CINCO Las puertas del cielo 2164

1

El anfiteatro de operaciones era una herradura mantenida a baja temperatura e iluminada por una pálida luz violeta. En el extremo norte, las ventanas situadas al nivel de la segunda galería dejaban pasar el frío sol de Nuevo México. Desde su asiento, que dominaba la mesa de operaciones, Noel Vorst veía las montañas azules que se alzaban a media distancia, fuera de los confines del centro. Las montañas no le interesaban, ni tampoco lo que ocurría en la mesa de operaciones. Sin embargo, disimulaba esta falta de interés.

Vorst no necesitaba acudir en persona a la operación, por supuesto. Al igual que todos los demás, sabía que un resultado positivo era improbable. Pero el Fundador contaba 144 años de edad, y pensaba que era útil aparecer en público siempre que sus fuerzas se lo permitían. Así evitaba que la gente le creyera sumido en la senilidad.

Abajo, los cirujanos estaban congregados alrededor de un cerebro al descubierto. Vorst había presenciado como levantaban la parte superior del cráneo y hundían sus escalpelos de luz en la arrugada masa grisácea.

Había uno diez mil millones de neuronas en aquel bloque de tejido, así como una infinidad de terminales axonales y receptores dendítricos. Los cirujanos confiaban en reordenar las mallas sinápticas de aquel cerebro, alterando el mecanismo de control proteínicomolecular para lograr que el paciente se adaptara a los planes de Vorst.

Qué locura, pensó el viejo. Ocultó su pesimismo y siguió sentado en silencio, escuchando el latido de la sangre en sus satinadas arterias artificiales.

Lo que allí se estaba haciendo constituía un acontecimiento notable, desde luego. Reuniendo todos los recursos de la moderna microcirugía, los técnicos más destacados del Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst estaban alterando las pautas de reconocimiento molecular proteínaproteína de un cerebro humano. Torcer un poco los circuitos; cambiar las estructuras transinápticas para establecer un vínculo mejor entre las membranas pre y postsinápticas; conectar en derivación las potencias de entrada sináptica individuales de un árbol dendítrico a otro… En suma, reprogramar el cerebro para que cumpliera los designios de Vorst, consistentes en actuar como la fuerza propulsora necesaria para conseguir que un equipo de exploradores salvase el abismo de añosluz que les separaba de otra estrella.

Se trataba de un proyecto extraordinario. Los cirujanos del centro de investigaciones de Santa Fe se habían preparado para ello durante cincuenta años, manipulando los cerebros de gatos, monos y delfines. Ahora, se habían decidido a proceder con sujetos humanos. El paciente de la mesa era un esper de grado medio, un precog escasamente dotado para desplazarse en el tiempo; su expectativa de vida era de unos seis meses, y no existían dudas sobre la extinción que se produciría después. El precog había sido informado de estas circunstancias, y por ello se había presentado voluntario para el experimento. Los más expertos cirujanos del mundo estaban operándole.

El proyecto sólo tenía dos defectos, y Vorst lo sabía:

No era probable que terminara con éxito.

Y, sobre todo, no era en absoluto necesario.

Sin embargo, no se le podía decir a un grupo de hombres abnegados que el trabajo de toda su vida carecía de sentido. Además, siempre existía la débil esperanza de que crearan artificialmente un impulsor, un telequinésico. Por lo tanto, Vorst se sintió obligado a presenciar la operación. Los hombres que trabajaban en el anfiteatro sabían que la presencia sobrenatural del Fundador estaba con ellos. Aunque no alzaban la vista hacia la galería donde se sentaba Vorst, sabían que el anciano marchito pero todavía vigoroso les sonreía con benevolencia, protegido de la fuerza de gravedad por la armazón de espuma trenzada que resguardaba sus viejos miembros.

El cristalino de sus ojos era sintético. Sus intestinos había sido fabricados a partir de polímeros. Su firme corazón provenía de un banco de órganos. Poco quedaba del primitivo Noel Vorst, salvo el cerebro, que estaba intacto pero sometido a lavados con los anticoagulantes que evitaban las apoplejías.

—¿Está cómodo, señor? —le preguntó el joven y pálido acólito que se hallaba a su lado.

—Perfectamente. ¿Y usted?

La pequeña broma de Vorst hizo sonreír al acólito. Sólo tenía veinte años, y se sentía muy orgulloso de que le hubiera tocado acompañar al Fundador en su paseo diario. A Vorst le gustaba verse rodeado de gente joven. El temor reverencial que despertaba en ellos era tremendo, por supuesto, pero lograban ser atentos y respetuosos sin canonizarle. En el interior de su cuerpo palpitaban las contribuciones de muchos jóvenes vorsters voluntarios: una película de tejido pulmonar de uno, una retina de otro, los ríñones de un par de gemelos. Era un hombre hecho de retazos, portador de la carne de su propio movimiento.

Los cirujanos se inclinaron sobre el cerebro expuesto. Vorst no podía ver lo que hacían. Una cámara encajada en un instrumento quirúrgico transmitía la escena a una pantalla situada al nivel de la platea, pero ni siquiera la imagen ampliada le permitía ver mucho más. Frustrado y aburrido, seguía manteniendo su mirada de vivo interés.

Apretó un botón comunicador que sobresalía en el brazo de la silla y habló en voz baja.

—¿Tardará en llegar el coordinador Kirby?

—Está hablando con Venus, señor.

—¿Con quién? ¿Con Lázaro o con Mondschein?

—Con Mondschein, señor. Le diré que venga en cuanto termine.

Vorst sonrió. El protocolo sugería que las negociaciones de alto nivel fueran llevadas a cabo a nivel administrativo, entre los ejecutivos, no entre los profetas. Por lo tanto, estaban hablando los lugartenientes: el Coordinador Hemisférico Reynolds Kirby en nombre de los Vorsters de la tierra y Christopher Mondschein por los armonistas de Venus. Pero llegaría el momento en que sería necesario cerrar el trato con una conferencia entre los dos seres más en armonía con la Unidad Eterna, y esto sería tarea de Vorst y Lázaro.

cerrar el trato

Un temblor agarrotó la mano derecha de Vorst. El acólito le observó atentamente, preparado para apretar botones hasta que el equilibrio metabólico del Fundador se recuperase. Vorst obligó a la mano a relajarse.

Estoy bien —insistió.

para abrir las puertas del cielo

Estaban ya tan cerca del final que todo empezaba a parecer un sueño. Un siglo de proyectos, de jugar al ajedrez con adversarios aún no nacidos, alzando un fantástico edificio de teocracia sobre la base de una única esperanza, débil y arrogante…

¿Era una locura el deseo de remodelar las pautas de la historia?, se preguntó Vorst.

¿Era una monstruosidad conseguirlo?

En la mesa de operaciones, la pierna del paciente se elevó sobre un mar de vendas y pateó el aire irregular y convulsivamente. Los dedos del anestesista volaron sobre su teclado, y el esper que se encontraba esperando la emergencia entró en silenciosa acción. Se produjo una gran actividad alrededor de la mesa.

En aquel momento, un hombre alto y de rostro curtido por la intemperie entró en la galería y saludó a Vorst.

—¿Cómo va la operación? —preguntó Reynolds Kirby.

—El paciente acaba de morir —contestó el Fundador—. Todo parecía marchar bien.

2

Kirby no había esperado mucho de la operación. Lo había discutido en profundidad con Vorst el día anterior; aunque no era científico, el coordinador intentaba mantenerse informado sobre los trabajos que se llevaban a cabo en el centro de investigaciones. La tarea de Kirby consistía en supervisar las numerosas actividades seculares del culto religioso que, en la práctica, gobernaba la Tierra. Hacía casi noventa años que Kirby se había convertido, y había sido testigo del crecimiento imparable del culto.

El poder político, a pesar de su utilidad, no era el objetivo de la Hermandad. La esencia del movimiento era su programa científico, centrado en las instalaciones de Santa Fe. En dicha ciudad se había construido, a lo largo de las décadas, una insuperable fábrica de milagros, financiada por las constribuciones económicas de miles de millones de vorsters esparcidos por todos los continentes. Y los milagros se habían producido. Los procesos de regeneración aseguraban una esperanza de vida de tres o cuatro siglos, o quizá más, para los recién nacidos; nadie estaría seguro de haber alcanzado la inmortalidad hasta pasados algunos milenios de prueba. La Hermandad ofrecía un razonable facsímil de vida eterna, pagando con creces la deuda contraída en el momento de su fundación, cien años antes.

