El calor matutino levantaba el aroma de la salvia silvestre desde el cañón. En la lejanía se oía algo, un ruido sordo, como si estuvieran tirando bombas pesadas más allá del horizonte. Hacía años que no pensaba en la guerra y me cubría la cabeza con la sábana.
Lucy se acurrucó a mi espalda.
– Están llamando.
– ¿Qué?
Hundió la cabeza en mí y subió la mano por el costado. Me gustó la sensación de calor seco de su palma.
– La puerta.
Estaban llamando.
– No son ni las siete.
Se hundió más aún.
– Agarra la pistola.
Me puse unos pantalones cortos de deporte y una camiseta y bajé a ver quién era. El gato estaba agazapado en la entrada, con las orejas gachas, gruñendo. ¿Para qué tener un dóberman con un gato así?
Stan Watts y Jerome Williams estaban al otro lado de la puerta con cara de llevar un buen rato levantados. Watts chupaba una pastilla de menta para el mal aliento.
– ¿Qué hacéis aquí?
Entraron sin contestar. El gato arqueó la espalda y se puso a bufar.
– Vaya gato -comentó Williams.
– Cuidado, que muerde.
– Quita, que les caigo bien -dijo, y se acercó al animal-. Ya verás.
Tendió la mano, al gato se le pusieron los pelos de punta y gruñó como una sirena de policía. Williams retrocedió de inmediato.
– ¿Es que tiene algo contra los negros?
– Tiene algo contra todo el mundo. Son las siete de la mañana, Watts. ¿Ha confesado Dersh? ¿Habéis identificado al asesino?
Watts chupó la pastilla.
– Nos gustaría saber dónde estuviste anoche, nada más. Tenemos unas preguntitas.
– ¿Sobre qué?
– Sobre dónde estabas anoche.
Volví a mirar a Williams, que me observaba.
– Estaba aquí, Watts. ¿Qué pasa?
– ¿Puedes probarlo?
– Sí que puede, pero no tiene necesidad -dijo Lucy.
Los tres alzamos la vista. Lucy estaba asomada a la barandilla de la buhardilla. Se había puesto mi enorme albornoz blanco.
– Lucille Chenier -la presenté-. Los inspectores Watts y Williams.
– ¿Estaba usted aquí con él? -quiso saber Watts.
Ella sonrió. Con dulzura.
– Me parece que no tengo por qué responder.
El inspector sacó la chapa.
– Ahora ya sé que no tengo que responder.
– Vaya, primero el gato y luego la novia -comentó Williams.
– Queríamos ser amables -dijo Watts, encogiéndose de hombros.
– Y van a tener que serlo, quieran o no -replicó Lucy, ya sin sonreír-. Y a no ser que tengan una orden judicial, vamos a pedirles que se vayan.
– ¡Por favor! -contestó Williams.
– Lucy es abogada, Watts, así que no te hagas el listo. Estaba aquí. Los dos bajamos a Ralph's a comprar varias cosas y nos preparamos la cena. El ticket debe de estar en la basura. Alquilamos una película en Blockbuster. Está ahí, en el vídeo.
– Y tu amigo Pike, ¿qué? ¿Cuándo fue la última vez que le viste?
– No contestes a eso hasta que te diga por qué lo pregunta, y quizá mejor ni aunque te lo diga. No contestes a más preguntas -ordenó Lucy, que había bajado las escaleras y se había puesto a mi lado con los brazos cruzados. Me miró con expresión seria-. Te hablo como abogada, ¿entiendes?
Me encogí de hombros.
– Ya la habéis oído. O me contáis lo que pasa, o puerta.
– Anoche alguien mató a Eugene Dersh de un disparo. Hemos detenido a Joe Pike.
Me quedé helado. Miré a Williams.
– ¿Estáis de broma?
No estaban de broma.
– Krantz se la tiene jurada a Joe, ¿no?
– Hay un testigo que le vio acercarse a la casa. Ahora está en Parker Center y vamos a hacer una rueda de reconocimiento.
– Es una gilipollez. Pike no ha matado a nadie.
Estaba poniéndome nervioso. Lucy me puso la mano en la espalda para tranquilizarme.
– ¿Quieres decir que estuvo aquí contigo? -preguntó Watts con calma.
Lucy se colocó delante de mí.
– ¿Van a arrestar al señor Cole?
– No.
– ¿Están en posesión de alguna orden judicial en este momento?
Su tono de voz era totalmente profesional.
– Sólo queríamos hablar, nada más -me dijo él, sin mirarla-. No creemos que tengas nada que ver. Sólo queríamos averiguar qué sabías.
Lucy agitó la cabeza.
– Esta entrevista ha terminado. Si no están preparados para arrestar al señor Cole, o a mí, les ruego que se vayan.
El teléfono sonó cuando aún estaba cerrando la puerta.
Contestó Lucy, que agarró el auricular sin darme tiempo a alcanzarlo.
– ¿Sí, dígame?
Estaba en su papel de superprotectora. Seguía siendo mi novia y la mujer que amaba, pero estaba tan absorta en su función como una tigresa protegiendo su carnada. Agachó la cabeza y se concentró en lo que le decían.
Por fin me tendió el teléfono.
– Es un tal Charlie Bauman. Dice que es el abogado de Joe.
– Sí.
Charlie Bauman había sido fiscal y se había dedicado a acusar a implicados en casos federales hasta que un día se decidió a ganar cinco veces más defendiendo a la misma gente que antes intentaba meter entre rejas. Tenía un despacho en Santa Mónica, tres ex mujeres y, según el último recuento, ocho hijos entre las tres. Lo que pasaba en pensiones alimenticias era más de lo que ganaba yo en un buen año, y ya nos había representado a Joe y a mí antes.
– ¿Quién demonios es esa mujer? -me preguntó.
– Lucy Chenier. Es amiga mía. Y también abogada.
– Joder, menuda tocahuevos. ¿Te has enterado de lo de Joe?
– Acaban de venir dos polis. Sólo sé que dicen que han asesinado a Dersh y que hay un testigo que asegura que Joe estuvo allí. ¿Qué demonios pasa?
– ¿Sabes algo de esto?
– No, no sé nada de esto -contesté, molesto por la pregunta.
– Vale, vale. ¡Mira por dónde vas, gilipollas! -gritó. Se oyeron cláxones. Charlie iba conduciendo-. Estoy yendo a Parker Center. Están esperando a la rueda de identificación para empapelarle.
– Quiero ir.
– Ni hablar. No te dejarán.
– Voy a ir, Charlie. Voy a estar presente. Lo digo en serio.
Colgué sin decir más. Lucy me observaba con expresión seria.
– ¿Elvis?
Había estado en la guerra. Me había enfrentado a hombres armados y a hombres peligrosos más fuertes que yo que hacían todo lo que podían para joderme, pero no recordaba haber pasado tanto miedo como en aquel momento. Me temblaban las manos.
– Elvis, ¿ese hombre es bueno? -me preguntó Lucy.
– Charlie es bueno.
Seguía observándome, como si buscara algo.
– Joe no ha sido -le dije.
Asintió.
– Joe no ha sido. Dersh no mató a Karen. Joe lo sabe. No tenía sentido matar a Dersh.
Me dio un beso en la mejilla. En su mirada había una bondad que me desconcertaba.
– Llámame cuando sepas algo más. Dale todo mi cariño a Joe.
Subió las escaleras y yo me quedé mirándola.
En la planta baja de Parker Center fichaban a los sospechosos y tramitaban sus papeles. Al cabo de unos minutos de haber llegado, Charlie salió a toda prisa de una puerta metálica de color gris.
– Has llegado a tiempo. Cinco minutos más y se te pasa.
Charlie Bauman era bastante más bajo que yo. Tenía la cara delgada y llena de marcas de viruela, y la mirada intensa. Olía a tabaco.
– ¿Puedo verle?
– Hasta después, no. Vamos a entrar en la sala. Estará la testigo. Es una ancianita. Tienes que dejar que lo lleve todo la policía, da igual lo que diga la vieja.
– Ya lo sé, Charlie.
– Por si acaso. Da igual lo que diga, tú callado. Tú y yo no podemos decirle nada, no podemos preguntarle nada, no podemos hacer ningún comentario. ¿Vale?
– Vale, vale.
Charlie parecía nervioso, y eso no me gustaba. Caminábamos por un pasillo forrado de baldosas que daba a una sala amplia, como cualquier otra de una empresa, sólo que en aquel caso había carteles sobre muertes en accidentes provocados por el consumo de alcohol.
– ¿Has podido hablar con él?
– Sólo ha llegado a contarme lo esencial. Luego hablaremos más.
Le detuve. A nuestra espalda, dos inspectores que no conocía estaban colocando a un sospechoso negro delante de una cámara como las que utilizan para hacer fotografías de pasaporte, aunque el sospechoso en cuestión no parecía tener muchas posibilidades de viajar al extranjero de inmediato. Estaba esposado y tenía los ojos desmesuradamente abiertos y cara de miedo.
– ¡Esto es una gilipollez! -gritaba-. ¡Esta mierda de los tres delitos del historial es una gilipollez!
– Charlie, ¿tienen algo estos tíos? -pregunté.
– Si la testigo lo identifica y lo empapelan, ya veremos. Es vieja, y los viejos se confunden. Si tenemos suerte, identificará a otro y enseguida podremos irnos a casita.
No me había contestado.
– ¿Tienen algo?
– Hay un fiscal en camino. Cuando llegue nos lo expondrá. No sé qué tienen, pero no le habrían detenido si no creyeran que se trata de un caso con cara y ojos.
Krantz y Stan Watts salieron de otro pasillo. El primero llevaba una taza de café y el segundo, dos.
– Vale, Krantz -dijo Charlie-. Cuando queráis.
– ¿Qué tenéis contra Joe? -pregunté.
– Si quieres te enseño el cadáver de Dersh -contesto Krantz, que parecía más calmado que nunca, como si hubiera resuelto algún conflicto.
– No sé qué le ha pasado a Dersh. Lo que digo es que Joe no ha sido.
Krantz levantó las cejas y miró a Watts.
– Stan me ha dicho que anoche estabas en casa con una mujer. ¿Se equivoca? -preguntó, y volvió a mirarme-. ¿Estabas con Pike?
– Ya me has entendido.
Sopló el café y bebió un sorbo.
– No, Cole, no te he entendido, pero sí he entendido otras cosas: esta noche, a las tres y cuarto, un hombre cuya descripción encaja con Pike ha sido visto cuando entraba en el jardín trasero de Eugene Dersh, y unos momentos después lo han matado de un disparo en la cabeza con un Mágnum del 357. Podría ser del 38, pero por cómo ha quedado de destrozado el cráneo creemos que es del 357. Ya hemos recuperado la bala. A ver qué nos dice.
– ¿Tenéis alguna huella? ¿Tenéis alguna prueba de que fuera Joe, o es otra investigación como la de Dersh, para encontrar un culpable cuanto antes?
– Voy a dejar que el fiscal le explique la acusación al abogado de Pike. Tú has podido entrar porque tienes un pase, Cole. Que no se te olvide.
Williams entró por detrás y nos informó de que estaba todo preparado.
Krantz asintió mirándome, seguro de sí mismo.
– A ver qué dice la testigo.
Nos llevaron por delante de seis celdas hasta una sala poco iluminada donde esperaban un agente de uniforme y dos inspectores con una mujer encogida, de más de setenta años. Watts le dio el otro café. Ella bebió un sorbo y puso mala cara.
– Amanda Kimmel -susurró Charlie-. Es la testigo.
– ¿Qué tal, señora Kimmel? -preguntó Krantz-. ¿Quiere sentarse?
– Quiero acabar con esto de una vez y salir de este cuchitril -contestó la mujer, frunciendo el entrecejo-. No me gusta hacer de vientre en sitios extraños.
La pared que teníamos delante era una enorme ventana de cristal doble que daba a una habitación estrecha tan iluminada que resplandecía. Krantz hizo una llamada y treinta segundos después se abrió una puerta en la parte derecha de la habitación. Un policía negro con músculos de culturista hizo pasar a seis hombres. Joe Pike era el tercero. De los otros cinco, dos eran blancos y tres hispanos. Cuatro de ellos eran de la altura de Joe o más bajos, y el otro, más alto. Sólo uno de ellos llevaba vaqueros y una sudadera sin mangas como Joe, y era un hispano bajito con los brazos flacuchos. Los demás llevaban pantalones caquis o mono vaquero, y sudaderas con mangas o camisetas de manga corta. Los seis llevaban gafas de sol. Todos eran policías menos Joe.
Me agaché para decirle algo al oído a Charlie.
– ¿No tenían que ir vestidos como Joe?
– Según la ley sólo tienen que ir vestidos de forma parecida, aunque vete tú a saber qué quiere decir eso. Bueno, a lo mejor esto nos favorece.
Cuando los seis estuvieron en fila en el podio, Krantz dijo:
– Nadie puede vernos desde el otro lado del cristal, señora Kimmel. No se preocupe. Está totalmente a salvo.
– Me importa una puta mierda que me vean o no.
– ¿Alguno de los hombres que hay ahí es el que vio entrar en el jardín de Eugene Dersh?
– Ése.
– ¿Cuál, señora Kimmel?
– El tercero -contestó sin dudar, y señaló a Joe Pike.
– ¿Está segura, señora Kimmel? Mire bien.
– Es ese de ahí. Sé lo que vi.
– Mierda -murmuró Charlie.
Krantz miró entonces a Charlie, que a su vez observaba a la señora Kimmel.
– Muy bien, pero voy a preguntárselo otra vez. ¿Dice usted que vio a ese hombre, el número tres, entrar en el callejón que hay junto a su casa y después en el jardín de Eugene Dersh?
– Exactamente. No se confunde una cara como ésa. Ni esos brazos.
– Y cuando los agentes le tomaron declaración, ¿fue ese hombre el que describió?
– Sí, sí. Le vi muy bien. Mire esos tatuajes.
– Muy bien, señora Kimmel. Ahora el inspector Watts va a acompañarla a mi despacho. Gracias.
Krantz no la miraba al decirlo: tenía la vista fija en Joe. No me miraba a mí, ni a Charlie ni a Williams ni a nadie más de la habitación. No miró a la señora Kimmel cuando se fue. Tenía los ojos clavados en Pike. Descolgó el teléfono.
– Esposen al sospechoso y tráiganlo, por favor.
«El sospechoso.»
El policía corpulento esposó a Joe y le llevó a la sala de observación.
Krantz observó cómo esposaban a Pike y cómo le llevaban hasta donde estábamos. Cuando llegó, Krantz le quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo como si fueran suyas. Para él no había nadie más en la habitación. No había nadie más vivo, nadie importaba ni tenía ningún valor. Lo que estaba a punto de suceder lo era todo. Era lo único.
– Joe Pike, queda arrestado por el asesinato de Eugene Dersh.
Krantz llevó los trámites en persona; tomó las huellas de Joe, le hizo la foto y rellenó los formularios a máquina. Los de Homicidios de Hollywood montaron un follón e intentaron quedarse la jurisdicción del asesinato de Dersh, pues se había cometido en su zona, pero Krantz consiguió meterlo en el agujero negro de Robos y Homicidios. Aseguró que estaba relacionado con la investigación sobre Dersh. Casos solapados, dijo. Quería a Pike.
Lo observé durante un rato, sentado junto a Stan Watts a una mesa vacía, muriéndome de ganas de hablar con Joe. Uno está tan tranquilamente durmiendo en su cama y de repente un minuto después están fichando a su mejor amigo por asesinato. Tenía que dejar de lado los sentimientos. Tenía que hacer un esfuerzo y pensar. Amanda Kimmel había reconocido a Joe en la rueda, pero ¿qué quería decir eso? Quería decir que había visto a alguien que se parecía más a Pike que los demás hombres de la rueda de reconocimiento. Después de hablar con Joe tendría más información. Después de oír la acusación del fiscal, me enteraría de más cosas. Cuando supiera más, podría hacer algo.
No hacía más que repetirme eso porque tenía que creérmelo para no chillar.
– Esto es una estupidez, Watts -aseguré-. Y tú lo sabes.
– ¿Ah, sí?
– Pike no tenía por qué matar a ese tío. No creía que Dersh fuera el asesino.
Watts se quedó mirándome, totalmente inexpresivo. A lo largo de su vida profesional había visto a mil personas que decían que no habían sido cuando en realidad eran culpables.
– ¿Y ahora, qué, Stan? ¿El asesino en serie está muerto y vais a cantar victoria y a celebrarlo?
– Comprendo que estés alterado por lo de tu amigo -contestó, sin cambiar de expresión-, pero no me confundas con Krantz. Yo puedo hacerte tragar los dientes de una hostia.
Finalmente, Watts nos acompañó a Charlie y a mí a una sala de interrogatorios en la que esperaba Joe. Los vaqueros y la sudadera habían sido reemplazados por un mono azul de la cárcel del Departamento de Policía de Los Ángeles. Estaba sentado con los dedos entrecruzados encima de la mesa, con la mirada tan tranquila como un lago de alta montaña. Se me hacía raro verle sin gafas de sol. Podía contar con ambas manos las veces que le había visto los ojos. Su azul era impresionante. Los tenía entornados: no estaba acostumbrado a la luz.
– Con toda la gente que hay que matar en el mundo, y vas tú y eliges a Dersh -dije, suspirando.
Pike me miró.
– ¿Es un chiste?
Siempre he sido muy poco oportuno.
– Antes de empezar, ¿quieres comer algo? -preguntó Charlie.
– No.
– Vale. El fiscal que lleva el caso es un tal Robby Branford. ¿Lo conocéis?
Pike y yo negamos con la cabeza.
– Es un tío decente. Duro de roer, pero decente. Va a venir enseguida y entonces veremos qué va a enseñarle al juez. La comparecencia será esta tarde en el juzgado municipal. Van a tenerte aquí encerrado y luego te llevarán al juzgado de lo penal, justo antes. Una vez allí no deberíamos estar más de una o dos horas. Branford presentará las pruebas y el juez decidirá si hay una causa razonable para creer que eres el que se ha cargado a Dersh. Aunque te haga pasar a disposición judicial, eso no quiere decir que haya pruebas de tu culpabilidad, sólo que le parece que hay motivos suficientes para ir a juicio. Si lo que pasa es eso, pediremos fianza. ¿Vale?
Pike asintió.
– ¿Has matado a Dersh?
– No.
Cuando lo dijo, respiré aliviado. Debió de oírlo, porque me miró. Arqueó ligeramente las comisuras de los labios.
– Vale, Joe -dije.
Charlie no parecía impresionado ni conmovido. Había oído lo mismo un millón de veces. «Soy inocente.»
– La vecina de al lado de Dersh acaba de identificarte en la rueda de reconocimiento. Dice que te ha visto entrar en el jardín de Dersh esta madrugada, justo antes de que le mataran.
– No era yo.
– ¿Fuiste por allí anoche?
– No.
– ¿Dónde estabas?
– Corriendo.
– ¿Te fuiste a correr en plena noche?
– Es típico de él -aseguré.
– ¿Te he preguntado algo? -me dijo Charlie con gesto adusto. Abrió una libreta de papel amarillo para tomar notas-. Vamos a repasar toda la noche. Dime todo lo que hiciste, digamos que desde las siete.
– A las siete fui a la tienda. Estuve allí hasta las ocho menos cuarto. Entonces me fui a casa y me preparé la cena. Llegué a las ocho. Solo.
Charlie apuntó los nombres de los trabajadores de Joe y sus números de teléfono particulares.
– Muy bien, te fuiste a casa y te hiciste la cena. Y después de cenar, ¿qué hiciste?
– Me fui a la cama a las once y diez. Me desperté poco después de las dos y me fui a correr.
Charlie iba anotándolo a toda prisa.
– No corras tanto. ¿Qué hiciste entre las ocho y las once y diez?
– Nada.
– ¿Cómo que nada? ¿Viste la televisión? ¿Alquilaste un vídeo?
– Me di una ducha.
– No pudiste estar tres horas en la ducha, joder. ¿Leíste un libro? A lo mejor llamaste a un amigo o te llamó alguien. ¿Hiciste la colada?
– No.
– Además de ducharte, harías algo más. Piénsalo, joder.
Pike lo pensó.
– Estaba siendo.
Charlie lo escribió en la libreta. Vi cómo movía la boca. «Siendo.»
– Vale. Así que cenaste, te duchaste y te sentaste a «ser» hasta la hora de irte a la cama. Entonces te despertaste un poco después de las dos y te fuiste a correr. Danos la ruta.
Joe describió la ruta que había seguido y yo también la anoté. Pensaba seguir el mismo camino durante el día y después otra vez a la misma hora que él, para buscar a cualquier persona que le hubiera visto.
– Me paré en los riscos de Ocean Avenue entre Wilshire y San Vicente, desde donde se ve el agua. Allí hablé con una chica. Se llamaba Trudy.
Nos la describió.
– ¿Y el apellido? -quiso saber Charlie.
– No se lo pregunté. Iba a encontrarse con alguien que se llamaba Matt. Llegó una furgoneta negra. Una Dodge nueva, sin matrícula ni distintivo de concesionario, que yo viera. Con ventanillas traseras personalizadas. Se subió y se fueron. El que estaba dentro tuvo que verme.
– ¿Cuándo fue eso? -pregunté.
– Llegué a los riscos a eso de las tres menos diez. Y me puse a correr de nuevo a las tres.
Charlie arqueó las cejas.
– ¿Estás seguro de la hora?
– Sí.
– Eso es sólo quince minutos más o menos antes de que la anciana oyera el disparo. Es imposible que fueras desde el mar hasta la casa de Dersh en quince minutos. Ni siquiera a las tres de la mañana.
Charlie asintió. Lo estaba pensando y le gustaba.
– Vale. Tenemos algo. Tenemos a la chica, quizás. Y si fuiste corriendo por ahí puede haber muchos posibles testigos. -Se me quedó mirando y añadió-: ¿Vas a empezar con eso?
– Sí.
Alguien llamó a la puerta y Charlie gritó que pasara. Williams metió la cabeza.
– Ha llegado el fiscal.
– Enseguida vamos.
Cuando hubo cerrado la puerta, Joe preguntó:
– ¿Y qué hay de la fianza?
– Tienes la tienda. Tienes una casa. Todo eso va a servir cuando intente convencer al juez de que no pretendes huir. Sin embargo, en un caso de asesinato todo depende de las pruebas que tengan. Branford va a darle muchas vueltas a lo de la vieja, pero él sabe, lo mismo que el juez, que un testigo presencial ofrece la prueba menos fiable que puede admitirse. Si sólo cuenta con la viejecita, lo tenemos bien. Tú quédate quieto y no te preocupes, ¿vale?
Pike me dirigió aquellos ojos azules tranquilos y me entraron ganas de saber qué había tras ellos. Parecía relajado, como si le hubieran pasado cosas mucho peores y nada de lo que pudiera suceder allí fuera comparable. Ni siquiera allí. Ni siquiera ante una acusación de asesinato.
– No te olvides de Karen -me pidió.
– No, pero ahora tiene prioridad lo tuyo. Edward Deege fue asesinado. Lo encontraron junto a un contenedor.
Ladeó la cabeza.
– ¿Cómo?
– Dolan dice que parece una pelea callejera, pero los de Hollywood tienen el caso. Están investigando.
Pike asintió.
– Voy a buscar a Trudy.
– Ya lo sé.
– No te preocupes.
– No estoy preocupado.
Me saqué las gafas de sol del bolsillo y se las ofrecí. Las miró de reojo.
– Krantz me las quitaría.
– Venga, no nos entretengamos, que no tenemos todo el día -dijo Charlie.
Me metí las gafas en el bolsillo y salí tras él.
Robert Branford era un hombre alto de manos grandes y cejas arqueadas. Salió al pasillo a recibirnos y nos llevó a una sala de reuniones en la que Krantz estaba sentado a la cabecera de una larga mesa. En un rincón había un televisor y un vídeo, y sobre la mesa habían dispuesto un montoncito de carpetas y libretas. El televisor estaba encendido y mostraba una pantalla azul. Me pregunté qué habrían estado viendo.
– Eh, Robby -dijo Charlie cuando aún no habíamos acabado de entrar-, ¿ya has visto a la testigo?
– ¿A la señora Kimmel? No, aún no. Tengo que verla después de la comparecencia.
– Mejor que la veas antes.
– ¿Y eso por qué, Charlie? ¿Tiene tres cabezas?
Charlie hizo un gesto con la mano como si estuviera bebiendo.
– Le gusta empinar el codo. Krantz, me extraña que hayas podido estar tanto tiempo a su lado durante el reconocimiento. A mí casi me tumba de espaldas cuando he pasado cerca de ella.
Branford se había acercado a su maletín y estaba sacando papeles de varias carpetas de color marrón claro. Levantó las cejas mirando a Krantz, que tuvo la decencia de reconocerlo.
– Sí, bebe.
Charlie se sentó a la mesa sin molestarse en abrir el maletín.
– ¿Te ha contado Krantz lo del M1? Si vas a su casa, mejor que ondees una bandera blanca antes de bajar del coche.
– Se lo he contado, Bauman -replicó Krantz-. ¿Qué tiene que ver eso?
Charlie puso cara de ingenuo y se encogió de hombros.
– Sólo quería asegurarme de que Robby sabe dónde se mete. Una borrachina de setenta y ocho años reconoce a un tío al que ha intentado cargarse con un rifle Garand M1. Eso quedará muy bien en el juicio.
– Ya, Bauman. Estás pensando en lo que más me conviene. -Branford se rió. Sacó un montoncito de hojas de su maletín y se las pasó a Charlie-. Aquí está la declaración de la señora Kimmel, además de los informes escritos por los agentes que respondieron a su llamada. Todavía no tenemos nada del forense ni del criminólogo, pero en cuanto nos llegue algo te lo pasamos.
Charlie hojeó los documentos distraídamente.
– Gracias, Robby. Espero que tengáis algo más aparte de la señora Kimmel para presentar al tribunal.
– Pues sí, pero empezaremos con ella. Tenemos un testigo presencial que sitúa a vuestro hombre en la escena del crimen y que lo ha identificado en una rueda de reconocimiento. Segundo, las muestras han dado positivo: se confirma que Pike ha disparado un arma recientemente.
– Es que tiene una armería. Dispara todos los días -señalé yo.
– Ya -intervino Krantz-, y esta noche ha disparado un tiro de más.
– ¿La SID ha cotejado la bala y el arma de Pike? -preguntó Charlie, haciendo caso omiso del comentario de Krantz.
– Ahora mismo tienen las armas y están haciendo las pruebas.
– ¿Sabéis cuántas armas hemos encontrado en su casa? -preguntó Krantz-. Doce pistolas, cuatro escopetas y ocho rifles, dos de ellos armas de asalto totalmente automáticas. Joder, este tío está pidiendo a gritos que aprueben una ley de control de armamento.
– Ya, ya, ya -le cortó Charlie, haciendo un gesto que indicaba que había prisa-, y todas y cada una de esas armas están registradas legalmente. Te adelanto algo, Kobby: no van a concordar.
– Puede que no -contestó Branford, encogiéndose de hombros-, pero no importa. Es ex policía. Sabe perfectamente que le conviene deshacerse del arma. ¿Tiene coartada?
– Pike estaba en Santa Mónica -respondió Charlie, con cara de pocos amigos-. En la playa.
– Vale. Te escucho.
– Estamos buscando a los testigos en este momento.
– Y yo voy y me lo creo -contestó Branford, que no consiguió llegar a sonreír. Acercó la silla al maletín y se recostó. Quizá lo había ensayado con Krantz-. Tenemos el móvil: Karen García. Pike culpaba a Dersh del asesinato de su novia. Estaba metido en la investigación y le daba muchísima rabia que todo el mundo supiera que Dersh era el asesino pero que la policía fuera incapaz de conseguir pruebas.
– Su relación terminó hace años -intervine-. Habla con el padre y compruébalo.
– ¿Y eso qué importa? Cuando se trata de mujeres, los hombres se vuelven muy raros -sentenció. Sacó otra carpeta del maletín y la dejó caer en la mesa-. Además, tampoco es que estemos ante el hombre más estable del mundo. Sólo hay que ver sus antecedentes. ¿Ves en cuántos tiroteos ha estado metido? ¿Ves a cuánta gente ha matado? Estamos ante un tío al que no le importa en absoluto utilizar la fuerza bruta y matar para resolver sus problemas.
Yo observaba a Krantz, que asentía cada vez que Branford decía algo. Aunque de momento no tenían mucho material, Krantz estaba seguro de sí mismo y no parecía preocupado en absoluto por lo endeble que resultaba tener que recurrir al historial previo de Pike. Incluso Branford parecía satisfecho, como si supiera que no estaba diciéndonos nada de peso.
– No entiendo qué tenéis para acusar a Joe -observé.
Me miraron.
– A la vieja -afirmó Branford.
– ¿Conoce a Joe de vista? ¿Llamó a la policía y dijo que había visto a Joe Pike pasar a hurtadillas al lado de su casa?
– Adivina cómo se nos ocurrió, Sherlock -dijo Krantz, descruzando los brazos-. Aparte de él, ¿hay alguien más a quien se le ocurra andar por ahí en plena noche, sin mangas, con esos tatuajes y con gafas de sol?
– Alguien que quisiera disfrazarse de Joe Pike, Sherlock.
– Venga ya, por favor, Cole -se burló-. No hace falta ser Einstein para resolver esto.
Charlie metió en su maletín los papeles que le había dado Branford y se levantó.
– Tenéis poca cosa. Muy poca. Yo que venía con la idea de que ibais a sacarme pruebas de peso como las huellas de Pike en el pomo de la puerta de Dersh, y todo lo que me decís es que no os hace gracia que se dedique a vender armas para ganarse la vida. Esto no vale nada, Robby. Conseguiré que la vieja me diga que ha visto a Santa Claus y que el juez os mande a casita entre risas.
– Bueno, en realidad hay algo más -soltó Robby Branford, de repente con aire petulante-. ¿Queréis verlo ahora?
No esperó a que le contestáramos. Fue hasta el vídeo y pulsó el botón «play».
La pantalla se llenó con la imagen en color, sin sonido, de un vídeo de vigilancia que mostraba la parte trasera de una casa. Tardé un momento en darme cuenta de que era la de Dersh. Sólo la había visto por delante.
– Ésta es una cinta de vigilancia de la casa de Dersh -explicó Krantz-. ¿Veis la fecha ahí abajo?
La fecha y la hora estaban en la esquina inferior izquierda de la pantalla. Había sido grabado tres días antes del entierro de Karen García. Era el día que me había enterado de la verdad sobre las cinco víctimas. Era el día que Pike había ido a ver a Dersh.
Se veía un gran ventanal del estudio de Dersh y dentro dos figuras borrosas que me parecieron Eugene Dersh y otro hombre.
– Ése no es Pike -dije.
– En efecto, tienes razón. Mirad aquí, más allá del extremo de la casa, donde se ve la calle.
Krantz tocó la esquina superior izquierda de la pantalla. Se veía parte del camino de acceso a la casa y, detrás, la calle. Apretó un botón y la imagen se ralentizó. Unos segundos después entró en el encuadre el morro de un Jeep Cherokee rojo. Cuando aparecieron las ventanillas, congeló la imagen.
– Ése es Pike -afirmó.
Charlie palideció y sus labios formaron una línea fina y oscura.
La imagen avanzaba poco a poco. Joe giraba la cabeza. Joe miraba la casa. Joe desaparecía.
– Cuando el jurado vea esto, sumará dos y dos y pensará lo mismo que nosotros. Pike se acercó a la casa para inspeccionar el terreno, preparándose para apretar el gatillo.
Robby Branford se metió las manos en los bolsillos, satisfecho de sí mismo y de sus pruebas.
– Ahora ya tiene mejor cara, ¿verdad, Charlie? Yo creo que tu amigo se va de cabeza a la cárcel.
Charlie Bauman me agarró del brazo y dijo:
– Venga. Vamos fuera a hablar de esto.
Charlie siguió agarrándome del brazo hasta que me solté de una sacudida en la zona en la que fichaban a los sospechosos.
– No es lo que parece. Eso fue tres días antes del entierro de Karen García. Pike sólo fue hasta allí para ver a Dersh.
– No hables tan alto. ¿Por qué fue a ver a Dersh?
– Yo acababa de enterarme de que había otras víctimas y de que Krantz sospechaba que Dersh era el asesino.
– ¿Y Pike quería ir a ver al sospechoso?
– Sí. Básicamente era eso.
Charlie me llevó hasta los ascensores y miró alrededor para comprobar que no nos oía nadie.
– ¿Fue a hablar con Dersh? ¿Fue a preguntarle si había sido él?
– No, sólo quería verle.
– ¿Sólo quería verle?
– Sí, quería comprobar si le daba la impresión de que era el asesino.
Charlie suspiró y agitó la cabeza.
– Ya me veo explicándoselo a un jurado: «Señoras y señores, tienen que comprender que mi cliente es todo un iluminado y que sólo quería comprobar si la víctima le daba vibraciones de asesino o no». -Volvió a suspirar-. Esto sí que nos va a perjudicar. Y mucho.
– ¿Saldrá en la comparecencia judicial?
– Claro que saldrá. Mira, ya te digo ahora que Joe va a pasar a disposición judicial y que lo juzgarán. Ya no tenemos que preocuparnos del juez de la comparecencia. Ahora tenemos que pensar en el jurado.
– ¿Y qué hay de la fianza?
– No sé. -Charlie se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta y se llevó uno a la boca. Estaba nervioso.
– Aquí no se puede fumar. Es un edificio público -le amonestó un policía que pasaba por allí.
Charlie lo encendió.
– Pues arrésteme.
El policía se rió y siguió su camino.
– Mira, Elvis, no voy a decirle a un jurado que Pike sólo quería verle. Ya montaré una historia más creíble, aunque esto no tiene muy buena pinta -reconoció. Miró la hora-. Van a transferirle al juzgado de lo penal dentro de unos minutos. Voy a ir hasta allí a hablar con él otra vez antes de la comparecencia.
– Nos vemos allí.
– No. Tú ve a buscar a la chica que Pike vio en la playa. No sirve de nada que permanezcas sentado a mi lado en una habitación.
Se abrieron las puertas de un ascensor y entramos. Dentro había dos mujeres y un hombre obeso. La más baja de las dos puso mala cara al ver el cigarrillo de Charlie.
– Aquí no se puede fumar.
Charlie soltó una columna de humo e hizo un gesto con la mano.
– Perdón. Ahora mismo lo apago.
No lo apagó.
– ¿Lo ves muy negro, Charlie?
Bauman dio una larga calada y soltó una enorme nube de humo hacia la mujer.
– Me veo intentando llegar a un acuerdo con el fiscal para que reduzca los cargos si Pike se declara culpable. ¿Te parece eso muy negro?
Al recorrer Parker Center en dirección a la salida, las voces de la gente que había a mi alrededor sonaban distantes y metálicas. El mundo había cambiado. Karen García en serie y Eugene Dersh habían desaparecido. La policía creía que el asesino estaba muerto, pero daba igual si no lo estaba.
Lo único que importaba era que Joe se hallaba en la cárcel y que había que salvarle.
Me pasé la tarde siguiendo la ruta de diez kilómetros por la que Pike había corrido la noche anterior, anotando todos los comercios que vi por el camino que pudieran estar abiertos las veinticuatro horas. Cuando llegué a la parte de Ocean Avenue en la que Pike había visto a la chica, dejé el coche y fui andando. Por todo el parque había grupitos de vagabundos, algunos dormían encima de mantas al sol de la mañana, otros se agrupaban en corros o se dedicaban a rebuscar en los contenedores de la basura. Les desperté si estaban durmiendo o les interrumpí si estaban hablando para preguntar si alguien conocía a Trudy o a Matt, o si la noche anterior habían visto a un hombre que corría con las gafas de sol puestas aunque estuviera oscuro. Casi todos dijeron que sí, y casi todos mintieron. Trudy era alta y delgada, o bajita y gorda, o tenía un solo ojo. El de las gafas de sol era un tipo negro que buscaba gente a la que robar órganos para venderlos, o también un agente del Gobierno que quería hipnotizarles. Los esquizofrénicos fueron de gran ayuda. No paré a comer.
Recorrí todos los hoteles de Ocean Avenue, preguntando los nombres del personal de noche, y al terminar me fui a casa a toda prisa a empezar a llamar. Había tardado casi cinco horas en terminar la primera reconstrucción de la carrera nocturna de Joe, y me había quedado con la desalentadora idea de que iba rezagado.
Todos los informativos de las cuatro cadenas de Los Ángeles empezaron con el asesinato de Dersh. La policía había hecho público el nombre de Joe como sospechoso, y uno de los canales emitió una foto suya con la leyenda «Vengador asesino». Todos aseguraron que Dersh era el principal sospechoso de una reciente serie de asesinatos, y según fuentes «de las altas esferas de la policía de Los Ángeles», la investigación iba a seguir en marcha, aunque no se esperaba hallar a ningún otro sospechoso. El gato entró durante el informativo y lo vio conmigo.
A las cinco menos diez sonó el teléfono.
– Acaba de terminar la comparecencia -anunció Charlie Bauman-. Ha pasado a disposición judicial.
Se le notaba hundido.
– ¿Y la fianza?
– Nada.
Me quedé abatido y me sentí cansado, como si el ritmo frenético que había llevado me pasara factura.
– Dentro de un mes, más o menos, tendremos otra comparecencia ante el Tribunal Superior. Puedo volver a pedir fianza y a lo mejor el juez se inclina a nuestro favor, no como éste.
– Y ahora, ¿qué?
– Lo dejaran en Parker un par de días más y luego lo mandarán a la cárcel central. Como lo ingresarán en el ala de seguridad porque ha sido policía, no habrá que preocuparse de que le pase nada. Sólo tendremos que concentrarnos en preparar su defensa. ¿Has encontrado a alguien que le haya visto?
– Aún no.
Le conté cómo había pasado el día.
– Joder. ¿Cuántos nombres tienes?
– Entre personal del hotel y tiendas, doscientos catorce.
– Sí que trabajas deprisa.
A mí no me lo parecía.
– Mira, pasa la lista por fax a mi despacho. Mañana por la mañana mi secretaria se pondrá en contacto. Así podrás seguir trabajando en la calle.
– Ya llamo yo.
Charlie titubeó. Después me dijo algo con voz más tranquila:
– No pierdas el control, Elvis.
– ¿Qué quieres decir?
– Son más de las seis. Las tiendas están cerrando y los turnos de noche aún no han empezado. ¿A quién vas a llamar?
No supe qué responderle.
– De momento Joe está bien. Tenemos tiempo. Vamos a hacerlo bien, ¿vale?
Me hablaba como si fuera un niño pequeño que hubiera perdido a su mejor amigo y él fuera mi padre y estuviera diciéndome que todo saldría bien si no me ponía nervioso.
– Te paso la lista por fax, Charlie.
– Muy bien. Mañana hablamos.
Después de colgar le envié la lista; luego saqué una cerveza de la nevera y salí al porche. El aire era caliente, pero el cañón estaba despejado. Dos halcones de cola roja daban vueltas en lo alto, lentamente. No esperaban nada, volaban sin impaciencia, sus cabecitas iban de un lado a otro como si buscaran ratones o ardillas. Los había visto planear así durante horas. Los cazadores sin prisas son los que acaban llevándose la presa. Charlie tenía razón. Cuando iba a la Academia de las Tropas de Asalto, en Fort Benning, en Georgia, nos enseñaban que el pánico es fatal. Hombres que habían sobrevivido a tres guerras nos contaban que si permitías que el pánico se apoderase de ti dejabas de pensar, y si dejabas de pensar morías. Un sargento que se llamaba Zim nos hacía correr ocho kilómetros cada día cargados con mochilas de veinticinco kilos, una dotación completa de munición y nuestros M16. Nos hacía gritar: «La mente es el arma más mortífera que tengo. Lo dice el sargento Zim, y el sargento Zim nunca se equivoca. El sargento Zim es Dios. Gracias, Dios.»
Cuando tienes dieciocho años, eso te marca.
«Muy bien, idiota. A pensar», me dije.
