Si el Acólito de Tercer Grado Christopher Mondschein tenía una debilidad, ésta consistía en que deseaba con todas sus fuerzas vivir eternamente. Era un anhelo humano muy común, y nada reprensible. Pero el acólito Mondschein lo llevaba demasiado lejos.
—Al fin y al cabo —consideró necesario recordarle uno de sus superiores—, tu función en la Hermandad es mirar por el bienestar de los demás, no llevar el agua a tu molino, acólito Mondschein. ¿Está claro?
—Sí, perfectamente claro, hermano —dijo Mondschein con tirantez. Estaba abrumado de vergüenza, culpabilidad y cólera—. Comprendo mi error. Suplico el perdón.
—No es cuestión de perdonar, acólito Mondschein —replicó el hombre de mayor edad—. Es cuestión de comprender. El perdón me importa un bledo. ¿Cuáles son tus objetivos, Mondschein? ¿Qué persigues?
El acólito dudó un momento antes de responder, tanto porque era una buena política sopesar las palabras antes de contestar a un miembro importante de la Hermandad, como porque sabía que pisaba terreno resbaladizo. Tiró nerviosamente de los pliegues de su hábito y dejó que sus ojos resbalaran por la magnificencia gótica de la capilla.
Estaban de pie en el triforio, mirando la nave. No se celebraba ningún servicio, pero algunos fieles ocupaban los bancos, arrodillados ante el resplandor azul del pequeño reactor de cobalto alzado sobre un estrado. Era el santuario Nyack de la Hermandad de la Radiación Inmanente, la tercera más grande de la zona de Nueva York, y Mondschein había ingresado seis meses antes, el día en que cumplió veintidós años. En aquel momento albergó la esperanza de que fuera un auténtico sentimiento religioso el que le impulsaba a empeñar su suerte con los vorsters. Ahora ya no estaba tan seguro.
—Quiero ayudar a la gente, hermano —dijo en voz baja, aferrándose a la barandilla del triforio—. A la gente en general y a la gente en particular. Quiero ayudarles a encontrar el camino. Y quiero que la humanidad alcance sus principales objetivos. Como dice Vorst…
—Ahórrame las escrituras, Mondschein.
—Sólo trato de demostrarle…
—Lo sé. Escucha, ¿no comprendes que has de ascender de forma ordenada y progresiva? No puedes saltarte a tus superiores, Mondschein, por impaciente que estés en llegar a la cumbre. Entra en mi despacho un momento.
—Sí, hermano Langholt. Lo que usted diga.
Mondschein siguió al otro hombre por el triforio hasta adentrarse en el ala administrativa del santuario. El edificio era de construcción reciente y pasmosamente bello, muy diferente de las destartaladas capillas vorster ubicadas en los barrios bajos, de un cuarto de siglo atrás. Langholt aplicó una huesuda mano sobre el botón y la puerta se abrió como un diafragma al instante. Ambos entraron.
Era una habitación pequeña, austera, oscura y sombría. El techo era de estilo gótico. Las paredes laterales estaban cubiertas de estanterías para libros. El escritorio consistía en una bruñida plancha de ébano, sobre la cual brillaba una luz azul en miniatura, el símbolo de la Hermandad. Mondschein vio algo más sobre el escritorio: la carta que había escrito al supervisor regional Kirby, solicitando el traslado al centro genético de la Hermandad en Santa Fe.
Mondschein enrojeció. Enrojecía con facilidad; sus mejillas eran regordetas, propensas al rubor. Era un hombre que sobrepasaba un poco la estatura media, algo entrado en carnes, de cabello áspero y oscuro y facciones enjutas y serias. Mondschein se sentía absurdamente inmaduro en comparación con el hombre flaco y de aspecto ascético que le doblaba la edad y le estaba dando un buen rapapolvo.
—Como ves, tenemos tu carta dirigida al supervisor Kirby —dijo Langholt.
—Señor, esa carta era confidencial. Yo…
—¡En esta orden no hay cartas confidenciales, Mondschein! Da la casualidad de que el supervisor Kirby me entregó la carta en persona. Como comprobarás, ha añadido una nota.
Mondschein tomó la carta. Sobre la esquina superior izquierda había una breve nota garrapateada: «Tiene una prisa de mil diablos, ¿verdad? Rebájele los humos. R. K.».
El acólito dejó la carta sobre la mesa y esperó la reprimenda. En lugar de ello, su superior le sonrió con afabilidad.
—¿Por qué querías ir a Santa Fe, Mondschein?
—Para tomar parte en las investigaciones que se realizan allí. Y en el… programa de reproducción.
—No eres un esper.
—Quizá tenga genes latentes, o puede que mediante alguna manipulación mis genes sean importantes para el banco. Señor, ha de comprender que mi comportamiento no era puramente egoísta. Quiero contribuir con el máximo esfuerzo.
—Puedes contribuir, Mondschein, haciendo tus tareas de limpieza, rezando, buscando conversos. Si has de ser llamado a Santa Fe, lo serás a su debido tiempo. ¿No has pensado que hay otros muchos mayores que tú que desean ir allí? Yo mismo, el hermano Ashton, el supervisor Kirby… Vienes de la calle, por así decirlo, y al cabo de unos meses ya quieres un billete para la utopía. Lo siento. No es tan fácil de conseguir, acólito Mondschein.
—¿Qué haré ahora?
—Purifícate. Libérate del orgullo y la ambición. Baja a la iglesia y reza. Haz tu trabajo diario. No busques ascensos rápidos. Es la mejor manera de no lograr lo que deseas.
—Podría solicitar el ingreso en el servicio misionero —insinuó Mondschein—. Unirme al grupo que va a Venus…
—¡Ya empezamos otra vez! —suspiró Langholt—. ¡Conten tu ambición, Mondschein!
—Me refería a ello como penitencia.
—Por supuesto. Te imaginas que probablemente los misioneros se conviertan en mártires. También te imaginas que, si por chiripa vas a Venus y no te despellejan vivo, volverás aquí transformado en un hombre de gran influencia en la Hermandad, que será enviado a Santa Fe como un guerrero al Valhalla. ¡Mondschein, Mondschein, eres tan transparente! Rozas la herejía, Mondschein, cuando rehusas aceptar tu suerte.
—Señor, jamás me he relacionado con los herejes. Yo…
—No te acuso de nada —dijo Langholt con firmeza—. Simplemente te advierto que vas en dirección equivocada. Temo por ti. Mira —arrojó la carta acusatoria a la unidad de eliminación de basuras, donde se quemó al instante—, olvidaré todo lo relativo a este incidente. Pero tú no lo olvides. Sé más humilde, Mondschein. Sé más humilde, te repito. Ahora, ve a rezar. Largo.
—Gracias, hermano —murmuró Mondschein.
Le temblaban un poco las rodillas cuando salió de la habitación y subió al descensor que llevaba a la capilla. Considerando todos los elementos en juego, había salido bien librado. Podían haberle sometido a reprimenda pública. Podían haberle trasladado a una zona muy poco deseable, como la Patagonia o las Aleutianas. Incluso podían haberle separado de la Hermandad definitivamente.
Había sido una equivocación garrafal pasar por encima de Langholt, y Mondschein lo reconocía. Pero ¿cómo evitarlo? Morir un poco día tras día, mientras en Santa Fe escogían a los que vivirían para siempre. Era intolerable contarse entre los repudiados. El estado de ánimo de Mondschein empeoró al comprender que casi no le quedaba ninguna posibilidad de ir a Santa Fe.
Se deslizó en un banco trasero y miró solemnemente al cubo de cobalto 60 que brillaba en el altar.
«Que el Fuego Azul me engulla suplicó—. Que surja de él purificado y limpio.»
A veces, arrodillado ante el altar, Mondschein había experimentado una levísima punzada de arrobo espiritual. Era lo máximo que había sentido, pues, a pesar de que era un acólito de la Hermandad de la Radiación Inmanente y miembro de la segunda generación del culto, Mondschein no era un hombre religioso. Que se extasíen otros ante el altar, pensó. Mondschein sabía muy bien lo que era el culto: una fachada que encubría un extenso programa de investigación genética. Al menos, eso le parecía, aunque en ocasiones tenía sus dudas sobre qué era la fachada y qué la auténtica realidad. En apariencia, mucha gente extraía beneficios espirituales de la Hermandad, en tanto él carecía de pruebas sobre los supuestos éxitos de los laboratorios de Santa Fe.
Cerró los ojos y hundió la cabeza en el pecho. Visualizó electrones girando en sus órbitas. Repitió en silencio la Letanía Electromagnética, recitando las franjas del espectro.
Se imaginó a Christopher Mondschein viviendo siglo tras siglo. Una oleada de ansia se apoderó de él mientras salmodiaba todavía las frecuencias medias. Mucho antes de llegar a los rayos X, sudaba de frustración y miedo a morir. Sesenta, setenta años más y le llegaría el turno, mientras en Santa Fe…
Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.
Que alguien me ayude. ¡No quiero morir!
Mondschein levantó la vista hacia el altar. El Fuego Azul parpadeó como si se burlara de él por extralimitarse. Oprimido por la oscuridad gótica, Mondschein se puso en pie y salió corriendo a respirar el aire puro.
Llamaba la atención por su hábito de color añil y la capucha monacal. La gente le miraba como si poseyera poderes sobrenaturales. Nadie advirtió que sólo era un acólito, y, aunque muchos curiosos también eran vorsters, nunca terminaban de asumir que la Hermandad no tenía tratos con lo sobrenatural. Mondschein consideraba que los seglares carecían de inteligencia.