El otro objetivo, las estrellas, había dado más problemas a la Hermandad.

El hombre estaba encerrado en el sistema solar a causa de la velocidad límite de la luz. Los cohetes de combustible químico y las naves de propulsión iónica tardarían demasiado. Era fácil llegar a Marte y Venus, pero no así a los inhospitalarios planetas exteriores, y el viaje de ida y vuelta a la estrella más próxima duraría unas cuantas décadas con la tecnología actual, nueve años como mínimo. Por lo tanto, el hombre había transformado Marte en un mundo habitable y se había transformado para poder vivir en Venus. Cavó minas en las lunas de Júpiter y Saturno, rindió visitas ocasionales a Plutón y envió robots a explorar Mercurio y los gigantes gaseosos. Y seguía mirando con desesperanza hacia las estrellas.

Las leyes de la relatividad gobernaban los movimientos de los cuerpos reales en el espacio real, pero no se aplicaban necesariamente a las circunstancias del mundo paranormal. En opinión de Noel Vorst, el único camino a las estrellas era el extrasensorial. Por eso había reunido espers de todas las variedades en Santa Fe, estimulando a lo largo de generaciones programas de reproducción y manipulación genéticas. La Hermandad había producido una interesante variedad de espers, pero ninguna con el talento de transportar cuerpos físicos por el espacio, mientras en Venus habían aparecido mutantes telequinésicos de forma espontánea, un irónico subproducto de la adaptación de la vida humana a dicho planeta.

Venus se encontraba fuera del control directo de los vorsters. Los armonistas de Venus contaban con los impulsores que Vorst necesitaba para saltar a la galaxia. Sin embargo, manifestaban escaso interés en colaborar con los vorsters en una expedición. Kirby llevaba semanas negociando con su homónimo de Venus, intentando alcanzar un acuerdo.

Entretanto, los cirujanos de Santa Fe no habían abandonado su sueño de crear impulsores terrestres, ahorrándose la eventual colaboración de los impredecibles venusinos. El proyecto de reordenamiento sináptico había llegado a la fase de experimentación con un ser humano.

—No funcionará —había dicho Vorst a Kirby—. Todavía nos llevan cincuenta años de ventaja.

—No lo entiendo, Noel. Los venusinos tienen el gen de la telequinesis, ¿no? ¿Por qué no podemos duplicarlo? Considerando todo lo que hemos hecho con los ácidos nucleicos…

—No existe un «gen de la telequinesis», ya lo sabes. Forma parte de una constelación de pautas genéticas. Durante treinta años hemos intentado a conciencia duplicarlo, y ni siquiera hemos avanzado mucho. También hemos experimentado un acercamiento aleatorio, puesto que los venusinos adquirieron la habilidad de esta manera. Tampoco ha habido suerte. Y después ha venido este asunto de las sinapsis: alterar el cerebro, no los genes. Quizá nos conduzca a alguna parte, pero no estoy dispuesto a esperar otros cincuenta años.

—Vivirás muchos más, tenlo por seguro.

—Sí, pero no puedo esperar más. Los venusinos tienen los hombres que necesitamos. Es hora de ganarles para nuestros propósitos.

Kirby, pacientemente, había cortejado a los herejes. Se intuían señales de progresos en las negociaciones. En vista del fracaso de la operación, la necesidad de alcanzar un acuerdo con Venus era cada vez más urgente.

—Ven conmigo —dijo Vorst, mientras se llevaban al paciente muerto—. Hoy van a experimentar con la gárgola, y no quiero perdérmelo.

Kirby siguió al Fundador fuera del anfiteatro. Los acólitos se hallaban atentos al menor problema. Vorst ya no intentaba caminar, y se desplazaba en su silla de espuma trenzada. Kirby aún prefería utilizar sus piernas, aunque era casi tan viejo como Vorst. La visión de los dos paseando por las plazas del centro de investigaciones siempre despertaba la atención.

—¿No te preocupa el nuevo fracaso? —preguntó Kirby.

—¿Por qué? Ya te dije que era demasiado pronto para que saliera bien.

—¿Qué me dices de la gárgola? ¿Alguna esperanza?

—Nuestra esperanza —replicó Vorst con serenidad— es Venus. Ya tienen impulsores.

—¿Y para qué seguir intentando desarrollarlos aquí?

—Aceleración. La Hermandad no ha aminorado la velocidad en cien años. No estoy dispuesto a cerrar ningún camino, ni siquiera los deseperados. Todo es cuestión de aceleración.

Kirby se encogió de hombros. A pesar de todo el poder que ostentaba en la organización (y sus poderes eran inmensos), siempre había sospechado que carecía de auténtica iniciativa. Los planes del movimiento habían emanado desde el primer momento de Noel Vorst. Sólo él conocía las reglas del juego. ¿Y si Vorst moría aquella tarde, dejando el juego a medias? ¿Qué ocurriría con el movimiento? ¿Seguiría rodando hacia adelante por su propio impulso? Kirby se preguntó hacia qué objetivo.

Entraron en un pequeño edificio cuadrado de cristal esponjoso verde brillante. Un susurro de asombro les precedió: ¡Vorst venía! Hombres de hábito azul salieron a recibir al Fundador. Le condujeron a la habitación en la parte trasera donde se hallaba la gárgola. Kirby mantuvo el paso, haciendo caso omiso de los acólitos dispuestos a sostenerle si tropezaba.

La gárgola descansaba, enmarañada entre las cintas que la sujetaban. No era un espectáculo agradable. Trece años de edad, noventa centímetros de altura, grotescamente deformada, sorda, inválida, de córneas veladas y piel granulada y rugosa. Un mutante, pero que no era producto de laboratorio; padecía el síndrome de Hurler, un error natural y congénito del metabolismo, identificado científicamente por primera vez dos siglos y medio antes. Los infortunados padres habían llevado al monstruo a una capilla de la Hermandad de Estocolmo, confiando en que un baño de Fuego Azul curaría sus defectos. No había sido así, pero un esper de la capilla había detectado talentos latentes en la gárgola, enviándola a Santa Fe para que fuera sometida a pruebas y sondeos. Kirby se estremeció de asco.

—¿Cuál es la causa de estos engendros? —preguntó al médico que tenía a su lado.

—Genes anormales. Producen un error metabólico que da como resultado una acumulación de mucopolisacáridos en los tejidos del cuerpo.

Kirby asintió con solemnidad.

—¿Y existe relación directa con los poderes extrasensoriales?

—Es mera coincidencia.

Vorst se acercó a la criatura para examinarla en detalle. Los obturadores visuales del Fundador cliquetearon cuando se inclinó para mirar. La gárgola estaba encorvada y doblada sobre sí misma, virtualmente incapaz de mover los miembros. Los ojos lechosos expresaban una desdicha infinita. Carne de eutanasia, pensó Kirby. Sin embargo, Vorst confiaba en que aquel monstruo le llevaría a las estrellas.

—Que empiece el examen —murmuró Vorst.

Un par de espers de utilidad general se adelantaron: una acicalada mujer de cabello enmarañado y un hombre gordo de cara triste. Kirby, cuyas facultades extrasensoriales eran deficientes hasta el punto de no existir, contempló en silencio el examen que se llevaba a cabo sin pronunciar palabra. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué impulsos dirigían a la masa confusa que tenían frente a ellos? Kirby no lo sabía, pero se consoló pensando que tal vez Vorst tampoco lo sabía. El Fundador no gozaba de grandes recursos extrasensoriales.

Al cabo de diez minutos, la esper levantó la vista.

—Existen indicios de telequinesis —dijo.

—Sólo indicios —corroboró el segundo esper—. Nada que los demás no tengan. También posee aptitudes mediocres de comunicación. Nos está diciendo que la matemos.

—Recomiendo la disección —dijo la chica—. Al sujeto no le importa.

