pudor…

La hembra 56 acaba por encontrar a su compañero, a pesar de todo. Él está muerto. Tiene la cabeza cortada por las mandíbulas de un compañero.


TOTALITARISMO: Las hormigas interesan a los hombres porque éstos creen que han conseguido crear un sistema totalitario que funciona. Es cierto que, visto desde el exterior, parece que en el hormiguero todo el mundo trabaja, todo el mundo obedece, está dispuesto a sacrificarse todo el mundo es igual. Y hasta el presente todos los sistemas totalitarios humanos han fracasado…

Entonces consideramos copiar al insecto social (¿no era la abeja el emblema de Napoleón?) Las feromonas que inundan el hormiguero con una información global no son más que la televisión global de hoy en día. El hombre cree que al darte a todo el mundo lo que considera lo mejor, llegará un día a conseguir una Humanidad perfecta.

Pero no es ése el sentido de las cosas.

La Naturaleza, mal que le pese a Darwin, no evoluciona hacia la primacía de los mejores (¿mejores según qué criterio, por otra parte?) La Naturaleza basa su energía en la diversidad. Necesita que unos sean buenos y otros malos, locos, desesperados, deportistas, enfermizos, jorobados, con labio leporino, alegres, tristes, inteligentes, idiotas, egoístas, generosos, pequeños, grandes, negros, amarillos, rojos, blancos… Aprovecha todas las religiones, todas las filosofías, todos los fanatismos, todas las corduras… El único peligro es que una cualquiera de estas especies sea eliminada por otra.

Ya se ha visto que los campos más artificialmente concebidos por el hombre, y compuestos por hermanos gemelos de la mejor cepa (la que necesita menos agua, la que resiste mejor el hielo, la que da el grano más hermoso), morían todos a la vez a la menor enfermedad. Mientras que los campos de maíz silvestres, compuestos por muchas cepas diferentes y cada una de ellas con su propia especificidad, y sus debilidades, y sus anomalías, conseguían encontrar siempre un antídoto para las epidemias. La Naturaleza odia la uniformidad y ama la diversidad. Quizás ahí sea donde radica su genio.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

La hembra regresa a la cúpula dando cortos pasos agobiados. En un corredor próximo al gineceo, sus ocelos infrarrojos hacen que distinga dos siluetas. ¡Son las asesinas con olor a rocas! ¡Ahí están la grande y la pequeña que cojea!

Mientras las dos se dirigen rectamente hacia ella, la 56 zumba sus alas y le salta al cuello a la coja. Pero pronto la inmovilizan entre las dos. Sin embargo, en lugar de acabar con ella, le imponen un contacto antenar.

La hembra está furiosa. Les pregunta por qué han matado al macho 327, ya que de todos modos iba a morir después del vuelo. ¡Por qué le han asesinado!

Las dos asesinas tratan de razonar con ella. Por lo que dicen, algunas cosas no pueden esperar. Y eso cueste lo que cueste. Hay tareas mal consideradas y gestos que se consideran mal, y que sin embargo han de llevarse a cabo si se quiere que el Nido siga funcionando con normalidad. No hay que ser ingenuo… Y la unidad de Bel-o-kan bien lo merece. Y si la necesidad se plantea, ¡se hace!

Entonces, ¿es que no son espías?

No, no son espías. Incluso pretenden ser las principales guardianas de la seguridad y la integridad del Nido.

La princesa lanza feromonas de indignación, ¿Por qué el macho 327 era peligroso para la seguridad del Nido? Pues sí, lo era, responden las dos asesinas. Un día lo comprendería, ahora era aún demasiado joven…

Comprender. Comprender ¿qué? Que hay asesinos super-organizados en el seno mismo de la Ciudad, y que éstos pretenden salvarla eliminando a unos machos que han visto «cosas cruciales para la supervivencia del Nido»

La coja consiente en explicarse. Y de lo que dice se desprende que las guerreras con aroma de rocas son «soldados antimala fatiga» Hay buenas fatigas que hacen que el Nido progrese y luche. Y hay malas fatigas que hacen que el Nido se autodestruya. No toda información debe conocerse. Hay algún tipo de información que provoca angustias «metafísicas», que aún no tienen solución. Y entonces el Nido se intranquiliza, pero se encuentra inhibido, incapaz de reaccionar…

Eso es muy malo para todos, el nido empieza a producir toxinas que lo envenenan. La supervivencia del Nido «a largo plazo» es más importante que el conocimiento de la realidad «a corto plazo» Si unos ojos han visto algo y el cerebro sabe que eso es peligroso para todo el resto del organismo, más vale que el cerebro acabe con esos ojos…

La hormiga corpulenta se une a la coja para resumir de esta manera consideraciones tan sabias:


Hemos cerrado el ojo,

Hemos cortado el estímulo nervioso,

Hemos contenido la angustia.


Las antenas insisten, precisando que todos los organismos están provistos de ese mecanismo de seguridad paralela. Los que no lo tienen mueren de miedo o se suicidan para no hacer frente a la angustiosa realidad.

56 queda bastante sorprendida aunque no se descompone. ¡Gran feromona en verdad! Si quieren ocultar la existencia del arma secreta, ya es demasiado tarde para ello. Todo el mundo sabe que La-chola-kan fue víctima suya, aunque el misterio se mantenga por entero desde un punto de vista tecnológico…

Las dos soldados, siempre tan flemáticas, no relajan la presa. En cuanto a La-chola-kan, todo el mundo se ha olvidado ya de eso; la victoria ha acabado con la curiosidad. Y, por otra parte, basta con olfatear por los corredores, no queda el más mínimo olor de toxinas. Todos están tranquilos en estas vísperas de la celebración del Renacimiento.

Pues entonces, ¿qué quieren de ella? ¿Por qué siguen teniéndola atrapada por la cabeza?

Durante la persecución por los niveles inferiores, la coja ha descubierto una tercera hormiga. Una soldado. ¿Cuál es su número de identificación?

¡Así que por eso no la han matado inmediatamente! Como respuesta, la hembra hinca profundamente los extremos de sus antenas en los ojos de la más corpulenta, y el hecho de que ésta sea ciega de nacimiento no le evita sentir un gran dolor. Y la coja, por su parte, atónita, relaja un tanto su presa. La hembra corre y vuela para ir más de prisa. Sus alas levantan una nube de polvo que ciega a sus perseguidoras. Se apresura para llegar a la cúpula.

Acaba de ver la muerte de cerca. Y ahora va a iniciar otra vida.


Extracto del discurso contra los juguetes-hormiguero pronunciado por Edmond Wells ante la Comisión investigadora de la Asamblea Nacional:

«Vi ayer en las tiendas esos nuevos juguetes que se les ofrecen a los niños en la Navidad. Son unas cajas de plástico transparente y llenas de tierra con seiscientas hormigas en su interior y una reina fecunda garantizada.

»Se las ve trabajar, excavar, correr.

»Para un niño es algo fascinante. Es como si le regalasen una ciudad. Aparte de que sus habitantes son minúsculos. Son como centenares de muñequitos móviles y dotados de autonomía.

»Para no ocultar nada, he de decir que yo mismo tengo de mi propiedad dos hormigueros. Y eso sencillamente porque, en el marco de mi trabajo como biólogo, me he dedicado a estudiarlos. Los he instalado en acuarios cubiertos con cartón agujereado.

»Sin embargo, cada vez que me encuentro ante mis hormigueros, experimento una extraña sensación. Como si fuese omnipotente ante su mundo. Como si fuese su Dios…

»Si quiero privarlas de alimento, todas mis hormigas morirán; si se me ocurre crear lluvia, me basta verter con la regadera el contenido de un vaso de agua sobre la ciudad; si decido que suba la temperatura ambiente, sólo tengo que instalarlo sobre el radiador; si quiero raptar a una de ellas para examinarla al microscopio, sólo tengo que tomar las pinzas e introducirlas en el acuario; y si me da el capricho de matarlas, no encontraré resistencia ninguna por su parte. Ni siquiera comprenderán lo que les pasa.

«Señores, éste es un poder exorbitante que nos ha sido dado sobre estos seres, sólo porque son de morfología reducida.

»Yo no abuso de eso. Aunque imagino a un niño… y él también puede hacer cualquier cosa con ellas.

»A veces se me ocurre una idea tonta. Al ver esas ciudades de arena, me pregunto: ¿y si fuese nuestra propia ciudad? ¿Y si nosotros también estuviésemos instalados en un acuario-prisión, vigilados por otra especie de gigantes?

»¿Y si Adán y Eva hubiesen sido dos cobayas experimentales depositados en un decorado artificial, para que se les pudiese ver?

»¿Y si el destierro del paraíso del que habla la Biblia no hubiese sido más que un cambio de acuario-prisión?

»¿Y si el diluvio, después de todo, no hubiese sido más que un vaso de agua vertido por un Dios negligente o curioso?

»Me dirán ustedes que eso es imposible. Vaya usted a saber… La única diferencia pudiera ser que mis hormigas están encerradas entre paredes de cristal, y nosotros por una fuerza física: la atracción de la Tierra.

»En todo caso, mis hormigas consiguen perforar el cartón, y muchas de ellas ya se han escapado. Y asimismo nosotros hemos conseguido lanzar cohetes que escapan a la atracción gravitacional.

«Volvamos a las ciudades del acuario. Acabo de decirles que soy un dios magnánimo, misericordioso, e incluso un tanto supersticioso. Nunca hago sufrir a mis súbditos. No les hago lo que a mí no me gustaría que me hiciesen.

«Pero los millares de hormigas vendidas en Navidad transformarán a los niños en otros tantos diosecitos. ¿Serán tan magnánimos y misericordiosos ellos como yo?

»Lo más seguro es que la mayoría comprenda que son responsables de una ciudad y que eso les da unos derechos, pero también unos deberes divinos: alimentarlas, mantenerlas a una temperatura adecuada, y no matarlas por capricho.

»Sin embargo, los niños, y pienso especialmente en los que son muy pequeños y aún no son responsables, experimentan contrariedades: fracasos escolares, regaños de sus padres, peleas con los compañeros. En un acceso de cólera pueden muy bien olvidar sus deberes de "jóvenes dioses" y no me atrevo a imaginar entonces la suerte que correrán sus administradas.

»No les pido que voten esta ley que prohíbe los hormigueros-juguete en nombre de la piedad hacia las hormigas o de sus derechos como animales. Los animales no tienen ningún derecho: los hacemos nacer para sacrificarlos en aras de nuestro consumo. Les pido que la voten teniendo en cuenta que quizá nosotros mismos somos estudiados y vivimos prisioneros de una estructura gigante. ¿Quisieran ustedes que la Tierra se le regalase un día como regalo de Navidad a un joven dios irresponsable?»


El sol está en el cénit.

Los retrasados, machos y hembras, se apresuran por las arterias que afloran a la piel de la Ciudad. Unas obreras les empujan, les lamen, les dan ánimos.

La hembra 56 se sumerge a tiempo en esa multitud festiva en la que se confunden todos los olores pasaporte. Aquí nadie llegará a identificar sus efluvios. Dejándose llevar por la oleada de sus hermanas, sube cada vez más arriba, recorriendo sectores desconocidos hasta ese momento.

