Libro Tercero La Hélade

Capítulo 1

Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior


La decisión está tomada. El juego del escondite, que tan difícil se me hacía, ha acabado. Tal vez debería sentirme aliviada, pero no es así. Porque, aunque he planeado cuidadosamente todos los pasos y, como en una partida de ajedrez, he intentado prever el siguiente movimiento de mi contrincante, tengo la sensación de que han vuelto a aprovecharse de mí. No porque mis reflexiones fueran en principio erróneas, sino porque, partiendo de mis propias facultades y posibilidades, no he sido capaz de calibrar ni por asomo la maldad y la determinación de mi contrincante.

A diferencia de la época en que Mortimer Laydon movía los hilos en la sombra y yo no sospechaba lo más mínimo, esta vez estaba preparada para la traición. Al menos intuía que mi supuesta hermana de espíritu no era la aliada que simulaba ser, y aproveché las oportunidades que derivaban de esa suposición. Al seguir los indicios que habían puesto para mí, siendo al mismo tiempo consciente de que algunos podían ser un señuelo para atraerme y obligarme a hacer lo que mis enemigos querían, me creí ilusamente segura, un autoengaño del que he despertado súbitamente y que no puedo sino reprocharme.

¿Realmente creía que podría plantar cara a una organización que lleva miles de años cometiendo excesos? ¿En cuyas redes han caído hombres como Alejandro, César, Napoleón y, no lo olvidemos, también Gardiner Kincaid? ¿Cómo he podido suponer que mi astucia y mi refinamiento podrían medirse ni por asomo con los de esa gente?

Mi plan de utilizar las pistas de la Hermandad para encontrar el remedio para Kamal y luego, tal era mi esperanza, liberarlo de las garras de sus verdugos con la ayuda de Cranston, se ha truncado. Aún más, con Friedrich Hingis, que sigue conmigo como único aliado, me veo expuesta a un poder inconmensurable e invencible. Comienzo a imaginar cómo se sintieron el rey Leónidas y sus hombres en el paso de las Termopilas, en aquel fatídico año 480, la víspera de aquella batalla cuyo desenlace es harto conocido…


16 de octubre de 1884


Hemos dejado atrás Budapest, donde una vez más han desenganchado el vagón de la condesa y lo han acoplado al tren que se dirige al sur; de este modo, el cuerpo mortificado de Kamal tiene un día de prórroga. No obstante, la parte confortable de nuestro viaje finalizará en Semlin, puesto que la falta de un puente eme cruce el Danubio obligará a todos los viajeros a apearse del tren y a cruzar el río en trasbordador para subir luego a otro tren en Belgrado.

El ambiente a bordo es tenso. La condesa y yo nos evitamos, y con Cranston solo hablo lo necesario sobre cuestiones médicas. Solo Friedrich sigue fiel a mi lado, pero debemos ser precavidos porque las paredes oyen…


17 de octubre de 1884


Belgrado ha quedado atrás, y ante nosotros se extienden los inhóspitos Balcanes, con precipicios y barrancos cubiertos parcialmente de nieve. Si había criticado el estado de las vías húngaras, ahora sé lo que es bueno: aquí, los raíles son viejos y algunos están en un estado tan lamentable que el tren avanza con suma lentitud. Circulan rumores de asaltos armados, que en esta región están a la orden del día, pero curiosamente estoy segura de que por ese lado no nos amenaza ningún peligro.

El vagón en que viajamos es un coche cama de primera generación, de dos ejes y en nada comparable a los del Orient-Express. Debido al poco espacio de que disponemos, he tenido que instalarme en el mismo compartimiento que la doncella de Ludmilla de Czerny, que no parece saber nada de las maquinaciones de su señora. De todos modos, me mantengo alerta y llevo día y noche conmigo el revólver.

Después de pasar por Nis y Vanja, cruzaremos la frontera del Imperio otomano. Los funcionarios turcos tienen la mala fama de trabajar lo justo para cubrir el expediente y de hacerlo con una lentitud mortificante, y temo que no nos dejen pasar. Con dinero se puede resolver todo, pero una mujer no puede acometer el intento de sobornar a un efendi [5].

Así pues, mucho me temo que esa tarea poco agradecida recaerá en mi valeroso Friedrich…


20 de octubre de 1884


Hemos cruzado la frontera…

Una vez más me he visto obligada a presenciar conmocionada cómo el Imperio otomano cruje por todos los resquicios, afligido por el lastre de una Administración corrupta, y una vez más no me extraña que la prensa occidental se refiera a él con la expresión «el hombre enfermo de Europa».

En Uskub desengancharon de nuevo nuestro vagón, y ahora nos encontramos en la recta final hacia Salónica. En esta estación tardía del año, el paisaje pedregoso y escabroso se muestra árido y desolador. Apenas hay poblaciones y, si las hay, tan solo son aldeas pequeñas o granjas cuyos habitantes tienen el mismo aspecto árido y mísero que el paraje. Me cuesta creer que nos acercamos a Grecia, la cuna de la cultura europea, pero al final de este trayecto nos espera la extensa superficie azul del Egeo como un premio lejano que hay que conseguir.


24 de octubre de 1884, anotación posterior


A última hora de la tarde hemos llegado a Salónica, una ciudad portuaria con todas las de la ley. Son incontables las casas que parecen crecer en las laderas situadas alrededor del muelle, superadas en altura por las torres de las iglesias y los minaretes que se elevan a partes iguales en el frío cielo azul y atestiguan el pasado lleno de vicisitudes de la ciudad bajo el dominio de sus distintos gobernantes. En el puerto hay barcos anclados de todos los países: cargueros del Pireo, de Alejandría, de Venecia y de lugares aún más lejanos; barcos de pasajeros que navegan hacia Constantinopla y que pasan por el Bósforo hacia el Mar Negro para llegar a la lejana Crimea; y también fragatas de acero con las que el hombre enfermo del Bósforo intenta mantener su imperio, a punto de caer en el ocaso.

Aunque todavía nos encontramos dentro de las fronteras otomanas, noto la agitación que se ha adueñado de esta zona. La llama de la revuelta, que prendió en Atenas y desde entonces ha sido llevada cada vez más al norte, también parece hallar aquí un terreno abonado, y el domino de los invasores turcos parece tan quebradizo como la muralla que se levantó hace más de cuatrocientos años alrededor de la ciudad y de la que apenas queda nada, excepto la gran torre blanca que mira como un guardián solitario sobre el puerto.

Nuestro guía lleva el característico nombre de Pericles. Es un griego de unos treinta años que me parece experto en la materia y bastante digno de confianza, aunque solo sea porque la Czerny no lo soporta. He despedido a todos los porteadores que ella contrató desde Praga y he buscado a mi propia gente con la ayuda de Pericles. Lo último que desearía sería tener a un espía en mis filas.

El día de la partida ha quedado fijado: el 26 de octubre. El peor momento de este viaje es inminente: la despedida de Kamal…


Hotel Atos, Salónica, tarde del 25 de octubre de 1884


– ¿Kamal?

Como tantas veces en los días y semanas que habían pasado desde aquel fatídico día en Newgate, Sarah se inclinó sobre su amado para besarle la frente y los ojos, y reafirmarle así su cariño. Igual que otros días, esta vez tampoco supo si podía oírla, pero nunca antes lo había deseado tan encarecidamente como en ese momento…

– ¿Entiendes lo que te digo, amor mío? -susurró Sarah para que solo pudiera oírla Kamal y no el doctor Cranston, que se encontraba a su lado en la habitación de hotel y la examinaba con cien ojos.

Un auténtico caballero se habría alejado hasta la ventana y le habría permitido un último instante de privacidad antes de que sus caminos se separaran quizá para siempre. Pero el médico de Bedlam estaba muy lejos de ser un caballero, tal como había constatado Sarah. Por si no bastaba con que no le quitara ojo de encima, en su rostro enjuto se dibujaba una odiosa sonrisa.

Sarah procuró ignorarlo y no dejarse arrebatar a ningún precio ese último instante de intimidad. Las arrugas de enojo desaparecieron de su frente y cedieron paso a una tierna sonrisa mientras contemplaba el rostro de su amado. ¿Se equivocaba o Kamal tenía mejor aspecto que los días anteriores? Sarah se dijo que tal vez se debía a la brisa marina.

Los rasgos de Kamal parecían relajados y menos enrojecidos, y la joven tuvo la sensación de que podía volver a notarle claramente el pulso. Observó amorosa sus rasgos proporcionados y le acarició las mejillas y la frente húmeda antes de volver a besarlo.

– Ahora tengo que irme, amor mío -susurró-, pero nunca te abandonaré, nunca, ¿me oyes? Pase lo que pase; te amo y te prometo que volveré. Encontraré un remedio para tu fiebre y te salvarás. Confía en mí, Kamal, amor mío…

Miró atentamente, casi llena de esperanza, su semblante inmóvil, pero no hubo ninguna reacción. Si tenía que ser sincera consigo misma, había esperado al menos una pequeña señal: una aceleración en el pulso, una contracción en los párpados, una perla de sudor o lo que fuera. No exactamente porque quisiera saber si Kamal la había entendido, sino más bien porque se preguntaba si la había perdonado.

En ese aspecto al menos ya no cabía la menor duda: ella y nadie más que ella era el motivo por el que Kamal se encontraba en aquel deplorable estado. Lo habían envenenado únicamente por ella, y por ella tendría que emprender ahora otro viaje a cuyas fatigas quizá no sobreviviría. Quizá, y esa posibilidad le parecía horriblemente real, no volverían a verse nunca…

– Tienes que resistir, ¿me oyes? -lo urgió-. Tienes que resistir y esperar mi regreso, y si es necesario que dé mi vida para salvar la tuya, lo haré. ¿Me has entendido, amor mío?

De nuevo posó una mirada esperanzada en su rostro inmóvil. Las lágrimas le asomaron a los ojos cuando comprendió lo definitivo del momento, se inclinó hacia Kamal y lo besó en la boca entreabierta. Y por un breve instante (¿o tal vez no fue más que una quimera, una fugaz ilusión?), tuvo la impresión de que él respondía a su caricia.

– Hasta siempre, amor mío -le dijo al oído.

Luego se levantó del lecho del enfermo, en cuyo borde estaba sentada.

– ¿Y eso? -preguntó Cranston en un tono de malicia evidente-. ¿A qué viene tanta tristeza? Pronto volverá a ver al pobre Kamal, ¿no?

Sarah respiró profundamente. Una vez se hubo secado las lágrimas y hubo recuperado en cierta medida el control, se volvió hacia el médico traidor.

– Efectivamente -afirmó, y se esforzó en que su voz sonara tan firme y decidida como fuera posible-, y se lo advierto, doctor, si a Kamal le falta alguna cosa hasta entonces o le ocurre algo antes de mi regreso, lo responsabilizaré a usted, a nadie más.

– ¿Y eso significa…? -preguntó indiferente el médico-. ¿Se querellará contra mí? ¿A través de Jeffrey Hull, ese papanatas senil?

– No -contestó Sarah quedamente mientras lo atravesaba con la mirada-. Si a Kamal le ocurre algo, le mataré.

Cranston se encogió de hombros, haciendo ver que no estaba impresionado. Sin embargo, se le notaba el nudo que se le había hecho en la garganta.

– ¿Por quién me toma? -preguntó como si nada-. Al fin y al cabo, he prestado juramento.

– Yo también -afirmó Sarah-. Acabo de hacerlo.

Con eso, lo dejó allí plantado y se dispuso a salir de la habitación. Ya tenía el pomo de la puerta en la mano y estaba en el umbral cuando el médico la llamó.

– ¿Sarah? -en su voz se manifestaba la antigua arrogancia.

– Lady Kincaid -lo corrigió.

– Buena cacería -dijo sonriendo ampliamente y haciendo un gesto como si fuera un jinete a lomos de su caballo-. Tally-ho.

– ¿Por qué lo hace?

– ¿A qué se refiere?

– El director Sykes lo presentó como un hombre de honor. Como alguien para quien el compromiso social tiene al menos tanta importancia como la reputación científica.

– Parecen las palabras de un perfecto idiota -constató Cranston, intentando sonreír irónicamente, aunque no lo consiguió.

– ¿Qué le han ofrecido para que traicione todo lo antes le importaba? -preguntó Sarah-. ¿Prestigio? ¿Dinero?

– Ambas cosas -fue la apabullante respuesta-, y en mucha mayor medida de lo que usted pueda imaginar. La ambición de esa gente es enorme, Sarah, inmensa. No fue muy inteligente por su parte convertirse en su enemiga. Habría sido más inteligente que hubiera cooperado a tiempo.

– ¿Igual que usted? -preguntó Sarah con sarcasmo.

– Exacto.

Sarah meneó la cabeza.

– Se está usted engañando, doctor. Jamás recibirá la recompensa que le han prometido. Durante un tiempo, mientras les resulte útil, solicitarán sus servicios. Pero llegará el día, y ese día no está muy lejos, en que se hartarán y se desharán de usted, igual que hicieron con Laydon.

– Disculpe, pero usted tuvo bastante culpa en eso -objetó Cranston.

– En efecto -dijo Sarah, y salió de la habitación.

En el cuarto contiguo, un salón amueblado al estilo oriental, la estaban esperando. Ludmilla de Czerny y Friedrich Hingis estaban sentados sobre unos cojines de seda relucientes, con una taza de té humeante en las manos.

A Sarah se le revolvió el estómago al ver tan juntos a amigo y enemiga. La ira le corrió por las venas y no pudo evitar que Hingis notara su repentina desconfianza. Sin embargo, se llamó al orden de inmediato. Seguramente eso era lo que la condesa quería provocar.

– ¿Té? -preguntó Ludmilla de Czerny, dirigiéndole una mirada provocadora-. He de reconocer que en esta parte del mundo hace tiempo que no son tan incivilizados como siempre había supuesto. Aquí, los efectos beneficiosos de una buena bebida son bien conocidos.

– No, gracias -contestó Sarah, en un tono tranquilo y distante.

– Este té es realmente bueno -aseguró Hingis, que bebía sorbitos de su taza.

– No es el té lo que no me gusta, sino la compañía -replicó Sarah lanzando a la condesa una mirada tan cargada de veneno que habría bastado para dar el último adiós a todas las ratas del alcantarillado de Praga.

Una de las reglas de aquel extraño juego consistía en que todos mantuvieran las formas y se trataran de manera civilizada (paradójicamente, en cierto modo eran aliados y luchaban por el mismo objetivo, aunque por motivaciones radicalmente distintas), pero Sarah no veía ningún motivo para exagerar las confianzas.

Ambas querían el agua de la vida: Sarah para salvar a Kamal y resarcirlo en más de un sentido, y la condesa quería el elixir para sus siniestros amos, que seguían en la sombra y cuya verdadera identidad y propósitos Sarah no intuía ni por asomo. ¿Qué perseguía la Hermandad del Uniojo con aquella sustancia misteriosa que ya había sido buscada en la Antigüedad? ¿Querían entrometerse en la Creación arrogándose facultades divinas y jugando con el fuego como antiguamente Prometeo?

– He ele confesar, querida, que tu escenita me ha parecido bastante ridícula -comentó Ludmilla mientras mordisqueaba una pasta de té de sésamo que había mojado en la taza.

La condesa lucía como siempre un vestido ancho, en el que predominaban los tonos claros y luminosos, que contrastaban con su carácter agrio. Sarah, en cambio, ya se había puesto la ropa que llevaría en la expedición y que tan útil le había resultado en viajes anteriores: pantalones de montar ceñidos y de color arena, embutidos en unas botas de cuero que le llegaban a la rodilla, una blusa de algodón blanqueado y, encima, un chaleco de cordobán, en cuyos bolsillos guardaba todo tipo de objetos útiles. También llevaba un pañuelo anudado al cuello, como solían hacer los hijos del desierto y que protegía tanto del sol intenso como del viento gélido. Se había peinado la melena hacia atrás y se la había recogido en un moño para que no la molestara al cabalgar.

– Cumple el objetivo -se limitó a replicar.

Hingis también estaba preparado para la marcha. De acuerdo con su estilo conservador, se había decidido por un traje tropical de color caqui con el que llamaba, y no poco, la atención en las calles de la ciudad, donde predominaba la moda turca, con sus coloridas vestimentas de seda y brocados. A modo de concesión, el suizo había decidido ponerse un fez de fieltro rojo que, en vista de los cabellos revueltos que asomaban por debajo, parecía un poco fuera de lugar.

– Nos encontraremos hoy en el punto de recogida -aclaró Sarah-. En las afueras de la ciudad hay un viejo caravasar donde nos espera nuestro guía. Partiremos al amanecer.

– Igual que nosotros -comentó pausadamente la condesa, que sorbió un poco más de té.

– ¿Cómo sabrá cuándo regresamos?

– Lo sabremos, tranquila. Vosotros regresad. Pero no os atreváis a aparecer sin el elixir. Si te has equivocado y tus teorías resultan falsas, Kamal morirá, no lo olvides.

– Tranquila -resolló Sarah-. Y usted no olvide su parte del trato. Porque, si a mi regreso le ha ocurrido algo malo a Kamal, tendrá que beberse su valioso elixir en las cloacas.

– Qué imagen más repugnante.

– Efectivamente.

– Esperemos que eso no ocurra. -La condesa sonrió imperturbable-. Por el bien de ambas partes.

Sarah no contestó. Estaba harta de la charla y quería partir de una vez para dejar atrás la búsqueda lo antes posible y regresar con Kamal. Dejarlo en manos de sus enemigos le rompía el corazón, pero no le quedaba más remedio. Al menos, de momento…

– Vaya, mira cómo calla la inteligente y peligrosa hija de Gardiner Kincaid.

– ¿Quién afirma tal cosa?

– Algunas personas -contestó Czerny, evasiva-. Pero desde el principio tuve muy claro que solo había que encontrar la clave adecuada para doblegarte. Un instrumento toca cualquier melodía… si se sabe cómo hay que hacerlo sonar.

– ¿Está muy segura de sí misma, verdad?

– ¿Y por qué no? A mi modo de ver, vuelves a estar a nuestra merced. Y eso que creías que habías tomado todas las precauciones imaginables, ¿no es cierto?

A Sarah le habría encantado replicar, pero no podía, puesto que aquellas palabras respondían a la realidad.

– No se saldrán con la suya -dijo, pero su voz no sonó con tan convencida como se había propuesto, sino más bien terca y desvalida.

– ¿Quién nos detendrá, hermana? En todo el planeta solo hay un puñado de gente que conoce nuestra existencia, y la mayoría trabaja para nosotros. El viejo Gardiner está muerto, y tú, perdona que te lo diga, has demostrado ser una rival a la que hay que tomar bastante menos en serio de lo que algunos temían. Pero harías bien conteniendo tu enfado y tu ira, y concentrándote en tu misión. Tu odio no retornará a la vida a Kamal, eso solo puede conseguirlo el agua de la vida. O sea que ve y encuentra lo que nos beneficiará a todos.

Al pronunciar estas últimas palabras, en su semblante se dibujó una sonrisa tan autosuficiente y llena de menosprecio que Sarah se preguntó automáticamente qué había hecho ella para atraer la rabia de aquella mujer que, en otras circunstancias, en otra época, quizá podría haber sido una compañera, una amiga. Pero no había tiempo para averiguarlo. La esperaban tareas más importantes y urgentes que no admitían demora.

– Esto -prosiguió la condesa dándole a Hingis una pequeña carpeta forrada en piel- es un salvoconducto que les garantiza paso franco mientras se encuentren en territorio otomano. Nuestra organización dispone de suficientes medios para conseguir algo así.

– Estoy convencida de ello -dijo Sarah-. Me pregunto de qué servirán esos legajos si tropezamos con rebeldes griegos.

– Ya lo descubrirán.

– Claro.

Las miradas de las dos mujeres se encontraron una última vez y el ambiente pareció helarse.

– Hasta pronto -se limitó a decir Ludmilla de Czerny.

Sarah no le contestó.

Esperó a que Hingis vaciara su taza y se levantara pesadamente de su cojín. Luego, los dos se marcharon. Salieron de la suite que la condesa había contratado y volvieron a sus respectivas habitaciones. Ya les habían ido a buscar el equipaje y lo habían llevado al caravasar; se trataba únicamente de recoger los últimos enseres personales de los que no querían prescindir durante el viaje: en el caso de Sarah, su diario y el cinto Sam Browne con las armas correspondientes.

El hecho de que la condesa no se lo hubiera quitado permitía suponer que también era consciente de los peligros y de los imponderables que entrañaba la expedición, del éxito de la cual dependía todo.

Capítulo 2

Diario de viaje de Sarah Kincaid, 26 de octubre de 1884


La expedición ha comenzado. A primera hora de la mañana hemos salido de Salónica en dirección oeste. Además de Pericles, nuestro guía, la caravana se compone de cuatro muleros, que no solo se ocupan de transportar los bultos y de cuidar a las mulas, sino también de montar y desmontar las tiendas y el campamento, así como de un cocinero, un viejo griego llamado Alexis que nos recomendó Pericles y que es capaz de sacar auténticos aromas de un sencillo perol. Como armamento llevamos varios fusiles de retrocarga y dos revólveres. Los caballos que montamos son animales dóciles y resistentes, y los bultos van cargados en mulas, que aquí son tan habituales como las carretillas de los vendedores ambulantes en las calles de Londres.

El paisaje es de una belleza impresionante. Viniendo del este, cruzamos una tierra que casi podría calificarse de apacible, surcada por numerosos ríos y que limita al norte con la imponente cordillera del Pindó y, al sur, con las abruptas peñas del monte Olimpo, considerado por los antiguos griegos el hogar de los dioses. Los cipreses y los olivos crecen asilvestrados en los campos, donde también pacen rebaños de cabras: una imagen de paz que me gustaría que Kamal pudiera ver.

¡Cuánto lo echo de menos!

Jamás en la vida había sentido un desgarro interior tan grande ni había temido y ansiado tanto el comienzo de una expedición. Soy consciente de que solo el éxito de nuestra misión puede salvar a Kamal. Sin embargo, también sé que Friedrich Hingis tenía razón y que el agua de la vida en manos de viles criminales representa un peligro incalculable. Mientras mi corazón no desea nada más encarecidamente que curar a Kamal y retornarlo a la vida, mi juicio me aconseja prudencia. No obstante, a ambas cosas las supera la curiosidad que me aguijonea estos días y que quiere averiguar el secreto que entraña ese líquido misterioso. De momento, no puedo ni quiero pensar en las consecuencias, aunque la conciencia me impulse a hacerlo…


27 de octubre de 1884


Después de que el clima nos fuera bastante favorable durante los últimos días, esta mañana ha empezado a llover torrencialmente. Cabalgar no solo se ha hecho incómodo, sino también fatigoso, puesto que la lluvia ha ocasionado crecidas en riachuelos y arroyos, y ha provocado que los caminos, la mayoría de tierra, estén en un estado deplorable.

Preferimos pernoctar en albergues, que tanto abundan por aquí, para proteger los enseres. Con todo, no tenemos oportunidad de recuperarnos de las fatigas que nos causa cabalgar durante toda la jornada. Nuestro guía nos apremia sin compasión porque, con cada día que pasa, aumenta el riesgo de que el invierno irrumpa en las cumbres, lo cual tendría como consecuencia que los puertos de montaña estarían cerrados y no habría posibilidad de pasarlos.

No quiero ni imaginar qué significaría eso, y rezo por que el clima nos sea propicio…


28 de octubre de 1884


Hemos llegado a Siatista, una población antes turca que ha alcanzado prosperidad con el comercio de pieles.

Por consejo de Pericles, Hingis y yo hemos comprado ropa de abrigo en la ciudad. El otoño no se muestra tan crudo en Tesalia como en el lejano Londres y, a pesar de las bajas temperaturas nocturnas, el clima de día es suave; sin embargo, en los puertos de montaña que debemos cruzar reina un frío intenso. La pelliza que he adquirido está forrada por dentro con piel de marta cibelina, en tanto que la piel exterior es de piel de equino, tan resistente que parece estar a la altura de los requisitos de la expedición. Friedrich se ha decidido por un abrigo de piel de oso que lo hace parecer tan ancho como alto y que, junto con el fez que luce en la cabeza, completa una imagen sumamente chocante.

Siatista es también la última localidad de lo que mis compatriotas británicos definirían como mundo civilizado: las grandes manufacturas donde se elaboran las pieles y las lujosas mansiones en estilo otomano marcan la imagen de la ciudad; al sur y al oeste se extiende una región árida y montañosa que solo se ve interrumpida por aldeas minúsculas o monasterios aislados cuyos habitantes valoran la soledad.

Nuestro destino es esa tierra inculta, que forma la frontera entre el Imperio Otomano y Tesalia, región que se independizó no hace muchos años y donde las escaramuzas entre soldados turcos y guerrilleros griegos siguen estando a la orden del día. Porque al otro lado, a unas cien millas plagadas de imponderables y peligros, se encuentra el Aqueronte…


Puerto de Katara, Montañas del Pindo, 30 de octubre de 1884


El camino angosto que conducía a las laderas del Pindó desde los valles de Macedonia ascendía abruptamente. En el paisaje verde, surgió de repente una pared de piedra gris y escarpada que se alzaba formando elevaciones insospechadas y cuyas cumbres estaban teñidas de blanco. Los bosques situados debajo de los picos nevados presentaban matices rojos y marrones, salpicados por el verde perenne de las coníferas y de los matorrales, que crecían incluso en las escabrosas laderas de roca y en las cimas peladas.

Hasta entonces, Sarah y sus acompañantes habían tenido el gran macizo siempre a su derecha; sin embargo, ahora que habían dejado atrás el pueblo de montaña de Metsovon, veían alzarse la cordillera ante ellos, como una pared enorme casi inexpugnable que tenían que superar. La única vía de acceso en esa estación del año era el puerto de Katara, hacia el que ascendía el camino trazando curvas muy cerradas. Mientras que, a un lado, la roca subía casi en vertical, al otro seguía viéndose la impresionante panorámica de unos valles angostos y profundos, cubiertos por una espesa vegetación y sobre los cuales las águilas volaban majestuosamente en círculo.

Después de dormir varias noches al raso y de haber pasado un frío tremendo en las tiendas de campaña empapadas, Metsovon había vuelto a ofrecerles al menos un techo firme sobre sus cabezas, una comodidad de la que Sarah y los demás no podrían volver a disfrutar por un tiempo. La lluvia que los había acompañado durante unos días había cesado, pero el cielo estaba cubierto de nubes bajas y oscuras que, teniendo en cuenta que las temperaturas no paraban de bajar, podían descargar intensas nevadas en cualquier momento. El tiempo apremiaba y la caravana solo se permitía descansar lo imprescindible.

Sarah, que cabalgaba justo detrás de Pericles, guiaba por el estrecho camino a su montura, un caballo pío dócil y resistente. Las piedras sueltas y las irregularidades del terreo eran una fuente de peligro; las serpientes, otro. De repente se oyó un terrible aullido, y el animal echó hacia atrás la cabeza y relinchó espantado.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Hingis, que cabalgaba detrás de Sarah con el fez en la cabeza y el abrigo de piel tirado sobre los hombros a modo de capa para protegerse del viento frío e imprevisible.

– Solo ha sido un lobo -dijo Pericles con toda naturalidad por encima del hombro.

Durante los días anteriores habían ido conociendo a su guía, que había revelado ser un hombre de fiar y muy apegado a su tierra, y que no se cansaba de explicar que era del pueblecito de Vergina, donde tenía esposa y siete hijos. Aquel hombre fuerte y más bien recio, en cuyo rostro moreno crecía un auténtico monstruo de nariz, había nacido en Macedonia, como tantos paisanos suyos, pero estaba marcado por las costumbres otomanas, algo que se reflejaba en su vestimenta: además de unas botas de montar rústicas de ante, llevaba bombachos turcos y la típica faja ceñida a las caderas, donde guardaba un puñal curvo de aire oriental y un revólver. Encima, una camisa a rayas de tonos azules, cortada según la moda griega, y un chaleco de piel de borrego que abrigaba lo suyo. En la cabeza lucía un fez envuelto en un turbante blanco. Los porteadores y el cocinero vestían de manera similar y con ello atestiguaban hasta qué punto los usos y las costumbres de los turcos habían marcado la vida griega durante los últimos más de cuatrocientos años.

– ¿Un lobo? -repitió el suizo no demasiado contento.

-Evet, en el Pindó hay muchos, ¿no sabía? -preguntó Pericles, que hablaba un inglés aceptable y de vez en cuando lo salpicaba con palabras en dimotikr [6]o turco.

– No -confesó Hingis, agriamente-, no lo sabía…

– No son peligrosos -dijo el guía intentado tranquilizarlo-. Osos, mucho peor.

– ¿Osos? -gimió Hingis.

– Nai -confirmó Pericles mientras levantaba receloso la vista hacia las rocas que los rodeaban y refrenaba el caballo-. Por ellos, yo tampoco preocupado…

– Entonces, ¿por qué? -inquirió Sarah, llevando a su caballo junto al del guía-. ¿Ha descubierto algo?

– Chist -indicó el guía, que se tapó la boca con la mano para darle a entender que callara. Luego echó atrás la cabeza como un animal husmeando y escuchó atentamente en el viento-. Ya no oye nada -señaló entonces-. Tamam.

Sarah miró a los demás, que también habían detenido las cabalgaduras, incluidas las mulas que llevaban los bultos. En los semblantes de los porteadores podía leerse el desánimo, tal vez incluso un poco de miedo…

– ¿De qué tienen miedo? -preguntó Sarah en voz baja.

– Kleftes -contestó Pericles, conciso-. O turcos. No diferencia.

– ¿Kleftes? -preguntó Sarah.

– Así llaman a luchadores griegos que se esconden en montañas. Han liberado el sur, pero quieren más. Turcos no quieren dar.

– La misma canción de siempre -ratificó Sarah-. Pero ¿en qué nos afecta a nosotros?

La mirada que le dedicó el macedonio, que normalmente se mostraba despreocupado, fue sombría.

– Turcos ocupan puerto montaña -explicó-. Kleftes atacan a veces. Si hay lucha, mejor no en medio, o thánatos.

– Comprendo -dijo Sarah, cuyos conocimientos de griego clásico bastaban para entender al menos aquella palabra.

No sabía demasiadas cosas sobre la lucha por la libertad de los griegos, exceptuando que había empezado hacía más de sesenta años y que se había dirimido con una dureza atroz por ambas partes. En el año 1821, el arzobispo de Patras había urdido la revuelta y, en sus inicios, los rebeldes griegos masacraron a muchos turcos en la ciudad de Trípoli. Los gobernantes otomanos se vengaron cruelmente y, un año más tarde, mataron a decenas de miles de griegos en la isla de Quíos para escarmiento de los cabecillas, lo cual avivó la llama de la resistencia, sobre todo también porque los helenos comenzaron a recibir ayuda del extranjero a partir de ese momento.

En octubre del año 1827 se libró una batalla en la bahía de Navarino, en la que buques franceses, rusos y también británicos se enfrentaron a la flota de Ibrahim Pacha y, aun siendo esta muy superior en número, se alzaron con la victoria. El Peloponeso y partes de Grecia central se separaron de la unión de reinos que formaban el Imperio otomano y consiguieron la independencia, aunque con ello se desató una lucha pertinaz por hacerse con la frontera norte de la recién fundada nación. La contienda aún persistía y no tenía un vencedor claro. No obstante, una cosa podía afirmarse sobre ese y sobre cualquier otro conflicto en torno al poder político y unos objetivos ideológicos abstractos.

Los ideales eran la primera víctima en el campo de batalla…

– Jefe de los kleftes se llama Anasthatos -continuó explicando Pericles-. Muchas historias de él, pero pocos han visto, y yo no quiero ser uno.

– Yo tampoco -comentó Sarah, que no sentía el más mínimo deseo de conocer a un bandido. Ya tenía bastantes problemas.

