CUATRO Lázaro, levántate y anda 2152

1

La Monopista Uno de Marte, la arteria principal, corría de este a oeste como una faja de cemento que bordeaba el hemisferio occidental del planeta. Al norte se extendía la Región del Lago, con sus fértiles campos; al sur, más cerca del ecuador, se encontraba el anillo de vibrantes estaciones compresoras, tan fundamentales en la realización del milagro. El ojo observador podía reconocer todavía los viejos cráteres y hendiduras del paisaje, ocultos ahora bajo una capa de hierba cortada y ocasionales bosques de pinos.

Los pilones de cemento grises de la monopista avanzaban hacia el horizonte. De la arteria surgían ramales que conducían a los poblados de las regiones remotas, y se construían nuevos ramales a medida que se alzaban más poblados. Desde un punto de vista logístico, habría sido más sencillo que todos los marcianos vivieran en una macrociudad, pero los marcianos no estaban dispuesto a ello.

Ahora se estaba construyendo el ramal 7Y, que avanzaba mediante torpes curvas hasta el nuevo poblado de los lagos Beltran. Ya se habían alzado pilones de sostén en las tres cuartas partes del trayecto que separaba la Monopista Uno del poblado; un enorme transportapilones avanzaba por la campiña, aspirando la arena de los diez metros anteriores y escupiendo planchas de cemento que clavaba en tierra. Aspirar, escupir, clavar y vuelta a empezar: aspirar, escupir, clavar. La máquina se movía con rapidez, guiada por un cerebro homeostático que la mantenía en funcionamiento. Detrás venían las otras máquinas que armaban la pista entre los pilones y enlazaban las líneas de utilidad pública que seguirían el trazado de la ruta. Los colonos marcianos disponían de muchos milagros, pero el impulsador de microondas de la energía eléctrica ordinaria no era uno de ellos, todavía no, y era preciso enlazar las líneas de un lugar a otro, como en la Edad Media.

El sistema de la monopista estaba pensado para transportar grandes pesos. Los marcianos, como todo el mundo, utilizaban torpedos para trasladarse de un sitio a otro, pero los pequeños y ligeros vehículos no servían para embarcar materiales de construcción, y este planeta aún tenía que construirse, ahora que la fase de reconstrucción había concluido. Los terraformadores se habían ido. En el año de gracia de 2152, Marte era un valle frondoso, y la inminente tarea consistía en introducir una civilización en el ya habitable planeta. La población marciana se contaba por millones. Habían superado la etapa colonizadora y deseaban establecerse para disfrutar los placeres de la prosperidad económica. Y la monopista avanzaba, kilómetro a kilómetro, bordeando los mares y salvando lagos y ríos.

Máquinas inteligentes se encargaban de los trabajos pesados. Los hombres, sin embargo, vigilaban en todo momento a las máquinas. Siempre podía suceder que la homeostasis se descompensara y el transportapilones se volviera loco. Había ocurrido años antes. Los relés de cierre se habían borrado del circuito, y antes de que nadie pudiera impedirlo había veinticinco kilómetros de pilones entrecruzados en el lago Holliman…, a ochocientos metros bajo las aguas. Los marcianos odiaban el despilfarro. Las máquinas habían demostrado que no se podía confiar en ellas por completo, y por tanto las vigilaban.

Dos personas se encargaban de supervisar la construcción de este ramal en particular de la Monopista Uno: un hombre de sesenta y ocho años, delgado y tostado por el sol, llamado Paul Weiner, que tenía buenas conexiones políticas, y un hombre regordete y pelirrojo llamado Hadley Donovan, que no las tenía. Los pelirrojos escaseaban en Marte, por las habituales razones estadísticas, y también los hombres gordos, aunque no tanto como antes. La vida se había hecho más sedentaria, al igual que los jóvenes marcianos. A Hadley Donovan le divertían las peculiaridades de sus antepasados, siempre armados con pistolas, con su rígida etiqueta, sus cuerpos teatralmente estirados, su aire de gran importancia. Esos amaneramientos tal vez habían sido necesarios en los días de los pioneros, pensaba Donovan, pero llevaban treinta años pasados de moda. Se había permitido el lujo de una modesta panza. Sabía que Paul Weiner le despreciaba.

El sentimiento era mutuo.

Los dos hombres estaban sentados codo con codo en un vehículo oruga, avanzando lentamente por el paisaje, aún virgen de carretera, cuarenta kilómetros por delante de la flotilla de transportapilones. Los radiofaros de respuesta emitían un blip a intervalos regulares; en el tablero de control que había frente a ellos se encendían y apagaban colores con un brillo evanescente. Weiner debía controlar el trabajo de la flotilla de transportapilones; Donovan inspeccionaba el rumbo planificado previamente de la pista, buscando bolsas de subsuelo blando que el construyepilones no sería capaz de detectar.

Donovan intentaba realizar ambas tareas a la vez. No se atrevía a confiar ninguna responsabilidad laboral real a un enchufado político como Weiner. Este era sobrino de Nat Weiner, que ocupaba altos cargos en consejos directivos, tenía ciento y pico años de edad y viajaba a la Tierra cada tanto para que los vorsters le extrajeran el páncreas, los riñones y las arterias carótidas y le implantaran prácticos sustitutos artificiales. Probablemente, Nat Weiner iba a vivir para siempre, y se dedicaba a colocar poco a poco miembros de su familia en todas las ramas de la administración pública. Hadley Donovan, empeñado en supervisar un trabajo que realmente exigía toda la atención de dos hombres, sintió una vaga desesperación mientras examinaba su cuadro de mandos y dirigía una mirada disimulada a Weiner cada treinta segundos, más o menos.

Una luz púrpura apareció en la Pantalla de Anomalías. Donovan experimentó una leve curiosidad, pero estaba demasiado ocupado con su propio cometido para mencionarlo a Weiner.

—Capto algo extraño, Donovan —dijo en aquel momento Weiner, arrastrando las palabras. ¿Qué opina, cuidadano?

Donovan frenó el vehículo oruga y estudió el cuadro de mandos.

—Parece una cueva de roca subterránea. A unos… seis u ocho kilómetros de la pista.

—¿Cree que deberíamos echar un vistazo?

—¿Para qué? La pista no pasa por las cercanías.

—¿No siente curiosidad? Tal vez sea la cripta de un tesoro oculto por los antiguos marcianos.

Donovan no se dignó responder al comentario.

—¿Qué le parece que es, pues? —insistió Weiner—. Tal vez sea una caverna horadada por una corriente subterránea, ¿no cree? El subsuelo de Marte contenía grandes masas de agua antes de que terraformaran el planeta. Los ríos corrían bajo el desierto.

—Puede que se trate tan sólo de una oquedad practicada por los ingenieros terraformadores —respondió Donovan, irritado—. No comprendo por qué… Oh, maldita sea. Está bien. Vayamos a investigar. Paralicemos toda la obra durante media hora. ¿Qué más me da?

Empezó a mover interruptores.

Era una interrupción absurda y estúpida, pero había que satisfacer la curiosidad del viejo. ¡La cueva del tesoro! ¡Corrientes subterráneas! Donovan se vio forzado a admitir que no se le ocurría ningún motivo racional para que hubiera en este lugar una bolsa de espacio abierto subterráneo. Geológicamente, carecía de sentido.

Se desviaron en dirección al punto. Se hallaba a unos seis metros bajo sus pies, y la superficie estaba cubierta de hierba, que en apariencia no había sido hollada. Una sonda sonora confirmó que la cripta tenía tres metros de largo, casi cuatro de ancho y unos dos y medio de profundidad. Donovan estaba convencido de que era obra de los terraformadores. En cualquier caso, no constaba en ningún plano. Llamó a un robot excavador y lo puso a trabajar.

El techo de la cripta quedó al descubierto al cabo de diez minutos: una placa de cristal fusionado verde. Donovan se estremeció un poco.

—Creo que hemos localizado una tumba, ¿no cree? —dijo Weiner.

—Dejémoslo correr. No es nuestro problema. Haremos un informe y…

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Weiner, y deslizó su mano en una abertura. Dio la impresión de que acariciaba algo en el interior. Sacó rápidamente la mano cuando un resplandor amarillo se derramó sobre la parte superior de la cripta.

—Que la bendición de la armonía eterna sea con vosotros, amigos —dijo una voz—. Habéis llegado al lugar de descanso temporal de Lázaro. Asistencia médica cualificada me revivirá. Solicito vuestra ayuda. Os ruego que no intentéis abrir esta cripta si no es con asistencia médica cualificada.

Silencio.

—Que la bendición de la armonía eterna sea con vosotros, amigos —repitió la voz—. Habéis llegado al lugar…

—Un cubovoz —murmuró Donovan.

