Beirut

18

Mi estancia en Beirut llega a su fin. Llevo tres semanas esperando. Cuento las horas con los dedos. De pie junto a la ventana de mi habitación, contemplo la calle desierta. La lluvia tamborilea sobre los cristales. En la acera barrida por el viento, un vagabundo sopla en sus puños para calentarlos. Está al acecho de algún alma caritativa. Lleva allí un buen rato y no he visto a nadie depositar una moneda en su mano. ¿Qué espera del porvenir? Tiene las polainas empapadas hasta la trama, sus zapatillas hacen agua; su pinta es sencillamente grotesca. Resulta obsceno vivir como un perro, más cerca de los gatos callejeros que de la gente. Ese individuo ni siquiera es digno de poseer una sombra, de vincularla a su degradación. De hecho, no tiene. Aislado en su miseria como un gusano en una fruta podrida, olvida que está muerto y acabado. No siento la menor compasión por él. Pienso que si el destino lo ha rebajado hasta las alcantarillas, es para encarnar un símbolo. ¿Cuál? El que me permite concienciarme de la insoportable ineptitud de la vida. Este hombre espera algo, eso está claro. ¿Pero qué? ¿Que le caiga el maná del cielo? ¿Que un transeúnte se dé cuenta de su desamparo? ¿Que se apiaden de él?… ¡Menudo imbécil! ¿Acaso existe la vida después de la piedad?… Kadem no tenía del todo razón. No es que el mundo haya caído muy bajo, es que los hombres se regodean en la bajeza. Es precisamente porque me niego a parecerme a ese muerto en vida por lo que he venido a Beirut. Vivir como hombre o morir como mártir. No hay alternativa para el que quiere ser libre. No me veo en el pellejo de un vencido. ¡Llevo esperando desde aquella noche en que los soldados norteamericanos invadieron nuestra casa, desbaratando el orden natural de las cosas y los valores ancestrales!… Espero el momento de recuperar mi amor propio, sin el cual no hay más que deshonra. Estoy dispuesto a todo y a nada. Lo que he pasado, vivido, padecido hasta aquí no cuenta. Aquella noche la imagen se detuvo. Para mí, la tierra dejó de girar. No estoy en Líbano, no estoy en un hotel; estoy en coma. Y sólo me queda renacer aquí o pudrirme.

Sayed se ha encargado personalmente de que no me falte nada. Me ha instalado en una de las suites más caras del hotel y ha puesto a mi servicio a Imad y a Chaker, dos jóvenes exquisitos que me tratan con toda la consideración posible e imaginable, disponibles día y noche, pendientes de una señal, dispuestos a cumplir hasta mis deseos más extravagantes. Me prohíbo darme aires de importancia. Sigo siendo el mismo chico de Kafr Karam, humilde y discreto. Aunque soy consciente de la importancia que se me concede, no he renunciado a las reglas que me han forjado dentro de la sencillez y la corrección. Un único capricho: he pedido que retiren de la suite la televisión, la radio, los retratos colgados de las paredes; que me dejaran lo mínimo, es decir, los muebles y unas cuantas botellas de agua mineral en el minibar. Si por mí fuera, habría elegido una cueva en el desierto para sustraerme a las irrisorias vanidades de la gente mimada por la vida. Querría ser mi único polo de atracción, mi única referencia, pasar el resto de mi estancia libanesa preparándome mentalmente para estar a la altura de lo que los míos me han confiado.

Ya no temo quedarme solo en la oscuridad.

Me inicio en el olor a humedad de las tumbas.

¡Estoy preparado!

He domesticado mis pensamientos, metido en vereda mis dudas. Me mantengo lúcido con mano de hierro. Mi ansiedad, mis vacilaciones, mis insomnios, todo eso es historia pasada. Controlo todo lo que ocurre en mi cabeza. Nada se me escapa, nada se me resiste. El doctor Jalal me ha escardado el camino, taponado las brechas. Y ahora soy yo quien emplaza a mis miedos de antaño, quien les pasa revista. Se ha disipado la mancha parda que, en Bagdad, ocultaba parte de mis recuerdos. Puedo regresar a Kafr Karam cuando me parezca, abrir cualquier puerta, visitar cualquier patio y sorprender a cualquiera en su intimidad. Vuelvo a recordar, uno por uno, a mi madre, a mis hermanas, a mis parientes y primos. Sin sentirme mal. Mi habitación está poblada por fantasmas y ausentes. Omar comparte mi cama; Suleimán cruza mi habitación a la carrera; los invitados inmolados en las huertas de los Haitem desfilan ante mí. Hasta mi padre está presente. Se prosterna ante mí, con los testículos al aire. Yo no aparto la mirada, no me tapo la cara. Y cuando un culatazo lo manda al suelo, no lo ayudo a levantarse. Permanezco de pie; mi inflexibilidad de esfinge me impide inclinarme, incluso ante mi progenitor.

Dentro de unos días será el mundo el que se prosterne ante mí.

¡La más importante misión revolucionaria jamás emprendida desde que el hombre ha aprendido a no doblegarse!

Y yo he sido elegido para cumplirla.

¡Qué revancha sobre el destino!

Nunca me ha parecido tan eufórico, tan cósmico, el ejercicio de la muerte.

Por la noche, cuando me tumbo en el sofá frente a la ventana, rememoro las cabronadas que han pautado mi vida, y todas refuerzan mi compromiso. Ignoro con exactitud lo que voy a hacer, cuál será la naturaleza de mi misión -…algo que convertirá el 11 de Septiembre en una algarabía de patio de colegio-. Una certeza absoluta: ¡no retrocederé!

Llaman a la puerta.

Es el doctor Jalal.

Aparece empaquetado en el mismo chándal que llevaba la víspera y sigue sin molestarse en atarse los cordones.

Es la primera vez que cruza el umbral de mi puerta. Su aliento a vino se expande por la habitación.

– Me moría de aburrimiento en mi cuarto -dijo-. ¿No te importa que te haga compañía durante un rato?

– No me molestas.

– Gracias.

Se tambalea hasta el canapé, rascándose el trasero con la mano debajo del calzoncillo. No huele bien. Apuesto a que lleva lustros sin darse un baño.

Echa una ojeada admirativa a la suite.

– ¡Guau! ¿Acaso eres hijo de un nabab?

– Mi padre era pocero.

– El mío era un inútil.

Se percata de la ridiculez de su réplica, la rechaza con un gesto de la mano y, cruzando las piernas, se acomoda contra el respaldo del sofá y mira de soslayo al techo.

– No he pegado ojo en toda la noche -se lamenta-. Últimamente no consigo conciliar el sueño.

– Trabajas demasiado.

Sacude la barbilla:

– Puede que tengas razón. Esas conferencias me agotan.

Había oído hablar del doctor Jalal en el instituto. Mal, por supuesto. Había leído dos o tres obras suyas, sobre todo ¿Por qué los musulmanes han montado en cólera?, un ensayo sobre el advenimiento del integrismo yihadista que en su momento suscitó la ira del clero. Era muy controvertido en los círculos intelectuales árabes y muchos lo ponían en la picota. Sus teorías sobre las disfunciones del pensamiento musulmán contemporáneo eran auténticos requisitorios que los imanes rechazaban de pleno, al punto de que llegaron a sostener que los que osaran leerlas irían al infierno. Para la mayoría de los fieles, el doctor Jalal no era sino un saltimbanqui a sueldo de las camarillas occidentales hostiles al islam en general, y a los árabes en particular. Yo mismo lo detestaba, y le reprochaba su exhibicionismo de ideas recibidas y su evidente desprecio por los suyos. Para mí, representaba la especie más repugnante de esos felones que proliferan como ratas en los círculos mediáticos universitarios europeos, dispuestos a malvender su alma con tal de ver su foto en la prensa y de que hablen de ellos, y no había desaprobado las fatuas que lo condenaron a muerte con la esperanza de poner fin a sus elucubraciones incendiarias, que publicaba en la prensa occidental y desarrollaba con un celo ultrajante en los estudios de televisión.

Así que me quedé estupefacto cuando me enteré de su cambio radical. Y algo aliviado, todo hay que decirlo.

La primera vez que vi al doctor Jalal en persona fue al segundo día de mi llegada a Beirut. Sayed insistió en que fuésemos a su conferencia: «¡Es magnífico!».

Aquello fue en una sala de fiestas, no lejos de la universidad. Había una locura de gente, cientos de personas de pie alrededor de las sillas tomadas por asalto horas antes de la intervención del doctor. Estudiantes, mujeres, chicas jóvenes, padres de familia, funcionarios se amontonaban en el inmenso auditorio. Su algazara recordaba el despertar de un volcán. Cuando el doctor apareció en la tarima, escoltado por milicianos, las paredes se estremecieron y los cristales tintinearon por los clamores. Nos impartió un curso magistral sobre la hegemonía imperialista y las campañas de desinformación que estaban en el origen de la satanización de los musulmanes.

Aquel día adoré a ese hombre.

Es cierto que no tiene buena pinta, que arrastra los pies y que viste de cualquier manera, que su resaca y su indolencia de alcohólico inveterado desconcertaban, pero cuando toma la palabra, ¡Dios mío!, cuando curva el micro mientras levanta los ojos hacia su audiencia, eleva la tribuna al rango de Olimpo. Sabe mejor que nadie describir nuestros sufrimientos, las afrentas que padecemos, nuestra necesidad de sublevarnos contra nuestros silencios. Hoy, somos los criados de Occidente; mañana, nuestros hijos serán sus esclavos, martilleaba. Y la asistencia estallaba. Un ataque masivo de delirium trémens. Si a un gracioso se le ocurriera en ese instante gritar «¡A por el enemigo!», el conjunto de embajadas occidentales habría quedado reducido a cenizas sobre la marcha. El doctor Jalal tiene talento para movilizar hasta a los lisiados. La precisión de su discurso y la eficacia de sus argumentos son una delicia. No hay imán que le llegue a la suela del zapato, orador que mejor sepa convertir un murmullo en grito. Es un alma desollada de una inteligencia excepcional; un mentor de singular carisma.

«El Pentágono engañaría hasta al propio diablo -dijo al final de su conferencia en respuesta a la observación de un estudiante-. Esa gente está convencida de haber cobrado mucha ventaja a Dios… Llevaban años preparando cuidadosamente la guerra contra Irak. El 11 de Septiembre no es el desencadenante sino el pretexto. La idea de destruir Irak se remonta al mismo instante en que Sadam puso la primera piedra de su instalación nuclear. No iban tras el déspota o el petróleo, sino tras la ingeniería iraquí. Aunque, ya puestos, tampoco viene mal conciliar lo útil con lo agradable: poner a un país de rodillas y chuparle la sangre. A los norteamericanos les encanta matar dos pájaros de un tiro. Con Irak han perpetrado el crimen perfecto. Lo han hecho aún mejor: han convertido el móvil del crimen en el garante de su impunidad… Me explico: ¿Por qué atacar Irak? Porque se supone que tiene armas de destrucción masiva. ¿Cómo atacarlo sin demasiado riesgo? Asegurándose de que no tiene armas de destrucción masiva. ¿Acaso se puede ser más genial combinando datos? Lo demás vino solo, a pedir de boca. Los norteamericanos manipularon al mundo entero asustándolo. Luego, para asegurarse de que sus tropas no corrieran ningún riesgo, obligaron a los expertos de la ONU a hacer el trabajo sucio por ellos, y sin gastos añadidos. Una vez seguros de que no había ningún petardo nuclear en Irak, lanzaron sus ejércitos contra un pueblo sabiamente embrutecido a golpe de embargos y de acoso psicológico. Y así rizaron el rizo.»

Yo tenía una ofensa que lavar con sangre; para un beduino, es algo tan sagrado como la oración para un creyente. Con el doctor Jalal, la ofensa se injertó en la Causa.

– ¿Estás enfermo? -me pregunta señalándome el montón de medicamentos sobre mi mesilla de noche. No sé qué responder.