La caravana prosiguió su camino. A medida que ascendían, cada vez más hacía frío y Sarah estaba helada a pesar de la pelliza que llevaba. Poco después de mediodía se puso a nevar. Empezaron a caer en silencio copos pequeños de nieve, que cubrieron el camino y los árboles de los márgenes con una capa blanca que amortiguaba cualquier ruido y brindaba un aspecto menos peligroso al paisaje agreste y escabroso, aunque esa percepción habría sido errónea.

Por la tarde llegaron al puerto de montaña. Las rocas y los árboles estaban cubiertos de nieve, igual que los tejados de los gruesos edificios de muros toscos que flanqueaban el camino. No obstante, como comentó Pericles, podían franquearlo. Sarah lo miró con sentimientos dispares, puesto que se preguntaba cómo regresarían con esas condiciones meteorológicas…

Tal como había anunciado el guía, el puerto, situado en las proximidades inmediatas de la frontera, estaba controlado por soldados turcos. Mirara donde mirara, Sarah veía combatientes vestidos con uniformes de color azul oscuro, y cuya imagen se completaba con el fez rojo y la típica faja. Los oficiales llevaban casacas cortas con galones dorados y arabescos bordados, que denotaban un tradicionalismo otomano, igual que los bigotes que brotaban en los rostros de los soldados.

Tal como Sarah esperaba, los pararon y los sometieron a control. Apuntándolos con fusiles Remington y las bayonetas caladas, obligaron a los viajeros a desmontar y un pelotón de soldados empezó a registrarles el equipaje. Lo que les parecía de utilidad, se lo requisaron de inmediato, entre otras cosas, calcetines gruesos de fabricación suiza y una lata de petróleo. Sarah los dejó hacer, aunque seguramente ambas cosas les habrían resultado útiles a ellos. Era muchísimo más importante cruzar el puerto lo antes posible…

El capitán de la tropa no hablaba inglés. Con Pericles haciendo las veces de intérprete, Sarah le explicó que era una británica rica y excéntrica, a la que se le había metido en la cabeza visitar algunos lugares de la Grecia clásica. El guía seguramente añadió algo más, ya que el capitán, que antes los miraba con recelo, de pronto pareció relajado, incluso divertido. Tomó el salvoconducto, lo examinó y luego indicó a sus hombres que los dejaran pasar.

Sarah, en cierto modo asombrada, volvió a montar, para divertimento de los soldados que, al parecer, nunca habían visto a una mujer a lomos de un caballo y aún menos cabalgando sobre la silla como un hombre. Sarah aguantó también eso: lo esencial era que podían proseguir el viaje y llegar lo antes posible al otro lado.

Un angosto camino abierto entre rocas descendía desde el puerto trazando una curva muy cerrada. La nevada arreció y apenas permitía ver nada a treinta metros de distancia.

– Kakó -comentó Pericles, preocupado-. Tendríamos que haber quedado en el puerto y dormir allí.

– ¿En compañía de los soldados? -preguntó Sarah, que podía imaginar cosas más agradables que pasar la noche entre una caterva de individuos que no habían visto a una mujer en semanas o, seguramente, en meses-. No, gracias.

– Se ha portado inteligente -la alabó el macedonio.

– ¿Por qué lo dice?

– No intentado sobornar a capitán. No es efendi, es oficial. Hombre de honor. Jamás ofenderlo.

Sarah comprendió a qué se refería el guía. Por lo visto, entre los militares otomanos, al menos seguía habiendo algunos que se mantenían leales a su imperio y a su sultán.

– ¿Qué le ha dicho realmente al capitán? -preguntó-. Parecía tan divertido de repente…

– No importa -contestó Pericles con evasivas.

– Pues claro que importa -insistió Sarah severamente, y refrenó su caballo para dejar bien claro que hablaba en serio-. Quiero saberlo, ¿me oyes?

– ¿De verdad? -Pericles también detuvo a su caballo, aunque en su semblante se leía que no quería decir la verdad.

– Por supuesto.

– Endáxei… Pero usted promete no regaña al pobre Pericles.

– ¿Por qué iba a regañarte? -Porque yo dicho que…

Miró a Hingis y pareció no atreverse a decirlo en voz alta. Entonces le hizo un gesto a Sarah para que se le acercara y él pudiera comentárselo al oído. La joven hizo lo que le pedía, se inclinó en la silla hacia él, escuchó atentamente… y se llevó una sorpresa.

– ¿Le… le has dicho que el señor Hingis y yo estábamos casados? -preguntó Sarah abriendo los ojos como platos-. ¿Y que lo trato como a un calzonazos?

– Más o menos -admitió el guía tímidamente.

– Es… es inaudito -exclamó Sarah-. ¿Cómo has podido afirmar que…?

– Sarah -intervino Hingis de repente.

– ¿Qué? -resolló la joven.

– Creo que Pericles ha hecho bien recurriendo a una pequeña mentira… No siento el menor deseo de acabar como esos de ahí.

Hingis señaló al otro lado del camino; Sarah miró hacia allí y se le cortó la respiración. En el margen del sendero había cuatro árboles… de los que colgaban cuatro cuerpos sin vida.

Por la vestimenta que llevaban, eran griegos, guerrilleros a los que habían atrapado y ejecutado. A juzgar por el estado de los cadáveres, los habían colgado hacía unos días, puesto que tenían la piel extrañamente blanca y helada.

Habían prescindido de vendarles los ojos a aquellos hombres o de taparles la cabeza con un saco, y Sarah pudo ver sus semblantes inertes, petrificados por un terror infinito, que parecían observarla llenos de reproches mudos.

– Esto es una barbarie -se acaloró-, totalmente indigno de gente civilizada.

– Nai -admitió Pericles-. Guerra en las montañas.

– Es evidente -asintió Sarah, que apartó la mirada de aquella imagen del horror y arreó de nuevo a su caballo.

– Entonces, no enfadada conmigo -preguntó el guía avanzando hacia ella.

– ¿Por qué habría de estarlo?

– Por decir cosas que no verdad.

– No -contestó Sarah con voz apagada-. Seguramente nos has salvado la vida…

Sin volver a mirar a los ahorcados, agitó las riendas y continuó cabalgando, todavía conmocionada por lo que acababa de ver. Un enfrentamiento abstracto, que hasta entonces solo conocía a través de noticias en los periódicos, se había concretado de repente, había adquirido un rostro, literalmente, cuatro.

Durante toda la tarde, mientras cabalgaban hacia el oeste por el angosto paso de montaña, Sarah recordó los rostros inertes y rígidos de los rebeldes que habían sido ejecutados por los ocupantes turcos y, aunque ella no estaba implicada en el conflicto y hasta entonces le había resultado indiferente su desenlace, se sorprendió al descubrir que sus simpatías recaían en el bando de los griegos.

Debido a la nieve que empezaba a cubrir también el camino, la caravana avanzaba lentamente; la temperatura aumentaba a medida que descendían y, finalmente, la nieve se transformó en lluvia. Al caer la noche, los viajeros buscaron cobijo en una casa de labranza en ruinas que se encontraba en un claro a unos cincuenta metros del camino.

Sarah supuso que hacía mucho tiempo que el edificio estaba vacío. No había puertas ni ventanas, las paredes estaban agrietadas, la madera carcomida y parte del tejado, hundido. Sin embargo, encontraron una habitación amplia con el techo aún intacto y que les ofrecía suficiente resguardo de la lluvia torrencial. Hingis y Pericles propusieron que Sarah se alojara allí, en tanto que ellos se contentarían con un cuarto menos seco. Sarah rechazó la propuesta con determinación. No quería tratos especiales y estaba dispuesta a compartir todos los infortunios con sus camaradas. Así pues, eligieron aquella habitación como alojamiento comunitario, donde la joven y sus acompañantes extendieron las mantas y encendieron un fuego en la chimenea, que aún funcionaba a pesar de su ruinoso estado. Alexis, el cocinero, consiguió preparar una sabrosa comida al fuego. En el fondo, no contenía más que alubias blancas y aceite de oliva, pero no solo reconfortaba y saciaba, sino que también tenía un sabor exquisito.

Sarah dejó que Pericles asignara las guardias. Cada turno lo cubrirían dos hombres, y en cada uno solo ponía a un mulero. Era evidente que el macedonio no se fiaba demasiado de los hombres de Valaquia, que hablaban entre ellos en un extraño dialecto. Cuando, una vez más, quiso prescindir de Sarah en la planificación, ella insistió también en participar como los demás,

– ¿Podrá? -preguntó el guía con franco escepticismo.

– Confía en mí -contestó Sarah mirando el Sam Browne, en el que no solo llevaba una cantimplora, sino también un puñal Bowie de fabricación estadounidense y la pistolera con el Colt Frontier-. Sé defenderme.

– No dudo sabe disparar -admitió Pericles mientras cargaba su arma, una pistola de aspecto anticuado y con ornamentos árabes, que después volvió a meter en la faja-. Pero ¿disparado contra alguien?

– Por supuesto -confirmó Sarah quedamente, puesto que no estaba orgullosa de ello.

– Usted, mujer extraña.

Sarah se echó a reír..

– Si he de serle sincera, me han hecho cumplidos más placenteros -replicó-. Pero, si no hay más remedio, también acepto este.

– ¿Por qué todo? -preguntó el guía-. ¿Por qué hace esto?

– Para salvar al hombre que amo -explicó Sarah sin dudarlo-. ¿Me comprende?

– Nai -aseguró el guía, golpeándose el pecho-. Yo, griego. Griegos entienden siempre el amor, sobre todo mujeres. Electra, ¡Penélope! ¡Veinte años espera regreso Ulises!

– Cierto -asintió Sarah.

– ¿También su amor está de odisea?

– En cierto modo -confirmó Sarah con melancolía.

Sin saberlo, Pericles había dado en el clavo. Kamal estaba atrapado en una lejana odisea que le impedía regresar a casa, pero también ella lo estaba… Y en medio de aquel frío gélido y de la tormenta que bramaba fuera y enviaba los aullidos del viento a través de las ruinas de la vieja casa de labranza, a Sarah le pareció de repente imposible que volvieran a encontrarse jamás.

Las probabilidades eran mínimas…


Montañas del Pindo, Epiro, 31 de octubre de 1884


Rompía el alba cuando despertaron a Sarah. La joven estaba totalmente somnolienta porque había cubierto la guardia de después de medianoche y hacía pocas horas que Alexis la había relevado.

Lo primero que vio al abrir los ojos fue el rostro de Pericles, que estaba sobre ella y le pedía que guardara silencio, y Sarah reconoció enseguida en las profundas arrugas que se habían formado en su frente que algo iba mal.

Se incorporó rápidamente y se despertó de golpe. En la penumbra de la habitación vio a Hingis agachado. Para estupor de Sarah, el suizo se dedicaba a cargar los fusiles.

– ¿Qué…? -quiso preguntar en un susurro, pero Pericles se llevó un dedo a los labios y le indicó que lo siguiera.

Cautelosamente, para que no se rompieran las tablas carcomidas con sus pasos, se deslizaron hacia la parte delantera del edificio pasando junto a los muleros que estaban con los animales, acariciándolos para tranquilizarlos y que no hicieran ruido. El fuego de la chimenea se había apagado hacía rato. Un frío gélido reinaba dentro de los muros agrietados y el viento aullaba arrastrando aquí y allá algún que otro copo de nieve. Por lo visto, había nevado en el valle durante la noche…

Sarah notó que el pulso se le aceleraba mientras se deslizaba detrás de Pericles, seguida por Hingis, que llevaba los fusiles cargados. La joven se estaba preguntando atemorizada que habría pasado, cuando encontraron a Alexis. El cocinero se había atrincherado debajo de una ventana sin cristales que estaba empotrada en la fachada de la casa de labranza y daba al camino. Con una mirada de advertencia dio a entender a sus compañeros que debían ser cautelosos y Sarah creyó distinguir temor en sus ojos. Más aún, un miedo cerval…

Agachados para que no pudieran verlos desde fuera, se acercaron a la ventana y se sentaron a derecha e izquierda. Luego, Sarah se arriesgó a echar un vistazo al exterior.

Comprobó que no se había equivocado en sus suposiciones. La temperatura había vuelto a caer y, hacia el amanecer, el chubasco se había transformado en una nevada. Una capa de dos palmos de grosor cubría el claro y el camino, que a cierta distancia se perdía un buen trecho por el valle entre árboles y rocas nevadas. Delante, sin embargo, vislumbró unas siluetas espectrales.

Puesto que llevaban capas de color claro, no se las distinguía de inmediato en aquel fondo blanco y a la escasa luz del amanecer, cosa que parecía intencionada. Los hombres -Sarah contó cinco- iban armados con fusiles de avancarga y habían envuelto los cañones con cuero para protegerlos de la lluvia y la nieve.

No le hizo falta preguntar quiénes eran aquellos hombres. Sarah no tenía la menor duda de que se trataba de kleftes, aquellos intrépidos luchadores que habían conquistado la independencia de Grecia en el campo de batalla y que continuaban manteniendo una desmoralizadora guerra de guerrillas contra los turcos para arrancarles más territorio y más concesiones.

Sarah pensó involuntariamente en los ahorcados que habían visto junto al camino y no pudo sino tributar respeto a esa gente que luchaba por una causa jugándose la vida. Cuando iba a preguntarle en voz baja a Pericles por qué se escondían de los guerrilleros, algo se movió en el exterior.

Por lo visto, los cinco hombres formaban la vanguardia de una unidad mayor, pues inmediatamente salieron más siluetas vestidas de blanco de la espesura cubierta de nieve, algunas a caballo, otras a pie. En medio iban dos hombres de aspecto miserable, maniatados y a los que llevaban a rastras. Por sus uniformes de color azul oscuro, Sarah supo enseguida que se trataba de soldados turcos. Prisioneros…

La comitiva, que debía componerse de diez o doce hombres, se detuvo y obligaron a los dos turcos a arrodillarse sobre la nieve. Un kleftis alto y fuerte, que parecía ser el cabecilla del grupo, desmontó de su silla, se plantó delante de los prisioneros e intercambió unas palabras con ellos. Lo que se dijeron no pudo oírse a causa de la distancia y de los aullidos del viento.

La conversación acabo súbitamente. El jefe de los guerrilleros se llevó la mano al cinto y sacó el puñal corvo que guardaba allí. Luego, todo ocurrió muy deprisa.

Sarah vio desplomarse a uno de los turcos, aterrada. El acero del cabecilla se levantó por segunda vez y el segundo prisionero también cayó hacia atrás, acompañado por una fontana de sangre que salpicó y tiñó la nieve de un rojo intenso. El kleftis les había rebanado el cuello a sus enemigos sin pensárselo dos veces. Sin vacilar y, eso parecía, también sin remordimientos.

El hombre dio media vuelta bruscamente, sin dignarse mirar a los dos heridos de muerte, uno de los cuales todavía se estremecía entre fuertes convulsiones. Los dejaría allí a modo de advertencia para sus enemigos, igual que habían hecho los turcos en el puerto con los rebeldes.

Sarah comprendió que esas eran las reglas de aquel espantoso juego, la lógica del terror. Y supo que las partes enfrentadas en aquel conflicto no entraban en las categorías de bien y mal, sino que no se iban a la zaga en crueldad y resolución. Habría gritado de horror y furia ante semejante atrocidad, pero eso habría significado el fin de todos ellos, puesto que el guerrillero seguramente no habría dejado con vida a ningún testigo. Por lo tanto, se obligó con todas sus fuerzas a callar y pronto divisó, aliviada, que los kleftes se retiraban.

Los jinetes montaron de nuevo en sus caballos y se dispusieron a partir; pero entonces sucedió algo inesperado.

Friedrich Hingis estaba agazapado en el suelo, sosteniendo los cuatro fusiles listos para disparar, un peso que las tablas de madera carcomidas no soportaron por más tiempo. Con un crujido terrible, primero cedió una, luego otra, y el suizo se hundió. Cayó de una altura de no más de medio metro, pero el susto fue tan grande que Hingis soltó un grito agudo que no pasó desapercibido a los kleftes.

Se dieron la vuelta, alarmados, y miraron en dirección a la casa. Sarah y sus compañeros se pusieron a cubierto de inmediato. Pero ya habían despertado el recelo de los guerrilleros.

– Maldita sea -masculló Pericles.

Oyeron cómo el jefe de los kleftes gritaba algo a sus hombres y, luego, se hizo de nuevo el silencio.

– ¿Qué ocurre ahí fuera? -preguntó Sarah susurrando, y Pericles se atrevió a mirar con cautela por encima del alféizar.

– Se acercan a casa -informó.

– ¿Cuántos?

– Dos.

Sarah sopesó las posibilidades. Acabar con dos hombres no supondría ningún problema. Pero entonces alertarían a los demás y se desencadenaría una dura lucha que exigiría numerosas vidas humanas y también requeriría tiempo, un tiempo cada vez más escaso…

Hingis, de pie en el agujero, repartió los fusiles. En su mirada se reflejaba el sentimiento de culpa, puesto que tenía muy claro que él era el causante de aquella situación. Sin embargo, nadie pronunció una sola palabra de reproche.

Sarah cogió el arma que le alcanzaba mientras pensaba febrilmente qué podían hacer. ¿Esperar? ¿Dejar que se acercaran los dos exploradores? No.

La única posibilidad para acabar con aquel asunto lo antes posible era golpear sin aviso y con total dureza, aunque Sarah se odiara por ello. Sin querer, de un momento a otro se convertiría en parte de aquel terrible conflicto…

– ¿Qué hacemos? -preguntó Pericles en tono apremiante-. Soldados no muy lejos…

– Nos anticiparemos a ellos -ordenó Sarah, cuyo semblante se había transformado en una máscara rígida-. Friedrich, usted se encargará de los dos exploradores. Los demás nos concentraremos en los kleftes y procuraremos abatir a tantos como podamos.

– Pero con este viento y a esta distancia… -empezó a objetar Hingis, aunque la mirada que Sarah le dedicó lo hizo callar.

– ¿Tiene una propuesta mejor? -preguntó la joven.

El suizo meneó la cabeza.

– Entonces, lo haremos así -murmuró Sarah mientras se deslizaba agazapada hasta la siguiente ventana-. Yo intentaré abatir al cabecilla. Tal vez luego los demás emprenderán la huida.

– ¿Y si no?

– Entonces nuestra expedición acabará aquí -vaticinó lúgubremente Sarah.

Empuñaron los fusiles y ocuparon sus puestos, esperando no ser descubiertos antes de tiempo.

– A la de tres -ordenó Sarah mientras ponía en el punto de mira a la figura vestida de blanco que montaba erguida en su caballo.

Sarah se sentía miserable por disparar sin aviso a una persona, pero si era necesario para salvar a Kamal, lo haría…

– Uno.

Amartillaron las armas.

– Dos.

Sus compañeros contuvieron el aliento y apuntaron a los guerrilleros, que no se imaginaban la emboscada. Decidida a arriesgarlo todo, Sarah se dispuso a pronunciar el último número, pero entonces se armó un gran alboroto fuera.

Uno de los kleftes que hacían guardia junto al camino lanzó un grito ronco y se desató una actividad frenética entre los hombres. Los dos exploradores que el cabecilla había mandado a la casa dieron media vuelta y regresaron corriendo, en tanto que sus camaradas se apresuraban hacia el bosque cercano. El caballo del cabecilla se encabritó entre relinchos y salió disparado camino abajo, hacia el valle. Al cabo de un instante, Sarah descubrió el motivo: súbitamente se oyó un ruido apagado de cascos de caballo y un escuadrón de jinetes con uniformes azules comenzó a bajar a galope tendido por el camino del puerto de montaña, blandiendo sables corvos por encima de sus cabezas.

¡La caballería otomana!

Los jinetes se abrieron enseguida en abanico, cruzaron el claro y emprendieron la persecución de los rebeldes. Los caballos hacían saltar la nieve con sus cascos y echaban vaho caliente por los ollares. Dos guerrilleros que no habían conseguido llegar a tiempo al bosque cayeron decapitados cuando los jinetes les dieron alcance al galope trazando círculos con sus sables. Se oyeron disparos procedentes del bosque y un soldado de la caballería fue derribado de la silla. Luego, los perseguidores llegaron a la espesura nevada y siguieron a los rebeldes. El ruido de disparos y el griterío de los hombres resonaban en el viento gélido.

Casi podría pensarse que todo lo que había ocurrido en el claro había sido una pesadilla si no fuera por los cinco cuerpos sin vida que yacían en la nieve y prestaban testimonio de los espeluznantes acontecimientos que acababan de suceder…

– Por poco -comentó Hingis, y Sarah fue consciente entonces de que habían escapado de la delicada situación.

Permanecieron quietos durante unos instantes más para asegurarse de que ninguno de los dos bandos volvía. Cuando vieron que todo seguía tranquilo, recogieron a toda prisa sus cosas, ensillaron los caballos y se pusieron en marcha.

Les esperaba un largo camino y todos ardían en deseos de dejar atrás la región fronteriza.

Capítulo 3

Diario de viaje de Sarah Kincaid, 31 de octubre de 1884


Tras los dramáticos sucesos de esta mañana, hemos dejado el camino del puerto y hemos tomado el que conduce a Ioánnina, la capital de aires otomanos del Epiro. Cuanto más nos alejamos de la región fronteriza, más me da la impresión de que lo ocurrido ha sido una terrible pesadilla. Al mismo tiempo, sé que lo que nos ha sorprendido era la cruda realidad, a la que deberemos enfrentarnos de nuevo cuando crucemos el puerto de regreso.

Aunque me siento muy aliviada porque no se produjo un enfrentamiento con los kleftes, hay cuestiones que no dejan de atosigarme: ¿habría apretado realmente el gatillo? ¿Habría cometido un asesinato alevoso para garantizar que la misión continuara? ¿Qué más estoy dispuesta a hacer? ¿Qué sacrificaría por Kamal?

Valoro muchísimo a Friedrich Hingis por no haberme planteado esas cuestiones, pero sé que él piensa lo mismo. Si al principio intenté posponer todos mis reparos morales, el incidente de las montañas ha procurado que estos alcen ahora su voz.

¿Hasta dónde debo llegar para salvar a mi querido Kamal? ¿Debo sacrificar la vida de otros por él? ¿Puedo arriesgar el bienestar de otros por él? ¿Debo traicionar los valores con que me eduqué y que hasta ahora consideraba inamovibles? ¿Debo permitir que una banda de viles criminales se apodere del que quizá sea el secreto más valioso de la humanidad?

Cuanto más cavilo en esas preguntas, menos me gusta la respuesta, pues es tan breve como aplastante:

No…


2 de noviembre de 1884


En Ioánnina hemos cambiado de caballos y nos hemos abastecido con nuevas provisiones. Los turcos han elevado a esta ciudad a la categoría de capital no sin razón: situada a orillas del lago Pamvotis, dispone de una estrecha lengua de tierra que se adentra en el agua y en la que se construyó una fortaleza ya en época medieval. Rodeada de agua por tres partes, es fácil defenderla y aún sirve de base militar actualmente.

Por una buena razón…

Pericles, que es el único de nosotros que ha estado en la ciudad, nos ha informado de la inquietud generalizada que reina allí. La guarnición entera está movilizada, lo cual podría deberse a los disturbios en las montañas. Me alivia que nos alejemos de la insegura región fronteriza y sigamos el valle del río Louros, que transcurre hacia el sur en paralelo a la frontera y bordea el Tomaros, aquella montaña en cuyas laderas escarpadas nace el Aqueronte…


3 de noviembre de 1884


Casi me parece un milagro que hayamos podido cruzar el valle del Louros sin incidentes. Solo nos hemos topado en dos ocasiones con patrullas turcas, que han reconocido nuestro salvoconducto y nos han permitido pasar sin molestarnos.

Hacia mediodía hemos llegado al Tomaros y lo hemos bordeado por un angosto camino de montaña. Afortunadamente no nieva, pero el viento que sopla desde las laderas blancas es gélido. La estribaciones al oeste de la montaña están densamente pobladas de árboles; en los valles que se extienden entre las cordilleras sobresalen peñascos escabrosos, reunidos en formaciones estrafalarias. En medio de ese paisaje silvestre nace el río que desde hace milenios ha despertado la fantasía de los hombres y por el cual nosotros hemos iniciado este largo y peligroso viaje.

El Aqueronte…


Valle Del Aqueronte, 4 de noviembre de 1884


Lo primero que Sarah percibió del legendario río, cuyo cauce se había abierto paso por la tierra rocosa en el transcurso de millones de años, fue un murmullo.

Habían partido de madrugada y habían dejado el campamento a los pies del Tomaros para seguir el valle en dirección suroeste. No muy lejos de un pueblo llamado Trikastro, habían torcido hacia el noroeste y habían proseguido por un sendero que atravesaba unos bosques sombríos y acababa estrechándose tanto que no pudieron continuar a caballo. A partir de allí, Sarah y sus acompañantes avanzaron muy lentamente a través de un bosque espeso que no solo se componía de pinos de diversas clases, sino también de agujas de roca gris.

A medida que avanzaban por el bosque, el murmullo se hizo más fuerte y la curiosidad volvió a unirse a la inquietud de Sarah. A Hingis, que iba justo detrás de la joven tirando del caballo por las riendas, parecía ocurrirle lo mismo. Sarah creyó vislumbrar en su mirada la misma ansia de saber que le había notado en Alejandría. Finalmente, el murmullo se intensificó y se convirtió en un rugido frenético. El bosque se aclaró y, al cabo de unos instantes, Sarah y sus compañeros se encontraron delante de un precipicio.

La pared de roca descendía casi en vertical. El barranco, de entre diez y quince metros de profundidad, estaba flanqueado a ambos lados por roca maciza y contenía agua de montaña de color turquesa. Tan pronto se acumulaba en pequeñas pozas que había excavado en la piedra como formaba remolinos espumosos o caía en cascadas, tan pronto desaparecía por completo entre las paredes de roca de la quebrada, que a menudo solo se distanciaban unos pocos metros, como aparecía de nuevo un trecho más abajo y luego desaparecía otra vez.

– Stená Achéronia llamamos a este trozo del río -comentó Pericles-, las gargantas del Aqueronte.

Estaban al borde del barranco, jadeando por la fatigosa ascensión y contemplando el espectáculo natural. Incluso los muleros, que normalmente se mantenían en la retaguardia, se acercaron para ver el origen del imponente murmullo.

– Es increíble -dijo Hingis señalando al fondo, donde el agua levantaba espuma y borbollones-. El agua se ha abierto camino a tanta profundidad entre las rocas que a veces apenas se la ve.

– En efecto -corroboró Sarah-. Por eso en la Antigüedad muchos creían que este barranco era la entrada del Hades.

– Vigilada por Cerbero -añadió Hingis-, un can con tres cabezas que exhalaba azufre, tenía una cola de serpiente letal, garras mortales y cuyas babas eran venenosas.

– Arketá -dijo Pericles, haciendo un gesto de rechazo con la mano-. No quería tanto saber.

– Tranquilo -aseguró Sarah-, solo es una leyenda.

– ¿Ah, sí? -preguntó Hingis, dedicándole una mirada desafiante de reojo-. ¿Quién afirmaba que toda leyenda entraña un fondo de verdad? ¿Era acertada su teoría o no?

– Muy pronto lo averiguaremos -contestó Sarah con determinación, y volvió hacia su caballo para coger la cuerda que llevaba sujeta a la silla.

– ¿Qué va hacer? -preguntó Pericles.

– Bajaré al barranco con la cuerda para inspeccionarlo -anunció Sarah.

– Ni pensar -rehusó el guía sin rodeos-. No arriesga vida sin necesidad. Ahí abajo, nada.

– Entonces, tampoco habrá nada que pueda ser peligroso, ¿no? -preguntó Sarah mientras se disponía a atar un extremo de la cuerda a un árbol cercano.

Sacó de una alforja un frasco pequeño de cristal y tapado con un corcho que pensaba utilizar para recoger una muestra de agua. Solo para ir sobre seguro…

– No buena idea -insistió Pericles.

– Tal vez -admitió Sarah-. Pero tengo que bajar. Tengo que saber qué ocurre con esas cuevas. Y quiero saber si esa agua se diferencia del agua normal de montaña.

– Entonces va otro -propuso el macedonio.

– Por desgracia, yo no puedo -dijo Hingis mirándose la prótesis.

– Está disculpado -aseguró Sarah sonriendo comprensiva-. Ya ha hecho más de lo podía esperar de usted.

– Endáxei -gruñó Pericles-, entonces yo voy.

– No tienes que hacerlo.

– Pero quiero. Yo, responsable de su seguridad, lady Kincaid, por eso usted paga.

– Pero yo…

– Insisto, Sarah -dijo también Hingis-. No me agrada la idea de verla bajar por este precipicio.

Sarah dudó y miró a uno y a otro.

– De acuerdo -aceptó finalmente.

– ¿Espera aquí?

Sarah asintió moviendo la cabeza.

– Muy bien. Pericles no defrauda -aseguró el guía, que empezó a prepararse para el descenso.

Equipado con guantes de cuero, un farol y el frasco para la muestra en el cinturón, inició finalmente el peligroso descenso, que lo conduciría en picado hacia las profundidades después de bajar por el borde del precipicio.

Durante un rato, Sarah y sus acompañantes aún pudieron verlo desde arriba; luego desapareció por debajo de un saliente de roca. Poco después, la tensión de la cuerda aflojó, lo cual debía de significar que Pericles había llegado al fondo del barranco. Inquieta y expectante, Sarah se preguntaba qué encontraría allí…

Intentó comunicarse con él a gritos, pero el murmullo del río lo hacía imposible. Por lo tanto, no le quedó más remedio que esperar a que el guía regresara.

Pasó una hora larga, y Sarah y Hingis estaban cada vez más preocupados. Sin embargo, la cuerda volvió a tensarse entonces de repente y la conocida silueta del macedonio se perfiló en la neblina que flotaba sobre el lecho del río. Pericles trepaba ágilmente por la cuerda. Hingis le tendió la mano ilesa y, poco después, el macedonio se encaramó por el borde del precipicio.

Respiraba agitadamente y tenía la ropa empapada, pero Sarah comprobó con alivio que, aparte de algún rasguño que debía de haberse producido al rozar con la roca áspera, el guía estaba indemne.

– ¿Y bien? -preguntó llena de curiosidad después de que el macedonio hubiera recuperado un poco el aliento.

– Nada -contestó meneando la cabeza-. Canales oscuros por donde agua baja.

– ¿Y no ha notado nada… especial?

De nuevo meneó la cabeza.

– A un lado, agua entra; al otro, sale. Eso es todo.

– Comprendo -dijo Sarah, que no pudo ocultar completamente su decepción-. ¿Y el agua?

Sin decir nada, Pericles le acercó el frasco, frío al tacto y lleno a rebosar de un líquido turbio: agua de montaña que arrastraba arena y otras partículas minúsculas.

– Parece de lo más normal -señaló Hingis.

– En efecto -confirmó abatida Sarah.

Mediante el equipo que llevaba consigo, al atardecer examinaría más exhaustivamente el agua, pero dudaba que descubriera algo más de lo que podía reconocerse a primera vista, es decir, que se trataba de agua totalmente normal. De un río normal…

– ¿Contenta? -preguntó Pericles, cuyas miradas oscilaban entre Sarah y Hingis y estaba claro que no sabía qué pensar del asunto. Sarah se dijo que probablemente pensaba que eran dos europeos chiflados del norte que perseguían una quimera, y posiblemente tenía razón…

– Desgraciadamente, no -replicó-. Tendremos que seguir buscando. Un poco más al sur se encuentran las «fuentes del Aqueronte», fuentes de agua dulce que se creía que nacían en el Hades.

– ¿Y usted piensa que…?

– Espero -Sarah se expresó con cautela- que nuestros indicios no nos hayan engañado y encontremos algo que confirme mi teoría.