—¡Mire! —jadeó Weiner, señalando el techo de la cripta. El cristal, iluminado desde abajo, ahora era transparente. Donovan divisó una cripta rectangular. Un hombre delgado, de rostro afilado, yacía de espaldas en una solución nutritiva; cables alimentadores estaban conectados a sus extremidades y tronco. Era como una Cámara de la Nada, pero mucho más complicada. El durmiente sonreía. Había símbolos misteriosos escritos en las paredes de la cámara. Donovan los reconoció como símbolos armonistas, aquel culto venusino. Se sintió confundido. ¿Cómo habían llegado hasta aquí?

—El lugar del descanso temporal de Lázaro —dijo el cubovoz. Lázaro era el profeta de los armonistas. Para Donovan, todas aquellas religiones eran anodinas. Ahora tendría que informar del descubrimiento, se retrasaría la construcción de la pista, adquiriría sin quererlo cierto prestigio y…

Y nada de esto habría ocurrido si Weiner se hubiera quedado adormilado como de costumbre. ¿Por qué se había fijado en la anomalía que reflejaba el cuadro de mandos? ¿Por qué?

—Será mejor que se lo digamos a alguien —apuntó Weiner—. Creo que es importante.

2

En un pequeño edificio oculto en la jungla de Venus, ocho hombres que no eran hombres se hallaban frente a un noveno. Todos tenían la piel azul cianótica de Venus, aunque sólo tres la tenían de nacimiento. Los demás eran productos de la cirugía, terrícolas convertidos en venusinos. No sólo su cuerpo había sido transformado. Los seis alterados habían sido vorsters en un período de su desarrollo espiritual.

Los vorsters eran los seres más poderosos de la Tierra. Pero esto no era la Tierra, sino Venus, y Venus estaba en manos de los armonistas, llamados en ocasiones los lazaristas por el apellido de su fundador mártir, David Lázaro. Lázaro, el profeta de la Armonía Trascendente, había sido asesinado por seguidores de los vorters más de sesenta años antes. Ahora, para consternación de los fieles…

—Hermano Nicholas, ¿puedes informarnos? —preguntó Christopher Mondschein, la cabeza visible de los armonistas de Venus.

Nicholas Martell, un hombre delgado y obstinado de edad madura, miró a sus ocho colegas con aire de preocupación. Había dormido poco durante los últimos días, y su equilibrio había padecido profundos sobresaltos. Martell había viajado a Marte para verificar el asombroso informe llegado a los tres planetas poco antes.

—Coincide con el artículo periodístico. Dos trabajadores se toparon con la cripta mientras supervisaban la construcción del ramal de la monopista.

—¿Viste la cripta? —preguntó Monschein.

—Vi la cripta. La rodeaba un cordón de seguridad.

—¿Y Lázaro?

—Se veía una figura en el interior de la cripta. Coincidía con la imagen de Lázaro que se guarda en Roma. Se parecía a todos a los retratos. La cripta es una especie de Cámara de la Nada, y la figura está embutida en su interior. Las autoridades marcianas han examinado el sistema de circuito de la cripta, y dicen que probablemente estallará en pedazos si alguien los manipula de forma indebida.

—La figura —insistió un hombre de mejillas huecas llamado Emory—. ¿La figura es de Lázaro?

—Se parece a Lázaro —dijo Martell—. Recuerde que nunca vi a Lázaro en persona. Yo aún no había nacido cuando él murió. Si es que murió.

—No diga eso —bufó Emory—. Todo es un fraude. Lázaro murió, y punto. Fue arrojado al convertidor. No queda nada de él, salvo protones, electrones y neutrones.

—Así lo afirma nuestra Escritura —le concedió Mondschein. Cerró los ojos un momento. Era el mayor de los presentes. Llevaba sesenta años en Venus y había conducido a esta rama del movimiento hasta su posición dominante actual—. Siempre cabe la posibilidad de que nuestro texto esté alterado.

—¡No! —exclamó Emory, joven y conservador—. ¿Cómo puede decir eso?

Mondschein se encogió de hombros.

—Los primeros años de nuestro movimiento, hermano, están envueltos en la duda. Sabemos que Lázaro existió, que trabajó con Vorst en Santa Fe, que discutió con Vorst sobre los procedimientos y que fue asesinado, o al menos apartado. Ya no queda nadie en el movimiento que estuviera relacionado directamente con Lázaro. Nosotros no vivimos tanto como los vorsters, ya lo sabe. Por tanto, si Lázaro no fue arrojado al convertidor, sino simplemente trasladado a Marte en estado de animación suspendida y conectado a una Cámara de la Nada durante sesenta o setenta años…

Se hizo el silencio en la habitación. Martell dirigió a Mondschein una dolida mirada de soslayo.

—¿Qué pasará si revive y afirma que es Lázaro? —habló por fin Emory—. ¿Qué ocurrirá con el movimiento?

—Si llega el caso, lo afrontaremos —replicó Mondschein—. Según el hermano Nicholas, parece que existen dudas sobre la posibilidad de abrir la cripta.

—Exacto —corroboró Martell—. Si está preparada para estallar cuando se manipule…

—Ojalá —interrumpió el hermano Ward, que aún no había hablado—. Para nuestros propósitos, el mejor Lázaro es el Lázaro mártir. Podemos conservar la tumba como un lugar de culto, enviar peregrinos y, tal vez, lograr que los marcianos se interesen. Pero, si vuelve a la vida y empieza a estropear las cosas…

—Lo que hay en esa cripta no es Lázaro —dijo Emory.

Mondschein le miró, estupefacto. Emory parecía a punto de sufrir un ataque de nervios.

—Quizá le convenga descansar un poco —sugirió Mondschein—. Se toma este asunto demasiado a pecho.

—Es un asunto muy inquietante, Christopher —dijo Martell—. Si hubieras visto la figura de la cripta… Parece tan angelical, tan confiado en la resurrección…

Emory gruñó. Mondschein frunció el ceño un momento, y en respuesta la puerta se abrió y entró un nativo venusino, uno de los espers que los armonistas llevaban tanto tiempo recogiendo en Venus.

—El hermano Emory está cansado, Neerol —dijo Mondschein. El venusino asintió con la cabeza. Su mano se cerró sobre la muñeca de Emory, púrpura oscuro sobre añil intenso. Se formó un nexo. Se produjo un momentáneo flujo neural. Se abrieron algunas compuertas en el cerebro de Emory. Éste se relajó y el venusino le condujo fuera de la sala.

Mondschein paseó su mirada alrededor.

—Hemos de proceder sobre la hipótesis —dijo— de que el auténtico cuerpo de David Lázaro ha aparecido en Marte, de que nuestro libro está equivocado acerca de su destino y de que existe la posibilidad de que el cuerpo enterrado en la cripta pueda ser devuelto a la vida. La pregunta es: ¿cómo vamos a reaccionar?

Martell, que había visto la cripta y ya nunca volvería a ser el mismo, fue el encargado de responder.

—Sabéis que siempre me he mostrado escéptico sobre el valor carismático de la historia de Lázaro. No obstante, considero que la situación nos puede proporcionar ciertos beneficios. Si conseguimos apoderarnos de la cripta y convertirla en el centro simbólico de nuestro movimiento… Algo que cautive la imaginación de la gente…

—Exactamente —aprobó Ward—. Poseer un mito siempre ha constituido nuestro mayor atractivo. La competencia cuenta con Vorst y sus milagros médicos, Santa Fe y todo eso, pero carece de algo que conmueva el corazón. Nosotros nos hemos aprovechado del martirio de Lázaro para controlar Venus, cosa que los vorsters jamás pudieron hacer. Y ahora que Lázaro resucita de entre los muertos…

—Vas desencaminado —dijo Mondschein—. Lo ocurrido en Marte no concuerda con la leyenda. No estaba previsto que Lázaro resucitara. Fue reducido a átomos. Imagínate que unos arqueólogos descubrieran que Cristo no fue crucificado, sino decapitado. Imagínate que saliera a la luz que Mahoma nunca puso el pie en La Meca. Si ese hombre es realmente Lázaro, significa que nuestra propia mitología nos ha jugado una mala pasada. Podría destruirnos. Podría hacer naufragar todos nuestros logros.

3

A cuarenta y cinco kilómetros de la pintoresca ciudad de Santa Fe, los laboratorios del Centro de Investigaciones Biológicas Noel Vorst se alzaban en el interior de un anillo de montañas oscuras. En este lugar, los cirujanos transformaban seres vivos en extraterrestres. En este lugar, los técnicos manipulaban genes laboriosamente. En este lugar, familias de espers se sometían a incesantes rondas de experimentos, y hombres biónicos empujaban sin piedad a sus cobayas humanos hacia un nuevo estadio de la existencia. El Centro era una máquina poderosa, que trabajaba con un propósito firme y determinado.

Hombres inconcebiblemente viejos constituían el corazón de la máquina.