De repente, tras el ángulo de un corredor, encuentra algo que aún no había visto nunca. La luz del día. Al principio no es más que un halo en las paredes, pero pronto se convierte en una claridad cegadora. Ahí está por fin esa fuerza misteriosa que le habían descrito las nodrizas. La cálida, suave, hermosa luz. La promesa de un nuevo mundo fabuloso. A fuerza de absorber fotones en sus globos oculares, se siente ebria. Como si hubiese abusado del melado fermentado del nivel treinta y dos.

La princesa 56 sigue avanzando. El suelo está salpicado de manchas de un blanco intenso. Chapotea en los cálidos fotones. Para alguien que ha pasado su infancia bajo tierra el contraste resulta violento.

Otro giro. Una pincelada de pura luz la golpea, crece hasta ser un círculo deslumbrante y luego un velo de plata. El bombardeo de luz la obliga a retroceder. Siente que los granos luminosos le entran en los ojos, le queman los nervios ópticos, le arañan los tres cerebros. Tres cerebros… antigua herencia de los ancestros gusanos que tenían un ganglio nervioso en cada anillo y un sistema nervioso para cada parte del cuerpo.

Sigue adelante contra el viento de fotones. A lo lejos ve las siluetas de sus hermanas que se dejan abrazar por el astro solar. Son como fantasmas.

Sigue avanzando. Su quitina se vuelve tibia. Esa luz que han tratado mil veces de describirle está más allá de cualquier lenguaje, hay que vivirla. Dedica un pensamiento a todas las obreras de la subcasta de las «porteras» que permanecen toda su vida encerradas en la Ciudad y nunca sabrán lo que es el exterior y su sol.

Entra en el muro luminoso y se siente proyectada al otro lado, fuera de la Ciudad. Sus ojos facetados se van habituando poco a poco, aunque la hembra experimenta los pinchazos del aire salvaje. Un aire frío, movedizo y perfumado, todo lo contrario de la atmósfera controlada del mundo en el que ha estado viviendo.

Sus antenas se agitan. Le cuesta orientarlas a su voluntad. Una corriente de aire más rápida se las pega a la cara. Sus alas restallan.

Allá arriba, en lo más alto de la cúpula, la reciben unas obreras. La toman por las patas, la levantan, la empujan adelante entre un tumulto de sexuados, centenares de machos y hembras que hormiguean y se amontonan sobre una estrecha superficie. La princesa 56 comprende que está en la pista de despegue del vuelo nupcial, pero que hay que esperar a que la meteorología sea mejor.

Entonces, mientras el viento sigue haciendo de las suyas, un grupo de unos diez gorriones descubre a los sexuados. Excitados por lo que se les ofrece, revolotean cada vez más cerca. Cuando se acercan demasiado, las artilleras situadas en círculo alrededor de la cúpula les envían chorros de ácido.

Y he aquí que uno de los gorriones prueba su suerte, y se lanza sobre el grupo, atrapa a tres hembras y remonta de nuevo el vuelo. Antes de que al audaz haya tomado altura, es abatido por las artilleras; se revuelca sobre la hierba penosamente, con la boca todavía llena, con la esperanza de limpiar el veneno de sus alas.

¡Que les sirva de ejemplo a todos! Y de hecho los gorriones retroceden un poco… Pero nadie se confía. No tardarán en volver y probar otra vez la defensa antiaérea.


DEPREDADOR. ¿Qué hubiese sido de nuestra civilización humana si no se hubiese desembarazado de sus depredadores mayores, como los lobos, los leones y los licaones?

Sería una civilización inquieta, en perpetuo replanteamiento.

Los romanos, para experimentar un estremecimiento en medio de sus libaciones, hacían que se les presentase un cadáver. Todos recordaban así que no hay nada conseguido y que la muerte puede llegar en cualquier momento.

Pero en nuestros días el hombre ha aplastado, eliminado, introducido en los museos todas las especies capaces de comérselo. Hasta tal punto que ya no quedan más que los microbios, y quizá las hormigas, que puedan inquietarle.

La civilización mirmeciana, por el contrario, se ha desarrollado sin conseguir eliminar a sus depredadores más importantes. Resultado: este insecto vive en constante replanteamiento. Sabe que no ha hecho más que la mitad del camino, ya que incluso el animal más estúpido puede destruir con un solo golpe milenios de experiencia.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


El viento se ha calmado, las corrientes de aire disminuyen, la temperatura sube. A los 22° de tiempo, la Ciudad decide lanzar a sus hijos.

Las hembras hacen que sus cuatro alas zumben. Están dispuestas, más que dispuestas. Todos esos olores de machos maduros han llevado al colmo su apetito sexual.

Las primeras vírgenes despegan con gracia. Se elevan un centenar de cabezas… y los gorriones acaban con ellas. Ni una sola se libra.

Hay consternación abajo, aunque no van a renunciar por eso. Cuatro hembras de cien consiguen franquear la barrera de picos y plumas. Los machos salen en persecución de las hembras en grupo cerrado. A ellos les dejan pasar, son muy poco cosa para interesar a los gorriones.

Una tercera oleada de hembras se lanza al asalto de las nubes. Más de cincuenta pájaros se encuentran ya en su camino. Hay una carnicería. No queda ninguna superviviente. Los volátiles, por su parte, son cada vez más numerosos, como si se hubiesen pasado aviso unos a otros. Ahora hay aquí arriba gorriones, mirlos, petirrojos, pinzones, palomas… Hay un intenso piar. Para ellos también hay celebración.

Una cuarta oleada despega. Y de nuevo ni una sola hembra logra pasar. Los pájaros disputan entre sí por el mejor bocado.

Las artilleras se ponen nerviosas. Disparan verticalmente con toda la potencia de sus glándulas de ácido fórmico. Pero los depredadores vuelan demasiado alto. Las gotas mortales vuelven a caer en forma de lluvia sobre la ciudad, causando muchos destrozos y heridas.

Las hembras renuncian, horrorizadas. Consideran que es imposible pasar y prefieren bajar para copular a cubierto, en compañía de otras princesas accidentadas.

La quinta oleada se eleva, dispuesta al sacrificio supremo. ¡Hay que franquear a toda costa esa muralla de picos! Diecisiete hembras pasan, seguidas de cerca por cuarenta y tres machos.

Sexta oleada: ¡doce hembras pasan!

Séptima: ¡treinta y cuatro!

La 56 agita sus alas. Aún no se atreve a lanzarse. La cabeza de una hermana acaba de caer a sus pies, seguida suavemente por un poco de plumón de siniestro augurio. ¿No quería saber lo que era el gran Exterior? ¡Ah, ahora se ha quedado inmóvil!

¿Se lanzará con la octava oleada? No… Y hace bien, porque ésta queda totalmente aniquilada.

La princesa tiene miedo. Vuelve a hacer zumbar sus cuatro alas y se eleva un poco. Bueno, por lo menos eso funciona, no hay ningún problema, sólo que la cabeza… La invade el miedo. Hay que mantenerse lúcida. Hay muy pocas posibilidades de que lo consiga.

La hembra 56 interrumpe su aleteo: setenta y tres hembras de la novena oleada acaban de pasar. Las obreras lanzan feromonas de ánimo. Renace la esperanza. ¿Saldrá con la décima oleada?

Mientras lo está dudando, descubre de repente, un poco más allá, a la pequeña coja y a la corpulenta asesina que ahora tiene sus ojos muertos. No hace falta más para que se decida. Se lanza a volar. Las mandíbulas de las otras dos se cierran en el vacío. Han fallado por poco.

La hembra 56 se mantiene un momento a media altura entre la Ciudad y la nube de pájaros. Luego la rodea la décima oleada en su vuelo, y ella lo aprovecha, se lanza también directamente hacia la trampa aérea. Sus dos vecinas caen, mientras ella pasa inopinadamente entre las uñas de un abejaruco.

Simple cuestión de suerte.

Y ahí van catorce hembras más que han salido indemnes de la tercera oleada. Pero la 56 no se hace ilusiones. Sólo ha superado la primera prueba. Lo más duro aún tiene que llegar. La hembra conoce las cifras. Por regla general, de mil quinientas princesas que emprenden el vuelo, diez llegan a tierra sin problemas. Cuatro reinas, en la hipótesis más optimista, conseguirán construir su ciudad.


A VECES, CUANDO: A veces, cuando paseo en verano, me doy cuenta de que he pisado una especie de mosca. La miro mejor: es una hormiga reina. Y si hay una, hay mil.

Se retuercen en el suelo. Los zapatos de la gente las aplastan, o bien chocan con los parabrisas de los automóviles. Están agotadas, ya no tienen ningún control de su vuelo. ¿Cuántas ciudades han quedado aniquiladas de esa manera, con un simple golpe de limpiaparabrisas en una carretera durante el verano?


EDMOND WELLS

Enciclopedia del sabor relativo y absoluto.


Mientras la hembra 56 acciona sus largas alas, percibe tras ella la muralla de plumas que se cierra sobre la undécima oleada y la duodécima. ¡Desdichadas! Cinco oleadas de hembras más y la Ciudad habrá agotado todas sus esperanzas.

No piensa más en ello, atraída por el azul infinito. ¡Es todo tan azul! Es fantástico hender los aires para una hormiga que no ha conocido más que la vida bajo tierra. Le parece estar moviéndose en otro mundo. Ha abandonado las estrechas galerías a cambio de un espacio vertiginoso en el que todo estalla en tres dimensiones.

Descubre intuitivamente todas las posibilidades del vuelo. Cargando su peso sobre este ala, vira a la derecha. Sube al modificar el ángulo de ataque de las dos alas. Baja. Acelera… Se da cuenta de que para trazar un viraje perfecto ha de situar los extremos de las alas en un eje imaginario y no dudar en colocar su cuerpo en un ángulo de más de 45°.

La hembra 56 descubre que el cielo no está vacío. Nada de eso. Está lleno de corrientes. Algunas, las de «convección», la hacen subir. Los baches de aire, por el contrario, hacen que pierda altitud. Sólo puede descubrirlos observando a los insectos que van delante, y según sus movimientos anticipar…

Tiene frío. Hace frío ahí arriba. A veces hay torbellinos, borrascas de aire tibio o helado que la hacen girar como un trompo.

Un grupo de machos se ha lanzado tras ella. La hembra 56 acelera para que sólo la alcancen los más rápidos o los más obstinados. Ésa es la primera selección genética.

Siente un contacto. Un macho se acerca a su abdomen, salta sobre ella, la escala. Es bastante pequeño, pero como ha dejado de batir las alas su peso parece considerable.

La hembra pierde un poco de altura. Encima de ella, el macho se retuerce para que no le moleste el batir de las alas. Completamente desequilibrado, flexiona el abdomen para alcanzar con su dardo el sexo femenino.

La hembra espera las sensaciones con curiosidad. Unos pinchazos deliciosos empiezan a invadirla. Eso le da una idea. Sin avisar, se inclina adelante y se lanza en picado. ¡Qué locura! ¡Qué magnífico éxtasis! Velocidad y sexo componen su primer combinado de placer.

La imagen del macho 327 aparece furtivamente en su cerebro. El viento silba entre los pelos de sus ojos. Una savia picante hace que sus antenas se estremezcan. Una parte de su ser se convierte en un mar lleno de olas. Extraños líquidos fluyen de todas sus glándulas. Se mezclan en una sopa efervescente que se vierte en sus encéfalos.

