Estas páginas serán siempre inéditas. Sin embargo, para escribirlas necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a relatar. Necesito tomar las cosas desde el principio.
Me llamo Delfín Heredia. En mí, como en todos los hombres, se acumulan tendencias heredadas. Por eso, al hacer en este capítulo una historia sucinta de mi familia, hablaré de otros Heredia que han nacido o muerto antes que yo, pero que aún subsisten en mí, puede decirse, bajo su forma más negativa. Hablaré de sus defectos, de mis defectos. Será una manera de condenar la raza para salvar al individuo, de librarme de unos y otros a la vez, de hacerlos morir -irrevocablemente.
El primer Heredia que llegó a la Argentina había nacido en España y era portero de San Francisco. Se sabe que el canónigo Agüero mantuvo estrechas relaciones con la Tercera Orden. Durante la tiranía se refugió en el convento, antes de huir a Montevideo, y a la caída de Rosas, cuando lo nombraron rector del colegio nacional, es posible que los franciscanos influyeran en él para que le otorgase al hijo del portero un asiento gratis en las aulas de la calle Bolívar y, más tarde, una beca en el colegio Pío Latino Americano (que los jesuitas habían fundado en Roma) donde estudiaban los jóvenes de arraigada vocación. Después de terminar el noviciado, y antes de ordenarse, los dotaban de medios suficientes para conocer el mundo. Delfín Heredia recibió, pues, esa doble cultura que importa la enseñanza jesuítica (gracias a la cual ha perdurado el humanismo en el siglo XIX) y el contacto con las ciudades europeas; mas esta esperanza del clero argentino sintió escrúpulos en la undécima hora, y regresó a su país sin haberse ordenado sacerdote.
Los franciscanos no tomaron a mal su defección. Con su ayuda, Delfín Heredia ingresó en la Facultad de Derecho, se casó, tuvo dos hijos (Isabel y mi padre) y fue siempre un buen amigo de la gente de Iglesia -especialmente de los franciscanos, sus antiguos protectores, y de los dominicos. Muchos hábitos pardos y capas negras desfilaron el día de su muerte por la casa de la calle Juncal, ante las copias de cuadros famosos que atestaban las paredes. Sin embargo, y quiero subrayar este detalle, Delfín Heredia era esencialmente un patriota, un argentino liberal, un discípulo del padre Agüero y, a través de Agüero, de Rivadavia. En los últimos años, la Suprema Corte le había permitido el otium cum dignitate: durante esa época se atribuyen a su pluma algunos de los sueltos anónimos más eficaces apoyando las iniciativas anticlericales de los gobiernos de Roca y Juárez Celman (los recursos de fuerza, la escuela laica, la ley de matrimonio civil) y poniendo en ridículo los ataques de que eran objeto en la prensa religiosa. Otra anécdota: antes de morir, cuando le administraban los santos óleos, Isabel tuvo que alisarle las mangas del camisón, que se le habían arrugado, para que no le vieran las insignias masónicas tatuadas en los antebrazos.
Mi abuelo dejó muchas deudas. La casa de la calle Juncal era de su hija mayor, Isabel, ya por entonces viuda de un comerciante llamado Urdániz. El hijo menor, Antonio, después de recibirse de abogado se había marchado a Europa, donde estudiaba pintura. Isabel lo instaba a regresar; consiguió, en efecto, que volviera de Francia con un baúl lleno de lienzos, cuyo mérito, si se exceptúa un autorretrato, sólo pudieron apreciar las paredes de un altillo de mi casa (porque allí quedaron siempre, colgados del revés). En Buenos Aires, siguiendo los consejos de su hermana, se casó (yo nací de ese matrimonio) y obtuvo un puesto de fiscal del crimen. Agregaré que Antonio Heredia, al volver de Europa, trajo consigo a un hijo natural. Julio tenía diez años cuando se casó mi padre.
