IV

No me parece oportuno hablar de mis éxitos en este relato. Contaré, sin embargo, que a los trece años me presenté a examinarme en un conservatorio de música, del cual no era alumno regular, y obtuve un primer premio y un diploma. Isabel, para celebrar mi triunfo, me regaló un Érard de concierto. La recuerdo observando con los ojos entornados, en un vago gesto de présbita, el efecto que hacía en el vestíbulo esa larga superficie de caoba. Sube al desván, escoge un cuadro entre los muchos que había y lo hace colocar detrás del piano. Durante esa época yo trabajaba en la Sonata de Liszt. Había emprendido su estudio cediendo a las instancias de mi profesor, y por una de esas puerilidades que no sabemos cómo ni en qué momento han nacido en nuestro espíritu, asociaba esta obra al plano que acababan de obsequiarme y en cierto sentido a todo mi porvenir artístico. Con gran extrañeza de Isabel, había resuelto no abrir el piano nuevo hasta no tocar en él, de manera impecable, la Sonata de Liszt. Era una obra superior a mis fuerzas. Yo analizaba sus dificultades, desarticulando los pasajes más arduos, que repetía hasta el cansancio; aisladamente lograba tocarlos con limpieza, pero cuando quería ensamblarlos con los otros tenía que disminuir la velocidad o escuchar, pálido de rabia, a un intérprete efectista que arrancaba del teclado acordes turbios y hacía falso sobre falso.

– Toma el alegro al movimiento debido y no te ocupes de los falsos -me decía Claudio Núñez, el profesor, en cuya charla persuasiva el francés hacía irrupción de vez en cuando. Sus argumentos eran tan especiosos que parecía burlarse de mí-. ¿Qué importancia tienen los falsos? -continuaba-. Elle a quand même du chic, ta façon de trébucher. Has aprendido a equivocarte, ya eres un verdadero pianista. Eso es todo.

Claudio Núñez había vivido muchos años en Europa, donde fue maestro de algunos concertistas famosos. Durante la guerra del 14 hizo un viaje a Buenos Aires y trajo, entre otras recomendaciones, una carta para Isabel. Isabel me propuso que tomara algunas lecciones con Núñez. Le dijimos a Mlle. Lenoir, mi antigua profesora, que yo pensaba descansar dos meses, y Mlle. Lenoir contribuyó, sin darse cuenta, a que adoptara definitivamente a mí nuevo profesor. Cuando volvió a casa, transcurridos los dos meses, quedó asombrada de mis progresos:

– Delfín -me dijo-, hoy ha tocado usted mejor que nunca. El descanso le ha hecho a usted un bien enorme.

– No es el descanso -exclamó Isabel que presenciaba la escena-. Es Claudio Núñez, un buen profesor.

Mlle. Lenoir me quería mucho; buscó una respuesta, no la encontró. De improviso se fue de la sala. En vano quise detenerla: la vi correr por el jardín, sollozando, hablando sola.

No volvió nunca mas.

– Con esa imbécil -me dijo Isabel por todo comentario- estabas perdiendo lastimosamente el tiempo.

