Beirut recupera su noche…

Beirut recupera su noche y se cubre la cara con un velo. Si los disturbios de la víspera no la han despertado es la prueba de que camina durmiendo. Por tradición ancestral, no se molesta a un sonámbulo, aunque esté arriesgando la vida.

Me la imaginaba distinta, árabe y orgullosa de serlo. Me equivoqué. No es sino una ciudad indefinida, más cercana a sus fantasmas que a su historia, tramposa y voluble, decepcionante como una broma de mal gusto. Puede que sus santos patrones hayan renegado de ella por su empeño en querer parecerse a las ciudades enemigas, exponiéndola así a los traumas de las guerras y a las precariedades venideras. Ha vivido la pesadilla a tamaño natural, ¿y de qué le ha servido?… Cuanto más la observo, menos la entiendo. Hay en su desparpajo una insolencia sospechosa. Esta ciudad miente como respira. Su afectación sólo es un engañabobos. El carisma que se le atribuye no cuadra con sus estados de ánimo; es como si ocultaran bajo la seda una ajada fealdad.

Cada día trae su afán, recalca sin convicción. Ayer voceaba sus iras por sus bulevares con los escaparates puestos a resguardo. Esta noche lo va a mandar todo a paseo. Las noches le van a volver a sentar de maravilla. Ya están las luces y los rótulos de neón montando su espectáculo. En la marea zigzagueante de faros, los coches de lujo se consideran ramalazos de genialidad. Es sábado, y la noche se dispone a cortar por lo sano. La gente va a pasárselo en grande hasta el amanecer, con tantas ganas que las campanas dominicales no la harán inmutarse.

Llegué a Beirut hace tres semanas, más de un año después del asesinato del antiguo primer ministro Rafic Hariri. Percibí su mala fe apenas el taxi me soltó en la acera. Su duelo es sólo fachada; su memoria, un viejo colador inservible; de entrada la detesté.

Por la mañana me invade una sorda aversión cuando oigo su alboroto de zoco. Por la noche, una ira parecida se apodera de mí cuando los juerguistas salen a vacilar con sus bólidos bruñidos y su equipo de música a tope. ¿Qué pretenden demostrar? ¿Que se lo pasan de miedo a pesar de los atentados? ¿Que la vida sigue a pesar de sus reveses?

No consigo entender su numerito.

Soy un beduino, nacido en Kafr Karam, un pueblo perdido en el desierto iraquí, tan discreto que a menudo se diluye en los espejismos para emerger sólo durante la puesta del sol. Las ciudades grandes siempre me han producido una profunda desconfianza. Pero los súbitos cambios de Beirut me producen vértigo. Aquí, cuanto más cree uno haber dado con algo, menos seguro está de qué se trata. Beirut es una chapuza; su martirio es fingido, sus lágrimas son de cocodrilo. La odio con todas mis fuerzas, por sus arrebatos de orgullo, tan faltos de valor como de coherencia en las ideas, por tener el culo entre dos asientos, árabe cuando no hay dinero en la caja, occidental cuando las conspiraciones resultan rentables. Reniega durante la noche de lo que santificó durante el día. Se escaquea en la playa de lo que predica en la plaza, y se precipita hacia su ruina como una chavala en fuga y amargada que piensa encontrar en otra parte lo que tiene al alcance de la mano…

– Deberías estar fuera desentumeciéndote las piernas y la mente.

El doctor Jalal se encuentra detrás de mí, con la nariz pegada a mi nuca.

¿Cuánto tiempo hará que me observa hablando a solas?

No lo he oído llegar, y me irrita tenerlo colgado sobre mis pensamientos como si fuera un ave de presa.

Adivina que su presencia me está turbando y me señala la avenida con la barbilla.

– Es una noche magnífica. Hace bueno, las cafeterías están llenas, las calles están abarrotadas de gente. Deberías aprovecharlo en vez de quedarte aquí rumiando tus preocupaciones.