Estas circunstancias permitirán comprender la influencia que Isabel ha ejercido en mi familia. La imagen de Isabel no es fácil de evocar. Para dar una idea de su físico necesito describir su carácter, porque si bien el rostro de las personas que conocemos está formado de expresiones sucesivas que modifican los rasgos en donde por un instante se hospedan y los convierten en vehículos de algo que está detrás de ellos, haciéndolos invisibles en razón de la misma intensidad con que se los mira, hasta que ya no percibimos el brillo de unos ojos, la curva de una nariz, el rictus de una boca, sino candor, amargura, maldad, sensualidad, inteligencia, en Isabel aparecían reducidos al extremo estos soportes materiales que nos alientan a reconstruir trabajosamente una fisonomía en la memoria. Sus ojos vigilaban desde el fondo de las órbitas, cernidas de venas azules, sobre las cuales se daba polvos de arroz; debían de ser claros, como los ojos de Julio: parecían oscuros. Es decir, los ojos eran claros, y la mirada, muy intensa, casi negra, contribuía a empalidecer un rostro de fantasma. Este fantasma le dio más de un sobresalto a su marido. El señor Urdániz, hasta el día en que murió, trató de no interponerse jamás en sus venerables correrías. No es extraño, porque en Isabel había ese natural imperio que inhibe a las personas, esa fuerza de convicción que prescinde de los hechos y las palabras. A veces, cuando se resistía intrépidamente al buen sentido, yo quedaba avergonzado de no haber sabido penetrar sus argumentos o encontrarlos falaces o superficiales. Isabel tenía siempre razón, cualesquiera que fuesen sus razones, estaba siempre en lo justo, en el fiel de la balanza, no en vano era una Heredia, y la hija de un hombre que llegó a presidir -por diecinueve días- el Tribunal Supremo. En casa de Isabel estaba el árbol genealógico de nuestra familia: cerca de la base se veía el escudo, sostenido por un Hércules. La estirpe de los Heredia, después de cubrir victoriosamente la península española, originaba descubridores y conquistadores en América; un gajo de la rama cubana, de vuelta a Europa, atravesaba los Pirineos: en él figuraba José María de Heredia; en la rama argentina, mi abuelo. Una vez yo aludí al árbol geneológico, «Tu abuelo era hijo del portero de San Francisco» me contestaron. Era verdad, pero nada podían las palabras de mi madre contra la nueva verdad que había surgido del mundo de Isabel, ese mundo afirmativo, temerario, allegado a la magia, donde las cosas parecían auténticas por el solo hecho de hallarse en él incluidas. Con las años he debido resignarme a que Los borrachos o La muerte de Adonis estuvieran en el Museo del Prado o en la Galería de los Oficios, y no en casa de Isabel, pero confieso haber destruido esas copias empecinadas e infieles (nadie las quiso comprar) con el orgullo de un hombre que se libera de los bienes materiales y hace del abandono de las riquezas su incalculable riqueza.
Isabel dejó muchas cartas y cuadernos -que abundan en reflexiones morales y párrafos copiados de sus lecturas. Tenía, quizá, algunas dotes de escritor (de escritor de segundo orden) y un diletantismo intelectual que la inducía a prestar momentáneamente su entusiasmo a proposiciones contradictorias. Por ejemplo, entre sus papeles, en un legajo donde ha puesto de su puño y letra Hyacinthe Loyson, encuentro el borrador de una carta muy laboriosa que le escribe al padre Jacinto. [2] «No puedo admitir que su matrimonio sea cristiano -le dice Isabel al eminente apóstata-. Sólo hay matrimonio cristiano, a imagen del que vincula a Cristo con su Iglesia, cuando el hombre o la mujer no se han comprometido ante Dios por un voto solemne a no contraerlo. Usted se había comprometido, estimado amigo, y después ha traicionado su voto, ha caído en los más funestos errores de Lutero. ¡Ah, qué tristeza! La iglesia católica prescribe el celibato de sus ministros fundándose en razones tan sabias, tan indiscutibles», etcétera. En el legajo, a continuación de la carta, encuentro un recibo de la casa Coni, de la misma fecha, e infiero que Isabel pagó la nueva edición de un librito titulado Observaciones sobre el inconveniente del celibato de los clérigos (Buenos Aires, 1890), impreso por primera vez en Londres y consignado a nombre de doña Melchora Sarratea, que las autoridades eclesiásticas de 1816 no dejaron introducir en el país. ¿No es curioso que cada idea suscitara en Isabel una reivindicación simultánea de la idea opuesta, y que rindiera homenaje -por secreto que fuese, como en este caso- al mismo principio que parecía desechar? Pero así se explica que impusiera su opinión una mujer en cierto sentido tan ecuánime, pues llevaba la independencia de criterio al extremo de no compartir, en el fondo, sus propias opiniones. [3] Sin embargo, yo no le hacía justicia cuando era chico y me tocaba acompañarla hasta su casa. Isabel, que padecía de insomnio por aquella época, recibía a cualquier hora de la noche: la puerta de calle quedaba entreabierta, la escalera iluminada; un portero, apostado en la cancel, ejercitaba su profesional inactividad. Había unos cuantos viejos noctámbulos, antiguos amigos del senor Urdániz, que pasaban a visitarla después de terminar sus partidas en el club. Este homenaje póstumo a Urdániz, en la persona de sus amigos, tenía la virtud de asombrar a mi madre. Muchas veces le he oído decir: «Pensar que nunca se ocupó del pobre señor cuando vivía, a no ser para mortificarlo.» Después, como dándose a sí misma la explicación, agregaba con suavidad: «Es el fruto del remordimiento.»