Como no me había planteado recibirlo alguna vez en mi apartamento, no había tomado precauciones.

Me maldigo a mí mismo. ¿Por qué he tenido que dejar esos medicamentos al alcance de cualquiera cuando debí guardarlos en el botiquín del cuarto de baño? Y eso que las instrucciones de Sayed son estrictas; no dejar nada al azar, desconfiar de todo el mundo.

Intrigado, el doctor Jalal se incorpora para levantarse y se acerca a las cajas esparcidas por mi mesilla de noche.

– Oye, aquí tienes para sanar a toda una tribu.

– Tengo problemas de salud -le contesto tontamente.

– Y gordos, por lo que veo. ¿Qué te ocurre para tener que meterte todo esto en el cuerpo?

– No me apetece hablar de ello.

El doctor Jalal coge algunas cajas, les da una y otra vuelta, lee en voz alta el nombre de los medicamentos como quien lee pintadas ininteligibles, hojea en silencio un par de prospectos. Agarra con el ceño fruncido los distintos botes, los mira, los sacude haciendo sonar su contenido.

– ¿Acaso te han hecho un trasplante?

– Eso es -contesto apoyando su deducción.

– ¿Riñón o hígado?

– Por favor, no me apetece hablar de ello.

Para gran alivio mío, deja los botes en su sitio y regresa al sofá.

– De todos modos, pareces estar en forma.

– Es porque sigo al pie de la letra las prescripciones. Son medicamentos que debo seguir tomando durante toda la vida.

– Comprendo.

Le pregunto para cambiar de tema:

– ¿Puedo hacerte una pregunta indiscreta?

– ¿Sobre las artimañas de mi madre?

– No me lo permitiría.

– Ya he contado largo y tendido sus calaveradas en una obra autobiográfica. Era una puta. Como tantas otras en el mundo. Mi padre lo sabía, y se callaba. Lo despreciaba más a él que a ella.

Me siento incómodo.

– ¿Cuál es tu pregunta… indiscreta?

– Supongo que te la han hecho cientos de veces.

– ¿Sí?…

– ¿Cómo pasaste de ser el azote de los yihadistas a convertirte en su portavoz?

Suelta una carcajada, se relaja. Resulta evidente que no le disgusta el ejercicio. Se pasa las manos detrás de la nuca, se estira groseramente; luego, tras haberse relamido los labios, cuenta con cara súbitamente seria:

– Son cosas que se te vienen encima cuando menos te lo esperas. Es como una revelación. De repente, lo ves todo claro, y los pequeños detalles que no tenías en cuenta cobran una dimensión extraordinaria… Vivía en una burbuja. Fue sin duda el odio a mi madre lo que me cegó hasta llegar a repugnarme todo aquello que me vinculara a ella, hasta mi sangre, mi patria, mi familia… En realidad, sólo era el negro de los occidentales. Se habían percatado de mis debilidades. Sólo me otorgaban honores y agasajos para someterme mejor. No había estudio de televisión que no reclamara mi presencia. Bastaba con que un petardo estallara en alguna parte para que micros y focos me localizaran de inmediato. Mi discurso se ajustaba a las expectativas de los occidentales. Los reconfortaba. Les decía lo que querían oír, lo que habrían querido decir ellos mismos de no haber estado yo allí para ahorrarles esa tarea, y las molestias que conllevan. Digamos que les servía de guante… Hasta que un día estuve en Ámsterdam. Unas semanas después del asesinato de un cineasta holandés por un musulmán, por un documental blasfemo que mostraba a una mujer desnuda cubierta de versículos coránicos. Puede que oyeras hablar de aquella historia.

– Vagamente.

El doctor Jalal esboza una mueca y prosigue:

– Normalmente, no se cabía en los auditorios universitarios donde yo intervenía… Aquel día hubo muchos asientos vacíos. La gente que se había molestado en venir lo hizo para ver de cerca a la bestia inmunda. Llevaban el odio en la cara. Había dejado de ser el doctor Jalal, su aliado, el defensor de sus valores y de su idea de la democracia. A la mierda con todo aquello. Para ellos no era más que un árabe, el vivo retrato del árabe asesino del cineasta. Habían cambiado radicalmente, ellos, los precursores de la modernidad, los más tolerantes, los europeos más emancipados. Ahora esgrimían su tendencia racista como un trofeo. A partir de ahora, todos los árabes eran terroristas para ellos, ¿y yo?… ¿Yo, el doctor Jalal, enemigo jurado de los fundamentalistas, yo, a quien llovían las fatuas, que me partía el pecho y la cara por ellos?… Yo, para ellos, no era sino un traidor a mi nación, lo cual me hacía doblemente despreciable… Y entonces fue cuando tuve una iluminación. Comprendí hasta qué punto estaba engañado, y, sobre todo, dónde estaba mi verdadero sitio. Así que hice las maletas y regresé con los míos.

Tras soltar su carrete, adopta un semblante sombrío. Comprendo que acabo de tocar una fibra especialmente sensible y me pregunto si, por culpa de mi indiscreción, no habré metido el dedo en una llaga que le gustaría ver cicatrizar.

19

Me apresuro en poner a buen recaudo mis medicamentos tras la salida del doctor Jalal, que entre tanto se había quedado adormilado. Estoy furioso. ¿Dónde tengo la cabeza? Cualquier tonto se habría quedado pasmado ante el arsenal de botes y de comprimidos sobre mi mesilla de noche. ¿Acaso sospechaba algo el doctor Jalal? ¿Por qué ha venido a mi habitación cuando no tenía costumbre de hacerlo? No suele ir en busca de los demás. Apenas te cruzas con él por los pasillos del hotel, salvo cuando se dirige en solitario al bar para emborracharse. Ceñudo, distante, no devuelve las sonrisas ni los saludos. El personal del hotel lo evita, pues es capaz de pillar, por una pequeñez, unos cabreos abominables. Por otra parte, que yo sepa, ignora el motivo de mi estancia en Beirut. Él está en Líbano por sus conferencias; yo lo estoy por razones que se mantienen secretas. ¿Por qué vino a verme ayer tarde a la terraza, él, que aborrece la compañía?

No me cabe duda de que le intrigo.

Tomo un montón de medicamentos que un profesor me ha prescrito tras haberme sometido a una infinidad de pruebas para determinar los productos a los que soy alérgico y preparar mi cuerpo para resistir a eventuales manifestaciones de rechazo. Tres días después de mi llegada a Beirut, me auscultaron distintos médicos, me tomaron sangre y examinaron en profundidad, haciéndome pasar sin transición de un escáner a un cardiógrafo. Una vez que se me declaró sano de cuerpo y mente, me presentaron a un tal doctor Ghany, el único habilitado para decidir si se me confiaba o no la misión. Es un anciano famélico, seco como un garrote, con el cráneo aureolado por una melena canosa y enrevesada. Sayed me ha explicado que el profesor Ghany es virólogo, pero que también domina otros ámbitos científicos; una eminencia gris sin par, casi un mago, que ha ejercido durante décadas en los centros de investigación norteamericanos más prestigiosos antes de ser expulsado por su condición de árabe y su religión.

Hasta ayer, las cosas han ido ocurriendo de la manera más normal del mundo. Chaker venía a buscarme para llevarme a una clínica privada, en el norte de la ciudad. Me esperaba en el coche hasta que finalizaba la consulta; luego me traía de vuelta al hotel. Sin hacer preguntas.

La intrusión del doctor Jalal me enoja.

No paro, desde que se ha ido, de pasar revista a nuestros escasos encuentros. ¿Dónde habré metido la pata? ¿En qué momento he despertado su curiosidad? ¿Habrá fallado alguien de mi entorno? ¿Qué significa ese «Espero que dejes pasmados a estos canallas»? ¿Por qué se permite hablarme así?

Chaker me pilla rumiando esta historia. Mis preocupaciones le llaman la atención de inmediato.

– ¿Algo no va bien? -me pregunta cerrando la puerta tras él.

Estoy tumbado en el sofá, de espalda a la ventana. Ha dejado de llover. Se oye desde la calle el roce de los coches sobre la calzada cubierta de agua. Unas nubes cobrizas se van espesando en el cielo, a punto de descargar en tromba su contenido sobre la ciudad.

Chaker agarra una silla y se sienta a horcajadas. Es un buen chico de unos treinta años, bien parecido y jovial, con pelo largo echado hacia atrás y recogido en una austera cola de caballo. Debe de medir un metro ochenta, es ancho de hombros y con barbilla prominente. Sus ojos azules tienen un destello mineral, de mirada poco fija, justo dos ojos azulados puestos en alguna parte como si tuviese la cabeza en otra. Lo adopté desde que nos estrechamos la mano al confiarme Sayed a él y a Imad, en la frontera siria, para hacerme entrar clandestinamente en Líbano. Es cierto que es poco hablador, pero sabe estar ahí. Podemos permanecer juntos mirando un mismo objeto sin intercambiar una sola palabra. Sin embargo, algo ha cambiado en él. Desde que encontraron a su amigo Imad en una placeta, muerto por sobredosis, Chaker ha perdido brío. Antes parecía un rayo. Apenas habías colgado el teléfono y ya estaba llamando a la puerta. Se multiplicaba sin perder energía ni escatimar su entrega. Luego la policía encontró el cuerpo de su colaborador más cercano, y Chaker se quedó petrificado. Dio un bajón de la noche a la mañana.

No llegué a conocer a Imad muy bien. Al margen de la travesía que hicimos juntos desde Jordania, no estuvo mucho tiempo a mi lado. Sólo venía con Chaker a recogerme al hotel. Era un chico tímido, siempre a la sombra de su compañero. No daba la impresión de drogarse. Cuando me contaron cómo lo descubrieron, tumbado en un banco público, con la boca azul, sospeché una ejecución camuflada. Chaker opinaba como yo, pero se lo callaba. La única vez que le pregunté qué pensaba de la muerte de Imad, su mirada azulada se ensombreció. Desde entonces, evitamos hablar de ello.

– ¿Problemas?

– No realmente -le digo.

– Pareces preocupado.

– ¿Qué hora es?

Consulta su reloj y me anuncia que todavía tenemos por delante unos veinte minutos. Me levanto y voy a refrescarme la cara en el cuarto de baño. El agua helada me despeja. Me demoro unos minutos inclinado ante el lavabo, rociándome la cara y la nuca.

Al enderezarme, sorprendo por el espejo a Chaker observándome. Está con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza ladeada y el hombro apoyado en la pared. Mira cómo me paso los dedos mojados por el pelo, con un fulgor vidrioso en la mirada.

– Si no te encuentras bien, aplazaré la cita -dijo.

– Estoy bien…

Junta los labios hacia delante, escéptico.

– Tú sabrás… Sayed ha llegado esta mañana. Tiene muchas ganas de verte.

– Ha estado quince días sin dar señales de vida -observo.

– Regresó a Irak… Las cosas empeoran por allí -añade tendiéndome una toalla.

Me seco con ella y me la paso alrededor del cuello.

– El doctor Jalal pasó a verme esta tarde -solté.

Chaker arquea una ceja.

– ¿Y?

– Ayer también subió a la terraza a charlar conmigo.

– Le doy vueltas al tema.

– ¿Ha dicho algo sospechoso?

Lo miro de frente.

– ¿Qué tipo de gente es ese médico?

– No lo sé. No es asunto mío. Si quieres un consejo, no te comas el coco por naderías.

Regreso a la habitación para ponerme los zapatos y la chaqueta y le anuncio que estoy listo.

– Voy en busca del coche -dice-. Espérame en la entrada del hotel.


La puerta corredera de la clínica se desliza chirriando. Chaker se quita las gafas negras antes de pisar con su todoterreno la grava de un patio interior. Aparca entre dos ambulancias y apaga el motor.

– Te espero aquí -me dice.

– Muy bien -contesto apeándome del vehículo.

Me guiña un ojo y se inclina para cerrar la portezuela.