– ¿Y si equivoca?

Sarah se mordió los labios.

– Aún no hemos llegado a ese extremo -respondió con evasivas, dio media vuelta y regresó hacia su caballo.

Entonces se dio cuenta de que los muleros cuchicheaban entre ellos en su lengua. Al cabo de unos instantes, se entabló una fuerte discusión que pareció enemistar a los hombres y que no concluyó hasta que Pericles hizo valer a gritos su autoridad.

– ¿Qué les pasa a los hombres? -inquirió Sarah.

– Intranquilos -explicó el guía mientras se ponía una camisa seca-. Tienen miedo.

– ¿Por qué?

– Kleftes -se limitó a contestar.

– ¿Tan al interior? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Tan lejos llega el brazo de la resistencia?

– A veces. -Pericles se encogió de hombros-. Cruzan frontera, matan soldados turcos y desaparecen otra vez.

– Pero nosotros no somos soldados turcos.

– Hayir.

Pericles meneó la cabeza y se dispuso a ir hacia su caballo. Sin embargo, Sarah no lo dejó pasar.

– ¿Por qué tienen miedo los hombres? -inquirió.

– Porque son valacos, por eso -dijo con desdén y golpeándose el pecho-. No tienen tharros griego, no valor.

– ¿Y ese es el único motivo?

– Pues claro -dijo el guía en inglés, y en la mueca de acritud que se dibujó en su rostro se notaba que no quería hablar más del tema.

Sarah dudó un momento, luego se apartó y lo dejó pasar, aunque estaba claro que se callaba algo.


Prosiguieron su camino a través de un exuberante bosque de árboles caducifolios, cuyas hojas se habían teñido de un color rojizo, y avanzaron siguiendo el curso del río, que bajaba entre las paredes de roca escarpadas que a veces casi lo engullían. Entonces solo se oía un borboteo inquietante y lejano que evidenciaba por qué los griegos habían atribuido precisamente a ese río la cualidad de conducir al tenebroso Hades.

Cuando empezó a anochecer montaron el campamento en un claro, no muy lejos del río. El descontento de los muleros se hizo patente, puesto que tardaron más de lo habitual en montar las tiendas. Pericles les metió prisa y los amenazó con recortarles el salario, pero eso no cambió nada. Sarah podía sentir claramente la inquietud de los hombres y tenía muy claro que lo que mantenía en vilo a los muleros no era simplemente el miedo a volver a caer entre los dos frentes, sino algo situado mucho más allá…

Aprovechó el tiempo hasta la hora de cenar examinando en su tienda las muestras de agua que Pericles le había conseguido. Una de las cajas que cargaban los mulos contenía tubos de ensayo y sustancias químicas, encajonados entre virutas para que no se rompieran en el transporte y que permitían realizar una serie de análisis básicos. Sin embargo, Sarah no logró probar la existencia de una concentración especial de minerales ni nada llamativo.

Era lo que parecía.

Agua normal.

Ni más ni menos.

Un poco frustrada, salió de la tienda y se sentó junto al fuego para comer un plato del guiso que Alexis, el cocinero, había preparado y que olía a comino y a cilantro. No mucho después, se le unió Pericles con una expresión de enfado en el semblante.

– ¿Algo no va bien? -preguntó Sarah.

– No obedecen -se quejó el guía, crispado-. Todavía miedo.

– ¿De qué? -preguntó Sarah, pero Pericles la dejó sin respuesta, igual que había hecho antes, y se limitó a comerse a cucharadas el guiso caliente. Sarah no aflojó-. ¿No lo sabes o no quieres decírmelo?

– No tiene saberlo -la informó el guía con la boca llena-. Endáxei.

– No, no pasa nada, no -lo contradijo Sarah enérgicamente-. Como responsable de esta expedición tengo derecho a saber qué ocurre. O sea que desembucha: ¿de qué tienen miedo los muleros?

– Del río -contestó Pericles en voz tan baja que apenas se le entendió.

– ¿Del río? -Sarah enarcó las cejas.

– Han oído que río de los muertos; ahora, miedo.

– Comprendo.

– Solo vieja superstición, nada más -aseguró el macedonio queriendo tranquilizar a Sarah. Sin embargo, el modo en que rehuyó la mirada de la joven, prefiriendo contemplar las llamas, permitía deducir que habría hecho más falta que lo tranquilizaran a él-. Expedición extraña -añadió.

– ¿Por qué lo dices?

– Extraños presagios, extraño viaje. -Por un momento desvió la mirada del fuego y la posó en Sarah-. Extraña mujer -añadió.

– Eso ya me lo dijiste -comentó Sarah-. Pero ¿a qué te refieres con lo de extraños presagios?

– Pericles no sabe -dijo meneando la cabeza y mirando de nuevo las llamas-. Solo una sensación. Pero dice que algo diferente en este viaje. Muchos extranjeros he guiado, también ingilizé. Pero nunca…

– Te escucho -insistió Sarah.

– Nunca sentido algo tan peculiar -replicó el guía después de pensarlo un momento-. Como…

– ¿Sí?

Pericles dudó, luego volvió de nuevo la cabeza y le dedicó a Sarah una mirada indescifrable.

– Como si haciendo algo prohibido y antiguos dioses castigan a nosotros -dijo entonces-. ¿Entiende que quiero yo decir?

– No -afirmó Sarah, inamovible.

– ¿Qué busca lady Kincaid de verdad? -preguntó Pericles mirándola desafiante-. ¿Qué verdadero motivo expedición?

– Ya te lo dije: busco un remedio para curar al hombre al que amo.

– Amor tamam -asintió Pericles-. Pero a veces ciega hombres. Hay reglas que no hay que saltar. Equilibrio que no hay que perturbar, o dioses furiosos.

– ¿Crees todavía en los antiguos dioses? -preguntó Sarah con escepticismo.

– Aún están aquí -replicó el macedonio haciendo un amplio gesto con el brazo que pareció abarcar el bosque, el río cercano e incluso las montañas-. Pertenecen a esta tierra, aunque no creer en ellos. ¿Comprende?

– Por supuesto -aseguró Sarah mientras se decía que el pobre Pericles no les iba a la zaga en cuanto a supersticiones a los guías valacos.

Sin embargo, la joven se preguntó por qué no podía apartar de su mente los reparos que le había planteado el macedonio, considerarlos simples paparruchas de un autóctono para quien la agitación de los últimos días había sido demasiado…

Se oyó un ruido entre los matorrales cercanos, y tanto Sarah como Pericles empuñaron de inmediato las armas. Sin embargo, la figura envuelta en una gruesa piel de oso que salió de la oscuridad resultó ser Friedrich Hingis, que se había encargado de la primera guardia y regresaba para que lo relevaran.

Mientras Pericles iba solícitamente a cubrir su turno, Hingis se sentó junto al fuego para calentarse. Hacía días que el frío no era tan intenso como en las montañas y durante el día se podía prescindir de las pieles de abrigo, pero las temperaturas bajaban considerablemente por la noche y un frío húmedo subía desde el lecho del río y se condensaba formando una niebla gélida.

Sin pronunciar palabra, Hingis cogió uno de los platos de metal esmaltados que Alexis había puesto a su disposición y se sirvió una ración del guiso que hervía sobre el fuego en el perol.

– No está mal -comentó después de probarlo-. Quizá le falta un poco de queso.

– La próxima vez tendrá que traer un poco de casa -propuso Sarah sonriendo.

– La próxima vez -confirmó Hingis.

Suponiendo, pensó Sarah, que hubiera una próxima vez…

– ¿Qué le ocurre? -preguntó el suizo, que pareció darse cuenta de la tensión que se reflejaba en su rostro.

– Nada -dijo Sarah meneando la cabeza.

– Sarah. -Hingis dejó la cuchara y le dirigió una mirada penetrante-. La conozco tan bien y desde hace tanto tiempo que no puede engañarme. La veo preocupada. ¿Es por Kamal?

– Sí -confirmó la joven-. Y no.

– ¿Cómo debo interpretar eso?

– Acabo de mantener una charla reveladora con Pericles. Dice que los muleros tienen miedo del Aqueronte.

– Algo así me imaginaba. En los últimos días se han ido poniendo cada vez más nerviosos.

– Pericles también tiene miedo. Le preocupa que nuestra misión perturbe el equilibrio del cosmos y que los dioses del antiguo mundo se enfurezcan con nosotros.

– ¿No creerá usted en esas supersticiones?

– ¿Quiere saber qué creo realmente?

– Por supuesto.

– Creo que el pobre Pericles ha expresado a su manera las mismas reflexiones que usted me planteó, ¿sabe a qué me refiero?

– Ciertamente -asintió Hingis.

– Es posible que estas gentes sean sencillas y simples, pero, tal vez precisamente por ello, conservan un instinto que yo perdí hace tiempo.

– Sé a qué se refiere -constató Hingis, y Sarah apreció una vez más cuánto había cambiado el suizo. Porque el Friedrich Hingis que ella había conocido hacía más de dos años y medio en la Sorbona de París, aquel que había hecho trizas las teorías de Gardiner Kincaid, habría aprovechado cualquier oportunidad para señalar que él tenía razón desde el principio y ella estaba equivocada…

Durante un buen rato, Sarah contempló pensativa el fuego, de donde le llegaba un calor agradable, mientras que empezaba a sentir frío en la espalda a pesar de la pelliza forrada de piel. Luego desvió la mirada y la dirigió, interrogativa, a Hingis.

– ¿Cree que acometemos una misión perdida? -preguntó-. ¿Tal vez incluso una misión prohibida?

El hecho de que Hingis se tomara un tiempo para replicar demostraba que él también había sopesado la pregunta pero aún no había encontrado una respuesta concluyente.

– Permítame que lo exprese de la siguiente manera, Sarah -dijo finalmente-: desde que la Hermandad del Uniojo se cruzó en su camino, usted ha descifrado enigmas que, no sin razón, habían permanecido ocultos a los ojos de la humanidad durante milenios. No sé qué persiguen esos criminales, pero allí donde había agua de la vida siempre se encontraba cerca el elixir de la muerte. Probablemente no puede obtenerse una cosa sin la otra, y me aterra la idea de lo que la Hermandad podría ocasionar con ello. Soy su amigo, Sarah, y la apoyaré con todas mis fuerzas, pero si en algún momento me da la impresión de este asunto escapa de control, haré todo lo posible por destruir el elixir.

– ¿Es ese el motivo por el que quiso participar sin falta en la expedición? El verdadero motivo, quiero decir.

– Como ya le he dicho, Sarah, soy su amigo. Pero Alejandría me enseñó que a veces no basta con ser un compañero de confianza y un colaborador leal. A veces hay que erigirse en conciencia.

– ¿Y usted quiere ser mi conciencia? -preguntó Sarah.

– Igual que su padre fue la mía -confirmó Hingis sonriendo-. Únicamente pagaré una deuda. Pero, hasta entonces, haré todo lo posible para que usted y Kamal…

Se interrumpió al oír un crujido entre los matorrales. Empuñando el Colt, Sarah miró en la dirección de donde procedía el ruido, pero las llamas que había estado contemplando la habían deslumbrado y no vio más que manchas claras y oscuras.

– ¿Pericles? -preguntó a media voz.

No solo no obtuvo respuesta, sino que de pronto se hizo un silencio total. Incluso las voces apagadas de los muleros, que siempre se quedaban un poco aparte con los animales, habían enmudecido, igual que los bufidos de los caballos. Solo se oía el murmullo del río.

– ¿Pericles? -preguntó Sarah de nuevo mientras apuntaba con el arma y la amartillaba. Hingis también cogió su fusil y lo empuñó-. ¿Eres tú…?

El ruido se repitió, los matorrales se separaron y apareció el macedonio, aunque no como Sarah y Hingis esperaban. Pericles tenía el semblante blanco como la cera y avanzaba con las manos en alto. De la espesura salieron más figuras, todas con un fez rojo y uniforme azul del ejército turco, ¡y lo apuntaban con sus fusiles!

– ¿Qué significa esto? -se acaloró Sarah, que se levantó de inmediato.

Hingis, que también se había puesto en pie, le pidió que se tranquilizara.

En el claro aparecieron aún más hombres de uniforme. Habían cogido también por sorpresa a los muleros y los habían desarmado antes de que pudieran ofrecer ni pizca de resistencia. Y, finalmente, también llevaron al claro a Alexis, que por lo visto había intentado esconderse entre las matas.

El superior de los soldados, un oficial esbelto y de rasgos duros, que llevaba un abrigo largo hasta las rodillas y bordado con cenefas orientales, gritó algo a Sarah y a Hingis. Ninguno de los dos entendió lo que decía, pero el tono era inequívoco.

Los dos intercambiaron una larga mirada y luego bajaron las armas. En vista de la superioridad numérica del enemigo, resistirse habría sido un auténtico suicidio.

Acto seguido, dos soldados se apresuraron a acercárseles, les quitaron las armas y los llevaron con los otros a punta de carabina.

– Kakó -señaló Pericles con mirada afligida.

– ¿Quiénes son? -preguntó Hingis.

– Patrulla fronteriza. Creen que yo colaborador y ustedes espías extranjeros.

– Eso es ridículo. -El suizo, que normalmente siempre se controlaba, se acaloró y se dispuso a sacar de su abrigo el salvoconducto. Media docena de fusiles, que lo apuntaron en posición de tiro, se lo impidieron-. Pericles -dijo Hingis con voz temblorosa-, ¿serías tan amable de explicarles a estos señores…?

El guía pronunció unas palabras en turco y acto seguido el oficial se plantó delante de Hingis y rebuscó en sus bolsillos. Dio con la carpeta forrada en piel que contenía el documento expedido en Salónica. La sacó, la abrió y observó el contenido esbozando una sonrisa irónica.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Sarah.

El capitán le dedicó una mirada despectiva mientras se acariciaba la poblada barba. Luego volvió a cerrar la carpeta… y la tiró sin vacilar al fuego.

– ¡No! -gritó Hingis, espantado-. ¡No puede hacer eso! Usted…

Las carabinas de los soldados lo hicieron callar de inmediato.

– Por lo que parece -comentó Sarah mirando compungida hacia las llamas-, nuestro salvoconducto acaba de ser declarado nulo.

El capitán pronunció unas palabras que Pericles se encargó de traducir.

– Dice no reconoce documento y todos presos. Va a llevarnos a Ioánnina para comprobación.

– No tenemos tiempo para esa tontería -descartó Sarah-. Dígale que se equivoca. Que no somos espías.

Pericles tradujo, pero, evidentemente, el turco no se mostró demasiado impresionado. Repitió lo que había dicho antes, aunque en voz más alta y pertinaz.

– Insiste. Todos presos.

– ¿Con qué pretexto? ¿Porque somos espías?

– Lady Kincaid, hombre como él no necesita pretexto. Manda aquí. Derecho del más fuerte.

– Comprendo. -Sarah se mordió los labios. No podían volver a Ioánnina. Ese rodeo les costaría tres días, por no hablar del tiempo que pasarían en los calabozos turcos. Sarah no quería regresar cuando quizá estaban muy cerca del objetivo…

– Pregúntale qué quiere -le indicó a Pericles.

– ¿Tengo que preguntar que…? -La miró inseguro-. Pero, lady Kincaid, yo ya dije a usted que…

– Ya lo sé -dijo la joven enérgicamente-. Vamos, pregúntale.

El macedonio se volvió titubeando hacia el capitán y tradujo. Las cejas oscuras del oficial casi se unieron al fruncir este el ceño. Sacando pecho y con las manos cruzadas a la espalda, se acercó a Sarah y la examinó entornando los ojos. Luego hizo una sola pregunta, muy breve.

– Quiere saber qué tiene -tradujo Pericles, sorprendido.

– Dile que le daré cien libras británicas -contestó Sarah con voz gélida, aguantando la mirada del capitán-. Es más que suficiente.

Pericles volvió a traducir y el oficial entornó aún más los ojos. Sin perder tiempo, metió la mano derecha, que llevaba enguantada, en los bolsillos de la pelliza y del chaleco de Sarah y los registró. Sarah soportó aquel aborrecible contacto sin parpadear: teniendo en cuenta las armas cargadas que la apuntaban, no le quedaba más remedio. Cuando el capitán retiró la mano, sujetaba una cadena de oro de la que colgaba un reloj de bolsillo.

¡El cronómetro de Gardiner Kincaid!

Sarah se esforzó en que no se le notara cuánto la contrariaba aquello. El reloj era la última posesión material que le quedaba del viejo Gardiner. Kincaid Manor había sido destruido y, con él, todos sus enseres y los tesoros del saber. Solo le quedaba aquella pieza, pero si ayudaba a salvar a Kamal, Sarah también se desprendería de ella…

– ¿Hay trato? -inquirió la joven, que estaba segura de que la pregunta se entendería sin necesidad de traducción.

El oficial examinó el reloj por todas partes, lo abrió y se lo acercó al oído. Asintiendo satisfecho con la cabeza, lo hizo desaparecer en el bolsillo de su abrigo y murmuró algo.

– Dice vale para liberación pronto, pero nos lleva -tradujo Pericles.

– ¡Ese no era el trato! -resolló Sarah cerrando los puños. Ante la rabia que de repente le corría por las venas, se olvidó por un momento de los fusiles.

– No trato de usted -puntualizó Pericles con un tono de voz que indicaba que él no había esperado otra cosa-, pero trato de él. Yo avisar, lady Kincaid.

– ¡Pero yo no quiero ir a Ioánnina! -bramó Sarah-. Estoy llevando a cabo una misión urgente y no tengo tiempo para bobadas. Soy ciudadana británica y no tengo nada que ver con esta desventurada guerra. Vamos, ¡díselo a ese estafador codicioso!

Pericles le dirigió una mirada plagada de dudas, como si quisiera cerciorarse de que realmente hablaba en serio. Luego hizo la traducción. El hecho de que el capitán abriera cada vez más los ojos y su semblante enrojeciera permitía deducir que el macedonio repetía textualmente lo que Sarah le había encargado traducir. El oficial se volvió bruscamente y, en vez de enfrascarse en una discusión, dio una serie de órdenes con voz ronca a sus subordinados, que estos ejecutaron prestos.

– Kakó -gritó Pericles repetidamente-. Kakó…

Mientras algunos soldados apuntaban a los prisioneros, los demás se les acercaron para atarlos con gruesas cuerdas. Sarah y Hingis se quejaron a voces y fueron amordazados. Sarah sintió náuseas cuando le pusieron en la boca una astilla podrida y se la anudaron con un pañuelo sucio. Entonces enmudeció y, a partir de ese momento, lo único que se oyó en el claro del bosque fue el chisporroteo del fuego y las risas jactanciosas del oficial, que contemplaba a la luz de las llamas su nuevo reloj de bolsillo y disfrutaba del brillo del oro.

Capítulo 4

Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior


Recuerdo perfectamente el día en que mi vida iba a tomar un nuevo rumbo.

Después de que lo hubiera acompañado durante unos años en sus viajes de investigación por todo el globo, Gardiner Kincaid decidió que había llegado la hora de que yo recibiera una educación conforme a mi condición social, como él la llamaba, y de que me instruyeran en todas las cosas que se esperaban de una joven de casa buena. La inevitable consecuencia de esa decisión fue que me inscribió en la Escuela Kingsley para señoritas de Londres.

Yo me rebelé en contra desde lo más profundo de mi ser. No quería quedarme en Inglaterra ni aprender cosas que no me serían útiles en una vida como la que imaginaba, que transcurriría en lugares lejanos y remotos. Si el viejo Gardiner me había concedido hasta entonces casi todos mis deseos, aquella vez se mantuvo inflexible, firmemente convencido de que actuaba por mi bien.

Las palabras que pronunció vuelven a resonar en mis oídos ante los recientes sucesos: «Sarah -dijo- algún día comprenderás que a veces es mejor someterse que rebelarse. Una rama que se empeña en oponerse al viento se romperá. En cambio, la hierba flexible resistirá la tormenta más intensa».

A veces desearía haber hecho caso más a menudo de ese consejo…


Los soldados no se habían tomado la molestia de plantar su propio campamento y utilizaban el de la expedición. En tanto que el capitán y su sargento se refugiaban en las tiendas donde antes se albergaban Sarah y Hingis, los prisioneros tuvieron que pasar la noche al aire libre como los soldados rasos. Sin embargo, en tanto que estos últimos tenían al menos mantas de lana para protegerse del frío de la noche, los prisioneros pronto empezaron a sentirse helados, y el único medio para combatir el frío consistió en arrimarse como solían hacer los rebaños en las noches de niebla en el lejano Yorkshire.

Puesto que la mordaza le impedía hablar, Friedrich Hingis se disculpó con una mirada avergonzada al pegarse más a Sarah. La joven le indicó con un movimiento de cabeza que no le diera más vueltas. Probablemente, ninguno de ellos sobreviviría la noche que se avecinaba si no renunciaban a alguna que otra formalidad…

Solo dos soldados vigilaban el campamento. Los demás estaban sentados junto al fuego, jugando a los dados y zampándose el guiso de Alexis. Sarah fue dándose cuenta paulatinamente de por qué los habían apresado. Seguramente en ningún momento se había tratado de arrestarlos por espionaje, sino de encontrar una excusa para incautarles los bienes y las provisiones.

Qué glorioso, pensó con acritud mientras notaba que la humedad del suelo le subía por debajo de la ropa y se le metía en los huesos.

A la luz trémula del fuego, se examinó por enésima vez las muñecas atadas. Intentó aflojar las cuerdas retorciendo las palmas de las manos: en vano. Al menos en ese aspecto, los soldados conocían su oficio.

¿Qué ocurriría?

Probablemente los encerrarían en la prisión de la fortaleza de Ioánnina. Sarah ya había disfrutado de las bendiciones de las mazmorras otomanas en Alejandría y no sentía ningún deseo de repetir la experiencia. Posiblemente accederían en algún momento a su exigencia de extender un escrito a la embajada británica de Constantinopla y, al cabo de un tiempo, quizá incluso se mostrarían dispuestos a liberarla a ella y a sus acompañantes. Sin embargo, una cosa era más que segura…

Kamal ya no seguiría con vida…

La desesperación se apoderó de Sarah y le anegó los ojos de lágrimas. Pero su tristeza no se debía solo a Kamal, sino también a los que la acompañaban en aquella expedición. Estaba harta de que la gente sufriera por su culpa y maldijo a la condesa y a aquella hermandad criminal que la habían vuelto a obligar a asumir aquel papel. Pero ni su desesperación ni su rabia desvalida podían cambiar el hecho de que eran prisioneros y tenían las manos atadas, esto último, en el sentido literal de la expresión.

Imaginó a Kamal inmóvil en su litera y recordó la promesa que le había hecho. Tal como estaban las cosas, no podría cumplirla. Quizá su destino era defraudar y herir a aquellos a quienes amaba.

Sarah estaba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que alguien se había acercado a ella. No fue hasta después que vio las botas sucias y el uniforme oscuro y, al levantar la vista, el rostro barbudo de un sargento turco.

El suboficial dijo unas palabras después de plantarse desparracado delante de ella. Incluso sin la traducción de Pericles, Sarah percibió que estaban cargadas de burla y de indecencia.

Se quedó sin saber qué había dicho exactamente aquel tipo, pero la reacción de sus subordinados, que, sentados junto al fuego, contestaron a aquellas palabras con groseras risotadas, fue más que elocuente. Sarah intentó ignorar al sargento, pero este no pensaba conformarse con eso.

De buenas a primeras, desenvainó su sable. El acero brilló con el resplandor del fuego y, al cabo de un instante, Sarah tenía la hoja afilada en la garganta. A su lado, Hingis dejó oír un «Mmmmm» de protesta. Teniendo en cuenta las ataduras y la mordaza, no estaba en condiciones de hacer más.

Sin siquiera parpadear, Sarah miró al suboficial a la cara. ¿Qué tenía que perder? ¿Qué no le habían quitado todavía? Casi ansió que el sargento le asestara un golpe y pusiera fin a sus penas. Pero no era eso lo que se proponía. Por lo visto, se divertía más tocándole la cara y los cabellos con el acero y, finalmente, para disfrute y alegría de sus hombres, cortándole uno a uno los cierres del abrigo.

Los ojos de Sarah echaban chispas glaciales. Si sus miradas hubieran podido matar, el sargento habría caído muerto. Sin embargo, continuó impasible con su jueguecito perverso. Giró hábilmente el sable y le arrancó los botones del escote de la blusa. Quedaron a la vista su piel blanca y el nacimiento de sus pechos, lo cual arrancó un jadeo lascivo a los soldados.

Sarah temblaba interiormente de ira, pero no podía apartarse ni levantarse. Y ni soñar con defenderse, ni siquiera podía insultar a su verdugo. Estaba a merced de los caprichos de aquel hombre uniformado.

El sargento era muy consciente de ello. Los ojos le brillaban y tenía una sonrisa repugnante en los labios mientras se disponía a proseguir su obra. De pronto, alguien apareció a sus espaldas y le tocó el hombro. Se volvió con una pregunta a punto de ser formulada en los labios y se encontró frente a su capitán que, contra lo que era de esperar, no estaba durmiendo y había salido de su tienda.

El intercambio de palabras entre ambos fue breve y conciso. Un instante después, la mano derecha enguantada del oficial fue a parar al rostro del subordinado y le partió las narices. En el rostro del capitán se reflejaba pesar cuando miró a Sarah. No se dignó a echar siquiera un vistazo a su paisano, que se retorcía en el suelo.

Iba a darse la vuelta para regresar a su tienda, pero se quedó quieto como si lo hubiera fulminado un rayo.

Se tambaleó un instante y luego, para espanto de Sarah, se desplomó delante de ella. En su pecho descollaba el mango de un cuchillo.

Durante un instante que pareció eterno, en el claro del bosque reinó un silencio absoluto. Luego, todo sucedió al mismo tiempo.

Tan pronto como los soldados comprendieron lo que le había ocurrido a su capitán, se pusieron en pie a toda prisa y dieron la voz de alarma. Hubo disparos y algunos hombres fueron abatidos. Un soldado recibió un disparo, tropezó con el fuego del campamento y rodó por el suelo, cual antorcha viviente, con todo el cuerpo en llamas y lanzando terribles alaridos.

Los soldados empuñaron las armas y comenzaron a disparar sin mucho tino hacia la espesura, donde creían que aún estaba el enemigo invisible. El sargento, que se había levantado del suelo a duras penas y con el sable en la mano, intentó poner orden con gritos roncos, pero enmudeció súbitamente, y Sarah vio el horrible agujero que se le abría en la frente y del que brotaba un hilillo de sangre que empezaba a correr por su rostro siniestro. El hombre se desplomó con una expresión de incredulidad en el semblante y la mirada vacía dirigida hacia Sarah. El arma con la que la había vejado momentos antes fue a parar al suelo, a menos de un metro de distancia de la joven. Y Sarah comprendió que aquello podía ser su salvación.

Mientras a su alrededor gritaban y disparaban a diestro y siniestro, mientras el plomo letal colmaba el aire y se expandía un olor penetrante a pólvora, Sarah intentó alcanzar el sable sin dueño. Aunque tenía las articulaciones entumecidas por el frío y le dolían todos los músculos del cuerpo, se estiró tanto como pudo y logró tocar el puño del arma.

Mientras intentaba acercarse el sable, se oyó un griterío ensordecedor. La espesura que rodeaba el claro del bosque se abrió y aparecieron varios hombres vestidos con túnicas y que llevaban pañuelos sobre el rostro para ocultar su identidad. Iban armados con sables de mameluco, puñales y pistolas antiguas con los que se abalanzaban contra los soldados.

A Sarah le daba igual si eran kleftes griegos o vulgares salteadores. A pesar de la sangrienta refriega que se había desencadenado en el claro, intentó volver a concentrarse en el sable y, finalmente, consiguió asir la empuñadora y acercarse el arma. Sin perder tiempo cortó las cuerdas de Pericles, que le había tendido las muñecas. Luego todo fue muy rápido. El macedonio se quitó también las cuerdas de los pies y la mordaza, y liberó a Sarah, que luego se ocupó de Hingis y Alexis, mientras Pericles desataba a los muleros. En el caos que había estallado, nadie les hizo caso: los turcos tenían otros problemas.

Sarah vio que uno de ellos, un muchacho muy joven y casi imberbe, se desplomaba con la garganta rebanada. Otro atravesó con la bayoneta a uno de los atacantes antes de que un sablazo lo hiciera caer de espaldas bañado en sangre. Al lado, otro turco fue abatido de un disparo; otro emprendió la huida y fue alcanzado por un cuchillo que le habían lanzado. Los encapuchados atacaban a los soldados con un odio encarnizado y saltaba a la vista que no pensaban dejar a ninguno con vida.

– ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! -gritó Pericles, y Sarah y los demás pusieron rápidamente los pies en polvorosa.

Alexis y dos de los muleros corrieron directamente hacia la perdición. Presas del pánico, escogieron la dirección de donde habían salido los primeros disparos y donde, por lo visto, aún acechaban los tiradores enemigos. Pericles lanzó un grito a sus hombres apara avisarlos, pero fue en vano. Viéndolos a contraluz a causa del fuego, los tomaron por turcos que huían. Sonaron unos disparos y los tres hombres se derrumbaron. Mientras que para los valacos toda ayuda llegaría tarde, el cocinero se retorcía en el suelo profiriendo terribles alaridos.

Sarah quiso acudir en su ayuda, pero Pericles la detuvo.

– Hayir!-musitó-. ¡Huya!

– Pero Alexis…

– Yo me ocupo -aseguró el guía, y apremiada por Hingis, Sarah echó a correr hacia unos matorrales cercanos.

El resto de los muleros también emprendieron la huida y salieron corriendo entre gritos mientras la carnicería proseguía en el claro del bosque.

Sarah corrió tan deprisa como le permitieron las piernas, entumecidas por el frío. Dando grandes zancadas, avanzó a través del bosque oyendo crujir la hojarasca debajo de sus pies mientras corría y corría sin parar. Soltó un grito ahogado al tropezar con una raíz y caer de bruces, pero enseguida se levantó como pudo y continuó corriendo. Estremecida por el miedo y el horror, quería poner la máxima distancia posible entre ella y el escenario de la matanza.

El fragor de la lucha y los gritos de los heridos quedaron atrás y, finalmente, no pudo oír nada más que su propia respiración entrecortada con la que exhalaba un vaho blanco. Entonces se dio cuenta de que los pulmones le ardían por culpa del aire frío y se permitió un descanso.

Era difícil decir cuánto había corrido, quizá quinientos metros, quizá más. Estaba en medio de un bosque, en el que no era del todo oscuro porque la pálida luz de la luna se filtraba entre las copas de los árboles que ya habían perdido algunas hojas. El murmullo del río ya no se oía. La respiración de Sarah se calmó y regresó el silencio. Y en ese momento fue consciente de que estaba sola.

– ¿Friedrich…?

Solo se atrevió a susurrar por miedo a llamar la atención de algún tirador o de algún turco huido. No obtuvo respuesta.

– ¿Friedrich? ¿Está ahí? -repitió, intentándolo de nuevo, con el mismo resultado desalentador.

Sarah estaba en libertad, pero había perdido el contacto con sus compañeros. A pesar de las perlas de sudor que se le habían formado en la frente, empezó a sentirse helada.

¿Qué podía hacer?

¿Regresar y buscar a Hingis, y lanzarse así probablemente en brazos del enemigo? En la oscuridad no había posibilidad alguna de encontrar el rastro de los demás. Aunque le costara, lo más sensato era quedarse allí y esperar hasta que los otros la encontraran o se hiciera de día.

Ciñéndose bien la pelliza por los hombros, se acurrucó al pie de un gran castaño y se tapó con hojarasca para protegerse del frío.

Se quedó allí sentada.

Y esperó.

Esperó.