– No tengo preocupaciones.

– ¿Entonces qué pintas aquí?

– No me gusta el gentío, y además odio esta ciudad.

El doctor echa la cabeza hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo. Frunce el ceño.

– Te equivocas de enemigo, joven. A Beirut no se la odia.

– Pues yo la odio.

– Haces mal. Es una ciudad que ha padecido mucho. Ha tocado fondo. Sigue en pie de milagro. Ahora vuelve a levantar cabeza, despacio. Sigue febril y conmocionada, pero se aferra a la vida. Para mí, es admirable. Hasta hace poco nadie apostaba por su pellejo… ¿Qué se le puede reprochar? ¿Qué te disgusta de ella?

– Todo.

– Resulta impreciso.

– Para mí no. No me gusta esta ciudad, y punto.

El doctor no insiste.

– Si así te entretienes… ¿Un rubio?

Me tiende su paquete de cigarrillos.

– No fumo.

Me ofrece una lata.

– ¿Una cerveza?

– No bebo.

El doctor Jalal deja su lata sobre una mesilla de mimbre y se apoya en la balaustrada, pegando su hombro al mío. Su aliento a alcohol me asfixia. No recuerdo haberlo visto sobrio. Con cincuenta y cinco años, ya es un desecho, con la tez violácea, la boca retranqueada y profundos surcos en las comisuras. Esta noche lleva un chándal con los colores del equipo nacional libanés, abierto sobre una camiseta de color rojo intenso, y unas zapatillas de deporte nuevas con los cordones desatados. Parece recién levantado tras una buena siesta. Se mueve soñoliento, y sus ojos, habitualmente vivarachos y ardorosos, son apenas visibles entre sus párpados entumecidos.

Con gesto de fastidio, se echa el pelo sobre lo alto del cráneo para camuflar su calvicie.

– ¿Te molesto?

– …

– Estaba un poco aburrido en mi habitación. Nunca ocurre nada en este hotel, ni bodas ni banquetes. Esto parece un cementerio.

Se lleva la lata a los labios y echa un trago largo. Su nuez prominente se desplaza a brincos por la garganta. Me fijo por vez primera en una gran cicatriz que le cruza el cuello de lado a lado.

Se fija en mi ceño fruncido. Deja de beber, se limpia con el revés de la mano; luego, meneando la cabeza, se vuelve hacia el bulevar devorado por la histeria lumínica.

– Intenté ahorcarme, hace ya mucho -cuenta apoyándose sobre la barandilla-. Con una cuerda de cáñamo. Apenas tenía dieciocho años…

Echa otro trago y prosigue:

– Acababa de pillar a mi madre con otro hombre.

Sus palabras me desconciertan, pero no deja de apuntarme con la mirada. Reconozco que el doctor Jalal suele pillarme desprevenido. Su sinceridad me desconcierta; no estoy acostumbrado a este tipo de confesiones. En Kafr Karam ese tipo de revelación resulta inconcebible. Nunca he oído a nadie hablar así de su madre, y la frivolidad con que el doctor expone sus trapos sucios me confunde.

– Son cosas que ocurren -añade.

– Estoy de acuerdo -digo para cambiar de tema.

– ¿De acuerdo con quién?

Me siento turbado. Ignoro lo que pasa por su cabeza y me molesta sentirme falto de argumentos.