Subo por la amplia escalinata de granito. Un enfermero me intercepta en el vestíbulo de la clínica y me conduce al despacho del profesor Ghany, en el primer piso. Allí se encuentra Sayed, arrellanado en un sillón, con los dedos agarrados a las rodillas. La sonrisa se le ilumina cuando me ve llegar. Se levanta y me abre los brazos. Nos abrazamos largamente. Sayed ha adelgazado mucho. Sólo le quedan los huesos bajo el traje gris.

El profesor espera que hayamos acabado de estrecharnos para ofrecernos dos sillas frente a él. Está nervioso; no deja de tamborilear con un lápiz su carpeta.

– Los resultados de los análisis son excelentes -me anuncia-. El tratamiento que te he prescrito ha sido eficaz. Eres perfecto para la misión.

Sayed no deja de mirarme.

El profesor deja su lápiz, se apoya en su mesa para levantar la barbilla y mirarme directamente a los ojos.

– No es una misión cualquiera -me señala.

No me inmuto.

– Se trata de una operación absolutamente novedosa -prosigue el profesor, algo desconcertado por mi rigidez y mutismo-. Occidente no nos deja alternativa. Sayed acaba de regresar de Bagdad. La situación es alarmante. Los iraquíes están que trinan. Están al borde de la guerra civil. Y debemos intervenir con rapidez para evitar que la región caiga en un caos del que jamás se repondrá.

– Chiíes y suníes se machacan entre sí -añade Sayed-. Los muertos ya se cuentan por cientos y el sentimiento de venganza crece a diario.

– Me parece que con quien estáis perdiendo el tiempo es conmigo -digo-. Decidme qué esperáis de mí y cumpliré sobre la marcha.

El lápiz del profesor se detiene.

Ambos hombres intercambian unas miradas de cautela.

El profesor es el primero en reaccionar, con el lápiz suspenso en el aire.

– No se trata de una misión corriente -dice-. El arma que te confiamos es tan eficaz como indetectable. No hay escáner ni control que la pueda detectar. La puedes llevar contigo donde quieras. El enemigo ni lo sospechará.

– Pues adelante.

El lápiz roza la carpeta, sube lentamente y vuelve a caer sobre un paquete de folios para detenerse.

Las manos de Sayed se refugian entre sus muslos. Un mutismo plúmbeo se impone entre los tres. El silencio se prolonga uno o dos minutos, insostenible. Se oye el zumbido lejano de un climatizador, o puede que una impresora. El profesor recoge su lápiz, le da vueltas y vueltas entre los dedos. Sabe que es el momento clave, y por eso lo teme. Tras carraspear con fuerza, se apoya en sus puños cerrados y me suelta de sopetón:

– Se trata de un virus.

Ni me inmuto. No me he enterado. No veo la relación con mi misión. La palabra «virus» se me cruza por la mente como un vocablo desconocido. Me suena a algo. ¿Qué es? Virus…, virus… ¿Dónde habré oído esa palabra que ahora me revolotea en la cabeza sin que consiga fijarla? Luego las pruebas, las radiografías, los medicamentos van encajando en el puzle y la palabra «virus» se precisa, me confía todo su secreto: microbio, microorganismo, gripe, enfermedad, epidemia, medicación, hospitalización; todo tipo de imágenes estereotipadas desfilan por mi cabeza, se entremezclan hasta confundirse… Pero ni siquiera así veo la relación.

Sayed, a mi lado, está tenso como un arco.

El profesor me explica:

– Un virus revolucionario. He tardado años en ponerlo a punto. Se ha invertido una fortuna en este proyecto. Algunos hombres han perdido la vida para hacerlo posible.

¿Qué me está contando?

– Un virus -repite el profesor.

– Ya he oído. ¿Cuál es el problema?

– El único problema eres tú. ¿Te apuntas o no?

– Yo nunca me echo atrás.

– Pues tú serás el portador del virus.

Me cuesta entenderlo. Algo se me escapa de sus palabras. Algo que no asimilo. Creo que me he vuelto autista.

El profesor añade:

– Todas esas pruebas y esos medicamentos eran para comprobar si tu cuerpo estaba en condiciones de recibirlo. Tu cuerpo reacciona de manera impecable.

Sólo ahora capto la onda. De repente, lo veo todo claro. Se trata de un virus. Mi misión consiste en ser portador de un virus. Ya está, me han estado preparando físicamente para recibir un virus. Un virus. Mi arma, mi bomba, mi artefacto kamikaze…

Sayed intenta agarrarme la mano; la esquivo.

– Pareces sorprendido -me dice el profesor.

– Lo estoy. Pero sin más.

– ¿Hay algún problema? -pregunta Sayed.

– No hay ningún problema -respondo con decisión.

– Tenemos… -intenta proseguir el virólogo.

– Profesor, le digo que no hay ningún problema. Virus o bomba, ¿qué más da? No necesita explicarme por qué, dígame sólo cuándo y cómo. No soy ni más ni menos valiente que los iraquíes que mueren a diario en mi país. Cuando acepté seguir a Sayed, me divorcié de la vida. Soy un muerto en espera de una sepultura decente.

– No he dudado un segundo de tu determinación -me dice Sayed con un ligero temblor en la voz.

– En tal caso, ¿por qué no pasamos directamente a lo concreto? ¿Cuándo voy a recibir el… honor de servir a mi causa?

– Dentro de cinco días -contesta el profesor.

– ¿Por qué no hoy?

– Nos atenemos a un programa estricto.

– Muy bien. No salgo de mi hotel. Pueden venir a buscarme cuando quieran. Cuanto antes, mejor. Tengo prisa en recuperar mi alma.


Sayed pide a Chaker que nos deje solos y me ruega que suba a su coche. Cruzamos media ciudad sin decir nada. Percibo cómo busca las palabras y no encuentra ninguna. Como no soporta el silencio, tiende una vez la mano hacia la radio y la retira. La lluvia vuelve a caer con fuerza. Los edificios parecen soportarla con resignación. Su morosidad me recuerda la del vagabundo que estuve hace un rato observando desde la ventana de mi hotel.

Bordeamos un barrio de ruinosos edificios. Los vestigios de la guerra se eternizan. Las obras intentan poner remedio; arramblan con los flancos de la ciudad, erizados de grúas, mientras los bulldozers toman por asalto las ruinas como perros de presa. En un cruce, dos automovilistas andan enzarzados en una bronca: sus coches acaban de chocar de frente. El asfalto está sembrado de cristales. Sayed no se detiene en el semáforo y por poco embiste a un coche recién salido de una calle adyacente. Los bocinazos nos llueven por doquier. Sayed no los oye. Está enfrascado en sus preocupaciones.

Tomamos la carretera del paseo marítimo. El mar está embravecido. Parece una inmensa y oscura ira dando coces. Algunos barcos esperan fuera de puerto su turno para atracar; parecen buques fantasmas en medio de la grisalla.

Tras circular unos cuarenta kilómetros, Sayed empieza a salir de su desconcierto. Se percata de que se ha extraviado, tuerce el cuello para ubicarse, se echa de repente a un lado de la carretera y espera que se le ordenen las ideas.

– Es una misión muy importante -dice-. Muy, muy importante. Si no te he revelado nada acerca del virus es porque nadie tiene que saberlo. Sinceramente, creí que de tanto frecuentar la clínica acabarías haciéndote una idea… ¿Entiendes? No se trataba de ponerte ante el hecho consumado. Hasta ahora, no hay nada cerrado. Te ruego que no veas en ello ninguna presión, ningún tipo de abuso de confianza. Si crees que no estás preparado, que esta misión no te gusta, puedes echarte atrás, y nadie te lo tendrá en cuenta. Sólo quiero que sepas que el próximo candidato pasará por lo mismo que tú. No sabrá nada hasta el último minuto. Por la seguridad de todos nosotros y por el éxito de la misión.

– ¿Temes que no esté a la altura?

– No… -exclama antes de recobrarse; los nudillos se le ponen blancos de apretar el volante-. Lo siento, no he querido alzar la voz delante de ti. Me siento confuso, eso es todo. No me perdonaría que te sintieras engañado o acorralado. Ya te avisé en Bagdad de que esta misión no se parecía a ninguna otra. No podía decirte más. ¿Lo entiendes?

– Ahora sí.

Saca su pañuelo y se limpia la comisura de los labios y debajo de las orejas.

– ¿Me guardas rencor?

– Ni mucho menos, Sayed. Esa historia del virus me ha sorprendido, pero no pongas en duda mi compromiso. Un beduino no se raja. Su palabra es un disparo de fusil: cuando sale, jamás regresa. Portaré ese virus. Por los míos y por mi país.

– Ya no duermo desde que te confié al doctor. No tiene nada que ver contigo. Sé que irás hasta el final. Pero es tan… capital. No puedes hacerte idea de la importancia de esta misión. Es nuestro último cartucho, ¿te enteras? Después de esto vendrá una nueva era, y Occidente no volverá jamás a mirarnos como lo hace ahora… No tengo miedo a morir. En cambio, temo que mi muerte no sirva para cambiar nuestra situación. Que nuestros mártires no sirvan para gran cosa. Ésa es la peor guarrada que se les puede hacer. Para mí, la vida no es sino una apuesta sin sentido, y es la forma de morir la que la dota de él. No quiero que nuestros hijos sufran. Si nuestros padres se hubiesen hecho cargo de la situación en su momento, seríamos menos desgraciados. Desafortunadamente, han esperado el milagro en vez de ir en su busca, y ahora nos vemos obligados a forcejear con el destino.

Se vuelve hacia mí. Está lívido, en sus ojos brillan lágrimas de furia.

– Si vieras en qué se ha convertido Bagdad, con sus santuarios destrozados, sus guerras de mezquitas, sus matanzas fratricidas. Estamos desbordados. Apelamos a la calma y nadie nos hace caso. Es cierto que éramos los rehenes de Sadam. ¡Pero por Dios!, hoy somos zombis. Nuestros cementerios están saturados y nuestras oraciones estallan en pedazos con nuestros minaretes. ¿Cómo hemos podido llegar a este extremo?… Si no duermo, es porque lo esperamos todo, absolutamente todo, de ti. Eres nuestro último recurso, nuestro último lance de honor. Si tienes éxito, vas a poner los relojes en hora y por fin el despertador sonará para nosotros. No sé si el profesor te ha explicado en qué consiste ese virus.

– No tiene por qué hacerlo.

– Sin embargo, es necesario. Debes saber lo que tu sacrificio significa para tu pueblo y para todos los pueblos oprimidos de la tierra. Vas a poner fin a la hegemonía imperialista, a meter en vereda al infortunio, a redimir a los justos…

Esta vez, soy yo quien lo agarra por la muñeca.

– Por favor, Sayed, me duele mucho que dudes de mí.

– No dudo de ti.

– Entonces, no digas nada. Deja que las cosas vengan por sí solas. No necesito que se me acompañe. Sabré encontrar solo el camino.

– Sólo intento decirte hasta qué punto tu sacrificio…

– Es inútil. Además, ya sabes cómo somos en Kafr Karam. Nunca hablamos de un proyecto cuando de verdad pretendemos llevarlo a cabo. Para que se realicen, los deseos deben ser callados. Así que callémonos… Quiero llegar hasta el final. Con toda confianza. ¿Me comprendes?

Sayed asiente con la cabeza:

– Supongo que tienes razón. Quien tiene fe en sí mismo no necesita la de los demás.

– Exactamente, Sayed, exactamente.

Mete la marcha atrás, regresa hasta una pista pedregosa y da media vuelta para regresar a Beirut.


