Las ratas se alojaban en grandes armarios con tapas de alambre tejido. Eran blancas. A menudo, por los intersticios de la malla de alambre asomaban sus gruesas colas rosadas. Periódicamente trasladaban al instituto las ratas de un armario y volvían a llenar los estantes vacíos con otras más pequeñas: crecían con rapidez. Las viajeras eran inmoladas en el instituto, a juzgar por unos cráneos triangulares, de huesitos consistentes, que adornaban la mesa de trabajo. Las ratas me atraían. Me gustaba subir al laboratorio, al caer la noche. Las oía removerse, arañar la madera, chillar. En la penumbra fulguraban bolitas alarmantes de cristal rosado. Una vez se apagaron instantáneamente los ojos de las ratas al tiempo que Julio encendió la luz eléctrica.
– ¿Qué haces aquí? -me preguntó.
Le pedí disculpas; estaba a punto de irme, cuando me dijo:
– No me molestas.
Pasó a su dormitorio y volvió después de un momento, sin saco, con la camisa remangada. Sacaba de los estantes rata por rata y las iba pesando sucesivamente en una balanza. Las ratas lo conocían. Julio se permitía jugar con ellas, entreabrirles la boca con el índice curvado para que en él asentaran sus largos colmillos: nunca lo mordían. Además les preparaba la comida, una pasta blanca que dejaba secar al sol; después de cortarla en panes iguales, la iba repartiendo en los distintos estantes. Esta comida tenía un olor que se adhería a la piel con insidiosa persistencia, el famoso «olor a rata». En vano Julio rociaba sus brazos con agua de colonia, después de jabonarlos bajo el único chorro de la pileta; no bien entraba en el comedor, mi padre -al olfatear el agua de colonia- vaticinaba una inminente peste bubónica que haría estragos en toda la familia. Julio lo dejaba hablar. Una noche, sin embargo, condescendió a responderle:
– Las ratas blancas no son vectores especiales de bubónica; además, lo que pretendes sentir no sería nunca olor a rata, sino a la comida de las ratas, comida, dicho sea de paso, bastante más higiénica que la nuestra: almidón, caseína, sal, aceite de hígado de bacalao y levadura de cerveza. Te noto de mal semblante: deberías ponerte a ese régimen.
Pero Julio, a esa comida, le agregaba agua en abundancia; traían el agua del instituto en damajuanas lacradas, con letreros que decían Avellaneda, Pergamino, San Rafael, Oran, etcétera. Julio estudiaba los efectos nocivos de ciertas sales disueltas en el agua y, en los últimos tiempos, se había declarado adversario del aluminio. Las sales de aluminio ejercían una acción progresivamente tóxica sobre los órganos y los tejidos, lo cual podía demostrarse porque la curva de aumento de las enfermedades cancerosas, de veinte años a la fecha, coincidía con las curvas de producción y difusión de utensilios de aluminio. Esto lo supimos por mi madre, que hizo desterrar de la cocina hasta la última cacerola de tan funesto metal. Mi madre hablaba con ese fervor que ponen las personas cuando explican asuntos que apenas comprenden. Entusiasmada, arrebatada, suplía la indigencia de su vocabulario con una abundante gesticulación. Mi padre la observaba sorprendido; Isabel, sonreía. Entonces, por toda respuesta, mi madre se alejó majestuosamente de la sala, pero volvió instantes después trayendo unas revistas extranjeras en que mencionaban «the very interesting but hazardous researches on vanadium and aluminium that Dr. Julio Heredia, of Buenos Aires, has undertaken»,1 [4] y la comunicación de M. Gabriel Renard a l'Académie des Sciences, donde afirmaba que «sur un certain plan et dans une certaine mesure, les experiences bio-chimiques qu’a faites M. Julio Heredia, le jeune savant argentin, pour démontrer l'influence de l’aluminium dans les maladies des os et de l’intestin, ne manquent peut-être pas d’une importance relative». [5] Recuerdo que Isabel le tomó la revista de las manos y volvió a leer el párrafo, marcado con lápiz azul, subrayando teatralmente los «certains», el «peut-être», «l’importance relative».
Este oblicuo antagonismo entre Isabel y mi madre estaba disimulado por una ostensible acumulación de buenas maneras y atenciones recíprocas. Sin embargo, un observador perspicaz empezaba a notar algo sospechoso en la cortesía vigilante con que se trataban. A veces ellas mismas parecían asombrarse del tono apacible de sus relaciones; entonces, por un sentimiento de solidaridad con el pasado, cambiaban de cuando en cuando una mirada escrutadora, una reticencia, una frase cuya insignificancia contrastaba con el ardor combativo del acento, y recobraban súbitamente la paz al comprobar que aún persistían, profundos, operantes, los viejos rencores que las ligaron de modo tan extraño en otra época.