Subió a la cinta deslizante. La ciudad se cernía a su alrededor, torres de travertina que parecían cubiertas de grasa a la débil luz rojiza de aquel atardecer de marzo. Nueva York se había extendido por las orillas del Hudson como una plaga, y los rascacielos empezaban a invadir las Adirondacks. Hacía mucho tiempo que Nyack había sido absorbida por la metrópoli. El aire era frío y olía a humo. El fuego estaría devorando una reserva forestal, pensó Mondschein, malhumorado. Veía a la muerte por todas partes.
Su modesto apartamento se hallaba a cinco manzanas de la capilla. Vivía solo. Los acólitos debían colgar los hábitos si querían casarse, y no les estaba permitido mantener relaciones pasajeras. El celibato todavía no pesaba sobre Mondschein, aunque había confiado en desprenderse de él cuando le trasladaran a Santa Fe. Corrían rumores sobre jóvenes y dispuestas acolitas de Santa Fe. Mondschein estaba seguro de que no todos los experimentos de reproducción se realizaban mediante inseminación artificial.
Ahora ya no importaba, ya podía despedirse de Santa Fe. Su impulsiva carta al supervisor Kirby lo había echado todo a perder.
Estaba atrapado para siempre en los rangos inferiores de la jerarquía vorster. A su debido tiempo le aceptarían en el seno de la Hermandad; adoptaría un hábito ligeramente diferente, se dejaría crecer la barba, presidiría los servicios y atendería las necesidades de su congregación.
Estupendo. La Hermandad era el movimiento religioso que crecía con más rapidez en la Tierra, y servir a la causa constituía, sin duda, una noble causa. Sin embargo, un hombre carente de vocación religiosa no podía ser feliz presidiendo una capilla, y Mondschein no sentía la llamada. Había confiado en colmar sus necesidades enrolándose como acólito, y ahora comprendía el error de su ambición.
Estaba atrapado. Sólo era otro hermano vorster. Había miles de capillas diseminadas por el mundo. La Hermandad contaba con unos quinientos millones de miembros. No estaba mal en una sola generación. Las viejas religiones lo pasaban mal. Los vorsters ofrecían algo que las otras no: los avances de la ciencia, la seguridad de que, más allá del ministerio espiritual, existía otro que servía a la Unidad sondeando en los misterios más profundos. Un dólar entregado a la capilla vorster de la localidad podría contribuir al desarrollo de un método que asegurase la inmortalidad, la inmortalidad individual. Ése era el cebo, y funcionaba bien. Bueno, había imitadores, cultos inferiores, algunos prósperos a su manera. Incluso existía una herejía vorster, los Armonistas, los mercachifles de la Armonía Trascendente, un vástago del culto original. Mondschein se había decantado por los vorsters y sentía lealtad hacia ellos, pues había sido educado como devoto del Fuego Azul. Pero…
—Perdone. Mil disculpas.
Alguien le empujó en la cinta deslizante. Mondschein sintió que una mano se abatía sobre su espalda, casi derribándole. Se enderezó, algo tambaleante, y vio a un hombre de anchos hombros, vestido con una sencilla túnica azul, que se alejaba a toda velocidad. Torpe idiota, pensó Mondschein. Hay sitio para todos en la cinta deslizante. ¿A qué vienen tantas prisas?
Mondschein se ajustó la túnica y la dignidad.
—No entres en tu apartamento, Mondschein —dijo una voz suave—. Sigue adelante. Te espera un torpedo en la estación de Tarrytown.
No había nadie cerca de él.
—¿Quién ha hablado? preguntó, tenso.
—Relájate y colabora, por favor. No sufrirás el menor daño. Todo esto es por tu bien, Mondschein.
Miró a su alrededor. La persona más próxima era una anciana. Se hallaba a unos quince metros detrás de él, en la cinta deslizante, y le dedicó al instante una sonrisa boba, como si le pidiera la bendición. ¿Quién había hablado? Durante un frenético momento, Mondschein pensó que se había convertido en telépata, que algún poder latente había madurado de súbito. Pero no, no había sido un mensaje enviado mediante el pensamiento, sino una voz. Mondschein comprendió. El hombre que le había dado el golpe en la espalda debía haberle adherido una oreja emisora y receptora. Una diminuta placa metálica transpóndica, que probablemente sólo midiera media docena de moléculas de espesor, algún milagro de improbable subminiaturización… Mondschein no se molestó en buscarla.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Eso no importa. Ve a la estación y alguien saldrá a tu encuentro.
—Visto mis hábitos.
—También nos ocuparemos de eso —fue la tranquila respuesta.
Mondschein se mordisqueó el labio. No tenía autorización para abandonar las inmediaciones de la capilla sin el permiso de un superior, pero ahora no tenía tiempo para eso y, en cualquier caso, no iba a complicarse con trámites burocráticos después de la reciente regañina. Correría el riesgo.
La cinta deslizante le llevó hacia adelante.
No tardó en divisar la estación de Tarrytown. El estómago de Mondschein se retorció de tensión. Olió los vapores acres del combustible que utilizaba el torpedo. El frío viento le traspasó el hábito; no sólo temblaba de inquietud. Bajó de la pasarela deslizante y entró en la estación, una reluciente cúpula verdeamarilla de paredes de plástico. No había mucha gente. Los viajeros procedentes del centro de la ciudad aún no habían empezado a llegar, y la huida masiva a las ameras se produciría más tarde, a la hora de la cena.
Se le acercaron unas figuras.
—No les mires —le advirtió la voz del artilugio que llevaba en la espalda—. Sigúeles de forma indiferente.
Mondschein obedeció. Eran tres personas, dos hombres y una mujer delgada de rostro anguloso. Caminaban sin prisa, y fueron dejando atrás el quiosco de faxdiarios, los puestos de limpiabotas y las taquillas de consigna. Uno de los hombres, bajo, de cabeza cuadrada y pelo pajizo espeso y corto, posó la palma de su mano sobre una taquilla y la abrió. Sacó un paquete abultado y se lo puso bajo el brazo. Atravesó en diagonal la estación hacia el lavabo de caballeros.
—Espera treinta segundos y sigúele —dijo la voz a Mondschein.
El acólito fingió estudiar el reloj del quiosco. No le entusiasmaba su situación actual, pero presentía que sería inútil, e incluso peligroso, resistirse. Cuando pasaron los treinta segundos, se dirigió hacia el lavabo. El dispositivo examinador decidió que pertenecía al sexo masculino, y la señal de ADMISIÓN centelleó. Mondschein entró.
—Tercera cabina —murmuró la voz.
El hombre rubio no estaba a la vista. Mondschein entró en la cabina y encontró el paquete de la taquilla apoyado contra el váter. Al recibir la orden, lo tomó y abrió los cierres. El envoltorio cayó al suelo. Mondschein se encontró sujetando el hábito verde de un hermano armonista.
¿Los herejes? ¿Qué demonios…?
—Póntelo, Mondschein.
—No puedo. Si me ven con…
—No te verán. Póntelo. Te guardaremos tu hábito hasta que vuelvas.
Se sentía como una marioneta. Se desprendió de su hábito, lo colgó de un gancho y se puso el poco familiar uniforme. Le sentaba bien. En la superficie interior había algo prendido: una máscara termoplástica. Agradeció el detalle. La desdobló, apretándola contra su rostro hasta que se adaptó por completo. La máscara disimularía sus rasgos hasta hacerlos irreconocibles.
Mondschein puso con todo cuidado su hábito en el envoltorio y lo cerró.
—Déjalo sobre el asiento —le dijeron.
—No me atrevo. Si se pierde, ¿cómo lo explicaré?
—No se perderá, Mondschein. Date prisa. El torpedo está a punto de salir.
Mondschein salió de la cabina a regañadientes. Se vio en el espejo. Su cara, ya de por sí rechoncha, parecía hinchada: mejillas abultadas, papadas sin afeitar, labios gruesos y húmedos. Anormales círculos morados aparecían bajo sus ojos, como si hubiera estado de juerga toda la semana. También el hábito verde era extraño. Portar el símbolo de la herejía le hizo sentirse más cercano a su congregación que nunca.
La mujer delgada avanzó hacia él cuando entró en la sala de espera. Sus pómulos eran como filos de hacha, y sus párpados habían sido reemplazados quirúrgicamente por astillas de fino platino. Era una moda en desuso de la generación anterior. Mondschein recordó a su madre cuando salió de la consulta de cirugía estética con el rostro transformado en una máscara grotesca. Ya nadie lo hacía. Esta mujer debía tener por lo menos cuarenta años, pensó Mondschein, aunque parecía mucho más joven.
—Eterna armonía, hermano —dijo con voz hueca.
Mondschein buscó la respuesta armonista apropiada, improvisando un:
—Que la Unidad te sonría.
—Agradezco tu bendición. Tu billete está en orden, hermano. ¿Quieres venir conmigo?
Comprendió que se trataba de su guía. Había dejado la oreja en su hábito. Confió, aprensivo, en que no tardaría mucho en volver a ver la prenda. Siguió a la mujer hasta la plataforma de embarque. Podían llevarle a cualquier sitio: Chicago, Honolulú, Montreal…
El torpedo refulgía en la iluminada estación, esbelto, elegante, de pulido casco verdeazulado.
—¿Adonde vamos? —preguntó Mondschein a la mujer mientras subían a bordo.
—A Roma.
Los ojos de Mondschein se abrieron de par en par mientras veía pasar los monumentos de la antigüedad. El Foro, el Coliseo, el Anfiteatro de Marcelo, el recargado monumento a Víctor Manuel, la Columna de Mussolini. Su ruta atravesaba el corazón de la antiquísima ciudad. También vio el resplandor azul de una capilla vorster al recorrer a toda velocidad la Via dei Fori Imperiali, como una incongruencia en la capital de una religión más antigua. No obstante, Roma era una de las bases más sólidas de la Hermandad. Cuando Gregorio XVIII aparecía en la ventana del Vaticano, todavía atraía a cientos de miles de bulliciosos romanos, pero muchos de esos mismos romanos abandonaban la plaza tras ver al Papa y se dirigían a la capilla de la Hermandad más próxima.
