Hasta que el cura Agamedes llega, nadie empieza a comer, rayo de cura, si tuviera el hambre que yo tengo, con este olorcillo a caldereta hirviéndome en el estómago, no sé cómo he conseguido llegar hasta aquí, que anoche no cené para tener más apetito hoy. No se confiesan estas cosas, faltaría más, mezquindades como esa de no cenar para poder comer más a cuenta de los otros, pero todos conocemos bien las flaquezas humanas, y también lógicamente las nuestras, para perdonar las ajenas. Sobre todo cuando el cura Agamedes ha llegado, dice dos palabras a Tomás Espada y al matrimonio Maltiempo, no oye Faustina muy bien lo que él dice, pero asiente con la cabeza, tenaz, y da al rostro una expresión en la que se mezclan la unción más refinada y el respeto filial, no es que sea hipócrita, pobre mujer, es que el timbre de voz del padre Agamedes le causa un zumbido raro en los oídos, si no fuera por esto, oiría perfectamente. Paternal está el cura Agamedes con los novios, con la mano derecha bendice a diestro y siniestro, se distrajo así el hambre por un momento, pero ahora aprieta de nuevo, en fin, vamos a empezar. Vinieron las fuentes y las bandejas, prestadas todas, es un modo de hablar, dos no lo eran, y en cuanto a la poca loza de Gracinda Maltiempo la madre fue tajante, Para la boda no va, ya nos arreglaremos, era lo que faltaba, que empezaras tu vida de casada con los platos rotos, hasta daría mala suerte. Por fin se comió, primero con avidez, luego pausadamente, pues todos sabían que no habría mucha más comida, y mejor juicio mostrarían haciendo rendir la caldereta y los chicharrones, el vino sí abundaba, menos mal.
Al cabo de un tiempo se levantó el padre Agamedes, hizo un gesto pidiendo silencio, un gesto solo, ni siquiera lo pedía, lo imponía sólo con levantarse, alto y flaquísimo, era grande la perplejidad de la parroquia cuando se discutía dónde metería el padre Agamedes lo que comía, que no era poco, conforme se iba demostrando en bodas y bautizos, se levantó, miró al gentío que rodeaba la mesa, frunció la nariz sensible ante el desaliño de platos y cubiertos, no tienen educación, doña Clemencia, pero después se sintió lleno de caridad, probablemente cristiana, y dijo unas palabras, Queridos hijos, me dirijo a todos y especialmente a los novios, en este feliz día en el que tuve la dicha de unir con los sagrados vínculos del matrimonio a Gracinda Maltiempo y a Manuel Espada, hija ella de Juan Maltiempo y de Faustina Gonçalves, hijo él de Tomás Espada y de Flor Martinha, ya fallecida. Habéis hecho votos de fidelidad y asistencia mutua, votos que la santa madre iglesia reclama a quien a ella viene para santificar la unión de hombre y mujer hasta que la muerte los separe. Mal hizo el padre Agamedes al hablar aquí de muerte, pues Tomás Espada cerró los ojos para que no se le saltaran las lágrimas, pero no hay manera de contenerlas, son como agua que rezuma en la grieta martirizada de un muro, todos fingen no darse cuenta, es lo mejor que pueden hacer, y el padre Agamedes habla y sigue hablando, sabe ya Dios por dónde va, Esta tierra nuestra es pequeña, pero afortunadamente hay entre nosotros una amistad profunda, no se ven aquí desavenencias y zarandajas como en otros sitios por donde pasé, y si bien es verdad que no os acercáis mucho a la iglesia, madre amantísima que a todas horas espera a sus hijos, también es cierto que casi nadie falta a los sacramentos, y los que faltan son ovejas descarriadas hace ya mucho tiempo, a las que desgraciadamente ya no tengo esperanza de salvar, Dios me perdone, que un ministro del Señor nunca debe perder la esperanza de llevar completo su rebaño hasta el regazo del Altísimo. Estaba presente uno de los relapsos, más la mujer, que no desmerecía del marido, y eran ellos Sigismundo Canastro y Joana Canastra, risueños ambos como si las palabras del padre Agamedes fueran canastillos de rosas, Sin vanagloria, creo que he dado pruebas de mis constantes cuidados de buen pastor, como hace tres años, espero que esté en el recuerdo de todos, cuando lo de aquellas huelgas, están aquí algunos de los que entonces liberé de la cárcel, no me dejarán mentir, y es posible que, de no ser por la buena fama de Monte Lavre, hubieran metido en la plaza de toros a los veintidós, como les ocurrió a hombres de otras tierras menos estimadas de Nuestro Señor y de la Virgen, aunque yo bien sé que tal crédito no se debe a merecimientos míos, pues pecador soy, aunque arrepentido.
En este punto se puso Juan Maltiempo muy colorado y, teniendo que mirar a alguien, miró a Sigismundo Canastro que miraba a su vez al cura fijamente con ojos serios y ya no sonreía, y entonces se oyó la voz de Antonio Maltiempo diciendo, Estamos en la boda de mi hermana, señor cura, y no es hora de hablar de huelgas ni de merecimientos, y la voz fue tan serena que no parecía de ira, pero lo era, se quedaron todos muy callados a la espera de lo que iba a ocurrir, y el cura dijo que brindaba por los novios y luego se sentó. No fue una buena idea, señor cura Agamedes, dijo más tarde Norberto, recordar allí esas cosas, lo que hizo es como mencionar la soga en casa del ahorcado, Tiene razón, respondió el padre Agamedes, no sé qué tentación me dio, quizá mostrarles que si no fuera por nosotros, iglesia y latifundio, dos personas de la santísima trinidad, siendo la tercera el Estado, alba paloma donde las haya, si no fuera por nosotros, cómo iban a sustentar ellos el alma y el cuerpo, y a quién darían o para quién tomarían los votos en las próximas elecciones, pero confieso que erré, mi culpa, mi grandísima culpa, por eso, con el pretexto de mis deberes pastorales, me fui de allí en seguida, cierto es que un poco aturdido, aunque la verdad es que apenas bebí de aquella zurrapa, temiendo que me diera acidez de estómago, para vino bueno el de su bodega, don Lamberto.
Entonces dijo Antonio Maltiempo, Ya se ha ido el padre Agamedes, ahora estamos en familia, diga cada cual lo que quiera de acuerdo con sus inclinaciones y para el lado que le lleve el corazón, y así hablará Manuel Espada con Gracinda su mujer y mi hermana, y la otra hermana mía Amelia tendrá a alguien a quien mirar, aunque hablar no pueda, y si él no estuviera, piense, y todos lo entenderemos, a veces no se puede hacer otra cosa, y recuerden mis padres sus vidas y las nuestras, y lo que hicieron cuando eran jóvenes, y así perdonarán nuestros errores, y los demás todos meditarán sobre sí y sobre sus allegados, algunos han muerto ya, lo sé, pero si los llaman, volverán, los muertos no desean otra cosa, y aquí ya siento la presencia de Flor Martinha, alguien la llamó, pero como soy yo quien está hablando, continuaré en el uso de la palabra, y no se admiren de estos torneos de fineza, que en la tropa no se aprende sólo a matar, quien lo desee aprenderá también a leer, a escribir y a contar, con esto ya se puede empezar a entender el mundo y un algo de la vida, que no sólo es nacer, trabajar y morir, a veces tenemos también que rebelarnos, y es de eso de lo que os voy a hablar.
Acabaron allí las conversaciones que iban mediadas, se desligaron los ojos pero no las manos de Gracinda Maltiempo y Manuel Espada, se despidió Flor Martinha, hasta pronto, Tomás, y en torno de la mesa se dispusieron los codos, esta gente no sabe comportarse, y si alguien se metió un dedo en la boca para sacar de una caries una hebra mascada de cordero, no se lo tomemos a mal, vivimos en una tierra donde la comida no se puede desperdiciar, sobre todo cuando Antonio Maltiempo, en su uniforme de dril, habla de eso mismo, de comida, Es verdad que en estas tierras se pasa mucha hambre, nos vemos obligados a comer hierbas y andamos por ahí con la barriga tensa como la piel de un tambor, y quizá por eso el coronel piensa que burro con hambre cardos come, y siendo nosotros los burros, en el cuartel no se oye otra palabra, oye tú, burro, la verdad es que se oyen otras, pero peores, entonces comamos cardos, pues yo os digo que más vale comer cardos que el rancho del cuartel, sólo los cerdos no lo rechazarían, y así así. Hizo Antonio Maltiempo una pausa, bebe un traguito de vino, para hablar mejor, se limpia la boca con el dorso de la mano, no hay servilleta más natural, y sigue diciendo, Creen que si pasamos hambre en nuestras tierras tendríamos que aguantarlo todo, pero ahí se equivocan, porque nuestra hambre es un hambre limpia, y los cardos que tenemos que arrancar los arrancan muestras manos, que incluso estando sucias limpias son, no hay manos más limpias que las nuestras, es lo primero que aprendemos cuando entramos en el cuartel, no forma parte de la instrucción de armas, pero se adivina, y un hombre puede elegir entre el hambre entera y la vergüenza de comer lo que nos dan, cuando también es cierto que a mí vinieron a buscarme a Monte Lavre para servir a la patria, dicen ellos, pero yo no sé qué es eso de servir a la patria, si la patria es mi madre y mi padre, como dicen también, de mis verdaderos padres sé yo, y cada uno sabe de los suyos, que se sacaban el pan de la boca para que no faltara en la nuestra, así que la patria se debe sacar el pan de su propia boca para que no le falte a la mía, y si yo tengo que comer cardos, que los coma la patria conmigo, a no ser que haya unos que son hijos de la patria y otros que son hijos de puta.
Se escandalizaron algunas mujeres, fruncieron algunos hombres el entrecejo, pero a Antonio Maltiempo, que tiene algo de rebelde, pese al uniforme, todo se le perdona desde que supo poner en su sitio al padre Agamedes, y sigue diciendo estas frases que son como el vino de la bodega de don Lamberto, es un imaginar, porque allí el labio nunca lo pusimos, Entonces en el cuartel decidimos hacer una protesta contra el rancho, no comer ni tanto así de lo que nos ponían delante, como si fuésemos cerdos que rechazasen la artesa donde se echan más porquerías de las que el cerdo admite, no nos importa comer medio celemín de tierra al año, que la tierra es tan limpia como nosotros, pero esto que nos dan, no, y yo, Antonio Maltiempo que os hablo, fui el de la idea y eso lo tengo a mucha honra, uno sólo sabe la diferencia después de haber hecho cosas así, hablé con los compañeros y todos estuvieron de acuerdo, que aquello era como si nos escupieran encima, y entonces llegó el día, nos sirven el rancho y nosotros nos sentamos como si fuésemos a comerlo, pero la comida así como vino así se fue, por más que gritaban los sargentos no hubo uno que cogiera la cuchara, era la revolución de los cerdos, y vino luego el oficial de día y echó un discurso como los del cura Agamedes, pero nosotros era como si no entendiéramos ni la misa ni el latín, primero quiso convencernos por las buenas, con palabras dulces, pero pronto se le acabó la mansedumbre y empezó a gritar, nos mandó formar a todos, y esto sí lo entendimos porque lo que queríamos era salir del comedor, al salir nos íbamos diciendo unos a otros con la boca pequeña, aguantar, fuerza, valor, aquí no se raja nadie, y entonces formamos, nos dejaron allí media hora, y cuando creíamos que eso era el castigo vimos que estaban encarando tres metralletas contra nosotros, todo de acuerdo con el reglamento, tiradores y sirvientes, y cajas de cintas, y entonces va el oficial y dice que o vamos a comer o da orden de disparar contra nosotros, ésa fue la voz de la patria, era como si mi madre me dijera o comes o te corto el cuello, ninguno se lo creyó, pero el caso es que entonces arman las ametralladoras y a partir de ahí ya no sabíamos qué podía ocurrir, hablo por mí que sentí que se me estremecía el espinazo, y si es verdad, y si disparan, y si esto es una matanza por culpa de un plato de sopa, valdrá la pena, no es que flaqueáramos, pero en situaciones como ésta no se controla el pensamiento, y entonces en la formación, no sé dónde, ni los compañeros que estaban allí cerca lo supieron, se oyó una voz, muy tranquila, como si sólo estuviera preguntándonos cómo íbamos de salud, Camaradas, aquí no se mueve nadie, y otra voz, del lado opuesto, Pueden disparar, y entonces no sé qué pasó, aún hoy me dan ganas de llorar, toda la formación gritó, como un desafío, Pueden disparar, estoy convencido de que no iban a disparar contra nosotros, pero si lo hubieran hecho, sé que nos quedábamos todos allí, y ésa fue nuestra victoria, no el haber mejorado el rancho, que a veces la gente empieza a luchar por una cosa y acaba ganando otra, y ésta era la mejor de las dos. Hizo Antonio Maltiempo una pausa y después añadió, mucho más sabio de lo que por su edad podría pensarse, Pero para ganar la segunda hay que empezar luchando por la primera.
Aquí veremos cómo lloran las mujeres y lagrimean los hombres, es la boda más bonita que se pueda imaginar, nunca se vio tal en Monte Lavre, y entonces Manuel Espada se levanta y abraza a Antonio Maltiempo, pensando qué diferente es esta tropa de ahora, él que hizo el servicio en las Azores y oyó decir a aquel compañero, amenazando a no se sabe quién, Cuando me licencie, me meto en la policía de vigilancia y defensa del estado, si un tipo te cae mal, lo detienes, y si te da la gana lo matas, le pegas un tiro y luego dices que intentó escapar, no hay nada más fácil.
Ahora se levantó Sigismundo Canastro, alto y delgado como una vara seca, brindó por los novios, y cuando todos hubieron saboreado regaladamente aquel vinillo dulce, dijo que iba a contar una historia que no es que sea semejante a la de Antonio Maltiempo, aunque tal vez sea igual, que en eso de historias y casos, buscando bien, acabamos siempre por encontrarles una semejanza, aunque parezca imposible, Hace muchos años, y en este punto primero hace una pausa para asegurarse de que todos están atentos, y lo están, miran muy pendientes, algunos un poco adormilados pero aguantando, y entonces puede continuar, Hace muchos años, andaba yo de caza y sucedió una historia, vaya hombre ya estamos con cuentos de perdices, tanto mientes cuanto dices, pero Sigismundo Canastro no está bromeando, ni responde a la interrupción, mira sólo a su alrededor como condoliéndose de tanta inconsciencia, y ya sea por la mirada o por la curiosidad de conocer el tamaño de la mentira, el caso es que se hizo el silencio, y Juan Maltiempo, que conoce muy bien a Sigismundo Canastro, sabe a ciencia cierta que aquello tendrá su intríngulis, la cuestión será entenderlo, Por aquel entonces aún no tenía yo escopeta, la pedía prestada, unas veces a uno, otras a otro, según, y no me faltaba la habilidad, que lo digan por ahí los de mi tiempo, y había entonces un perrillo al que anduve enseñando una temporada, me salió una maravilla, fino de nariz, hasta que un día fui con unos compañeros, cada uno con su perro, éramos un bonito grupo, dimos una vuelta enorme, y ya veníamos todos bien aviados, esto ocurrió allá en las cercanías de Guarita de Godeal, se levanta de repente una perdiz silvestre, y ahí va como un rayo, me echo la escopeta a la cara, ella achanta el vuelo en el momento en que iba a disparar, lo cierto es que ni la rocé con el perdigón, menos mal que no estaba por allí cerca ningún compañero, fue mejor para mi vergüenza, pero Constante, ése era el nombre del animal, corre en dirección a la perdiz, pensó quizá que habría sido herida y que andaría entre las aliagas, que allí formaban un matorral cerrado como pocas veces he visto, y había unas piedras grandes que tapaban la vista, el caso es que perdí al perro, y por más que llamaba Constante, Constante, y silbaba, no apareció, que aún fue vergüenza mayor volver a casa sin el animal, eso por no mentar el disgusto, que a aquel perro sólo le faltaba hablar. El auditorio estaba muy atento, oyendo y digiriendo, no es preciso mucho para hacer la felicidad de un hombre y contentar a una mujer, y aunque la historia era una trola como la rueda de un molino, era una buena historia, y bien explicada, como ya Sigismundo de nuevo iba contando, Pasados dos años tuve que ir otra vez por aquellas tierras y vi un gran espacio de matorral limpio, habían andado por allí haciendo desmonte, pero luego, no sé por qué, lo dejaron, y entonces me acordé de lo sucedido, me metí entre las piedras, fue un trabajo de miedo, no sé qué idea era la que me llevaba, parecía como si alguien me estuviera diciendo, sigue, sigue, no desistas Sigismundo Canastro, y qué veo, el esqueleto de mi perro allí de pie mirando el esqueleto de la perdiz, y llevaban dos años así, aguantando firmes los dos, parece que lo estoy viendo, a mi fiel Constante, con el hocico estirado, la pata levantada, no hubo viento que le tumbase ni lluvia que le descoyuntase los huesos.
No dijo más Sigismundo Canastro y se sentó. Quedaron todos callados, no se rió nadie, ni siquiera los más jóvenes, que son gente menos crédula, y entonces Antonio Maltiempo dijo, Es verdad lo de esos dos, el perro y la perdiz, soñé una vez con ellos, no hay mejor prueba, y habiéndolo dicho, exclamó el auditorio a coro, Todavía están allí, todavía están allí, claro que están, y soltaron una gigantesca carcajada. Y habiendo reído continuaron charlando, pasaron así la tarde entera, ahora cuento yo una historia, ahora tú, bebemos los dos, a esta hora está desierto el patio de parada del cuartel mientras las órbitas vacías del perro Constante miran las órbitas vacías de la perdiz, cada cual en su firmeza. Y cuando llegó la noche se despidieron todos, algunos acompañaron a Gracinda Maltiempo y a Manuel Espada hasta la puerta de la casa, mañana es día de trabajo, la suerte es tenerlo, No tardes, Gracinda, Ya voy, Manuel. En el corral de al lado, un perro extraña la vecindad y ladra.
José Calmedo es un guardia entre los demás guardias. Si está en la formación, nadie repara en él, ni tiene más relieve que el vulgar en la corporación, y cuando está fuera de ella, en obligaciones de patrulla o diligencia, es hombre discreto, de buena conformidad, como si todo eso lo hiciera distraído, pensando un poco en las musarañas. Un día, cuando menos lo esperaba nadie, quizá ni él mismo, entregará al comandante de puesto de Monte Lavre, para que siga las diligencias oportunas, su solicitud de baja en el cuerpo, y se irá con su mujer y sus dos hijos lejos de allí, aprenderá a asentar el pie en el suelo como un civil y pasará el resto de su vida olvidando que fue guardia. Es un hombre con historia, que desgraciadamente no puede relatarse aquí, salvo lo concerniente a su apellido, por ser relato breve y gracioso, e ilustrativo de la hermosura de los nombres y de la singularidad de su nacimiento, lo malo es nuestra mala memoria o nuestra escasa curiosidad que hace que no sepamos o hayamos olvidado que el apellido Sousa quiere decir paloma torcaz, fíjense qué hermosura y no esa trivialidad puesta en la partida de nacimiento, a la que pronto cortan las alas, es un peligro esto de escribir y hablar. Pero lo bueno es cuando la hermosura de los nombres viene de forzar otros anteriores o de palabras dichas sin intención de nombre, como transformar Pantaleón en Espantaleón, dichosa familia la que tal nombre tiene y se pasea por el mundo con esa obligación nueva de ahuyentar a los leones en la selva y en la ciudad. Pero de quien estamos hablando es del guardia José Calmedo y de la breve y gentil historia de su nombre, nacido, y ésa es la historia, de la bravata involuntaria de un antepasado, que sin duda muerto de miedo, por desatención al peligro no lo tuvo, y en consecuencia respondió a quien de su no acontecido miedo quiso saber razones, Cuál miedo, y la sinceridad de la pregunta fue tal y tan natural que maravilló a todos, y así Calmedo se quedó el valeroso involuntario y luego sus descendientes, hasta este guardia, y ya también sus hijos, aunque más tarde nació otra versión que dice que Calmedo viene de gran calma, calor grande, como el que hace ahora, cuando sale del puesto en misión, lleva sus órdenes sigilosas.
Tiene que andar tres kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, tarea de pedestre, que así es la vida del guardia, otro gallo les canta a los de caballería, y aquí va José Calmedo, baja de Monte Lavre al valle, ladea el pueblo por poniente y luego tira al norte, aprovechando la carretera, quedan a su mano izquierda los arrozales, hace una herniosa mañana de julio, cálida como quedó dicho, de calmedo, como algunos dicen, son versiones, pero por la tarde será peor. Hay un reguerillo abajo, mucha sed, poca agua, la bota pisa firme el arcén de la carretera, se siente un hombre fuerte pisando el arcén de la carretera, mientras la cabeza va pensando nubes sueltas, palabras que tuvieron sentido y lo perdieron, íbamos por el asfalto y ya descendemos el talud hacia la derecha, fresca sombra debajo del viaducto, y ahora al cobijo de las ramas frondosas de los fresnos, está esto como un desierto, quién te ha visto y quién te ve, la alberca seca, las ruinas de la aceña y encima el horno con las tejas destrozadas, parece que el latifundio destruye todo lo que se le enfrenta. José Calmedo descansa la carabina, se quita la gorra y se seca con el pañuelo la frente donde en oscuro y claro la piel muestra el efecto del sol y de su falta, incluso parece que la parte de arriba de la cabeza no le pertenece, pertenece a la gorra, éstas son suposiciones de quien busca la realidad.
Ya no está lejos, va al Cabezo del Desgarro, por las cuentas llegará a la hora del almuerzo. Traerá consigo de regreso a Juan Mal tiempo, con un pretexto cualquiera como cebo, un caso insignificante que nada tiene que ver con él, la historia no necesita ser complicada, cuanto más sencilla mejor, más creíble. Entre los árboles ve el campamento, los hombres de pie ante la hoguera, sacando el caldero antes de que hierva o escalde, va a ser rápido, es llegar allí y decir, Ven conmigo al puesto, pero José Calmedo no da los dos pasos que lo colocarían a la vista de todos, si mirasen. Retrocede tras unas dunas muy altas y se queda allí, calculando el tiempo que tardará Juan Maltiempo en comer el almuerzo escaso, mientras por el cielo siguen pasando nubes altas, tan pocas que ni sombra dan. José Calmedo fuma un pitillo, está sentado en el suelo, arrimó la carabina al tronco de un árbol, se desarmó a sí mismo. Es buena vida esta de guardia, con pocas obligaciones, ver pasar los días, sólo muy de tarde en tarde hay casos más serios, aunque otros se adivinen, aparte de eso, entran los meses salen los meses, calma y sosiego en el latifundio, sosiego y calma en el cuartel y en la zona, entre los partes y las rondas, entre los autos y las quejas que los malos vecinos siempre tienen. Uno va viviendo así, y sin darse cuenta está en la edad de jubilarse. Son pensamientos de hombre pacífico, ni parece que haya allí carabina y cartuchera, bota pesada de siete leguas recorridas, sobre la cabeza de José Calmedo canta un pájaro cualquiera, no trae el nombre en el collar, salta de rama en rama, se le ve desde aquí, es un abanico de cola y alas. Si mirásemos al suelo, veríamos a la tribu rastrera de los insectos, la hormiga que alza la cabeza como los perros, la otra que siempre la lleva abatida, una araña minúscula, dónde meterá lo que come, pero no nos distraigamos, tenemos que ir a detener a un hombre, sólo estamos esperando a que acabe de almorzar, guardia somos pero tenemos corazón, a ver qué se creen.
No hay grandes comilonas en el latifundio. José Calmedo mira entre los arbustos, ya todos han acabado. Entonces se levanta, suspira tal vez con el esfuerzo que hace o va a hacer, se cuelga la carabina al hombro, con gestos medidos, no porque estos gestos sean importantes, sino porque son puntos de apoyo, maneras de agarrarse un hombre, de no perderse en la sinrazón de sus actos, y empiezan a bajar hacia la vaguada donde los hombres están. Lo ven de lejos, sabe Dios qué corazones estarán latiendo precipitados, las leyes del latifundio son estrictas, tanto da que regulen la propiedad de la bellota como la recogida de la leña, cuando no peores atentados. Se acerca al fin José Calmedo y, a unos pasos de distancia, llama al capataz, no quiere acercarse a donde están todos de charla, un hombre no es una mozuela pero tiene sus pudores, Dígale a Juan Maltiempo que quiero hablar unas palabras con él.