Mi madre quedó huérfana muy joven. Estaba interna en un colegio de monjas cuando Isabel la llevó a vivir consigo. Transcurrieron varios años. De pronto, Isabel empezó a contemplar un posible regreso de su hermano a Buenos Aires. Antonio, como todos los Heredia, tenía un don plástico nada común. Esas copias que había en su casa (se necesitaba conocer mucha pintura para distinguirlas de los originales) las había hecho Delfín Heredia en su juventud. Antonio había heredado el temperamento artístico de la familia. Pintaba, como hubiera podido escribir o componer música Tenía condiciones, muchas condiciones. Ahí estaba el quid, precisamente: por eso no llegaría a ser un verdadero pintor. En sus cuadros intentaba decirlo todo: cuando un artista intenta decirlo todo, acaba muy a menudo por omitir lo fundamental; no toma partido, corre el peligro de diluirse, de perderse. A su hermano le faltaban límites. Le faltaba, asimismo, esa candorosa estupidez que permite realizar una obra de arte después de concebirla. Era demasiado inteligente. Ella no quería significar que los artistas fuesen obligatoriamente estúpidos. Pero confundir afición con vocación, jugarse el porvenir a una sola carta, y a una carta mediocre… Menos mal que su hermano podía volver al país, trabajar. Ella le prestaría siempre su apoyo.
– Antes que Antonio llegase a Buenos Aires, yo estaba segura que habría de casarme con él.
Mi madre me dice estas palabras. Ahora, después de tantos años, aprovecho los raros momentos de intimidad que tengo con ella para hacerle preguntas sobre el pasado. Mi curiosidad la complace. Yo insisto:
– Debió serte penoso unirte a un hombre que apenas conocías.
– En que era penoso descubría mi deber. Quizá esta certeza me la inculcaron las monjas. Además, yo tomé el partido de Julio. En eso, tu padre se mantuvo firme. Volvió de Francia, es cierto, pero trajo a su hijo. En los primeros tiempos de casados, tu padre y yo seguimos viviendo con Isabel. A Julio lo internaron en un colegio de Ramos Mejía, lo más lejos posible de nosotros. Entre semana, cuando yo iba a visitarlo, lo sorprendía en los recreos completamente solo. Todavía no hablaba bien español, ni siquiera podía decir su propio nombre. Yo le enseñé a pronunciar la jota. Quería que lo llamaran Julio, como si fuera argentino. Los domingos, después del almuerzo, íbamos al Casino. Ocupábamos siempre los primeros asientos. El prestidigitador le sacaba a Julio palomas de la oreja o ristras de barajas. Éramos felices.
– A mí nunca me llevaste al circo.
– ¡Pobre Julio! -continúa mi madre-. Sé que ustedes no se parecían. Julio tenía otros ojos, otra voz, otras aficiones. ¿Hay algo más distinto de un hombre de ciencia que un artista? Entre la biología y la música ¿existe alguna relación? Sin embargo yo las relaciono, y tu piano, por ejemplo, ese piano en que estudias con tanto encarnizamiento, a veces, sin saber por qué, me trae a la memoria la imagen de sus ratas. El parecido no es físico, no es intelectual. Coinciden en algo más profundo: en el carácter.
Yo alego que mi carácter no se parece al de Julio.
– A Julio se le pudo creer egoísta -contesta mi madre- pero era abnegado, sensible, no soportaba el dolor ajeno. Aún ahora, para hacer su elogio, estoy pensando en tus cualidades… Cuando Julio murió, me sentía culpable de su muerte. En nuestra última entrevista le dije cosas malignas, y estúpidas, inexactas. Le dije que era idéntico a Isabel.
– Déjala en paz, pobre Isabel.
Mi madre no hace caso de la interrupción:
– Después que Julio murió, me sentía culpable, sola. Por entonces Isabel me preguntó si no me molestaría que tocases nuevamente el piano. Me dijo que trabajabas en casa de Claudio Núñez, pero habías conversado con ella: ambos, de común acuerdo, habían decidido que abandonaras tus otros estudios para dedicarte a la música. Le contesté que el ruido del piano no me molestaba. Era falso; en seguida que le dije estas palabras, empecé a escuchar el silencio del piano. Por la noche, recordando las obras que tocabas entonces, me atormentaba la idea de volver a oírlas. Pero al día siguiente llegó el sonido del piano, menos agresivo de lo que yo esperaba. Tocabas ejercicios, escalas, arpegios. Y había, en el llamado del piano, un deseo manifiesto de confortarme. Tuve la sensación de que te dirigías a mí, que me decías algo muy íntimo de la única manera en que podías decírmelo. Empecé a observarte con más atención, a reparar en ese parecido con Julio de que te hablaba. Empecé a sentirme menos sola.
Mi madre se ha ido exaltando poco a poco. La encuentro envejecida, gastada. Pienso que tiene la presión arterial muy alta, pienso en su salud. Además, ha pasado mucho tiempo. Sus palabras, que en otra época me hubieran hecho feliz, llegan demasiado tarde. Mi madre insiste en que estos recuerdos han perdido sobre ella todo poder nocivo, quiere seguir hablando. Pero yo la obligo a callar.