Kafr Karam

1

Todas las mañanas, mi hermana gemela Bahia me traía el desayuno a mi habitación. «Arriba ahí dentro -gritaba al empujar la puerta- que vas a fermentar como la masa.» Dejaba la bandeja sobre la mesa baja, al pie de la cama, abría la ventana y regresaba para pellizcarme los dedos de los pies. Sus ademanes eran autoritarios, aunque contrastaban con la dulzura de su voz. Por ser unos minutos mayor que yo, me tomaba por su bebé y no se daba cuenta de que había crecido.

Era una joven endeble, un poco maniática, muy estricta respecto al orden y a la higiene. De pequeño, me vestía para llevarme al colegio. Como no estábamos en la misma clase, la pillaba durante el recreo en el patio del colegio observándome de lejos, y ay de mí como «avergonzara a la familia». Más adelante, cuando la pelusa empezó a marcar mis rasgos de chico enclenque y granujiento, se hizo cargo personalmente de la contención de mi crisis de adolescencia, increpándome cada vez que alzaba la voz delante de mis otras hermanas o cuando rechazaba una comida al estimarla insuficiente para mi crecimiento. No era un chico difícil, aunque ella veía en mi manera de llevar mi pubertad una inadmisible patanería. A veces, harta ya, mi madre la regañaba; Bahia se aplacaba una semana o dos y, a la vuelta de un tropiezo, volvía a la carga.

Nunca le reproché que fuera tan marimandona conmigo. Al contrario, las más de las veces me hacía gracia.

– Te pondrás el pantalón blanco y la camisa de cuadros -me ordenó enseñándome la ropa doblada sobre la mesa de fórmica que me servía de escritorio-. Anoche los lavé y planché. Deberías ir pensando en comprarte otro par de zapatos -añadió empujando con la punta del pie mis zapatillas mohosas-. A éstas casi no les queda suela, y además apestan.

Se metió la mano debajo del escote y sacó unos cuantos billetes.

– Aquí hay suficiente dinero para que no te conformes con unas vulgares sandalias. No se te olvide comprar también perfume. Porque si sigues oliendo tan mal, ya no necesitaremos insecticida para espantar las cucarachas.

Antes de que me diera tiempo a acodarme, dejó el dinero sobre mi almohada y se esfumó.

Mi hermana no trabajaba. Obligada a los dieciséis años a abandonar los estudios para casarse con un primo -que, al final, murió de tuberculosis seis meses antes de la boda-, se iba marchitando en casa en espera de otro pretendiente. Mis otras hermanas, mayores que nosotros, tampoco habían tenido demasiada suerte. La primogénita, Aícha, se casó con un rico criador de pollos. Vivía en un pueblo cercano, en una casa grande que compartía con su familia política. La convivencia se iba degradando cada temporada un poco más hasta que un día, viéndose incapaz de soportar más vejaciones por parte de unas y abusos por parte de otros, cogió a sus cuatro críos y regresó al redil. Pensábamos que su marido vendría a recogerla; no dio señales de vida, ni siquiera los días festivos para ver a sus hijos. La siguiente, Afaf, tenía treinta y tres años y ni un solo pelo en la cabeza. Una enfermedad infantil la había dejado calva. Al temer que se convirtiera en el hazmerreír de sus compañeras, a mi padre le pareció oportuno no mandarla al colegio. Afaf vivió recluida en una habitación, como si fuera una inválida, remendando ropa vieja y luego haciendo vestidos que mi madre iba vendiendo por aquí y por allá. Cuando mi padre perdió su empleo a raíz de un accidente, fue Afaf la que se hizo cargo de la familia; por entonces, sólo se oía el zumbido de su máquina de coser a leguas a la redonda. En cuanto a Farah, de treinta y un años, fue la única que prosiguió sus estudios en la universidad, a pesar de la desaprobación de la tribu, que no veía con buenos ojos que una joven viviera alejada de sus padres, y por tanto al alcance de las tentaciones. Farah capeó el temporal y se diplomó sin problemas. Mi tío abuelo quiso casarla con uno de sus retoños, un campesino piadoso y solícito; Farah rechazó categóricamente la oferta y prefirió ejercer en el hospital. Su actitud sumió a la tribu en una profunda consternación, y el hijo humillado nos retiró a todos el saludo, gesto que luego se hizo extensivo a su padre y a su madre. Hoy, Farah opera en una clínica privada de Bagdad y se gana bien la vida. El dinero que mi hermana gemela me dejaba de vez en cuando sobre la almohada era suyo.

En Kafr Karam, los jóvenes de mi edad habían dejado de fingir enojo cuando una hermana o una madre les ponían discretamente algunas monedillas en la mano. Al principio, se sentían un poco molestos y, para guardar la cara, prometían saldar sus deudas cuanto antes. Todos soñaban con un trabajo que les permitiría levantar cabeza. Pero los tiempos eran duros; las guerras y el embargo habían puesto al país de rodillas, y los jóvenes del pueblo eran demasiado piadosos para aventurarse en las grandes ciudades, donde la bendición ancestral no tenía curso, donde el diablo pervertía las almas más rápidamente que un prestidigitador… Eso no iba en absoluto con la gente de Kafr Karam. Prefería estar muerta antes que entregarse al vicio o al robo. Por mucho que resuenen los cantos de sirenas, la llamada de los Ancianos se sigue sobreponiendo. Somos honrados por vocación.

Ingresé en la Universidad de Bagdad pocos meses antes de la ocupación norteamericana. Estaba en la gloria. Mi condición de estudiante devolvía su orgullo a mi padre. ¡Él, el analfabeto, el viejo pocero harapiento, padre de una médico y de un futuro doctor en filología! ¡Qué mejor manera de desquitarse de tantas decepciones! Me prometí no decepcionarlo. ¿Acaso lo había decepcionado una sola vez en la vida? Quería triunfar por él, verlo confiado, leer en sus ojos arrasados por el polvo lo que su rostro disimulaba: la felicidad de recoger lo que había sembrado, una semilla sana física y mentalmente que sólo pedía germinar. Mientras que los demás padres se apresuraban a enganchar a su progenie a las ingratas tareas que habían sido su infierno y el de sus antepasados, el mío se apretaba el cinturón hasta partirse en dos para que yo pudiera seguir estudiando. Ni él ni yo estábamos seguros de que el éxito social se hallara al final del túnel, pero estaba convencido de que un pobre instruido resultaba menos patético que un pobre duro de mollera. Saber leer y rellenar formularios era, de por sí, una manera de preservar buena parte de la propia dignidad.

La primera vez que crucé el vestíbulo de la universidad no vacilé -y eso que la naturaleza me había dotado de una vista de águila- en ponerme gafas.

Así fue como conseguí impresionar a Nawal, que, cuando se cruzaba conmigo al salir de clase, se ponía roja como un tomate. Aunque no me hubiese jamás atrevido a abordarla, la menor sonrisa suya bastaba para hacerme feliz. Andaba precisamente proyectando para ella unas miríficas perspectivas, cuando el cielo de Bagdad se estrelló con extraños fuegos artificiales. Las sirenas resonaron en el silencio de la noche; los edificios empezaron a esfumarse y, de la noche a la mañana, los idilios más locos se deshicieron en lágrimas y sangre. Mis carpetas y mis romanzas ardieron en el infierno, la universidad quedó en manos de los vándalos, y los sueños, en las de los sepultureros; regresé a Kafr Karam, alucinado, desamparado, y jamás he vuelto a pisar Bagdad desde entonces.

No tenía motivos de queja en casa de mis padres. No era exigente; me conformaba con cualquier cosa. Dormía en el tejado, en un lavadero acondicionado. Mi mobiliario se ceñía a dos viejos cajones y a una cama hecha con planchas de distinta procedencia. Estaba contento con el pequeño universo que había construido en torno a mi intimidad. Todavía no tenía tele, aunque sí una radio gangosa que al menos arropaba mis soledades.

Mis padres ocupaban una habitación con balcón, que daba al patio, en el primer piso; al fondo del pasillo, del lado del jardín, mis hermanas compartían dos grandes salas atestadas de antiguallas y de cuadros religiosos adquiridos en los zocos itinerantes; unos exhibían caligrafías laberínticas, otros retrataban a Sidna Alí dejando maltrechos a los demonios o haciendo trizas a las tropas enemigas, blandiendo su legendaria cimitarra de doble hoja como un tornado por encima de las cabezas impías. Había cuadros de este tipo en las habitaciones, en el vestíbulo, encima de los marcos de las puertas. No estaban ahí para decorar, sino por sus virtudes talismánicas; preservaban del mal de ojo. Un día descolgué uno de ellos al dar una patada a un balón. Era un bonito cuadro con versículos coránicos bordados con hilo amarillo sobre un fondo negro. Se rompió como si fuera un espejo. A mi madre casi le da una apoplejía. Aún la veo, con la mano sobre el pecho y los ojos desorbitados, blanca como la tiza. Ni siete años de desgracias la habrían desangrado tan aplicadamente.

En la planta baja se hallaba la cocina y, enfrente, un cuchitril que hacía las veces de taller para Afaf, dos salas concomitantes para los huéspedes y una sala de estar inmensa cuya puerta vidriera daba a un huerto.

Cuando había acabado de recoger mis cosas, bajaba a saludar a mi madre, una mujerona bien plantada de mirada limpia a la que no habían conseguido desalentar ni las tareas domésticas ni el desgaste del tiempo. Un beso en su mejilla me insuflaba una buena dosis de su energía. Nos entendíamos con un gesto o una mirada.

Mi padre se sentaba con las piernas cruzadas en el patio, a la sombra de un árbol indefinible. Tras la oración de el-fejr, que hacía obligatoriamente en la mezquita, regresaba para desgranar su rosario en el patio, con su brazo inválido en el hueco de su vestimenta -había perdido el uso de su miembro al desmoronarse un pozo que estaba limpiando-. Menudo bajonazo había dado mi padre. Su aura de anciano se había marchitado, su mirada de patrón daba como mucho para una disensión. En otros tiempos, a veces se unía a un grupo de allegados para intercambiar apreciaciones sobre tal o cual suceso. Luego, cuando la maledicencia se impuso a la corrección, se retiró. Por la mañana, al salir de la mezquita, antes de que la calle acabase de despertar, se instalaba al pie de su árbol, con una taza de café al alcance de la mano, y escuchaba con atención los rumores cercanos como si esperara descifrar su significado. Mi viejo era buena gente, un beduino de modesta condición que no comía a diario todo lo que deseaba, pero que era mi padre y seguía siendo, para mí, lo más digno de respeto. Sin embargo, cada vez que lo veía al pie de su árbol no podía dejar de sentir por él una profunda compasión. Era sin duda digno y valiente, pero su miseria torpedeaba el aplomo que se empeñaba en aparentar. Creo que jamás se repuso de la pérdida de su brazo y que el sentimiento de vivir a costa de sus hijas estaba a punto de hundirlo.

No recuerdo haberme sentido cercano a él o haberme acurrucado en su pecho; no obstante, estaba convencido de que si daba el primer paso, no me rechazaría. El problema estaba en cómo asumir tal riesgo. Más estático que un tótem, mi viejo no dejaba que se transparentara ninguna de sus emociones… De niño, lo tomaba por un fantasma; lo oía de amanecida liar su petate para irse a su obra; salía antes de que lo alcanzara y no regresaba hasta avanzada la noche. Ignoro si ha sido un buen padre. Reservado o demasiado pobre, no sabía regalarnos juguetes y parecía no fijarse en nuestros jaleos infantiles ni en nuestras repentinas treguas. Me preguntaba si era capaz de ofrecer amor, si su estatuto de progenitor no iba a acabar convirtiéndolo en estatua de sal. En Kafr Karam, los padres se sentían en la obligación de guardar las distancias con su progenie, convencidos de que la familiaridad perjudicaría su autoridad. ¿Cuántas veces había creído entrever, en la mirada austera de mi viejo, un lejano espejismo? De inmediato recobraba la compostura y carraspeaba para que saliera pitando.

Así pues, aquella mañana, bajo su árbol, mi padre carraspeó cuando le besé solemnemente la cabeza y no retiró la mano cuando la agarré para besarla. Comprendí que no le habría molestado que le hiciera compañía. ¿Para decirnos qué? Ni siquiera conseguíamos mirarnos de frente. Una vez me senté a su lado.

Durante dos horas, ninguno de los dos consiguió articular una sílaba. Se limitaba a desgranar su rosario; yo no paraba de triturar una esquina de la esterilla. Si mi madre no me hubiese mandado hacer un recado, nos habríamos quedado así hasta el anochecer.

– Voy a dar una vuelta. ¿Necesitas algo?

Negó con la cabeza.

Aproveché para despedirme de él.


Kafr Karam siempre fue una aldea bien ordenada: no necesitábamos aventurarnos fuera para atender nuestras necesidades básicas. Teníamos nuestra plaza de armas; nuestras áreas para jugar -en general unos descampados-; nuestra mezquita, que requería levantarse temprano el viernes para pillar buen sitio; nuestras tiendas de comestibles; dos cafés -el Safir, que frecuentaban los jóvenes, y el Hilal; un mecánico bárbaro capaz de conseguir arrancar cualquier motor, siempre que fuera diésel; un ferretero que solía hacer las veces de fontanero; un sacamuelas, herbolario vocacional y curandero en sus ratos de ocio; un barbero con pinta de atleta de feria, plácido y distraído, que tardaba más en afeitar un cráneo que un borracho empedernido en introducir un hilo por el ojo de una aguja; un fotógrafo tenebroso como su taller, y un empleado de correo. También teníamos un posadero; pero como ningún peregrino se dignaba a detenerse por aquí, se recicló en zapatero remendón.

Para muchos, nuestro pueblo no era sino una aldea cruzada en medio de la carretera, como un animal muerto -apenas lo veías y ya lo habías dejado atrás-, pero estábamos orgullosos de él. Nunca nos habíamos fiado de los extranjeros. Siempre que dieran grandes bandazos para esquivarnos, estábamos a salvo, y si, a veces, el viento de arena los obligaba a recurrir a nosotros, los atendíamos de acuerdo con las recomendaciones del Profeta sin intentar retenerlos cuando empezaban a recoger sus cosas. Lo que nos venía de fuera nos traía demasiados malos recuerdos…

La mayoría de los habitantes de Kafr Karam tenían lazos de parentesco. Los demás llevaban aquí varias generaciones. Sin duda, teníamos nuestras pequeñas manías, pero nuestras disputas nunca iban a peor. Cuando las cosas se ponían feas, los Ancianos intervenían para apaciguar los ánimos. Si los ofendidos estimaban que la afrenta era irreversible, dejaban de hablarse y asunto resuelto. Por lo demás, nos gustaba reunimos en la plaza o en la mezquita, gandulear por nuestras calles polvorientas o tomar el sol como lagartos al pie de nuestras tapias de adobe desfiguradas en algunas de sus partes por bloques de cemento hueco mellados y pelados. No era el paraíso, pero, como la estrechez era de mente y no de corazón, sabíamos aprovechar cualquier ocurrencia para reír a carcajadas y sacar fuerzas de nuestras miradas para afrontar las cabronadas de la vida.

Kadem era, de todos mis primos, mi mejor amigo. Por la mañana, cuando salía de mi casa, mis pasos me encaminaban a él. Me lo encontraba invariablemente en la esquina de la calle del Carnicero, tras una tapia, con el culo pegado a un pedrusco y la barbilla en el hueco de la mano, confundiéndose con su improvisado asiento. Jamás había conocido a un ser más hastiado de todo. En cuanto me veía, sacaba un paquete de cigarrillos y me lo tendía. Aunque sabía que no fumaba, no podía evitar repetir el mismo gesto para recibirme. Con el tiempo, por cortesía, acabé aceptando su ofrecimiento y me llevaba un cigarrillo a la boca. De inmediato me ofrecía su mechero y se reía cuando las primeras caladas me hacían toser. Luego, volvía a replegarse en su cascarón, con la mirada perdida y el rostro impenetrable. Todo lo hastiaba: las veladas entre amigos y los velatorios. Con él las discusiones duraban poco, a veces le producían unos absurdos ataques de ira cuyo secreto sólo él conocía.

– Tengo que comprarme un nuevo par de zapatos.

Echó una rápida ojeada a mis zapatillas y volvió a mirar fijamente el horizonte.

Intenté encontrar un espacio de entendimiento, una idea para desarrollarla; él no estaba por la labor.

Kadem era un virtuoso del laúd. Se ganaba la vida actuando en las bodas. Proyectaba montar una orquesta cuando el destino hizo añicos sus proyectos. Su primera esposa, una chica del pueblo, murió en el hospital tras una banal neumonía. Por entonces, el plan «alimentos por petróleo» decretado por la ONU hacía aguas, y los medicamentos de primera necesidad escaseaban incluso en el mercado negro. Kadem sufrió mucho con la prematura pérdida de su esposa. Su padre lo había obligado a tomar una segunda esposa con la esperanza de que eso atenuara su pena. A los dieciocho meses de la boda, una meningitis fulminante lo hizo enviudar por segunda vez. Kadem perdió la fe.

Yo era una de las escasas personas que podían acercarse a él sin que se sintiera molesto de inmediato.

Me acuclillé a su lado.

Frente a nosotros se alzaba una antigua antena del Partido, inaugurada a bombo y platillo treinta años antes y hoy convertida en desecho por falta de convicción ideológica. Tras el caserón precintado, dos palmeras convalecientes intentaban mantener el tipo. A mi parecer, estaban ahí desde la noche de los tiempos, con su silueta retorcida, casi grotesca, con las ramas colgantes y resecas. Aparte de los perros, que acudían a su pie a levantar la pata, y de algunas aves de paso en busca de una vara vacante, nadie les prestaba atención. De niño, me intrigaban. No comprendía por qué no aprovechaban la noche para desaparecer para siempre. Un charlatán ambulante contaba que ambas palmeras eran, en realidad, el fruto de una inmemorial alucinación colectiva que el espejismo, al disiparse, había olvidado llevarse.

– ¿Has escuchado la radio esta mañana? Parece que los italianos van a liar el petate.

– ¡Pues sí que nos va a servir de mucho! -masculló.

– En mi opinión…

– ¿No tenías que ir a comprarte un par de zapatos nuevos?

Alcé el brazo a la altura del pecho en señal de rendición.

– Vale. Necesito desentumecer las piernas.

Por fin accedió a volverse hacia mí.

– No te lo tomes así. Esas historias me hastían.

– Lo entiendo.

– No me lo tengas en cuenta. Me paso los días jodido y las noches jodiéndome.

Me levanté.

Cuando estaba alcanzando el final de la tapia, me dijo:

– Creo que tengo un par de zapatos en casa. Pásate luego por allí. Si te van, son tuyos.

– De acuerdo… Hasta luego.

Ya había dejado de hacerme caso.