Esperó…


Capítulo 5


Diario de viaje de Sarah Kincaid


Estoy sola.

Desde nuestra dramática huida después de haber sido apresados por los soldados turcos, he perdido el contacto con Friedrich y los demás. Regresar a buscarlos sería absurdo con esta oscuridad y sumamente peligroso, por eso he decidido quedarme aquí.

Tapada con hojarasca, bien acurrucada y, aun así, helada, paso la noche más larga de mi vida. El diario que llevo conmigo es mi único consuelo y mi único compañero, aunque mis manos entumecidas por el frío apenas pueden sostener el carboncillo. A él le confío mis miedos y mis apuros mientras ansío que llegue la mañana y empiece un nuevo día para iniciar la búsqueda de mis compañeros…


Gargantas del Aqueronte, 5 de noviembre de 1884


Volvía a oírse el murmullo del río a su izquierda, lo cual significaba que estaba de nuevo cerca del claro donde la expedición había montado el campamento.

Sarah se había puesto en marcha con las primeras luces del día, después de quitarse de encima las capas de hojarasca con que se había tapado. Estaba helada y le temblaba todo el cuerpo, pero había sobrevivido tanto al cautiverio y al asalto como al frío de la noche.

Un trecho más allá, el bosque parecía aclararse. Sarah notó que se le aceleraba el pulso y aminoró la marcha. ¿Con qué se encontraría? ¿Seguirían con vida sus compañeros? ¿Habrían regresado también al campamento?

Eso esperaba…

Las hojas secas crujieron bajo sus pies mientras recorría los últimos pasos que la separaban del claro. Unos instantes después se encontraba en el descampado que ella y sus compañeros habían escogido la noche anterior para acampar y que ofrecía una imagen de terror.

El fuego había alcanzado una de las tiendas y la había calcinado; las demás estaban rajadas y ondeaban en el viento frío de la mañana. El trébode que había estado sobre la lumbre se había tumbado y el perol con el guiso se había desparramado al lado. Por todas partes había esparcidos restos de las cajas donde se guardaban las cosas de la expedición; los tubos de ensayo y los frascos de sustancias químicas estaban hechos añicos. Los salteadores se habían llevado lo que les había parecido útil, y el resto lo habían dejado atrás o lo habían destrozado. Sarah divisó en el barro, lleno de pisadas de botas, uno de sus corpiños: una visión esperpéntica. De los libros y mapas que había llevado consigo, solo quedaban retazos que el viento arrastraba por el claro.

Las pérdidas materiales y la ignorancia de los salteadores enojaron a Sarah, pero los cuerpos sin vida que yacían esparcidos por el campamento, algunos terriblemente mutilados, la estremecieron y le revolvieron el estómago vacío.

La mayoría de los cadáveres pertenecían a soldados turcos, a los que habían masacrado sin dejar a ninguno. Les habían robado las armas y también parte de la ropa y las botas, de modo que algunos estaban medio desnudos. Además, los salteadores habían cometido auténticas barbaridades con algunos cortándoles las orejas o los dedos a modo de espeluznantes trofeos. Sarah vio al sargento. Estaba tendido de espaldas sobre la hierba y, en vez de ojos, tenía dos cuencas vacías en la cara. Aunque Sarah no tenía ningún motivo para sentir compasión por quien la había martirizado, la repugnancia la convulsionó. Supuso que los enmascarados que habían hecho aquello eran guerrilleros griegos. De lo contrario, no se explicaba un odio tan desmesurado, que no se arredraba ni a la hora de profanar cadáveres.

La joven caminó tambaleándose como si estuviera en trance por el barro, que en muchos puntos estaba teñido de rojo oscuro. También había algunos kleftes entre los muertos y, a los pies de un olmo sin hojas, descubrió el cuerpo sin vida de Alexis. El cocinero tenía los ojos cerrados como si durmiera, pero la túnica empapada de sangre lo desmentía.

Sarah se acercó a él con lágrimas en los ojos.

– Yo no quería que ocurriera esto -murmuró-, yo no quería…

Un crujido en el bosque cercano le hizo aguzar el oído.

Sobresaltada, se irguió y escuchó atentamente. No oyó ningún ruido más, pero no le apetecía volver a caer prisionera. Mirando con recelo a su alrededor, se deslizó hacia los matorrales mientras, por instinto, se llevaba la mano a la pistolera.

Evidentemente, allí no encontró nada, puesto que los turcos le habían quitado tanto el revólver como el cuchillo Bowie, que ahora probablemente se encontraban en posesión de los guerrilleros.

Sarah retrocedió paso a paso con cautela. Entonces, alguien la agarró de repente por detrás. El grito que iba a lanzar se ahogó en la mano ruda que le tapó la boca y Sarah hizo lo único que se le ocurrió: lanzó los codos hacia atrás con todas sus energías, y realmente le dio a algo. Se oyó un gemido y la presión de la mano que le tapaba la boca aflojó. Entonces aprovechó para tomar impulso y dio una patada hacia atrás con todas sus fuerzas. Se oyó un golpe sordo, ruido de ramas rompiéndose y el crujido de la hojarasca, acompañados por un tremendo quejido. Sarah se dio la vuelta y, estupefacta, vio a Pericles tendido en el suelo, apretándose el abdomen con las manos y retorciéndose de dolor.

– ¡Ay, por Dios!

Se agachó y ayudó al guía a ponerse en pie. A Pericles le costó mantenerse erguido y no recobró el aliento hasta pasados unos momentos y después de que Sarah le hubiera expresado una decena de veces lo mucho que lo sentía.

– Perdona -repitió la joven una vez más-, no quería hacerlo.

– Sé -replicó el guía haciendo rechinar los dientes-. Culpa mía… Solo quería que no grita… Echarán de menos soldados… Pronto vendrán más… Desaparecemos…

– Comprendo -dijo Sarah señalando hacia el claro-. ¿Han sido kleftes?

– ¿Quién sabe? -dijo Pericles encogiéndose de hombros-. Guerra tiene muchos hijos. Yo ya dicho antes que nunca entre dos frentes, o thánatos…

Sarah recordó esas palabras de Pericles y comprendió a qué se refería. Un conflicto como aquel era comparable a una lucha contra la Hidra, el monstruo de cien cabezas, al que le crecían dos por cada una que le cortaban: cuanto más brutalmente intentaban reprimir los turcos las ansias de independencia de las provincias griegas, más enconada era la resistencia. Y cuantos más éxitos cosechaba la resistencia, más desmesurados eran sus objetivos. La consecuencia era una cruel escalada del conflicto, la barbarie por ambas partes…

– ¿Dónde está Hingis? -preguntó.

Pericles se encogió de hombros.

– Quizá muerto, quizá vivo. No sé.

Sarah asintió consternada mientras pensaba qué había que hacer. ¿Emprender la búsqueda de su compañero? Probablemente yacía herido en algún sitio y necesitaba ayuda. Por otro lado, con ello perdería aún más tiempo… Un tiempo precioso que Kamal no tenía…

– Nos separaremos -decidió-. Tú buscarás a Hingis y a los muleros, y yo seguiré río abajo.

– Ochi -rehusó Pericles categóricamente y meneando la cabeza.

– ¿No? ¿Por qué no?

– Porque muleros seguro en montañas y su amigo quizá muerto. Usted viva y yo ocupo que siga así.

– Eres muy amable -afirmó Sarah-, pero sé cuidarme…

– Arketá! -resolló el macedonio, y aquello sonó tan definitivo que Sarah no se atrevió a replicar.

De todos modos, las cosas no habían ido como había planeado. La expedición estaba arruinada, tres de sus subordinados habían encontrado la muerte y cabía cuestionarse que Hingis siguiera con vida. Quizá sería mejor hacer caso a Pericles…

– De acuerdo -dijo-. Pero tan pronto como descubramos lo que queremos, volverás a buscar a Hingis.

– Endáxei -replicó encogiéndose de hombros-. Cogemos lo que podemos usar. Luego vamos deprisa.

Sarah asintió y regresaron juntos al lugar del terror. Ni rastro de los caballos ni de las mulas: eran lo que más les interesaba conseguir los salteadores. Entre lo que había quedado, apenas había algo que fuera de utilidad. Aun así, la joven encontró una brújula, unas cuantas hojas de papel en blanco y carboncillos, así como algunas cajas de cerillas que, contra viento y marea, se habían conservado secas. Todos los mapas y los libros que se encontraban en su equipaje eran inservibles y tampoco habían dejado provisiones. Tendrían que aprovisionarse en alguna de las aldeas ribereñas del Aqueronte.

Cuando iban salir del claro, Sarah recordó algo y volvió atrás. No muy lejos de donde los habían atado, encontró el cadáver del capitán. Le habían arrancado el cuchillo del pecho, donde ahora se abría una herida sangrienta. Sarah se arrodilló y registró los bolsillos del abrigo de su uniforme, que estaba empapado en sangre. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Suspirando aliviada, sacó la cadena de oro de la que colgaba el reloj de bolsillo de Gardiner Kincaid.

Cuando, esbozando una sonrisa torva, se disponía a guardar aquel objeto heredado y marcharse, se fijó en que el reloj se había parado justo a la hora en que habían asaltado el campamento. El entendimiento le dijo que el reloj seguramente se había estropeado al golpear contra el suelo. Pero a su corazón le pareció que el reloj se negaba a seguir ofreciéndole sus servicios. Recordó que el capitán le había robado, pero luego la había protegido de las impertinencias del sargento. Tomando una decisión repentina, separó el cronómetro de la cadena, que quizá podría serle útil como objeto de intercambio, y volvió a meter el reloj en el bolsillo del oficial.

– Gracias -murmuró.

Luego se levantó y fue tras Pericles atravesando la espesa maleza y siguiendo el murmullo del río.

Capítulo 6

Diario de viaje de Sarah Kincaid


Seguimos el curso del Aqueronte. Al otro lado de los profundos despeñaderos que se abren a los pies del Tomaros, el río se ensancha y se dirige hacia terrenos más apacibles y hacia el sector que recibe el nombre de «fuentes del Aqueronte». Si bien, según la leyenda, allí no hay ninguna entrada a los infiernos, el agua que mana procede de afluentes subterráneos del Hades y tiene una composición peculiar.

Qué no daría por disponer todavía de mi laboratorio en miniatura: ¡con su ayuda podría comprobar fácilmente el contenido de verdad que entrañan esas afirmaciones! Sin embargo, puesto que me han despojado de tal posibilidad, no nos queda más remedio que seguir el curso el río y mantener los ojos bien abiertos con todo lo que nos llame en cierto modo la atención. Avanzamos en dirección suroeste y nos acercamos a la llanura que se extiende hasta el mar y donde está situada la laguna Aquerusia…


6 de noviembre


A falta de caballos, hemos hecho de la capa un sayo y le hemos comprado un bote a un pescador que vive en la ribera del río: una barca vieja y carcomida que seguramente no está en condiciones de llevar a su tripulación a alta mar, pero que a nosotros nos rinde un servicio eficaz.

Llevados por la corriente, avanzamos muy deprisa. Ya puedo ver en la lejanía, entre las copas rojizas y anaranjadas de los árboles, la superficie brillante y azul de la laguna, a la que llegaremos antes de que caiga la noche. En su extremo oeste se encuentra el pueblo de Mesopotamos, cerca del cual se supone que se hallan las ruinas de la antigua ciudad de Éfira. Nuestro objetivo es buscar y encontrar el oráculo de los muertos, que quizá nos dará las respuestas que hemos buscado en vano hasta ahora…


Laguna Aquerusia, 7 de noviembre de 1884


Al alba, la quilla de la barca llegó a la orilla oeste de la laguna y tocó fondo entre crujidos.

Sarah y Pericles habían subido a la embarcación con las primeras luces del día y habían cruzado la gran superficie de agua que se extendía en medio de la llanura y parecía un gran espejo reluciente. El tono gris de las nubes y el azul gélido del cielo se reflejaban en la laguna, rodeados por el color marrón salpicado de rojo de los árboles y el blanco lejano de las montañas. Sobre el agua se levantaba la bruma, que avanzaba formando retazos de un blanco lechoso y caía sobre la orilla como un manto lúgubre. Además, reinaba un silencio fantasmagórico; ni siquiera se oía el gorjeo de los pájaros. Sarah pensó que así había imaginado siempre la entrada del Hades…

Recordaba muy bien las historias que su padre le había contado cuando aún era una niña: leyendas de grandes héroes que se habían enfrentado a los horrores de los infiernos para liberar a sus amadas o pedir consejo a las sombras del más allá. Sarah era incapaz de explicar por qué esas historias siempre la habían fascinado tanto. Había algo en ellas que la cautivaba misteriosamente.

Un campo de ruinas, inabarcable con la vista y cubierto de hierbas y maleza, se extendía un buen trecho tierra adentro: los restos de una población antigua. Pocas piedras se mantenían en su sitio; allá se alzaban los miserables escombros de unos muros antaño orgullosos, aquí despuntaba una torre cuadrada con robustas almenas que había sido remozada en la Edad Media y probablemente había servido de atalaya. Aparte de eso, de aquella población antaño admirable solo quedaban sillares y fragmentos de columnas desmoronados y entremezclados.

«Así pues, estas son las ruinas de Éfira», pensó Sarah.

Había leído que en la época clásica la ciudad estaba justo en la orilla. La creciente desecación había provocado que la laguna fuera cada vez más y más pequeña. Probablemente, algún día ni siquiera existiría. Éfira no se contaba entre las ciudades Estado grandes e importantes de la antigua Grecia. Lo que la había dado a conocer a todo el mundo helénico era el oráculo de la muerte, que supuestamente había sido construido por un arquitecto llamado Fidipos, artífice también de la ciudad. Asimismo, se afirmaba que este era descendiente del gran Heracles, el héroe que según la mitología había sido envenenado con agua del Aqueronte.

Esas aparentes casualidades habían despertado el interés de Sarah y la habían llevado a tomar la decisión de buscar en el mundo real lo que otros consideraban una simple leyenda…

– ¿Está segura que este lugar? -preguntó Pericles poco convencido.

Habían dejado la barca en la orilla y subían por la colina a cuyos pies había estado situada la antigua población. La voz del guía se oyó extraña y sorda en la niebla; se notaba que aquel lugar no le agradaba.

– Creo que sí -asintió Sarah. Pero si prefieres dar la vuelta…

– Ochi -dijo meneando la cabeza y agarró con fuerza la cuerda que habían comprado con el bote y que llevaba sobre los hombros-. Yo quedo.

– Como quieras -aceptó Sarah.

– ¿Dónde está antes oráculo de muertos?

– No lo sé.

– ¿No sabe?

El guía se detuvo, atónito.

– No -contestó Sarah meneando la cabeza-. Nunca se han realizado excavaciones por aquí.

– ¡Entonces no sabe dónde usted busca! -Hizo un gesto con la mano que abarcó la inmensa zona cubierta de hierbas, un auténtico laberinto de piedras caídas y disgregadas-. Busca durará siempre.

– No creo -replicó Sarah.

– Pero si no pistas…

– Hay pistas, pero no proceden de los investigadores de nuestra época, sino de los geógrafos clásicos, desde las obras de Eratóstenes, de Hiparco o de Posidonio, de Claudio Ptolomeo o de Marino de Tiro, hasta la Geographica de Estrabón.

– ¿Todos esos libros leído? -preguntó Pericles con asombro.

– Muy pocos, la mayoría no se han conservado.

– Giatí? -preguntó el macedonio-. ¿Por qué?

– Porque algunos poderes han hecho todo lo posible por impedir que aquel saber perdurara en el tiempo.

– Entonces ¿cómo sabe?

– Gracias a traducciones y resúmenes -explicó Sarah mientras proseguía la ascensión-. Estuve investigando en Praga y encontré manuscritos medievales que contenían fragmentos de esas obras y también datos sobre Efira. No daban mucho de sí, pero hallé algunas pistas.

– ¿Cuáles?

– Por un lado, averigüé que la entrada del oráculo de la muerte estaba antiguamente en una isla situada a unos quinientos metros al este de la ciudad.

– ¿Una isla? -Pericles la miró plagado de dudas-. ¿Y por qué vamos en tierra?

– Porque en aquella época la laguna era mucho más grande que ahora -contestó simplemente Sarah-. Lo que antes fue una isla, actualmente es una colina.

– Comprendo -asintió el macedonio-. Pero muchas colinas…

– Por otro lado -prosiguió Sarah-, hay que saber que, en sus inicios, el cristianismo se apropió con frecuencia de antiguas costumbres paganas, adoptando las fechas de las fiestas o construyendo iglesias en los antiguos lugares de culto.

– ¿Y? -preguntó el guía.

– Mira -dijo Sarah señalando la cima de la colina que estaban a punto de coronar.

Pericles lanzó un leve silbido al ver los restos de una iglesia construida en estilo bizantino.

– ¿Quiere decir…? -preguntó con los ojos abiertos como platos debido al asombro.

– Exacto -se limitó a contestar Sarah mientras se acercaba a la iglesia.

El atrio, que miraba al oeste como era habitual en los templos bizantinos, se había hundido, pero el presbiterio de cúpula octogonal parecía haberse conservado en gran parte. Los muros en ruinas que lo circundaban permitían deducir que aquella iglesia había sido anteriormente el katholikon de un monasterio que se habría edificado en aquel lugar hacía mil años o incluso más.

Sarah ya se había fijado durante la ascensión en la característica cúpula. Le había parecido raro que los monjes se hubieran instalado precisamente allí y por eso había dirigido sus pasos hacía aquel lugar. Si sus suposiciones eran correctas o no, aún estaba por demostrar.

Le hizo una señal a Pericles indicándole que se quedara mientras ella entraba en el nártex [7] desmoronado y lo cruzaba. Era un milagro que la iglesia aún tuviera puertas, aunque estuvieran resquebrajadas y medio podridas y colgaran torcidas en los goznes. Sarah empujó una y consiguió entreabrirla lo suficiente para poder deslizarse por ella. Un instante después, se encontró en el interior crepuscular de la iglesia, que todavía imponía respeto después de tanto tiempo.

Dentro de aquellos muros consagrados reinaba un silencio absoluto. El sanctasanctórum había sido trasladado hacía muchos años a otro lugar y las velas se habían apagado mucho tiempo atrás. Los frescos de las altas paredes y del techo, sostenido por cuatro columnas, estaban destrozados en gran parte y apenas podía reconocerse nada en ellos. La iglesia solo estaba iluminada por la luz mortecina que caía a través de las ventanas redondas y atravesaba la penumbra en diagonal. Con todo, la dignidad y la majestuosidad de aquel sitio deslumbraron a Sarah. En un gesto de respeto, se santiguó y tuvo de repente la sensación de que no estaba sola.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó una voz quebradiza a sus espaldas.

La joven se dio la vuelta, espantada.

En el presbiterio semicircular había un hombre en el que o bien no se había fijado antes o bien acababa de entrar sin hacer ruido. Llevaba un hábito marrón de monje, anudado a las caderas con una cuerda. Tenía los cabellos tan canos como la barba, que le llegaba hasta el pecho. La mirada de sus ojos era extrañamente turbia y lechosa.

– Disculpe, padre, no quería molestar -contestó Sarah.

– ¿Quién eres, hija? -preguntó el viejo monje sin desviar la mirada. Al parecer, hacía mucho que había perdido la vista.

– Me llamo Sarah Kincaid.

– Tú no eres de por aquí…

– No, padre -admitió Sarah-. Vengo de muy lejos…

– ¿A qué has venido?

– Busco algo, padre. Un vestigio de tiempos pasados: el oráculo de los muertos.

El anciano se estremeció.

– ¿Por qué motivo? -preguntó con voz ajada.

– Para salvar una vida -contestó la joven.

– Entonces, ¿eres tú de quien habla la profecía?

Sarah no supo cómo reaccionar a la pregunta. Recordó que el rabino de Praga le había dicho algo similar, pero jamás se le habría ocurrido darse tanta importancia como para creer que ella desempeñaba algún papel en antiguos vaticinios…

– No lo sé, padre -respondió entonces evasivamente.

– Hum -murmuró el anciano, que volvió la cabeza y dio la impresión de que la miraba profundamente desde sus ojos blanquecinos-. ¿Qué buscas exactamente, hija mía? ¿Qué es lo que más ansias?

Sarah no tuvo que pensarlo mucho.

– El perdón, padre -respondió.

– Y encontrarás el perdón -replicó el monje señalando hacia el altar de piedra. Su rostro demacrado y surcado por profundas arrugas se iluminó con una sonrisa y de repente pareció tener algo familiar.

– ¿Maestro Amón…? -Sarah pronunció un pensamiento que había acudido de manera espontánea a la mente.

Justo en aquel momento, la puerta de entrada crujió a sus espaldas. Se volvió y vio a Pericles, que la había seguido para comprobar que todo iba bien. Cuando la joven se volvió de nuevo, el monje había desaparecido.

– ¿Padre?

Lo buscó por todas partes con la mirada y accedió al ábside, despojado de cancel seguramente desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, no quedaba ni rastro del monje.

– Padre, ¿dónde está…?

– ¿Todo bien? -preguntó Pericles, que se le había acercado con cara de preocupado.

– Por supuesto -aseguró Sarah-. Es solo que estaba hablando con un monje y…

Se interrumpió al ver que en la mirada de Pericles asomaba aún mayor confusión. ¿Podía ser que la aparición del monje hubiera sido fruto de su imaginación? ¿Que en realidad le hubiera hablado una voz interior? Por mucho que pensara en ello, era incapaz de decir en qué idioma había hablado con el anciano. Simplemente, lo había entendido…

No le agradó la idea, pero decidió llegar al fondo del asunto. Recordó que el anciano había señalado el altar y le pidió a Pericles que la ayudara. Juntos pusieron manos a la obra, ¡y consiguieron empujar el bloque de piedra!

El altar se movió palmo a palmo rechinando y dejó libre la entrada a un pozo que bajaba en vertical y donde imperaba la más absoluta negrura.

Mientras Pericles retrocedía por cautela, en el rostro de Sarah se dibujaba una sonrisa de satisfacción. Estaba segura de que había hallado lo que buscaba.

La entrada al oráculo…

Capítulo 7

Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior


El inesperado encuentro con el monje me ha dejado una sensación extraña. Si el anciano solo ha existido en mi imaginación, ¿cómo pudo señalarme el camino? ¿Cómo pudo enseñarme algo que yo desconocía? Esas cuestiones me preocupan, pero no tengo tiempo para dedicarme a ellas. Porque he llegado al destino del viaje y enseguida se decidirá si he perseguido un sueño o el elixir de la vida existe realmente.

El miedo amenaza con apoderarse de mí cuando miro hacia el oscuro abismo, pero mi amor por Kamal me mantiene entera y me permitirá enfrentarme valerosamente a lo que pueda aguardarme en las profundidades…


– ¿Baja ahí sola?

Pericles no disimuló que aquel pozo le daba miedo. En cambio, Sarah hizo todo lo posible por ocultar lo que realmente sentía.

– Efectivamente -confirmó mientras comenzaba a fabricarse una improvisada antorcha con una rama de dos codos de largo, la manga que se arrancó de la blusa y un poco de aceite que recuperó de una vieja lámpara hecha añicos.

– ¿Y gente vienen de verdad a hablar con muertos? -continuó preguntando Pericles.

– No lo sé -reconoció la joven.

– Pero cree.

– Creo que ahí abajo hay algo -puntualizó Sarah-. Y voy a averiguar de qué se trata.

– Mujer valiente, lady Kincaid -la alabó el macedonio.

– ¿Valiente? -Sarah enarcó las cejas-. Creí que era extraña.

– Perdón que yo dicho eso.

– Ya está olvidado. Y ahora ponte en marcha.

– ¿Seguro que queda aquí?

– Seguro -confirmó-. Ve a buscar a Hingis, pero no tomes riesgos innecesarios. Si averiguas que lo han apresado, regresas y me informas. Pero no intentes liberarlo por tu cuenta, ¿entendido?

– ¿Y que podrá usted?

– Conozco a personas muy influyentes -contestó Sarah.

– ¿Amigos?

Sarah meneó la cabeza.

– No, para nada.

– ¿Y si señor… muerto?

Sarah no dudó con la respuesta.

– Entiérralo -contestó con firmeza- y señala el lugar.

– De acuerdo -asintió el macedonio-. Usted promete tiene cuidado.

– Endáxei -dijo Sarah forzando una sonrisa-. Ningún salario del mundo podrá resarcirte de lo que ha ocurrido, pero si regresamos sanos y salvos a Salónica, te pagaré tres veces la suma que acordamos.

– Endáxei. -Pericles sonrió satisfecho-. Mujer mía contenta.

– Lo que ella quiere es que regreses con vida, ¿me oyes? -insistió Sarah.

– Usted también, lady Kincaid. ¿No mejor que yo quede…?

– No.

Sarah meneó la cabeza. De manera inexplicable, cada vez tenía más claro que debía recorrer el camino sola. O encontraba lo que buscaba y regresaba con un remedio para Kamal o el tenebroso Hades la engulliría y no la liberaría nunca más. El castigo le pareció razonable porque, como antaño Prometeo, ella también había jugado con el fuego de los dioses sin pensar en las consecuencias…

– Entonces tiene cuidado -comentó Pericles-. Eso -dijo señalando el pozo-, no hay que tomar a ligera.

– Lo sé -replicó simplemente Sarah-. Adiós, Pericles.

– Hosca kalin, lady Kincaid.

En un gesto espontáneo, en absoluto adecuado a sus distintas posiciones sociales, pero probablemente sí a la situación, se dieron un abrazo. Al separarse, Sarah creyó ver un brillo húmedo en los ojos del guía. Estaba claro que Pericles no contaba con que volvieran a verse con vida.

La joven volvió a despedirse de él con un movimiento de cabeza, cogió la improvisada antorcha y se dirigió al pozo, en cuyo muro había peldaños labrados a intervalos regulares en la roca. Solo vaciló un momento. Luego, la oscuridad la engulló.

Pericles esperó hasta que la luz de la antorcha se desvaneció y se dispuso a irse. Se resistía a dejar sola a la inglesa, a la que había aprendido a respetar y a estimar a pesar de sus recelos. Pero las instrucciones eran claras y el salario que le había prometido si encontraba a Friedrich Hingis no era baladí. Así pues, ¿qué podía hacer?

Dio media vuelta suspirando, salió de la vieja iglesia y volvió hacia la laguna, en cuya orilla se encontraba la barca. El viento acariciaba la cima de la colina, hacía murmurar a los árboles cercanos y arrastraba hojas secas sobre las ruinas. Dio rienda suelta a sus pensamientos y le pasó de todo por la cabeza. Pensó sobre todo en Hanna, su mujer, y en sus hijos, que lo esperaban en casa. Se dijo que quizá ya iba siendo hora de buscar un trabajo menos peligroso y que no lo obligara a alejarse tanto de su hogar.

Llegó hasta la barca y la empujó desde la orilla. La embarcación se deslizó tambaleándose al alcanzar la laguna y Pericles subió. Remó con fuerza para surcar las aguas mansas, de vuelta hacia la desembocadura del río.


El pozo no era muy hondo. Acababa al cabo de pocos metros y se transformaba en un pasadizo que descendía a través de muchos escalones, hundiéndose cada vez más en el interior de la colina. Las paredes de la galería eran de obra y en algunos puntos mostraban caracteres griegos que alguien había grabado. Sarah comprendió que nadie había utilizado aquel pasadizo desde hacía mucho, muchísimo tiempo, y automáticamente se preguntó qué habrían encontrado quienes lo habían recorrido antes que ella.

Como ella, aquellas personas también habían ido en busca de respuestas; igual que ella, no se habían asustado por acercarse a los límites c incluso superarlos; y, como ella, no se habían arredrado por tratar con las sombras del más allá.

Quienes buscaban el consejo de los muertos en la Antigüedad, llevaban ofrendas en vasijas de barro: principalmente leche, vino, agua o sangre de animales que se habían sacrificado antes de que empezara la ceremonia. Sarah se había fijado en que todas esas ofrendas eran líquidos: ¿casualidad?

En la Antigüedad, los que buscaban consejo solían prepararse para su visita a Éfira con largos días de ayuno y, naturalmente, sus relatos sobre sus encuentros en el más allá podían considerarse alucinaciones provocadas por la falta de alimentación, como hacían muchos eruditos. Sin embargo, Sarah sospechaba que había algo más. Mucho más. La escalera iba a parar a una cámara en la que desembocaba otra galería: el recinto del templo donde antiguamente eran conducidos los que buscaban consejo. En el centro había una pila de piedra en la que Sarah supuso que se vertían las ofrendas. Los muros de la cámara eran de mampostería.

Avanzó con la antorcha en la mano y dio golpes sistemáticos en la pared tal como el viejo Gardiner le había enseñado. Sin embargo, no encontró ningún indicio de que hubiera un escondrijo o una entrada secreta en ella. «¿Esto es todo?», se preguntó Sarah angustiada. Tras el oráculo de Éfira, ¿realmente no existía más que aquella sala subterránea? ¿Había buscado y había mantenido la esperanza para nada? ¿No guardaba ningún secreto que hubiera que descifrar?

Cada vez más desesperada, pensó si quizá no debería haber llevado una ofrenda, igual que hacían en la Antigüedad…

Haciendo caso de una intuición, se sacó la cantimplora del cinto, la abrió y vertió el contenido en la pila de los sacrificios, que estaba plagada de grietas. Como era de esperar, el agua se escurrió al momento, pero no cayó debajo de la pila. Al contrario, se oyó un ligero murmullo que sugería que el agua chorreaba por debajo de la taza de piedra hasta una profundidad insospechada…

Sarah no vaciló un momento. Con una piedra que arrancó de la pared, golpeó la pila. Las grietas se agrandaron y la pieza se partió en dos con un fuerte chasquido. Las dos mitades se desprendieron hacia los lados y dejaron ver otro pozo que descendía en vertical hacia las profundidades.

Sarah tuvo que reprimir un grito triunfal. ¡Seguro que aquello era la verdadera entrada a los infiernos!

Se metió sin vacilar en el pozo, que también disponía de peldaños labrados en la pared, y comenzó el descenso. Calculó que aquel pozo era unas dos veces más profundo que el primero. Desembocaba en un pasadizo que bajaba en diagonal. La mano del hombre había colaborado solo en parte en arrancarlo de la roca; básicamente parecía de origen natural.

Sujetando la antorcha con cuidado para que la luz no la cegara, Sarah recorrió la galería, que solo en algunos puntos era lo bastante alta para caminar de pie. Incluso agachada debía tener cuidado para no chocar con la cabeza contra las numerosas irregularidades del techo.

Al entrar en aquella construcción subterránea, Sarah se había desorientado y no sabía qué dirección seguía la galería. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la brújula que había recogido en el campamento y esperó a que la aguja se estabilizara. Si el indicador era fiable y la roca circundante no contenía vetas de hierro, la galería conducía hacia el norte, lo cual significaba que pasaba por debajo de la laguna que se nutría del Aqueronte. Sarah no sabía si aquello significaba algo, pero ardía en deseos de averiguar el misterio que en aquellos momentos estaba más cerca de ella que nunca.

Continuó adentrándose en la galería, que describía una ligera curva hacia la izquierda y cuyo final seguía sin verse a la luz trémula de la antorcha. Prosiguió valerosa la marcha hasta que, de repente, oyó un ruido. Sarah no alcanzó a distinguir de que se trataba, pero sonaba a chirridos y rozaduras, acompañados por ligeros chasquidos.

Siguió avanzando con cautela y de pronto tuvo la sensación de que las paredes de la galería se movían. La luz de la antorcha alumbró algo tornasolado que pululaba por allí a miles y no solo cubría las paredes, sino también el techo y el suelo.

Eran bichos de unos cinco centímetros de largo, que se movían sobre ocho patas, tenían unas pinzas de aspecto amenazador y una cola encorvada en cuyo extremo destacaba un peligroso aguijón.