El núcleo del movimiento se hallaba en el edificio rematado por una cúpula situado cerca del salón de actos principal, donde Noel Vorst residía cuando se trasladaba a Santa Fe. Vorst, el Fundador, reconocía más de un siglo y cuarto de existencia. Algunos decían que estaba muerto, que el Vorst que aparecía a veces en las capillas de la Hermandad era un robot, un simulacro. A Vorst le divertían tales rumores. A estas alturas, la mayor parte de su cuerpo era artificial, pero sin duda estaba vivo, y no tenía la menor intención de morir. Si hubiera planeado morir, jamás se habría tomado la molestia de fundar la Hermandad de la Radiación Inmanente. Los primeros años habían sido muy duros. No es agradable ser considerado un chiflado.

Entre quienes habían considerado a Vorst un chiflado en aquellos días se encontraba su actual lugarteniente, el Coordinador Hemisférico Reynolds Kirby. Este se había unido a la Hermandad en una época de crisis personal, buscando algo a lo que aferrarse en medio del vendaval. Ocurrió en 2077. Setenta y cinco años más tarde, continuaba aferrado. A estas alturas ya era el alter ego de Vorst, un anexo del alma del Fundador.

Sin embargo, el Fundador no había confiado en Kirby para manejar el problema de Lázaro. Por primera vez en muchos años, Vorst había guardado reserva sobre los detalles de un plan. Había cosas que no se podían compartir. Cuando se trataba de temas relacionados con David Lázaro, Vorst los mantenía in pectore, incapaz de confiar ni siquiera en Kirby.

El Fundador se mecía en un balancín de espuma trenzada que le evitaba padecer casi todos los rigores de la gravedad. En otros tiempos había sido un gigante vigoroso y dinámico, y aún hacía uso de estas virtudes si la ocasión lo requería, pero prefería la comodidad. Era necesario que se reservara las fuerzas. Su plan había funcionado bien, pero sabía que podía fracasar sin su guía.

Kirby, labios finos, cabello grisáceo, cuerpo compuesto en su mayor parte de órganos artificiales como el de Vorst, estaba sentado frente a él. Los laboratorios vorsters ya no precisaban esos torpes artilugios mecánicos para prolongar la juventud. Durante la generación anterior habían conseguido estimular la regeneración desde dentro, el renacimiento del cuerpo, sin duda el método más preferible. Kirby había nacido demasiado pronto, al igual que Vorst. Para ellos, el camino hacia la inmortalidad condicional pasaba por la sustitución de órganos. Con suerte, vivirían dos o tres siglos más, sometiéndose a revisiones periódicas. Los hombres más jóvenes, aquellos que se habían integrado en el movimiento durante los últimos cuarenta años, tenían una esperanza de vida que se elevaba a varios cientos de años. Vorst sabía que algunas de la personas que actualmente vivían nunca morirían.

—Sobre el asunto de Lázaro… —dijo Vorst.

Su voz provenía de un vocoder. Le habían extirpado la laringe sesenta años antes. Sin embargo, el efecto resultaba bastante conseguido.

—Podríamos infiltrar a nuestros hombres —respondió Kirby—, con la ayuda de Nat Weiner. Lanzaremos una bomba sobre esa cripta y le concederemos al señor Lázaro el descanso eterno.

—No.

—¿No?

—Por supuesto que no —dijo Vorst. Bajó los protectores que lubricaban sus ojos—. No debe ocurrirle nada a esa cripta ni al hombre que hay en su interior. Nos infiltraremos, desde luego. Tendrás que utilizar tu influencia con Weiner, pero no para destruir. Vamos a resucitar a Lázaro.

—Que vamos a…

—Como presente para nuestros amigos, los armonistas. Para demostrar nuestro gran efecto hacia nuestros hermanos en la Unidad.

—No —dijo Kirby. Los músculos de su rostro descarnado se tensaron, y Vorst advirtió que estaba realizando ajustes en la adrenalina, intentando conservar la calma ante este asalto a su lógica—. Es el profeta de los herejes. Sé que tienes tus motivos para alentarles a expandirse en ciertos lugares, Noel, pero devolverles su profeta… No tiene sentido.

Vorst golpeó con el dedo un adorno de su escritorio. Se abrió un compartimiento y apareció el libro de Lázaro, las escrituras herejes. A Kirby pareció sorprenderle su presencia allí, en el cuartel general del movimiento.

—Lo has leído, ¿verdad? —preguntó Vorst.

—Por supuesto.

—Te hace saltar las lágrimas. Cómo asaltaron mis desvergonzados seguidores a ese gran y bondadoso hombre llamado David Lázaro y le dieron muerte. Uno de los actos más blasfemos desde la Crucifixión, ¿eh? La mancha de nuestro historial. Somos los malos de la historia de Lázaro. Y aquí tenemos a Lázaro, conservado en salmuera en Marte durante los últimos sesenta años. Pese a lo que el libro afirma, no se le aniquiló físicamente. Estupendo. ¡Espléndido! Emplearemos todos los recursos de Santa Fe en la tarea de devolverle la vida. El gran gesto ecuménico. Sabrás sin lugar a dudas que abrigo la esperanza de reunifícar las dos ramas escindidas de nuestro movimiento.

Los ojos de Kirby brillaron por un momento.

—Llevas diciendo eso sesenta o setenta años, Noel. Desde que los armonistas se separaron. ¿Lo dices en serio?

—Soy sincero en todo. Claro que les haré volver. Bajo mis condiciones, naturalmente, pero serán bienvenidos. Todos servimos a la misma causa de manera diferente. ¿Conociste a Lázaro?

—La verdad es que no. Yo no era muy importante en la Hermandad cuando él murió.

—Lo había olvidado. Me cuesta ubicar a todo el mundo en su molde temporal. Confundo los períodos. Aun así… Tú ascendías hacia la cumbre cuando Lázaro se escindió. Yo respetaba a ese hombre, Kirby. Sentí su muerte, a pesar de su gran equivocación. Mi propósito es redimir el pecado de la Hermandad resucitando a Lázaro. Su apellido es de lo más apropiado, ¿no crees?

Kirby tomó una esfera metálica brillante del escritorio, una especie de pisapapeles, y jugueteó con ella. Vorst esperó. Tenía la esfera a la vista para que los visitantes la tomaran y descargaran sus tensiones en ella. Sabía que, para muchos que acudían a entrevistarse con él, presentarse ante Vorst era como ascender a la cumbre del monte Sinaí para escuchar la Ley. Vorst lo encontraba fascinante. Contempló a Reynolds Kirby, que luchaba consigo mismo.

Por fin, Kirby (el único hombre del planeta que podía tutearle) habló con voz tensa:

—Maldita sea, Noel, ¿a qué clase de juego estás jugando?

—Juego?

—Te encuentro sentado ahí con tu sonrisa de oreja a oreja, me dices que vas a resucitar a Lázaro, me doy cuenta de que haces malabarismos con las líneas maestreas, como si fueran bolas de billar, y no sé de qué va el asunto. ¿Por qué vas a hacerlo? ¿No sería preferible que ese hombre siguiera muerto?

—No. Muerto, es un símbolo. Vivo, puede ser manipulado. Es todo cuanto voy a decirte —los ojos llameantes de Vorst se clavaron en el rostro preocupado de Kirby—. ¿Crees que me estoy volviendo senil? ¿Que he guardado tanto tiempo el plan en mi mente que se ha podrido? Sé lo que estoy haciendo. Necesito a Lázaro vivo, o… o no habría empezado todo esto. Ponte en contacto con Nat Weiner. Apodérate de la cripta como sea. Nos encargaremos de Lázaro aquí, en Santa Fe.

—Muy bien, Noel. Lo que digas.

—Confía en mí.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

Kirby salió de la habitación rodando en su silla. Vorst se relajó, alimentó con hormonas su corriente sanguínea y cerró los ojos. El mundo osciló. Se sintió por un momento arrastrado a la deriva, de vuelta a 2071, y estaba fabricando reactores de cobalto 60 en un sórdido sótano y alquilando habitaciones pequeñas como capillas para su culto. Se replegó, lanzándose hacia adelante, a una velocidad vertiginosa, hacia el borde del ahora y un poco más allá. Vorst era un esper de grado inferior y talento insignificante, pero su mente le jugaba en ocasiones malas pasadas. Echó una mirada al borde del mañana y se ancló con desesperación.

Vorst abrió el comunicador del escritorio con un decisivo golpe de sus dedos y habló unos instantes con un interno del pabellón de «quemados», sin identificarse. Sí, confirmaron al Fundador, había una esper al borde de la extinción. No, no era probable que sobreviviera.

—Prepárenla —dijo Vorst—. El Fundador va a visitarla.

Los ayudantes de Vorst le rodearon, preparándole para el desplazamiento. El anciano se negaba a aceptar la inmovilidad e insistía en llevar una vida lo más activa posible. Un descensor le depositó en la planta baja, y luego, amparado por la cabalgata de aduladores que le acompañaban a todas partes, el Fundador cruzó la plaza principal del recinto y entró en el pabellón de «quemados».

