El anillo

La primera vez que llevé a una muchacha del norte a mi pueblo sentía molestias en las manos. Fui a buscarla a la estación. Mientras esperaba, tenía como un hormigueo, uno de esos que según cuentan solo se calma con un bofetón. No paraba de rascarme las palmas, alternando una mano con la otra. Serían los nervios. A lo mejor solo era eso. Cuando bajó del tren, la monté en la vespa y procuré llevármela enseguida antes de que se diera cuenta de dónde había bajado. No creo que nunca me haya avergonzado del lugar donde crecí, pero a veces la adolescencia aspira a poder seleccionar hasta los lugares, y luego determinados espacios concretos de esos lugares, y en esos espacios concretos incluso los momentos que hay que saborear y aquellos otros que no hay que probar nunca. Habría querido llegar de inmediato a los sitios que yo consideraba dignos de ser vistos, admirados, vividos. El paseo marítimo, dando la espalda al cemento y mirando mar adentro, sin darse la vuelta. Las crías de búfala que nacen antes del verano, haciendo bramar a sus madres con un mugido que parece una maldición por el dolor. Y la cría que, cuando tiene la piel bañada de placenta, parece que lleve un manto sobre la carne, uno de esos que en los cuentos cubren a los magos y bajo los cuales te imaginas que desapareces en una noche sobrenatural. Todo lo que podía parecer hermoso eran rincones, momentos, cosas que solo podías captar si te concentrabas y lograbas ignorar todo lo demás. Yo aceleré en la vespa, como si pretendiera anular la visión de lo horrendo. Ella, algo azorada, no se agarró a mi cintura, pero trató de encontrar un asidero en el sillín, e incluso llegó a pasar sus dedos índice por las trabillas de mis tejanos. Era una muchachita del norte y no sabía que para mí -que por entonces no había pasado nunca de los límites de Cassino- aquel gesto valía más que el simple hecho de agarrarse. Entramos en el pueblo, y ella advirtió los ramilletes de flores repartidos por numerosos rincones. E incluso algunos candiles a la altura de los tobillos. Me habría gustado explicarle qué eran, pero no quería asustarla. Explicarle que señalaban los lugares en donde se habían cargado, despachado, liquidado a alguien, me parecía inconveniente. Dejé que creyera que también en mi tierra se corría demasiado. Que también aquí uno podía terminar pegándosela contra un árbol. De tanto en tanto asomaba una lápida en alguna parte. Ella venía de una ciudad de resistencia y antifascismo, y al verlas a lo lejos me preguntó:

– ¿Partisanos?

No sabía que aquí casi no había habido resistencia, que la guerra había sido una infinita matanza de civiles, alemanes que antes de retirarse habían peinado los campos y las casas masacrando.

– Sí, partisanos -respondí.

De pequeño era muy bueno a la hora de ocultar ciertas historias. Quizá sea por eso por lo que al crecer he sentido una especie de náusea continua al quedármelas dentro y de vez en cuando he tenido que echárselas encima a alguien. Pero pensándolo bien, instintivamente le di una respuesta casi correcta. El sur está lleno de lápidas que recuerdan a alguien que ha caído, aunque en otra clase de resistencia. Una resistencia más difícil de explicar, porque no es contra tropas invasoras, no es contra brigadas fascistas, no es contra un régimen al que hay que derribar. Una resistencia que no puede ser siquiera «contra». Basta con estar dentro para caer, exactamente como durante la guerra, cuando los bombardeos y las represalias de los alemanes hicieron más víctimas civiles en el sur que en las zonas donde se combatía.