Kirby se estremeció. Los dos indiferentes espers habían sondeado la mente de la tullida criatura, y ese simple acto debería haber bastado para conmover sus almas. Ver, durante un momento de empatia, lo que significaba ser una gárgola humana de trece años, mirar el mundo a través de aquellos ojos velados… ¡Pero aquellos dos iban directamente al grano! Ya habían fundido sus mentes con otras monstruosidades en más de una ocasión.

Vorst agitó una mano.

—Resérvenla para posteriores estudios. Tal vez se le pueda dar algún uso práctico. Si es un pirético, tomen las precauciones habituales.

El Fundador hizo girar su silla y se dispuso a abandonar el pabellón. En aquel momento entró corriendo un acólito que portaba un mensaje. Se quedó petrificado al ver a Vorst avanzando en su dirección. El Fundador sonrió paternalmente y esquivó al muchacho, que expresó el mayor de los alivios.

—Un mensaje para usted, coordinador Kirby —dijo el acólito.

Kirby lo tomó y presionó el pulgar contra el sello. El sobre se abrió.

El mensaje era de Mondschein.

«LÁZARO ESTÁ DISPUESTO A HABLAR CON VORST», rezaba.

3

—Estuve loco durante unos diez años —declaró Vorst—. Más tarde descubrí cuál era el problema. Padecía oscilaciones temporales.

La esper le miraba con sus ojos redondos y pálidos. Estaban solos en los aposentos privados del Fundador. Era delgada, de miembros flojos, y tenía treinta años. Mechones de cabello negro caían como paja pintada a ambos lados de su cara. Se llamaba Delphine, y nunca se había acostumbrado a la franqueza de Vorst, a pesar de los meses que llevaba a su servicio. Tampoco tenía la menor posibilidad de lo contrario; cuando salía del despacho después de cada sesión, otros espers borraban sus recuerdos de la visita.

—¿Me sintonizo ya?

—Aún no, Delphine. En los momentos difíciles, cuando empiezas a recorrer la línea temporal y piensas que nunca regresarás al presente, ¿has creído que estabas loca?

—A veces da mucho miedo.

—Pero regresas. Ése es el milagro. ¿Sabes cuántos osciladores se han quemado? Centenares. Yo también me he quemado, pero soy un precog inferior. En aquel tiempo, sin embargo, era capaz de recorrer la línea temporal. Vi el futuro de la Hermandad. Llámalo visión, llámalo sueño. Lo vi, Delphine. Un poco borroso en los bordes.

—¿Tal como lo cuenta en su libro?

—Más o menos. En los años comprendidos entre 2055 y 2063, tuve las peores visiones. Empezó cuando yo tenía treinta y cinco años. Era un técnico ordinario, un don nadie, y entonces experimenté lo que podría llamarse una inspiración divina, sólo que era un atisbo de mi propio futuro. Pensé que me estaba volviendo loco. Más tarde, comprendí.

La esper guardó silencio. Vorst entornó los ojos. Los recuerdos asaltaron su mente. Después de años de caos y colapso internos, había salido del crisol de la locura purificado, consciente de sus propósitos. Vio cómo podía remodelar el mundo; más aún, vio cómo había remodelado el mundo. Después, todo se redujo a empezar, a fundar las primeras capillas, a improvisar los rituales del culto, a rodearse de los talentos científicos necesarios para alcanzar sus objetivos. ¿Existía un toque de paranoia en su determinación, unas gotas de Hitler, un matiz de Napoleón, un hálito de Gengis Jan? Tal vez. A Vorst le complacía considerarse un fanático, e incluso un megalómano. Un megalómano frío, racional y triunfador. No había querido detenerse ante nada para alcanzar sus fines, y era lo bastante precog para saber que los iba a alcanzar.

—Lanzarse a transformar el mundo es una gran responsabilidad —dijo—. Un hombre ha de ser un poco necio para intentarlo, incluso para pensar que puede intentarlo. Saber cómo ha de ser el resultado ayuda bastante. Saber que simplemente está llevando a la práctica lo inevitable hace que no se sienta tan idiota.

—Pero excluye la incertidumbre de la vida —dijo la esper.

—¡Ah, Delphine, has puesto el dedo en la llaga! Pero tú ya lo sabías, por supuesto. Es deprimente desarrollar tu propio guión, sabiendo lo que viene a continuación. Al menos, se me ha concedido la clemencia de la incertidumbre en los pequeños detalles. No puedo ver mucho por mí mismo, de modo que debo hacer autostop con osciladores como tú, y las visiones no son claras. Pero tú sí ves con claridad, ¿verdad, Delphine? Has recorrido tu propio trayecto vital. ¿Ya has visto tu extinción, Delphine?

Las mejillas de la esper enrojecieron. Bajó la vista al suelo y no contestó.

—Perdona, Delphine —dijo Vorst—. No tenía derecho a preguntarte esto. Sintonízate conmigo, Delphine. Haz tu trabajo. Llévame contigo. Hoy ya he hablado demasiado.

La chica se preparó para el gran esfuerzo. Poseía más control que la mayoría de sus iguales. Mientras casi todos los precogs soltaban amarras en un momento u otro, Delphine se aferraba a sus poderes y a su vida, y había alcanzado, a pesar de su especialidad esper, una edad avanzada. A la larga, también se quemaría, cuando hiciera un esfuerzo superior a sus posibilidades. Sin embargo, por el momento le resultaba inapreciable a Vorst; era su bola de cristal, el más útil de todos los osciladores que le habían ayudado a fraguar sus planes. Y si resistía un poco más, hasta que él viera la superación de los últimos obstáculos, el largo viaje concluiría y ambos podrían descansar.

Ella dejó de aferrarse al presente y se internó en el reino donde todos los momentos eran ahora.

Vorst miró, esperó y sintió que la joven le llevaba consigo cuando empezó su periplo en el tiempo. Vorst no podía iniciar el viaje por sí solo, pero podía seguir. Las brumas le envolvieron y se meció vertiginosamente a lo largo del hilo temporal, como había hecho tantas veces. Se vio a sí mismo en diferentes momentos, y vio a otras personas, figuras en sombras, figuras como surgidas de un sueño, que acechaban tras las cortinas del tiempo.

¿Lázaro? Sí, Lázaro estaba allí. Kirby también. Mondschein. Todos ellos, los peones de la partida. Vorst vio el brillo de algo distinto y contempló un paisaje que no era de la Tierra, ni de Marte, ni de Venus. Se puso a temblar. Miró un árbol de doscientos cuarenta metros de altura, coronado de hojas azul celeste, que se recortaba contra un cielo neblinoso. Después, fue apartado de allí y arrojado a la pestilente confusión de una calle de ciudad barrida por la lluvia, y se detuvo ante una de sus primeras capillas. El edificio ardía bajo la lluvia, y su nariz captó el intenso olor a madera húmeda chamuscada. Y luego sonrió al ver el rostro estupefacto y tostado por el sol de Reynolds Kirby. Y luego…

Perdió la sensación de movimiento. Se reintegró a su propio molde temporal, efectuando los ajustes de adrenalina que compensaban sus esfuerzos. La osciladora estaba derrumbada en su silla, cubierta de sudor, aturdida. Vorst llamó a un acólito.

—Llévala al pabellón —dijo—. Encárgate de que se ocupen de ella hasta que recupere las fuerzas.

El acólito asintió y cogió en brazos a la chica. Vorst se mantuvo inmóvil hasta que se fueron. La sesión le había satisfecho. Había confirmado sus ideas intuitivas acerca del inminente camino a seguir, y eso siempre era reconfortante.

—Enviadme a Capodimonte —dijo por el comunicador.

La rechoncha figura de hábito azul entró minutos después. Cuando Vorst se hallaba en Santa Fe, nadie perdía el tiempo retirándose a sus aposentos después de una cita. Capodimonte era el supervisor regional de Santa Fe, y era el responsable habitual del lugar, excepto cuando residían personajes como Vorst o Kirby. Capodimonte era imperturbable, leal, útil. Vorst le confiaba misiones delicadas. Intercambiaron rápidas y rutinarias bendiciones.

—Capo, cuánto tiempo tardarías en escoger el personal para una expedición interestelar?

—¿Inter…?

—Digamos, para finales de año. Investiga en los archivos y reúne varios equipos posibles.

Capodimonte consiguió recuperar su aplomo.