He pasado buena parte de la noche en la terraza del hotel, apoyado sobre la balaustrada que da a la avenida, esperando ver aparecer al doctor Jalal. Me siento solo. Intento recomponerme. Necesito la ira de Jalal para amueblar mis lagunas. Pero no hay quien dé con Jalal. Dos veces he llamado a su puerta. No estaba en su habitación. Ni en el bar. Desde mi mirador ocasional vigilo los coches que se detienen junto a la acera, al acecho de su desvencijada silueta. La gente entra y sale del hotel; sus voces me llegan por retazos amplificados antes de disolverse en el rumor de la noche. Una luna creciente engalana el cielo, blanca y cortante como una hoz. Más arriba, collares de estrellas exhiben su esplendor. Hace frío; alrededor de mis suspiros se esparcen hebras de vapor. Arrebujado en mi cazadora, soplo en mis puños entumecidos, con los ojos abiertos y la cabeza encogida. Llevo un buen rato sin pensar en nada. La toxina que me ronda la mente, desde que oyó la palabra «virus», sólo espera una señal por mi parte para envalentonarse. No quiero darle la menor oportunidad de desconcertarme. Esa toxina es el Maligno. Es la trampa en mi camino. Es mi sumisión, mi pérdida; he jurado ante mis santos y mis antepasados que no volveré a arrodillarme. Así pues, miro; miro la calle repleta de noctámbulos, los coches que pasan, las luces de neón jugueteando en el frontón de las fachadas, las tiendas asediadas por los clientes; miro, con los ojos más abiertos que interrogaciones, con los ojos suplantando a la cabeza. ¡Y miro esta ciudad, tan experta en incitaciones! Hace muy poco, un inmenso sudario cubría hasta sus últimos recovecos, confiscándole sus luces y sus ecos, convirtiendo sus excesos de antaño en una miserable sensación de vacío, hecha de frialdad y de perplejidad, de grave fracaso y de incertidumbre… ¿Habrá olvidado su martirio hasta el punto de no acompañar en el sentimiento a sus allegados? ¡Incorregible Beirut! A pesar del espectro de la guerra civil que gravita sobre sus festejos, hace como si la cosa no fuera con ella. ¿Adónde irá tan deprisa esa gente que se agita por las aceras como cucarachas por las regueras? ¿Qué anhelo les devolvería el sueño? ¿Qué amanecer la reconciliaría con su porvenir?… No, no acabaré como ellos. No quiero para nada parecerme a ellos.

Las dos de la mañana.

Ya no queda nadie en la calle. Las tiendas han bajado sus cierres metálicos, y los últimos fantasmas se han desvanecido. Jalal no vendrá. ¿Acaso lo necesito?

Regreso a mi habitación, helado pero fortalecido. El aire fresco me sienta bien. La toxina que me rondaba la mente se acabó aburriendo. Me deslizo bajo las mantas y apago. Me encuentro a gusto en la oscuridad. Tengo cerca de mí a mis muertos y a mis vivos. Virus o bomba, ¿qué más da cuando se esgrime en una mano la ofensa y en la otra la Causa? No tomaré pastillas para dormir. He vuelto a mi elemento. Todo va bien. La vida no es sino una apuesta sin sentido, y es la forma de morir la que lo dota de él. Así nacen las leyendas.

20

Un hombre de cierta edad se presenta en la recepción. Es alto y huesudo, tiene la tez cerúlea de los ascetas. Lleva un viejo abrigo gris sobre un traje oscuro, unos zapatos de cuero desgastados pero recién abrillantados. Con sus gruesas gafas de concha y una corbata que conoció tiempos mejores, tiene el porte digno y patético de un maestro de escuela a punto de jubilarse. Un periódico bajo la axila, la barbilla recta, agita la campanilla del mostrador y espera tranquilamente a que lo atiendan.

– ¿Señor?

– Buenas noches. Diga al doctor Jalal que Mohamed Seen está aquí.

El recepcionista se vuelve hacia las casillas y no ve llave en el número 36; miente:

– El doctor Jalal no está en su habitación, señor.

– Lo he visto entrar hace dos minutos -insiste el hombre-. Debe de estar muy ocupado o descansando, pero soy un viejo amigo suyo y no le gustaría enterarse de que he pasado a verlo y no lo han avisado.

El recepcionista echa una ojeada por encima del hombro del visitante. Estoy sentado en el salón del vestíbulo, bebiendo té. Luego, después de rascarse tras la oreja, coge el teléfono:

– Voy a ver si está en el bar… ¿Se llamaba?…

– Mohamed Seen, novelista.

El recepcionista marca un número, se afloja la pajarita para relajar el cuello y se muerde el labio cuando le descuelgan.

– Es la recepción, señor. ¿Está el doctor Jalal en el bar?… Un tal Mohamed Seen está aquí preguntando por él… De acuerdo, señor.

El recepcionista cuelga y ruega al novelista que espere un momento.

El doctor aparece por el hueco de la escalera que da a las habitaciones, con los brazos abiertos, todo sonrisa. «¡Alá, ya baba! ¿Qué te trae por aquí, habibi? ¡Wah! El gran Seen se acuerda de mí.» Ambos hombres se abrazan calurosamente, se besan en las mejillas, contentos de verse; no dejan de contemplarse y de darse palmadas en la espalda.

– ¡Qué excelente sorpresa! -exclama el doctor-. ¿Desde cuándo estás en Beirut?

– Desde hace una semana. Invitado por el Instituto Francés.

– Magnífico. Espero que alargues tu estancia. Me encantaría.

– Debo regresar a París el domingo.

– Todavía nos quedan dos días. Hay que ver lo bien que hueles. Ven, vamos a la terraza a ver la puesta del sol. Tenemos una vista estupenda sobre las luces de la ciudad.

Desaparecen por el hueco de la escalera.


Los dos hombres se instalan en la alcoba vidriada de la terraza. Los oigo reír y darse palmadas en la espalda; me deslizo subrepticiamente tras un tabique de madera para espiarlos.

Mohamed Seen se quita el abrigo y lo coloca a su lado, sobre el brazo del sillón.

– ¿Tomas una copa? -le propone Jalal.

– No, gracias.

– ¡Dios santo! ¡Cuánto hace! ¿Dónde te habías metido?

– Estoy hecho un nómada.

– Leí tu última novela. Una pura maravilla.

– Gracias.

El doctor se deja caer en su asiento y cruza las piernas. Mira al novelista sonriendo, visiblemente encantado de volver a verlo.

El novelista apoya los codos sobre las rodillas, junta las manos a lo bonzo y posa con cuidado la barbilla sobre la punta de los dedos. Su entusiasmo se ha disipado.

– No pongas esa cara, Mohamed. ¿Tienes problemas?…

– Uno solo… y eres tú.

El doctor se echa hacia atrás soltando una risa breve y seca. Se repone de inmediato, como si acabara de asimilar las palabras de su interlocutor.

– ¿Tienes un problema conmigo?

El novelista alza la nuca; sus manos se agarran a las rodillas.

– No me voy a andar con remilgos, Jalal. Estuve en tu conferencia, anteayer. Todavía no me lo puedo creer.

– ¿Por qué no viniste a verme justo después?

– ¿Con toda esa jauría que pululaba a tu alrededor?… La verdad es que ni te reconocía. Estaba tan perplejo que creo que fui el último en abandonar la sala. Me has dejado totalmente patidifuso. Es como si hubiera recibido un ladrillazo en la cabeza.

Al doctor Jalal se le borra la sonrisa. Su rostro rezuma dolor. Luego se le ensombrecen los rasgos y se le arruga la frente. Durante largo rato se rasca el labio inferior en busca de una palabra apta para romper el muro invisible que acaba de levantarse entre el novelista y él.

Dice, tras fruncir el ceño, con la voz resquebrajada:

– ¿Fue para tanto, Mohamed?…

– Y sigo sonado, por si te interesa saberlo.

– Presumo que has venido a darme un tirón de orejas, maestro… Pues adelante, no te cortes.

El novelista levanta su abrigo, lo toquetea nervioso, saca un paquete de tabaco. Cuando tiende un cigarrillo al doctor, éste lo rechaza con un gesto seco. La brutalidad del ademán no escapa al escritor.

El doctor se ha parapetado tras una mueca de desencanto. Tiene la cara tensa y la mirada cargada de fría animosidad.

El escritor busca su mechero, pero no consigue dar con él; como Jalal no le ofrece el suyo, renuncia a fumar.

– Estoy esperando -le recuerda el doctor con tono gutural.

El escritor asiente con la cabeza. Vuelve a guardar el cigarrillo en el paquete, luego el paquete en el bolsillo del abrigo, que coloca de nuevo sobre el brazo del sillón. Da la impresión de estar ganando tiempo o poniendo en orden sus ideas ahora que no tiene más remedio que explicarse.

Resopla con fuerza y dice a quemarropa:

– ¿Cómo se puede cambiar de chaqueta de la noche a la mañana?

El doctor se estremece. Los músculos de su cara se convulsionan. No parecía esperarse una embestida tan frontal… Tras un largo silencio, en que permanece con la mirada fija, replica:

– No he cambiado de chaqueta, Mohamed. Sólo me he dado cuenta de que la llevaba puesta del revés.

– La llevabas bien puesta, Jalal.

– Es lo que yo creía. Estaba equivocado.

– ¿Fue porque te negaron la Insignia de las Tres Academias?

– ¿Crees que no me la merecía?

– Sobradamente. Pero no es el fin del mundo.

– Supuso el fin de mis sueños. Prueba de ello es que todo ha cambiado desde entonces.

– ¿Y qué ha cambiado?

– La partida. Ahora somos nosotros quienes repartimos las cartas y los puntos. Mejor todavía: nosotros imponemos las reglas del juego.

– ¿Qué juego, Jalal? ¿El de pimpampum?… Eso no divierte a nadie, todo lo contrario… Has saltado del tren en marcha. Estabas bien donde estabas.

– ¿De esclavo de turno?

– No eras un esclavo de turno. Eras un hombre ilustrado. Hoy somos nosotros la conciencia del mundo. Tú y yo, y esas inteligencias huérfanas, abucheadas por los suyos y despreciadas por las mentes embrutecidas. Sin duda, somos una minoría, pero existimos. Tú y yo somos los únicos capaces de cambiar las cosas. Occidente ha quedado fuera de la carrera. Está desbordado por los acontecimientos. La auténtica batalla se está librando en las rivalidades entre élites musulmanas, es decir, entre nosotros dos y los gurús.

– ¿Entre la raza aria y la raza âaryanne *?

– Es falso. Y lo sabes bien. Hoy todo lo que ocurre queda entre nosotros. Los musulmanes están a favor de quien haga oír su voz con mayor fuerza. Les da igual que sea un terrorista o un artista, un impostor o un justo, una eminencia oscura o una eminencia gris. Necesitan un mito, un ídolo. Alguien que sea capaz de representarlos, de definirlos en su complejidad, de defenderlos a su manera. Con la pluma o con bombas, eso les importa poco. Y nosotros somos quienes elegimos las armas, Jalal, nosotros: tú y yo.

– Ya he elegido las mías. Y no existen otras.

– No te crees lo que estás diciendo.

– Sí.

– Pues no. Has cambiado de chaqueta.

– Te prohíbo…

– De acuerdo -lo interrumpe-. No he venido aquí para zarandear tu susceptibilidad. Sino a decirte esto: cargamos con una enorme responsabilidad, Jalal. Todo depende de nosotros, de ti y de mí. Nuestra victoria supone la salvación del mundo entero. Nuestra derrota, el caos. Tenemos un instrumento asombroso en nuestras manos: nuestra doble cultura. Nos permite enterarnos de qué va la cosa, dónde está el delito y dónde la razón, dónde está el fallo en unos y por qué otros están bloqueados. Occidente duda. Sus teorías, que antaño imponía como verdades absolutas, hoy se les vienen abajo ante el vendaval de las protestas. Tanto tiempo mecido por sus ilusiones para quedarse ahora sin referencias. De ahí la metástasis que ha llevado a este diálogo de sordos que enfrenta a pseudomodernidad y pseudobarbarie.

– Occidente no es moderno; es rico. Los «bárbaros» no son bárbaros, son pobres y no se pueden permitir su modernidad.