El corazón de Juan Maltiempo late agitado como el de un pajarillo. No es que se reconozca reo de culpas extraordinarias, culpas de esas que no suelen ser perdonadas con multa y porrazo. Presiente que es el buscado y, a partir del momento en que el capataz diga, Juan Maltiempo, vete a hablar con el guardia, todo será como estar arrancando una corteza de alcornoque, oírla rechinar y saber que el esfuerzo llegará hasta el final, mi esfuerzo, el esfuerzo del árbol, falta aquí la interjección del hombre, aaaaah, y el rumor de la corteza al desprenderse, crrra, Bien señor Calmedo, qué me quiere, esto pregunta Juan Maltiempo intentando parecer sereno, como si estuviera felicitando al guardia por su excelente aspecto, es una suerte que los corazones estén ocultos, de no ser por eso todos los hombres serían condenados antes o después por su inocencia, cuando no por su crimen, que es el corazón un arrebatado incapaz de comedimiento e impaciente, poco sabía del oficio quien hizo los corazones, pero la astucia se aprende, menos mal, si no cómo iba a decir José Calmedo, sin que nadie le hubiera dado el recado, No es nada importante, sólo se trata de aclarar el caso de dos individuos que robaron unas gavillas, y el dueño dice que fueron ellos, pero ellos dicen que Juan Maltiempo es testigo de que ellos no fueron, ya ves, un lío que ni yo mismo entiendo. Siempre es así, por muy buenas que sean las intenciones, un hombre se embrolla cuando menos debía y lo que dice se convierte en la capa del diablo, que tanto tapa como destapa, es corta la capa del diablo, aun cuando Juan Maltiempo dice, ahora sí, inocentísimo en la materia, Yo no tengo nada que ver con el caso, por qué me meten en el lío, a lo que la autoridad responde con el decisivo argumento de mayor confianza, No tengas miedo, vas, dices lo que tengas que decir y vuelves en seguida.
Así sea. Se dispone Juan Maltiempo a recoger los pertrechos y las sobras del fardel, pero José Calmedo continúa hablando embalado en la onda de su invención y dice, No vale la pena, volverás inmediatamente, no será cosa de mucho tiempo. Y colmada su medida de mentiras, se aleja llevándose al pobre Juan Maltiempo, algo más sereno ya, chacoloteándole los zuecos que calzaba en el trabajo. De allí a Monte Lavre fue José Calmedo con cara ceñuda, como conviene a guardia que ha hecho un prisionero y lo lleva escoltado, pero la razón no era ésa sino la tristeza de tan pobre victoria, nacieron dos hombres para esto. Y Juan Maltiempo, hundido en sus pensamientos y en no poca aflicción, intentaba convencerse de que había realmente un robo de gavillas y dos inocentes a quienes su testimonio iba a salvar.
Vuelve Juan Maltiempo a entrar en el puesto de la guardia donde ya estuvo detenido durante unas horas cuatro años atrás. Todo está igual, el tiempo no ha pasado. El guardia José Calmedo va a comunicar al cabo que el detenido ya está allí, sin novedad, misión cumplida, pero por favor guárdense las medallas para otra ocasión, déjenme aquí con mi vida, con estas nubes de pensamiento, un día extenderé ante mí una hoja de papel sellado, excelentísimo señor comandante general de la guardia nacional republicana, excelencia, y el cabo Tacabo manda entrar y dice, Siéntese, señor Maltiempo, no hay nada extraño en este trato de señor, no siempre van a estar en plan de verdugo, Sabe para qué ha sido llamado al puesto de guardia. Va Maltiempo a decir que si es por lo de unas gavillas, nada sabe, pero no consigue abrir la boca, y menos mal, porque quedaría con mancha de mentiroso José Calmedo, afortunadamente el cabo Tacabo añadió de inmediato, porque cuanto más rápidamente se despache esto, mejor, Entonces no sabes qué es lo que estuviste haciendo por Vendas Novas, Eso debe de ser un error, yo no hice nada, Pues mira tengo aquí una orden del puesto de Vendas Novas para detenerte por comunista.
He aquí un ejemplo de diálogo simple, directo, sin ninguna armonización o arpegios en las cuerdas, sin acompañamiento o taracea de pensamientos o sutilezas, que no parece que se estén tratando cosas serias, es como si dijeran, Qué, cómo va eso, Bien, gracias y usted, Le manda saludos uno de Vendas Novas, amigo suyo, Déle recuerdos de mi parte si lo ve. Dentro de la cabeza de Juan Maltiempo golpeó de repente el badajo de una campana, hay un gran sonido como si estuviesen cerrándose con estruendo las puertas de un castillo, aquí nadie entra. Pero el castellano tiembla, le tiemblan las manos y la voz, Defiéndete, alma mía, y esto fue sólo un segundo, el tiempo de simular el asombro, la sorpresa, la inocencia ofendida y ultrajada, Señor, no me diga tal cosa, hace cuatro años que no me meto en líos, desde que me llevaron preso a Montemor, será un error, y dice el cabo Tacabo, Mejor para ti si no eres cómplice, la autoridad te mandará en seguida a casa. Tal vez el asunto no vaya a peores, tal vez sea una falsa alarma, un toque de rebato sin motivo, tal vez no esté nadie ahogándose, tal vez el incendio se apague por sí solo, sin que nadie se queme las manos, Entonces, señor cabo, le ruego que avise a mi mujer y le diga que venga a hablar conmigo. Nada más natural que decir esto, pero el comandante, el comandante aquí es el cabo porque Monte Lavre no es una villa importante, es sólo una aldehuela en un latifundio, no necesita más que un cabo de la guardia, el cual responde tan firme como el comandante general que en Lisboa manda, No señor, tu mujer no puede hablar contigo, ni ella ni nadie, estás considerado peligroso, pide lo que quieras, que un número irá a buscar lo que necesites a tu casa.
Considerado peligroso, Juan Maltiempo. Lo llevaron a la habitación que servía de cárcel, fue otra vez José Calmedo quien lo llevó, parecía como si no hubiera nadie más en el puesto, y Juan Maltiempo, antes de dejarse encerrar, dijo, Así que me engañó, y José Calmedo primero no respondió, se sentía ofendido, había querido hacer bien y éste era el pago, pero no podía quedarse mudo como si hubiera cometido algún delito, No quise que vinieras preocupado, este José Calmedo no merece realmente el uniforme que viste, por eso se lo quitará un día de éstos e iniciará una nueva vida en tierras donde no sepan que fue guardia, y eso es todo lo que de su vida sabremos.
Faustina Maltiempo y las dos hijas rondan el puesto. Están en lágrimas ansiosas, no saben de qué lo acusan, sólo que su marido y padre será conducido a Vendas Novas, y como hay coincidencias desgraciadas, así suele decirse, es en un instante en que las tres, por esto o por aquello, están ausentes cuando llega de Vendas Novas el jeep con una patrulla de fusil y bayoneta a buscar al criminal. A la vuelta sabrán que allí no está ya aquel a quien buscan, son tres mujeres en el camino, a la puerta del puesto de la guardia, tienen cerrada la entrada, Aquí ya no está, fueron órdenes que recibimos, vuélvanse a casa, que en su tiempo lo sabrán todo, dicen esto a las pobres infelices, será por escarnio, como escarnio fue que los guardias que vinieron de Vendas Novas le dijeran a Juan Maltiempo, con risa burlona, Venga, métete ahí, en el coche, que vas a dar un paseo. A este hombre no lo llama la guardia para ir a dar paseos por otros lugares, con transporte por cuenta de la patria, que es quien estas cosas paga del bolsillo de todos nosotros, y bien le gustaría a Juan Maltiempo viajar, salir de aquella tierra de latifundios y ver otras, pero estando calificado de peligroso no se mira la incomodidad de la guardia, que aprecia su descanso, ni el precio de la gasolina, ni la depreciación del material circulante, y así se dispone de inmediato un jeep y una patrulla de fusil y bayoneta para ir a Monte Lavre a buscar al malhechor y llevarlo con toda seguridad a Vendas Novas, Métete ahí, en el coche, que vas a dar un paseo, si esto no es escarnio, no sé lo que es escarnio.
El viaje es corto y callado, agotaron de prisa los guardias el manantial de gracias, siempre las mismas, y Juan Maltiempo, después de pensar y repensar, se dice a sí mismo que si está perdido por cien, lo mismo da estarlo por mil, que nadie sabrá de su boca información que a otros comprometa, mejor será que se partan en todo el mundo los espejos y cierre los ojos quien a mí venga, para que no vea mi propia cara si hablo. Esta carretera tiene grandes memorias, fue por aquí donde murió Augusto Pintéu al atravesar esa torrentera con un carro de mulas, y más allá, tras aquella loma, me acosté por primera vez con Faustina, era invierno y las hierbas estaban húmedas, cómo pudimos hacerlo, lo que es la juventud. Y le viene a la boca el gusto del pan con chorizo que después comieron y era su primera refección de hombre y mujer casados según la ley de la naturaleza. Se lleva Juan Maltiempo la mano a los ojos como si le ardieran, admitamos que son lágrimas, y un guardia le dice, No llores, hombre, y otro insiste en la humillación, Éstos siempre se acuerdan de llorar cuando los pillan, y eso no es verdad, No estoy llorando, responde Juan Maltiempo, y tiene razón, aunque lleve los ojos llenos de lágrimas, qué culpa tiene él de que los guardias no entiendan de hombres.
Ahora está Juan Maltiempo dentro del puesto de la guardia en Vendas Novas, el viaje fue un sueño, y en este civil nada hay que llame a engaño, visto uno vistos todos, experiencia la tiene Juan Maltiempo de sobra, dice el de civil, mientras el comandante del puesto se hurga los dientes con un palillo, Sí señor, aquí tenemos al caballero que va a darse un paseo conmigo hasta Lisboa, qué idea fija la de esta gente, sólo hablan de pasear, vamos a dar un paseo, y a veces son paseos de los que no se vuelve, es lo que se oye decir, pero mientras tanto el civil se vuelve a un guardia y le da la orden, el comandante del puesto está aquí para obedecer, es un mandado, un don nadie, Llévese a éste al balneario, que descanse allí hasta mañana. Y Juan Maltiempo siente que lo agarran del brazo de un modo brutal y que lo llevan a la parte de atrás del puesto, es un jardín, ese gusto floral que tiene la guardia republicana, quizá por él le sean perdonados muchos pecados, a los pobres guardias les gustan las flores. Y eso es porque no todo está perdido en sus endurecidas almas, un momento de belleza y gracia rescata a los ojos del supremo juez el peor de los crímenes, este de sacar a Juan Maltiempo de Monte Lavre y meterlo en calabozos de paso y en otros más demorados, sin contar lo que sólo más tarde sabremos. Es ahora una celda de un puesto de provincias, y esto es una tarima con una estera y un lío de mantas que dan asco, y también un grifo de agua, tanta sed, arrimo la boca y está caliente, pero eso sólo lo hice después de haber salido el guardia, y ahora sí puedo llorar, no se rían de mí, tengo cuarenta y cuatro años, pero hombre, a los cuarenta y cuatro años uno es un crío, está en la fuerza de la vida, mal hablar es ése aquí en el latifundio y a mi cara, cuando tan cansado me siento, esta punzada que no me deja nunca, y estas arrugas, que todavía el espejo puede mostrarme, si ésta es la fuerza de la vida, entonces déjenme llorar en paz.
Pasemos sobre la noche que Juan Maltiempo no durmió, cuatro pasos de ida, cuatro pasos de vuelta, que en el camastro no quiso descansar el cuerpo. Clareó el día, este hombre está cansado e inquieto, qué rumbo será el mío, y cuando dieron las nueve se abrió la puerta y un guardia dijo, Sal de ahí delante de mí, ésta es su manera de hablar, no les han dado otra enseñanza, y ahora es el civil quien dice, Vamos al tren, que ya es hora, vamos a nuestro paseo. Y salen acompañados hasta la puerta por el comandante del puesto, que en esto es hombre de mucho escrúpulo y buena educación, Hasta luego, dice, y si Juan Maltiempo es hombre inocente, no lo es tanto que piense que va por él esta despedida, pero de camino hacia la estación, en aquella plaza desierta, jura desesperado, Señor, soy inocente. Si el tren no estuviera a punto de salir, podríamos sentarnos aquí a discutir hasta aclarar de verdad qué es esto de inocencia y de ser inocente, y si Juan Maltiempo cree de hecho en el juramento que hizo y cómo es un creer tal que parece perjurio, y veríamos, si para tanto diese el tiempo y la argucia, la diferencia que hay entre ser inocente de culpa y de culpa inocente, aunque estas sutilezas no se avengan con el acompañante de Juan Maltiempo que responde tempestuoso, Deja ya de lamentarte, en Lisboa te harán la cama.
Pasemos ahora sobre el viaje, visto que no es capítulo admitido en la historia de los ferrocarriles de Portugal. Es el cuerpo tan soberano señor que Juan Maltiempo llegó a dormitar, vigorosamente mecido por el vagón y por el golpeteo de las ruedas en las junturas de los raíles, trastras, pero luego abría los ojos angustiado para descubrir cada vez que no iba soñando. Después fue el barco para Terreiro do Paço, si me tirara al agua, son pensamientos negros, acabo conmigo, y no es acción heroica, que tiene Juan Maltiempo esto de singular, no haber ido nunca al cine y no saber lo fácil y aplaudido que es el salto sin manos sobre la amurada, la inmersión impecable y aquel nadar americano que lleva al fugitivo hasta el misterioso barco fletado que alejado espera con la embozada condesa que para realizar esta acción quebrantó los sagrados vínculos familiares y los dictámenes del patrimonio condal. Pero Juan Maltiempo, sólo más tarde se sabrá, es hijo de rey y único heredero del trono, real, real por Juan Maltiempo rey de Portugal, ahí se va acercando el barco al embarcadero, quien iba adormilado se despertó, y cuando el preso se da cuenta hay dos hombres ante él, Sólo éste, preguntan, y el que vino de acompañante responde, Esta vez no hay más.
Pasemos también sin observación particular el recorrido urbano, los tranvías, los coches que por aquí abundan, la gente que pasa, cuál es la mano derecha del caballo de Don José, atraviesan en diagonal, Juan Maltiempo reconoce los sitios, plaza tan grande no se puede olvidar, y los arcos, mayores que los del Giraldo, pero de pronto todo es nuevo para él, este acortar por travesías, todas en cuesta, y ya le va pareciendo larga la caminata cuando de repente se vuelve corta, esta media puerta que de soslayo se abre, la mosca está ya atrapada en la telaraña, no son precisas comparaciones más finas y originales.
Y ahora a subir escaleras. Juan Maltiempo continúa en medio de los dos, nunca son demasiadas las cautelas, alta seguridad, está considerado peligroso. De abajo arriba es un hormiguero, de termitas, un barullo, un trabajo de zánganos con sus zumbidos, se oyen los timbres de los teléfonos, pero a medida que se va subiendo, primer piso, segundo piso, altas estancias, decrece el ruido y la agitación, se hacen escasas las personas, y en el tercer piso el silencio es casi total, sólo de la calle llegan desmayados unos motores de automóvil y el murmullo informe de la ciudad bajo el calor de la tarde. Allí están las buhardillas y este corredor que lleva a una división ancha, baja, con el techo casi encima de la cabeza, y en estos bancos corridos hay algunos hombres sentados, al lado de quienes me voy a sentar también yo, Juan Maltiempo, natural y vecino de Monte Lavre, de cuarenta y cuatro años de edad, hijo de Domingo Maltiempo, zapatero, y de Sara de la Concepción, loca, calificado de peligroso, según me hizo el favor de informarme el cabo Tacabo, del puesto de mi pueblo. Los hombres que están sentados miran a Juan Maltiempo, pero nadie dice palabra. Aquélla es la casa de la paciencia, allí se espera el inmediato destino. El tejado está justo encima de nuestras cabezas, rechina con el calor, si le echaran agua herviría, y Juan Maltiempo lleva veinticuatro horas sin comer, y para él no hay calor, éste es día de invierno, tiembla como si estuviera expuesto al viento de diciembre en el latifundio, sin más cobertura que la desabrigada piel. Así es por comparación, tan fina como las otras, y verdad pura, éste es el banco de los desnudos, cada uno por sí, y allí no se ampararán unos a los otros, tápate con esta fuerza y esta firmeza, soledad de erial, alto vuelo de milano que finalmente desciende a ras de tierra para contar a los suyos y valorar el coraje de cada uno. Pero hay que alimentar a las víctimas, sólo faltaría que las perdiéramos antes del tiempo conveniente. Pasó media hora y otra media, y entró al fin un número que traía para cada preso un plato de caldo carcelario y dos decilitros de vino, era un recuerdo de la patria para estos sus hijastros, pueden agradecérselo. Y cuando Juan Maltiempo rapaba con la cuchara el fondo del plato, oyó que un policía le decía a otro, estaban los dos a la puerta guardando la majada y juntando papeles, Aquel tipo de ahí va para el inspector Paveia, y el otro respondió, Pues buena recomendación lleva, y Juan Maltiempo se dijo, Eso va por mí, e iba, como luego supo, mejor que se hubiese quedado ignorante. Se llevaron los platos y los vasos adentro, y la espera continuó, qué va a ser de nosotros, casi de noche llegó por fin la orden de marcha, unos cuantos para ahí, unos para allí, Caxias o Aljube, arreglo provisional para todos, que no tardarían otras mudanzas, todas para peor, cuanto más el nombre se fuera volviendo rostro, cuando más el rostro se fuera volviendo blanco. Y era sin duda la voz de la patria esta de doña Patrocinio, funcionaría de este servicio de utilidad pública, fulano para ahí, zutano para allá, no podía tener mejor nombre en su oficio patrocinador, lo mismo que acontece con doña Clemencia, ahora sin duda charlando con el padre Agamedes, Parece que han detenido a Juan Maltiempo, Así es, señora mía, hizo tantas que las pagó todas juntas, y yo que llegué a tomarme tantas molestias por él y por los otros, Parecía tan buen hombre, Son los peores, doña Clemencia, son los peores, Ni amigo de tabernas era, Ojalá lo fuese, al menos no tiraría hacia las maldades que practicó, Y qué hizo, Ah, eso no sé decírselo, pero si fuera inocente no habrían venido a detenerlo, Convendría en el futuro ayudar a la mujer con alguna cosilla, Doña Clemencia, es usted una santa, si no fuese por su bondadoso patrocinio no sé qué sería de estos pobres miserables, pero deje que pase un tiempo, a ver si aprenden a no ser orgullosos, ése es el peor defecto que tienen, el orgullo, Tiene razón, padre Agamedes, y el orgullo es pecado mortal, El peor de todos, doña Clemencia, porque es él quien levanta al hombre contra su amo y contra su dios.
En el camino de salida pasó la furgoneta por la Boa-Hora para recoger a unos presos que estaban siendo juzgados. Todo esto va muy calculado y medido, consúltese la orden de servicio, hay que aprovechar todo el coche celular hasta el límite de su cabida, que es como quien dice, quien cargue con la hojarasca, cargue también con las cortezas, y siendo tan pobre la patria, los presos serían los primeros en asentir, y quién sabe si incluso no sugerirían, Pasemos por la Boa-Hora, hay quien piensa, Maldito nombre, y llevemos a los que están siendo juzgados por los meritísimos jueces, y así vamos todos juntos, siempre es mejor algo de compañía, la pena es no tener un acordeón para acompañar estas tristezas. Nunca Juan Maltiempo viajó tanto en su vida Como cualquier otro del latifundio, aunque no tanto como su hijo Antonio, ahora militar, anduvo, por obligaciones de la vida y necesidades de boca, con la alforja a cuestas, y la azada, la hoz, el hacha y la azuela, pero la tierra del latifundio es toda igual, con más alcornoques que encinas, con más trigo que arroz, con más guarda o capataz, administrador o encargado, es igual, sin embargo éstas son otras aventuras, buena carretera alquitranada, si fuera de día se vería mejor. Muy bien cuida la patria a sus hijos desobedientes, como se ve por la seguridad de estos altos muros y estos cuidados de la guardia, oh señores, será esto una plaga, en todas partes están, o les habrán echado una maldición al nacer y éste es su destino, estar donde estén los sufridores, no para cuidar las conocidas desgracias, para eso no tienen ni ojos ni manos, sino para decir, Sube al jeep que vamos a dar un paseo, o Pasa de largo, o Vamos, tira adelante, vamos al puesto, o Te ha tocado la papeleta, qué le vamos a hacer, a pagar la multa y aguantar la paliza, debe de ser de los estudios que tienen, de no ser por eso no serían guardias, pues guardia no se nace.
Distíngase lo que es la reflexión del narrador y lo que es pensamiento de Juan Maltiempo, pero nótese que todo es una misma certeza, y si hubiera errores, compartidos sean. Esta burocracia de registro, expediente y ficha es igual desde que se nace, no nos detengamos en ella, a no ser que un día sea posible que vengamos aquí y sepamos con detalle qué gestos y tratos eran éstos, contando desde la línea de puntos, donde el nombre se escribe, Juan Maltiempo, de cuarenta y cuatro años, casado, natural y vecino de Monte Lavre, dónde queda eso, ayuntamiento de Montemor o Novo, debes de ser buena pieza. Llevan a Juan Maltiempo a una sala donde hay otros presos, que duerma si puede, en cuanto al hambre, que la aguante, porque la hora de la cena ha pasado ya. Se cierra la puerta, el mundo ha acabado. Monte Lavre es un sueño, Faustina sorda, pobrecilla, pero no digamos, por absurdas comparaciones supersticiosas, que ésta es la hora de los murciélagos, de las lechuzas y de los mochuelos, pobres animales que ninguna culpa tienen de ser feos, puede que usted esté convencido de que es guapo, mira el tonto.
Juan Maltiempo estará aquí veinticuatro horas. No tendrá ocasión de hablar mucho, aunque al día siguiente se le acercará un preso y comenzará a decirle, Oye, amigo, no sabemos por qué has venido a parar aquí, pero para tu buen gobierno, toma nota de estos consejos.
Treinta días de aislamiento es un mes que no puede caber en ningún calendario. Por más que se calcule y haga la prueba del nueve, siempre sobran días, es una aritmética inventada por locos, se pone uno a contar, uno, dos, tres, veintisiete, noventa y cuatro, y al final el error es nuestro, sólo han pasado seis días. Nadie le preguntó nada, lo trajeron de la cárcel de Caxias, esta vez un día claro para que pudiera ver el paisaje, por las rendijas, que es como querer ver el mundo por el ojo de una aguja, y tras mandarle que se desnudara, esto son cosas de la patria, ya una vez me pusieron así los doctores en la revisión militar, sirve, no sirve, pero para esto sí que sirvo, seguro que no me mandan fuera, me revuelven los bolsillos, los ponen del revés, los sacuden, me arrancan las plantillas de los zapatos, oh gente experta que sabe dónde se guardan las clandestinidades, pero no encuentran nada, de dos pañuelos que traje se llevan uno, de los dos paquetes de cigarrillos uno se llevan, adiós navaja, también a veces estos policías se distraen, sólo ahora me retiran la navaja compañera, imagínense si me hubiera querido matar. Me rezan el responso, Mientras esté incomunicado no puede recibir visitas ni escribir a la familia, en caso contrario, será castigado. Pero un día, mucho más tarde, me permitieron escribir y recibí ropa limpia, por manos de Faustina lavada y planchada, y humedecida con alguna lágrima, pueblo sentimental a quien aún no se le han secado estas fuentes.
