Prólogo

El motel Islander Palms

Joe Pike, agente uniformado del Departamento de Policía de Los Ángeles, oía la música aunque tenía el motor al ralentí y el aire acondicionado a temperatura de cámara frigorífica, y a pesar de que la radio chisporroteaba códigos de llamadas a otras unidades.

Las chicas latinas de la calle que se habían reunido ante las tiendas le dedicaban sus risitas mientras susurraban entre ellas cosas que las sonrojaban. En la acera se arremolinaban hombres de tez oscura, bajos y fornidos, que habían cruzado la frontera procedentes de Zacatecas y hacían visera con la mano para protegerse del sol mientras los más veteranos les hablaban de Sawtelle, en el Westside, donde podían encontrar trabajos por treinta dólares al día, en efectivo y sin preguntas. Estaban en el distrito de Rampart, al sur de Sunset, donde los guatemaltecos y los nicaragüenses se asaban al sol en plena acera junto con los salvadoreños y los mexicanos, y el aire estaba impregnado de un aroma de especias que se filtraba incluso hasta el interior del coche patrulla.

Pike vio desaparecer a las chicas de la calle como por arte de magia cuando su compañero salió rápidamente de la zona de tiendas. Abel Wozniak era un hombre grueso de cabeza cuadrada y ojos apagados de un gris oscuro. Tenía veinte años más que Pike, y también llevaba veinte años más recorriendo las calles. Al principio Pike le había considerado el mejor policía que había conocido en su vida, pero últimamente Wozniak tenía la mirada turbia. Llevaban dos años patrullando juntos, y sus ojos habían cambiado. Pike lo lamentaba, pero no podía hacer nada al respecto.

Y menos en aquel momento, cuando estaban buscando a Ramona Ann Escobar.

Wozniak se dejó caer en el asiento del conductor y acomodó la pistola que llevaba al cinto. Se moría de ganas de entrar en acción, aunque la tensión entre los dos fuera tan palpable. El confidente le había dado la información que necesitaba.

– DeVille está en el motel Islander Palms.

– ¿Tiene a la niña?

– Mi contacto asegura haber visto a una niña, pero no sabe si sigue con él.

Wozniak arrancó bruscamente y el coche se alejó del bordillo con una sacudida. No comunicaron un código tres. Ni luces ni sirena. El Islander Palms quedaba a menos de cinco manzanas, en Alvarado Boulevard, justo al sur de Sunset. No valía la pena avisar.

– Woz, ¿tú crees que DeVille puede hacerle daño?

– Ya te he dicho lo que creo: un pervertido de mierda como ése sólo se merece una bala entre ceja y ceja.

Eran las doce menos veinte de un martes por la mañana. A las nueve y veinte, una niña de cinco años llamada Ramona Ann Escobar jugaba cerca del puesto de barcas de Echo Park cuando su madre, emigrante legal guatemalteca, se había dado la vuelta para hablar con unas amigas. Los testigos habían visto por última vez a Ramona en compañía de un hombre que al parecer era Leonard DeVille, conocido pedófilo al que se había visto merodear tanto por aquel parque como por el de MacArthur durante los tres últimos meses. Al recibir el aviso de la desaparición de la niña, Wozniak se había puesto en contacto con sus soplones. Llevaba tanto tiempo recorriendo las calles que conocía a todo el mundo y sabía cómo encontrar a quien fuera. Su red de informadores era una auténtica mina que Pike valoraba, respetaba y conservaba, aunque tampoco en ese caso podía hacer nada.

Se quedó observando a Wozniak hasta que éste fue incapaz de seguir soportando su mirada y volvió la cabeza. Estaban a cuarenta segundos del Islander Palms.

– ¿Qué pasa, joder?

– Aún no es demasiado tarde, Woz.

Wozniak volvió a fijar la vista en la calzada, con el rostro tenso.

– Ya te lo he dicho, Joe. Deja el asunto. No voy a seguir hablando de eso.

– Lo que he dicho, lo he dicho en serio.

Wozniak se humedeció los labios.

– Tienes que pensar en Paulette y en Evelyn -añadió Pike.

Al oír los nombres de su esposa y de su hija, Wozniak clavó sus ojos apagados en Pike. Era una mirada sin fondo, peligrosa como una nube que amenaza tormenta.

– He pensado mucho en ellas, Pike. ¿Qué te crees?

A Pike le pareció que los ojos de su compañero recuperaban su brillo por un instante, pero Wozniak sacudió los hombros como si quisiera deshacerse de sus sentimientos y señaló el edificio que tenían delante.

– Ahí está. Ahora cierra el pico de una puta vez y pórtate como un poli.