– Completamente de acuerdo contigo. Y ahí es donde nosotros intervenimos para poner las cosas en su sitio, para moderar los impulsos, reajustar las miradas, proscribir los estereotipos que están en el origen de este espantoso malentendido. Somos el justo medio, Jalal, el punto de equilibrio.

– ¡Artimañas!… Eso es lo que yo también creía. Para sobrevivir al imperialismo intelectual que me miraba por encima del hombro, yo, un erudito, me repetía exactamente lo que me acabas de decir. Pero me hacía ilusiones. Sólo valía para jugarme el pellejo en los estudios de televisión condenando a los míos, mis tradiciones, mi religión, a mis allegados y a mis santos. Me utilizaron. Como un tizón. Yo no soy un tizón. Soy una cuchilla de doble filo. Me han limado uno, pero me queda el otro para destriparlos. No creas que es por lo de la Insignia de las Tres Academias. Eso fue un desengaño más entre muchos otros. La verdad es otra. Occidente está senil. Sus nostalgias imperiales le impiden admitir que el mundo ha cambiado. Envejece mal, se ha vuelto paranoico y coñazo. Ya ni hay manera de que razone. Por ello hay que practicarle la eutanasia… No se construye sobre viejos cimientos. Se arrasa todo y se empieza desde la base.

– ¿Con qué? Con TNT, con paquetes bomba, con colisiones extraordinarias. Un vándalo no construye, destruye… Tenemos que aprender a asumir, Jalal, a aceptar los golpes bajos y las injusticias de aquellos que tomábamos por nuestros aliados; a trascender nuestro furor. Nos jugamos el porvenir de la humanidad. ¿Qué peso tienen nuestras desilusiones ante la amenaza que planea sobre el mundo? No han sido correctos contigo, no lo discuto…

– Te recuerdo que contigo tampoco.

– ¿Y eso es una razón válida para confundir el destino de las naciones con la fatuidad de un puñado de templarios?

– Para mí, ese puñado de cretinos encarna toda la arrogancia con que nos trata Occidente.

– Olvidas a tus discípulos, a tus colegas, a los miles de estudiantes europeos que has formado y que transmiten tu enseñanza. Es eso lo que cuenta, Jalal. El agradecimiento se puede ir a paseo si procede de gente que no te llega al tobillo. Cuando surge un genio en este mundo, se le reconoce porque todos los imbéciles se alían contra él, según Jonathan Swift. Siempre ha sido así… Tu triunfo es el saber que legas a los demás, las mentes que instruyes. No puedes dar la espalda a tantas alegrías y satisfacciones y sólo tener en cuenta los celos de una pandilla de inconscientes porfiados.

– Desde luego, Mohamed, nunca te enterarás. Eres demasiado bueno, y de una ingenuidad desesperante. Yo no me estoy vengando: reivindico mi inteligencia, mi integridad, mi derecho a ser grande, y guapo, y consagrado. Se acabó eso de aceptar la exclusión, de pasar por alto tantos años de ostracismo, de despotismo intelectual, segregacionista y obtuso. Soy profesor emérito…

– Lo eras, Jalal. Ahora has dejado de serlo. Al ocupar la tribuna del oscurantismo demuestras a tus antiguos alumnos y a quienes te han ofendido que, al fin y al cabo, no vales gran cosa.

– Tampoco ellos valen gran cosa para mí. El tipo de cambio que me imponían ha dejado de estar vigente. Yo soy mi propia unidad de medida. Mi propia bolsa. Mi propio diccionario. He decidido cuestionarlo todo desde el principio, redefinirlo todo. Imponer mis propias verdades. Se acabaron los tiempos de las zalamerías rastreras. Para enderezar el mundo, hay que librarlo de quienes doblan el espinazo. El mito del casco colonial es historia pasada. Tenemos medios para la insurrección. Ya no nos dejamos engañar y gritamos a los cuatro vientos, a voz en grito y sin disimulo, que Occidente no es más que una burda superchería. Una sutil mentira. La más coqueta de las falsedades. He decidido levantarle su traje de gala para ver si sus partes bajas son tan erotizantes como sus atributos… Créeme, Mohamed. Occidente es un mal partido. Ya lleva bastante tiempo cantándonos nanas para meternos mano cuando nos quedamos soñolientos. ¿Hasta cuándo va a durar esto? Hemos dicho basta: tiene que revisar sus notas. Hubo un tiempo en que se dedicaba a definir el mundo como buenamente le parecía. A un autóctono lo llamaba indígena, y a un hombre libre, salvaje; hacía y deshacía mitologías como le daba la gana, convirtiendo a nuestros vates en vulgares folclóricos y a sus charlatanes en divinidades. Hoy los pueblos agraviados han recobrado el uso de la palabra. Y tienen algo que decir. Y eso es exactamente lo que dicen nuestros cañones.

El escritor se golpea las palmas de las manos:

– Deliras, Jalal. ¡Haz el favor de pisar tierra! Tu lugar no está entre quienes matan, masacran y aterrorizan. ¡Y lo sabes! Sé que lo sabes. Te estuve escuchando anteayer. Tu conferencia fue lamentable, y en ningún momento noté un ápice de la sinceridad que te caracterizaba en tiempos en que luchabas por que la sobriedad triunfara sobre la ira; por que la violencia, el terrorismo, el infortunio quedaran expulsados de las mentalidades…

– ¡Ya está bien! -explota el doctor descomprimiéndose como si fuera un muelle-. Si te divierte que te hagan la pelota unas nulidades, es asunto tuyo. Pero no vengas a contarme que la mierda en la que te regodeas es un festín. ¡Sé reconocer el olor a letrinas, joder! Y tu afectación apesta. ¡Además, me estás dando por culo, mierda!… Y eso que todo está más que claro. Occidente no nos quiere. Y tampoco te querrá a ti. No te va a llevar en el corazón porque no lo tiene, ni te pondrá jamás por las nubes puesto que te mira por encima del hombro. ¿Quieres seguir siendo un desgraciado lameculos, un árabe servil, un ratón privilegiado; quieres seguir esperando de ellos lo que son incapaces de darte? Vale. Tómatelo con calma y espera. ¿Quién sabe? Podría caérseles un hueso de su bolsa de basura. Pero no vengas a marearme con tus teorías de limpiabotas, ya ualed. Sé perfectamente adónde voy y lo que quiero.

Mohamed Seen levanta los brazos en señal de abdicación, recoge su abrigo y se pone de pie.

Me apresuro a retirarme.

Oigo a Jalal abroncar al escritor por las escaleras:

– Les ofrezco la luna en bandeja de plata. Sólo se fijan en la cagada de mosca en la bandeja. ¿Cómo quieren ustedes que seduzcan a la luna? Eso lo has escrito tú.

– No intentes llevarme a ese terreno, Jalal.

– ¿Por qué tanta amargura al constatar ese fracaso, señor Mohamed Seen? ¿Por qué tienes que sufrir por tu generosidad? Es porque se niegan a reconocer tu auténtico valor. A tu retórica la llaman «grandilocuencia», y reducen tus soberbios fulgores a imprudentes «osadías estilísticas». Yo lucho contra esa injusticia, me rebelo contra esa mirada reductora que se dignan dirigir a nuestra magnificencia. Esa gente tiene que darse cuenta del daño que nos hacen, comprender que, como sigan escupiendo sobre lo mejor que hay en nosotros, tendrán que vérselas con lo peor. Así de claro.

– El mundo intelectual es el mismo en todas partes, tan fraudulento y traicionero como el peor de los tugurios. Es una chusma total, sin escrúpulos y sin código de honor. No perdona a los suyos ni a los demás… Por si te sirve de consuelo, se me impugna y odia más entre los míos que en cualquier otra parte. Es sabido que nadie es profeta en su tierra. Yo cambio el punto por una coma y añado: y nadie es amo en casa ajena. Nadie es profeta en su tierra, ni amo en casa ajena. La salvación me viene de esa revelación: no quiero ser maestro ni profeta. Sólo soy un novelista que intenta aportar algo de su generosidad a quienes están dispuestos a aceptarla.

– Si te divierte conformarte con las migajas.

– Por supuesto, Jalal. Prefiero divertirme con nada que equivocarme en todo. Mi pena me enriquece siempre que no empobrezca a nadie. Y no hay peor miseria moral que optar por sembrar la desgracia cuando de lo que se trata es de sembrar vida. Entre la noche de mi infortunio y el duelo de mis amigos, me quedo con la negrura que me permite soñar.

Me alcanzan en el pasillo, en la planta baja. Simulo salir del aseo. Están tan enfrascados en su querella de intelectuales que pasan por delante, zumbando, vibrando, incombustibles, sin fijarse en mí.

– Estás con el culo al aire, Mohamed. Es una situación muy incómoda. Estamos en pleno choque de civilizaciones. Vas a tener que elegir tu bando.

– Soy mi propio bando.

– ¡Pretencioso! Nadie puede ser su propio bando, eso es aislarse.

– Nunca está solo quien camina hacia la luz.

– ¿Cuál? ¿La de Ícaro o la de las luciérnagas?

– La de mi conciencia. No la vela ninguna sombra.

Jalal se detiene en seco y mira al escritor alejarse. Cuando éste empuja la puerta que da a la recepción, el doctor se dispone a alcanzarlo, se lo piensa y deja caer las manos sobre los muslos.

– Sigues en la fase anal de la toma de conciencia, Mohamed. El mundo está en marcha, y tú te andas con tonterías… No te darán nada, nada de nada -le grita-. Algún día te reclamarán hasta las migajas que hoy te están dejando… Nada, te digo, nada de nada, y nunca nada…

Las hojas de la puerta se cierran con un gemido. El ruido de los pasos del escritor va decreciendo hasta apagarse, absorbido por la moqueta del vestíbulo.

El doctor Jalal se coge la cabeza con ambas manos y gruñe un taco ininteligible.

– ¿Quieres que le reviente la tapa de los sesos? -le digo.

– ¡Lárgate! -me suelta-. En la vida hay algo más que eso.

21

El doctor Jalal no ha salido indemne de su conversación con el escritor. Rara vez se levanta antes de mediodía, y por la noche lo oigo dar vueltas en su habitación. Según Chaker, ha anulado la conferencia que debía dar en la Universidad de Beirut, ha cancelado las entrevistas con la prensa y dejado de lado el libro que estaba ultimando.

No consigo admitir que un erudito de su temple pueda dejarse desconcertar por un plumífero servil. El doctor Jalal es capaz de elevar un trapo al rango de estandarte. Me subleva constatar que se ha dejado impresionar por un vulgar chupatintas.

Esta mañana está derrumbado en un sillón como una gavilla de ramas. De espalda a la recepción. Su cigarrillo agoniza en forma de palote de ceniza. Mira con fijeza la tele apagada, con las piernas abiertas y los brazos caídos a ambos lados del sillón, como un boxeador sonado sobre su taburete.

No levanta la mirada hacia mí.

Sobre la mesa, botellas de cerveza vacías junto a un vaso de whisky. El cenicero rebosa de colillas.

Salgo del salón para las visitas y me dirijo al restaurante, en el fondo del vestíbulo, donde pido un filete a la plancha, patatas fritas y ensalada. El doctor no aparece. Permanezco a la espera, con los ojos clavados en las hojas de la puerta. Se me ha enfriado el café. El camarero acude a recoger la mesa y a tomar nota de mi número de habitación. La puerta del restaurante permanece sin abrirse.

Regreso al salón. El doctor sigue ahí, esta vez con la nuca apoyada en el respaldo y los ojos mirando al techo. No me atrevo a acercarme a él ni a subir a mi habitación. Salgo a la calle y me pierdo entre el gentío.


– ¿Dónde te habías metido? -me increpa Chaker golpeándose con fuerza las manos cuando me ve regresar.

Está clavado en el sofá, en mi suite, blanco como la cera.

– Te he buscado por todas partes.