2

En la plaza convertida en campo de fútbol, un hatajo de mocosos gritones daban patadas a un balón desgastado, caóticos en sus ataques y pasmosos en sus irregularidades. Parecían una bandada de gorriones desgreñados peleándose por un grano de maíz. De repente, un pulgarcito consiguió zafarse de aquella barahúnda y salió corriendo solo, como un machote, hacia la portería contraria. Regateó a un adversario, superó a un segundo, se fue hacia la línea de banda y pasó el balón hacia atrás a un compañero que, lanzándose como un bólido, falló lamentablemente su disparo antes de lijarse las nalgas en la grava. Sin previo aviso, un chaval anormalmente grueso, hasta entonces tranquilamente acuclillado al pie de un muro, se lanzó hacia el balón, lo recogió y salió pitando a toda mecha. Al principio perplejos, los jugadores se dieron cuenta de que el intruso les robaba el balón; se lanzaron todos a una tras él insultándolo.

– No lo querían en su equipo -me explicó el ferretero, sentado con su aprendiz en la puerta de su taller-. Como es lógico, les agua la fiesta.

Los tres miramos al regordete, que desaparecía tras una manzana de casas, con los demás tras él -el ferretero, con una sonrisa tierna; su aprendiz, con la mirada perdida.

– ¿Has escuchado las últimas noticias? -me preguntó el ferretero-. Los italianos se largan.

– No han dicho cuándo.

– Lo importante es que vayan haciendo las maletas.

Y se lanzó a un largo análisis, pronto ramificado en aproximaciones teóricas sobre el renacer del país, la libertad, etc. Su aprendiz, un alfeñique negro y reseco como un clavo, lo escuchaba con la patética docilidad del boxeador sonado que, entre dos asaltos de castigo, aprueba con la cabeza las recomendaciones de su entrenador mientras su mirada se disuelve en las nubes.

El ferretero era un tipo cortés. Salvo cuando lo reclamaban a horas imposibles por una pequeña fuga en el depósito o una vulgar fisura en un andamio, siempre estaba disponible. Era un grandullón huesudo, con los brazos llenos de moratones y el rostro afilado. Sus ojos producían un destello metálico idéntico a las chispas que hacía brotar de la punta de su soplete. Los graciosos fingían ponerse una máscara de soldador para mirarlo de frente. La verdad es que tenía los ojos destrozados y lagrimosos, y, desde hacía algún tiempo, se le nublaba la vista. Padre de media docena de chavales, se escapaba a su taller más para huir del follón que reinaba en su casa que para hacer sus chapuzas. Suleimán, su primogénito, que tenía más o menos mi edad, era retrasado mental; podía permanecer días enteros en un rincón sin rechistar y luego, sin previo aviso, sufrir uno de sus ataques y echar a correr, a correr hasta caer redondo. Nadie sabía por qué le ocurría. Suleimán no hablaba, no se quejaba, no agredía; vivía atrincherado en su mundo e ignoraba por completo el nuestro. Y, de repente, daba un grito, siempre el mismo, y salía pitando por el desierto sin darse la vuelta. Al principio lo miraban correr por aquella sartén, con su padre tras él. Con el tiempo, se dieron cuenta de que esas carreras enloquecidas le hacían polvo el corazón y de que, a la larga, el pobre diablo corría el riesgo de quedarse tieso, fulminado por un infarto. En el pueblo, nos habíamos organizado para interceptarlo en cuanto se daba la voz de alarma. Cuando le echaban el guante, Suleimán no forcejeaba; se dejaba agarrar y llevar de vuelta a su casa, sin resistencia, con una risa átona en su boca abierta y los ojos en blanco.

– ;Cómo anda el chico?

– Como una estampa -dijo-. Lleva semanas aguantando el tipo. Cualquiera diría que está completamente curado… ¿Y tu padre?

– Siempre al pie de su árbol… Tengo que comprarme un nuevo par de zapatos. ¿Alguien baja hoy a la ciudad?

El ferretero se rascó la cúspide del cráneo.

– Me ha parecido ver una furgoneta en la pista, hace una hora, pero no podría decirte si iba a la ciudad. Habrá que esperar a que acabe la oración. Además, cada vez se hace más difícil desplazarse con esos puestos de control y las molestias que conllevan… ¿Has consultado al zapatero?

– Mis zapatos son irrecuperables. Necesito otros nuevos.

– El zapatero tiene algo más que suelas y cola.

– Su mercancía está pasada de moda. Necesito algo nuevo, flexible y elegante.

– ¿Crees que se adaptarían bien al estado de nuestro suelo?

– Eso no importa… Estaría bien que alguien me pudiera llevar a la ciudad. También me apetece una bonita camisa.

– Pues me parece que ya puedes sentarte a esperar. El taxi de Jalid está estropeado y el autocar ha dejado de pasar por aquí desde que un helicóptero estuvo a punto de cargárselo en la carretera el mes pasado.

Los chavales habían recuperado su balón; regresaban con paso marcial.

– El aguafiestas no ha ido muy lejos -observó el ferretero.

– Es demasiado gordo para dejarlos atrás.

Ambos equipos volvieron a desplegarse por el terreno, cada uno en su campo, y el partido se reanudó ahí donde había quedado interrumpido. Al punto volvió a oírse el griterío, obligando a un perro viejo a batirse en retirada.

Como no tenía nada especial que hacer, me acomodé sobre un bloque de cemento y seguí el partido con interés.

Al final del partido, me percaté de que el ferretero y su aprendiz habían desaparecido y que el taller estaba cerrado. Ahora el sol calentaba con ganas. Me levanté y subí la calle en dirección a la mezquita.

Había gente en la barbería. Habitualmente, los viernes, tras la Gran Oración, los ancianos de Kafr Karam se citaban allá. Acudían a mirar cómo uno de los suyos se entregaba a la maquinilla del peluquero, un personaje elefantiásico envuelto en un mandil de matarife. Antes, los debates nunca iban al grano. Los esbirros de Sadam estaban al acecho. Por una palabra fuera de lugar deportaban a toda la familia; las fosas comunes y los cadalsos proliferaban como hongos. Pero desde que habían pillado al tirano en su ratonera y lo habían encerrado en otra, las lenguas andaban sueltas y los ociosos de Kafr Karam resultaron ser pasmosamente volubles… Esa mañana, se hallaban reunidos en la barbería los sabios del pueblo -si algunos jóvenes se mantenían cerca era porque los debates prometían-. Reconocí a Jadir, llamado Doc, un septuagenario cascarrabias que había enseñado dos décadas atrás filosofía en un centro escolar de Basora antes de pudrirse durante tres años en las mazmorras baasistas por una oscura historia de etimología. Al dejar el calabozo, el Partido le dejó claro que tenía prohibido impartir clases en todo el territorio iraquí y que estaba en el punto de mira del Muhabarat. Doc comprendió entonces que su vida pendía de un hilo y regresó a la carrera a su pueblo natal, donde se hizo el muerto hasta que quitaron las tuercas a las estatuas del rais en los espacios públicos. Era alto, casi señorial con su inmaculada chilaba azul, lo que le confería una actitud hierática. A su lado, encogido sobre un banco, peroraba Bashir el Halcón, un antiguo salteador de caminos que había operado por toda la región a la cabeza de una horda muy escurridiza antes de refugiarse en Kafr Karam, con su botín como señuelo. No era miembro de la tribu, pero los Ancianos optaron por brindarle su hospitalidad antes que padecer sus correrías. Enfrente, en medio de su silencioso clan, los hermanos Isam, dos viejos achacosos pero temibles, intentaban hacer añicos los argumentos de unos y otros; llevaban la práctica de la contradicción en la sangre, y eran capaces de renunciar a su propia idea elaborada la víspera si a algún aliado indeseado se le ocurría suscribirla. E, inmutable en su rincón, apartado para que se le pudiera ver bien, el decano reinaba desde su silla de mimbre, que sus partidarios transportaban allá donde fuera, con su imponente rosario en una mano y en la otra la pipa de su narguile. Él jamás intervenía durante el debate y se reservaba la última palabra; no soportaba que nadie se la pisara.

– Al menos nos han librado de Sadam -protestó Isam 2, tomando por testigo a su entorno inmediato.

– No les hemos pedido nada -refunfuñó el Halcón.

– ¿Quién podía hacerlo? -dijo Isam 1.

– Es cierto -añadió su hermano-. ¿Quién podía siquiera escupir al suelo sin exponerse a que lo alcanzara un rayo, sin ser detenido de inmediato por ultrajar al rais y ahorcado en una grúa?

– Si Sadam era tan duro, era por culpa de nuestras pequeñas y grandes cobardías -insistió el Halcón con desprecio-. Los pueblos sólo tienen los reyes que se merecen.

– No estoy de acuerdo contigo -dijo un vejete trémulo a su derecha.

– Tú ni siquiera puedes estar de acuerdo contigo mismo.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque es la verdad. Hoy estás con unos y mañana con otros. Jamás te he oído defender la misma opinión dos días seguidos. La verdad es que no tienes opinión. Tomas el tren en marcha y, cuando aparece otro, saltas a él sin siquiera intentar conocer su destino.

El vejete trémulo se amparó tras una mueca de indignación, el rostro sombrío.

– No te lo digo para ofenderte, amigo -le dijo el Halcón en tono conciliador-. No tengo ninguna intención de faltarte al respeto. Pero no permitiré que achaques nuestras culpas a Sadam. Era un monstruo, eso sí, pero un monstruo nuestro, de nuestra sangre, y todos hemos contribuido a consolidar su megalomanía. De ahí a preferir a unos impíos venidos de la otra punta del planeta para pisotearnos, hay un gran trecho. Los militares norteamericanos no son más que unos brutos, unas bestias salvajes que se contonean delante de nuestras viudas y de nuestros huérfanos y que no dudan en soltar sus bombas sobre nuestros dispensarios. Mira en qué han convertido nuestro país: en un infierno.

– Sadam ya lo había convertido en un matadero -le recuerda Isam 2.

– No fue Sadam, sino nuestro miedo. Si hubiésemos demostrado un mínimo de valor y de solidaridad, ese perro jamás se habría permitido llegar tan lejos en el ejercicio de la tiranía.

– Tienes razón -dice el hombre bajo la maquinilla del barbero mirando al Halcón por el espejo-. Se lo hemos consentido, y ha abusado. Pero no me harás cambiar de opinión: los americanos nos han librado de un ogro que amenazaba con devorarnos crudos, a todos, uno tras otro.

– ¿Y por qué crees que están aquí los americanos? -se empecinó el Halcón-. ¿Por caridad cristiana? Son hombres de negocios, comercian con nosotros como si fuéramos un mercado. Ayer era comida a cambio de petróleo. Hoy es petróleo a cambio de Sadam. ¿Y qué pintamos nosotros en todo esto? Promesas vanas. Si los americanos tuviesen un gramo de bondad, no tratarían a sus negros y a sus latinos como si fueran trogloditas. En vez de cruzar los tiempos y los océanos para echar una mano a unos pobres moros debilitados, harían mejor barriendo su puerta y ocupándose de sus indios, que se pudren en sus reservas, fuera del alcance de los curiosos, como si fueran enfermedades vergonzantes.

– Desde luego -recalcó el vejete trémulo-. ¿Te imaginas: unos soldados americanos partiéndose la cara a miles de kilómetros de su casa por caridad cristiana? No les pega nada.

– ¿Puedo decir algo? -dijo finalmente Jabir.

En el salón se impuso un silencio respetuoso. Cuando Doc Jabir tomaba la palabra, siempre era un momento solemne. El antiguo profesor de filosofía, al que las mazmorras de Sadam habían elevado al rango de héroe, hablaba poco, pero sus intervenciones volvían a poner bastantes cosas en su sitio. Hablaba con fuerza, decía las palabras justas y sus argumentos eran inapelables.

– ¿Puedo hacer una pregunta? -añadió con gravedad-. ¿Por qué Bush se ensaña con nuestro país?

La pregunta dio la vuelta a la concurrencia sin encontrar quien la respondiese; se suponía que llevaba trampa y nadie tenía ganas de hacer el ridículo.

Doc Jabir tosiqueó en su puño, seguro de haber acaparado la atención general. Sus ojos de hurón acosaron a las miradas reticentes, pero no dieron con ninguna; accedió a desarrollar el fondo de su pensamiento:

– ¿Para librarnos de un déspota, ayer su criado y hoy un personaje comprometedor?… ¿Porque nuestro martirio acabó ablandando a las rapaces de Washington?… Si creéis por un segundo ese cuento de hadas, es que estáis acabados. Estados Unidos sabía dos cosas extremadamente preocupantes para sus proyectos hegemónicos: 1) Nuestro país estaba a punto de disponer plenamente de su soberanía: de armas nucleares. Con el nuevo orden mundial, sólo las naciones que dispongan de arsenal nuclear serán soberanas; las demás, a partir de ahora, no serán sino posibles focos de tensión, graneros providenciales para las grandes potencias. El mundo está gestionado por el lobby financiero internacional, para el cual la paz es un paro técnico. Un asunto de espacio vital… 2) Irak era la única fuerza militar capaz de plantar cara a Israel. Ponerlo de rodillas era permitir que Israel se hiciera con la región. Éstas son las dos auténticas razones que han llevado a la ocupación de nuestra patria. Sadam es una cortina de humo. Si, para la opinión pública, parece justificar la agresión norteamericana, no por ello deja de ser una engañifa diabólica consistente en pillar a la gente a contrapié para ocultar lo más importante: impedir que un país árabe acceda a los medios estratégicos para su defensa, y por tanto para su integridad, y, una vez conseguido, ayudar a Israel a asentar definitivamente su autoridad en Oriente Próximo.

Como ninguno esperaba el golpe, la asistencia quedó boquiabierta.

Satisfecho, el Doc saboreó por un momento el efecto producido por la pertinencia de su intervención, carraspeó con arrogancia, convencido de que les había quitado el hipo, y se levantó.

– Señores -decretó-, os dejo meditar mis palabras con la esperanza de veros mañana más ilustrados y crecidos.

Dicho esto, alisó majestuosamente la parte delantera de su chilaba y abandonó el salón con excesiva altivez.

El barbero, que no prestaba atención a los dimes y diretes de unos y otros, acabó dándose cuenta del silencio que acababa de hacerse a su alrededor; arqueó una ceja y, sin hacerse demasiadas preguntas, siguió rapando a su cliente con la indolencia de un paquidermo masticando una mata de hierba.

Ahora que Doc Jabir se había retirado, las miradas convergían en el decano. Éste se meneó sobre su silla de mimbre chascando los labios y dijo:

– También se pueden ver las cosas desde ese punto de vista.

Calló un largo rato antes de añadir:

– La verdad es que estamos cosechando lo que hemos sembrado: el fruto de nuestros perjurios… Hemos fracasado. En otros tiempos, éramos nosotros mismos, árabes valientes y virtuosos con la vanidad justa para cobrar valor. En vez de mejorar con el tiempo, nos hemos echado a perder.

– ¿Y cuáles han sido nuestras culpas? -preguntó el Halcón, susceptible.

– La fe… La hemos perdido, y con ella la cara.

– Que yo sepa, las mezquitas están siempre llenas.

– Sí, pero ¿qué ha sido de los creyentes? Son gente que va maquinalmente a rezar y luego regresa a lo ilusorio una vez terminado el oficio. La fe no es eso.

Uno de sus partidarios le tendió un vaso de agua.

El decano bebió unos cuantos tragos; el ruido de la ingurgitación resonó en el salón como piedras al caer en un pozo.

– Hace unos cincuenta años, mientras conducía la caravana de mi tío por Jordania con un centenar de camellos, me detuve en un pueblo cerca de Ammán. Era la hora de la oración. Fui con parte de mis hombres a una mezquita y nos pusimos a hacer nuestras abluciones en un pequeño patio enlosado. Entonces se nos acercó el imán, un personaje imponente vestido con una túnica resplandeciente. «¿Qué estáis haciendo aquí, jóvenes?», nos preguntó. «Nos lavamos para la oración», le contesté. «¿Creéis que vuestros odres bastan para purificaros?», inquirió. «Pero es preciso hacer las abluciones antes de entrar en la sala de oraciones», le observé. Entonces sacó un higo hermoso y fresco de su bolsillo, lo limpió con cuidado en una taza de agua y luego lo abrió ante nuestros ojos. El hermoso higo estaba lleno de gusanos. El imán concluyó: «No es el cuerpo lo que hay que lavar, jóvenes, sino el alma. Si estáis podridos por dentro, no hay río ni océano que pueda desinfectaros».

Todas las personas reunidas en la barbería asintieron, convencidas, con la cabeza.

– No pretendamos que otros carguen con la parte de culpa que nos corresponde. Si los americanos están aquí, es responsabilidad nuestra. Al perder la fe, hemos perdido nuestras referencias y el sentido del honor. Hem…

– ¡Ya está! -exclamó el barbero agitando su brocha por encima de la nuca carmesí de su cliente.

Los ocupantes del salón se quedaron tiesos, indignados.

Lejos de sospechar que acababa de perturbar al reverenciado decano y de escandalizar a quienes bebían en las fuentes de sus labios, el barbero siguió meneando su brocha con desenvoltura.

El cliente cogió sus viejas gafas remendadas con papel celo y alambre, se las ajustó sobre su tumefacta nariz y se contempló en el espejo frente a él. Su sonrisa se convirtió de inmediato en mueca.

– ¿Qué es esto? -gimió-. Me has esquilado como a una oveja.

– Ya llegaste con poco pelo -le señaló el barbero, impasible.

– Puede, pero aun así te has pasado. Ha faltado poco para que me cortaras la piel del cráneo.

– Podías haberme detenido.

– ¿Cómo? No veo nada sin las gafas.

El barbero insinuó un mohín de apuro.

– Lo siento. He hecho lo que he podido.

En ese instante, ambos hombres se dieron cuenta de que algo no iba bien. Se dieron la vuelta y recibieron de pleno la mirada indignada de las personas reunidas en el salón.

– ¿Qué pasa? -preguntó el barbero con voz queda.

– El decano nos estaba instruyendo -le señalaron con tono de reproche-, y no sólo no escuchabais sino que además discutíais por unos miserables tijeretazos mal dados. No tenéis perdón.

Al percatarse de su grosería, el barbero y su cliente se llevaron la mano a la boca, como niños pillados soltando tacos, y se amilanaron.

Los jóvenes, que escuchaban desde la entrada, se quitaron de en medio de puntillas. En Kafr Karam, cuando los sabios y los mayores riñen, los adolescentes y los solteros tienen la obligación de retirarse. Por pudor. Aproveché para acudir al zapatero, cuyo taller se hallaba a unos cien metros, en el costado de un caserón horroroso emboscado tras unas fachadas tan feas que parecían haber sido levantadas por duendes.

El sol rebotaba en el suelo y me hería los ojos. Entreví, entre dos cuchitriles, a mi primo Kadem allá donde lo había dejado, encogido sobre su pedrusco; le mandé un saludo con la mano, que no vio, y proseguí mi camino.