* * *

El Islander Palms era un motelucho de mala muerte de paredes blancas estucadas: dos pisos enmoquetados, amueblados con camas cubiertas de sábanas sucias y decorados con palmeras de neón que resultaban horteras incluso en Los Ángeles, todo ello en un edificio en forma de ele construido en torno a un estrecho aparcamiento. Los clientes habituales eran putas que utilizaban habitaciones por horas, pornógrafos de tres al cuarto que grababan vídeos «de aficionados» y gentuza que se había largado de algún sitio sin pagar el alquiler y necesitaba dormir en algún lugar mientras encontraba otro casero al que estafar.

Pike entró tras Wozniak en el despacho del encargado, un hindú escuálido de ojos llorosos.

– No quiero problemas, por favor -fue lo primero que les dijo.

Wozniak tomó la iniciativa.

– Estamos buscando a un hombre que va con una niña pequeña. Se llama Leonard DeVille, pero puede que haya utilizado otro nombre.

Al hindú no le sonaba el nombre ni sabía nada de ninguna niña, pero les dijo que en la primera planta, en la tercera habitación empezando desde el extremo de la ele, podían encontrar a un hombre que encajaba en la descripción que le había proporcionado Woz.

– ¿Quieres que informe a la central? -preguntó Pike.

Wozniak subió las escaleras sin contestar. Pike pensó que debería ir hasta el coche y hablar con la central, pero no quiso dejar que su compañero subiera solo. Le siguió.

Se detuvieron ante la tercera puerta y escucharon, pero no se oía nada. Las cortinas estaban echadas. Pike se sentía vulnerable en aquella galería, como si estuvieran observándolos.

Wozniak se colocó a un lado de la puerta, junto al pomo, y Pike al otro. El primero llamó con los nudillos y se identificó como agente de la policía de Los Ángeles. A Joe le hervía la sangre de ganas de entrar en primer lugar, pero hacía ya dos años que habían llegado a un acuerdo: Wozniak llevaba la voz cantante, Wozniak entraba primero, Wozniak decidía cómo había que actuar. Sus veintidós años en el cuerpo, frente a los tres de Pike, le daban derecho a ello. Lo habían hecho así doscientas veces.

Cuando DeVille abrió la puerta, le pegaron un buen empujón. Wozniak pasó delante y arremetió contra él.

– ¡Eh! Pero ¿qué es esto? -gritó DeVille. Como si no lo hubieran detenido nunca.

La habitación, mugrienta y muy desordenada, tenía un lavabo y un armario en la parte de atrás. La cama de matrimonio, sin hacer, junto a la pared, parecía un altar desagradable, con su colcha de color rojo oscuro sucia y raída. Una de las manchas recordaba a Mickey Mouse. En toda la habitación sólo había otro mueble, una cómoda barata con los bordes cubiertos de quemaduras de cigarrillo y muescas grabadas con un cuchillo afilado. Wozniak agarró a DeVille mientras Pike registraba el baño y el armario en busca de Ramona.

– No está.

– ¿Algo más? ¿Ropa, maletas, cepillo de dientes?

– Nada.

Era evidente que DeVille no vivía allí ni pensaba hacerlo. La habitación la reservaba para otros usos.

– ¿Dónde la tienes, Lennie? -le preguntó Wozniak, que ya lo había detenido en dos ocasiones.

– ¿A quién? Oiga, agente, que ya no me dedico a eso.

– ¿Dónde está la cámara?

DeVille se encogió de hombros y esbozó una sonrisa nerviosa.

– No tengo cámara. Ya le he dicho que lo he dejado.

Leonard DeVille medía metro setenta y cinco, tenía un cuerpo entrado en carnes, llevaba el pelo teñido de rubio y su piel parecía una piña. Se había recogido el pelo en una coleta con una goma elástica. Pike sabía que estaba mintiendo, pero esperó la decisión de Woz. Aunque sólo llevara tres años en el cuerpo, Pike sabía que los pedófilos nunca dejaban de serlo. Podían detenerlos, ofrecerles tratamiento, ayudarlos, lo que fuera, pero cuando los soltaban seguían como siempre, y tarde o temprano volvían a abusar de los niños.

Wozniak agarró con una mano una de las patas de la cama y la volcó, no sin esfuerzo. DeVille pegó un brinco y se dio de bruces con Pike, que lo agarró. En el lugar donde había estado la cama se veía una bolsa de viaje arrugada, manchada de polvo y suciedad.

– Lennie, eres el colmo de la imbecilidad -sentenció Wozniak.

– Eh, que eso no es mío. Yo no tengo nada que ver con esa bolsa.

Estaba tan asustado que sudaba a mares. Wozniak abrió y vació la bolsa, de la que salieron una cámara Polaroid, más de una docena de recargas y unas cien fotografías de niños con más o menos ropa. Así se ganaba la vida la gente como DeVille, haciendo fotos que luego vendían a otros pervertidos.