Media docena de espers enfermos, separados por espesos muros y protegidos por miembros de su especie, yacían a las puertas de la muerte. Siempre había espers aplastados por sus propios poderes, espers que, en un momento dado, empleaban más voltaje del que podían controlar y se destruían. Desde el principio, Vorst se había concentrado en salvarles, pues eran los espers que más necesitaba. Actualmente, el tanto por ciento de salvaciones era bueno. Pero no lo bastante bueno.

Vorst conocía la causa de las extinciones. A este pabellón se enviaban los osciladores, anclados de manera insegura en su tiempo. Se columpiaban del pasado al presente, incapaces de controlar sus movimientos, acumulando una carga de fuerza temporal que, al final, destrozaba sus mentes. Era un vértigo mortal; el sentido del tiempo se hacía confuso. El propio Vorst había experimentado ráfagas pasajeras. Durante diez años, casi un siglo antes, se había creído loco, hasta que por fin comprendió. Había visto los límites del tiempo, una visión del futuro que le había despedazado y rehecho, y que, tal como sabía ahora, sólo era un atisbo de lo que los auténticos espers experimentaban.

El caso en cuestión era joven, de sexo femenino y oriental: una combinación fatal, por lo visto. Un ochenta por ciento de las extinciones era de procedencia mongoloide, chicas adolescentes por lo general. Las que poseían ese rasgo no llegaban a la edad adulta. Ésta debía de tener unos dieciséis años, aunque era difícil acertar; aparentaba entre veinte y veinticinco. Yacía retorcida en la cama, casi desnuda, y se tiraba del camisón en su agonía. El sudor perlaba su piel pardoamarillenta. Arqueó la espalda, hizo una mueca y se desplomó. Los pechos que revelaba el camisón eran los de una niña.

Vorsters de hábito azul, advertidos de la presencia del Fundador, rodeaban la cama.

—Sólo le queda una hora de vida, ¿verdad? —preguntó Vorst.

Alguien asintió con la cabeza. Vorst se acercó más a la cama. Aferró el brazo de la muchacha con sus dedos enjutos. Entró otro esper, colocó una mano sobre la de Vorst y la otra sobre la chica, y proporcionó el vínculo que el Fundador deseaba. De repente, se puso en contancto con la joven agonizante.

Su cerebro ardía. Saltaba adelante y atrás en el tiempo, y Vorst saltaba con ella, arrastrado como un autoestopista. La luz brilló en su mente, como si bailaran rayos a su alrededor. El ayer y el mañana se fundieron. Su cuerpo delgado se estremeció como una caña azotada por el viento. Las imágenes danzaban como demonios, figuras sombrías surgían del pasado, oscuros avatares del mañana. «Háblame, háblame, háblame —imploraba Vorst—. ¡Muéstrame el camino!» Se encontraba en el umbral del conocimiento. Había avanzado paso a paso durante setenta años de esta forma, utilizando los cuerpos retorcidos y torturados de estos «quemados» como puentes tendidos hacia el mañana, arrastrándose hacia adelante por sus propios medios, siguiendo las líneas maestras de su grandioso plan.

«Haz que vea», suplicó Vorst.

La figura de David Lázaro dominaba la pauta del mañana, como Vorst sabía que ocurriría. Lázaro se erguía como un coloso, se levantaba a una inesperada resurrección, extendiendo las manos hacia los hermanos ataviados de verde de su herejía. Vorst se estremeció. La imagen osciló y se desvaneció. La frágil mano del Fundador aflojó su presa.

—Ha muerto —dijo—. Sáqueme de aquí.

4

Un anciano había dado la orden, otro obedeció y a un tercero se le pidió un favor. Nat Weiner, del Presidium marciano, siempre estaba deseoso de complacer a su viejo amigo Reynolds Kirby. Se conocían desde hacía más tiempo del que aceptaban admitir.

Weiner, como casi todos los marcianos, no era vorster ni armonista. Los marcianos eran indiferentes a los cultos y mantenían una postura neutral y provechosa. Ahora, en la Tierra, los vorsters equivalían a un gobierno mundial, pues su influencia se hacía sentir en todas partes; para Marte era una cuestión de sentido común estrechar las relaciones con los dirigentes vorsters, puesto que Marte tenía negocios con la Tierra. Venus, el planeta de los hombres adaptados, era un caso diferente. Nadie estaba muy seguro de lo que ocurría allí, salvo que la herejía armonista se había establecido firmemente en los últimos treinta o cuarenta años, y cabía la posibilidad de que un día hablara en nombre de Venus como los vorsters hablaban en nombre de la Tierra. Weiner había servido como embajador de Marte en Venus, y pensaba que comprendía bastante bien a los pieles azules. No le caían muy bien, pero ya no sentía fuertes emociones. Las había dejado atrás al cumplir cien años.

Bien a su pesar, Reynolds Kirby habló cara a cara con Weiner para solicitar un favor. Hacía veinte años que no se veían, desde la última visita de Weiner al centro de rejuvenecimiento de Santa Fe. No era frecuente que se les permitiera a los ateos disfrutar de las técnicas de rejuvenecimiento, pero Kirby, como un favor, había logrado que Weiner y un selecto grupo de sus amigos marcianos acudieran periódicamente para seguir el tratamiento.

Weiner comprendió muy bien que Kirby aceptaba en silencio pagarés por aquellos favores, y que los pagarés deberían liquidarse algún día. Perfecto; lo único importante era sobrevivir. En caso necesario, Weiner se habría convertido en vorster con tal de acceder a Santa Fe. Aunque, por supuesto, eso perjudicara su carrera política en Marte, donde tanto vorsters como armonistas eran considerados subversivos. De esta forma, sin correr riesgos, gozaba de amplias ventajas, y se lo debía a su amigo Kirby. Weiner haría lo imposible por devolver a Kirby el favor.

—¿Ya has visto la supuesta cripta de Lázaro, Nat? —preguntó el vorster.

—Fui hace dos días. Mantenemos un fuerte dispositivo de seguridad. Ya sabes que la encontró mi sobrino. Me gustaría matarle.

—¿Por qué?

—Sólo nos faltaba encontrar basura armonista cerca de los lagos Beltran. ¿Por qué no le enterrasteis en Venus, entre los suyos?

—¿Por qué piensas que le enterramos, Nat?

—¿No fuisteis vosotros los que le matasteis, le pusisteis en un congelador, o lo que sea?

—Todo sucedió antes de mi época. Sólo Vorst sabe la auténtica verdad, y quizá tampoco él. Lo más seguro es que fueran los seguidores de Lázaro quienes le metieran en esa cripta, ¿no crees?

—De ninguna manera. ¿Por qué tergiversarían su propia historia? Es su profeta. Si le hubieran puesto allí, lo habrían recordado y orado por su resurrección, ¿no? Sin embargo, el acontecimiento les ha sorprendido más que a nadie —Weiner frunció el ceño—. Por otra parte, el mensaje grabado está plagado de lemas armonistas. Y hay símbolos armonistas en la cripta. Me gustaría entenderlo. Más aún: me gustaría que nunca le hubiésemos encontrado. ¿Por qué has venido, Ron?

—Vorst está interesado en él.

—¿En Lázaro?

—xacto. Quiere devolverle la vida. Nos llevaremos la cripta a Santa Fe, la abriremos y le reviviremos. Vorst quiere anunciarlo públicamente mañana por todos los medios de comunicación.

—No puedes hacerlo, Ron. Si alguien ha de apropiárselo, tienen que ser los armonistas. Es su profeta. ¿Cómo voy a entregarlo a tus muchachos? En primer lugar, vosotros le asesinasteis, y ahora…

—Y ahora vamos a revivirle, lo que, como todo el mundo sabe, excede las posibilidades de los armonistas. Pueden intentarlo, si quieren, pero no disponen de nuestros avanzados laboratorios. Nosotros estamos preparados para revivirle. Después, se lo entregaremos a los armonistas para que predique lo que le dé la gana. Déjanos libre acceso a la cripta.

—Me pides mucho, Ron.

—Te hemos dado mucho.

Weiner asintió con la cabeza. Comprendió que había llegado la hora de hacer efectivos los pagarés.

—Los armonistas pedirán mi cabeza —dijo.

—Tu cabeza está muy bien fijada, Nat. Encuentra un medio de darnos la cripta. Vorst se enfadará con nosotros si no lo haces.

—Lo haré —suspiró Weiner.

Pero ¿cómo?, se preguntó el marciano cuando el contacto se interrumpió. ¿Por force majeure? ¿Entregar la cripta y al cuerno la opinión pública? ¿Y si Venus se lo tomaba a mal? Aún no se había declarado ninguna guerra interplanetaria, pero tal vez era un buen momento para ello. Por supuesto, los armonistas querían, con toda la razón del mundo, el cuerpo de su fundador. Sólo hacía una semana que el converso Martell, aquel que había llegado a Venus para fundar una misión vorster y se había pasado después a los armonistas, había venido a ver la cripta y esbozar un vacilante plan para tomar posesión de ella. Martell y su jefe Mondschein se enfurecerían cuando descubrieran que la reliquia de Lázaro iba a embarcarse rumbo a Santa Fe.