Pero yo aquel día era feliz. Era feliz porque había encontrado una persona a la que llevar a la boda de un primo lejano mío a la que me habían obligado a ir. Me cambié en un santiamén, mientras la hacía esperar en una habitación que había junto a la mía. Pero cerré la puerta con llave confiando en que no se diera cuenta y disimulando el ruido de la cerradura con una tos fingida. La consideraba como una especie de ser al que hubiera que proteger bajo llave. Cuando nos dirigimos a la iglesia para la boda, todos en el pueblo miraban a la muchacha, miradas de soslayo, hechas para engatusar, para tratar de comunicar claramente que, si no eres de nadie, puedes pasar a ser de quien ha decidido tenerte. Miradas que no pretenden seducir, ni mucho menos despertar curiosidad, sino más bien como si quisieran desahogarse, saciándose de mirar porque nadie dará un paso para pedirte cuentas de esa mirada.

Y así quieren encontrar satisfacción, como la mano en el autobús que, escondida bajo una chaqueta doblada sobre el brazo, roza una rodilla o una muñeca y lo hace a veces de un modo más invasivo que una palmada vigorosa y explícita. Miradas que se le pegaban a la piel y la obligaban a mirar hacia arriba o hacia abajo, a huir con los ojos y a sudar aún más: como si la densidad de las miradas restringiese el espacio y el aire de la iglesia. Ella era territorio de nadie y no lo sabía, y yo no encontraba las palabras para hacerle entender que era territorio. Logré arrastrarla al rincón de una capilla.

Y empecé a mirar las manos de todas las abuelas y tías, de todas las madres y hermanas, de las primas y de las invitadas. Necesitaba encontrar una alianza. Cogí tan de improviso la mano de mi tía que esta se sorprendió ante aquel extraño gesto de sobresaltado afecto, e intenté quitarle el anillo. Pero este llevaba ya tanto tiempo en su dedo anular que no quería salir. No sirvió ni la fuerza de tracción ni el agua bendita. Finalmente llegó la sabiduría de mi abuela, que se metió el dedo en la boca y, lubricándolo con la saliva, logró sacar el anillo sin esfuerzo. Así, con la alianza apretada entre las manos, corrí hacia la capilla, le tomé la mano a la muchacha y se la puse. Al principio ella se extrañó, casi se asustó, luego empezó a mirarme con ojos de miel como si hubiera sido un regalo. No había entendido nada. Le acababa de poner un escudo protector. Pero tampoco esta vez intenté explicárselo. Desde entonces lo hago siempre, como si las personas a las que más quiero hubieran de ser protegidas todas ellas con un símbolo, un anillo, que sin embargo solo en algunas partes del mundo sigue siendo un escudo protector: coger una mano y protegerla con un gesto. Y protegerme a mí mismo: ya de niño empecé a ponerme anillos en los dedos. Uno en la izquierda, dos en la derecha, como veía hacer a los matones de los clanes. Una manera de tomar el pelo a mi madre, de irritarla. Tres anillos como el padre, el hijo y el espíritu santo. Así se llevaban en mi tierra, así los llevo yo. Sin significado, sino más bien como una consecuencia de algo que me pertenece sin saber siquiera por qué; me pertenece entre las manos. Después de varios años sin vernos ni oírnos he vuelto a encontrarme con la muchacha del norte. Lleva en la mano otro anillo. Este de verdad, puesto en el momento oportuno, y no a toda prisa, a escondidas. Uno de esos anillos que no protegen, que no esconden, sino que en todo caso explicitan. O que tal vez no significan nada salvo el hecho de ser de oro. Se ha hecho periodista o algo parecido. Mientras la acompaño a hacer el acostumbrado recorrido por las tierras del infierno, saca una foto de la bolsa y me la enseña. Una foto, la única, de aquel extraño día. Pero no la saca para compartir un momento de nostalgia. La muchacha del norte, la señora del norte convertida en periodista, me señala a dos chicos, Giuseppe y Vincenzo, y me dice:

– Los han matado porque eran camorristas, ¿no?