Si Amanda Kimmel había visto a un hombre vestido como Joe, con gafas de sol como las de Joe y tatuajes como los de Joe, la conclusión era que alguien estaba haciéndose pasar por Joe. Encontrar a esa persona sería una forma mucho mejor de desmontar la acusación contra Joe que hallar a Trudy o a Matt, pero por el momento sólo tenía algo que no parecía tener nadie más: la más absoluta convicción de que Joe Pike decía la verdad. No dudaba de él. No podía. Aunque hubieran tenido una grabación de Joe entrando en aquella casa, si él hubiera señalado la pantalla y hubiera dicho: «Ése no soy yo», yo le habría creído.
Se hace lo que se puede con lo que se tiene, y yo tenía fe. Para mucha gente, con eso basta.
Había que empezar a atar cabos.
Krantz había comenzado buscando a gente con motivos para matar a Dersh, y creía que el motivo de Pike era Karen. Frank García tenía el mismo motivo, además del dinero para contratar a alguien que se cargara a Dersh, pero no le habría colgado el muerto a Joe. Eso significaba que había alguien más, y me pregunté si ese alguien más tenía alguna relación con Dersh o simplemente le había utilizado para conseguir algo. A Pike. Quizás aquello no tenía nada que ver con Dersh, y mucho con Pike.
Entré a buscar un cuaderno, salí otra vez e hice un esquema de los hechos. Desde el asesinato de Karen hasta que se hizo público que Dersh era el sospechoso, habían pasado seis días. Desde que se conoció la noticia hasta la muerte de Dersh, sólo tres. Intenté imaginarme a alguien que le guardara rencor a Pike y estuviera viendo la tele. Sería alguien que odiaría a Pike y que no habría oído hablar en su vida de Karen García ni de Eugene Dersh, pero al ver todo aquello se le habría encendido una enorme bombilla. «¡Puedo cargarme a ese Dersh y endiñárselo a Pike!» Todo en el plazo de tres días.
No estaba mal.
Eso implicaba que conocía a Dersh antes de que se diera la noticia y que había tenido tiempo de pensarlo. Además, todo Los Ángeles sabía que la policía estaba vigilando a Dersh las veinticuatro horas del día, pero aquel tío había elegido un momento en el que se había reducido la vigilancia. Me parecía raro.
Entré y arrojé la cerveza por el fregadero y salí otra vez al porche. Los halcones seguían volando. Aunque al principio había pensado que andaban de caza, quizá sólo estaban tomando el fresco. Había pensado que buscaban una presa, pero tal vez se miraban sin más y disfrutaban de su compañía allí en lo alto, alejados de la tierra. Halcones enamorados.
Las relaciones suelen ser diferentes de lo que parecen a primera vista.
Llegué al convencimiento de que el asesino era alguien relacionado tanto con Joe como con Dersh. Joe estaba relacionado con Dersh de la misma forma que Frank: a través de Karen. Quizá también el asesino estaba vinculado con Joe por Karen.
Entré, busqué el número de Samantha Dolan y la llamé.
– Caramba -exclamó al reconocer mi voz-, el mejor detective del mundo se digna llamar a esta humilde mortal. ¿Qué hay, superdetective?
Parecía borracha.
– ¿Te encuentras bien, Dolan?
– Joder, ¿quieres hacer el favor de llamarme Samantha?
– Samantha.
– Seguro que esto tiene que ver con lo de tu amigo, ¿verdad? No creo que me llames para coquetear.
– Es por Joe.
– Ya no estoy en eso, ¿no te acuerdas? Me han echado del grupo operativo, no sé a qué se dedica Krantz y me trae sin cuidado. Además, por lo que se dice, parece que Pike es culpable.
– Sé que Branford tiene pruebas contra él, pero te aseguro que Joe no ha sido.
– Tú no estabas delante, ¿verdad? No lo viste.
– Lo conozco, y basta. Pike no iría a casa de Dersh en plena noche a pegarle un tiro. No es su estilo.
– ¿Qué estilo de asesinato se adapta más a él? Como lo conoces tan bien…
– No se dejaría ver. Si lo hiciera, no te enterarías ni pensarías siquiera que pudiera haber sido él. Las víctimas desaparecerían un día, sin más, y te quedarías pensando qué habría pasado. Pike lo haría así, y te aseguro que jamás encontrarían el cadáver. Pike es el hombre más peligroso que conozco, y he conocido a muchos. No tiene comparación.
Dolan no contestó.
– ¿Dolan? ¿Estás ahí?
– Me da en la nariz que tú también podrías ser muy peligroso.
No respondí a su comentario. Prefería dejar que pensara lo que quisiera.
– Vale, superdetective -suspiró-. ¿Qué quieres?
– El que mató a Dersh podría haber estado relacionado con Joe a través de Karen García, y en esa época Joe iba de uniforme. Su compañero se llamaba Abel Wozniak.
– Sí, claro, el poli que se cargó Pike.
– No hace falta que lo digas así, Dolan.
– Sólo hay una forma de decirlo.
– Quiero saber quién podría odiar tanto a Pike como para cargarse a Dersh y colgarle el muerto. Voy a necesitar expedientes e historiales, y no puedo conseguirlos sin ayuda.
Volvió a quedarse callada.
– ¿Dolan?
– Tienes la cara muy dura, no sé si lo sabes. Estoy metida en un lío muy gordo.
Me colgó.
Volví a llamarla, pero había dejado el teléfono descolgado. Comunicaba. Llamé cada cinco minutos durante la media hora siguiente. Comunicaba.
– Mierda.
Veinte minutos después, sentado a la mesa del comedor, cuando estaba pensando en llamarla otra vez, entró Lucy. Se quitó la chaqueta y los zapatos, y fue hasta la nevera sin mirarme.
– Supongo que te has enterado de lo de Joe.
– He seguido el tema en el trabajo. Hemos mandado a un periodista a la comparecencia.
No se había acercado a darme un beso ni me había mirado todavía.
– ¿Quieres que te prepare algo de comer?
Negó con la cabeza.
– ¿Y una copa de vino?
– Quizás un poco más tarde.
Miraba el interior de la nevera.
– ¿Qué pasa?
La cerró.
– No sabía todo eso acerca de Joe.
La tensión de todo el día se me acumuló en los hombros.
– He visto el vídeo de Branford pidiendo que no le concedieran la fianza. Ha hablado de todos los tiroteos en los que ha estado involucrado Joe y de todos los hombres que ha matado.
La tensión se convirtió en un dolor que era como una puñalada.
– Yo le consideraba un hombre fuerte y callado que era amigo tuyo; en cambio ahora tengo la sensación de que no le conozco de nada. No me hace ninguna gracia saber todo eso. No me gusta conocer a un hombre que hace cosas así.
– Sabes que te trata bien y con respeto. Sabes que es bueno con Ben, y que es mi mejor amigo.
A sus ojos asomó un sentimiento a medio camino entre la confusión y el miedo.
– Branford ha dicho que ha matado a catorce hombres.
Me encogí de hombros.
– Los Ángeles, ciudad de excesos.
– No le veo la gracia.
Intenté aliviar el dolor, pero no había nada que hacer. Habría deseado llamar de nuevo a Dolan, pero me contuve.
– Los hombres que ha matado intentaban matarle a él, o a alguien que Joe quería proteger. No es un asesino a sueldo. Nunca ha matado a nadie por dinero ni por el mero hecho de acabar con él. Si ha matado es porque estaba en una situación extrema en la que era necesario hacerlo. Lo mismo que yo. A lo mejor los dos tenemos algo malo. ¿Es eso lo que quieres decir?
Lucy se acercó a la puerta pero no entró.
– No, no se trata de eso. Es que hay que asimilar muchas cosas. Lo siento. No quería ponerme así. -Sonrió, pero estaba nerviosa-. No te he visto en todo el día y te he echado de menos, y con todo este asunto de Joe aún te he echado más en falta. Es que no sé qué pensar. He leído los documentos que Branford ha presentado al tribunal y lo que he visto me ha asustado.
– Eso es lo que pretendía, Lucy. Por eso Branford ha utilizado eso para pedir que no le concedieran la fianza. Ya lo sabes.
Sentí el impulso de levantarme e ir a su lado, pero no podía. Pensé que quizás ella también quería que lo hiciera, o que tal vez deseaba acercarse a mí, pero también había algo que la detenía.
– ¿Elvis?
– ¿Qué?
– ¿Joe ha matado a ese hombre?
– No.
– ¿Estás seguro?
– Sí, estoy seguro.
Asintió, pero su voz sonaba lejana y exigua.
– Pues yo no opino lo mismo. Creo que podría haberlo hecho. Incluso creo que tal vez lo hizo.
Nos quedamos un rato en silencio, y por fin decidí ir al salón y encender la radio. No volví a la cocina.
Me senté en el sofá, contemplando el cielo, que iba oscureciéndose, y me di cuenta de que aquella noche Joe Pike sólo vería paredes. También me pregunté qué estaría viendo el asesino.
El sexto
La brisa cálida arrastra el hedor del lavabo público hasta donde se oculta el asesino, entre unas adelfas. MacArthur Park está tranquilo a esta hora de la noche: es el momento perfecto para salir de caza.
El asesino se siente eufórico por cómo se desarrollan las cosas. El grupo operativo no ha relacionado todavía los cinco homicidios, los inspectores del distrito de Hollywood han empezado a encontrar pruebas en el caso del asesinato de Edward Deege, y matar a Dersh ha resultado un golpe maestro.
Joe Pike está en la cárcel y allí se quedará el resto de sus días, hasta que algún condenado a cadena perpetua le meta una navaja entre las costillas.
Qué apropiado.
El asesino sonríe al pensarlo. El asesino no sonríe a menudo, es algo que ha aprendido de Pike, de haber estudiado durante tanto tiempo a Pike, al que odia más que a nadie en el mundo. Pero es que hay mucho odio, suficiente para todos.
Pike, siempre en control.
Pike, dominando la situación a la perfección.
Pike, que se lo arrebató todo y después le dio un objetivo.
La venganza es lo mejor.
El único inconveniente es esa chica, esa tal Trudy. El asesino hizo lo que pudo para protegerse de alguien como ella. Vigiló la casa de Pike para asegurarse de que estaba solo, esperó a que se apagaran las luces y después se quedó un rato más para cerciorarse de que se hubiera dormido antes de ir a matar a Dersh. El asesino sospecha que Trudy no existe y que Pike se la ha inventado, pero no puede estar seguro y cree que quizás haya que encontrarla. Podría buscar su nombre en los ordenadores del Centro Nacional de Información Delictiva y del Programa de Captura de Delincuentes Violentos del FBI. Y si alguien se le adelanta y la localiza antes, bueno, él será el primero en saberlo. Y entonces ya se encargará de ella.
No obstante, lo peor ya ha pasado, y ahora sólo le queda matar a los demás y asegurarse con una certeza absoluta de que Pike acabe condenado.
Eso significa que tiene que prepararse para el socio de Pike, Elvis Cole.
Qué nombre tan idiota.
Mientras el asesino medita sobre cómo encargarse de Cole, oye que Jesús Lorenzo se acerca y empuña la pistola del 22, a la que ha pegado con cinta adhesiva una botella de plástico de Clorox. Lorenzo es inconfundible. Mide metro setenta y cinco, lleva unos zapatos rojos con un tacón de diez centímetros, un vestido ajustado y cortísimo de satén del mismo color y una peluca rubia platino. El asesino le ha observado mientras buscaba clientes en MacArthur Park durante seis noches, a la misma hora, esperando ese momento.
Cuando Jesús Lorenzo entra en el lavabo, el asesino sale de los arbustos y le sigue. No hay nadie más por allí cerca, nadie en el retrete. El asesino lo sabe porque lleva allí casi dos horas.
El plan prosigue.
Es la hora de la venganza, hijo de puta.
Lucy y yo empezamos el día siguiente con una vacilación, consecuencia de la prudencia, que me hacía sentir incómodo. En nuestra relación había penetrado un nuevo factor que ninguno de los dos sabía abordar. Nos habíamos acostado juntos, pero no hicimos el amor. Aunque parecía dormida, tuve la impresión de que fingía. Quería hablar con ella de Joe, quería que no estuviera en su contra, pero no sabía si eso era posible. Cuando por fin me decidí a tomar la iniciativa, ya tenía que irse al trabajo.
– ¿Vas a ver a Joe hoy? -me preguntó mientras salía.
– Sí. Seguramente luego.
– ¿Le darás recuerdos?
– De tu parte. Puedes acompañarme si quieres.
– Tengo que ir a trabajar.
– Claro. Ya lo sé.
– Aunque quizá…
– ¿Luce?
Me miró.
– Sea lo que sea Joe, yo soy como él.
Probablemente no le apetecía oír eso.
– Supongo que lo me que preocupa es que todo esto no te llena de inquietud. Aceptas la situación como si fuera normal, y no lo es.
No se me ocurrió nada que decir que no pareciera interesado, así que no dije nada.
Lucy cerró la puerta y se marchó a trabajar.
Otro día maravilloso.
Quise llamar a la secretaria de Charlie Bauman para contarle lo que ya había hecho, pero pensé que no debía de haber llegado todavía. Charlie se lo diría, pero yo también quería decírselo. Además quería ponerme en contacto con el FBI y con los sheriffs del estado de California para consultar sus bases de datos sobre niños desaparecidos y huidos de casa. Quería saber si podían sacar algo con sólo dos nombres de pila, Trudy y Matt, y también mirar qué había sobre una furgoneta Dodge negra en los informes de vehículos robados. Decidí llamar primero a Dolan, y se puso Williams.
– Eh, Williams, ¿está Dolan?
– ¿Por qué?
– Quiero hablar con ella.
– No la he visto. ¿Quieres saber lo que le he oído decir a Krantz?
– No va a ser nada muy agradable, ¿verdad?
– Dice que seguramente estabas metido en el asunto con ese cabrón de Pike. Dice que si puede incriminarte, a lo mejor Pike y tú podéis haceros compañía en chirona. -Williams soltó una sonora carcajada.
– Oye, Williams.
– ¿Qué?
– Eres el negro más blanco que he visto en mi vida.
– ¡Vete a la mierda!
– Lo mismo digo.
Colgué. El día estaba resultando un desastre. Sólo faltaba que se me muriera el gato.
Me disponía a darme una ducha cuando sonó el timbre. Era Samantha Dolan, con toda la pinta de tener resaca.
– Acabo de llamarte.
– ¿Y estaba?
– ¿Sabes una cosa, Dolan? Hoy no es buen día para bromas.
Pasó de largo y se metió en casa, una vez más sin estar invitada, y asomó la cabeza en la cocina. Llevaba una americana azul marino con una camiseta blanca debajo y vaqueros, y gafas de sol italianas, ovaladas. La camiseta parecía muy blanca debajo de la chaqueta oscura.
– Sí, bueno, yo también tengo días así. No has arreglado las baldosas.
– No quisiera parecer maleducado, pero ¿qué haces aquí?
– ¿Te preocupa que la mujercita se ponga celosa?
– Hazme el favor de no llamarla «la mujercita».
– Lo que tú digas. ¿Me das un zumo o un vaso de agua? Estoy bastante seca.
La acompañé a la cocina y serví dos vasos de zumo de mango. Cuando le di el suyo se quitó las gafas de sol. Tenía los ojos inyectados en sangre y me llegó una vaharada de tequila.
– Joder, son las ocho de la mañana, Dolan. ¿No empiezas a darle muy temprano?
Los ojos enrojecidos me taladraron.
– ¿Es asunto tuyo cuándo empiezo a darle?
Me encogí de hombros.
Dolan volvió a ponerse las gafas.
– He estado pensando en lo que dijiste anoche: que a lo mejor el asesino está relacionado con Pike a través de García. Puede que hayas puesto el dedo en la llaga, pero desde luego no podía llamarte desde la oficina para comentarlo.
– ¿Eso significa que vas a ayudarnos?
– Eso significa que quiero comentarlo.
El gato empezó a entrar por la trampilla de la puerta, pero se detuvo al verla.
Dolan le soltó un bufido.
– ¿Qué coño estás mirando?
El gato ladeó la cabeza, sin dejar de mirarla.
– ¿Qué le pasa a este gato?
– Creo que está desorientado. Sólo le cae bien otra persona en todo el mundo: Joe Pike. Quizás es por las gafas.
– Qué suerte tengo -replicó Dolan con cara de pocos amigos-. Me confunden con un matón de cien kilos con corte de pelo militar y sin tetas.
Se quitó las gafas y miró al gato como si fueran a salírsele los ojos de las órbitas.
– ¿Mejor así?
El gato ladeó la cabeza hacia el otro lado.
– ¿Por qué pone la cabeza así?
– Le pegaron un tiro.
Se puso en cuclillas y le tendió la mano.
– No, Dolan, que muerde.
– Samantha.
– Samantha.
El gato la olisqueó. Se acercó a ella lentamente y siguió olfateándola.
– A mí no me parece tan malo -dijo. Le rascó la cabeza y se terminó el zumo-. No es más que un gato.
Miré al animal y luego a ella. En todos aquellos años le había visto arañar a cien personas, y jamás había dejado que le tocara nadie más que Joe y yo.
– ¿Qué?
– Nada -contesté.
Sacó un paquete de Marlboro del bolsillo.
– ¿Te importa que fume?
– Pues sí. Si no hay más remedio, podemos salir al porche.
Salimos. La neblina gris del día anterior seguía flotando en el aire, pero se había diluido algo. Dolan fue hasta la baranda y contempló el cañón.
– Se está bien. Tienes sillas aquí fuera. Tienes barbacoa.
Encendió el Marlboro y expulsó una gran nube de humo que se mezcló con la neblina. Qué bien.
– Bueno, ¿en qué pensaste ayer? -pregunté.
– Yo no estaba en el cuerpo cuando pasó aquello con Wozniak y Pike, pero Stan Watts sí. Le pregunté. ¿Sabes qué pasó?
– Sí.
Habían visto salir de un parque a una niña, Ramona Ann Escobar, con un hombre que según la policía era un conocido pedófilo y pornógrafo infantil llamado Leonard DeVille. Pike y Wozniak se habían enterado de que alguien había visto a DeVille entrando en el motel Islander Palms y se habían acercado a investigar. Al entrar en la habitación, no encontraron a Ramona. Pike nunca me había hablado de aquello, pero recordaba, por haberlo leído en los periódicos, que Wozniak, que tenía una hija pequeña, al parecer había temido que DeVille le hubiera hecho daño a la niña. Sacó el arma y dejó sin sentido a DeVille. Pike creyó que Wozniak podía hacer daño al sospechoso e intervino. Hubo una refriega durante la cual se disparó el arma de Wozniak, y éste murió. Asuntos Internos investigó el caso, pero no acusó de nada a Pike. Lo que no decían los artículos que había leído era que casi todos los agentes del cuerpo sí le echaban la culpa de la muerte de Wozniak y le odiaban aún con más fuerzas porque le había matado para defender a un hijo de puta como Leonard DeVille, un pedófilo.
– Total -concluyó Dolan-, que si buscas a alguien que le guarde rencor puedes empezar por unos doscientos policías.
– Eso no me lo creo.
– El odio es un sentimiento muy constante, guapo. Todavía hay agentes en activo que siguen odiando a Pike por lo que le pasó a Wozniak.
– Piensa un poco lo que dices, Dolan. ¿Tú crees que hay por ahí un poli que le tiene tanto rencor que está dispuesto a matar a un inocente como Dersh para colgarle el muerto a Pike?
– Lo de inocente lo dirás tú. Si alguno de esos vaqueros cree que Dersh es un asesino en serie, a lo mejor considera que es un sacrificio insignificante. Y si no es un poli, seguramente será uno de los doscientos o trescientos mamones que arrestó Pike. Eso supone un buen número de sospechosos.
Me encogí de hombros.
– No puedo meterme en eso, Dolan. Hay tantas variables que si intento tenerlas todas en cuenta más me vale quedarme quietecito en casa a esperar que Krantz resuelva el caso.
– Ya sabía que no iba a convencerte algo así.
– ¿A ti te convence?
– No, por supuesto. Joder, cómo pega el sol.
Se quitó la americana y la colgó del respaldo de una de las hamacas. Llevaba la Sig en una pistolera colgada del cinturón de los vaqueros, sobre la cadera derecha, y sus brazos tostados por el sol parecían fuertes. La camiseta blanca resplandecía tanto que me hizo entornar los ojos.
– Tengo que quedarme con lo que tengo delante, o sea Wozniak y Karen García, y cómo se conocieron todos. Tengo que descubrir todo lo que pueda sobre Wozniak y DeVille, y sobre lo que pasó en aquella habitación. Quiero el informe de la investigación, el del incidente y todo lo que tuviera Asuntos Internos.
Antes de que hubiera terminado, Dolan ya estaba negando con la cabeza.
– Desde ahora te digo que mejor te olvides de los documentos de Asuntos Internos. Están protegidos. Necesitarías una orden judicial.
– Necesito el expediente personal de Wozniak y el informe del caso de DeVille. Voy a hablar con Joe a ver qué dice.
– Por pedir que no quede, ¿eh?
– ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Dio otra fuerte calada al cigarrillo.
– Supongo que nada. Voy a hacer unas llamadas. Puede que tarde un poco.
– Te agradezco la colaboración, Samantha.
Apoyó los codos en la barandilla y dirigió la mirada hacia el cañón.
– No tengo nada mejor que hacer. ¿Sabes qué me ha mandado Bishop? Que haga las llamadas de trámite de los robos del año pasado. ¿Sabes qué es eso?
– No.
– Cada tres meses repasamos los casos sin resolver para que no se apolillen. Llamas al inspector que consta en la documentación, le preguntas si se ha enterado de algo nuevo, te dice que no y lo apuntas. Eso podría hacerlo una secretaria, joder. Y cada vez que veo a Bishop me pone mala cara y se larga.
No supe qué contestar.
Apuró el cigarrillo y lo dejó caer en el vaso del zumo.
– Lo siento, Samantha.
– No tienes que sentir nada.
– Te acorralé y tuviste que contarme lo del grupo operativo, igual que te acorralo ahora. Te pido perdón por eso. Yo no le habría dicho a Krantz que lo sabía ni que había mantenido aquella conversación en tu coche aquella mañana.
– En esta vida todo acaba sabiéndose, guapo. Ahora estoy pisando terreno resbaladizo, pero si hubiera mentido aquel día y se hubieran enterado, seguro que ya me la habría pegado. Ya te he dicho que si me porto como una buena chica cuando corresponde, puede que Bishop me permita quedarme.
Asentí.
– Me siento como una borracha de mierda.
– ¿Porque ya te has tomado un par de copas?
– Porque me apetece una ahora.
Siguió mirándome fijamente.
– No me he tomado una copa por esta mierda del caso, idiota.
La observé, pensando que no hacía falta que hubiera venido a mi casa, que habría bastado con telefonear. Me di cuenta de que había llamado al timbre apenas unos minutos después de que se hubiera ido Lucy.
Dolan estaba apoyada en la barandilla, con la espalda estirada, tirante, y la camiseta blanca tensa. Estaba guapa. Se dio cuenta de que la miraba y cambió el peso de una pierna a otra, balanceando el culo. Aparté la vista, pero no fue fácil. Pensé en Lucy.
– Elvis.
Sacudí la cabeza.
Dolan se acercó, me rodeó el cuello con los brazos y me besó. Noté el sabor del tabaco, del tequila y del mango, y quise devolverle el beso. Puede que incluso lo hiciera durante un instante.
Entonces aparté sus brazos de mi cuello.
– No puedo, Samantha.
Retrocedió de inmediato. Se ruborizó, y dio media vuelta y entró corriendo en casa. Un instante después oí cómo aceleraba el BMW y se alejaba.
Me toqué los labios y me quedé allí fuera durante mucho tiempo, pensando.
Luego entré en casa y llamé a Charlie Bauman.
Charlie escuchó sin hacer ningún comentario sobre por qué quería hablar con Pike.
– Las visitas empiezan a las diez -me contestó cuando hube terminado-, a no ser que le lleven a la Prisión Central esta mañana. Voy a llamar allí y luego te llamo y te digo lo que hay.
El gato bajó las escaleras hasta el descansillo y se me quedó mirando. Entró en la habitación de invitados, luego volvió al salón y siguió mirándome.
– Se ha marchado -dije.
Se echó de lado y se chupó el pito. Estos gatos…
No conseguía quitarme a Dolan de la cabeza, lo cual me hacía sentir tan culpable como la primera vez que maté a un hombre. Dolan estaba apoyada en la barandilla y de repente me abrazaba. Aún notaba el sabor de su cigarrillo. Entré en la cocina y me bebí un vaso de agua, pero no conseguí borrar el regusto. El amor que sentía por Lucy se convirtió de pronto en algo blanco e intenso, y deseé que estuviera allí conmigo. Quería abrazarla y decirle que la quería, y oírla repetirlo. Ansiaba sus caricias y el consuelo de su amor. Pero sobre todo no quería desear a Samantha Dolan, aunque no sabía cómo conseguirlo. No me gustaba sentirme infiel.
Miré por la ventana de la cocina durante un rato, después lavé el vaso, lo guardé y me obligué a pensar en lo que tenía que hacer.
Charlie llamó cuatro minutos después y quedamos en el vestíbulo de Parker Center a las once.
En el tiempo que me quedó busqué a Trudy. Llamé al departamento de Vehículos de Motor para pedir una lista de traspasos y de matriculaciones de todas las furgonetas nuevas de color negro vendidas en los últimos dos meses. Salieron veintiocho. Les pedí que me enviaran la información por fax, pero se negaron y me respondieron que sólo podían mandarla por correo. La burocracia en acción. Después me pasé casi dos horas al teléfono hablando con el FBI, los marshals y los sheriffs del condado de Los Ángeles. Casi todo el rato me tuvieron esperando, pero me enteré de que en los últimos tres meses no habían robado ninguna furgoneta negra del modelo de aquel año. Pedí que introdujeran los nombres de Trudy y Matt en los sistemas del Programa de Captura de Delincuentes Violentos y del Centro Nacional de Información Delictiva de las fuerzas de seguridad, en los que aparecen las órdenes de busca y captura más significativas de todo el país, y que además contienen una base de datos de menores desaparecidos o secuestrados. Cuando me preguntaron por qué lo quería no les hablé de Pike, me limité a responder que estaba trabajando para sus padres. Así todo el mundo cooperaba más, aunque en todos los casos me dijeron lo mismo: sin apellidos, las posibilidades de conseguir información útil eran remotas.
Fui temprano a Parker Center y busqué a Dolan entre quienes habían salido a la calle a fumar. Al no verla, supuse que estaría buscando los expedientes que yo necesitaba, aunque no estaba seguro de que fuera a hacerlo. De pronto se me ocurrió que tal vez la buscaba por otra razón y el sentimiento de culpa me abrasó como café amargo.
Aunque había llegado pronto, Charlie Bauman ya me esperaba en el vestíbulo.
– Estás hecho un asco. ¿Qué te pasa? -me preguntó.
– Nada, nada en absoluto, joder.
– Justo lo que me falta, que te pongas borde.
Un policía obeso y rubicundo nos acompañó por el pasillo hasta la sala de visitas. Charlie y yo nos quedamos sentados y en silencio durante los cinco minutos que tardaron en traer a Joe. Llevaba el mono azul, pero se había arremangado. Tenía las venas de las muñecas y los antebrazos hinchadas, como si hubiera estado haciendo ejercicio cuando fueron a buscarle.
El mismo policía negro con brazos de culturista que le había llevado a la rueda de reconocimiento le condujo a la sala donde estábamos.
– ¿Vas a portarte bien?
– Sí.
Pike llevaba esposas y grilletes. El policía negro le quitó las esposas y se las metió en el bolsillo.
– Tengo que dejarte lo de los tobillos.
– Gracias de todas formas -dijo Pike.
Cuando se hubo marchado el policía, sonreí. Joe ya no entornaba los ojos. Se había acostumbrado a la luz.
– ¿Has encontrado a Trudy? -preguntó.
– Aún no.
– Entonces supongo que me habrás traído una lima.
– Demasiado fácil. Prefiero hacer una cosa más difícil: descubrir quién te ha tendido la trampa.
Charlie se inclinó hacia delante como si se fuera a tirar de cabeza a la mesa.
– Cole cree que quizás el que se cargó a Dersh esté relacionado contigo a través de Karen García. Tal vez sea el mismo que la mató a ella.
Pike me miró. Quizá sentía curiosidad, pero con él nunca se sabía.
– El que se cargó a Dersh te odia tanto que ha conseguido parecerse a ti e incluso utiliza un arma del 357, como tú. Eso implica que te conoce, o al menos que se ha esforzado por descubrir datos acerca de ti.
Pike asintió.
– Si tanto te odia, ¿por qué ha esperado hasta ahora? ¿Y por qué ha matado a Dersh sólo para incriminarte? ¿Por qué no ha acabado contigo directamente?
– Porque no puede -respondió, arqueando los labios a su manera.
Charlie puso cara de mártir.
– Tendría que haberme traído las botas de pescar. El nivel de testosterona ya me llega a las rodillas.
Le conté todo lo que había pensado sobre la cadena de acontecimientos y sobre cómo encajaba todo.
– Lo ha meditado mucho, Joe, desde antes de que se hiciera público lo de Dersh. Puede que desde antes de que muriera Karen. No quiere matarte, sino castigarte. Este tío te guarda rencor desde hace mucho tiempo y ahora ha encontrado una forma de vengarse; por eso me pregunto si no estará relacionado con Karen García.
Pike ladeó la cabeza, y en las tranquilas aguas azules de sus ojos apareció algo más profundo.
– No tiene por qué estar relacionado con Karen. Detuve a doscientos hombres.
– Si es un tío cualquiera, ¿por qué actúa aquí y ahora? Si es uno cualquiera, hay demasiadas coincidencias.
En el rostro de Charlie apareció una sonrisa lobuna. Estaba entrando en el juego.
– Coño, tienes toda la razón.
– Leonard DeVille -dijo Pike. El hombre que Wozniak y él habían ido a arrestar el día de la muerte de Wozniak.
– ¿Quién? -preguntó Charlie.
Se lo dijimos.
– DeVille estaba allí al final -explicó Joe-, pero también fue el motivo por el que nos conocimos Karen y yo. Woz y yo respondimos a una llamada de Karen: le parecía que había visto a un pedófilo. Woz creyó que podía ser DeVille.
– O sea que puede ser él -concluyó Charlie.
– DeVille murió en la cárcel. Uno de la banda de la Calle Dieciocho le metió una puñalada cuando llevaba dos años de condena -contó Joe. Los pedófilos no duraban mucho tiempo en la cárcel.
– Vale -intervine-, ¿y qué hay de Wozniak? A lo mejor sacamos algo a través de él.
– No.
– Piénsalo.
– Woz está muerto, Elvis. No hay nada que pensar.
Alguien llamó dos veces a la puerta con fuerza y Charlie le gritó que entrara.
Eran Krantz y Robby Branford. El primero puso mala cara al ver el cigarrillo de Charlie.
– Aquí no se fuma, Bauman.
– Lo siento, inspector. Ahora mismo lo apago -respondió el abogado. Le dio otra calada y soltó el humo en dirección a Branford-. ¿Ibas a hablar con mi cliente sin que estuviera yo presente, Robby?
Branford puso mala cara y disipó el humo con la mano.
– Sabían que estabas aquí y me han llamado. Si no hubieras estado, te habría avisado. Te estás dejando la salud con eso, Charlie.
– Ya.
Ni a mí ni a Charlie nos gustaron sus expresiones.
– ¿Qué? -dijo-. Estoy en plena visita con mi cliente.
Robby Branford sacó una libretita de piel y se quedó mirándola.
– A las 7.22 de esta mañana, un travestido llamado Jesús Lorenzo ha sido encontrado muerto en un lavabo público de MacArthur Park. Un disparo del 22. Se han hallado partículas de plástico blanco en la herida. Se calcula provisionalmente que la muerte se produjo a las 3 de la madrugada.
Guardó la libreta y miró a Pike.
– Y eso un día después de que te cargaras a Dersh.
– O sea -intervine dirigiéndome a Krantz- que Dersh no mató a Karen García ni a ninguno de los demás.
– ¿Qué demonios tiene eso que ver con nosotros? -preguntó Charlie-. ¿También vas a acusar de eso a Pike?
– No, de eso no -respondió Branford-. Que alguien se tome la justicia por su mano para vengarse es malo, pero que meta la pata y se cargue a quien no era es peor.
– Pike no ha matado a nadie -dijo Charlie.
– Eso que lo decida el jurado. Mientras tanto, quería poneros al corriente.
– ¿De qué?
– Cuando comparezcamos ante el Tribunal Superior el mes que viene, vamos a pedir la pena de muerte.
– Eso es una gilipollez, Robby -replicó Charlie. Le había aparecido un tic debajo del ojo izquierdo.
– Los familiares de Dersh no están de acuerdo. -Branford se encogió de hombros-. Después de comer vamos a hablar con tu hombre. Cuando acabes aquí, ¿por qué no nos vemos tú y yo y quedamos en una hora?
Yo seguía con los ojos clavados en Krantz, que me sostenía la mirada.
– ¿Vas a acusar a Krantz de conseguir que mataran a un inocente?
Branford salió sin responder, pero Krantz se detuvo en el umbral.
– Sí, Dersh no era el asesino y tengo que vivir sabiendo eso, pero al menos tengo a Pike.
Salió de la sala de visitas y cerró la puerta.
Un domingo por la tarde en casa de los Wozniak
– Agárrate bien fuerte -dijo Pike.
Evelyn Wozniak, una niña de nueve años, agarró con todas sus fuerzas las manos que le tendía.
– ¡Seguro que no puedes levantarme! ¡Soy demasiado grande!
– Ya veremos.
– ¡No me sueltes!
Joe levantó a la niña con los brazos extendidos y de repente se puso a girar sobre sí mismo. Evelyn chillaba.
Abel Wozniak la llamó desde la barbacoa.
– Evie, dile a tu madre que necesito más agua para el pulverizador. Date prisa, que se me quema el pollo.
Pike dejó en el suelo a Evelyn. La niña, colorada y sin aliento, salió corriendo hacia la casa. Unos minutos antes, Joe y Abel habían colocado una mesa de picnic en el patio cubierto, a resguardo del sol, mientras Karen y Paulette entraban a buscar los cubiertos y las bebidas de la nevera. Joe se había sentado en una hamaca, bajo la gran sombrilla, e iba bebiendo poco a poco su cerveza. En el otro extremo del césped, Abel pinchaba el pollo y maldecía las brasas.
Joe siempre había admirado el jardín de los Wozniak. Abel y Paulette lo tenían bien arreglado, aunque con sencillez. Vivían en una casa modesta de San Gabriel, donde también residían muchos agentes con sus familias, y los dos dedicaban mucho esfuerzo a cuidar su propiedad. Se notaba, y a Joe siempre le había gustado ir a su casa a comer los domingos.
Abel soltó una palabrota, gritó que necesitaba el agua de una puta vez y entonces tapó la barbacoa y fue a sentarse junto a Joe. Llevaba también una cerveza. Ya se había tomado varias.
– ¿Ya lo has arreglado? -preguntó Joe.
– Vete a la mierda. No sé de qué me hablas. -Abel miró el humo que se escapaba por las rendijas de la barbacoa.
– Te he seguido, Woz. Te he visto con los Hermanos Chihuahua. Te he visto con esa chica. Sé lo que estás haciendo.
Wozniak sacó un Salem del paquete que había en el suelo junto a su hamaca y lo encendió.
– ¿Por qué demonios te metes en eso, Pike?
– No puedo evitarlo.
– Soy tu compañero, joder.
Joe apuró la cerveza y dejó la botella vacía en el césped. Karen apareció con una enorme fuente de ensalada de patatas y Paulette con un pulverizador y una bandeja llena de cubiertos y servilletas. Abel se acercó, echó el agua sobre el carbón y volvió a su hamaca. Las mujeres estaban ocupadas poniendo la mesa.
– Ese pollo de mierda está hecho un asco.
– Lo digo en serio, Woz. No voy a aguantar mucho más.
Woz sacudió el cigarrillo. Estaba nervioso.
– Tengo responsabilidades.
– Por eso te dejo elegir.
Wozniak se acercó tanto a él que la hamaca se inclinó.
– ¿Crees que me gusta? ¿Te crees que quiero ser así? Joder, es como si estuviera atrapado por un vicio.
Karen dirigió una alegre sonrisa a Joe, que le hizo un gesto con la mano. Paulette también sonrió y saludó. No oían la conversación de los hombres.
– Ya sé que es un vicio, Woz. Sólo intento ayudarte.
– No me jodas.
– No tienes elección.
Wozniak observó a las dos mujeres y después a Joe.
– Tú crees que no sé lo que sientes por ella. -Pike lo observó fijamente-. Te he visto mirar a Paulette -prosiguió Wozniak-. Estás con una chica estupenda como Karen y has de fijarte en mi mujer.
Pike se puso en pie.
– Vas a presentar la dimisión, Woz. Y vas a hacerlo pronto.
– Te lo advierto, hijo de puta. Si no dejas de meterte donde no te llaman, uno de los dos acabará muerto.
Paulette y Karen se habían acercado a la barbacoa y contemplaban el pollo con mala cara.
– ¡Abel! ¡Creo que este pollo ha muerto, cariño!
Pike contempló a Abel, a Paulette y a Karen, pero sólo tenía ojos para Paulette. Era como si todo lo demás se volviera cada vez más borroso y al final sólo quedara ella.
No había sentido un vacío tan inmenso desde que era niño.
Cuando salí de Parker Center había aún más gente fumando fuera, viendo llegar las furgonetas de la televisión. A juzgar por la cantidad de policías que había en la acera, no debían de quedar demasiados dentro, aunque era difícil aventurar nada. Samantha Dolan no estaba entre ellos, ni Stan Watts. La mitad debían de ser de Asuntos Internos, y apenas unos cuantos estaban fumando. Seguramente recogían los nombres de los que sí fumaban.
Fui hasta la zona cubierta a buscar el BMW de Dolan. Cuando lo hube encontrado volví hasta el vestíbulo. La llamé desde una cabina. Contestó al segundo timbrazo.
– Dolan.
– Soy yo.
– Oye, ahora estoy muy ocupada.
– Estoy abajo y quiero hablar contigo. Necesito esos expedientes.
– En este momento me siento un poco humillada -replicó, bajando la voz-, ¿no lo comprendes? Por lo general no… No suelo hacer lo que he hecho esta mañana.
– Me hago cargo. Yo tampoco estoy muy relajado.
– Tú no has sido el que ha sufrido el rechazo.
– Estoy con otra persona, Samantha. Ya te lo había dicho. -Me sentía a la defensiva, como si tuviera que justificarme.
– La mujercita.
– No la llames así. Lucy también es una tía dura y podría darte una patada en el culo.
Dolan no contestó.
– Era una broma.
– Ya lo sé. No he dicho nada porque me estaba riendo.
– Ah.
– A lo mejor la llamo y que gane la que quede en pie.
– ¿Has encontrado los expedientes que te he pedido?
– Ahora no puedo hablar. ¿Sabes lo de la nueva víctima?
– Estaba con Pike cuando han bajado Krantz y Branford. ¿Por qué no te acercas a tu coche? Ahora mismo necesito mucho tu ayuda, pero no quisiera que tus sentimientos hacia mí se confundan con eso.
– Me parece que soy capaz de no confundirme -replicó Dolan en tono glacial-. Cinco minutos.
– Samantha.
Pero ya había colgado.
Dolan estaba en la entrada del aparcamiento, observando las furgonetas de los periodistas. No estaba fumando, pero junto a uno de sus zapatos había una colilla aplastada. Debí de pillarla entre pitillo y pitillo. No llevaba los expedientes.
– Van a volverse locos con todo esto -dijo.
– Sí. ¿Qué tal estás?
Me taladró con una fría mirada.
– ¿Te refieres a si mi amor propio ha sobrevivido a tu rechazo, o a si estoy hecha polvo por haber perdido toda mi autoestima?
– No hay nadie más duro que tú, ¿verdad?
Se fue hacia el aparcamiento y la seguí hasta el BMW.
– Vale. Esto es lo que he descubierto: Wozniak murió hace tanto tiempo que Rampart ya no tiene su ficha. Deben de haberla enviado al depósito de archivos cerrados de Union Station.
– ¿No tienen todo esto informatizado?
– Esto es la policía de Los Ángeles, superdetective. El presupuesto para informática es miserable.
Asentí.