—¿Cuántos miembros por cada equipo?

—Desde dos personas a una docena. Empieza con una pareja estilo Adán y Eva, y sigue hasta seis parejas. Equivalentes en salud, adaptabilidad, compatibilidad, talento y fertilidad.

—¿Espers?

—Con precaución. Puedes incluir una pareja de empats y una pareja de curadores. En todo caso, evita los exóticos. Y recuerda que esas personas van a ser pioneros. Han de ser flexibles. Pasaremos de genios en este viaje, Capo.

—Cuando haya confeccionado las listas, ¿a quién debo entregarlas, a usted o a Kirby?

—A mí, Capo. No quiero que se te escape ni una sílaba de esto a Kirby o a quien sea. Ponte al trabajo y decide los grupos como si ya los hubiéramos programado. No sé de cuántos miembros se compondrá la expedición que enviemos, y quiero tener preparado un grupo autosuficiente a todos los niveles… De dos, cuatro, ocho, lo que te parezca más conveniente. Dispones de dos o tres días. Cuando hayas terminado con ello, pon media docena de tus mejores hombres a trabajar en la logística del viaje. Da por segura una cápsula impulsada por espers y estudia los diseños óptimos. Hemos tenido décadas para planearlo; debemos contar con todo un arsenal de anteproyectos. Examínalos. Es tu criatura, Capo.

—Señor, ¿puedo hacer una pregunta subversiva?

—Adelante…

—¿Se trata de un ejercicio hipotético, o va en serio?

—No lo sé —contestó Vorst.

4

El rostro azul de un venusino se asomó a la pantalla, extraño e impresionante, pero su propietario había nacido en la Tierra, como delataban la forma de la cabeza, la línea de los labios y el perfil de la barbilla. Era el rostro de David Lázaro, fundador y líder resucitado del culto de la Armonía Trascendente. Vorst había conversado a menudo con Lázaro durante los doce años transcurridos desde la resurrección del archihereje. Los dos profetas siempre se habían permitido el lujo del pleno contacto visual. Era monumentalmente caro enviar no sólo voces sino también imágenes por la cadena de estaciones que conectaban la Tierra y Venus, pero el gasto significaba poco para los dos hombres. Vorst insistió. Le gustaba ver el rostro transformado de Lázaro mientras hablaban. Le permitía concentrarse en algo durante los largos y aburridos intervalos que interrumpían su conversación. Aun a la velocidad de la luz, los mensajes tardaban en llegar de un planeta a otro. Un simple intercambio de opiniones requería más de una hora.

—Creo que ha llegado la hora de unir nuestros movimientos, David —dijo Vorst, sentado cómodamente en su balancín de espuma trenzada—. Nos complementamos mutuamente. Esta separación no nos favorece en nada.

—Quizá se pierda algo en la unión —replicó Lázaro—. Somos la rama más joven. Si nos reabsorbéis, nos disolveremos en vuestra jerarquía.

—De ninguna manera. Te garantizo que los armonistas gozarán de plena autonomía. Más aún, te garantizo un papel dominante en la composición política.

—¿Qué tipo de garantías me ofreces?

—Aparquemos el tema de momento. Tengo una tripulación interestelar preparada para partir. Estará equipada por completo dentro de unos meses. He dicho equipada por completo. Estarán en condiciones de hacer frente a cualquier cosa que encuentren. Sin embargo, es preciso hacerles salir del sistema solar. Danos el impulso, David. Cuentas con el personal necesario. Hemos seguido paso a paso vuestros experimentos.

Lázaro asintió con la cabeza, y sus branquias temblaron.

—No te negaré que lo hemos conseguido. Somos capaces de impulsar mil toneladas de aquí a Plutón. Somos capaces de impulsar esa masa hasta el infinito.

—¿Cuánto se tardaría en llegar a Plutón?

—Poco. No te diré exactamente cuánto. Digamos que las estrellas están al alcance de la mano. Desde hace ocho o diez meses. Desde luego, no hay forma de establecer un contacto permanente. Podemos impulsar, pero no podemos hablar a una distancia de docenas de añosluz. ¿Podéis vosotros?

—No. Perderemos el contacto con la expedición en cuanto supere el límite de la comunicación por radio. Tendrá que enviar de vuelta una nave auxiliar convencional para anunciar su llegada. Pasarán décadas antes de que nos enteremos, pero hemos de intentarlo. Cédenos tus hombres, David.

—¿Te das cuenta de que quemaremos docenas de nuestros jóvenes más prometedores?

—Sí, me doy cuenta. De todos modos, cédenos tus hombres. Contamos con técnicas para reparar a los quemados. Que impulsen la nave hacia las estrellas, y cuando caigan exhaustos intentaremos sanarles. Para eso está Santa Fe.

—¿Primero reventarles y, más tarde, curarles? Qué crueldad. ¿Tan importantes son las estrellas? Prefiero que esos chicos desarrollen sus poderes en Venus y sigan sanos.

—Les necesitamos.

—Y nosotros también.

Vorst empleó el intervalo en inundar su cuerpo de estimulantes. Vibraba de energía cuando le llegó el turno de contestar.

—David, me perteneces —dijo—. Yo te hice y te necesito. Te dormí en 2090, cuando no eras nadie, un advenedizo, te devolví a la vida en 2152 y te di un mundo. Me lo debes todo. Ahora, exijo que me pagues. He estado esperando este momento cien años. Tu pueblo tiene por fin los espers que pueden enviar a mi pueblo a las estrellas. Independientemente del precio que debas pagar, quiero enviarles.

La fuerza que confinó a sus palabras agotó a Vorst, pero tuvo tiempo de recobrarse. Tiempo de pensar, de esperar la respuesta. Había movido sus piezas, y ahora le tocaba a Lázaro. A Vorst no le quedaban muchos ases en la manga.

La figura de rostro azul se veía inmóvil en la pantalla; las palabras de Vorst aún no habían llegado a Venus. La respuesta de Lázaro tardó en llegar.

—No creía que fueras tan directo, Vorst —dijo—. ¿Por qué debo estarte agradecido por revivirme, si fuiste tú quien me metió en aquel agujero? Sí, lo sé. Porque mi movimiento era insignificante cuando me apartaste de él y poderoso cuando me resucitaste. ¿También te concedes el mérito por ello? —una pausa—. No importa. No quiero darte mis espers. Si quieres ir a las estrellas, consigúelos por tus propios medios.

—No digas tonterías. Tú también quieres las estrellas, David, pero ahí arriba, en esas tierras salvajes, careces de los medios técnicos para equipar una expedición. Yo sí los tengo. Unamos nuestras fuerzas. Es lo que deseas, digas lo que digas. Voy a decirte lo que te impide aceptar mi oferta, David. Tienes miedo de la reacción de tu pueblo cuando se entere de que has accedido a colaborar, dirán que te has vendido a los vorsters. Te empeñas en adoptar una postura en la que no crees, porque careces de auténtica independencia. Imponte, David. Utiliza tus poderes. Puse el planeta en tus manos. Ahora quiero que me pagues la deuda.

—¿Cómo voy a decirle a Mondschein, a Martell y a los demás que he accedido mansamente a someterme a tus deseos? Ya les ha puesto bastante nervioso que les impusieran un mártir resucitado. A veces creo que me van a martirizar otra vez, y ésta es definitiva. Necesito darles algo a cambio.

Vorst sonrió. La victoria estaba al alcance de su mano.

—Diles que te ofrezco la autoridad suprema sobre ambos planetas, David. Diles que la Hermandad no sólo acogerá con agrado la vuelta de los armonistas, sino que serás el dirigente supremo de ambas ramas de la fe.

—¿De ambas?

—De ambas.

—¿Y qué harás tú?

Vorst se lo dijo. Y una vez surgidas las palabras de sus labios, el Fundador se hundió en su balancín, agotado y aliviado al mismo tiempo, sabiendo que había efectuado la última jugada de la partida que ya duraba un siglo, y que todo había salido a pedir de boca.