Evidentemente los recuerda de la boda. Recuerda sus caras. Te asalta la rabia porque no te lo esperas, y no sabes si podrás contenerla. Habría podido estamparle un bofetón en el rostro, de esos que dejan una señal que parece bronceado, pero la misma rabia me sofoca la voz y no atino a responder, no puedo hablar. Ella los recordaba de la boda, los recordaba y no sabía nada, no sabía nada de ellos, pero le había bastado la noticia de su muerte y un poco de información recogida por teléfono para condenarlos. Ha pasado mucho tiempo desde que murieron. O quizá ha pasado poco, pero hay hechos que quisieras olvidar, de los que no quisieras recordar ni tan siquiera un detalle. Pero la memoria no tiene ese poder, o al menos la mía no lo tiene. Hay lugares donde nacer implica tener culpa. El primer aliento y el último catarro tienen un valor equivalente. El valor de la culpa. No importa qué voluntad te haya guiado, no importa qué vida hayas llevado. Todavía cuenta menos el pensamiento que hayas albergado entre las sienes, y menos aún cualquier afecto que hayas dedicado, tal vez, en algunas horas cotidianas. Cuenta dónde has nacido, qué está escrito en tu carné de identidad. Solo las personas que lo habitan saben de ese lugar, puesto que los culpables se conocen. Todos culpables, todos absueltos. En cambio, quien no tiene esa ciudadanía, lo ignora.

Era septiembre, concretamente el día 28, una tarde en la que el frío parecía que tardaba en llegar, un verano alargado, estirado casi hasta noviembre. «¡Pagaremos este calor! ¡El invierno será gélido!», comenta alguien tras la barra del bar. Un asqueroso barucho deportivo donde uno se detiene a comprar viejas bebidas y novísimos boletos de apuestas sobre los partidos de fútbol. A' bullett': «El boleto». Apuntar, jugar, ganar una vez una gran suma y creer que uno ha sido capaz de hacer al menos una cosa buena en la propia existencia. Luego aquella suma no llega nunca, llegan algunas minúsculas que son dosis progresivas inyectadas para seguir jugando. Y te das cuenta de que cada ganancia recompensa la mitad de la mitad de los años de jugadas que han salido mal. En este sitio, frente al barucho donde todos beben gaseosa Arnone, porque es del lugar y porque alguien quiere que se venda solo gaseosa Arnone, hay una plaza. Todo sucede en esa plaza. Siempre los mismos horarios, los rostros habituales. Todos, allí, sentados en ciclomotores o en muretes. Porros, cervezas, chismorreos. Algunas riñas. Casi todos son parientes, hijos de tres o cuatro familias distintas, todos de la misma sangre, recuerdos comunes, las mismas clases en la escuela. Luego están los chicos nuevos, los hijos de los inmigrantes o los hijos de las gentes del lugar que se han casado con hombres o mujeres inmigrantes. De hecho, este lugar es un país africano. No por el clima, no por su arquitectura que tira a exótica, sino por la población que allí vive. Este lugar está habitado en su mayoría por inmigrantes africanos. No magrebíes. Casi todos nigerianos, senegaleses, muchos marfileños, algunos de Sierra Leona, bastantes de Liberia. «¡En el pasado había muchos más!», repite siempre alguien detrás de la barra del cutrísimo bar deportivo. Sí, había más. Eso significa que en el pueblo de cada diez personas que te encontrabas nueve eran africanas y una autóctona. Eso suponiendo que te fiaras del color de la piel, porque si esa única que te encontrabas era un polaco, entonces diez de cada diez eran inmigrantes. Este lugar podía ser un filón de culturas concentrado en unos pocos metros cuadrados. Media África se había desparramado por sus calles y se partía la espalda en los campos de tomates a siete mil liras la hora; ahora a cinco euros. Las gentes del lugar no eran crueles con los africanos, no los miraban con desprecio. Al contrario. De algún modo se iniciaron las primeras celebraciones en común, algunos matrimonios mixtos. Las muchachas negras entraron en las casas como canguros. Con el tiempo, no obstante, los poderosos.