– Asuntos Internos tiene un centro de documentación aparte, con un sistema propio de acceso. De eso olvídate. Pero el depósito de archivos es otro asunto. Ahí tenemos una oportunidad.
– De acuerdo.
– He hablado con un inspector de Rampart que conozco. Dice que con DeVille pasa más o menos lo mismo. Como murió en chirona, los inspectores de Delitos Sexuales de Rampart que llevaron el caso debieron de cerrar el expediente. Podríamos pedirlo al depósito de archivos del fiscal del distrito, pero no será necesario.
– ¿Tienes alguna forma de llegar a los archivos almacenados?
– Voy casi cada día por lo de las llamadas de trámite que estoy haciendo, pero no podemos presentarnos y pedir que nos dejen llevárnoslo. ¿Comprendes?
– ¿Y qué hacemos entonces?
– Lo robamos. ¿Qué, te apetece?
– Sí.
– Me alegro de que me aceptes algo.
El centro de almacenamiento del Departamento de Policía de Los Ángeles era un viejo edificio de ladrillo rojo situado en una zona industrial, cerca de las vías del tren. Los ladrillos parecían a punto de desprenderse, y pensé que el edificio no habría pasado ni de lejos una inspección de seguridad ante terremotos si no hubiera sido propiedad de la policía. Era uno de esos sitios en los que, cuando estás dentro, te pasas el tiempo rogando que no se produzca un temblor.
Dolan aparcó el BMW bastante lejos de los demás coches y me llevó por una sencilla puerta gris y después por un corto pasillo.
– Qué calor -dije.
– El aire acondicionado debe de haberse jodido otra vez. Mira, sé buen chico y no digas nada. Ya hablo yo.
No contesté.
– ¿De acuerdo?
– Me has pedido que no diga nada.
– No te hagas el gracioso.
Un recepcionista obeso, vestido de civil, que respondía al nombre de Sid Rogin leía una revista tras un mostrador bajo. Tenía más de sesenta años, estaba bastante calvo y llevaba un ojo de cristal. Al ver a Dolan se animó y dejó la revista. Estaba sudando y tenía un pequeño ventilador en marcha. Era patético. Le habría dado más aire un chihuahua meneando la cola.
– ¿Qué tal, Sammy? ¿Aún te tienen haciendo llamadas de trámite?
Me daba no sé qué ver a un blanco de aquella edad hablar con aquel acento, como si fuera negro.
Dolan le dedicó una sonrisa resplandeciente. Yo habría jurado que si alguien la llamaba «Sammy» era capaz de pegarle un tiro allí mismo.
– Sí, más de lo mismo. Tenemos que pasar revista a un agente fallecido y a un delincuente que detuvo, un tal Leonard DeVille, también fallecido.
Rogin giró hacia ella un formulario de registro.
– Nombres y números de placa. ¿De qué año estamos hablando?
Dolan tomó el bolígrafo que le ofrecía y me miró.
– Tranquilo, ya me apunto yo.
– ¿Queréis llevaros los expedientes?
– Con un poco de suerte, no. Sólo tenemos que consultar unas fechas. -Sonrió otra vez con las mismas ganas-. Supongo que mi compañero podría revisar el del agente mientras yo me ocupo del otro, y así acabamos antes.
– Vale. Venid por aquí detrás.
Dolan y yo seguimos a Rogin por una serie de salas repletas de estanterías industriales llenas de cajas de cartón polvorientas.
– ¿Cómo se llamaba el agente?
– Stuart Vincent.
Le deletreó «Vincent».
– Muy bien. Los agentes están en este piso. Tú y yo vamos a tener que subir al primero, que es donde, están los delincuentes.
– Perfecto.
Seguimos a Rogin por los pasillos. Todas aquellas cajas de cartón destartaladas parecían nichos.
Doblamos una esquina y llegamos al pasillo que iba de la te a la zeta.
– Aquí lo tienes. Uve de Vincent -anunció Rogin. Habia seis cajas marcadas con la letra uve. Bajó la que debía de contener los expedientes que empezaran por «Vi»-. ¿Sólo queréis echar un vistazo?
Dolan me miró y asentí.
– Exacto -corroboré.
Rogin levantó la tapa y sacó un grueso expediente atado con un cordel. Frunció el ceño.
– Es muy gordo, Sammy. ¿Quieres leerlo todo?
– Ya veo que estás muy ocupado, Sid. Siento tener que meterte en este lío.
– No, si no es eso. Es que no les gusta que la gente entre aquí detrás.
Dolan arqueó las cejas y se puso seria.
– Bueno, Sidney, entonces lo mejor será que vuelva a Parker Center y les diga que te llamen.
Lo soltó así, sin más, y se quedó mirándole.
– Oh, no, por favor, no. Es que tengo que volver a mí puesto.
– Cuando bajéis del primer piso ya habré terminado -afirmé-. Tranquilos.
– ¿Seguro?
– Del todo.
Dolan le dio una palmadita en el hombro y le sonrió un poco más.
– Venga, Sid. Vámonos de aquí, que hace un calor infernal.
Me puse a mirar el expediente de Vincent como si me interesara hasta que dejé de oír sus pasos y entonces busqué por el pasillo la uve doble. Había doce cajas marcadas con esa letra, y en la octava y la novena figuraba «Wo».
Podríamos haber pedido el expediente de Wozniak y haber firmado la petición, pero no queríamos que constara la relación de Dolan con nuestra investigación. Ya estaba metida en un lío muy gordo y si las cosas se torcían no quería meterla en otro peor.
Saqué la carpeta de Wozniak y empujé las cajas para dejarlas en su sitio.
El expediente personal de Wozniak era muy voluminoso y no me cabía en los pantalones, pero en su mayoría no me interesaba. Saqué la lista de los compañeros que había tenido antes de Pike, con sus números de chapa, y después pasé las hojas hasta el principio de su carrera y tomé la relación de los agentes que habían participado en su formación. Había sido un policía de primera. Le habían concedido la medalla al valor dos veces, doce certificados de recomendación y media docena de distinciones al servicio público por haber trabajado con colegios y jóvenes con problemas. La lista de sus arrestos ocupaba un buen número de páginas, y detallaba al detenido, la fecha y la acusación. Saqué las hojas, las doblé y me las metí en la chaqueta. El siguiente apartado del expediente estaba dedicado a procedimientos disciplinarios. Ni siquiera iba a mirarlo, pero me llamó la atención que Abel Wozniak hubiera sido requerido por el Grupo de Asuntos Internos en dos ocasiones en las seis semanas anteriores a su muerte. Y el agente de Asuntos Internos que había solicitado las entrevistas era el inspector Harvey Krantz.
– ¡Mierda! -exclamé.
No se daba ninguna información más, aparte de una nota que indicaba que la investigación se había cerrado, además de la fecha en que eso había sucedido.
Krantz.
Doblé también aquella hoja y la puse con las otras.
Oí la voz de Dolan por el pasillo.
– Eh, colega, espero que hayas terminado. Nos vamos.
Metí precipitadamente lo que quedaba del expediente en la carpeta y la escondí entre dos cajas antes de salir corriendo hacia la letra uve. Agarré el expediente de Vincent justo cuando Dolan y Rogin aparecían por la esquina.
– ¿Has encontrado lo que buscabas? -me preguntó Dolan.
– Sí. ¿Y tú?
Movió la cabeza, lentamente.
– No. El expediente de DeVille no está.
– ¿Y dónde lo habrán metido? -pregunté, extrañado.
Rogin agitó la mano.
– Algún imbécil debe de haberlo sacado. ¿Queréis que os lo busque?
– Si no te importa -pedí-. A lo mejor puedo llamar al que se lo haya llevado y conseguir lo que necesitamos.
Fuimos tras él hasta el mostrador y esperamos mientras rebuscaba en una caja llena de fichas. Se rascó la cabeza, comprobó unos números que había escrito en una libretita y frunció el ceño.
– Coño, pues no está. Si se lo hubiera dado a alguien debería tener la ficha de salida aquí, pero no está.
– ¿Hay alguna forma de saber cuánto tiempo hace que lo han sacado?
– Sin la ficha, no. Qué putada, ¿eh?
Dolan me miró, y entonces me tiró de la manga.
– A lo mejor se ha traspapelado, Sid. No pasa nada.
Cuando íbamos hacia el coche, me dijo:
– Las coincidencias me dan mala espina. Aún podemos conseguir una copia. La oficina del fiscal del distrito guarda todos los expedientes de sus casos en un almacén propio. Puedo pedírselo.
– ¿Cuánto tardará?
– Un par de días. No te pongas así, superdetective. ¿Tú qué has conseguido?
– Algunos nombres, su lista de arrestos y algo más.
Le conté lo de la anotación disciplinaria que indicaba que Wozniak había sido objeto de una investigación, y que el agente encargado había sido Krantz.
Dolan soltó un silbido.
– Ésas son cosas de Asuntos Internos, tío. No puedes ir a preguntárselo a Krantz sin más.
Nos subimos a su coche. El cuero de los asientos estaba tan caliente que me quemé los muslos. Dolan arqueó la espalda para levantar el culo.
– Qué tontería, haberlos pedido de tapadillo.
Metió la llave en el contacto y encendió el aire acondicionado, pero no el motor.
Saqué las hojas y volví a mirarlas. Eché un vistazo a las de detenciones, pero me detuve en la investigación de Asuntos Internos y las dos entrevistas con Krantz. Tenían las fechas.
– Si no puedo conseguir las carpetas ni preguntárselo a Krantz, a lo mejor puedo sacarlo de otra persona -pensé en voz alta.
Dolan tendió la mano para que le pasara la hoja.
– Esto no dice una mierda.
– Es cierto.
– No dice si le acusaban a él o no, o si querían preguntarle algo sobre otra persona.
– No.
Me la devolvió, pensativa. Sacó el móvil y marcó un número.
– Espera.
Hizo tres llamadas y habló durante casi veinte minutos. En dos ocasiones escribió algo en una libreta.
– Este tío puede que te ayude. Era supervisor de Asuntos Internos cuando estaba Krantz.
– ¿Quién es?
Me dio el papel.
– Mike McConnell. Ahora está jubilado, vive en Sierra Madre. Éste es su número. Tiene una plantación de hierba.
– ¿Qué?
– Cultiva maría.
– Ya sé qué quiere decir.
– No estaba segura. A veces eres imbécil.
Pisó a fondo el acelerador, haciendo chirriar los neumáticos, y me llevó hasta mi coche.
Sierra Madre era una apacible ciudad situada en las estribaciones de las montañas de San Gabriel, al este de Los Ángeles. Árboles altos y frondosos flanqueaban las calles, y los niños seguían yendo en bicicleta sin preocuparse de si les pegaban un tiro en una esquina. Sierra Madre tenía un aire rural y tranquilo que Los Ángeles perdió cuando los agentes inmobiliarios tomaron el control del Ayuntamiento. Y allí fue donde Don Siegel rodó los exteriores de La invasión de los ladrones de cuerpos. Jamás había visto por allí a nadie que hubiera salido de una vaina, pero no por eso dejaba de ir con los ojos bien abiertos: un poco más al oeste, en Los Ángeles, los invasores estaban por todas partes.
La plantación de hierba de Mike McConnell estaba en una ancha llanura cerca de Eaton Canyon Reservoir, un embalse que llevaba años seco. Las tierras que había más abajo habían sido alquiladas a granjeros y a gente que había montado viveros y las había aprovechado. Al terreno abandonado, cubierto de maleza e improductivo, iba gente que practicaba el aeromodelismo, pero las parcelas irrigadas eran un vergel, y se veía una hectárea tras otra de flores, de plantas jóvenes y de marihuana.
Salí de la calle pavimentada y tomé un camino de grava entre verdes extensiones de hierba de búfalo, de Bahía, de San Agustín y de Bermuda, además de otros tipos que no reconocí. Había rociadores del sistema de irrigación desperdigados por los campos como espantapájaros hechos de piezas de Lego, pulverizando agua, y el aire olía a abono. Tenía la impresión de que iba a encontrarme con un campo de vainas palpitantes, pero en lugar de eso llegué a una gasolinera donde había una caravana y una gran nave metálica rodeadas de altos y delgados eucaliptos. Nunca hay que perder la esperanza.
Había tres hispanos sentados en la parte trasera de una furgoneta Ford de reparto, comiendo bocadillos y riéndose. Se les veía sucios de haber estado trabajando en los campos de hierba y tenían la piel como el carbón, tostada por el sol. Me sonrieron con educación cuando aparqué y descendí del coche. Un perro pardo tumbado debajo de la puerta de la furgoneta también se me quedó mirando.
– ¿El señor McConnelI? -pregunté.
El más joven me indicó la caravana con un gesto de cabeza. Junto a ella, entre los árboles, había aparcado un Cadillac Eldorado último modelo.
– Está dentro. ¿Quiere que vaya a buscarle?
– No hace falta, gracias.
McConnelI salió cuando yo me acercaba a la caravana. Tenía unos sesenta años y una tripa que rebosaba de unos pantalones militares color caqui. También llevaba unas botas Danner. Una camisa hawaiana desabrochada dejaba ver la barriga, como si se sintiera orgulloso de ella. Con una mano agarraba una botella de cerveza negra, y me tendió la otra mano.
– Mike McConnelI. ¿El señor Cole?
– Sí. Llámeme Elvis, por favor.
– No sé si podré hacerlo sin que se me escape la risa.
¿Qué se contesta a una cosa así?
– Le invitaría a entrar, pero ahí dentro hace un calor de mil diablos. ¿Quiere una cerveza? Sólo me queda esta mierda mexicana. Toda la americana se me ha acabado.
– No, pero gracias.
Por la puerta de la caravana apareció una chicana delgada de unos veinte años, con cara de pocos amigos. Llevaba un fino vestido de algodón que se le pegaba al cuerpo e iba descalza. Pues claro que hacía calor ahí dentro.
– No me hagas esperar. No me gusta estar sola -amenazó.
– Cuidado con lo que dices o te regreso a Sonora -contestó McConnell, que parecía escandalizado.
La chica le sacó la lengua y se metió en la caravana con una mueca de burla. Los de la furgoneta se dieron codazos disimuladamente.
– Es joven -se disculpó McConnell, encogiéndose de hombros.
Me acompañó hasta una mesa de secoya colocada a la sombra de los eucaliptos y le pegó un trago a la cerveza. En el antebrazo derecho llevaba un globo terráqueo y un ancla de los marines medio borrados, hasta el punto de que parecían una mancha de tinta.
– Esta tarde tengo que entregar casi dos mil metros cuadrados de San Agustín a un chino de San Marino. Si lo que busca es San Agustín no podré servirle de ayuda, pero tengo doce tipos de hierba más. ¿Qué anda buscando?
Le entregué una tarjeta de visita.
– Tengo que reconocer que no he sido sincero con usted, señor McConnell. Le pido disculpas, pero he de hacerle unas preguntas sobre una investigación de Asuntos Internos que se llevó a cabo cuando usted estaba en el grupo. Confío en que me hable de lo que sucedió.
Leyó la tarjeta y la dejó encima de la mesa. Hurgó en el bolsillo como si buscara un pañuelo, pero sacó una automática pequeña de color negro del trescientos ochenta. La sostuvo en la mano, aunque sin apuntarme.
Los de la furgoneta dejaron de comer.
– Empezar mintiendo es empezar con mal pie. ¿Lleva algo?
Intenté no mirar el arma.
– Sí. Debajo del brazo izquierdo.
– Sáquela con la mano izquierda. Sólo con dos dedos. Si veo más de dos dedos en contacto con el metal, le dejo seco.
Obedecí.
– Sosténgala así, lejos del cuerpo, como si oliera mal. Vaya hasta el coche y déjela dentro. Luego regrese.
Los trabajadores se habían colocado en la parte trasera de la furgoneta como nadadores encima de sus podios de salida, listos para saltar si empezaban los tiros. Debían de estar pensando lo irónico que sería haber hecho todo el viaje al norte desde Zacatecas para que acabaran matándolos de un balazo en una plantación de hierba.
Solté el arma en el asiento delantero y volví a la mesa.
– No he venido a meterle en un lío, señor McConnell. Sólo necesito un par de respuestas. Por experiencia sé que si aviso de mi visita, la gente tiende a desaparecer antes de que llegue. No podía arriesgarme a no encontrarle.
McConnell asintió.
– ¿Siempre lleva esa pistolita por aquí?
– Me pasé treinta años en el cuerpo, veintidós de ellos en Asuntos Internos. Investigué a polis que eran igual de peligrosos que cualquier delincuente, y me granjeé enemigos. Y más de uno ha intentado dar conmigo.
Lo comprendí perfectamente.
– Estoy buscando información sobre un oficial fallecido llamado Abel Wozniak. Lo investigaron cuando usted estaba en el grupo en calidad de supervisor, pero no sé por qué ni cuáles fueron los resultados. ¿Lo recuerda?
Hizo un gesto con la 380 automática.
– ¿Por qué no me cuenta primero qué interés tiene en todo esto?
Mike McConnell, inspector de tercer grado jubilado, me escuchó inexpresivo mientras le relataba lo de Dersh y Pike. Si sabía algo de los titulares aparecidos a apenas unos kilómetros al oeste, no se notó. Cosas de policías. La primera vez que mencioné el nombre de Joe, McConnell parpadeó, pero no volvió a reaccionar hasta que le dije que el inspector encargado de la investigación de Asuntos Internos había sido Harvey Krantz.
En su rostro castigado por la edad se dibujó una sonrisa malévola.
– ¡Krantz el cagón! Coño, si yo estaba delante el día que a esa rata asquerosa se le soltó el esfínter.
Disfrutaba tanto con el recuerdo que la 380 dejó de apuntarme. Los de la furgoneta también se relajaron y al poco arrugaron las bolsas de papel de los bocadillos y se subieron a la cabina. Se había acabado el espectáculo y tenían que volver al trabajo.
– O sea que ahora Pike es su socio, ¿no? -me preguntó McConnell.
– Sí.
– Pike es el que hizo que Krantz se cagara encima.
– Sí, ya lo sé.
– Tal y como ese chico agarró a Krantz, casi consiguió que me cagara yo también. -Se rió-. Joder, qué rápido era. Lo levantó del suelo como si nada. Recuerdo que era marine. Como yo.
Pensé en todo aquello y en lo humillado que debía de haberse sentido Krantz. Debía de haber perjudicado su carrera, y todavía le llamaban «cagón».
– ¿Recuerda por qué Krantz investigaba a Wozniak?
– Sí, sí. Wozniak estaba metido en una banda que se dedicaba a robar.
Lo dijo como si no tuviera la menor importancia, pero al oírlo me puse alerta, como si McConnell hubiera alargado el brazo y me hubiera dado en un interruptor.
– Sí, exacto -continuó-. Krantz se había enterado por un par de mexicanos que pasaban material robado en Pacoima, en el valle. Dos rateros de poca monta que se llamaban Reina y Uribe. Les llamábamos los Hermanos Chihuahua por lo bajitos que eran. Por lo que conseguimos descubrir, Wozniak les avisaba cuando había una alarma antirrobos estropeada o cuando se enteraba de que un guardia de seguridad estaba enfermo, o cualquier otra cosa, y aquellos dos tipos enviaban a alguien a robar al sitio. Recambios de automóvil, equipos de música, esas cosas.
– En resumen: que Wozniak era un policía corrupto.
– Exacto.
– Me está diciendo que el compañero de Joe Pike estaba metido en una banda de rateros.
Lo solté como si lo hubiera oído mal y quisiera que me lo repitiera para estar seguro.
– Bueno, no habíamos llegado a un punto de la investigación en el que pudiéramos montar un caso y arrestarle, pero estaba implicado, eso seguro. Después de su muerte habríamos podido seguir, pero decidí dejarlo. Tenía familia, mujer e hijos, y no había por qué hacerles pasar por eso. Krantz se puso furioso. Quería continuar y cargarse a Pike.
– ¿Porque le había humillado?
McConnell iba a beber otro sorbo de cerveza, pero se detuvo y me observó.
– No, en absoluto. Harvey creía que Pike estaba metido hasta el cuello.
A veces oyes cosas que nunca habrías querido oír, cosas tan ajenas a tu experiencia, tan descabelladas, que te parece que te has despertado por la mañana dentro de una novela de Stephen King.
– No me lo creo.
Se encogió de hombros.
– Bueno, casi todo el mundo opinaba como usted, que Krantz tenía muchas ganas de pillar a Pike porque le había hecho cagarse encima, pero él me dijo que tenía el convencimiento de que Pike estaba involucrado. No tenía ninguna prueba, pero le parecía imposible que no lo estuviera, pues los dos iban juntos de patrulla todos los días. Le contesté que si hubiera pasado más tiempo en un coche patrullando, haciendo realmente trabajo de policía en lugar de estar todo el día haciendo todo lo posible para ascender, lo sabría. Es como estar casado. Puedes pasarte toda la vida con alguien y no llegar a conocerle.
Miró en dirección al campo. La furgoneta se había detenido junto al centro de control de los aspersores. Los dos mexicanos mayores ya se habían puesto a trabajar, pero el joven se encontraba en medio de la hierba, saltando, moviendo los brazos arriba y abajo.
McConnell se levantó de la mesa.
– ¿Pero qué cojones está haciendo ese idiota?
McConnell gritó algo en español, pero los hombres no le oían. La chica volvió a asomarse a la puerta para saber por qué gritaba. Parecía tan desconcertada como McConnell. Este rebuscó en los bolsillos para sacar las llaves del Cadillac.
– Hijo de puta. Voy a tener que acercarme.
– Señor McConnell, sólo necesito un par de minutos más. Si no había ninguna prueba, ¿por qué creía Krantz que Pike estaba involucrado? ¿Sólo porque salían de patrulla en el mismo coche?
– Harvey no se creía la historia de Pike sobre lo que había pasado en aquella habitación de motel. Creía que se habían peleado por lo de la investigación y que quizá Pike se había acojonado pensando que Wozniak iba a entregarle para hacer un trato. Eso era lo que intentaba Krantz, ¿comprende? Enfrentarlos. Estaba convencido de que Pike había asesinado a Wozniak para cerrarle la boca de una vez por todas.
– ¿Y usted cree que es verdad?
– Bueno, en mi opinión no llegamos a descubrir lo que realmente había sucedido en aquella habitación. Wozniak se cabreó con DeVille y le noqueó. Sabemos que fue así porque DeVille y Pike contaron la misma historia, pero después de que DeVille perdiera el conocimiento sólo sabemos lo que nos contó Pike, y algunas cosas no tenían sentido. No tiene sentido que un tío como él, joven, fuerte y recién salido de los marines, que sabía kárate y todas esas cosas, tuviera tantos problemas para calmar a Wozniak. Krantz creía que Pike nos contestaba con evasivas, y quizá fuera cierto, pero ¿qué íbamos a hacer? No teníamos caso.
No me gustó en absoluto escuchar todo aquello. Estaba empezando a irritarme y me molestaba que McConnell se distrajera con sus trabajadores. Los otros dos hombres se habían unido a su compañero bajo la lluvia artificial y estaban dando brincos con él.
– Esto se está saliendo de madre -dijo McConnell.
– ¿Cree que Krantz tenía razón?
Volvió a gritar algo en español, pero seguían sin oírle.
Rodeé la mesa y me puse delante de él para que tuviera que mirarme y no se distrajera.
– ¿Tenía razón Krantz?
– Krantz no descubrió ninguna prueba. Me pareció que con una tragedia ya era suficiente, así que le ordené que dejara el caso en paz. Eso fue lo que pasó. Mire, siento no ser de ayuda, pero tengo que ir a ver qué pasa. Esos gilipollas me salen muy caros.
Hizo ademán de esquivarme, pero le agarré la muñeca, se la retorcí y le arrebaté la pistola. Lo pillé por sorpresa. Todo pasó en una décima de segundo.
McConnell abrió mucho los ojos y se quedó quieto como una estatua.
– ¿Y qué hay de esos dos rateros? ¿Cree que alguno de los dos le tendió una trampa?
– Wozniak les importaba un comino. Reina volvió rápidamente a Tijuana porque se había metido en un lío con un camello. Uribe murió de un disparo en una gasolinera durante una pelea.
– Según el expediente de Wozniak, recibió amonestaciones en cinco ocasiones distintas y dos veces lo suspendieron por uso excesivo de la fuerza. Siete quejas, y en cinco de ellas los que se quejaban eran pedófilos o proxenetas de niños. ¿Sabemos quién fue el soplón que le dijo lo de DeVille?
Los ojos de McConnell se dirigieron a la pistola y luego volvieron a mirarme.
– No. Wozniak debía de tener varios colaboradores. Por eso era tan buen agente de patrulla.
– ¿Cómo podría averiguarlo?
– En las comisarías de distrito tienen listas de confidentes registrados. La necesitan para proteger a los agentes, pero no sé si en Rampart tendrán todavía la de Wozniak, porque todo eso ocurrió hace mucho.
McConnell volvió a mirar hacia los campos.
– Joder, pegúeme un tiro o deje que me ocupe del negocio. Mire cuánta agua están desperdiciando.
Observé la pistola y se la devolví. Me di cuenta de que me estaba ruborizando.
– Lo siento. No sé por qué lo he hecho.
– A la mierda.
Se encaminó al coche sin añadir palabra. Al llegar a la puerta se volvió, pero ya no parecía enfadado sino triste.
– Sé qué es eso de que el compañero de uno se meta en un lío. Pero yo nunca me creí que Pike estuviera metido en robos, ni que se hubiera cargado a Wozniak. Si lo hubiera creído, habría seguido con la investigación.
– Gracias, señor McConnell. Lo siento.
Se dirigió a toda pastilla a los campos en el Cadillac.
Yo volví a mi coche, enfundé la pistola y me quedé allí sentado, meditando. El olor del abono era más intenso. En torno a los hombres, que seguían bailando, flotaba un arco iris producido por los aspersores. El Cadillac frenó de golpe tras la furgoneta y de él bajó McConnell, cabreado y gritando. Los tres hombres dejaron de saltar y volvieron al trabajo. McConnell cerró la llave del agua.
Allí sentado, releí el informe de la policía sobre el incidente y encontré la referencia: «Actuando según información recibida de una fuente anónima, los agentes Wozniak y Pike entraron en la habitación 205 del motel Islander Palms».
No hacía más que darle vueltas al asunto, pensando en la fuente anónima y en lo que sabría. Seguramente no podría decirme nada pero, para alguien que tenía las manos vacías como yo, una posibilidad remota empezaba a resultar algo muy atractivo.
Repasé otra vez todas mis notas y vi el nombre de la viuda de Wozniak: Paulette Renfro.
Quizás hablaba del trabajo con su mujer, o quizás ella sabía algo del confidente. A lo mejor tenía información sobre Harvey Krantz y sobre cómo había desaparecido el expediente de Leonard DeVille.
Hay que relacionar las cosas.
Arranqué, giré describiendo una gran circunferencia y me dirigí a la autopista.
Atrás quedaba la marihuana, que ya había empezado a cocerse al sol de la tarde. Del suelo salía un vapor que era como la niebla del infierno.
Avisté los dinosaurios, lo cual significaba que estaba acercándome a Los Ángeles.
Si se avanzaba por el desfiladero de Banning, ciento sesenta kilómetros al este de Los Ángeles, donde las montañas de San Bernardino y San Jacinto se unían para formar un portal de entrada a los desiertos altos del valle de Coachella, se llegaba a la reserva india de Morongo. Junto a la carretera había un apatosauro y un tiranosaurio gigantescos, levantados por algún genio del desierto borracho de sol mucho antes de que a Michael Crichton se le ocurriera lo del Parque Jurásico. Unos años antes había sido lo único que había por allí: recreaciones monstruosas de tamaño natural que se erguían en pleno calor desértico, como si estuvieran congeladas en el tiempo y el espacio. Por diez centavos podías hacerte una foto y enviársela a toda la familia de Virginia como recuerdo de las vacaciones. «Hola, mamá, estamos en California. Besos.» Los dinosaurios llevaban años allí, pero aún había borrachos y drogatas que entraban a trompicones en los bares de Cabazón jurando por lo más sagrado que habían visto monstruos en el desierto.
Unos kilómetros después de los dinosaurios salí de la carretera y me metí en la autopista estatal, que flanqueaba las montañas de San Jacinto hasta Palm Springs.
Durante el invierno la ciudad estaba llena de turistas, domingueros y canadienses que huían del frío, pero en pleno junio, con temperaturas de más de cuarenta grados, la ciudad apenas respiraba. No se le encontraba el pulso y languidecía al sol como un animal atropellado que espera la muerte en la cuneta. Los turistas habían desaparecido y sólo los suicidas se atrevían a salir de día.
Entré en una tienda de recuerdos a comprar un plano, busqué la dirección de Paulette Renfro y fui completamente recto hacia el norte a través del desierto. Hacía un momento había estado rodeado de dinosaurios e indios, y de repente cruzaba un territorio extraño, de ciencia ficción, con cientos de estilizados molinos de viento diseñados por ordenador cuyas esbeltas aspas giraban a cámara lenta para robar energía al viento.
Palm Springs era en realidad una ciudad de hoteles, segundas residencias y peluquerías para caniches de gente acomodada, pero los hombres y mujeres que le daban vida vivían en poblaciones más pequeñas, como Cathedral City al sur o North Palm Springs, en el lado mal visto de la carretera.
Paulette Renfro tenía una casa no muy grande en las estribaciones del desierto, por encima de la carretera y con vistas a los molinos. Era una casita estucada de color beis con tejado de tejas rojas y un enorme aparato de aire acondicionado cuyo ruido ya oí desde la calle. Más abajo, en Palm Springs, la gente podía permitirse sistemas de riego para el césped, pero allí arriba los jardines tenían grava y arena, con plantas propias del desierto que requerían poca agua. Todo el dinero disponible se destinaba al aire acondicionado.
Aparqué en la calle y me acerqué a pie por el camino que llevaba hasta la casa, junto al que había un enorme áloe en flor con hojas como espadas verdes. Vi un Volkswagen Escarabajo nuevecito aparcado tras un Toyota Camry, aunque el segundo estaba dentro del garaje y el Volkswagen se tostaba al sol. Una visita.
Llamé al timbre y abrió la puerta una mujer alta y atractiva. Llevaba una falda bonita e iba maquillada, como si estuviera a punto de salir o acabara de llegar.
– ¿La señora Renfro? -pregunté.
– Sí, yo misma.
Una buena dentadura y una sonrisa atractiva. Tenía cuatro o cinco años más que yo, lo cual quería decir que debía de haber sido más joven que Abel Wozniak.
– Me llamo Cole. Soy detective privado, de Los Ángeles. Tengo que hablar con usted sobre Abel Wozniak.
Miró hacia el interior como si algo la incomodara.
– Ahora no es muy buen momento. Además, Abel murió hace años. No sé en qué podría ayudarle.
– Esperaba que pudiera responder unas pocas preguntas sobre un caso en el que su marido estaba trabajando en el momento de su muerte. Es muy importante. He venido desde muy lejos.
A veces da buen resultado ponerse lo más patético posible.
– ¿Quién es, mamá? -preguntó una mujer más joven que apareció tras ella.
Paulette Renfro me dijo que estaba escapándose todo el frío y me invitó a pasar, aunque con pocas ganas, algo a lo que ya estoy acostumbrado.
– Ésta es mi hija, Evelyn. Evelyn, éste es el señor Cole. Viene de Los Ángeles.
– Hola, señorita Renfro.
Le tendí la mano, pero no la aceptó.
– Me llamo Wozniak. Lo de Renfro fue un error de mi madre.
– Evie, haz el favor.
– No la entretendré más de diez minutos, se lo prometo.
Paulette Renfro miró el reloj y luego a su hija.
– Bueno, dispongo de unos minutos, pero tengo cosas que hacer. Antes de una hora tengo que ir a enseñar una casa. Trabajo en una inmobiliaria.
– No es preciso que me ayudes -dijo Evie-. Sólo me falta entrar algunas cosas.
Evie Wozniak salió de la casa con aire altivo y cerró de un portazo. Por la cara parecía una versión joven de su madre, pero Paulette Renfro tenía un cuerpo atractivo y bien proporcionado, mientras que la hija estaba hinchada y gorda, y sus rasgos revelaban una personalidad irritable.
– Me parece que las he interrumpido. Lo siento -me disculpé.
– Siempre hay algo que interrumpir. -La señora Renfro parecía cansada-. Tiene problemas con su novio. Siempre tiene problemas con sus novios.
La casa estaba ordenada y resultaba agradable, con un ventanal enorme y muebles del suroeste que la hacían acogedora. El salón desembocaba en un office que tenía la cocina a un lado y un pasillo al otro, que seguramente daba a los dormitorios. Detrás del office, una piscina azul no muy grande resplandecía al sol. Desde el ventanal se veían los molinos al otro lado de la carretera, girando lentamente, y más allá Palm Springs.
– Esto es muy bonito, señora Renfro. Seguro que Palm Springs está precioso de noche.
– Pues sí. Los molinos me recuerdan al mar de día, con esos movimientos tan suaves, y por la noche Palm Springs parece una de esas ciudades de Las mil y una noches.
Me invitó a sentarme en un cómodo sofá desde el que podía contemplarse la vista.
– ¿Puedo ofrecerle algo de beber? Con el calor que tenemos aquí hay que ir con cuidado y mantenerse hidratado.
– Gracias. Un vaso de agua, por favor.
El salón era pequeño, pero gracias a la estructura abierta de la casa y a que había pocos muebles, parecía más amplio. No esperaba que Paulette Renfro tuviera un buen recuerdo de Joe Pike, pero mientras esperaba el agua vi un pequeño portarretratos en una estantería, perdido en un bosquecillo de trofeos de bolos. Paulette Wozniak aparecía con su marido y Pike ante un coche patrulla aparcado a la entrada de una casa modesta. Llevaba vaqueros y una camisa blanca de hombre arremangada, con los faldones anudados.
Joe Pike sonreía.
Fui hasta la estantería para observar de cerca la fotografía. Jamás había visto sonreír a Joe Pike. Había tenido delante mil fotos suyas en los marines, de caza, de pesca o de acampada, fotografías suyas con amigos, y en ninguna de ellas sonreía.
Sin embargo, aquella mujer conservaba una imagen de su esposo y del hombre que le había matado.
Los dos sonreían.
– Aquí tiene el agua -me ofreció.
Acepté el vaso. También se había servido uno para ella.
– El de la izquierda es Abel. Vivíamos en Simi Valley.
– Señora Renfro, Joe Pike es amigo mío.
Me observó durante un instante, sosteniendo el vaso con ambas manos, y después se sentó en el sofá, justo en el borde.
– Supongo que le parecerá raro que conserve esa fotografía.
– A mí nada me parece raro. La gente tiene sus motivos.
– He leído todo lo del lío que está pasando en Los Ángeles. Primero lo de Karen, y ahora Joe está acusado de asesinar a ese hombre. Me parece una vergüenza.
– ¿Conocía a Karen García?
– Es que Joe salía con ella por aquel entonces. Era una chica muy guapa, encantadora.
Volvió a mirar la hora y me pareció que tomaba una decisión.
– ¿Dice que Joe y usted son amigos?
– Sí. Tenemos la agencia de detectives a medias.
– ¿Usted también ha sido policía? -preguntó, como si quisiera hablar de Joe pero no supiera cómo abordar el tema.
– No, sólo soy detective privado.
Volvió a mirar de reojo la fotografía, como si se sintiera obligada a darme una explicación.
– Bueno, lo de Abel pasó hace ya mucho tiempo, señor Cole. Fue un accidente horrible, y estoy convencida de que nadie lo lamenta más que Joe.
– Tu hija lo lamenta más, mamá -intervino Evelyn Wozniak-. Resulta que ese tipo mató a mi padre.
Había entrado por la cocina con una gran caja de cartón.
– ¿Quieres que te eche una mano? -preguntó Paulette, súbitamente nerviosa.
La chica recorrió el salón y desapareció por el pasillo sin contestar.
– Para Evelyn fue muy difícil -explicó Paulette-. Ahora se viene a vivir aquí otra vez. El novio que acaba de dejarla se embolsó el dinero del alquiler y ahora ella se ha quedado sin piso. Los hombres que elige son todos de la misma calaña.
– ¿Estaba muy unida a su padre?
– Sí. Abel era un buen padre.
Me pregunté si estaría al corriente de la investigación de Krantz, si sabría lo de Reina y Uribe y los robos.
– Tengo que irme enseguida, de verdad. ¿Qué deseaba preguntarme?
– Me interesa saber qué pasó aquel día.
Paulette se puso tensa. No mucho, pero lo noté.
– ¿Por qué quiere saber eso?
– Porque creo que alguien está intentando culpar a Joe del asesinato de Eugene Dersh.
Movió la cabeza, pero seguía intranquila.
– No tengo ni idea, señor Cole. Mi marido no me contaba nada de su trabajo.
– El día que murió su marido, uno de sus confidentes le dijo adonde tenían que ir Joe y él a buscar a aquel hombre, DeVille. ¿Sabe quién les dio el soplo?
Paulette Renfro se levantó. Ya no parecía dispuesta a ayudar, más bien se la veía incómoda y recelosa.
– No, lo siento.
– ¿No le contaba esos detalles, o es que no se acuerda?
– No me gusta hablar de aquel día, señor Cole. No sé nada de todo eso ni del trabajo de mi marido. Nunca me contaba nada.
– Piénselo durante un momento, señora Renfro, por favor. Me sería muy útil que recordara un nombre.
– Estoy segura de que nunca llegué a saberlo.
En aquel momento su hija volvió a entrar en el salón, con cajas vacías y perchas.
– ¿Ya está todo? -preguntó Paulette Renfro.
– Voy a buscar las últimas cosas.
– ¿Necesitas dinero?
– No, ya tengo.
Evelyn Wozniak cruzó el salón y al salir cerró de nuevo de un portazo.
Su madre apretó las mandíbulas.
– ¿Tiene usted hijos, señor Cole?
– No.
– Qué suerte. Ahora sí que tengo que irme. Siento no haberle sido de más ayuda.
– ¿Puedo llamarla por teléfono si se me ocurre alguna otra pregunta?
– No creo que pueda ofrecerle ningún otro dato.
Me acompañó hasta la puerta y regresé al calor de la calle. No salió conmigo.
Evelyn estaba esperando junto a su Escarabajo. Se había puesto unas gafitas de sol, pero de todos modos la cegaba la luz. Me esperaba, pese al calor asfixiante. Las cajas y las perchas estaban en el coche.
– Mi madre no quiere hablar de mi padre, ¿verdad?
– No mucho.
– No le gusta hablar de aquel día. Lo poco que dice siempre es para defender a ese tío.
– ¿A Joe?
Evie miró los molinos, pero se encogió de hombros sin verlos.
– ¿Se lo imagina? Ese cabrón mata a su marido y ella sigue conservando esa foto de mierda. Yo de pequeña dibujaba encima. No sé cuántas veces habré roto ese portarretratos.
Permanecí en silencio y se volvió hacia mí.
– Usted es amigo suyo, ¿verdad? Ha venido hasta aquí para ayudarle.
– Sí.
– ¿Sabe que los de Asuntos Internos estaban investigando a mi padre?
– Sí. Lo sé.
– Ella intentó que no me enterase. Lo mismo que papi. -«Papi», como si aún tuviera diez años-. Vino gente a casa y le hicieron preguntas, y yo lo oí. Y también oí cómo ella le chillaba a mi padre luego. ¿Se imagina lo que es eso para una niña?
Pensé que sí, pero preferí callarme.
– Se niega a hablar de ello. No le importa hablar de cualquier tema, pero de eso no, justo lo más importante que me ha pasado. Por culpa de eso mi vida se convirtió en una puta mierda.
Estar allí plantado en aquel camino de cemento era como estar en una playa de arena blanca. Notaba un calor abrasador en las suelas de los pies, a pesar de los zapatos. Quería moverme, pero ella parecía a punto de decir algo que no le resultaba nada fácil, y pensé que podría echarse atrás si me movía.
– Quiero decirle algo, a usted que es amigo suyo. Ese hombre mató a mi padre. Fue como si mi mundo se acabara, yo quería a mi padre con todas mis fuerzas, y nada me gustaría más que hacerle daño al monstruo asqueroso que me lo arrebató.
Pike.
– Aunque ahora que lo pienso, sí hay algo que me gustaría más.
Esperé.
– Ella tiene todas las cosas de papi en cajas, en un guardamuebles.