Llegada a la cima de las hierbas, reúne sus fuerzas y reemprende el batir de sus alas. Sube ahora como una flecha. Cuando recupera el equilibrio del vuelo, el macho ya no se siente muy bien. Le tiemblan las patas, sus mandíbulas no paran de abrirse y cerrarse sin motivo. Paro cardíaco. Y caída libre…

En la mayor parte de las especies de los insectos, los machos están programados para morir en su primer acto de amor. Sólo tienen una ocasión, la definitiva, En cuanto los espermatozoides abandonan el cuerpo, se llevan consigo la vida de su propietario.

Entre las hormigas, la eyaculación mata al macho. En otras especies es la hembra la que, una vez fecundada, mata a su bienhechor. Las emociones le han abierto el apetito.

Hay que rendirse a la evidencia: el universo de los insectos es globalmente un universo de hembras, y más concretamente de viudas. Los machos sólo cumplen en él un cometido episódico…

Pero ya hay un segundo genitor que se acerca a ella. Y en cuanto se va, es inmediatamente remplazado. Y acude un tercero, y muchos más. La hembra 56 ya no los cuenta. Son al menos diecisiete o dieciocho los que van relevándose para llenar su espermateca con gametos frescos.

La hembra siente el líquido vivo bullir en su abdomen. Ahí está la reserva de habitantes de su futura ciudad. Millones de células sexuales macho que le permitirán desovar a diario durante quince años.

A su alrededor, sus hermanas sexuadas comparten las mismas emociones. El cielo está lleno de hembras voladoras, montadas por uno o muchos machos, que copulan juntos con la misma hembra. Caravanas de amor suspendidas en las nubes. Esas damas están ebrias de cansancio y felicidad. Ya no son princesas, sino reinas. Sus reiterados placeres las han dejado agotadas y apenas pueden controlar la dirección de su vuelo.

Ése es el momento que eligen cuatro majestuosas golondrinas para surgir de un cerezo en flor. No vuelan, se deslizan entre las capas de aire con helada imperturbabilidad… Se lanzan sobre las hormigas aladas con los picos abiertos y se las zampan una tras otras. La hembra 56 también cae.


La 103.683 está en la sala de los exploradores. Pensaba seguir ella sola la investigación infiltrándose en la termitera del Este, pero le han propuesto unirse a un grupo de exploradoras para ir a la «caza del dragón» En efecto, se ha visto un lagarto en el corral de la ciudad de Zubi-zubi-kan, que tiene el rebaño de pulgones más importante de toda la Federación: nueve millones de animales. La presencia de uno de estos saurios puede dificultar considerablemente las actividades de pastoreo.

Por suerte, Zubi-zubi-kan está en la frontera este de la Federación, justo a mitad de camino entre la ciudad termita y Bel-o-kan. La 103.683 ha aceptado ir con la expedición. De esa manera, su partida pasará inadvertida.

A su alrededor, las demás exploradoras se preparan minuciosamente. Llena hasta los bordes el buche social con reservas energéticas azucaradas y su bolsa con ácido fórmico. Luego se untan baba de caracol para protegerse del frío y también (ahora ya lo saben) de las esporas de la alternaría.

Hablan de la caza del lagarto. Algunas lo comparan con las salamandras o con las ranas, pero la mayoría de las treinta y dos exploradoras reconoce su supremacía en cuanto a la dificultad de su caza.

Una anciana pretende que los lagartos tienen la capacidad de hacer que su cola vuelva a brotar cuando se la cortan. Las demás se burlan de ella… Otra afirma que ha visto a uno de esos monstruos permanecer inmóvil durante 10°. Todas recuerdan las historias de las primeras belokanianas al enfrentarse con las mandíbulas desnudas a esos monstruos -en aquel entonces la utilización del ácido fórmico no estaba tan extendida.

La 103.683 no puede reprimir un estremecimiento. Hasta ese momento nunca ha visto un lagarto, y la perspectiva de atacar a uno de ellos con las mandíbulas desnudas o incluso con ácido no hace que se sienta muy segura. Se dice que en la primera ocasión que se presenta abandonará la partida; después de todo su investigación sobre «el arma secreta de las termitas» es más vital para la supervivencia de la Ciudad que cualquier cacería deportiva.

Las exploradoras están listas. Remontan los corredores del cinturón exterior, y luego emergen a la luz por la salida número 7, llamada «salida del Este»

Primero han de dejar atrás los suburbios de la Ciudad, y eso no es sencillo. Por todas partes en los alrededores de Bel-o-kan hay una multitud de obreros y soldados a cual más apresurada.

Hay muchos flujos arriba y abajo. Algunas hormigas van cargadas con hojas, frutos, grano, flores o setas. Otras transportan ramitas y guijas que se utilizarán como material de construcción. Y aun hay otras que van arreando ganado… Hay una gran confusión de olores.

Las cazadoras se abren paso en los embotellamientos. Luego el tráfico se hace más fluido. La avenida se reduce convirtiéndose en una carretera que no llega a las tres cabezas de ancho (nueve milímetros), y luego dos, y luego una. Ya deben de estar lejos de la Ciudad, no perciben los mensajes colectivos. El grupo ha cortado el cordón umbilical olfativo y se constituye en unidad autónoma. Adopta la formación de «paseo», en la que las hormigas se alinean de dos en dos.

Pronto se cruzan con otro grupo, asimismo de exploradoras. Éstas han debido de pasarlo muy mal. En la pequeña tropa no hay una sola hormiga ilesa. Sólo se ven mutiladas. Algunas ya no tienen más que una pata y se arrastran lamentablemente. Y no están mejor las que ya no tienen antenas o abdomen.

La 103.683 nunca ha visto soldados en tan mal estado desde la guerra de las Amapolas. Deben de haberse enfrentado a algo aterrador… Quizás el arma secreta.

La 103.683 quiere dialogar con una gran guerrera que tiene las mandíbulas rotas. ¿De dónde vienen? ¿Qué ha pasado? ¿Han sido las termitas?

La otra acorta el paso y, sin contestar, vuelve la cabeza. ¡Qué horror! ¡Tiene las órbitas vacías! Y su cráneo está hendido desde la boca hasta la articulación del cuello.

La mira alejarse. Más allá, la guerrera cae y ya no se levanta. Aún encuentra fuerzas para arrastrarse fuera del camino, para que su cadáver no entorpezca el paso.


La hembra 56 trata de hacer un picado pronunciado para eludir a la golondrina, pero ésta es diez veces más rápida. El gran pico proyecta ya su sombra sobre sus antenas. El pico cubre su abdomen, su tórax, su cabeza. El pico la sobrepasa.

El contacto con el paladar es insoportable. Luego, el pico se cierra. Todo ha acabado.


SACRIFICIO. Observando a la hormiga, se diría que sólo la motivan ambiciones exteriores a su propia existencia. Una cabeza corlada tratará aún de ser útil mordisqueando patas enemigas, cortando una semilla; un tórax se arrastrará para bloquearles una salida a los enemigos.

¿Abnegación? ¿Fanatismo con respecto a la ciudad? ¿Embrutecimiento debido al colectivismo?

No. La hormiga también sabe vivir en soledad. No necesita el Nido. Incluso puede rebelarse.

Entonces, ¿por qué se sacrifica?

En el estadio en que están mis trabajos, yo diría que es por modestia. Parece que para ella su muerte no es un acontecimiento tan importante como para apartarla del trabajo que ha iniciado unos segundos antes.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


Contorneando los árboles, las colinas de tierra y los matorrales espinosos, las exploradoras siguen deslizándose hacia el oriente maléfico.

La carretera se ha hecho más estrecha, pero los equipos de vialidad aún se hacen presentes. Nunca se descuidan los caminos de acceso de una ciudad a otra. Unos peones camineros retiran el musgo, apartan las ramitas que obstruyen el paso, colocan señales olorosas con su glándula de Dufour.

Ahora escasean ya las obreras que circulan en sentido inverso. A veces se encuentran en el suelo feromonas indicadoras: «En el cruce 29, vuelva por el espino albar» Podría tratarse de la última marca de una emboscada de insectos enemigos.

Mientras camina, la 103.683 va de sorpresa en sorpresa. Nunca había pasado por esa región. Hay en ella hongos de Satán de ochenta cabezas de alto. Sin embargo, esa especie es característica de los regiones del oeste.

También reconoce los sátiros pestíferos cuyo fétido olor atrae a las moscas; y también los pedos de lobo. Escala un níscalo y pisa con gusto su mullida carne.

Descubre toda clase de plantas raras: el cañamón silvestre cuyas flores retienen tan bien el rocío, soberbios e inquietantes zuecos de Venus, el pie de gato de tallo largo…

Impaciente, se acerca a uno de ellos, cuyas flores parecen abejas, y comete la imprudencia de tocarlas. Inmediatamente, los frutos maduros le estallan en la cara, cubriéndola de granos amarillos y pegajosos. Menos mal que no es la alternaría…

Sin desanimarse, salta sobre una falsa anémona para examinar el cielo desde más cerca. En lo alto ve abejas que describen ochos para indicar a sus hermanas cuál es el emplazamiento de las flores con polen.

El paisaje se va haciendo cada vez más salvaje. Hay en él olores misteriosos. Centenares de seres diminutos y no identificables se deslizan en todas direcciones. Sólo se les distingue por el ruido de las hojas secas al quebrarse.

Con la cabeza todavía llena de picaduras, vuelve con el grupo. Y así llegan con paso tranquilo a las inmediaciones de la ciudad federada de Zubi-zubi-kan. Desde lejos parece un bosquecillo como cualquier otro. Si no fuese por el olor y por el trazado del camino, nadie buscaría una ciudad por aquí. De hecho, Zubi-zubi-kan es una ciudad roja clásica, con un tocón de árbol, una cúpula de ramitas y depuradoras. Pero todo queda oculto por los arbustos.

Las entradas de la ciudad están situadas arriba, casi al ras de la cima de la cúpula. Se llega a ellas pasando por una mata de helechos y rosas silvestres. Que es lo que hacen las exploradoras.

Dentro hay una gran agitación vital. Los pulgones no se distinguen con facilidad; son del mismo color que las hojas. Una antena y un ojo avisados descubren sin embargo sin mayor dificultad los millares de cadillos verdes que engordan lentamente a medida que «ramonean» la savia.

Hace mucho tiempo se estableció un acuerdo entre las hormigas y los pulgones. Éstos alimentan a las hormigas, que como compensación les defienden. Y, en realidad, algunas ciudades les cortan las alas a sus «vacas lecheras» y les entregan sus propios olores pasaportes. Así es más cómodo cuidar los rebaños…

Zubi-zubi-kan practica este tipo de intercambio. Para redimirse, o quizá por puro modernismo, la Ciudad ha construido en su segundo nivel grandiosos establos provistos de todas las comodidades necesarias para el bienestar de los pulgones. Las nodrizas hormigas cuidan los huevos de sus afidios con la misma dedicación que los huevos mirmeceanos. Sin duda, de ahí procede la importancia desacostumbrada y la hermosa presencia del ganado local.