5

Reynolds Kirby estaba con su terapeuta cuando llegó la orden de que se reuniera con Vorst. El Coordinador Hemisférico flotaba en una solución nutritiva, una Cámara de la Nada adaptada cuyo objetivo no era el olvido, sino la revitalización. Si Kirby hubiera deseado escapar a una nada temporal, se habría aislado por completo del universo y entrado en suspensión total. Sin embargo, hacía mucho tiempo que había superado la afición por tales diversiones. Ahora, se contentaba con mecerse en la solución nutritiva, restaurando las sustancias vitales tras un día agotador, mientras un terapeuta esper eliminaba las cargas de su espíritu.

Por lo general, Kirby no toleraba que le interrumpieran en mitad de una sesión. A su edad necesitaba toda la paz posible. Había nacido demasiado pronto para gozar de la cuasi inmortalidad de las generaciones más jóvenes; su cuerpo no era capaz de recuperar instantáneamente la vitalidad como el de cualquier hombre del siglo XXII, usufructuario de los adelantos vorsters logrados en un siglo. No obstante, había una excepción a la regla de Kirby: una llamada de Vorst tenía prioridad sobre cualquier otra cosa, incluida una sesión de terapia necesaria.

El terapeuta lo sabía. Concluyó de manera prematura la sesión con suma destreza y tonificó a Kirby para que se reintegrara a las tensiones del mundo. No había transcurrido ni media hora cuando ya el coordinador se dirigía hacia el edificio rematado por una cúpula donde Vorst tenía su cuartel general.

Vorst parecía agitado. Kirby nunca había visto al Fundador tan consumido. La frente abombada de Vorst parecía la de una calavera, y sus ojos oscuros brillaban con una intensidad turbadora. Un débil sonido se oía claramente en el despacho: la maquinaria de Vorst, bombeando energía al anciano cuerpo. Kirby tomó asiento donde Vorst le indicó. Fuertes dedos surgieron del tapizado y empezaron a aliviarle la tensión.

—Voy a convocar una reunión del consejo dentro de poco para ratificar las medidas que acabo de tomar —dijo Vorst. Pero antes de que todo el grupo se reúna, quiero discutir algunas cosas contigo, repasarlas una o dos veces.

Kirby no alteró su expresión. Después de décadas de conocer a Vorst, procedió a una traducción instantánea: «He hecho algo autoritario —estaba diciendo Vorst—, y voy a convocar a todo el mundo para que dé su beneplácito, pero antes voy a obligarte a que me des el tuyo.» Kirby estaba preparado para aceptar lo que Vorst hubiera hecho. No era un hombre débil por naturaleza, pero nadie le llevaba la contraria a Vorst. El último que lo había intentado seriamente fue Lázaro, quien, como resultado, durmió sesenta años en Marte encerrado en una caja.

—He hablado con Lázaro y cerrado el trato —murmuró Vorst, ante el cauteloso silencio de Kirby—. Ha accedido a proporcionarnos impulsores, tantos como queramos. Es posible que enviemos una expedición interestelar a finales de año.

—Me dejas un poco aturdido, Noel.

—Es decepcionante, ¿verdad? Durante cien años avanzas hacia un objetivo a paso de tortuga, y de repente te encuentras a un paso de la recta final; la emoción del intento deja paso al aburrimiento de lo ya consumado.

—Todavía no hemos enviado esa expedición a otro sistema solar —le recordó con serenidad Kirby al Fundador.

—Lo haremos, lo haremos. Está fuera de toda duda. Estamos en la recta final. Capodimonte ya se dedica a seleccionar personal para la expedición. Pronto pondremos a punto la cápsula. La gente de Lázaro colaborará, y allá iremos. Dalo por hecho.

—¿Cómo conseguiste que accediera, Noel?

—Explicándole cómo serán las cosas cuando la expedición haya partido. Dime, ¿te has parado a pensar alguna vez en cuáles serían los objetivos de la Hermandad después de enviar la primera expedición?

—Bien… —vaciló Kirby—. Enviar más expediciones, supongo. Consolidar nuestras posiciones. Continuar las investigaciones médicas. Seguir con nuestro trabajo habitual.

—Exactamente. Un largo y lento camino llano hacia la utopía. Ya no se trataría, de escalar una montaña. Por eso no me quedaré para seguir dirigiendo la situación.

—¿Cómo?

—Me voy en la expedición.

Si Vorst se hubiera arrancado una extremidad y golpeado el suelo con ella, Kirby no se habría quedado más estupefacto. Las palabras del Fundador le golpearon como un mazazo y le hicieron retroceder. Kirby se agarró a los brazos de la silla, y la silla le aferró en respuesta, meciéndole con suavidad hasta que su conmoción se calmó.

—¿Que te vas? —estalló Kirby—. No, no. No me lo puedo creer, Noel. Es una locura.

—He tomado mi decisión. Mi trabajo en la Tierra ha terminado. He guiado a la Hermandad durante un siglo, y ya es suficiente. He visto como tomaba el control de la Tierra, y también el de Venus indirectamente, y cuento con la colaboración, ya que no el apoyo, de los marcianos. He hecho aquí todo lo que me propuse. Con la partida de la primera expedición interestelar, habré rematado lo que llamo presuntuosamente mi misión sobre la Tierra. Es hora de seguir adelante. Probaré en otro sistema solar.

—No permitiremos que te vayas —dijo Kirby, sorprendido por sus propias palabras—. ¡No puedes irte! A tu edad…, subirte a una cápsula con destino a…

—Si yo no voy, no habrá cápsula con destino a ningún sitio.

—No hables de esa manera, Noel. Pareces un niño mimado amenazando con suspender la fiesta si no accedemos a sus caprichos. En la Hermandad hay otras personas cuyas responsabilidades tampoco les permitirán marchar.

Para sorpresa de Kirby, su acida acusación sólo pareció divertir a Vorst.

—Creo que has interpretado mal mis palabras —dijo—. No he dicho que suspenderé la expedición si yo no voy. He dicho que utilizar los espers de Lázaro depende de que yo vaya. Si no subo a bordo de la cápsula, no nos prestará sus impulsores.

Kirby se sumió en el estupor por segunda vez en diez minutos, mezclado esta vez con dolor, porque comprendió que se había producido una traición.

—¿Es éste el trato que hiciste, Noel?

—Valía la pena pagar el precio. Ya hace mucho tiempo que se precisaba un cambio en el poder. Yo desaparezco de escena; Lázaro se convertirá en el jefe supremo del movimiento. Tú serás su vicario en la Tierra. Conseguimos los espers. Abrimos las puertas del cielo. Beneficia a todo el mundo involucrado.

—No, Noel.

—Estoy harto de estar aquí. Quiero marcharme. Lázaro también quiere que me vaya. Soy demasiado grande, más grande que todo el movimiento. Es hora de dar entrada a los mortales. Tú y Lázaro podéis dividiros la autoridad. El ostentará la supremacía espiritual, pero tú gobernarás la Tierra. Los dos forjaréis algún tipo de relación comunicante entre los armonistas y la Hermandad. No será muy difícil; los rituales son muy parecidos. En diez años habrá desaparecido cualquier resentimiento. Y yo estaré a doce añosluz de distancia, sin entrometerme en vuestro camino, viviendo en mi retiro. Pastoreando en el planeta X del sistema Y. ¿Qué te parece?

—Que no creo nada de todo esto, Noel. Que abdiques al cabo de un siglo, que te largues como una exhalación con un grupo de pioneros, que vivas en una cabaña de troncos en un planeta desconocido a la edad de ciento cincuenta años, que sueltes las riendas…

—Pues empieza a creértelo —dijo Vorst. Por primera vez desde que había empezado la conversación, su voz recuperó el viejo tono restallante—. Me voy. Está decidido. En cierto sentido, ya me he ido.

—¿Qué significa eso?

—Ya sabes que soy un oscilador de segunda fila, que hago planes ayudándome de precogs.

—Sí.

—He visto el futuro. Sé cómo empezó y sé cómo va a ser. Me marcho. He seguido el plan hasta ahora… He seguido y he guiado, todo a la vez, patas arriba a través del tiempo. Sabía todo lo que haría un poco de antemano. Desde que fundé la Hermandad hasta este preciso momento. Así que está decidido. Me voy.

Kirby cerró los ojos y luchó por conservar la calma.

—Examina el trayecto que ya he recorrido —dijo Vorst—. ¿Alguna vez di un paso en falso? La Hermandad prosperó. Se apoderó de la Tierra. Cuando fuimos lo bastante fuertes para permitirnos un cisma, fomenté la herejía armonista.