– ¿Sabe dónde?
– Tendría que enterarme. No sé si habrá algo que pueda ayudarle, pero usted quiere descubrir qué pasó entonces, ¿no?
Le contesté que sí, pero que también buscaba otras cosas.
– Intento ayudar a Joe Pike. No quiero engañarla, Evelyn.
– Me da igual. Yo sólo quiero averiguar la verdad sobre mi padre.
– ¿Y si descubro algo malo?
– También quiero saberlo. Supongo que en el fondo me imagino que hay algo malo, pero sólo quiero saber por qué murió. Me he pasado toda la vida deseando saberlo. A lo mejor por eso estoy tan jodida.
No supe qué decir.
– No creo que fuera un accidente. Me parece que su amigo le asesinó.
Exactamente lo que había imaginado Krantz.
– Si le ayudo y lo descubre, ¿me lo dirá?
– Si quiere saberlo, se lo diré.
– ¿Me contará la verdad, sea lo que sea?
– Si así lo desea…
Se sonó la nariz.
– Compréndalo: sólo podré seguir adelante cuando lo sepa todo.
Nos quedamos allí unos instantes y la abracé. Habíamos estado tanto rato al sol que cuando le toqué la espalda tuve la impresión de estar agarrando un ascua.
Miré los molinos que cubrían la llanura desértica y que giraban gracias a aquel viento eterno.
Evie Wozniak se apartó y volvió a sonarse.
– Qué absurdo. Ni siquiera le conozco y me pongo a contarle todos mis secretos.
– A veces es lo que funciona.
– Sí. Será mejor que me dé su teléfono.
Saqué una tarjeta.
– Le llamaré.
– Muy bien.
– No se lo diga a ella, ¿vale? Si se entera, no le permitirá ir.
– No se lo diré.
– Será nuestro secretito.
– Exacto, Evie. Nuestro secretito.
Subí al coche y bajé de la montaña. Palm Springs quedaba lejos en la distancia, centelleante al sol como si fuera un lugar inexistente.
Un hombre de acción
La celda medía poco más de un metro de ancho, dos y medio de largo y otros dos y medio de alto. Del muro de cemento sobresalían un váter sin tapa y un lavamanos, como bocios de cerámica, casi ocultos tras el único catre. En el techo había un fluorescente protegido por rejillas de acero para que los suicidas no pudieran electrocutarse. El colchón era de un material de rayón especial que no podía cortarse ni rasgarse, y el somier de tela metálica estaba soldado a la estructura de la litera. No había tornillos ni pernos ni forma alguna de desmontar nada. El hecho de que sólo hubiera una litera convertía aquella celda en la suite presidencial de la cárcel de Parker Center, reservada para famosos de Hollywood, periodistas y ex agentes de policía que habían acabado al otro lado de los barrotes.
Joe Pike estaba tumbado en la cama esperando su traslado a la Prisión Central, un centro situado a diez minutos de allí que acogía a veintidós mil presos. Todavía tenía el pelo mojado, después de haberse lavado como había podido en la pila tras hacer ejercicio, y estaba pensando que le apetecía correr, sentir el sol en la cara y el movimiento del aire, y el sudor al deslizarse por el pecho. Quería sentir la paz que comporta el esfuerzo y la certeza de que era algo bueno. No todos los actos conllevaban la convicción de que eran buenos de por sí, pero al correr sí que sucedía.
Se abrió la puerta de seguridad al final del pasillo y apareció Krantz detrás de los barrotes sosteniendo algo. Se quedó mirando a Pike durante un buen rato antes de hablar.
– No he venido a interrogarte. No te preocupes por tu abogado.
Pike no estaba preocupado.
– He esperado esto durante mucho tiempo, Joe. Lo estoy disfrutando.
«Joe.» Como si fueran amigos.
– Has quedado fatal al equivocarte en lo de Dersh.
Pike hablaba en voz baja, lo que obligó a Krantz a acercarse.
– Sí, lo de Dersh me ha dejado mal sabor de boca, pero comparto la culpa con los federales. ¿Te has enterado de que su familia ya ha puesto demandas a diestro y siniestro? Dos hermanos, la madre y una hermana que no había visto desde hacía veinte años. Han decidido sacar tajada.
Pike se preguntó qué le pasaba a Krantz, por qué iba a regodearse delante de él.
– Han demandado a la ciudad, al Departamento, a todo el mundo. Bishop y el jefe no pueden echarme sin que parezca que reconocen que el Departamento ha hecho algo malo, así que dicen que nos limitamos a seguir los pasos del FBI.
– Se merecen ganar, Krantz. Eres responsable.
– Puede, pero a ti también te han demandado. Tú apretaste el gatillo.
Pike no contestó a estas palabras.
– Pero tienes razón -prosiguió Krantz-. He quedado mal. Dentro de un año, cuando todo se haya calmado, se acabó. Me mandarán a uno de los distritos. Me da igual. Ya llevo veinticinco años de servicio. Puede que incluso llegue a los treinta, si no encuentro nada mejor.
– ¿A qué viene esto, Krantz? ¿Es porque te humillé?
Krantz se ruborizó. Pike se dio cuenta de que intentaba evitarlo, pero no lo conseguía.
– Yo no te perjudiqué, Krantz. Lo hiciste todo tú solito. La gente como tú nunca lo entiende.
Krantz se quedó pensativo y después se encogió de hombros.
– Por la humillación, sí, pero también porque te mereces estar aquí. Asesinaste a Wozniak y te fuiste de rositas, pero ahora me gusta verte aquí dentro.
Pike se sentó.
– Yo no asesiné a Woz.
– Colaborabas con él en los robos. Sabías que iba a empapelarle y que acabaría cazándote a ti también. Te acojonaste, Pike, y decidiste deshacerte de Wozniak porque eres un chalado homicida a quien no le preocupa acabar con una vida humana. En el caso de Dersh, por ejemplo, no te lo pensaste mucho.
– ¿Después de todo el tiempo que llevas investigando has llegado a esa conclusión? ¿De verdad crees que maté a Woz en aquella habitación para cerrarle la boca?
– No lo mataste porque creyeras que iba a delatarte. -Krantz sonrió-. Creo que lo hiciste porque querías a su mujer.
Pike permaneció inmóvil, mirándole.
– Estabais liados, ¿eh?
Pike balanceó los pies, que colgaban del catre.
– No tienes ni idea de lo que dices.
Krantz siguió sonriendo.
– Como diría el gilipollas de tu amigo, soy investigador y lo he investigado. La vigilaba, Pike. Te vi con ella.
– Te equivocas en eso y te equivocas también en lo de Dersh. Te equivocas en todo.
Krantz asintió, encantado.
– Si tienes alguna coartada, que se vea. Si puedes demostrarme que no mataste a Dersh, yo mismo le pediré a Branford que retire los cargos.
– Ya sabes que no hay nada.
– No hay nada porque fuiste tú, Pike. Tenemos un vídeo en el que apareces reconociendo el terreno. Tenemos la vieja que te identificó en la rueda de reconocimiento. Tenemos los resultados de las pruebas de residuos y tu relación con la chica. Tenemos todo eso.
Krantz mostró a Pike lo que llevaba. Era un revólver envuelto en plástico.
– Esto es un Mágnum del 357. Según la SID la bala que mató a Dersh fue disparada con este revólver. Es el arma del crimen, Pike.
Joe guardó silencio.
– Está limpia. No hay huellas y todos los números están quemados, así que no podemos rastrearla, pero la hemos recogido del agua, delante de Santa Mónica, justo donde estuviste hablando con la chica, según tu propia declaración. Eso te relacionada con este revólver.
Pike miró la bolsa de plástico y luego a Krantz, analizando la coincidencia: el arma del crimen había aparecido en el mismo lugar donde él había estado, según afirmó.
– Piensa un poco, Krantz. ¿Por qué iba a reconocer que había estado en ese sitio tirando el arma por allí?
– Porque alguien te vio. Creo que fuiste allí para deshacerte del arma, cosa que hiciste, pero entonces te vio alguien. Al principio no me creí lo de la chica, aunque es posible que en eso dijeras la verdad. A lo mejor te vio y te entró miedo de que la encontráramos y te pilláramos mintiendo si lo negabas, así que intentaste cubrirte las espaldas.
Pike volvió a mirar la bolsa de plástico. Sabía que la policía solía mostrar pruebas a los sospechosos y mentir sobre la investigación para intentar obtener una confesión.
– ¿Es una trampa?
Krantz sonrió de nuevo, tranquilo y seguro de sí mismo, y a Pike le pareció incluso algo cariñoso.
– No es ninguna trampa, pregúntaselo a Bauman si quieres. El fiscal está poniéndole al día en este momento. Te tengo acorralado, Joe. Con Wozniak no logré probar nada, pero esta vez te he atrapado. Branford no hace más que repetir la historia esa de las circunstancias especiales, pero es una estupidez. No voy a tener esa suerte. No te van a clavar la aguja.
– Yo no dejé el arma allí, Krantz. Eso significa que lo hizo algún otro.
– Menuda coincidencia, Joe, que el arma y tú estuvierais en el mismo sitio.
– Quiere decir que conocen mi declaración. Piénsalo.
– Lo que estoy pensando es que tenemos más que suficiente para condenarte. Charlie te dirá lo mismo.
– No.
– Ya está presentando propuestas para llegar a un acuerdo de reducción de condena si te declaras culpable. Seguro que eso no te lo ha contado, ¿verdad? Sé que tú le dices que no lo pida y que él te contesta que vale, como si te hiciera caso, pero no es idiota. Charlie es listo. Permitirá que pases seis meses en la Prisión Central, con la esperanza de que hayas dicho la verdad sobre lo de esa chica que afirmas haber visto, pero cuando no aparezca te convencerá para hacer un trato. Supongo que Branford dejará que te libres con veinte años, con posibilidad de condicional. Así no quedamos mal por habernos equivocado en lo de Dersh. Veinte años con posibilidad de condicional implica que sólo cumplirás doce. ¿Qué tal te suena eso?
– No voy a ir a la cárcel, Krantz. No voy a ir por un delito que no he cometido.
Krantz tocó los barrotes y los acarició como si se tratara de la piel de su amante.
– Ya estás en la cárcel y aquí te quedarás. Y si eres tan idiota como para ir a juicio, y me da en la nariz que acabarás haciéndolo porque eres un cabezón, te pasarás el resto de tus días en una jaula como ésta. Lo he conseguido, Pike. Te tengo en mis manos. Por eso he venido, para decirte que te tengo en mis manos.
El carcelero negro de brazos musculosos llegó por la galería y se detuvo junto a Krantz.
– Te vas de viaje, Pike. Colócate en el centro.
Krantz hizo ademán de marcharse, pero se volvió.
– Ah, y otra cosa. ¿Te has enterado de que hemos encontrado muerto al vagabundo?
– ¿Deege?
– Sí, Deege. Qué tontería que os dijera que un cuatro por cuatro como el tuyo paró a Karen y que lo conducía un tío que se parecía a ti, ¿verdad?
Pike esperó.
– Alguien le retorció el pescuezo y lo tiró en un contenedor, en uno de esos callejones sin salida que hay debajo del lago.
Pike esperó.
– Unos adolescentes vieron un Jeep Cherokee rojo por allí, Joe. Estaba aparcado en la calle, esperando, la misma noche que mataron a Deege. Y también vieron al conductor. ¿A que no sabes a quién vieron al volante?
– A mí.
– La situación se pone cada vez más interesante.
Krantz contempló a Pike un momento más y después dio media vuelta y se alejó.
Un rato antes, un preso se había puesto a hacer ruidos de mono («uh, uh, uh») y Pike le había puesto de mote «la Mona Chita». Otro, que soltaba flatulencias sonoras, había tirado heces por entre los barrotes mientras gritaba: «¡Soy el Hombre Gas!».
Se los habían llevado, y Pike había apodado al celador de los brazos musculosos «el Maestro de Ceremonias».
Pike estaba de pie cuando el Maestro de Ceremonias hizo una seña mirando hacia el final del corredor. Los carceleros ya no utilizaban llaves. Las cerraduras se controlaban electrónicamente desde el puesto de seguridad al final de la galería, donde había dos agentes femeninas tras una mampara de vidrio blindado. Cuando el Maestro de Ceremonias les hizo un gesto, pulsaron un botón y se abrió la puerta de Pike con un chasquido seco. A él le pareció que sonaba como el seguro de un rifle.
El Maestro de Ceremonias entró en la celda con las esposas en la mano.
– Para el viaje no vamos a ponerte los grilletes, pero esto sí.
Pike le ofreció las muñecas.
– He visto cómo te entrenas aquí dentro -dijo el Maestro de Ceremonias mientras le colocaba las esposas-. ¿Cuántas flexiones haces?
– Mil.
– ¿Y cuántas colgado?
– Doscientas.
El carcelero soltó un gruñido. Era un hombre corpulento, de brazos y hombros muy desarrollados, y unos pectorales que tensaban tanto la camisa del uniforme que la tela parecía una segunda piel. Pocos prisioneros se habrían enfrentado a él, y muchos menos con esperanza de ganarle en caso de haberse atrevido.
Le ajustó las esposas, comprobó que estaban bien cerradas y dio un paso atrás.
– No sé si están siendo justos con esta historia de Dersh. Yo diría que fuiste tú, pero si algún capullo se cargara a mi novia yo también me olvidaría de esta placa. Eso es ser un hombre.
Pike no contestó.
– Sé que fuiste policía y me he enterado de todo lo que pasó cuando estabas en el cuerpo. A mí eso no me importa. Sólo quería decirte que has estado un par de días aquí en casa y que me alegro de haberte conocido. Me pareces un tío legal. Buena suerte.
– Gracias.
Las dos agentes les abrieron la puerta de la galería y salieron a un pasillo donde el Maestro de Ceremonias llevó a Pike por unas escaleras hasta la sala de espera de presos del sheriff, en el piso inferior. Allí había ya cinco reclusos más, encadenados a unas sillas de plástico especiales que estaban atornilladas al suelo: tres hispanos bajitos con tatuajes de bandas callejeras y dos negros, uno viejo y castigado por la vida y el otro más joven, al que le faltaban los incisivos. Tres ayudantes del sheriff armados con aturdidores y porras estaban hablando junto a la puerta. Control antimotines.
Cuando el Maestro de Ceremonias hizo pasar a Pike, el preso negro más joven lo miró de arriba abajo y dio un codazo al anciano, que no reaccionó. El joven tenía una complexión similar a Pike, con tatuajes de presidiario que casi no se veían en aquella piel tan oscura. En un lado del cuello tenía una cicatriz irregular de arma blanca.
El Maestro de Ceremonias encadenó a Pike a una silla y después pidió una tablilla con sujetapapeles a los ayudantes del sheriff.
Pike permaneció inmóvil, con la vista perdida al frente, pensando en Krantz y en lo que le había dicho. Delante de él estaba el preso de la cicatriz, que no le quitaba el ojo de encima. Pike oyó que el anciano le llamaba Rollins.
Un cuarto de hora más tarde desencadenaron a los seis reos y les hicieron formar en fila. Los llevaron al aparcamiento y los hicieron subir a una furgoneta gris del condado de Los Ángeles por la puerta trasera, mientras eran vigilados por dos ayudantes del sheriff armados con escopetas Mossberg. Un tercero, el conductor, estaba sentado al volante con el motor en marcha para que funcionara el aire acondicionado.
Dentro de la furgoneta, el compartimiento del conductor estaba separado de la parte posterior por la misma tela metálica gruesa que cubría las ventanas. El compartimiento trasero, donde viajaban los presos, tenía dos bancos, uno a cada lado, para que se sentaran frente a frente. Tenía capacidad para nueve personas, y al ser sólo seis los pasajeros disponían de espacio más que suficiente.
A medida que subían, un ayudante del sheriff llamado Montana iba tocándoles en el hombro e indicándoles que se sentaran a la derecha o a la izquierda. Uno de los mexicanos se equivocó, y el ayudante tuvo que subir para señalarle dónde tenía que sentarse, lo cual retrasó el proceso.
Rollins se colocó justo delante de Pike y lo miró sin disimulo.
Pike le devolvió la mirada.
El otro hizo una mueca con los labios para mostrar el enorme agujero donde debían de haber estado los incisivos.
– Qué bonito -comentó Pike.
El trayecto a la Prisión Central iba a durar unos doce minutos, con los habituales retrasos debidos al tráfico del centro de la ciudad. Cuando el último de los seis presos estuvo dentro y sentado, el ayudante Montana les advirtió a través de la malla:
– A ver. Nada de hablar, ni de moverse, ni estupideces por el estilo. El viaje es cortito, así que no me vengáis con que tenéis que mear.
Lo repitió en español y a continuación el conductor sacó la furgoneta del aparcamiento y se adentró en el tráfico.
Habían avanzado exactamente dos manzanas cuando Rollins se inclinó hacia Pike.
– Tú eres el ex policía, ¿verdad, capullo?
Pike lo miró simplemente, lo veía pero no le veía. Seguía pensando en Krantz y en el caso que poco a poco iba montándose en su contra. Estaba flotando, vagando, muy lejos, en otros lugares que no eran aquella furgoneta.
Rollins le dio un codazo al anciano negro, que ponía cara de querer estar en cualquier otro punto del planeta menos allí.
– Sí, es este capullo. Estas cosas las detecto enseguida. He oído lo que dicen de él.
Pike había arrestado a cien hombres como Clarence Rollins y se las había visto con quinientos más. A simple vista ya sabía que había pasado la mayor parte de su vida entre rejas. La cárcel era su casa. El mundo era un lugar que de vez en cuando visitaba en el viaje de regreso a casa.
– Eres todo un capullo ario, ¿eh, cabrón? Con esos ojitos tan claros… Voy a decirte una cosa, capullo, me importa una puta mierda que mataras a un cabronazo. Yo me he cargado a tantos que ni siquiera podrías contarlos, y no hay nada que me joda más que un poli de mierda como tú. Mira esto.
Se arremangó para mostrar a Pike un tatuaje de un corazón con «LAPD 187» escrito dentro. El 187 era el código de homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles.
– ¿Sabes qué quiere decir LAPD 187, capullo? Quiere decir que me gusta matar polis, capullo, ni más ni menos. Así que ándate con cuidado.
Rollins estaba preparando algo. Era tan previsible como ver un tren de mercancías tomar una curva, pero Pike no se molestó en prestarle atención. Se imaginaba que estaba en el bosque detrás de la casa en la que vivía de niño, oliendo las frescas hojas del verano y el barro del arroyo. Sentía el calor húmedo de Song Be, en Vietnam, cuando tenía dieciocho años, y oía la voz de su sargento que le gritaba en las colinas de matorrales secos de Camp Pendleton, una voz que había deseado con todas sus fuerzas que fuera la de su padre. Saboreaba el sudor sano y limpio de la primera mujer a la que había amado, una chica imponente que se llamaba Diane. Era de una familia bien que despreciaba a Joe y que la había obligado a dejar de verlo.
– ¿Por qué no dices nada, capullo? Será mejor que me contestes cuando te hablo, cabrón. Estás atrapado en este agujero conmigo.
Al decirle aquello, Rollins le mostró un cuchillo largo y fino que llevaba escondido en el calcetín.
Los demás lugares y las demás personas se desvanecieron, y quedaron sólo la furgoneta, Pike y el hombre que le amenazaba. Pike estaba tan tranquilo como el bosque que se extendía detrás de la casa de su infancia.
– No -susurró-. El que está atrapado aquí conmigo eres tú.
Clarence Rollins parpadeó una sola vez, a todas luces sorprendido, y entonces salió disparado del banco, avanzó el cuchillo directamente al pecho de Pike y se impulsó con toda la fuerza de sus piernas.
Pike dejó pasar el cuchillo, le agarró la muñeca y se la dobló, aprovechando toda la velocidad y la potencia del ataque de Rollins. El sargento de artillería Aimes habría estado satisfecho.
Rollins era un hombre corpulento y fuerte, y su antebrazo recibió una descarga tremenda. El radio y el cubito se quebraron como ramas verdes y seccionaron los músculos, las venas y las arterias al estallar bajo al piel.
Clarence Rollins lanzó un grito salvaje.
Frank Montana y Lowell Carmody, los ayudantes del sheriff, se sobresaltaron al oír el grito y se llevaron los Mossbergs al hombro. Los tres prisioneros hispanos se apretaron junto a la tela metálica, dificultando la visión, mientras Rollins se retorcía en el pasillo como si algo estuviera mordiéndole el brazo.
– ¿Qué coño pasa ahí detrás? -preguntó el conductor.
– ¡Quietos! ¡Todos quietos y sentados! -gritó Carmody.
Pike estaba en el pasillo con Rollins, que seguía agitándose. Chillaba con una voz aguda de niña pequeña mientras un geiser de sangre de un metro de altura salpicaba toda la parte posterior de la furgoneta.
– ¡Joder! -exclamó Montana-. Pike se lo está cargando.
Montana y Carmody intentaron apuntar con los Mossbergs, pero los hispanos les bloqueaban la visión.
– ¡Suéltale, Pike! -gritó Montana-. ¡Siéntate de una puta vez!
Los mexicanos vieron las escopetas y se apartaron como pudieron, intentando al mismo tiempo que no les alcanzara la sangre. Seguramente pensaban en el sida.
Pike soltó a Rollins y regresó a su sitio.
Clarence seguía retorciéndose y gritando, como si estuviera ardiendo.
– ¡Cállate, Rollins! -gritó Montana-. ¿Qué coño pasa ahí detrás?
– Está herido -contestó el viejo-. ¿Es que no lo ves?
– ¡Déjate de hostias y siéntate ya, Rollins! -siguió gritando Montana-. ¿Qué coño haces?
Rollins seguía aullando y la sangre lo manchaba todo. El anciano se había puesto en cuclillas en el banco para no mancharse.
– Yo puedo ayudarle -dijo Pike-. Puedo detener la hemorragia.
– ¡Quédate en tu sitio y no te muevas!
Carmody intentó ver lo que sucedía a través de la tela metálica.
– ¡Joder, tío, no se lo inventa! -exclamó-. Está sangrando como un cordero degollado. Uno de esos gilipollas ha debido de apuñalarlo.
Montana veía la herida aunque Rollins no se estaba quieto. Los huesos que asomaban tenían un tono marfileño rosado.
El conductor dijo que sólo faltaban diez minutos más para llegar a la cárcel, pero en aquel momento estaban atascados en pleno embotellamiento. La furgoneta no tenía barra de luces ni sirena, de modo que no había forma de conseguir que los coches se apartaran.
– ¡Y una puta mierda diez minutos! -gritó el anciano-. Este hombre necesita un torniquete. Aquí no tenemos cinturones ni nada que pueda servir. ¿Permitiréis que se desangre así?
– Tenemos que hacer algo, coño -dijo Montana. Al ver cómo sangraba aquel imbécil se imaginaba la demanda que iba a interponerles la Asociación de Libertades Civiles de Estados Unidos.
Ordenó al conductor que comunicara por radio su situación y que pidiera una unidad médica. Entregó a Carmody la escopeta y la pistola que llevaba al cinto para no tentar a aquellos cabrones con armas y se puso guantes de goma. Sabía que aquel capullo tenía el sida. Seguramente todos aquellos cerdos lo tenían.
– ¡Cúbreme bien, joder! -le dijo a Carmody.
Éste ordenó a gritos que todo el mundo se quedara en su sitio, intentando que le oyeran a pesar de los gritos y los golpetazos de Rollins. Cada vez que la sangre salía disparada hacia los mexicanos, éstos pegaban un bote y se apiñaban en un rincón.
Montana fue corriendo hasta la parte trasera, abrió la cerradura y se asomó. Joder, había sangre por todas partes.
– Tranquilo, Rollins. Ahora te ayudo.
Rollins se contorsionaba con la espalda en el suelo como si estuviera bailando break dance, pataleaba y lloraba. Montana pensó que el rey del 187 era en realidad un crío miedica.
Pike estaba sentado a su izquierda y el anciano a su derecha. Los mexicanos estaban muy juntos en la parte delantera, a la izquierda. Carmody agarraba la escopeta con ambas manos y el conductor había sacado el arma que llevaba al cinto.
– Sácalo a rastras y cierra la puerta, joder -dijo Carmody-. Fuera podemos encargarnos de él.
Ese era el plan.
– ¿Necesitas ayuda? -preguntó Pike.
– Quédate en el banco, joder. Y no muevas ni un músculo.
Montana subió a la furgoneta, intentando vigilar a los prisioneros y al mismo tiempo agarrar a Rollins. Éste seguía retorciéndose en el suelo y estaba manchando de sangre los pantalones del agente. De repente se dejó caer hacia atrás, hacia donde estaban los mexicanos. Los tres se subieron de un salto a los bancos y se quedaron delante de Carmody.
– Me cago en la puta, Rollins. Si tienes el sida te mato, capullo. Te juro por Dios que te mato con mis propias manos.
Montana avanzó como pudo por el pasillo, dejando a Pike y al anciano atrás, hasta donde estaban los mexicanos, que intentaban apartar al histérico Rollins a patadas.
El ayudante del sheriff apretó las mandíbulas, se cagó en todo y agarró a Rollins de una pierna. Iba arrastrándolo por el pasillo cuando de repente Carmody y el conductor gritaron:
– ¡Aparta, aparta, que se escapa!
Los dos apuntaban con sendos Mossbergs directamente a Montana.
Frank Montana sintió un nudo helado en el estómago al tirarse al suelo, justo antes de volverse para descubrir que Joe Pike había huido por la puerta, que estaba abierta.
Las torres de espejos de Los Ángeles se alzaban en la cuenca como una isla en medio del mar. Los reflejos del sol poniente rebotaban entre los edificios, que resplandecían con cálidos tonos anaranjados al oeste, sobre el fondo de un cielo morado. La carretera era un río de lava formado por luces rojas que seguían al sol. Atardecía.
Al ir en dirección a mi casa y llegar a Mulholland, en lo alto de la montaña, había que girar casi en seco para tomar Woodrow Wilson Drive y después seguir sus curvas por entre los árboles hasta llegar a mi callecita. Los arcenes se ensanchaban al principio de Woodrow Wilson, y las visitas de las casas de alrededor solían utilizarlos para aparcar, así que yo no solía fijarme. Sin embargo, aquel día un gran sedán estadounidense con un hombre y una mujer dentro era el único vehículo fuera de la calzada. Cuando los miré, apartaron la vista. Era como si tuvieran unas luces de neón que dijeran: «Policía».
Cinco minutos después entré en las sombras frescas de la cochera, y al abrir la puerta de casa comprendí por qué había venido la policía.
Joe Pike estaba apoyado en la encimera de la cocina, a oscuras, con los brazos cruzados. El gato se había sentado cerca y lo miraba con una adoración patética.
– Sorpresa -dijo Joe.
Su presencia en mi casa me resultó de lo más normal, sólo que su Jeep no estaba fuera y él tendría que haber estado entre rejas. Llevaba una camisa de algodón ancha estampada con unos delfines pequeños y marrones que saltaban en libertad en el mar. Las mangas ocultaban sus tatuajes rojos, y tenía el faldón de la camisa por fuera de los vaqueros. Volvía a llevar las gafas de sol, incluso allí dentro de casa y a oscuras.
Encendí la luz.
– No.
La apagué.
– No te ha sacado Charlie, ¿verdad?
– He preferido montármelo por libre.
Recorrí la planta baja para echar las cortinas y bajar las persianas.
– Ya estoy en casa. Si no hubiera luz parecería raro.
Asintió y la encendimos.
– Hay un coche en Mullholland, a la altura de Woodrow Wilson. ¿Algo más, o deberías empezar a contarme por qué demonios te has escapado?
– Hay otro coche arriba, en Nichols Canyon. Seguramente han colocado una tercera unidad abajo de todo, subiendo según se llega de Hollywood. Hay dos unidades en mi casa y otra en la armería.
– Tarde o temprano vendrán a interrogarme.
– Para entonces ya me habré largado.
– ¿Tienes dónde quedarte? ¿Tienes coche?
Curvó los labios, como si se tratara de una pregunta estúpida.
– Seguramente también vigilan esta casa -añadí-. A lo mejor no estaban cuando has llegado, pero han tenido tiempo de prepararse. Espera a que oscurezca del todo antes de irte. Entonces podrás bajar hasta Hollywood y no te verán.
Asintió.
– Joder, Joe. ¿Por qué?
– Prefiero estar fuera, Elvis. Krantz tiene un buen caso. Aunque no fui yo, lo han montado bien y es posible que gane. Aquí fuera puedo defenderme. Dentro, sólo me convertiré en su víctima. Y eso se me da fatal.
Me contó lo que había ocurrido y cómo. Mientras hablaba, tomó el gato en brazos y lo acarició. Pensé que a veces hasta los hombres más duros necesitan sentir el latido de un corazón.
Me contó también que habían recuperado el arma del crimen en el lugar en el que había hablado con la chica.
– Alguien la ha puesto allí -dije.
– Sí. Alguien. No creo en tantas coincidencias. ¿Te has enterado de lo de Deege?
– Está muerto.
– Asesinado. Un par de chicos vieron un Jeep rojo justo allí. Y a un tío que se parecía a mí al volante.
Lo miré fijamente. Quería decir algo, pero no sabía qué. La cosa iba complicándose cada vez más.
– Todo encaja a la perfección. Maté a Dersh. Maté a Deege. Muy pronto va a parecer que me he cargado a toda esa gente.
– Menos a Lorenzo. Cuando lo mataron estabas en la cárcel.
Se encogió de hombros, como si pensara que a lo mejor también había una forma de colgarle aquel asesinato.
– Krantz te odia. Todo viene de ahí.
– Todo viene de Woz y de mí, y de DeVille. Krantz estaba metido en aquello. Y Karen también.
– A lo mejor no es sólo lo de Karen y Dersh. A lo mejor las seis víctimas guardan una relación con lo que pasó aquel día. Antes de Dersh tenemos a un asesino que ha liquidado a cinco personas. No ha dejado notas ni mensajes, pero ha utilizado el mismo método en los cinco asesinatos. Eso significa que en el fondo quiere que la policía sepa que es el responsable.
– Es una lucha de poder.
– Es una forma de provocación. Los asesinatos suceden cada tres meses. Nadie es capaz de encontrar una relación entre las víctimas, y todo apunta a un asesino en serie. ¿Y si no lo es? ¿Y si en realidad se trata de alguien que quiere vengarse y tiene un plan?
Pike asintió.
– He ido a buscar el expediente de DeVille -añadí-, pero no estaba. Sabía que Wozniak y tú habíais conseguido su nombre a través de un confidente, así que saqué el expediente de Wozniak, pero no decía nada. ¿Sabes de dónde sacó la información?
– No. Woz tenía gente por todos lados.
– He ido a ver a su viuda y tampoco sabía nada.
Pike dejó de acariciar al gato.
– ¿Has ido a ver a Paulette?
– Ahora se llama Renfro. No quería hablar del tema, pero su hija está intentando ayudarme.
Pike se me quedó mirando durante mucho rato y entonces soltó al gato. Sacó dos cervezas de la nevera, me dio una y vertió un poco de la otra sobre la encimera. El gato la lamió.
– Todo eso es agua pasada, Elvis. Deja a Paulette en paz.
– Puede ser de ayuda.
En aquel momento aparcó un coche ante la casa y Joe se ocultó en el salón, pero por el ruido reconocí el vehículo.
– Es Lucy.
Abrí la puerta de la cocina para que entrara. Llevaba una bolsa de comida y dos trajes metidos aún en las fundas de plástico de la lavandería. Supuse que habría pasado por su piso. Estaba muy pálida y andaba con pasitos cortos y rápidos. Parecía nerviosa. El gato soltó un bufido y salió a toda velocidad por la trampilla.
– Ay, qué agobio de gato. Ha sucedido algo. Joe se ha fugado.
– Ya lo sé. Está aquí.
Mientras cerraba la puerta, Joe salió del salón.
Lucy se detuvo en el centro de la cocina y lo miró. Era evidente que no se alegraba de verle.
– ¿Cómo se te ha ocurrido? -preguntó.
– Hola, Lucy.
Dejó el bolso y la comida en la encimera, pero no soltó los trajes. Tenía una expresión adusta; ya no estaba nerviosa, sino enfadada.
– ¿Eres consciente de las consecuencias de tus actos?
Joe no contestó.
– Le tienen entre la espada y la pared, Luce. No sé si es la forma más inteligente de actuar, pero ya está hecho.
Me miró de soslayo. En su rostro descubrí una rabia que no me gustó.
– No defiendas una cosa así. No os quepa la menor duda de que ésta no es la forma más inteligente de actuar -nos dijo, y después añadió, dirigiéndose a Joe-: ¿Ya has hablado con tu abogado?
– Aún no.
– Te dirá que te entregues. Es lo mejor.
– No pienso hacerlo.
– ¿Tú has tenido algo que ver en esto? -me preguntó Lucy. Me dio la impresión como si mamá se hubiera enfadado con sus dos hijitos, y aún me sentí más incómodo.
– No, no he tenido nada que ver. ¿Qué te pasa a ti? ¿Por qué estás tan cabreada?
Me contestó con un gesto que daba a entender que era idiota, y acto seguido cubrió la bolsa de la comida con los trajes.
– ¿Podemos hablar un momento en el salón?
Se fue hacia allí sin añadir nada más. Cuando nos hubimos alejado todo lo posible de Joe, le pregunté:
– ¿No podrías apoyarle un poquitín menos aún?
– No apoyo nada de esto, y tú tampoco deberías hacerlo.
– Yo tampoco lo apoyo, pero a él sí, y hago lo que puedo dadas las circunstancias. ¿Qué quieres que haga? ¿Que lo eche? ¿Que llame a la policía?
Lucy cerró los ojos, respiró hondo y volvió a abrirlos. Su voz sonó comedida y tranquila.
– Las tres últimas horas he estado preocupadísima por él y por ti. Te he llamado y no te he encontrado. No sabía si estabas metido en esto. Me imaginaba que erais como Paul Newman y Robert Redford en Dos hombres y un destino. Ya os veía tirándoos desde un acantilado.
Empecé a decir algo, pero levantó una mano.
– ¿Te das cuenta de que si lo descubren aquí te retirarán la licencia? Es un delito. Estás ocultando a un fugitivo.
– Está aquí porque si queremos solucionar las cosas tenemos que colaborar. Él no mató a Eugene Dersh.
– Pues que lo demuestre en los tribunales.
– Para demostrarlo hacen falta pruebas. De momento el fiscal tiene un buen caso, y en cambio nosotros no tenemos nada con que rebatirlo. Necesitamos encontrar al verdadero asesino de Dersh, y en este momento me parece que es la misma persona que mató a Karen García y a esas otras cinco personas.
Lucy apretó los labios. Su rostro era una máscara inexpresiva. Aquello no era lo que quería escuchar.
– Estando aquí corre peligro, Lucy. Y lo sabe. Yo también. No piensa en quedarse, pero no puede marcharse hasta que oscurezca.
– ¿Y si la policía llama a la puerta en este preciso instante con una orden de registro?
– Pues entonces ya veremos cuando suceda.
Retrocedió un paso.
– No eres el único que se la juega -me recordó. Noté que estaba armándose de valor para decir algo-. No soy la abogada de Joe. Si vivo aquí contigo, me juego la licencia para ejercer. Peor aún, lo que está pasando aquí podría poner en entredicho mi capacidad para cuidar de Ben si Richard reclama la custodia de su hijo.
Miré a Joe y después a Lucy.
Ella seguía con sus ojos inexpresivos clavados en mí.
– Si Joe se queda, yo tendré que irme.
– Se irá en cuanto anochezca.
Cerró los ojos y lo repitió, lenta y cuidadosamente.
– Si Joe se queda, yo tendré que irme.
– No me pidas eso, Lucy.
No se movió.
– No puedo echarle.
Hacía mucho tiempo, en otro lugar, me habían herido gravemente y no podía conseguir asistencia médica inmediata. Pedacitos de acero caliente me habían destrozado la espalda, rasgándome los tejidos internos, y lo único que podía hacer era esperar a que me rescataran. Intenté contener la hemorragia, pero las heridas estaban por detrás y no pude. Los pantalones y la camisa quedaron empapados de sangre y la tierra se convirtió en un barro rojo. Aquel día, allí tirado, pensé que moriría desangrado. Los minutos se convirtieron en horas y la sangre no dejaba de brotar. El paso del tiempo fue ralentizándose y acabó arrastrándose poco a poco, de tal manera que pensé que iba a quedar atrapado para siempre en aquel momento tan horrible.
De repente el tiempo empezó a transcurrir exactamente igual.
Lucy y yo permanecimos junto a la chimenea, en silencio, mirándonos con ojos de sufrimiento, o quizá con ojos que no hacían sufrir lo suficiente.
– Te quiero -dije.
Lucy cruzó el salón, entró en la cocina, agarró sus trajes, salió por la puerta y se marchó en su coche.
– Deberías ir a buscarla -me aconsejó Joe.
No le había oído acercarse ni había notado cómo me apoyaba la mano en el hombro. Estaba en la cocina y de repente había aparecido a mi lado.
– Si es por mi culpa, debería haberme ido.
– Tienes más posibilidades de noche.
– Mis posibilidades dependen de mí.
Fue hasta la mesa, apartó una silla y se sentó tan silenciosamente que no oí ningún ruido.
Quizás estaba intentando escuchar otras cosas. El gato se subió a la mesa de un salto para estar con él.
Regresé a la cocina y miré dentro de la bolsa que había traído Lucy. Filetes de salmón, brécol y patatas. Cena para dos.
– Desde que te conozco -dijo Joe desde el salón-, he valorado tus consejos.
Era una silueta informe entre las sombras. La cabeza del gato iba chocando contra sus manos.
– ¿Y eso qué significa?
– Que eres mi familia. Te quiero, pero a veces te comportas como un tonto.
Dejé la comida y fui a sentarme en el sofá.
– Si te apetece algo, tú mismo.
Dos horas después ya había oscurecido por completo. Durante ese tiempo habíamos trazado un plan. Joe salió por la puerta de la cocina y se escurrió en la noche.
Entonces me quedé realmente solo.
Me sentía fatal, sentado en el sofá de casa, como si hubiera perdido algo muy valioso. Pensaba que seguramente era eso lo que había sucedido. Al cabo de un rato, llamé a Lucy y me salió el contestador.
– Soy yo. ¿Estás?
Si estaba en casa, no contestó.
– Luce, tenemos que hablar de esto. Contesta, por favor.
Seguía sin levantar el auricular, así que colgué y volví al sofá. Me quedé allí sentado un rato más y después abrí las grandes puertas de cristal para que entraran los sonidos de la noche. Desde allí fuera, desde algún lugar, la policía me observaba, pero me tenía sin cuidado. Al menos me hacían algo de compañía.
Cociné uno de los filetes de salmón a fuego lento con cerveza, hice un bocadillo con él y me lo comí de pie en la cocina al lado del teléfono.
Lucy Chenier llevaba menos de un mes en California. Había cambiado su vida para estar conmigo, y de repente todo se había ido al garete. Tenía miedo. No se trataba de una simple discusión porque nos gustaran películas diferentes, tampoco se había molestado porque yo les hubiera soltado una impertinencia a sus amigos.
Nos habíamos peleado porque me había obligado a elegir entre Joe y ella, y creía que había elegido a Joe. En el fondo tenía razón, y yo no sabía qué hacer. Si hubiera vuelto a ponerme ante la misma disyuntiva, habría hecho lo mismo, y no estaba muy seguro de lo que eso decía de mí o de nuestra relación.
Alguien llamó con fuerza a la puerta delantera. «Será la policía», pensé. Y en cierto modo acerté.
Samantha Dolan se balanceaba en el umbral con las manos en las caderas, borracha como un par de cubas.
– ¿Te queda algo de ese tequila?
– Tienes el don de la oportunidad, Samantha.
Hizo ademán de pasar de largo y entrar, como ya había hecho antes, pero esa vez no me moví.
– ¿Qué, tienes una cita con la mujercita?
No me moví. Apestaba a tequila. El olor era tan intenso que parecía que le brotaba de los poros.
Me miró con arrogancia, pero de repente se relajó.
– Yo tampoco estoy pasando un buen momento, superdetective. Bishop me ha despedido. Me trasladan. Se acabó Robos y Homicidios.