El taller del zapatero estaba cerrado; de todos modos, las zapatillas que vendía sólo les quedaban bien a los viejos, y si algunas llevaban lustros pudriéndose en su caja de cartón, no era por falta de dinero.

Delante del gran portón de hierro del caserón, pintado de un repelente color marrón, Omar el Cabo jugueteaba con un perro. Apenas me vio, dio una patada al trasero del cuadrúpedo, que se apartó con un quejido, y me hizo una señal para que me acercara.

– Apuesto a que estás salido -me soltó-. ¿A qué has venido a ver si te topabas por aquí con alguna oveja perdida?

Omar era un desasosiego ambulante. En el pueblo, los jóvenes no apreciaban ni la crudeza de sus palabras ni sus insanas alusiones; huían de él como de la peste. Su paso por el ejército lo había echado a perder.

Cinco años atrás, marchó a servir en un batallón como ranchero, y regresó al pueblo tras el asedio de Bagdad por las tropas norteamericanas, incapaz de explicar lo que había ocurrido. Una noche, su unidad estaba en estado de alerta total, con el arma cargada y la bayoneta calada; a la mañana siguiente no quedaba nadie en su puesto, todos habían desertado, empezando por los oficiales. Omar regresó al redil a hurtadillas. Le sentó muy mal la deserción de su batallón, y ahogaba su vergüenza y su pena en vino adulterado. De ahí debía de venirle su grosería; como ya no sentía respeto por sí mismo, se complacía malévolamente asqueando a familiares y amigos.

– Hay gente honorable por aquí -le recordé.

– ¿He dicho algo poco suní?

– Haz el favor…

Separó los brazos.

– Vale, vale. Ya no se puede estar ni de cachondeo.

Omar era once años mayor que yo. Se había alistado en el ejército tras un fracaso amoroso, pues la amada de sus sueños estaba comprometida con otro. Él no tenía idea de ello; tampoco ella, por lo demás. Cuando agarró el toro por los cuernos y pidió a su tía que fuera a pedir la mano de su Egeria, el mundo se le vino encima. Nunca consiguió reponerse.

– Me estoy volviendo loco en este agujero de mierda -gruñó-. He llamado a todas las puertas y nadie quiere bajar a la ciudad. Me pregunto por qué prefieren quedarse apalancados en su choza asquerosa en vez de darse un garbeo por un buen bulevar con sus tiendas climatizadas y terrazas con flores. Dime qué hay que ver por aquí aparte de perros y lagartijas. En la ciudad, por lo menos, cuando estás sentado en una terraza, ves pasar los coches, contonearse a las chicas; ¡te sientes vivo, joder! ¡Vivo…! Eso no es lo que siento en Kafr Karam. Te juro que me siento como si la estuviera palmando poco a poco. ¡Que me ahogo, que me muero, coño!… Hasta el taxi de Jalid está averiado, y el autocar ya no cubre este sector desde hace semanas.

Omar estaba encogido como un hatillo sobre sus cortas patas. Llevaba una desgastada camisa de cuadros, demasiado estrecha para impedir que su tripón se le desparramara sobre las rodillas. Tampoco le lucía mucho su pantalón manchado de grasa de motor. Indefectiblemente, Omar lucía siempre ese tipo de manchas en su ropa. Aunque se cambiara en un quirófano, con ropa recién sacada de su envoltorio, se las habría apañado para mancharla de grasa de motor al minuto; era como si su cuerpo lo segregara.

– ¿Dónde vas? -me preguntó.

– Al café.

– ¿Para ver a unos pobres diablos jugar a las cartas, como ayer, y anteayer, y mañana, y dentro de veinte años? ¡Joder…, es como para que se te vaya la olla! ¿Qué leches habré podido hacer en una vida anterior para merecerme volver a nacer en un pueblucho tan asqueroso?

– Es nuestro pueblo, Omar, nuestra primerísima patria.

– Pues menuda patria. Hasta los cuervos evitan recalar por aquí.

Remetió su tripón hacia dentro para colocar un pico de camisa bajo el cinturón, se tragó con fuerza los mocos y dijo suspirando:

– De todos modos, no tenemos elección. Vayamos pues al café.

Volvimos sobre nuestros pasos hacia la plaza. Omar estaba enloquecido. Cada vez que nos topábamos con un viejo trasto aparcado ante un patio, soltaba sapos y culebras:

– ¿Por qué se compran esos asnos un cacharro si lo van a dejar caerse a pedazos ante la puerta de su choza?

Contuvo durante un momento su despecho antes de volver a la carga:

– ¿Y tu primo? -dijo señalando con la barbilla a Kadem, sentado contra la tapia, en la otra punta de la calle-. ¿Cómo se las apaña para tirarse el día entero en su esquina? Un día de éstos se le funde un plomo, eso seguro.

– Le gusta estar solo, eso es todo.

– Conocí a un tipo en el batallón que se comportaba de la misma manera, siempre apartado en una esquina del pabellón de la tropa, nunca en la cantina, nunca alrededor de una mesa ganduleando con los compañeros. Una mañana nos lo encontramos colgado de la lámpara del techo de las letrinas.

– Eso no le ocurrirá a Kadem -dije notando un escalofrío por la espalda.

– ¿Qué apostamos?


El café Safir lo llevaba Majed, un pariente enfermizo y triste que se consumía dentro de un mono azul tan basto que parecía hecho de lona. Estaba tras su rudimentario mostrador, como una estatua fallida, con una vieja gorra militar hundida hasta las orejas. Como sus clientes sólo acudían para jugar a las cartas, ya ni se molestaba en enchufar sus aparatos, y se limitaba a traer de casa un termo lleno de té rojo que a menudo acababa bebiéndose solo. Frecuentaban su local jóvenes desocupados y más tiesos que una pata de banco, que desembarcaban por la mañana y no ahuecaban el ala hasta el anochecer, sin llevarse ni una sola vez la mano al bolsillo. Majed había pensado a menudo en tirar la toalla, pero ¿para hacer qué? En Kafr Karam, el desamparo sobrepasaba todo lo imaginable; cada cual se aferraba a su fingido empleo para no volverse tarumba.

Majed puso cara de disgusto al ver entrar a Omar.

– Hola, buscarruina -refunfuñó.

Omar miró con hastío a los pocos jóvenes sentados aquí y allá.

– Esto parece un cuartel en día de castigo -dijo rascándose el trasero.

Reconoció, en el fondo de la sala, a los gemelos Hasán y Hossein, de pie contra la ventana, siguiendo una partida de cartas entre Yacín, el nieto de Doc Jabir, un chico melancólico y colérico; Salah, el yerno del ferretero; Adel, un grandullón un poco estúpido, y Bilal, el hijo del barbero.

Omar se acercó a estos últimos, saludó al pasar a los gemelos y se colocó detrás de Adel.

Adel se movió, molesto.

– Me estás haciendo sombra, cabo.

Omar retrocedió un paso.

– La sombra está en tu perola, chaval.

– Déjalo en paz -dijo Yacín sin dejar de mirar su juego-. No nos distraigas.

Omar soltó una risotada, despectivo, y se mantuvo a raya.

Los cuatro jugadores miraban sus cartas intensamente.

Tras un rato interminable calculando mentalmente, Bilal carraspeó:

– Te toca, Adel.

Adel volvió a revisar sus cartas, echando los labios hacia adelante. Al sentirse indeciso, se tomaba su tiempo.

– Bueno, ¿espabilas o qué? -se impacientó Salah.

– Tranquilo -protestó Adel-, que me lo tengo que pensar.

– Deja ya de vacilar -le dijo Omar-. Ya evacuaste al meneártela esta mañana el último gramo de cerebro que te quedaba.

Una auténtica capa de plomo se abatió sobre el café.

Los jóvenes que estaban cerca de la puerta se eclipsaron; los demás no sabían dónde meterse.

Omar se dio cuenta de su metedura de pata; tragó saliva en espera de que se le viniera el cielo encima.

Alrededor de la mesa, los jugadores mantenían la nuca gacha sobre sus cartas, petrificados. Sólo Yacín puso con cuidado sus cartas de lado y apuntó con dos ojos blancos de ira al ex cabo:

– No sé dónde quieres ir a parar con tu lenguaje barriobajero, Omar, pero ya te estás pasando. Aquí, en nuestro pueblo, tanto los jóvenes como los viejos se respetan. Te has criado entre nosotros y sabes cómo es esto.

– No he…

– ¡Cierra el pico!… Cierra tu bocaza y tira de la cadena -dijo Yacín, con una voz monocorde que contrastaba violentamente con la ira que brotaba de sus pupilas-. No estás en el bar de suboficiales, sino en Kafr Karam. Aquí todos somos hermanos, primos, vecinos y allegados, y controlamos lo que decimos y hacemos… Te lo he dicho cien veces, Omar. Nada de obscenidades; por el amor de Dios, no nos amargues nuestros escasos ratos de respiro con tu asqueroso lenguaje de sinvergüenza…

– Vamos, era sólo de cachondeo.

– Pues mira a tu alrededor, Omar. ¿Nos estamos riendo? Di, ¿nos estamos riendo?

Al ex cabo le brincaba la nuez en su garganta contraída.

Yacín lo apuntó perentoriamente con el dedo.

– A partir de hoy, Omar, hijo de mi tío Fadel y de mi tía Amina, te prohíbo, digo bien, te prohíbo que sueltes un solo taco, una sola palabra fuera de lugar…

– Cuidado -lo cortó Omar, mucho más para salvar la cara que para poner a Yacín en su sitio-, que te llevo seis años y no te permito que me hables en ese tono.

– ¡Demuéstralo!…

Ambos hombres se retaron con la mirada, estremecidos de rabia.

Omar se amilanó el primero.

– Vale -gruñó remetiéndose hoscamente la camisa bajo el cinturón.

Giró sobre los talones y se dirigió hacia la salida:

– ¿Queréis que os diga…? -fulminó desde el umbral.

– Desinféctate antes la boca -lo cortó en seco Yacín.

Omar meneó la cabeza y desapareció.


El malestar se acrecentó en el café tras la salida de Omar. Los gemelos se fueron los primeros, cada uno por su lado. Luego, como la partida de cartas había quedado interrumpida, a nadie le apeteció reanudarla. Yacín se levantó a su vez y salió, con Adel pisándole los talones. Ya sólo me quedaba volver a mi casa.

Ya en mi habitación, intenté escuchar la radio para disipar el malestar que se me había metido en el cuerpo tras la escena del Safir. Lo lamentaba por partida doble, primero por Omar, luego por Yacín. Sin duda, el cabo se merecía que lo pusieran en su sitio, pero también me disgustaba la severidad del más joven. Cuanta más lástima me daba el desertor, menos justificable me parecía su primo. En realidad, si nuestras relaciones se iban degradando, era por las noticias que nos llegaban de Faluya, Bagdad, Mosul o Basora mientras vivíamos a años luz del drama que estaba despoblando nuestro país. Desde el inicio de las hostilidades, a pesar de los cientos de atentados y la enorme mortandad, ni un solo helicóptero había sobrevolado hasta entonces nuestro sector; ni una sola patrulla había profanado la paz de nuestro pueblo. Y ese sentimiento de quedar en cierto modo excluidos de la Historia se iba convirtiendo, con nuestro expectante silencio, en un auténtico caso de conciencia. Si bien los viejos parecían acomodarse a ello, los jóvenes de Kafr Karam lo vivían muy mal.

Como la radio no conseguía distraerme, me tumbé en la cama y me tapé la cabeza con la almohada. El agobiante calor exacerbaba mi turbación. No sabía qué hacer. Las calles del pueblo me entristecían, mi cuchitril me agobiaba; me instalaba en mi disgusto…

Al caer la tarde, un amago de brisa agitó levemente las cortinas. Saqué una silla metálica y me acomodé en la entrada de la habitación. A dos o tres kilómetros del pueblo, los huertos de los Haitem desafiaban la rocalla que los sitiaba; único espacio verde en leguas a la redonda, resplandecían con insolencia entre las reverberaciones del día. El sol se ponía entre nubes de polvo. El horizonte no tardó en incendiarse, destacando a lo lejos las ondulaciones de las colinas. Sobre la árida meseta que corría hasta quedar sin aliento hacia el sur, la pista transitable parecía el cauce seco de un río. Una piara de mocosos regresaba de los huertos, cabizbajos y con andar vacilante; resultaba evidente que la expedición de los pequeños merodeadores se había malogrado.

– Hay un paquete para ti -me avisó mi hermana gemela Bahia dejando ante mis pies una bolsa de plástico-. Te traigo la cena dentro de media horita. ¿Podrás aguantar hasta entonces?

– Sin problema.

Me sacudió con la mano el cuello de la camisa.

– ¿No fuiste a la ciudad?

– No encontré a nadie para llevarme.

– Intenta ser más convincente mañana.

– Lo prometo… ¿Qué es este paquete?

– Lo acaba de traer el hermano pequeño de Kadem.

Entró en la habitación para comprobar que todo estaba en orden y volvió a su fogón.

Abrí la bolsa de plástico y saqué una caja de cartón cerrada con esparadrapo. En el interior, descubrí un soberbio par de zapatos negros para estrenar y un trozo de papel en el que había escrito: Me los he puesto dos veces, las noches de mi primera y mi segunda bodas. Son para ti. Tan amigos. Kadem.

3

Kafr Karam se iba agrietando día tras día, rehén de su vaciedad.

En la barbería, en el café, al pie de las tapias, la gente rumiaba los mismos bulos. Se hablaba demasiado; no se hacía nada. Las expresiones de enojo reincidían una y otra vez, cada vez menos espectaculares; los argumentos se embotaban al antojo de los cambios de humor y los conciliábulos derivaban en interminables y tediosas peroratas. Poco a poco, la gente dejó de escucharse. Sin embargo, se estaba gestando algo inhabitual. Si bien, entre los Ancianos, la jerarquía permanecía incólume, entre los jóvenes iba experimentando una curiosa mudanza. Desde que Yacín reprendiera a Omar el Cabo, el derecho de primogenitura se estaba yendo a pique. Ciertamente, la mayoría reprobaba lo que había ocurrido en el Safir, pero una minoría de balas rasas y de rebeldes en ciernes se inspiraba en ello para cobrar seguridad.

Al margen de ese desafuero, que los viejos fingían ignorar -pues el incidente había corrido de boca en boca por todo el pueblo sin que por ello se sacara a relucir en público-, los acontecimientos seguían su curso con patético linfatismo. El amanecer hacía acto de presencia cuando buenamente le parecía, y la noche caía a su antojo. Seguíamos enfrascados en nuestra limitada dicha autista, pensando en las musarañas o rascándonos la nariz. Podría decirse que vegetábamos en otro planeta, al margen de los dramas que corroían nuestro país. Nuestras mañanas eran reconocibles por sus ruidos característicos, nuestras noches por sus descansos desabridos, y algunos no habrían sabido decir para qué sirven los sueños cuando los horizontes están desnudos. Hacía tiempo que las murallas de nuestras calles nos mantenían cautivos de su penumbra. Habíamos conocido los regímenes más abominables y habíamos sobrevivido a ellos del mismo modo que nuestro rebaño sobrevivía a las epidemias. A veces, cuando un tirano expulsaba a otro, recalaban por aquí nuevos esbirros para levantar la caza. Esperaban así echar el guante a eventuales ovejas negras para inmolarlas allí mismo, y así mantenernos a raya a todos. No tardaban nada en desilusionarse y regresaban con su amo, confundidos pero encantados de no tener que volver a poner los pies en este poblacho, donde costaba distinguir a los vivos de los fantasmas que les hacían compañía.

Pero, como reza el ancestral proverbio, si cierras tu puerta para no oír los gritos del vecino, se colarán por tu ventana. Pues nadie está seguro cuando la desgracia anda suelta. Por mucho que uno se cuide de evocarla, que crea que eso sólo les ocurre a los demás y que basta con no rechistar para librarse de ella, tanta contención le acaba poniendo la mosca detrás de la oreja y, una buena mañana, se presenta disimulando para ver de qué va el asunto… Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. La desgracia recaló entre nosotros sin aspavientos, casi de puntillas, ocultando su jugada. Yo estaba tomando una taza de té en el taller del ferretero cuando su nieta acudió gritando:

– Suleimán… Suleimán…

– ¿Ha vuelto a escapar? -exclamó el ferretero.

– Se ha cortado la mano con el portón… Se ha quedado sin dedos -sollozaba la criatura.

El ferretero pasó por encima de la mesa baja que nos separaba, volcando de paso la tetera que la coronaba, y salió disparado hacia su casa. Su aprendiz se apresuró tras él mientras me hacía una señal para que lo siguiera. Se oían gritos de mujer en la otra punta de la calle. Un enjambre de críos se iba agrupando ante el portón abierto del patio. Suleimán mantenía su mano ensangrentada junto a su pecho y reía en silencio, fascinado por su desangramiento.

El ferretero ordenó a su mujer que se callara y que fuera en busca de una tela limpia. Los gritos cesaron de inmediato.

– Ahí están los dedos -dijo el aprendiz señalando dos puntas de carne junto a la puerta.

Con una calma asombrosa, el ferretero recogió las dos falanges cortadas, las limpió y metió en un pañuelo que introdujo en su bolsillo. Luego se inclinó sobre la herida de su hijo.

– Hay que llevarlo al dispensario -dijo-. Si no, se va a desangrar.

Se volvió hacia mí.

– Necesito un coche.

Asentí con la cabeza y me dirigí a la carrera a la casa de Jalid Taxi. Lo pillé en el patio reparando el juguete de su hijo.

– Te necesitamos -le anuncié-. Suleimán se ha cortado dos dedos, tenemos que llevarlo al dispensario.

– Lo siento, espero a gente a mediodía.

– Es urgente. Suleimán está perdiendo mucha sangre.

– No os puedo llevar. Coge el coche si quieres. Está en el garaje. No os puedo acompañar; dentro de un rato va a venir gente para pedir la mano de mi hija.

– De acuerdo, dame las llaves.

Soltó el juguete de su retoño y me pidió que lo siguiera hasta el garaje donde un viejo Ford abollado tenía el freno echado.

– ¿Sabes conducir?

– Por supuesto…

– Ayúdame a sacar este trasto a la calle.

Abrió los batientes del garaje y lanzó un silbido a los mocosos que vagueaban al sol para que vinieran a echarnos una mano.

– El arranque se me resiste -me explicó-. Ponte al volante, vamos a empujarte.

Los chavales se precipitaron dentro del garaje, divertidos y felices de que les pidieran ayuda. Solté el freno, metí segunda y el coche quedó a merced del entusiasmo de los chicos. Al cabo de unos cincuenta metros, el Ford alcanzó una velocidad considerable; solté el pedal del embrague y el motor rugió por todas sus deterioradas válvulas tras una formidable embestida. Detrás de mí, los chavales lanzaron un grito de alegría idéntico al que soltaban al regresar la luz tras un prolongado apagón eléctrico.