La 103.683 y sus compañeras se acercan a un rebaño ocupado en vampirizar una rama de rosal. Hacen una o dos preguntas, pero los pulgones mantienen las trompas hundidas en la carne vegetal sin prestarles la menor atención. Después de todo, quizá ni conozcan el idioma oloroso de las hormigas… Las exploradoras buscan con las antenas a la pastora. Pero no aparece ninguna.

Entonces ocurre algo terrible. Tres cochinillas se dejan caer en medio del rebaño. Esas temibles salvajes siembran el pánico entre los pobres pulgones a los que sus alas recortadas les impiden volar.

Felizmente, los lobos hacen que aparezcan las pastoras. Dos hormigas zubizubikaninas saltan desde detrás de una hoja. Ya que estaban escondidas para sorprender con más facilidad a los depredadores rojos con manchas negras, sobre los que apuntan y a los que aniquilan con sus disparos de ácido.

Luego corren a tranquilizar a los rebaños de pulgones aún atemorizados. Los mecen, tamborilean sobre sus abdómenes, acarician sus antenas. Los pulgones hacen aparecer entonces una gran burbuja de azúcar transparente. El precioso melado. Cuando están llenándose de este licor, las pastoras zubizubikanianas ven a las exploradoras belokanianas.

Las saludan. Contacto antenar.

Hemos venido a cazar el lagarto, emite una de ellas.

En ese caso tenéis que seguir hacia el Este. Se ha visto uno de esos monstruos hacia el puesto de Guayei-Tyolot.

En lugar de proponerles una trofalaxia, como es la costumbre, las pastoras les ofrecen alimentarse directamente de los animales. Las exploradoras no hacen que se lo digan dos veces. Cada una de ellas elige un pulgón y empieza a cosquillearle el abdomen para extraerles el delicioso melado.


En el interior del buche hay oscuridad, mal olor y un tacto oleoso. La hembra 56, cubierta de baba, se desliza ahora por la garganta de su depredador. Como no tiene dientes, no la ha mascado. Aún está intacta. Ni hablar de resignarse, con ella desaparecería toda una ciudad.

Con un supremo esfuerzo, hinca las mandíbulas en la carne lisa del esófago. Este reflejo la salva. La golondrina se sobresalta, tose y lanza lejos el irritante alimento. Ciega, la hembra 56 trata de volar, pero sus alas pegajosas pesan demasiado. Cae en medio de un río.

Unos machos agonizantes se abaten a su alrededor. La hembra detecta en lo alto el vuelo arrítmico de unas veinte hermanas que han sobrevivido al ataque de las golondrinas. Están agotadas y van perdiendo altura.

Una de ellas aterriza sobre un nenúfar, donde dos salamandras le dan caza de inmediato, la atrapan y la destrozan. Las otras reinas han abandonado el juego de la vida sucesivamente a manos de palomas, sapos, topos, serpientes, erizos, gallinas y pollos… Resumiendo, de las mil quinientas hembras que emprendieron el vuelo sólo han sobrevivido diez.

La hembra 56 está entre ellas. De milagro. Es necesario que viva. Ha de fundar su propia ciudad y resolver el enigma del arma secreta. Sabe que va a necesitar ayuda, y que podrá contar con la multitud amiga que puebla ya su vientre. Bastará con que salgan de ahí…

Pero, antes que nada, ella ha de salir de ahí.

Calculando la inclinación de los rayos solares, averigua que ha caído en el río del Este. Es un lugar poco recomendable, porque si bien hay hormigas en todas las islas del mundo nunca se sabe cómo han conseguido llegar hasta ellas, ya que no saben nadar.

Una hoja pasa a su alcance, y se agarra a ella con toda la fuerza de sus mandíbulas. Agita las patas de atrás con frenesí, pero ese medio de propulsión da un resultado ínfimo. Lleva un buen rato impulsándose así cuando ve perfilarse una sombra gigantesca. ¿Será un renacuajo? No, es mil veces más grande que un renacuajo. La hembra 56 ve una sombra acusada, de piel lisa y atigrada. Para ella es algo inédito. ¡Una trucha!

Los pequeños crustáceos huyen ante el monstruo. Éste se sumerge y luego sube dirigiéndose a la reina, que se encoge en su hoja, aterrorizada.

Con toda la energía de sus aletas, la trucha se lanza adelante hendiendo la superficie. Mientras una gran onda agita la hormiga, la trucha va como suspendida en el aire. Abre una boca armada con finos dientes y se zampa un moscardón que revoloteaba por allí. Luego se retuerce con un latigazo de la cola y vuelve a su universo cristalino… desencadenando una gran ola que hunde a la hormiga.

Y ya unas ranas saltan al agua para disputare a esa reina y su caviar. Ésta consigue volver a la superficie, pero un remolino la aspira de nuevo hacia las inhospitalarias profundidades. Las ranas la siguen. El frío la inmoviliza. Pierde el conocimiento.


Nicolás estaba viendo la televisión en el refectorio, con sus dos nuevos amigos Jean y Philippe. A su alrededor, otros huérfanos de rostro sonrosado se acunaban con la ininterrumpida sucesión de imágenes.

El guión de la película penetraba por sus ojos y sus oídos hasta las memorias de sus cerebros a una velocidad de 500 kilómetros por hora. Un cerebro humano puede almacenar hasta sesenta mil millones de informaciones. Para cuando la memoria está saturada, se lleva a cabo una limpieza automática y las informaciones que se consideran menos interesantes se olvidan. No quedan entonces más que los recuerdos traumáticos y la pena por las alegrías pasadas.

Inmediatamente después de la narración, ese día había un debate sobre los insectos. La mayoría de los jóvenes humanos se dispersaron; la ciencia hablada no era para ellos muy excitante.

– Profesor Leduc, se le considera a usted, junto con el profesor Rosenfeld, el más importante especialista europeo en hormigas. ¿Qué le llevó a estudiar a las hormigas?

– Un día, al abrir el armario de la cocina, tropecé con una colonia de esos insectos. Me quedé horas mirando cómo trabajaban. Eso fue para mí una lección de vida y de humildad. Así que traté de saber más sobre ellas… Y eso es todo.

(Ríe.)

– ¿Qué diferencia hay entre usted y ese otro científico eminente que es el profesor Rosenfeld?

– ¡Ah, si, el profesor Rosenfeld! ¿Aún no se ha retirado? (Ríe otra vez.) No, en serio, no somos del mismo parecer. ¿Sabe usted? Hay muchas maneras de «comprender» a esos insectos… Antes se creía que todas las especies sociales (termitas, abejas, hormigas) eran monárquicas. Era sencillo, pero era falso. Se ha visto que entre las hormigas la reina no tenía en realidad más facultad que la de poner huevos. Existe incluso una multitud de formas de gobierno hormiga: monarquía, oligarquía, triunvirato de guerreras, democracia, anarquía, etc. Incluso a veces, cuando los ciudadanos no están satisfechos de su gobierno, se rebelan y asistimos a «guerras civiles» en el mismo interior de las ciudades.

– ¡Fantástico!

– En mi opinión, y en la de la escuela llamada «alemana» a la que pertenezco, la organización del mundo de las hormigas se basa prioritariamente en una jerarquía de castas y en el dominio de individuos alfa más dotados que la media que dirigen grupos de obreras… Para Rosenfeld, que está vinculado a la escuela llamada «italiana», las hormigas son todas ellas visceralmente anarquistas, no hay individuos alfa, individuos más dotados que la media. Y sólo para resolver problemas prácticos aparecen a veces espontáneamente los líderes. Pero éstos son temporales.

– No lo entiendo muy bien.

– Digamos que la escuela italiana considera que no importa qué hormiga puede ser jefe, a partir del momento en que tiene una idea original que interese a las demás. Mientras que la escuela alemana es del parecer que siempre son ciertas hormigas con «carácter de jefe» las que asumen las misiones.

– ¿Tan diferentes son las dos escuelas?

– Ya ha ocurrido que con ocasión de los grandes congresos internacionales la cosa derivase en un pugilato, si es eso lo que usted quiere decir.

– Se trata de la misma antigua rivalidad entre el espíritu sajón y el latino, ¿no?

– No. Esta pugna es más bien comparable a la que enfrenta a los defensores de lo «innato» y los de lo «adquirido» ¿Se nace idiota o se convierte uno en idiota? Ésta es una de las preguntas a las que tratamos de dar respuesta estudiando las sociedades de las hormigas.

– Las hormigas nos brindan la magnífica oportunidad de permitirnos ver cómo funciona una sociedad. Una sociedad compuesta por muchos millones de individuos. Es como observar un mundo. Que yo sepa, no existen ciudades de muchos millones de conejos ni de ratas…

Un codazo.

– ¿Tú lo entiendes, Nicolás?

Pero Nicolás no escuchaba. Esa cara, esos ojos ambarinos, los había visto antes. ¿Dónde fue? ¿Cuándo? Buscó en su memoria. Exacto. Ahora se acordaba. Era el hombre de las encuadernaciones. Había pretendido llamarse Gougne, pero no era otro que el mismísimo Leduc de la televisión.

Su descubrimiento hundió a Nicolás en un abismo de reflexiones. Si el profesor le había mentido, lo había hecho para tratar de apropiarse de la enciclopedia. Su contenido debía ser precioso para el estudio de las hormigas. Y debía de estar allí abajo. Forzosamente tenía que estar en la bodega. Y eso era lo que todos anhelaban: papá, mamá y ese Leduc.

Había que ir a buscar la maldita enciclopedia, y así todo quedaría claro.

Se levantó.

– ¿A dónde vas?

No contestó.

– Creía que las hormigas te interesaban.

Anduvo hasta la puerta, y luego corrió a su habitación. No iba a necesitar muchas cosas. Sólo su chaqueta de cuero de siempre, su navaja y sus gruesos zapatos de suela de crepé.

Los celadores no le prestaron atención cuando cruzó el gran vestíbulo.

Y así se fue del orfanato.


Desde lejos, de Guayei-Tyoloy no se ve más que una especie de cráter redondeado, como una topera. El «puesto avanzado» es un minihormiguero, ocupado por un centenar de individuos. Sólo funciona desde abril a octubre y permanece vacío todo el otoño y todo el invierno.

Aquí, como entre las hormigas primitivas, no hay reina, ni obreras, ni soldados. Todo el mundo lo es todo a la vez.

Nadie se molesta ni en criticar el ritmo febril de las grandes ciudades. Se burlan de los embotellamientos, del hundimiento de los corredores, de los túneles secretos que convierten una ciudad en una manzana agusanada, de las obreras superespecializadas que ya no saben cazar, de las porteras ciegas emparedadas de por vida en sus agujeros…

La 103.683 inspecciona el puesto. Guayei-Tyoloy está compuesto por un granero y una amplia sala principal. Esta estancia tiene un agujero en el techo por el que se deslizan los rayos de sol que revelan decenas de trofeos de caza, cutículas vacías que cuelgan en las paredes. Las corrientes de aire silban entre ellos.

La 103.683 se acerca a esos cadáveres multicolores. Una autóctona se dirige a ella y le acaricia las antenas. Le señala esos seres soberbios muertos debido a toda clase de mañas mirmeceanas. Los animales están recubiertos de ácido fórmico, sustancia que permite también conservar los cadáveres.