los verdaderos poderosos, han difundido cierto sentimiento de temor, cierto recelo, cierta separación impuesta. Si es necesario que haya contactos, que sean mínimos, que sean superficiales, que sean momentáneos. Luego cada cual en su casa y el dinero solo para ellos. Esa tarde son cinco. Los cinco beben unas gaseosas y unas cervezas. Francesco, Simone, Mirko, Giuseppe y Vincenzo. Discuten. Se conocen de siempre, de vista, o han ido juntos a algún curso en la escuela, o se han picado en el campo de fútbol sala, en los partidos del Liternese. Quizá hayan hecho juntos el reconocimiento médico para la mili. Hablan, ríen, eructan. Milán, Turín, Roma. Los mapas geográficos recubren los fragmentos del discurso de los muchachos de este lugar. Nadie quiere quedarse, sienten la culpa. Están creciendo, e intuyen la culpa de vivir en este lugar. El que no se va es un fracasado. Quieren ganar dinero, pero

Giuseppe y Vincenzo saben que nunca lograrán mantenerse con su trabajo antes de los cuarenta años. Giuseppe, de veinticinco, trabaja de carpintero. Es bueno, tiene talento para los muebles, parece un ebanista nato. En su taller, sin embargo, le siguen considerando un chaval. Cobra cuatro duros; cuando sea mayor le darán finalmente mil euros al mes. Vincenzo tiene veinticuatro años y «se fatiga» trabajando de albañil. Es que aquí al trabajo lo llaman «fatiga». Si no sudas, si no vuelves a casa con las rodillas que se te doblan, si por la noche no sientes la boca seca y el estómago vacío, entonces es que no te has «fatigado». El trabajo es así. Vincenzo no es ningún fenómeno como albañil. Por el momento le hacen preparar el cemento. Echa cemento, añade agua. Una vez vino a mi casa acompañando al masto para repintar una habitación manchada de humedad. Vio un libro. El trabajador, de Ernst Jünger, y empezó a bromear sobre él con una inteligencia que yo no me esperaba:

– Bueno, también yo podría escribir un libro con un título así, pero tendría que escribir siempre la misma página: aquí es siempre todo igual.