Me aparté para dejarla pasar. Me sentía violento, insignificante, me culpaba por lo que le había pasado, una culpa que coloqué con cuidado encima de la que sentía por lo de Lucy.
Saqué la botella de Cuervo 1800 y eché un par de dedos en un vaso.
– Más.
Le puse más.
– ¿No te tomas una conmigo?
– Tengo cerveza.
Dolan bebió un trago, tomó aire y lo soltó.
– ¡Joder, qué bueno está!
– ¿Cuántos te has tomado?
– Menos de los que necesito. -Arqueó las cejas-. ¿Has tenido una trifulca con tu amiguita?
– ¿Con quién?
– ¿Con quién va a ser, idiota? Con tu mujercita. -Hizo un gesto con el vaso en dirección a la cocina y añadió-: Hay un bolso en la encimera. No eres el único investigador presente. -Se dio cuenta de lo que había dicho y bebió otro trago-. Bueno, quizá sí.
El bolso de Lucy estaba al lado de la nevera, donde había dejado la comida. Se había llevado los trajes, pero se había olvidado el bolso.
Dolan siguió bebiendo y se apoyó en la encimera.
– Pike ha hecho una tontería, la verdad. Si hablas con él, convéncele para que se entregue.
– No me haría caso.
– Con esto, nadie le va a creer inocente.
– Debe de considerar que si la policía no resuelve el caso, va a tener que hacerlo él.
– A lo mejor no deberíamos hablar de esto.
– A lo mejor no.
– Es que no se ha hecho ningún favor.
– Vamos a dejarlo.
Nos quedamos allí plantados. Todo el mundo se divierte de lo lindo en mi casa. Le pregunté si quería sentarse y resultó que sí, así que nos fuimos al salón, acompañados del tequila.
– Siento lo de Bishop.
Dolan movió la cabeza, pensativa.
– Pike debió de ingresar en el cuerpo poco antes que yo. ¿Sabes en qué áreas trabajó?
– Estuvo un año en Hollenbeck antes de pasar a Rampart.
– Yo empecé en los Ángeles Oeste. Por aquel entonces no había tantas mujeres en el cuerpo como ahora, y las pocas que éramos nos llevábamos los peores casos.
Tenía ganas de hablar y la dejé. Yo con mi cerveza estaba contento.
– El primer día, recién salida de la academia, llegamos a una casa y encontramos dos pies metidos en la tierra.
– ¿Pies humanos?
– Sí, dos pies humanos que salían del suelo.
– ¿Descalzos?
– Sí. Oye, Cole, déjame que te lo cuente, ¿vale? Había dos pies descalzos que salían de la tierra del jardín trasero. Dimos aviso y entonces aparece nuestro supervisor y nos dice: «Sí, vale, son dos pies». Lo que no sabíamos era si había un cadáver pegado a ellos. O sea que quizás había un cuerpo enterrado debajo o quizás alguien había plantado los dos pies sin más.
– Para ver si crecía maíz.
– No te hagas el gracioso. Es una de las muchas cosas que no te salen bien.
Asentí. A mí me parecía bastante gracioso, pero había bebido.
– Total, que estamos allí con aquellos dos pies y no podemos tocarlos hasta que aparezca el forense, pero resulta que le llamamos y dice que no puede venir hasta el día siguiente. El supervisor dice que alguien tiene que vigilar los pies. No podemos dejarlos allí sin más, ¿comprendes? Y va y nos dice a mí y a mi compañero que nos quedemos a vigilarlos. -Apuró el tequila y se sirvió otro vaso mientras seguía contando la historia-. Pero entonces nos dan un aviso de que hay un altercado, y el supervisor le dice a mi compañero que mejor que vaya. Así que deja a la chica con los pies.
– ¿La chica?
– Sí, yo.
– Ya me lo había imaginado, Samantha.
Tomó otro trago de tequila y sacó el tabaco.
– Preferiría que no fumaras.
Puso mala cara, pero guardó los cigarrillos.
– Bueno, pues se van y yo me quedo allí sola, en el jardín de aquella casa, abandonada con los pies, cagada de miedo. Pasa una hora. Dos. No vuelven. Llamo por la radio, pero no contesta nadie y me cabreo. Me pongo de muy mala hostia. Tres horas. Entonces oigo lo más aterrador que he oído en mi vida, una especie de gemido.
– ¿Qué era?
– Y entonces sale un fantasma flotando de entre las palmeras. Un fantasma blanco, enorme, que dice: «Uh, uh, uh, quiero mis pies». Escalofriante, estremecedor.
– Ya. Tu compañero con una sábana encima.
– No, era el supervisor. Estaba intentando asustar a la chica.
– ¿Y qué hiciste?
– Saqué la Smith y grité: «Quieto, hijo de puta, policía.» Y entonces le disparé las seis balas a bocajarro, una detrás de otra.
– ¿Te lo cargaste?
Me ofreció una sonrisa encantadora.
– No, idiota. Sabía que aquellos cabrones iban a hacerme alguna putada tarde o temprano, así que llevaba balas de fogueo.
Me eché a reír.
– El supervisor se tiró al suelo, hecho un ovillo, con los brazos encima de la cabeza, suplicándome que no le disparase. Yo le vacié el cargador encima y luego me acerqué y le dije: «Eh, sargento, ¿esto es lo que llaman patrulla de a pie?».
Me reí más aún, pero Dolan respiró hondo y agitó la cabeza. Se me cortó la risa.
– ¿Sam?
Se le pusieron los ojos rojos, pero se aguantó las lágrimas.
– He apostado todo lo que tenía a este trabajo. No me he casado ni he tenido hijos, y ahora se ha acabado.
– ¿Puedes recurrir?
– Podría acudir a un tribunal interno, pero entonces esos mamones a lo mejor me despedirían. Bishop quiere que me vaya de Robos y Homicidios. Dice que ya no trabajo en equipo, que no confía en mí.
– Lo siento, Samantha. Lo siento mucho, de verdad. Y ahora, ¿qué?
– Traslado administrativo. Estoy de permiso hasta que me destinen. Me pondrán en algún distrito, supongo. Homicidios de Central Sur, quizá.
Miró el vaso y se sorprendió al verlo vacío.
– Al menos sigues en el cuerpo.
En sus ojos apareció cierta ternura, como si yo fuera un niño poco espabilado.
– ¿No lo entiendes, Cole? Vaya adonde vaya, será peor. Robos y Homicidios es lo mejor que hay. Es como estar jugando en primera división y de pronto tener que ir al equipo de tercera regional de un pueblucho del Medio Oeste. Tu carrera se ha acabado. Te dedicas simplemente a matar el tiempo hasta que te llegue la hora de retirarte. No tienes ni idea de lo que eso supone para mí.
No supe qué contestar.
– Me he pasado toda mi carrera obligando a hombres como Bishop a que me dejaran jugar en el primer equipo, y ahora no tengo una puta mierda. -Me miró-. Joder, cómo me gustas.
– Sam.
Volvió a levantar una mano y meneó la cabeza.
– Ya lo sé. Es el tequila.
Miró el vaso vacío y suspiró. Lo dejó en la mesa y cruzó los brazos, como si no supiera qué hacer con ellos. Parpadeó porque tenía los ojos llorosos otra vez.
– ¿Elvis?
– ¿Qué?
– ¿Me das un abrazo?
No me moví.
– No quiero decir eso, pero es que necesito que alguien me dé un abrazo y no tengo a nadie más a quien pedírselo.
Dejé la cerveza. Me acerqué y la abracé.
Samantha Dolan hundió la cara en mi pecho y unos instantes después sus lágrimas empezaron a empaparme la camisa. Se apartó y se secó la cara con las manos.
– Qué patético.
– No es patético, Samantha.
Sorbió ruidosamente por la nariz y volvió a frotarse los ojos.
– He venido porque no tengo a nadie más. He dado cuanto tenía a este trabajo de mierda y ahora lo único que me queda es un tío que está enamorado de otra. Joder, a mí me parece bastante patético, la verdad.
– Nadie te pide la verdad, Samantha.
– Me gustas mucho, joder. Quiero acostarme contigo.
– Shh.
Me tocó el brazo con un pecho.
– Quiero que me quieras.
– Shh.
– ¡No me hagas callar, coño!
Me pasó los dedos por el muslo. Sus ojos brillaban en la penumbra. Alzó la vista y la tuve tan cerca que sentí su aliento como luciérnagas en la mejilla. Era guapa, fuerte y divertida, y además la deseaba. Quería abrazarla y que me abrazara, y si yo podía llenar sus vacíos quizás ella llenaría los míos.
– No puedo, Dolan -le dije, a pesar de todo.
Entonces se abrió la puerta de la cocina, un ruido totalmente ajeno que no tenía nada que ver con aquel momento.
Lucy estaba en el cocina, con la mano aún en el pomo, mirándonos, con un dolor terrible reflejado en sus ojos.
Me levanté.
– Lucy.
Lucy Chenier agarró su bolso, volvió sobre sus pasos hasta la puerta sin decir nada y se fue pegando un portazo.
El motor de arranque de su coche chirrió contra las marchas, y los neumáticos del vehículo chirriaron cuando éste derrapó y salió volando.
– ¡Mierda! -exclamó Dolan, dejándose caer en el sofá.
El dolor de mi corazón se volvió tan intenso que me sentí vacío, como si no fuera más que un caparazón y el peso del aire pudiera aplastarme.
Salí tras ella.
El Lexus de Lucy estaba aparcado delante de su edificio, y el motor todavía hacía ruido cuando bajé del coche. Tenía la luz encendida, pero el brillo que dejaban pasar las cortinas corridas no era atrayente. O quizás era que yo tenía miedo.
Me quedé en la calle, mirando sus ventanas y escuchando el tictac de su motor. Me apoyé en su guardabarros y puse la mano en la capota. Noté su calor. Sólo había un tramo de escaleras hasta llegar al primer piso, pero en ese momento me pareció una distancia infinita.
Subí y llamé suavemente con los nudillos.
– ¿Luce?
Abrió la puerta y me miró sin dramatismo. Estaba llorando, lágrimas tristes como ventanitas que daban a un pozo de dolor.
– Dolan ha ido a verme porque la han echado. Está enamorada de mí, o al menos eso cree, y quiere acostarse conmigo.
– No es preciso que me des explicaciones.
– Le he dicho que no podía. Le he dicho que estaba enamorado de ti. Estaba diciéndoselo justo cuando has entrado.
Lucy se apartó de la puerta y me pidió que entrara. Habían desaparecido algunas cajas y unos cuantos muebles estaban en otro sitio.
– Me has asustado -dijo.
Asentí.
– No lo digo por Dolan, sino por lo de antes. Estoy enfadada contigo, Elvis. Estoy dolida.
Joe.
– Has cambiado tu vida para venir aquí, Luce. Estás preocupada por Richard y por lo que pueda pasarle a Ben. No tienes que preocuparte por mí. No tienes que poner en duda lo que compartimos, ni mis sentimientos. Lo eres todo para mí.
– Ya no estoy tan segura.
Me sentí como si el mundo se hubiera movido y yo me hubiera quedado flotando en el aire sin control de mí mismo, como si el menor soplo de brisa pudiera hacerme girar sobre mí mismo y yo no tuviera más remedio que permitir que me manejara a su antojo.
– Es por Joe.
– Es porque estabas dispuesto a poner en peligro todo lo que es importante para mí.
– ¿Qué querías, que llamara a la policía y le entregara? -dije, con más tensión en la voz de lo que pretendía.
Cerró los ojos y levantó la palma de la mano.
– Supongo que tú también estás enfadado conmigo.
– No me gusta tener que decidir cosas así, Luce. No me gusta que me hagas elegir entre Joe y tú. No me gusta que Dolan se presente en mi casa porque no tiene otro sitio al que acudir. No me gusta lo que está pasando entre tú y yo en este momento.
Respiró hondo.
– Entonces supongo que los dos estamos desilusionados -declaró.
Asentí.
– No me he mudado a tres mil kilómetros de casa para esto.
Agité la cabeza.
– ¿Me quieres? -pregunté.
– Te quiero, pero no sé cómo me siento contigo en este momento. No sé cómo me siento respecto a nada.
Eran palabras tan definitivas, tajantes, que me pareció que me había perdido algo. La observé para ver si había algo en sus ojos que no detectaba en su voz, pero si lo había no supe descubrirlo. Yo quería una catarsis emocional, y su análisis comedido me dejó con un nudo en la garganta.
– ¿A qué te refieres, Luce?
– Que tengo que pensar en lo nuestro.
– Ahora mismo tenemos un problema. ¿Te parece tan grande como para replantearte todo lo que sentimos el uno por el otro?
– Claro que no.
– Eso es lo que quiere decir «pensar en lo nuestro». No porque pase algo dejamos de tener «lo nuestro».
Miré las cajas que había alrededor. Las pertenencias de una vida. No estaba saliendo como había planeado.
No me decía lo que yo quería oír. Y yo no estaba sabiendo expresar lo que necesitaba decir.
Lucy me tomó una mano entre las suyas.
– Dices que he cambiado toda mi vida para venir aquí, pero eso también cambia la tuya. Los cambios no se terminaron cuando entré en el término municipal de Los Ángeles. Los cambios siguen ahora.
La abracé. Nos quedamos así, pero la incertidumbre era como una membrana que nos separaba.
Al cabo de un rato se soltó. Ya no lloraba. Parecía decidida.
– Te quiero, pero prefiero que esta noche no te quedes.
– ¿Lo tienes claro?
– No, no tengo nada claro. Ése es el problema.
Volvió a tomar mi mano, me besó los dedos con dulzura y me pidió que me marchara.
El sacrificio
El asesino aprieta la aguja, que entra hasta el fondo del cuadríceps, y se inyecta el doble de la dosis habitual de Dianabol. El dolor le enfurece, la rabia le tiñe la piel de un color rojo intenso mientras se le dispara la presión arterial. Se echa boca arriba sobre un banco y agarra las pesas.
Ciento cuarenta kilos.
Baja las pesas hasta el pecho, las levanta, las baja, las levanta. Ocho repeticiones que requieren un esfuerzo hercúleo, sobrehumano, y que no consiguen aplacar su ira en lo más mínimo.
Ciento cuarenta kilos, joder.
Gira sobre un costado y se levanta. Se contempla en el espejo que tiene en su apartamentucho de mierda. Los músculos hinchados, el pecho rojo, la cara encendida con un brillo asesino. «Tranquilízate. Contrólate. Olvida la rabia y disimula tus sentimientos.»
Su rostro se vacía de expresión.
Convertirse en Pike para acabar con él.
El asesino respira hondo para calmarse, vuelve al banco y se sienta.
La huida de Pike ha transformado la situación, lo mismo que la intervención de Cole y de la puta de Dolan. Pike sabe que le han tendido una trampa e intentará descubrir quién ha sido; ahora irá a por él. Cole y Dolan ya han buscado el expediente de DeVille, y eso es malo, aunque también sabe que no lo han conseguido. Sin esa carpeta no pueden llegar hasta él, pero están acercándose, y el asesino asume que les falta muy poco para identificarle.
Tiene que actuar enseguida. Decide pasar directamente a los últimos objetivos y nada puede detenerle. Pike es el comodín, pero a Cole sí que puede quitarle de en medio. Hay que distraerlo. Tiene que conseguir que deje de pensar en salvar a Pike y se concentre en otra cosa.
El asesino cree que Dolan siempre ha estado demasiado valorada como investigadora, así que no la tiene en cuenta. Cole es otro asunto. El asesino lo conoce bien. Cole es peligroso. Ha estado en las tropas de asalto y es un detective con experiencia. A primera vista no parece peligroso, pero muchos agentes le respetan. El asesino ha oído decir a un detective veterano que no hay que dejarse engañar por los chistecitos y las camisas chillonas, que Cole puede aguantarlo todo y que además sabe contraatacar. El asesino valora muy seriamente esa opinión.
Cuando se urde un plan contra el enemigo, siempre hay que buscar su punto débil.
Cole tiene novia.
Y la novia tiene un hijo.
Bajé el infinito tramo de escaleras del piso de Lucy y fui a sentarme en el coche. Pensé en arrancar, pero en ese momento era algo superior a mis fuerzas. Traté de enfadarme con ella, en vano. Intenté guardarle rencor, y en cambio me sentí como un trapo. Me quedé sentado allí en el coche, en aquella calle tranquila, hasta que se apagaron las luces de su casa, e incluso entonces permanecí inmóvil. Sólo deseaba estar cerca de Lucy, aunque ella estuviera arriba en su piso y yo en el coche, y me pasé casi toda la noche intentando comprender cómo podía haberse estropeado todo tan rápidamente. Quizás un investigador más competente habría encontrado la solución.
El cielo se había teñido de un violeta pálido cuando por fin decidí alejarme. Poco a poco fui adentrándome en el tráfico de la madrugada; la monotonía mecánica de la conducción me resultaba familiar y reconfortante. Al llegar a casa, Samantha ya no estaba. Había dejado una nota en la encimera de la cocina: «Si quieres hablo con ella».
Lavé los vasos de la noche anterior, guardé el tequila y cuando subía por las escaleras para darme una ducha sonó el teléfono.
Se me disparó el corazón y me quedé mirando el aparato. Dejé que volviera a sonar. Respiré hondo.
Al tercer timbrazo contesté, haciendo un esfuerzo para que no pareciera que acababa de correr diez kilómetros.
– ¿Lucy?
– ¿Por qué no me ha llamado? -preguntó Evelyn Wozniak.
– ¿Cómo?
– Le dejé un mensaje ayer. Le decía que me llamara, por muy tarde que llegara.
Había mirado el contestador cuando Pike estaba todavía en casa y no había mensajes. Volví a mirarlo, y tampoco había nada.
– Vale. Ya estamos hablando.
Evelyn me indicó cómo llegar al guardamuebles de su madre en North Palm Springs. Había hecho una copia de la llave y se la había dejado en un sobre al cuidado de la encargada del recinto. Le pregunté si quería estar presente cuando examinase las pertenencias de su padre, pero me contestó que le daba miedo lo que pudiera encontrar. Lo comprendí. A mí también me daba miedo.
– Evelyn -le dije cuando hubo terminado-, ¿en el mensaje decía algo de todo esto?
– Alguna cosa. Le dije el nombre del sitio. Estoy segura que era su contestador y no el de otro, si eso es lo que está pensando. ¿Quién más iba a dejar un mensaje de salida diciendo que es el mejor ser humano del mundo?
Colgué el teléfono, subí al piso de arriba, me cambié y me dirigí a Palm Springs, preguntándome si Pike habría oído el mensaje y lo habría borrado.
Y por qué.
Mientras me preocupara por Pike, no tendría que pensar en Lucy.
Dos horas y diez minutos después salí de la autopista y volví a atravesar los campos de molinos de viento. El desierto ya se había calentado y olía a tierra ardiente.
El recinto de guardamuebles estaba formado por grupos de naves de hormigón blancas. Se alzaban en medio de la nada tras una alambrada con una enorme puerta metálica junto a la que había un edificio también de hormigón con un cartel enorme que decía: «No encontrará nada más barato en la zona». Dado que no había absolutamente nada más en la zona, no me pareció una promesa difícil de cumplir.
Una mujer obesa con la piel apergaminada me dio la llave. Tenía una oficina pequeña pero con un aparato de aire acondicionado Westinghouse lo bastante potente como para enfriar la cámara frigorífica de un matadero. Lo tenía puesto al máximo y orientado directamente hacia ella. Hacía un frío polar.
– ¿Va estar mucho rato dentro?
– No lo sé. ¿Por qué?
– Pasará mucho calor -me avisó-. Tenga cuidado no vaya a desmayarse. Y si se desmaya, no me demande.
– No se preocupe.
– Se lo advierto. Aquí tengo agua mineral muy buena, sólo a un dólar y medio la botella.
Le compré una para que se callara.
El trastero de Paulette Renfro estaba en la parte trasera del recinto. Cada unidad tenía un armazón de hormigón del que salían las distintas unidades de chapa de zinc. El armazón no tenía puerta, y había que entrar en una especie de cuevecita para llegar a los diferentes trasteros.
Por el estado de la cerradura era evidente que Paulette no iba casi nunca o nunca por allí, pero la llave entró como una seda y al abrir la puerta vi un espacio que no era más que un armario. Amontonadas contra las paredes había cajas de distintos tamaños, además de ventiladores viejos, maletas y dos lámparas.
Vacié el trastero: puse todo lo que estaba a la vista a un lado y luego saqué las cajas. Cuando estuvieron todas fuera miré primero las más viejas, y allí fue donde encontré las libretas que recordaba Evelyn Wozniak. Su padre había llevado un diario de sus actividades y había tomado notas sobre los agentes jóvenes a los que preparaba, los delincuentes que arrestaba y los chicos a los que intentaba ayudar, todas con su correspondiente fecha, en aquellas siete libretitas repletas de información. Estaba bastante seguro de que las más recientes serían las más relevantes.
Las dejé a un lado y repasé las demás cajas para ver si había alguna otra cosa de utilidad, pero lo único que encontré de Abel fue una gorra de patrulla metida en una bolsa de plástico, un estuche con su placa y dos distinciones enmarcadas de cuando le habían otorgado la medalla al valor. Me pareció raro que estuvieran allí metidas en una caja, pero al fin y al cabo Paulette había vuelto a casarse. Supuse que con el tiempo les había perdido la pista.
Estaba volviendo a meterlo todo en las cajas cuando percibí una sombra en el marco de la puerta.
– Quería llegar antes que tú -dijo Joe Pike.
Lo miré de reojo y seguí con lo mío.
– Qué fácil es sacarte ventaja.
– ¿Has encontrado algo?
– Los diarios de Wozniak.
– ¿Ya los has leído?
– Hace demasiado calor aquí dentro. Voy a llevármelos a un sitio más fresco.
– ¿Quieres ayuda?
– Bueno.
Pike metió en el trastero las cajas que yo ya había cerrado. Acabé con las dos últimas y se las pasé, primero una y luego la otra.
– ¿Fuiste tú el que borró el mensaje de Evelyn?
Asintió.
– ¿Por qué?
– Quería asegurarme de que no ibas a encontrar nada que pudiera hacer que Paulette lo pasara mal.
– Estoy buscando algo que pueda ayudarte.
– Ya lo sé. A lo mejor tenemos suerte.
– Pero también es posible que encontremos algo que Paulette prefiera no saber.
Pike asintió.
Lo asimilé, y fue como tragarme una bola enorme y desagradable.
– ¿Exactamente cómo hiciste sufrir a Karen?
Pike acabó de colocar todas las cajas en su sitio y después fue hasta la puerta y miró el desierto, como si hubiera algo allí. Yo sólo acertaba a ver tras él más edificios de hormigón con los recuerdos de otras personas.
– Karen te quería, pero tú querías a Paulette -dije.
Asintió.
– Salías con Karen, pero estabas enamorado de la mujer de tu compañero.
Entonces se volvió para mirarme de frente, con los ojos ocultos tras sus gafas.
– Paulette estaba casada. Yo esperaba que con el tiempo mis sentimientos cambiarían, pero no. No tuvimos ningún lío, Elvis. Nada físico. Woz era amigo mío. Pero no es posible controlar las emociones. Intenté salir con otras chicas para sentir otras cosas, pero el amor no viene ni desaparece así como así. Existe sin más.
Lo miré fijamente, pensando en Lucy.
– Ya sabes que Krantz opinaba que Wozniak estaba involucrado en una red de robos -prosiguió Pike.
– Sí.
– Pues era cierto.
Le observé.
– Krantz cree que maté a Woz por lo de Paulette.
– ¿Y lo mataste?
Pike arqueó la comisura de los labios e inclinó las gafas hacia mí.
– ¿Tú te lo crees?
– Tú lo sabes mejor que yo. Krantz también considera que estabas metido con Woz en los robos. Eso tampoco me lo creo.
Volvió la cabeza hacia el otro lado y frunció el entrecejo.
– ¿Cómo lo sabes?
Separé las manos abiertas.
Inspiró hondo.
– No tenía ni idea -dijo luego-. Todo ese tiempo en el coche con Woz y no me enteré hasta que Krantz habló con Paulette y la asustó. Ella le preguntó a su marido, que lo negó todo, de manera que me lo preguntó a mí. Así fue cómo me enteré. Seguí a Woz y le vi con los Hermanos Chihuahua. Woz había dejado embarazada a una chica y le había puesto un piso en El Segundo. Para pagarlo daba chivatazos a los Chihuahua sobre sitios en los que podrían robar sin problemas. Krantz lo sabía todo, pero no podía demostrarlo.
Era justo lo que me había contado McConnell.
– ¿Se lo contaste a Paulette?
– En parte, no todo. Era su marido, Elvis. Tenían una hija.
– ¿Y entonces qué pasó?
– Le dije que tenía que dimitir. Le di una oportunidad y también tiempo para pensarlo. Así todo quedaría entre él y yo. Por eso murió.
Pensé que quizá Krantz había acertado en muchas cosas.
– ¿Qué pasó en aquel motel, Joe?
– No quería dimitir, pero lo puse entre la espada y la pared. No quería entregarlo a Krantz, pero tampoco pensaba permitir que un policía corrupto siguiera en su puesto. Si no aceptaba mi propuesta, estaba dispuesto a contárselo a Paulette y a detener a los Chihuahua.
– Que lo habrían delatado.
– Si hubiera dimitido, yo habría encontrado otra forma de cazarlos, pero no llegó a darse el caso. Nos llamaron por lo de la niña y DeVille, y Woz se enteró de dónde estaba. Cuando llegamos, Woz ya se hallaba muy excitado y entonces fue cuando perdió los estribos y atizó a DeVille con la culata. Yo creo que formaba parte del plan, porque ya sabía lo que quería hacer. Estaba pensando en mí, en el callejón sin salida en el que se había metido y en cómo escapar de él. -Pike se detuvo un momento y después prosiguió-: Dejó sin sentido a DeVille, y cuando intervine, él me apuntó con la pistola.
– ¿Le disparaste en defensa propia?
– No. Jamás lo habría hecho. Ni siquiera saqué el arma.
Lo miré extrañado.
– Él sabía que yo estaba enamorado de su mujer y ella de mí. Su carrera estaba acabada, y si Krantz encontraba pruebas lo mandaría a la cárcel. Hay hombres que no soportan la presión. Hay hombres que se derrumban y hacen cualquier cosa.
– Abel Wozniak se suicidó.
Pike se tocó la barbilla.
– Se puso la pistola aquí y apretó el gatillo. Le entró por la mandíbula y le salió por la nuca.
– ¿Y por qué asumiste tú la responsabilidad? -le pregunté, aunque ya había adivinado la respuesta.
– Había que explicarlo de alguna forma. Si revelaba la verdad, Krantz podría acusarle; y si finalmente lo condenaban, le habrían retirado la pensión y la asistencia médica, de modo que Paulette y la niña se habrían quedado sin nada. Quizás en Parker Center se habrían apiadado de ellas, pero yo no tenía modo de saberlo con seguridad. Y si se hubiera sabido lo del suicidio, adiós al seguro. El que teníamos por entonces no pagaba nada en caso de suicidio.
– Así que cargaste con todo.
– DeVille iba a despertarse y a decir que Woz le había dejado sin sentido de un culatazo. Y a eso me atuve. Les dije que habíamos forcejeado y que se había disparado el arma. Encajaba con lo que iba a declarar DeVille y así se explicaba la muerte de Woz.
– Pero tú estabas aceptando un estigma brutal por haber provocado la muerte de un compañero para salvar a un pedófilo.
– En aquel momento hice lo que me pareció menos malo.
– ¿Paulette sabía la verdad?
Pike se quedó mirando al cemento.
– No: se lo habría contado todo al Departamento, aunque eso hubiese significado perder la pensión.
– ¿No tenía derecho a decidirlo por sí misma?
– Yo lo decidí por todos.
– O sea que sigue sin saber que su marido se suicidó.
– Sí.
Aquélla era la forma que Pike tenía de proteger a la mujer que amaba, aunque eso significara perder para siempre cualquier oportunidad de conseguir su amor.
Pike era capaz de cargar con aquella responsabilidad.
Y lo había hecho.
– Y durante todo este tiempo, todos esos policías te han odiado por nada.
Ladeó la cabeza, y pese a la poca luz que había en aquel cuartucho me pareció que sus gafas resplandecían.
– No por nada. Por todo.
– Vale. Y ahora, ¿qué?
– Quiero estar seguro de que lo que salga de aquí no vaya a afectar a la pensión que está cobrando.
– ¿Aunque sea algo que pudiera ayudarte?
Una vez más, Pike arqueó la comisura de los labios.
– No he llegado tan lejos para dejarlo ahora -aseguró.
– Pues a ver qué descubrimos.
Nos metimos en un Denny's que estaba justo al lado de la carretera y nos pasamos allí dos horas y media bebiendo té y repasando los diarios. A los camareros no les molestó. Con aquel calor, no había demasiados clientes.
Empezamos con la libreta más reciente y fuimos retrocediendo. De esa última faltaban ocho páginas, pero las demás se leían bien. Muchas veces las anotaciones de Wozniak eran crípticas, pero enseguida empecé a entenderlas.
En un momento dado Pike dejó de leer.
– ¿Qué has descubierto? -le pregunté.
Como no me contestó, acerqué la cabeza y vi lo que le había sorprendido: «Ese Pike es un tipo listo. Será un buen policía».
Joe se acercó más la libreta y siguió leyendo.
Muchas de las anotaciones estaban relacionadas con arrestos llevados a cabo por Wozniak, con indicaciones de los delitos, los detenidos y los testigos como referencia futura, pero en su mayoría se centraban en los chicos de la calle a los que intentaba ayudar. A pesar de lo que había hecho después, Wozniak se había esforzado sinceramente por ayudar a la gente a la que había prometido proteger y servir.
En las siete libretas sólo aparecían en total tres nombres en contextos que sugerían que podrían ser confidentes, y sólo en uno de los casos estaba bastante claro. Esa anotación estaba fechada cinco meses antes de su muerte.
Se la leí a Pike.
– Escucha esto: «He empapelado a un chaval que se llama Laurence Sobek, catorce años, chapero. Le gusta hablar y podría ser una buena fuente de información. Le ha delatado el Coopster. El chico está muy jodido. Voy a ver si lo meto en algún lado». -Levanté la vista y pregunté-: ¿Qué es eso de meterlo en algún sitio?
– Quiere decir un centro o un programa de reinserción. Woz hacía este tipo de cosas.
– ¿Quién es el Coopster?
Pike meneó la cabeza para indicar que no lo sabía.
– ¿Podría ser DeVille?
– ¿Un apodo?
– Sí.
– Nunca se sabe, pero…
– ¿Te acuerdas de Laurence Sobek?
– No.
– ¿Hay algo más por aquí que te parezca útil?
Pike volvió a menear la cabeza.
– Pues entonces vamos a ver qué sacamos de esto.
Pagamos la cuenta, recogimos las libretas y nos fuimos a los coches. Yo me metí en el bolsillo la que mencionaba a Laurence Sobek.
– ¿Cómo puedo encontrarte?
– Llama a la tienda y di que me necesitas. Llevaré un busca.
– De acuerdo.
Allí de pie bajo aquel sol de justicia miramos pasar los camiones por la carretera. A nuestras espaldas, una multitud de molinos de viento que llegaba hasta el horizonte daba vueltas y más vueltas a sus aspas. Pike llevaba un Ford Taurus granate con matrícula de Oregón. Cuando por fin despegué la vista del tráfico, descubrí que me estaba observando.
– ¿Qué? -dije.
– Voy a salir de ésta. No te preocupes por mí.
Puse cara de póquer.
– ¿Preocupado? ¿Yo?
– Sí, algo te preocupa.
Pensé en contarle lo de Lucy, pero cambié de idea.
– Cuídate mucho, Joe.
Me dio la mano y después se marchó en su coche.
Era tarde cuando llegué a casa, pero aun así llamé a Dolan. Le telefoneé dos veces a casa y dejé sendos mensajes, pero a la mañana siguiente aún no había dado señales de vida. Supuse que estaría en Parker Center, recogiendo sus cosas, pero cuando llamé a su línea directa contestó Stan Watts.
– Hola, Stan. Soy Elvis Cole.
– Dime.
– ¿Está Dolan?
– Dolan ha pasado a la historia, tío. Gracias a ti.
Menuda gracia me hizo escuchar aquello.
– He pensado que a lo mejor estaba ahí.
– Pues no -dijo, y colgó.
Volví a llamarla a casa, pero me salió el contestador otra vez, así que decidí irme para allá con la libreta de Wozniak.
Samantha Dolan vivía en una casa de una planta de Sierra Bonita, unas pocas manzanas al norte de Melrose, en una zona donde abundaban más los artistas que los policías.
Aparqué detrás de su BMW, y ya desde el coche me llegó la música que sonaba en la casa. Los Sneaker Pimps a todo volumen.
No abrió la puerta cuando pulsé el timbre ni cuando llamé con los nudillos. Intenté abrirla, pero estaba cerrada con llave. La aporreé, pensando que quizás estaba muerta y que iba a tener que echarla abajo para poder entrar, pero de repente se abrió. Dolan llevaba una camiseta de Metallica descolorida y vaqueros, e iba descalza. Tenía los ojos totalmente enrojecidos y olía a tequila que tumbaba de espaldas.
– Dolan, tú tienes problemas con la bebida.
Inspiró ruidosamente por la nariz, como si le estuviera goteando.
– Lo que me faltaba, que vengas a darme consejitos.
Entré en la casa y apagué la música. El salón era grande, con una buena chimenea y suelo de madera noble, pero estaba hecho un asco. Me sorprendió. Había un gran sofá colocado ante un par de sillones y una botella de tequila Perfidio Añejo en el suelo, junto al sofá. No tenía tapón. Encima del televisor había un trofeo de tiro del Departamento de Policía de Los Ángeles. La habitación apestaba a tabaco.
– ¿Por qué no me has devuelto la llamada? -le pregunté.
– No he mirado el contestador. Oye, si quieres que hable con tu amiguita, vale. Siento lo de anoche.
– Tranquila.
Le pasé la libreta de Wozniak.
– ¿Qué es esto? -Recogió un paquete de cigarrillos del suelo y encendió uno. Soltó una nube de humo que me recordó a un volcán en actividad.
– Un diario que llevaba Abel Wozniak.
– ¿Abel Wozniak? ¿El compañero de Pike?
– Lee las páginas que he señalado.
Arrugó la frente mientras pegaba otra calada al cigarrillo, y se puso a leer. Pasó varias páginas y avanzó un poco a partir del punto que le había marcado. Al terminar me miró. Se había olvidado del cigarrillo.
– ¿Crees que ese chaval le contó algo de DeVille?
– Este crío tenía relación con Wozniak, eso es seguro. Le delató alguien llamado «el Coopster». Si ése es DeVille, ya tenemos también una relación con Karen García.
– O sea que según tú Sobek se cargó a Dersh -me dijo entornando los ojos.
– Lo que digo es que a lo mejor ha matado a todo el mundo. Krantz y los federales andan detrás de un asesino en serie, pero puede que se hayan colado, Dolan. Al principio pensé que la vinculación tenía que ser a través de Wozniak, pero a lo mejor estos asesinatos no tienen nada que ver con él. A lo mejor están relacionados con DeVille.
Frunció el entrecejo, malhumorada.
– Yo era uno de los agentes que intentaron encontrar una relación, perdona que te lo recuerde. No descubrimos nada.
– ¿Investigasteis lo de DeVille?
Hizo un gesto con el cigarrillo.
– ¿Y a santo de qué?
– No lo sé, Dolan. No sé por qué no encontrasteis nada, pero pediste el expediente de DeVille al archivo de la fiscalía, ¿verdad? Vamos a buscarlo y a ver qué pone.
Dio otra calada y se quedó mirando el humo fijamente. Casi se veían sus pensamientos: estaba analizando y sopesando las posibilidades de todo aquello. Podía ser su oportunidad de volver a su puesto. Si descubría algo que hiciera avanzar el caso, tal vez pudiera quedarse en Robos y Homicidios y salvar su carrera.
Se levantó del sofá repentinamente, fue hasta donde estaba el teléfono y llamó a Stan Watts. Le preguntó si le había llegado algo del archivo de documentación de la fiscalía.
– Dame cinco minutos -me dijo al colgar.
Se duchó y se vistió. Tardó casi veinte.
– Mueve tu coche y vamos con el mío -dijo cuando salimos.
– Ni hablar, Dolan, que me acojonas.
– Muévelo o doy marcha atrás y lo dejo hecho chatarra.
Arrancó el BMW mientras yo apartaba mi coche.
Fuimos hasta Parker Center sin apenas hablar por el camino, cada uno pensando en lo suyo. Dolan se detuvo en la zona donde estaba prohibido aparcar, delante de la entrada principal. Me pidió que no tocara nada y entró a toda prisa. Diez minutos después salía con el expediente de DeVille.
– No me habrás toqueteado la radio, ¿verdad?
– No, no he tocado nada.
Paramos una manzana más allá en un pequeño aparcamiento. Dolan abrió la carpeta primero. Fue pasando hojas sin casi mirarlas y dejándolas en el suelo.
– ¿Qué es eso?
– El rollo legal. Esto no nos sirve de nada. Lo que queremos es la presentación del caso del inspector.
Había llevado la investigación un inspector de segundo grado de Delitos Sexuales del distrito de Rampart, un tal Krakauer. Dolan me contó que la presentación era la suma total de las pruebas reunidas y utilizadas en la preparación del caso, y que incluía también declaraciones de testigos, pruebas testimoniales e interrogatorios: absolutamente todo lo que el inspector hubiera ido acumulando.
Una vez que hubo separado la cuestión legal, Dolan dividió la presentación en dos y me dio la segunda mitad.
– Ponte a leer. El caso estará dividido por temas y cronología.
Yo esperaba encontrar algún indicio de que Sobek estuviera relacionado con DeVille y que había sido el confidente que había llevado a Pike y a Wozniak a aquella habitación de motel en la que había muerto Woz, pero casi todo lo que leí se centraba en Ramona Ann Escobar. Había declaraciones de sus vecinos, del recepcionista del motel y de sus padres, y una transcripción de una declaración de Ramona en la que contaba que DeVille le había dado diez dólares por quitarse la ropa. Ramona Ann Escobar tenía siete años por aquel entonces. No era un tema agradable, pero tuve que leerlo con la esperanza de encontrar algo sobre Sobek.
Aún estaba buscando cuando Dolan exclamó en voz baja:
– ¡Me cago en todo!
Estaba pálida y tensa.
– ¿Qué?
Me pasó una lista de testigos que incluía los nombres de las personas que habían presentado quejas contra DeVille. Era larga y al principio no entendí nada hasta que Dolan me señaló un nombre a media página.
Karen García.
– Sigue leyendo -me pidió, con la cara todavía lívida.
Estaban todos: las cinco primeras víctimas y la más reciente, Jesús Lorenzo. No aparecía Dersh, pero era la excepción.
– Tenías razón, hijo de puta -me dijo Dolan clavando en mí los ojos-. No se los carga al azar. Tienen relación. Está acabando con todos los que contribuyeron a la detención de Leonard DeVille.
Sólo acerté a asentir.
– A lo mejor sí que eres el mejor detective del mundo, joder.
Sólo una de las seis víctimas había llegado a declarar contra DeVille; era Walter Semple, que lo había visto en el parque en el que había desaparecido la niña. Los demás formaban parte de lo que Dolan llamaba «el montón», personas a las que Krakauer había interrogado porque habían presentado quejas por delitos sexuales contra un hombre que el inspector creía que debía de ser DeVille, pero no estaban directamente relacionadas con el caso que al final había llevado a acusación y la condena.
El pecho de Dolan se movía como un fuelle mientras leíamos el resto del expediente. Se había incluida una copia del acta de detención de DeVille en la que aparecían diversos alias, entre ellos el de Coopster.
– ¡Es Sobek! -exclamé-. Tiene que ser Sobek. Tenemos que enseñarle esto a Krantz. Hay que avisar a todas las personas que salen en esta lista.
– Aún no. Quiero más.
– ¿Cómo que quieres más? Esto lo cambia todo. Se van a quedar de piedra.
– Esto relaciona a Sobek con DeVille, pero no demuestra que sea el asesino. Si consigo llevarles hasta el asesino, Bishop se verá obligado a devolverme mi puesto.