Escorpiones.

No unos cuantos, sino cientos.

Sarah reprimió el asco que la embargó. Cuanto más se acercaba, más claramente podía ver los pequeños cuerpos de coraza negra que se arrastraban a diestro y siniestro y parecían salir de una hendidura que había en la roca y las escupía a centenares. No paraban de caer bichos del techo, que luego se disolvían en el nutrido ejército que pululaba por el suelo y volvían a trepar por las paredes a modo extravagante telón que subía y bajaba sin cesar: un cortinaje macabro…


Pericles avanzaba lentamente a causa de la corriente. Cerca del lugar donde el Aqueronte confluía en la laguna, puso rumbo hacia la orilla y saltó a tierra. Escondió el bote debajo de unas ramas que colgaban bajas, subió por el terraplén y se dirigió hacia el noroeste a través del bosque. Si seguía el curso del río, regresaría a la zona donde se había perdido el rastro del suizo.

Estaba pensando de nuevo en su casa cuando los chillidos y el aleteo de algunos pájaros lo arrancaron súbitamente de sus pensamientos. Pericles se detuvo en seco y vio que los animales levantaban el vuelo nerviosos por encima de los árboles. Algo los había espantado…

El macedonio permaneció inmóvil y aguzó el oído un momento. Al no oír ningún ruido sospechoso, continuó avanzando lentamente y mirando atento a su alrededor.

De repente, una rotura de ramas por encima de él, un gruñido y una sombra fugaz. Pericles se volvió rápidamente y se vio frente a un personaje con uniforme azul que lo apuntaba con un fusil. Con una maldición en los labios, el macedonio se dispuso a dar media vuelta para huir, pero no consumó el movimiento porque de pronto salieron más hombres uniformados de la espesura, que lo amenazaban con sus armas cargadas y hacían que cualquier tentativa de huida fuera absurda. Levantó las manos para indicar que no ofrecería resistencia.

La maleza volvió a abrirse y apareció un hombre alto vestido con el uniforme lleno de adornos de un coronel turco. Con el ceño fruncido, examinó a Pericles de la cabeza a los pies.

– ¿Dónde está? -preguntó en mal turco.

– ¿Quién? -preguntó a su vez Pericles.

– Sarah Kincaid -contestó el oficial, y el macedonio supo que nunca más volvería a ver a su esposa y a sus hijos.


Sarah se preguntó estremecida si también había habido escorpiones allí en la época clásica.

Probablemente los habían llevado para espantar a cualquiera que se hubiera adentrado en la galería sin mucho entusiasmo. La joven tenía muy claro que debía superar aquella barrera si quería descubrir el misterio y se consoló pensando en las botas resistentes y en la pelliza de piel de equino con que iba equipada. No quiso ni imaginarse lo que aquello había significado para los habitantes de la antigua Grecia, que raras veces llevaban algo más que una túnica y sandalias. Por el momento, procuró no pensar en el veneno de los escorpiones.

Intentó apartar los escorpiones sosteniendo la antorcha muy cerca del suelo, pero los bichos ni se inmutaron. Así pues, no le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón, encoger la cabeza entre los hombros y correr.

Le costó horrores. Se obligó a pensar en Kamal y en los errores que había cometido y que no quería repetir de ningún modo, y echó a correr.

Fue terrible.

Durante unos instantes no vio más que bichos arrastrándose y oyó cómo algunos acababan aplastados por las suelas de sus botas. Un escorpión cayó del techo y fue a parar al cuello de su pelliza; Sarah lo agarró con un rápido movimiento de mano y lo arrojó lejos.

Un instante después, todo había pasado.

Estremecida por el miedo y el asco, Sarah corrió unos pasos más mientras daba manotazos a su alrededor. Se descubrió dos escorpiones en la pernera derecha, se los sacudió y los pisó. Cuando estuvo segura de que no tenía más bichos encima, se tranquilizó y su respiración entrecortada volvió a normalizarse.

Echando una última ojeada a aquella barrera, que Sarah se vio obligada a reconocer que había sido más mental que física, siguió su camino a través de la galería. Mientras se preguntaba con temor qué sería lo próximo que la esperaba, sus pies toparon con un obstáculo. Se detuvo y sujetó la antorcha de modo que iluminara el suelo.

Sarah tuvo que controlarse para no proferir un grito. Ya había visto restos mortales humanos en muchas ocasiones, pero aquellos presentaban un estado terrorífico. El esqueleto, que Sarah identificó como el de un hombre por el tamaño y la corpulencia, se había conservado entero y yacía boca abajo en el suelo, con la cabeza mirando hacia la salida: teniendo en cuenta la postura de las extremidades, se habría podido conjeturar que aquel hombre había intentado salir de la galería arrastrándose a gatas. ¿Qué le habría ocurrido? Sarah pensó que tal vez se había herido. O tal vez había encontrado al final de la galería algo que…

Un sonido sordo le llegó de repente desde la oscuridad incierta que reinaba más allá de la luz de la antorcha.

Sonaba como los gruñidos de los chuchos que rondaban por el barrio londinense de East End y que, hambrientos como estaban, incluso atacaban a la gente: mendigos, borrachos o niños, a los que consideraban presas fáciles. Un instante después, Sarah creyó ver realmente un par de ojos amarillentos y brillantes en la oscuridad.

¿Era posible? ¡Pues claro que no! Solo podía ser una ilusión óptica, un reflejo de la luz de la antorcha, un…

¡Los ojos se movían!

Oscilaban a un lado y a otro, se abrían como platos por un momento y, al momento siguiente, se entornaban hasta casi cerrarse. Súbitamente se les añadió otro par de ojos, acompañado por un nuevo gruñido hostil y, luego, ¡un tercero!

Sarah ralentizó el paso. La visión de aquellos ojos brillantes y los sonidos amenazadores desataron en ella el miedo y, aunque no estaba dispuesta a dejarse vencer por el temor, no pudo evitar que la impresionaran. Fuera lo que fuera lo que la acechaba en la galería, parecía realmente tener vida…

Se oyó un bufido y le llegó un olor penetrante a azufre, que despertaba horrendas asociaciones. Se apoderó de ella un miedo irracional, al que no cabía enfrentarse con argumentos, y Sarah vio con horror que los pares de ojos que no paraban de escudriñarla no eran de tamaño normal, ¡sino enormes!

Sarah siguió caminando como si estuviera en trance y se obligó a avanzar. La galería se ampliaba y se transformaba en una cueva de cuyo techo colgaban numerosas estalactitas, cual puntas de lanza funestas. Y justo debajo se agazapaba la criatura más terrorífica y peligrosa con la que jamás en la vida se había topado.

Un cuerpo enorme y cubierto de pelaje negro, apoyado sobre cuatro patas gruesas como pilares y con una cola de escamas negra que restallaba de un lado a otro. El pescuezo, fuerte como una columna, se dividía en el medio y sostenía no una cabeza, sino tres: unos cráneos de aspecto espeluznante, cubiertos por un pelaje oscuro y del diámetro de una rueda de carro. De sus hocicos salía un hálito sulfuroso, enseñaban los dientes y sus ojos amarillos miraban fijamente con un odio desmedido e insondable.

Aunque Sarah jamás se había topado con una criatura como aquella, sabía perfectamente a que se enfrentaba.

Era la bestia que vigilaba la entrada del Hades.

Cerbero…

Capítulo 8

– ¿Dónde está?

Una vez y otra la misma pregunta, que resonaba como un eco en la mente de Pericles, pero él continuaba negándose con todas sus fuerzas a contestar.

– No… sé -replicó con voz ronca mientras el olor acre a carne quemada le subía por la nariz.

Su carne…

Habían clavado cuatro estacas en el suelo, donde le habían atado los pies y las manos. Al principio se habían contentado con torturarlo a patadas y puñetazos, y había oído cómo sus costillas se rompían una tras otra con los brutales golpes, pero no había rebelado nada.

Luego le habían arrancado la camisa y habían empezado a cortarle la piel con un cuchillo y a echarle sal en las heridas abiertas. Y aunque el dolor había sido terrible y casi lo había vuelto loco, había continuado sin romper su silencio. A continuación, los torturadores habían cambiado de método y le habían enseñado lo que era el auténtico martirio…

– Te lo preguntaré por última vez. -El macedonio oyó planear sobre él como un mal augurio la voz del coronel, y mantuvo los ojos cerrados para no tener que ver las malvadas sonrisas que se dibujaban en los rostros de sus verdugos-. ¿Dónde está Sarah Kincaid?

– No… lo… sé -repitió por enésima vez, y tuvo la sensación de que estallaba de dolor cuando el acero al rojo vivo volvió a devorarle una vez más la piel del rostro. El macedonio lanzó un alarido y el horror desmesurado que sintió lo obligó a abrir los ojos.

– No dejes que pruebe con tu vista -le insistió el coronel-. ¿O quieres saber qué se siente cuando el acero candente penetra en el ojo? ¿Cómo lentamente…?

– No -murmuró Pericles de manera casi inaudible.

– ¿Qué has dicho?

– No -repitió el macedonio, esta vez en voz más alta, seguido de un nuevo alarido cuando el acero candente le hirió la oreja derecha.

– Entonces contesta de una vez a mi pregunta -exigió el coronel sin compasión, y Pericles rompió su silencio.


Cerbero le lanzaba aullidos ensordecedores desde sus múltiples fauces.

Sarah estaba paralizada de terror, el miedo más oscuro le había invadido el alma. Quieta y con los ojos muy abiertos, miraba a aquella criatura gigantesca cuyo aliento sulfuroso casi la privaba de los sentidos. El can exhalaba vaho por la nariz, tenía espuma en el hocico y enseñaba sus dientes amarillos.

– No -fue lo único que consiguió decir la joven-. No, por favor…

Su ruego no se dirigía tanto a la bestia como a la realidad, a las verdades a las que hasta entonces se había aferrado Sarah y que afirmaban que no podía existir una criatura como aquella. Sin embargo, tenía delante a Cerbero, que era como lo había descrito Friedrich Hingis, ¡y tan real como ella misma!

Las terroríficas cabezas oscilaban a un lado y a otro delante de ella, mientras los ojos amarillos seguían mirándola fijamente. Algo en su interior la impelía a apartarse y emprender la huida, pero no estaba en condiciones ni siquiera de eso: lo que veía era demasiado aterrador y fascinante a un tiempo. Cerbero, un monstruo de la mitología, existía en verdad, aunque solo fuera allí, en aquella cueva antiquísima…

Esa idea le llamó la atención, pues planteaba algunas preguntas: ¿Cómo había conseguido aquella criatura sobrevivir durante tanto tiempo? ¿De qué se había alimentado a lo largo de los milenios? Bien tendría que haber salido de su escondrijo subterráneo para buscar presas. ¿Cómo era posible que el mundo no supiera nada de ella?

En la mente de Sarah comenzaron a germinar las dudas, que instantáneamente se condensaron en los ojos de la criatura, en los que ya no ardían el odio ciego y la sed de sangre. El brillo de maldad parecía haberse apagado y, como si la razón fuera un arma que la bestia temía, ¡el can retrocedió!

Sarah levantó la antorcha, que había mantenido inmóvil en la mano, y la ondeó, pero el monstruo no reaccionó. Con cada nueva duda, con cada nueva reflexión que a Sarah se le ocurría y que la acercaba un paso hacia la conclusión de que una criatura como aquella contravenía todas las leyes de la naturaleza y del Cielo y, por lo tanto, no podía existir, Cerbero parecía perder tamaño y fuerza.

– Me tienes miedo -afirmó con una mezcla de alivio y desconcierto mientras observaba cómo el monstruo se volvía traslúcido delante de sus ojos y empezaba a desvanecerse. Y Sarah comprendió finalmente.

Por mucho terror que pudiera inspirar, Cerbero era simplemente una aparición, una alucinación provocada por los propios miedos. Por eso la criatura tenía el aspecto que Hingis le había descrito: ¡porque se alimentaba de sus recuerdos!

– Desaparece -gritó Sarah-. No existes, o sea que haz el favor de esfumarte, ¿me oyes…?

La aparición le hizo el favor.

Cerbero intentó luchar contra su destino una vez más y se levantó sobre sus patas traseras enseñando los dientes como si pensara abalanzarse de inmediato sobre Sarah. Pero, puesto que la joven no cedió al miedo y se aferró al raciocinio, la visión se desvaneció y se esfumó ante sus ojos. Atrás solo quedó el hedor del azufre y Sarah comprendió que Cerbero no era el origen del penetrante olor que se condensaba en unos vapores amarillentos. Más bien ocurría al revés…

Entonces notó que le dolían las sienes. Estaba mareada y sentía debilidad en las piernas: síntomas incontestables de envenenamiento. Cogió a toda prisa el pañuelo que llevaba atado al cuello, lo humedeció con los últimos restos de agua de la cantimplora y se lo frotó varias veces en la boca y la nariz con la esperanza de poder filtrar un poco el aire. Todavía no había averiguado el secreto de la cueva subterránea.

Tenía que continuar.

A cualquier precio…

Con la antorcha en la mano, retomó el camino que la conducía hacia el fondo de la bóveda subterránea. Del techo colgaban enormes estalactitas que se debían de haber formado a lo largo de milenios. En el suelo de piedra, a menudo crecían estalagmitas que se habían unido con aquellas en algunos puntos y habían formado columnas del grosor de un árbol que parecían soportar el techo de la cueva. La roca era de color amarillento, verde y violeta: minerales que contenía la piedra y habían sido erosionados por el agua que se filtraba.

A pesar de taparse la cara con el pañuelo, Sarah empezó a notar los efectos de los vapores. La invadía un profundo cansancio y le costaba concentrarse. No obstante, siguió avanzando a duras penas, tambaleándose de columna en columna y apoyándose en ellas. Finalmente, cuando ya no contaba con ello y empezaba a sucumbir a una indiferencia letal, ¡llegó al destino de su viaje!

Desde que partió de Londres, Sarah no se había hecho una imagen clara de lo que realmente buscaba. Un remedio para Kamal, un agua milagrosa, un elixir de la vida, todas esas denominaciones eran acertadas. Sin embargo, no sabía en qué tenía que fijarse exactamente. Siempre había albergado la esperanza de que la sorprendería una chispa de lucidez en el instante en que llegara al objetivo de su búsqueda, y ese momento había llegado.

Con una exclamación de sorpresa, Sarah salió del laberinto de estalactitas y estalagmitas y se encontró a orillas de un lago subterráneo. La luz de la antorcha solo alumbraba unos pocos metros en el aire preñado de vapores, con lo cual no se podían avistar las dimensiones del lago. No obstante, el origen de los vapores tóxicos estaba claro, lo cual permitía deducir que se trataba de fuentes termales. Los minerales que contenía el agua y que le prestaban una consistencia turbia, casi lechosa, parecían proceder de las estalactitas que saturaban el techo de la cueva.

Mientras se le nublaban cada vez más los sentidos, Sarah pensó que todo guardaba relación. El agua del Aqueronte nutría la laguna de Aquerusia, cuyas aguas se filtraban a través de varias capas de roca y formaban una cantidad impresionante de estalactitas en las profundidades. Por un capricho de la naturaleza (¿o se escondía algo más detrás?), estas se encontraban sobre una fuente termal que absorbía los minerales y originaba lo que antiguamente llamaban hydor bíou, el agua de la vida. Un cúmulo de circunstancias únicas que solo se daban allí.

– Solo aquí -susurró Sarah haciéndose eco de sus pensamientos-, la fuente de la vida…

Con una disciplina de hierro, se obligó a mantenerse en pie. Sus movimientos se tornaban cada vez más vagos e imprecisos, debía apresurarse. Empleando toda la capacidad de concentración que le quedaba, consiguió sacar la cantimplora que llevaba en el cinto y desenroscar el tapón. Con la antorcha en una mano y la cantimplora en la otra, Sarah se tambaleó hasta la orilla y se arrodilló torpemente. Luego estiró la mano y sumergió la cantimplora. El agua estaba caliente, pero no quemaba; la temperatura era agradable. Sarah observó con la mirada perdida cómo aparecían las burbujas y la cantimplora se llenaba.

– Vraiment, no pensaba que volvería a verte tan pronto, chérie…

Espantada, la joven contuvo el aliento y levantó la vista: ya no estaba sola. A su lado había aparecido una figura sin volumen, tan solo con contorno, una sombra viviente sin rostro. Sin embargo, Sarah había reconocido su voz…

– Vete -masculló mientras sacaba la cantimplora del agua e intentaba cerrarla con mano temblorosa-. No eres real…

– Au contraire, ma chère! Soy tan real como se puede ser… Tú, en cambio, pronto dejarás de existir, n'est ce pas?

– ¿Por qué dices eso, Maurice?

– Pourquoi pas? Porque es verdad. Te has acercado demasiadas veces a la frontera entre la vida y la muerte y has echado una mirada al otro lado… Ahora la cruzarás.

– ¡Pero no debo morir! Kamal necesita mi ayuda…

– ¿Kamal? -La sombra de Du Gard se echó a reír-. ¿Aún no lo has comprendido? Tu príncipe del desierto ya no te necesita. Ha encontrado otros brazos donde consolarse. Otro corazón que lo conforta…

La silueta señaló hacia el lago, donde empezó a formarse una imagen.

– Kamal -murmuró Sarah al ver a su amado tendido inmóvil sobre una litera.

Un instante después apareció otra figura que se inclinó sobre él y lo besó en la frente y en los ojos, igual que siempre hacía ella. Acto seguido, aquel personaje levantó la vista y miró directamente a Sarah mientras una sonrisa malvada se dibujaba en su semblante pálido… Y Sarah reconoció con un grito de espanto a la condesa de Czerny…

– ¡No! -rugió, y la imagen se desvaneció. En cambio, la sombra continuaba a su lado.

– Si eres sincera contigo misma, admitirás que siempre has sabido que eso ocurriría -dijo la sombra, aunque con otra voz, en la que Sarah reconoció para mayor espanto la de Gardiner Kincaid-. Sois demasiado parecidas para no sentir lo mismo por Kamal.

– Padre -dijo la joven intentando levantarse, pero las piernas le fallaron y sintió un malestar que superaba con creces lo que había soportado hasta entonces.

– ¿Soy yo tu padre? -replicó el viejo Gardiner-. ¿O no lo soy? Las palabras de Laydon te hacen dudar, ¿no es cierto?

– S… sí -respondió Sarah entre arcadas.

– Vuelves a engañarte. No albergas esa duda en tu corazón desde hace poco, sino desde mucho tiempo atrás. Su origen está allí donde tus recuerdos no alcanzan, Sarah. En aquel periodo de tu vida que permanece tras el velo del olvido…

– La… época oscura -balbuceó Sarah, y vomitó.

El frugal desayuno que había tomado, consistente en bayas silvestres que Pericles había recolectado para ella, salió por su boca mientras el estómago se le contraía una y otra vez. Apoyada sobre los codos, se doblaba en el suelo en medio del vómito.

Se obligó con todas sus fuerzas a levantar la vista, pero la sombra del viejo Gardiner, que había abandonado el reino de los muertos para hablar con ella, había desaparecido. A cambio, Sarah tuvo otra visión y, por primera vez en la vida, le dio la impresión de que el velo negro del olvido que se había extendido sobre su pasado se levantaba.

En los sueños que la habían perseguido desde la muerte del viejo Gardiner, había oído voces sordas y había percibido imágenes borrosas y olores imprecisos. Sin embargo, en aquel momento los vapores que se extendían sobre el lago adoptaron forma y color, y Sarah vio con los ojos enrojecidos los muros de una vieja fortaleza que destacaba sobre las montañas en un lugar remoto. Un canto suave y un olor exótico llenaron el aire y, de repente, como si quien hablaba estuviera delante de ella, Sarah oyó una voz.

– Eres tú -le susurró.

Entonces Sarah perdió el sentido.

De un momento a otro se desmayó. La antorcha que había sujetado a duras penas se desplomó hacia delante, cayó en el agua y se apagó con un siseo.

La cueva se hundió en una oscuridad total que pareció devorarlo todo, incluida la joven inglesa que había partido en busca del agua de la vida como tantos otros antes.

Sarah yacía inmóvil, envuelta en una noche siniestra. No oyó el rumor de los pasos que se acercaban ni vio el brillo amarillento de la antorcha.

No notó nada cuando unas garras toscas la agarraron y se la llevaron sin esfuerzo hacia la salida, y no oyó nada cuando en las profundidades de la colina se produjo una explosión sorda que cerró para siempre el acceso a la fuente de la vida.

Capítulo 9

Cuando Sarah abrió los ojos se creyó en otro mundo. Pero el semblante de Friedrich Hingis, pálido como la cera, enmarcado en unos cabellos revuelos y que la miraba con incredulidad, desvaneció esa ilusión.

La mirada del erudito suizo estaba cargada de preocupación. Las lentes, que tenían el cristal derecho roto, temblaban sobre su nariz como siempre que estaba nervioso.

– ¿Puede oírme, Sarah? -preguntó en voz alta y exageradamente marcada. Las palabras retumbaron en la cabeza de Sarah como los martillazos en un yunque-. ¿Entiende lo que le digo?

– Por… supuesto -contestó la joven con voz ronca.

Le quemaba la garganta y tenía la lengua hinchada, con lo cual le costaba hablar, aunque estaba en condiciones de decir algo.

– ¡Está bien! -exclamó Hingis, y en un gesto que solo podía disculparse por la desbordante alegría, se inclinó sobre ella y le dio un beso en la mejilla-. ¡Está bien…!

Sarah cerró los ojos.

Fue volviendo en sí paulatinamente y los recuerdos regresaron poco a poco a su mente. El oráculo de Efira…, el pozo hacia las profundidades…, la entrada al otro mundo…

– He… he visto a Cerbero -murmuró, y en el semblante de Hingis volvió a reflejarse la preocupación.

– ¿A Cerbero? -preguntó, temiendo que Sarah hubiera perdido el juicio.

– Un espejismo -afirmó la joven, y entonces se le iluminó el rostro-. He encontrado la fuente de la vida…

– Lo sé -aseguró el suizo.

– El agua, ¿dónde…?

– Aquí -la tranquilizó Hingis señalando la cantimplora que estaba junto al camastro-. No se preocupe, todo está en orden.

– Pero… ¿cómo he llegado hasta aquí?

Sarah miró asombrada a su alrededor y vio unas paredes toscas de piedra y un techo sencillo. La puerta y las contraventanas estaban cerradas. Un farol emitía una luz macilenta.

Lo último que Sarah recordaba era el lago subterráneo. Se acordaba de que se había arrodillado para llenar la cantimplora; luego, sus recuerdos se tornaban imprecisos y vagos. Sabía que, probablemente a consecuencia de los vapores tóxicos que impregnaban el aire, había tenido visiones y había sido incapaz de distinguir lo real de lo irreal. Pero si intentaba evocar detalles, el martilleo aumentaba en su cabeza hasta el punto de interrumpir cualquier razonamiento. Era como si su conciencia se defendiera con todas sus fuerzas para no volver a ver aquellas ilusiones ópticas. Sarah gimió y se tocó las sienes.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Hingis.

Sarah asintió y el suizo le acercó a los labios una cantimplora con agua fresca.

– Beba -le ordenó-. Tiene que eliminar el veneno de su cuerpo.

Sarah obedeció y, aunque no le apetecía, bebió. Sin embargo, los ánimos parecieron despertar un poco con aquel trago. Seguro que se había desmayado a causa de los vapores y Hingis la había salvado.

– Gracias -susurró.

– De nada -contestó el suizo sonriendo.

De pronto se dio cuenta de que la presencia de Hingis debería sorprenderla tanto como el hecho de seguir viva. Al fin y al cabo, lo habían perdido en la huida y, si era sincera consigo misma, no había albergado muchas esperanzas de volver a verlo con vida.

– Y usted ¿cómo…? Quiero decir…

– Aquella noche, me rozó una bala cuando huíamos -explicó Hingis, señalando una venda improvisada que llevaba en el brazo derecho-. Una bala perdida.

– ¿Por qué no dijo nada? -murmuró Sarah-. O gritó al menos…

– Porque quería que usted se pusiera a salvo -contestó simplemente el suizo.

– Muy noble por su parte.

– Tal vez, pero probablemente también bastante estúpido. -En su semblante pálido se dibujó una sonrisa-. Pasé el resto de la noche en la oquedad de un árbol muerto, donde estuve a punto de morir de frío. Gracias a Dios, pronto recibí ayuda.

– Pericles, ¿verdad? -preguntó Sarah.

– No -dijo Hingis meneando la cabeza, y una sombra se deslizó por su semblante y le borró la sonrisa-. Pericles está muerto.

– ¿Qué? -se sobresaltó Sarah.

– Encontramos su cadáver al regresar del oráculo. Tenía la cara y el cuerpo plagado de quemaduras. Alguien lo torturó atrozmente antes de pegarle un tiro.

Sarah cerró los ojos y evocó mentalmente la imagen del valiente macedonio que la había ayudado tan lealmente. Sarah le había ordenado regresar para no poner en peligro su vida y, por lo visto, con ello había sellado su destino. Su esposa y sus hijos lo esperarían en vano…

Tenía ganas de llorar, pero no podía. Era como si se le hubieran secado las lágrimas por todas las atrocidades de las que habían sido testigos y las penalidades que habían sufrido. En cambio, la invadió una ira indescriptible.

– ¿Quién? -inquirió-. ¿Quién lo ha hecho? ¿Turcos o griegos?

– Turcos -contestó Hingis-. Por eso hemos decidido escondernos en este mísero cobijo hasta que caiga la noche. Nos pisan los talones.

Sarah se dio cuenta de que Hingis hablaba en plural.

– ¿Hemos?… -preguntó enarcando las cejas.

– No estaba solo -reconoció Hingis con franqueza-. Ni cuando encontré a Pericles ni al salvarla a usted. El mérito de sacarla de aquella gruta sombría y de salvarle la vida le corresponde a otro.

– ¿A quién?

– Fui yo.

La respuesta llegó desde el otro lado del farol. Una silueta oscura y robusta se acercó al lecho de Sarah, que de improviso vio el rostro desfigurado por las quemaduras de su misterioso aliado con un solo ojo.

– Está vivo -constató aliviada-. Ha sobrevivido al salto del tren.

– Así es -asintió el cíclope, que tenía que agachar la cabeza para poder estar de pie en la cabaña-. Sin embargo, no es fácil seguirle el rastro, lady Kincaid. Más de una vez pensé que le había perdido la pista. Pero finalmente he llegado hasta usted.

– Gracias -dijo Sarah sonriendo.

– No se precipite en dármelas. No la seguía únicamente para salvarla, sino también para hacer algo que usted no hubiera querido o no hubiera podido hacer.

– ¿A qué se refiere?

– Me he encargado de secar para siempre la fuente de la vida, lady Kincaid -contestó el cíclope quedamente-. He volado el pozo.

– ¿Qué? -Sarah lo miró aterrorizada-. ¡Pero si acababa de descubrirla! Escondía una gran fuerza, grandes secretos…

– … que el otro bando podía usar en su provecho -añadió Hingis, que parecía aliviado con aquel desenlace-. ¿Recuerda la conversación que tuvimos en el tren?

– Pues claro que la recuerdo -aseguró Sarah-. Pero si destruimos todos los logros del pasado, no seremos mejores que la condesa y sus compinches.

– La Hermandad trata de apoderarse del saber de tiempos antiguos para su propio beneficio -explicó el cíclope-. Nosotros, en cambio, nos encargamos de que no caiga en las manos equivocadas.

– Pero Kamal…

– Hay suficiente para que Kamal se restablezca -aseguró Hingis señalando la cantimplora que estaba junto al lecho de Sarah-. Nunca quisimos más, ¿o ya lo ha olvidado? ¿Se ha apoderado de usted también la ambición?

Sarah negó con la cabeza.

Sus compañeros tenían razón. Era mejor cerrar para siempre el acceso a la fuente de la vida que arriesgarse a que se convirtiera en un medio de destrucción en manos de la Hermandad…

– Entonces -dijo dirigiéndose de nuevo a su misterioso protector- me ha salvado la vida por segunda vez. Y ni siquiera sé cómo se llama.

– Polifemo.

– ¿Bromea?

– Yo nunca bromeo, lady Kincaid -respondió el cíclope.

Sarah pudo examinar por primera vez detalladamente el rostro del titán. En su semblante creyó vislumbrar cierta tristeza, la mirada de su único ojo revelaba un dolor muy profundo…

– Entonces, Polifemo, le doy las gracias de todo corazón -dijo Sarah quedamente-. Y también le pido perdón por lo que le hice.

– No importa.

– ¿Cómo puede decir eso? Yo soy la responsable de esas cicatrices y, en vez de guardarme rencor, me salva varias veces la vida y me protege.

– Es mi misión -se limitó a contestar el cíclope-. Nací para eso.

– ¿Para protegerme? -Sarah frunció el ceño.

– A usted y a los suyos -confirmó Polifemo.

– Pero… ¿quién le ha encargado esa misión? -preguntó Sarah con asombro.

– ¿De verdad no lo sabe?

– ¿Lo preguntaría si lo supiera?

– Lady Kincaid -contestó el cíclope, acercándose más a ella para que solo le hiciera falta susurrar la respuesta-. Fue usted misma.

– ¿Yo?

– Así es.

– Pero ¿cómo…? Quiero decir…

Las miradas de Sarah oscilaban confusas entre el cíclope y Friedrich Hingis, que parecía tan sorprendido como ella por aquella revelación. ¿Decía la verdad el titán? Al fin y al cabo le había salvado la vida dos veces, con lo que no había motivo para dudar de sus palabras. Pero, si era como él decía, ¿por qué ella no sabía nada?

Solo existía una respuesta posible.

La época oscura…

– ¿Cuántos años tenía entonces? -preguntó Sarah con cautela.

– No muchos -contestó Polifemo, confirmando con ello su suposición-. Aún era una niña.

– Pero, entonces… ¿Cómo…?

Sarah no sabía qué decir. Millones de preguntas se agolparon en su mente. Toda la vida había intentado descorrer la cortina del olvido y averiguar qué había ocurrido en su pasado. Ahora estaba por primera vez ante alguien que había sido testigo de aquellos primeros años.

Aunque el viejo Gardiner le había hablado de su niñez, ella siempre había tenido la sensación de que le ocultaba algo. Ahora le surgía la oportunidad de obtener respuestas a algunas preguntas que, en su fuero interno, siempre se había hecho, sobre todo la que Mortimer Laydon también le había planteado en Newgate. Incluso arrastrado por la locura, Laydon había sabido que esa era la cuestión que más conmocionaba a Sarah.

La cuestión de su identidad…

– ¿De verdad no lo recuerda? -preguntó Polifemo, y en su voz se percibía el desencanto, como si se acabara de frustrar una esperanza que había albergado hasta el final.

– No -admitió Sarah en un susurro.

– Entonces es cierto lo que dicen.

– ¿Quién dice qué? -preguntó Sarah-. ¿De quién habla? ¿Qué significa todo esto?

– Descanse un poco más -dijo el cíclope cambiando de tema-. Partiremos tan pronto como se haga de noche. ¿Se siente con fuerzas para proseguir el viaje?

– Por supuesto -aseguró Sarah, que se incorporó en su lecho provisional, que consistía en una manta de lana y un jergón de paja. Silenció a propósito el hecho de que se sentía completamente agotada y que le daba la impresión de que la cabeza le estallaría-. Pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué significa todo esto?

– ¿Usted qué cree?

Sarah soltó un resoplido.

– Como si importara algo lo que yo crea o deje de creer…

– Las creencias siempre importan, lady Kincaid. Junto con el amor, forman el poder más fuerte sobre la Tierra. Sus enemigos lo saben y han sacado partido de ese conocimiento. Se ha orquestado una conspiración cuyas raíces se remontan a milenios atrás y, sin quererlo o incluso sin saberlo, usted se ha convertido en el centro de interés.