En la plaza, esa tarde y siempre, se habla mucho menos y mucho peor. Desde hace demasiado rato alguien está pasando una y otra vez junto al grupo. Francesco siente que lo están mirando. Francesco tiene veintiún años, está haciendo carrera con los que mandan. Se relaciona con el clan de los Tavoletta. El clan del lugar. Trafica, y trafica incluso donde no puede hacerlo, pero por eso mismo el clan lo reconoce como un afiliado serio aunque sea un muchacho. Gana mil doscientos euros a la semana. De vez en cuando hace de chófer. Tiene el valor de traficar incluso en el territorio de los enemigos de los Tavoletta, los Bidognetti. Francesco bromea, ríe, se bebe la tercera cerveza, da la décima calada al porro. Pero no está tranquilo. Mirko y Simone son amigos. Simone es el hermano de Giuseppe. Ellos han sido los primeros en detenerse en la plaza para hablar, y luego se les han acercado los otros. Es así como se forma el grupo en la plaza. Llega a oleadas, se va a oleadas. Simone trabaja también en carpintería. Tiene menos talento que su hermano, pero como tiene treinta y un años le pagan más y recibe encargos más prestigiosos, monta los muebles a los recién casados y se pasa el rato maldiciendo a Ikea, que ha destruido los gustos, que te deja montar una casa con quinientos euros, que ya no permite que cada esposa tenga sus manías, que cada manía tenga su carpintero y que cada carpintero tenga su sueldo. Pero hasta los clanes, cuando han vendido a Ikea sus terrenos para hacer construir en ellos el mayor establecimiento de Europa, han empezado a malbaratar sus carpinterías, y las tiendas de muebles las están convirtiendo en talleres de coches. Mirko está en paro. Su padre le está buscando empleo, quizá en Formia. Solo el olor de Roma ya le excita. Tiene treinta y un años, y ha trabajado siempre de cajero en un supermercado. Pero luego cogieron a un chico del Chad que trabaja el doble por la mitad del sueldo que le daban a él. Pero Mirko no se preocupa. Le da igual. «Esta vez sí me voy de verdad», les dice a todos los que quieren consolarle. Hablan y hablan, es domingo. Mañana a trabajar, ¡maldición! Pero hablan y siguen hablando. Francesco saca un billete de cien euros. Está orgulloso. Dice que se casará antes que los otros y que la boda la celebrará en Sorrento. Los demás ríen, le envidian, pero saben de dónde viene ese dinero. Los cuatro muchachos se mantienen lejos de los clanes. Demasiado peligro, demasiada fatiga. Salvo Francesco. Mientras tanto, aquellos siguen pasando una y otra vez. Esta vez Francesco lo comprende. Trata de alejarse, despidiéndose rápidamente de los muchachos. Vincenzo, Giuseppe, Mirko y Simone no entienden qué sucede. Los tres que estaban acechando allí en la plaza desde hacía horas empiezan a correr hacia él, sacan las pistolas, los muchachos escapan, Francesco está ya delante de ellos. Los tres tipos tienen las pupilas dilatadas, van atiborrados de coca. Son hombres de Bidognetti, el clan rival, enviados a castigar a Francesco. Corren, corren, cargan. Vacían dos cargadores. Smith & Wesson. Cuando se dispara con una pipa tan pesada la puntería requiere la habilidad de un francotirador. Solo produces ruido y miedo, pero no alcanzas ningún objetivo. Los muchachos logran huir, se meten en un callejón sin salida, pero al final, si logran escalar el muro que separa un pequeño parque de la calle, podrán conseguirlo. Francesco pone los pies en los agujeros de los ladrillos que faltan, está ya encima del muro. Lo ha escalado en pocos segundos. Le disparan siete veces. Solo una le da en la clavícula, pero ni siquiera se da cuenta. Cuanto una bala te toca de cerca, la herida se cauteriza de inmediato, y el miedo te impide sentir nada, te das cuenta luego, bajo la ducha, en cuanto el agua caliente te hace salir la sangre del orificio. Se deja caer por el otro lado del muro. Está a salvo. Mirko y Giuseppe parecen dos muñecos articulados. Corren sin aliento. No pueden parar, y los dos se lanzan con fuerza contra el muro. Escalan los ladrillos de toba agarrándose hasta con las uñas. Disparan contra ellos cinco veces. A Mirko le rozan bajo el abdomen, a Simone la rozan en el codo. Solo una rascada en la piel, nada más. Saltan el muro. Están a salvo. Los matones están sin aliento, sofocados por la coca, tratan de escalar. Se caen una y otra vez, no lo consiguen. Oyen que al otro lado los chicos están escapando. La gente ha llamado a la policía. Pero no pueden volver con las manos vacías. Vincenzo y Giuseppe no han corrido hacia el muro. Han empezado a llamar a un montón de puertas. No entendían por qué se les agredía. Nadie les abre. A pesar de conocerles, a pesar de ser los hijos de Rosetta y de Paola, dos