Era evidente que los armonistas también se estaban abriendo paso aquí, pensó Mondschein, pero guardó las formas mientras el coche corría hacia la salida norte de la ciudad.
—Esta es la Via Flaminia —anunció su guía—. Cuando instalaron el lecho electrónico de la carretera, siguieron el antiguo trazado. Aquí están muy apegados a las tradiciones.
—Estoy seguro —dijo cansadamente Mondschein. Mediaba la tarde y sólo había comido un bocadillo en el torpedo. El viaje de noventa minutos le había depositado en Roma horas antes del ocaso. Una bruma invernal flotaba sobre la ciudad; la primavera se retrasaba. La máscara que Monschein llevaba le producía fuertes picores en la cara. El miedo atenazaba sus dedos.
Se detuvieron frente a un edificio de ladrillo parduzco, situado a unos veinte kilómetros al norte de Roma. Mondschein se estremeció cuando entró a toda prisa en su interior. La mujer de los párpados de platino le guió escaleras arriba, hasta llegar a una cálida y bien iluminada habitación, ocupada por tres hombres ataviados con los hábitos verdes armonistas. Ello confirmó la sospecha de Mondschein: «Estoy en un antro de herejes».
No se presentaron. Uno era bajo y rechoncho, de rostro cetrino y nariz protuberante. Otro era alto y espectralmente delgado, de brazos y piernas como patas de araña. El tercero, de piel pálida y estrechos ojos insulsos, carecía de rasgos distintivos. El regordete era el mayor, y actuaba como portavoz.
—Así que te han rechazado, ¿eh? —dijo sin más preámbulos.
—¿Cómo…?
—Eso no importa. Te hemos estado observando, Mondschein. Confiábamos en que lo lograrías. Deseamos infiltrar a un hombre en Santa Fe tanto como tú deseas ir allí.
—¿Son ustedes armonistas?
—Sí. ¿Te apetece un poco de vino, Mondschein?
El acólito se encogió de hombros. El hereje alto hizo un gesto, y la mujer delgada, que no se había ido de la habitación, se adelantó con una botella de vino dorado. Mondschein aceptó una copa, pensando lúgubremente que, casi con toda seguridad, contendría una droga. El vino estaba frío y poseía un toque dulzón, como un Graves semiseco. Los demás también tomaron vino.
—¿Qué desean de mí? —preguntó Mondschein.
—Tu ayuda —dijo el gordo. Estamos en guerra, y queremos que luches a nuestro lado.
—Yo no entiendo de guerras.
—Una guerra entre la oscuridad y la luz —prosiguió el hombre alto con voz afable—. Somos los guerreros de la luz. No pienses que somos fanáticos, Mondschein. La verdad es que somos hombres muy razonables.
—Tal vez creas —dijo el tercer armonista— que nuestro credo deriva del tuyo. Nosotros respetamos las enseñanzas de Vorst, y las seguimos casi todas. De hecho, nos consideramos más fieles a sus enseñanzas originales que la actual jerarquía de la Hermandad. Somos una fuerza purificadora. Toda religión necesita reformadores.
Mondschein bebió vino.
—Por lo general —dijo pestañeando con malicia—, los reformadores suelen tardar mil años en aparecer. Sólo estamos en 2095. La Hermadad apenas tiene treinta años de existencia.
El hereje rechoncho asintió con la cabeza.
—En nuestros días se progresa con rapidez. Los cristianos tardaron trescientos años en hacerse con el control político de Roma, desde los tiempos de Augusto a los de Constantino. Los vorsters no necesitaron tanto tiempo. Ya conoces la historia: hay hombres de la Hermandad en todos los cuerpos legislativos del mundo. En algunos países han llegado a organizar sus propios partidos políticos. Tampoco es preciso que te recuerde el crecimiento económico de la organización.
—¿Y vosotros, los purificadores, predicáis la vuelta al viejo y sencillo estilo de hace teinta años? —preguntó Mondschein—. ¿Los edificios desvencijados, las persecuciones y todo lo demás? ¿Es eso?
—No. No desdeñamos los usos del poder. Simplemente creemos que el movimiento se ha dejado atrapar en irrelevancias. El poder por el poder se ha convertido en más importante que el poder dirigido a lograr objetivos más esenciales.
—La cúpula vorster es reacia a comprometerse políticamente e intriga para provocar cambios en la estructura de los impuestos. Inmiscuirse en la política nacional es una pérdida de tiempo y energía. Entretanto, el movimiento es un completo fracaso en Marte y Venus: ni una capilla entre los colonos, nada de nada; el rechazo total. ¿Dónde están los grandes resultados del programa de reproduccción de espers? ¿Dónde están los impresionantes saltos hacia adelante? —terminó el hombre alto.
—Sólo estamos en la segunda generación —dijo Mondschein—. Han de tener paciencia —el que pidiera paciencia a los demás le hizo sonreír, y añadió—: Creo que la Hermandad va por el buen camino.
—Es obvio que no lo crees así —dijo el hombre pálido—. Cuando nuestra reforma desde dentro fracasó, tuvimos que marcharnos y empezar nuestra propia campaña, paralela a la original. Los objetivos a largo plazo son los mismos. La inmortalidad individual mediante la regeneración del cuerpo. Pleno desarrollo de los poderes extrasensoriales, en busca de nuevos métodos de comunicación y transporte. Eso es lo que queremos…, no el derecho a decidir la cuantía de los impuestos locales.
—Primero, controlar los gobiernos —dijo Mondschein—. Después, concentrarse en los objetivos a largo alcance.
—No es necesario —interrumpió el armonista gordo—. A nosotros nos interesa la acción directa. También confiamos en el éxito. De uno u otro modo, lograremos nuestros propósitos.
La mujer delgada sirvió más vino a Mondschein. Intentó disuadirla, pero ella insistió en llenarle la copa. Mondschein bebió.
—Imagino que no me ha traído a Roma sólo para comunicarme su opinión sobre la Hermandad. ¿Para qué me necesitan?
—Supon que estemos en condiciones de trasladarte a Santa Fe —dijo el gordo.
Mondschein se enderezó de un salto. Su mano apretó la copa y estuvo a punto de romperla.
—¿Cómo podrían hacerlo?
—Supon que podamos. ¿Aceptarías obtener cierta información de los laboratorios y transmitírnosla?
—¿Espiar para ustedes?
—Puedes llamarlo así.
—Me parece repugnante.
—Serás recompensado por ello.
—Mejor que la recompensa sea buena.
—Te ofrecemos un puesto de décimo grado en nuestra organización —dijo el hereje en voz baja, inclinándose hacia delante—. Lo mismo te costaría quince años en la Hermandad. Somos una organización mucho más pequeña; ascenderás más rápido en nuestra jerarquía que donde estás ahora. Un hombre ambicioso como tú podría llegar muy cerca de la cumbre antes de cumplir cincuenta años.
—¿Qué tiene de bueno llegar muy cerca de la cumbre en una jerarquía de segunda división? —preguntó Mondschein.
—¡Es que no seremos de segunda división, gracias a la información que nos proporcionarás! Nos ayudará a crecer. Millones de personas abandonarán la Hermandad para unirse a nosotros cuando sepan lo que les ofrecemos… Todo lo que ella posee, más nuestros propios valores. Nos extenderemos con rapidez, y conseguirás una posición elevada, porque habrás apostado por nosotros desde el principio.
Mondschein comprendió la lógica que encerraban aquellas palabras. La Hermandad ya estaba plagada de burócratas bien afianzados, poderosos y ricos. El ascenso era virtualmente imposible. Sin embargo, si brindaba su lealtad a un grupo pequeño pero dinámico, cuya ambición rivalizaba con la suya…
—No saldrá bien —dijo con tristeza.
—¿Porqué?
—Dando por sentado que puedan introducirme en Santa Fe, seré examinado por espers mucho antes de llegar allí. Sabrán que voy como espía y me rechazarán. Mis recuerdos de esta conversación me traicionarán.
El hombre gordo esbozó una amplia sonrisa.
—¿Por qué piensas que recordarás esta conversación? ¡Nosotros también tenemos nuestros espers, acólito Mondschein!
La habitación en la que se encontró Christopher Mondschein estaba pavorosamente vacía. Era un cuadrado perfecto, construido tal vez con un margen de error de centésimas de milímetro, y no había nada más que el propio Mondschein. Ni muebles, ni ventanas, ni siquiera una telaraña. Apoyó el peso del cuerpo sobre un pie y luego sobre el otro, levantó la vista hacia el alto techo y buscó sin éxito la fuente de la constante y suave iluminación. Tampoco sabía en qué ciudad se hallaba. Le habían sacado de Roma al amanecer. Podría estar en Yakarta, o quizá en Akron.
Todo el asunto despertaba en él una profunda desconfianza. Los armonistas le habían asegurado que no correría riesgos, pero Mondschein no compartía su seguridad. La Hermandad no habría alcanzado su envergadura sin desarrollar métodos de autoprotección. A pesar de las garantías recibidas, cabía la posibilidad de que le detectaran mucho antes de acceder a los laboratorios secretos de Santa Fe, y lo que sucedería a continuación no sería agradable.
La Hermandad contaba con medios para castigar a quienes la traicionaban. Tras la fachada bondadosa se ocultaba cierta vena de crueldad necesaria. Mondschein había oído rumores; aquel sobre el supervisor regional de Filipinas, por ejemplo, que se había dejado engañar con falsas promesas para entregar informes sobre los consejos de alto nivel a ciertos oficiales de policía antivorsteritas.