– Ya tienes algo, Dolan. Hemos encontrado la relación entre esas personas y tenemos pistas. Vas a darle la vuelta al caso.
– Quiero más. Quiero ponérselo todo encima de la mesa bien masticadito. Quiero el titular, Cole. Quiero agarrar a Krantz de la nuca y meterle la cabeza dentro. Quiero que esté tan clarito que a Bishop no le quede otra salida que aceptarme de nuevo en el equipo.
Pensé que de estar en su lugar yo también lo desearía con todas mis fuerzas, y estando en el mío aún lo deseaba más: atrapar al asesino quizá serviría para limpiar el nombre de Pike.
– Vale, Samantha. Vamos a buscar a este tío.
Volvimos a su casa. Se tiró casi dos horas al teléfono, pero conseguimos enterarnos de que Laurence Sobek no estaba en el sistema penitenciario adulto, y allí no constaba su situación actual. Eso significa que o bien se había reformado y no había vuelto a tener problemas con la ley o que se había ido a otro sitio antes de cumplir los dieciocho años. También cabía en lo posible que estuviera muerto, naturalmente. No era un final nada insólito para un chapero.
Mientras Dolan estaba al teléfono, entré en la cocina a por un vaso de agua. En la puerta de la nevera había millones de fotografías sostenidas por pequeños imanes, entre ellas varias de Dolan posando con la actriz que había interpretado su papel en la serie. Samantha tenía aspecto de poder pegarle una buena paliza a cualquiera y además disfrutar con ello, en cambio la actriz más bien parecía una heroinómana anoréxica. El mundo del espectáculo.
La foto que me había hecho en Forest Lawn estaba colocada cerca del tirador con un imán de Wonder Woman. Al verla sonreí.
Me bebí el agua y volví a entrar en el salón, justo cuando colgaba el auricular.
– Tenemos que ir a Rampart -dijo.
– ¿Por qué?
– Porque allí fue donde detuvieron a Sobek cuando era menor. En el Departamento de Delincuentes Juveniles de allí sabrán dónde localizar su ficha. Puede que esté en la base de datos, aunque lo más probable es que alguien tenga que ponerse a rebuscar papeles.
– ¿No habías dicho que necesitábamos una orden judicial para consultar documentación sobre delincuentes juveniles?
Frunció el entrecejo, molesta.
– Soy Samantha Dolan, idiota. Levanta y vamonos.
Y aquella mujer quería acostarse conmigo.
La comisaría del distrito de Rampart era un edificio de ladrillo de forma alargada que daba a Rampart Street, y estaba unas calles al oeste de MacArthur Park, donde Joe Pike había conocido a Karen García. Dejamos el coche en un aparcamiento pequeño que tenían detrás para los agentes y entramos por la puerta trasera. Esa vez Dolan no me pidió que cerrara el pico y que no pusiera cara de listo. La cara de listo desentonaba en una comisaría.
A base de enseñar la placa, Dolan consiguió que nos dejaran entrar en el Departamento de Delincuentes Juveniles: una sala microscópica y deprimente con sólo cuatro inspectores pegados a la mesa de robos en un rincón. Así como Parker Center y los despachos de Robos y Homicidios eran modernos y tenían mucha luz, las instalaciones de los inspectores de Rampart eran viejas y pequeñas, con muebles pasados de moda a juego con las caras de los inspectores. Rampart era una zona conflictiva y los agentes se dejaban la piel, pero los casos raramente llegaban a los titulares y no se veía a nadie vestido con una americana de seiscientos dólares y holgazaneando a la espera de que le entrevistaran para salir en algún programa de la televisión. Casi todos intentaban acabar el turno con vida y poco más.
Dolan se dirigió directamente al inspector más joven de la sala, le enseñó la placa y se presentó:
– Samantha Dolan. Robos y Homicidios.
Se llamaba Murray, y al oírla se le dispararon las cejas.
– Nos conocemos, ¿verdad?
– Lo siento, Murray -le contestó con su clásica sonrisa-. Me parece que no. A lo mejor te suena mi nombre por la serie de televisión.
El chico no debía de tener más de veintiséis o veintisiete años. Estaba muy impresionado.
– Sí. Hicieron una serie sobre ti, ¿no?
Dolan se rió. No se había reído cuando yo le mencioné el programa, pero así es la vida.
– Esa gente de Hollywood no tiene ni idea de lo que es en realidad un inspector de policía. No son como nosotros.
Murray sonrió aún más y se me ocurrió que si le pedía que se pusiera a cuatro patas y ladrara, el chaval no lo dudaría ni un instante.
– Bueno, es que el caso que resolviste fue la hostia. Me acuerdo de que lo leí. Joder, te hiciste famosa.
– Eh, que no es más que Robos y Homicidios. Lo que pasa es que nos llegan los casos más espectaculares y la prensa nos va detrás, pero en realidad es como lo que vosotros hacéis aquí.
Me pareció que a Dolan no se le daba demasiado bien el papel de poli modesta, aunque quizás era sólo una impresión mía.
Murray le preguntó qué podía hacer por ella y Dolan le contestó que quería mirar un expediente juvenil antiguo, pero que no tenía orden judicial. Murray se puso nervioso al oír aquello, y entonces Dolan se le acercó y le dijo con tono reservado:
– Es una cosa en la que estamos trabajando en Parker Center. Noticia de primera página. Un caso de verdad.
Murray asintió, pensando en lo alucinante que sería trabajar en un caso de verdad.
Dolan se le acercó aún más.
– ¿Has pensado alguna vez en trabajar para Robos y Homicidios, Murray? Nos hacen falta policías espabilados que sepan actuar en el momento justo.
Murray se humedeció los labios.
– ¿Crees que podrías recomendarme?
– Bueno, a ver si encontramos a este chico, ¿no? -replicó Dolan guiñándole un ojo-. Mira, mientras leemos su expediente, ¿por qué no llamas al Departamento de Vehículos de Motor y a la compañía de teléfonos? A ver si nos consigues una dirección.
Murray miró de reojo a los demás inspectores.
– Puede que a mi supervisor no le haga gracia.
Dolan puso cara de sorpresa.
– Pues entonces será mejor que no se lo digas, ¿no te parece?
Murray la miró unos instantes más, y entonces se puso manos a la obra.
– Eres de lo que no hay -le dije.
Me observó, pero ya sin sonreír.
– En este momento soy precisamente de lo que no hay en Robos y Homicidios.
– Déjalo ya.
Se encogió de hombros.
Veinte minutos después teníamos la carpeta, una sala de interrogatorios y a Murray haciendo llamadas.
Laurence Sobek había sido detenido siete veces entre los doce y los dieciséis años, dos por robar en tiendas y cuatro por prostitución. Por su fecha de nacimiento debía de tener casi treinta años. Wozniak le había arrestado en dos ocasiones: por el primer robo y por el segundo caso de prostitución. La foto de detención más reciente, a los dieciséis años, mostraba un chaval delgado de bigote ralo, pelo greñudo y grasiento, y bastante acné. Parecía tímido y atemorizado.
En el momento de las detenciones vivía con su madre, Drusilla Sobek. En la ficha constaba que estaba divorciada y que no había ido a recoger a su hijo ni a ver a los agentes en ninguna de las siete ocasiones.
– Típico -gruñó Dolan.
Murray llamó antes de abrir la puerta. Estaba alicaído.
– No tiene permiso de conducir en California ni lo ha tenido nunca. Y la compañía de teléfonos tampoco ha oído hablar nunca de él. Lo siento mucho, Samantha -aseguró. La oportunidad de trabajar en casos de verdad se le escapaba de las manos por momentos.
– No te preocupes, hombre. Nos has ayudado mucho.
En las fichas de detención constaba que su madre había vivido en una zona del sur de Los Ángeles que se llamaba Maywood.
– Si aún está viva, a lo mejor podemos encontrarlo si localizamos a la madre -sugerí-. ¿Tú crees que aún vivirá aquí?
– Es fácil de saber.
Dolan sacó una copia de la foto de la detención y luego llamó a la compañía de teléfonos desde el aparato de Murray.
Mientras hablaba, Murray se me acercó sigilosamente.
– ¿Tú crees que de verdad tengo posibilidades de entrar en Robos y Homicidios?
– Tienes mucha ventaja, Murray.
Tres minutos después nos enteramos de que Drusilla Sobek seguía en Maywood, así que fuimos a verla.
El inspector Murray se quedó decepcionado por no poder acompañarnos.
Drusilla Sobek era una mujer amargada que vivía en una diminuta casa estucada en una parte de Maywood habitada principalmente por inmigrantes ilegales procedentes de Honduras y Ecuador. Estos inmigrantes vivían hacinados -dieciocho o incluso más por casa-, y se turnaban para dormir en catres entre trabajos pagados por debajo del salario mínimo, y a Drusilla no le hacía ninguna gracia que hubieran invadido todo el barrio. No le importaba decirlo bien alto, así que nos enteramos enseguida.
Nos escrutó desde la puerta, arrugando el entrecejo y poniendo mala cara.
Drusilla Sobek era una mujer robusta que llenaba el umbral.
– No quiero pasarme todo el día aquí fuera, joder. Si esos mexicanos me ven aquí con la puerta abierta, a lo mejor les doy ideas.
– Esa gente es de Centroamérica, señora Sobek -informé.
– ¿Y a quién le importa? Si parecen mexicanos y hablan igual que los mexicanos es que son mexicanos.
– Estamos buscando a su hijo, señora Sobek -atacó Dolan.
– Mi hijo es un maricón y un chapero.
Así, sin más.
Nada más abrirnos la puerta, Dolan le había enseñado la placa, pero la señora Sobek le había contestado que no podíamos entrar. Aseguró que no dejaba pasar a extraños, y a mí no me importó. Del interior de la casa procedía un hedor amargo, y ella olía mal. La higiene no era lo suyo.
– ¿Puede darnos una dirección o un número de teléfono, por favor? -pregunté.
– No.
– ¿Cómo podríamos encontrarlo?
Entornó los ojos, que se quedaron muy pequeños, como los de un cerdo, en aquella cara tan grande.
– ¿Hay recompensa o algo?
Dolan carraspeó.
– No, señora, no hay recompensa. Sólo queremos hacerle unas preguntas. Es muy importante.
– Pues entonces vaya a mirar en otro sitio, guapa. El maricón de mi hijo nunca ha sido ni remotamente importante.
Intentó cerrar la puerta, pero Dolan metió el pie por abajo y se lo impidió. Mientras lo hacía, le noté un tic en el ojo izquierdo.
– ¡Eh! ¿Qué coño está haciendo? -gruñó Drusilla.
Dolan era algo más alta que ella, pero también pesaba unos cien kilos menos.
– Si no empieza a colaborar, vacaburra, le voy a dar una paliza que se va a acordar toda la vida.
Drusilla Sobek se quedó con la boca abierta, sorprendida, y retrocedió.
Yo iba a decir algo, pero Dolan levantó el índice para que me callara. Me callé.
– ¿Dónde puedo encontrar a Laurence Sobek? -preguntó.
– No lo sé. Hace tres o cuatro años que no lo veo. -La voz de Drusilla era mucho más débil; hablaba con mucha menos decisión.
– ¿Dónde vivía la última vez que tuvo noticias suyas?
– En San Francisco, donde están todos los maricones.
– ¿Y sigue allí?
– No lo sé. De verdad que no lo sé. -Le temblaba el labio inferior y me pareció que iba a echarse a llorar.
Dolan respiró hondo e hizo un esfuerzo para relajarse.
– Muy bien, señora Sobek, la creo, pero tenemos que encontrar a su hijo y necesitamos su ayuda.
A Drusilla Sobek le tembló más el labio, se le arrugó la barbilla y le resbaló una lagrimita por la mejilla.
– No me gusta que me hablen con esas malas maneras. No está bien.
– ¿Su hijo le dio alguna vez una dirección o un número de teléfono?
– Sí, me parece que sí. Hace mucho tiempo.
– Necesito que vaya a buscarlo.
Drusilla asintió, sin dejar de llorar.
– Tenemos la fotografía que le hicieron a los dieciséis años al arrestarle, pero me gustaría otra más reciente. ¿Tiene alguna de adulto?
– Sí.
– Pues vaya a buscar las dos cosas. La esperamos aquí.
– Bueno, pero no dejen entrar a los mexicanos, por favor.
– No se preocupe. Vaya a mirar.
Drusilla se metió en su casa y dejó la puerta abierta. Nos llegó una vaharada de aquel olor amargo.
– Coño, Dolan, qué dura eres.
– No me extraña nada que el hijo le saliera tan tarado.
Nos quedamos allí de pie al sol durante casi quince minutos hasta que por fin Drusilla volvió arrastrando los pies, como una buena niña que hubiera hecho algo malo y hubiera decepcionado a sus padres.
– Tengo una dirección vieja de allí, de donde los maricones. Y esta foto que me dio hace dos años.
– ¿Es una dirección de San Francisco?
Asintió con un temblor de barbilla.
– Sí, con los maricones.
Entregó la dirección y la fotografía a Dolan, que se puso tensa nada más verlas. Supongo que también yo me quedé agarrotado. No iba a hacernos falta la dirección.
Enseguida reconocimos al Laurence Sobek adulto, más corpulento, más fuerte, con los hombros más anchos y el pelo mucho más corto.
Trabajaba en Parker Center.
La última parte del plan
Laurence Sobek, pues ése es su nombre auténtico y no el que utiliza actualmente, termina de clavar con una grapadora el plástico negro que cubre las ventanas por dentro. Antes ya las ha cerrado con clavos, todas menos la pequeña del baño, por lo que la puerta delantera es el único punto de acceso. En aquel garaje reformado hace un calor infernal.
El plan le pareció sencillo y evidente una vez que sacó el expediente de DeVille del archivo. Allí mismo, en aquellas páginas, tenía a toda la gente que había ayudado a los inspectores de Delitos Sexuales a meter al Coopster en la cárcel, donde había muerto, toda aquella gente que había presentado denuncias o que había hecho declaraciones y que había entregado al Coopster a los reclusos como si de un sacrificio se tratara. Sobek preparó los homicidios siguiendo un orden, de modo que pudiera aprovechar las debilidades del sistema de la policía de Los Ángeles. Empezó por las personas que habían presentado denuncias y que menos relación tenían con el Coopster, sabiendo que sería imposible encontrar una relación entre todas ellas, y pensaba ir siguiendo poco a poco hasta que fuera demasiado tarde y no pudieran detenerle, incluso aunque el grupo operativo acabara finalmente por descubrir lo que estaba pasando.
Y ahora, por culpa de Cole y de la puta de Dolan, tiene que dejar con vida a los demás protagonistas secundarios y matar a la persona que considera más responsable. El inspector de Delitos Sexuales que llevó la investigación, Krakauer, murió de un infarto dos años después de jubilarse (mejor que mejor, pues era la única persona con una posibilidad remota de conectar los nombres de las primeras víctimas). Pike arrestó al Coopster y después se subió al estrado en el juicio y clavó los clavos de su ataúd, pero ahora es un fugitivo de la justicia.
Así que queda el otro.
El apartamento ya está precintado. Sobek saca el expediente de DeVille de su escondrijo en el armario junto con los recortes de periódico, amarillentos y quebradizos, sobre su detención. Los ha leído cien mil veces, tocando las fotografías en blanco y negro del Coopster saliendo del motel esposado entre dos agentes. Vuelve a acariciarlas. Odia a Wozniak, que aquel día le vio en un Dunkin' Donut y le manipuló para que le revelara lo que sabía. «Ese capullo te está utilizando -le dijo-. Lo que te hace ese tío está mal. Si me ayudas, te ayudaré.»
El motel Islander Palms. La detención. La cárcel. La muerte.
Sobek cierra los ojos y deja a un lado lo poco que queda de lo que sentía por DeVille. Ha estudiado a Pike y ha aprendido bien. Hay que abandonar la humanidad. No hay que sentir nada. El control lo es todo. Si conservas el control, puedes reinventarte. Crecer. Controlarlo todo.
Sobek cierra los ojos, estabiliza la respiración y siente una paz interior que sólo la más absoluta certeza puede dar. Se admira en el espejo: vaqueros, Nikes, sudadera gris con las mangas recortadas. Se pasa la mano por el pelo, cortado al tres, y se imagina que no está mirando a Laurence Sobek sino a Joe Pike. Flexiona los brazos. Las flechas rojas que se había pintado en los deltoides han desaparecido, pero se le ocurre que cuando termine todo puede tatuárselas permanentemente. Se frota la entrepierna y disfruta de la sensación.
Control.
Se coloca las gafas de sol sobre los ojos.
Tiene una escopeta recortada de dos cañones que robó de la sala de pruebas de Parker Center y una caja de cartuchos del doce llenos de perdigón del número cuatro. Coloca el banco de las pesas en el centro de la habitación y la escopeta encima, sujeta con cinta adhesiva industrial. Pasa un cordel por los dos gatillos y lo ata al pomo de la puerta, de manera que el arma se dispare al abrirla, y retira los percutores.
Deja por allí todas las pruebas que quiere que encuentren Cole y la policía y sale por el ventanuco de detrás. Jamás volverá a aquel lugar.
Laurence Sobek se aleja en su coche para cometer un asesinato.
Dolan salió disparada de casa de Drusilla Sobek como si fuera a participar en una de esas carreras en las que el objetivo es destrozar coches viejos. Temblaba de emoción.
– Tenemos a ese hijo de puta. Estaba delante de nuestras narices, pero ahora ya lo tenemos.
– No, Dolan, aún no lo tenemos. Ya es hora de informar al departamento.
Al mirarme me di cuenta de lo que le pasaba por la cabeza: estaba pensando que le gustaría ponerle las esposas ella misma para que Krantz, Bishop y su maldito grupo operativo no tuvieran nada que ver con la detención.
– Esto es lo que querías, Samantha. Con esto vuelves al equipo, siempre que no hagas cabrear más aún a Bishop.
No le hacía demasiada gracia la idea, pero acabó cediendo.
– Este tío trabaja de día, así que seguramente está en Parker Center en este momento. Voy a ponerlo en la mesa de Bishop yo misma. Tenemos los expedientes y el cuaderno de Wozniak. Voy a ponérselo en bandeja a Bishop, y a Krantz que le den por el culo.
– Lo que tú digas. Tengo que hacer una llamada. Para en algún sitio.
– Llama con el mío. Lo llevo en el bolso.
– Prefiero una cabina. No tardaré mucho.
Me miró como si me hubiera vuelto loco.
– Sobek está allí en este mismo instante.
– Tengo que llamar, Dolan.
– Vas a llamar a Pike.
Me quedé en silencio.
– ¡Lo sabía, joder!
Dio un volantazo y se metió en una gasolinera. Pasó a toda pastilla junto a un grupo de gente que esperaba para subir a un autocar. Pegó un frenazo delante de las cabinas y dejó el motor en marcha.
– No te tires todo el día, joder.
Hice lo mismo que ya había hecho antes: llamé al contacto de Pike, le di el número de la cabina y colgué. Pike me llamó a los dos minutos. Por el ruido de fondo me di cuenta de que hablaba desde un móvil.
– Hemos acertado, Joe. Es Sobek.
– ¿Está detenido?
– Aún no. Quería avisarte de que vamos a ir a contárselo a Bishop. Si tenemos suerte, Sobek confesará lo de Dersh. Si no, puede que encontremos algo que lo incrimine con ese asesinato y que te deje libre.
– Va a salir lo de Woz.
– Pues sí. Tenemos que enseñar la libreta de Wozniak para relacionar a Sobek con DeVille y con el propio Wozniak. Cuando se destape el asunto van a rebuscar en lo que pasó entre vosotros dos en aquella habitación. Sólo quería avisarte. Cuando hayamos acabado con Bishop llamaré a Charlie, y después iré a ver a Paulette y a Evelyn para que no las pille por sorpresa.
– No hace falta. Ya voy yo.
No supe qué decir. Sonreí.
Dolan hizo sonar el claxon.
– Ha pasado mucho tiempo. Supongo que ya es hora de hablar -reconoció Pike.
– Vale, pero no te arriesgues hasta que Sobek confiese lo de Dersh. Aún te buscan, y no sabemos lo que vamos a sacarle.
Volví al coche y Dolan pegó un viraje brusco dentro de la gasolinera, se coló por delante del autocar y salió disparada hacia el río de Los Ángeles.
– Dolan, ¿alguna vez te has cargado a alguien con esta máquina?
– Si tienes miedo, apriétate el cinturón. No te va a pasar nada.
Vi que sonreía. También a mí se me escapó una sonrisa.
Al llegar a Parker Center, Dolan no perdió tiempo en entrar en el aparcamiento y dejó el coche en la zona en la que estaba prohibido estacionar, delante del edificio. Entramos a la carrera y pasamos gracias a que ella enseñó la placa al vigilante de la entrada. Miré a toda la gente con la que nos cruzamos, por si Sobek estaba por allí aguantando la puerta del ascensor o algo así, pero no lo vi.
Llegamos a Robos y Homicidios, y Watts y Williams arquearon las cejas al vernos. Dolan se metió como una flecha en el despacho de Bishop y le sorprendió al teléfono.
– Tenemos al asesino -aseguró.
Bishop tapó el auricular con la mano, molesto.
– ¿No ves que estoy al teléfono?
Dejó la fotografía de Sobek encima de la mesa.
– Su verdadero nombre es Laurence Sobek. Aquí hay otra foto de cuando lo ficharon, siendo menor. Aún utilizaba su nombre. Es el asesino, Greg. Lo tenemos.
Bishop anunció a la persona con la que estaba hablando que la llamaría cinco minutos después y colgó. Se acercó a las fotografías. Sobek había ganado musculatura y cambiado de aspecto, pero al ver las imágenes una al lado de la otra quedaba claro que era la misma persona.
– Pero si es Woody… Woody Nosequé.
– Se llama Curtís Wood -afirmé-. Es un civil que trabaja aquí. Lleva el carrito del correo.
Krantz y Watts aparecieron en la puerta. Williams estaba detrás, de puntillas para ver qué pasaba.
– ¿Hay algún problema, capitán? -preguntó Krantz.
– Ay, Krantz -se rió Dolan-. Como si tú pudieras hacer algo.
– Dicen que es nuestro asesino, Harvey. ¿De dónde habéis sacado la de joven?
– De la ficha de detención juvenil. La más reciente nos la ha dado su madre.
Les mostré las páginas que habíamos copiado de la libreta de Abel Wozniak, destacando los pasajes que mencionaban a Sobek y a DeVille, y su relación, y después la copia de la ficha juvenil de Sobek, en la que Wozniak aparecía como uno de los agentes que le habían arrestado.
Antes de que yo terminara de hablar, Krantz ya estaba poniendo mala cara, como si hubiera mordido una zanahoria podrida.
– Esto sólo demuestra que tenemos a alguien que trabaja con nombre falso. Podría ser perfectamente que se lo hubiera cambiado legalmente debido a los problemas que tuvo de joven.
– No, Krantz. Tenemos más que eso.
– ¿Ya has encontrado alguna relación entre las seis víctimas, Harvey? -preguntó Dolan.
Él la miró en silencio, receloso. Se notaba que quería decir que no estaban relacionadas, pero sabía que Dolan no se lo habría preguntado si no estuviera a punto de soltar algo gordo. Lo que hizo fue dirigirse a mí.
– ¿Qué tienes tú que ver con todo esto?
– Si Sobek se cargó a las seis víctimas, seguramente también mató a Dersh.
Miró a Bishop, con el entrecejo fruncido.
– Esto es un chanchullo -dijo-. Es una sandez que se ha inventado Cole para salvar a Pike.
Bishop no parecía muy convencido, y Stan Watts estaba dando vueltas a lo que habíamos dicho.
– ¿Qué relación tienen? -quiso saber.
– Leonard DeVille era el pedófilo que estaba en el motel cuando murió Abel Wozniak. Éste y Pike habían ido allí tras recibir un soplo, seguramente de Sobek, para buscar a una niña que se llamaba Ramona Escobar.
– Me acuerdo -asintió Watts.
– Cole ha ido deshaciendo la madeja desde Dersh, buscando quién podía tener un motivo para matarle y colgarle el muerto a Pike.
– Esto es una estupidez -exclamó Krantz-. Lo mató Pike.
Bishop levantó la mano, pensativo.
– ¿Y de ahí cómo llegas a DeVille? -me preguntó Watts.
– No buscaba un vínculo a través de DeVille. Creía que tenía que ser a través de Wozniak, pero ha resultado que no.
– Intentamos sacar el expediente de DeVille del archivo -prosiguió Dolan-, pero ha desaparecido. Sobek debe de haberse colado para robarlo. Esta copia la he conseguido de la fiscalía. Ésta es la lista de testigos de esa carpeta. Salen las seis víctimas.
Bishop se quedó mirándola sin expresión alguna durante un largo y tenso silencio. Nadie más se movió en la habitación. Finalmente, dijo en voz baja:
– De puta madre. De purísima madre. Están las seis víctimas.
Mientras Krantz leía la lista, Watts y Williams miraban por encima de sus hombros. Este último soltó un silbido.
– Vale, esto tiene buena pinta -concluyó Bishop-. Esto ya es mucho, pero ¿qué tenéis que vincule a Sobek con los asesinatos?
– De momento lo que ves aquí. Las relaciones. Hay que ir a por él y apretarle las tuercas. Tenéis más que suficiente para conseguir órdenes de registro para su casa y su coche.
Williams seguía mirando la lista.
– Joder, al tío éste le veo cada día -dijo-. Hace un rato hemos hablado de la nueva de Bruce Willis.
Krantz apretó las mandíbulas. No le hacía la más mínima gracia reconocer que Dolan o yo hubiéramos hecho algo bien, pero se daba cuenta de lo que pensaba Bishop.
– Bien, capitán, vamos a buscar a Sobek o a Wood o como coño se llame y a traerle aquí. Puede conseguir la orden de registro por teléfono y que vayan allí mientras hablamos con él.
Bishop descolgó el auricular. Todo el mundo permaneció en silencio mientras hablaba, pero Stan Watts encontró la mirada de Dolan y le guiñó un ojo. Ella le contestó con una sonrisa. Un par de minutos después, Bishop escribió algo y colgó.
– Wood no ha venido a trabajar hoy. Ni ayer ni anteayer.
– Espero que no hayáis hecho nada que le haya espantado -dijo Krantz mirando a Dolan.
– Ni nos hemos acercado a él, Harvey, y nadie puede haberle dicho nada. Hace tan sólo veinte minutos que hemos visto a su madre, y ella no sabe cómo ponerse en contacto con él.
– Venga, Harve, no acusemos, ¿vale? -medió Bishop-. Yo creo que Sam ha hecho un buen trabajo.
Krantz sonrió, suave como una seda y encantado de seguir lamiéndole el culo a Bishop.
– No estaba acusándote, Samantha. Has hecho un buen trabajo. De verdad -aseguró, y dirigiéndose a Bishop añadió-: Claro que ahora hay que hacer las cosas poco a poco. Si esto se confirma, y yo creo que se confirmará, Samantha, estamos ante un trabajador civil del Departamento de Policía de Los Ángeles. Ha asesinado a gente mientras trabajaba aquí y ha utilizado nuestras fuentes de información para conseguirlo. Si no tenemos cuidado, nos puede caer encima otra tormenta de mala prensa. Tenemos que comprobar sus huellas. Tenemos que conseguir alguna prueba, quizá cotejar las horas de los asesinatos diurnos con los días que tenía fiesta o que no vino a trabajar, cosas así. Y cruzar los dedos para encontrar algo cuando registremos su casa.
Miró a Dolan y después a los demás, como si estuviera intentando dejar las cosas muy claras, como si llevara las riendas y lo controlara todo.
– Si no está aquí, tenemos que encontrarlo, y eso puede llevar su tiempo -añadió-. Quiero que actuemos con rapidez, pero sin arriesgarnos a perderle por no haber conseguido todas las firmas que necesitábamos, y no quiero que se entere de lo que sabemos por una filtración.
Al decir eso último miró a Dolan, que se puso roja de rabia.
Bishop entrecruzó los dedos y asintió.
– Vale. ¿Cómo quieres hacerlo, Harvey?
– Vamos a ir con calma hasta que sepamos a qué nos enfrentamos. Sólo nosotros, y quizás un par de coches patrulla, pero no vamos a montar un espectáculo con los SWAT. Si algo sale mal, la prensa se nos echará encima. Hasta que esté detenido, no quiero que sepa que vamos detrás de él. Si le perdemos, la prensa lo divulgará a los cuatro vientos y podría escapársenos de las manos.
– Vale, Harvey, me parece bien. Organízalo como te parezca y ponló en marcha.
Krantz le dio una palmada en el hombro a Stan Watts y se fue hacia la puerta. Parecía Errol Flynn partiendo en misión en La escuadrilla del amanecer.
– Yo quiero participar -dijo Dolan.
Todo el mundo se quedó callado y la miró.
– Capitán, me he ganado mi puesto a pulso. Quiero estar allí cuando echemos el guante a ese hijo de puta.
Krantz apretó las mandíbulas. Tenía tantas ganas de decirle que no que le entraban calambres, pero estaba pendiente de Bishop.
Éste tamborileó con los dedos en la mesa durante unos instantes y después se reclinó en la silla.
– Samantha, el que lleva el grupo operativo es Harvey -dijo-. Yo nunca obligo a un jefe a aceptar a alguien si no quiere. -Krantz asintió y volvió a apretar las mandíbulas-. Pero creo que te mereces una segunda oportunidad. ¿Tú qué dices, Harvey? ¿Te parece que puedes hacerle un sitio a Dolan?
Era evidente lo que quería Bishop, y aunque Krantz estaba rabioso, asintió animosamente.
– Nos vemos en el aparcamiento, Dolan. Si quieres venir, adelante.
Todo el mundo empezó a marcharse y a felicitarla a la salida. Stan Watts y los demás, incluido Williams, le dieron palmadas en la espalda y le estrecharon la mano. Ella aceptó los cumplidos con una sonrisa amplia y alegre, un brillo en la mirada y un arrebato de emoción sobrecogedor. Samantha Dolan estaba muy guapa.
No volvería a verla tan contenta.
Cuando llegamos a su coche, Dolan sacó un chaleco antibalas del maletero y me lo lanzó.
– Ten. Te irá pequeño, pero puedes ajustar las correas.
Lo sostuve delante del pecho y volví a meterlo en el maletero.
– Este color me sienta fatal.
– Allá tú.
Dolan se quitó la camisa allí mismo en el aparcamiento y se quedó sólo en sujetador. Luego se puso encima el otro chaleco antibalas. Podía verla todo el que pasaba por Los Ángeles Street, lo mismo que los policías que salían de Parker Center, pero no parecía importarle.
Se dio cuenta de que la miraba y me sonrió con malicia.
– Si ves algo que te gusta, es todo tuyo.
La esperé en el coche.
Una vez vestida, se sentó al volante.
– He estado dándole vueltas, guapito, y he decidido ponerte en la sala de espera. No voy a tirar por la borda mis esperanzas -anunció. Me giré hacia ella-. No voy a perder la oportunidad sólo porque tengas a tu belleza sureña. Me gustas mucho y siempre consigo lo que me gusta. A lo mejor también meto a Escarlata O'Hara en la salita de espera. Tengo previsto apartarte de ella. -Me puse a mirar por la ventanilla-. Sería la mejor experiencia de tu vida -añadió.
– Dolan, vamonos de aquí, haz el favor.
Su voz y su mirada perdieron dureza.
– Ya sé que la quieres. Lo que tengo que conseguir es que me quieras más a mí.
Entonces apartó la vista, y yo también.
Después de aquello nos quedamos en silencio con el aire acondicionado puesto hasta que Krantz y Watts salieron en su coche del aparcamiento cubierto, con Williams y Bruly pisándoles los talones.
– Estoy lista -les informó Dolan a través de una radio negra pequeñita.
– Entendido -contestó Watts.
– Adelante -dijo Williams.
Nos pusimos en fila tras ellos y salimos del aparcamiento.
– Oye, Dolan.
– Dime.
Clavé la vista en ella hasta que giró la cabeza.
– Me gustas mucho. Y quiero decir mucho, ¿vale?
Sonrió con ternura y se le iluminaron los ojos, pero no contestó.
El plan era sencillo: íbamos a ir directamente a casa de Sobek, reconocer la zona y después retirarnos para decidir qué hacer mientras esperábamos la llegada de los dos coches patrulla del distrito de Rampart que iban a actuar de refuerzos.
A dos calles de la casa, Krantz redujo la velocidad al pasar ante un supermercado AMPM y nos llamó por radio.
– Nos reunimos en este supermercado después del reconocimiento.
– Recibido -contestaron desde los otros dos coches.
– Dolan, tú entra por este lado y nosotros te seguimos dentro de un par de minutos. Williams, da un rodeo por arriba y baja desde el norte. Que no parezca esto un desfile.
Dolan apretó dos veces el botón de la radio para aceptar la orden y me dijo:
– Es la primera cosa inteligente que ha dicho ese idiota.
– Debe de haber sido idea de Watts.
Dolan se rió.
Williams subió por la calle lateral mientras Dolan y yo seguíamos solos.
Laurence Sobek, también conocido como Curtís Wood, vivía en un apartamento que en realidad era un garaje reformado en una zona residencial deprimida que estaba a sólo un kilómetro de Parker Center. Cerca de la calle había una casa más pequeña de lo normal que parecía una cajita cuadrada adosada, con un caminito por el lado que iba hasta una casita más pequeña aún situada en la parte trasera del terreno y que era precisamente el apartamento de Sobek. En el jardín de la casa de al lado había una mujer hispana rechoncha y tres niños pequeños que jugaban con una manguera. El barrio no era muy diferente al de su madre: filas de casitas estucadas y edificios de pisos antiguos, en su mayoría ocupados por inmigrantes de México o Centroamérica. El garaje de Sobek tenía aspecto de abandono y se hallaba en un estado lamentable.
– Yo diría que hay dos puertas -aventuré-, una que da a la casita principal y otra lateral. Parece que hay algo en las ventanas.
– ¿Ves a alguien en la casa principal?
– No sé, pero no parece que haya movimiento.
– No he visto ningún coche.
– Ni yo. Pero podría ser uno de esos de la calle.
Nos cruzamos con Williams y Bruly, que se acercaban por el otro lado, y después giramos dos veces a la derecha y volvimos al AMPM. Cuando llegamos, los dos coches patrulla de Rampart estaban esperando. Nos detuvimos a su lado y dejamos el motor en marcha con el aire acondicionado encendido. Williams apareció casi al instante, y Krantz un minuto después. Todos fuimos hasta su coche.
– Hemos conseguido la orden por teléfono -nos contó-, así que podemos entrar. Stan, ¿cómo quieres que lo hagamos?
Dolan me dio un codazo. Krantz volvía a ponerse en manos de Watts.
– Primero hay que controlar las casas. Quiero sacar a esa mujer y a los niños. Vamos a poner uno de los coches patrulla en la casa, justo detrás del apartamento de Sobek, por si acaso sale huyendo por detrás. Los demás cubrimos las ventanas y las puertas. Si llamamos y no contesta, no quiero tirar la puerta abajo, porque entonces sabrá que hemos estado aquí. Podemos probar a forzar la cerradura, y si no es posible, romper una de las ventanas.
– ¿Cómo nos acercamos a la casa? -pregunté.
– Ya nos ocuparemos nosotros de eso -me contestó Krantz, frunciendo el entrecejo.
– Yo creo que en dos grupos -intervino Watts-, uno por el camino de acceso y el otro por el jardín lateral, al norte. Es importante no llamar la atención e ir con cuidado. Si no está en casa, mejor que no se entere de que hemos venido.
Krantz transmitió las órdenes a los coches patrulla, les describió a Sobek y les dio copias de las fotografías que había facilitado a la policía la agencia de trabajo. Les dijo que si le veían suelto debían considerarle peligroso y actuar en consecuencia.
Cuando los agentes de uniforme volvieron a sus coches, Krantz se giró hacia donde estábamos los demás y preguntó:
– ¿Todo el mundo lleva el chaleco?
– Cole no -contestó Dolan.
– Da igual -dijo Krantz, encogiéndose de hombros-. Se va a quedar aquí esperando. Y tú también.
– ¿Qué?
– Hasta aquí hemos llegado, Dolan. Me parece muy bien que te hayas apuntado a acompañarnos, pero esto es una operación del grupo operativo, y tú no formas parte del grupo operativo.
Dolan se abalanzó sobre Krantz con tanta rapidez que éste dio un bote. Williams se interpuso entre ellos.
– ¡Tranquila, Dolan!
– ¡No puedes hacerme esto, joder! -gritó ella-. ¡A este tío le hemos encontrado Cole y yo!
– Puedo hacer lo que me dé la gana. Mando yo.
– Esto es una putada, Krantz -dije-. Si pensabas hacerlo, deberías haber enseñado tus cartas delante de Bishop.
Krantz apretó las mandíbulas una vez más.
– He inspeccionado el terreno y he llegado a la conclusión de que lo mejor para el buen éxito de la operación es que sólo participen los miembros del grupo operativo. Nosotros solos ya vamos a parecer un ejército. Si vinierais Dolan y tú nos pisaríamos unos a otros y aumentarían las posibilidades de que alguien saliera mal parado.
Sonreí a Watts, pero estaba mirando al suelo.
– Ya. Es por seguridad… -contesté.
El rostro de Dolan se endureció hasta parecer una máscara de cerámica, pero su voz sonaba más calmada.
– No me dejes a un lado, Harvey. Bishop ha dicho que podía ir.
– Has venido. Estás aquí. Pero de aquí no pasas. Una vez que hayamos controlado la zona, podréis venir tú y tu novio.
Me pasó por la cabeza cómo sería darle una patada justo ahí. Al «novio» le encantaría hacerlo.
– ¿A qué viene esto, Krantz? -pregunté-. ¿Te da miedo que ella se lleve la gloria por hacer tu trabajo?
– Lo estás empeorando -dijo Watts.
Me encogí de hombros y di un paso atrás.
– Si queréis que me retire, vale, me retiro, pero Dolan se ha ganado participar en esto.
Krantz me observó con detenimiento.
– Te honra que te hayas ofrecido voluntario, Cole, pero lo que quieras o no quieras tú me la trae floja. Yo sigo creyendo que tu amiguito se cargó a Dersh y que tú colaboraste en su huida. Quizá Bishop esté dispuesto a pasarlo por alto, pero yo no. -Y dirigiéndose a Dolan, añadió-: Esto es lo que hay. El grupo operativo lo dirijo yo. Si quieres tener la más mínima oportunidad de volver a Robos y Homicidios, y subrayo lo de mínima, aparca el culo en ese coche y haz lo que te digo. ¿Queda claro?
Dolan se quedó blanca.
– Quieres que me porte como una buena chica, ¿verdad, Harvey?
Krantz se irguió y se ajustó el chaleco. Se le veía corpulento y deforme, como un espantapájaros desproporcionado.
– Eso es precisamente lo que quiero. Si te portas bien, incluso haré que te lleves parte del reconocimiento.
Dolan clavó la mirada en él.
Krantz les dijo a los demás que iban a ir en un solo coche (el suyo). Los cuatro se subieron a él y se alejaron.
– ¡Joder, Dolan, qué imbécil! -exclamé-. Lo siento.
Me miró como si yo no hubiera entendido demasiado bien la situación, y sonrió.
– Tú quédate aquí si quieres, superdetective, pero yo voy a ir por detrás.
No me pareció muy buena idea, pero eso no sirvió de nada. Se subió al BMW sin esperarme. Me quedaban dos opciones: quedarme allí siguiendo las instrucciones de Krantz o irme con ella.
Krantz había marchado por la calle delantera, así que nos acercamos por la trasera hasta donde esperaba el segundo coche patrulla. Los dos agentes de uniforme estaban de pie, apoyados contra el guardabarros, fumando mientras aguardaban la llamada del jefe.
– ¿Krantz ya os ha dicho algo? -les preguntó Dolan.
Contestaron que no.
– Vale. Vamos a acercarnos. Esperad la llamada.
– Dolan, esto no es muy inteligente. Si sorprendemos a uno de esos tíos puede que nos salte la tapa de los sesos -aseguré, pensando en Williams, que estaba tan en su papel que era capaz de pegarle un tiro a quien estornudara a su espalda.
– Ya te he dicho que te pusieras chaleco antibalas.
Perfecto.