—Que fomentaste…

—Escogí a Lázaro para mis designios y le llené la cabeza de ideas. Era un acólito insignificante, arcilla en mis manos. Por eso nunca le llegaste a conocer en los primeros tiempos. Pero estaba allí. Yo le escogí. Yo le moldeé. Hice que su movimiento se opusiera al nuestro.

—¿Por qué, Noel?

—Ser monolítico no hubiera dado resultado. Hice una apuesta compensatoria. La Hermandad fue pensada para triunfar en la Tierra, pero los mismos principios no atraían, no podían atraer a Venus. De modo que puse en marcha un segundo culto. Lo hice a la medida de Venus y les di a Lázaro. Después, les di a Mondschein. ¿Te acuerdas? Fue en 2095. Era un vulgar acólito ambicioso, pero comprendí que poseía energía y le fui dando pequeños toques, hasta que se encontró en Venus y transformado. El edificó toda la organización.

—¿Y sabías que habían encontrado impulsores? —preguntó Kirby, incrédulo.

—No lo sabía, pero confiaba en ello. Sólo sabía que fundar los armonistas era una buena idea, porque vi que había sido una buena idea. ¿Me sigues? Por la misma razón, rapté a Lázaro y le oculté en una cripta durante sesenta años. En aquel momento no supe por qué, pero sabía que podía ser útil guardarme en el bolsillo por un tiempo al mártir armonista, una carta que podría jugar en el futuro. Jugué esa carta hace doce años, y desde entonces los armonistas han sido míos. Hoy he jugado mi última carta: yo mismo. He de irme. En cualquier caso, mi trabajo ha terminado. Estoy harto de desenredar la madeja. He hecho juegos malabares durante cien años, impulsando mi propia oposición, creando conflictos destinados a resolverse en una síntesis definitiva, y esta síntesis ya se ha producido y me marcho.

—Me humillas, Noel —dijo Kirby, tras un largo silencio—, al pedirme que ratifique una decisión que ya es tan inmutable como las olas y el amanecer.

—Eres libre para oponerte a ella en la reunión del Consejo.

—Pero, de todas formas, ¿te irás?

—Sí. No obstante, quisiera tu apoyo. No influirá en el resultado final, pero prefiero tenerte a mi lado que en contra. Me gustaría pensar que comprendes más que nadie lo que he hecho durante estos años. ¿Crees que existe todavía algún motivo para que me quede en la Tierra?

—Te necesitamos, Noel. He ahí el único motivo.

—Ahora eres tú el que se comporta como un niño. No me necesitáis. El Plan está consumado. Ya es hora de largarse y pasar la tarea a otros. Dependes demasiado de mí, Ron. Te cuesta hacerte a la idea de que nunca más voy a manejar los hilos.

—Quizá sea eso —admitió Kirby, pero ¿de quién es la culpa? Te has rodeado de subordinados serviles. Te has hecho indispensable. Estás sentado en el corazón del movimiento como un fuego sagrado, y todo el que se acerca demasiado sale chamuscado. Ahora, te llevas el fuego a otra parte.

—Lo traslado —rectificó Vorst—. Bien, tengo un trabajo para ti. Los miembros del Consejo llegarán dentro de seis horas. Voy a darles la noticia, y supongo que les trastornará como a ti. Tómate libre esas seis horas y piensa en lo que acabo de decirte. Reconcíliate con ello. Más aún, no te limites a aceptarlo, apruébalo. En la reunión, levántate y no expliques sólo por qué es correcto que yo me vaya, sino también por qué es necesario y vital para el futuro de la Hermandad que lo haga.

—Quieres decir…

—Ahora no digas nada. Aún eres hostil. No lo serás una vez hayas examinado la dinámica de la situación. Manten la boca cerrada hasta entonces.

—Sigues manejando los hilos, ¿no? —sonrió Kirby.

—A estas alturas ya es una vieja costumbre. Pero es la última vez que lo hago. Te prometo que cambiarás de opinión. Comprenderás mi punto de vista dentro de una hora o dos. Al anochecer, tendrás ganas de meterme por la fuerza en esa cápsula. Sé que tendrás ganas. Te conozco.

6

En un claro umbroso de Venus, los impulsores practicaban su deporte favorito.

Una avenida de enormes árboles se alejaba hacia el horizonte nacarado. Las hojas dentadas formaban en lo alto un espeso dosel. Abajo, en la tierra cenagosa sembrada de hongos, doce muchachos venusinos de piel azul y hábito verde ejercitaban sus habilidades. Varias figuras de mayor envergadura les contemplaban desde cierta distancia. David Lázaro se erguía en el centro del grupo. A su alrededor se congregaban los líderes armonistas: Christopher Mondschein, Nicholas Martell, Claude Emory.

Lázaro había tenido serios problemas con estos hombres. Para ellos, había sido apenas un nombre del martirologio, una figura reverenciada e irreal gracias a cuyo poder ausente gobernaban una religión. Habían tenido que adaptarse a su regreso, y no les había resultado fácil. Lázaro pensó en algún momento que le asesinarían. El peligro había pasado y ellos se sometían a sus deseos. Pero, por haber dormido durante tanto tiempo, era a la vez más joven y más viejo que sus lugartenientes, lo que en ocasiones le impedía ejercer toda su autoridad.

—Está arreglado —dijo—. Vorst se marchará y el cisma concluirá. Trazaré algún plan con Kirby.

—Es una trampa —dijo Emory, sombrío—. Ten cuidado, David. No se puede confiar en Vorst.

—Vorst me devolvió a la vida.

—Pero antes te metió en aquella cripta —insistió Emory—. Tú mismo lo dijiste.

—No podemos estar seguros de eso —contestó Lázaro, aunque era cierto que el propio Vorst lo había admitido en el curso de su última conversación—. Son puras conjeturas. No hay pruebas de que…

—No tenemos ningún motivo para confiar en Vorst, Claude —le interrumpió Mondschein—, pero, si comprobamos que se halla a bordo de la cápsula, ¿qué podemos perder impulsándole hacia Betelgeuse o Proción? Nos libraremos de él y trataremos con Kirby. Kirby es un hombre razonable. No es tan condenadamente tortuoso como Vorst.

—Es muy sospechoso —volvió a la carga Emory—. ¿Por qué un hombre con el poder de Vorst renuncia voluntariamente ?

—Tal vez esté aburrido —sugirió Lázaro—. El poder absoluto sólo puede ser comprendido del todo por quien lo ostenta. Es pesado. Es divertido manipular a tu antojo durante veinte, treinta, cincuenta años…, pero Vorst lleva cien años al mando. Quiere cambiar de aires. Me inclino por aceptar la oferta. Nos libraremos de él y manejaremos a Kirby. Además, hay un punto a su favor: ni ellos ni nosotros podemos alcanzar las estrellas sin la ayuda del otro bando. Estoy a favor. Vale la pena intentarlo.

Nicholas Martell señaló a los impulsores.

—No olvides que perderemos algunos. No es posible impulsar una cápsula hacia las estrellas sin sobrecargar a los impulsores.

—Vorst nos ha ofrecido sus servicios de rehabilitación —dijo Lázaro.

—Otro punto a favor —observó Mondschein—. El nuevo acuerdo nos permitirá acceder a los hospitales vorsters. Desde un punto de vista egoísta, me gusta la idea. Creo que ha llegado el momento de abandonar la arrogancia y rendirnos a Vorst. Está ansioso por hacer el trueque y largarse. Muy bien. Que se vaya, y ya procuraremos aprovecharnos de Kirby.

Lázaro sonrió. No había pensado que se ganaría el apoyo de Mondschein con tanta facilidad, aunque Mondschein era viejo, pasaba de los noventa años, y tenía muchísimas ganas de recibir los cuidados que le proporcionarían los médicos vorsters, cuidados que no encontraría en el adverso Venus. Mondschein había visto los hospitales de Santa Fe cuando era joven, y conocía los milagros que se llevaban a cabo en ellos. No era un motivo muy respetable, pensó Lázaro, pero al menos era un motivo humano, y Mondschein era humano debajo de sus branquias y piel azul. «Como todos nosotros —comprendió Lázaro—. Aunque ellos no lo sean.»