Quizá fuera falso. Mondschein había oído que el hombre fue llevado a Santa Fe para ser sometido a la extirpación de los centros del dolor. ¿Podía considerarse un destino feliz no volver a sentir dolor? En absoluto. El dolor era la medida de la seguridad. Sin dolor, ¿cómo podía saberse que algo estaba demasiado caliente o demasiado frío al tocarlo? Se producirían miles de pequeñas lesiones: quemaduras, cortes, erosiones. El cuerpo se iría mutilando. Un dedo ahora, la nariz después, un ojo, una tira de piel… Bien mirado, alguien podía devorar su propia lengua sin darse cuenta.
Mondschein se encogió de hombros. La pared sin hendiduras que había frente a él se telescopó de repente y un hombre entró en la habitación. La pared se cerró a su espalda.
—¿Es usted el esper? barbotó Mondschein, nervioso.
El hombre asintió con la cabeza. No poseía rasgos característicos. Mondschein se imaginó que su rostro tenía cierto aspecto euroasiático. Era de labios delgados, cabello lustroso y oscuro, y tez casi olivácea. Parecía a punto de quebrarse.
—Tiéndase en el suelo —dijo el esper con voz suave y aterciopelada—. Relájese, por favor. Usted me tiene miedo, y no debería tenerlo.
—¿Por qué no? ¡Va a introducirse en mi mente!
—Relájese. Por favor.
Mondschein lo intentó. Se acomodó sobre el flexible y elástico suelo y puso las manos junto a sus costados. El esper adoptó la posición del loto en una esquina de la habitación sin mirar a Mondschein. El acólito esperó, inseguro.
Había visto a pocos espers. Actualmente había muchos; tras años de duda y confusión, sus características habían sido aisladas y reconocidas más de un siglo antes, y un aumento considerable y deliberado de apareamientos entre espers había incrementado su número. De todas formas, los talentos seguían siendo impredecibles. La mayoría de los espers carecían de control sobre sus habilidades. Además, eran individuos inestables, muy nerviosos por lo general, y no era raro que la tensión les condujera a la psicosis. A Mondschein no le hacía ninguna gracia la idea de estar encerrado en una habitación con un esper psicótico.
¿Qué pasaría si el esper era un malvado? ¿Qué pasaría si, en lugar de provocar una amnesia selectiva en Mondschein, decidía causar graves alteraciones en sus pautas memorísticas? Se podía dar el caso de que…
—Ya puede levantarse —dijo el esper bruscamente—. Ha concluido.
—¿Qué ha concluido? —preguntó Mondschein.
El esper emitió una carcajada triunfal.
—No es necesario que lo sepa, idiota. Ha concluido, eso es todo.
La pared se abrió por segunda vez. El esper salió. Mondschein se irguió con una extraña sensación de vaciedad; se preguntó dónde estaba y qué le estaba ocurriendo. Iba a casa por la cinta deslizante, un hombre le empujó, y después…
—Sigúeme, por favor —dijo una mujer delgada, de pómulos improbables y párpados de platino brillante.
—¿Por qué?
—Confía en mí. Ven por aquí.
Mondschein suspiró y dejó que le guiara por un estrecho pasillo hasta otra habitación, brillantemente pintada e iluminada. En una esquina de la estancia había un depósito metálico del tamaño de un ataúd. Mondschein, por supuesto, lo reconoció. Era una cámara de privación sensorial, una Cámara de la Nada. Se flotaba en una cálida solución nutritiva, vista y oído desconectados, liberado de la atracción de la gravedad. Poseía usos más siniestros: un hombre que pasara demasiado tiempo en la Cámara de la Nada adquiría una gran docilidad, resultaba muy sencillo adoctrinarle.
—Desnúdate y entra —dijo la mujer.
—¿Y si no lo hago?
—Lo harás.
—¿Cuánto tiempo estaré?
—Dos horas y media.
—Demasiado. Perdone, pero no me siento tan tenso. ¿Quiere hacer el favor de indicarme la salida?
La mujer hizo una señal. Un robot de nariz roma y pintado de un feo tono negro entró en la habitación. Mondschein nunca se las había tenido con un robot, y ahora no lo intentó. La mujer indicó la Cámara de la Nada por segunda vez.
Estoy soñando, se dijo Mondschein. De hecho, es una pesadilla.
Empezó a despojarse de su ropa. La Cámara de la Nada zumbaba, dispuesta. Mondschein entró y se dejó engullir. No podía ver. No podía oír. Un tubo le suministraba aire. Mondschein cayó en una pasibidad total, en un bienestar fetal. El batiburrillo de ambiciones, conflictos, sueños, culpas, deseos e ideas que constituía la mente de Christopher Mondschein se disolvió temporalmente.
Despertó a su debido tiempo. Le sacaron de la Cámara (las piernas le temblaban y tuvieron que sostenerle) y le dieron sus ropas. Reparó en que su hábito no era del color adecuado: verde, el color de los herejes. ¿Cómo era posible? ¿Le estaban enrolando por la fuerza en el movimiento armonista? Sabía que lo mejor era no hacer preguntas. Le pusieron una máscara termoplástica sobre la cara. «Por lo visto, voy a viajar de incógnito.»
Al cabo de poco rato, Mondschein llegó a una estación de torpedos. Las letras arábigas de los letreros le dejaron estupefacto. ¿El Cairo? ¿Argel? ¿Beirut? ¿La Meca?
Le habían reservado un compartimiento privado. La mujer de los párpados alterados estuvo sentada a su lado durante el veloz viaje. Mondschein intentó hacerle preguntas en repetidas ocasiones, pero la única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros.
El torpedo aterrizó en la estación de Tarrytown. Territorio familiar, por fin. Un letrero horario anunció a Mondschein que eran las 07,05 horas del miércoles 13 de marzo de 2095, hora oficial del Este. Recordaba perfectamente que había sido el martes por la tarde cuando regresaba a casa desde la capilla, tras haber recibido una merecida reprimenda por el asunto del traslado a Santa Fe. Serían las 16,30 horas. Había perdido en algún sitio todo el martes por la noche y parte de la mañana del miércoles, unas quince horas en total.
—Ve al lavabo —susurró la mujer delgada cuando entraron en la sala de espera principal—. Tercera cabina. Cambíate de ropa.
Mondschein, muy preocupado, obedeció. Había un paquete sobre el asiento. Lo abrió y descubrió su hábito añil de acólito. Se despojó a toda prisa del hábito verde y se ciñó el suyo. Recordó la máscara facial y también se la quitó. Empaquetó el hábito verde y, no sabiendo lo que debía hacer con él, lo dejó en la cabina.
Al salir, un hombre maduro de cabello oscuro se le acercó y le extendió la mano.
—¡Acólito Mondschein!
—¿Sí? —dijo Mondschein. No le reconoció, pero le estrechó la mano.
—¿Has dormido bien?
—Yo… Sí—dijo Mondschein—. Muy bien —hubo un intercambio de miradas, y de pronto Mondschein olvidó para qué había entrado en el lavabo, qué había hecho allí, y también que había llevado un hábito verde y una máscara termoplástica en el vuelo procedente de un país cuyo principal idioma era el árabe, que había estado en otro país y que, además, había salido desconcertado de una Cámara de la Nada apenas unas horas antes.
Ahora creía que había pasado una confortable noche en su casa, en su modesta vivienda. No sabía por qué estaba en la estación de torpedos de Tarrytown a esta hora de la mañana, pero se trataba de un misterio insignificante que no merecía un escrutinio detallado.
Mondschein, que sentía un hambre inusitada, compró un gigantesco bocadillo en el distribuidor automático situado en el nivel inferior de la estación. Lo engulló en pocos segundos. A las ocho, se encontraba en la capilla de Nyack perteneciente a la Hermandad de la Radiación Inmanente, preparado para ayudar en el servicio matutino.
El hermano Langholt le saludó con grandes muestras de afecto.
—¿Te enfadaste mucho por nuestra pequeña charla de ayer, Mondschein?
—Ya se me ha pasado.
—Bien, bien… No debes permitir que tu ambición te domine, Mondschein. Todo llega a su debido tiempo. ¿Quieres hacer el favor de comprobar el nivel gamma del reactor?
—Desde luego, hermano.
Mondschein se dirigió hacia el altar. El Fuego Azul parecía un oasis de seguridad en un mundo incierto. El acólito sacó el detector de rayos gamma de su estuche y se dispuso a empezar sus tareas matutinas.
El mensaje que ordenaba su traslado a Santa Fe llegó tres semanas más tarde. Cayó como un rayo en la capilla de Nyack, descendiendo los escalones de la jerarquía hasta llegar al insignificante acólito.
Otro acólito le comunicó la noticia a Mondschein de forma indirecta.
—Te llaman al despacho del hermano Langholt, Chris. El supervisor Kirby está allí.
Mondschein se alarmó.
—¿Qué pasa? No he hecho nada malo…, al menos, no que yo sepa.
—No creo que sea para regañarte. Es algo grande, Chris. Todo el mundo está conmocionado. Es algo referente a Santa Fe —dirigió a Mondschein una mirada de curiosidad—. Según creo, vas a ser trasladado allí en una nave.
—Muy divertido —dijo Mondschein.
Corrió al despacho de Langholt. El supervisor Kirby estaba apoyado en la estantería de la izquierda. Langholt y él parecían hermanos. Ambos eran altos, delgados, de mediana edad y aspecto ascético.
Mondschein nunca había visto tan de cerca al supervisor. Kirby había sido un importante funcionario de la burocracia internacional de las Naciones Unidas, hasta que se convirtió doce o quince años atrás. Ahora era un hombre clave en la jerarquía, tal vez entre los doce más importantes de la organización. Llevaba el pelo corto y sus ojos eran de un singular tono verdoso. A Mondschein le costaba sostener su mirada. Al ver a Kirby en persona, se preguntó de dónde había extraído la energía para escribirle aquella carta, solicitando el traslado a los laboratorios de Santa Fe.