– ¿Yo? -preguntó Sarah, que había dejado de poner en duda las palabras del cíclope. No obtendría respuestas si no estaba dispuesta a darles crédito-. ¿Por qué yo precisamente?

– Porque era la única capaz de encontrar la fuente de la vida y conseguir el elixir.

– Tonterías -descartó Sarah-. Tampoco ha sido tan difícil.

– Porque la intuición le ha señalado el camino -afirmó convencido Polifemo-. Hubo otros que buscaron la fuente de la vida y no la encontraron nunca porque no tenían sus conocimientos ni su experiencia.

Sarah meditó. ¿Había sabido realmente en su fuero interno dónde se encontraba el pozo oculto? Al menos, eso explicaría la aparición de aquel enigmático monje que le había señalado el camino.

– Pero eso significaría que… que yo ya había estado en la fuente de la vida -concluyó.

– ¿Conoce la historia de Inanna y Tammuz? -preguntó el cíclope.

– No mucho -admitió Sarah-. Sé que eran dioses del panteón sumerio, pero…

– Tammuz era el amante de Inanna -intervino Hingis, a ojos vista más experto que ella en mitología oriental-. Inanna era la diosa de la fertilidad y de la guerra, y Tammuz, dios de la tierra y de la naturaleza, velaba los bosques y los campos. Por motivos que no recuerdo, Inanna emprendió un viaje a los infiernos del que estuvo a punto de no regresar. Tammuz ocupó su lugar para salvarla.

– Cierto -confirmó Polifemo. Mientras Hingis hablaba, había mantenido el ojo cerrado como si pudiera verlo todo mentalmente-. Para salvar a Inanna, Tammuz le dio el agua de la vida y la diosa pudo regresar a su mundo.

– Una bonita historia -afirmó Sarah-. ¿Y qué tiene que ver conmigo?

– Esa historia -contestó el cíclope- es la respuesta a su pregunta. El raciocinio y sus conocimientos le han indicado el camino hacia la fuente de la vida. Pero el último paso, el decisivo, lo han dado por usted sus recuerdos.

– ¿Y eso significa…? -preguntó Sarah, aunque intuía que la respuesta la aterraría.

– Hace mucho que lo sabe -dijo el cíclope quedamente, y le dirigió una mirada penetrante desde su único ojo-. Usted es Inanna.

Sarah no tuvo tiempo de alterarse por esa revelación, irracional a más no poder, ni siquiera de sorprenderse, porque, cuando Polifemo acababa de pronunciarla, los acontecimientos se precipitaron.

La tranca carcomida que cerraba la cabaña se partió estrepitosamente y la puerta se abrió con violencia. Irrumpieron varios hombres que llevaban el fez rojo y el uniforme azul de las tropas otomanas y les apuntaron con sus fusiles Remington.

– ¡Quietos!

A pesar de la advertencia, Sarah se incorporó, y Polifemo y Hingis se volvieron. El cíclope se llevó la mano a la capa, debajo de la cual guardaba el puñal en forma de hoz, pero desistió al verse encañonado por los fusiles, que parecían ansiosos por escupir su plomo. Lo desarmaron rápidamente, prendieron a sus compañeros y los empujaron fuera de la cabaña, también a Sarah, a la que habían obligado a levantarse y a quien le costó lo suyo mantenerse en pie al dar los primeros pasos.

Fuera hacía un frío atroz. A juzgar por el rumor que se oía, estaban cerca del río. Por lo visto, Polifemo había cargado un buen trecho a Sarah mientras estaba inconsciente.

Aún no había caído la noche, pero ya oscurecía. En el cielo se divisaban algunas franjas rojizas y violáceas que amenazaban lluvia inminente. Una espesa arboleda rodeaba la sencilla morada de pastores que había hecho las veces de refugio a Sarah y sus compañeros. Delante se habían apostado dos docenas de soldados turcos, todos a caballo. Su visión descorazonó a la joven. No tenían la menor posibilidad frente a semejante superioridad numérica…

Les ordenaron alinearse delante de la cabaña y Sarah temió que quisieran establecer ejemplo con ellos y los fusilaran aplicando la ley marcial. Sin embargo, los soldados se hicieron entonces a un lado y abrieron paso a su oficial, un coronel otomano que llevaba una casaca azul que no solo mostraba los típicos arabescos, sino que también lucía unas charreteras doradas.

– Tally-ho! Por fin hemos dado caza al zorro…

Sarah se quedó pasmada al oír aquella voz, que no hablaba en turco, sino en un inglés sin acento y que le resultaba muy familiar. Llena de incredulidad, levantó la vista y, detrás de la barba postiza y del falso color de aquella tez, reconoció el conocidísimo rostro de…

– Cranston -masculló.

– Muy bien -asintió el médico-. Me ha reconocido a pesar del disfraz.

– El hedor a podrido le ha delatado.

– Qué encantadora -dijo él, sonriendo con ironía.

– ¿Por qué ha venido? -le preguntó Hingis, airado-. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está cuidando a su paciente en vez de montar estúpidas mascaradas?

– Esta mascarada, como usted la llama, puede significar la diferencia entre un extranjero muerto o vivo en estos tiempos revueltos -respondió Cranston, impertérrito-. Y, por lo que respecta a mi paciente, yo puedo hacer poca cosa. ¿No es cierto, lady Kincaid?

Sarah respiraba entrecortadamente, su pecho subía y bajaba a causa de la ira, pero no contestó.

– Venga, sé que ha encontrado el agua de la vida. De lo contrario, ¿cómo se explica que nosotros hayamos encontrado cerrada la entrada y el pozo cegado?

– No sé de qué me habla -afirmó Sarah.

– No mienta. Sé que ha estado en la vieja iglesia. Me lo ha dicho su valeroso guía.

– ¿Pericles? -preguntó Sarah prestando toda su atención.

– Al principio se negó a hablar, pero luego lo hizo a borbotones. Demasiado tarde, por desgracia. No pudo salvarse.

– ¡Mentiroso! -se sublevó Sarah-. ¡Usted le pegó un tiro!

– En el estado en que estaba, era lo único que podía hacer por él -explicó Cranston esbozando una cruel sonrisa-. Lamentablemente, su cabezonería duró demasiado y no hemos llegado a tiempo para evitar que usted cometiera el cobarde atentado.

– Así es la vida -señaló Hingis, impasible-. Donde las dan las toman.

– No exactamente. A la condesa no le hará ninguna gracia que se haya destruido la fuente de la vida. Pero, puesto que tenemos la muestra que recogió lady Kincaid y podemos someterla a un análisis químico…

– Se equivoca -dijo Sarah.

– ¿En qué?

– No tenemos ninguna muestra.

– ¿Pretende hacerme creer que no ha conseguido el elixir de la vida? ¿Después del largo y peligroso viaje que ha acometido? ¿Después de estar tan cerca de salvar a su querido Kamal?

– No había ningún elixir -afirmó Sarah-, y el derrumbe de la galería fue accidental.

– Una bonita historia -afirmó Cranston-. Y ahora, la verdad: usted bajó al pozo y se aprovisionó de agua de la vida. Después bloqueó la entrada con la ayuda de sus compañeros.

– Imaginaciones suyas -dijo simplemente Sarah.

– Tal vez sí. Tal vez no.

Ordenó a dos de sus hombres que entraran en la cabaña y la registraran. Poco después regresaron con la cantimplora de Sarah en las manos y, sonriendo burlones, se la entregaron al médico.

– Mira por dónde -comentó el médico-. ¿Podría ser lo que buscamos?

– No -contestó Sarah sin pestañear-. Es agua de una fuente normal.

– ¿Ah, sí? -Cranston sonrió con malicia-. Entonces no le importará que vacíe la cantimplora aquí mismo, ¿verdad?

– ¿Por qué iba a importarme?

Sarah no movió un solo músculo, aunque habría preferido gritar. Estaba ocurriendo lo que había temido durante tanto tiempo: tenía que sopesar distintas vidas.

¿Qué tenía más peso?

¿El bienestar del hombre al que amaba más que a nada y por el que había soportado todo aquello? ¿O el de las personas inocentes que resultarían perjudicadas si la hermandad hacía realidad sus descabellados planes?

Sarah tenía que decidir y se odiaba por ello. No quería perder a Kamal, pero sabía que el orgulloso hijo de tuareg jamás habría querido que compraran su vida con la sangre de otros. Aunque Sarah hubiera podido optar por ello, Kamal no se lo habría perdonado nunca…

La joven vio aturdida cómo Cranston desenroscaba el tapón de la cantimplora y la inclinaba. En cualquier momento se vertería el valioso contenido y se filtraría en el barro… Pero no llegó a hacerlo, porque Polifemo lanzó un grito ronco.

– ¡No! -clamó a voz de grito, y Sarah se sintió aliviada y espantada a partes iguales-. ¡No lo haga!

– Vaya. -Esbozando una amplia sonrisa, Cranston volvió a tapar la cantimplora-. El traidor se ha arrepentido.

– En absoluto -aseguró el cíclope-. Pero el agua aún no ha hecho su efecto. La profecía aún no se ha cumplido.

– Yo no creo en esas paparruchas -aclaró Cranston-. Mi misión consiste en llevar este chisme intacto a la condesa de Czerny, ni más ni menos.

– Eso vulnera el trato -dijo Sarah-. Yo tenía que llevar personalmente el elixir a Salónica.

– El trato ha cambiado -explicó el médico-, y usted tiene la culpa. No debería haber destruido la fuente de la vida.

– Será que eso habría cambiado algo -dijo Hingis con retintín-. Su presencia y este ridículo despliegue son prueba más que suficiente de que no pensaban ceñirse al acuerdo.

– Igual que ustedes -comentó Cranston sonriendo-. Por lo tanto, estamos empatados.

Hizo una señal a uno de sus hombres para que se acercara, le entregó la cantimplora y este la introdujo para protegerla en una aljaba metálica que llevaba colgado al hombro con una correa. Acto seguido, el hombre montó en su silla y espoleó al caballo, que relinchó encabritado y se lanzó al galope haciendo retumbar sus cascos.

– ¿Adonde va? -inquirió Sarah, que no veía desaparecer en la oscuridad de la noche tan solo a un jinete, sino también todas sus esperanzas por Kamal.

– Lo sabrá a su debido tiempo -respondió Cranston con aspereza.

Luego, el médico ordenó a sus hombres que maniataran a Sarah y a sus compañeros. Cuando Polifemo empezó a bufar de ira y amenazó con ofrecer resistencia, los soldados levantaron los fusiles con intención de disparar.

– ¡No, Polifemo! -lo llamó Sarah.

– Prometí protegerla…

– No me protegerá si se sacrifica. Si quiere ayudarme, siga con vida, ¿entendido?

El cíclope pareció indeciso unos instantes. Luego asintió con un movimiento de cabeza y bajó las manos para permitir que se las ataran.

Los soldados no perdieron tiempo y se prepararon para iniciar la marcha. A Sarah la subieron a un caballo y la ataron a la silla y a los estribos para que no pudiera huir. Hingis y Polifemo tendrían que ir a pie. Dos soldados marcharían detrás de ellos, sujetando las largas cuerdas con que les habían atado las muñecas.

Sarah abogó en vano por sus amigos. Solo consiguió que Cranston se echara a reír y murmurara algo sobre traición y castigo antes de subirse a la silla y dar la orden de marcha.

Capítulo 10

Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior


Han vuelto a apresarnos. Sin embargo, esta vez no nos encontramos en poder de los turcos, sino de mi viejo enemigo, al que he subestimado una vez más. Los tentáculos de la Hermandad llegan más lejos de lo que jamás supuse, ni siquiera el ejército otomano puede escapar a su influencia. A los soldados que nos vigilan no parece importarles a quién sirven mientras la paga sea conforme. Y el dinero no parece ser el problema de la Hermandad…

Hemos cabalgado durante toda la noche. Me he dormido más de una vez, y de no ser porque las cuerdas lo han impedido, seguramente me habría caído de la silla. Todavía me duelen las sienes y las náuseas aún no han cesado, pero no me quejo porque, comparado con la suerte que corren mis compañeros, la mía es una ventura benigna.

Durante unas horas, Friedrich Hingis ha caminado estoicamente, luego se ha derrumbado sin fuerzas una primera vez. A pesar de mis protestas, los esbirros de Cranston lo han obligado a avanzar golpeándolo con la hoja de sus sables, hasta que se ha desplomado inconsciente. Cranston lo ha examinado y, para regocijo de sus hombres, ha ordenado que lo pusieran de través sobre uno de los caballos de carga, igual que una alfombra comprada en un bazar.

Polifemo no les ha concedido ese triunfo a sus enemigos. Desplegando una fuerza interior inexplicable, ha soportado con valentía todas las fatigas, incluso cuando el sendero subía trazando curvas empinadas por las estribaciones meridionales del monte Tomaros.

Hemos dejado atrás las montañas y hemos cruzado el valle del Louros, y me pregunto adonde nos conduce el viaje. Al principio pensé que nos entregarían a las autoridades turcas, que probablemente nos condenarían a muerte o al menos a cadena perpetua por la masacre acontecida en el bosque. Sin embargo, nuestros enemigos parecen tener otros planes, porque al despuntar el día el sol ilumina la franja reluciente del río Arachthos, que forma la frontera entre el Epiro turco y la Tesalia griega.

Está claro que se proponen sacarnos del país…


Arachthos, Epiro, amanecer del 8 de noviembre de 1884


– Quiero bajar -exigió Sarah cuando la comitiva se detuvo por fin.

– ¿Para qué? -preguntó Cranston.

– ¿Usted qué cree? -resopló ella.

Se había controlado estoicamente durante toda la cabalgada. Pero ahora la naturaleza reclamaba sus derechos irrevocables.

Cranston se rió untuosamente. Luego ordenó a dos de sus hombres que hicieran lo que Sarah pedía.

Cuando soltaron las cuerdas con que la habían atado, Sarah estuvo a punto de caer del caballo, pues tenía el cuerpo entumecido y helado, y estaba agotadísima después de tantas horas cabalgando. Se deslizó con cuidado a un lado para bajar de la silla y se vio rodeada por un pelotón de hombres medio desnudos que se cambiaban los uniformes azules otomanos por ropas de civil: pantalones y túnicas de lino suave, capas anchas o jubones de piel de oveja. La mayoría conservaron el indispensable fez o lo envolvieron con ropa clara para convertirlo en un turbante. También conservaron las armas. Mientras no hablaran, cualquiera podría tomarlos por un grupo de guerrilleros griegos, lo cual, en opinión de Sarah, ilustraba una vez más la absurdidad de aquel conflicto.

Cranston, que se había quitado la barba postiza y se había borrado el color de la tez, se ocupó personalmente de alejarla un trecho de los demás empuñando un revólver.

– ¿Tanto me teme? -preguntó Sarah burlándose abiertamente.

– Nada de miedo, querida. Pero me han avisado de que le gusta dar sorpresas. Y, después de lo que he visto, no puedo sino confirmarlo.

Sarah se detuvo en un pequeño claro que estaba rodeado de espesos matorrales.

– Dese la vuelta -exigió.

– Soy médico, querida. No tiene nada que no haya visto antes.

Sarah lo fulminó con la mirada. No obstante, al ver que Cranston no daba muestras de comportase como un caballero, se dio la vuelta ella e hizo lo que la naturaleza le exigía. Notar la mirada de Cranston en la nuca y oír sus risitas maliciosas fue humillante.

– ¿Recuerda el juramento que le hice? -preguntó la joven después de volver a vestirse.

– Por supuesto: que me pediría cuentas si a Kamal le ocurría algo malo.

– Erróneo. -Sarah meneó la cabeza-. Se las pediré de todos modos. Es usted un cerdo y un vulgar asesino, y pagará por ello.

– ¿Otro juramento? -preguntó el médico, en absoluto impresionado.

– Llámelo promesa -dijo Sarah, lo dejó allí plantado y volvió a la zona de descanso sin darse la vuelta en ningún momento.

La transformación de los hombres se había completado entretanto. A una orden de Cranston, montaron a caballo. Condujeron a los prisioneros terraplén abajo a través del bosque y llegaron a un pedregal que flanqueaba el cauce de río en ambas riberas y que había formado un vado.

Los primeros ya hacían avanzar a sus caballos por el agua helada, en la que los animales se hundieron hasta el abdomen. Sin embargo, el fondo del río no era tan profundo más adelante y llegaron sin esfuerzo al otro lado. Un soldado tras otro cruzaron el vado y también la montura negra de Sarah fue conducida por las riendas hasta el río. La joven estaba de nuevo atada a la silla y a los estribos, con lo cual se habría ahogado miserablemente si el caballo se caía o el agua lo arrastraba, pero renunció a protestar. Solo habría conseguido que Cranston y sus esbirros se rieran de ella.

Sarah notó el agua fría que le entró en las botas y le subió por las perneras, y sintió la presión de la corriente en las pantorrillas. El semental echó la cabeza atrás con nerviosismo y, puesto que la joven no podía guiarlo con las riendas ni tranquilizarlo con caricias, le habló en voz baja e intentó gobernarlo lo mejor posible haciendo presión con los muslos. Un trecho a su derecha, los soldados obligaron a Polifemo a entrar en el río. El cíclope descollaba como una estatua en medio de las aguas de color turquesa, resistiendo la corriente.

El caballo de Sarah llegó por fin a la otra orilla y la joven volvió la cabeza para buscar a Hingis con la mirada. Descubrió a su amigo en medio del río, todavía inconsciente y colgando de través sobre la grupa del caballo de carga. Los soldados que tiraban del animal se encargaron de que Hingis sumergiera la cabeza y los pies en el agua helada. El suizo se despertó al instante y lanzó un alarido ronco y pataleó como un loco, y recibió por respuesta las estentóreas carcajadas que soltaron los hombres a ambas orillas.

– ¿Queréis parar de una vez, brutos? -Sarah salió en defensa de su amigo, que continuaba agitándose torpemente.

Los soldados se limitaron a reír aún más fuerte, y todavía se carcajearon más cuando Hingis resbaló del caballo y se precipitó de cabeza al agua. La corriente lo arrastró y lo alejó de allí.

– ¡Auxilio! -rugió el suizo con todas sus fuerzas-. ¡Me ahogo…! -Las últimas sílabas no se oyeron a causa del terrible gorgoteo que produjo al hundirse.

– ¡Cranston! -gritó enfurecida Sarah-. ¿A qué espera? ¡Haga el favor de sacarlo de una vez, no sabe nadar!

– Mala suerte -contestó Cranston indiferente mientras Hingis seguía siendo arrastrado por la corriente entre gimoteos, alaridos de pavor y agitando los brazos torpemente.

Sarah intentó en vano deshacer los nudos de las ataduras con que la habían maniatado. El resultado fue que las cuerdas le constriñeron aún más las muñecas.

– Haga algo, maldita sea -exigió furiosa-. Se va a ahogar…

– Eso parece -confirmó Cranston sonriendo burlón.

El médico esperó todavía unos segundos, durante los cuales les llegaban los gritos y los gorgoteos de Friedrich Hingis. Luego ordenó a sus hombres que cogieran una cuerda y sacaran del agua al quejumbroso erudito.

Sarah respiró hondo y se dispuso a gritarle a Hingis que la ayuda estaba en camino, pero no consiguió ver a su compañero por ningún lado. Unos segundos antes, aún se divisaba claramente su cabellera mojada, pero ahora había desaparecido. Y peor aún: los gritos de Hingis habían enmudecido súbitamente.

– No -murmuró Sarah suplicante, y obligó al caballo a girarse ejerciendo presión con los muslos. Sin embargo, mirara donde mirara, no descubrió ni rastro de Friedrich Hingis. Sarah buscó en vano burbujas o cualquier otra señal de vida. La conclusión que se imponía era tan simple como tremenda: la corriente había arrastrado a Hingis y se lo había tragado.

Se había ahogado…

– Montad -ordenó Cranston-. ¡Reemprendemos la marcha!

– ¿Quiere reemprender la marcha? -preguntó Sarah-. ¿No piensa buscarlo?

– ¿Para qué? -Cranston se encogió de hombros-. Si hasta ahora no ha conseguido salir a la superficie es que está muerto. Y no voy a pescar su cadáver en el río para luego sepultarlo en la tierra. No tenemos tiempo para esas tonterías.

– ¿Tonterías? -preguntó Sarah-. ¿Llama tontería a enterrar a una persona que usted ha empujado a la muerte?

– Cuando se quiere llegar a ser algo, hay que establecer prioridades, lady Kincaid. La condesa de Czerny nos espera lo antes posible.

– Y usted hace todo lo que ella dice, ¿verdad? -masculló enfurecida Sarah, que intentaba disimular su consternación y su pena por Friedrich Hingis con un arranque de ira-. Como un buen perrito faldero.

– En absoluto -negó el médico meneando la cabeza-. Pero he comprendido algo de lo que usted no parece ser consciente a pesar de su célebre sagacidad.

– ¿Y qué es? -preguntó Sarah resollando.

– Que esa gente tiene mucho más poder del que podamos imaginar. Muy pronto dominarán el orbe entero, Sarah, y no se puede regatear con los futuros amos del mundo.

Dicho esto, hizo girar a su caballo y lo espoleó.

Sarah se quedó atrás en silencio. Y dio las gracias porque en ese momento se puso a llover y las gotas que le caían en la cara disimularon las lágrimas amargas que le rodaban por las mejillas formando un reguero zigzagueante.

Capítulo 11

Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior


El viaje continúa. Nuestros verdugos espolean a los caballos y solo descansan lo justo para que se recuperen los animales o ellos mismos. Sigue lloviendo y el camino de tierra se ha convertido en un lodazal, por lo que avanzamos más despacio que ayer.

Con todo, proseguimos la marcha hacia el este entre las cumbres blancas del Lakmos, al norte, y las de los Atamanes, al sur. Cruzando un puerto de montaña que secciona como un cuchillo la cordillera, hemos llegado a la vasta llanura de Tesalia, que se extiende ante nosotros a la pálida luz del atardecer. A la izquierda, limita con unas paredes de roca enormes que se elevan centenares de metros y parecen haber sido esculpidas en la montaña por la mano de un titán.

A los pies de esos colosos de piedra se arropa una espesa arboleda, que ya ha adoptado los tonos otoñales. Sin embargo, contra todas las leyes de la naturaleza, pueden verse unos muros de color ocre y unos tejados rojos en lo alto de las cúspides peladas: unos edificios suspendidos en el aire que fueron construidos hace mucho tiempo.

Los monasterios de Meteora…

Al mirar el semblante de Cranston, veo una sonrisa de confianza y empiezo a sospechar cuál es el destino de nuestro viaje…


Meteoro, Tesalia, 9 de noviembre de 1884


– ¿Y bien?

El semblante pálido de Ludmilla de Czerny estaba tenso. Miraba fijamente el rostro inmóvil y consumido por la fiebre de Kamal Ben Nara, y esperaba una reacción.

El mensajero había llegado hacía rato y le había entregado la cantimplora con el agua. Costaba creer que aquella sustancia poco llamativa y turbia tuviera propiedades extraordinarias, pero la condesa había aprendido a relegar las dudas. Para ella era creíble lo que hacía justicia a sus derechos.

Y tenía más de un derecho que reclamar…

Sus dedos cubiertos de anillos volvieron a acercar a los labios de Kamal el tubo de ensayo que había llenado con parte del agua y vertieron las últimas gotas en su garganta, esperando impaciente un cambio.

Y se produjo.

Cuando el tórax de Kamal Ben Nara se hinchó y, por primera vez después de muchas semanas, no respiró débil y apagadamente, sino profunda y sonoramente, la condesa supo que su superior no se había equivocado. En un gesto silencioso de triunfo, cerró el puño con tanta fuerza que el tubo de ensayo se rompió y los añicos causaron cortes en la palma de su blanca mano.

Ludmilla de Czerny apenas se dio cuenta.

Miraba hechizada el rostro de Kamal, al que de pronto pareció volver la vida. No fue, como la condesa esperaba, una curación milagrosa que lo sanara instantáneamente, pero se notaba que la fiebre había comenzado a remitir. El semblante de Kamal se relajó y su tórax subía y bajaba con una respiración regular. Abrió la boca y se humedeció los labios con la lengua. De manera inexplicable, ya no parecía un moribundo, sino alguien que se encontraba en fase de mejoría. Los músculos de su rostro se movían, y ya no se trataba de contracciones involuntarias, sino de la gesticulación de alguien que despierta paulatinamente de un profundo sueño.

La condesa no se apartó de su lado.

Si hubiera sido por Cranston, él también habría presenciado ese proceso memorable, por interés científico, había dicho. Pero ella no juzgó necesario tener al medicastro a su lado. A sus ojos, Cranston era un criado, una herramienta útil, nada más. Si él contaba con que tenía perspectivas de ascender en la jerarquía de la organización, era cosa suya. Ella, Ludmilla de Czerny, tenía un puesto fijo en el nuevo orden…

Una sonrisa cargada de dulzura se deslizó por su semblante pálido y la condesa se quitó las dos horquillas que le recogían el cabello. La melena rubia y suelta le ondeó sobre los hombros y la hizo resplandecer de belleza juvenil. Se inclinó sobre Kamal y lo besó suavemente, primero en la frente, luego en los ojos y, finalmente, en los labios.

– Despierta -le susurró, y el rostro del durmiente se movió de nuevo.

Le acarició cariñosamente el semblante barbudo y le apartó un mechón de pelo de la frente, y fue ese contacto lo que lo hizo volver en sí. Kamal Ben Nara regresó igual que un náufrago que ha pasado semanas en el mar y ya ha perdido la esperanza de ver de nuevo la costa de su tierra.

Respirando profundamente, abrió los ojos y vio el rostro encantador de Ludmilla de Czerny. La sonrisa de aquella mujer parecía prometer la felicidad absoluta, sus lágrimas, todo el gozo del mundo, y su belleza, toda la seducción.

– Bienvenido, amor mío -susurró la condesa.


– Ya hemos llegado.

Fue al atardecer del segundo día cuando Horace Cranston hizo la señal liberadora. Hacía horas que Sarah sabía adonde conducía el viaje, pero, casi inexplicablemente, le daba lo mismo.

¿Qué importaba adonde la llevaban? Todo, lo había perdido todo; ya no vislumbraba ninguna esperanza. Solo le quedaba la rabia, una ira irrefrenable que se le concentraba en el abdomen y que casi creía notar físicamente. Seguía teniendo náuseas, pero apenas les hacía caso. Lo poco que los hombres de Cranston le habían dado de comer los dos días anteriores, básicamente pan duro, lo había vomitado enseguida, para regocijo de la jauría.

Se sentía miserable de un modo que jamás había experimentado. El dolor por la muerte de Hingis y la pérdida del agua de la vida, que significaba la última esperanza para Kamal, habían sido demasiado para ella. Montaba hundida a lomos de su caballo y no le importaba lo que le ocurriera.

El convoy se detuvo a los pies de un imponente farallón que se alzaba en la llanura. Sobre sus cabezas, en lo alto de las rocas de color ceniciento que se estiraban en el cielo encapotado y atravesado por vetas de un rojo candente, se distinguían las adustas siluetas de unas cuantas torres: se trataba de uno de aquellos monasterios que se habían construido suspendidos en el aire en el siglo XIV y a los que la gente de los alrededores habían bautizado con el nombre de meteora.

Rocas colgantes…

Existían un total de veintitrés monasterios semejantes, que abarcaban aquellas tierras desde las cimas peladas de las montañas. Para no ser molestados y poder dedicarse con toda el alma a la contemplación, algunos monjes habían optado por ese exilio voluntario que les permitía estar más cerca del cielo. Pero, evidentemente, los monasterios de Meteora también habían sido un escondite ideal.

Después de que los monjes fueran abandonando sus solitarias residencias, se habían convertido en refugio de fugitivos de la justicia y de salteadores de caminos, y los guerrilleros griegos los habían utilizado de base durante las luchas por Tesalia. Por lo visto, la Hermandad del Uniojo también había descubierto las ventajas que ofrecía un lugar tan retirado y prácticamente inexpugnable.

– Está impresionada -señaló con una sonrisa burlona Cranston, que había detenido su caballo junto a ella.

Sarah negó con la cabeza.

– Espere y verá -le recomendó displicente el médico-. Pronto estará muy impresionada…

Se llevó la mano a la pistolera que llevaba sujeta al cinto, la abrió, desenfundó la pistola del ejército y disparó al aire. El tiro resonó como un latigazo por los campos y rebotó en los farallones circundantes. Al poco, Sarah vio que, muy por encima de sus cabezas, algo se soltaba de debajo del tejado de una torre cuadrada y bajaba lentamente. A medida que se acercaba, se iba distinguiendo más claramente que se trataba de una cesta envuelta en una red, que colgaba de una soga del grosor de un brazo y que probablemente suponía la única posibilidad de subir a lo alto de forma medianamente cómoda.

– Un elevador -explicó Cranston innecesariamente-. Sumamente primitivo, pero muy útil.

Una vez más, Sarah lo dejó sin respuesta. No le apetecía admirar los monumentos de la zona. Esperó inmóvil a que la desataran de la silla y bajó de la montura deslizándose a un lado. Una mirada a Polifemo le reveló que el cíclope estaba tan agotado como ella; con todo, la mirada que le devolvió desde su único ojo parecía querer transmitirle consuelo y esperanza: dos cosas que Sarah había perdido en algún sitio durante la larga cabalgada…

La red llegó al suelo. Dos hombres de Cranston la agarraron por el gancho y la abrieron para poder entrar en la cesta con forma de gota. Cranston fue el primero, seguido por Sarah, a la que empujaron dentro rudamente. Tropezó y se hubiera caído de no ser porque pudo agarrarse a la tosca malla. La acompañaron dos de los hombres, de quienes Sarah ya no era capaz de decir si se trataba de soldados turcos comprados o de asesinos contratados por la Hermandad. Probablemente eran una mezcla de ambas cosas.

Volvieron a enganchar la red, la cuerda se tensó y la cesta se elevó del suelo.

– Fascinante, ¿verdad? -preguntó Cranston mientras ascendían colgando junto a la escarpada roca, envueltos por un tejido de malla basto que partía la luz rojiza del atardecer en tallos refulgentes-. Todo lo necesario tiene que subirse de esta manera: personas, material, provisiones, incluso los animales. ¿Ha visto alguna vez un caballo colgando en el aire? Una visión edificante, se lo aseguro.

Sarah no atendía a su perorata. Dirigía la mirada hacia el sur, a la vasta llanura que se extendía hacia allí y que se perdía en las brumas del crepúsculo. A medida que ascendían, el viento arreciaba y se volvía más frío. Ráfagas de aire gélido circulaban por la pared de roca, arrastraban la red y la hacían bascular. Los hombres de Cranston reaccionaron emitiendo gritos sordos.

– Controlaos, ¡timoratos! -los amonestó el médico-. ¿Qué pensará de vosotros lady Kincaid? ¿O a usted tampoco le sienta bien el paseo, milady?

Se había fijado en que el semblante de Sarah había ido palideciendo desde que se habían elevado del suelo. La joven había cometido el error de mirar abajo a través de la red y, al no ver sino el vacío más absoluto, el mareo que ya sentía aumentó casi hasta el infinito.

Tuvo que contenerse para no vomitar otra vez. Cerró los ojos y pensó en otro sitio, en un lugar muy lejano, lo cual arrancó una risa maliciosa a Cranston.

– Como médico -dijo serenamente-, puedo asegurarle que apenas notaría algo al chocar contra el suelo si la cuerda cediera. ¿Le sirve de consuelo?

Sarah no escuchaba. Para tranquilizarse y volver a ser dueña de sí misma, recurrió a un ritual que le había enseñado el viejo Gardiner y que era casi tan antiguo como la humanidad: rezó una oración. Una súplica breve e informal, en la que pedía perdón por su arrogancia, por su soberbia y por todas las vidas humanas que cargaba en su conciencia.