En el terreno situado detrás del apartamento de Sobek había una casa de una sola planta del tamaño aproximado de una nevera portátil. No había nadie, sólo un perro amarillento en una especie de corral cercado de alambres. Me daba miedo que se pusiera a ladrar, pero se limitó a mover la cola y a mirarnos con ojos esperanzados. Dolan y yo avanzamos por el camino de acceso y entramos en un jardín trasero que estaba separado del de Sobek por una alambrada bastante descuidada, por la que subían las campanillas amarillentas y frágiles debido al calor. El garaje reconvertido estaba cerca de la valla y se veía con facilidad.
Dolan me silbó para que le prestara atención y me indicó con un gesto que saltáramos la alambrada.
Una vez en el lado de Sobek, nos separamos y rodeamos el edificio. Escuché atentamente junto a las ventanas e intenté ver algo, pero estaban tapadas con bolsas de basura negras, o eso me pareció. Quería decir que ocultaba algo, lo cual no me hizo ninguna gracia.
Dolan y yo nos encontramos cerca de la puerta principal y nos apartamos a un lado.
– No he conseguido ver nada -susurré-. ¿Y tú?
– Todas las ventanas están igual. No he visto ni oído nada. Si no es nuestro hombre, es un puto vampiro. Vamos a probar la puerta.
Stan Watts y Harvey Krantz entraron por el camino de acceso y se quedaron de una pieza al vernos. Krantz nos indicó con un gesto airado que nos acercásemos, pero Dolan le hizo un corte de mangas.
– Estás cavando tu propia fosa con todo eso, Dolan.
– Ya hace demasiado tiempo que este tío me está jodiendo. ¿Llevas la pistola?
– Sí.
– Vamos a probar la puerta.
Dolan fue hasta la puerta principal y llamó con los nudillos, como haría un vecino que hubiera ido a pedir un favor. Yo me coloqué a un metro de ella, pistola en mano, preparado para lanzarme sobre Sobek si abría.
Stan Watts sacó su arma y corrió a colocarse junto a mí. Krantz se quedó junto a la casa principal. Oí a Williams y a Bruly en el patio de al lado.
– Coño, Samantha -dijo Watts, pero en voz tan baja que sólo lo oí yo.
Dolan volvió a llamar, con más fuerza.
– Somos de la compañía del gas -dijo-. Tenemos un problema y nos parece que procede de aquí.
Nada.
Lo repitió más alto:
– Tenemos un problema. Somos de la compañía del gas.
Nada. Watts se quedó donde estaba y Krantz se acercó corriendo desde la casa. Tenía la cara congestionada y parecía que estuviera a punto de morder a alguien en el cuello.
– Mierda, Dolan. Después de ésta te la cargas -amenazó con su susurro, pero tan grave y tan sonoro que si había alguien dentro lo habría oído-. Aquí mando yo.
– No está, Dolan -aseguré-. Aparta y a ver qué hacemos.
Krantz se guardó la pistola y me señaló con un dedo.
– Y tú también te vas a arrepentir de esto. Los dos. Stan, tú eres testigo.
Los tres estábamos apartados, a un lado, cuando Dolan tocó el pomo.
– Eh, me parece que esta abierta.
– No, Dolan -exclamé.
Samantha Dolan entreabrió la puerta lo suficiente para echar un vistazo, pero seguramente no alcanzó a ver nada.
Se relajó.
– Está limpio, Krantz. Parece que he vuelto a hacer tu trabajo.
Entonces abrió la puerta empujándola y algo la lanzó hacia atrás con un ruido como de un trueno.
– ¡Tiros! -gritó Stan Watts, y se echó al suelo, pero no le oí.
Entré por la puerta agachado, disparando a una escopeta de dos cañones humeantes antes de darme cuenta de lo que era. Me parece que entré chillando.
Vacié el cargador, y el percutor empezó a dar contra la nada. Entonces salí corriendo hasta donde Watts intentaba detener la hemorragia, pero era demasiado tarde.
La doble descarga a quemarropa de la escopeta había atravesado el chaleco como si no existiera.
Los preciosos ojos color avellana de Samantha Dolan miraban el cielo sin verlo.
Estaba muerta.
Mientras la sangre de la inspectora Samantha Dolan se filtra por la tierra seca de Los Ángeles, Laurence Sobek aparca su Cherokee rojo ante la casa de la próxima víctima. Ya no lleva la pistola del 22 con su silenciador casero de Clorox, sino toda una Mágnum del 357 cargada con munición ligera y rápida. A partir de ahora, cuando mate a sus víctimas las hará saltar en pedazos como aguacates maduros, sin darles oportunidad de sobrevivir.
Sobek lleva el arma en la cintura, con la mano aferrando la empuñadura, al acercarse a la puerta. Llama con los nudillos, pero no contesta nadie. Después de volver a intentarlo, rodea la casa hasta la parte trasera, donde vuelve a llamar a la puerta de cristal corredera. Se plantea la posibilidad de forzarla, pero ve una alarma Westec con una lucecita que parpadea.
Sobek está preparado para matar. Está listo para asesinar y desea hacerlo con tanta furia que tiene húmeda la mano que aferra la empuñadura.
Vuelve al Jeep y sube por la colina hasta que encuentra un sitio donde aparcar desde el que se divisa perfectamente la casa.
Y allí espera la llegada de su joven víctima.
– ¡Oh, santo cielo! ¡Dios mío! -exclamó Krantz.
Sintió bascas y se dio la vuelta para apoyarse contra un árbol. Williams y Bruly aparecieron por la esquina, con las armas desenfundadas y los ojos agresivos, y los cuatro agentes uniformados les siguieron con sus escopetas. Alguien gritó algo desde una de las casas de alrededor. El perro amarillento ladraba asustado.
– ¿Está muerta? -bramó Bruly-. ¿Está muerta?
Las manos de Watts estaban rojas, manchadas con la sangre de Samantha Dolan.
– Krantz, controla la casa. Williams, controla la casa, joder.
Nadie estaba prestando ninguna atención a la casa. Si Sobek hubiera estado dentro podría habernos matado a todos.
– No hay nadie -dije.
– Williams, cierra el acceso a las pruebas -seguía gritando Watts-. Despierta, coño, y ve con cuidado. Sobre todo, no toques nada.
Williams se acercó cautelosamente a la puerta, pistola en mano. Watts fue hasta un grifo que había en el jardín, se lavó las manos y entonces sacó la radio y llamó a la central.
Yo me quité la chaqueta y tapé con ella la cara de Dolan, no sabía qué otra cosa hacer. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero aparté la cara. Williams se había quedado quieto ante la casa y miraba a Dolan. También él lloraba.
Le tomé la muñeca, pero no noté nada. Posé la palma de la mano en su vientre. Estaba caliente. Cerré los ojos con fuerza para retener las lágrimas y entonces me quité de la cabeza a Samantha Dolan y todo lo que estaba sintiendo para concentrarme en Joe.
Fui al garaje de Sobek.
Krantz me vio desde el árbol y me chilló:
– Quédate ahí fuera. Es la escena de un crimen. ¡Williams, detenle, coño!
– Vete a tomar por el culo, Krantz. Ahora mismo podría estar por ahí matando a alguien más.
Williams seguía mirando a Dolan.
– Está muerta de verdad. Está muerta.
Seguía llorando.
– Cole, ve con cuidado -me pidió Watts-. Podría estar todo lleno de trampas.
Entré sin detenerme, y Krantz me siguió. Bruly llegó hasta la puerta, pero se quedó allí.
En el aire flotaba un humo de pólvora que iba disipándose. Hacía mucho calor y estaba todo muy oscuro, ya que la única luz era la que entraba por la puerta. Encendí las luces con los nudillos.
Sobek no tenía muebles sino pesas. En el centro de la habitación había un banco de gimnasio, con discos de pesas negros amontonados en el suelo, a su alrededor, como hongos metálicos. Nadie pasó por delante de la escopeta, aunque ambos cañones aún humeaban. Miedo residual. En la pared había colgados artículos de Los Ángeles Times sobre los asesinatos y sobre Dersh y Pike, además de un cartel de reclutamiento de los marines y otro con francotiradores de los SWAT del Departamento de Policía de Los Ángeles.
– Joder, mirad todo esto -dijo Bruly-. ¿Creéis que va a volver?
No lo miré. Estaba buscando cables trampa y placas sensibles a la presión, e intentado ver si olía a gasolina, porque tenía miedo de que Sobek hubiera preparado una explosión.
– Nadie pone una trampa como ésa de la escopeta si espera volver. Ha abandonado el fuerte -afirmé.
– Eso no lo sabemos, Cole -dijo Krantz-. Si conseguimos retirar rápidamente a Dolan, podemos limpiar la zona y esperarle.
Hasta Bruly dijo que no con la cabeza.
– Desde luego, eres de lo que no hay, Krantz -comenté.
Bruly sacó un librito de una caja de cartón y luego un par más.
– Aquí tiene el Manual del francotirador de los marines. Y mirad esto: Programa de formación de la Fuerza de Reconocimiento: el combate cuerpo a cuerpo. Joder, este cabrón es un colgado de la hostia con delirios de grandeza.
– Esto está lleno de fármacos -exclamó Krantz al abrir la nevera. Sacó una ampolla-. Este tío se mete de todo.
No era exactamente un apartamento, sino un gran espacio dividido por el mostrador de una cocina americana, con un baño y un armario. Lo único que yo quería, lo único que consideraba importante, era encontrar un papel con la dirección de Dersh, o la ropa que se había puesto para disfrazarse de Pike, cualquier cosa que le relacionara con Dersh y exonerara a Joe.
– Aquí, teniente.
Bruly había encontrado siete botellas de Clorox vacías en el armario, además de tres pistolas del calibre 22 y diversa munición. Dos de las botellas de Clorox estaban reforzadas con cinta adhesiva profesional.
Krantz le dio una palmada a Bruly en la espalda y exclamó:
– ¡Ya hemos pescado a ese hijo de puta!
– La que lo ha pescado ha sido Dolan. Tú has venido de paquete.
Krantz iba a decir algo, pero se lo pensó dos veces y se fue hacia la puerta, donde se puso a hablar con Stan Watts. Se oyó una sirena que se acercaba.
El expediente original de Leonard DeVille estaba extendido por la barra de la cocina, junto con recortes amarillentos sobre la muerte de Wozniak, la lista de testigos y personas que habían presentado quejas al jefe de la investigación y notas sobre las seis víctimas junto con sus direcciones, entre ellas la de Karen García. Estaba anotada su costumbre de correr por Lake Holywwood, además de su ruta, y había observaciones parecidas sobre Semple, Lorenzo y los demás. Daba grima: era como meterse en una mente fría y malvada que estuviera planeando un asesinato. En algunos casos había seguido a aquellas personas y había tomado nota de sus actividades durante meses.
– Tengo que reconocerlo, Cole -me dijo Krantz-. Dolan y tú habéis acertado. Buen trabajo.
– A ver si hay algo sobre Dersh.
Krantz apretó las mandíbulas una vez más y no contestó. Quizás entonces se le ocurrió que era posible.
Todavía estábamos repasando las notas de Sobek cuando nos encontramos con mi dirección en las páginas amarillas y una impresión del Departamento de Vehículos de Motor en la que aparecían la dirección de mi casa y mi número de teléfono personal. También estaba la dirección de Dolan.
Bruly lanzó un silbido.
– Tío, os había ligado. No sé cómo, pero había descubierto que Dolan y tú le ibais detrás.
Krantz hojeó los papeles.
– Se paseaba todo el día por Parker Center. Podía haber oído cualquier cosa. Podía haberle preguntado prácticamente cualquier cosa a cualquiera, y a nadie le habría parecido raro.
Por la forma en que lo dijo me dio la impresión de que debía de haber mantenido más de una conversación con Sobek.
Bruly esparció más las hojas y quedó a la vista una foto que desentonaba tanto en aquel lugar y en aquel momento que casi no la reconocí. Era una imagen de tres niños que hablaban con una adolescente que sostenía una raqueta de tenis. La chica daba la espalda a la cámara, pero a los niños se les veía la cara. El de la derecha era Ben Chenier. Entre los papeles había otras dos fotos del niño, todas ellas tomadas desde lejos en su campamento de Verdugo. La dirección del piso de Lucy estaba garabateada en una esquina del listado del Departamento de Vehículos de Motor.
Krantz vio las fotografías, o quizá sólo mi cara.
– ¿Quién es este niño?
– El hijo de mi novia. Está en un campamento, jugando al tenis. Krantz, ésta es la dirección de mi novia, y ésta la mía. Y ésta es la cadena de televisión en la que trabaja Lucy.
Me interrumpió para llamar a gritos a Watts. Se apagó la sirena que sonaba en la calle, pero se acercaban otras.
– Stan, tenemos un problema. Parece ser que Sobek iba a deshacerse de Cole. Puede que esté siguiendo a su novia, o al hijo de su novia, o que haya ido a casa de Cole.
Algo agridulce me surgió en el centro del pecho y se extendió por los brazos y las piernas y por toda la piel. Me di cuenta de que estaba temblando.
Watts repasó los papeles y las fotografías mientras Krantz seguía hablando, y se dio la vuelta antes de que terminara para dar por el teléfono móvil las direcciones, y pidió a la persona que se había puesto al teléfono que enviara a agentes de patrulla con un código tres. Eso quería decir que era urgente. Sirenas y luces. Tapó el teléfono con la mano para hacerme una pregunta:
– ¿Cómo se llama el campamento?
Se lo dije. Temblaba cuando le pedí a Bruly su teléfono para llamar a Lucy.
Me contestó con un tono titubeante y precavido, pero la interrumpí, le dije dónde estaba y que había agentes en camino hacia su trabajo y le expliqué el motivo.
– Cole, ¿quieres que hable con ella? -dijo Krantz.
Cuando le conté a Lucy que Laurence Sobek había sacado fotos de Ben, me preguntó con una voz aguda y tensa:
– ¿Ese hombre estaba acechando a Ben?
– Sí. Le ha hecho fotos. La policía se dirige al campamento en este mismo momento. Han mandado al sheriff y a…
– Dile que también tenemos agentes que van a protegerla a ella -me interrumpió Krantz-. Que no se preocupe.
– Voy a ir a recoger a Ben -dijo Lucy-. Voy a ir a buscarle ahora mismo.
– Voy contigo.
– No puedo esperar. Me voy ahora mismo.
– Nos vemos allí.
– Que no le pase nada, Elvis.
– Le protegeremos. Stan Watts está hablando con el campamento ahora mismo.
Al oírme, Watts levantó la vista y me hizo un gesto con ambos pulgares hacia arriba.
– Ben está bien, Luce. Está a salvo con los monitores del campamento. Ahora mismo está con ellos, y nosotros vamos para allá.
Colgó sin decir una palabra más.
Le tiré el teléfono a Bruly mientras salía e hice caso omiso del tono de acusación que había detectado en su voz.
El campamento infantil de tenis de Verdugo estaba a una hora al este de Los Ángeles, en las estribaciones rurales de las montañas Verdugo. Krantz puso el pirulo en la capota y fue casi todo el camino a más de ciento cincuenta por hora. Dejó a Watts con órdenes de coordinar la vigilancia de mi casa y de la de Lucy y se pasó casi todo el viaje hablando con Bishop por el móvil. La casera de Sobek les había dado una matrícula, y tanto la Sección de Tráfico de la policía como la oficina del sheriff estaban en alerta. La marca y el modelo del coche de Sobek eran idénticos a los del de Pike.
Yo iba detrás y Williams se sentó delante de mí, despotricando.
– Una escopeta, coño. Prácticamente la ha partido en dos con esa mierda. Qué mamón. Voy a cargarme a ese hijo de puta. Te juro por Dios que me lo cargo.
– Hay que atraparle vivo, Williams -dije.
– ¡A ti nadie te ha preguntado nada, joder!
– Krantz, vamos a atraparle vivo. Si vive puede confesar lo de Dersh.
Krantz le dio una palmadita en la pierna a Williams.
– Preocúpate de ti, Cole. Mi gente sabe arreglárselas sola, y ese cabrón va a ir a juicio. ¿Verdad, Jerome?
Jerome Williams miró por la ventana con la boca ligeramente abierta.
– Ese cabrón va a ir a juicio, ¿verdad, Jerome?
Williams se dio la vuelta para poder verme.
– No me he olvidado de lo que me dijiste. Cuando se acabe todo esto te voy a enseñar que soy muy negro, ya verás.
Los de la oficina del sheriff ya estaban allí cuando llegamos: cuatro coches patrulla en el aparcamiento de tierra y grava del campamento. Los responsables, claramente nerviosos, estaban hablando con los agentes del sheriff, y los caballos resoplaban en sus establos tras ellos. Ben había acertado: olía a caca de caballo.
Krantz tenía la esperanza de ver a Sobek y detenerle, así que ordenó a los sheriffs que ocultaran sus vehículos, y al oficial de mayor grado le indicó posiciones de vigilancia. Todo eso sucedió en el comedor del centro, un edificio con un muro de cristal y suelos de madera sin pulir. Los crios estaban todos refugiados en el dormitorio de los chicos.
Antes que Lucy llegaron otros padres que recogieron a sus hijos y se marcharon pitando. Krantz estaba molesto porque la administradora, una tal señora Willoman, había llamado a las familias, pero ya no podía hacer nada. Si la policía te dice que está al caer un asesino múltiple tampoco hay muchas alternativas responsables.
Lucy llegó diez minutos después, y cuando salí a recibirla tenía una expresión crispada. Me tomó de la mano, pero no me contestó cuando le hablé ni me miró. Cuando le dije que estábamos en el comedor, echó a andar tan deprisa que acabamos trotando.
Una vez dentro se fue directa a la señora Willoman y le dijo:
– Quiero a mi niño.
Un monitor acompañó a Ben desde el dormitorio comunitario de los chicos. Estaba alborotado, como si aquello fuera mucho más divertido que montar a caballo o que jugar al tenis.
– ¡Qué pasada! -exclamó-. ¿Qué es todo esto?
Lucy le abrazó con tanta fuerza que le hizo daño, pero después le salió toda la furia.
– Esto no es ninguna pasada. Estas cosas no son ninguna pasada, no son cosas normales.
Me di cuenta de que lo estaba diciendo por mí.
Krantz le pidió que se quedara hasta que nos informaran de que su piso estaba vigilado. Después los escoltaríamos hasta casa para asegurarnos de que llegaban sin problemas. Krantz le ofreció protección las veinticuatro horas y Lucy la aceptó. Miró a Ben, le frotó la espalda y dijo que quizá deberían volver a Luisiana hasta que terminara todo aquello. Cuando le contesté que me parecía una buena idea, fue hasta el muro de cristal y miró hacia fuera. Supuse que lo que quería era estar en un sitio donde pudiera sentirse segura.
Nos sentamos en torno a una mesa grande y bebimos un líquido rojo que el monitor llamó «zumo de bichos» y que se preparaba añadiendo agua a unos polvos de sobre. Krantz y yo nos pusimos a contarles la historia de Sobek a Lucy y a Ben. Ella tenía una mano sobre Ben y con la otra se aferraba a mí, pero seguía sin mirarme. Sólo se dirigía a Krantz, aunque de vez en cuando me apretaba la mano como si me enviara un mensaje que aún no era capaz de verbalizar.
Finalmente, Krantz recibió un mensaje en el busca y comprobó el número.
– Es Stan.
Le telefoneó, escuchó durante unos segundos y después asintió de cara a Lucy.
– Tenemos vigilada su casa. El portero nos ha dejado entrar y los agentes están allí ahora mismo.
Lucy se distendió como un globo al desinflarse.
– Ay, gracias a Dios.
– Voy a dejarlo todo arreglado aquí y enseguida les llevamos a casa. Si decide irse de Los Ángeles, avíseme y la llevaremos al aeropuerto. Si quiere llamo a la policía de Baton Rouge y les pongo al tanto.
Lucy le sonrió como si fuera un ser humano.
– Gracias, teniente. Si decido volver a casa le avisaré.
«A casa.»
Volvió a tomarme la mano y me sonrió por primera vez.
– Todo va a salir bien.
Le devolví la sonrisa y todo cambió de color.
Mientras los monitores recogían las cosas de Ben, me llevé el vaso a la puerta y me fijé en la hilera de árboles, buscando algo entre ellos como cuando tenía dieciocho años, como cuando estaba en el ejército. Pensé en Sobek y en lo que habíamos encontrado en su garaje. Su objetivo era matar a la gente que culpaba de la detención de DeVille y había empezado con las personas menos relacionadas con la investigación, seguramente porque así sería más difícil para la policía encontrar un vínculo. Me pregunté si ésa sería la única razón. Quizá tampoco las consideraba las principales responsables, lo que quería decir que estaba reservándose a la gente que le parecía más culpable. Debían de ser Pike, desde luego, y también Krakauer y Wozniak, aunque estos dos últimos estaban muertos. Cuantas más vueltas le daba más preocupado me sentía, porque Sobek había tenido una relación personal con Wozniak y lo más probable era que él mismo le hubiera dado el soplo de la situación de DeVille aquel día. Me puse a observar los establos y pensé en los caballos que había dentro; no los veía, pero los oía y me llegaba su olor. Resoplaban, relinchaban y seguramente se decían cosas, y eran reales aunque no estuvieran en mi campo de visión. La vida suele ser así, con unas realidades superpuestas a las demás, en su mayor parte ocultas, pero siempre presentes. No siempre se ven, pero si se presta atención a las pistas se las reconoce.
Krantz estaba ordenando a los sheriffs que pusieran las cosas de Ben en el coche.
– No va a venir aquí, Krantz -le aseguré.
– Puede que no.
– No lo entiendes. No va a venir aquí, ni a mi casa, ni a la de Lucy. Es una treta.
Entonces Krantz frunció el entrecejo y Lucy miró hacia donde estábamos, con ambas manos sobre los hombros de Ben.
– Piénsalo. Quiere matar a la gente que culpa de lo de DeVille y lo va haciendo, pero sabe que estamos pisándole los talones, que se le ha acabado la cuerda.
Krantz seguía ceñudo.
– Sabe que es sólo cuestión de días que relacionemos a las víctimas -añadí-, y que cuando lo consigamos tendremos a una serie de sospechosos, él incluido.
– Sí, y por eso ha decidido quitarte de en medio -me contestó.
– ¿Y qué evita con eso? No puede seguir trabajando en Parker y matar a otra docena de personas. Si cree que vamos tras él, lo lógico es que vaya directamente al grano. Si cree que se le acaba el tiempo, querrá matar a la gente que considera más culpable. Pike está fuera de su alcance, Krakauer está muerto, así que le queda Wozniak.
– Wozniak también está muerto.
– Krakauer era soltero, pero Wozniak estaba casado y tenía una hija. Viven en Palm Springs. De ahí saqué el diario de Wozniak. Ahí es donde deberíamos estar.
Las manos de Lucy aferraron con fuerza a Ben, como si la seguridad que acababa de encontrar estuviera desvaneciéndose.
– Pero ¿por qué iba a hacerle fotos a Ben? ¿Para qué tenía nuestra dirección? -preguntó.
– A lo mejor ha reunido todo ese material para distraernos. Ahora estamos aquí contigo, no con la viuda de Wozniak, y allí es adonde va a ir él.
– Pero eso son sólo suposiciones. ¿Has visto su dirección en casa de él? ¿Tenía fotos de ella y de su hija?
– No.
– Sabemos que tenía nuestras direcciones, y que es un asesino. -Entonces me apretó el brazo, con la misma fuerza que Frank García cuando me había pedido que encontrara a su hija-. Te necesito aquí.
Miré a Krantz y le dije:
– Krantz, va a ir a Palm Springs.
A Krantz no le hacía gracia, pero empezaba a ver que tenía sentido.
– ¿Tienes su nombre y dirección?
– Se llama Paulette Renfro. No recuerdo la dirección, pero puedo indicarte cómo llegar.
Ya estaba marcando un número en el teléfono.
– Los de la oficina del sheriff pueden conseguir la dirección y llegar allí antes que nosotros.
Tenía cara de cabreo y me imaginé lo que debía de estar pensando: un par de ayudantes del sheriff van a ponerle las esposas a Sobek, a llevarse todos los titulares y a ser entrevistados por Katie Couric en las noticias de la mañana.
Miré a Lucy y le ofrecí mi mejor sonrisa tranquilizadora, pero ella no estaba por la labor.
– Ahí es adonde va a ir, Luce. Ahora no puedo regresar con vosotros, pero quedaos aquí hasta que vuelva. Luego os llevo a casa.
– No hace falta que me lleves a casa. -Su mirada era fría y distante. Estaba dolida.
Krantz se fue hacia la puerta cuando todavía estaba hablando por teléfono y llamó a Williams.
– Jerry, recogemos. Nos vamos de aquí.
Cuando salimos del comedor me giré hacia Lucy, pero ella no me miraba. No me hacía falta verla para saber lo que había en sus ojos: yo había vuelto a anteponer a otra persona.
Sobek no se ha movido desde hace casi una hora. El sol del desierto ha hecho que la temperatura en el interior de su Jeep casi llegue a los cincuenta grados y tiene la sudadera empapada, pero se imagina que es un lagarto depredador, inmóvil a pesar del calor infernal mientras espera a su víctima. Está blindado por sus músculos y su determinación, y su compromiso para con la misión no tiene igual. Si es necesario va a esperar el resto del día, y la noche, y todos los días que hagan falta.
No tarda mucho.
Un coche se acerca lentamente por las calles residenciales que hay más abajo y aparca ante la casa de la víctima. Sobek aferra la 357 al verlo, pensando que es ella, pero no: un hombre baja del coche y observa la casa, iluminada por la luz del desierto. Lleva vaqueros, una camisa horripilante de vagabundo con los faldones por fuera y gafas de sol.
Sobek se inclina hacia adelante hasta que su pecho choca con el volante.
Es Joe Pike.
Se acerca hasta la puerta, llama al timbre y después da la vuelta a la casa. Sobek no puede verle desde donde se halla, y piensa que debe de estar sentado en el porche que hay detrás o que tal vez ha encontrado una forma de entrar.
Espera y espera, pero Pike no vuelve.
El corazón se le ha disparado y agarra la 357 con ambas manos. La tiene colocada entre las piernas, donde puede sentir su peso contra el pene. Le gusta la sensación.
Se permite una sonrisa, la primera muestra de emoción que ha tenido desde hace días. Pike ha ido hasta él.
Control.
Sobek se reclina para esperar el regreso de Paulette Wozniak y de su hija.
Aquella mañana temprano, Paulette había recogido a su hija Evelyn en Banning, donde le estaban reparando el coche. El Volkswagen Escarabajo de Evelyn la había dejado tirada. Primero el novio, luego el piso y después el coche. Paulette la había llevado al trabajo, en una cafetería de la cadena Starbucks, y después había ido a buscarla. En aquel momento la llevaba a casa, a la espera de que el coche estuviera arreglado a última hora. A Evelyn, por supuesto, todo aquello no le hacía ninguna gracia. Paulette no esperaba encontrar un coche extraño en el camino de acceso a su casa.
Evelyn estaba de mal humor y enfurruñada en el asiento del copiloto, con cara de ser capaz de estrangular a un perro. En toda la mañana lo único que le había dicho a su madre era si había vuelto a saber algo del señor Cole. Paulette le había contestado que no, y le había parecido raro que su hija lo preguntara.
Paulette Renfro entró en su calle pensando que el tópico era muy cierto: siempre llueve sobre mojado. ¿Qué más podía pasarles?
Evelyn se fijó en el coche desconocido.
– ¿De quién es?
– No lo sé.
Justo delante de la casa había un sedán muy elegante que sin embargo no le impedía el acceso al garaje. Pensó que quizás algún amigo suyo se había comprado un coche sin decírselo. Hacía tanto calor fuera que seguramente estaría detrás, esperando en el porche, aunque le parecía extraño que alguien fuera a verla sin avisar.
Paulette pulsó el botón de apertura del garaje, metió el coche y entró en casa, seguida de Evelyn, por la puerta del lavadero.
Fue directamente hasta la puerta de cristal del office, en la parte de atrás, y desde allí lo vio: moreno, alto, en forma, a la sombra del porche. Estaba esperando que lo viera. Llevaba una camisa de flores que le iba grande y gafas de sol, y lo primero que pensó Paulette, lo primero que se le pasó por la cabeza después de tantos años, fue: «Está exactamente igual que la última vez que lo vi y yo debo de estar hecha un asco».
– Hay un hombre fuera -observó Evelyn.
Joe levantó una mano a modo de saludo y Paulette se dio cuenta de que estaba sonriendo.
– ¿Lo conoces? -preguntó Evelyn.
Paulette abrió la puerta y dio un paso atrás para dejarle pasar.
– Hola, Joe.
– Me alegro de verte, Paulette.
Se había imaginado aquel momento -el momento en que volvería a verle- en sueños y por las mañanas al desayunar, y cuando conducía por el desierto en silencio en aquellos largos trayectos. Había pensado lo que iba a decirle y mil maneras posibles de decirlo, pero lo que consiguió que saliera de sus labios fue muy soso.
– ¿Quieres un vaso de agua? Hace mucho calor ahí fuera.
– Sí, te lo agradezco.
Evelyn volvió a poner mala cara, como hacía siempre que estaba enfadada y quería que todo el mundo lo supiera. Había que darse cuenta y hacer algo, porque si no se ponía aún de peor humor.
– Le has llamado Joe -comentó.
Paulette sabía lo que se avecinaba.
– Joe, ésta es Evelyn. Evie, te acuerdas de Joe Pike, ¿verdad?
La chica cruzó los brazos y luego los descruzó, con el rostro encendido de rabia.
– ¡Hostia! -exclamó.
– Paulette, tengo que hablar contigo -pidió Joe-. Es sobre Woz y sobre algo que va a pasar.
Sin dar tiempo a su madre a decir nada, Evelyn se acercó a Joe y chilló:
– ¿Y ahora qué quieres decirle? ¡Tú le mataste! ¡Mamá, es un criminal buscado por la policía! ¡Acaba de matar a otra persona!
Paulette agarró a su hija por los brazos. No quería hacerle daño, pero al mismo tiempo quería mostrarse firme.
– Evie, déjanos solos. Luego hablamos, ahora tengo que ver a Joe.
Evelyn se soltó, lívida y furiosa tras toda una vida de llorar la muerte de su padre.
– ¡Habla con él todo lo que quieras! ¡Yo voy a llamar a la policía!
Paulette sacudió a su hija con una rabia que hacía años que no sentía.
– ¡Ni se te ocurra!
– ¡Es el asesino de papá!
– No pasa nada, Paulette. Que llame -dijo Joe en voz baja.
Evelyn se quedó igual de sorprendida que Paulette al principio. Las dos miraron a Joe durante un momento antes de que la joven saliera corriendo hacia su dormitorio.
– ¿Estás seguro? -preguntó Paulette-. ¿Y lo que he visto en las noticias?
– Me habré ido antes de que lleguen. Estás muy guapa, Paulette.
Hablaba con la calma absoluta que Paulette siempre había considerado algo maravilloso y digno de envidia. Hablaba como si estuviera tan seguro de sí mismo, tan inmensamente tranquilo, que no hubiera el más mínimo lugar para la duda. Pasara lo que pasara, él podría arreglárselas; fuera cual fuera el problema, lo resolvería.
– He envejecido -replicó, ruborizada.
– Estás más guapa.
Le subieron los colores al rostro como a una quinceañera, pensando de repente en lo extraño que era aquello, estar allí con aquel hombre después de tantos años.
– Quítate esas gafas, Joe. No te veo.
Se las quitó.
Aquellos ojos eran increíbles, de un azul tan intenso que podría haberse quedado allí mirándolos durante una eternidad, pero lo que hizo fue ir a buscarle el agua.
– Joe, he visto las noticias. Ha venido un amigo tuyo. ¿Qué ha pasado?
– Ya hablaremos de eso luego. -Miró hacia donde había desaparecido Evelyn y se encogió de hombros-. La policía está en camino.
Ella asintió.
– Yo no he matado a ese hombre. Ha sido otra persona. La misma que ha asesinado a seis más.
– Eso fue lo que dijo tu amigo.
– El asesino se llama Laurence Sobek. Era uno de los soplones de Woz. Cuando se haga pública la noticia, la prensa y la policía van a escarbar en todo lo que pasó aquel día. Van a volver a remover el pasado de Woz. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
– No me importa.
– Podrías pasarlo mal.
A sus espaldas, Evelyn habló con una voz tenue que Paulette no le había oído desde que era una niña.
– ¿Por qué podría pasarlo mal, y por qué te preocupas tú de eso?
Paulette se dio la vuelta. Evelyn los miraba medio escondida desde la esquina como si tuviera cinco años. Estaba tranquila y distante.
– ¿Has llamado a la policía?
Evie dijo que no con la cabeza.
– Ve a llamar -dijo Pike-. Tu madre y yo tenemos que hablar.
Evelyn fue hasta la librería y agarró la fotografía de sus padres y Joe.
– Tiene esto aquí a la vista de todo el mundo. -Miró a Paulette-. ¿Por qué conservas esta mierda? ¿Por qué tienes una foto de alguien que mató al hombre que querías?
Paulette Wozniak contempló a su hija, ya adulta, durante un momento.
– El hombre que quiero sigue vivo -dijo.
Evie la miró atónita.
– Joe no mató a tu padre. Tu padre se mató. Se suicidó. -Se giró hacia Joe y miró aquellos plácidos ojos azules, los ojos que la hacían sonreír-. No soy idiota, Joe. Lo comprendí todo hace años, cuando leí sus libretas.
– Por eso faltaban hojas.
– Sí. Escribió cosas sobre los Hermanos Chihuahua y todo aquel lío. Y después, más tarde, justo antes de que pasara aquello, escribió que se sentía atrapado. No decía que lo estuviera planeando. No decía lo que iba a hacer o cómo, pero sí que sólo había una salida y que muchos policías habían optado por ella antes.
Evie había empezado a tirarse de los dedos, a tirar de ellos y a retorcerlos como si quisiera arrancárselos.
– Pero ¿qué dices? ¿Qué es todo esto?
Paulette sintió un terrible dolor en el pecho.
– No estaba segura, pero entonces repasé sus cosas después de que muriera y luego, bueno, no sé, es que no quería que supieras la verdad. Le querías tanto. Arranqué aquellas páginas y las destruí para que nunca las encontraras, pero recuerdo perfectamente lo que decía. Joe no mató a tu padre. Tu padre se quitó la vida y Joe cargó con las culpas para protegernos a ti y a mí.
– No me lo creo -aseguró Evie.
– Es verdad, cielo.
Intentó pasar el brazo por los hombros de su hija, pero ésta la rechazó. Entonces Paulette miró a Joe, como si él fuera a saber qué hacer, tan seguro de sí mismo como estaba siempre, y de repente un hombre corpulento y musculoso con gafas de sol salió de la cocina por detrás de Joe, le apuntó con una pistola negra y apretó el gatillo.
– ¡Joe! -chilló Paulette.
Su grito quedó ahogado por el ruido ensordecedor que la alcanzó como un puñetazo, dejándole un pitido en los oídos.
Joe se encorvó y giró tan rápido sobre sí mismo que parecía que no se había movido. De repente se había colocado frente a aquel hombre, también con una enorme pistola en la mano. Le disparó tres veces, y tan rápidamente que los disparos se convirtieron en un único ruido.
El hombre corpulento cayó de espaldas y fue a dar contra el suelo de la cocina con un gruñido jadeante.
Todo se quedó inmóvil hasta que Joe volvió a encorvarse, y entonces fue cuando Paulette vio la sangre que le manchaba la espalda como una enorme rosa roja.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Joe!
Joe Pike hizo un gesto de dolor al intentar enderezarse, después miró a Paulette y sonrió. Ella no había visto aquella sonrisa desde hacía tantos años que se le enterneció el corazón y quiso llorar, aunque era un gesto débil y lleno de dolor.
– Tengo que irme, Paulette. Cuida de tu hija.
Joe Pike sostuvo su mirada durante un momento más justo cuando el hombre corpulento se sentaba en el suelo de la cocina como un resucitado y volvía a disparar.
Joe Pike cayó redondo.
Las dos mujeres llegan por fin, y Sobek baja hasta la casa de Paulette. Ha estado vigilando y sabe que los vecinos no están, así que se acerca y entra por el garaje sin miedo de que le vean. Lo recorre sigilosamente, pasa junto al coche de Paulette Wozniak, aún caliente, y pega la oreja a la puerta que da a la vivienda, pero no oye nada. Sabe que esas puertas suelen ser una entrada por el lavadero o la cocina, y decide arriesgarse pensando que Pike y las dos mujeres no estarán esperándole al otro lado. Da la vuelta al pomo, hace crujir las bisagras y ve una lavadora y una secadora.
Oye voces de una mujer que habla a gritos: «¿Y ahora qué quieres decirle? ¡Tú lo mataste! ¡Mamá, es un criminal buscado por la policía! ¡Acaba de matar a otra persona!».
Sobek aferra la 357, retira el percutor y se mete en el lavadero. Mete la cabeza en la cocina. Nadie. Entra sigilosamente, con cuidado de no hacer ningún ruido, se acerca más y más a las voces hasta que se da cuenta de que están al otro lado de la pared, en el office. Dos mujeres y Pike.
Sobek inspira profundamente un par de veces, sale de detrás de la esquina y le dispara a Joe Pike por la espalda.
¡Bam!
La 357 pega mucho más fuerte que las 22, tan pequeñas, y antes de poder disparar otra vez Pike tiene una pistola en la mano y abre fuego. Sobek siente el impacto de tres ladrillos en el pecho, todos a la vez, que le hacen caer de espaldas y ver las estrellas.
Cree que está muerto hasta que se da cuenta de que el chaleco de kevlar que lleva debajo de la sudadera le ha salvado. La mayoría de los policías utilizan chalecos ligeros que detienen balas normales como las de 9 milímetros o las del calibre 45, pero Sobek se ha puesto un modelo más pesado que en teoría detiene cualquier cosa hasta el nivel de una Mágnum del 44.
Control.
Oye voces. Están hablando. Pike sigue vivo, pero está herido.
Una segunda oportunidad.
Sobek se incorpora y vuelve a disparar mientras la chica grita.
Pike cae como un saco de ropa mojada.
La mujer se tira de rodillas al suelo junto a Pike e intenta agarrar su pistola, pero Sobek corre hasta ella y le pega una patada en las costillas. Está mareado por los impactos recibidos, pero el golpe es certero y la tumba.
Un charco rojo se extiende desde la camisa de Pike.
Sobek mira a Paulette Wozniak y después a la chica.
– ¿Eres la hija de Abel Wozniak?
Las dos mujeres guardan silencio.
Sobek apunta con la 357 a la mujer, y la joven responde:
– Sí.
– Vale, vamos a buscar un par de sillas y os sentáis.
Sobek está desorientado y tiene náuseas por los impactos recibidos en el pecho, pero les ata las muñecas y los tobillos con cinta adhesiva a dos sillas de madera del comedor y después les tapa la boca. A continuación se quita la sudadera y el chaleco para inspeccionar las heridas. Tiene todo el centro del pecho convertido en un enorme morado. Las balas deben de haberle roto alguna costilla. Ese Pike dispara de puta madre. Las tres balas habrían ido directas al corazón.
Sobek escupe a Pike y grita:
– ¡A tomar por el culo, cabrón!
Los gritos hacen que le dé más vueltas la cabeza y tiene que sentarse para no vomitar. Cuando se recupera, mira atentamente a las mujeres.
– Ahora os toca a vosotras.
Está pensando en la mejor forma de matarlas cuando oye que se cierra la puerta de un coche en la parte de delante y ve a dos ayudantes del sheriff acercarse tranquilamente a la casa.
Sobek arrastra a las dos mujeres hasta una de las habitaciones para esconderlas y cierra la puerta cuando ya suena el timbre. Se pone la sudadera, sin pensar siquiera en los tres agujeros de bala, y corre hacia la puerta mientras vuelve a sonar el timbre. Fuerza una amplia sonrisa, abre la puerta con cara de sorpresa y exclama:
– ¡Vaya, el sheriff! ¿Estamos todos arrestados?
Los dos agentes le observan durante un momento, y entonces el que está más cerca sonríe. Con simpatía, divertido por el chiste.
– ¿Está la señora Renfro?