Al vigésimo quinto día, eran las tres de la madrugada, estaba Juan Maltiempo en su mal dormir, tanto así que despertó en seguida, se abrió la puerta de la celda y dijo el guardia, Juan Maltiempo, levántate y vístete, tienes que dejar la celda. Santo Dios, será verdad que me dejan marchar libre, no tiene freno la imaginación de los desgraciados, se lo toman todo por lo mejor o por lo peor, conforme les da, y éste siente la atracción de los extremos, ojalá no lo derrumben. Lo llevan al entresuelo y hay gente esperándolo, es un podenco mal encarado, y el guardia dice con su habitual humor, Aquí tiene al patán para dar el tal paseo, sin duda decir esto es una manía, ya se sabe lo que son los paseos, no engañan a nadie, pero vuelven y repiten, como si no supieran decir otra cosa, sólo que con leves variantes, Venga, andando delante de mí, que te voy a enseñar el camino de la brigada, eso dijo el podenco ladrando a Juan Maltiempo, y el guardia de Aljube es un gracioso, diablo de hombre que a estas horas de la mañana y en estas aflicciones es aún capaz de decir, Buen viaje. La palabra no le fue dada al hombre, era lo que le faltaba, todo son conquistas y a veces mal empleadas, y hay palabras que deberían venderse bien caras teniendo en cuenta quién las dice y para qué, como en este caso, Buen viaje, cuando se sabe que el viaje no va a ser bueno, los animales son más caritativos entre sí, al menos no hablan. Pero este podenco me lleva por calles desiertas, qué linda está la noche, aunque sólo vea este corredor de cielo por encima de las casas, a la izquierda la catedral, y a la derecha la iglesia de San Antonio, más pequeña, y luego, abajo, otra, ni pequeña ni grande, la de la Magdalena, es un camino de iglesias, voy bajo la protección de la corte celestial, este podenco tiene una conversación mansa, debe de ser por eso, No digas que te lo he dicho yo, pero tu caso está muy mal, me consta que un camarada de tu tierra dio tu nombre, lo mejor es que confieses lo que sabes, ésa es la manera de volver pronto con la familia, no se gana siendo tozudo. Esta calle lleva el nombre de San Nicolás y la de allí el de San Francisco, si entre una y otra ha quedado algún santo por el camino, aprovéchenlo, Yo no sé de qué me habla, señor policía, no he hecho nada, mi vida ha sido sólo trabajar desde que nací, no sé nada de esas cosas, un día me detuvieron, hace ya sabe Dios cuánto, y nunca más me volví a meter en políticas, esas palabras las dice Juan Maltiempo, unas verdaderas, otras mentirosas, y no saldrá de ellas, eso es lo que tienen de bueno las palabras, es como cruzar un río por encima de las piedras, siempre igual, cuidado con no tropezar, que el agua corre tan de prisa que nubla los ojos, atención. Ahora el podenco ladra, el sitio ya Juan Maltiempo lo conoce, aquella rampa con los carriles de los tranvías brillando. Ah, conque sí, pues vas a ver la que te cae encima, y la blanda madrugada soporta los insultos que va soltando, tío tal, tío cual, cosas que en el latifundio apenas se conocen. Y ahora es cuando Juan Maltiempo siente como si se le fueran las fuerzas, lleva veinticinco días metido en una celda, casi sin moverse, de la celda al retrete, del retrete a la celda, con su pobre cabeza pensando, atando hilos pronto rotos en un meditar lleno de aflicción, y las noches sin dormir, y ahora esta caminata que tan larga le parece y no es nada comparada con las distancias del latifundio que sus piernas conocen, y de repente tiene miedo de no aguantar, de cantar lo que sabe y lo que nunca podría saber, pero vuelve a oír al preso de Caxias, Oye, amigo, no sabemos por qué has venido a parar aquí, pero para tu buen gobierno toma nota de estos consejos, y ha llegado a tiempo este recuerdo, los últimos metros es como si los soñase, ha pasado ya la puerta, va subiendo la escalera, otra vez el primer piso, no se ve a nadie, es un silencio que atemoriza, segundo piso, tercer piso, hemos llegado, el destino de Juan Maltiempo ha estado aquí esperándolo con las piernas cruzadas, éste es el gran defecto de los destinos, no hacen nada, se ponen a la espera, a ver, y somos nosotros quienes tenemos que hacerlo todo, por ejemplo aprender a hablar y aprender a callar.
Pasados unos minutos desde que llegó Juan Maltiempo al despacho adonde lo empujó el podenco, que quedó allí de guardia, se abrió la puerta de golpe y entró un bien compuesto caballero recién afeitado y oloroso de loción matinal y brillantina, indicó con un gesto al otro que se fuera y empezó a pegar gritos, Por culpa de este cabrón, de este comunista de mierda, voy a perder hoy la misa, uno cuenta estas cosas verdaderas y es posible que no las crea nadie, pero es verdad, probablemente en estas buenas costumbres tiene influencia la vecindad eclesiástica ya mencionada cuando veníamos de Aljube, y los Mártires y la plaza de las Dos Iglesias, la de la Encarnación y la otra, cómo diablos se llama, a quien le gustaría vivir en este barrio es al padre Agamedes, oiría en confesión a este inspector Paveia que está furioso porque perderá la misa, pero qué pasa, es que no tiene capellán propio esta policía, y ahora, para que la edificación sea completa, imaginemos que Juan Maltiempo dijera, Señor, no pierda la misa por mi culpa, si quiere le acompaño. Nadie lo cree, ni siquiera Juan Maltiempo sabrá por qué lo dijo, pero ahora ya no tenemos tiempo para examinar estos rasgos de valor o de inconsciencia, porque el inspector Paveia no nos deja ni siquiera reflexionar, Canalla, cabrón, maricón, perdone señor cura Agamedes, fue eso exactamente lo que dijo, no es mía la culpa, y Cállate ya o te llevo al trapecio, qué artes de circo serán ésas no lo sabe Juan Maltiempo, pero ve que el inspector Paveia se dirige hacia una mesa, mal empleado el nombre que tiene, si pensamos que Paveia es gavilla, ese haz de trigo que aprieto contra el pecho, y saca del cajón una pistola, una porra y una regla gorda, Me va a matar, pensó Juan Maltiempo, y el otro, Ves esto, es para ti si no cuentas toda la historia, y toma nota porque de aquí no sales hasta que lo vomites todo, pero todo, que te vas a quedar ahí de pie, sin mover ni un dedo, si te mueves vas a beber por la medida grande.
De tres en tres horas sale uno y entra otro. La víctima es siempre la misma, Qué estabas haciendo en tu tierra, Trabajaba para mantener a la familia, primera pregunta y primera respuesta, tan de esperar una como verdadera la otra, y este hombre debería irse porque ha dicho la verdad, Trabajando, o repartiendo Avantes, crees que somos tontos, Señor yo no andaba metido en nada de eso, O sea que no eras tú el que repartía las Avantes, muy bien, andabas poniendo el culo, tú y tus compañeros poníais el culo al jefe de la cédula para que os enseñara la doctrina moscovita, pues mira, hombre, si quieres volver a Monte Lavre y ver a tus hijos otra vez vas a tener que contar la historia entera, no encubras a esa gentuza con la que te reunías, acuérdate de tu familia y de la libertad. Juan Maltiempo se acuerda de la familia y de la libertad, se acuerda de la historia del perro y de la perdiz, contada por Sigismundo Canastro, y no responde, Vamos, cuenta la historia, como decís vosotros, aquellos canallas, aquellos ladrones del gobierno no nos dan lo que queremos, pero nosotros vamos a acabar con su existencia, organizaremos tantos disturbios contra ellos y contra las leyes de Salazar, es así como os habláis unos a otros, así pensabais actuar, di la verdad, comunista, no encubras a nadie, si cuentas todo lo que sabes mañana mismo sales libre para tu pueblo, verás a tus hijos, y Juan Maltiempo, esqueleto de perro mirando al esqueleto de la perdiz, repite, Señor, mi historia está contada, fui detenido en mil novecientos cuarenta y cinco, pero desde esa fecha nunca más tuve actividades, si alguien ha dicho lo contrario, ha mentido. Lo empujan contra la pared, lo apalean, le llaman todo lo que en portugués puede ser insulto, y esto fue hecho y repetido, con igual constancia de un lado y del otro, pero la víctima era siempre la misma.
Juan Maltiempo va a cumplir setenta y dos horas de estatua. Se le hincharán las piernas, sentirá vértigos, lo golpearán con la regla y con la porra, sin mucha fuerza, la suficiente para herirlo cada vez que las piernas se le doblan. No lloraba, pero tenía lágrimas en los ojos, los ojos arrasados en lágrimas, hasta una piedra sentiría piedad. Al cabo de unas horas se deshinchó, pero bajo la piel empezaron a aparecer las venas alteradas, casi del grosor de dedos. El corazón cambió de lugar, es un martillo que golpea y aturde, que resuena dentro de la cabeza, y entonces, por fin, lo abandonan del todo las fuerzas, no consigue ya mantenerse en pie, se fue inclinando, ni se daba cuenta, y ahora está en cuclillas, es un pobre vagabundo del latifundio exprimiendo la mierda de su última debilidad, Levántate, bestia, pero Juan Maltiempo no conseguía levantarse, no era fingimiento, era otra de sus verdades. La última noche oyó gritar y gemir en el cuarto de al lado, y luego entró el inspector Paveia con gran acompañamiento de policías, y mientras resonaban de nuevo los gritos, cada vez más agudos, se acercó Paveia con calculada lentitud y dijo con voz que quería ser terrorífica, Bien, Maltiempo, ya has ido a Monte Lavre y has vuelto, puedes contar la historia. Del fondo de su desgracia, casi rozando las tablas del suelo, con los riñones partidos y los ojos cubiertos de nubes, Juan Maltiempo respondió, No tengo nada que contar, ya dije todo lo que tenía que decir. Es una frase modesta, es el esqueleto del perro al cabo de dos años, casi no merece registro particular, cuando otras se han proferido, Desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan, Antes reina una hora que duquesa toda una vida, Amaos los unos a los otros, pero hierve la sangre del inspector Paveia, Ah, sí, entonces las veinticinco hojas que repartías en tu tierra qué, si me lo niegas, acabo contigo. Y Juan Maltiempo pensó, O la muerte, o la vida, y se quedó callado. Estaría otra vez el inspector Paveia perdiendo su misa, o bien consideró que setenta y dos horas de estatua eran suficientes para la primera arremetida, lo cierto es que dijo, Llevaos a este hijo de puta a Aljube, que descanse, después vuelve aquí a contarme la historia o va al cementerio.
Avanzan entonces dos dragones, agarran a Juan Maltiempo por los brazos y se lo llevan a rastras escaleras abajo, desde el tercero hasta el entresuelo, y mientras lo arrastran van diciendo, Maltiempo, cuéntalo todo, que es mejor para ti y para los tuyos, si no cantas, el inspector te va a mandar al campo de concentración de Tarrafal, mira que él lo sabe ya todo, que un amigo tuyo de Vendas Novas habló de ti, no tienes más que confirmar lo que él dijo. Y Juan Maltiempo, que no puede tenerse en sus piernas, que siente que los pies van cayendo de escalón en escalón como si no le pertenecieran, responde, Si quieren matarme, mátenme, pero no tengo nada que contar. Lo tiraron dentro del coche celular, fue corto el viaje, terremoto no hubiera, todas las iglesias estaban en pie y triunfantes, y cuando entraron en Aljube y abrieron la puerta del coche, Venga, salta afuera, cayó el pobre por no pisar el estribo y otra vez a rastras le llevaron, ya más firme el pie ahora, pero no lo bastante, y lo empujaron hacia dentro de la celda, que, por casualidad o determinación, era la misma. Fue Juan Maltiempo de bruces contra el jergón, a punto de desfallecer, pero, pareciéndole que soñaba, tuvo fuerzas para abrirlo y dejarse caer y permanecer allí, como muerto, durante cuarenta y ocho horas. Está vestido y calzado. Es una estatua despedazada, sostenida sólo por los alambres interiores, fantoche del latifundio que asoma la cabeza por encima del telón y hace muecas mientras sueña, le va creciendo la barba y por la comisura de la boca le cae un hilillo de saliva que se abre vagarosamente camino entre los pelos y el sudor. Durante estos días aparecerá el guardia a comprobar si el ocupante de la celda está vivo o muerto, y la segunda vez respira aliviado porque el dormido cambió de posición, esto son cosas conocidas, cuando vienen de hacer la estatua duermen así, ni comer necesitan, pero ahora ya no le basta dormir, el sueño es menos profundo, Despierta, hombre, ahí tienes el almuerzo en la balda, y Juan Maltiempo se sienta en el jergón, no sabe si ha soñado, en la celda no hay nadie más pero huele a comida, siente un hambre devoradora y urgente, y a la primera tentativa que hace para ponerse en pie se le doblan las piernas y se le enturbian los ojos, es la debilidad, vuelve a intentarlo, no son más que dos pasos hasta la balda, lo malo es que no podrá sentarse, que allí se come de pie para que baje más de prisa, y Juan Maltiempo es un hombre corto de estatura, no llega a la tabla, y para comer tiene que ponerse de puntillas, un martirio para quien está tan débil, y si deja caer en el suelo aunque sea una mancha, ya sabe que no escapa sin castigo, quien da el pan, manda.
Pasaron cinco días, que tendrían tanto para contar como cualesquiera otros, pero éstas son las debilidades del relato, a veces hay que saltar por encima del tiempo, porque de pronto el narrador tiene prisa, y no de acabar, que aún no es tiempo de eso, sino de llegar a un lance importante, a un cambio de plano, que el corazón de Juan Maltiempo dé un salto porque el guardia acaba de entrar en la celda y dice, Maltiempo, prepara tus cosas para salir de esta prisión, tienes que dejar las mantas en el depósito, y el jarro y la cuchara, quiero verlo todo arreglado inmediatamente, vuelvo en seguida. Lo malo de estos hombres del latifundio es que, y más si son inocentes, lo aceptan todo en su sentido literal, el pan, pan, y el vino, vino, por eso está Juan Maltiempo tan contento, soñando romerías, A ver si es verdad que me sueltan, está loco este hombre, como se ve de inmediato cuando vuelve el policía para acompañarlo hasta la intendencia, donde deja mantas, cuchara y jarro, y donde recibe los escasos objetos de uso personal que conservaban guardados, y ahora, Vas a la sala mixta, te han levantado la incomunicación, puedes escribir a la familia y encargarles lo que necesites, y abrió la puerta y dentro era un mundo de gente de todas las nacionalidades, es una forma de hablar, se quiere decir que eran muchas personas, aunque también habría extranjeros, pero la timidez de Juan Maltiempo y el que sólo tenga su habla nacional del Alentejo no le permitían llegar a confianzas, y apenas se cerró la puerta, los portugueses lo rodearon queriendo saber las razones de su prisión y noticias de fuera, si es posible. Juan Maltiempo no tiene nada que ocultar, cuenta todo lo que le ha sucedido, y de tal manera se mantiene firme en su palabra de que desde mil novecientos cuarenta y cinco no ha tenido actividades políticas, que incluso lo repite allí, y no era preciso, porque nadie se lo preguntaba.
Tan popular se encontró allí Juan Maltiempo que, viendo fumar a un compañero de prisión, le pidió un pitillo, fue un atrevimiento, que no lo conocía de nada, y entonces varios le ofrecieron tabaco, pero lo mejor de todo fue que otro, que estaba al lado observando la charla, se acercó con una onza de tabaco superior, un librillo de papel y una caja de cerillas, Camarada, cuando necesites alguna cosa, dilo, aquí, mientras haya para uno, hay para todos, imagínense cómo se quedaría Juan Maltiempo, con los primeros humos creció un palmo, con los que siguieron volvió a su tamaño natural pero mucho más confortado, él pequeño en medio de los otros que lo veían fumar y sonreían. Y como hasta en las vidas de los presos hay concordancias felices y coincidencias, de ahí a dos días Juan Maltiempo fue llamado a un despacho fuera de la sala mixta y un guardia le dijo con buena cara, como si el regalo fuera suyo, los guardias tienen esas incongruencias, Maltiempo, ahí tienes esta ropa y cuatro onzas de tabaco y veinte escudos que trajo un señor de tu tierra. Se conmovió Juan Maltiempo, más con la alusión a Monte Lavre que con el inesperado recuerdo, y preguntó, Quién era ese señor, y el guardia respondió, Eso es igual, para un guardia un portador es un portador, y nada más, Juan Maltiempo no lo sabía. Volvió a la sala mixta con su tesoro y apenas entró dio un grito que se debió oír de parte a parte del latifundio, Ahora, camaradas, quien quiera fumar, aquí tiene tabaco, y otra voz, también clamando, le respondió, son dichos importantes que precisan altas voces, Así se hace, camaradas, mientras haya para uno habrá para todos, aquí todos somos hermanos, con los mismos derechos. En general, se suelen escoger para demostraciones de solidaridad tan manifiesta casos de diferente sustancia, pero cada uno tome lo que necesite y dé lo que tenga, cigarrillos, hilachas de tabaco envueltas en su mortaja blanca, y ahora pasa la punta trémula de la lengua a lo largo de la goma, es el remate, la obra acabada, muy mal andará de humanidad quien no entienda estas grandezas. Unos salen, otros no, entran caras nuevas, pero en general no desconocidas, hay siempre alguien que dice, Vaya también tú viniste a dar aquí, y pasados unos días aparece en la puerta de la sala mixta un policía y dice, Maltiempo, prepárate, ponte la chaqueta que vas a dar un paseo, pero estarás de vuelta en seguida, no te lleves nada. Parece que no, que son todo maneras de decir, pero ahí está Juan Maltiempo para afirmar que el corazón se le cayó a los pies, y eso es mucho más verdad que no haber tenido actividades políticas en los últimos cuatro años. Repite el camino con el podenco al lado, esta vez es un muchachito imberbe, que parece nervioso, tal vez no esté habituado, se lleva constantemente la mano al bolsillo de atrás y no dice palabra, al menos Juan Maltiempo puede mirar a los que pasan, sabrán que voy preso, mirar los tranvías, echar un vistazo a los escaparates, es casi un paseo, se iba olvidando de sentir miedo, y ahora el miedo viene todo junto, desordena sus pensamientos, le desbarata la sangre y tiene nostalgia de la sala mixta, del pitillo fumado entre los camaradas y de las conversaciones que allí oye. Le entran en el cuerpo los terrores de la estatua, la gente no se da cuenta, pero quién sabrá lo que les cuesta a estos bronces y a estos mármoles mantenerse en pie, cómo no tendrán calambres, estos hombres de brazos extendidos, estos animales parados en pleno esfuerzo, ni cediendo ni arrancando, cuando a todos les falta la voluntad que el hombre de carne tiene y pese a ello flaquea, está en cuclillas, ni los puntapiés le hacen levantarse, y se acoge a la última flaqueza, puede incluso ensuciarse, basta que la lengua no hable a no ser para repetir siempre la misma mentira. Pero adivinar que el tormento irá a renovarse, reencontrar el dolor conocido, o imaginar otro aún peor, es esto lo que Juan Maltiempo piensa y de repente una gran oscuridad cayó sobre la ciudad y no obstante es día claro, y cálido como suelen los de agosto, tan poco grato éste, qué va a ser de mí, qué martirio me espera.
Se abrió otra vez la media puerta, subió Juan Maltiempo las escaleras, acosado por el podenco de rigor, entraron en este despacho, mira quién viene ahí, el de Vendas Novas, el que vino de paseo y de viaje hasta el Terreiro do Paço con Juan Maltiempo, se llama Leandro Leandres y dice ahora con tono de desprecio, Sabes a lo que vienes a la brigada, y Juan Maltiempo, siempre educado y respetuoso, No señor, no lo sé, y Leandro Leandres, Vienes a contarnos el resto de la historia, y de ahora en adelante nada de repetir, que es llover sobre mojado, todo la misma charla, cuántos periódicos eran distribuidos, y por qué vuelve el comité local, y por qué deja de reunirse, y cuántos eran, y quiénes eran, aquí tenemos uno que dijo tu nombre, y si lo dijo, es verdad, si no confiesas no sales vivo, es mejor que hables, lo digo por tu bien, pero de eso es de lo que Juan Maltiempo no está seguro, y aunque lo estuviera, Hace cuatro años que no tengo nada que ver con papeles, fueron sólo aquellos que encontré por calles y caminos, la verdad es que no recuerdo quién me los dio, han pasado años, y en lo único que pienso es en mi trabajo, se lo juro. Pero aunque todo era la misma charla, el mismo preguntar y responder, el mismo forzar y el mismo mentir, esta vez no había golpes, y la estatua de Juan Maltiempo estaba en su ser natural, sentada en una silla, parecía dispuesto allí para un retrato, aunque el alma le saltara dentro del corazón como una pobre y asustada loca, y la voluntad pálida pero constante dijera, No puedes hablar, miente lo que quieras, pero no hables. Y había otra diferencia, y era que estaba allí un podenco de menor grado escribiendo a máquina preguntas y respuestas, y al cabo de hojas tantas nada encontró que mereciera ser escrito porque aquella charla era como echar agua a la noria con cangilones sin fondo, siempre en círculo, ya la mula pisaba su propio estiércol y el sol iba bajando, y entonces allí terminaban las declaraciones y el de la máquina preguntó, Dónde dejo la declaración de este tío, y Leandro Leandres respondió, Déjala ahí junto a la de Alburquerque, y ni se dio cuenta de lo que decía, mucho había atormentado a Juan Maltiempo el querer adivinar quién había dado su nombre, y ahora lo sabía, era Alburquerque, cómo duele este dolor, y la pena, qué le harían para que hablara, o lo habrá hecho por su voluntad, o algo le pasó por la cabeza, a veces uno, y Juan Maltiempo no adivina que años después verá un día a Alburquerque, de paso por Monte Lavre, el muy cobarde, y ése era el que antes decía si vienen les doy así, y les pego un tiro, y hago y deshago, y al final se rajó, y cuando salió de la cárcel se hizo pastor de los protestantes, no es que uno quiera mal a las religiones, pero cómo va este hombre predicando por ahí la salvación de los hombres todos cuando no supo salvar a sus camaradas pocos, quién sabe lo que se habrá dicho a sí mismo en la hora de la muerte, pero hoy lo que Juan Maltiempo siente es una gran pena y alivio por no haber hablado, ahora quizá no me vuelvan a pegar ni me obliguen a hacer la estatua, no sé si aguantaría.
Volvió Juan Maltiempo a Aljube, pasados unos días lo llevaron de allí a Caxias, y estas noticias se sabrán también en Monte Lavre. Habrá cartas de ida y vuelta, todo minuciosamente combinado entre Faustina y Juan Maltiempo, que estas cosas no son ninguna broma, es preciso que todo vaya muy exacto, sí alguien viene de lejos para estar en un determinado sitio a una hora determinada, aunque el encuentro no sea clandestino, hasta siendo la misma policía la que abra la puerta y diga, Entra, es cosa de mucha complejidad, hay que ir de Monte Lavre a Vendas Novas en carro, luego de Vendas Novas a Barreiro en tren, quién sabe si en el mismo vagón que llevó a Juan Maltiempo y a Leandro Leandres, y después en barco, es la segunda vez que Faustina Maltiempo ve el mar, esta boca de río de tamaño descomunal, y luego otra vez en tren hasta Caxias, el mar es súbitamente mucho mayor, Ay, comadre, o sea que esto es el mar, y la compañera que fue a esperarla al Terreiro do Paço y vive en la ciudad, sonríe comprensiva y benevolente ante el poco saber y dice que sí, que aquello es el mar, pero calla su propia ignorancia de lo que el mar realmente es, no es este parco abrirse de brazos entre dos torres, sino un ansia líquida infinita, un remover continuo de masas de cristal y espuma, una dureza mineral que se ablanda y congela, el lugar de los grandes peces y de los luctuosos naufragios, poesías. Es bien verdad que quien mucho sabe no lo sabe todo, y la compañera de Faustina Maltiempo supo bajar del tren en Caxias, pero dónde está la cárcel, no quiere dejar en evidencia su ignorancia y se mete por una carretera, por aquí será, estamos en agosto, el calor aprieta en esta hora que se va acercando a aquella que laboriosamente fue comunicada y aprendida de memoria, la hora de la visita, y entonces tuvieron que preguntar a quien pasaba y supieron que iban engañadas en su camino y volvieron atrás, enfadadas por el paseo inútil, y Faustina Maltiempo se descalzó, que no estaban sus pies habituados a apreturas de zapatos, y se quedó con las medias remendadas, pero esto es un dolor del alma, no tendríamos corazón si nos riéramos, son humillaciones que luego nos queman la memoria durante el resto la vida, estaba el alquitrán ablandado de tanto calor y a los primeros pasos las medias se le quedaron agarradas, y cuanto más tiraba Faustina más se estiraban las medias, esto es un número de circo, el mejor de la temporada, basta, basta, acaba de morir la madre del payaso, y toda la gente llora, el payaso no hace reír, está asombrado, así estamos nosotros junto a Faustina Maltiempo y hacemos un biombo para que su compañera la ayude a quitarse las medias, con recato, que este pudor de las mujeres de un solo hombre es intocable, y ahora va descalza y nosotros nos volvemos a casa, y si alguno de nosotros sonríe es de ternura. Pero cuando Faustina Maltiempo llega al fuerte llevará los pies heridos, y más aún los castigará calzando los zapatos sin medias, una lástima, negros del alquitrán y sangrando por las desolladuras, qué dura es la vida del pobre.