Se preguntó por qué no había hecho caso de las advertencias de Hingis. ¿Por qué no había dado media vuelta cuando aún estaba a tiempo? Ahora, su amigo estaba muerto, igual que Du Gard y su padre. Y ya no había esperanza para Kamal, que se encontraba en la lejana Salónica. Una vez más se había confirmado la vieja norma de que todos los que tenían vínculos con ella lo pagaban con la muerte. Era como una maldición que pesaba sobre ella y de la que no era fácil deshacerse…

El temerario recorrido tocaba a su fin. Divisaron los viejos edificios del monasterio, parcialmente derruidos, y se deslizaron pegados al muro de la torre debajo de cuyo tejado estaba instalado el brazo de madera por donde corría la cuerda. Cinco hombres, nada menos, se ocupaban de accionar el sistema de poleas que recuperaban o soltaban cuerda, y el trayecto terminó con un fuerte chirrido.

Se les acercaron unos hombres vestidos con bombachos y túnicas de color negro, que también llevaban turbantes negros. Sin duda eran esbirros del Uniojo, puesto que también vestían así los guerreros con los que Sarah se las había tenido en la búsqueda del fuego de Ra. Hacía mucho de aquello, y en ese momento a la joven le dio la impresión de que jamás había ocurrido…

No ofreció resistencia cuando abrieron la red y la empujaron fuera. De inmediato se presentaron dos hombres armados para vigilarla mientras volvían a bajar la red.

– Un escondite ideal, ¿no? -preguntó Cranston buscando su aprobación. Se había acercado al ventanal y paseaba la mirada por los extensos campos sumidos en la oscuridad-. ¿A quién se le ocurriría buscarnos aquí?

– Sí -dijo Sarah quedamente-, a quién.

– Sinceramente -señaló el médico volviéndose hacia ella-, nunca pensé que fuera tan mala perdedora. Tómeme como ejemplo y véalo como un desafío deportivo. A veces atrapamos al zorro, a veces se nos escapa. Así es la caza. Tally-ho.

Sarah levantó la vista y le dirigió una mirada cargada de odio desde su rostro ojeroso, que permitía intuir lo mal que se encontraba.

– Es usted un idiota, Cranston -certificó con voz apagada, pero firme-. Su «desafío deportivo» les ha costado la vida a unos buenos hombres. Y por lo que respecta a Kamal…

– Espere y verá -le recomendó el médico-. Ya le he dicho que quedará impresionada.

– ¿Con qué?

– Ya se lo he dicho: espere y verá.

Puesto que no parecía dispuesto a añadir nada más y ella no tenía ánimos ni paciencia para seguir insistiendo, Sarah se calló y decidió esperar. Pasaron unos minutos hasta que volvieron a soltar la cuerda y a recogerla. Esta vez, dentro de la cesta iba Polifemo en compañía de dos guardias.

Para evitar que ofreciera resistencia, lo habían atado de pies y manos con cadenas. Sin embargo, el estado en que se encontraba el cíclope demostraba que no habría hecho falta encadenarlo: estaba físicamente hundido y su ojo miraba abatido. La marcha de dos días por las montañas había agotado sus energías y había provocado que su rostro deforme y desfigurado por el fuego tuviera un aspecto aún más grotesco. Parecía incapaz de moverse por sus propias fuerzas.

Cuando sus verdugos le ordenaron a punta de fusil que saliera de la red, lo hizo arrastrándose de cuatro patas. Sarah quiso acudir en su ayuda, pero los hombres que la vigilaban se lo impidieron. Le dirigió una mirada tan furiosa a Cranston, que el médico les indicó que se lo permitieran. Sarah se precipitó hacia el cíclope que tantas veces la había protegido y le había salvado la vida, y lo ayudó tanto como le permitieron sus propias ataduras. Apoyándose en ella, el titán se puso torpemente en pie. Respiraba jadeando entre estertores y no estaba en condiciones de hablar.

– Una imagen digna de atención -comentó Cranston con toda la malicia-. La bella y la bestia. Casi como en el cuento, aunque mucho me temo que para ustedes dos no habrá un final feliz…

Dio media vuelta indicando a los prisioneros que lo siguieran. Escoltados por los guardias, Sarah y Polifemo salieron de la torre del elevador a través de un paso estrecho. Después de subir unos cuantos escalones llegaron a un corredor en el que, a ambos lados, había puertas de baja altura. Antiguamente debieron de ser las celdas de los monjes, pero ahora servían de acuartelamiento a los esbirros de la Hermandad.

Al final del corredor llegaron a una puerta que daba al hueco de una escalera. Subieron al primer piso, donde se hallaba el refectorio del antiguo monasterio, el lugar donde los monjes acudían para celebrar las comidas y las reuniones, y que constituía, junto con la iglesia, el centro de todo el convento.

El refectorio era una sala amplia y de techo bajo, comparativamente, soportado por vigas de madera oscuras. Tenía ventanas en tres laterales, dos de las cuales daban a patios interiores, en tanto que la tercera miraba hacia el abismo que se extendía más allá de los muros del monasterio. Sarah se fijó en que había empezado a llover. La tierra se cubrió con un manto gris y un fuerte viento sacudía el cristal de las ventanas.

El refectorio estaba amueblado con una larga mesa rodeada de sillas, que parecía muy antigua. En un extremo había una silla más alta, adornada con tallas preciosas, que antiguamente ocupaba el abad.

Cuando los prisioneros entraron en el refectorio se sorprendieron al ver sentada en aquella silla a una persona que parecía esperarlos…

– Bienvenidos a Meteora -saludó Ludmilla de Czerny con una sonrisa falsa-. Volvemos a vernos, ¿no?

– Es obvio -contestó únicamente Sarah.

– ¿Qué opinas de nuestro escondite? -preguntó la condesa.

– Diría que encaja muy bien con usted.

– Dicen que los monasterios de Meteora fueron construidos en tiempos remotos con la ayuda de dragones que estaban al servicio de los monjes y los subieron por las paredes de roca -explicó imperturbable la condesa.

– Bueno -dijo Sarah, mordaz-, por lo visto, uno de esos dragones ha sobrevivido todo este tiempo, ¿no?

Aunque el comentario iba por ella, Ludmilla de Czerny soltó una sonora carcajada que, sin embargo, sonó un poco forzada.

– Despotrica cuanto quieras, hermana -replicó-. Eso no cambia el hecho de que yo he ganado.

– ¿Dónde está Kamal? -inquirió Sarah.

– Adivina -dijo la condesa con sarcasmo.

– No tengo ganas de jueguecitos -masculló Sarah-. Habíamos hecho un trato…

– ¡Que tú rompiste al destruir la fuente de la vida! -exclamó Ludmilla, que se levantó enfurecida.

– No fue ella. -Polifemo dejó oír su voz, esforzándose por erguir su cuerpo encorvado-. Fui yo. La culpa es mía.

– De ti ya me ocuparé a su debido tiempo, traidor -le comunicó secamente-. Por si no bastaba con que hubieras engañado a la Hermandad y te hubieras vuelto contra ella, has matado a uno de tus hermanos.

– ¿Y? -replicó Polifemo, con más pena que despecho en la voz-. Para él fue una liberación. Mejor muerto que ser un eterno esclavo.

– Deberías pensar en esas palabras cuando te arrojemos por el precipicio -contestó la condesa hostilmente-. Mereces morir diez veces. El único motivo por el que aún sigues con vida es…

Se interrumpió como si en ese mismo instante hubiera sido consciente de que debía preservar un secreto. Su enfado se esfumó y se transformó en una amplia sonrisa, tan forzada como malévola.

– Habéis hecho todo lo posible por desbaratar nuestros planes, pero no lo habéis conseguido. Y ahora somos nosotros los que tenemos en nuestro poder el agua de la vida.

– El agua de la vida era para Kamal -protestó Sarah-. Es su única esperanza de curación.

– Era su única esperanza de curación -puntualizó la condesa con voz ronca.

– ¿Significa eso que…? -se oyó decir Sarah.

– Vive -contestó Ludmilla de Czerny, aparentemente sin emoción alguna-. Se encuentra en fase de mejoría.

– Pero ¿cómo…?

– Has interpretado mal nuestras intenciones desde el principio -señaló la condesa-. Matar a Kamal nunca formó parte de nuestros planes.

– Vive -murmuró Sarah, que apenas podía contener su dicha en ese momento-. Está bien…

– En efecto.

– ¿Dónde está?

– No muy lejos.

– ¿Aquí? ¿En el monasterio?

– Es posible.

– Quiero verlo -exigió Sarah-. ¡Ahora mismo!

– Después -rehusó la condesa-. Puede que te cueste comprenderlo, pero tú no impones las reglas, las impongo yo. Y yo digo que verás al príncipe de tus sueños cuando yo lo permita.

– Pero yo…

– ¡Después! -vociferó la condesa, ahogándole la voz, y sus ojos esmeralda brillaron como si quisieran fulminarla con la mirada.

– ¡Víbora! -masculló Sarah.

– ¿Tú me llamas víbora? -Ludmilla de Czerny enarcó sus finas cejas-. Precisamente tú, que te has creído con derecho a la mentira y la traición. Pero esta vez tus intrigas no surtirán efecto porque, para llevar a cabo nuestros planes, no necesitamos más elixir de la vida del que contiene la cantimplora.

– ¿Qué planes? -inquirió Sarah-. ¿Qué se proponen hacer con el elixir? ¿Pretenden sacarle partido utilizándolo como pócima mortal, igual que hizo antiguamente Arsínoe?

– Arsínoe -repitió la condesa-. Es divertido lo poco que sabes. Y también es espantoso. Gardiner Kincaid fue un mal maestro.

– Fue el mejor maestro que nadie pueda imaginar -contestó Sarah con determinación.

– Entonces me pregunto por qué no te habló de las cuestiones importantes -comentó la condesa con lengua afilada, y Sarah no conocía la respuesta a esa pregunta-. Es evidente que sigues sin comprender que nunca ha existido más elixir que este, que no hay uno que da la vida y otro que la arrebata.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Sarah-. Algunas personas murieron después de haber bebido…

– Cierto. Con la primera toma se cae en una parálisis parecida a la muerte, pero no se pierde la vida. Una fiebre misteriosa se apodera del cuerpo y del espíritu, y solo puede curarse tomando el agua de nuevo.

– ¿Por qué iba nadie a hacer eso?

– Muy sencillo, porque tomar el elixir brinda el don de la profecía. Se empiezan a ver cosas que ocurrieron en el pasado o que podrían ocurrir algún día, en un futuro lejano.

– ¿De eso se trataba? -preguntó incrédula Sarah-. Quieren utilizar el elixir para ver el futuro…

La condesa no dio a entender si la suposición de Sarah era acertada.

– El don tiene un precio -prosiguió impasible-. Porque quien toma el elixir de la vida renace en cierto modo y, como consecuencia, no recuerda nada de lo ocurrido antes de su curación. ¿Te suena?

– La época oscura -dijo inconscientemente Sarah, espantada, pues en ese momento comenzó a intuir por qué no podía recordar nada de su temprana infancia…

– Vaya. -La condesa frunció los labios fingiendo aprobación-. Empiezas a utilizar la cabeza. Tú también caíste en aquella parálisis, Sarah Kincaid, y te curaste al tomar el elixir, con el resultado de que no podías recordar nada de lo que había ocurrido hasta entonces.

– ¿Qué… significa eso? -preguntó confundida Sarah.

Por muy consternada que se sintiera viendo que su enemiga conocía su secreto más íntimo, estaba mucho más espantada por lo que eso podía significar en relación a Kamal…

– ¿Tú qué crees? Yo te lo diré: significa que el príncipe de tus sueños no recuerda nada desde que despertó. No sabe cuál es su origen ni se acuerda de lo que sucedió en La Sombra de Thot… Y tú, hermana, solo eres una desconocida para él.

– ¡No! -gritó Sarah horrorizada.

– No sabe nada de ti ni de lo que ocurrió entre vosotros. Y nos hemos ocupado de que no quedara nada que pudiera refrescarle la memoria.

– ¿Por eso destruyeron Kincaid Manor?

– Exacto.

– Por lo visto -murmuró Sarah, estremecida- han pensado en todo. Pero su plan no saldrá bien -añadió con terquedad.

– ¿No? ¿Y por qué no?

– Puede que la época oscura impida que Kamal se acuerde de mí -dijo convencida Sarah-, pero recordará lo que sentía.

– Claro -admitió la condesa-. Pero el pobre Kamal, cómo lo diría, curiosamente se ha dejado llevar por la idea de que yo soy la mujer por la que alberga toda esa pasión.

– ¿Qué? -gimió Sarah.

– Muy sencillo, hermana -la informó, mirándola con desdén-. Kamal ya no es tu amante, sino el mío. Y gracias al elixir que tú has conseguido, cree que siempre ha sido así.

– ¡No! -exclamó Sarah, horrorizada, sacudiendo la cabeza y tirando con furia de sus ataduras-. ¡No es verdad! No puede ser…

– ¿Ya lo has olvidado? Cuando tú despertaste de la fiebre oscura, tampoco recordabas nada. Atemorizada e insegura, estuviste dispuesta a reconocer a tu padre en el primer desconocido que te abrió su corazón, y el viejo Gardiner Kincaid era tanto tu padre como Kamal mi amor. Pero ¿a quién le interesa la verdad cuando hay sentimientos en juego? La gente cree lo que quiere creer, así ha sido siempre, ¿no?

La condesa echó atrás la cabeza y soltó una carcajada tan sonora que retumbó en el techo de baja altura. Sarah, en cambio, notó que la sangre le bajaba a los talones y de repente le costó horrores mantenerse en pie. Luchó con todas sus fuerzas contra el desvanecimiento que amenazaba con apoderarse de ella.

A una orden de Ludmilla de Czerny, los guardianes se acercaron, agarraron a los dos prisioneros y se los llevaron hacia un destino incierto.

Capítulo 12

Diario de viaje de Sarah Kincaid


Tercer día de encierro.

La espera se me hace insoportable. Me han dejado el diario, aunque seguramente no por magnanimidad. Mis enemigos aspiran a humillarme una vez más. Dejándome el diario, me obligan a enfrentarme a la situación, y puedo afirmar con toda la razón que jamás en la vida me he sentido tan miserable y vacía como estos días.

Me lo han quitado todo.

A mi padre, y en dos sentidos: no solo arrebatándole la vida a Gardiner Kincaid, sino también sembrando en mi corazón las odiosas dudas que no quieren verlo como padre amoroso, sino como un mentiroso descarado.

Mis posesiones, destruyendo Kincaid Manor y todo lo que se encontraba entre sus muros.

Mi trabajo, porque sin el tesoro del saber reunido en la biblioteca de los Kincaid no me siento en condiciones de seguir con mis investigaciones arqueológicas.

Y, finalmente, también a mi amado…

Lo que siento en lo más hondo de mi ser no se puede definir con sentimientos como el dolor y la pena. Es un vacío tan profundo y terrible que me horroriza. Todo parece carecer de sentido, me han arrebatado cualquier motivo para vivir. Mi derrota es absoluta, en tanto que mis enemigos celebran su triunfo, y no dejo de preguntarme cómo han podido llegar tan lejos las cosas.

Al principio creí controlarlo todo; me mentí a mí misma al pensar que podía utilizar al otro bando con la misma habilidad y falta de escrúpulos con que ellos me habían utilizado a mí antes… Y todo para acabar teniendo que admitir decepcionada que me estaba engañando. He jugado con fuego y he obrado contra mis convicciones; he hecho caso omiso de advertencias que me hacían por mi bien, y ahora pago por ello…


Meteora, madrugada del 11 de noviembre de 1884


Su calabozo era oscuro, frío y había corriente de aire.

En la época de esplendor del monasterio, el pequeño edificio coronado por una cúpula y adosado al refectorio por la cara oeste había sido una capilla dedicada al patrón del convento, donde se celebraban sencillas misas. Esa época quedaba muy atrás.

Los objetos de valor habían desaparecido de la capilla y los frescos del ábside y de la cúpula estaban destruidos, igual que los ventanales, cegados con tablas de madera clavadas de cualquier manera. Las ranuras, algunas de un dedo de ancho, que quedaban entre las tablas dejaban entrar un poco la luz del sol, de modo que la cámara estaba parcamente iluminada de día; pero las rendijas tenían la pega de que el viento silbaba por ellas y, de noche, transformaba el calabozo de Sarah en una gélida mazmorra. La joven estaba acurrucada en el suelo, cogiéndose las piernas con los brazos y helada de frío. Los mareos no habían cesado en los tres días anteriores; al contrario, habían ido en aumento. Sarah se sentía débil y extenuada, y le resultaba impensable dormir con aquel frío y los aullidos del viento, mientras no muy lejos de allí su enemiga seducía a su amado. Su único consuelo era que Kamal estaba vivo y se encontraba bien. Prefería saberlo en brazos de otra mujer que verlo postrado en cama, enfermo y agonizante. En ese sentido, y ahí radicaba la ironía de los recientes acontecimientos, la búsqueda de la fuente de la vida había sido coronada por el éxito. ¡A qué precio!

A la mente de Sarah acudían, alternándose, los rostros de Pericles y de Friedrich Hingis, que habían perdido la vida en la búsqueda de aquel último gran misterio que ahora se hallaba en manos del enemigo. Sarah había vuelto a perder y sus enemigos habían triunfado.

¿Era ese su destino?

La joven ansiaba que saliera el sol. Según el almanaque de su diario, era San Martín, patrón de los que practicaban el ascetismo.

Muy adecuado, pensó Sarah con amargura. Entonces un grito rompió el silencio de la noche. Un alarido cargado de dolor y suplicio, que penetró en Sarah hasta las entrañas como si fuera un puñal.

Se levantó horrorizada y se acercó a toda prisa a la puerta de la capilla, que estaba cerrada por fuera. El grito se repitió, esta vez más fuerte, y Sarah creyó saber de qué garganta procedía.

– ¿Polifemo…?

Un nuevo grito, el clamor agudo de alguien que soportaba un martirio indescriptible, y Sarah se convenció de que se trataba del cíclope. Por lo visto, le había llegado la hora del castigo con que Ludmilla de Czerny lo había amenazado y que debía pasarle cuentas por su traición…

Sarah calculó que serían las tres de la madrugada. No entendía por qué la condesa lo torturaba precisamente a esas horas. ¿O tal vez la tortura venía durando toda la noche? ¿Acaso el cíclope no había flaqueado hasta entonces frente al dolor y ahora rugía por el sufrimiento y el martirio?

Un nuevo alarido rompió el silencio, seguido por unas risas groseras, y Sarah no lo soportó más.

– ¡Basta! -bramó, y golpeó con los puños atados la puerta de su encierro-. ¡Basta ya!

Nadie atendió a sus gritos, pero se oyó un nuevo alarido que pareció no tener fin. Oír aullar de sufrimiento a quien le había salvado la vida y saber que ella era el motivo descompuso a Sarah. Aquello iba en contra de todo lo que el viejo Gardiner le había enseñado sobre sus deberes y obligaciones hacia sus allegados.

– ¡No! -gritó fuera de sí, y volvió a aporrear la puerta-. ¡Dejadlo en paz! ¿Me oís? ¡Dejadlo en paz, canallas…!

Los golpes que daba contra la puerta se fueron debilitando, sus fuerzas se agotaron, igual que su voz. Exhausta, se dejó caer apoyándose en la tosca madera de la puerta y se acurrucó en el suelo sollozando.

Tardó un poco en darse cuenta de que los gritos habían cesado y habían dejado paso a un silencio gélido en el que solo se oía el aullido del viento.

Polifemo había enmudecido…

Sarah, que imaginaba lo que aquello significaba, sintió rabia y pena a partes iguales. Volvió a golpear la puerta con todas sus fuerzas, como si la vieja madera tuviera la culpa de lo que acababa de ocurrir… De repente, fuera se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban.

Sarah se apartó de la puerta cuando oyó que descorrían el cerrojo. La puerta se abrió chirriando y en la antigua capilla penetró la luz clara de la luna, que dibujó las siluetas de dos encapuchados armados con revólveres.

– Acompáñenos -le ordenó uno de ellos.

Sarah se levantó y salió, firmemente convencida de que sería la siguiente en afrontar un destino atroz.

Cruzaron el patio interior alumbrado por la luz de la luna y la condujeron a un edificio donde antiguamente los monjes también habían dispuesto de celdas. Por dentro lo recorría un pasillo largo con puertas a ambos lados. Una de estas estaba abierta y la luz macilenta de una lámpara de gas irrumpía en el corredor a través de ella.

– Adelante -le indicó uno de los guardias.

Sarah se acercó al cuarto abierto y entró. Lo que vio era tan terrorífico que se quedó sin respiración.

Lo primero que distinguió fue a Polifemo, pero no orgulloso y erguido como lo recordaba en su memoria, sino desnudo excepto por una especie de taparrabos y basculando cabeza abajo del techo. Lo habían encadenado por los pies a una viga y los brazos le colgaban muertos. Oscilaba pesadamente como un péndulo y también giraba, con lo que Sarah pudo ver las atroces heridas que le habían infligido. El cuerpo musculoso estaba bañado en sangre y en el suelo se había formado un charco de un color rojo intenso.

Tenía clavadas decenas de cuchillas en los brazos y en las piernas, en la espalda y en el torso. No cabía duda de que aquello era obra de alguien que poseía conocimientos precisos de anatomía humana. Un médico que había traicionado su juramento y se había convertido en una deshonra para el gremio…

Sarah hizo una mueca de asco al ver a Cranston de pie en una esquina, con todo un arsenal de herramientas de tortura desplegado ante él. La condesa de Czerny estaba a su lado. Las salpicaduras de sangre le habían estropeado el vestido de seda, pero no parecía molestarle.

– El cíclope quería verte, Kincaid -se limitó a decir.

Sarah se volvió hacia Polifemo, que, tal como comprobó entonces, aún seguía con vida, aunque estaba muy cerca de la muerte. Su único ojo se abrió y le dirigió una mirada que inspiraba compasión y casi le rompió el alma.

– Perdóname, Inanna -murmuró el cíclope con voz casi inaudible-. Prometí protegerte…

– Y lo has hecho -afirmó Sarah-. Lo has hecho…

El titán negó con la cabeza.

– He fracasado… Pero no he hablado, ¿me oyes? No les… he dicho nada.

Se le contrajo el rostro y se le quebró la voz. El sufrimiento debía de ser terrible…

– Comprendo -dijo Sarah, aunque en realidad no sabía de qué le estaba hablando el cíclope. Tal vez el suplicio le había confundido los sentidos y deliraba…

– Tammuz -dijo jadeando-. Tienes que buscarlo, ¿me oyes? Tienes que liberarlo…

La última palabra se ahogó en un estertor apagado. La mirada de su único ojo, que mantenía fijada en Sarah, se enturbió y se volvió inexpresiva.

– ¿Polifemo?

El cíclope tenía la boca abierta, pero de sus labios no salió palabra alguna. Estaba muerto.

Sarah le cerró el ojo y guardó un momento de recogimiento silencioso. La pena la embargaba, pero era incapaz de verter una sola lágrima. La ira era demasiado grande, y demasiado incontrolable el deseo de vengar la muerte de su amigo…

– No te preocupes -comentó Ludmilla de Czerny, magnánima-, pronto lo seguirás.

– ¡Víbora! -bramó Sarah-, ¡Serpiente miserable! ¿Cómo pude siquiera suponer que nos parecíamos?

– Porque es así. Te guste o no, hermana, tú y yo somos dos caras de una misma moneda.

– Eso no es verdad -la contradijo Sarah, y la voz le tembló de ira-. Yo no soy en absoluto como usted, porque jamás me rodearía de hipócritas repugnantes dispuestos a traicionar sus ideales por dinero.

– Probablemente eso va por mí -dijo Cranston encogiéndose de hombros y señalando el cuerpo sin vida del cíclope-. Para torturar a un hombre no se requieren menos conocimientos que para curarlo, créame.

– ¿Está orgulloso de lo que ha hecho?

– Bueno -empezó a decir el médico-, en cierto modo…

Sarah perdió el control.

Saltó hacia delante, blandiendo los puños atados como si fueran un martillo, para abalanzarse sobre Cranston, pero los dos esbirros ya estaban en sus puestos y la detuvieron. Aunque Sarah dio golpes furiosamente a diestro y siniestro y se defendió con todas sus fuerzas, no tuvo ninguna posibilidad frente a la ruda musculatura de los dos hombres.

– ¿Dónde está? -preguntó de repente la condesa.

– ¿De qué me está hablando? -preguntó Sarah, desconcertada.

– ¿A qué viene esa tontería de pregunta? Del codicubus, naturalmente -contestó malhumorada.

Sarah asintió moviendo la cabeza.

– Así que eso era lo que querían de Polifemo. Lo han torturado hasta la muerte por un artefacto. Pero no les ha revelado dónde se encuentra, ¿verdad? Ha resistido la tortura hasta el final.

– Lo ha hecho y ha perdido la vida. Sería muy poco inteligente por tu parte hacer lo mismo. Así pues, te repito la pregunta: ¿dónde está el codicubus?

Por la manera de plantear la pregunta y por el hecho de que a Ludmilla de Czerny se la notaba nerviosa, Sarah dedujo que la desaparición del codicubus, o más bien de su contenido, suponía una dura pérdida para la Hermandad. ¿Qué tendría en su interior…?

– ¿Quiere saber la verdad? -preguntó Sarah.

– Evidentemente.

– No lo sé -le comunicó Sarah sin más.

– Mientes.

– En absoluto -replicó la joven, sosteniendo la mirada inquisitiva de la condesa-. Pero aunque no fuera así y realmente supiera dónde se encuentra el codicubus, preferiría morir antes que revelárselo.

Ludmilla de Czerny la escrutó con la mirada.

– Ten cuidado con lo que deseas, hermana -dijo luego- podría ser que pronto se cumpliera.

Dio media vuelta y ordenó que se llevaran a Sarah y la devolvieran al calabozo.

La audiencia había concluido.


– ¿Va… todo bien?

Kamal Ben Nara habló con voz insegura. Observaba desconcertado las salpicaduras de sangre que cubrían el vestido de la mujer.

– Por supuesto -contestó ella al entrar en el amplio aposento, iluminado por la luz de las velas, que antiguamente se reservaba para los huéspedes importantes que visitaban el monasterio-. ¿Qué quieres que pase?

Sin embargo, Kamal tenía la sensación de que algo no encajaba. A diferencia de días anteriores, el semblante sin tacha de aquella mujer se había convertido en una máscara rígida. Tenía revuelto el cabello, que solía llevar recogido en un moño, y unos mechones le caían en la cara, cuya tez pálida había enrojecido llamativamente.

– He oído gritos -dijo Kamal-. Me han despertado…

– Nada importante -dijo, haciendo un gesto para restarle importancia al asunto-. Un paciente que sufre. Ya sabes dónde estamos.

– En un sanatorio de Grecia -dijo Kamal, repitiendo lo que le habían explicado, aunque no había podido comprobarlo.

– Exacto. Y te aseguro que el doctor Cranston hará todo lo posible por curarte y devolverte los recuerdos.

– Lo sé -asintió él-. Pero ¿por qué no puedo salir de esta habitación?

– Porque te confundiría -contestó ella, acercándosele con los brazos abiertos-. Perdona mi prudencia, amor mío, pero el doctor Cranston dice que no sería bueno para ti saber demasiadas cosas en tan poco tiempo. Después de todo, has estado enfermo muchos días.

– Pero me encuentro bien -insistió Kamal, cuyo semblante noble y orgulloso había recuperado el color. Le habían cortado el pelo y llevaba la barba recortada y bien cuidada.

– Lo sé -dijo la mujer, que se desabrochó el vestido sucio y dejó que resbalara lentamente por su cuerpo y pusiera al descubierto el nacimiento de sus pechos y los muslos, que parecían esculpidos en alabastro blanco-. Por suerte, hay cosas que podemos hacer en esta habitación, a no ser, claro está, que no te sientas con fuerzas.

– ¿De… de qué me hablas, Sarah?

– Tú no te preocupes, amor mío -afirmó ella mientras le ponía sus delgados brazos alrededor del cuello y lo atraía lentamente hacia sí, igual que un pulpo capturando una presa-, yo te lo enseñaré todo…

Capítulo 13

Diario de viaje de Sarah Kincaid


No espero misericordia.

Lo que le ha ocurrido a Polifemo me ha hecho comprender de manera irrefutable que mis enemigos no conocen la misericordia ni la indulgencia y que esta vez no dudarán en eliminarme. De todos modos, no sé por qué me han respetado hasta ahora.

Paso el tiempo meditando y rezando en silencio; intento ordenar las cosas que acuden a mi mente aunque, en el fondo, ya carezcan de importancia.

¿A qué se refería Polifemo cuando dijo que yo era Inanna? ¿Y quién es ese Tammuz al que debo buscar y liberar?

Hay otra cuestión que me preocupa, aunque ha perdido toda relevancia en estas horas oscuras: ¿quién era realmente el hombre al que quise con todo mi corazón y al que siempre llamé «padre»?

La condesa de Czerny dijo que Gardiner Kincaid era tanto mi padre como Kamal su amado y, en tanto que mi corazón y mi mente lo niegan con encono, en lo más hondo de mi ser hay una parte que no lo discute, probablemente porque conoce la verdad.

Mis recuerdos…

Continúan ocultos tras una espesa niebla y ya no albergo la esperanza de que algún día se disipen las brumas. No obtengo respuestas a mis preguntas y, por primera vez en la vida, dudo seriamente que jamás las encuentre… Al mismo tiempo, un temor frío se apodera de mí.

El miedo de que pudiera ser verdad lo que Mortimer Laydon me dijo en su locura, que Gardiner Kincaid no era mi amado padre, sino él.

La terrible sospecha de que Kamal podría estar equivocado con lo siempre intentó inculcarme, que en este mundo todo está sometido a un plan divino.

Y, finalmente, la horrible certeza de que mañana será el último día que veré el mundo.

Con esta anotación cierro mi diario de viaje.

Que sirva de advertencia a quien lo encuentre para que no se perturben los enigmas del pasado, porque algunos alcanzan hasta el presente…


Meteora, 11 de noviembre de 1884


Cuando, después de horas interminables de temor y espera, despuntó el nuevo día, Sarah lo saludó casi con alivio. Los haces de luz mortecina que entraban por las rendijas de las ventanas cerradas la deslumbraban, y la joven supo que había llegado el día decisivo.

Esta vez, cuando se oyeron pasos acercándose, Sarah permaneció más tranquila que la noche anterior. Hacía mucho que el manantial de sus lágrimas se había secado y afrontaba con serenidad lo que la esperaba.

Pero no estaba preparada.

Había intentado conseguir el perdón con sus oraciones y había buscado respuestas a través de razonamientos interminables. Sin embargo, no había encontrado ni lo uno ni lo otro, y tenía la sensación de que su vida era una obra incompleta y chapucera. Lo que ella había sido, o más bien creía ser, se había disuelto como un azucarillo, no había quedado nada. Excepto el diario, que contenía su alma y le brindaba la tranquilizadora sensación de que todo aquello había ocurrido realmente y había luchado hasta el final. Aunque al final la hubieran vencido…

Descorrieron ruidosamente el cerrojo y la puerta se abrió. Una luz deslumbrante inundó la capilla y cegó a Sarah. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la claridad. Entonces vio que su más acérrima enemiga no se había privado de ir a buscarla en persona.

– Sal -dijo.

– ¿Ha llegado la hora?

La condesa asintió con un movimiento de cabeza.

– Qué gran triunfo debe de ser para usted -dijo Sarah amargamente.