– Se me olvidó en la explanada.

– ¡Por Dios! Podías haber llamado. Si llegas a tardar una hora más, doy la señal de alarma. Habíamos quedado aquí a las cinco.

– Ya te he dicho que se me olvidó.

Chaker se contiene para no saltarme al cuello. Mi flema lo exaspera y mi despreocupación lo enfurece. Levanta las manos e intenta calmarse. Luego, recoge una carpeta de cartón que andaba tirada a sus pies y me la tiende.

– Tus billetes de avión, tu pasaporte y la documentación universitaria. Pasado mañana vuelas a Londres, a las seis y diez de la tarde.

Suelto la carpeta sobre la mesilla de noche, sin abrirla.

– ¿Algo va mal? -me pregunta.

– ¿Por qué me haces siempre la misma pregunta?

– Para eso estoy aquí.

– ¿Acaso me he quejado de algo?

Chaker apoya las manos sobre sus muslos y se incorpora. Tiene mal aspecto; sus ojos están enrojecidos como si no hubiese dormido desde la víspera.

– Ambos estamos cansados -dijo con voz de agotamiento-. Intenta descansar. Pasaré a recogerte a las ocho de la mañana. Para la clínica. Debes ir en ayunas.

Va a añadir algo, pero finalmente no lo estima necesario.

– ¿Me puedo ir?

– Por supuesto -le digo.

Menea la barbilla, echa una última ojeada a la carpeta de cartón y se va. No lo oigo alejarse por el pasillo. Debe de haberse quedado tras la puerta, frotándose la barbilla y preguntándose vaya uno a saber qué.

Me tumbo sobre la cama, coloco las manos tras la nuca y contemplo la araña sobre mi cabeza. Espero que Chaker se vaya. Lo tengo calado; cuando algo se le escapa, no puede tomar ninguna decisión hasta asegurarse. Por fin oigo cómo se aleja. Me incorporo y agarro la carpeta de cartón. Contiene un pasaporte, billetes de avión de British Airways, un carné de estudiante, una tarjeta de crédito, doscientas libras y documentos universitarios.

El comprimido que suelo utilizar para dormir no me hace ningún efecto. Me mantengo despierto como si hubiera bebido un termo de café. Completamente vestido, con los zapatos puestos, miro tumbado el techo salpicado por los reflejos sanguinolentos de un anuncio publicitario de la calle. Apenas se oye circulación fuera. Algunos coches pasan con un soplido amortiguado, lo justo para enturbiar el silencio que acaba de caer sobre la ciudad.

En la habitación de al lado el doctor Jalal también está desvelado. Lo oigo dar vueltas. Su estado ha empeorado.

Me pregunto por qué no he señalado a Chaker la visita del escritor.


Chaker llega en punto. Espera en mi suite mientras salgo de la ducha. Me visto y lo sigo hasta su coche, aparcado delante de un bazar. A pesar de la gélida brisa, el cielo está limpio. El sol rebota sobre las ventanas, cortante como una cuchilla de afeitar.

Chaker no se introduce en el patio interior de la clínica. Rodea el edificio y toma una entrada al garaje que da al sótano. Tras haber estacionado el coche en un pequeño aparcamiento subterráneo, tomamos una escalera oculta. El profesor Ghany y Sayed nos esperan en la entrada de una gran sala con aspecto de laboratorio. Las puertas que dan a la parte superior de la clínica están blindadas y cerradas con candado. Al final de un pasillo con mucha luz se accede a una habitación no menos alumbrada y con las paredes cubiertas de azulejos. Un ventanal la divide en dos. Del otro lado veo una especie de consulta de dentista con su sillón estirado bajo un sofisticado proyector. Alrededor, estanterías metálicas repletas de cajas.

El profesor despide a Chaker.

Sayed evita mirarme. Finge estar atento al profesor. Ambos están tensos. Yo también me siento nervioso. Las pantorrillas me hormiguean. Los latidos de mi corazón resuenan como mazazos en mis sienes. Tengo ganas de vomitar.

– Todo va bien -me tranquiliza el profesor señalándome un asiento.

Sayed se sienta a mi lado; así, no se ve obligado a darse la vuelta. Tiene las manos enrojecidas de tanto triturárselas.

El profesor permanece de pie. Con las manos metidas en los bolsillos de su bata, me anuncia que ha llegado el momento de la verdad.

– Dentro de un rato te pondremos la inyección -me dice con la garganta encogida por la emoción-. Quiero explicarte lo que te va a ocurrir. Clínicamente, tu cuerpo está en condiciones de recibir el… cuerpo extraño. Al principio, notarás efectos secundarios de escasa relevancia. Probablemente mareos durante las primeras horas, puede que algunas náuseas, y luego todo volverá a la normalidad. De entrada, quiero tranquilizarte. Ya hemos hecho pruebas con voluntarios. Hemos efectuado algunos reajustes sobre la marcha, en función de las complicaciones detectadas. La… vacuna que te voy a inocular es un éxito total. Por ese lado, puedes estar tranquilo… Después de inyectártela, te tendremos en observación durante todo el día. Simple medida de seguridad. Cuando abandones el centro, estarás en perfectas condiciones físicas. Se acabaron los medicamentos que te prescribí. Ya no los necesitas. Los he sustituido por dos comprimidos distintos que tienes que ingerir en tres tomas a lo largo de una semana… Mañana viajarás a Londres. Allá te atenderá un médico. Durante la primera semana, las cosas se desarrollarán con normalidad. La fase de incubación no te provocará efectos negativos destacables. Dura de diez a quince días. Los primeros síntomas se manifestarán en forma de fiebre alta y convulsiones. El médico estará a tu lado. Luego, tu orina se irá poniendo roja. A partir de ese momento, el contagio será operativo. Ya sólo te quedará pasear por el metro, las estaciones, los estadios y los grandes almacenes para contaminar al mayor número de gente. Sobre todo las estaciones, para extender el azote por las demás regiones del reino… Su capacidad de propagación es asombrosa. Antes de caer, la gente a la que contagies transmitirá el germen a los demás en menos de seis horas. Pensarán que se trata de la gripe española, pero la catástrofe habrá diezmado a buena parte de la población antes de que se enteren de que no tiene nada que ver. Somos los únicos en saber cómo salvar a los demás. Y pondremos nuestras condiciones para intervenir… Se trata de un virus imparable. Mutante. Una gran revolución. Es nuestra arma absoluta… En Londres, el médico te explicará lo que quieras saber. Puedes confiar en él. Es mi más íntimo colaborador… Tendrás de tres a cinco días por delante para moverte por los espacios públicos más concurridos.

Sayed se saca un pañuelo y se seca la frente y las sienes. Está a punto de caerse redondo.

– Estoy listo, profesor.

No reconozco mi voz.

Siento que me deslizo hacia un estado semicomatoso.

Ruego al cielo que me dé fuerzas para levantarme y caminar sin derrumbarme hasta la entrada del gabinete que se halla detrás del ventanal. Se me nubla la vista durante unos segundos. Debo extraer el aire que me falta de lo más hondo de mis entrañas. Pero me recompongo y, de un bote, me incorporo. Mis pantorrillas siguen hormigueando, mis piernas flojeando, pero el suelo no se abre bajo mis pies. El profesor se pone una especie de mono de color plata que lo cubre de pies a cabeza, con máscara y guantes; Sayed me ayuda a ponerme el mío y se nos queda mirando cuando pasamos al otro lado del ventanal.

Me tumbo en el sillón, que se estira de inmediato y se eleva con un silbido mecánico. El profesor abre una cajita de aluminio y saca de ella una jeringa futurista. Cierro los ojos. Contengo la respiración. Cuando la inyección penetra en mi carne, todas las células de mi cuerpo se abalanzan a la vez sobre el lugar de la mordedura; me siento como aspirado hacia un abismo infinito desde la fisura de un lago helado.


Sayed me invita a cenar en un restaurante cercano a mi hotel. Una cena de despedida, con lo que ello implica, para él, de desconcierto y torpeza. Parece haber perdido el uso de la palabra. No consigue soltar una sola palabra ni mirarme a los ojos.

No me acompañará mañana al aeropuerto. Chaker tampoco. Un taxi pasará a recogerme a las cuatro en punto.

He pasado el día en el sótano de la clínica. El profesor Ghany acudía de cuando en cuando para auscultarme. Su satisfacción iba en aumento al hilo de sus visitas. Sólo he tenido un par de mareos tras un sueño de cuatro horas seguidas, sin trasfondo ni repercusiones. Al despertar, tenía una sed de náufrago. Me sirvieron un potaje y verduras que no acabé. No me dolía nada; estaba grogui, con la boca pastosa y un zumbido permanente en los oídos. Al levantarme de la cama, me tambaleé varias veces; luego, poco a poco, conseguí coordinar mis gestos y caminar adecuadamente.

El profesor no regresó para despedirse.

Cuando Chaker se marchó, Sayed se quedó conmigo toda la tarde. Nos dirigimos hacia el garaje para salir de la clínica en un pequeño coche de alquiler. Al atardecer la ciudad esparcía sus luces hasta las colinas, sus arterias bullían tanto como mis venas.

Hemos elegido una mesa del fondo de la sala para que nadie nos moleste. El restaurante está lleno a rebosar. Hay familias rodeadas de críos, parejas con los dedos entrelazados, alegres pandillas de amigos y hombres de negocios de mirada huidiza. Los camareros están desbordados, unos con bandejas repletas en equilibrio sobre la palma de la mano, otros tomando obsequiosamente las comandas en minúsculos cuadernillos. Cerca de la puerta de entrada, un gigantón de aspecto extravagante ríe hasta ahogarse, con la boca muy abierta. La mujer que lo acompaña en la mesa no parece sentirse muy cómoda; se gira hacia las mesas vecinas y esboza ligeras sonrisas, como pidiendo perdón por el inoportuno comportamiento de su compañero.

Sayed lee una y otra vez la carta, indeciso. Sospecho que se arrepiente de haberme invitado.

– ¿Has regresado a Kafr Karam? -le pregunto.

Se sobresalta, finge no haber oído.

Reitero mi pregunta. Entonces se relaja un poco, pues acaba soltando la carta que usaba como celosía y alza su mirada hacia mí.

– No, no he regresado a Kafr Karam. Estoy demasiado pillado en Bagdad. Pero sigo en contacto con nuestra gente. Me llaman a menudo, me tienen al tanto de lo que ocurre allá. Las últimas noticias son que han instalado un campamento militar en las huertas de los Haitem.

– He mandado un poco de dinero a mi hermana gemela. No sé si lo ha recibido.

– El giro llegó bien… Hablé hace dos semanas con Kadem por teléfono. Quería hablar contigo. Le dije que no sabía dónde estabas. Entonces me pasó a Bahia. Quería darte las gracias y tener noticias tuyas. Le prometí hacer todo lo posible para localizarte.

– ¿No sabe dónde estoy?

– Nadie en Irak lo sabe. Pienso regresar a Bagdad pasado mañana. Iré a ver a tu familia. Te prometo que no les faltará nada.

– Gracias.

No encontramos nada más que decirnos.

Cenamos en silencio, cada cual sumido en sus pensamientos.

Sayed me deja delante del hotel. Antes de apearme del coche, me doy la vuelta hacia él. Me sonríe con tanta tristeza que no me atrevo a darle la mano. Nos despedimos sin abrazos ni palmadas, como se separan dos arroyos ante una roca.

22

Hay una nota para mí en recepción. Una carta cerrada con cinta adhesiva. Nada escrito en el sobre. Dentro, una tarjeta con un dibujo abstracto. En su revés, una línea trazada con rotulador grueso: Estoy orgulloso de haberte conocido. Firmado: Chaker.

Me guardo la carta en el bolsillo interior de mi cazadora.