Salieron las visitas, pasó la hora, y nadie vino a ver a Juan Maltiempo, se burlan de él los compañeros, son maneras de virilidad estúpida, Ella no quiere saber nada de ti, Esto sí que no lo esperabas, mientras a la puerta la pobre Faustina pugnaba por entrar, Está aquí mi marido, preguntaba ella, se llama Juan Maltiempo, y el de la puerta, jocoso, respondía, No está aquí esa persona que buscas, y otro remachó, Conque tu marido ha venido a la cárcel, son maneras de entretenerse, esta gente lleva una vida monótona, ni siquiera pegan a los presos, otros lo hacen, pero Faustina Maltiempo no distingue, Sí señor, está aquí, ustedes lo trajeron, pues aquí tiene que estar, y era una furia de gorrión, una ira de gallina, una embestida de borrego, nada de importancia, pero al fin el hombre empezó a hojear el libro y dijo, Tienes razón, está ahí en la sala seis, pero ya no puedes verlo, pasó la hora de visitas. Tiene Faustina Maltiempo derecho a este ataque de llanto. Es una columna que se desmorona, vemos cómo se abren las grietas y caen los pedazos, y tiene los pies heridos esta columna del latifundio, ahora también puede llorar por eso, por todo cuanto ha sufrido en su vida y por lo que le queda aún por sufrir, es tiempo de llorar todas las lágrimas, exagera si puedes, Faustina Maltiempo, deshazte en lágrimas, tal vez consigas conmover el corazón de estos dragones de hierro, o si no tienen corazón, es posible que no quieran que se les moleste, y siendo tú una pobre mujer no van a echarte a patadas, llora pues, exige ver a tu marido, Cállate de una vez, mujer, a ver si es posible hacer una excepción, éste es un lenguaje que Faustina Maltiempo no entiende, a ver si esta cárcel se llama excepción, por eso van a abrir para que pueda ver a mi marido. También por caminos errados se acierta, todo esto no valdrá más que cinco minutos, pero es suficiente para tanta nostalgia, ahí viene Juan Maltiempo y trae esperanzas, que los camaradas le han dicho, Seguro que es tu mujer, y lo es, Faustina, Juan, y se abrazan los dos, tanto llora uno como el otro, y él quiere saber de los hijos, y ella quiere saber de él, han pasado ya tres minutos, y si estás bien de salud, y tú, cómo vas, has tenido trabajo, y Gracinda, y Amelia, y Antonio, todos están bien, tú estás más delgado, cuidado no enfermes, cinco minutos, adiós, adiós, da allí recuerdos, tantos, después arreglaremos todo bien para que puedas volver, ahora ya sé dónde es, no me perderé, yo no me perdí, adiós.
Otras visitas habrá, diferentes éstas, más tranquilas, vendrán las hijas, vendrá su hermano Anselmo, vendrá Antonio Maltiempo y saldrá furioso, nadie lo hizo enfurecer pero saldrá furioso, se quedará mucho tiempo viendo el fuerte con expresión airada, ni siquiera parece Antonio Maltiempo, vendrá Manuel Espada, entrará grave y saldrá con una luz serena en el rostro, y también aparecerán unos primos y unos tíos, algunos viven en Lisboa, pero la visita de éstos será en los pasillos, tras una tela metálica tan menuda que cuesta ver a las personas del otro lado, y un policía siempre pasando, a la escucha de las quejas. Y transcurrirán los meses, los largos días y las noches larguísimas de la prisión, acabará el verano, se fue el otoño y se acerca el invierno, Juan Maltiempo está allí, no lo llaman para nuevos interrogatorios, se han olvidado de que existe, quién sabe si se quedará preso para siempre, hasta que un día, inesperadamente, vio a Alburquerque y a Sigismundo Canastro, también Sigismundo estaba preso y él no lo sabía, fue Alburquerque, esto lo sabrá Juan Maltiempo más tarde, cuando esté ya de vuelta en Monte Lavre y oiga decir que han soltado a Sigismundo Canastro y regresa, y ambos se abrazarán con el corazón liberado, No hablé, Tampoco yo he hablado, Fue Alburquerque, y Sigismundo Canastro todavía sufrió más, pero se ríe, mientras que Juan Maltiempo no puede evitar cierta melancolía, es de la injusticia que le hicieron. Se habla mucho en la sala seis, se discuten asuntos de política y otras materias, hay quien estudia o enseña, se dan clases de lectura, de aritmética, otros dibujan, es una universidad popular, son casos conocidos, no hay nada que contar, o la eternidad no bastaría.
Hoy es el día de la liberación. Han pasado seis meses, es enero. Aún la semana pasada Juan Maltiempo estuvo trabajando en la carretera de acceso con otros compañeros de sala, bajo la lluvia, y qué fría estaba, era como nieve derretida, y ahora está sentado pensando qué vida le estará destinada, ya muchos fueron a juicio y él aún no, pero hubo quien le aseguró que era buena señal, cuando se abre la puerta y aparece un guardia llamando, con la voz arrogante de costumbre, Juan Maltiempo, y Juan Maltiempo se pone firme, como es de reglamento en la prisión, y el guardia dice, Prepara tus cosas para dejar la cárcel, y rápido. Cuánta alegría en los que se quedan, cómo pueden sentirla, es como si fueran ellos los liberados, y uno dice, Cuanto más rápido vacíen las mazmorras, mejor, aquí no se hace nada, es una declaración tan lógica como decir, Cuanto más rápidamente me den la herramienta, más pronto empiezo a trabajar, y entonces estalla el alboroto, parecen madres vistiendo al hijo, hay quien le calza los zapatos o le ayuda a ponerse la camisa, le sacuden la chaqueta, es como si llevaran a Juan Maltiempo a presencia del papa, dónde se ha visto cosa semejante, son como chiquillos, están todos a punto de romper a llorar, ellos aún no, pero sí Juan Maltiempo cuando le preguntan, Bueno, Maltiempo, seguro que no tienes dinero para volver a casa, y él responde, Camaradas, tengo poco, pero ya me arreglaré, y ellos empiezan a reunir dinero, uno cinco escudos, otro da diez, y entre todos alcanzan una cantidad que cubre el viaje y aún sobra algo, y entonces sí, al ver cómo el dinero pobre puede ser amor grande Juan Maltiempo no puede contener las lágrimas y dirá, Gracias, camaradas, y adiós, buena suerte a todos, y gracias también por todo lo que habéis hecho por mí. Cada vez que sale uno, hay una fiesta igual, son las alegrías de la prisión.
Era ya de noche cuando la furgoneta dejó a Juan Maltiempo a la puerta de Aljube, parece que el diablo de esta viuda alegre no conoce otros caminos, y cuando Juan Maltiempo se apeó, pie ahora libre, le dice el policía, Desaparece de aquí, parece que tenga pena al verlo marchar, estos policías son así, le cogen cariño a un preso y luego les cuesta trabajo separarse de él. Juan Maltiempo se lanza a la carrera calle abajo, como si llevara aún el diablo tras él, tanto es así que mira por encima del hombro a ver si alguien lo persigue, quién me dice a mí que esto no es un juego de los policías, ponen un preso en libertad y luego organizan la gran cacería, y por más que el pobre huya, le cae la red al paso, y ahí lo tienes otra vez atrapado, metido en el coche celular, con todos riéndose a carcajadas, los policías se agarran la barriga, ay qué gracia, que no puedo más, en mi vida me he divertido tanto, ni en el circo. Son capaces de estos refinamientos.
La calle está desierta, desierta de verdad, ha caído la noche del todo, afortunadamente no llueve, pero el viento entre estos altos edificios es una navaja roma de barbero con prisa, pasa y repasa las pobres ropas de Juan Maltiempo, tan desnudo está el viento como él, así parece. Ya no corre, tiene las piernas desacostumbradas, y anda corto de huelgos, ni sabe andar, se arrima a una esquina con su saco y la maleta atada con cuerdas, y aunque todo esto pese poco, los brazos casi no pueden sostener la carga, y por eso la posa en el suelo, quién ha visto a este hombre y quién lo ve, las cargas que ha soportado, y ahora ni una gata por el rabo, si no fuera tanto el frío allí se dejaría caer también, tiene demasiado sufrimiento encima para mantenerse de pie pero se mantiene. Pasan algunas personas, siempre acaban apareciendo, y ni lo miran, cada uno va pensando en su propia vida, bastante trabajo me da, no imaginan que aquel hombre de la esquina acaba de salir de la prisión de Caxias donde ha estado seis meses, e hizo la estatua setenta y dos horas y fue apaleado, no se cree que tales cosas ocurran en nuestro hermoso país, quien las cuenta seguro que exagera. Qué hará Juan Maltiempo en una ciudad que no conoce, no hay puerta alguna donde pueda llamar, Camaradas, dadme albergue por esta noche, acabo de salir, esto sería una conversación distinta, cómo sabe él cuáles son esas casas, él fue detenido en Monte Lavre por el guardia José Calmedo, y allí tiene que volver, hoy no, que es de noche, pero mañana, con este dinero que me dieron unos hombres que también lo necesitaban, de ésos sí sabe que son camaradas, pero tendría gracia que volviera ahora a Caxias llamando a la puerta de la sala seis, suponiendo que pudiera entrar tranquilamente, y cuando le abrieran diría, Camaradas, dadme albergue por esta noche, acabo de entrar, sin duda está loco, o se quedó dormido pese al frío, debe de haberse quedado dormido, tanto es así que ya no está de pie como creía, sino sentado en la maleta, y se acuerda, ya se acordó antes, pero ahora se acuerda otra vez, que puede llamar a la puerta de la casa donde su hermana está sirviendo y decir, María de la Concepción, crees que tus señores me permitirían dormir aquí esta noche, pero no irá, en otras condiciones quizá no les importara, mandarían a María de la Concepción echar un colchón en la cocina, no se puede dejar a un cristiano dormir en la calle como los perros sin amo, pero así, saliendo de la cárcel, de aquella cárcel, y por estos motivos, aunque lo permitieran luego pondrían mala cara a la hermana, pobrecilla, ni siquiera se ha casado, siempre sirviendo a los mismos señores, es como si hubiera nacido para eso, quién sabe lo que le habrán dicho ya, no es difícil imaginarlo, Son unos ingratos, y si no fuera por nosotros se morirían de hambre, esas malas ideas de tu hermano le van a costar caro, van contra nosotros, a ver si lo entiendes, van contra nosotros, menos mal que somos tus amigos, no te vamos a hacer pagar la mala cabeza de tu hermano, pero, a partir de ahora, será mejor que no entre en esta casa, y tú ten cuidado, quedas avisada.
Éstas son sólo las letanías domésticas del ama y señora, que el señor es categórico y menos palabrero, Aquí no pone un pie en su vida, y voy a avisar para que en nuestras tierras de Monte Lavre no trabaje más, que se vaya a Moscú. Parece que Juan Maltiempo ha vuelto a quedarse dormido, muy cansado estará cuando duerme con este frío, y ha escarchado, golpea con los pies el suelo y resuena el ruido multiplicado en ecos por el espacio helado, a ver si viene ahora un policía a detenerme otra vez por turbar el descanso de los vecinos, entonces Juan Maltiempo coge el saco y la maleta y desanda el camino, calle abajo, apenas puede con los pies, cojea, recuerda vagamente que la estación queda a la izquierda, pero teme perderse y por eso pregunta a un hombre que pasa, y éste le dice, Va bien, y añade unas explicaciones, menos mal, Juan Maltiempo coge la maleta y el atadijo con las manos entumecidas y se dispone a seguir, pero el otro le pregunta, Quiere que le ayude, aquí podríamos temblar ante la aventura, sabe Dios si será un ladrón este viandante y trama ya robarle al labriego sus bienes, no sería difícil, hasta de noche se ve que apenas puede con su cuerpo, No señor, gracias, dice Juan Maltiempo educadamente, y el otro no insistió, resulta que no es un maleante, y se limita a preguntar, Ha estado en la cárcel, tiene todo el aire de acabar de salir, y nosotros que conocemos a Juan Maltiempo y sabemos qué sensible es a las buenas palabras, ya estamos oyéndole contar todo, que estuvo seis meses en Caxias y de allí viene, lo han dejado aquí y tiene que volver a su aldea, a Monte Lavre, en el concejo de Montemor, soy alentejano, sí señor, no sabe si hay barco a esta hora, ni tren, Voy a ver a la estación, no, no tiene dónde dormir, una hermana está sirviendo, Pero no quiero molestar, los señores podrían enfadarse, y el otro pregunta, es un hombre curioso, Y si no hay barco ni tren, dónde va a dormir, y Juan Maltiempo responde sencillamente, Pasaré la noche en la estación, habrá algún banco, lo malo es el frío, pero ya estoy acostumbrado, gracias por su atención, y dicho esto se aleja, pero el otro dice, Voy hasta allí con usted, déjeme el saco, se lo llevo yo, y Juan Maltiempo que duda, pues si viene de estar seis meses con hombres de humanidad, que cuidaron de él, le enseñaron cosas, le dieron tabaco y dinero para el viaje, parecería mal que ahora desconfiase, dejó el saco en manos del otro, a veces la ciudad tiene espectáculos así, allá van los dos, bajan lo que falta de calle, y luego la gran plaza, a lo largo de las arcadas, y después la estación, Juan Maltiempo tiene dificultades para entender los horarios, aquellos números minúsculos, y el hombre le ayuda, recorre con el dedo las columnas, no, no hay tren hasta mañana por la mañana, y al oír esto ya está Juan Maltiempo buscando un lugar donde enroscarse, pero el hombre le dice, Está usted cansado y se ve que tiene hambre, venga a dormir a mi casa, allí come un plato de sopa y descansa, si se queda aquí va a morirse de frío, estas palabras fueron dichas, nadie cree que cosas como éstas puedan ocurrir, y es verdad verdadera, Juan Maltiempo sólo supo responder, Muy agradecido, es una obra de misericordia, aquí cantaría hosanna el padre Agamedes, daría vivas a la bondad de los hombres, tiene toda la razón el cura, este hombre que lleva el saco a cuestas merece todas las loanzas, aunque no sea un hombre de misa, no es que él lo haya dicho, son cosas que el narrador sabe, aparte de otras que no vienen al caso, pues esta historia es del latifundio y no de la ciudad. El hombre es mayor que Juan Maltiempo, pero más fuerte y más ligero de piernas, por eso tiene que moderar su marcha para acompañar el paso doloroso del resucitado, y para animarlo dice, Vivo aquí cerca, en Alfama, y vuelve hacia la calle de la Alfándega, cobró ánimo Juan Maltiempo, luego se metieron por callejuelas húmedas y escarpadas, húmedas, con este tiempo no es sorprendente, una puerta, una escalera estrechísima, una buhardilla, Buenas noches, Ermelinda, este señor duerme en casa esta noche, mañana se irá a su tierra y no tiene dónde quedarse, y Ermelinda es una mujer gorda que abre la puerta como si estuviera abriendo los brazos, Entre, y Juan Maltiempo, perdonen los exquisitos y los que sólo cuidan y estiman los grandes lances dramáticos, la primera sensación que tiene es el olor a comida, una sopa de verdura y habichuelas que ha estado hirviendo, y el hombre le dice, Póngase a gusto, y luego, Cómo se llama, Juan Maltiempo ya está sentado y le entra en el cuerpo una fatiga repentina, pero dice el nombre y el otro responde, Yo me llamo Ricardo Reis, y mi mujer Ermelinda, son nombres de personas, es lo que sabemos de ellas, poco más, y también estos platos de sopa sobre la mesa de la cocina, Coma lo que quiera, ya ha ido disminuyendo el frío, finalmente Lisboa es tierra suave, esta ventana mira al río, hay unas lucecitas de barcos, en la otra orilla son más escasas, quién diría que un día, vistas desde aquí, serán una fiesta, Beba un vaso más, y quizá también por esto, por el nuevo vaso de vino espeso que ha bebido, sonríe tanto Juan Maltiempo, hasta cuando cuenta lo que le ha pasado en la cárcel, y es ya tarde cuando acaba, se cae de sueño, está Ricardo Reis muy serio y Ermelinda Reis se enjuga los ojos, y entonces le dicen, Ahora váyase a dormir, que ya es hora, tiene que descansar, y Juan Maltiempo ni se da cuenta de que la cama es de matrimonio, oye pasos en el corredor, pero no son los de la guardia, no son los de la guardia, no son los de la guardia, y, libre, se queda dormido.
Son seis meses de cambios, unas veces parecen pocos, otras demasiados. En el paisaje apenas se nota, salvo las variaciones de la estación, pero es asombroso ver cómo envejecieron las personas, qué viejos están estos que vienen de la prisión, qué viejos están estos que no han salido de Monte Lavre, y los chiquillos, cómo han crecido, sólo se ven con los mismos ojos Juan Maltiempo y Sigismundo Canastro, que llegó ayer y ya dice que tenemos que encontrarnos para charlar, son obstinaciones y porfías, no se le puede llevar a mal. Hay gente a la que da gusto ver, y éste es el caso de Gracinda Maltiempo, que está hecha una belleza, le sienta bien el matrimonio, es lo que dicen las comadres del bien querer y los gerifaltes del mucho codiciar, pero ahí se quedan éstos, y otras mudanzas habrá, por ejemplo, el padre Agamedes, que en el entretanto ha pasado de ser alto y flaco a ser bajo y gordo, y la lista del fiado en la tienda ha crecido enormemente, es natural cuando falta el marido. Por esa razón, llegado el momento, se fue Juan Maltiempo con la hija Amelia a los arrozales del término de Elvas, y véase cómo anda la geografía de estos labriegos, en Monte Lavre se decía que más allá era la Extremadura de España, quién sabe adonde fueron a buscar este saber universalista que no ve fronteras, y si quisiéramos razones para la excursión, son las de costumbre, mas una principal, que era la suspicacia del latifundio sobre las artes y mañas de Juan Maltiempo, preso político, Cierto es que ha salido sin juicio, pero de eso es la policía quien tiene la culpa, que no es tan buena como debería. Pasados los meses, volverá la rueda a la rodada, pero de momento es mejor que se vaya lejos, que no contamine nuestra querida tierra, y a Sigismundo Canastro díganle que no hay trabajo, que se las arregle donde quiera.
Se fue Juan Maltiempo hacia la zona de Elvas y llevó consigo a su hija Amelia, la de los malos dientes, que si los tuviera bonitos en nada desmerecía de la hermana. Dígase ahora que el infierno no está lejos. Son ciento cincuenta hombres y mujeres divididos en cinco cuadrillas, y esta condena durará dieciséis semanas, es una zafra de sarna y fiebres, un destajo de sufrimiento, mondar y plantar desde el sol que no ha nacido todavía hasta el sol que ya se ha puesto, y cuando llega la noche son ciento cincuenta fantasmas que se arrastran hasta el monte donde tienen sus barracones, hombres para aquí, mujeres para allá, pero todos por igual rascándose la sarna de los planteles anegados, todos curtiendo las fiebres del arrozal, Con azúcar, leche y arroz, más unos huevos, se hace esta delicia, el arroz dulce, María, cuántas veces tengo que decírtelo, lo quiero sueltecito, no estas gachas, se tiene que poder comer grano a grano, a ver si aprendes. Por la noche, en los aposentos, se oye el suspirar y el gemir de estos afligidos, el rascar ansioso de uñas negras y duras en la piel que sangra, mientras a otros les castañetean los dientes y miran el techo con los ojos vidriosos por la fiebre. No hay mucha diferencia entre esto y los campos de concentración, quizá se revienta menos, probablemente debido a la mucha caridad cristiana y correlativo interés que hace que los amos, casi todos los días, carguen de miseria sarnosa y febril las camionetas y la transporten al hospital de Elvas, hoy unos, mañana otros, es una noria que va y viene, y los pobres van como muertos, menos mal que está la milagrosa medicina que en tres o cuatro días los deja como nuevos, flaquísimos y con las piernas trémulas, pero qué importan esas insignificancias, tú tienes el alta, tú también, y tú, y tú, así nos tratan los médicos, y vuelve la camioneta a dejar su carga en el monte, con la salud a media asta, es una contrata, no se puede perder tiempo, Está mejor, padre, preguntó Amelia, y él respondió, Estoy, sí, hija, como se ve, no hay nada más sencillo.
En definitiva, no son tantos los cambios. La monda y plantación del arroz se hacen como las hizo mi abuelo, las sabandijas del arrozal no han cambiado de aguijón y baba desde que Nuestro Señor las crió, y si un cristal invisible te corta un dedo, la sangre tiene el mismo color. Se necesitaría mucha imaginación para inventar sucesos extraordinarios. Este vivir está hecho de palabras repetidas y de repetidos gestos, el arco que la hoz dibuja está milimétricamente ajustado a la longitud del brazo y el serrar del filo en la paja seca del trigo produce el mismo sonido, siempre el mismo sonido, cómo no se cansan los oídos de estos hombres y de estas mujeres, es el caso también de aquel pájaro ronco que vive en los alcornoques entre la corteza y el tronco, y que grita cuando le arrancan la piel, o tal vez sean las plumas, y lo que queda a la vista es la carne erizada y sufrida, pero esto son flaquezas del narrador, imaginar que los árboles se desesperan y gritan. Mejor haríamos si reparáramos en Manuel Espada encaramado en lo alto de este alcornoque, descalzo, él sí que es un pájaro serio y descalzo, salta de rama en rama, y no canta, no le apetece cantar, quien manda en este trabajo es el hacha, traca, traca, la línea que contornea las ramas gruesas, o que en el tronco se traza en vertical, y después el mango del hacha ha de servir de palanca, fuerza, y ahora sí, luego es verdad, aquí está el pájaro ronco que vive dentro del alcornoque, es un grito, pero dolor nadie siente. Llueven de lo alto los cilindros, caen sobre las planchas arrancadas de los troncos, en esto no hay ninguna poesía, nos gustaría ver quién saca de aquí un soneto cuando a uno de estos hombres se le resbala el hacha y cae ramas abajo, haciendo saltar lascas de la corteza, y acaba dando en el pie desnudo, sucio y grosero, pero tan frágil, que en esto de pieles y filo de hacha, poca diferencia hay entre el piececillo rosado de la doncella urbana y el cuero curtido del descascador, por lo menos la sangre tarda el mismo tiempo en saltar.
Íbamos hablando de los trabajos y los días, y estuvimos a punto de olvidarnos de aquella noche de la llegada de Juan Maltiempo a Monte Lavre, cuando en su casa se reunieron, y apenas cabían, los amigos más próximos con sus mujeres, los que la tenían aún, un rebaño de chiquillos, algunos intrusos, por falta de parentesco con cualquiera de los presentes, pero quién hacía caso de eso, y Antonio Maltiempo, que ya había vuelto del servicio y trabajaba en la descasca del corcho, más las hermanas Gracinda y Amelia, y el cuñado Manuel Espada, en fin, un atropello de gente. Faustina estuvo llorando todo el tiempo, de contento y también de dolor, le bastó recordar el día en que el marido fue detenido, sin razón y sin porqué, llevado de Vendas Novas a Lisboa, Dios sabe cuándo volverá si es que vuelve. No habló del triste caso de las medias estragadas en el asfalto, ni una palabra, sería para siempre secreto de este matrimonio, ambos con cierta vergüenza, incluso en Monte Lavre no faltaría quien se burlase de lo acontecido, la pobre mujer con las medias agarradas al alquitrán, habría que verlo, cualquiera de nosotros se defendería de tanta crueldad. Juan Maltiempo contó sus desventuras y no ahorró ninguna, así se enteraron todos de cuánto se padece en manos de los dragones de la policía y de la guardia. Todo esto sería más tarde confirmado y repetido por Sigismundo Canastro, pero éste, si bien no tomaba el caso a broma, que no era ningún inconsciente, sí contaba aquellos horrores como si fuesen cosa natural, le daba a todo un aire de tan perfecta simplicidad que ni las mujeres lagrimeaban de piedad, y los muchachos se apartaban desencantados, era como si la charla fuese sobre el estado de los sembrados, y quizá era así, quién sabe. Tal vez por ello Manuel Espada, un día, se acercó a Sigismundo Canastro para decirle dos palabras, con el respeto que la diferencia de edad exigía, Sigismundo, si me aceptan, algo podré ayudar. Mucho nos equivocábamos cuando supusimos que esta decisión venía del relato sereno de Sigismundo Canastro, que, en fin, en temperamentos como el de Manuel Espada podría provocar una decisión de tanto porte, la prueba de nuestra equivocación es que Manuel Espada dijera, No se trata a un hombre como trataron a mi suegro, y Sigismundo Canastro respondió, No se trata a los hombres como nos trataron a nosotros, más tarde hablaremos, los aires se enturbian después de estas prisiones, deja pasar el tiempo hasta que se recomponga todo, esto es como una red de pesca, tarda uno más tiempo en coserla que en romperse, y Manuel Espada terminó así, Esperaré el tiempo que sea necesario.
A veces, una persona se pone a leer la historia de esta tierra portuguesa y hay despropósitos que nos hacen sonreír, esto es lo menos que se puede decir, mejor estaría aquí la risa declarada, y no es para ofender, cada uno hace lo que puede o le ordena la jerarquía, y si mucho de bueno y digno de alabanza hubo en que doña Filipa de Vilhena armara a sus hijos caballeros para ir a combatir por la restauración de la patria, qué diremos de Manuel Espada, que sin caballería alguna dice, Aquí estoy, y no lo mandó su madre, que está muerta, sino su propia voluntad de hombre. No faltó a aquella doña Filipa quien le cantara y contase los aplausos, él fue Joâo Pinto Ribeiro, él fue el conde de Ericeira, él fue Vicente Gusmâo Soares, él fue Garrett, y hasta Vieira Portuguense hizo su pinturilla de la dama, pero Manuel Espada y Sigismundo Canastro no tienen quien los cante y apadrine, es una conversación entre dos hombres, ya han dicho lo que tenían que decir y ahora cada cual va a su vida, sólo faltaría que tuvieran beneficio de cháchara y cincel, para este caso, este narrador es suficiente.