Aquí y allá, alineados cuidadosamente, hay toda clase de mariposas y de insectos de tamaños, formas y colores diversos. Y, sin embargo, en la colección falta un animal muy conocido: la reina termita.

La 103.683 pregunta si tienen problemas con las vecinas termitas. La autóctona levanta las antenas para mostrar su sorpresa. Deja de mascullar entre sus mandíbulas y se produce un pesado silencio olfativo.

¿Termitas?

Sus antenas bajan. Ya no tiene nada más que emitir. Y además tiene trabajo, algo a medio acabar. Ya ha perdido bastante el tiempo. Adiós. Se vuelve, dispuesta a abandonarla. Pero la 103.683 insiste.

La otra parece ahora completamente aterrorizada. Sus antenas tiemblan un poco. Resulta visible que la palabra «termita» evoca algo terrible para ella. Entablar conversación acerca de este tema parece exceder sus fuerzas. Se retira hacia un grupo de obreras que están bebiendo en ese momento.

Estas últimas, tras haberse llenado el buche social con alcohol de miel de flores, se prueban unas a otras el abdomen, formando una larga cadena cerrada sobre sí misma.

Cinco cazadoras afectas al puesto avanzado hacen entonces una entrada bastante ruidosa. Van empujando una oruga.

Hemos encontrado esto. Lo más extraordinario que produce miel.

La que ha emitido esta noticia tamborilea con sus antenas el cuerpo de la cautiva. Luego prepara una hoja y, en cuanto la oruga empieza a comer, salta sobre ella. La oruga se yergue, pero en vano. La hormiga asienta las garras en sus flancos, asegura bien su presa, se vuelve y le lame el último segmento, hasta que un líquido brota de él.

Todo el mundo la felicita. Se pasan de mandíbula en mandíbula ese melado hasta entonces desconocido. El sabor es distinto del que dan los pulgones. Es más untuoso, con un deje de savia más acusado. Cuando la 103.683 prueba ese licor exótico, una antena roza su cráneo.

Parece que estás buscando información sobre las termitas.

La hormiga que acaba de lanzar esta feromona parece extraordinariamente anciana. Todo su caparazón está marcado por golpes de mandíbula. La 103.683 lleva las antenas atrás en signo de aquiescencia.

Sígueme.


La vieja hormiga se llama 4.000 guerrera. Su cabeza es plana como una hoja. Sus ojos, minúsculos. Cuando emite, sus efluvios temblequeantes son muy débiles. Quizá por eso ha preferido conversar en una pequeña cavidad prácticamente cerrada.

No lemas; aquí podemos hablar. Aquí es donde vivo.

La 103.683 le pregunta qué es lo que sabe sobre la termitera del Este. La otra separa las antenas.

¿Por qué te interesa eso? Sólo has venido a la caza del lagarto, ¿no?

La 103.683 decide jugar limpio con la anciana asexuada. Le cuenta que se utilizó un arma secreta e incomprensible contra las guerreras de La-Chola-kan. Al principio se creyó que era cosa de las enanas, pero no habían sido ellas. Entonces, de la manera más natural del mundo, las sospechas se dirigieron hacia las termitas del Este, los segundos enemigos…

La anciana agacha las antenas en signo de sorpresa. Nunca ha oído hablar de ello. Examina a la 103.683 y pregunta:

¿Ha sido el arma secreta lo que te ha arrancado tu quinta pata?

La joven soldado responde negativamente. La perdió en la batalla de las Amapolas, cuando la liberación de La-chola-kan. La 4.000 se entusiasma de inmediato. ¡Ella estuvo allí!

¿En qué legión?

¡En la 15°! ¿Y tú?

¡En la 3°!

Durante la última carga, una luchaba en el flanco izquierdo y la otra en el derecho. Intercambian algunos recuerdos. Siempre hay muchas lecciones que asimilar en el campo de batalla, Por ejemplo, la 4.000 observó nada más iniciarse el combate la utilización de moscardones mensajeros mercenarios. Según ella, se trata de un sistema de comunicación a gran distancia mucho mejor que las tradicionales «corredoras»

La soldado belokaniana, que no había visto nada de eso, lo acepta de buena gana. Luego se apresura a volver sobre su tema.

¿Por qué nadie quiere hablarme de las termitas?

La anciana guerrera se le acerca. Sus antenas se rozan.

Aquí pasan cosas tan raras…

Sus efluvios sugieren un misterio. Muy raras, muy raras… la frase rebota en forma de eco olfativo contra las paredes.

Luego la 4.000 explica que hace algún tiempo que no se ve ni una sola termita de la ciudad del Este. Antes utilizaban el paso del río por Satei para enviar espías al oeste, y eso era cosa sabida y se les controlaba mejor o peor. Ahora ya no había ni siquiera espías. No había nada.

Un enemigo que ataca es inquietante, pero un enemigo que desaparece es todavía más desconcertante. Como ya no se producía la menor escaramuza con las exploradoras termitas, las hormigas del puesto de Guayei-Tyolo habían decidido espiar a su vez.

Una primera escuadra de exploradoras fue para allá. Y ya no hubo más noticia de ellas. Siguió un segundo grupo, que desapareció de la misma manera. Entonces pensaron en un lagarto o en un erizo particularmente glotón. Pero no, cuando un depredador ataca siempre queda al menos un superviviente, aunque esté herido. Pero en este caso se diría que las soldados se habían volatilizado como por arte de encantamiento.

Eso me recuerda algo…, empieza a decir la 103.683.

Pero la anciana no le permite distraerla de su narración de los hechos, y prosigue:

Tras el fracaso de las dos primeras expediciones, las guerreras de Guayei-Tyoloy se jugaron el todo por el todo. Enviaron una minilegión de quinientas soldados armadas hasta las mandíbulas. Y en esa ocasión hubo una superviviente. Se había arrastrado sobre miles de cabezas y murió entre terribles trances justo al llegar al nido.

Se examinó su cadáver, que no presentaba la menor herida. Y sus antenas no habían sufrido ni un solo combate. Se hubiese dicho que la muerte había caído sobre ella sin razón ninguna.

¿Comprendes ahora por qué nadie quiere hablarte de la termitera del Este?

La 103.683 lo comprende. Está muy satisfecha, segura de haber dado con la pista. Si el misterio del arma secreta tiene una solución, ésta pasa forzosamente por la termitera del Este.


HOLOGRAFÍA: Un punto en común entre el cerebro humano y el hormiguero podría venir simbolizado por la imagen holográfica.

¿Qué es una holografía? Una superposición de bandas grabadas, que, una vez reunidas e iluminadas desde un cierto ángulo, dan la sensación de una imagen en relieve.

De hecho, ésta existe en todas partes y en ninguna a la vez. De la reunión de las bandas grabadas ha resultado otra cosa: una tercera dimensión; la ilusión del relieve.

Cada neurona de nuestro cerebro, cada individuo del hormiguero, tienen la totalidad de la información. Pero la colectividad es necesaria para que pueda emerger la conciencia, el «pensamiento en relieve»


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


Cuando la hembra 56, poco antes convertida en reina, recupera la conciencia, se encuentra embarrancada en una playa de arena. No cabe duda de que sólo ha podido escapar de las ranas a favor de una rápida corriente. Quisiera echar a volar pero sus alas todavía están mojadas. Así que se ve obligada a esperar…

Se limpia metódicamente las antenas, y luego olfatea el aire. ¿Dónde se encuentra? ¡Ojalá que no haya caído en el lado malo del río!

Agita las antenas a 8.000 vibraciones por segundo. Encuentra vestigios de olores conocidos. Ha tenido suerte, esta en la orilla oeste del río. Pero, en todo caso, no hay la más mínima feromona de pista. Tendría que acercarse un poco más a la ciudad central para poder vincular su futura ciudad a la Federación.

Por fin emprende el vuelo hacia el oeste. De momento no podrá ir muy lejos. Sus músculos alares están fatigados y ha de desplazarse en vuelo rasante.


Vuelven a la sala principal de Guayei-Tyolot. Desde el momento en que la 103.683 intentó hacer averiguaciones sobre las termitas del Este, la evitan como si estuviese infectada por la alternaría. Pero ella no se inmuta, entregada a su misión.

A su alrededor, las belokanianas intercambian trofalaxias con las guayeityolotianas, haciéndoles probar la nueva cosecha de hongos agáricos, y degustando a su vez, el melado extraído de unas orugas silvestres.

Y luego, tras los efluvios más diversos, la conversación va a parar a la caza del lagarto. Las guayeityolotianas cuentan que hace poco que se había visto a tres lagartos que aterrorizaban a los rebaños de pulgones de Zubi-zubi-kan. Éstos debieron de acabar con dos rebaños de millares de animales y con todas las pastoras que estaban con ellos.

Hubo un período en que cundió el pánico. Las pastoras ya no llevaban el ganado más que por los lugares protegidos practicados en la carne de las ramas. Pero gracias a la artillería ácida, habían logrado rechazar a los tres dragones. Dos se habían retirado lejos de allí. El tercero, herido, se había instalado sobre una piedra a cincuenta mil cabezas de distancia. Las legiones zubizubikanianas le habían cortado ya la cola. Había que aprovecharse rápidamente de ello y acabar con el animal antes de que recuperase sus fuerzas.

¿Es cierto que las colas de los lagartos vuelven a crecer? pregunta una exploradora. Le contestan afirmativamente.

Pero no es la misma cola la que vuelve a crecer. Como dice la Madre; nunca se vuelve a encontrar exactamente lo mismo que se ha perdido. La segunda cola no tiene vértebras, es mucho más blanda.

Una guayeityolotiana aporta otros informes. Los lagartos son muy sensibles a los cambios meteorológicos, más aún que las hormigas. Si han almacenado mucha energía solar, la rapidez de sus reacciones es fantástica. Por el contrario, cuando tienen frío, todos sus gestos se vuelven lentos. Para la ofensiva de mañana habrá que prever el ataque sobre la base de este fenómeno. Lo ideal sería cargar contra el saurio a partir del alba. La noche le habrá enfriado y estará aletargado.

¡Pero también nosotras estaremos frías! indica muy oportuna una belokaniana.

No, si utilizamos las técnicas de resistencia al frío de las enanas, replica una cazadora. Nos llenaremos de azúcares y alcohol para mantener la energía y untaremos nuestros caparazones con baba para evitar que las calorías escapen demasiado de prisa de nuestros cuerpos.

La 103.683 atiende a estas palabras con antena distraída. Por su parte, piensa en el misterio de la termitera, en las desapariciones inexplicadas que le mencionó la anciana guerrera.

La primera guayeityolotiana, la que le mostró los trofeos y se negó a hablar de las termitas, se dirige a ella.

¿Has estado hablando con la 4.000?

La 103.683 afirma.

Pues no tengas en cuenta lo que te ha dicho. Es como si hubieses estado hablando con un cadáver. Hace unos días la picó un icneumón…

¡Un icneumón! La 103.683 siente un estremecimiento de horror. El icneumón es una avispa provista de un largo aguijón que por las noches perfora los nidos de las hormigas hasta dar con un cuerpo caliente. Entonces, lo horada y pone en él sus huevos.