El doctor Jalal no insiste. No somos de la misma pasta, y a veces, cuando habla con gente de mi condición, tiene la sensación de estar haciéndolo con una pared. No obstante, la soledad le pesa, y un rato de charla, por insustancial que sea, le ahorra al menos caer en un coma etílico. Cuando el doctor Jalal no habla es porque está bebiendo. En general tiene buen beber, pero recela del ambiente en el que acaba de recalar. Por mucho que se repita que está en buenas manos, no consigue convencerse de ello. ¿Acaso no son esas mismas manos las que disparan en la oscuridad, degüellan y ahogan, las que colocan artefactos explosivos bajo el asiento de los indeseables? Es cierto que no ha habido incursiones de castigo desde que llegó a Beirut, pero la gente que lo acoge cuentan en su activo con muchas matanzas. Lo que lee en sus ojos no engaña: son la muerte en marcha. Un desliz, una indiscreción, y ni siquiera le dará tiempo a enterarse de lo que le estará ocurriendo. Hace dos semanas, a Imad, un chico que tenían para atenderme, lo encontraron chapoteando en sus excrementos en medio de una placeta. Para la policía, Imad murió de sobredosis. Mejor así. Sus camaradas, que lo ejecutaron con una jeringa infectada, no fueron a su entierro; hicieron como si jamás le hubiesen visto el pelo. Desde entonces, el doctor echa un par de ojeadas bajo su cama antes de colarse entre las sábanas.

– Hace un rato estabas hablando solo -dice.

– A veces me ocurre.

– ¿Y de qué?

– … Ya no recuerdo.

Menea la cabeza y vuelve a contemplar la ciudad. Estamos en la terraza del hotel, en el último piso, dentro de una especie de recámara de cristal que da a la arteria principal del barrio. Hay varias sillas de mimbre, dos mesas bajas y un canapé en una esquina custodiados por estanterías repletas de libros y folletos.

– No te hagas demasiadas preguntas -me dice.

– Ya no me hago preguntas.

– Uno se hace a menudo preguntas cuando se aísla.

– Yo no.

El doctor Jalal dio clases durante un tiempo en universidades europeas. Se le veía con regularidad por los estudios de televisión arremetiendo contra el «desviacionismo criminal» de sus correligionarios. Ni las fatuas decretadas contra él ni los intentos de secuestro consiguieron contener su virulencia. Estaba a punto de convertirse en la bestia negra de la Yihad armada. Luego, sin previo aviso, acabó ocupando asiento en el palco del imanato integrista. Profundamente decepcionado por sus colegas occidentales, tras haber constatado que su estatuto de negro de turno desbancaba ofensivamente a su erudición, escribió un tremendo requisitorio contra el racismo intelectual que hacía estragos en las camarillas bienpensantes de Occidente e inició una serie de asombrosas piruetas para acercarse a los ambientes islamistas. Aunque al principio sospecharan que fuera un agente doble, el imanato lo rehabilitó y acreditó. Hoy recorre los países árabes y musulmanes poniendo sus dotes para la oratoria y su temible inteligencia al servicio de los yihadistas.

– Hay un burdel cerca de aquí -me propone-. ¿Te apetece ir a echar un polvo?

Me quedo pasmado.

– No es realmente un burdel, al menos no como los demás. Los parroquianos son cuatro gatos, gente con clase… A casa de madame Rachak sólo acude un público distinguido. La gente bebe y cae algún que otro porro, sin líos, a ver si me entiendes. Y luego, cada mochuelo a su olivo, y si te he visto no me acuerdo. En cuanto a las chicas, son bonitas y tienen inventiva, unas profesionales. Si te sientes atascado por una u otra razón, te ponen como nuevo en un abrir y cerrar de ojos.

– No es lo mío.

– ¿Por qué dices eso? A tu edad, yo no dejaba que un culo se enfriase.

Su tosquedad me desconcierta.

Me cuesta creer que un erudito de su envergadura pueda dar muestras de una vulgaridad tan crasa.

El doctor Jalal me lleva unos treinta años. En mi pueblo, desde la noche de los tiempos, no se concibe ese tipo de conversación delante de alguien mayor que uno. Sólo una vez en Bagdad, mientras paseaba con un joven tío mío, alguien soltó un taco delante de nosotros. Si la tierra se hubiese abierto en aquel momento, no habría dudado un segundo en refugiarme dentro de ella.

– ¿Te gustaría?…

– No.