Miró a los impulsores. Eran venusinos de la quinta y sexta generaciones. Portaban la semilla de la Tierra, pero eran muy diferentes de la estirpe original. Las primeras manipulaciones genéticas que había adaptado la humanidad a la vida en Venus fueron un éxito; estos muchachos ya no eran humanos. Jugaban con entusiasmo. Ahora ya les costaba muy poco esfuerzo transportar objetos a grandes distancias. Podían enviarse mutuamente al otro extremo de Venus en un instante, o plantar un pedrusco en la Tierra en una o dos horas. No podían autotransportarse, porque necesitaban un fulcro para producir el impulso. Pero esto era lo de menos. No podían saltar de un lugar a otro en virtud de sus poderes individuales, pero sí en colaboración mutua.

Lázaro no se cansaba de mirarles: aparecían, desaparecían, saltaban, movían objetos. Simples niños que todavía no dominaban con maestría su talento. ¿De qué poder gozarían cuando madurasen por completo?, se preguntó.

¿Y cuántos morirían para lograr que la humanidad saltara por encima de sus barreras actuales?

Un pájaro de alas en forma de sierra, débilmente luminoso a la luz del anochecer, cruzó el cielo en diagonal por encima de los árboles. Uno de los impulsores levantó la vista, sonrió, se apoderó del ave y la envió por el aire a medio kilómetro de distancia. Se escuchó un graznido de rabia, distante pero audible.

—El trato está cerrado —dijo Lázaro—. Ayudamos a Vorst, y Vorst se va. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —se apresuró a decir Mondschein.

—De acuerdo —murmuró Martell, arrastrando los pies por el musgo grisáceo que festoneaba la tierra.

—¿Claude? —preguntó Lázaro.

Emory frunció el ceño. Miró a un muchacho de largos miembros, materializado a menos de seis metros de distancia, que volvía de pasear por otro continente. El rostro enjuto de Emory reflejaba una gran tensión.

—De acuerdo —dijo.

7

La cápsula, un obelisco de acero de berilio, medía quince metros de altura: un arca insegura que surcaría el mar de estrellas. Contenía habitaciones para once personas, un ordenador cuyas facultades inspiraban cierto temor reverente y un tesoro subminiaturizado, consistente en todo lo que valía la pena salvar de dos mil millones de años de vida en la Tierra.

—Prepara la cápsula —había indicado Vorst al hermano Capodimonte como si el Sol fuera a convertirse en nova el mes que viene y tuviéramos que salvar lo más importante.

Como antiguo antropólogo, Capodimonte tenía sus propias ideas sobre lo que debía contener un arca semejante, pero procuró no dejarse influir por ellas y cumplir al pie de la letra las instrucciones de Vorst. Un subcomité de hermanos había planeado décadas atrás, con absoluta discreción, una expedición interestelar a años vista, que había sufrido sucesivos retoques, por lo que Capodimonte se benefició del pensamiento de otros hombres. Una comodidad suplementaria.

Existían algunos preocupantes componentes de misterio en el proyecto. Por ejemplo, no conocía la naturaleza del planeta al que se dirigirían los pioneros. Nadie lo sabía. Desde esta distancia, no había forma de saber si albergaría vida de tipo terrestre.

Los astrónomos habían localizado cientos de planetas esparcidos por otros sistemas. Algunos podían ser vistos de forma borrosa mediante los sensores telescópicos; la existencia de otros se deducía gracias a los cálculos de órbitas estelares irregulares. Pero los planetas estaban allí. ¿Darían la bienvenida a los terrícolas?

De los nueve planetas que componían el sistema solar, sólo uno era habitable… Un tanto por ciento pesimista para otros sistemas. Había costado dos generaciones de duro trabajo terraformar Marte; los once pioneros ni siquiera podrían hacer esto. Convertir a los hombres en venusinos había exigido los más sofisticados adelantos genéticos, algo impensable para los viajeros. Deberían encontrar un mundo a su medida o fracasar.

Los espers de Santa Fe afirmaban que existían mundos apropiados. Habían escrutado los cielos, extendido su mente y establecido contacto con planetas tangibles y habitables. ¿Ilusión? ¿Engaño? Capodimonte no estaba en condiciones de poder precisarlo.

Reynolds Kirby, preocupado por el proyecto desde el primer momento, fue a ver a Capodimonte.

—¿Es verdad que ni siquiera saben a qué estrella se dirigen? —preguntó.

—Es verdad. Han detectado emanaciones procedentes de algún lugar. No me preguntes cómo. Tal como está previsto, nuestros espers se encargarán de guiar la nave, y sus impulsores de propulsión. Nosotros encontramos, ellos nos elevan.

—¿Un viaje a cualquier parte?

—A cualquier parte corroboró Capodimonte—. Practican un agujero en el cielo y envían la cápsula a través. No viaja por el espacio normal, sea lo que sea el espacio normal. Aterriza en el planeta con el que nuestros espers afirman haber conectado y envían un mensaje, diciéndonos dónde están. Recibiremos el mensaje dentro de una generación. Pero, entretanto, ya habremos enviado otras expediciones. Un viaje sólo de ida a ninguna parte. Y Vorst es el primero en apuntarse.

Kirby meneó la cabeza.

—Es difícil de creer, ¿no? Pero es evidente que será un éxito.

—¿Sí?

—Sí. Vorst ordenó a sus osciladores que echaran un vistazo. Le han dicho que llegará sano y salvo; por eso tiene tantas ganas de lanzarse hacia esa negrura: sabe por adelantado que no correrá ningún riesgo.

—¿Tú te lo crees? —preguntó Capodimonte, pasando las hojas del inventario.

—No.

Ni tampoco el hermano Capodimonte, pero no puso objeciones al papel que le habían adjudicado. Estaba presente en la reunión del Consejo cuando Vorst anunció sus sorprendentes intenciones, y había oído a Reynolds Kirby defender con gran elocuencia que se le permitiera partir al Fundador. La tesis de Kirby fue de lo más acertado, considerando el contexto de pesadillas que rodeaba todo el proyecto. Y la cápsula partiría, impulsada por el esfuerzo común de algunos muchachos de piel azul, y guiada a través de los cielos por las mentes dispersas de los espers de la Hermandad, y Noel Vorst jamás volvería a andar sobre la Tierra.

Capodimonte consultó sus listas:

Comida.

Ropas.

Libros.

Herramientas.

Equipo Médico.

Aparatos de comunicación.

Armas.

Fuentes de energía.

La expedición estaba convenientemente pertrechada para su aventura, pensó Capodimonte. Todo el proyecto podía ser una locura, o la mayor empresa llevada jamás a cabo por el hombre; el hermano Capodimonte no se decidía por una u otra posibilidad, pero de algo estaba seguro: la expedición estaba convenientemente pertrechada. El se había encargado de ello.

8

Era el día de la partida. El frío viento de invierno azotaba Nuevo México en aquel día de finales de diciembre. La cápsula se erguía en una llanura desértica, a dieciocho kilómetros del centro de investigaciones de Santa Fe. El paisaje que se extendía hasta el horizonte rebosaba de artemisa, enebros y pinos piñoneros, y el perfil de las montañas se alzaba a lo lejos. Aunque se hallaba bien aislado, Reynolds Kirby se estremeció cuando el viento asoló la llanura. Dentro de pocos días empezaría el año 2165, pero Noel Vorst no se quedaría para darle la bienvenida. Kirby todavía no se había acostumbrado a la idea.

Los impulsores de Venus habían llegado una semana antes. Eran veinte, y como vivir todo el tiempo en trajes respiratorios les perjudicaba, los vorsters habían erigido para alojarles un edificio rematado por una cúpula que reproducía en parte las condiciones ambientales de Venus; unos tubos bombeaban en su interior la inmundicia venenosa que estaban acostumbrados a respirar. Lázaro y Mondschein les acompañaron, y se encerraron con ellos en el edificio para ponerlo todo a punto.