Cuando aparqué delante del patio del ferretero, Suleimán tenía ya la mano envuelta en una toalla y un garrote alrededor de la muñeca; su rostro no delataba ningún dolor. Aquello me resultó extraño, y no conseguía creerme que se pudiera mostrar tanta insensibilidad cuando se acababa de perder dos dedos.

El ferretero instaló a su hijo en el asiento trasero y se sentó a su lado. Su mujer acudió a la carrera, desmelenada y sudorosa, como si estuviera loca perdida; tendió a su marido un fajo de hojas, con los bordes desgastados, enrolladas y sujetas por un elástico.

– Es su cartilla médica. Seguramente te la van a pedir.

– Muy bien, ahora vuelve a casa y trata de comportarte. No es el fin del mundo.

Salimos del pueblo a toda velocidad, escoltados por una jauría de críos; su clamor nos estuvo persiguiendo durante un buen rato por el desierto.

Eran aproximadamente las once y el sol iba esparciendo oasis artificiales por la llanura. En el cielo calentado al rojo blanco, una pareja de aves aleteaba. La pista avanzaba en línea recta, macilenta y vertiginosa, casi insólita sobre la meseta rocosa que sajaba de punta a punta. El viejo Ford desvencijado brincaba sobre las grietas, a ratos se encabritaba y daba la impresión de obedecer únicamente a su propio frenesí. En el asiento trasero, el ferretero apretaba a su hijo contra él para impedir que se golpeara la cabeza contra la portezuela. No decía nada, me dejaba conducir como buenamente podía.

Cruzamos un campo abandonado, más adelante una gasolinera fuera de servicio, y luego nada más. El horizonte desplegaba su desnudez hasta el infinito. A nuestro alrededor, y hasta donde alcanzaba la vista, no vimos ni una chabola, ni una máquina, ni un bicho viviente. El dispensario se encontraba a unos sesenta kilómetros hacia el oeste, en un pueblo de reciente creación cuyas carreteras estaban asfaltadas. También había una comisaría y un instituto que los nuestros rechazaban por motivos que ignoraba.

– ¿Crees que hay suficiente gasolina? -me preguntó el ferretero.

– No lo sé. Todas las agujas del cuadro de mandos están a media asta.

– Ya me lo imaginaba. No nos hemos cruzado con un solo vehículo. Como tengamos una avería estamos listos.

– Dios no nos abandonará -le dije.

Media hora más tarde, vimos elevarse a lo lejos una enorme nube de humo negro. La carretera nacional quedaba a pocos kilómetros, y el humo nos tenía intrigados. Por fin apareció la carretera nacional tras un cerro. Un semirremolque ardía, cruzado en medio de la calzada, con la cabina en la cuneta y la cisterna volcada; unas llamas gigantescas lo devoraban con una atroz ferocidad.

– Detente -me aconsejó el ferretero-. Debe de tratarse de un ataque de los fedayines, y los militares no van a tardar en aparecer. Da media vuelta hasta la carretera de enlace, más arriba, y toma la antigua pista. No tengo ganas de caer en medio de una refriega.

Di media vuelta.

Cuando alcancé la antigua pista, escruté los alrededores acechando a los refuerzos militares. Unos cientos de metros más abajo, paralelamente a nuestro itinerario, la nacional resplandecía bajo el sol, como si fuera un canal de riego, recta y atrozmente desierta. Pronto la nube de humo acabó en un vulgar hilillo grisáceo sumido en su desamparo. El ferretero sacaba de vez en cuando la cabeza por la ventanilla para ver si un helicóptero nos daba caza. Éramos la única señal de vida en aquel paraje y cualquiera podía cometer un error. El ferretero estaba preocupado; su rostro se iba ensombreciendo.

Yo me mantenía más bien sereno; me dirigía al pueblo vecino y llevaba un herido a bordo.

La pista efectuó un largo rodeo alrededor de un cráter, subió por una colina, cayó a pique y se volvió a enderezar tras unos kilómetros cuesta abajo. Pudimos de nuevo ver la nacional, siempre igual de recta y desierta, estremecedora en su abandono. Esta vez, la pista iba directamente hacia allá antes de confundirse con ella. Los neumáticos del Ford cambiaron de tono cuando hollaron el asfalto, y el motor dejó de resoplar desaforadamente.

– Estamos a menos de diez minutos del pueblo, y ni un vehículo a la vista -constató el ferretero-. Es extraño.

No me dio tiempo a contestarle. Un puesto de control nos cerraba el paso, con pinchos a ambos lados de la carretera. Dos vehículos abigarrados se hallaban en el arcén, con la ametralladora apuntando. Enfrente, coronando un cerro, había una improvisada garita atrincherada detrás de barriles y sacos de arena.

– Mantén la calma -me dijo el ferretero, y su aliento me quemó el hueco de la nuca.

– Estoy calmado -lo tranquilicé-. No tenemos nada que reprocharnos y hay un enfermo a bordo. No nos van a causar problemas.

– ¿Dónde están los soldados?

– Están agazapados detrás del terraplén. Veo dos cascos. Creo que nos están observando con prismáticos.

– De acuerdo, ve reduciendo y sigue despacio. Haz exactamente lo que te digan.

– No te preocupes, todo irá bien.

El primero en salir de su refugio fue un soldado iraquí que nos hizo un gesto para que nos detuviéramos a la altura de una señal plantada en medio de la vía. Obedecí.

– Apaga el motor -me ordenó en árabe-. Luego, coloca las manos sobre el volante. No abras la puerta y no bajes a menos que te lo pidamos. ¿Has oído?

Se mantenía a buena distancia, apuntando el parabrisas con su fusil.

– ¿Has oído?

– He oído. Mantengo las manos sobre el volante y no hago nada sin permiso.

– Muy bien… ¿Cuántos estáis a bordo?

– Tres. Nosotros…

– Contesta sólo a las preguntas que te haga. Y nada de gestos bruscos; ningún tipo de gestos, ¿entendido?… ¿De dónde venís y adónde os dirigís, y por qué?

– Venimos de Kafr Karam y vamos al dispensario. Tenemos a un enfermo que se ha cortado los dedos. Se trata de un retrasado mental.

El soldado iraquí paseó su fusil de asalto sobre mí, el dedo en el gatillo y la culata pegada a la cara; luego, apuntó al ferretero y a su hijo. Dos soldados norteamericanos se acercaron a su vez, vigilantes, con sus armas prestas para convertirnos en un coladero al menor sobresalto. Yo mantenía la calma, con las manos bien a la vista sobre el volante. Detrás de mí, la respiración del ferretero rateaba.

– Controla a tu hijo -le mascullé-. Tiene que quedarse tranquilo.

– ¡Cierra el pico! -me aulló un soldado norteamericano recién aparecido de alguna parte por mi izquierda, apuntándome en la sien con el cañón de su fusil. ¿Qué le has dicho a tu compinche?

– Le he dicho que se quedara…

– Shut your gab! Calla la boca y no rechistes…

Era un negro hercúleo, parapetado tras un subfusil, con los ojos blancos de rabia y las comisuras de la boca efervescentes de baba. Era tan enorme que me tenía impresionado. Sus advertencias crepitaban como ráfagas, me paralizaban.

– ¿Por qué berrea así? -se azoró el ferretero-. Va a asustar a Suleimán.

– ¡Callaos de una vez! -ladró el soldado iraquí, que hacía probablemente las veces de intérprete-. En el control no se habla, no se discuten las órdenes, no se protesta -recitó como quien lee una enmienda-; nos callamos y obedecemos al pie de la letra. ¿Entendido? Mafhum?… Tú, el conductor, vas a poner la mano derecha en la ventanilla y a abrir lentamente la portezuela con la mano izquierda. Luego, pon las manos detrás de la cabeza y baja despacio.

Otros dos militares norteamericanos aparecieron por detrás del Ford, enjaezados como caballos de tiro, con gruesas gafas de arena sobre el casco y el chaleco antibalas sobresaliendo. Se acercaban paso a paso sin dejar de apuntarnos. El soldado negro gritaba hasta quedarse sin campanilla. Apenas toqué tierra con un pie, me arrancó del coche y me obligó a arrodillarme. Me dejaba maltratar sin resistirme. Retrocedió y, dirigiendo el fusil al asiento trasero, ordenó al ferretero que bajara.

– No gritéis, os lo ruego. Mi hijo es un enfermo mental y lo estáis asustando…

El soldado negro no entendía gran cosa de lo que intentaba explicarle el ferretero; parecía estar harto de que le hablaran en un idioma que no entendía en absoluto, y eso lo cabreaba por doble partida. Sus berridos se me clavaban en la cabeza, y desencadenaban una multitud de picoteos dolorosos en mis articulaciones. Shut your gab! Cierras el pico o te reviento… Las manos sobre la cabeza… A nuestro alrededor, los militares no perdían de vista nuestros más leves estremecimientos, impenetrables y silenciosos, unos parapetados tras unas gafas de sol que les confería un aspecto extremadamente temible, los demás intercambiando unas ojeadas codificadas para mantener la presión. Yo estaba estupefacto ante el cañón de los fusiles que nos rodeaban; eran como tragaluces que daban directamente al infierno; sus bocas me parecían mayores que las de un volcán, prestas a cubrirnos con un aluvión de lava y de sangre. Yo estaba pasmado, clavado en el suelo, con la nuez bloqueada en medio de la garganta. El ferretero bajó a su vez, con las manos sobre la cabeza. Temblaba como una hoja. Intentó dirigirse al soldado iraquí; una bota se apoyó en la parte alta de su pantorrilla y lo obligó a poner una rodilla en tierra. En el momento en que el soldado negro se dispuso a ocuparse del tercer pasajero, observó la sangre en la mano y la camisa de Suleimán… ¡Joder, está meando sangre!, exclamó dando un salto hacia atrás. Ese canalla está herido… Suleimán estaba aterrado. Buscaba a su padre… Las manos sobre la cabeza, las manos sobre la cabeza, vituperaba el soldado salivando. Es un enfermo mental, gritó el ferretero al soldado iraquí. Suleimán se deslizó sobre el asiento y salió del vehículo, desorientado. Sus ojos lechosos giraban en su rostro exangüe. El militar americano daba órdenes como si estuviera dirigiendo un asalto. Cada berrido suyo me hundía un poco más. Sólo se le oía a él, y él representaba por sí solo todo el follón de la tierra. De repente, Suleimán soltó su grito, agudo, inconmensurable, reconocible entre mil rumores apocalípticos. Era un grito tan extraño que petrificó al militar. El ferretero no tuvo tiempo de lanzarse sobre su hijo, de retenerlo, de impedir que se fuera. Suleimán salió escopetado hacia delante, tan rápidamente que los norteamericanos se quedaron patidifusos. Dejen que se aleje, gritó un sargento. Puede que esté cargado de explosivos… todos los fusiles apuntaban ahora al fugitivo. No disparéis, suplicaba el ferretero, es un enfermo mental. Don't shoot. He is crazy… Suleimán corría, corría, con el espinazo recto, los brazos caídos, el cuerpo ridículamente ladeado hacia la izquierda. Sólo por su manera de correr, se veía que no era normal. Pero, en tiempos de guerra, el beneficio de la duda privilegia la metedura de pata en detrimento de la sangre fría; a eso se le llama legítima defensa… El primer disparo me sacudió de pies a cabeza, como la descarga de un electrochoque. Siguió el diluvio. Alelado, completamente en las nubes, yo veía nubéculas de polvo brotar de la espalda de Suleimán, ubicando los puntos de impacto. Cada bala que alcanzaba al fugitivo me atravesaba por completo. Un hormigueo intenso me devoró las pantorrillas antes de instalarse en mi vientre. Suleimán corría, corría, apenas sacudido por las balas que le acribillaban la espalda. A mi lado, el ferretero se desgañitaba como un poseso, con el rostro arrasado por las lágrimas… Mikel, ladró el sargento, ese canalla lleva un chaleco antibalas. Apunta a la cabeza… Desde la garita, Mike acercó el ojo al prismático de su fusil, ajustó el punto de mira, contuvo la respiración y apretó suavemente el gatillo. Dio en la diana al primer disparo. La cabeza de Suleimán estalló como un melón, deteniendo en seco su desbocada carrera. El ferretero se agarró las sienes con las manos, alucinado, con su boca abierta dejando un grito en suspenso; miró cómo el cuerpo de su hijo se descolgaba a lo lejos, como una cortina, se desmoronaba verticalmente, los muslos sobre las pantorrillas, luego el busto sobre los muslos, luego la cabeza hecha jirones sobre las rodillas. Un silencio sepulcral inundó la llanura. Mi vientre experimentó un movimiento de resaca; una lava incandescente me abrió el gaznate y fue expulsada al aire libre por mi boca. El día se veló… Luego, la nada.


Volví en mí, trozo a trozo, con las orejas silbándome. Tenía la cara aplastada contra el suelo, en medio de un charco de vómitos. Mi cuerpo ya no reaccionaba. Estaba encogido al lado de la rueda delantera del Ford, con las manos atadas a la espalda. Tuve justo el tiempo de ver al ferretero agitar la cartilla médica de su hijo ante las narices del soldado iraquí, que parecía turbado. Los demás militares lo miraban en silencio, con el fusil en reposo, y, nuevamente, volví a perder el sentido.

Cuando recuperé parte de mis facultades, el sol había alcanzado su cénit. Un calor canicular hacía zumbar la rocalla. Me habían retirado la cinta de plástico con la que me habían esposado y me habían instalado a la sombra de la garita. En el lugar donde lo dejé, el Ford recordaba un ave de corral desgreñada, con las cuatro puertas abiertas al viento, la tapa del maletero levantada; una rueda de recambio y distintas herramientas se amontonaban a un lado. El registro no había dado resultado; ningún arma de fuego, ni siquiera un cuchillo, ni siquiera un botiquín.

Una ambulancia esperaba a la altura de la garita, con una cruz roja pintada a un lado, las puertas abiertas y, dentro, una camilla con los restos de Suleimán. Estaba cubierto con una sábana de la que emergían dos pies lastimeros; el derecho había perdido su calzado y enarbolaba unos dedos con cortaduras, cubiertos de sangre y de polvo.

Un suboficial de la policía iraquí conversaba con el ferretero, un poco apartado, mientras que un oficial norteamericano, llegado en un jeep, escuchaba el informe del sargento. Aparentemente, todo el mundo se daba cuenta del error, sin por ello tomárselo a la tremenda. Incidentes como éste eran el pan nuestro de cada día en Irak. En la confusión general, cada cual arrimaba el ascua a su sardina. El error es humano, y la fatalidad tiene anchas las espaldas.

El soldado negro me tendió su cantimplora; ignoraba si era para beber o asearme; rechacé su ofrecimiento con un gesto enfebrecido de la mano. Por mucho que se empeñara en parecer afligido, su repentino cambio resultaba incompatible con su temperamento. Una bestia no deja de ser una bestia, aunque sonría; en la mirada es donde el alma denota su auténtica naturaleza.

Dos enfermeros árabes vinieron a confortarme; se acuclillaron a mi lado y me dieron palmadas en la espalda. Sus manos resonaban en mi ser como mazazos. Tenía ganas de que me dejaran en paz; cada manifestación de simpatía me devolvía al origen de mi trauma. De cuando en cuando, brotaba de mí un sollozo; hacía lo imposible para contenerlo. Me desvivía entre la necesidad de conjurar mis demonios y la de alimentarlos. Un increíble cansancio se apoderó de mí; sólo oía cómo mi aliento me vaciaba a la vez que, en mis sienes, el latido de mi sangre acompasaba el eco de las detonaciones.

El ferretero quiso recuperar a su difunto; el jefe de la policía le explicó que había que cumplir el trámite administrativo. Como se trataba de un lamentable accidente, el asunto requería un montón de formalidades. Había que llevar el cuerpo de Suleimán al depósito de cadáveres; sólo lo devolverían a los suyos cuando la investigación sobre la metedura de pata hubiese quedado cerrada.

Un coche de la policía nos llevó de vuelta al pueblo. No acababa de enterarme de lo que estaba ocurriendo. Me encontraba dentro de una especie de burbuja evanescente, ya suspenso en el vacío, ya deshilachándome como una voluta de humo. Sólo recordaba el espantoso grito de la madre cuando el ferretero regresó a su casa. El gentío se aglutinó por allí de inmediato, despavorido, incrédulo. Los viejos se palmoteaban las manos, abatidos; los jóvenes estaban indignados. Llegué a mi casa en un estado lamentable. Apenas crucé el umbral del patio, mi padre, que dormitaba al pie de su indefinible árbol, se sobresaltó. Se había dado cuenta de que había ocurrido una desgracia. Mi madre no tuvo valor para preguntarme de qué iba el asunto. Se limitó a llevarse las manos a las mejillas. Mis hermanas acudieron, con la chiquillería agarrada de sus faldones. Fuera, se empezaron a oír aquí y allá los primeros lamentos, funestos, henchidos de ira y de drama. Mi gemela Bahia me agarró por el brazo y me ayudó a alcanzar mi habitación, arriba del todo. Me tumbó en mi camastro, trajo una palangana con agua, me quitó la camisa manchada de vómitos y se puso a lavarme por encima de la cintura. Mientras tanto, la noticia corrió por el pueblo, y toda mi familia se apresuró a ir a consolar a la del ferretero.

Bahia esperó a haberme metido en la cama para eclipsarse a su vez.

Me quedé dormido…

A la mañana siguiente, Bahia regresó para abrir mis ventanas y entregarme ropa limpia. Me contó que un coronel norteamericano había venido la víspera, junto con autoridades militares iraquíes, a presentar su pésame a los enlutados padres. El decano lo había recibido en su casa, pero en el patio, para manifestarle con claridad que no era bienvenido. No creía en la versión del accidente y tampoco admitía que se pudiese disparar sobre un retrasado mental, esto es, sobre un ser puro e inocente, más cercano al Señor que los santos. Algunos equipos de televisión querían cubrir el suceso y propusieron dedicar un reportaje al ferretero para que pudiera expresarse sobre el asunto. Ahí también el decano se mantuvo firme y prohibió categóricamente que unos extranjeros turbaran el duelo de su pueblo.