—¿Mondschein? sonrió levemente Kirby.
—Sí, señor.
—Llámame hermano, Mondschein. El hermano Langholt me ha hablado bastante bien de ti.
«¿Eso ha hecho?», pensó Mondschein, sorprendido.
—Le he dicho al supervisor —intervino Langholt — que eres ambicioso, impaciente y entusiasta. También le he señalado que, en algunos aspectos, posees estas cualidades en un grado excesivo. Tal vez aprendas a moderarlas en Santa Fe.
—Hermano Langholt —dijo Mondschein, estupefacto—, creía que mi solicitud de traslado a Santa Fe había sido rechazada.
Kirby asintió con la cabeza.
—Ha vuelto a ser examinada. Necesitamos algunos sujetos de control que no sean espers. Seleccionamos una docena de acólitos, y el ordenador nos proporcionó tu nombre. Cumples los requisitos. Supongo que todavía quieres ir a Santa Fe…
—Por supuesto, señor…, hermano Kirby.
—Bien. Tienes una semana para arreglar tus cosas —los ojos verdes se hicieron de repente más penetrantes. Confío en que nos seas de utilidad, hermano Mondschein.
Mondschein no estaba seguro de si le enviaban a Santa Fe como respuesta dilatada a su petición o para desembarazarse de él en Nyack. Le resultaba incomprensible que Langholt aprobará su traslado después de haberlo rechazado con tal acritud unas semanas antes. Los caminos de los líderes vorsters eran inescrutables, decidió Mondschein. Aceptó la desconcertante decisión de buen grado, sin hacer preguntas. Finalizada la semana, se arrodilló en la capilla de Nyack por última vez, se despidió del hermano Langholt y se dirigió a la estación de torpedos para tomar el vuelo de mediodía hacia el Oeste.
Llegó a Santa Fe a media mañana, hora local. La estación se hallaba atestada de gente ataviada con el hábito azul, más de la que había visto nunca en un lugar público. Mondschein aguardó en la estación, contemplando con inquietud la inmensidad del paisaje de Nuevo México. El cielo era de un tono extrañamente brillante, y la visibilidad parecía ilimitada. Mondschein divisó a kilómetros de distancia altas montañas de piedra arenisca. Un desierto de color tostado, salpicado de artemisa verdegrisácea, rodeaba la estación. Mondschein jamás había visto un espacio tan abierto.
—¿Hermano Mondschein? —preguntó un acólito gordinflón.
—En efecto.
—Soy el hermano Capodimonte. Soy su guía. ¿Me permite su equipaje? Bien. Vamos, pues.
Una lágrima estaba aparcada en la parte posterior. Capodimonte tomó la única maleta de Mondschein y la cargó en el vehículo. Mondschein calculó que tendría unos cuarenta años. Un poco viejo para ser acólito. La grasa de la nuca formaba un rollo que sobresalía del cuello de la camisa.
Entraron en la lágrima. Capodimonte la activó y se pusieron en marcha.
—¿Es la primera vez que viene aquí?
—Sí —respondió Mondschein. El paisaje es impresionante.
—Maravilloso, ¿verdad? Te hace amar más la vida. Aquí se adquiere perspectiva del espacio. Y de la historia. Ruinas antiquísimas esparcidas por todas partes. Cuando se haya instalado, quizá podamos ir a las viviendas trogloditas del Cañón de los Frijoles. ¿Le interesan esas cosas, Mondschein?
—No sé mucho sobre ello —admitió—, pero me gustará ir a echar un vistazo.
—¿Cuál es su especialidad?
—Tecnología nuclear. Soy controlador de reactores.
—Yo era antropólogo hasta que ingresé en la Hermandad. Paso mi tiempo libre en los pueblos. Volver al pasado de vez en cuando es bueno, sobre todo aquí, en que el futuro se despliega con tanta celeridad a tu alrededor.
—¿Es verdad que se están haciendo progresos?
Capodimonte asintió con la cabeza.
—Dicen que la cosa va muy bien. No formo parte de la élite, por supuesto. La gente de élite apenas abandona el centro. Por lo que he oído, sin embargo, están realizando grandes progresos. Mire allí, hermano… La ciudad de Santa Fe, por la que vamos a pasar dentro de un momento.
Mondschein miró. La palabra que le vino a la mente fue pintoresca. La ciudad era pequeña, tanto en superficie como en el tamaño de los edificios, que no parecía sobrepasar los tres o cuatro pisos. Incluso desde esta distancia, Mondschein divisó el color pardorrojizo del adobe.
—Imaginaba que sería mucho más grande —dijo.
—Protección. Monumento histórico y todo eso. La conservan como estaba hace cien años. Está prohibido edificar.
—¿Y el centro experimental? —preguntó Mondschein, frunciendo el ceño.
—Oh, no está en Santa Fe. Santa Fe es la ciudad más próxima. En realidad, nos hallamos a sesenta kilómetros de distancia en dirección norte, cerca de la región de Picuris. Todavía quedan muchos indios.
Empezaron a ascender una pendiente. La lágrima se internó por pistas forestales y la vegetación cambió; los nudosos enebros y pinos piñoneros dieron paso a oscuras extensiones de abetos Douglas y ponderosas. A Mondschein todavía le costaba creer que no tardaría en llegar al centro genético. «Hay que hacerse notar», se dijo. La única forma de conseguir algo en este mundo consistía en alzar la cabeza y chillar.
Él había chillado. Había sido reprendido por ello…, pero le habían enviado a Santa Fe.
¡Vivir eternamente! Someter su cuerpo a los experimentadores que estaban consiguiendo reemplazar las células, regenerar los órganos, devolver la juventud. Mondschein sabía en qué se trabajaba aquí. Existían riesgos, por supuesto, pero ¿y qué? En el peor de los casos, moriría…, pero también estaba previsto que ocurriera en el esquema normal de los acontecimientos. En contrapartida, podía ser uno de los elegidos, uno de los escogidos.
Un portal se cernió sobre ellos. El sol brillaba furiosamente sobre la hoja de metal.
—Hemos llegado —anunció Capodimonte.
El portal comenzó a abrirse.
—¿No me someterán a un examen antes de dejarme entrar? —preguntó Mondschein.
—Hermano Mondschein —rió Capodimonte—, hace quince minutos que le están examinando. Si hubiera algún motivo para rechazarle, ese portal no se estaría abriendo. Relájese. Y sea bienvenido. Lo ha conseguido.
El nombre oficial del lugar era Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst. Ocupaba unos veintidós kilómetros cuadrados de llanura, y todo el perímetro, hasta el último milímetro, estaba rodeado por una verja provista de toda clase de detectores. Dentro había docenas de edificios: dormitorios, laboratorios y otras dependencias de carácter indefinido. Las donaciones de los fieles, que colaboraban en función de sus medios (desde un dólar a varios miles), constituían los cimientos financieros de todo el proyecto.
El centro era el corazón y el núcleo de la organización vorster. Las investigaciones que aquí se llevaban a cabo servían para mejorar las vidas de todos los vorsters. La esencia del atractivo que ejercía la Hermandad era que no sólo ofrecía consuelo espiritual, al igual que las viejas religiones, sino también las prestaciones científicas más avanzadas. Los médicos vorsters se destacaban por encima de sus colegas. La Hermandad de la Radiación Inmanente sanaba el alma y el cuerpo.
Y, cosa que la Hermandad no trataba de ocultar, el principal objetivo de la organización era la conquista de la muerte. No sólo desterrar las enfermedades, sino también la vejez. Incluso antes de que naciera el movimiento vorster, los hombres habían hecho grandes progresos en ese sentido. La esperanza media era de noventa y pico años, e incluso sobrepasaba los cien en ciertos países. Por eso la Tierra rebosaba de gente, a pesar de los rigurosos controles de natalidad que se hacían efectivos en casi todas partes. Ya había cerca de once mil millones de seres, y la tasa de natalidad, aunque en fuerte descenso, seguía siendo mayor que la de mortalidad.
Los vorsters confiaban en aumentar la esperanza de vida para los que deseaban vidas más largas. Ciento veinte, ciento cincuenta años: éste era el objetivo inmediato. ¿Por qué no doscientos, trecientos, mil? «Dadnos la vida eterna», gritaban las masas, y afluían a las capillas para asegurarse un puesto entre los elegidos.
La prolongación de la vida complicaría todavía más el problema de superpoblación, por suspuesto. La hermandad lo sabía. Aspiraba a otras metas que aliviarían el problema. Abrir las puertas de la galaxia al hombre: ése era el auténtico objetivo.
La colonización del universo por el hombre había empezado varias generaciones antes de que Noel Vorst fundara el movimiento. Marte y Venus habían sido colonizados, de manera diferente en cada caso. Para empezar, ninguno de ambos planetas era habitable por el hombre. Habían cambiado Marte para acomodar al hombre, y el hombre había cambiado para sobrevivir en Venus. Las dos colonias prosperaban. Sin embargo, apenas se había hecho nada para solventar la crisis de población. Sería preciso que partieran naves desde la Tierra día y noche durante cientos de años, transportando gente a las colonias, para reducir las multitudes que asfixiaban el planeta natal, algo económicamente imposible.
Pero, si fuera posible llegar a los mundos extrasolares, si no fuera necesaria una carísima terraformación antes de ser ocupados, y si se inventara un nuevo medio de transporte mucho más barato…
—Demasiados «si» —dijo Mondschein.
—No lo niego —asintió Capodimonte—, pero vale la pena intentarlo.
—¿Piensa en serio que se podrá enviar a la gente a las estrellas en virtud de los poderes esper? —preguntó Mondschein. ¿No cree que es un sueño desmedido y fantástico?