En el salón, una familia numerosa gravita en torno a un velador. Los niños se pelean y saltan por encima de los asientos. Su madre intenta en vano llamarlos al orden mientras el padre se lo pasa pipa con su móvil ostensiblemente pegado a la oreja. Más allá, horripilado por el jaleo de los críos, el doctor Jalal se ahoga en su vaso.

Subo a mi habitación. Encuentro sobre mi cama una bolsa de cuero negro, de estreno. En su interior, dos pantalones con su etiqueta, camisetas, calzoncillos, calcetines, dos camisas, un jersey grueso, una cazadora, un par de zapatos metidos en un saquito, una bolsa de aseo, cuatro libros gordos de literatura anglosajona. Hay un trozo de papel pillado con alfiler en una correa. Es tu equipaje. Comprarás lo demás allí mismo. No está firmado.

El doctor Jalal entra sin llamar. Está borracho y tiene que agarrarse al pomo para no caer.

– ¿Te vas de viaje?

– Pensaba despedirme de ti mañana.

– No te creo.

Se tambalea, intenta por dos veces cerrar la puerta y se apoya en ella. Desaliñado, con la camisa medio fuera y la bragueta abierta, parece un mendigo. Tiene una mancha de tierra en el lado izquierdo del pantalón, probablemente debida a una caída en la calle. Su cara estragada presenta unos párpados tumefactos sobre una mirada extraviada y una nariz huidiza.

Se limpia la boca con el puño; una boca blanda, incapaz de articular dos palabras seguidas sin salivar.

– ¿O sea que te largas de puntillas como un merodeador? Llevo horas esperando en el salón para que no te me escapes. Y tú pasas delante de mí sin saludar.

– Tengo que recoger mis cosas.

– ¿Me estás echando?

– No es eso. Necesito estar solo. Tengo que preparar mis maletas y recoger mis cosas.

Frunce el ceño, con los morros hacia delante, se tambalea y, respirando hondo, reúne las fuerzas que le quedan y me suelta:

– ¡Y una mierda!

Se vuelve a tambalear, pese a la endeblez de su grito. Su mano acude presta a agarrarse al pomo de la puerta.

– ¿Puedes decirme qué puñetas has estado haciendo de sol a sol?

– He ido a ver a unos parientes.

– ¡Y una leche!… Sé en qué andas metido, joven. ¿Quieres que te diga dónde te has metido durante todo el día?… Has estado en una clínica… Más bien habría que decir en un loquero. ¡Me cago en la leche! ¿De qué van esos tarados?

Me quedo pasmado. Estático.

– ¿Creías que no me había dado cuenta?… ¿Qué narices de trasplante? Tú tienes aún menos cicatrices que cerebro en la cabeza… ¡Pero joder! ¿Es que no te das cuenta de lo que han hecho contigo en esa jodida clínica? Hay que ser gilipollas de remate para ponerse en manos del profesor Ghany. Ese fulano está completamente zumbado. Lo conozco. Nunca ha sido capaz de diseccionar un ratón sin cortarse el dedo.

No lo puede saber, me digo una y otra vez. Nadie lo sabe. Es un farol. Me está tendiendo una trampa.

– ¿De qué me hablas? -le digo-. ¿Qué clínica? ¿Quién es ese profesor?… He estado con unos parientes.

– ¡Pobre imbécil! ¿Crees que te estoy engañando? El tarado de Ghany es el que está chalado. Ignoro lo que te ha inyectado, pero seguro que no sirve para nada -se agarra la cabeza con ambas manos-. ¡Santo Dios! ¿Esto qué es, una película de Spielberg o qué? Ya había oído hablar de sus ensayos con prisioneros de guerra, allá con los talibanes. Pero esto ya pasa de castaño oscuro.

– Sal de mi habitación…

– ¡Ni hablar! Lo que vas a hacer es muy gordo. Muy muy muy gordo. ¡Ni pensarlo! No lo quiero imaginar. Sé que no funcionará. Tu virus de mierda acabará contigo, y punto. Pero ni siquiera así me quedo tranquilo. ¿Y si ese fracasado de Ghany lo hubiera hecho bien? ¿Te das cuenta de la magnitud del desastre? Ya no hablamos de atentados, de una bomba por aquí y una colisión por allá; se trata de un azote, del Apocalipsis. Habrá cientos de miles, millones de muertos. Si de verdad se trata de un virus revolucionario, mutante, ¿quién lo va a detener? ¿Con qué y cómo? Esto no hay por dónde cogerlo.

– ¿No decías que Occidente?…

– Ya no se trata de eso, cretino. He dicho un montón de gilipolleces a lo largo de mi vida, pero no pienso pasar por ahí. Hasta la guerra tiene sus límites. Y ahí nos hemos pasado. ¿Qué puede esperarse tras el Apocalipsis? ¿Qué va a quedar del mundo, al margen de la pestilencia de los cadáveres y del caos? Hasta el propio Dios se mesaría la cabellera hasta que el cerebro le chorreara por la cara…

Me fusila con el dedo:

– ¡Se acabaron las tonterías! ¡Lo detenemos todo, nos paramos en seco! No irás a ninguna parte. Y tampoco la mierda que llevas en el cuerpo. Una cosa es dar una lección a Occidente y otra mandar el planeta a la mierda. No me apunto a ese juego. Ya no hay juego que valga. Vas a entregarte a la policía. Y ahora mismo. Con un poco de suerte, podrán curarte. Si no, la diñarás tú, y de eso nos habremos librado. ¡Pedazo de imbécil!…


Chaker acude de inmediato. Jadeando. Como si lo persiguiera una jauría de demonios. Cuando entra en mi habitación y descubre al doctor Jalal dislocado sobre la moqueta, con un charco de sangre a modo de aureola, se lleva la mano a la cabeza y suelta un taco. Luego, al verme derrumbado sobre el sillón, se agacha sobre el cuerpo tumbado y comprueba si sigue respirando. Se le demora la mano alrededor del cuello del doctor. La frente se le tensa. Retira lentamente el brazo y se incorpora. Se le quiebra la voz al decirme:

– Ve a la habitación de al lado. Esto ya no es asunto tuyo.

No consigo despegarme del sillón. Chaker me agarra por los hombros y me lleva a rastras hasta el salón. Me ayuda a sentarme en el sofá, intenta arrancar de mi anquilosada mano el cenicero moteado de grumos de sangre.

– Dame eso. Ya acabó todo.

No entiendo qué hace ese cenicero en mi mano, ni por qué tengo los nudillos arañados. Luego recupero la memoria y tengo la sensación de que mi espíritu vuelve a tomar posesión de mi cuerpo; un escalofrío me recorre por entero, fulminante como un rayo.

Chaker consigue que afloje el puño, se apodera del cenicero y lo guarda en el bolsillo de su abrigo. Lo oigo desde la habitación hablar con alguien por teléfono.

Me levanto para ver cómo he dejado al doctor Jalal. Chaker me impide pasar y me conduce, sin brutalidad pero con firmeza, al salón.

Unos veinte minutos después, dos camilleros entran en mi habitación, se atarean alrededor del doctor, le ponen una máscara de oxígeno, lo colocan sobre una camilla y se lo llevan. Los veo desde la ventana meter su bulto en la ambulancia, cerrar las puertas y arrancar haciendo aullar la sirena.

Chaker ha limpiado la sangre de la moqueta.

Está sentado en el borde de mi cama, con la barbilla apoyada en la palma de las manos; mira fijamente, sin verlo, el lugar donde quedó tumbado el doctor.

– ¿Es grave?

– Se recuperará -dice poco convencido.

– ¿Crees que tendré problemas con el hospital?

– Los camilleros son de los nuestros. Se lo llevan a nuestra clínica. No te preocupes por eso.

– Estaba al corriente de todo, Chaker. Del virus, de la clínica, del profesor Ghany. ¿Cómo es posible?

– Todo es posible en la vida.

– Se suponía que nadie lo sabía.

Chaker alza la vista. Sus ojos casi han dejado de ser azules.

– Ya no es problema tuyo. El doctor está en nuestras manos. Sabremos aclarar este asunto. Piensa sólo en tu viaje. ¿Tienes todos tus documentos?

– Sí.

– ¿Me necesitas?

– No.

– ¿Quieres que me quede un rato contigo?

– No.

– ¿Estás seguro?

– Estoy seguro.

Se pone de pie y sale al pasillo.

Dice: Estoy en el bar, por si acaso… Cierra la puerta. Sin una palabra de despedida, sin hacerme la menor señal.


Me informan desde recepción de que ha llegado mi taxi. Recojo mi bolsa, recorro la habitación con la mirada, el salón, la ventana salpicada de sol. ¿Qué me dejo en ella? ¿Qué me llevo? ¿Me seguirán mis fantasmas, sabrán mis recuerdos apañárselas sin mí? Agacho la cabeza y enfilo el pasillo. Una pareja y sus dos crías cargan su equipaje en el ascensor. La mujer no consigue mover su enorme maleta; su marido la observa con desprecio sin ocurrírsele echarle una mano. Bajo por la escalera.

El recepcionista está registrando a dos jóvenes. Me alegro de no tener que despedirme de él. Cruzo el vestíbulo a la carrera. El taxi está aparcado ante el hotel. Me precipito hacia el asiento trasero, con la bolsa a mi lado. El chófer me mira por el retrovisor. Es un chico obeso enfundado en una camiseta blanca. Su largo pelo rizado y negro le cae en cascada por los hombros. No sé por qué, pero me resulta ridículo con sus gafas de sol.

– Aeropuerto.

Asiente con la cabeza y mete primera. Lo hace con soltura, arranca despacio. Se cuela entre un microbús y un camión de reparto y se pierde en medio del tráfico. Hace calor para ser abril. Los aguaceros han dejado bien regada la humeante calzada. Los rayos de sol rebotan como balas sobre la carrocería de los coches.

Al detenerse en un semáforo, el chófer enciende un cigarrillo y sube el volumen de la radio. Fairuz canta Habbeytek. Su voz me catapulta más allá del tiempo y de las fronteras. Aterrizo como un meteorito en el cráter, cerca de mi pueblo, donde Kadem me hacía escuchar las canciones que le gustaban. ¡Kadem!

Me veo en su casa, contemplando el retrato de su primera mujer. Las sirenas de Bagdad… Al final, nunca sabré a qué sirenas se refería. Debí insistir. Habría acabado dejándome escuchar su música, y yo quizás percibiendo el pulso de su genialidad.

– ¿Puede bajar el volumen?

El chófer frunce el ceño.

– Es Fairuz.

– Por favor…

Se siente contrariado, puede que horrorizado. Su adiposo cuello tiembla como un bloque de gelatina.

– Si quiere, puedo apagar la radio.

– Me vendría bien.

Apaga. Está indignado, pero se resigna.

Intento no pensar en lo que ocurrió la víspera, pero me doy cuenta de que no puedo quitármelo de la cabeza. Los gritos del doctor Jalal resuenan bajo las duelas de mi cráneo, atronadores como los de una hidra herida. Desplazo la mirada hacia el gentío que deambula por las aceras, los escaparates de las tiendas, los coches que se van relevando a diestro y siniestro, y, allá donde miro, sólo lo veo a él, con su gesto incoherente, la lengua espesa, pero las palabras insoslayables. El tráfico se despeja al tomar la carretera del aeropuerto. Bajo la ventanilla para evacuar el humo que suelta el chófer. El viento me abofetea la cara sin refrescarme. Me arden las sienes y tengo la tripa revuelta. No he pegado ojo en toda la noche. Tampoco he comido nada. Me he quedado encerrado en mi habitación, desgranando las horas y resistiéndome a las ganas de meter la cabeza en el bidé para vomitar hasta mis tripas.