4

Tres días después, una furgoneta del pueblo, enviada por el propio decano, trajo de vuelta el cuerpo de Suleimán del depósito de cadáveres. Fue un momento terrible. Nunca la gente de Kafr Karam había vivido una atmósfera como ésa. El decano exigió que el entierro se llevara a cabo dentro de la dignidad y en la estricta intimidad. Sólo se aceptó en el cementerio una delegación de Ancianos procedente de una tribu aliada. Una vez acabado el funeral, cada cual regresó a su domicilio a meditar sobre el sortilegio que había arrebatado a Kafr Karam a su ser más puro, que fue su mascota y su pentáculo. Por la noche, viejos y jóvenes se reunieron en casa del ferretero y salmodiaron unos versículos hasta bien entrada la noche. Pero Yacín y su pandilla, que mostraban abiertamente su indignación, no aceptaron la decisión y prefirieron reunirse en casa de Sayed, el hijo de Bashir el Halcón, un joven de pocas palabras y misterioso que, al parecer, simpatizaba con el movimiento integrista y que, según se sospechaba, había frecuentado la escuela de Peshawar en tiempos de los talibanes. Era un chico alto de unos treinta años, de rostro ascético e imberbe salvo por una minúscula mata de vello bajo el labio inferior que, junto con el lunar en la mejilla, lo hermoseaba. Vivía en Bagdad, y sólo regresaba a Kafr Karam en función de los acontecimientos. Había llegado la víspera para asistir al entierro de Suleimán… Hacia medianoche, otros chicos insomnes se unieron a él. Sayed los acogió con gran deferencia y los instaló en una gran sala tapizada con esterillas de mimbre y cojines. Mientras todo el mundo picoteaba en las cestillas llenas de cacahuetes y bebía té a sorbos, Yacín no podía estarse quieto. Parecía un poseso. Su mirada exacerbada no dejaba de acosar las nucas gachas y buscar camorra. Como nadie le hacía caso, se volvió decididamente hacia su más fiel compañero, Salah, yerno del ferretero.

– Te he visto llorar en el cementerio.

– Es verdad -reconoció Salah, que ignoraba dónde quería el otro ir a parar.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué que?

– ¿Por qué has llorado?

Salah enarcó las cejas:

– En tu opinión, ¿por qué se llora?… Sentía pena, hombre. Lloré porque la muerte de Suleimán me produjo pena. ¿Qué hay de extraño en que se llore a alguien que se ha querido?

– De eso ya me he enterado -insistió Yacín-. ¿Pero por qué los llantos?

Salah notaba que algo se le escapaba.

– No entiendo tu pregunta.

– La muerte de Suleimán me ha partido el corazón -dijo Yacín-. Pero no he derramado una sola lágrima. No concibo que puedas dar la nota de esa manera. Lloraste como una mujer, y eso es inadmisible.

La palabra «mujer» estremeció a Salah. Sus mandíbulas rodaron por su cara como poleas.

– Los hombres también lloran -observó a su jefe de banda-. Hasta el Profeta tenía esa debilidad.

– A mí me la suda -explotó Yacín-. No tenías por qué comportarte como una mujer -añadió, haciendo hincapié en el último vocablo.

Salah se levantó de sopetón, escandalizado. Miró fijamente a Yacín, dolido, antes de recoger sus sandalias y perderse en la noche.

En la gran sala donde se amontonaban una veintena de individuos, las miradas corrían en todas direcciones. Nadie entendía qué mosca había picado a Yacín, por qué se había comportado de manera tan abyecta con el yerno del ferretero. El malestar se instaló en la habitación. Tras un largo silencio, Sayed, el amo de la casa, tosiqueó en su puño. Como anfitrión, a él le correspondía decidir.

Echó una mirada acerada a Yacín:

– Mi padre me contó una historia que, de niño, no llegué a comprender bien. A esa edad ignoraba que las historias tuvieran moraleja. Era la historia de un cachas egipcio que tenía su satrapía en los bajos fondos de El Cairo. Un hércules directamente salido de una fundición de la Antigüedad, tan duro con los demás como consigo mismo y cuyo enorme bigote recordaba los cuernos de un morueco. Ya no recuerdo su nombre, pero he conservado intacta la imagen que me hice de él. Una especie de Robin de barrio, tan presto a remangarse la camisa como a contonear los hombros en la plaza infestada de cargadores y de burreros. Cuando había pleito entre vecinos, acudían a someterse a su arbitrio. Sus decisiones eran inapelables. Pero el cachas no sabía estarse calladito. Era vanidoso y tan irascible como exigente; como nadie discutía su autoridad, se autoproclamó rey de los desamparados e iba pregonando por ahí que nadie en el mundo estaba en condiciones de mirarlo directamente a los ojos. Sus palabras no cayeron en saco roto. Una noche, el jefe de la policía lo mandó llamar. Nadie sabe lo que ocurrió aquella noche. Al día siguiente, el cachas que regresó a su casa estaba irreconocible, cabizbajo y con la mirada huidiza. No mostraba heridas ni marcas de golpes, pero sí una evidente señal de infamia en sus hombros repentinamente abatidos. Se encerró en su choza hasta que los vecinos empezaron a quejarse de un fuerte olor a descomposición. Cuando echaron la puerta abajo, se encontraron con el cachas tumbado en su jergón, muerto desde hacía varios días. Más adelante, un poli dio a entender que cuando se vio frente al jefe de la policía, se tiró a sus pies implorándole perdón antes de que éste le reprochara nada. No se repuso de ello.

– ¿Y qué? -dijo Yacín acechando alguna indirecta.

Sayed amagó una sonrisa burlona:

– Ahí detuvo mi padre su historia.

– Menuda tontería -refunfuñó Yacín, consciente de sus limitaciones cuando se trataba de descifrar indirectas.

– Eso es lo que en un principio pensé. Con el tiempo, intenté encontrar alguna moraleja a esa historia.

– ¿Puedo conocerla?

– No. Mi moraleja es sólo mía. Búscate tú la que te convenga.

Dicho esto, Sayed se levantó y se retiró a su dormitorio, que estaba en el piso superior.

Los convidados comprendieron que la velada había acabado. Recogieron sus sandalias y abandonaron aquella morada. Sólo quedaron en la habitación Yacín y su «guardia pretoriana».

Yacín estaba fuera de sí; se sentía engañado, menospreciado ante sus hombres. De ningún modo podía regresar a su casa sin dejar aclarada esa historia.

Despidió con un gesto de la cabeza a sus compañeros y subió a llamar a la puerta de Sayed.

– No me he enterado -dijo a éste.

– Tampoco Salah comprendió a donde querías ir a parar -le dijo Sayed en el rellano.

– Me dejaste cortado con tu estúpido cuento. Apuesto a que te lo has inventado y que no hay por dónde sacarle moraleja.

– Eres tú el que acumula estupideces, Yacín. Y te comportas exactamente como aquel cachas cairota…

– Entonces ponme al loro si no quieres que prenda fuego a tu choza. Odio que me miren por encima del hombro, y no permitiré a nadie, digo bien, a nadie, que me tome el pelo. Puede que no tenga demasiada instrucción, pero me sobra orgullo para dar y regalar.

Sayed no estaba intimidado. Muy al contrario, su sonrisa se iba acentuando a medida que Yacín se iba mosqueando.

Le dijo en tono monocorde:

– Quien se alimenta de la cobardía ajena fecunda la suya; antes o después, acabará comiéndole las tripas y luego el alma. Llevas algún tiempo comportándote como un tirano, Yacín. Estás atropellando el ordenamiento natural, has dejado de respetar la jerarquía tribal; te sublevas contra tus mayores, vejas a tus allegados, disfrutas humillándolos en público; alzas el tono por cualquier cosa, de modo que en el pueblo ya no se oye más que a ti.

– ¿Por qué quieres que me ande con contemplaciones con esos inútiles?

– Te comportas exactamente igual que ellos. Si ellos se miran el ombligo, tú miras tus bíceps. Acaba siendo lo mismo. En Kafr Karam, nadie tiene por qué envidiar ni reprochar nada a nadie.

– Te prohíbo que me compares con esos cretinos. Yo no soy un cobarde.

– Demuéstralo… Adelante, ¿qué te impide pasar a la acción? Hace lustros que los iraquíes cruzan el hierro con el enemigo. Nuestras ciudades se van desmoronando día tras día a golpe de coches-bomba, de emboscadas y de bombardeos. Las cárceles están repletas de hermanos nuestros, y nuestros cementerios, saturados. Y tú te dedicas a gallear en tu pueblo perdido; vas voceando a diestro y siniestro tu odio y tu indignación, y, una vez que te has vaciado de tu hiel, vuelves a tu casa y desconectas. Demasiado fácil… Si piensas lo que dices, une el gesto a la palabra y dales leña a esos canallas de norteamericanos. Si no, apéate de la burra y pon la lengua en remojo.

Según mi gemela Bahia -supo la historia por boca de la hermana de Sayed, que siguió la confrontación oculta tras su puerta-, Yacín se amilanó y se retiró sin decir esta boca es mía.


Kafr Karam, con su cadáver entre los brazos, se enredaba en sus evasivas. La muerte de Suleimán la tenía desorientada. No sabía qué hacer con ella. Su última hazaña bélica se remontaba a la guerra contra Irán, una generación atrás; ocho hijos suyos regresaron del frente en ataúdes sellados que ni siquiera les permitieron abrir. ¿Qué habíamos enterrado entonces? ¿Maderos, patriotas o una parte de su dignidad? El asunto Suleimán era harina de otro costal. Se trataba de un horrible y vulgar accidente, y la gente no conseguía ponerse de acuerdo: ¿era Suleimán un mártir o un pobre diablo que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado?… Los Ancianos apelaban a la calma. Nadie es infalible, decían. El coronel norteamericano estaba sinceramente afligido. Su único desliz: no debió hablar de dinero al ferretero. En Kafr Karam nunca se habla de dinero a alguien que está de luto. No hay compensación que pueda minimizar la pena de un padre derrumbado sobre la tumba de su hijo; de no haber sido por la intervención de Doc Jabir, el asunto de la indemnización podía haberse convertido en enfrentamiento.

Pasaron las semanas y, poco a poco, el pueblo recobró su alma gregaria y sus rutinas. A lo hecho pecho. Sin duda, la muerte violenta de un retrasado mental suscita más cólera que pena. Desgraciadamente, no se puede cambiar el curso de las cosas. Por prurito de igualdad, Dios no ayuda a sus santos; sólo el diablo cuida de sus secuaces.

Como buen creyente, el ferretero se inclinó ante la fatalidad. Una mañana se le vio quitar la cadena de su taller y encender su soplete.

Se reanudaron los debates en la barbería, y los jóvenes regresaron al Safir para lapidar el tiempo a golpe de partidas de dominó cuando las de cartas se hacían tediosas. Sayed, el hijo de Bashir el Halcón, no se quedó mucho tiempo con nosotros. Sus asuntos lo reclamaron con urgencia en la capital. ¿Qué asuntos? Nadie lo sabía. No obstante, su estancia relámpago en Kafr Karam había calado hondo en el alma de todos; su franqueza había seducido a los jóvenes y su carisma había infundido respeto tanto en mayores como en menores. En un futuro, nuestros caminos se cruzarán. Será él quien potenciará mi autoestima; me iniciará en las normas elementales de la guerrilla y me abrirá de par en par las puertas del sacrificio supremo.

Una vez se hubo marchado Sayed, Yacín y su pandilla volvieron a hacerse con el mando, ceñudos y agresivos, motivo por el cual Omar el Cabo ya no deambulaba por las calles. Convertido en la sombra de sí mismo desde el incidente en el café, el desertor se pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su cuchitril. Cuando no tenía más remedio que poner un pie fuera, cruzaba el pueblo al galope para aplacar su vergüenza lejos de las provocaciones y sólo regresaba al anochecer, generalmente a gatas. Algunos chavales solían pillarlo emborrachándose en el fondo del cementerio, o ya en coma etílico, con los brazos en cruz, la camisa abierta sobre su vientre de cachalote… Hasta el día en que, sin previo aviso, desapareció de la circulación.

Tras el entierro de Suleimán, al que no asistí, me quedé en mi casa. Los recuerdos de este despropósito no dejaban de atormentarme. Apenas me dormía, me asaltaban los gritos del soldado negro. Veía en sueños a Suleimán corriendo, muy tieso, con los brazos caídos, y su cuerpo bamboleándose de un lado a otro. Una multitud de minúsculos géiseres salpicaba su espalda. En el momento en que su cabeza explotaba, me despertaba gritando. Bahia se quedaba a mi cabecera, con una cacerola llena de compresas empapadas de agua. «No es nada -me decía-. Estoy aquí. Sólo es una pesadilla…»

Mi primo Kadem me hizo una visita una tarde. Por fin se había decidido a separarse de su tapia. Me trajo cintas de casete. La primera vez se le notaba turbado. Tenía la sensación de estar abusando de la situación. Para relajar el ambiente, me preguntó si el par de zapatos que me había regalado me iba bien. Le contesté que seguía en su caja.

– Están nuevos, ¿sabes?

– Lo sé -le dije-. Sé, sobre todo, lo que representan para ti. Tu gesto me ha conmovido profundamente, gracias.

Me recomendó que no me eternizara en la soledad de mi habitación, si es que pretendía salir del atolladero. Bahia estaba de acuerdo con él. Debía superar el trauma y retomar una vida normal. Yo no tenía ninguna gana de salir a la calle; temía que me pidieran que contara con detalle lo ocurrido en el puesto de control, y esa idea de remover el cuchillo en la herida me espantaba. Kadem no estaba de acuerdo.

– No tienes más que mandarlos a paseo -me dijo.

Siguió visitándome, y pasábamos horas hablando de esto y aquello. Gracias a él, una noche agarré el toro por los cuernos y salí de mi madriguera. Kadem me propuso que desentumeciéramos las piernas lejos del pueblo. A medio camino entre Kafr Karam y los huertos de los Haitem, la meseta se hundía repentinamente, y una ancha hendidura de varios kilómetros dividía el valle, con su lecho jalonado por pequeños montículos de gres y por arbustos espinosos. En aquel lugar el viento hacía gala de un talento de barítono.

Hacía bueno y, a pesar de un velo de polvo suspenso en el horizonte, asistimos a una soberbia puesta de sol.

Entonces, Kadem me pasó los auriculares de su walkman. Reconocí a Fairuz, la diva libanesa.

– ¿Sabes que he vuelto a coger mi laúd? -me confió.

– Ésa es una excelente noticia.

– Ahora estoy componiendo algo. Dejaré que lo escuches cuando lo acabe.

– ¿Una canción de amor?

– Todas las canciones árabes lo son -me dijo-. Si Occidente pudiese comprender nuestra música, si sólo pudiese escucharnos cantar, percibir nuestro pulso por medio del de nuestras cítaras, nuestra alma por medio de la de nuestros violines; si pudiese, aunque sólo fuese el instante que dura un preludio, tener acceso a la voz de Sabah Fajri, o de Wadii Es-Safi, al eterno aliento de Abdelwaheb, a la lánguida llamada de Ismahán, a la octava superior de Um Kalsum; si pudiese comulgar con nuestro universo, creo que renunciaría a su tecnología punta, a sus satélites y a sus ejércitos para seguirnos hasta el fin de nuestro arte…

Me encontraba a gusto con Kadem. Sabía sosegar con las palabras, y su voz inspirada me ayudaba a levantar cabeza. Sentía alivio al verlo renacer. Era un chico magnífico; no se merecía echar a perder su vida al pie de una tapia.

– Estaba a punto de hundirme -me confesó-. Desde hacía meses y meses mi cabeza parecía una urna funeraria; su ceniza oscurecía mi visión de las cosas, me salía por la nariz y por las orejas. No veía el final del túnel. Pero la muerte de Suleimán me resucitó. Así -añadió chasqueando los dedos-. Me abrió los ojos. No quiero morir sin haber vivido. Hasta la fecha, no he hecho más que padecer. Como Suleimán, no entendía gran cosa de lo que me estaba ocurriendo. Pero de ningún modo quería acabar como él. La primera pregunta que se me ocurrió al enterarme de su muerte fue: ¿Qué? ¿Suleimán está muerto? ¿Por qué? ¿Realmente ha existido?… Y es cierto, primo. Ese pobre diablo tenía tu edad. Lo veíamos a diario en la calle, deambulando en su universo propio. A veces corriendo tras sus visiones. Y, sin embargo, ahora que ya no está, me pregunto si realmente ha existido… Al regresar del cementerio, mientras me dirigía maquinalmente hacia mi tapia, me sorprendí regresando a mi casa. Subí a mi habitación, abrí el cofre forrado de cuero que yacía como sarcófago en el fondo del trastero, saqué mi laúd de su estuche y… te aseguro, sin siquiera afinarlo, que me puse a improvisar de inmediato. Me sentía arrebatado, embrujado.

– Me muero de ganas de oírte.

– Sólo me quedan unos cuantos retoques para acabar.

– ¿Y cómo se titula tu canción?

Me miró a los ojos.

– Soy supersticioso, primo. No me gusta hablar de las cosas que tengo sin acabar. Pero haré una excepción contigo, siempre que te lo guardes para ti.

– Prometido.

Sus ojos relucieron en la oscuridad al confiarme:

– La he titulado Las sirenas de Bagdad.

– ¿Las que cantan o las de las ambulancias?

– Cada uno que elija.

5

En Kafr Karam la vida reanudaba su curso, hueca como el ayuno.

Cada cual se las compone con lo que tiene, aunque sea nada. Es una cuestión de mentalidad.

Los hombres no son sino furtivas proezas, longánimos suplicios, Sísifos innatos, patéticos y obtusos; su vocación es padecer hasta que la muerte los alcance.

Los días seguían su curso, cual fantasmal caravana. Surgían de ninguna parte, de madrugada, sin gracia ni lustre, y se largaban subrepticiamente por la noche, arrebatados por las tinieblas. Sin embargo, los niños seguían naciendo, y la muerte velando por el equilibrio de las cosas. Con setenta y tres años, nuestro vecino fue padre por decimoséptima vez, y mi tío abuelo murió de viejo en su cama, rodeado de los suyos. Ésa era la sunna de la existencia. La memoria restituye lo que el viento del desierto se lleva; volvemos a trazar con nuestras manos lo que las tormentas de arena borran.