—Sueños desmedidos y fantásticos siguen moviendo a los hombres —sonrió Capodimonte—. La busca del Preste Juan, la busca del Paso del Noroeste, la busca de los unicornios… Bien, éste es nuestro unicornio, Mondschein. ¿Por qué tanto escepticismo? Mire a su alrededor. ¿No ve lo que ocurre?
Mondschein llevaba una semana en el centro de investigaciones. Todavía no se desenvolvía con confianza, pero había aprendido mucho. Sabía, por ejemplo, que una ciudad entera de espers había sido contruida en la parte más alejada del cauce seco que dividía el centro en dos. Seis mil personas vivían en ella. Ninguna sobrepasaba los cuarenta años y todas se reproducían como conejos. Llamaban al lugar la Calle de la Fertilidad. Gozaba de una dispensa especial del gobierno para procrear un número ilimitado de niños. Algunas familias tenían hasta cinco o seis hijos.
Era una lenta forma de desarrollar una nueva especie de hombre. Se escoge un grupo de personas provistas de talentos excepcionales, se les circunscribe en un entorno aislado, se les deja escoger a la pareja y multiplicar el banco genético… Bien, ésa era una forma. Otra consistía en manipular directamente el plasma original. Lo estaban haciendo en el centro, y de diversas maneras. Microcirugía tectogenética, moldeado polinuclear, manipulación del DNA… lo probaban todo. Cortar y cincelar los genes, estimular los cromosomas, lograr que los diminutos replicantes produjesen algo ligeramente diferente de lo que había antes: tal era el objetivo.
¿Funcionaba? Hasta el momento, resultaba difícil saberlo. Se tardarían cinco o seis generaciones en evaluar los resultados. Mondschein, como mero acólito, carecía de conocimientos para juzgar por sí mismo. Lo mismo se podía decir respecto de la gente con la que se relacionaba, técnicos en su mayoría. Sin embargo, podían especular, y lo hacían, hasta bien entrada la noche.
A Mondschein le interesaba mucho más el trabajo centrado en la prolongación de la vida que los experimentos en genética esper. Los vorsters, también en este aspecto, estaban estableciendo una técnica. Los bancos de órganos proporcionaban recambios para casi todas las formas de tejido humano: pulmones, ojos, corazón, intestinos, páncreas, riñones. Ahora, todo podía implantarse utilizando las técnicas de irradiación que destruían la reacción contraria al injerto. Pero ese rejuvenecimiento pieza por pieza no era la auténtica inmortalidad. Los vorsters buscaban una forma de que las células del cuerpo regenerasen el tejido perdido, a fin de que el impulso hacia la continuación de la vida surgiera desde dentro, no mediante injertos externos.
Mondschein aportó su granito de arena. Como a toda la gente de nivel inferior del centro, se le pidió que donara un trozo de tejido cada pocos días, que sería empleado como material para experimentos. Las biopsias eran un engorro, pero formaban parte de la rutina. También contribuía regularmente al banco de esperma. Al no ser esper, se le consideraba un sujeto de control adecuado para el trabajo que se realizaba. ¿Cómo descubrir el gene de la teleportación? ¿Por telepatía? ¿Y el de todos los fenómenos paranormales a los que se colgaba la etiqueta de «esp»?
Mondschein colaboró. Jugó su humilde papel en la gran campaña, consciente de que era como un soldado de infantería en una batalla. Fue de laboratorio en laboratorio, sometiéndose a pruebas y pinchazos, y cuando no tomaba parte en dichas empresas, se dedicaba a su especialidad, trabajar como hombre de mantenimiento en la planta nuclear que proporcionaba energía a todo el centro.
Era una vida muy diferente de la que llevaba en la capilla de Nyack. No acudían fieles, y era fácil olvidar que formaba parte de un movimiento religioso. Se celebraban servicios regularmente, por supuesto, pero la profesionalidad que los envolvía implicaba cierta rutina mecánica. Sin algunos seglares en la casa, era difícil continuar dedicado al culto del Fuego Azul.
En este clima más enrarecido, la impaciencia de Mondschein se fue apaciguando. No podía soñar en ir a Santa Fe porque ya estaba allí, en el meollo, participando en experimentos. Sólo le quedaba esperar, contar los momentos de progreso y esperanza.
Hizo nuevos amigos, adquirió nuevos intereses. Fue con Capodimonte a ver las ruinas antiguas, fue a cazar a la sierra de Picuris con un larguirucho acólito llamado Weber, se incorporó al coro y cantó con vigorosa voz de tenor.
Era feliz aquí.
No sabía, por descontado, que era un espía de los herejes. Todo había sido borrado de su memoria. Su lugar lo ocupaba un mecanismo latente que se disparó una noche, a principios de septiembre, y Mondschein experimentó de repente una extraña compulsión.
Era la noche del Sagrado Mesón, una fiesta que preludiaba el solsticio de otoño. Mondschein, ataviado con su hábito azul, se hallaba de pie en la capilla entre Capidomonte y Weber, contemplando el reactor que brillaba en el altar y escuchando la voz que entonaba:
—El mundo gira y las configuraciones cambian. Se produce un salto cuántico en la vida de los hombres cuando dudas y temores quedan atrás y nace la certidumbre. Se produce un destello parecido al de la luz, una oleada de radiación interior, un sentimiento de Unidad con…
Mondschein se puso rígido. Eran las palabras de Vorst, palabras que había oído infinidad de veces, tan familiares para él que habían cavado surcos en su cerebro. Sin embargo, tenía la sensación de oírlas por primera vez. Cuando las palabras «un sentimiento de Unidad» fueron pronunciadas, Mondschein dio un respingo, aferró el asiento que tenía delante y se dobló en dos, presa del dolor. Parecía que le estuvieran perforando las tripas con un cuchillo afilado.
—¿Te encuentras bien? —susurró Capodimonte.
Mondschein asintió con la cabeza.
—Son sólo… retortijones…
Se obligó a erguirse. Pero sabía que no se encontraba bien. Algo iba mal, y no sabía qué. Estaba poseído. Ya no era dueño de su voluntad. Obedecería de buen o mal grado una orden interior cuya naturaleza desconocía de momento, pero que le sería revelada en el momento oportuno, y a la cual no opondría resistencia.
Siete horas después, en la oscuridad de la noche, Mondschein supo que el momento había llegado.
Se despertó, cubierto de sudor, y se puso el hábito. El dormitorio estaba en silencio. Salió de su habitación, se deslizó silenciosamente por el pasillo y entró en el descensor. Momentos más tarde emergía en la plaza que se hallaba frente a los edificios de los dormitorios.
La noche era fría. En la llanura, el calor del día se desvanecía en cuanto se hacía de noche. Mondschein, temblando un poco, avanzó por las calles del centro. No había guardias; en esta colonia de fieles cuidadosamente seleccionados y examinados con todo rigor no se temía a nadie. Era posible que algún esper estuviera despierto, buscando detectar pensamientos hostiles, pero Mondschein no desprendía ninguna emanación que pudiera ser considerada hostil. No sabía adonde iba, ni lo que estaba a punto de hacer. Las fuerzas que le impelían actuaban desde el fondo de su mente, fuera del alzance de cualquier esper. No guiaban sus centros cerebrales, sino sus respuestas motrices.
Llegó a uno de los centros de recogida de datos, un edificio de ladrillo cuya fachada carecía de ventanas. Mondschein apretó la mano contra el escáner identificador de la puerta y esperó a que le identificase. Sólo tardó un momento en comparar los datos con los que figuraban en la lista del personal, y fue admitido.
A su cerebro afluyó el conocimiento de lo que había venido a buscar: una cámara holográfica.
Las guardaban en el segundo nivel. Mondschein fue al almacén, abrió un armario y sacó un objeto compacto de quince centímetros cuadrados. Salió del edificio sin prisa y deslizó la cámara en su manga.
Mondschein cruzó otra plaza y se acercó al laboratorio XXIa, en el edificio de la longevidad. Había acudido allí aquel día para entregar una biopsia. Atravesó velozmente la puerta, bajó al sótano y entró en el cuartito situado a la izquierda. Sobre el banco de trabajo que ocupaba toda la pared posterior había una fila de fotomicrógrafos. Mondschein activó el activadorescáner y una correa transportadora fue arrojando los fotomicrógrafos en el tragante de un proyector. Empezaron a aparecer en el objetivo del visor.
Mondschein apuntó su cámara y fue haciendo un holograma de cada fotomicrógrafo a medida que aparecían. Trabajó con rapidez. El rayo láser de la cámara chasqueaba, golpeaba el objeto, rebotaba y lanzaba otro rayo que cortaba el primero en un ángulo de 45 grados. Los hologramas no se podían ver sin el equipo adecuado; sólo un segundo rayo láser, dispuesto en el mismo ángulo que el empleado para tomar los hologramas, podría transformar los dibujos irreconocibles de círculos entrecruzados que mostrarían las placas en imágenes. Mondschein sabía que tales imágenes serían tridimensionales y de una extraordinaria definición. Sin embargo, no se detuvo a pensar en el uso al que se destinarían.
Salió al frío de la madrugada, temblando ligeramente. Estaba amaneciendo. Mondschein devolvió la cámara a su lugar después de sacar la cápsula de placas holográficas. Eran diminutas; la cápsula no sobrepasaba el tamaño de una uña. La guardó en el bolsillo del pecho y volvió al dormitorio.
Olvidó que se había ausentado de la habitación en cuanto su cabeza tocó la almohada.
—Me apetece ir a Frijoles hoy —dijo Mondschein a Capodimonte por la mañana.
—Te ha entrado el gusanillo, ¿eh? —dijo Capodimonte, sonriente.
—Ya se me pasará —respondió Mondschein, encogiéndose de hombros—. Quiero ver las ruinas, eso es todo.