Sobre todo cuando mucho conviene a la inteligencia de estos casos dar otra vuelta pausada por el latifundio, sin objeto especial y preconcebido, coger una piedrecilla y una rama y darles el nombre que tienen, y lo mismo a los animales y por qué, y, como de este lado se oyen tiros, qué será, empecemos por aquí mismo, véase la coincidencia, es el camino que llevó José Calmedo cuando detuvo a Juan Maltiempo, parece como si el latifundio fuese minifundio, tan fácil es que las personas encuentren donde antes estuvieron. Es verdad que por aquí pasamos en ocasión menos ruidosa, allí están las ruinas de la aceña, y allá arriba, invisible, el horno del tejar, pero no hay que temer nada de los tiros, son tiros de puntería alta, qué será, qué no será, es tiro de bala, obra fina, nada de esas perdigonadas que sólo dan para caza de cinturón, éstos son otros cantares.
Paró ahora el fuego, podemos pasar sin temor, pero del sitio donde disparaban baja un hombre que por el trato y modo es del pueblo común y atraviesa el valle, esta lisura oscurísima de tierra, pasa por un puentecillo de antepecho bajo, el río es tan sólo un arroyuelo de tres pasos, y empieza a subir por este lado, mato espinoso donde sólo un mal carril serpentea, hasta perderse, Qué irá a hacer allí aquel hombre, sin azada ni azadón, sin hacha ni podadera, sentémonos aquí a descansar mientras él sube, forzosamente ha de bajar y entonces lo sabremos, Esto está muy abandonado, fue lo que dijo, Sí que está, y no se crea que el caminillo que va entre los zarzales servirá de mucho al lacayo que ha pasado, Es un lacayo, Sí señor, es un lacayo, Pero no lleva librea, Eso de la librea eran costumbres antiguas, del tiempo de la condesa que armó a sus hijos caballeros, no sé si la conoce, estos lacayos de ahora visten como cualquiera de nosotros, no como el señor, que es de la ciudad, aquí la gente sólo los distingue por los actos, Pero por qué dice que no va a servirle de mucho el caminillo, Porque lo que él va a buscar está fuera del sendero, y no puede dar la vuelta, todavía sería peor, tiene que ir derecho, ésas son las órdenes que tiene, lleva un cayado para abrirse paso en los zarzales, es como si no llevara nada, Y por qué hace eso, Porque es lacayo, y será tanto más estimado cuanto más arañado vuelva dentro de poco, También aquí se usa eso, También, pero volviendo a lo que hablábamos, le decía yo que esto está hecho un abandono, mire que no fue siempre así, puede creerlo, hubo un tiempo en que las huertas se extendían hasta allá al fondo, la tierra es buena, y no faltan fuentes por aquí, sin hablar ya del río, Entonces, cómo se ha llegado a este desierto, Bueno, sucedió que el padre de los amos de esto, aquellos que estaban dando tiros, tanto anduvo que acabó por tomar posesión de este sitio todo, lo de siempre, había aquí unos pequeños agricultores, tenían sus dificultades de dinero, y entonces él, ni me acuerdo ya de cómo se llamaba, era Gilberto, o Adalberto, o Norberto, o algo así, les prestaba dinero, luego no le podían pagar, fueron malos años, y él se iba quedando con todo, Parece imposible, No parece nada imposible, siempre se ha hecho así en el latifundio, el latifundio es como las mulas que tienen querencia por morder a las que van al lado, Mucho me cuenta, No crea, si le contara mucho, nos quedaríamos el resto de la vida charlando, y la historia debería continuar hasta nuestros nietos, no sé si usted los tiene, pero atención que ahí viene el lacayo, vamos tras él.
El ruido era de algo pesado, con arrastrar de pies y grandes resbalones por la cuesta, una vez cayó y fue rodando hasta allí abajo, con riesgo de matarse, Qué lleva a cuestas, Es un bidón, el bidón es el blanco de que se sirven los dueños de esto y del lacayo, Pero la esclavitud se ha acabado ya, Eso es lo que usted cree, Pero cómo una persona se presta a esto, Pregúnteselo a él, Claro que se lo pregunto, oiga, amigo, qué es lo que lleva a cuestas, Es un bidón, Pero está lleno de agujeros, no sirve para agua o cualquier líquido, acaso lo quiere llenar de piedras, Es el blanco de mis amos Alberto y Angilberto, ellos disparan, yo voy a buscar el bidón para contar si han acertado o no, y luego vuelvo a ponerlo en el mismo sitio, y cuando el bidón está ya hecho una criba, llevo otro, y así, Y usted acepta esto. El mundo está de tal forma que ni se puede conversar, aparecen del otro lado Alberto y Angilberto gritando impacientes por el exagerado retraso, dentro de poco llegará la tarde y todavía tenemos dos cajas de balas, van a echarle una bronca al lacayo, y el pobre hombre atraviesa la vaguada a trote corto, pasa el puente, el bidón es una enorme corcova herrumbrosa, y ahora, al subir la cuesta de enfrente lo que se ve desde aquí no es un hombre, es un escarabajo, Bueno, sigue usted pensando que la esclavitud se ha acabado, Parece imposible, Qué manía, qué sabe usted de las imposibilidades, Estoy tratando de aprender, Pues oiga sólo ésta, a la orilla derecha del río, pasado el viaducto, hay unas terrazas que van hasta los cabezos, lo ve, pues bien, los tiradores que usted ha visto vendieron esas tierras a unos pequeños agricultores, y si fueran hombres puros, como deberían, habrían vendido hasta la orilla del río, pero no señor, se quedaron con diez, veinte metros, y entonces los campesinos que quisieron tener agua tuvieron que cavar pozos, qué le parece, Me parece imposible, Realmente, parece imposible, es lo mismo que si usted tuviera sed y yo tuviera un vaso de agua y se lo negara, y si quiere usted agua, cave el suelo con las uñas mientras yo vacío mi vaso y me entretengo viendo correr el agua, Hasta un perro puede acerarse a beber a la orilla, y los campesinos no, En fin veo que ha empezado a entender algo, mire, ya viene otra vez el lacayo con un bidón nuevo, Se ve que sus amos han tenido buena puntería, Sí señor, pero me han preguntado que quiénes son ustedes, y les dije que no lo sabía, y ellos dicen que si no se largan en seguida llaman a la guardia. Se fueron los dos paseantes, la amenaza tiene su peso y el argumento su autoridad, invasión de la propiedad ajena, aunque no esté vallada, será un delito serio si el guardia está de malas, de nada les va a servir argumentar que no conocen los linderos, aquí, por ejemplo, no habiendo servidumbre de paso, pueden decir que han tenido suerte de no llevarse un tiro, Con decir que era una bala perdida, se acaba la historia, eso es lo que estaban pidiendo esos dos, hermano Alberto.
Pero hay ocasiones en las que sería justo que sobre el latifundio resonara una gran carcajada si tuviéramos ganas de diversión, aunque no sé si nos valdría la pena, tan habitual es que la gente se ría y a continuación sienta ganas de llorar o dar un grito de rabia que se oiga hasta en el cielo, qué cielo ni qué mierda, más cerca está el cura Agamedes y no oye, o se hace el sordo, un grito que se oyera en toda la tierra, a ver si nos escuchaban hombres y venían hasta nosotros, pero quizá no nos oigan porque también ellos están gritando. Relátese el caso entretanto y ría quien pueda, sobre todo teniendo en cuenta que para esto nos sirve la guardia, no para que nos riamos de ella, Dios Nuestro Señor nos libre de la tentación, sino para ser llamada y mandada, y si bien es verdad que la mayor parte de las veces quien la manda y llama es el gobernador civil u otras oficiales entidades, también el latifundio tiene sobre ella gran poder y autoridad, como se verá por el excelente relato en el que intervienen Adalberto, un pastor, dos ayudantes, tres perros, seiscientas ovejas, un jeep, una patrulla de guardias republicanos, por no exagerar diciendo que era un destacamento, con las carabinas de reglamento, paso ordinario, marchen.
Son rebaños de mal andar. Están en tierras de Berto, van a tierras de Berto, es una suposición generalizadora y un modo inadecuado de contar, pues de Adalberto se trata y no de otro, y en ese tránsito pasan por tierras de Norberto, y mientras pasan comen, que esto de ovejas no es jauría de perros a la que se pueda poner bozales, y si fuese práctica y lo admitieran las ovejas, no los pondría el pastor, o no valdría la pena la correría, aunque quizá deba añadirse otra hipótesis, que es que el pastor finja, en casos en que no tiene la disculpa de ir de una tierra a otra, haberse perdido y pasar los linderos cuando el buen arte está en aprovechar los límites y dar a estas incursiones un aire de acabada naturalidad, de inocencia evidentemente ofendida por injustas sospechas, ni me di cuenta, venía andando con el ganado, estaré ciego, corté derecho, creía que estaba todavía en las tierras de mi amo, fue eso y nada más. Estará el pastor en connivencia, proponen los más apresurados, y no les falta razón, no señores, pero son estos casos de mayor sutileza, y lo primero que habría que averiguar es si en el acto irregularísimo no estará el pastor pensando más en la barriga de sus ovejas que en los intereses del patrón Berto o encubierto. Y apuntado esto para que no quede fuera cualquier eventualidad, volvamos a la historia, a las seiscientas ovejas que retozando vienen, amparadas por pastor, ayudadores y canes, y nosotros que somos de ciudad a esta sombra nos acogemos, admirable es ver el ganado derramándose por la costanera, o en suelo llano, qué serenidad, lejos de las malsanas aglomeraciones urbanas, del tumulto desenfrenado de las metrópolis, Empezad, musas mías, empezad el canto bucólico, y tenemos la suerte de que el rebaño venga hacia acá, así podremos saborear el episodio desde el inicio, ojalá no nos muerdan los perros.
Quiso el destino en este día que saliera Adalberto de paseo en su automóvil a dar una vuelta campestre y propietaria por las heredades, es sabido que el amor a la naturaleza necesita a veces estas expansiones, y si el vehículo no puede meterse entre matojos, por trochas y vericuetos, en todo caso tiene suficiente libertad de andar porque, con maña de volante y paciencia de muelles, bastan los caminos carreteros, lo que hay que hacer es no andar con prisas. Va solo Adalberto para mejor estimar la soledad rural, el canto de los pajarillos, aunque el motor del vehículo turbe la calma, pero todo es cuestión de saber integrar lo antiguo y lo moderno, no quedarse prendido de placeres pasados, el trotecillo suelto del caballo tirando del tílburi, y, de perfil, el sombrero campero bajo el ondular elástico del látigo que de vez en cuando acaricia la grupa del trotador, no es preciso más, él entiende. Son bellezas del latifundio que apenas se ven ya, porque un caballo cuesta una fortuna, come incluso cuando no trabaja, bien sabemos que el caballo es más distinguido, tiene reminiscencias feudales, pero los tiempos cambian, qué le vamos a hacer, y verdaderamente con el coche hay otra limpieza, deja a la gente boquiabierta y ahorra familiaridades, venga que se hace tarde.
Hoy, sin embargo, va Adalberto remansado, dibujando vagorosas curvas, displicente el codo en la ventanilla abierta, toda esta tierra es mía desde Lamberto, aunque no toda la que de Lamberto fue, sería otra buena historia la del partir, repartir, juntar y añadir, pero ya nos falta tiempo, ojalá hubiéramos empezado antes, ahora asoma Adalberto entre los árboles, brillan los pulimentos y cromados al sol, y de repente se detiene, Nos habrá visto, mejor es que empecemos a bajar por este lado, así evitaremos preguntas, soy hombre pacífico y respetuoso con la propiedad, y cuando nos volvemos para ver si nos sigue y viene cerca el furibundo Adalberto, vemos con asombro que sale del coche mira con airado semblante el cachazudo rebaño que ni caso le hace, como tampoco lo hizo de nosotros, ni siquiera los perros, que andan olfateando conejos, y luego, con un gesto de amenaza vuelve al automóvil, da media vuelta, a sacudidas, por malicia del terreno, y desaparece entre una nube de polvo, como dicen que es costumbre en las novelas. De aquí ya no nos movemos porque algo va a ocurrir, por qué se habrá marchado el hombre, esto es un rebaño de ovejas no una tropa de leones, pero los motivos quien los conoce es Adalberto, ahora en magnífica carrera directo a Monte Lavre, a buscar refuerzos, cuyos son la guardia que en esta misma hora se muere de tedio en el puesto, tiene esto el latifundio, alterna grandes agitaciones y grandes pausas adormecidas, al fin y al cabo así es el destino de quien militarmente vive, para eso se hacen maniobras y ejercicios, pero, nuestro cabo, ni tanto ni tan poco.
Ya se apea Adalberto a la puerta del puesto de la guardia, es una nube de polvo, y aunque el cuerpo le pese por la edad y otros excesos, entra ligero, el espacio no es holgado pero aun así permitió sin demasiado embarazo el paso y la consignada operación de entrar y salir en el tiempo de los treinta y tres escudos, han de acordarse, y cuando sale lleva compañía, es el cabo Tacabo y un número, se meten en el coche, Dios santo, doña María, adonde irá la guardia con esas prisas, no lo saben las viejas del poyo de la puerta, pero sí lo sabemos nosotros, vienen aquí al rebaño que paciendo está, mientras el mayoral descansa bajo una encina y los ayudantes dan la vuelta para amparar a los ovinos, con refuerzo de los perros, es maniobra de baja estrategia, pero tiene su aquel, mantener un rebaño tan grande pastando junto, sin excesos de apertura, hasta a una oveja le gusta respirar con amplitud, Y ahora, mientras Adalberto llega, una cosa me preocupa, ese entendimiento perfecto entre el latifundio y la guardia, por qué será, Simplicidad suya, o distracción, estar en este punto del relato y tener dudas todavía, o será quizá astucia o artificio de retórica, efecto de repetición, pero, sea lo que fuere, hasta un chiquillo sabe que la guardia está aquí para guardar el latifundio, Guardarlo de qué, si él no huye, De los peligros de robo, saqueo y perversidades varias, que esta gente de la que venimos hablando es de mala casta, imagine, unos miserables que en toda su vida y en la vida de sus padres y de los abuelos y de los padres de los abuelos no han hecho más que pasar hambre, cómo no han de codiciar los bienes ajenos, Y eso es malo, la codicia, Es lo peor que hay, Se está burlando de mí, Sí, lo estoy, pero hay por ahí quien tome muy en serio que esta caterva de rústicos quiere robar las tierras, las santísimas propiedades que de lejos vienen, y entonces se puso aquí a la guardia para mantenerlos en orden, aquí nadie mueve un dedo, Y a la guardia le gusta esto, A la guardia le gusta, la guardia tiene sus compensaciones, uniforme, bota, carabina, autoridad para usar y abusar, y la gratitud de los latifundistas, voy a darle un ejemplo, por esta operación militar extraordinaria, el cabo Tacabo recibirá unas decenas de litros de aceite, unos carros de leña, y el guardia, si el otro recibe setenta, recibirá un poco menos, por cuestión de jerarquía, pero se llevará sus treinta o cuarenta, en eso el latifundio es muy cumplidor, nunca queda a deber lo que le hacen, y la guardia, además, es fácil de contentar, imagino lo que pasará en Lisboa a puerta cerrada, Son casos tristes, No se ponga a llorar, entonces qué haría si viniera de lejos con un saco de astillas a cuestas, tras el desmate, cargado y jadeando como un animal de carga, y le sale un guardia al camino, apuntándole con el arma, manos arriba, qué es lo que llevas ahí, y responder, vengo de tal sitio y tal otro, y ellos van a ver si es verdad, y si no lo es, que Dios le ayude, Mejor José Gato, al menos ése, Mejor José Gato, pero lo malo es encontrarse un poco más adelante con una carrada de seis o setecientos o mil kilos de leña bien serrada e igualada para los guardias, oferta del latifundio en paga de sus buenos y leales servicios, Hay gente que se vende por muy poco, Venderse por poco o por mucho no es diferente, lo malo no está en que sea por un céntimo o por un millón.
No siguió la charla, no interesaba ya, pero pudo el narrador decir lo que quería, éste es su privilegio, y ahora sí, ahí está Adalberto y su ejército, se paró el coche, se abren las puertas, es una invasión, un desembarco, y desde lo alto hacen grandes gestos al mayoral, pero este mayoral es un vago, un animal curtido en estas soledades, sentado estaba, sentado se queda, y por fin, mostrando ostentosamente el trabajo que esto le cuesta, se pone en pie y pega un grito, Qué pasa, y el cabo Tacabo manda tocar a la carga, al ataque, apretar el botón de las bombas, mejor es no hacer caso de estas exageraciones bélicas, qué le vamos a hacer, tienen tan pocas oportunidades, ahora ya el pastor se ha dado cuenta de todo, lo mismo le ocurrió una vez a su padre, todo en su interior es una alborada de risa, se le nota en las arruguillas de los ojos, está a punto de revolcarse en el suelo, Crees tú que se puede andar así, sin pedir permiso, la pregunta es del cabo Tacabo, que fulmina, señor de la ley y de la carabina, Multa de cinco escudos por cada oveja, hagamos cuentas, seiscientas ovejas a cinco escudos, seis veces cinco treinta, vamos a ponerle los ceros, qué broma, tres mil escudos de multa, muy caros están los pastos, y entonces dice el pastor, Hay aquí un error, las ovejas son del patrón que me está oyendo, y yo estoy en tierras que son suyas, Oh, qué has dicho, se indignó Tacabo, el número miró a las nubes, y Adalberto, mosqueado, Entonces esto es mío, Sí señor, y yo soy el mayoral de estas ovejas, estas ovejas son suyas, Musas queridas id, se ha acabado la canción.
Se retiró la fuerza a sus cuarteles, callados los tres expedicionarios, y Adalberto, llegando a casa, dio órdenes para lo del aceite, mientras el cabo Tacabo y el número guardaban las armas en el armero echando cuentas del beneficio y rezaban al arcángel San Miguel la gracia de otras aventuras de igual riesgo y provecho. Son pequeños episodios del latifundio, pero también con piedra menuda se hace un muro y con espigas sueltas la cosecha, Y este piar, qué es, Un mochuelo, en seguida empezará otro a responderle, Domingo, es el que está cerca del nido.
Porque hubiera contado Sigismundo Canastro, en su tiempo cabal, la historia del perro Constante y de la perdiz, no vayamos a creer que es el único sabedor de raros casos de caza. También Antonio Maltiempo los vivió, aparte de los que conoce de oídas, y en tal cantidad y variedad que bien podría haber sido él quien narrara el episodio señalado, cabiéndole entonces a Sigismundo Canastro la función de confirmar la veracidad de lo acontecido mediante la prueba irrefutable del sueño. Aquellos a quienes esta libertad de poner, cambiar y sacar asombre no tienen más que recordar la amplitud del latifundio, la pérdida de palabras y su hallazgo, tanto da días después como siglos, por ejemplo, estar sentado bajo un alcornoque y oír la gran conversación del tronco con su vecino, historias muy antiguas, y en verdad confusas, con la edad los alcornoques desvarían un poco, pero de eso nadie tiene la culpa, o quizá la tengamos nosotros, que no quisimos aprender estos lenguajes. Quien por tales lugares se pierde acaba por distinguir entre el paisaje y las palabras que allí están, por eso a veces tropezamos con un hombre parado en medio del campo, como si, yendo a su paso y paseo, de repente lo hubiera retenido alguien, mire, escuche esto, es cierto y seguro que está oyendo palabras, casos, sucedidos, y por pasar en el momento justo y ser él la persona esperada, se suelta el flujo aéreo y tanto puede venir el suceso magnífico del perro Constante como la verdadera demostración de la curiosidad de las liebres, explicada por Antonio Maltiempo y comprobada por todos los sueños de Sigismundo Canastro, a falta de alguien más que de sus sueños quisiera hablarnos.
Primero hay que encontrar una buena piedra plana, de un palmo de altura y lo bastante ancha para media hoja de periódico. El día no será de viento, para que no se disperse el montoncito de pimienta que, en la confusión de los títulos y de la letrilla menuda itálica y redonda, va a ser el gatillo de esta escopeta. Como todo el mundo sabe, la liebre es curiosa, Más que el gato, No hay comparación, basta decir que el gato no quiere saber nada de lo que pasa en el mundo, a él tanto le importa, mientras que la liebre no puede ver un periódico caído en una carretera sin acercarse en seguida a ver lo que pasa, y tanto es así que hay cazadores que han descubierto un sistema, se ponen acechantes tras un vallado, y cuando la liebre se acerca para enterarse de las noticias, pum, fuego sobre ella, lo malo es que el diario queda hecho trizas por el plomo y hay que ir a buscar otro, ya se ha visto algún cazador con la cartuchera llena de periódicos, hasta feo se veía, Y la pimienta, para qué es, En la pimienta, sí señor, está el secreto del arte, es necesario que no haga viento, pero esa condición vale también para cuando está el diario en la carretera, que si le da el viento y sale volando, la liebre se va, que le gusta leer las noticias con el sosiego adecuado, Muy raro me parece eso, Más raras le parecerán otras cosas que le contaré si tenemos ocasión, y entonces, armado de todo ese aparato, piedra, pimienta, periódico, es sólo esperar, y si hay que esperar mucho es que el sitio es malo para liebres, ocurre a veces, después no se vaya quejando de que no había caza, la culpa era sólo suya, pero cuando se conoce el terreno, nunca falla, en seguida aparece la primera liebre, a saltos, muerde aquí trinca allá, y de repente se queda con las orejas alzadas, ha visto el periódico, Qué hace entonces, Pobrecilla, ni desconfía, va con aquella ansia suya de saber noticias, corre hacia el periódico y empieza a leer, es una liebre feliz y contenta, no se le escapa una línea, pero acerca entonces la nariz al montoncito de pimienta y aspira, Y qué pasa entonces, Lo mismo que le ocurriría a usted si estuviese allí, estornuda, se golpea la cabeza contra la piedra y muere, Y después. Después, lo único que hay que hacer es ir a buscarla, pero, si lo prefiere, puede pasar unas horas más tarde y encontrará allí un corro de liebres, detrás de una viene otra, es lo que tienen, son muy curiosas, no pueden ver un periódico, Oiga, es verdad todo eso, pregúnteselo a quien quiera, hasta un niño de pecho sabe estas cosas.
Antonio Maltiempo no tenía escopeta, menos mal. Si la tuviera sería un vulgarísimo cazador armado en vez de ser el inventor de la pimienta de San Humberto, pero esto no significa que desdeñase el arte de la puntería, la prueba está en aquel trabuco de carga por la boca que compró un día por veinte escudos a un campesino manirroto y con el que hizo maravillas. Quien vive en la ciudad se ha criado en la desconfianza, por cualquier cosa exige pruebas y juramentos, muy mal hecho, porque debemos creer las cosas tal como nos son dichas, así fue cuando Antonio Maltiempo, ya entonces propietario del trabuco susodicho, tenía pólvora para cargarlo, pero le faltaba plomo. Era entonces la época de los conejos, conviene aclararlo para que no aparezca por ahí alguien preguntando por qué no empleaba Antonio Maltiempo el sistema de la piedra, la pimienta y el periódico, como hacía con las liebres. Sólo quienes ignoran hasta los rudimentos de las artes venatorias no saben que los conejos son animales desprovistos de la menor curiosidad, ver un diario en el suelo o una nube en lo alto, para ellos es igual, salvo que de la nube llueve y del diario no, por eso no se puede prescindir de la escopeta o del lazo o del garrote, pero ahora estamos hablando de trabucos.
No hay mayor desventura que esta de tener el cazador una buena arma, aunque sea de pedernal, pólvora en cantidad, y le falte el plomo, Y por qué no lo compró, No tenía dinero, ahí está lo malo, Y qué hizo entonces, Primero, no hice nada, luego me puse a pensar, Y descubrió algo, Descubrí, sí señor, porque pensando siempre se acaba por descubrir algo, Y cómo resolvió la dificultad, Tenía una caja de tachuelas para las botas y cargué el trabuco con ellas, Qué me dice, cargó el trabuco con tachuelas, Sí señor, acaso no me cree, Le creo, pero nunca he oído una cosa semejante, Alguna vez tendrá que empezar a creer en aquello que nunca ha oído, Cuénteme el resto, Iba ya por el campo cuando se me ocurrió una idea que casi estuvo a punto de hacerme volver atrás, Qué me dice, Es verdad, me di cuenta de que un conejo atrapado con una carga de tachuelas se convertiría en un amasijo de carne y sangre, ni se podría comer, Y entonces, Me puse a pensar de nuevo, Y se le ocurrió algo, Se me ocurrió, pensando siempre se le ocurre algo a uno, me coloqué frente a un árbol de tronco grueso que había allí y esperé, Esperó mucho, Esperé lo necesario, nunca se espera ni más ni menos, Hasta que vino el conejo, Sí señor, y así que me vio salió corriendo hacia el árbol, yo ya tenía estudiado el terreno, y cuando pasó pegado al árbol voy y disparo, Entonces no quedó hecho trizas, Hombre, para qué cree usted que había estado yo pensando tanto, las tachuelas le alcanzaron en las orejas y lo clavaron al tronco de la encina, que para más detalle era una encina, Esa sí que es buena, Es buena, sí, no tuve nada más que darle un golpe en la cerviz y sacarle las tachuelas, fíjese cómo sería que cuando me comí el conejo ya estaban las botas tachueladas.