Se trata de una de las peores pesadillas de las larvas hormigas: una jeringa que aparece por el techo y que tantea en busca de carnes blandas para depositar en ellas a sus hijos.

Estos últimos crecen a continuación en el organismo que les acoge, antes de convertirse en voraces larvas que roen al animal vivo en su interior.

Esa misma noche, la 103.683 sueña con una terrible trompa que la persigue para inocularle sus carnívoros hijos.


La contraseña de entrada no había cambiado. Nicolás había guardado consigo las llaves y no tuvo que hacer más que romper los precintos que había puesto la Policía para entrar en el apartamento. Desde que desaparecieran los bomberos nadie había tocado nada. Incluso la puerta de la bodega había quedado abierta de par en par.

A falta de una linterna de bolsillo, se dedicó a la tarea de confeccionar una antorcha. Consiguió romper una pata de una mesa y ató a ella una densa corona de papeles arrugados a los que prendió fuego. La madera se inflamó sin problemas con una llama pequeña pero homogénea, hecha para mantenerse a pesar de las corrientes de aire.

Inmediatamente se hundió por la escalera de caracol, en una mano la antorcha y en la otra su navaja. Decidido, con las mandíbulas apretadas, se sentía como un héroe.

Bajó, y bajó… Y no acababa de bajar y dar vueltas. La cosa se prolongaba ya lo que a él le parecían horas, y tenia hambre, y frío, pero sentía en su interior la rabia de vencer.

Aceleró la marcha, lleno de ansiedad, y empezó a gritar bajo la vasta bóveda, en una alternancia de llamadas a sus padres y de vibrantes gritos de guerra. Su paso era ahora de una extraordinaria firmeza, y saltaba de escalón en escalón sin ningún control consciente.

De repente se encontró ante una puerta. La empujó. Dos tribus de ratas estaban luchando y salieron huyendo ante la entrada de aquel niño que aullaba y que aparecía rodeado de pavesas.

Las ratas más viejas estaban inquietas; hacía un tiempo que las visitas de los «grandes» se multiplicaban. ¿Qué podía eso significar? ¡Siempre que éste no prendiese fuego a los escondrijos de las hembras encinta!

Nicolás prosiguió el descenso, con tanta prisa que ni siguiera cayó en la cuenta de la presencia de las ratas… Y seguían y seguían los escalones, y seguían apareciendo las raras inscripciones que por supuesto no iba a leer en esta ocasión. Y, de repente, sonó un ruido (flap, flap), y sintió un contacto. Un murciélago se había agarrado a su cabello. Sintió terror. Trató de desembarazarse de él pero el animal parecía haberse soldado a su cráneo. Trató de ahuyentarlo con la antorcha, pero no consiguió más que chamuscarse unos mechones de pelo. Gritó y echó a correr otra vez. El murciélago seguía en su cabeza como un sombrero. Y no le dejó hasta después de haberle producido una ligera herida sangrante.

Nicolás ya no sentía el cansancio. Con la respiración acezante y el corazón y las sienes latiéndole de forma que parecían ir a romperse, chocó de repente con una pared. Cayó al suelo, se levantó en seguida, con la antorcha intacta. Movió la llama ante si.

Sí, era una pared. Mejor: Nicolás reconoció las placas de cemento y acero que su padre había trasladado. Y las juntas de cemento aún estaban frescas.

– ¡Papá, mamá, contestadme si estáis ahí!

Pero no, nada, sólo el eco. Sin embargo, tenía que seguir hasta el final. Hubiese jurado que esa pared debía pivotar sobre si misma… Eso era lo que ocurría en las películas, y además no había puerta.

¿Qué era lo que ocultaba esa pared? Nicolás encontró al fin esta inscripción:

¿Cómo formar cuatro triángulos equiláteros con seis cerillas?

Y justo debajo había un pequeño cuadrante con teclas. No tenía cifras sino letras. Veinticuatro letras que debían permitir componer la palabra o frase que respondía a la pregunta.

– Hay que pensar de manera diferente -dijo en voz alta.

Se quedó estupefacto, ya que la frase había acudido a él por sí misma. Estuvo pensando mucho rato, sin atreverse a tocar el cuadrante. Luego, se hizo en él un extraño silencio, un silencio enorme que le vació todo pensamiento, pero que, inexplicablemente, le guió para pulsar una sucesión de ocho letras.

El suave deslizarse de un mecanismo se dejó oír y… la pared se movió. Exaltado, dispuesto a todo, Nicolás siguió adelante. Pero, poco después, la pared volvió a su lugar. La corriente de aire que el movimiento provocó apagó el resto de antorcha que aún quedaba.

Encontrándose en la oscuridad más absoluta y con el ánimo decaído, Nicolás volvió sobre sus pasos. Pero a este lado de la pared no había botones en código. No tenía posibilidad ninguna de volver atrás. Se rompió las uñas en las planchas de cemento y acero. Su padre había hecho un buen trabajo; no en balde era cerrajero.


LIMPIEZA: ¿Qué hay más limpio que una mosca? Permanentemente está lavándose, lo que para ella no es un deber sino una necesidad. Si todas sus antenas y facetas no están impecablemente limpias, nunca verá el alimento lejano ni verá nunca la mano que cae sobre ella para aplastarla. La limpieza es un elemento mayor de supervivencia entre los insectos.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


Al día siguiente, la Prensa popular se puso de acuerdo para dar la noticia:

«¡La cueva maldita de Fontainebleau ha vuelto a cobrarse otra víctima! Nuevo desaparecido: el hijo único de la familia Wells. ¿Qué hace la Policía?»


La araña lanza un vistazo desde lo alto del helecho. Está muy alta. Exuda una gota de seda líquida, la pega en una hoja, se adelanta hasta el final de la rama y salta al vacío. Su caída se prolonga un largo rato. El hilo se estira y se estira y luego se seca, se endurece y la sostiene justo antes de tocar el suelo. Ha estado a punto de estrellarse como una fruta madura. Muchas hermanas se han roto ya el caparazón a causa de un brusco cambio de temperatura que alargó el tiempo de endurecimiento de la seda.

La araña agita sus ocho patas para conseguir un movimiento de balanceo, y luego, estirándolas, consigue acercarse a una hoja. Aquí estará el segundo punto de anclaje de su tela. Pega en ella el extremo del hilo. Pero con una sola cuerda extendida no se va muy lejos. Ve un tronco a la izquierda y corre para llegar hasta él. Unas cuantas ramas más y unos cuantos saltos, y ya está, ya ha colocado los hilos de soporte. Éstos serán los que hagan frente a la presión de los vientos y de las presas. El conjunto tiene forma octogonal.

La seda de la tela de araña la forma una proteína fibrosa, la fibrina, cuyas cualidades de solidez e impermeabilidad están más allá de cualquier demostración. Algunas arañas, cuando han comido lo suficiente, llegan a producir setecientos metros de seda de un diámetro de dos mieras, de una solidez proporcionalmente igual a la del nilón y de triple elasticidad.

Y el colmo es que disponen de siete glándulas que producen cada una de ellas un hilo diferente: uno para los hilos de soporte de la tela; otro para el hilo de alarma; otra para los hilos del centro de la tela; un hilo embebido de cola para las presas rápidas; otro para proteger los huevos; otro para la construcción de un abrigo; otro para envolver las presas…

En realidad, la seda es la prolongación de las hormonas arácnidas, así como las feromonas son la prolongación volátil de tas hormonas de las hormigas.

La araña fabrica, pues, el hilo de alarma y luego se pega a él. Así, la menor alerta la avisa y puede escapar del peligro sin esfuerzos superfluos. ¿Cuántas veces ha salvado su vida de esa manera?

A continuación entreteje cuatro hilos en el centro del octógono. Son siempre los mismos gestos desde hace cien millones de años… Hoy ha decidido hacer una tela de seda seca. Las sedas embebidas de cola son mucho más eficaces, pero más frágiles. Cualquier mota de polvo, cualquier brizna de hierba, quedan pegadas en ella. La seda seca tiene un poder captor menor, pero aguantará por lo menos hasta la noche.

La araña, una vez colocado el entramado exterior, añade una decena de radios y culmina su obra con la espiral central. Esta parte es la más agradable. Parte de una rama donde ha pegado el hilo seco y salta de radio en radio acercándose lo más despacio posible al corazón, siguiendo siempre el sentido de la rotación terrestre.

Lo hace a su gusto. No hay dos telas de araña parecidas en el mundo. Son como las huellas digitales de los seres humanos.

Sólo le falta apretar la malla. Una vez en el mismo centro de su obra, la abarca con la mirada para estimar su solidez. Recorre a continuación cada radio, sacudiéndolo con sus Ocho patas. Sí, aguanta.

La mayoría de las arañas de la región hacen telas de 75/12. Setenta y cinco vueltas de espiral por doce radios. Esta prefiere hacerla de 95/10, un fino encaje.

Seguramente se ve más, pero es más sólida. Y como utiliza seda seca, no ha de escatimar el hilo. Si no, los insectos pasarían por allí sólo como visitantes.

Sin embargo, esta tarea de gran envergadura la ha vaciado de su energía. Ha de comer urgentemente. Es un circulo vicioso. Está hambrienta porque ha hecho una tela, Pero es esta tela la que le permitirá comer.

Con sus veinticuatro garras sobre los hilos principales, espera, oculta bajo una hoja. Sin recurrir ni siquiera a uno de sus ocho ojos, siente el espacio y percibe en sus patas las menores ondas del aire gracias a la tela, que reacciona con la misma sensibilidad que la membrana de un altavoz.

Esta minúscula vibración es una abeja que da vueltas en forma de ocho a doscientas cabezas de allí para mostrar un campo de flores a la gente de su panal.

Ese ligero estremecimiento debe ser la libélula. La libélula es un bocado delicioso. Pero ésta no vuela en la buena dirección para servirle de almuerzo.

Un gran contacto. Alguien ha caído en su tela. Es una araña a quien le gustaría atribuirse el trabajo de otro. ¡Ladrona! La primera araña la echa de prisa, antes de que aparezca una presa.

Justamente; siente en la pata trasera izquierda la llegada de una especie de mosca procedente del este. No parece volar muy de prisa. Si no cambia de rumbo, parece que ha de caer de lleno en la trampa.

¡Plaf!

Es una hormiga alada.

La araña -que no tiene nombre, porque los seres solitarios no tienen necesidad ninguna de reconocer a los de su especie- espera tranquilamente. Cuando era más joven, se dejaba llevar por el entusiasmo, y así perdió bastantes presas. Creía que cualquier insecto caído en su tela estaba condenado. Sin embargo, sólo lo está en un cincuenta por ciento de las ocasiones tras la toma de contacto. El factor tiempo es decisivo.

Hay que tener paciencia, y la presa enloquecida se traba por sí misma. Ése es el refinamiento supremo de la filosofía arácnida: No hay mejor técnica de combate que la que consiste en esperar a que el adversario se destruya a sí mismo.

Al cabo de unos minutos, se acerca para observar mejor a su presa. Es una reina. Una reina roja del imperio del Oeste, Bel-o-kan.

Ya ha oído hablar de ese imperio hipersofisticado. Parece ser que sus millones de habitantes se han hecho tan «interdependientes» que ya no saben alimentarse solos. ¿Qué interés puede tener eso, y qué progresos supone?