—En ese caso podríamos ir a Puye. No has estado allí. Es impresionante, y muy diferente de…
—No. Quiero ir a Frijoles. ¿De acuerdo?
Consiguieron el permiso para salir del centro (los técnicos de grado inferior no encontraban muchas dificultades al respecto), y a primera hora de la tarde partieron hacia el oeste, en dirección a las ruinas indias. La lágrima zumbó por la carretera hasta Los Álamos, una ciudad científica secreta de la era anterior, pero se desviaron a la izquierda y se internaron en el parque nacional de Bandelier antes de llegar a Los Alamos. Traquetearon por una vieja carretera de asfalto durante unos dieciocho kilómetros, hasta que llegaron al centro principal del parque.
Nunca había mucha gente, pero ahora, en pleno verano, el lugar estaba casi desierto. Los dos acólitos pasearon por el sendero principal, dejaron atrás las ruinas del pueblo conocido como Tyuonyi, en el fondo de un cañón, esculpido en bloques de piedra volcánica, y ascendieron por un tortuoso sendero que les llevó hasta las viviendas trogloditas. Se detuvieron ante el kiva, la cámara excavada en la roca que había sido el templo ceremonial de los antiguos indios.
Espera un momento —dijo Mondschein. Quiero echar un vistazo.
Subió por la escalerilla de madera y se izó hasta introducirse en el kiva. El humo de antiguas hogueras había ennegrecido las paredes. Una de ellas estaba sembrada de nichos, en los que antaño se habían guardado objetos de la mayor importancia ritual. Tranquilamente, sin comprender en realidad lo que hacía, Mondschein sacó la diminuta cápsula de hologramas del bolsillo y la depositó en un rincón del nicho situado más a la izquierda. Dedicó otro momento a examinar el kiva y salió.
Capodimonte estaba sentado sobre la roca blanca que formaba la base del risco, y contemplaba el alto muro rojizo que se alzaba al fondo del cañón.
—¿Tienes ganas de hacer una buena excursión? —preguntó Mondschein.
—¿Adonde vamos? ¿A las ruinas de Frijolito?
—No —dijo Mondschein. Señaló la cumbre de la pared del cañón—. Vamos a Yapashi, o hacia los Leones de Piedra.
—Eso está a dieciocho kilómetros, y ya fuimos a mediados de julio. No tengo ganas de volver otra vez, Chris.
—Regresemos, pues.
—No hace falta que te enfades. Podemos ir a la Cueva Ceremonial. Es una caminata corta. Por hoy ya está bien, Chris.
—Muy bien. A la Cueva Ceremonial.
Impuso un paso rápido a la caminata. El regordete Capodimonte se quedó sin aliento antes de los primeros quinientos metros. Mondschein, malhumorado, no moderó la marcha, y Capodimonte se esforzó en seguirle. Llegaron a las ruinas, las visitaron brevemente y volvieron. Cuando se encontraron de nuevo en las dependencias del parque, Capodimonte dijo que quería descansar un rato, tomar un refrigerio antes de regresar al centro de investigación.
—Adelántate —dijo Mondschein. Entraré a curiosear en la tienda de recuerdos.
Esperó hasta que Capodimonte se perdió de vista. Después, entró en el bazar y se acercó a la comunicabina. Un número, implantado hipnóticamente en su cerebro meses antes, cuando yacía amodorrado en la Cámara de la Nada, acudió a su memoria. Introdujo monedas en la ranura y marcó.
—Armonía eterna —respondió una voz.
—Soy Mondschein. He de hablar con alguien de la Sección Trece.
—Un momento, por favor.
Mondschein aguardó, la mente en blanco. Era un sonámbulo.
—Adelante, Mondschein —dijo una voz ronroneante—. Déme los detalles.
Mondschein, con gran economía de palabras, le contó dónde había escondido la cápsula de hologramas. La voz ronroneante le dio las gracias. Mondschein cortó la comunicación y salió de la cabina. Capodimonte entró pocos minutos después en el bazar, con aspecto satisfecho y descansado.
—¿Has visto algo que quieras comprar? —preguntó.
—No —contestó Mondschein—. Vamonos.
Capodimonte se puso al volante. Mondschein contempló el paisaje cambiante y se abismó en una profunda meditación. «¿Por qué he venido aquí hoy?», se preguntó. No tenía ni idea. No recordaba nada, ni un simple detalle de su espionaje. El borrado había sido completo.
Fueron a buscarle una semana más tarde, a medianoche. Un voluminoso robot irrumpió en su habitación sin previo aviso y se inmovilizó junto a su cama, las enormes garras preparadas para sujetarle si intentaba huir. El robot venía acompañado de un hombrecillo de rostro afilado llamado Magnus, uno de los hermanos supervisores del centro.
—¿Qué pasa? preguntó Mondschein.
—Vístete, espía. Vamos a interrogarte.
—Yo no soy un espía. Te equivocas, hermano Magnus.
—Ahórrate las mentiras, Mondschein. Arriba. Levántate. No ofrezcas resistencia.
Mondschein estaba perplejo, pero sabía que era mejor no discutir con Magnus, considerando sobre todo los cuatrocientos kilos de velocísima inteligencia metálica presentes en la habitación. Desconcertado, el acólito saltó de la cama y se puso el hábito. Siguió a Magnus hasta el pasillo, donde aparecieron otros compañeros y se le quedaron mirando. Se produjo un intercambio de apagados murmullos.
Diez minutos después, Mondschein se encontraba en una sala circular situada en la quinta planta de las dependencias administrativas del centro, rodeado de más jerifaltes vorsters de los que esperaba ver en un recinto cerrado. Había ocho, absortos en un estrecho conciliábulo. El estómago de Mondschein se contrajo de tensión. Una luz le deslumbró.
—La esper ha llegado —murmuró alguien.
Habían enviado a una chica de apenas dieciséis años, de cara pálida y fea. Su piel estaba cubierta de pequeñas manchas rojas. Sus ojos eran despiertos, brillaban de una forma desagradable y nunca estaban quietos. Su aspecto disgustó a Mondschein en cuanto la vio, pero trató desesperadamente de disimular sus sentimientos, sabiendo que la muchacha podía sellar su destino con una palabra. Fue inútil: ella detectó su desprecio en cuanto entró en la sala, y los labios carnosos esbozaron una breve y torcida sonrisa. Enderezó su cuerpo rechoncho.
—Éste es el hombre —dijo el supervisor Magnus—. ¿Qué lees en él?
—Miedo. Odio. Obstinación.
—¿Y deslealtad?
—Antes que nada, es fiel a sí mismo —dijo la esper, enlazando las manos sobre el estómago.
—¿Nos ha traicionado? —preguntó Magnus.
—No. No capto nada en ese sentido.
—Me gustaría saber qué significa… —dijo Mondschein.
—Tranquilo —le interrupió Magnus.
—Las pruebas son abrumadoras —dijo otro supervisor—. Quizá la muchacha se equivoca.
—Explórale más profundamente —ordenó Magnus—. Retrocede día a día, examina sus recuerdos. No descartes nada. Ya sabes lo que debes buscar.
Mondschein, confuso, dirigió una mirada suplicante a los rostros impenetrables que le rodeaban. La chica parecía disfrutar. «Asquerosa mirona —pensó—. Que te lo pases bien.»
—Cree que me lo estoy pasando bien —dijo la esper—. Debería sumergirse en una letrina para saber lo que se siente en momentos así —dijo la muchacha.
—Explórale —indicó Magnus—. Es tarde y necesitamos muchas respuestas.
La joven asintió. Mondschein aguardó alguna sensación indicadora de que estaban sondeando sus recuerdos, de que unos dedos invisibles hurgaban su cerebro. No ocurrió nada semejante. Se sucedieron largos minutos en silencio y la chica levantó la vista con aire de triunfo.
—La noche del trece de marzo ha sido borrada.
—¿Puedes averiguar lo que sucedió, pese a ello? —preguntó Magnus.
—Imposible. Fue un trabajo de expertos. Le extirparon toda la noche. Además, le suministraron una buena dosis de contramnemónicos. No sabe nada del papel que le tocó jugar —dijo la chica.
Los supervisores intercambiaron miradas. Mondschein sintió que el sudor le pegaba el hábito al cuerpo, y el olor hirió su nariz. Un músculo palpitaba en su mejilla y la frente le dolía atrozmente, pero, a pesar de ello, no se movió.
—La chica puede marcharse —dijo Magnus.
La tensión que reinaba en la atmósfera disminuyó un poco cuando la esper salió, pero Mondschein no se serenó. Abrigaba la convicción desesperada de que había sido juzgado y condenado por un crimen cuya naturaleza ignoraba. Pensó en algunas de las habladurías, tal vez falsas, que corrían sobre el espíritu vengativo de la Hermandad: el hombre al que extirparon los centros del dolor, el esper condenado a redoblar sus esfuerzos, el biólogo lobotomizado, el supervisor renegado al que abandonaron en una Cámara de la Nada durante noventa y seis horas consecutivas. Comprendió que no tardaría en saber hasta qué punto eran falsos aquellos rumores.
—Para que lo sepas, Mondschein —dijo Magnus, alguien entró subrepticiamente en el laboratorio de longevidad y fotografió todo con un hológrafo. Un trabajo excelente, sólo que tenemos montado un dispositivo de alarma allí, y tú lo activaste.
—Se lo juro, señor, nunca he puesto el pie dentro…
—Ahórrate saliva, Mondschein. A la mañana siguiente, realizamos un análisis de activación neutrónica en el lugar, por pura rutina. Descubrimos rastros de tungsteno y molibdeno que se desprendieron de ti mientras tomabas los hologramas. Coinciden con el modelo de tu piel. Nos condujeron hasta ti sin tardanza. No cabe duda: el mismo modelo neutrónico en la cámara, en el equipo del laboratorio y en tu mano. Fuiste enviado aquí como espía, a sabiendas o no.