– Después de todo lo que te he hecho, preferiría dejarte con vida, créeme -respondió indiferente-. Porque vivir sería para ti mayor castigo que la muerte. Pero tengo órdenes estrictas que…

– No se esfuerce -replicó Sarah gélidamente, y salió del calabozo sin dignarse mirar de nuevo a la condesa.

Fuera la esperaban cuatro hombres armados que la flanquearon.

Cruzaron el patio interior y el refectorio, y pasaron por debajo de una arcada que conducía a un segundo patio más grande. A la izquierda se encontraban el katholikon y los edificios longitudinales que albergaban los aposentos. Al otro lado, el terreno descendía ligeramente y lo limitaban dos muros circulares antes de caer escarpado, casi en vertical, hacia el abismo.

Hacia allí condujeron a Sarah.

Al pasar por el patio, la joven se dio cuenta de que habían cambiado algunas cosas respecto al día de su llegada. Había cajas y sacos por todas partes y los sirvientes vestidos de negro de la Hermandad pululaban por allí en plena actividad frenética. Se gritaban órdenes y en el extremo este de la plataforma de roca se oía chirriar las poleas que transportaban hombres y material al valle.

Estaba claro que la condesa y sus esbirros planeaban dejar su escondrijo justo después de haberse librado de su más tenaz enemiga…

Desde el muro circular interior, una escalera empinada conducía hacia el patio exterior, un terreno rocoso y con apenas unos cuantos matorrales que descendía en picado hacia el sur. El muro exterior solo llegaba a la altura de las caderas y suponía la última barrera ante el profundo abismo. Más allá se extendía la vasta llanura de Tesalia, cubierta de bruma por debajo de un cielo anaranjado y nublado que prometía nieve y lluvia.

Sarah siempre se había preguntado cómo se sentirían los que eran conducidos al amanecer al lugar de ejecución: ahora ya lo sabía.

Ya la esperaban delante del muro.

El doctor Cranston, con semblante inexpresivo, estaba flanqueado por cuatro guardias que llevaban fusiles Remington al hombro. Se habían enrollado los turbantes negros en la cabeza de manera que solo les quedaba al descubierto la parte de los ojos.

Los verdugos, pensó Sarah inconscientemente.

– Lady Kincaid -la saludó Cranston.

El día en que se lo presentaron en Londres parecía increíblemente lejano. Pero ya entonces, en aquel primer momento, su intuición le había señalado la doblez de aquel hombre.

Prescindió de devolverle el saludo y se volvió hacia Ludmilla de Czerny.

– ¿Aquí? -preguntó sin más.

– Efectivamente.

Sarah asintió.

– ¿Te extraña?

– En absoluto -negó Sarah-. Vuestro plan ha funcionado, habéis conseguido lo que queríais. Lo único que os falta para alcanzar la victoria absoluta es acabar conmigo.

– En efecto, pero no habría sido necesario. Supiste desde el principio que intentábamos manipularte. Si en vez de oponerte hubieras cooperado, ahora no estaríamos aquí. Pero has preferido engañarte a ti misma creyendo y haciendo creer a otros que podías medirte con el poder de la Hermandad. De hecho, en ningún momento tuviste elección.

– ¿Qué intenta decirme?

La condesa se echó a reír arrogante.

– Dicen que los que han probado una vez el agua de la fuente de la vida siempre regresan a ella. Por lo tanto, sabíamos que tarde o temprano nos indicarías el camino.

– Miente -dijo convencida Sarah-. Como en tantas otras cosas.

– ¿Eso crees?

– Si de niña sufrí realmente la fiebre y me curé con el agua, pero la fuente de la vida ha estado oculta todo este tiempo…

– ¿Si?

– … ¿de dónde salió el elixir que supuestamente me intoxicó? ¿Y el que me sanó? -acabó de preguntar Sarah-. Sus palabras se contradicen, condesa.

– En absoluto, pero lo que tú sabes es demasiado limitado para comprenderlo todo. Existía un resto de elixir y lo utilizaron para borrar tus recuerdos.

– ¿Quién?

– ¿Quién va a ser? -La condesa soltó una carcajada-. El hombre al que durante todos estos años consideraste tu padre, simplemente porque no tenías ni idea.

– Eso no es verdad.

– Lo es, créeme.

– ¿Y cómo me curaron si Gardiner había utilizado el último resto del elixir?

– Un médico tan brillante como ambicioso, llamado Mortimer Laydon, que tenía acceso a los mejores círculos de Londres y hacía años que pertenecía a la Hermandad, consiguió hacerse con otro resto que habían traído antiguamente de Grecia y se había conservado en un lugar desconocido, donde había originado la creación de un mito. Tal vez ya supones a qué lugar me refiero…

– Praga -dijo Sarah quedamente, y recordó estremecida lo que le había contado el rabino, que el último resto de agua de la vida había sido robado unos diecinueve años atrás.

Justo en la época en que a ella la curaron de la fiebre oscura…

– Exacto -asintió Ludmilla de Czerny-. Los agentes de la Hermandad irrumpieron en la sinagoga y robaron el agua de la vida por encargo de Laydon, quien se presentó de inmediato como tu salvador ante Gardiner Kincaid y se ganó su confianza. El resto de la historia ya lo conoces, ¿verdad?

Sarah asintió ensimismada. Todo parecía estar conectado y adquiría sentido de un modo pasmoso. Ella había sido la que había consumido el último resto de elixir… Aun así, Sarah tenía la sensación de que algo no encajaba. No paraba de buscar incoherencias en las afirmaciones de su enemiga y las encontró…

– No me está explicando toda la verdad -insistió-. Mi curación no pudo consumir toda el agua. Tuvo que quedar un pequeño resto para que su gente envenenara a Kamal…

– ¿Y?

– … si aún quedaba un poco, ¿para qué todo este plan disparatado? ¿Por qué me enviaron en busca del agua si ya tenían un poco en sus manos?

– Por un lado -contestó impasible la condesa-, solo eran un par de gotas, suficiente para tu querido Kamal, pero demasiado poco para nuestros fines.

– ¿Y por otro? -insistió Sarah.

La condesa titubeó un momento.

– No necesitas saberlo -contestó finalmente.

– Entonces hay algo más, ¿no? -preguntó Sarah-. Se trata de mucho más, ¿verdad? Y supongo que tiene algo que ver con Kamal. ¿Qué se proponen hacer con él? ¿Qué me oculta?

– Ya te he dicho que no necesitas saberlo. En todo caso, ya no. Si te hubieras puesto de nuestra parte, se te habría revelado la verdad… y muchas cosas más.

– ¿Qué? -preguntó Sarah.

– Poder, fama… Inmortalidad.

– ¿Inmortalidad? -repitió Sarah con voz temblorosa-. ¿Es eso lo que tanto les interesa? ¿Quieren utilizar la Creación en su provecho y engaitar a la muerte?

– ¿Por qué no?

– Señora mía -dijo Sarah quedamente y con una sonrisa en la que se condensó toda su pena y su amargura-, creo que sobrestima el valor de su presencia en este mundo.

– Igual que tú -replicó la condesa. Dio una palmada y, acto seguido, sus esbirros se quitaron el fusil del hombro y apuntaron a Sarah.

– ¿Van a fusilarme?

– No, por favor -intervino Cranston-. Eso lo dejamos a su elección. O salta voluntariamente al abismo o prueba suerte con el plomo. Desde un punto de vista médico, debo decirle que si salta al vacío desde esta altura apenas quedará nada de usted para…

– Gracias -dijo Sarah, y se subió al murete.

Al otro lado había una roca que descendía escarpada unos tres o cuatro metros. Luego caía en vertical hacia el más profundo abismo. El viento frío de la mañana la azotó y de nuevo sintió náuseas.

Se dio la vuelta una vez más.

– ¿Y Kamal?

– Confía en mí -aseguró la condesa sonriendo con malicia-, está en buenas manos.

A Sarah le temblaban los labios, le temblaba todo el cuerpo a causa del frío y el miedo.

– ¿Puedo… verlo? -preguntó en voz baja y llena de resignación, puesto que suponía cuál sería la respuesta.

– Tal vez algún día -le dijo Ludmilla, burlona-, en otro mundo. Adiós, hermana.

Sarah asintió con un movimiento de cabeza y se volvió de nuevo hacia el precipicio. No quería darles el gusto a sus enemigos de que vieran las lágrimas que le corrían por las mejillas ni que otra persona decidiera el momento de su final.

Quería ser libre para determinar ella misma ese momento. Se santiguó y rezó una oración en silencio, luego cerró los ojos y su cuerpo se tensó para dar el paso decisivo hacia el vacío…

Capítulo 14

El instante en que Sarah Kincaid estaba a punto de saltar al vacío fue el mismo en el que un restallido rompió el silencio que reinaba en la montaña, seguido por un grito ronco.

Todavía en el murete, Sarah abrió rápidamente los ojos y vio a un grupo de combatientes ataviados con ropas claras y chalecos rojos, que habían trepado a la montaña por la cara suroeste y saltaban por encima del murete, blandiendo puñales o fusiles Martini Henry de fabricación británica.

¡Soldados griegos!

De nuevo retronó un disparo y Sarah vio que uno de sus guardianes se desplomaba con el pecho perforado y caía junto a uno de sus compañeros, que yacía herido en el suelo.

Luego se precipitaron los acontecimientos.

Mientras los guerreros de la Hermandad empuñaban sus armas para responder al fuego y librarse a una enconada lucha contra los asaltantes, de los cuales Sarah contó una docena, Cranston se puso a cubierto detrás de una roca. La condesa de Czerny, en cambio, profirió un aullido de furia y se volvió hacia su enemiga para lanzarla al vacío.

Sarah fue más rápida. Se alejó de allí al instante, manteniendo el equilibrio sobre el murete hacia el lugar de donde venían los combatientes desconocidos y haciendo caso omiso de la tormenta de plomo que llenaba el aire.

– ¡Sarah, aquí! -la llamó alguien.

Saltó del muro, huyó en zigzag con la cabeza hundida entre los hombros y se refugió detrás de un gran matorral que, si bien no la protegía de las balas, al menos la escondía de las miradas de sus verdugos. Y en ese refugio tuvo un encuentro inesperado.

Con alguien al que creía muerto…

– ¿Friedrich? -preguntó incrédula.

Ver el rostro del suizo, enmarcado entre cabellos revueltos y mirando a través de unas gafas de metal medio rotas, asomar por el cuello de un uniforme griego no era una estampa habitual. Sin embargo, no cabía duda de que tenía delante, sano y salvo, al amigo que creía haber perdido.

– Así es -confirmó el suizo sonriendo ampliamente mientras le desataba las manos.

– Pero yo pensaba que… te habías ahogado.

– Evidentemente, no. -Hingis rió con sorna-. Alejandría me hizo comprender lo importante que puede llegar a ser defenderse en el líquido elemento. Y me apunté al equipo de natación de la universidad. Una sola mano no basta para un campeonato, pero es suficiente para no ahogarse.

– Eso está claro -dijo Sarah asombrada-. Y fuiste a buscar ayuda…

– Después de vagar desorientado durante dos días me topé con una patrulla de soldados griegos. Nunca pensé que mis conocimientos de griego antiguo podrían salvarme la vida algún día.

– Y a mí -añadió Sarah sonriendo ampliamente.

– Lamento el retraso. Habría preferido…

Se calló cuando ella le rodeó la cara con las manos y le dio un beso en los labios.

– Perdonado -dijo la joven-. Y, ahora, ven conmigo.

– ¿Adonde?

– Kamal -dijo únicamente Sarah-. La Czerny lo tiene en su poder…


En los dos patios interiores se había desatado una lucha salvaje. En las zonas situadas más hacia el oeste, también habían aparecido de pronto soldados que habían escalado temerariamente la roca que ascendía casi en vertical. Otros combatientes, entre los que se contaba Hingis, habían subido con la red después de asaltar a los que bajaban en ella y dar la señal de que los remontaran. Y, una vez controlada la torre del elevador, no habían dejado de subir más y más, de manera que los esbirros de la Hermandad pronto habían quedado en minoría.

Mirara donde mirara, Sarah veía caer luchadores vestidos de negro que habían sido abatidos. Delante del refectorio estalló una carnicería cruenta cuando un pelotón de lacayos de la condesa se abalanzó con sus puñales relucientes contra un grupo de soldados. El tintineo de las armas y los gritos de los hombres llegaban hasta Sarah y Hingis, que avanzaban agachados junto al muro con la esperanza de que no los alcanzara una de las balas que surcaban silbando el aire.

Sarah no cabía en sí de gozo por ver al amigo con vida. Eso la animaba, le daba nuevas fuerzas y calmaba el malestar y la debilidad. Le relató a toda prisa la curación de Kamal y la muerte por tortura de Polifemo, y una ira salvaje pareció apoderarse del suizo, por lo general impasible. Empuñando la pistola que le habían dado sus aliados griegos, avanzó a hurtadillas por detrás de Sarah, decidido a hacérselo pagar a la persona responsable, que había puesto cobardemente los pies en polvorosa.

De nuevo se produjo un intenso intercambio de disparos entre los griegos, a un lado, y los esbirros de la Hermandad al otro, y Sarah y Hingis se vieron obligados a buscar refugio tras una roca. Durante un breve alto el fuego, Sarah se atrevió a salir del escondrijo y paseó la mirada por el patio: ni rastro de la condesa ni de Cranston.

– Han desaparecido -señaló enfurecida-. Como si se los hubiera tragado la tierra.

– No pueden estar muy lejos -gritó Hingis para superar el clamor de balas que había vuelto a estallar, y tosió cuando una nube de pólvora quemada los alcanzó-. Los soldados controlan el elevador. No pueden huir.

– Lo sé -dijo Sarah, pero no estaba muy segura.

Aunque Ludmilla de Czerny era su enemiga y, en muchos sentidos, su contraria, también se le parecía en cierto modo. Por eso Sarah sabía que la condesa no se dejaría vencer tan fácilmente y que, en cualquier caso, escondía un as en la manga…

– ¡Allí! -gritó de repente Hingis señalando la cara este del farallón, donde el patio limitaba con un edificio alto y perpendicular, alrededor de cual transcurría un camino angosto limitado por un muro que llegaba a la altura de las rodillas.

Detrás, Sarah divisó algo que le arrancó un grito sordo: las formas redondas de un globo aerostático que se elevaba con una lentitud majestuosa hacia el cielo de color gris acero.

– ¡No!

Haciendo caso omiso de la lluvia de balas que seguía colmando el aire porque el último reducto de sectarios se había atrincherado debajo del katholikon y defendía la plaza enconadamente, Sarah se incorporó de un salto y corrió hacia el edificio perpendicular tan deprisa como su débil estado le permitía. En plena carrera recogió del suelo un sable, que había pertenecido a uno de los caídos, y continuó avanzando vertiginosamente. Hingis tenía que esforzarse para seguirle el paso.

Al ver el globo, Sarah se había dado cuenta súbitamente de cuál era el as que escondía la condesa. Comprendió que la resistencia que ofrecían con obediencia ciega los peones de aquella mujer tenía como única finalidad cubrirle la retirada. Todo en ella pugnaba por no consentir que la causante de tanta desgracia huyera.

– ¡Espera! -gritó, terriblemente furiosa, mientras veía elevarse el globo, cuya esfera, formada por tiras de tela azules y blancas, y cubierta con una red de malla estrecha, casi podía verse entera por encima del edificio-. ¡No escaparás, víbora!…

Había llegado al edificio y ya torcía por la callejuela que conducía hacia el globo cuando alguien le cerró el paso empuñando un revólver cuyo cañón la apuntaba.

– ¡Cranston! -exclamó sin aliento.

– Exacto. La condesa me ha encargado que le comunique que aquí acaba su camino -la informó el médico con una insolencia de lo más arrogante.

– Dígale a esa zorra que se vaya a la mierda -contestó Sarah, prescindiendo del vocabulario de una lady y empleando la jerga que de niña había pillado al vuelo en las cantinas de los puertos de Nueva York y Shanghai.

Cranston no reaccionó a la provocación. Una sonrisa sádica se dibujó en su semblante mientras doblaba el dedo sobre el gatillo con gozosa lentitud.

En ese momento llegó Hingis, empuñando también su arma. Durante una milésima de segundo, Cranston se distrajo y no supo a quién de los dos debía apuntar. Entonces Sarah actuó.

Rápidamente cogió impulso y esgrimió el sable. El acero golpeó una vez en el aire, pero luego le atravesó el pecho a Horace Cranston.

El médico se estremeció y retrocedió tambaleándose. Su arma se disparó, pero erró el tiro y la bala partió sin rumbo fijo. La camisa blanca y radiante de Cranston se tiñó de rojo por debajo de la casaca y su rostro expresó la más absoluta incredulidad. El revólver le resbaló de las manos, asió con manos temblorosas el sable que llevaba a la altura del pecho y lo desenvainó. El acero tintineó al caer al suelo y Cranston chocó de espaldas contra el muro bajo.

– Usted…, usted ha… -fue todo lo que consiguió decir en su aturdimiento.

– Yo le hice un juramento, ¿recuerda? -le preguntó Sarah.

Se le acercó y, mientras él aún la miraba despavorido, le dio un fuerte empujón que lo lanzó por encima del pretil hacia el profundo abismo.

– Tally-ho -dijo Sarah con amargura mientras el médico desaparecía chillando en el vacío-. Eso ha sido por Pericles y Polifemo.

– Vamos -la exhortó Hingis.

Los dos siguieron la callejuela que rodeaba el edificio hasta una puerta que estaba abierta y conducía a una plataforma escarpada de roca. Tenía forma de cuadrante. Allí, a unos cinco metros del suelo, estaba suspendido el globo. Habían descolgado una escalerilla de cuerda por la que probablemente tenía que subir Cranston después de haber ejecutado el asesinato. En aquel momento soltaron las amarras y tiraron el lastre, y el globo ascendió hacia las alturas.

En el cesto que colgaba del enorme objeto, Sarah vio a tres personas: a Ludmilla de Czerny, a uno de sus sirvientes encapuchados y al hombre por el que había emprendido la larga odisea que la había llevado de Londres a Praga y, finalmente, a las profundidades del Edades.

Kamal…

Vio su atlética figura, su porte orgulloso y su rostro, pálido pero lleno de vida. Lo miró a los ojos oscuros y retrocedió aterrorizada.

Porque, incluso en la distancia, Sarah Kincaid se dio cuenta de que en el semblante de su amado no se reflejaba ninguna alegría al verla, ningún afecto, ninguna señal de que la reconocía.

– ¡Kamal, no! -gritó mientras el hombre al que pertenecía su corazón la miraba como un desconocido y el globo seguía elevándose en el cielo. La única respuesta que obtuvo fue la sonora carcajada de Ludmilla de Czerny, que el viento se ocupó de hacerle llegar y cuyo eco resonó en los muros del monasterio.

Hingis se lanzó hacia delante y apuntó con el fusil para dispararle un balazo a la villana fugitiva. Sin embargo, Sarah se abalanzó sobre su brazo armado.

– Déjame -exigió el suizo.

– No -gritó Sarah con determinación-. El peligro de alcanzar a Kamal es…

En aquel momento, algo la tocó en el brazo izquierdo, la hizo girar y la lanzó al suelo. Hasta que no vio que la manga de su pelliza se teñía de un color oscuro no recordó que había oído un restallido, y entonces comprendió que la había alcanzado una bala.

Apenas se dio cuenta de que Hingis acudía presto en su ayuda gritando: tenía la mirada clavada en el globo que se alejaba en el cielo llevándose al hombre al que amaba. Y no se enteró de que la bala que la había abatido había salido de allí ni de que Ludmilla de Czerny continuaba hostigándola con sus risas sarcásticas.

Lo único que veía era el globo desapareciendo en una lejanía inalcanzable, y siguió viéndolo incluso cuando hacía rato que había cerrado los ojos, y el dolor, la pérdida de sangre y las fatigas de los últimos días le habían hecho perder el conocimiento.

Capítulo 15

Buque de pasajeros Concordia, 16 de noviembre de 1884


– ¿Sarah? ¡Sarah!

La voz le llegó a los oídos desde la lejanía, un grito solitario en la oscuridad.

– ¿Sarah…?

La oscuridad se desvaneció y dejó paso a una luz clara en la que se perfilaban las formas conocidas del globo, que se agrandaba y se acercaba lentamente.

El volvía con ella…

– Sarah, por favor, si puede oírme, contésteme…

Solo tenía que abrir los ojos, y entonces lo vería. Notaría la calidez de sus besos, los latidos de su corazón y el consuelo de sus caricias, oiría su respiración y su voz suave y tranquilizadora.

– Sarah, ¡despierte!

Abrió los ojos.

El rostro que se inclinaba hacia ella no era el que esperaba. No pertenecía a Kamal ni a nadie que conociera. Estaba enmarcado entre cabellos canos, que parecían de algodón, y adornado por una barba blanca. El semblante maduro de aquel hombre, que la miraba por encima de los cristales redondos de sus gafas de leer, era bondadoso y dulce, y reflejaba alivio.

– Por fin ha vuelto en sí -señaló-. ¿Cómo se encuentra?

– Bi… bien -respondió Sarah.

Le seguía doliendo la cabeza. En cambio, el ardor del brazo había desaparecido y también habían cesado las náuseas…

– ¿Dónde estoy? -preguntó la joven mirando a su alrededor. Para su sorpresa, se encontraba tendida en una cama estrecha, dentro de una habitación minúscula con paredes de madera barnizada. La única ventana que había era redonda y tenía un marco de latón remachado, y Sarah creyó notar que el lecho se mecía suavemente-. Un barco -concluyó desconcertada-. Estoy en un barco…

– Exacto -asintió el hombre de cabellos canos, que Sarah calculó que tendría unos cincuenta años.

La joven se dio cuenta entonces de que llevaba un uniforme azul oscuro con insignias en las mangas que lo identificaban como oficial de la Marina-. Se encuentra a bordo del Concordia, un barco de pasajeros que cubre la ruta del Pireo a Venecia. Me llamo Vincente Garibaldi. Soy el médico del buque.

– ¿Atenas? ¿Venecia?

Uniendo los fragmentos de los recuerdos que comenzaban a regresar a su mente, Sarah intentó comprender qué había ocurrido. Recordó que se había salvado milagrosamente, así como la lucha cruenta que se había desatado en Meteora, y recordó el globo que había desaparecido en la vastedad del cielo con su amado a bordo. Había sido una simple ilusión pensar que volvería a verlo cuando abriera los ojos…

– ¿Cómo he…?

– ¿Cómo ha llegado a bordo?

Sarah asintió.

– Un signore que se llama Hingis la trajo a bordo. Usted había perdido mucha sangre a causa de una herida de bala y, al principio, me negué a aceptarla. Pero acreditó la importancia que tenía sacarla del país, y la embajada británica de Atenas intervino también a través de un tal Jeffrey Hull. ¿Le suena?

– Por supuesto -afirmó Sarah.

– Así pues, no me quedó más remedio que tratarla con los modestos recursos de que dispongo a bordo.

– Comprendo. -Sarah se miró y vio un vendaje en su brazo izquierdo. Casi había olvidado que le habían disparado, puesto que le causaba mucho mayor pesar la pérdida de Kamal.

– Puede considerarse afortunada de que la bala le hiciera una herida limpia y no le tocara el hueso -prosiguió Garibaldi-. De no ser así, tal vez no podría haber hecho mucho por usted. Pero solo fue necesario curarle la herida y procurar que recuperara las fuerzas. Y, por lo que parece -añadió sonriendo-, he cumplido con éxito mi tarea.

– Efectivamente. -Sarah forzó una sonrisa cansada-. Gracias, doctor.

– No hay de qué. -Garibaldi le devolvió la sonrisa-. ¿Quiere hablar con el señor Hingis? Hace dos días que no se mueve de la puerta de su camarote y no deja de atosigarme preguntándome por su estado. Se alegrará mucho de saber que se encuentra mejor.

– Sí, por favor -dijo Sarah.

– Va bene -asintió el médico, y se dirigió a la puerta del camarote-. Vendré a verla dentro de una hora. Para darle la medicina.

– Gracias, doctor.

– Y otra cosa…

– ¿Sí?

– No se preocupe -dijo el doctor con una sonrisa de ánimo-. Podrá tener hijos.

– ¿Qué? -Sarah creyó que no había oído bien.

– Bueno, yo pensaba…

– ¿Qué quiere decir, doctor? -preguntó la joven con cautela.

– ¿No lo sabía? -preguntó el médico, perplejo.

– ¿Qué es lo que no sabía?

– Que estaba embarazada, claro.

– ¿Embarazada?

– Pero, Sarah, es imposible que no se diera cuenta de su estado.

– ¿Mi estado? -preguntó Sarah, desconcertada-. ¿De qué diantre me está hablando…?

– ¿Cuándo tuvo la última menstruación? -preguntó el médico con una franqueza que desarmaba-. ¿Lo recuerda?

Sarah pensó en ello, aun cuando le resultó difícil porque se le aceleró el pulso y se le hizo un nudo en la garganta que no se aflojaba. Era verdad que hacía tiempo que no le venía, pero ella lo había atribuido al cambio de clima, a la falta de sueño y a las fatigas que había padecido durante las últimas semanas. Nunca habría supuesto que…

¡Pero claro que era posible!

¿Habría llevado, sin saberlo, un hijo de Kamal en su vientre todo ese tiempo?

– Y… ¿dice que he perdido al niño?

– De eso no hay duda. Mientras estaba inconsciente, ha sufrido una hemorragia muy fuerte. Y contenía trazas de tejido que yo…

Se calló al ver que Sarah levantaba la mano pidiéndole que no siguiera. No le hacía falta saber nada más y tampoco quería oír nada más. Había estado embarazada, había estado esperando un hijo del hombre al que amaba, ¡y lo había perdido!

La terrible idea invadió poco a poco su mente, y una profunda tristeza se apoderó de ella. Sarah nunca había pensado que sería capaz de sentir tanta pena por algo de cuya existencia no había sabido nada hasta unos momentos antes.

– ¿Por qué, doctor? -preguntó con lágrimas en los ojos.

– Es difícil decirlo. A veces se dan esas reacciones. En la mayoría de los casos, no puede achacarse un aborto a una causa concreta.

– ¿Y en el resto de los casos?

– La madre se ha entregado a la ginebra o al vicio del opio, y ni lo uno ni lo otro tienen nada que ver en su caso, ¿verdad?

Sarah asintió.

– Entonces, Sarah, tómeselo como lo que ha sido: una lamentable casualidad.

– Pero no ha sido una casualidad, doctor -murmuró Sarah, venida por la pena y las lágrimas-. Nada ocurre simplemente por casualidad…

– Como usted quiera.

– ¿Ha dicho «opio»?

Sarah empezaba a atar cabos.

– Así es.

– ¿Podría darse el caso de que también lo provocara la inhalación de vapores sulfurosos tóxicos?

– Sin duda -confirmó Garibaldi-. Si en las últimas semanas ha estado sometida a vapores de ese estilo, diría que esa es la causa principal. En los días posteriores ¿se sintió débil y abatida?

Sarah asintió.

– ¿Tenía náuseas? ¿Notaba la sensación de tener algo ajeno en el cuerpo?

Sarah volvió a asentir: justamente así podía describirse lo que había sentido al cabalgar por Tesalia y también después, en Meteora…

– Entonces no hay duda -afirmó el médico-. Pero no se haga mala sangre. Como ya le he dicho, aún puede tener hijos, y eso es lo que cuenta.

Sarah asintió ensimismada. ¿Qué podía replicar? ¿Qué podía contestarle a un desconocido que no sabía por lo que había pasado ni la pérdida que había sufrido?

– ¿Lo sabe Hingis? -preguntó.

– Sí, Sarah. ¿Quiere verlo ahora?

– Por favor.

El doctor hizo un gesto afirmativo con la cabeza y salió del camarote cruzando la estrecha puerta, que volvió a abrirse al instante. Era Hingis, con las gafas arregladas y vestido como de costumbre. El cabello, revuelto como siempre.

– Sarah. -El suizo entró en el camarote con una dulce sonrisa en el semblante-. Me alegro de verte.

– Yo también -replicó la joven, que incluso intentó devolverle la sonrisa, aunque, con todas las lágrimas que le cubrían el rostro, no acabó de conseguirlo.

– ¿Te… lo ha dicho el médico?

Sarah asintió.

– Lo siento, Sarah. Lo siento mucho.

– Estaba embarazada -murmuró de manera casi inaudible-. Llevaba en mis entrañas un hijo de Kamal, y yo misma lo he matado al intentar salvar a su padre…

– Y lo has salvado -puntualizó Hingis-. Has actuado de buena fe, Sarah.

– ¿Lo he hecho? -preguntó la joven mirándolo desvalida.

– Por supuesto.

– ¿Y de qué ha servido? Me lo han quitado todo, Friedrich. Todo…

– Lo sé. Y por eso no deberías culparte a ti misma, sino a los responsables de tu desdicha. Ludmilla de Czerny sigue ahí fuera, Sarah. Ha huido y seguirá intentando llevar a cabo los planes de la Hermandad.

– ¿Y?

– Tenemos que encontrarla -anunció el suizo, y las gafas comenzaron a temblarle encima de la nariz-. Tenemos que hacer todo lo posible por desbaratar sus planes… Y tenemos que encontrar a Kamal y liberarlo de los brazos de esa horrible mujer.

– Mi buen amigo Friedrich. -A pesar de la pena y de la conmoción que la abrumaba, Sarah logró esbozar una débil sonrisa-. ¿Y cómo vamos a hacerlo? La Czerny y Kamal han desaparecido sin dejar rastro. Ni sabemos hacia dónde volaba el globo ni tenemos ninguna pista sobre dónde se encuentran.

– Puede que no -admitió tranquilamente Hingis, a la par que introducía la mano en la casaca y sacaba un objeto metálico en forma de cubo-. Pero tenemos esto.

– ¡El codicubus! -exclamó Sarah, que rápidamente se tapó la boca con la mano.

– En efecto.

– ¿Aún… lo tienes?

– Lo he tenido todo el tiempo. Nunca me preguntaron por él, y yo no dije nada -explicó Hingis con una lógica aplastante-. Fue una buena jugada por tu parte convertirme en el depositario del artefacto… Está claro que nadie lo esperaba, ni siquiera nuestros enemigos.

– Pero pensaba que lo habrías perdido por el camino…

– Los suizos somos muy cuidadosos -señaló el erudito-. No perdemos las cosas tan fácilmente.

– Eso parece.

Sarah contemplaba llena de asombro tanto a él como el objeto que sostenía en la mano.

– Así pues, si queremos hallar pistas, tenemos que abrir el codicubus y examinar su contenido -propuso Hingis, que estaba irreconocible. La rata de biblioteca intrigante y dubitativa de antaño se había convertido en un valeroso aventurero.

– Cierto -se mostró de acuerdo Sarah.

Teniendo en cuenta todo lo que había hecho la canalla de la condesa para hacerse con el artefacto, cabía deducir que albergaba informaciones explosivas, la clave de un nuevo misterio. Sarah pensó que, en cierto modo, el codicubus era el legado que le había dejado Polifemo, un obsequio y una misión a la vez…

– ¿Nos dirigimos a Venecia? -preguntó la joven.

Hingis asintió.

– Entonces tendremos que instalarnos allí y esperar a que pase el invierno. Haremos acopio de fuerzas y de conocimientos y, cuando llegue la primavera, abriremos la veda. No descansaré hasta que haya descubierto los planes de la Hermandad y haya liberado a Kamal de las garras de la condesa.

– Venga esa mano -dijo Hingis. Le tendió la mano derecha y Sarah se la estrechó al instante.

– Antes de morir -reflexionó Sarah-, Polifemo me encargó que liberara a Tammuz. ¿No se referiría acaso a Kamal? Y en ese caso, ¿por qué lo llamó así?

– Lo averiguaremos -dijo Hingis convencido-. Y muy pronto…

Загрузка...