Los mostradores de facturación están atestados. Una voz femenina ganguea por los altavoces. La gente se abraza, se separa, se vuelve a juntar, se busca entre el barullo. Cualquiera diría que todo el mundo está a punto de evacuar Líbano. Me pongo en la cola, espero mi vez. Tengo sed, me duelen atrozmente las pantorrillas. Una joven me ruega que le entregue mi pasaporte y mi billete de avión. Me dice algo que no entiendo. ¿No lleva equipaje? ¿Por qué me preguntará si llevo equipaje? Se inclina hacia mi bolso. ¿Se lo queda usted? Pero bueno, ¿qué pasa aquí? Pega una etiqueta alrededor de una de las correas de mi bolsa. Me indica un número en mi tarjeta de embarque, y un horario, y luego me señala con el brazo el lugar donde la gente se despide antes de separarse. Recojo mi bolsa y me dirijo hacia otros mostradores. Un agente uniformado me pide que deje la bolsa sobre una cinta transportadora. Al otro lado del cristal una señora vigila una pantalla. Mi bolsa desaparece por un cajón negro. El agente me tiende una bandejita y me insta a dejar sobre ella todos los objetos metálicos que llevo encima. Obedezco. Las monedas también. Paso por un detector de metales. Un hombre me intercepta, me registra a fondo y me deja seguir. Recupero bolsa, reloj, cinturón y monedas, y alcanzo la puerta indicada en la tarjeta de embarque. No hay nadie en el mostrador. Elijo un asiento cerca del ventanal y contemplo el baile de los aviones sobre el macadán alquitranado. Sobre la pista, los aparatos aterrizan y despegan uno tras otro. Estoy nervioso. Es la primera vez en mi vida que pongo los pies en un aeropuerto.

Creo que me he quedado dormido.

Mi reloj marca las seis menos veinte. No quedan asientos disponibles a mi alrededor. Dos señoritas se afanan tras el mostrador, bajo una pantalla encendida. Leo mi número de vuelo, la palabra «Londres» junto al logotipo de British Airways. A mi derecha, sentada, una anciana saca un móvil de su bolso, comprueba en su pantalla que no tiene mensajes y lo vuelve a guardar. Al cabo de dos minutos, lo saca de nuevo para consultarlo. Está preocupada, espera una llamada que no llega. Enfrente, un futuro papá arropa con la mirada a su esposa, cuyo vientre abomba su vestido premamá. Se desvive por ella, pendiente del menor gesto suyo para demostrarle lo encantado que está. Los ojos le chispean de alborozo. Vive en una nube. De pie, y apoyada en un cajero automático, una pareja de jóvenes de origen europeo se abraza, con el oro de sus cabellos sobre la cara. El chico es alto, lleva una camiseta de color naranja fluorescente y un vaquero muy ceñido. La chica, rubia como una gavilla de heno, debe ponerse de puntillas para alcanzar los labios de su amiguito. Su abrazo es apasionado, bello, generoso. ¿Qué se sentirá al besar en la boca? Jamás he besado a una chica en la boca. No recuerdo haber cogido de la mano a una prima, haber atisbado la posibilidad de un idilio. En Kafr Karam, soñaba de lejos con las niñas, a escondidas, casi avergonzado de mi debilidad. En la universidad conocí a Nawal, una morena con ojos melosos. Nos saludábamos con la punta de las pestañas, nos despedíamos mirándonos de soslayo. Creo que sentíamos algo el uno por el otro. Pero en ningún momento tuvimos el valor de intentar saber qué con exactitud. Estaba en otra clase. Nos las arreglábamos para cruzarnos por los pasillos. Nuestro eclipse duraba lo que una zancada. Una sonrisa nos bastaba para ser felices. Nos imbuíamos de ella durante las clases. Al caer la tarde, un padre o un hermano mayor acudían a buscar a mi fantasma a la puerta de la universidad y me lo confiscaba hasta el día siguiente. Luego la guerra le dio el golpe de gracia.

Anuncian el embarque de los pasajeros para Londres. Se dispara el nerviosismo a mi alrededor. Dos filas rodean ya el mostrador. La señora de mi derecha no se levanta. Saca su móvil por enésima vez y lo mira con cara de pena.

Desconsolada, se coloca al final de la fila. Una señorita comprueba su pasaporte, le entrega un resguardo del billete. Ella se da la vuelta una última vez y desaparece por un pasillo.

Sólo quedo yo.

Las señoritas y un señor hablan de algo gracioso, pues las chicas están riendo. El hombre se eclipsa por una puerta vidriada y regresa pasados unos minutos. Un viajero rezagado acude al galope, con su maleta de ruedas chirriando melancólicamente. Se deshace en excusas. Las señoritas le sonríen y le señalan un pasillo por el que se interna a la carrera.

El hombre mira su reloj con cierto fastidio. Su colega se inclina hacia un micrófono y da el último aviso a un pasajero que anda despistado por alguna parte. Es a mí a quien reclama. Me sigue llamando cada cinco minutos. Al final, se encoge de hombros, recoge sus efectos detrás del mostrador y corre en pos de sus dos colegas, que ya se han adelantado por el pasillo.

Mi avión está siendo remolcado hasta el centro del macadán alquitranado. Lo veo bifurcar lentamente y dirigirse hacia la pista.

Se apaga el panel sobre el mostrador.


Hace ya un buen rato que ha anochecido. Otros pasajeros han venido a hacerme compañía antes de adentrarse a su vez por el pasillo. Ahora anuncian otro vuelo y los asientos se vuelven a ocupar.

– ¿Va usted a París? -me pregunta un hombrecillo sobreexcitado que acaba de sentarse a mi lado.

– ¿Perdón?

– ¿Aquí se toma el vuelo para París?

– Sí -le tranquiliza un vecino.

El airbús con destino a París despega, majestuoso, inexpugnable. Las amplias salas se van adormeciendo. La mayoría de los compartimientos han quedado vacíos. Unos sesenta pasajeros hacen tiempo en un ala con religioso recogimiento.

Un agente de seguridad se me acerca, con el walkie-talkie a la vista. Ya había pasado dos o tres veces por aquí, intrigado por mi presencia. Se detiene ante mí, me pregunta si me encuentro bien.

– He perdido mi avión.

– Ya me lo imaginaba. ¿Adónde iba?

– A Londres.

– Ya no hay vuelos para Londres esta noche. Enséñeme su billete… British Airways… A esta hora todas las oficinas están cerradas. No puedo ayudarle. Tendrá que regresar mañana y contárselo a los de la compañía. Le aviso que son inflexibles. No creo que le validen su billete de hoy… ¿Tiene dónde ir? Está prohibido pasar aquí la noche. De todos modos, tiene que arreglarlo con la compañía, y eso está al otro lado de la zona franca. Venga conmigo.


Me dirijo hacia la salida con la mente en blanco. Me dejo llevar por mis pasos. No tengo otra opción. No pinto nada en el aeropuerto. Los vestíbulos están sumidos en el silencio. Un empleado empuja una hilera de carros. Otro va pasando sus trapos por el suelo. Aún se perciben algunas sombras por las esquinas. Los bares y tiendas están cerrados. Tengo que irme.

Un coche se detiene a mi altura mientras camino sin rumbo, enfrascado en mis preocupaciones. Se abre una portezuela. Es Chaker… Sube… Me instalo en el asiento del copiloto. Chaker rodea un aparcamiento, se detiene ante una señal de stop antes de lanzarse por la carretera jalonada por farolas. Circulamos durante una eternidad sin hablarnos ni mirarnos. Chaker no se dirige hacia Beirut, toma una carretera de circunvalación. Su ahogada respiración acompasa el arrullo del motor.

– Estaba seguro de que te ibas a rajar -dice con voz apagada.

No hay reproche en sus palabras, sólo un remoto regocijo, como cuando uno comprueba que no se había equivocado.

– Cuando oí tu nombre en el altavoz, lo comprendí todo.

Golpea repentinamente el volante:

– ¿Por qué, ¡Dios santo!, has hecho que nos tomemos tantas molestias para luego echarte atrás en el último minuto?

Se calma, relaja el puño; se da cuenta de que está conduciendo como un loco y levanta el pie del pedal.

Más abajo, la ciudad parece un inmenso estuche repleto de joyas.

– ¿Qué ha ocurrido?

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes?

– Me encontraba ante la puerta de embarque, vi cómo los pasajeros subían al avión y no los seguí.

– ¿Por qué?

– Ya te lo he dicho: no lo sé.

Chaker se queda meditando un instante antes de irritarse:

– ¡Esto es de locos!

Cuando llegamos a la cima de una colina, le pido que se detenga. Tengo ganas de contemplar las luces de la ciudad.

Chaker se echa a un lado de la carretera. Cree que voy a vomitar, me pide que no manche el coche. Le digo que salgo a tomar el aire. Se lleva instintivamente la mano a la cintura, agarra la culata de su pistola.

– No te pases de listo -me previene-. No dudaré en matarte como a un perro.

– ¿Dónde quieres que vaya con esta mierda de virus en el cuerpo?

Busco a oscuras un lugar donde sentarme, encuentro una roca y me siento sobre ella. La brisa me hace tiritar. Los dientes me castañetean y se me erizan los pelos de los brazos. Muy lejos, en el horizonte, unos paquebotes surcan las tinieblas, como luciérnagas arrastradas por la crecida. El rumor del mar cabalga sobre el oleaje y cubre el silencio de esta tormentosa noche. Más abajo, a resguardo del asalto de las olas, Beirut recuenta sus tesoros bajo una luna henchida.

Chaker se acuclilla a mi lado con el arma entre las piernas.

– He llamado a los chicos. Nos veremos con ellos en la granja, más arriba. No están nada, nada contentos.

Me ajusto la cazadora para calentarme.

– No me moveré de aquí -le digo.

– No me obligues a arrastrarte por los pies.

– Haz lo que quieras, Chaker. Yo no me moveré de aquí.

– Muy bien. Les voy a decir dónde estamos.

Saca su móvil y llama a los chicos. Están furiosos. Chaker se mantiene sereno; les explica que me niego en redondo a seguirle.

Cuelga, me anuncia que llegan, que pronto estarán aquí.

Me abrazo a mis piernas dobladas y, con la barbilla hundida entre las rodillas, contemplo la ciudad. La mirada se me nubla; mis lágrimas se amotinan. Siento pena. ¿Cuál? No sabría decirlo. Mis preocupaciones se funden con mis recuerdos. Mi vida entera desfila por mi cabeza; Kafr Karam, mi gente, mis muertos y mis vivos, los seres que añoro y los que me habitan… Sin embargo, de todos mis recuerdos, los más nítidos son los más recientes. Aquella señora, en el aeropuerto, consultando la pantalla de su móvil; aquel futuro papá que se deshacía de tanta felicidad; y aquella pareja de jóvenes europeos besándose… Se merecen vivir mil años. No tengo derecho a cuestionar sus besos, a trastornar sus sueños, a desmantelar sus expectativas. ¿Qué he hecho yo con mi destino? Sólo tengo veintiún años y la certeza de haber echado a perder veintiuna veces mi vida.

– Nadie te obligó -gruñe Chaker-. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

No le contesto.

Es inútil.

Pasan los minutos. Estoy congelado. Chaker no deja de ir y venir a mis espaldas; los bajos de su abrigo chasquean al viento. De pronto, se detiene y exclama:

– Ahí están.

Cuatro faros de coches acaban de dejar la carretera para tomar el camino que conduce hasta donde estamos.

Sorprendentemente, la mano de Chaker se posa sobre mi hombro, compasiva.

– Lamento que hayamos tenido que llegar a esto.

A medida que los coches avanzan, sus dedos se me hunden en la carne, haciéndome daño.

– Te voy a contar un secreto, buen hombre. Quédatelo para ti. Odio a Occidente con todas mis fuerzas. Pero, pensándolo mejor, has hecho bien en no tomar ese avión. No era una buena idea.

El chirrido de los neumáticos sobre los guijarros se expande alrededor de la roca. Oigo portazos y pasos que se acercan.

Digo a Chaker:

– Que acaben pronto. No les guardaré rencor. Además, no siento rencor hacia nadie.

Luego me concentro en las luces de esta ciudad que no he sabido descubrir por culpa de mi ira contra los hombres.

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