El doctor Jalal lo lamenta por mí. Se inclina sobre la barandilla de hierro forjado y, de un papirotazo, manda volar al vacío su colilla. Ambos miramos el punto rojo revolotear piso tras piso hasta dispersarse en el suelo en una multitud de pavesas.

– ¿Crees que alguna vez se unirán a nosotros? -le pregunto para cambiar de tema.

– ¿Quiénes?

– Nuestros intelectuales.

El doctor Jalal me mira de soslayo:

– Eres virgen, ¿no es así?… Te estoy hablando de un burdel cerca de aquí…

– Y yo te estoy hablando de nuestros intelectuales, doctor -replico con la firmeza suficiente para ponerlo en su sitio.

Se da cuenta de que su indecente proposición me molesta.

– ¿Van a unirse a nosotros? -insisto.

– ¿Es tan importante?

– Para mí, sí… Los intelectuales dan sentido a todo. Escribirán sobre nosotros. Nuestra lucha quedará inscrita en la memoria.

– ¿No te basta con lo que has padecido?

– No necesito mirar hacia atrás para avanzar. Son los horrores de ayer los que me impulsan hacia delante. Pero la guerra no se limita a eso.

Intento leer en sus ojos si me está siguiendo. El doctor mira fijamente una tienda abajo y se limita a asentir con la punta de la barbilla.

– En Bagdad he oído un montón de discursos y de prédicas. Me cabreaba más que un camello rabioso. Sólo tenía un deseo: cargarme el planeta entero, del polo norte al polo sur… Y cuando eres tú el que expresa mi odio por Occidente, tú, el erudito, mi ira se vuelve orgullo. Dejo de hacerme preguntas. Me proporcionas todas las respuestas.

– ¿Qué tipo de preguntas? -intenta averiguar alzando la cabeza.

– Hay un montón de preguntas que se te cruzan por la mente cuando disparas al tuntún. No siempre son traidores los que caen. A veces, las cosas se tuercen y nuestras balas se equivocan de diana.

– Así es la guerra, chico.

– Lo sé. Pero la guerra no lo explica todo.

– No hay nada que explicar. Matas, y luego mueres. Así ocurre desde la Edad de Piedra.

Nos callamos. Cada cual mira la ciudad por su cuenta.

– No estaría mal que nuestros intelectuales se unieran a nuestra lucha. ¿Lo crees posible?

– Me temo que no habría muchos -dijo tras suspirar-, pero unos cuantos, sin duda alguna. Ya no nos queda nada que esperar de Occidente. Nuestros intelectuales acabarán percatándose de ello. Occidente sólo se ama a sí mismo. Sólo piensa en sí mismo. Cuando nos echa un cable es para que le sirvamos de anzuelo. Nos manipula, nos enfrenta entre nosotros y, cuando ha acabado de tomarnos el pelo, nos guarda en sus cajones secretos y nos olvida.

Al doctor se le dispara la respiración. Enciende otro cigarrillo. Le tiembla la mano y, por un momento, su rostro se arruga como un trapo a la luz del mechero.

– Sin embargo, tú estabas en todos los estudios de televisión…

– Sí, ¿pero en cuántos podios? -refunfuña-. Occidente nunca reconocerá nuestros méritos. Para él, los árabes sólo sirven para dar patadas a un balón o para berrear ante un micro. Cuanto más le demostramos lo contrario, menos lo admite. Y si por casualidad, en alguna ocasión, a esas capillas arias no les queda más remedio que tener un detalle para con sus negros de criadero, eligen encumbrar a los menos buenos para que rabien los mejores. Eso lo he conocido muy de cerca. Sé de qué se trata.

La brasa de su colilla alumbra el balcón. Da la impresión de querer consumir todo el cigarrillo de una sola chupada.

Me aferro a sus labios. Sus diatribas se parecen a mis obsesiones, consolidan mis ideas fijas, me infunden una extraordinaria energía mental.