Una de sus reinas… Tiene en sus garras una parte del futuro de esos incorregibles invasores. A la araña no le gustan las hormigas. Ha visto a su propia madre perseguida por una horda de hormigas tejedoras rojas…

Mira a su presa, que no cesa de debatirse. Estúpidos insectos, que nunca comprenderán que su peor enemigo no es otro que su propio enloquecimiento. Cuanto más trata de escapar la hormiga alada, más se enreda en los hilos…, causando por otra parte destrozos que contrarían a la araña.

En la 56, el abatimiento sucede a la cólera. Ya no puede prácticamente moverse. Con el cuerpo envuelto en la fina seda, cada movimiento que hace añade otra capa de espesor a su envoltura. No consigue aceptar la idea de venir a fracasar tan tontamente después de haber superado tantas pruebas.

Nació en un capullo blanco, y en un capullo blanco va a morir.

La araña se le acerca aún más, comprobando al pasar los hilos estropeados. Así, la 56 puede ver de cerca un soberbio animal naranja y negro, con ocho ojos verdes colocados como una corona sobre su cabeza. Ya ha comido algunas como ésa. A todo el mundo le llega la vez de servir de comida… Y la otra le escupe más seda encima.

Nunca hay ligaduras suficientes, se dice la araña. Luego exhibe dos inquietantes aguijones venenosos. Aunque en realidad los arácnidos no matan, no en seguida. Ya que comen la carne palpitante, mejor que acabar con su presa lo que hacen es desvanecerla con un veneno sedante y no la despiertan más que para mordisquearla un poco. Así, pueden devorar a voluntad carne fresca, al resguardo de su envoltura de seda. La cosa puede llegar a prolongarse una semana.

La 56 ha oído hablar de esa costumbre. Se estremece. Es algo peor que la muerte. Verse amputada progresivamente de todos sus miembros… En cada despertar te arrancan algo y te vuelven a dormir. Vas reduciéndote un poco más cada vez, hasta el momento del último despertar, cuando te arrancan los órganos vitales y se te otorga por fin el sueño liberador.

¡Es mejor autodestruirse! Rehuyendo la horrible y demasiado próxima visión de los aguijones, empieza a hacer más lentos los latidos de su corazón.

En ese mismo momento un efímero tropieza con la tela con tal impulso que los hilos le atrapan de inmediato y con fuerza… Ha nacido hace unos minutos apenas y morirá de vejez dentro de unas horas. Vida efímera, vida de efímero. Tenia que actuar de prisa, sin perder una fracción de segundo. ¿Cómo llenar la propia existencia sabiendo que una ha nacido por la mañana para morir por la noche?

Apenas ha salido de sus dos años de vida de larva, el efímero parte en busca de una hembra para reproducirse. Vana búsqueda de la inmortalidad a través de su progenie. El efímero ocupará su único día con esta búsqueda. Así, no piensa en comer, ni en descansar, ni en mostrarse remilgado.

Su principal depredador es el tiempo. Cada segundo es para él un enemigo. Y, junto al mismo tiempo, la terrible araña no es más que un factor retardatario y no un enemigo entero y verdadero.

Siente que la vejez progresa a largos pasos en su cuerpo. Dentro de unas horas será ya senil. Está perdido. Ha nacido para nada. Qué insoportable decepción…

El efímero se debate. El problema de las telas de araña es que si uno se mueve se convierte en presa, pero si no se mueve la cosa no cambia…

La araña llega hasta él y añade unas vueltas de hilo suplementarias. Ahí tiene dos hermosas presas que le darán todas las proteínas necesarias para fabricar una segunda tela mañana mismo. Pero cuando se dispone una vez más a adormecer a su víctima, percibe una vibración diferente. Una vibración… inteligente. Tip tip tiptiptip típ lip tipip. ¡Es una hembra! Avanza a lo largo de un hilo, y emite percutiendo en él una señal:

Soy tuya, no vengo a robarte tu alimento.

El macho nunca ha percibido nada tan erótico como esta forma de vibrar. Tip tip tiptiptip. Ah, no puede contenerse y corre hacia su bienamada (una jovencita de cuatro mudas, cuando él cuenta ya doce) Su tamaño es tres veces superior al de él, pero a él, precisamente, le gustan grandes. Él le indica las dos presas de las que extraerán en seguida nuevas fuerzas.

Luego, se disponen a copular. En las arañas resulta bastante complicado. El macho no tiene pene sino una especie de doble cañón genital. Se apresura hacia una de las presas, y riega la tela con sus gametos. Mojando ahí una de sus patas, la introduce en el receptáculo de la hembra. Lo hace muchas veces, muy excitado. La joven belleza, por su parte, ha llegado a un grado tal de turbación que de repente no puede ya contenerse y aferra la cabeza del macho y la quiebra.

A partir de ahí, sería tonto no comérselo entero. Pues bien, una vez hecho esto, sigue teniendo hambre. La hembra se lanza contra el efímero y hace su vida aún más corta. Y ahora se vuelve hacia la reina hormiga, que, al ver que ha llegado el momento del aguijonazo, patalea llena de pánico.

Decididamente, la 56 está de suerte, ya que la entrada de un nuevo personaje que surge ruidosamente del fondo del horizonte trastoca todo el escenario. Es uno de esos animalitos del Sur que recientemente han subido al Norte. Es un animalito muy grande a decir verdad, un coleóptero unicornio, o coleóptero rhinoceros. Choca contra la tela justo en medio, la estira como si fuese de goma… y la rompe. Una tela del 95/10 es sólida, aunque no hay que exagerar. El hermoso encaje de seda estalla en mechas y jirones que revolotean.

La araña hembra ya ha saltado suspendiéndose de su hilo de alarma. La reina hormiga, liberada de su blanco cepo, se arrastra discretamente por el suelo, incapaz de volver a despegar.

Pero la araña está ocupada en otras cosas. Escala una rama para construir en ella una casa-cuna de seda en la que poner sus huevos. Cuando sus decenas de hijos eclosionen, lo que les urgirá más será comerse a su madre. Así son las cosas entre las arañas, que no saben dar las gracias.


– ¡Bilsheim!

El hombre apartó vivamente el auricular, como si fuese un insecto con aguijón. Era su jefa, Solange Doumeng.

– ¿Sí?

– Le había dado unas órdenes y usted aún no ha hecho nada. ¿En qué está usted pensando? ¿Es que espera a que toda la ciudad desaparezca en esa bodega? Le conozco, Bilsheim; no piensa más que en no hacer nada. ¡Y yo no puedo tragar a los holgazanes! ¡Y exijo que resuelva usted este asunto en cuarenta y ocho horas!

– Pero, señora…

– ¡Nada de «pero señora»! Su gente tiene instrucciones mías, así que lo único que tiene que hacer es bajar con ellos mañana por la mañana. Todo el material estará dispuesto. Así que ¡mueva el trasero, maldita sea!

Le invadió el desánimo. Sus manos temblaron. No era un hombre libre. ¿Por qué tenía que obedecer? Para evitar el paro, para no quedar excluido de la sociedad. Aquí y ahora, la única manera que tenía de concebir la libertad era verse como un vagabundo, y aún no estaba preparado para este tipo de prueba. Su necesidad de orden y de socialización entró en conflicto con sus deseos de no aceptar la voluntad de los demás. Una úlcera despertó en el campo de batalla, es decir, en su estómago. El respeto del orden venció sobre el amor a la libertad. Así que obedeció.


El grupo de cazadoras se mantiene oculto tras una roca mientras observa el lagarto. Éste mide unas sesenta cabezas de largo (dieciocho centímetros) Su dura coraza de un amarillo verdoso sembrada de manchas negras crea una sensación temerosa y de desagrado. La 103.683 tiene la sensación de que esas manchas son las salpicaduras de la sangre de todas las víctimas del saurio.

Como se había previsto, el animal está entumecido por el frío. Camina, pero muy despacio; se diría que duda antes de poner la pata en alguna parte.

Cuando el sol está a punto de asomar, se lanza una feromona:

¡Contra la Bestia!

El lagarto ve que se le viene encima un ejército de cositas negras y agresivas. Se yergue lentamente, abre unas fauces rosadas en las que danza una lengua rápida que azota a las hormigas más cercanas, las arrastra y las lleva a su garganta. Luego eructa y se aleja a la velocidad del rayo.

Mermadas en una treintena de las suyas, las cazadoras se quedan aturdidas y sin aliento. Para estar anestesiado por el frío, al otro no le faltan recursos.

La 103.683, en quien no se puede suponer cobardía, es una de las primeras en decir que atacar a semejante animal es un suicidio. La plaza fuerte parece inexpugnable. La piel del lagarto es una armadura a la que no afectan ni las mandíbulas ni el ácido. Y su tamaño, su vivacidad, incluso a bajas temperaturas, le otorgan una superioridad difícilmente compensable.

Sin embargo, las hormigas no renuncian. Como una manada de minúsculos lobos, se lanzan tras las huellas del monstruo. Galopan bajo los helechos con feromonas amenazadoras, con olores de muerte. Eso no aterroriza por el momento más que a los limacos, pero contribuye a que las hormigas se sientan terribles e invulnerables. Vuelven a encontrar el lagarto unos miles de cabezas más lejos, pegado a la corteza de una conífera, ocupado sin duda en la digestión de su desayuno.

¡Hay que actuar! Cuanto más esperan, más energía cobra él. Y si sigue siendo rápido con frío, lo será mucho más cuando esté saturado de calorías solares. Cónclave de antenas. Hay que improvisar un ataque. Se acuerda seguir una táctica.

Unas guerreras se dejan caer desde una rama sobre la cabeza del animal. Tratan de cegarle mordisqueando sus párpados y perforando sus fosas nasales. Pero este primer comando fracasa. El lagarto se limpia la cara con una pata irritada y se zampa a las rezagadas.

Acude ya una segunda oleada de asaltantes. Casi al alcance de la lengua, hacen un giro amplio y sorprendente… antes de lanzarse brutalmente contra el muñón de la cola. Como dice Madre: Cada adversario tiene su punto débil. Encuéntralo y haz frente tan sólo a esa debilidad.

Vuelven a abrir la cicatriz, quemándola con ácido y se hunden en el interior del saurio, invadiendo sus entrañas. El animal rueda de espaldas, pedalea con sus patas posteriores, se golpea el vientre con las patas delanteras. Mil úlceras lo corroen.

Y entonces es cuando otro grupo hace pie finalmente en sus fosas nasales, inmediatamente agrandadas y horadadas a fuerza de chorros ardientes.

Por encima, atacan sus ojos. Hacen estallar esas bolas blandas, pero las cavidades oculares no son más que callejones sin salida; el hueco del nervio óptico es demasiado estrecho para que puedan seguir por él y llegar hasta el cerebro. Entonces, se reúnen los equipos que ya han llegado más lejos por las fosas nasales.

El lagarto se retuerce, se mete una pata en la boca para intentar aplastar a las hormigas que le están perforando la garganta. Demasiado tarde.

En un lugar de los pulmones, la 4.000 se ha reunido con su joven colega la 103.683. Ahí dentro reina la oscuridad, y ninguna de las dos puede ver porque las asexuadas carecen de ocelos de infrarrojos. Unen los extremos de sus antenas.