Claudio Núñez había advertido el lado defectuoso de mi ejecución. Como primera medida, me obligó a tocar con el cuerpo suelto, enseñándome esa articulación del codo y el hombro que exigen del brazo una gimnasia que yo, hasta entonces, reservaba a la muñeca y a la mano. De esa manera conseguía imprimir al cuarto y quinto dedos igual intensidad que a los otros. Cuando fraseaba, Núñez me hacía ejercer sobre todos los dedos una presión constante para no perder ningún acento de la melodía. Debo añadir que las lecciones se desarrollaban en una atmósfera de optimismo casi frenético, porque yo aprendía con extrema rapidez todas las recetas de Núñez; de las dificultades, sólo subsistía el placer experimentado en vencerlas. Al poco tiempo yo mismo quedaba deslumbrado por la pureza que lograba obtener en las escalas, la sonoridad en los fortísimos, la simultaneidad en el juego polifónico de notas dobles. Y pensar que resultados tan exquisitos, tan inmateriales, se debían a pequeños trucos relativamente fáciles de aprender, como la vuelta completa de la mano en los arpegios, o el ataque desde cerca en los fortísimos, transmitiendo a los acordes, por intermedio de los hombros, el peso de la parte superior del cuerpo, o el paso del pulgar al índice en las series de terceras. Núñez repetía siempre que había que entrar de lleno en la música y adquirir técnica en la obra misma, ya fuese de Bach o de Chopin, de Beethoven o de Liszt. Poco a poco abandoné la ingrata escuela de Isidoro Philipp, de quien fue discípula Mlle. Lenoir, que «para estar en dedos» recomienda ejercicios antimusicales y fatigosos: había adquirido ese mecanismo que consiste en una adecuación inteligente de los músculos y tendones del brazo y de la mano y que nos permite retener nuestra técnica aunque pasemos varias semanas sin tocar. Se lo debo a un hombre autoritario, flaco, de labios inquietos y mirada recelosa. Al mencionarlo en este capítulo, quiero hacerle constar mi gratitud. Han pasado los años, pero nada hay en él que no recuerde con simpatía. Hasta su versatilidad, su obsecuencia, su falta de escrúpulos; hasta su mal aliento, que por entonces no me hacía demasiada gracia, ya que en sus raptos de fervor, para retribuirme el placer que le causaban mis progresos, tenía la costumbre de oprimirme entre sus brazos y besarme en las mejillas.

Vuelvo a la Sonata de Liszt. Pocas obras me han exigido más trabajo. Había llegado a deprimirme, a desconfiar de mis medios, a perder la memoria, mi excelente memoria musical. A veces me sucedían cosas tan inverosímiles como quedar encajado en una tonalidad, prisionero de ella para siempre. Buscaba desesperadamente la modulación, pero no podía pasar del re al si y en el tercer tiempo, al terminar el piú mosso, me encontraba repitiendo el alegro enérgico de la primera parte. Era como si la sonata me hubiera echado un maleficio. Me levantaba del piano.

Núñez se colocaba a cierta distancia y tenía por norma interrumpir la ejecución integral de la lección. Yo le decía, tembloroso, mientras daba una vuelta por la sala:

– Ya ve usted las cosas que me suceden. Es inútil.

Núñez, sonriendo, ensayaba explicaciones psicoanalíticas que tenían la virtud de enfurecerme:

– En el fondo, te atormentaban las octavas del primer alegro; por eso lo has vuelto a tocar: era una orden de tu inconsciente. Y esta vez ha salido mejor. Ya sabes: pulso rígido, mucho antebrazo, e intervención de los hombros.

Al decir estas palabras me golpeaba fuertemente en la espalda, y tomándome del brazo me arrastraba hasta el piano.