Los hombres están hechos de tal modo que incluso cuando mienten dicen otra verdad, y si por el contrario es la verdad lo que quieren lanzar de dientes para fuera, siempre va con ella una forma de mentir, aunque no sea con intención. Por eso nunca llegaríamos al final si nos pusiéramos a discutir lo que hay de verdad y de mentira en las historias venatorias de Antonio Maltiempo, basta que sepamos y tengamos la hombría de reconocer que cuanto en ellas se dice puede tocarse con los dedos, sea la liebre o el conejo después de cazados, el trabuco, que los hay aún, la pólvora, que es barata, las tachuelas con que se hierra la pobreza de los malcalzados, la bota que es testigo, la pimienta que es milagrosa desde la India, la piedra que es lo que no falta, el periódico que mejor lo saben leer las liebres que los hombres, y Antonio Maltiempo que está aquí, contador de historias, no existirían las historias si no existiese quien las cuenta.
Ya he contado una, ya he contado dos, vamos ahora por la tercera, tres fue la cuenta que Dios hizo, el padre, el hijo y el espíritu santo de la oreja por donde quedó atrapado el conejo en este caso excelente que voy a contar, Así no tiene gracia, si sabemos ya el final de la historia, Y qué importancia tiene eso, también el fin de los hombres es morir y lo mejor de ellos es la vida contada y por contar, Vamos, y cuente lo del conejo, Tenía yo el mismo trabuco, tanto me habitué a él que me daban ganas de reír esas escopetas de dos cañones, o de cuatro, armas de guerra que debían estar prohibidas, Por qué, No le parece que es mucho más bonito que cargue uno el arma por la boca, echándole la pólvora y midiendo el plomo, cuando lo hay, tranquilamente, y ver pasar la caza y decirse uno para sus entretelas, bueno, por esta vez escapaste, se siente uno lleno de amistad hacia el animal de pluma o pelo que se aleja, es cuestión de creer en el destino, aún no le había llegado la hora, Es una manera particular de ver las cosas, y luego, Luego, no, antes, ocurrió que tampoco en esta ocasión tenía dinero para los perdigones, Hombre, usted no tenía dinero nunca, De qué se asombra, acaso a usted no le ha faltado nunca, Bueno, no nos salgamos del tema, de mis necesidades sé muy bien, siga usted, Pues estaba sin dinero para plomo pero tenía una bola de acero, de esas que vienen en los cojinetes, la encontré en los desechos de un taller, y entonces apliqué la misma receta, pero esta vez sin árbol, el árbol era sólo para las tachuelas, A ver, explíquemelo mejor, Pensé que una bola de acero bien apuntada sería como una bala, ni destruía la carne del animal ni le estragaba la piel, es sólo cuestión de puntería, y de eso, no es por alabarme, tenía yo de sobra, Y luego, Luego fui al campo, a un sitio que ya conocía, un terreno arenoso por donde solía andar un conejo del tamaño de un cabrito, era el padre de los conejos, de verdad, a la que nunca vi fue a la madre, nunca sale del cubil, que es tan hondo como la sima de Ponte Cava, se mete tierra adentro y nadie sabe dónde acaba, Está bien, pero eso es otra historia, Está equivocado, es todo la misma historia, lo que pasa es que no tengo tiempo para contarla, Y luego, Luego, el conejo ya me había hecho otras veces alguna mala jugada, que tenía un arte especial para ocultarse apenas levantaba yo el trabuco, las veces que iba cargado con plomo, Entonces no le importaba estropearle la piel, A un conejo de ese tamaño, igual da, Pero acaba de decirme usted, Mire, así no puedo seguir contando, Está bien, continúe, Esperé, esperé, pasó una hora, pasaron dos, y a las tantas aparece el animal a saltitos, es un decir porque los saltos eran como de un cabrito, como ya he dicho, y en un momento en que iba por el aire me imaginé que era una perdiz, y pum, fuego, Y lo mató, No señor, el conejo sacudió las orejas antes de caer al suelo, acabó el salto, dio otro, otro más, y yo desarmado, y echó a correr todo recto contra un cercado, volvió a dar un salto, de esos largos, parecía que iba a volar sobre el cercado, esto lejos como de aquí a ahí, y qué veo, Qué fue, El conejo preso, perneando, parecía como si alguien lo estuviera agarrando por una oreja, y entonces me acerqué y lo vi todo, Hombre, no se quede usted tanto tiempo callado, que me pica la curiosidad, Usted es también como las liebres, Déjese de bromas y cuente el resto, Ocurrió que habían estado por allí arreglando el cercado y pusieron alambre con unas púas de hierro del tamaño de este dedo, y como la bola había perforado la oreja del conejo, se quedó el animal enganchado por la oreja agujereada en una púa, imagínese, Entonces lo soltó, le dio un golpe detrás de las orejas, No señor, lo saqué de allí y dejé que se fuera, No me diga, Digo, acertarle en la oreja no fue puntería, fue casualidad, y suerte, y el padre de los conejos no podía morir por una casualidad, Gran historia es ésta, Son todo verdades, como verdad fue que anduvieran aquella noche los conejos danzando hasta la madrugada, era luna llena, Y por qué, Estaban contentos porque el padre de los conejos había escapado, Los vio usted, No los vi, pero los soñé.
Así es. El pez muere por la boca cuando, de tan pequeño en el anzuelo y triste en la sartén, no lo devuelve el hombre al agua, acto que no se sabe si es de compasión por la infancia o de proyección del interés futuro, crece y aparece, pero al padre de los conejos, que seguro que ya no iba a crecer más, lo salvó la honradez de Antonio Maltiempo que, muy capaz de inventar buenas historias, no inventó otra mejor, teniendo en cuenta que más difícil era acertar en la oreja que en el resto del cuerpo, cuando muy bien sabe, y en el silencio del latifundio pronto confesó, ya los ecos de los disparos se habían apagado en los rastrojos, que no tendría paz de conciencia para pasarse el resto de su vida recordando el ojo colérico y dilatado del conejo al verlo aproximarse al cercado.
El latifundio es un campo cercado de púas, y en cada una de ellas hay un conejo perneando, con la oreja perforada, no por obra de un tiro, sino de nacimiento, y se quedan allí toda la vida, labran el suelo con las uñas, lo estercolan con sus propios excrementos, y si alguna hierba hay la comen hasta donde el diente puede llegar, con el hocico bien rastrero pegado al suelo, mientras a su alrededor andan pasos de cazadores, muero, no muero. Un día, Antonio Maltiempo se soltó de la alambrada y atravesó la frontera, lo hizo durante cinco años, una vez en cada uno, fue por tierras de Francia, norte de Francia, Normandía, pero iba llevado por la oreja, enhebrado al agujero de la necesidad, cierto es que no se había casado ni tenía hijos pidiéndole pan, pero el padre no estaba bien de salud, consecuencias de la cárcel, no lo mataron, pero lo molieron bien molido, y en Monte Lavre lo que mandaba era el paro, al menos en Francia el trabajo estaba garantizado y era bueno el pago en comparación con la medida del latifundio, en un mes, o poco más, se sacaban quince o dieciséis mil, una fortuna. Lo era, pero en llegando a Monte Lavre se le iba la mayor parte en pagar atrasos y la menor en guardar para el futuro.
Y Francia, qué es. Francia es un campo infinito de remolachas en el que se trabaja en binar dieciséis horas al día, o diecisiete, es un decir, porque siendo tantas son todas las del día y no pocas de la noche. Francia es una familia de normandos que ve que le entran por la puerta tres animales ibéricos, dos portugueses y un español de Andalucía, para más detalle, Antonio Maltiempo y Carolino da Avó, de Monte Lavre, y Miguel Hernández, de Fuente Palmera, éste sabe unas cuantas palabras de francés, ciencia de emigrante, y con ellas dice que están allí los tres contratados. Francia es un pajar de poco resguardo para el poco dormir y un plato de patatas, es una tierra donde misteriosamente no hay domingos ni días santos. Francia es un derrengarse los riñones, dos cuchillos clavados aquí y aquí, una aflicción de cruces martirizadas, una crucifixión en un pedazo de tierra. Francia es para verla con los ojos a cuatro palmos del tallo de remolacha, son de remolacha los bosques y los horizontes de Francia, no tiene nada más salvo eso. Francia es este desprecio, este mirar y hablar a modo de burla. Francia es el gendarme que viene a comprobar los papeles, línea a línea, comparando e interrogando, alejado tres pasos por causa del hedor. Francia es una desconfianza que está siempre de centinela, es un vigilar incansable, es un normando que va a inspeccionar el trabajo hecho y asienta el pie como si nos pisara las manos adrede. Francia es ser maltratado en alimento y aseo, nada que se pueda comparar con los caballos de la ferme, que son gordos, culones y soberbios. Francia es un cercado de alambre de espino con conejos ensartados por las orejas como peces en un junco, ya hasta el aire falta, y Carolino da Avó es el que menos aguanta, doblado por la cintura y flojo como una navaja a la que de pronto se le ha roto el muelle, y tiene el filo romo, la punta partida, para el próximo año no vuelve. Francia son largos viajes en tren, una gran tristeza, un montón de billetes atados con un cordel y los celos estúpidos de quien se quedó y murmura ahora de quien fue, Está rico, son las envidias del pobre, lo mal que se quieren unos a otros por motivo de intereses.
De esto saben mucho Antonio Maltiempo y Miguel Hernández, que en el intervalo se escriben, Maltiempo desde su Monte Lavre, y Hernández desde su Fuente Palmera, son cartas sencillas, con faltas de ortografía casi en cada palabra, de modo que lo que lee Hernández no es buen portugués, ni es buen español lo que Maltiempo lee, es una lengua común a ambos, la lengua del poco saber y mucho decir, y se entiende, es como si los dos estuvieran haciendo señas de un lado y otro de la frontera, por ejemplo, abrir y cerrar los brazos, que es señal inconfundible de abrazar, o llevarse la mano al corazón, que es señal de bienquerer, o sólo mirar, que es señal de descubrir, y ambos firman las cartas con la misma dificultad, la misma mano grotesca que hace de la pluma un mango de azadón, por eso les salen las letras en arranques, este que lo es, Miguel Hernández o Antonio Maltiempo. Un día, Miguel Hernández dejará de escribir, dos cartas de Antonio Maltiempo quedarán sin respuesta, a un hombre, hasta no queriéndolo, le hiere el disgusto, no es exactamente como una desgracia, no me va a quitar el apetito, éstas son cosas que se dicen para aliviar, sabe Dios si Miguel Hernández habrá muerto, o si lo habrán llevado preso como al padre de Antonio Maltiempo, quién pudiera ir a Fuente Palmera a enterarse. Durante muchos años recordará Antonio Maltiempo a Miguel Hernández, y al hablar de sus tiempos de Francia dirá, Mi amigo Miguel, y se le pone una niebla ante los ojos, se ríe para que no se note, cuenta una historia de conejos o perdices, sólo para divertir a los demás, nada de imaginación, historias ciertas, hasta que la onda de la memoria se disuelve y acomoda. Sólo en esas ocasiones tiene añoranza de Francia, de las noches de charla en el pajar, historias de andaluces y transtajanos, de Jaén y de Évora, de José Gato y Pablo el de la Carretera, y esas furiosas noches, al final del contrato, cuando iban al burdel, el robo del placer vendido, alê, alê, todavía la sangre protestaba insatisfecha, cuanto más cansados más apetecía. Salían a la calle, corridos por una algarabía extraña en una lengua que no conocían, alê négres, es lo que les pasa a estas razas morenas, todos son negros para quien ha nacido en Normandía y presume de raza pura, aunque sea una puta.
Entonces llegó un año en que Antonio Maltiempo decidió no volver más a Francia, también se le había roto la salud. A partir de ahora es otra vez conejo de latifundio, en este espino me prendo, con las uñas raspo, vuelve el buey al surco, el agua al canalón conocido, al lado de Manuel Espada y de los otros, a arrancar corcho, a segar, a podar, a cavar, a limpiar, cómo no se cansarán las personas de esta monotonía, todos los días iguales unos a otros, por lo menos en la poca comida, y el ansia de ganar algo de dinero para el día de mañana, que es la gran amenaza de estos lugares, el día de mañana, mañana también es día, como lo fue ayer, en vez de ser de alguna esperanza, aunque sólo fuese una leve brisa, si vivir es esto.
Francia está en todas partes. La heredad de Carriça está situada en Francia, no lo dice el mapa pero es verdad, y si no es Normandía es Provenza, para el caso es igual, pero no anda Miguel Hernández al lado de Antonio Maltiempo y sí Manuel Espada, su cuñado y también su amigo, aunque sean de carácter muy distinto, están los dos segando, a destajo, ya veremos cómo. Para aquí vino también Gracinda Maltiempo, grávida al fin cuando ya se creía que no iban a tener hijos, y viven los tres, durante el tiempo de la siega, en una cabaña abandonada de cultivadores, antes se acercó a limpiarla Manuel Espada para bienestar de la mujer, hacía cinco o seis años que allí no vivía nadie, estaba llena de basura, de culebras y lagartos, de todo tipo de sabandijas, y cuando lo tuvo todo a punto fue Manuel Espada a buscar una brazada de juncos que tendió en el piso para descansar, y aquello era un frescor, que ya había regado el suelo, y estuvo a punto de quedarse dormido, era una pared de adobe con cubierta de aliaga y paja que servía de tejado, y de repente le pasa una culebra por encima, tan gruesa como esta muñeca, que no es de las más delgadas. No lo llegó a saber Gracinda Maltiempo, quién sabe qué haría si lo supiera, a lo mejor no le importaba, porque las mujeres de estas tierras no se desmayan por tan poco, y cuando llegó a la cabaña la vio toda ordenada, con un camastro para el matrimonio y otro que Manuel Espada preparó para el cuñado, un saco de tabique, son las promiscuidades de estas tierras de latifundio, No proteste, padre Agamedes, por dónde ha andado usted, estos hombres no van a dormir aquí, si alguna vez se tumbaran en la cama es para no morir, y ahora sí que podemos hablar de las condiciones, son un tanto por día durante una semana, más quinientos escudos por el resto de la siega, el sábado tiene que estar todo acabado. Parece muy complicado pero es la cosa más simple que hay. Durante una semana entera Manuel Espada y Antonio Maltiempo segarán día y noche, bueno es que se entienda qué quiere decir esto, cuando estén reventados de un día entero de trabajo irán al barracón a comer y luego volverán a la tierra y trabajarán en ella, segando, no recogiendo amapolas, segando toda la noche, y cuando salga el sol irán al barracón a comer cualquier cosa, y si descansan, serán sólo diez minutos, cada uno en su camastro, roncando como fuelles, y luego se levantarán y trabajarán todo el día, y volverán para comer, no importa qué, y trabajarán toda la noche, ya sabemos que no lo van a creer, éstos no son hombres, son hombres sí señor, si fueran animales ya habrían caído rendidos, muertos, han pasado sólo tres días, son dos fantasmas que avanzan bajo la luz de la luna entre el trigal a medio segar, Crees que lo lograremos, Claro que sí, tenemos que lograrlo, y entretanto fue Gracinda Maltiempo a mondar arroz, va preñada, y cuando no pueda mondar irá al agua, y cuando no pueda ir al agua hará la comida de la cuadrilla, y cuando no pueda hacer la comida de la cuadrilla, volverá a la monda, va la barriga a flor de agua, en vez de un hijo le saldrá una rana.
Por fin acaba la siega, y acabó en el tiempo acordado, vino Gilberto y pagó, ante él estaban dos fantasmas, pero de éstos ya ha visto Gilberto muchos, y Antonio Maltiempo fue a trabajar a otro lado de esta Francia y de esta Matanza. En la cabaña de los labriegos seguirán viviendo aún Manuel Espada y su mujer Gracinda Maltiempo, hasta que le llegó el tiempo de parir. Manuel Espada fue a Monte Lavre a dejar a la mujer y volvió a la heredad de Carriça, por suerte había trabajo. Quien en todo esto no encuentre novedades necesita que le arranquen las escamas de los ojos o que le abran un agujero en la oreja, si es que no lo tiene ya y sólo los ve en las orejas de los otros.
Gracinda Maltiempo parió con dolor. Vinieron a ayudarla en el trance su madre Faustina y una Belisaria vieja, partera de oficio antiguo, responsable de algunas muertes de parto, tanto de madre como de hijo, y, para compensar, artífice de los hermosos ombligos de Monte Lavre, historia que parece de risa y no lo es, más bien debiera ser tema de investigación obstétrica, averiguar por qué artes Belisaria corta y sutura cordones umbilicales de modo que quedan luego como copas de las mil y una noches, cosa que, habiendo oportunidad y audacia, se podría comprobar comparando con los vientres descubiertos de las danzarinas moras que en noches enigmáticas van a soltarse el velo en la fuente del Amieiro. En cuanto a los dolores de Gracinda Maltiempo no fueron ni más ni menos que los comunes femeninos desde el bienaventurado pecado de Eva, bienaventurado, decimos, por el gusto anterior, parecer del que discorda, por deber de oficio y quizá también por convicción, este padre Agamedes, mantenedor del más antiguo castigo de la historia humana, conforme Jehová determinó, Parirás con dolor, y así viene ocurriendo todos los días a todas las mujeres incluso a aquellas que del dicho Jehová no conocen ni el nombre. En fin, más duraderos son los rencores de los dioses que los de los hombres. Los hombres son estos pobres diablos, capaces sí de terribles venganzas, pero a quienes una cosita de nada conmueve, y si es la hora exacta y la luz propicia, caen en brazos del enemigo llorando esa extrañísima condición de ser hombre, de ser mujer, de ser humanos. Dios, tanto da este Jehová como otro cualquiera, es quien jamás se olvida de nada, quien las hace las paga, y de ahí esa infinita exposición de sexos abiertos, dilatados, volcánicos, por donde irrumpen sucios de sangre y moco los nuevos hombres y las nuevas mujeres, tan igualitos en su miseria, tan diferentes luego de ese minuto, conforme a los brazos que los reciben, los alientos que los confortan, las ropas que los envuelven, mientras la madre recoge hacia el interior de su cuerpo esa marea de sufrimiento, mientras de su carne desgarrada dulcemente gotea la última flor de sangre, mientras la piel floja del vientre despejado se mueve lentamente y cuelga en pliegues, por este lado mío empieza a morir la juventud.
Entretanto, allá en lo alto, los miradores del cielo están desiertos, los ángeles duermen la siesta, de Jehová y de sus iras restantes no quedaron noticias que en el entendimiento humano se hayan manifestado, y no consta que los pirotécnicos celestiales hayan sido llamados para concebir, componer y lanzar cualquier nueva estrella que brille, durante tres días y tres noches, sobre la casa arruinada donde viven Gracinda Maltiempo y su marido Manuel Espada, y ahora, además, la primera hija de ambos, María Adelaida, que éste es el nombre que tendrá. Y, con todo, estamos en una tierra en la que no faltan pastores, unos que lo fueron en sus tiempos de puericia, otros que lo siguen siendo y no serán ya otra cosa hasta que mueran. Y son grandes estos rebaños, uno vimos que tenía seiscientas ovejas, y están también las piaras de cerdos, pero este animal no es propio para belenes navideños, le falta esa apariencia airosa que el borrego tiene, la piel felpuda, la caricia de la lana, mi amor, dónde has puesto el ovillo, con animales así se pueden componer adoraciones, pero con el puerco, perdida la gracia de cuando nace, aquel aire suyo de caramelo color rosa, pronto se torna trompudo y hediondo, amador de la pocilga, sólo sublime en la carne que dará. En cuanto a los bueyes, andan trabajando, no son tantos en el latifundio que sobren para adoraciones tardías, y los burros, bajo las albardas no hay más que mataduras, los moscardones zumban excitados por la sangre, mientras en casa de Manuel Espada, sobre Gracinda Maltiempo con su olor de mujer recién parida, revolotean febriles las moscas, Écheme fuera ese mosquerío, dice la vieja Belisaria, o ni eso, tan habituada está a esta corona de ángeles alados y zumbadores cada vez que es verano y va a un parto.
No obstante, hay milagros. La recién nacida está tendida sobre la sábana, la golpearon en cuanto vino al mundo y ni de tanto precisaba porque en su garganta voluntariamente se estaba ya formando el primer grito de su vida, y ha de gritar otros que hoy ni se imaginarán posibles, y llora, sin lágrimas, es un fruncir de párpados, una carantoña que podría asustar a un habitante de Marte y, sin embargo, nos debería hacer llorar a nosotros sin parar, y como es día de cálida y clara luz y la puerta está abierta, cae sobre este lado de la sábana una luminosidad reflejada, no nos cuidemos de saber de dónde, y Faustina Maltiempo, tan sorda que ya ni oye llorar a la nieta, es la primera que le ve los ojos, y son azules, azules como los de Juan Maltiempo, dos gotas de agua bañadas de cielo, dos pétalos redondos de hortensia, pero ninguna de estas vulgares comparaciones sirve, son decir de quien no sabe inventar nada mejor, ninguna comparación podría servir, aunque en el ejercicio de ellas se esfuercen los enamorados de la dama de estos ojos, que son azules, no aguados ni celestes, ni de capricho botánico, ni de forja subterránea, azules intensos y brillantes, como los de Juan Maltiempo cuando él llegue haremos la comparación entonces podremos saber al fin de qué azul se trata. En este momento sólo Faustina Maltiempo lo sabe, y por eso puede proclamar, Tiene los ojos del abuelo, y entonces las otras dos mujeres, Belisaria ofendida en sus primeros derechos de partera Gracinda Maltiempo celosa loba de su lobezna, una y otra quieren ver, pero Belisaria abusa y mira con toda calma, por eso Gracinda Maltiempo es la última, no importa, tiene tiempo de quedar atada por la punta de los senos a aquella boca chupadora, tiene tiempo de olvidarse de contemplar aquellos ojos azulísimos mientras la leche le va manando del pecho, aquí bajo estas tejas mal unidas, en medio del campo, debajo de una encina, de pie cuando no pueda ya permanecer sentada, de prisa cuando no pueda lentamente, lo poco y lo mucho de este pecho, de esta vida, de esta blanca sangre que de la otra, roja, se va formando.
Entonces vinieron los tres reyes magos. El primero fue Juan Maltiempo, vino por su pie, había aún luz del día, para él no sería precisa ninguna estrella, y si no llegó antes fue sólo por cuestiones de pudor masculino, bien podría haber asistido al parto si tales cosas se usaran en aquel tiempo y en este lugar, qué mal sería el ver parir a su propia hija, pero no puede ser, no faltarían murmuraciones, queden estas ideas para el futuro. Llegó temprano porque está en paro, anduvo cavando un pedazo de tierra que le dieron para arreglar, y cuando entró en casa no vio a la mujer, pero la vecina le dijo que era abuelo de una niña, y él quedó satisfecho, pero no tanto como sería de esperar, prefería un hombre, en general se prefieren hombres, y entonces volvió a salir de casa, va con su paso balanceado entre dos dolores, uno para aquí, otro para allá, la antigua punzada de las grandes cargas carboneando y el quebranto sordo de la estatua, parece un marinero de altura que acaba de desembarcar y se asombra ante la inmovilidad del suelo que pisa, o es como si viajara en la corcova de un camello, navío del desierto, y esta comparación dibuja exactamente el cuadro porque, siendo Juan Maltiempo el primer rey mago, justo es que viaje conforme condición y tradición, los otros que vengan como puedan, y de ofrendas no hablemos, a no ser que sea recibida como ofrenda esta arca de sufrimiento que Juan Maltiempo lleva en su corazón, cincuenta años de padecer, oro ninguno, incienso es humo de iglesia, padre Agamedes, y si de mirra vamos a hablar, no faltan muertos por el camino. Es poco, y malo, para llevar a quien acaba de nacer, pero estos braceros sólo pueden elegir entre lo que les fue permitido, sudor cuanto sea preciso, alegría no más que esta sonrisa de pocos dientes, y tierra, la necesaria para comerles los huesos, que la otra hace falta a otras agriculturas.