Tenía que maniobrar con suma diplomacia.

La mente de Weiner zumbó y cliqueteó como un ordenador, presentando y rechazando diversas posibilidades, abriendo y cerrando un circuito tras otro. No sólo la antigüedad mantenía al marciano en el poder. Era ágil. Había adquirido una notable habilidad desde la noche en que, borracho como un palurdo, se había soltado el pelo en Nueva York.

Tres horas y muchos miles de dólares en llamadas interplanetarias después, Weiner había llegado a una solución satisfactoria.

La cripta, como objeto, era propiedad del gobierno marciano. Por lo tanto, Marte podía disponer de ella a su antojo. Sin embargo, el gobierno marciano reconocía el singular valor simbólico de este descubrimiento, y se proponía evacuar consultas con las autoridades religiosas de los demás planetas. Se formaría un comité: tres armonistas, tres vorsters y tres marcianos seleccionados por Weiner. Era de suponer que tanto armonistas como vorsters buscarían tan sólo el bien de su culto, y los marcianos del comité mantendrían una neutralidad imperturbable, asegurando de esta manera un juicio imparcial.

Por supuesto.

El comité se reuniría para deliberar sobre el destino de la cripta. Los armonistas, naturalmente, la reclamarían para ellos. Los vorsters, tras hacer pública su oferta de emplear toda su superciencia en devolver la vida a Lázaro, solicitarían la oportunidad de llevarla a la práctica. Los marcianos sopesarían todas las posibilidades.

Después, pensó Weiner, se procedería a la votación.

Uno de los marcianos votaría a favor de los armonistas… para guardar las apariencias. Los otros dos se pronunciarían a favor de permitir a los vorsters que se encargasen del durmiente, bajo rigurosa supervisión que impidiera cualquier truco. Cinco votos contra cuatro darían la cripta a Vorst. Mondschein pondría el grito en el cielo, por descontado, pero los términos del acuerdo permitirían que dos representantes de los armonistas se introdujeran durante una temporada en los laboratorios secretos de Santa Fe, y eso les calmaría en parte. Habría protestas, pero, si Kirby cumplía su palabra, Lázaro sería revivido y devuelto a sus partidarios. ¿Cómo iban a negarse los armonistas a semejante pacto?

Weiner sonrió. No existía problema, por intrincado que fuera, carente de solución. Sólo era preciso pensar un poco. Se sintió complacido consigo mismo. De haber sido cuarenta años más jóvenes, se habrían corrido una juerga para celebrarlo. Pero, ahora, no.

5

—No vayas —dijo Martell.

—¿Suspicaz? —preguntó Christopher Mondschein—. Es nuestra oportunidad de ver su tinglado. No he estado en Santa Fe desde que era joven. ¿Por qué no voy a ir?

—Es imposible saber lo que puede pasarte allí. Les encantaría ponerte la mano encima. Eres la piedra angular de todo el movimiento venusino.

—¿Crees que me van a pulverizar ante los ojos de tres planetas? Sé realista, Nicholas. Cuando el Papa visita La Meca, ya se preocupan de protegerle. No correré ningún peligro en Santa Fe.

—¿Qué me dices de los espers? Te sondearán.

—Neerol me acompañará a modo de escudo. No me sacarán nada. Me defenderá de cualquier esper. Además, no tengo nada que ocultar a Noel Vorst. Tú eres el más indicado para comprenderlo. Te aceptamos, a pesar de que te habían implantado órdenes de espiarnos. Nos interesaba contarle a Vorst hasta dónde habíamos llegado.

Martell cambió de estrategia.

—Ir a Santa Fe da a entender que nuestra orden bendice a este supuesto Lázaro.

—¡Ya pareces el hermano Emory! ¿Me estás diciendo que es un fraude?

—Te estoy diciendo que deberíamos tratarle como si lo fuera. Contradice nuestra leyenda sobre Lázaro. Tal vez sea una estratagema vorster calculada para sumirnos en la confusión. ¿Qué haremos cuando nos entreguen un Lázaro que hable y camine, y tratemos de reformar toda nuestra orden en torno a él?

—Es un asunto delicado, Nicholas. Hemos construido nuestra fe sobre la existencia de un mártir sagrado. Si de repente pierde la condición de mártir…

—Exactamente. Nos destruirá.

—Lo dudo —respuso Mondschein. El viejo armonista tocó sus branquias con un gesto nervioso—. Tu visión del futuro se queda corta, Nicholas. Admito que los vorsters nos han superado hasta el momento. Se han apoderado de este Lázaro y están a punto de devolvérnoslo. Muy embarazoso, pero ¿qué vamos a hacer? No obstante, el siguiente movimiento es nuestro. Si muere, nos limitaremos a cambiar un poco nuestras escrituras. Si vive y trata de entrometerse, revelaremos que es una especie de simulacro preparado por los vorsters para perjudicarnos, y le destruiremos. Nos apuntaremos un tanto: nuestra historia original sigue en pie y revelamos las siniestras añagazas de los vorsters.

—¿Y si en verdad es Lázaro?

Mondschein frunció el ceño.

—En ese caso, tenemos un profeta en nuestras manos, hermano Nicholas. Hemos de correr el riesgo. Me voy a Santa Fe.

6

En la Tierra, el Centro Noel Vorst bullía con una actividad inusitada mientras continuaban los preparativos para recibir el cargamento procedente de Marte. Un conjunto de laboratorios había sido dispuesto para la resurrección de Lázaro. Por primera vez desde la fundación del Centro, se había permitido que cámaras de vídeo mostraran a los planetas una ínfima parte de sus instalaciones interiores. El lugar estaba lleno de extranjeros, incluyendo una delegación de armonistas. Para vorsters de la vieja guardia, como Reynolds Kirby, era casi impensable. El sigilo se había convertido en algo rutinario para él. Sin embargo, la orden había partido del propio Vorst, y nadie pensaba discutir con el Fundador.

—Creo que ha llegado el momento de levantar un poco la tapa —había dicho.

Kirby aportaba su granito de arena a medida que el gran día se acercaba. Le preocupaban algunas lagunas de sus recuerdos, y en virtud de su cargo de lugarteniente investigaba en los archivos vorsters para rellenarlas. El problema consistía en que Kirby no podía recordar nada sobre la trayectoria de David Lázaro antes del martirio, y presentía que era importante saber algo más de lo que contaba la historia oficial. ¿Quién era Lázaro, por ejemplo? ¿Cómo se había enrolado en las filas vorsters… y cómo las había abandonado?

Kirby había ingresado en 2077, arrodillándose ante el Fuego Azul de un reactor de cobalto de Nueva York. Como converso reciente, no le interesaba la política de la jerarquía, sino los valores que el culto ofrecía: estabilidad, esperanza de una larga vida, posibilidad de alcanzar las estrellas aprovechando las capacidades de los espers; Kirby deseaba que la humanidad explorara los otros sistemas solares, pero no centraba en ese logro el anhelo de su vida. Ni siquiera la posibilidad de vivir eternamente —el cebo que atraía a millones de conversos vorsters— le parecía tan arrebatadora.

Lo que le arrastró hacia el movimiento a la edad de cuarenta años fue la disciplina que ofrecía. Su plácida vida carecía de consistencia, y el mundo que le rodeaba constituía un caos de tales dimensiones que se evadía de él mediante una serie interminable de paraísos artificiales. Entonces apareció Vorst, brindando una nueva y fascinante creencia que arrebató a Kirby al instante. Durante los primeros meses se contentó con ser un simple fiel. Al poco se convirtió en acólito. Y después, demostrando su capacidad innata de organización, ascendió rápidamente de cargo en cargo, hasta llegar a ser la mano derecha de Vorst a los ochenta años, interesándose mucho más por su supervivencia personal.

Según la historia oficial, el martirio de David Lázaro había tenido lugar en 2090. En aquel tiempo, Kirby llevaba trece años con los vorsters, y velaba por miles de hermanos como supervisor regional.

A tenor de sus recuerdos, ni siquiera había oído hablar de David Lázaro en 2090.

Los armonistas, el movimiento herético, habían empezado a ejercer su influencia unos años más tarde, adoptando los hábitos verdes y burlándose de la astuta orientación hacia el poder civil de los vorsters. Se proclamaban seguidores del mártir Lázaro, pero ni siquiera entonces, pensó Kirby, hablaban mucho de Lázaro. Sólo después, cuando el poder de los armonistas aumentó y le robaron Venus a Vorst, se decidieron a hacer hicapié en la leyenda de Lázaro. «¿Por qué, siendo contemporáneo de Lázaro, nunca oí su nombre?», se preguntó Kirby.

Se encaminó hacia el edificio que guardaba los archivos.