Transcurrieron varios días. Aún no me atrevía a tocar la Sonata en el Érard. Una tarde, después del té, encontrándome solo en casa, subí al vestíbulo como si fuera sonámbulo, me senté al piano nuevo y ataqué los primeros compases de la Sonata de Liszt. El sonido, muy poco semejante al del viejo Steinway de la sala, más aterciopelado, más profundo, y a la vez menos estridente, me permitía no retenerme en los fortísimos y lanzar toda mi energía sobre las teclas sin miedo de golpear. Por eso, quizá, olvidé mis aprensiones; cada vez con mayor dominio pasé de un tiempo a otro tiempo; pasé del brío a la elocuencia, de la elocuencia al arrebato, a la fiebre; cedió la fiebre, llegó la dulzura, y de nuevo fue el vértigo, y otra vez la dulzura, el sosiego. En un momento dado me sorprendí en los graves compases del lento final. Había ejecutado la Sonata al movimiento exacto, sin el menor tropiezo. Y entonces pude oír, no precisamente aplausos, pero sí un murmullo de admiración, un aliento. Alguien, conmigo, había escuchado la Sonata. Tuve la certeza de una presencia real. Miré a uno y otro lado: al enfrentarme con el cuadro, encontré en los ojos de Julio ese fulgor de simpatía que sólo iluminaba su rostro cuando hablaba con mi madre. Entonces toqué de nuevo la Sonata, pero empezando por el tercer tiempo, ese cantabile apasionado, confidencial. Y mientras tocaba eché la cabeza hacia atrás, detuve los ojos en los ojos de Julio. Julio sonreía como las personas que han sido sorprendidas en un momento de debilidad y comprenden que ya es inútil continuar fingiendo. Hablaba despacio, y las palabras no alteraban el tono de su voz, una voz blanda, dúctil, que seguía los delicados arabescos del cantabile y me inducía a responder: en un determinado instante, era yo quien hablaba. Y hablaba sin esfuerzo alguno: había tomado la palabra obedeciendo a un impulso tan espontáneo e imperceptible como el de la cromática descendente que le permite a la mano izquierda apoderarse de la melodía, una octava más abajo, y pasar a los altos el acompañamiento. Muchas veces, después de esa tarde, he tocado la Sonata en si menor, y de muchas maneras el cantabile del allegretto y del andante sostenuto se ha dirigido a mí en su lenguaje cifrado. Pero cualquiera que haya sido su mensaje, más o menos prodigioso, más o menos deslumbrador, la felicidad en que estaba sumergido ha sido siempre la misma. Digo felicidad, sí, pero hay en esa felicidad algo melancólico. Lleva consigo la angustia de su propio fin. Nos embriaga… y nos aflige en razón de su vehemencia. Sentimos nostalgias del goce que nos procura, y echamos de menos, anticipadamente, los momentos de gloria que nos permite conocer.

Yo conocí un momento de gloria, esa tarde, cuando Julio me confesó su admiración. No me lo dijo, hasta entonces, para no estimular ese respeto excesivo hacia mi persona que Isabel creaba en la casa. Además, acercarse a mí hubiera significado luchar con Isabel, disputarme a su influencia, vencerla. Y perjudicarme en otro sentido. Habló de «las cosas materiales». Le contesté, un poco ruborizado, que ese talento musical que me reconocía llevaba implícito un absoluto desdén por las cosas materiales. En todo caso, desde ahora renunciaba a cualquier aspiración de esa naturaleza: no tenía otra aspiración que la música o, mejor dicho, que perderme a través de la música en el afecto de Julio y de mi madre. No deseaba poder, honores, riqueza. Por un momento hice mías esas hipotéticas ventajas que podía ofrecerme el destino para sentir, al rechazarlas, el áspero goce de ciertos grandes de la tierra que se consagran furiosamente a Dios, en el fondo de los monasterios. Julio sonreía. Me hizo notar que la música exigía de mí algunos sacrificios, y el primero de todos: sobrellevar a Isabel. «Isabel, le contesté, tiene algunas buenas cualidades.» «Sí, dijo Julio, pero quiere tenerlas todas. Quiere, además, que todos admitan su perfección. Desconfía de cualquier persona que se resista a sus designios o pretenda vivir prescindiendo de ella. Necesita rodearse de esclavos.» «Le gusta la música, insistía yo, es una mujer muy instruida.» Julio, sin desmentirme, señalaba algunos rasgos en el carácter de Isabel que venían a modificar insensiblemente mis palabras: «Es una mujer muy instruida que no desdeña las cosas materiales. A veces, la música otorga renombre, éxito. A Isabel le gusta el éxito. En ocasiones yo la encuentro demasiado inflexible; con la pobre Mlle. Lenoir, por ejemplo.» «Lo hizo por mí, contesté; si aún estudiara con Mlle. Lenoir, no podría tocar la Sonata de Liszt.» En ese momento ejecuté los acordes finales y todavía vibraba en el aire el si profundo de la octava baja, cuando escuché exclamaciones, risas. Me tomaron de la cintura, una mejilla se apoyó contra la mía. Era Isabel.

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