El agente esparció las Polaroids con el pie. La expresión se le iba oscureciendo y agarrotando. Pike no alcanzaba a ver las fotografías desde donde estaba, pero sí la vena que palpitaba en la sien de su compañero. Supuso que estaría pensando en su hija, o quizá no. Tal vez seguía pensando en lo otro.

Pike estrujó el brazo de DeVille.

– ¿Dónde está la niña? ¿Dónde tienes a Ramona Escobar?

– Todo eso no es mío. No lo había visto en mi vida -respondió, con voz cada vez más aguda.

Wozniak se agachó junto a las fotos y las revolvió, sin cambiar de expresión. Agarró una y se la llevó a la nariz.

– Aún se huelen los productos químicos del revelado. Esta la has hecho no hace ni una hora.

– ¡No son mías!

Wozniak se quedó observando la imagen. Pike seguía sin poder verla.

– Debe de tener unos cinco años. La descripción concuerda con la que nos han dado. Una niña muy mona. Inocente. Aunque ahora ya ha dejado de serlo.

Abel Wozniak se incorporó y desenfundó la pistola. Era una de las nuevas Berettas de 9 milímetros que acababa de distribuir el Departamento de Policía de Los Ángeles.

– Si le has hecho daño a esa cría, te juro que te mato, cabrón.

– Woz, tenemos que avisar a la central -intervino Joe-. Guarda el arma.

Wozniak pasó junto a Pike y propinó un culatazo en la sien a DeVille, que cayó al suelo como una bolsa de basura. Pike se interpuso entre ellos de un salto, agarró a su compañero por los brazos y lo apartó.

– Así no ayudas a la niña.

Entonces los ojos de Wozniak cobraron vida y se clavaron con dureza en los de Pike.


* * *

Cuando los dos agentes subieron las escaleras, Fahreed Abouti, el encargado, esperó hasta que el rubio abrió la puerta y le pegaron un empujón al tipo aquel. La policía solía aparecer por su motel para detener a las putas, a los puteros y a los camellos, y Fahreed nunca se perdía detalle. Una vez vio cómo una puta les hacía un servicio a los policías que habían ido a arrestarla, y en otra ocasión fue testigo de cómo tres agentes daban una tremenda paliza a un violador hasta dejarlo sin un solo diente. Siempre había algo entretenido que ver. Era mejor que la Ruleta de la fortuna.

Pero había que ir con cuidado.

En cuanto se cerró la puerta de la habitación, Fahreed subió las escaleras sigilosamente. Si se acercaba demasiado, o si lo pescaban, los policías se enfadarían. Una vez un agente de los SWAT con chaleco antibalas, casco y un enorme fusil se había enfadado tanto que de un manotazo había enviado el turbante de Fahreed a un charco de aceite de coche. La tintorería le había costado una fortuna.

Los gritos empezaron cuando todavía iba subiendo las escaleras. No captaba las palabras, pero era evidente que estaban enfadados. Se acercó con cautela por la galería del primer piso, pero justo cuando llegó hasta la puerta cesó el alboroto. Maldijo su mala suerte porque le pareció que se había perdido el espectáculo. Pero de repente se oyó un enorme grito seguido de una explosión atronadora, ensordecedora.

La gente de la calle se detuvo y miró hacia el motel. Una mujer señaló con el dedo, y un hombre salió corriendo desde el otro lado del aparcamiento.

Fahreed sintió que se le disparaba el corazón, porque incluso un hindú sabía distinguir un tiro. Pensó que el rubio debía de estar muerto. O quizás había matado a los agentes.

– Eh…

Nada.

– ¿Están todos bien?

Nada.

Quizás habían saltado por la ventana del lavabo y se habían marchado por el callejón.

Fahreed tenía las palmas de las manos húmedas y sentía un nudo en el estómago, todo lo cual le aconsejaba echar a correr hacia su despacho y comportarse como si no hubiera oído nada, pero lo que hizo fue abrir la puerta de golpe.

El agente más joven, el alto con gafas de sol y cara inexpresiva, fue hacia él como movido por un resorte y le apuntó con un revólver enorme. En aquel instante Fahreed se vio al borde de la muerte.

– ¡No, por favor!

El otro agente tenía la cara deshecha y el cuerpo cubierto de sangre. El rubio también estaba muerto y su rostro parecía oculto por una máscara carmesí. El suelo, las paredes y el techo se hallaban salpicados de sangre.

– ¡No!

El arma del agente alto no temblaba en absoluto. Fahreed miró aquellas gafas de sol planas y se dio cuenta de que estaban manchadas de sangre.

– ¡Por favor!

El agente alto cayó arrodillado junto a su compañero y empezó a aplicarle la reanimación cardiopulmonar.

– Llama a una ambulancia -dijo sin levantar la vista.

Fahreed Abouti salió corriendo hacia el teléfono.

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