Va pues Juan Maltiempo con las manos vacías, pero de camino recuerda que ha nacido su primer nieto, y de un seto florido arranca un geranio, un tallo lleno de nudos, este olor de casa pobre, y es bonito ver al rey mago en lo alto de su camello con gualdrapa de oro y carmesí, inclinarse Juan Maltiempo a la humildad de coger una flor de jardinera ni siquiera mandó a un esclavo de los muchos que le acompañan y sirven, véanse estos grandes ejemplos. Y cuando llega Juan Maltiempo a la puerta de la casa de su hija, parece como si el camello conociera sus obligaciones, dobladas las rodillas el animal facilita el descenso de este señor de los latifundios, mientras toda la guarnición del puesto de la guardia republicana presenta armas, aunque el cabo Tacabo tenga sus dudas sobre el derecho a que anden animales de tal porte y complexión por la vía pública. Son fantasías nacidas del sol violento, ya quebrado en el cielo pero que recuece aún todas las piedras del camino, calientes como si hubiesen sido acabadas de parir por la tierra, Mi querida hija, y es entonces cuando Juan Maltiempo ve que sus ojos son inmortales, están allí después de una larga peregrinación, ni él conoce lo más distante de ella, de dónde vienen, cómo fue, le basta que en Monte Lavre no haya otros así, tanto en su familia como fuera de ella, los hijos de mi hija mis nietos son, los de mi hijo lo serán o no, nadie se libra de las malicias populares, pero de éstos nadie puede dudar, mírenme bien, miren estos ojos azules, y vean ahora los de mi nieta, que va a llamarse María Adelaida y es el vivo retrato de aquella abuela suya de hace más de quinientos años, más estos ojos que le vienen de su abuelo, el extranjero violador de doncellas. Todas estas familias tienen sus fábulas, algunas ni lo saben, como esta de los Maltiempo, que bien la pueden agradecer al narrador.
El segundo rey mago llegó ya con noche cerrada. Venía del trabajo, no había luz en la casa, el fuego apagado, de puchero lleno ni rastro, entonces le dio el corazón un salto y luego otro cuando le dijo la misma vecina, Tu hermana acaba de tener una niña, tu padre y tu madre están en su casa, ahora ya se sabe que el niño nacido es niña y tiene los ojos azules, saberlo es una distracción para Monte Lavre, pero la vecina nada le dice sobre el último punto, es una buena mujer que cree que las sorpresas tienen su lugar y su momento, qué gracia tendría decirle a Antonio Maltiempo, Tu sobrina tiene los ojos azules, así él con sus propios ojos castaños verá y hará la fiesta de haber visto. Ya está la guardia recogida en el puesto, nadie espera para presentar armas a Antonio Maltiempo, era lo que faltaba, loco es quien lo haya creído, pero es en carne y hueso un rey mago quien baja la calle, sucio como debe estar quien de trabajar viene. No se ha lavado, no ha tenido tiempo, pero no olvida sus obligaciones y de una lata encalada que está junto a una puerta coge una margarita, y para que no se marchite entre los dedos la sostiene con los labios, la alimenta de saliva y cuando al fin entra dice, Hermana, y le da el me-quiere, es lo más natural, que muden las flores de nombre, como se vio con el geranio y la jardinera y un día se verá con el clavel.
Menos mal que Antonio no se empeñó en ver aquellos ojos azules. La chiquilla duerme en buena paz, tiene los ojos cerrados, fue decisión de ella, sólo los abrirá para el tercer rey mago, pero éste llegará mucho más tarde, en plena noche, porque viene de lejos y todo el camino lo hizo a pie, repite este viaje desde hace tres días, o tres noches, para quien guste de informaciones rigurosas, sépase pues que Manuel Espada va en su tercera noche de poco dormir, ya está habituado, es lo que salva a esta gente, y para que se entienda mejor, mejor conviene explicarlo, así que oigan, Como Manuel Espada trabaja muy lejos de casa, ha dormido por allí, en barracón de pastores o majada de monte, no importa al caso, pero como se estaba aproximando la hora del parto, qué es lo que hace Manuel Espada, pues deja el trabajo al ponerse el sol, llega a casa pasada la medianoche, del hijo sólo ve el volumen de la barriga, descansa una hora al lado de Gracinda Maltiempo y luego se levanta y vuelve al trabajo, entre la noche y la madrugada, y ésta es la tercera, pero como a la tercera va la vencida, cuando llegue verá a su mujer parida y a su hija nacida, ya ven cómo son las cosas.
Cenaron Faustina, Juan y Antonio Maltiempo de la gallina muerta para la parturienta, Gracinda Espada bebió un caldo, salutífero para mujer que acaba de tener un hijo, y entretanto vinieron otros tíos y parientes, entraron y volvieron a salir, Gracinda necesitaba descansar, al menos hoy, adiós, hasta mañana, es una linda niña y el retrato de su abuelo. El reloj de la torre ha dado ya la medianoche, y si la mala suerte no se ha entrometido en la vida del viajero, si no hubo resbalón en ribazo o vallado, si ningún vagabundo insolente quebró la regla de no asaltar a otro tan pobre como él, no tardará en llegar el tercer rey mago, qué presentes traerá consigo, qué comitiva, tal vez venga en un caballo árabe con herraduras de oro y freno de plata coralina, bien podía ocurrir, y que en vez de vagabundo barbado y maleante le salga al camino un hada madrina y diga, Ha nacido tu hija, y como tiene los ojos azules te doy este caballo para que los puedas ver cuanto antes, no sea que con la vida se decoloren, pero aunque esto aconteciera, es un suponer de la imaginación, estos caminos son difíciles, de noche peor aún, el caballo se ha cansado ya o se partió una pierna, de modo que Manuel Espada hará el viaje a pie, oh gran noche estrellada e inmensa, noche de terrores y de indescifrables murmullos, pero, aun así, tienen los reyes magos sus poderes de Ur y Babilonia, de otro modo no se explicaría que vuelen ante Manuel Espada dos luciérnagas, no puede haber error, basta con ir tras ellas como si fueran los dos lados de un camino, quién había de decir que sean posibles tales sortilegios, que unos bichos sean capaces de encaminar a un hombre, y así suben colinas y descienden valles, bordean arrozales y atraviesan llanuras, ahí están las primeras casas de Monte Lavre, y ahora las luciérnagas se han posado en las jambas de la puerta, a la altura de la cabeza, brillando, gloria al hombre en la tierra, y Manuel Espada pasa entre ellas, que al menos no falte luz a estas horas a quien de un pesado trabajo viene y a él tendrá que regresar antes de que salga el sol.
Manuel Espada no trae presentes, ni de aquí ni de más allá. Tiende las manos y cada una de ellas es una gran flor, dice, Gracinda, no sabe otra palabra, y le da un beso en la mejilla, uno solo, pero este único beso no sabemos qué tiene para hacernos un nudo en la garganta, aunque fuésemos de la familia, aunque tuviésemos algo que decir aquí, no podríamos, en el momento de tales gestos y murmullos particulares es cuando María Adelaida abre los ojos, parecía incluso que estaba a la espera, es su primera habilidad de niña, y ve un bulto grande y aquellas grandes manos abiertas, es su padre, aún no sabe qué significa eso, lo sabe Manuel Espada, hasta tal punto que el corazón es como si se le despegara del pecho, le tiemblan las manos inermes, cómo va a levantar a aquella niña que es su hija, los hombres son muy torpes, y entonces Gracinda Espada dice, Se parece a ti, pues será, que a esta edad, con tan pocas horas, nunca se sabe, pero quien tiene toda la razón es Juan Maltiempo cuando proclama, Pero esos ojos son los míos, mientras Antonio Maltiempo escucha callado porque es sólo tío, y Faustina, tan sorda, lo adivina todo y dice, Mi amor, ni sabe por qué lo dice, son palabras que no se usan en estos latifundios en casos tales, cuestión de recato o de circunspección.
Dos horas después, aunque hubiera más tiempo todo parecería corto, Manuel Espada salió de casa, va a tener que forzar el paso para llegar al trabajo antes de que salga el sol. Las dos luciérnagas, que habían estado a la espera, se ponen de nuevo a volar, pegadas al suelo, con tal claridad que los centinelas de los hormigueros gritaron adentro que estaba saliendo el sol.
La historia de las cosechas se repite con notable constancia pero tiene sus variantes. No es que esté el trigo pronto para la siega más tarde o más temprano, eso son dependencias de la lluvia que faltó o sobró, del sol que tuvo sus desmanes de calor o se olvidó, ni de haber sido sembrados los trigos en cabezo o en tierra fondera, en suelo de barro o de más arena. A las perversidades de la naturaleza y a los errores propios están habituados los hombres del latifundio, por unas cosas así, inevitables, no van a perder el norte y el sur. Y si es verdad que las variantes señaladas, cada una por sí y por los efectos de conjunto, merecerían un hablar más extenso, un decir sin prisas, un volver atrás por causa de un terrón olvidado, sin tener que sufrir recelos de las impaciencias de quien escucha, también es desgraciadamente verdad que tales contemplaciones no son admitidas en usos de relato, aunque de latifundio como éste. Quedémonos entonces con esta pena de ver las diferencias y no poderlas contar, unamos a defectos menores este gravísimo de simular que todo es igual en la recolección un año y otro, y preguntemos sólo qué demora es ésta, por qué no entran los segadores y las máquinas en el campo, cuando hasta hombres ignorantes de la ciudad ven claramente que el tiempo ha llegado y que está ya pasando, que el susurro seco de las espigas cuando pasa el viento es áspero como un roce de alas de libélula, en fin, qué daño se está aquí preparando y contra quién.
La historia de las siegas se repite con variantes. En este caso de ahora no es una variante el que los hombres anden en ese obstinado alborozo de pedir salario mayor. A decir verdad, es la misma letanía de todos los años, en todas las estaciones y propuestas de trabajo, Parece que no hayan aprendido a decir otra cosa, padre Agamedes, en lugar de preocuparse de la salvación de su alma inmortal, si es que la tienen, sólo se preocupan del bienestar del cuerpo, no han aprendido la lección de los ascetas, sólo piensan en el dinero, ni preguntan si lo hay y si a mí me conviene pagarlo. Es la iglesia gran consoladora en estas situaciones, bebe discreta el licor del cáliz, por favor, una gota más, no lo alejéis de mí, y compungida levanta los ojos al cielo donde esperan los premios para el latifundio, llegada nuestra hora, y que sea cuanto más tarde mejor, Señor padre Agamedes, qué me dice de estos holgazanes que andan por ahí dando vivas al general, ya no se puede confiar en nadie, un militar que parecía tan seguro, bienquisto del régimen que lo hizo, y ahora ya lo ve, anda por ahí desorientando a las multitudes, cómo habrá permitido el gobierno que las cosas hayan llegado al punto a que han llegado. No obstante, a esto no sabe responder el padre Agamedes, su reino no siempre es de este mundo, sin embargo fue testigo y principal víctima del gran susto nacional, que aparezca un exaltado a gritos, frenético, que dimita, que dimita, quién, quién, el señor profesor Salazar, no parecían siquiera maneras de candidato, un candidato ha de ser bien educado, pero le salió el tiro por la culata, y dicen que anda huido, vivíamos todos tranquilos y ahora nos vienen con estos arrebatos, Pero entre nosotros, padre Agamedes, ahora que nadie nos oye, las cosas podían haber acabado mal, fue precisa mucha habilidad para que no se escapara la situación, ahora hay que estar vigilantes, y lo primero es darles un escarmiento a esos vagabundos, ni un tallo de trigo se segará este año, Para que aprendan, señor Norberto, Para que aprendan, señor cura Agamedes.
No se supo dónde nació esta didáctica consigna. Si vino de Lisboa, si nació en Évora, Beja, Portalegre, o si fue dicha de modo jocoso en el gremio de Montemor o por osadías de coñac, o si la trajo Leandro Leandres de la casa de los dragones, sea como fuere el hecho es que en pocos días se difundió por todo el latifundio, corrió de Norberto a Gilberto, de Berto a Lamberto, de Alberto a Angilberto, y habiendo hallado general aceptación, fueron llamados los capataces y se dieron las órdenes oportunas, Siega que esté haciéndose, se interrumpe, las otras no se comienzan. Será esto por alguna plaga, tal vez las mieses estén leprosas y el latifundio se haya apiadado de sus hijos segadores y no los quiera ver desfigurados, con los dedos convertidos en muñones, las piernas descepadas, las narices ausentes, para desgracia ya basta. Este pan está envenenado, póngase en los límites de los sembrados espantajos con calaveras mostrando los dientes para infundir miedo hasta en las almas más resueltas, y si aun así se empeñan en entrar, se llama a la guardia para que los meta en cintura. Y dice el capataz, No será preciso, nadie es tan tonto que se ponga a segar sin tener la paga asegurada y expuesto además a llevarse un tiro en el lomo, lo malo es el perjuicio. Y dice Alberto, Piérdanse los anillos pero queden los dedos, si dejamos este año el trigo en los campos, no por eso vamos a arruinarnos. Y dice el capataz, Quieren aumento de salario, dicen que la vida está cada vez más cara y que pasan hambre. Y dice Sigisberto, Yo no tengo nada que ver con eso, salario es lo que queramos pagar, la vida también está cara para nosotros. Y dice el capataz, Dicen que se van a juntar para hablar con el amo. Y dice Norberto, No quiero perros ladrando detrás de mí.
En todo el latifundio sólo se oye el ladrido de los perros. Ladraron cuando entre el Minho y el Algarve, entre la costa del mar y la frontera de levante se agitaron los pueblos ante el nombre y verbo del general, y ladraron un ladrar nuevo que en lenguaje humano significaba claramente, Si quieres que te aumenten lo pagado, vota a Delgado, este gusto por la rima viene de lejos, qué le vamos a hacer, somos un país de poetas, y de tanto ladrar juntos vinieron a ladrarnos a las puertas, Señor cura Agamedes, no tardarán mucho en empezar a profanar iglesias, es lo primero que hacen, ofender a la santa madre iglesia, No me hable de eso, no me hable de eso, doña Clemencia, aunque yo no rechazo las palmas del martirio, pero Nuestro Señor no permitirá que en estas tierras se repitan atentados como el de Santiago do Escoural, donde convirtieron la iglesia en escuela, imagínese, que no lo vi ni estaba allí, no fue en mi tiempo, pero así me lo contaron, Verdad fue, padre Agamedes, verdad fue, tan verdad como que estamos aquí, desvaríos de la república que no se repetirán, si Dios quiere, y cuidado al salir, no le muerdan los perros. Cuando el padre Agamedes se asoma a la puerta de la casa, suelta trémula su voz aguda y pregunta, Están atados los perros, y hay quien le responde indiferente, Éstos lo están, y quedamos sin saber qué perros están presos y qué perros están sueltos, pero el padre Agamedes confía en que la información le defienda los intereses de la pantorrilla, y sale al patio, es verdad que los perros están presos, pero cuando atraviesa el portalón y sale a la calle, hay un ajuntamiento de personas, no es que ladren, era lo que faltaba, hombres ladrando, pero si este murmullo no es como el gruñir de un perro, pierda yo el nombre que tengo, y no ve el padre Agamedes las hormigas que van a lo largo de la casa alzando como canes las cabezas y, aunque por ahora calladas, qué será de nosotros si un día se une toda esta jauría.
Dicho está que por castigo de la impertinencia habitual de pedir mejores salarios y del crimen excepcional de apoyar a Delgado y por él jurar en todo cuanto fue lugar habitado o ayuntamiento, no habrá este año siega en los latifundios. A mí, tanto me importa, dice Adalberto, lo que sí quiero es que me garanticen que el gobierno de la nación está de acuerdo, Está el gobierno de acuerdo y nosotros también, que nos parece magnífica la idea, dijo Leandro Leandres. Y los perjuicios, señor gobernador civil, va a haber perjuicios, con nuestra buena voluntad puede contar, pero sólo donde todos paguen, y éste es un reparo justificado, hecho en un lugar cualquiera del latifundio no identificado, sería ciudad, qué iba el gobernador civil a hacer en aldea pequeña no habiendo inauguración, pero dondequiera que haya sido, fue, quién sabe si en mirador abierto al paisaje, No se preocupe, Don Berto, ya se están estudiando los medios de apoyo a la agricultura, el gobierno de la nación conoce los anhelos de los labradores y no olvidará servicios patrióticos como este de ahora. Poco faltó para que izaran banderas, pero no vale la pena, ya ha pasado el día de las elecciones, el presidente es Tomás, que más da, si los otros riman por qué no voy yo a rimar, no soy menos que ellos y puedo hacer otras rimas muy hermosas, qué les parece por ejemplo ésta, Ya pasé hambre bastante, entre invierno y primavera, dice la muerte en el infierno, tienes la hoz a la espera, y tras esta canción cantada a coro se hace un profundo silencio en el latifundio, qué va a pasar, y cuando estamos ansiosos, con los ojos en el suelo, rápida una sombra pasa y al levantar la cabeza vemos al gran milano, ahora planeando, y fue el grito del milano este gemido que me salió del pecho.
Aquella noche acudió Sigismundo Canastro a casa de Juan Maltiempo, habló con él y con Antonio Maltiempo, y de allí salió para casa de Manuel Espada, donde se entretuvo más. Visitó otras tres casas, dos de ellas aisladas en el campo, hablando de esta o de aquella manera, con unas palabras o con otras, que no con todos el habla puede ser la misma, o, siéndolo, es el entender distinto, y el recado, en lo fundamental, es que vayan dentro dos días a Montemor para manifestarse ante el ayuntamiento, el máximo de personas del concejo que se puedan juntar, para pedir el trabajo que, habiéndolo, no nos es dado. De camino se dirá lo que los hombres del latifundio piensan de la fantochada que puso en la presidencia de la mísera república al imbécil pastoso y sí-sí nombrado, una vez basta, cuántas más serán. Este amargor de boca no es del mucho haber bebido o hartura de masticar, son exageraciones en general no practicadas en el latifundio, aunque no falte quien empine demasiado el codo, pero hasta eso tiene disculpa, la de verse un hombre durante toda su vida preso a una estaca, fumar y beber son maneras diferentes de huir, pero bebiendo se huye más, aunque sea una muerte lenta. Si estas bocas tanto amargan, fue por haber hablado y esperado hablar todavía mejor, si viniese la libertad, y al final la libertad no vino, alguien ha visto la libertad, tanto se habla de ella, pero la libertad no es mujer que ande por los caminos, no se sienta en una piedra esperando que la inviten a cenar o a dormir en nuestra cama el resto de la vida. Anduvieron por ahí en ayuntamientos los hombres y algunas mujeres, dieron vivas, y ahora notamos la boca amarga como si hubiéramos bebido, los ojos ven cenizas y poco más, campos por segar, Qué haremos, Sigismundo Canastro, tú que eres más viejo y con más experiencia, Iremos a Montemor el lunes, a reclamar el pan de los hijos y de los padres que los han de criar, Pero eso es lo que hemos hecho siempre, y los resultados, Lo hicimos, lo hacemos y lo haremos, mientras no pueda ser de otro modo, Es un cansancio que nunca acaba, Un día acabará, Cuando estemos ya muertos todos y aparezcan nuestros huesos si hubiera perros que los desentierren, Vivos habrá bastantes cuando llegue el día, tu hija está cada vez más guapa, Son los ojos de mi padre, eso dijo Gracinda Maltiempo, que toda la conversación había sido hasta entonces con el marido Manuel Espada, y es él quien dice, Doy mi alma al diablo a cambio de ese día, y que no sea mañana, sino hoy, y Gracinda Maltiempo levanta del suelo a la hija que tiene tres años, y regaña, Dios mío, Manuel, esas cosas no se dicen, y Sigismundo Canastro, mayor de vida y de experiencia, sonríe, El diablo no existe, no hace tratos, eso de jurar y prometer es hablar en vano, lo que no consigue el trabajo no lo consigue nada, y ahora, el trabajo es ir a Montemor el lunes, irá gente de todas partes.
Son hermosas estas noches de junio. Si hay luna, desde este alto de Monte Lavre se ve el mundo todo, como si fuera así, no somos tan ignorantes que no sepamos que el mundo es mucho mayor que esto, En Francia estuve yo, dirá Antonio Maltiempo, y es lejos, pero, en este silencio, cualquiera creería, hasta yo, si le dijeran, No hay más mundo, a no ser Montemor, adonde iremos el lunes a pedir trabajo. Y si no hubiera luna, entonces el mundo que hay es sólo este lugar donde pongo los pies, el resto son estrellas, quién sabe si en ellas existe también el latifundio y por eso va de presidente un almirante fluvial que jugó con los cuatro ases de la baraja y cuatro comodines, no hay nada como ser venerable y tramposo. Pensase Sigismundo Canastro estas malicias y agudezas, y nos retiraríamos a la orilla del camino, sombrero en mano, pasmados ante la ilustración del latifundio, pero lo que él viene pensando es que ya ha hablado con todos los que tenía que hablar, que mejor fue hacerlo hoy que dejarlo para mañana, y por eso no sabemos lo que hemos de hacer con el sombrero, ni siquiera si lo debíamos tener en la mano, Sigismundo Canastro acaba de cumplir con su obligación, sólo eso y nada más. Y como, pese a la gravedad de las decisiones adoptadas, tiene su parte de malicioso y alegre, conforme quedó demostrado ya en este relato más de una vez, pasó ante la puerta del puesto de la guardia, y viéndola cerrada y con las luces apagadas, se acercó al muro y meó a su placer y regalo como si le meara encima a toda la corporación. Son chiquilladas de viejo, ya no le sirve el badajo para mucho más, pero para esto todavía, este hermoso reguero que busca su camino entre las piedras, me gustaría tener litros de orina para quedarme aquí meando toda la noche, hasta formar una presa como la de Ponte Cava, lo que tendríamos que hacer es mear todos al mismo tiempo, inundaríamos el latifundio, a ver quién se salvaba. La noche es una belleza, con tanta estrella en el cielo. Sigismundo Canastro se abotona la bragueta, se acabó la comedia, va camino de su casa, a veces la sangre despierta, quién sabe.
En tiempo de peregrinaciones se decía que todos los caminos iban a Roma, bastaba con ir andando y preguntando, de este modo se componen dichos que luego quedan y se repiten distraídamente, es como aquel otro, Quien tiene boca va a Roma, no es verdad, aquí todos los caminos llevan a Montemor, todos estos hombres llevan la boca cerrada pero sólo un sordo no oiría el alto discurso que resuena en todo latifundio. Vienen unos a pie, los de más cerca y otros de lejos, si mejor transporte no encontraron, hay quien pedalea viejas bicicletas que rechinan como carros de mulas y se bambolean, hubo quien vino en coche de línea, y así se van acercando, llegados de todas las direcciones de la rosa de los vientos, es un gran viento el que los trae. Las atalayas del castillo ven que se acercan las huestes moras, traen la bandera del profeta doblada sobre el corazón, Santa Madre de Dios, los infieles, poned señores a recato a vuestras hijas y a vuestras esposas, cerrad las puertas y alzad el puente levadizo, que en verdad os digo que hoy es el día del juicio final. Son exageraciones del narrador, efectos de su educación medieval, imaginar ejércitos de gente armada y flámulas de caballería cuando sólo se trata de una dispersa tropa de rústicos, y todos contados tal vez no lleguen al millar, y aun así, para ese tiempo, muchos son. No obstante, cada cosa en su lugar, todavía faltan dos horas, en estos momentos Montemor es sólo una tierra con más gente en la calle que de costumbre, anda por ahí dispersa en la plaza de la feria, los de más posibles beben un vaso, y hablan unos con otros en voz baja, Han llegado ya los del Escoural, No lo sé, nosotros venimos de Monte Lavre, es verdad, no son muchos, pero han llegado, y traen una mujer, Gracinda Maltiempo también ha querido venir, ya no hay quien retenga a las mujeres, eso piensan los más viejos y antiguos, pero no dicen nada, qué harían si hubiesen oído la conversación, Manuel, voy contigo, y Manuel Espada, pese a ser quien es, creyó que su mujer estaba bromeando y respondió, respondieron por su boca sabe Dios cuántas voces de manueles, Esto no es cosa de mujeres, ay Dios qué dijiste, un hombre ha de tener cuidado cuando habla, no es sólo echar palabras fuera de la boca, luego queda uno en ridículo y pierde autoridad, menos mal que se quieren tanto Gracinda y Manuel, pero incluso así. Hablaron del caso todo el resto de la tarde, hablaron ya en la cama, La niña se queda con mi madre y nosotros vamos los dos, que no va a ser sólo dormir en la misma cama, al fin se rindió Manuel Espada y contento quedó de haberse rendido, pasó el brazo por encima de su mujer y la atrajo hacia él, son gestos de hombre y abandonos de mujer, la niña está durmiendo y no oye nada, duerme también Sigismundo Canastro en su cama, quiso y lo consiguió, quizá la próxima vez sea aún mejor, un hombre no acaba así, carajo.