Era una cúpula geodésica de color blanco lechoso, recubierta de un tejido rugoso que la dotaba de una textura similar a la piel de un tiburón. Kirby se internó por un túnel enlosado, se identificó a los guardias robots, atravesó una puerta en forma de esfínter y desembocó en la habitación pintada de color verde oliva donde se guardaban los registros. Apretó un botón en forma de signo de interrogación y solicitó información.

LÁZARO, DAVID.

En las profundidades de la tierra giraron cilindros. Cintas suministradoras de información se pusieron en movimiento, se ofrecieron al beso del analizador y enviaron imágenes flotantes que ascendieron hacia el expectante Kirby. Letras impresas en un amarillo brillante aparecieron en la pantalla.

Una biografía sucinta, reducida e insuficiente:

NACIDO: el 13 de marzo de 2051.

ESTUDIOS: Primaria y Secundaria en Chicago, licenciado en Letras en Harvard en 2072, doctorado en Filosofía (Antropología) en Harvard en 2075.

DESCRIPCIÓN FÍSICA (1/1/88): un metro y ochenta y ocho centímetros, noventa kilos de peso, ojos y cabello oscuros, sin cicatrices distintivas.

AFILIACIÓN: Ingresó en la capilla de Cambridge el 11471. Rango de acólito alcanzado el 17773…

Seguía una lista de los sucesivos rangos escalados por Lázaro en la jerarquía, concluyendo con una sencilla anotación: muerte: 9290.

Eso era todo. Un expediente escueto y reducido, nada elaborado, sin encomios anexos como los que constaban en el expediente de Kirby, sin información sobre las desavenencias de Lázaro con Vorst. Nada. El tipo de expediente, pensó Kirby con desazón, que cualquiera podía haber tecleado en cinco minutos e introducido en los archivos… ayer.

Examinó los bancos de memoria, confiando en localizar algún detalle suplementario sobre el archihereje. No encontró nada. No existían motivos fundados para sospechar: Lázaro había muerto mucho tiempo atrás, y era probable que en aquellos tempramos días los informes fueran breves. Aun así, le parecía inquietante. Kirby salió del edificio. Los acólitos le miraron como si se tratase del propio Vorst. Seguro que estaban tentados de arrodillarse ante él. «Si supieran lo ignorante que soy —pensó Kirby—. Después de setenta y cinco años con Vorst. Si lo supieran.»

7

La cripta de cristal de David Lázaro, transportada desde Marte a costa de un gran desembolso, se hallaba en el centro de la sala de operaciones, bajo la vigilancia de cámaras de vídeo montadas en las paredes y el techo. Un bosque de aparatos cuidadosamente dispuestos rodeaba la cripta: polígrafos, compresores, centrifugadores, cirustatos, analizadores, calibradores de enzimas, escalpelos láser, retractores, impactadores, exploratórax, tacs cerebrales, un bypass cardiopulmonar, sustitutos renales, bioticones, elsevires, un generador de presión de helio II y un monstruoso criostato resplandeciente. El despliegue era impresionante, y para impresionar estaba concebido. La ciencia vorster se exhibía aquí, y cada detalle, impresionante, por superfluo que pareciera, contribuía a acentuar el efecto del conjunto.

Vorst no se hallaba presente. La circunstancia también formaba parte de la escenificación. Kirby y él contemplaban el acontecimiento desde el despacho de Vorst. El miembro presente más relevante de la Hermandad era el regordete y risueño Capodimonte, un supervisor regional. Tras él se erguía el armonista Christopher Mondschein. Mondschein y Capodimonte se habían conocido brevemente durante la corta y desastrosa carrera del primero como acólito en Santa Fe, en 2095. Ahora, sin embargo, era una figura terrorífica; ocultaba su cuerpo transformado bajo un traje respiratorio, una imagen grotesca, de pesadilla. Un nativo de Venus, de aspecto todavía más extravagante, se pegaba a Mondschein como una segunda piel. El visitante armonista parecía tenso y de mal humor.

—Ya se ha determinado que la atmósfera de la cripta es una mezcla de gases inertes, sobre todo argón —dijo el comentarista de la televisión—. Lázaro está inmerso en una solución nutritiva. Los espers han detectado signos de vida. Los cierres de la cripta se abrieron ayer en presencia de la delegación de armonistas venusinos. Ahora se están extrayendo los gases, y los sensibles instrumentos de los cirujanos no tardarán en tocar al durmiente, y empezará el proceso infinitamente complejo de devolverle los impulsos vitales.

Vorst rió.

—¿No es eso lo que ocurrirá? —preguntó Kirby.

—Más o menos, excepto que el hombre está tan vivo como siempre en este preciso momento. Todo cuanto necesitan es abrir la cripta y sacarle fuera.

—Muy poco impresionante.

—Desde luego —corroboró el Fundador. Vorst enlazó las manos sobre el estómago, sintiendo los débiles latidos de sus órganos artificiales. El comentador siguió recitando kilómetros de prosa descriptiva. El intrincado despliegue de instrumentos que rodeaba la cripta se puso en movimiento, brazos y tentáculos oscilando como los miembros de un ser compuesto de muchos cuerpos. Vorst no apartaba la mirada del rostro alterado de Christopher Mondschein. Jamás había creído que Mondschein volvería a Santa Fe. Una persona admirable, pensó el anciano. Había sorteado bien las adversidades, considerando la forma en que se le había manipulado casi sesenta años antes.

—Han abierto la cripta —dijo Kirby.

—Eso veo. Observa a la momia de rey Tut levantarse y andar.

—Te lo tomas muy a la ligera, Noel.

—Ummm —dijo el Fundador. Una sonrisa aleteó en sus labios por un momento. Hizo ajustes infinitesimales en el flujo de hormonas. En la pantalla apenas se podía ver la apertura de la cripta, casi oculta por los instrumentos que rodeaban al durmiente.

De repente, se produjo un leve movimiento en la cripta. ¡Lázaro se movía! ¡El mártir regresaba!

—Es la hora de hacer mi gran entrada —murmuró Vorst.

Todo estaba dispuesto, así que un túnel reluciente le transportó con toda rapidez a la sala de operaciones.

Kirby no le siguió. La silla del Fundador irrumpió serenamente en la sala, justo cuando la figura de David Lázaro se despertaba tras sesenta años de inconsciencia y se incorporaba.

Una mano temblorosa señaló con el dedo. Una voz ronca trató de encontrar las palabras adecuadas.

—¡VVVorst! —jadeó Lázaro.

El Fundador sonrió con benevolencia y alzó su brazo descarnado, a modo de saludo y bendición. Delicadamente, una mano invisible movió una mano y el Fuego Azul iluminó las paredes de la sala, proporcionando el toque teatral definitivo. Christopher Mondschein, impasible bajo su máscara respiratoria, apretó los puños con rabia cuando la luz le bañó.

—Demos gracias por la luz, que se extiende más allá de nuestra visión —dijo Vorst.

«Humillémonos ante el calor.

«Bendigamos la energía que nos santifica…

«Bienvenido a la vida, David Lázaro. ¡En nombre del espectro, del cuanto y del sagrado angstrom, paz, y perdona a aquellos que te hicieron daño!

Lázaro se levantó. Sus manos buscaron y encontraron el borde de la cripta. Emociones inconcebibles deformaban su rostro.

—Yo… ¡he estado dormido! —murmuró.

—Sesenta años, David. Y aquellos que me rechazaron y te siguieron se han hecho poderosos. ¿Ves? ¿Ves los hábitos verdes? Venus es tuyo. Te hallas al frente de un ejército poderoso. Ve con ellos, David. Aconséjales. Te devuelvo a ellos. Eres mi presente para tus seguidores. «Y el que estaba muerto se levantó y anduvo… Soltadle y dejadle ir.»

Mas Lázaro no contestó. Mondschein estaba boquiabierto, apoyándose con fuerza en el venusino que se erguía a su lado. Kirby, contemplando la pantalla, experimentó una punzada de temor reverente que barrió su escepticismo durante un momento. Hasta la cháchara del comentarista se ennoblecía con el milagro.

La luz del Fuego Azul lo abarcaba todo, aumentando de intensidad a cada segundo, como las llamas del ocaso que se desplazan hacia el Valhalla. Y en medio de todo se alzaba Noel Vorst, el Fundador, el Primer Inmortal, sereno y radiante, erguido su cuerpo anciano, brillantes sus ojos, extendidas sus manos hacia el hombre que había estado muerto. Sólo faltaba el coro de los diez mil, entonando el Himno de las Longitudes de Onda mientras un órgano cósmico desgranaba un canto triunfal.

8

Y Lázaro vivió y caminó entre los suyos de nuevo y entabló conversación con ellos.

Y Lázaro estaba muy sorprendido.

Había dormido… durante un momento, el tiempo que tarda un ojo en parpadear. Ahora, siniestras figuras azules le rodeaban: venusinos, encapuchados como demonios para protegerse del aire ponzoñoso de la Tierra. Y le aclamaban como su profeta. A su alrededor se alzaba la metrópolis de Vorst, vertiginosos edificios que testificaban el actual poderío de la Hermandad de la Radiación Inmanente.