Vamos. Aprovechemos que nuestras hermanas están ocupadas para ir hacia la termitera del Este. Las demás creerán que hemos muerto en el combate.

Salen por donde entraron, por el muñón caudal, que ahora sangra en abundancia.

Mañana el saurio será cortado en miles de tiras comestibles. Algunas se cubrirán con arena y se transportarán a Zu-bi-zubi-kan, otros llegarán incluso hasta Bel-o-kan, y una vez más se inventará toda una epopeya para describir esta cacería. La civilización hormiga necesita reconfortarse con su propia fuerza. Vencer a los lagartos es algo que la tranquiliza particularmente.


MESTIZAJE: Sería falso creer que los nidos son impermeables a las presencias extrañas. Es cierto que cada insecto lleva la bandera olorosa de su ciudad, pero no por eso es «xenófobo» en el sentido en que se entiende entre los humanos.

Por ejemplo, si se mezcla en un acuario lleno de tierra un centenar de hormigas Fórmica rufa con un centenar de hormigas Lazius niger -habiendo en cada especie una reina fértil, se puede ver que después de unas escaramuzas sin muertes y de prolongadas conversaciones antenares las dos especies empiezan a construir juntas el hormiguero.

Algunos corredores están adaptados al tamaño de las rojas, y otros al tamaño de las negras, pero se entrecruzan y se mezclan de manera que el hecho queda demostrado: no existe una especie dominante que trate de encerrar a la otra en un sector reservado, un ghetto en la ciudad.


EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.


El camino que lleva a los territorios del Este aún no está limpio. Las guerreras contra las termitas impiden cualquier proceso de pacificación de la zona.

La 4.000 y la 103.683 trotan por una pista en la que han tenido lugar muchas escaramuzas. Unas soberbias mariposas venenosas giran verticalmente sobre sus antenas, lo que no deja de intranquilizarlas.

Más lejos, la 103.683 siente algo que se agita bajo su pata derecha. Acaba por identificar a unos ácaros, unos seres minúsculos armados con pinchos y antenas, pelos y ganchos, que emigran en rebaños en busca de lugares polvorientos. La 103.683 se siente divertida con esta visión. ¡Y pensar que hay seres tan pequeños como los ácaros y otros tan grandes como las hormigas en el mismo planeta!

La 4.000 se detiene ante una flor. De repente se siente muy mal. En su viejo cuerpo, que las ha pasado muy duras este día, las jóvenes larvas icneumón han acabado por despertar. Sin duda han empezado a comer, lanzándose alegremente con tenedor y cuchillo sobre los órganos internos de la pobre hormiga.

La 103.683, para acudir en su auxilio, busca en el fondo de su buche social algunas moléculas de melado de lomechuse. Al final de la pelea en los subterráneos de Bel-o-kan había recogido una cantidad ínfima de esa sustancia, para utilizarla como analgésico. La había manipulado con mucha prudencia y no había quedado contaminada por el delicioso veneno.

Los dolores de la 4.000 se calman con la ingestión de este licor. Pero pide más. La 103.683 trata de nacerla entrar en razón, pero la 4.000 insiste, está dispuesta a pelear para vaciar las entrañas de su amiga de la preciosa droga. Y cuando va a saltar a golpearla, cae en una especie de cráter arenoso. ¡Una trampa de hormiga-león!

Este animal, o con más exactitud su larva, tiene una cabeza con forma de pala que le permite excavar esos cráteres. A continuación se entierra en ellos y ya no tiene más que hacer que esperar a las visitas.

Aunque un poco tarde ya, la 4.000 comprende lo que le está pasando. En principio, cualquier hormiga es lo suficientemente ligera como para salir con bien del mal trago. Sólo que, antes incluso de que haya empezado a ascender, dos grandes mandíbulas bordeadas de pinchos salen del fondo de la cavidad y la rocían con arena.

¡Socorro!

Olvida el dolor que le provocan sus huéspedes forzosos y la carencia derivada de su contacto con el melado de la lomechuse. Tiene miedo. No quiere morir así.

Se debate con todas sus fuerzas. Pero la trampa de la hormiga-león, como la telaraña, está pensada precisamente para funcionar a partir del pánico de sus víctimas. Cuanto más gesticula la 4.000 para salir del cráter, más se inclina la pendiente y más la arrastra hacia el fondo, desde donde la hormiga-león sigue rociándola con arena fina.

La 103.683 ha comprendido en seguida que inclinarse para tenderle una pata supone un grave riesgo de caer ella también. Se aleja en busca de una brizna lo bastante larga y sólida.

A la vieja hormiga el tiempo se le hace largo, exhala un grito oloroso y patalea a más y mejor en la arena casi líquida. Su caída se ve aún más acelerada. Sólo está a cinco cabezas de las tenazas. Vistas de cerca, son verdaderamente terroríficas. Cada mandíbula está bordeada por centenares de dientecillos acerados, que a su vez muestran largos pinchos curvos. Y, en cuanto al extremo, éste acaba en un punzón capaz de perforar sin gran dificultad cualquier caparazón mirmeceano.

La 103.683 reaparece por fin al borde de la depresión, desde donde le tiende a su compañera una vellorita. ¡Rápido! Ésta levanta las patas para aferrar el tallo. Pero la hormiga-león no está dispuesta a renunciar a su presa. Lanza arena, frenética, contra las dos hormigas. Éstas no ven ni oyen nada. La hormiga-león lanza ahora piedras que caen sobre la quitina con un ruido siniestro. La 4.000, medio enterrada, sigue deslizándose hacia abajo.

La 103.683 se apuntala, con el tallo apretado entre sus mandíbulas. Espera vanamente un tirón. Y justo en el momento en que ya va a renunciar, una pata aparece sobre la arena. ¡Salvada! La 4.000 salta por fin fuera del mortal agujero.

Abajo, las ávidas pinzas chasquean con rabia y decepción. La hormiga-león necesita proteínas para metamorfosearse en adulta. ¿Cuánto tiempo tendrá que esperar hasta que otra presa resbale hasta ella?

La 4.000 y la 103.683 se lavan y se entregan a numerosas trofalaxias. Pero esta vez el melado de lomechuse no se encuentra en el menú.


– Buenos días, Bilsheim.

Y le tiende una mano blanda.

– Sí, ya lo sé, le sorprende verme aquí. Pero ya que este asunto se prolonga y se hace cada vez más pesado, y el prefecto se interesa personalmente por un final feliz, y pronto será el ministro quien se interese, he decidido ocuparme de él yo misma… Vamos, no ponga usted esa cara; estoy bromeando. ¿Qué le ha pasado a su sentido del humor?

El viejo poli no sabía qué decir. Y la cosa venía prolongándose desde quince años atrás. Con ella, los «evidentemente» no habían funcionado nunca. Le hubiese gustado verle los ojos, pero estaban ocultos bajo un largo mechón de cabello. Cabello rojo, tenido. A la moda. En el servicio se decía que ella intentaba hacer creer que era pelirroja para justificar el fuerte olor que emanaba de ella.

Solange Doumeng. Se había ido agriando más y más desde la menopausia. En principio, hubiese debido de tomar hormonas femeninas para compensar, pero temía demasiado engordar; las hormonas retienen el agua, es cosa bien sabida, así que ella apretaba los dientes haciendo que la gente de su alrededor tuviese que soportar las dificultades que le planteaba esta metamorfosis en anciana.

– ¿Por qué ha venido? ¿Quiere ir allá abajo? -preguntó el policía.

– ¿Bromea, amigo mío? No, no; el que baja es usted. Yo me quedo aquí. Lo he previsto todo, un buen termo de té y un walkie-talkie.

– ¿Y si me pasa algo?

– No sea miedica, planteándose siempre lo peor. Estaremos en contacto por radio, ya se lo he dicho. En cuanto ve el más ligero peligro, usted me lo indica y yo tomaré las medidas necesarias. Además, está usted muy bien atendido, amigo mío; bajará con material que es el último grito para misiones delicadas. Mire: cuerdas de alpinismo, fusiles. Por no mencionar a estos dos muchachotes.

Y señaló a los policías que estaban en posición de firmes.

Bilsheim murmuró:

– Galin fue con ocho bomberos, y eso no le sirvió de mucha ayuda…

– Pero no llevaban ni armas ni radio. Vamos, no ponga mala cara, Bilsheim.

El hombre no quería porfiar. Los juegos de poder e intimidación le exasperaban. Y porfiar con la Doumeng era convertirse en la Doumeng. Y ella era como la mala hierba en un jardín. Había que intentar crecer sin verse contaminado.

Bilsheim, comisario desengañado, se puso el traje de espeleología, ciñó la cuerda de alpinismo a su cintura y se terció el walkie-talkie en bandolera.

– Si no vuelvo, quiero que todos mis bienes se entreguen a los huérfanos de la Policía.

– Déjese de tonterías, querido Bilsheim. Volverá usted y todos iremos a celebrarlo a un restaurante.

– Por si no vuelvo, quisiera decirle algo…

La mujer frunció el ceño.

– ¡Vamos, déjese de niñerías, Bilsheim!

– Quisiera decirle… Todos pagamos un día por nuestras malas acciones.

– ¡Y ahora se pone místico! No, Bilsheim, se equivoca, no pagamos por nuestras malas acciones. Quizás haya un «buen Dios», como usted dice, ¡pero se ríe de nosotros! Y si usted no ha disfrutado en vida de esta existencia, no disfrutará más muerto.

La mujer rió brevemente, y luego se acercó a su subordinado, hasta rozarle. Este contuvo la respiración. Ya respiraría bastante mal olor en la bodega…

– Pero no va usted a morir tan pronto. Tiene que resolver este asunto. Su muerte no serviría de nada.

La contrariedad convertía al comisario en un niño, ya no era más que un chiquillo al que le han quitado un juguete y que, sabiendo que no lo recuperará, intenta algunos insultos de poca monta.

– ¡Oh! Mi muerte seria el fracaso de su investigación personal. Así se verán los resultados cuando usted «se hace cargo»

Ella se le pegó un poco más, como si fuera a besarle en la boca. Pero en lugar de eso, dijo calmosamente:

– No le gusto, ¿verdad, Bilsheim? No le gusto a nadie y lo mismo me da. Tampoco usted me gusta. Y no tengo necesidad ninguna de gustar. Todo lo que quiero es que me teman. Sin embargo, ha de saber usted algo: si revienta usted ahí abajo no me sentiré ni siquiera contrariada. Enviaré otro equipo, el tercero… Y si quiere usted molestarme de verdad, vuelva vivo y victorioso, y entonces estaré en deuda con usted.

El hombre no dijo nada. Miraba de reojo las raíces blancas del cabello peinado a la moda, y eso le sosegaba.

– ¡Estamos listos! -dijo uno de los policías, alzando su fusil.

Todos estaban ya ligados con las cuerdas.

– De acuerdo. ¡Vamos allá!

Hicieron una señal a los tres policías que se mantendrían en contacto con ellos en la superficie, y entraron en la bodega.

Solange Doumeng se sentó ante una mesa donde había instalado el emisor-receptor.

– ¡Buena suerte, y vuelvan pronto!

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