señoras conocidas en todo el pueblo, nadie les abre. Y sin embargo todos les han visto desde niños crecer en la plaza. Pero no abren. No saben en qué se han convertido ahora que son mayores. Ellos aporrean las puertas. Les abre una pareja de jubilados. Solo una pareja. Conocen a Giuseppe, al que incluso llaman Peppino. Por supuesto, le encargaron a él el armario empotrado cuando se casó su primera nieta. Abren, y los dos muchachos entran. Los ancianos les ofrecen un vaso de agua y llaman a los carabineros. Les tranquilizan, tratan de saber qué ha sucedido en este pueblo que tan bien conocen. Les gustaría poder decir que todo es distinto, que ya no lo reconocen de cuando eran jóvenes. Pero lejos de ello, lo reconocen perfectamente. Siempre ha sido así. Quizá antes era incluso peor. El lugar común del anciano que añora el pasado en esta tierra se disuelve miserablemente. A los pocos minutos, sin embargo, vuelven a oír que alguien llama a la puerta. Golpean con los pies y con la culata de la pistola. Los muchachos gritan: «¿Qué queréis? ¡Nosotros no tenemos nada que ver!». Pero los hombres de Bidognetti tienen que castigar a Francesco, y dado que ha escapado ahora deben aplicar el castigo por persona interpuesta. Aunque no sea Francesco, los capos considerarán equivalente el castigo aplicado a alguien próximo a él, un conocido, un paisano, alguien con el que estuviera hablando. A los Bidognetti les llaman «los Medianoche», porque la noche más negra cae sobre todas sus acciones militares. Entre los tres derriban la puerta, los muchachos tratan de escapar por la ventana de la cocina, pero los matones son hábiles y están enrabiados. Si vuelven con las manos vacías pueden ver su sueldo bloqueado por el clan durante meses enteros, y ellos tienen familia. Así que tiran del cabello rizado de Vincenzo, y el muchacho cae al suelo boca arriba. Luego le levantan la cabeza, como se hace con los cabritos para degollarlos, pero apuntan bajo la nuca, justo por encima del cuello. De una patada lo empujan, ya cadáver, bajo la mesa. Giuseppe trata de escapar golpeando las paredes de la minúscula estancia. Lo liquidan con cuatro tiros en la tripa. Cae sobre el charco de la sangre de Vincenzo, bajo la mesa. Los dos ancianos están inmóviles. No gritan, y hasta se preparan ya para salir de su casa y decirles enseguida a los carabineros que ellos se han encontrado con aquella carnicería ya perpetrada y que no han visto nada. Es como si aquella fuese la enésima condena que hay que sufrir cuando se nace en una tierra de culpables. Los matones oyen las sirenas. Escapan, ellos sí, por la ventana de la cocina que da al parque que hay detrás del muro. Es la única escapatoria. Para todos. Los carabineros entran en la estancia. Los muchachos están debajo de la mesa. Sobre el mantel hay una mandarina pelada y unas cuantas pepitas escupidas; una botella de vino fragolino caído por el suelo se ha enganchado con los rizados mechones de Vincenzo. La aureola violeta sobre el mantel es perfectamente esférica. Estar en una plaza y escapar por el miedo, perseguidos no se sabe por qué ni por quién. Esta es la mayor culpa de Vincenzo y de Giuseppe. Asesinados. Inocentes. Muertos que al día siguiente no ha recordado ningún periódico nacional. Ningún telediario, ninguna emisora de radio. Mudos en la izquierda, en la derecha, en el centro. Todos mudos. Habían nacido en la tierra de la culpa. No podían llamarse inocentes. Tendría que traer aquí a la muchacha del norte, enseñarle la plaza, contarle la historia de ellos. Pero sigo mirándole las manos mientras sofoco la rabia en las mías, que me pican como me picaban hace tantos años en la estación. La alianza que yo le puse en el dedo y que ahora ha sido reemplazada por este anillo nuevo, más grande y más hermoso, no le ha servido de escudo a ella, sino todo lo contrario: me ha hecho invisible a mí, a nosotros, este lugar, esta tierra. Como suele pasar, como sucede siempre: «No eran camorristas -quisiera responderle-. Eran partisanos». Quizá sería más retórico, pero es mejor que un bofetón, aunque ella tampoco lo entendería esta vez. Desde entonces la madre de Giuseppe se pasa los días en la calle. Sentada en una silla, junto al bar deportivo. A quien se cruza en su mirada le dice:

– ¿Me puedes ir a llamar a Giuseppe? Por la noche siempre llega tarde… mañana tiene que trabajar.

Todos le contestan que «ahora mismo lo llamo» y luego empiezan a apresurar el paso. La señora les sigue con la mirada hasta donde la miopía se lo permite, o hasta que todos desaparecen al volver cualquier esquina, luego gira poco a poco la cabeza, la baja y continúa esperando.

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