El venusino gordo —Mondschein, ¿no? —depositó un libro en las manos de Lázaro.

—El Libro de Lázaro —dijo—. La crónica de tu vida y obra.

—¿Y muerte?

—Sí, y muerte.

—Habrá que sacar una nueva edición —dijo Lázaro. Sonrió, pero estaba solo en su arrobo.

Se sentía fuerte. ¿Por qué no se habían degenerado sus músculos durante el largo sueño? ¿Cómo era posible que pudiera levantarse y andar entre los hombres, mandar obediencia a las cuerdas vocales y experimentar la fuerza de la vida?

Estaba solo con sus seguidores. Dentro de unos días se marcharía a Venus con ellos, donde tendría que vivir en un medio ambiente autónomo. Vorst se había ofrecido a transformarle en venusino, pero Lázaro, asombrado de que tales portentos fueran posibles, no estaba muy seguro de desear convertirse en una criatura provista de branquias. Necesitaba tiempo para reflexionar. El mundo al que había regresado de una forma tan inesperada era muy diferente del que había dejado.

Sesenta y pico de años. Por lo visto, Vorst se había apoderado de todo el planeta, tal como se había propuesto en los ochenta, cuando Lázaro empezó a disentir con él. Vorst había comenzado con un movimiento científicoreligioso al que Lázaro se había unido. Fórmulas mágicas mezcladas con reactores de cobalto, una letanía del espectro y los electrones, una gran dosis de espiritualidad adornada, pero en el fondo la promesa de una vida larga (o eterna). Ello provocó la defección de Lázaro. Pero pronto, comprendiendo la fuerza que poseía, Vorst había empezado a infiltrar hombres en los parlamentos, a comprar bancos, empresas públicas, hospitales y compañías de seguros.

Lázaro se había opuesto a tales maniobras. Entonces, Vorst era accesible, y Lázaro recordaba que había discutido con él acerca de sus desviaciones hacia los poderes políticos y económicos.

—El plan lo exige así —había contestado Vorst.

—Es una perversión de nuestros principios religiosos.

—Nos conducirá a nuestra meta.

Lázaro se había mostrado en desacuerdo. Poco a poco, reuniendo a unos cuantos partidarios, había creado un grupo rival, aunque en teoría continuaba siendo fiel a Vorst. Gracias a su aprendizaje con Vorst supo cimentar una fe. Proclamó el reino de la armonía eterna, vistió a los suyos con hábitos verdes, les proporcionó símbolos, fervor reformista, oraciones, una liturgia progresista. No podía afirmar que su movimiento poseyera una gran fuerza comparado con la maquinaria de Vorst, pero al menos era una herejía destacada, que atraía a cientos de nuevos seguidores cada mes. Lázaro se proponía crear un movimiento misionero, sabiendo que sus posibilidades de echar raíces en Venus, e incluso en Marte, eran superiores a las de Vorst.

Y un día de 2090 hombres cubiertos con hábitos azules le secuestraron, anulando su guardia personal de espers y apoderándose de él con tanta facilidad como si fuera un trozo de plomo. Sus recuerdos se borraban en ese punto, hasta su despertar en Santa Fe. Le dijeron que corría el año 2152 y que Venus estaba en manos de los suyos.

—¿Permitirá que le transformen? —quiso saber Mondschein.

—Aún no estoy seguro. Quiero pensarlo.

—Le resultará difícil desempeñar su cometido en Venus a menos que les permita adaptarle.

—Podría quedarme en la Tierra —sugirió Lázaro.

—Imposible. Aquí carece de fuerza. La generosidad de Vorst no llegará a tales extremos. No permitirá que se quede aquí, después de la algarabía que ha causado su regreso.

—Tiene razón suspiró Lázaro—. Así pues, dejaré que me transformen. Iré a Venus y veré qué logros ha alcanzado usted.

—Quedará agradablemente sorprendido.

La resurrección ya había sorprendido bastante a Lázaro. Le dejaron solo y estudió las sagradas escrituras de su fe, fascinado por el papel de mártir que le habían asignado. Un libro sobre historia armonista reveló a Lázaro su propio valor: allí donde los sentimientos religiosos de la Hermandad cristalizaban alrededor de la figura prohibida y remota de Vorst, los armonistas reverenciaban sin lugar a dudas su bondadoso mártir. «Debe ser muy embarazoso para ellos que haya vuelto», pensó Lázaro.

Vorst no fue a visitarle mientras estuvo descansando en el hospital de la Hermandad. En su lugar se presentó un hombre llamado Kirby, de rostro apergaminado por la edad. Dijo que era el coordinador hemisférico y el colaborador más estrecho de Vorst.

—Me uní a la Hermandad antes de que usted desapareciera —dijo—. ¿Había oído hablar de mí?

—No lo recuerdo.

—Yo era un simple subalterno. No me extraña que ignorara mi existencia, pero confiaba en que se acordara de mí si nos hubiéramos conocido. Este intervalo de tantos años nubla mi memoria, pero para usted es como si no hubiera pasado el tiempo.

—Mi memoria funciona perfectamente —dijo Lázaro con firmeza—. No le recuerdo en absoluto.

—Ni yo a usted.

El resucitado se encogió de hombros.

—Trabajé al lado de Vorst. Tuvimos discrepancias. Eso queda fuera de toda duda. En un momento dado, me alejé y fundé los armonistas. Después… desaparecí. Y aquí estoy. ¿Le resulta difícil creerme?

—Tal vez me he engañado. Ojalá me acordara de usted.

Lázaro se recostó. Paseó la mirada por las paredes verdes elásticas. Los intrumentos que controlaban sus constantes vitales zumbaban y cliqueteaban. Flotaba en el aire un olor acre: asepsia en acción. Kirby parecía irreal. Lázaro se preguntó qué laberinto de bombas y caballetes le mantenían entero bajo su grueso y caluroso hábito azul.

—Comprenderá que no puede quedarse en la Tierra, ¿verdad? —dijo Kirby.

—Por supuesto.

—La vida le resultará muy incómoda en Venus a menos que se transforme. Nosotros lo haremos. Sus hombres podrán supervisar la operación. Ya lo he comentado con Mondschein. ¿Está interesado?

—Sí. Cámbienme.

Vinieron al día siguiente para convertirle en venusino. Sabía que la operación era un asunto de interés público, pero sería ingenuo pretender que su vida le pertenecía en exclusiva. Ya no. Le dijeron que tardarían varias semanas en consumar la transformación. En otros tiempos costaba meses. Le equiparían con branquias y le adaptarían para respirar la inmundicia ponzoñosa que era la atmósfera de Venus. Después, quedaría en libertad. Lázaro aceptó. Le abrieron en canal, le rehicieron de nuevo y le prepararon para embarcar.

Vorst, encogido y con un hilo de voz, pero todavía una figura autoritaria, vino a verle.

—Has de saber que no tuve nada que ver con tu secuestro. Nadie me informó… Fue obra de unos fanáticos.

—Por supuesto.

—Me complace la disparidad de opiniones. El camino que sigo no es necesariamente el único correcto. Hace muchos años que echo en falta el diálogo con Venus. En cuanto te instales, confío en que te comunicarás conmigo.

—No me cerraré en banda contra ti, Vorst. Me has dado la vida. Escucharé lo que tengas que decirme. No existen motivos que impidan mi cooperación, siempre que respetemos nuestras respectivas esferas de intereses.

—¡Exactamente! Al fin y al cabo, nuestro objetivo es el mismo. Podemos unir nuestras fuerzas.

—Con cautela.

—Con cautela, sí. Pero con sinceridad —Vorst sonrió y se marchó.

Los cirujanos completaron su obra. Lázaro, convertido en un alienígena, viajó a Venus con Mondschein y el resto del séquito armonista. Era como un triunfante regreso a casa, si se podía llamar casa a un lugar en el que nunca había estado.

Hermanos de hábito verde y piel azulina le dieron la bienvenida. Habían enfatizado el elemento espiritual hasta límites que él jamás había sospechado, prácticamente divinizándole, pero Lázaro no tenía la menor intención de corregirlo. Sabía que su posición era muy precaria. Había hombres poderosos en su organización a los que no alegraría precisamente el regreso de un profeta, y que tal vez le someterían a un segundo martirio si amenazaba sus intereses establecidos. Lázaro procedió con cautela.

—Hemos hecho grandes progresos con los espers —le dijo Mondschein. Vamos muy por delante del trabajo de Vorst en ese campo, según mis noticias.

—¿Tenemos telequinésicos?

—Desde hace veinte años. Nuestro poder crece cada día. En la próxima generación…

—Me gustaría ver una demostración.

—Ya lo habíamos previsto.