Son cuestiones de las que no se habla en Montemor, qué hicieron con sus mujeres o maridos esta noche o la pasada, y lo que harán la venidera cuando este día acabe, cómo será. Del puesto de la guardia sale la caballería, como es costumbre, y dentro están de charla el teniente Contento y Leandro Leandres, han dado ya órdenes de movilización, ahora es esperar los acontecimientos, pero hay quien ha decidido esperar en otro lado, son los dueños de los latifundios que en Montemor viven, y no son pocos, finalmente parece que es verdad, hablábamos de atalayas en fingimiento narrativo y aquello es un palenque en las murallas del castillo, sentados los más valerosos infantes en las almenas reconstruidas, es un rosario de padres y madres, vestidos ellos de caballeros y ellas de claros colores. Dirán los cronistas de más maliciosa lengua que allí se fueron éstos y éstas por miedo a la invasión de los labriegos, es una hipótesis que pudiera tener algo de cierto, pero tampoco debemos olvidar que en esta tierra, quitando las corridas y el cine, las distracciones no son muchas, esta vez es como si fueran de excursión al campo, no faltan los alivios de la sombra y, si son necesarios, los consuelos del convento de Nuestra Señora la Anunciada, orad por nosotros. Queda, no obstante, claro y comprobado que dejaron sus casas por miedo hasta entonces no sentido, se quedaron los criados guardándolas, que por llevar muchos años en la casa mantienen la fidelidad, como estará Amelia Maltiempo, también criada en Montemor, son contradicciones y necesidades, aunque los tiempos están de un modo que no se puede confiar en nadie, no es porque se junten allí los pedigüeños del latifundio, no van hoy de mano tendida, queremos trabajo, sino porque fácilmente se ve cómo pueden cerrarse esas manos, hay ahí mucha rabia, y conspiración, tía, conspiración. Aquí desde lo alto se ve cómo por las callejuelas van confluyendo hacia la plaza del concejo. Parecen hormigas, dice un pequeño heredero imaginativo, y el padre rectifica, Parecen hormigas, pero son perros, ya ven cómo todo se compone y explica con esta corta y clara frase, y entonces hay un silencio, no se puede ahora perder nada de lo que ocurra, mira cómo se forma ante el ayuntamiento un pelotón de la guardia, viva la guardia, y aquél es el sargento, qué lleva en la mano, es una ametralladora, pensó también Gracinda Maltiempo, y levantando los ojos vio el castillo lleno de gente, quiénes serán.
Se llenó la plaza. Los de Monte Lavre están juntos. Gracinda es la única mujer, con ella su marido Manuel Espada, su hermano y su padre Antonio y Juan Maltiempo, y Sigismundo Canastro que dice, No nos separemos, y también hay dos que se llaman José, uno que es Picanço y bisnieto de los Picanços molineros de Ponte Cava, y otro Medronho, de quien nunca hasta ahora ha sido preciso hablar. Están en un mar de gente, da el sol en este mar y arde como una cataplasma de ortigas, en el castillo se abren sombrillas, es una fiesta. Aquellas carabinas están cargadas, se ve por las caras de los guardias, un hombre con un arma cargada tiene de inmediato otro aire, se endurece, queda frío, se le crispan los labios, y nos mira con rencor. También hay a quien le gustan los caballos, a veces les ponen nombre de persona, como aquel potro que se llamó Buentiempo, lo que no sé es si tienen también nombre esos caballos de ahí, los de la embocadura de la calle, tal vez les den números, en la guardia todo son números, se grita veintisiete y avanzan el caballo y el hombre que lo monta, es una confusión.
Ya han empezado los gritos, Queremos trabajo, queremos trabajo, queremos trabajo, no dicen mucho más que esto, sólo aquí y allá un insulto, Ladrones, y tan bajo como si el que lo suelta se avergonzara de que los haya, y hay quien grite, Elecciones libres, de qué sirve eso ahora, pero el gran clamor asciende y sofoca lo demás, Queremos trabajo, queremos trabajo, qué mundo es este en el que hay quien de descansar hace oficio y quien no tiene trabajo ni pidiéndolo. Alguien ha dado la señal, o estaría combinado que al cabo de tantos minutos de reunión, o será que telefoneó Leandro Leandres, o el teniente Contento, o el alcalde lo ordenó por la ventana, Ahí están los perros, fuese como fuese, el caso es que la guardia montada desenvainó los sables, ay madre, qué miedo, todos horrorizados ante este valor, ante esta carga de héroes, ya me iba olvidando del sol, dio en las hojas pulidas de los sables y fue una luz divina, queda uno estremecido de emoción patriótica, a ver quién no.
Rompen los caballos al trote, que el espacio no da para caballerías más arrebatadas, y caen y se revuelcan en el suelo los que intentan escapar entre las patas y los sablazos. Puede un hombre admitir este vejamen, pero a veces no quiere, o se ciega de pronto, y entonces el mar se levanta, se levantan los brazos, las manos agarran las riendas o tiran piedras cogidas del suelo, o que en los bolsillos venían, es el derecho de quien otras armas no tiene, y desde allí atrás volarán, lo más seguro es que no hayan alcanzado a nadie, caballo o caballero, una piedra así, al azar, si es que realmente hubo piedras, cuando cae va muerta. Era una escena de batalla digna de figurar en la sala de mando o en la república de los oficiales, los caballos encabritados, la guardia imperial con los sables desenvainados, sacudiendo de plano o de filo, depende, el peonaje insurrecto retrocediendo como una marea que en seguida volvía, malditos. Ésta fue la carga del veintitrés de junio, fijaos bien en la fecha, grabadla en la memoria, niños, aunque muchas otras adornen la historia del latifundio, tan gloriosas por iguales o semejantes razones. También aquí brilló la infantería, y en especial el sargento Armamento, hombre de fe ciega y ley errada, allá va la primera ráfaga de metralleta, y otra, ambas al aire, de aviso, y cuando en el castillo se oyen los tiros, hay una alegría de palmas y vivas, aplauden todos, las suaves mozuelas del latifundio coloradas por el calor y la emoción sanguinaria, y los padres, las madres, y el ala de los enamorados estremecidos por las ganas de hacer una surtida, salir por la puerta de la Ciudad, lanza en ristre, y acabar la obra iniciada, Matadlos a todos. La tercera ráfaga es de puntería baja, ahora se ven las ventajas de haberse entrenado en tiro al blanco, deja que se levante el humo, no estuvo mal, aunque podía haber sido mejor, hay tres en el suelo, y ahora hay uno que se levanta agarrándose el brazo, tuvo suerte, el otro se arrastra y arrastra una pierna, y aquel de allá no se mueve, Es José Adelino dos Santos, es José Adelino, dice uno que es de Montemor y lo conoce. Está muerto José Adelino dos Santos, ha recibido un balazo en la cabeza y al principio ni se lo creía, sacudió la cabeza como si le hubiera picado un bicho, pero luego comprendió, Ah, malditos, me habéis matado, y cayó de espaldas, desamparado, no tenía allí a su mujer para ayudarle, le formó la sangre una almohada bajo la cabeza, una almohada roja, gracias. Vuelven a aplaudir en el castillo, adivinan que esta vez ha ido en serio, y carga la caballería, dispersa al pobre pueblo, hay que recoger el cuerpo, que nadie se acerque.
Los de Monte Lavre oyeron silbar las balas, y José Medronho sangra por la cara, tuvo suerte, fue un rasguño, pero va a quedarle la cicatriz, para el resto de su vida. Gracinda Maltiempo llora agarrada a su marido, va rondando con otra gente por las callejuelas de alrededor, oh miseria, se oye el alarido triunfante de la guardia que anda deteniendo a la gente, y de pronto apareció Leandro Leandres con otros dragones de la pide, media docena, los vio Juan Maltiempo y se puso pálido, y entonces hizo una locura, se puso en el camino del enemigo, temblando, mas no de miedo, señores, hay que saber comprender estas acciones, pero no lo vio el otro, o no lo reconoció, aunque estos ojos no sean de los que se olvidan, y cuando pasaron los dragones Juan Maltiempo no pudo contener las lágrimas, de rabia eran, y de una gran tristeza también, cuándo acabará nuestro martirio. La herida de José Medronho ya no sangra, nadie diría que por un centímetro se ha librado de que le reventaran los huesos todos de la cara, cómo estaría ahora. Sigismundo Canastro jadea, los otros están bien y Gracinda Maltiempo es una chiquilla que no puede parar de llorar, Lo vi, quedó tendido en el suelo, estaba muerto, esto es lo que ella dice, pero hay quien jura que no, que lo han llevado al hospital, no se sabe cómo, si en camilla o en brazos, a rastras no se atreverían, aunque no les faltaran ganas, Matadlos a todos, se oye gritar desde el castillo, pero hay que respetar cierta formalidades, un hombre no está muerto mientras no lo diga el médico, e incluso así. Viene ya el doctor Cordo, trae puesta su bata blanca, ojalá tenga el alma del mismo color, y cuando va a acercarse al cuerpo le sale al camino Leandro Leandres y dice con voz de urgente autoridad, Señor doctor, este hombre está herido, tiene que salir inmediatamente para Lisboa, y conviene que lo lleve usted, para mejor seguridad de su vida. Asombrémonos todos en este corro en el que estamos escuchando los relatos del latifundio al ver que el dragón Leandro Leandres se compadece de la víctima y quiere salvarla, Lléveselo, doctor, ahí viene una ambulancia, un coche, de prisa, no hay tiempo que perder, cuanto antes se lo lleven de aquí, mejor, oyéndole hablar así, tan instante, tan presuroso, cómo vamos a creer lo acontecido a Juan Maltiempo, o lo que él dice que le aconteció, cuando hace ocho años estuvo preso, en resumidas cuentas por ahí anda, no lo tratarían tan mal como dice, sólo aquel quebranto de la estatua, y la prueba es que vino de Monte Lavre a la manifestación, no ha escarmentado, suerte tuvo de que no le alcanzara la bala aquella.
Se acerca el doctor Cordo a José Adelino dos Santos y dice, Este hombre está muerto, son palabras que no deberían tener réplica, al fin y al cabo un médico se pasa tantos años estudiando que habrá aprendido al menos a distinguir a un muerto de un vivo, pero Leandro Leandres no se guía por esa cartilla, él es de otra manera sabedor de vivos y de muertos, y por vía de esa ciencia y conveniencia insiste, Doctor, mírelo bien, este hombre está herido, tiene que llevarlo a Lisboa, y hasta un niño vería que estas palabras son dichas con amenaza, pero como el médico responde, que al fin tiene el alma tan blanca como la bata que viste, y si en ella hay sangre, quién se sorprende, sangre tiene también en el alma, Yo llevo heridos, no acompaño a muertos, y Leandro Leandres pierde la serenidad, lo arrastra hacia un despacho donde no hay nadie más, Vea lo que hace si no lo lleva, será peor para usted, y el médico responde, Haga lo que quiera, yo no llevo a un hombre muerto, y dicho esto, se retiró, fue a tratar heridos que heridos eran, y no faltaban, algunos ya habían ido desde allí a la cárcel, entre ellos y los sanos pasaban de un centenar, y si José Adelino dos Santos acabó siendo llevado a Lisboa, fue comedia de la policía política, fingimiento para aparentar que se había hecho lo posible para salvarlo, todo esto son maneras de burlarse de la gente, si a José Adelino dos Santos se lo llevaron, también se llevaron a otros que fueron detenidos, y sufrieron, como sufrió Juan Maltiempo y fue contado.
Escaparon los de Monte Lavre a las patrullas que recorrían y rodeaban la ciudad, y de los que habían regresado falta uno, Antonio Maltiempo, que le dice a su padre, Me quedo en Montemor, volveré mañana, y tanto si le rogaban como si no, a todos respondía, No hay peligro, marchad tranquilos, ni él sabía qué idea tenía, era sólo la necesidad de no alejarse, y entonces por trochas viejas siguieron los demás campo a través, van a llegar cansados, tal vez más allá, si salen a la carretera, hallen quien los lleve a Monte Lavre, donde ya tienen noticia de los tiros, y véase lo que son las cosas de la naturaleza, Faustina Maltiempo oyó en cuanto llamaron a la puerta y lo entendió todo como si tuviera el oído más agudo del mundo, ella tan sorda, luego dirán que se hace la sorda adrede.
En aquella noche, que fue también de estrellas y no de luna, mientras muchas mujeres lloraban en Montemor y una más que todas, hubo gran alboroto en el puesto de guardia. Una vez más salieron las patrullas a buscar por los alrededores, entraron en casas, despertaron a la gente, anduvieron investigando el misterio de las piedras que caían sobre el tejado, ya había tejas partidas y algunos cristales, un daño para la hacienda nacional, eran guijarros de tamaño medio, quién sabe si sería venganza de los ángeles o simple travesura por aburrimiento en los miradores del cielo, que los milagros no deberían ser sólo dar vista a los ciegos y pierna a los cojos, también unas pedradas pueden tener su lugar entre los secretos del mundo y de la religión, al menos eso podría pensar Antonio Maltiempo, que para eso se quedó, para hacer el milagro, con su fuerte brazo lanza las piedras, está escondido en la parte más alta de la cuesta, en la negrísima sombra que el castillo hace, y cuando por allí avanza una patrulla, se mete en una cueva donde inmediatamente resucita, nadie lo vio, al menos en eso hemos tenido suerte. Hacia la una de la madrugada tiró la última piedra, ya tenía el brazo cansado, y se sentía tan triste como si estuviera a punto de morir. Rodeó el castillo por el sur, bajó del monte, es un hombre cansado y hambriento, y durante todo el resto de la noche, caminando junto a la carretera pero apartado de ella como vagabundo que desconfía de su propia conciencia, anduvo las cuatro leguas que lo separaban de Monte Lavre, dando a veces rodeos cuando trigales intactos le cortaban el paso, no los podía pisar, y tenía que permanecer escondido de los guardias del latifundio que andaban a la caza, y de los otros guardias, los de carabina y uniforme.
Estaba el cielo aclarándose, una lucecilla que sólo ojos expertos distinguían, cuando llegó a Monte Lavre. Atravesó el río por el vado, para que no lo viera nadie en el puente, y siguió luego el curso de agua, pegado a los sauces, hasta que empezó a subir, siempre rodeando, podía andar también la guardia por allí curándose el insomnio. Y cuando llegó junto a su casa, vio lo que ya esperaba, una luz, estaba el candil encendido, era como farolillo de pesca de bajura, el lugar donde velaba la madre del chiquillo de treinta y un años que había ido a tirar unas pedradas y volvía tarde a casa. Antonio Maltiempo saltó la cerca del huerto, a salvo ya, esta vez Faustina Maltiempo no lo oyó, estaba ocupada en lágrimas y malos pensamientos, pero oyó el ruido de la tranca de la puerta o quizá fue una vibración que le llegó al alma, Hijo mío, y se abrazaron los dos como si él regresara de grandes hechos de guerra, y sabiéndose ella dura de oído, no esperó por las preguntas y dijo, todo como quien reza una letanía, Tu padre llegó bien, Gracinda igual, y tu cuñado, y los demás, sólo tú me hiciste pasar este mal rato, y Antonio Maltiempo vuelve a abrazar a su madre, es la mejor respuesta y la mejor entendida. Entonces, desde el cuarto de al lado, a oscuras, Juan Maltiempo pregunta, y no es voz de quien acaba de despertarse, Has llegado bien, y Antonio Maltiempo responde, Bien, sí, padre. Y como ya va siendo hora de comer algo, Faustina Maltiempo enciende el fuego y pone la cafetera sobre las trébedes.
El latifundio es un mar interior. Tiene sus cardúmenes de pez menudo y comestible, sus barracudas y pirañas de mala muerte, sus animales pelágicos, leviatanes y mantas gelatinosas, animales ciegos que arrastran la barriga por el cieno y mueren en él, y también grandes anillos serpentinos de estrangulación. Es mediterránico mar, pero tiene mareas y resacas, corrientes blandas que tardan en dar la vuelta entera, y a veces rápidos que agitan la superficie, son ráfagas de viento que vienen de fuera, o desagües de inesperados flujos, mientras en la oscura profundidad se enrollan lentamente las olas arrastrando el torbellino de nutriente limo, desde cuándo dura esto. Son comparaciones que tanto sirven para mucho como para poco, decir que el latifundio es un mar, pero tendrá sus razones de fácil entendimiento, si esta agua agitamos, toda la que hay alrededor se mueve, a veces tan lejos que los ojos lo niegan, por eso sería un error llamar pantano a este mar, y aunque lo fuera, muy errado vive quien de apariencias se fía, aunque sean éstas de muerte.
Todos los días los hombres se levantan de sus camas, todas las noches se acuestan en ellas, y decir cama es decir lo que de cama hace las veces, todos los días se sientan ante el alimento o la voluntad de tenerlo suficiente, todos los días encienden y apagan una luz, bajo la rosa del sol no hay nada nuevo. Éste es el gran mar del latifundio, con sus nubes de peces de rebaño y animales de devoración, y si esto fue siempre así, no se ven razones para que deje de serlo, hasta teniendo que soportar algún cambio, basta con que la vigilancia no se distraiga, todos los días van al agua las barcazas armadas y las redes que han de pescar al pescador, Dónde has robado ese saco de bellotas, o A ver, ese haz de leña, o Qué haces aquí a estas horas, de dónde vienes y adonde vas, no es un hombre señor de poner el pie fuera del acostumbrado carril, salvo si va contratado, y en consecuencia vigilado. No obstante, cada día trae con su pena su esperanza, o será esto debilidad del narrador, que seguro que ha leído esta frase o la ha oído decir y le ha gustado, porque viniendo con la pena la esperanza, ni la pena se acaba ni la esperanza es más que eso, no usaría otras palabras el cura Agamedes, que justamente de pena y esperanza hace su modo de vida, quien crea lo contrario o es tonto o desvaría. Pero acertado será entonces decir que cada día es el día que es, más el día que fue, y que los dos juntos son el de mañana, hasta un niño debería saber estas cosas sencillas, pero hay quien cree que se pueden partir los días como se cortan cáscaras de sandía para los cerdos, cuantos más pequeños los trozos mayor la ilusión de eternidad, por eso los puercos dicen, Oh Dios de los puercos, cuándo será que matemos de una vez el hambre.
A este mar del latifundio llegan resacas, pancadas, golpes de agua, y cuanto a veces basta para derribar un muro, o simplemente saltarlo, como en Peniche supimos que ha ocurrido, que aquí se ve cómo tiene sentido el que hayamos estado hablando del mar, que Peniche es puerto de pescadores, y fuerte carcelario, pero huyeron, y de esta huida mucho se hablará en el latifundio, qué mar, qué nada, qué es esto, es tierra la mayoría de las veces seca, por eso los hombres dicen, Cuándo podremos matar la sed que tenemos, y la otra que tuvieron nuestros padres, y la que bajo esta piedra se prepara para los hijos que tendremos, si los tenemos. Llegó la noticia que no fue posible ocultar, y no faltó quien contara lo que no contaron los periódicos, sentémonos bajo este alcornoque, ésta es la información que tengo. Es la ocasión para que los milanos levanten su más alto vuelo, para que griten sobre esta inmensa tierra, quien los entendiera mucho tendría que contar, bástenos por ahora este lenguaje de los hombres. Por eso doña Clemencia puede decir al cura Agamedes, Se acabó el sosiego que jamás hubo, parece una contradicción, y pese a ello nunca esta señora habló con tanta exactitud, son los tiempos nuevos que están llegando muy de prisa, Esto parece una piedra rodando por el declive de un monte, así le respondió el cura Agamedes, porque no le gusta emplear frases propias, le ha quedado el hábito del altar, pero, en fin, tengamos nosotros la evangélica caridad de entenderlo, lo que él quiere decir en la suya es que si no se apartan del camino de la piedra sabe Dios lo que va a pasar, perdonémosle esta nueva añagaza, bien se ve que no es preciso esperar a Dios para saber lo que le ocurre a quien se queda en el camino de la piedra que rueda, ni cría musgo ni salva Lamberto.
Apenas habíamos acabado de decir esto, es un decir porque aún pasaron varios meses de malos presentimientos, cuando se une el sacrilegio a la confusión, que confusión fue el que se descuidaran las precauciones de calabozo, y es sacrilegio ver ahora navegando por los mares, con el nombre de Santa Libertad, un barco que llevaba antes el religioso nombre de Santa María, cómo no ha de estar doña Clemencia en la capilla de su casa orando fervorosa y apasionada por la salvación de iglesia y patria, sin olvidarse de exigir el castigo de los revoltosos, por no darles un escarmiento a tiempo hemos llegado a esta desgracia, con la vida de los otros no se juega y mucho menos con mis bienes. Pero esto son sólo desahogos de señora de su casa, entre cuatro paredes, y aun así es preciso que Norberto esté de humor para oírlos, si no fuera por el padre Agamedes quién iba a escuchar a esta señora, que casi no sale, sólo muy de tiempo en tiempo hasta Lisboa para saber de modas, o a Figueira por tradición familiar de baños, y hasta parece ya que desvaría, será por la edad, decir mis bienes cuando se trata de un barco que por el mar navega, no en este interior mar del latifundio, estará la señora mal de sus cabales, mucho se engaña quien así piense, pues de la compañía colonial de navegación tiene ella acciones heredadas de Alberto, su padre, que gloria haya, y es ahí donde le duele.
Este gran frío del latifundio no es sólo por ser enero. Todas las ventanas de la casa están cerradas, y si esto fuera castillo de Lamberto y no casa grande de Norberto, veríamos de hombres de armas guarnecidas las almenas, como aún no hace mucho vimos gente medrosa y sanguinaria poblando las ruinas de Montemor, es la diferencia de los tiempos, ahora circulan las mesnadas de la guardia por el latifundio, en pie de bota y pie de guerra, mientras Norberto lee los periódicos y oye la radio, grita a las criadas, los hombres cuando se ponen furiosos son así. Y lo más indignante es el aire de socarrona alegría del pueblo bajo, parece como si para ellos hubiera llegado la primavera más temprano, ni sienten el frío, la suerte fue que les duró poco el disfrute, al cabo de dos días tuvieron que achantarse, Dios no duerme y sin duda vendrá pronto el castigo, ya Santa María está resucitada, orad por nosotros, y no deseemos mucho mal al padre Agamedes, que vino al fin a tener su pecado de envidia, ya tardaba en tan santa criatura, no poder celebrar un solemne Te Deum Laudamus en acción de gracias, pero en esta mezquina tierra de Monte Lavre, con tan impía gente, mal empleado sería.
Es un año negro para el latifundio. Va la doncella paseando en su hacanea, ondula la falda y la gualdrapa, suelto como es uso el velo al viento, no hay más compuesto figurín, cuando de repente tropieza el animal, éstos son caminos medievales, señor mío, se va de manos, Jesús María, y ya está la doncella en el suelo mostrando sus íntimas penumbras, parece que no hubiera mayor mal, lo malo fue el ímpetu del animal al levantarse, con el susto se desmandó y coceó, pobre pequeña. Así nació un refrán que promete, sobre caída, coz, modo hípico de declarar más melancólico, Una desgracia nunca viene sola. Aún ayer huyeron los presos de Peniche, los terribles comunistas, los comeniños, ay vecina, ha visto por ahí a mis hijos, aún ayer se agitaron las almas y los océanos con aquella nueva historia de corsarios, quién los fusilase a todos, un barco tan bonito, todo de blanco vestido, Santa María caminando sobre las aguas como su divino hijo, y ahora llegan noticias de África, son los negros, Siempre dije, hermana, que los tratábamos demasiado bien, lo advertí, pero no quisieron oírme, quien ha vivido allí sabe cómo tratarlos, no quieren trabajar, son unos mantas, si no es por las malas, por las buenas no van, y ahí está el resultado, los tratamos con muchas contemplaciones, como a cristianos, pero, en fin, el caso aún no está perdido, no se perderá África, si mandamos el ejército, una guerra en serio, recordemos lo de Gugunhana, buenas palabras fueron las del señor presidente del consejo, rápido y con fuerza, qué jefe de guerra sería si tuviera estudios militares, pero al menos habló. En poco tiempo se desvaneció el sueño imperial, vamos ahora a correr, mal puesto el remiendo, mal cosido el pespunte, el negro es ciudadano portugués, viva el negro que no va arma en mano, pero ojo con él, y el otro muera pronto, un día de éstos, despertándonos bien dispuestos, diremos que las provincias ultramarinas que fueron colonias pasan a ser estados, en cuestión de nombres da lo mismo, lo que es preciso es que la mierda no varíe y sigan comiéndola aquellos a quienes sólo de mierda hemos alimentado, negros o blancos, un premio a quien note la diferencia.