Jalid Taxi había concedido la mano de su hija a los Haitem, cuyas huertas se hallaban a escasos kilómetros del pueblo. Fue una primicia. Algunos llegaron a pensar que se trataba de una broma. Habitualmente, los Haitem, gente adinerada y taciturna, elegían a sus nueras en la ciudad, entre las familias emancipadas, que supieran comportarse en la mesa y alternar con la gente bien. Que de repente se conformaran con nosotros era como para desconcertar a más de uno… Ese regreso a las raíces resultaba un buen augurio. Con el tiempo que llevaban mirándonos por encima del hombro, no íbamos a ponernos delicados ahora que uno de sus retoños se había prendado de una virgen del pueblo. De todos modos, no era cosa de hacer ascos a una boda, fuera o no pobre. ¡Por fin un acontecimiento feliz que prometía resarcirnos de una cotidianidad insípida, recurrente, mortalmente nula!…

Había novedad en el Safir. El bareto se dotó de un televisor y de una antena parabólica, un regalo de Sayed, el hijo de Bashir el Halcón, «para que los jóvenes de Kafr Karam no se pierdan la trágica realidad del país». De la noche a la mañana, el mísero cafetín se convirtió en un auténtico refectorio para reclutas bisoños y volubles. Majed el cafetero se tiraba de los pelos. Si no bastaba con que su negocio renqueara y ahora, para colmo, los clientes se plantaban allí con sus pantagruélicos bocatas y su impedimenta, esto era definitivamente el acabose. Los clientes no se cortaban. Desde el amanecer, sin siquiera molestarse en lavarse la cara, llamaban a su puerta para que les abriera el café. Cualquiera diría que acampaban en la calle. Una vez encendida la tele, zapeaban por todas las cadenas para tomarle el pulso a la humanidad, luego conectaban Al-Jazira y no se movían de ahí. A mediodía, el cafetín pululaba de jóvenes sobreexcitados. Los comentarios e invectivas alcanzaban su apogeo. Cada vez que la cámara descubría algún aspecto del drama nacional, las protestas y los llamamientos al asesinato estremecían el barrio. Abucheaban a los partidarios de la guerra preventiva, aplaudían a los antiyanquis, abroncaban a los diputados asalariados, a quienes juzgaban oportunistas y lacayos de Bush… En primera fila, Yacín y su pandilla oficiaban de invitados de lujo. Se encontraban con sus asientos esperándoles aunque llegasen tarde. Detrás de ellos, dos o tres filas de simpatizantes. La morralla se instalaba en el fondo. El cafetero no daba pie con bola. Con las mejillas en el hueco de sus manos y su termo muerto de risa en un extremo del mostrador, miraba con aflicción y fijeza a aquella tropa ociosa que estaba cargándose sus muebles en medio de un jaleo de espanto.

Los primeros días, mi primo Kadem y yo íbamos al Safir. Para cambiar un poco de aire. A veces, tras una observación anecdótica, las risas estallaban en el local, y no había nada como una reflexión fuera de lugar para dejarnos como nuevos. Y ver a todos esos desgraciados de mirada huera desternillarse de risa era una terapia de insospechada eficacia. Pero las payasadas, a la larga, exacerban las costumbres, y a veces ocurría que un gracioso lo comprobaba en sus propias carnes. Los listillos, que no perdían la menor oportunidad para distraer al auditorio, empezaban a ponerse pesados. Como era de esperar, Yacín tuvo que poner las cosas claras.

Había anochecido desde hacía un buen rato, y seguíamos las noticias de Al-Jazira. El presentador del diario informativo nos llevaba por Faluya, donde se registraban combates entre el ejército iraquí, apoyado por tropas norteamericanas, y la resistencia popular. La ciudad asediada se había jurado entregar el alma antes que deponer las armas. Desfigurada, ahumada, luchaba con una pugnacidad conmovedora. Se hablaba de cientos de muertos, sobre todo mujeres y niños. En el café, un silencio sepulcral traspasaba los corazones. Asistíamos, impotentes, a una auténtica carnicería; por un lado, soldados bien equipados, apoyados por tanques, vehículos blindados y helicópteros, y, por otro, un populacho entregado a sí mismo, rehén de una cohorte de «rebeldes» harapientos y hambrientos que salían corriendo en todas direcciones, armados con fusiles y lanzacohetes mugrientos… Entonces un joven barbudo exclamó:

– Esos norteamericanos impíos no se saldrán con la suya. Dios volcará el cielo sobre sus cabezas. Ni un solo soldado americano saldrá entero de Irak. Ya pueden gallear, que acabarán como aquellos ejércitos infieles de entonces, que fueron hechos picadillo por los pájaros de Ababil. Dios les enviará los pájaros de Ababil.

– ¡Tonterías!

El barbudo se quedó tieso, con la nuez cruzada en su garganta.

Se volvió hacia el «blasfemo».

– ¿Qué has dicho?

– Lo has oído muy bien.

El barbudo estaba atónito. Su cara congestionada se estremecía de ira.

– ¿Has dicho «tonterías»?

– ¡Sí, «tonterías»! Es exactamente lo que he dicho: «tonterías». Ni una sílaba menos, ni una sílaba más: ton-te-rí-as. ¿Tienes algún problema?

Toda la sala había dado la espalda a la tele para ver adónde querían ir a parar los dos jóvenes.

– ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo, Malik? -se atragantaba el barbudo.

– Por lo que se ve, tú eres el que está soltando burradas, Harún.

La sala se alborotó.

Yacín y su pandilla seguían con interés lo que ocurría en el fondo de la sala. Harún el barbudo parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía, pues la blasfema insolencia de Malik había superado los límites tolerables.

– Por favor, estoy hablando de los pájaros de Ababil -gimió el barbudo-. Se trata de un importante capítulo coránico.

– No veo la relación con lo que está ocurriendo en Faluya -dijo Malik, inflexible-. Lo que yo veo en esa pantalla es una ciudad sitiada, es a musulmanes bajo los escombros, supervivientes a merced de un cohete o un misil y, a su alrededor, a unos brutos sin fe ni ley pateándonos en nuestro propio país. Y tú nos hablas de los pájaros de Ababil. ¿No te parece ridículo?

– Cállate -le suplicó Harún-. Tienes al diablo metido en el cuerpo.

– Eso es -rió despectivamente Malik-. Cuando te quedas sin respuesta, le encasquetas la culpa al diablo. Despierta, Harún. Los pájaros de Ababil murieron con los dinosaurios. Estamos iniciando el tercer milenio, y unos cabrones venidos de fuera nos están cubriendo de oprobio todos los días de Dios. Irak está ocupado, señor mío. Mira un poco la tele. ¿Qué te cuenta la tele? ¿Qué estás viendo ahí, delante de tus narices, mientras te alisas doctamente la barba? Impíos avasallando a musulmanes, envileciendo a sus notables y encerrando a sus héroes en unas cárceles de locura donde unas putillas en traje de faena militar les dan tirones en las orejas y en los testículos haciéndose fotos para la posteridad… ¿A qué está esperando Dios para liarse a hostias con ellos? Con el tiempo que llevan provocándolo en Su propia casa, en Sus templos sagrados y en el corazón de Sus fieles. ¿Por qué no mueve un solo dedo cuando esos cabrones bombardean nuestros zocos y nuestras fiestas, cuando se cargan a nuestra gente como si fueran perros en cualquier esquina de una calle? ¿Adónde han ido a parar Sus pájaros de Ababil, que convirtieron en pasto los ejércitos enemigos que por entonces invadían los sagrados territorios a lomo de elefante? Acabo de regresar de Bagdad, querido Harún. Te ahorro los detalles. Estamos solos en el mundo. Sólo podemos contar con nosotros mismos. Ninguna ayuda nos va a caer del cielo, ningún milagro se va a producir para echarnos una mano… Dios tiene otros asuntos que atender. De noche, cuando contengo la respiración en la cama, ni siquiera lo oigo respirar. La noche, todas las noches le pertenecen. Y durante el día, cuando alzo los ojos hacia el cielo para implorarle, sólo veo sus helicópteros -sus actuales pájaros de Ababil- sepultándonos bajo sus excrementos incendiarios.

– No hay duda: has vendido tu alma al diablo.

– No la querría aunque se la ofreciera en bandeja de plata.

– Astaghfiru 'Lah.

– Eso es… Por ahora los soldados norteamericanos profanan nuestras mezquitas, humillan a nuestros santos y embotellan nuestras oraciones como si fueran moscas. ¿Qué más necesita tu Dios para salirse de Sus casillas?

– ¿Y qué esperabas, cretino? -tronó Yacín.

Éste se llevó las manos a las caderas y miró con desprecio al blasfemo.

– ¿Qué esperabas, bocazas? ¿Eh?… ¿Que el Señor acudiera sobre su blanco corcel con su capa al viento para cruzar la espada con esos abortos?… Nosotros somos Su cólera -fulminó.

En el café, su grito tuvo el efecto de una deflagración. Apenas se oyó el ruido de unos cuantos gaznates tragando saliva.

Malik intentó sostener la mirada de Yacín, pero no pudo impedir que sus pómulos se estremecieran.

Yacín se golpeó el pecho con la palma de la mano:

– Nosotros somos la cólera de Dios -dijo con voz cavernosa-, somos Sus pájaros de Ababil… Su rayo y Su maldición. Y vamos a cargarnos a esos cerdos yanquis; vamos a patearlos hasta que les salga la mierda por las orejas, hasta que expulsen por el culo sus cálculos… ¿Está claro? ¿Te has enterado? ¿Te has enterado ya dónde está la cólera de Dios, gilipollas? Está aquí, en nosotros. Vamos a llevarnos de vuelta a esos demonios al infierno, uno por uno, hasta el último. Tan cierto como que el sol se levanta por el este…

Yacín cruzó la sala mientras se abría paso febrilmente. Sus ojos devoraban al blasfemo. Su aliento recordaba el de una pitón al acercarse inexorablemente a su presa.

Se detuvo delante de Malik, nariz contra nariz, frunció los párpados para concentrar el fuego de su mirada:

– Como vuelva a oírte dudar una sola fracción de segundo de nuestra victoria sobre esos perros rabiosos, te juro ante Dios y los muchachos que están aquí reunidos que te arrancaré el corazón con mi propia mano.

Kadem me tiró de la camisa y me hizo una señal con la cabeza para que lo siguiera fuera.

– Hay tormenta en el aire -me dijo.

– Yacín tiene un plomo fundido. A ése no lo sujetan ni diez camisas de fuerza.

Kadem me tendió su paquete de tabaco.

– No, gracias.

– ¡Anda, venga! -insistió-. Te sentará bien.

Al ceder, caí en la cuenta de que me temblaba la mano.

– Le tengo pánico -confesé.

Kadem me ofreció fuego de su mechero antes de encender su pitillo. Echó la cabeza hacia atrás y echó el humo al viento.

– Yacín es un vaina -dijo-. Que yo sepa, nada le impide meterse en un autocar y marcharse a guerrear a Bagdad. A la larga, su numerito acabará hartando, si no causándole problemas… ¿Vamos a mi casa?

– ¿Por qué no?

Kadem vivía en una casita de piedra, a espalda de la mezquita. En casa de sus padres, una pareja de ancianos valetudinarios. Me condujo a su dormitorio, en el primer piso. La habitación era amplia y clara. Había una cama grande rodeada de alfombrillas, un equipo estereofónico fabricado en Taiwán que parecía enano entre dos grandes altavoces, una cómoda con un espejo oval a su lado y una silla acolchada.

En un rincón cerca de la puerta, de pie sobre una piel de carnero blanca como la nata, un laúd… El laúd: rey de las orquestas orientales, el más noble y mítico de los instrumentos musicales, aquel mismo que elevaba a sus virtuosos a la altura de las divinidades y convertía en olimpos los tugurios más sospechosos. Conocía la historia rocambolesca de ese laúd, fabricado por el propio abuelo de Kadem, un músico fuera de serie que deleitó a los cairotas en los años cuarenta, antes de conquistar Beirut, Damasco, Ammán y de convertirse en una leyenda viva desde el Machrek hasta el Magreb. El abuelo de Kadem había tocado para príncipes y sultanes, rais y tiranos, había embrujado a mujeres y niños, a queridas y amantes. Se contaba que fue responsable de numerosos conflictos conyugales en el encopetado mundillo árabe. Por cierto, fue un capitán celoso quien le metió cinco balas en el cuerpo, en Alejandría, cuando actuaba bajo las luces tamizadas del Cleopatra, el club más de moda de la época, hacia finales de los años cincuenta…

Frente al laúd, como para dedicarse a un permanente tráfico de influencias, un marco esculpido coronaba la mesilla de noche, con una foto de Faten, la primera esposa de mi primo.

– Era guapa, ¿verdad? -dijo Kadem colgando su chaqueta de un clavo.

– Era muy guapa -reconocí.

– Ese marco nunca se ha movido de su sitio. Hasta mi segunda esposa lo dejó tal como lo encontró. Está claro que le molestaba, pero se mostró comprensiva. Una sola vez, a la semana de nuestra boda, alargó la mano para darle la vuelta. No se atrevía a desnudarse con esa inmensa mirada clavada en ella. Luego, poquito a poco, aprendió a convivir con ella… ¿Té o café?

– Té.

– Bajo a preparártelo.

Salió escalera abajo.

Me acerqué al marco. La joven desposada sonreía, con los ojos tan grandes como la fiesta que se celebraba detrás de ella. Su cara de felicidad resplandecía más que todos los farolillos a su alrededor. Recuerdo que, siendo adolescente, salía de compras con su madre, y nos apresurábamos a rodear las casas para verla pasar. Era sublime.

Kadem regresó con una bandeja. Dejó la tetera sobre la cómoda y se puso a servir dos vasos de té humeante.

– La amé desde que la vi -me sorprendió (en Kafr Karam nunca se hablaba de esas cosas)-. Aún no tenía siete años. Y a esa edad, en que carecemos de capacidad de anticipación, ya sabía que estábamos hechos el uno para el otro.

Empujó un vaso hacia mí, vertiendo por los ojos espléndidas evocaciones. Estaba como en una nube, con la sonrisa ancha y las cejas relajadas.

– Cada vez que oía tocar el laúd, pensaba en ella. Estoy convencido de que quise convertirme en músico sólo para cantarla. Era una chica encantadora, generosa y tan humilde… Sólo necesitaba tenerla a mi lado. Ella era mucho más de lo que podía esperar.

Una lágrima amenazó con rodar sobre sus pestañas; se dio la vuelta de inmediato y fingió ajustar la tapa de la tetera.

– Bueno, ¿y si escucháramos un poco de música?

– Excelente idea -aprobé, aliviado.

Rebuscó en un cajón y sacó una cinta de casete que metió en el aparato estereofónico.

– Escucha esto…

Seguía siendo Fairuz, la diva del mundo árabe, interpretando su imperecedera Pásame la flauta.

Kadem se tumbó sobre su cama, cruzó los pies y, con el vaso de té en la mano, exclamó:

– ¡Santo cielo!… No hay ángel que le llegue al tobillo. No es una sirena la que canta, es el aliento cósmico deleitándose en su eternidad…

Se alzó sobre un codo para mirarme. Sus ojos me atravesaban de parte a parte, como si fuera transparente.

Escuchó una vez y otra, extasiado:

– ¡Te das cuenta!… Si tuviera que poner una voz a la Redención, sería la de Fairuz… Y oírla como la oigo en este preciso momento, saborear su voz hasta en sus menores estremecimientos, es querer, a la vez, vivir mil años y morir de inmediato…

Escuchamos la cinta hasta el final, cada cual en su pequeño universo, como si fuéramos un par de mocosos perdidos en sus sueños. Los ruidos de la calle y el griterío de la chiquillería no nos afectaban. Revoloteábamos entre las volutas de los violines, lejos, muy lejos de Kafr Karam, de Yacín y de sus excesos. El sol nos colmaba con sus favores, nos cubría de oro. La difunta nos sonreía dentro de su marco. Por un momento creí sentirla moviéndose en su ataúd.

Kadem se lió un porro y aspiró con delectación. Reía en silencio, a veces marcando con un gesto lánguido de la mano el inalterable aliento de la cantante. Tras un estribillo, se puso también a cantar, con el pecho palpitante; tenía una voz espléndida.

– ¿Cuándo me dejarás escuchar Las sirenas de Bagdad?

Arqueó una ceja y me apuntó con el dedo:

– Tú nunca sueltas prenda.

– Me lo prometiste.

Se apoyó en un codo y me dijo:

– Dejaré que la escuches en su momento.

Una vez acabada la casete, empezó a encadenar una tras otra antiguas canciones, desde las de Abdel-halim Hafez hasta las de Abdelwaheb, pasando por Ayam Yunes, Najat y otras glorias eternas del tarab el arabi.

La noche nos sorprendió completamente ebrios de porros y de cantos.


La tele que Sayed había ofrecido a los desocupados de Kafr Karam resultó ser un regalo envenenado. Sólo trajo alboroto y discordia al pueblo. Muchas familias disponían de una tele. Pero en casa, con el padre en su trono y el primogénito a su diestra, cada cual se guardaba para sí sus comentarios. En el café, las cosas eran distintas. Se podía abuchear, debatir sin orden ni concierto y cambiar de opinión en función de los vaivenes del humor. Sayed había dado en el blanco. Como el odio es tan contagioso como la risa, los debates patinaban, cavando un foso entre quienes acudían al Safir para divertirse y quienes lo hacían para «instruirse», y fueron estos últimos quienes impusieron su criterio. Todos se dedicaron a seguir, juntos y paso a paso, la desgracia nacional. Los asedios de Faluya y de Basora y los sangrientos ataques a las demás ciudades del país daban para mucho. Los atentados horrorizaban durante un rato, entusiasmaban las más de las veces. Ovacionaban las emboscadas que tenían éxito, deploraban las escaramuzas fallidas. En un principio, la captura de Sadam alentó a la concurrencia antes de frustrarla: el rais acorralado como una rata, irreconocible con su barba de vagabundo y su mirada alelada, expuesto triunfal y desvergonzadamente ante las cámaras de todo el planeta, representaba, para Yacín, la más grave afrenta hecha a los iraquíes. Los demás le recordaban que era un monstruo. Sí, pero un monstruo nuestro, replicaba Yacín; al humillarlo de esa manera, se cubría de oprobio a los árabes del mundo entero.

Ya no se sabía cómo interpretar los acontecimientos, qué atentado era una proeza y cuál una muestra de cobardía. Cuanto había sido vilipendiado la víspera era incensado al día siguiente. Las opiniones chocaban entre sí en una inverosímil escalada de violencia, y la gente llegaba cada vez más a menudo a las manos.

La situación iba degenerando, y los Ancianos se negaban a intervenir públicamente, prefiriendo cada cual sermonear a su chaval en casa. Kafr Karam estaba padeciendo los más graves malentendidos de su historia. Los silencios y sumisiones acumulados a lo largo del tiempo y de los regímenes despóticos emergían, como cadáveres ocultos en el fango del río que, cansados de pudrirse en el fondo de las aguas turbias, regresaban a la superficie para mortificar a los vivos…

Yacín y su pandilla -los gemelos Hasán y Hossein, Salah, el yerno del ferretero, Adel y Bilal, el hijo del barbero- desaparecieron y el pueblo recuperó una relativa quietud.

Tres semanas después, la gasolinera fuera de servicio, que se iba viniendo abajo a unos veinte kilómetros de Kafr Karam, fue incendiada por unos desconocidos. Contaron que una patrulla de la policía iraquí había sido atacada, que hubo muertos entre las fuerzas del orden, así como dos vehículos destruidos, y que los agresores se habían llevado unos fusiles. Los rumores se encargaron de convertir la emboscada en hazaña bélica y, por las calles, se empezó a hablar de grupos furtivos entrevistos aquí y allá al amparo de la noche, pero nunca lo suficientemente cerca como para ser identificados o capturados. Un clima de tensión mantuvo a todos en alerta. A diario se esperaban noticias del «frente» que acababa, se suponía, de instalarse en la zona.

Una noche, por vez primera desde la ocupación del país por las tropas norteamericanas y sus aliados, un helicóptero militar sobrevoló varias veces el sector. Ya no había la menor duda; algo se estaba cociendo en la región.