Le mostraron lo que eran capaces de hacer. Introducirse en un bloque de madera y hacer que sus moléculas bailaran en llamas, lanzar un guijarro al cielo, materializarse de un lugar a otro… Sí, era impresionante, desafiaba la razón. Sin duda superaba los logros de la Hermandad.

Los espers venusinos se exhibieron ante Lázaro durante horas seguidas. Mondschein, sereno y complacido, no cabía en sí de satisfacción. Hablaba de umbrales, levitación, impulsos telequinésicos, fulcros de unidad y otros temas que dejaban a Lázaro estupefacto, aunque alentado.

El que había regresado señaló con un dedo las grises masas de nubes que ocultaban los cielos.

—¿Cuánto falta? —preguntó.

—Aún no estamos preparados para los viajes interestelares —replicó Mondschein—. Ni siquiera interplanetarios, aunque en teoría no exista gran diferencia entre unos y otros. Estamos trabajando en ello. Dénos tiempo. Triunfaremos.

—¿Podemos hacerlo sin la ayuda de Vorst?

La complacencia de Mondschein se desvaneció.

—¿Qué clase de ayuda puede darnos él? Ya le he dicho que vamos una generación por delante de sus espers.

—¿Nos bastará con los espers? Quizá pueda proporcionarnos lo que nos falta. Una empresa colectiva: armonistas y vorsters colaborando. ¿No cree que vale la pena sondear la posibilidad, hermano Christopher?

—Claro, sí, sí, por supuesto —sonrió, sin ganas, Mondschein—. Claro que vale la pena sondearla. Admito que no habíamos considerado este acercamiento, pero usted aporta un nuevo enfoque a nuestros problemas. Me gustaría discutir el asunto con usted más adelante, cuando ya se haya instalado.

Lázaro aceptó la verborrea de Mondschein con benevolencia. Sin embargo, no había olvidado el arte de leer entre líneas, a pesar de su larga ausencia.

Sabía cuándo le daban largas.

9

En Santa Fe, una vez finalizada la insólita invasión de armonistas, las cosas volvieron a la normalidad. Lázaro se había levantado y viajado a otro planeta, los hombres de la televisión se habían retirado y el trabajo continuaba: las pruebas, los experimentos, los sondeos en los misterios de la vida y la mente, las incesantes tareas del movimiento interno vorster.

—¿Existió alguna vez David Lázaro, Noel? —preguntó Kirby.

Vorst frunció el ceño desde el capullo termoplástico. Apenas terminaron los cirujanos de trabajar con Lázaro, corrieron a encargarse del Fundador, que padecía un aneurisma en un vaso sanguíneo dos veces reconstituido. Los sensores habían localizado el punto exacto, las pinzas subcutáneas lo habían puesto al descubierto, las microcintas se ajustaron en el lugar correspondiente y una red de filamentos y polímeros enlazados reemplazaron a la peligrosa burbuja. Vorst estaba acostumbrado a las operaciones.

—Viste a Lázaro con tus propios ojos, Kirby —dijo.

—Vi algo que se levantaba de aquella cripta, andaba y hablaba racionalmente. Conversé con ese algo. Vi cómo lo convertían en un venusino. Eso no significa que fuera real. No te costaría nada construir un Lázaro, ¿verdad, Noel?

—Si quisiera, pero ¿por qué lo querría?

—Es obvio. Para hacerte con el control de los armonistas.

—Si tuviera malas intenciones respecto a los armonistas —explicó pacientemente Vorst—, les habría borrado de la faz de la tierra hace cincuenta años, antes de que se apoderasen de Venus. Me gustan. Ese joven, Mondschein, ha sufrido una espléndida transformación.

—No es joven. Tiene ochenta años, como mínimo.

—Una criatura.

—¿Vas a decirme si Lázaro es auténtico?

Los ojos de Vorst destellaron de irritación.

—Es auténtico, Kirby. ¿Satisfecho?

—¿Quién le metió en esa cripta?

—Sus propios seguidores, supongo.

—Entonces, ¿quién se olvidó de su ubicación?

—Bueno, tal vez lo hicieran mis hombres. Sin autorización. Sin decírmelo. Ocurrió hace mucho tiempo —las manos de Vorst se movían con gestos rápidos y agitados—. ¿Cómo voy a recordarlo todo? Fue encontrado. Le devolvimos a la vida. Se lo di a sus fieles. Me estás molestando, Kirby.

Kirby comprendió que se había adentrado en un campo sembrado de minas. Había azuzado a Vorst hasta el límite de su paciencia; insistir sería desastroso. Kirby había visto a otros hombres abusando de su intimidad con Vorst, y también había visto la desaparición imperceptible de dicha intimidad.

La irritación de Vorst se desvaneció.

—Sobreestimas mi astucia, Kirby. Deja de preocuparte por el pasado de Lázaro. Limítate a considerar el futuro. Se lo he entregado a los armonistas. Les será de mucho valor, independientemente de lo que ellos piensen. Están en deuda conmigo. Les he infligido una estupenda y pesada obligación. ¿No te parece útil? Ahora me deben algo. Cuando llegue el momento adecuado, les pasaré la factura.

Kirby permaneció mudo. Presentía que, de alguna manera, Vorst había alterado el equilibrio el poder entre ambos cultos, que los armonistas, en alza desde que tomaron posesión de Venus y su rico filón de espers, habían perdido su ventaja. Pero no tenía ni idea del método empleado, ni tampoco deseaba profundizar en el enigma.

Vorst estaba usando su comunicador. Levantó la cabeza y miró a Kirby.

—Hay otro «quemado» —dijo—. Quiero ir allí. Acompáñame.

—Por supuesto.

Siguió al Fundador por un laberinto de túneles, hasta desembocar en el pabellón de «quemados». Un esper, esta vez un muchacho, agonizaba. Quizá fuera hawaiano; su cuerpo se retorcía como si le estuvieran aplicando descargas eléctricas.

—Es una pena que no poseas poderes extrasensoriales, Kirby —dijo Vorst—. Podrías echar un vistazo al futuro.

—Soy demasiado viejo para lamentarlo.

Vorst avanzó hacia adelante, haciendo una señal al esper que le aguardaba. Tuvo lugar el vínculo. Kirby, como mero espectador, se preguntó qué estaría experimentando Vorst en ese momento. Los labios del Fundador se movían como si mascullara, y los dientes sobresalían de las encías cada vez que el cuerpo del esper sufría un espasmo. Alguien dijo que el chico recorría a toda velocidad en uno y otro sentido el flujo temporal. Kirby no le encontró sentido. Sin embargo, Vorst parecía viajar con el muchacho, contemplando una borrosa visión del mundo desde cada lado del muro temporal.

Ahora… Ahora… Atrás… Adelante…

Kirby experimentó la fugaz sensación de que él también se había unido al vínculo y viajaba por el tiempo, como segundo pasajero del esper. ¿Era aquél el caos del ayer? ¿Y el brillo dorado del mañana? Ahora… Ahora… «Maldito seas, viejo intrigante, ¿qué me has hecho?» Lázaro irguiéndose por encima de todos, Lázaro, que ni siquiera era real, un androide pergeñado en un laboratorio subterráneo por orden de Vorst, una marioneta útil, Lázaro había alcanzado el mañana y se disponía a robarlo…

El contacto se rompió. El esper había muerto.

—Hemos desperdiciado otro —murmuró Vorst. El Fundador miró a Kirby—. ¿Te encuentras mal?

—No. Estoy cansado.

—Ve a descansar. Seis cortos sobre historia y un rato en el tanque de relajación. Ya podemos respirar tranquilos. Lázaro no está en nuestras manos.

Kirby asintió en silencio. Alguien cubrió con una sábana el cadáver del esper. Dentro de una hora, las neuronas del chico se encerrarían en una cámara de refrigeración del edificio anexo. Poco a poco, corno si pesaran ocho siglos sobre sus espaldas en lugar de uno, Kirby siguió a Vorst fuera de la habitación. La noche había caído; las estrellas que brillaban sobre Nuevo México poseían esa peculiar brillantez acerada, y Venus, recortándose a baja altura contra el horizonte montañoso, era la más brillante de todas. Ya tenían a su Lázaro ahí arriba. Habían perdido un mártir y habían ganado un profeta. Kirby empezaba a comprender que Vorst se había metido limpiamente en el bolsillo a toda la tribu de herejes. El viejo era execrable. Kirby se arrebujó en su hábito y mantuvo el paso con cierto esfuerzo, mientras Vorst avanzaba en la silla hasta su despacho. Le dolía la cabeza por culpa de aquel breve e insondable contacto con el esper. Pero dentro de diez minutos se sentiría mejor.

Pensó en acudir a la capilla para rezar. ¿Para qué? ¿De qué le serviría arrodillarse ante el Fuego Azul? Le bastaba con acercarse a Vorst y pedirle su bendición. Vorst, su mentor durante cerca de ocho décadas; Vorst, que poseía la capacidad de hacer que se sintiera todavía como un niño; Vorst, que había resucitado a Lázaro de entre los muertos…

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