Isabel comía con nosotros todas las noches. Claudio Núñez nos acompañaba dos veces por semana, cuando me daba lección por la tarde. En la mesa, mi madre y Julio hablaban entre sí, apartados de la conversación general. Una noche Claudio Núñez elogió el cuadro que Isabel había colocado en el vestíbulo. «Es una lástima -le dijo a mi padre- que usted no continuara pintando.» Mi madre intervino:
– Yo admiro mucho ese cuadro -dijo en voz alta-. Antonio lo pintó antes de casarse, es un autorretrato. Y ahora se parece a Julio. Es extraño.
– No es extraño que Antonio y Julio se parezcan -dijo Isabel.
Mi madre afirmó de una manera categórica:
– Antonio y Julio no se parecen. Hablo del cuadro. ¿No encuentran ustedes que el cuadro se parece a Julio?
Yo iba a sostener la opinión de mi madre, pero en ese momento las miradas de Isabel, Núñez y mi padre se fijaron en Julio, y creí notar que Julio se ruborizaba; de todos modos, para sustraerse a esa molesta confrontación mental, desvió los ojos y los detuvo en los míos. Fue un segundo, pero interpreté su violento deseo de que me callara. Nada había dicho, por suerte, pero no necesitaba hablar para que Julio leyera en mi pensamiento. La respuesta de mi padre nos alejó del tema. Yo escuchaba sus palabras tratando de vencer mi confusión:
– En otra época me parecía a ese retrato, o creía parecerme. Ahora estoy envejecido.
– Ahora tienes una expresión diferente -dijo mi madre-. Si hubieras continuado pintando, es posible que aún te parecieras al retrato.
Isabel y mi padre hicieron al mismo tiempo dos preguntas distintas:
– ¿Qué tiene que ver la pintura con la expresión de ese retrato?
– ¿A qué expresión te refieres?
Mi madre pasó por alto la pregunta de Isabel. Contestó:
– A una expresión ¿cómo diré? Rebelde y optimista.
– Sí -dijo Núñez-. El rebelde es optimista. Por eso tiene energías para seguir luchando: espera vencer.
– Bueno -concluyó mi padre-, yo abandoné la pintura porque había perdido el optimismo.
Isabel le decía a Núñez:
– Usted no sabe cómo insistí para que Antonio continuara pintando… Todavía aquí, en Buenos Aires, le pedía que reanudara. Siempre he deseado que en nuestra familia hubiera un artista. Delfín es un caso distinto. Quizá deba hacer algo más importante que interpretar la obra ajena. Por eso no quiero que sacrifique a la música el resto de su instrucción.
– Un pianista no es un mero intérprete -protestó Núñez-. Es también un creador o, si usted quiere, un recreador. Además, Delfín podría estudiar armonía. Yo le iba a sugerir, precisamente…
Isabel lo interrumpió:
– Quiero mostrarle otros cuadros de Antonio, unos paisajes. Alguna vez, si él nos lo permite, lo haré subir al desván.
Mi padre confesó que su pintura le producía un malestar casi físico.
– Pero ese autorretrato…
– Es un boceto.
– ¿Así que usted prefiere los bocetos, los apuntes preliminares, a las obras definitivas? -le preguntó Núñez.
Mi padre aclaró el sentido de sus palabras refiriendo la impresión que tuvo días antes, en casa de un amigo, frente a un cuadro de Z., el pintor español. El dibujo, la composición, el colorido, le habían parecido francamente malos y, sin embargo, el cuadro en sí le repugnaba menos que otros cuadros de Z. Se acercó y comprendió que era la obra de un imitador de Z., un discípulo sin ningún talento.
– Cuando se toma un camino equivocado -dijo- mientras más oficio y dotes naturales se poseen, se hacen cosas cada vez más detestables. Se avanza más y más en el error.
Pero Isabel estaba decidida a elogiar la pintura de mi padre.
– ¡Qué absurdo! -dijo-. Tú no habías elegido un camino equivocado.
Mi padre admitió que él, estéticamente, había sido muy ambicioso. Pero esa misma actitud le exigía sacrificios y luchas que no tuvo el valor de afrontar:
– Y hacerlos con exaltación, con entusiasmo. Tener esa expresión rebelde y optimista de que hablaba mi mujer y que yo he perdido para siempre.
Isabel pensaba en sacrificios y luchas materiales. Según mi padre, se trataba de luchar contra el miedo, la inercia, la rutina, los sentimientos convencionales, las ideas hechas, la facilidad. El artista debía vivir en perpetuo antagonismo.
– Usted postula una rebelión sistemática que conduce a la soledad -exclamó Núñez-. Y no es bueno que el hombre esté solo, como dice el Génesis. El artista no debe sustraerse al espíritu de su tiempo.