En el pueblo la gente se preparaba para lo peor.

Diez, veinte días… Un mes… Nada en el horizonte, ni convoy ni movimientos sospechosos.

Como el pueblo no había sido objeto de ninguna irrupción armada, la gente empezó a relajarse; los Ancianos volvieron a sus cantinelas en la barbería, los jóvenes a su alboroto en el Safir, y el desierto recobró su aburrida desnudez y su infinita banalidad.

Todo pareció volver a la normalidad.

6

Jalid Taxi iba vestido de punta en blanco. Con sus gafas de sol baratas, el pelo engominado y echado hacia atrás, se pavoneaba por la calle a la vez que miraba con impaciencia su reloj. A pesar de la canícula, estaba envarado en un traje con chaleco que sin duda tuvo su época de gloria en una vida anterior. Una ridícula corbata de color amarillo chillón con vetas pardas se le desparramaba sobre la tripa. De vez en cuando, extraía un minúsculo peine del bolsillo interior de su chaqueta y se lo pasaba por el bigote.

– ¿Van llegando? -gritaba en dirección de la terraza donde su hijo de catorce años hacía guardia.

– Todavía no -le contestaba el chico con la mano a modo de visera a pesar de tener el sol a su espalda.

– ¿Qué puñetas hacen? Espero que no hayan cambiado de opinión.

El chaval se ponía de puntillas y seguía oteando el horizonte para demostrar a su padre que permanecía atento.

Los Haitem se hacían esperar. Llevaban una hora de retraso y no se atisbaba el menor rastro de polvo procedente de sus huertas. El cortejo estaba listo para salir de Kafr Karam. Cinco coches lustrosos y adornados con cintas esperaban frente al patio de la novia, con las puertas abiertas por el enorme calor. Un hombre los vigilaba, espantando con exasperación a los mocosos que gravitaban a su alrededor.

Jalid Taxi consultó por enésima vez su reloj. Al final, subió a la terraza junto a su hijo.

Los Haitem no habían invitado a mucha gente de Kafr Karam. Habían elaborado una lista bastante restringida de gente elegida con esmero en la que figuraban el decano y sus mujeres, Doc Jabir y su familia, Bashir el Halcón y sus hijas y otros cinco o seis notables. A mi padre no le hicieron ese honor. A pesar de haber sido pocero habitual de los Haitem durante treinta años -había cavado el conjunto de los pozos de las huertas, instalado las bombas de motor y los aspersores rotativos y trazado una buena cantidad de acequias-, para sus antiguos patronos no había pasado de ser un simple extranjero. Mi madre no aceptó bien esa muestra de ingratitud, pero al viejo, que seguía sentado al pie de su árbol, le traía sin cuidado. De todos modos, no tenía gran cosa que ponerse para ir a la fiesta.

La noche reptaba por el pueblo. El cielo estaba engastado con miles de estrellas. El calor prometía mantener su asedio hasta bien avanzada la noche. Kadem y yo nos encontrábamos en la terraza de mi casa, sentados sobre dos sillas quejumbrosas en torno a una tetera. Mirábamos en la misma dirección que los vecinos: hacia las huertas de los Haitem.

Ningún vehículo se decidía a adentrarse en la pista blancuzca surcada intermitentemente por trombas de polvo levantadas por el viento.

Bahia acudía con regularidad para comprobar si necesitábamos sus servicios. La notaba un tanto febril, y observé que subía cada vez más a vernos, para traernos galletas o bien llenarnos los vasos. Su maniobra acabó intrigándome y no tardé en seguir la dirección de su mirada; mi hermana gemela le había echado el ojo al primo. Se sonrojó violentamente cuando la sorprendí, a través del cristal, sonriéndole.

Por fin se presentó el cortejo, y el pueblo entró en trance en medio de un alboroto de bocinas y de yuyús. La calle estaba atestada de mocosos turbulentos; hubo que suplicar a unos y otros para que el florido Mercedes consiguiese abrirse paso en medio del barullo. Los Haitem no habían reparado en gastos; los diez cochazos que habían enviado estaban excesivamente decorados; parecían árboles de Navidad, con sus laminillas multicolores, sus globos y sus cintas tentaculares. Los conductores llevaban el mismo traje negro y la misma camisa blanca rematada con una pajarita. Un cámara traído de la ciudad inmortalizaba el acontecimiento, su aparato al hombro y rodeado de un enjambre de chiquillos; los flashes destellaban por todas partes.

Una carabina saludó con disparos la salida de la novia, preciosa con su vestido blanco. Se formó un tremendo alboroto en la plaza cuando el cortejo dio una vuelta por la mezquita antes de llegar a la pista transitable. Los chavales corrían detrás de los coches chillando a grito pelado, y todo ese gentío acompañó a su virgen hasta la salida de la aldea, liándose de paso a patadas con los perros vagabundos.

Kadem y yo permanecíamos de pie apoyados en la balaustrada de la terraza. Veíamos cómo el cortejo se alejaba, él preso de sus recuerdos, yo divertido y asombrado a partes iguales. A lo lejos, en la naciente oscuridad, se podía entrever, entre la masa negra de las huertas, las luces de la fiesta.

– ¿Conoces al novio? -pregunté a mi primo.

– Realmente no. Me lo crucé, hace cinco o seis años, en casa de un amigo músico. No nos presentaron, pero me pareció sencillo. Nada que ver con su padre. Creo que es un buen partido.

– Eso espero. Jalid Taxi es buena gente, y su hija exquisita. ¿Sabías que le tenía echado el ojo encima?

– No me apetece saberlo. Ya pertenece a otro, y debes borrar esas cosas de tu cabeza.

– Lo he dicho sin darle importancia.

– No hay que decirlo. Pensar en ello ya es pecado.

Bahia se volvió a acercar, con ojos de pasión.

– ¿Te quedas a cenar con nosotros, Kadem? -pió con un ligero temblor en la garganta.

– No, gracias. Mis viejos no se encuentran muy bien.

– Que sí, te quedarás a cenar -le dije perentoriamente-. Son casi las nueve, y sería muy descortés despedirte de nosotros justo antes de la cena.

Kadem apretó los labios, dubitativo.

Bahia acechaba su respuesta martirizándose las manos.

– De acuerdo -cedió-. Hace tiempo que no pruebo la cocina de mi tía.

– Yo he preparado la cena -le señaló Bahia con el rostro escarlata.

Salió disparada escaleras abajo, feliz como una cría en día de Aíd.


No habíamos acabado de cenar cuando se oyó a lo lejos una deflagración. Kadem y yo nos levantamos para ir a ver. Algunos vecinos se asomaron a sus terrazas, seguidos poco después por el resto de sus familiares. En la calle, uno preguntaba qué ocurría. Aparte de las minúsculas luces más allá de las huertas, la meseta parecía tranquila.

– Es un avión -gritó alguien en la noche-. Lo he visto caer.

Se oyó el ruido de unos pasos a la carrera que subían por la calle y se iban alejando hacia la plaza. Los vecinos empezaron a evacuar la terraza para correr a informarse. La gente salía de su casa y se iba reuniendo en corros. En la oscuridad, las siluetas formaban un batiburrillo preocupante. Es un avión que se ha estrellado, se decían unos a otros. Ibrahim ha visto un avión caer en llamas. La plaza del pueblo pululaba de curiosos. Las mujeres permanecían delante de la puerta de sus patios, intentando sonsacar fragmentos de información a los transeúntes. Un avión se ha estrellado, pero muy lejos de aquí, las tranquilizaban…

Dos faros de automóvil surgieron de repente de las huertas y se lanzaron sobre la pista. Se aproximaba a nosotros a toda velocidad.

– Esto me huele mal -me dijo Kadem mirando el vehículo loco dar tumbos sobre la pista-. Me huele francamente mal.

Se precipitó escaleras abajo.

El coche estuvo a punto de derrapar al entrar rugiendo en la curva que desembocaba en Kafr Karam. Sus bocinazos nos llegaban por fragmentos, aunque resultaban preocupantes. Ahora los faros alumbraban las primeras casas del pueblo y los bocinazos echaban a la gente contra las paredes. El vehículo cruzó el campo de fútbol, frenó en seco delante de la mezquita y patinó varios metros antes de detenerse envuelto en una nube de polvo. El conductor salió precipitadamente mientras la gente acudía hacia él. Tenía la cara descompuesta y la mirada despavorida. Señalaba las huertas con el dedo y balbuceaba sonidos ininteligibles.

Otro coche apareció detrás; su conductor nos gritó, sin molestarse en bajar:

– Suban corriendo. Necesitamos ayuda en casa de los Haitem. Ha caído un misil en medio de la fiesta.

Al darse cuenta de la gravedad de la situación, la gente echó a correr en todas direcciones. Kadem me empujó dentro del segundo coche y saltó a mi lado en el asiento trasero. Tres jóvenes se apiñaron a nuestro alrededor mientras otros dos se instalaban delante.

– Hay que darse prisa -gritó el chófer a la muchedumbre-. Si no encontráis coches, id andando. Hay mucha gente bajo los escombros. Pillad lo que podáis, palas, mantas, sábanas, botiquines, y no tardéis. Os lo suplico, daos prisa…

Maniobró allí mismo y salió disparado hacia las huertas.

– ¿Estás seguro de que se trata de un misil? -le preguntó un pasajero.

– No lo sé -contestó el chófer, aún impresionado-. No tengo ni puñetera idea. Los invitados se estaban divirtiendo, y una borrasca se llevó de repente las sillas y las mesas. Una locura, un absurdo; no encuentro palabras. Cuerpos y gritos; gritos y cuerpos. Si no es un misil, debe de tratarse de una fulminación del cielo…

Sentí un profundo malestar. No entendía lo que estaba haciendo en aquel coche que corría a tumba abierta en medio de la noche, no entendía por qué había aceptado ir a ver el horror de cerca, yo que apenas empezaba a recuperarme de una espantosa metedura de pata militar. El sudor me chorreaba por la espalda, fluía por mi frente. Miraba al conductor, a los hombres sentados delante, a los que tenía a mi lado, a Kadem mordisqueándose los labios, y no conseguía creer que hubiese aceptado seguirlos. ¿Adónde vas, pobre diablo?, me gritaba una voz interior. No sabía si mi cuerpo se sublevaba o si los baches lo bamboleaban. Me maldecía a mí mismo, apretando las mandíbulas, agarrando con los puños mi miedo, que fermentaba como la masa en mi vientre. ¿Adónde corres así, estúpido? A medida que nos acercábamos a las huertas, el miedo crecía, crecía a la vez que una especie de embotamiento agarrotaba mis miembros y mi mente.

Una oscuridad insana cubría las huertas. Las cruzamos como un territorio maldito. La casa de los Haitem estaba intacta. Había sombras en la escalinata, algunas derrumbadas sobre los escalones, con la cabeza entre las manos, las demás apoyadas contra la pared. El escenario del drama se encontraba un poco más lejos, en un jardín donde un caserón, probablemente la sala de fiestas, ardía en medio de un amasijo de escombros humeantes. La onda expansiva de la explosión había proyectado los asientos y los cuerpos a unos treinta metros a la redonda. Los supervivientes andaban errantes, con la ropa hecha jirones y las manos tendidas hacia delante como si fueran ciegos. Algunos cuerpos estaban alineados en el borde de una alameda, mutilados, carbonizados. Unos coches alumbraban la carnicería con sus faros mientras unos espectros se agitaban entre los escombros. Luego aullidos, interminables aullidos, llamadas y gritos como para ensordecer el planeta. Mujeres buscando a sus hijos en medio de la confusión; cuantas menos respuestas obtenían, más se desgañitaban. Un hombre ensangrentado lloraba ante el cuerpo de un familiar.

La náusea me partió en dos justo cuando puse un pie fuera del coche; caí a gatas y vomité hasta vaciarme las tripas. Kadem intentó levantarme; no tardó en abandonarme y se precipitó hacia un grupo de hombres que estaba auxiliando a unos heridos. Me encogí al pie de un árbol y, con los brazos agarrados a las rodillas, contemplé el delirio. Más coches venían de Kafr Karam, repletos de voluntarios, de palas y de fardos. La anarquía añadía a la operación de rescate una agitación demencial. Algunos levantaban con las manos vigas llameantes, lienzos de paredes hundidos en busca de alguna señal de vida. Alguien arrastró a un moribundo hasta mí. Sobre todo no te duermas, le suplicaba. Como el herido se sumía suavemente en el sueño, el otro le propinaba bofetadas para impedir que se desmayara. Un hombre se acercó, se inclinó sobre el cuerpo. Ven, ya no puedes hacer nada por él. El otro seguía abofeteando al herido, cada vez más fuerte… Aguanta. Te digo que aguantes… ¿Que aguante qué?, le preguntó el hombre. Ya ves que está muerto.

Me levanté como un sonámbulo y corrí hacia la hoguera.

Ignoro cuánto tiempo estuve allí, volcando y revolviéndolo todo a mi alrededor. Cuando volví a mi ser, tenía las manos ensangrentadas, llenas de cardenales, y los nudillos despellejados; me dolían tanto que caí de bruces, con el pecho ahumado y oliendo a cremación.


Amanecía sobre el siniestro.

De la sala devastada subían hacia el cielo, como oraciones consumadas, retazos de humo. El aire estaba cargado de horribles exhalaciones. Los muertos -diecisiete, en su mayoría mujeres y niños- estaban alineados en un ala del jardín, cubiertos con sábanas. Los heridos gemían por doquier, rodeados de enfermeros y de familiares. Las ambulancias habían llegado hacía poco, y los camilleros no sabían por dónde empezar. La confusión había disminuido, pero la febrilidad se acentuaba a medida que se evidenciaba la magnitud de la tragedia. De cuando en cuando, una mujer daba un alarido y se reanudaban los gritos y berridos. Los hombres daban vueltas, alelados, perdidos. Llegaron los primeros vehículos de la policía. Eran iraquíes. Los supervivientes la tomaron de inmediato con su jefe. La situación se agravó, y una lluvia de piedras empezó a lapidar a los polis, que se volvieron a meter en sus coches y se largaron. Regresaron una hora después acompañados por dos camiones de soldados. Un oficial muy corpulento pidió hablar con un representante de la familia Haitem. Alguien le lanzó una piedra. Los soldados dispararon al aire para calmar los ánimos. En ese instante, unos equipos de televisión extranjera desembarcaron en el lugar. Un padre enlutado les enseñó la carnicería gritando: «Mirad, no hay más que mujeres y niños. Celebrábamos una boda. ¿Dónde están los terroristas?». Agarró a un cámara por el brazo para enseñarle los cuerpos que yacían sobre el césped, y prosiguió: «Los terroristas son los cerdos que nos han lanzado el misil…».

Con las manos vendadas, la camisa desgarrada y el pantalón manchado de sangre, dejé las huertas y regresé caminando a mi casa como quien se adentra en la bruma…

7

Yo me emocionaba pronto; el dolor ajeno me abrumaba. Me resultaba imposible asistir a una desgracia sin que me afectara. Ya de niño, lloraba a menudo en mi habitación, me encerraba con llave, por temor a que mi hermana gemela -una chica - me sorprendiese anegado en lágrimas. Decían que tenía más entereza que yo, que era menos lloricona. No se lo tenía en cuenta. Yo era así, y ya está. Un ser de porcelana. Mi madre me reprendía: «Tienes que endurecerte. Debes aprender a renunciar al dolor ajeno; no es bueno ni para ti ni para ellos. No estás sobrado de nada como para dolerte por la suerte ajena…». En vano. No se nace bruto, uno se convierte en bruto; no se nace sabio, se aprende a serlo. Yo nací en la miseria y la miseria me educó en la idea de que todo se comparte. Cualquier sufrimiento se adhería al mío, se hacía mío. Por lo demás, había un árbitro en el cielo; a él le correspondía dar al mundo los retoques que estimara necesarios, del mismo modo que era libre de no mover ni un dedo.

En el colegio, mis compañeros me tomaban por un blandengue. Por mucho que me provocaran, jamás devolvía los golpes. Aunque me negara a poner la otra mejilla, tampoco sacaba los puños de los bolsillos. A la larga, los pilluelos me dejaban en paz, desanimados por mi estoicismo. En realidad, no era un blandengue; me horrorizaba la violencia. Cuando asistía a una refriega, en el patio de recreo, metía el cuello entre los hombros y me disponía a esperar que se me cayera el cielo encima… Quizá fuera eso lo que me había ocurrido en casa de los Haitem: se me había venido el cielo encima. Pensaba que el sortilegio que acababa de torpedear la fiesta, de hacer que los yuyús se convirtieran en gritos aterradores de agonía, jamás me iba a abandonar. Que nuestros destinos estaban sellados, unidos por el dolor hasta que algo peor los separara. Una voz me repetía, golpeándome las sienes, que la muerte que infestaba las huertas viciaba a la vez mi alma, que yo también había muerto…

Si el azar había decidido que fuese a la huerta de los Haitem -esto es, a la tierra de los afortunados, a la propiedad de los ricachones que no reparaban en nosotros- para ver con mis propios ojos la total incongruencia de la existencia, para medir al milímetro la inconsistencia de nuestras certidumbres, para abdicar en cuerpo y alma ante la precariedad de las conquistas, era porque, de algún modo, ya iba siendo hora de que despertase.

No puede uno alimentar su barbacoa sobre una tierra quemada sin achicharrarse los dedos o los pies.

Yo, que no recordaba haberle deseado ningún daño a nadie, me sentía de repente dispuesto a morder incluso la mano que hubiese intentado consolarme… Pero me contenía. Estaba indignado, enfermo, cubierto de espinas de pies a cabeza. Era una acacia errando por el limbo, Cristo en el paroxismo de su martirio, y mi vía crucis no tenía fin porque no era capaz de entender. Lo que había ocurrido en casa de los Haitem no tenía sentido. No se pasa del alborozo al duelo chasqueando sin más los dedos. La vida no es un juego de manos, aunque a menudo penda de un hilo. La gente no muere a granel entre baile y baile; no, lo que había ocurrido en casa de los Haitem era inaudito…

El parte informativo de la noche mencionó un avión no tripulado norteamericano que, al parecer, detectó señales sospechosas en torno a la sala de fiestas. No precisaron cuáles. Se limitó a mencionar que unos movimientos terroristas habían sido detectados anteriormente en el sector, una tesis que los autóctonos rechazaron de plano. No obstante, la jerarquía norteamericana intentó justificarse esgrimiendo otros argumentos relativos a la seguridad hasta que, ya cansada de hacer el ridículo, acabó deplorando el error y presentando sus excusas a las familias de las víctimas.

Ahí quedó todo…

Otro suceso que iba a dar la vuelta al mundo antes de caer en el olvido, sustituido por otras barbaridades.