Mondschein se quedaría después del acontecimiento para someterse a una revisión general en Santa Fe. Lázaro regresaría a Venus al cabo de dos días, pero antes se reuniría con Kirby en una mesa de conferencias para elaborar las cláusulas básicas de la nueva entente. Se habían encontrado brevemente sólo una vez, doce años atrás. Desde la llegada de Lázaro a la Tierra, Kirby había hablado en alguna ocasión con él, llegando a la conclusión de que no resultaría difícil alcanzar un acuerdo con el profeta armonista, pese a que era un hombre decidido y obstinado. Al menos, así lo esperaba.

Ahora, en la desolada llanura, los altos dirigentes de la Hermandad de la Radiación Inmanente se estaban congregando para contemplar la desaparición de su jefe. Kirby paseó la mirada a su alrededor y vio a Capodimonte, Magnus, Ashton, Langholt y muchos más, docenas de miembros integrados en los grados medios de la organización. Todos le miraban. No podían ver a Vorst, que ya se encontraba en la cápsula, junto con los demás miembros de la expedición. Cinco hombres, cinco mujeres y Vorst. Todos eran menores de cuarenta años, sanos, capacitados y resistentes. Y Vorst. Los aposentos del Fundador en la cápsula eran cómodos, pero era absurdo pensar que el viejo pudiera zambullirse en el universo de esta forma.

El supervisor Magnus, coordinador europeo, se colocó junto a Kirby. Era un hombre bajo y de rasgos afilados que, como la mayoría de dirigentes de la Hermandad, servía en sus filas desde hacía más de setenta años.

—Se va de verdad —dijo Magnus.

—Sí, pronto. No cabe duda.

—¿Has hablado con él esta mañana?

—Brevemente. Parece muy tranquilo.

—Parecía muy tranquilo cuando nos bendijo anoche. Casi alegre.

—Se quita un gran peso de encima. Tú también estarías alegre si fueras a volar hacia el cielo, desembarazándote de tus responsabilidades.

—Ojalá pudiéramos evitarlo.

Kirby se volvió y miró con franqueza al hombrecillo.

—Es necesario —dijo—. Debe ser así, de lo contrario el movimiento fracasaría en el momento de su mayor triunfo.

—Sí, ya oí tu discurso ante el Consejo, pero…

—Hemos culminado nuestra primera etapa de evolución. Ahora necesitamos extender nuestra leyenda. La partida de Vorst, simbólicamente, tiene un valor inestimable para nosotros. Asciende a los cielos, permitiéndonos proseguir su trabajo y avanzar hacia nuevas metas. Si se quedara, empezaríamos a contar el tiempo. Ahora, su glorioso ejemplo servirá para inspirarnos. Vorst abrirá el camino hacia nuevos mundos, y nosotros nos quedaremos para engrandecer la fundación que nos lega.

—Hablas como si te lo creyeras.

—Lo creo. No fue así al principio, pero Vorst tenía razón. Dijo que yo comprendería por qué se iba, y acertó. Es diez veces más valioso para el movimiento marchándose que permaneciendo aquí.

—Ya no se contenta con ser Jesucristo y Mahoma —murmuró Magnus—. Se empeña en ser Moisés, y también Elias.

—Nunca creí que te oiría hablar de él tan irrespetuosamente.

—Yo tampoco. ¡No quiero que se vaya, maldita sea!

Kirby se asombró al ver que las lágrimas brillaban en los pálidos ojos de Magnus.

—Precisamente por eso se marcha —dijo Kirby, y los dos hombres se quedaron en silencio.

Capodimonte se acercó a ellos.

—Todo está dispuesto —anunció—. Lázaro me ha informado de que los impulsores ya están conectados en serie.

—¿Y nuestros espers? —preguntó Kirby.

—Están preparados desde hace una hora.

Kirby miró la reluciente cápsula.

—Terminemos cuanto antes —dijo.

—Síaprobó Capodimonte—. Es lo mejor.

Kirby sabía que Lázaro estaba esperando su señal. A partir de ahora, él daría todas las señales, al menos en la Tierra. Esta idea, sin embargo, ya no le inquietaba. Se había adaptado a la situación. Estaba al mando.

Insignias simbólicas atestaban el campo: iconos armonistas, un gran reactor de cobalto, la parafernalia de los dos cultos que ahora se fusionaban. Kirby hizo un gesto a un acólito, y las barras de protección fueron retiradas. La cápsula cobró vida.

El Fuego Azul bailó por encima del reactor, y su resplandor bañó el casco de la cápsula. Una luz fría, la radiación Cerenkov, el símbolo vorster, destelló en la meseta, y de la multitud arracimada se elevó un sonido fervoroso, las letanías susurradas, las recapitulaciones murmuradas de las franjas del espectro. Entretanto, el hombre que había inventado la oración se hallaba oculto dentro de aquella lágrima de acero, en el centro de la concurrencia.

La llamarada del Fuego Azul era la señal que aguardaban los venusinos concentrados en el edificio próximo. Había llegado el momento de aunar sus poderes e impulsar la cápsula hacia el espacio, plantando el pie del hombre en un nuevo mundo, en las estrellas.

—¿A qué están esperando? —preguntó Magnus en tono quejumbroso.

—Quizá no lo consigan —dijo Capodimonte.

Kirby no dijo nada. Y entonces empezaron a conseguirlo.

9

Kirby no sabía bien lo que esperaba. Se había imaginado en sus fantasías a una docena de venusinos bailando alrededor de la cápsula, unidas las manos, sus frentes palpitando por el esfuerzo de elevar el vehículo y lanzarlo al espacio. Sin embargo, los venusinos no estaban a la vista; se hallaban encerrados en su cúpula, a centenares de metros de distancia, y Kirby tuvo la sospecha de que ni habían enlazado las manos ni mostraban señales externas de esfuerzo.

En sus ensueños también se había imaginado a la cápsula despegando como un cohete, elevándose unos metros del suelo, bamboleándose ligeramente, subiendo un poco más, remontándose de repente, cruzando el cielo con una marcada trayectoria, disminuyendo de tamaño, perdiéndose de vista al fin. Pero, claro, la realidad no se ajustaría a sus visiones.

Esperó. Pasó un largo momento.

Pensó en Vorst, aterrizando en otro planeta. ¿Tal vez en un mundo habitado? ¿Qué efecto produciría Vorst al llegar a este territorio virgen? Vorst era una fuerza irresistible, terrorífica y única. A donde fuera, transformaría todo cuanto le rodeara. Kirby sintió pena por los diez desventurados pioneros que gozarían de los consejos continuados de Vorst. Se preguntó qué clase de colonia fundarían.

Fuera cual fuese, tendría éxito. El éxito era algo natural en Vorst. Era espantosamente viejo, pero todavía poseía una increíble vitalidad. El Fundador parecía saborear el desafío de comenzar de nuevo. Kirby le deseó buena suerte.

—Allá van —susurró Capodimonte.

Era verdad. La cápsula seguía en tierra, pero el aire que la rodeaba oscilaba, como agitado por las oleadas de calor que surgían de la tierra reseca y arenosa.

Entonces, la cápsula desapareció.

Eso fue todo. Kirby miró el lugar vacío donde había estado. Vorst había ascendido a los cielos, y en algún lugar se había abierto una puerta.

—Existe una Unidad de la que toda vida brota —dijo alguien en voz baja detrás de Kirby—. A la infinita variedad del universo le debemos…

—Hombre y mujer, estrella y piedra, árbol y ave… —dijo otra voz.

—En nombre del espectro, del cuanto y del sagrado angstrom… —dijo otra.

Kirby no se quedó a escuchar las familiares oraciones, ni tampoco rezó. Miró brevemente una vez más aquel punto vacío del desierto, y después levantó la vista hacia el cielo intensamente azul, que empezaba a oscurecerse ante la inminente llegada del ocaso. Se había consumado. Vorst se había ido, dando por finalizada su misión en la Tierra, y ahora les llegaba el turno a los hombres inferiores. El camino estaba abierto. La humanidad podía desparramarse por los cielos. Tal vez. Tal vez.

Solo entre la muchedumbre de fieles, Kirby dio la espalda al ahora lugar sagrado desde el que Vorst había ascendido a los cielos. Kirby, con mucha parsimonia, una alta figura cuya sombra se alargaba varios metros, se alejó del lugar donde Noel Vorst había estado, hacia el lugar donde David Lázaro le estaba esperando para hablar con él.

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