– Habría que saber -replicó mi padre- si lo que sobrevive de una época no es aquello que parecía más en pugna con la época misma. Un periodista inglés ha escrito que cuando los sociólogos hablan de la necesidad de conformarnos al espíritu de nuestro tiempo, olvidan que nuestro tiempo es la obra de unos pocos que no quisieron conformarse con nada. Sí, ya sabemos. No conviene apartarse de los demás, aislarse. Pero en las sociedades burguesas el artista ha perdido toda función y tiene que aislarse, necesariamente. Quizá la obra de arte sea una venganza del individuo aislado.
A Núñez le parecía una concepción exagerada e inhumana. Pero mi padre aludió a ciertas manifestaciones de la música y de la pintura modernas. Lo que había en ellas de nuevo, de específicamente nuevo, era una nota inhumana, anárquica:
– Son la reacción del artista a la hostilidad más o menos encubierta del medio en que actúa. Hoy por hoy, esa hostilidad es el único estímulo del artista.
– Usted exagera -repitió Núñez.
Pero mi padre hablaba sin ánimo de protesta. Estaba de acuerdo, además, en que toda obra de arte lleva en sí un germen disolvente. Al ofrecernos una visión de las cosas que hasta ese momento no teníamos, nos propone un orden nuevo, incesantemente nuevo. La sociedad, desde su punto de vista, hacía bien en mostrarse hostil a los artistas.
– No me negará usted -agregó- que en su indiferencia hay mucho de hostil. Mejor dicho, es siempre hostil, hasta cuando finge ponerse de parte de ellos, porque entonces protege el arte mundano o académico, es decir, continúa persiguiendo indirectamente a los artistas verdaderos. Trata de aplastarlos por todos los medios.
– Es una injusticia -dijo mi madre.
– ¡Bah! Los débiles sucumben, tanto mejor. En mi caso, por ejemplo, como no me sentía con fuerzas para la lucha, preferí renunciar a la pintura.
– El señor Heredia se puso de parte de la sociedad -dijo Núñez con sorna.
Mi padre contestó sonriendo:
– No se imagina hasta qué punto. Soy fiscal del crimen.
Llevaron el café a la sala.
Mi madre y Julio, cerca de la chimenea encendida, jugaban a la crapette. Isabel, mi padre y yo rodeábamos a Núñez, que hacía parodias en el piano. Inclinado, desmayado sobre las teclas, tocaba un vals de Chopin a la manera de Risler: el vals parecía una canción de cuna; Risler empezaba a despertar, hacía contorsiones, alzaba los brazos a una altura extraordinaria, se convertía en Rubinstein, y el vals entraba en un paroxismo de agitación; después seguíamos escuchando nítidamente el tema del vals, pero coincidiendo con una canción rusa que se había introducido en el acompañamiento; más tarde, el vals se transformaba en el estudio de las notas negras, tocado a una velocidad prodigiosa: Claudio Núñez hacía correr por las teclas una naranja que había sacado del bolsillo.
De cuando en cuando, oíamos el leve ruido de las barajas y los stops ahogados de los jugadores.
Núñez me obligó a sentarme al piano.
– Ustedes -dijo Isabel, dirigiéndose a Julio y a mi madre- procuren guardar silencio.
Julio se puso de pie, e Isabel, como lo instara inútilmente a quedarse, aludió a esas personas inconcebibles que no podían soportar la música. Eran dignas de lástima.
– No me compadezcas -le dijo Julio desde la puerta-. He notado que los melómanos sufren mucho. Se pasan la vida saturándose de impresiones que sólo pueden definir por el vago placer que les producen, y están siempre al borde de la tristeza, oscilando entre el éxtasis y el hastío. Esto no lo digo por usted, señor Nuñez: la música es su profesión.
– Sin embargo, no te haría mal escuchar un poco de música.
Yo giré en el taburete del piano, con petulancia. Dije:
– Voy a tocar la Sonata de Liszt.
Pero ya Julio se había marchado de la sala, e Isabel lanzó una exclamación sorprendente:
– ¡No! ¡Es demasiado larga!
Claudio Núñez, dos días después, habló de mi padre con benevolencia:
– Tiene algunas lecturas -dijo- y pasiones muy vivas, bajo su apariencia de grand désabusé. Y la señora de Urdániz, con ese contraste entre los ojos negros y el cabello blanco… Una mujer superior, absolutamente superior. ¡Tan civilizada! Junto a ella, todos parecemos bárbaros. Yo, al menos, descubro con angustia que soy, en estos momentos, un inmigrante en mi propio país. Tu hermano Julio me interesa mucho. No es aficionado a la música… Sin embargo, prefiero que sea un hombre de ciencia y no un artista. En él me gusta que no le guste la música. Eso equilibra la atmósfera de tu casa. Uno se entiende muy bien con las personas de tu familia.
Recordaría estas palabras de Núñez al oír la reflexión opuesta. Cecilia Guzmán me dijo:
– ¡Qué familia la tuya, Delfín! No hay manera de entenderlos.