Pero en Kafr Karam la ira acababa de desenterrar el hacha de guerra: seis jóvenes pidieron a los creyentes que rezaran por ellos. Prometieron vengar a sus muertos y no regresar al hogar hasta que el último boy fuese enviado de vuelta a su casa en un saco de lona… Tras los abrazos de rigor, los guerreros se fueron hasta perderse en la noche.

Algunas semanas después, el comisario de la circunscripción fue asesinado dentro de su coche oficial. El mismo día, un vehículo militar saltó sobre una mina artesanal.

Kafr Karam lloró a sus primeros chahid – seis de un golpe, sorprendidos por una patrulla cuando se disponían a atacar un puesto de control.

En el pueblo, la tensión alcanzaba proporciones demenciales. Todos los días se volatilizaban jóvenes. Dejé de salir a la calle. No soportaba la mirada de los Ancianos, sorprendidos de verme todavía por allí cuando los valientes de mi edad se habían unido a la resistencia, ni la sonrisa sardónica de los adolescentes que me recordaba la de mis compañeros de clase cuando me trataban de blandengue. Me encerraba en mi casa y me refugiaba en los libros o en las casetes que Kadem me mandaba. Sin duda, estaba muy enfadado, sentía inquina hacia la coalición, pero no me imaginaba tiroteando sin ton ni son a los transeúntes. La guerra no era lo mío. No estaba hecho para ejercer la violencia; iba más conmigo padecerla todo un año que practicarla un solo un día.

Y una noche, de repente, el cielo volvió a caerme encima. Primero pensé en un misil cuando la puerta de mi habitación saltó tronando. Me alcanzó una andanada de invectivas y de focos deslumbrantes. No me dio tiempo a tender la mano hacia el interruptor. Una cuadrilla de soldados norteamericanos acababa de desflorar mi integridad. ¡Sigue tumbado! No te muevas o te reviento… ¡De pie!… ¡Sigue tumbado! ¡De pie! ¡Las manos sobre la cabeza! ¡Ni te muevas! Unas antorchas me tenían clavado a la cama mientras me apuntaban unos cañones. ¡Ni te muevas o te salto la tapa de los sesos!… ¡Esos gritos! Atroces, demenciales. Devastadores. Como si le astillaran a uno las fibras, como para enajenar a cualquiera… Unos brazos me arrancaron de la cama y me catapultaron por la habitación; otros me interceptaron, me aplastaron contra la pared. ¡Las manos detrás de la espalda!… ¿Qué he hecho? ¿Qué pasa? Los soldados desmantelaron mi armario, volcaron mis cajones, dispersaron mis cosas a patadas. Mi vieja radio se hizo añicos bajo una bota. ¿Qué está ocurriendo? ¿Dónde has metido las armas, escoria? No tengo armas. Aquí no hay armas. Eso lo veremos, canalla. Llevaos a este cabrón con los demás. Un soldado me agarró por la nuca, otro me hundió su rodilla en el bajo vientre. Un ciclón me agarró bruscamente, bamboleándome de un tumulto a otro; estaba viviendo una pesadilla, como un sonámbulo atacado por una jauría de duendes. Tenía la vaga sensación de que me llevaban a rastras por la terraza, de que me hacían bajar a empellones la escalera; ni siquiera sabía si caía rodando o estaba planeando… El alboroto no era menor en el primer piso. Los llantos de mis sobrinos traspasaban el escándalo reinante. Oí a mi gemela Bahia protestar antes de callarse repentinamente, probablemente fulminada por un culatazo o por un ranger… Mis hermanas estaban aparcadas en el fondo del vestíbulo, con la chiquillería, medio desnudas, pálidas. La mayor, Aícha, apretujaba a sus críos contra su falda. Temblaba como una hoja, y no se daba cuenta de que sus pechos desnudos se habían salido de su escote. A su derecha, la segunda, Afaf la costurera, se tambaleaba con los dedos agarrados a su camisa. Como la habían despertado brutalmente, se había dejado la peluca sobre la mesilla de noche; su calva relucía en la oscuridad, lastimosa como un muñón; se sentía tan avergonzada que, por su manera de hundir el cuello entre los hombros, parecía querer refugiarse dentro de su propio cuerpo. Bahia aguantaba, con un sobrino en los brazos. Desmelenada y con el rostro exangüe, afrontaba en silencio el fusil que la estaba apuntando; un hilillo de sangre corría por su nuca…

Me sentí desfallecer. Mi mano buscó en vano un apoyo.

En el fondo del pasillo restallaban unos insultos que dejaban corto al mismísimo diablo. Mi madre salió despedida de su habitación; se levantó y fue de inmediato a socorrer a su inválido esposo. Dejadlo tranquilo. Está enfermo. Los militares norteamericanos sacaron al viejo. Jamás lo había visto en peor estado. Con su calzoncillo ajado cayéndole por las rodillas y su camiseta desgastada hasta la trama, su desamparo era infinito. Era la miseria andante, la ofensa en su más grosera expresión. Dejad que me vista, gemía. Están mis hijos. Esto que hacen no está bien. Su voz temblorosa resonaba por el pasillo con una pena inconcebible. Mi madre intentaba caminar delante de él, ocultarnos su desnudez. Su mirada enloquecida nos suplicaba que mirásemos hacia otra parte. Yo no podía darme la vuelta. Yo estaba hipnotizado por el espectáculo que ambos me ofrecían. Ni siquiera veía a los brutos que los rodeaban. Sólo veía a aquella madre enloquecida, a ese padre enflaquecido con su calzoncillo ajado, con los brazos abatidos, la mirada desamparada, que se tambaleaba ante las embestidas. En un último arranque de energía, se dio la vuelta e intentó regresar a su habitación para vestirse. Y el golpe no se hizo esperar… ¿Culatazo o puñetazo? Qué más da. Con ese golpe, la suerte estaba echada. Mi padre cayó hacia atrás, con su miserable camiseta sobre la cara, el vientre descarnado, arrugado, grisáceo como el de un pez muerto… Y vi, mientras el honor de la familia se desparramaba por el suelo, vi lo que de ningún modo debía ver, lo que un hijo digno, respetable, lo que un auténtico beduino nunca debe ver; esa cosa reblandecida, asquerosa, envilecedora; ese coto vedado, callado, sacrílego: el pene de mi padre cayendo de lado, los testículos por encima del culo… ¡El no va más! Después de eso no queda nada, un vacío infinito, una caída interminable, la nada… Todas las mitologías tribales, todas las leyendas del mundo, todas las estrellas del cielo acababan de perder su brillo. Ya podía seguir levantándose el sol, que yo nunca más podría distinguir el día de la noche… Un occidental no puede comprender, no puede ni imaginar la magnitud del desastre. Para mí, ver el sexo de mi progenitor era como reducir toda mi existencia, mis valores y mis escrúpulos, mi orgullo y mi singularidad a un grosero destello pornográfico. ¡Las puertas del infierno me resultaban más clementes!… Yo estaba acabado. Todo había acabado. Irrecuperable. Irreversible. Acababa de estrenar el yugo de la infamia, de caer en un universo paralelo de donde nunca volvería a salir. Y me sorprendí odiando aquel brazo impotente que no sabía ni devolver los golpes ni ajustarse un vulgar calzoncillo, aquel grotesco brazo, translúcido y feo que simbolizaba mi propia impotencia; odiando mis ojos, que se negaban a desviarse, que reclamaban la ceguera; odiando los aullidos de mi madre, que me descalificaban. Miraba a mi padre, y mi padre me miraba. Debía de estar leyendo en mis ojos el desprecio que sentía por todo lo que había sido importante para nosotros, la lástima que de repente me producía el ser al que, a pesar de los pesares, veneraba por encima de todo. Yo lo miraba como desde lo alto de un acantilado maldito una noche de tormenta y él me miraba desde el fondo del oprobio; ya sabíamos, en aquel preciso instante, que nos estábamos mirando por última vez… Y, en aquel preciso instante, cuando no me atrevía a inmutarme, supe que ya nada volvería a ser como antes, que no volvería a considerar las cosas de la misma manera, que la bestia inmunda acababa de rugir en el fondo de mis entrañas; que, tarde o temprano, ya podía ocurrir lo que fuera, estaba condenado a lavar la afrenta con sangre hasta que los ríos y los océanos se volviesen tan rojos como la rozadura en la nuca de Bahia, como los ojos de mi madre, como el rostro de mi padre, como la brasa que me estaba consumiendo las tripas, iniciándome ya en el infierno que me esperaba…


No recuerdo lo que ocurrió después. Me daba igual. Las olas me llevaban a la deriva como el resto de un naufragio. Ya no quedaba nada que salvar. Los berridos de los soldados habían dejado de afectarme. Sus fusiles, su celo apenas me impresionaban. Ya podían poner patas arriba el mundo, meter fuego a todos los volcanes, tronar como una tormenta; nada me afectaba. Los veía agitarse tras una cristalera, en un microcosmos de sombras y de silencio.

Registraron la casa de arriba abajo. Ningún arma; ni la más pequeña navaja…

Unos brazos me propulsaron hacia la calle, donde había unos muchachos acuclillados con las manos sobre la cabeza.

Kadem también estaba allí. Le sangraba el brazo.

Los gritos de intimidación provocaban el delirio en las casas de los alrededores.

Unos soldados iraquíes nos inspeccionaban, listas en mano con fotos impresas en las hojas. Alguien me levantó la barbilla, paseó su antorcha por mi cara, comprobó sus fichas y se fue para mi vecino. Apartados, entre militares sobreexcitados, unos sospechosos esperaban que se los llevaran; estaban tumbados boca abajo sobre el polvo, con los puños atados y la cabeza dentro de un saco.

Dos helicópteros sobrevolaron el pueblo, barriéndonos con sus proyectores. El fragor de sus hélices tenía algo de apocalíptico.

Amanecía. Los soldados nos condujeron detrás de la mezquita, donde acababan de montar una tienda de campaña. Nos interrogaron por separado, uno tras otro. Unos oficiales iraquíes me enseñaron fotos; en algunas, rostros de cadáveres tomadas en depósitos o en el lugar de las matanzas. Reconocí a Malik, el «blasfemo» de aquel día en el Safir; tenía los ojos desorbitados y la boca completamente abierta, y de la nariz le fluía un chorro de sangre que se ramificaba por la barbilla. Luego reconocí a un primo lejano, encogido al pie de una farola, con la mandíbula desencajada.

El oficial me pidió que diera mi filiación completa; su secretario registró mis declaraciones, y luego me soltaron.

Kadem me esperaba en la esquina de la calle. Tenía en el brazo un corte bastante feo que se extendía de la punta del hombro a la muñeca. Tenía la camiseta empapada de sudor y de sangre. Me contó que los soldados norteamericanos habían destrozado el laúd de su abuelo de una patada -un laúd fabuloso de inestimable valor; un patrimonio tribal, por no decir nacional-. Lo escuchaba a medias. Kadem estaba abatido. Las lágrimas le velaban la mirada. El tono de su voz me asqueaba.

Permanecimos durante varios minutos al pie de una tapia, exhaustos, jadeantes, con la cabeza entre las manos. El cielo se iba aclarando lentamente mientras en el horizonte, como si surgiera de una fractura abierta, el sol se disponía a inmolarse en sus propias llamas. Los primeros pilluelos empezaron a corretear tras las vallas; pronto tomarían por asalto la plaza y los descampados. El rugido de los camiones anunciaba la retirada de las tropas. Algunos ancianos salían de sus patios y se dirigían apresuradamente a la mezquita. Iban a informarse: ¿a quién han detenido y quién se ha librado? Unas mujeres mugían ante las puertas cocheras, llamaban a sus retoños o a sus esposos, a los que los soldados se habían llevado. Poco a poco, al tiempo que la desesperanza corría de casa en casa y los lamentos se desflecaban por los tejados, Kafr Karam me produjo hiel suficiente como para arrastrarla como si fuera una crecida.

– Tengo que irme de aquí -dije.

Kadem me miró, pasmado.

– ¿Dónde quieres ir?

– A Bagdad.

– ¿Para hacer qué?

– En la vida hay algo más que la música.

Ladeó la cabeza y meditó mis palabras.

No llevaba nada puesto, aparte de una camiseta desgastada y un viejo pantalón de pijama. También iba descalzo.

– ¿Me puedes hacer un favor, Kadem?

– Depende…

– Necesito recuperar algunas cosas de mi casa.

– ¿Y dónde está el problema?

– El problema está en que no puedo regresar a mi casa.

Frunció el ceño.

– ¿Por qué?

– Es así, y ya está. ¿Quieres ir a buscar mis cosas? Bahia sabrá qué meter en mi bolsa. Dile que voy a Bagdad, a casa de nuestra hermana Farah.

– No entiendo. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no quieres regresar a tu casa?

– Te lo ruego, Kadem. Limítate a hacer lo que te pido.

Kadem sospechaba que algo muy grave había ocurrido. Seguramente estaba pensando en una violación.

– ¿De verdad quieres saber lo que ha ocurrido, primo? -le grité-. ¿Quieres saberlo de verdad?

– Vale, me he enterado -refunfuñó.

– No te has enterado de nada. De nada en absoluto.

Sus pómulos se sobresaltaron cuando me apuntó con el dedo:

– Cuidado, soy mayor que tú. No te autorizo a hablarme en ese tono.

– Me temo que ya nadie en el mundo tendrá jamás autoridad sobre mí, primo.

Lo miré directamente a los ojos.

– Peor, me importa tres pepinos lo que me pueda ocurrir a partir de este minuto, de este segundo -añadí-. ¿Me vas a traer de una puta vez mis cosas o tendré que irme con lo puesto? Te juro que soy capaz de meterme en el primer autocar llevando sólo esta camiseta encima y este pantalón de pijama. Ya nada me importará, ni la ridiculez ni el perjurio…

– Serénate, hombre.

Kadem intentó agarrarme por las muñecas.

Lo rechacé.

– Escucha -me dijo respirando suavemente para conservar la calma-. Mira lo que vamos a hacer. Vamos a ir a mi casa…

– Quiero irme de aquí.

– Por favor. Escucha, escucha… Sé que estás completamente…

– ¿Completamente qué, Kadem? No tienes ni idea de ello. Es algo que no se puede imaginar.

– De acuerdo, pero vayamos primero a mi casa. Te lo pensarás con más calma, y si sigues estando seguro de querer irte, yo mismo te llevaré hasta la ciudad más cercana.

– Por favor, primo -le dije con voz átona-, ve a buscar mi petate y mi bastón de peregrino. Tengo que contarle un par de cosas a Dios.

Kadem comprendió que ya no estaba en condiciones de escuchar nada.

– Vale -me dijo-. Voy a buscar tus cosas.

– Te espero detrás del cementerio.

– ¿Por qué no aquí?

– Kadem, haces demasiadas preguntas, y me duele la cabeza.

Me pidió con ambas manos que me tranquilizara y se alejó sin darse la vuelta.


Cuando Kadem regresó, estaba acabando de lapidar un arbusto raquítico.

Tras haber vagado por el cementerio, me había sentado sobre un montículo y puesto a desenterrar las piedras de los alrededores para lanzarlas contra un haz de ramas cubierto de polvo y de bolsas de plástico.

Cada vez que mi brazo se distendía, un ¡ah! de rabia me raspaba la garganta. Era como si tumbara montañas, expulsara la nube de malos presagios que se aglutinaba en mi mente y hundiera la mano en el recuerdo de la víspera para arrancarle el corazón.

Allá donde aventuraba la mirada, me la interceptaba esa cosa abominable vislumbrada en el vestíbulo de mi casa.

En un par de ocasiones, una impetuosa resaca me dejó mareado, obligándome a agacharme para vomitar. Mi cuerpo, asaltado por unos espasmos fulgurantes, se tambaleaba sobre mis talones; abría la boca y no devolvía nada, salvo un estertor de fiera.

Los alrededores apestaban con el calor de la mañana. Probablemente era carroña pudriéndose. No me molestaba. No dejaba de exhumar piedras y de lanzarlas contra el arbusto; tenía los dedos heridos.

A mi espalda, el pueblo se levantaba con mal pie; la indignación iba saliendo de madre: un padre regañando a su hijo, un pequeño sublevándose contra su mayor. No me reconocía en esa cólera. Quería algo que fuera mayor que mi pena, más grande que mi vergüenza.

Kadem se coló entre las tumbas, que hinchaban como equimosis el cuadro de los desaparecidos. Me enseñó mi bolsa desde lejos. Bahia iba detrás de él, la cabeza envuelta en un fular de muselina. Llevaba el vestido negro de las despedidas.

– Creíamos que los soldados te habían llevado -me dijo con el semblante demudado.

Resultaba evidente que no había venido para disuadirme de que me fuera. No era su estilo. Comprendía mis motivos y, manifiestamente, los aprobaba en bloque, sin reserva y sin lamento. Bahia era hija de su tribu. Aunque en la tradición ancestral el honor era asunto de hombres, ella sabía reconocerlo y exigirlo.

Arranqué la bolsa de las manos de Kadem y rebusqué dentro. La brutalidad de mi gesto no escapó a mi hermana. No lo condenó:

– Te he metido dos camisetas, dos camisas, dos pantalones, calcetines, tu bolsa de aseo…

– ¿Mi dinero?

Sacó de su regazo un pequeño fajo cuidadosamente doblado y atado, lo tendió a Kadem, quien me lo entregó de inmediato.

– Sólo mi dinero -dije a mi hermana-. Ni un céntimo más.

– Aquí están sólo tus ahorros, te lo aseguro… También te he metido una gorra -añadió reprimiendo un sollozo-. Por el sol.

– Muy bien. Ahora daos la vuelta para que me cambie.

Me puse un pantalón de rayas finas, mi camisa de cuadros, los zapatos que me había regalado mi primo.

– Se te ha olvidado mi cinturón.

– Está en el bolsillo exterior de la bolsa -me dijo Bahia-. Con tu linterna.

– Muy bien.

Acabé de vestirme; luego, sin siquiera mirar a mi hermana y a mi primo, agarré el saco y bajé a la carrera un repecho hacia la pista transitable. No te des la vuelta, me conminaba una voz interior. Ya estás en otra parte. Aquí ya no queda nada tuyo. No te des la vuelta. Me di la vuelta… vi a mi hermana de pie sobre el montículo, fantasmal con su vestido retorcido por el viento, y a mi primo, con las manos sobre las caderas, la barbilla metida hacia dentro. Deshice el camino. Mi hermana vino a cobijarse en mi pecho. Sus lágrimas inundaron mis mejillas. Sentí cómo al abrazarla su cuerpo enclenque se estremecía.

– Te lo ruego -me dijo-, cuídate.

Kadem me abrió sus brazos. Nos estrechamos el uno contra el otro. Nuestro abrazo duró una eternidad.

– ¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe hasta el próximo pueblo? -me preguntó con un nudo en la garganta.

– No merece la pena, primo. Conozco el camino.

Lo saludé con la mano y me apresuré a alcanzar la pista.

Sin darme la vuelta.

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