—Kirby ha llegado —anunció otro supervisor.
—Me gustaría saber lo que tiene que decir sobre esto —murmuró Magnus en tono lúgubre.
Mondschein vio la figura larguirucha de Reynolds Kirby entrar en la sala. Apretaba firmemente sus labios finos. Parecía haber envejecido diez años desde que Mondschein le había visto en el despacho de Langholt.
—Aquí tienes a tu hombre, Kirby —Magnus giró sobre sus talones y habló con irritación—. ¿Qué opinas de él ahora?
—No es mi hombre —le rectificó Kirby.
—Tú aprobaste su traslado aquí —replicó Magnus—. Quizá deberíamos examinarte también a ti, ¿eh? Alguien introdujo una bomba de relojería en este lugar, y la bomba ha estallado. Ha pasado información sobre todo un laboratorio.
—Tal vez no —dijo Kirby—. Tal vez retenga todavía los datos en su poder.
—Salió del centro al día siguiente de que entraran en el laboratorio. Él y otro acólito fueron a visitar unas ruinas indias. No es muy arriesgado suponer que transfirió los hologramas durante su ausencia.
—¿Habéis localizado al emisario? —preguntó Kirby.
—Nos estamos desviando de la cuestión —dijo Magnus—. La cuestión es que este hombre vino al centro recomendado por ti. Le sacaste de la nada y lo pusistes aquí. Lo que a todos nos gustaría saber es dónde lo encontraste y por qué lo enviaste aquí.
El rostro enjuto de Kirby se crispó por un momento. Miró a Mondschein, y después a Magnus con marcada hostilidad.
—No acepto ninguna responsabilidad por haber traído aquí a este hombre. Sucede que me escribió en febrero, solicitando el traslado a Santa Fe y un trabajo que no fuera el habitual de la capilla. Pasó por encima de los administradores locales, y les envié una carta sugiriendo que le disciplinaran un poco. Unas semanas después recibí instrucciones en el sentido de que fuera trasladado aquí.
»Me quedé asombrado, por decir algo, pero di mi aprobación. Eso es todo lo que sé sobre Christopher Mondschein.
Magnus extendió un índice y lo agitó en el aire.
—Espera un momento, Kirby. Eres un supervisor. ¿Quién da las instrucciones? ¿Cómo te pueden presionar para autorizar un traslado si eres un alto dirigente?
—Las instrucciones las dictó una autoridad más alta.
—Me cuesta admitirlo —dijo Magnus.
Mondschein estaba sentado inmóvil, fascinado pese a su situación por el enfrentamiento entre los supervisores. Nunca había comprendido los motivos de que autorizaran su traslado, y ahora daba la impresión de que nadie los comprendía.
—Las instrucciones procedían de alguien cuyo nombre me niego a revelar —dijo Kirby.
—¿Te estás cubriendo las espaldas, Kirby?
—Estás abusando de mi paciencia, supervisor Magnus— dijo Kirby secamente.
—Quiero saber quién coló un espía entre nosotros.
Kirby respiró hondo.
—Muy bien —dijo—. Te lo diré. Todos seréis testigos. La orden vino de Vorst. Noel Vorst me llamó y ordenó que este hombre fuera enviado aquí. Vorst le envió. ¡Vorst! ¿Qué opinas de eso?
No habían terminado de interrogar a Mondschein. Oleadas de espers trabajaron en él, intentando sin éxito penetrar bajo el borrado. También se emplearon métodos orgánicos. Acribillaron a Mondschein de sueros de la verdad antiguos y nuevos, desde pentotal sódico en adelante, y baterías de ceñudos hermanos le interrogaron con el mayor rigor. Mondschein dejó que pusieran al desnudo su alma, exhibiendo con impúdico alivio sus aspectos más desagradables, sus momentos de egoísmo, todo lo que hacía de él un ser humano. No descubrieron nada útil. Ni siquiera una inmersión de cuatro horas en una Cámara de la Nada resultó positiva. Mondschein salió tan confuso que fue incapaz de responder a una pregunta hasta tres días después.
Estaba tan desconcertado como los demás. Habría confesado de buen grado los pecados más abyectos; en realidad, confesó en varios momentos del largo interrogatorio para darlo por concluido, pero los espers leyeron sin la menor dificultad sus motivos y se rieron de sus confesiones. Sabía que, de alguna manera, había caído en manos de enemigos de la Hermandad y llegado a un pacto con ellos, un pacto que había cumplido. Pero no guardaba el menor recuerdo de todo ello. Porciones completas de su memoria se habían desvanecido, y esto le aterrorizaba.
Mondschein sabía que estaba acabado. No le dejarían permanecer en Santa Fe, por supuesto. Su sueño de estar presente cuando se alcanzara la inmortalidad había concluido. Le expulsarían con espadas de fuego, se marchitaría y envejecería, maldiciendo su oportunidad perdida. Es decir, si no le mataban o le infligían una forma sutil de lenta destrucción.
Una ligera nevada de diciembre caía el día que el supervisor Kirby vino a comunicarle su destino.
—Puedes marcharte, Mondschein —dijo el hombre alto con aire sombrío.
—¿Irme? ¿Adonde?
—A donde quieras. El veredicto ha sido pronunciado. Eres culpable, pero existen dudas razonables sobre tu voluntariedad. Se te expulsa de la Hermandad, pero no se tomarán más medidas contra ti.
—¿Significa eso que también he sido expulsado de la Iglesia como comulgante?
—No necesariamente. Depende de ti. Si quieres ir a rendir culto, no te negaremos nuestro consuelo. Sin embargo, no existe ninguna posibilidad de que asciendas en la jerarquía de la Iglesia. Has sido descalificado y no correremos más riesgos contigo. Lo siento, Mondschein.
Mondschein también lo sentía, aunque experimentaba cierto alivio. No iban a vengarse de él. Lo único que perdería sería la oportunidad de alcanzar la vida eterna…, aunque tal vez la conservara, como cualquier otro fiel.
Había echado a perder su oportunidad de ascender en la jerarquía vorster, desde luego, pero todavía quedaba otra jerarquía de mayor movilidad.
La Hermandad le depositó en la ciudad de Santa Fe, le dio un poco de dinero y le dejó en libertad. Mondschein se encaminó de inmediato a la capilla más próxima de la Armonía Trascendente, sita en Alburquerque, a unos veinte minutos de trayecto.
—Te estábamos esperando —dijo un armonista de flotante hábito verde—. Tengo instrucciones de ponerme en contacto con mis superiores en cuanto aparecieras.
Mondschein no se mostró sorprendido, ni tampoco experimentó un gran asombro cuando le comunicaron al poco rato que partía en dirección a Roma enseguida. Los armonistas pagarían sus gastos.
Una mujer delgada de párpados alterados quirúrgicamente le recibió en la estación de Roma. No la reconoció, pero ella le sonrió como si fueran viejos amigos. Le condujo a una casa de la Via Flaminia, a unos dieciocho kilómetros al norte de Roma, donde un hermano armonista rechoncho, de rostro cetrino y nariz protuberante le esperaba.
—Bienvenido —dijo el armonista—. ¿Te acuerdas de mí?
—No.Yo…,sí.¡Sí!
Los recuerdos afluyeron, aturdiéndole. La otra vez no había un solo hereje en la habitación, sino tres. Le habían dado vinos y ofrecido un puesto en la jerarquía armonista, y él había accedido a dejarse introducir subrepticiamente en Santa Fe, un soldado de la gran cruzada, un guerrero de la luz, un espía armonista.
—Lo has hecho muy bien, Mondschein —dijo el hereje untuosamente—. No pensábamos que te cazarían tan pronto, pero no conocíamos en profundidad sus métodos de detección. Sólo podíamos protegerte de los espers, y cabe decir que lo hicimos a la perfección. En cualquier caso, la información que nos proporcionaste resultó extraordinariamente útil.
—¿Cumplirán su parte del trato? ¿Me darán un puesto de grado diez?
—Por supuesto. No pensarás que te íbamos a engañar, ¿verdad? Seguirás durante tres meses un curso de adoctrinamiento, para que te hagas una idea de nuestro movimiento. Después te integrarás en las tareas propias del puesto que ocuparás en nuestra organización. ¿Qué prefieres, Mondschein, Marte o Venus?
—¿Marte o Venus? No le entiendo.
—Vamos a destinarte a nuestra división misionera. Partirás de la Tierra el próximo verano y trabajarás en una de las colonias. Eres libre para elegir la que prefieras.
Mondschein estaba estupefacto. Eso no era lo convenido. Se había vendido a aquellos herejes, sólo para ser embarcado hacia un planeta extraño y un posible martirio… No, no esperaba nada semejante.
«Fausto tampoco esperaba problemas», pensó fríamente Mondschein.
—¿Qué clase de engaño es éste? —preguntó—. ¡No tienen derecho a pedirme que me haga misionero!
—Te ofrecimos un trabajo de grado diez —dijo el armonista sin alzar la voz—. Nos reservamos el derecho a elegir el destino.
Mondschein permaneció en silencio. La cabeza le dolía. El rostro del armonista pareció borrarse y oscilar. Era libre de marcharse, de salir por la puerta y mezclarse con la multitud. De convertirse en un don nadie. También podía claudicar y llegar a ser… ¿qué? Cualquier cosa. Cualquier cosa.
Tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de estar muerto dentro de seis semanas.
—Acepto —dijo—. Venus. Iré a Venus —sus palabras resonaron como los barrotes de una jaula al cerrarse.
El armonista asintió.
—Esperaba que lo hicieras —dijo. Hizo ademán de marcharse, se paró y miró con curiosidad a Mondschein—. ¿De verdad pensabas que podías elegir tu puesto…, espía?