– Ya otros antes que nosotros lo habían aprendido por experiencia propia -prosigue con despecho-. Al marchar a Europa, pensaban encontrar una patria para su saber y una tierra fértil para sus ambiciones. Sin embargo, no dejaban de constatar que no eran bienvenidos, pero, movidos por vaya uno a saber qué bobería, aguantaron como pudieron. Al adherirse a los valores occidentales daban por bueno todo lo que les susurraban al oído: libertad de expresión, derechos humanos, igualdad, justicia… palabras grandilocuentes, y huecas como los horizontes perdidos. Pero no es oro todo lo que reluce. ¿Cuántos genios nuestros han triunfado?, la mayoría han muerto corroídos por la rabia. Estoy seguro de que siguen reprochándoselo en su tumba. Y eso que saltaba a la vista que luchaban en vano. Jamás sus colegas occidentales iban a permitir que fueran reconocidos. El auténtico racismo ha sido siempre intelectual. La segregación empieza nada más abrirse uno de nuestros libros. Nuestras grandes figuras del pasado tardaron una eternidad en darse cuenta de ello; apenas les daba tiempo a rectificar el tiro y ya no estaban en el orden del día. Eso no nos ocurrirá a nosotros. Ya estamos vacunados. No da quien no tiene, dice un proverbio nuestro. Occidente sólo es una mentira acidulada, una perversidad sabiamente dosificada, un canto de sirenas para náufragos de su identidad. Dice ser tierra de acogida; en realidad, sólo es un punto de caída del que uno jamás acaba de levantarse del todo…

– Opinas que ya no tenemos elección.

– Por supuesto. La convivencia ya no es posible. Ellos no nos quieren, y nosotros no soportamos más su arrogancia. Cada cual debe vivir en su bando, dando definitivamente la espalda al otro. Salvo que antes de levantar el gran muro, vamos a darles una buena paliza por el daño que nos han hecho. Es imperativo que sepan que la cobardía nunca ha radicado en nuestra paciencia, sino en sus cabronadas.

– ¿Y quién vencerá?

– El que no tenga gran cosa que perder.

Tira su colilla al suelo y la pisa como si estuviera aplastando la cabeza de una serpiente.

Sus pupilas destellantes me acorralan:

– Espero que dejes patidifusos a esos canallas.

Me callo. Se supone que el doctor desconoce la razón de mi estancia en Beirut. Nadie debe conocerla. Yo mismo ignoro lo que debo hacer. Sólo sé que se trata de la mayor operación jamás llevada a cabo en territorio enemigo, mil veces más contundente que los atentados del 11 de septiembre…

Se da cuenta de que me está llevando a un terreno tan peligroso para él como para mí, arruga la lata en su puño y la tira a un cubo de basura.

– Se va a liar a gran escala -masculla-. Por nada en el mundo quisiera perdérmelo.

Me saluda y se va.

Una vez solo, doy la espalda a la ciudad y me acuerdo de Kafr Karam… Kafr Karam es una aldea mísera y fea que no cambiaría por mil ferias. Era un lugar tranquilo, desierto adentro. Ninguna guirnalda desfiguraba su naturalidad, ningún alboroto lo sacaba de su modorra. Desde tiempos inmemoriales, vivíamos recluidos tras nuestras murallas de adobe, lejos del mundo y de sus bestias inmundas, conformándonos con lo que Dios ponía en nuestros platos y dándole gracias tanto por el recién nacido que nos confiaba como por el pariente que llamaba a Su lado. Éramos pobres, humildes, pero vivíamos tranquilos. Hasta el día en que violaron nuestra intimidad, profanaron nuestros tabúes, arrastraron por el barro y la sangre nuestra dignidad… hasta el día que, en los jardines de Babilonia, unos brutos cargados de granadas y de esposas llegaron para enseñar a los poetas a ser hombres libres…

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