– Sí, cómo no. Es mi tía. ¿Quieren verla?
– Sí, gracias.
– Entren, que tienen que estar asándose ahí fuera. Les acompaño a la parte de atrás. Está en la piscina.
El otro ayudante del sheriff sonríe y se quita el sombrero de ala ancha del uniforme.
– Que alivio -asegura.
Sobek asiente y sonríe aún más.
– ¿Les apetece una cerveza o un refresco?
Sostiene la puerta y les hace pasar al salón. Después la cierra, saca la 357 y les dispara a los dos por la espalda. Les coloca la pistola en la cabeza y vuelve a disparar.
De Verdugo a Palm Springs tardamos menos de una hora. Paulette no había contestado al teléfono, lo cual no nos hacía ninguna gracia, pero le dejé un recado en el contestador diciendo que fuera directamente al Departamento de Policía de Palm Springs y nos esperase allí.
Por el camino, Krantz habló varias veces por radio. En una de las llamadas le informaron de que los ayudantes del sheriff habían llegado a casa de Paulette y que todo iba bien.
Salimos de la interestatal en North Palm Springs y fuimos directamente a la casa de las colinas, por encima de los molinos de viento. Había aparcado delante un sedán nuevo que no reconocí. La puerta del garaje estaba bajada y no había más coches aparcados en toda la manzana. La casa, al igual que el barrio, estaba en silencio.
– ¿No tenían que estar aquí los de la oficina del sheriff?
– Sí.
Krantz agarró la radio y pidió que le confirmaran que el sheriff había enviado un coche y que mandara otro.
Aparcamos junto al sedán y salimos.
– Coño, qué calor hace aquí -exclamó Williams.
No llegamos hasta la puerta principal. Pasábamos junto al gran ventanal cuando vimos el cuerpo en el office y me brotó un sudor frío por la espalda y las piernas a pesar de aquel calor infernal del desierto.
– Es Joe.
– ¡Mierda! -exclamó Williams.
Krantz buscó a tientas su arma.
– Jerome, informa por radio. Diles que necesitamos coches ahora mismo. Me da igual quién sea. Y que envíen una ambulancia.
Williams volvió corriendo al coche.
Había dos rastros de sangre zigzagueantes desde el salón hasta la cocina pasando por el office. No vi más cuerpos, pero pensé que podían ser de Paulette y Evelyn. Entonces vi que las puertas correderas de detrás estaban abiertas.
– Voy a entrar, Krantz.
– ¡Y una mierda! Hay que esperar a los refuerzos. Puede que siga ahí dentro.
– Esa gente puede estar desangrándose.
La puerta delantera estaba cerrada con llave. Corrí alrededor de la casa, mirando por todas las ventanas sin pararme y sin ver nada raro hasta que encontré a Paulette y a Evelyn en el dormitorio de la parte trasera. Estaban atadas a las sillas por las muñecas y los tobillos con cinta adhesiva profesional, y también tenían la boca tapada. Hacían esfuerzos para soltarse. Di un toquecito en el cristal y abrieron mucho los ojos. Evelyn intentaba liberarse con más empeño aún, pero Paulette me miró. Le hice un gesto para que se tranquilizara y otro para preguntarle si Sobek estaba en la casa.
Asintió.
– ¿Dónde? -pregunté moviendo los labios, pero sin hablar.
Negó con la cabeza. No lo sabía.
Seguí avanzando por la parte de detrás de la casa hasta las puertas de cristal, me tiré al suelo boca arriba y miré al interior. Joe estaba de lado y tenía la espalda empapada de sangre. Intentaba oír si se le movía el pecho cuando oí una voz. Los dos rastros de sangre pasaban junto a Pike, cruzaban la cocina y entraban en el lavadero; de ahí procedía la voz. Volví a mirar a Pike y entonces empezaron las lágrimas y se me tapó la nariz, pero conseguí contener el llanto.
Krantz se me acercó desde el otro extremo de la casa y se detuvo al otro lado de las puertas. Había sacado la pistola y la sostenía con ambas manos.
– Tengo coches patrulla y una ambulancia de camino.
– Paulette y su hija están vivas en la habitación que hay al final del pasillo. He oído algo en el garaje. Sácalas de allí, ¿vale? Ponlas a salvo.
– ¿Qué vas a hacer?
– Hay alguien en el garaje.
Tragó saliva y entonces me di cuenta de que había oído la voz.
– A lo mejor debería ir yo.
Entonces sentí simpatía por él, quizá por primera vez.
– Yo soy mejor, Harvey. Ya voy yo. ¿Vale?
Me miró fijamente y asintió.
– Tú sácalas de la casa. ¿Dónde está Williams?
– Cubriendo la entrada.
– ¿Tiene radio?
– Sí.
– Dile que vamos a entrar y que no me dispare. Y después, sácalas.
Entré por la puerta corredera. El olor a sangre era tenue y las moscas negras del desierto ya habían seguido el rastro hasta la casa. Pike estaba tumbado en el centro de la habitación, pero no me acerqué. Me quedé pegado a la pared, intentando ver todas las puertas.
– Somos nosotros, amigo -susurré.
Los regueros de sangre se metían en el lavadero y se perdían tras la puerta cerrada. La voz procedía del otro lado. Quizá Sobek estaba detrás hablando con los cadáveres. Los lunáticos hacen cosas así.
Tenía dos posibilidades: abrir la puerta o apartarme y esperar a que llegara la policía de Palm Springs. Si me iba, el que estuviera en el garaje moriría desangrado, y yo tendría que vivir con el remordimiento toda mi vida, sabiendo que no había entrado por miedo. Ésas eran las dos opciones.
Cerré los ojos y susurré:
– No quiero que me peguen un tiro.
Acto seguido levanté el percutor del arma, respiré hondo seis veces muy rápido y entré.
El Cherokee rojo de Sobek estaba aparcado justo delante de mí y el coche de la oficina del sheriff al lado, los dos con el motor aún caliente. Los dos ayudantes del sheriff estaban en el asiento delantero del coche patrulla, con los restos de sus cabezas unidos en la muerte. La voz surgía de la radio. Miré debajo de los dos coches y después en los asientos traseros. Sobek no estaba.
Cerré la puerta tras de mí y volví a la cocina. Krantz había soltado a Paulette y a su hija, que entraban detrás de él en el office por el pasillo. Pensé que íbamos a conseguirlo. Pensé que íbamos a sacarlas de allí y a ponerlas a salvo, pero entonces Jerome Williams gritó algo desde fuera y dos disparos seguidos retumbaron en toda la casa.
– ¡Jerome! -gritó Krantz.
Laurence Sobek salió corriendo por una puerta al final del pasillo y en aquel momento de locura podría haber sido Joe Pike; corpulento y fuerte y vestido como Pike, hasta con las gafas de sol. Pero no. Era un Pike mutante, un anti-Pike, deforme, hinchado y feo. Ya no se parecía a Curtís Wood, sino más bien al malo de una película de terror.
Paulette, Evelyn y Krantz estaban en la línea de fuego, entre Sobek y yo.
– ¡Al suelo! ¡Al suelo! -grité con todas mis fuerzas.
Krantz apartó a Paulette de un empujón, apuntó esquivando a Evelyn y disparó dos veces. Las dos le dieron a Sobek en el pecho.
Sobek se apartó de la pared, disparando a ciegas. Las balas impactaron contra el techo y el suelo. Una de ellas me alcanzó en el pectoral derecho con un golpe seco, me arrebató el arma y me lanzó dando vueltas contra la nevera.
Paulette corrió hasta su hija y volvió a interponerse en la línea de fuego de Krantz.
– ¡A la cabeza, Krantz! ¡A la cabeza! ¡Lleva chaleco! -grité.
Sobek se abalanzó por el pasillo hacia Paulette, la envolvió con los brazos y apartó a Evelyn de un golpe. Estaba llorando y se le movían los ojos como si le ardiera el cerebro. Le puso la pistola en la cabeza a la mujer.
– Aún no he terminado. No he terminado.
– ¡Suelta la pistola! ¡Déjala, Curtís! -gritó Krantz.
Yo notaba el brazo mojado y me hacía cosquillas, como si me subieran gusanos por debajo de la piel. Intenté recoger la pistola, pero el brazo no me respondía.
Sobek apretó el arma con más fuerza contra el cuello de Paulette.
– Suelta tú la tuya, Krantz. Suéltala o me cargo a esta puta. Voy a hacerlo, cabrón. ¡Voy a hacerlo ahora mismo!
Krantz retrocedió. Le temblaba tanto la pistola que si disparaba podía darle a Paulette. Él también debía de saberlo. Intenté agarrar mi arma con la mano izquierda. Sobek no parecía ser consciente de mi presencia. Estaba concentrado en Krantz.
– ¡Lo digo en serio, Krantz, joder! Voy a hacerlo. Voy a hacerlo ahora mismo. Voy a saltarle la tapa de los sesos y después me voy a matar yo. ¡Me da igual! ¡Me da igual!
Según las normas del Departamento de Policía de Los Ángeles, un agente no podía entregar el arma. Era algo que enseñaban en la academia y que se cumplía a rajatabla. Si alguien entrega el arma, está acabado.
No obstante, si no hace lo que le dice Laurence Sobek y alguien muere, siempre le quedará la duda. Es otra oportunidad y otra puerta, y no se sabe lo que hay detrás hasta que se cruza el umbral.
Iba a matarla.
– Vale, Curtís. Déjala que se vaya y podemos hablar. Voy a dejar el arma en el suelo como me pides, pero no le hagas daño, Curtís. Por favor, no le hagas daño.
Harvey Krantz dejó la pistola en el suelo y por segunda vez aquel día sentí simpatía por él.
– ¿Sobek? -dije en voz baja-. ¿Por qué mataste a Dersh? No tenía nada que ver con esto.
Sus ojos locos brincaron hasta posarse en mí.
– A Dersh lo mató Pike. ¿Es que no ves las noticias?
– Cállate, Cole -me ordenó Krantz-. Curtís, deja el arma, por favor.
Sobek avanzó hacia Krantz sin soltar a Paulette.
– Aún no he terminado. Van a pagar por lo del Coopster. Van a tener que pagar.
Pike se movió detrás de Sobek.
– Cuéntanos lo de Dersh, Sobek -dije-. Cuéntanos por qué le has tendido una trampa a Pike.
Me apuntó con la pistola y retiró el percutor.
– Yo no he hecho nada de eso.
Pike abrió los ojos.
– ¡Joder, Cole, cállate ya! -dijo Krantz-. Curtís, no lo mates. Suelta a esa mujer.
Pike se puso en pie, apoyándose en las manos. Su rostro era una máscara de sangre y tenía la camisa teñida de rojo. Recogió su pistola.
– Va a morir, lo mismo que la hija de Wozniak -aseguró Sobek-. Pero ¿sabes qué, Krantz?
– ¿Qué?
Sobek le apuntó de pronto con la 357.
– Tú vas a morir antes.
– DeVille no está muerto -dije.
Laurence Sobek se detuvo, como si le hubiera golpeado con una tabla. Se le llenó la cara de rabia y volvió a apuntarme a mí y después a Krantz. Noté que aferraba el arma con más fuerza.
– Esto por haber matado a mi padre -dijo.
– ¡No! -gritó Krantz.
Sobek ya estaba apretando el gatillo cuando Joe Pike consiguió levantar su pistola y vaciarle el cargador en la cabeza. Sobek se derrumbó inerte y se hizo el silencio.
Pike cayó hacia adelante, se apoyó en las manos y casi de inmediato volvió a intentar ponerse en pie.
– Quédate tumbado, Joe. Por favor, quédate tumbado -pidió Paulette.
Krantz se quedó allí plantado. Oí las sirenas a lo lejos, acercándose.
Hice un esfuerzo para incorporarme y fui hasta Joe. Me bajaba la sangre por el brazo y me goteaba de los dedos.
– Estáte quieto, Joseph. Tengo una ambulancia en camino.
– No. Si me detienen ahora me pasaré el resto de mi vida en la cárcel. ¿Verdad, Krantz?
– Te vas a desangrar -contestó éste.
Consiguió ponerse en pie, apoyándose en Paulette. Se metió la pistola en el pantalón por la cintura y me miró.
– Estás herido.
– Tú más.
– Qué fácil es sacarte ventaja…
Entonces se tambaleó, pero le sujeté a tiempo.
– Por favor Joe… -decía Paulette con voz llorosa.
Pike me miraba.
– A lo mejor hay algo en casa de Sobek que le relacione con Dersh.
– No, ya hemos mirado.
Se le veía cansado. Se sacó un pañuelo del pantalón, pero estaba totalmente rojo, empapado de sangre.
– ¡Dios mío! -exclamó Paulette.
Se quitó la blusa y la utilizó para limpiarle la cara. Llevaba un sujetador blanco, pero nadie miró ni dijo nada, y en aquel momento pensé que también yo podría amarla, de verdad y para siempre.
Joe arqueó las comisuras de los labios y le puso la mano en la cara.
– Tengo que irme.
Paulette apretó los ojos para contener las lágrimas.
Joe dejó la mano allí.
– Es verdad que estás más guapa.
Entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. A Paulette le quedaron huellas de sangre en la cara.
– No puedo dejar que te vayas, Pike -dijo Krantz-. Te agradezco lo que has hecho y lo contaré todo en tu juicio, pero de momento se ha acabado.
Volvía a empuñar el arma. Estaba lívido y conmocionado, pero tenía el arma.
– No seas idiota, Krantz -le pedí.
– Se acabó.
Pike siguió andando.
Krantz le apuntó, pero temblaba como cuando había apuntado a Sobek.
– Lo digo en serio, Pike. Estás en busca y captura. Estás arrestado y vas a ir a juicio. No voy a dejar que salgas de esta casa.
Cuando Krantz estabilizó la pistola sirviéndose de la otra mano y retiró el percutor, se la arrebaté con la mano buena y le empujé contra la pared.
– ¡Estás interfiriendo en la labor de un agente de la ley! -exclamó Krantz-. Esto es obstrucción a la justicia.
Pike salió por la puerta delantera sin siquiera cerrarla y desapareció.
– Adiós, Joe -me despedí.
Krantz se dejó caer al suelo y se llevó las manos a la cara. Las sirenas iban subiendo por la colina y llegarían muy pronto. Seguramente se cruzarían con Pike en la subida y me pregunté si alguno de ellos se fijaría en el coche conducido por un hombre ensangrentado. Probablemente no.
– No deberías haber hecho eso, Cole. Le has ayudado a huir de la justicia. Voy a tener que arrestarte. Esto va a costarte la licencia.
Asentí.
– No le has ayudado en nada, imbécil. Se va a desangrar. Se va a morir.
Se oyeron las sirenas.
De los dos tiros que Sobek había descargado contra Jerome Williams, sólo uno le había alcanzado, en una arteria del muslo. Sobreviviría. En cambio mi herida era algo más complicada. La bala me había rasgado el exterior del pectoral derecho, había perforado la tercera costilla lateral y salido por el músculo dorsal derecho. Uno de los cirujanos residentes del hospital echó un vistazo a la herida.
– Hmm.
Cuando los médicos dicen eso es como para preocuparse.
– Puedo limpiarlo, pero va a tener que entrar en el quirófano para reconstruir el grupo muscular. El tendón pectoral está parcialmente rasgado, y hay que reparar la cara anterior de la cápsula articular.
– ¿Cuánto llevará todo eso?
– Cuatro horas como mucho.
– No me refiero a la operación sino a cuánto tiempo voy a tener que quedarme aquí.
– Tres días.
– Ni hablar.
– Sólo quería que lo supiera. De todos modos tengo que anestesiarle para ocuparme de esto ahora.
– Póngame anestesia local. Ni por un momento voy a dejar que me duerman.
Quería estar despierto para enterarme de qué pasaba con Pike. Me imaginaba que iban a encontrarlo desangrado en una cuneta. Quería estar despierto cuando llegaran noticias para poder ir a su lado.
– Con anestesia local va a sentir unos dolores de mil demonios.
– Pues imagínese que es mi dentista y métame una buena inyección, joder.
No me metió una, sino dos mil, y luego limpió la herida y me dio puntos en los músculos y en la piel. Me dolió más de lo que me había dicho, pero puede que no fuera sólo el hombro.
– Voy a recetarle Percocet para el dolor -me dijo cuando hubo terminado-. Va a necesitarlo. Cuando se le pase el efecto de la anestesia, le dolerá aún más. Esto es muy fuerte, así que vaya con cuidado y tómese sólo lo que le pongo aquí. Mañana tiene que ir a ver su médico de cabecera.
– Mañana estaré en la cárcel.
Suspiró resignadamente y me dio la receta.
– Tómese el doble.
Para cerrar la herida necesitó treinta y dos puntos.
Krantz me arrestó oficialmente en la sala de urgencias del hospital de Palm Springs mientras operaban a Williams. Stan Watts, que también estaba presente, se quedó quieto y callado sin reflejar ninguna expresión en el rostro mientras Krantz me leía mis derechos.
– Stan, voy a mandarle al hospital de la Universidad del Sur de California para que le echen un vistazo. A lo mejor quieren ficharle allí, en la zona de la penitenciaría, y que pase la noche. Quiero que estés presente cuando lo vean. Si le dan el alta, llévale a Parker para que le fichemos. Ya me encargaré yo personalmente cuando vuelva.
Watts se limitó a mirarme fijamente con sus ojos inexpresivos, sin hacer ningún comentario, pero cuando Krantz se fue a hablar con la prensa, Watts me dijo:
– Me he tirado todo el camino intentando decidir si debía culparte por lo de Dolan o no.
– Tranquilo, ya me he dedicado a eso yo mismo.
– Sí, supongo que sí, pero hacía más de diez años que la conocía y sé cómo era. Cuando ha recibido los disparos he visto cómo has entrado. No sabías qué había dentro, pero has entrado. Y también he visto cómo la tapabas con la chaqueta.
Se quedó allí durante unos instantes como si no supiera qué más decir y después me tendió la mano. Le di la izquierda.
– ¿Se sabe algo de Pike? -pregunté.
– Todavía no. Según Krantz, estaba muy mal herido.
– Sí. Mucho. ¿Habéis acabado el registro del garaje de Sobek?
– Casi todo. Ahora están en ello los de la SID.
– ¿Habéis visto algo que exonere a Pike?
Watts negó con la cabeza.
Pensé en la receta de Percocet, en si serviría para aliviar aquel tipo de dolor.
– Venga, que te llevo.
– Krantz ha dicho que había llamado a un coche patrulla.
– A la mierda el coche patrulla. Puedes venirte conmigo.
No intercambiamos ni diez palabras entre Palm Springs y Los Ángeles, hasta que nos acercamos a la salida del Centro Médico del Condado de Los Ángeles Universidad del Sur de California, adonde Krantz le había ordenado que me llevara.
– ¿Dónde tienes el coche?
– En casa de Dolan.
– ¿Puedes conducir con el brazo así?
– Puedo.
Pasó de largo la salida sin una palabra y me llevó a casa de Dolan. Entramos con el coche en el camino de acceso y nos quedamos allí parados, mirando la casa. Alguien tenía que ir hasta el garaje de Sobek a recoger su BMW. Alguien tenía que llevarlo a su sitio.
– Esta noche no te voy a fichar, pero tienes que presentarte mañana.
– Krantz va a cabrearse.
– Ya me ocupo yo de él. ¿Vas a ir o tendré que ir a buscarte?
– Iré.
Se encogió de hombros, como si no hubiera esperado otra cosa.
– Seguro que tiene una buena botella de tequila por ahí dentro -aventuró-. ¿Qué te parece si echamos un brindis por ella?
– Vale, me parece bien.
Dolan tenía una llave de repuesto debajo de una maceta del jardín trasero. No le pregunté a Watts cómo lo sabía. Una vez dentro, también sabía adonde ir a buscar el tequila.
Era la casa más silenciosa del mundo, como si algo se hubiera evaporado al morir ella. Quizás había sido así. Nos sentamos y bebimos, y al cabo de un rato Stan Watts se metió en el dormitorio. Estuvo allí bastante rato y cuando salió llevaba una cajita de ónix. Se sentó con ella en el regazo y siguió bebiendo. Cuando ya había tomado suficiente abrió la caja y sacó un corazoncito azul. Se lo metió en el bolsillo de la americana, enterró la cara entre las manos y se echó a llorar como un bebé.
Me quedé con él durante casi una hora. No le pregunté por el corazón ni por la cajita, pero lloré con y por él, y también por Dolan. Y por Pike y por mí, porque mi vida estaba haciéndose añicos.
El corazón es algo por lo que merece la pena llorar, aunque sea de ónice.
Al cabo de un rato llamé a mi contestador desde el teléfono de Dolan. Joe no había llamado, ni Lucy tampoco. Ya se había hecho pública la noticia de la identificación de Laurence Sobek y de lo sucedido en Palm Springs, y tenía la esperanza de que Lucy hubiera dicho algo.
Pensé en llamarla yo, pero no lo hice. No sé por qué. Era capaz de liarme a tiros con Sobek, pero llamar a la mujer que amaba era superior a mis fuerzas.
En lugar de eso, entré en la cocina de Dolan a buscar la fotografía que me había hecho en Forest Lawn. Me quedé mucho rato mirándola y después me la metí en el bolsillo. Estaba allí a la vista pegada en la nevera, pero tenía la esperanza de que Watts no la hubiera visto. Quería que fuera algo entre Samantha y yo, y al mismo tiempo que no se entrometiera entre Watts y ella.
Volví al salón y dije que tenía que irme, pero Watts no me oyó o no le pareció que hiciera falta contestar. Estaba en algún lugar en lo más profundo de su ser, o quizás en aquel corazoncito azul. En cierto modo supongo que estaba con Dolan.
Le dejé así, me fui a la farmacia a buscar lo que me habían recetado y después a casa con ganas de tener también yo un corazoncito azul, un corazón secreto en el que, si miraba bien, encontraría a la gente que quería.
Aquella noche la casa me pareció un lugar enorme y vacío. Llamé a los empleados de Joe, pero no habían sabido nada de él y estaban muy inquietos por la noticia. Fui nerviosamente de un lado a otro para reunir el coraje necesario para llamar a Lucy, pero pensando en Samantha Dolan. No hacía más que imaginármela aquella mañana mientras me decía que iba a seguir yendo tras de mí, que siempre conseguía lo que quería y que iba a lograr que la quisiera. Pero estaba muerta y jamás podría confesarle que ya lo había conseguido.
Sentía un dolor tan agudo en el hombro que me parecía imposible. Me tomé un Percocet, me lavé las manos y la cara y llamé a Lucy. Hasta marcar el número me causaba dolores.
A la tercera llamada contestó Ben, que bajó la voz al darse cuenta de que era yo.
– Mamá está muy enfadada.
– Ya lo sé. ¿Crees que querrá hablar conmigo?
– ¿Seguro que quieres que se ponga?
– Seguro.
Esperé a que llegara hasta el teléfono, pensando en lo que iba a decirle y cómo. Cuando se puso noté su voz más distante de lo que esperaba.
– Se ve que tenías razón -dijo.
– ¿Te has enterado de lo de Joe?
– Ha llamado el teniente Krantz. Me ha dicho que Joe se había marchado herido.
– Sí. He apartado el arma de Krantz para que Joe pudiera irse. Oficialmente, estoy detenido. Mañana tengo que ir a Parker Center y entregarme.
– Eso es lo que se llama secundar la comisión de un delito.
Me sentía mezquino e idiota y tenía náuseas. Me dolía todo el costado derecho.
– Pues sí, Lucy. Le he quitado el arma a Krantz. He interferido. He cometido un delito grave y cuando me condenen me quitarán la licencia, y ya está. Encontraré trabajo de guardaespaldas en alguna agencia o quizá pueda volverme a alistar en el ejército. Ya me espabilaré.
– ¿No vas a contarme que te han pegado un tiro? -me preguntó con una voz más suave.
– ¿Te lo ha dicho Krantz?
– Oh, Elvis.
Parecía cansada. Colgó sin más.
Me quedé junto al teléfono durante un rato, pensando en que debería volver a llamarla, pero no lo hice.
Al final, el gato entró en casa y se dirigió hacia la cocina, olisqueando con hambre. Abrí una lata de atún Bumble Bee y me senté con él en el suelo. El Bumble Bee es su preferido. Le dio dos lengüetazos y después se puso a olerme el hombro.
Me lamió los vendajes y le dejé.
En el mundo no es que sobre el amor, y no es buena idea rechazar el que te ofrecen.
A la mañana siguiente, Charlie me llevó a Parker Center, donde Krantz y Stan Watts me acompañaron mientras me fichaban. Ninguno de los dos mencionó que yo había pasado la noche en casa. A lo mejor lo habían hablado entre ellos.
Aquella tarde comparecí ante el juez, fijaron la fecha del juicio en el Tribunal Superior y me dejaron libre sin fianza. No pude concentrarme mucho en los trámites; estaba pensando en Joe.
Paulette Renfro y Evelyn Wozniak se acercaron desde Palm Springs para la comparecencia. Después se sentaron con Charlie y conmigo para comentar lo que había sucedido entre Krantz y yo. Ambas se ofrecieron a mentir por mí, pero me negué. Charlie escuchó su versión de los hechos, que coincidía con la mía. Cuando terminamos, Charlie se reclinó y me dijo:
– Estás jodido.
– Por eso me caes tan bien, Charlie, porque eres todo alegrías.
– Si quieres que te asesore como abogado, acepta su ofrecimiento y deja que mientan. Podemos montarnos una buena historia y entonces seréis los tres contra Krantz en el juicio. Y saldrás de rositas.
– No quiero hacer las cosas así, Charlie.
– ¿Por qué no?
Charlie es increíble.
Más tarde habló con la fiscal que llevaba el caso, que era bastante joven. Se llamaba Gilstrap, acababa de salir de la Facultad de Derecho de la Universidad del Sur de California y quería ser gobernadora. Volvió y me dijo que si me declaraba culpable de la acusación de interferir en la actividad de un agente de policía, retirarían el cargo de obstrucción a la justicia. Si lo aceptaba, me pondrían en libertad condicional y no tendría que ir a la cárcel.
– Pero eso es reconocer que he cometido un delito, Charlie. Me quitarán la licencia.
– Si no transiges, vas a perder la licencia de todos modos. Y además te caerán dieciocho meses.
Acepté el trato y me convertí en un criminal convicto.
Al día siguiente fui al hospital a que me reconstruyeran el hombro. Tardaron tres horas, no cuatro, pero me dejaron metido en una escayola que me mantenía el brazo separado del cuerpo como si tuviera el hombro dislocado. El médico dijo que si la bala de Sobek hubiera entrado un centímetro más a la izquierda, habría partido el nervio que controlaba el grupo muscular de la mano y el antebrazo. Entonces me habrían quedado como un macarrón recocido.
Sólo de pensarlo me sentía mejor con la escayola.
Aquella noche Lucy me llevó flores.
Pasó los dedos por la escayola y me dio un beso en el hombro. Ya no parecía tan enfadada. En sus ojos vi una bondad que me asustó más que Laurence Sobek, o que el disparo que había recibido, o que la pérdida de la licencia.
– ¿Hemos terminado?
Me miro durante un buen rato antes de contestar.
– No lo sé. Algo ha cambiado.
– Vale.
– Vamos a ser sinceros: este trabajo era una excusa para venir a Los Ángeles. Si he venido es porque te quiero. He cambiado mi vida para estar contigo, pero también porque quería cambiar. No me prometiste nada ni tenía expectativas sobre nuestro futuro, ni siquiera sabía si iba a funcionar. Cuando nos conocimos ya sabía a qué te dedicabas y lo que eso significa para ti.
– Te quiero.
No sabía qué otra cosa decir.
– Lo sé, pero ya no confío en ese amor tanto como antes.
– Lo comprendo.
– No lo digas de ese modo.
– No podía hacer otra cosa, Lucy. Joe me necesitaba. Y me sigue necesitando si no está muerto. Y voy a ayudarle.
– Estás enfadado.
– Sí. Estoy enfadado.
No hablamos mucho más, y al cabo de un rato se marchó. Me quedé pensando si volvería a verla o a sentir lo mismo por ella, o ella por mí, y el simple hecho de pensar tal cosa me parecía increíble.
Hay días que es mejor no levantarse.
A la mañana siguiente, Abbot Montoya entró en mi habitación empujando la silla de Frank García, que estaba macilento y avejentado. Sin embargo, me agarró la pierna para saludarme y vi que tenía fuerza. Me preguntó por el brazo y por Joe, pero al cabo de un rato empezó a distraerse y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Acabasteis con ese hijo de puta.
– Fue Joe.
– Joe y tú, y la mujer que fue a mi casa.
– Se llamaba Samantha Dolan.
Frunció el entrecejo, preocupado.
– ¿No se ha sabido nada de Joe?
– Aún no, Frank.
– Si necesitas cualquier cosa, me lo dices. Abogados, médicos, me da igual. Legal, ilegal, no importa. Ahora te debo mucho. Si puedo hacer cualquier cosa, la haré.
Empezó a sollozar y me sentí violento.
– No me debes nada, Frank.
Me apretó la pierna con tanta fuerza que pensé que iba a romperme el hueso.
– Todo lo que tengo es tuyo. Ni tienes que comprenderlo, ni tampoco que comprenderme a mí. Pero que sepas que eso es lo que hay.
Pensé en Rusty Swetaggen y lo comprendí.
Cuando ya se iban, Abbot Montoya volvió sobre sus pasos y entró en la habitación.
– Frank lo dice en serio.
– Lo entiendo.
– No. No, lo entiendes, pero lo entenderás. Y yo también lo digo en serio. Estamos a tu disposición, Elvis. Para siempre. Esto es un pacto de sangre. Puede que no estemos demasiado lejos de la Valla Blanca, aunque hayan pasado tantos años.
Cuando se fue, me quedé mirando el techo.
«Estos latinos…»
Al cabo de un rato, cuando Charlie Bauman estaba llenándome de humo la habitación, pasaron a verme Branford, Krantz y Stan Watts.
Krantz se quedó al pie de la cama con las manos en los bolsillos.
– Unos chicos han encontrado el coche de Pike delante de Twentynine Palms -me contó.
Era un sitio árido y escarpado al noreste de Palm Springs, donde los marines tenían su Centro de Combate de Tierra. Charlie se puso en pie al oírlo.
– ¿Estaba Pike dentro? -pregunté.
Branford me miró la escayola.
– No, sólo había mucha sangre. El asiento delantero estaba todo empapado. Hemos mandado a los de la oficina del sheriff a hacer un barrido de la zona.
Me miraban como si yo le hubiera ayudado a aparcarlo.
– No seguirás con la idea de acusar a Pike por esa historia de Dersh, ¿verdad, Branford? -preguntó Bauman.
El fiscal se lo quedó mirando.
– ¡Por el amor de Dios!
– Krantz, tú sabes que no es verdad -intervine-. Ya viste cómo iba vestido Sobek, igualito que Pike. La vieja lo vio a él.
Krantz me aguantó la mirada.
– Yo de eso no sé nada, Cole. La señora Kimmell vio tatuajes de flechas. Sobek no tenía ninguno.
– Eso quiere decir que se los pintó y luego se los quitó.
– Te oí preguntarle a Sobek si se había cargado a Dersh. Y también oí que lo negaba.
Charlie hizo un gesto con el cigarrillo, molesto.
– ¿Qué querías, una confesión firmada? ¿A qué viene todo esto?
– Quiero hechos. No nos hemos quedado de brazos cruzados, Bauman. Hemos pasado por el sistema todo lo que dijo Pike sobre su coartada, y los resultados han sido justo los que esperaba: una trola. No hay ninguna furgoneta negra, ni ninguna Trudy, ni ningún Matt. Hemos hecho una rueda de reconocimiento de seis fotografías con Amanda Kimmel, una de ellas la de Sobek, y la señora sigue reconociendo a Pike.
– Tenemos el arma del crimen, las pruebas técnicas y el móvil -continuó Branford-. Todo eso apunta a Pike.
– La declaración de Pike no era ningún secreto -replicó Charlie-. Sobek pudo haber tirado el arma desde el embarcadero para que coincidiera con la historia de Pike. Si Sobek no mató a Dersh, ¿por qué fue asesinado Jesús Lorenzo pocas horas después? ¿Eso os parece una casualidad?
– Lo que a mí me parece es que no puedo preguntárselo a Sobek porque está muerto. Mira, Pike le salvó la vida a Krantz, y a esas dos mujeres, pero no puedo olvidarme de lo de Dersh porque le debemos una. Si me dais alguna prueba de que no lo hizo él, o de que lo hizo Sobek, cerramos el caso.
Charlie Bauman hizo un gesto de indiferencia con el cigarrillo, como si no creyera a Branford ni remotamente, y después se dirigió a Krantz:
– Vamos a ver una cosa, teniente. ¿De verdad apuntó con el arma a Pike justo después de que le salvara?
– Sí, es verdad.
– ¿Aunque acababa de salvarle la vida?
– Asesinó a Eugene Dersh y va a tener que pagar por ello. Mis sentimientos no tienen nada que ver.
– Bueno, al menos tiene sentimientos…
Apenas se dijo nada más después de aquello, y al poco rato se fueron todos menos Watts.
– Esta mañana hemos enterrado a Samantha -me contó-. Han ido más de mil agentes. Ha sido muy bonito.
– Seguro que sí.
– Si nos enteramos de algo sobre Pike, te avisaré.
– Gracias, Stan. Te lo agradezco.
Después de pensarlo me di cuenta de que Stan Watts había acudido aquel día con Krantz y Branford únicamente para contarme que habían ido más de mil agentes a despedir a Samantha Dolan.
No me pareció que hubiera ido por ningún otro motivo.
Sentí ganas de haber estado allí con todos ellos para decirle adiós.
Al día siguiente me fui del hospital.
Los médicos montaron un número, pero no soportaba estar allí tumbado en la cama mientras Joe seguía sin aparecer. Tenía la esperanza de que siguiera vivo y pensaba que si alguien podía sobrevivir a todo aquello era él, pero también sabía que si se había metido por los barrancos y cañones del desierto podrían pasar años antes de que descubrieran su cadáver.
Me tomé un montón de analgésicos, pero ni aun así podía conducir con la escayola, de modo que me fui hasta el desierto en taxi. Volví a casa de Paulette, después me dirigí a Twentynine Palms e intenté imaginarme qué podría haber estado pensando Joe y adonde podría haber ido, pero no lo conseguí.
Pregunté en todos los hoteles y gasolineras de la zona y me metí tantos Percocets en el cuerpo que vomité dos veces.
Al día siguiente volví al desierto, y al otro, pero no encontré ni un solo rastro. Me gasté ochocientos dólares en taxis.
Quizá si fuera mejor detective habría encontrado alguna pista, o su cadáver, pero, pensándolo mejor, eso era imposible si Joe seguía vivo y cubría sus pasos.
Decirme aquello era mejor que pensar que estaría muerto.
Cuando no me encontraba en el desierto me dedicaba a rondar por Santa Mónica, recorriendo la ruta de Joe tanto de día como de noche, hablando con conserjes y surferos, con pandillas callejeras y con culturistas, con personal de mantenimiento y con la gente de los puestos de comida, y con los ejércitos infinitos de gente de la calle. Recorrí la ruta por la noche tantas veces que las putas que trabajaban en Ocean Avenue me llevaban tartas caseras y café de Starbucks. A lo mejor era por la escayola. Todas querían firmar.
Los amigos que tenía en el FBI y el Departamento de Vehículos de Motor volvieron a buscar furgonetas negras y a Trudy y a Matt, e incluso conseguí que les pidieran a amigos suyos en otros estados que hicieran lo mismo. No conseguimos nada, y al cabo de un tiempo dejaron de ponerse al teléfono. Nuestra amistad debía de tener sus límites.
Ocho días después de salir del hospital llamé a Stan Watts.
– ¿Se sabe algo de Joe?
– Aún no.
– ¿Los de la SID han terminado con el garaje de Sobek?
Watts suspiró.
– No te rindes nunca, ¿eh, tío?
– Ni después de muerto.
– Han terminado, y no creo que te guste mucho lo que han encontrado. Han mandado a un chaval muy espabilado que se llama Chen y que ha relacionado a Sobek con todas las víctimas menos con Dersh. Lo siento.
– A lo mejor se ha dejado algo.
– Ese chico es muy bueno, Cole. Ha mirado el garaje con láser para buscar fibras que pudieran no ser de Sobek, pero no ha encontrado nada. Ha repasado de arriba abajo las casas de Dersh y de Sobek, y ha hecho cromatografías, pero nada de nada. Yo también tenía la esperanza de que encontrara algo que relacionara a Sobek con Dersh, pero no hay nada.
Chen era el que había hecho el informe sobre Lake Hollywood. Me había quedado muy impresionado al leerlo.
– ¿Crees que podrías enviarme esos nuevos informes?
– Joder, deben de ser más de doscientas páginas.
– Sólo lo que haya hecho en casa de Dersh y en el garaje de Sobek. No necesito lo demás.
– ¿Tienes fax?
– Sí.
Le di el número.
– ¿De verdad has ido varias veces al desierto en taxi?
– ¿Cómo te has enterado?
– ¿Sabes una cosa, Cole? Dolan y tú estabais hechos de la misma pasta. No me extraña que le gustaras.
Y entonces colgó.
Mientras esperaba el fax releí el informe de Chen sobre Lake Hollywood y otra vez me quedé impresionado por lo detallado que era. Cuando terminé ya habían llegado los nuevos informes, que me parecieron exhaustivos. Chen había recogido más de cien muestras distintas de fibras y tierra de la casa y el jardín de Dersh, y las había comparado con las tomadas del apartamento, la ropa, el calzado y el coche de Sobek, pero no había encontrado nada que los vinculara. Tampoco había ninguna prueba que relacionara a Dersh con Joe Pike, pero eso no parecía que le importara a Krantz.
Me leí el segundo informe dos veces, pero al terminar la segunda lectura me sentí como si estuviera perdiendo el tiempo: pasaba páginas y páginas y no aparecían nuevas pruebas, y las conclusiones de Chen eran siempre las mismas. Estaba pensando que sería mejor dedicar el tiempo a buscar a Trudy o a volver al desierto cuando me di cuenta de que había algo distinto entre el trabajo que había hecho Chen en Lake Hollywood y en la casa de Dersh.
Había leído aquellos informes con la esperanza de encontrar algo que exculpara a Pike, pero quizá lo que buscaba no estaba en el informe. Quizá no lo había incluido.
Llamé a la sede de la SID y pregunté por John Chen.
– ¿Puede decirme de qué se trata? -me preguntó la mujer que se puso al teléfono.
Seguía pensando en lo que no decía el informe cuando contesté.
– Dígale que se trata de Joe Pike.
El nuevo John Chen, mejor que nunca
John Chen había pedido en leasing el Porsche Boxster (el coche que le iba a servir para echar tantos polvos) el mismo día que le habían ascendido por su extraordinaria actuación en el homicidio de Karen García. Había decidido que uno podía aceptar el mísero puesto que le había tocado ocupar en la vida (aunque, como en su caso, pareciera predestinado a él) o luchar contra lo establecido, lo cual era posible si se tenían cojones para pasar a la acción. Ése era el nuevo John Chen, mejor que nunca, que se había redefinido con el lema: «Si puedo llevármelo, es que es mío».
Primero el Porsche, luego ya vendrían las tías.
Además de echarle el ojo al Boxster, se lo había echado a Teresa Wu, una graduada en microbiología por la UCLA que trabaja de ayudante a media jornada en la SID. Teresa tenía el pelo negro y reluciente, la piel del color de la mantequilla caliente y unas gafas rojas de profesora que a John le parecían la cosa más sexy del mundo.
Animado todavía por los elogios que había cosechado con su trabajo en Lake Hollywood, John había vuelto a la oficina, se había encargado de que todo el mundo se enterase de lo del Boxster y le había pedido una cita a Teresa Wu.
Había sido la primera vez que le pedía salir con él, y sólo la segunda conversación que habían tenido. Era la tercera vez que había reunido el valor de pedirle a alguien una cita.
Teresa Wu le había mirado con aire escrutador por encima de las gafas rojas, había puesto los ojos en blanco como si acabara de pedirle que le diera un mordisco a un bocadillo de mocos y le había contestado:
– Ni de coña, John.
Qué puta.
Aquello había pasado una semana antes, pero en la nueva filosofía vital de John había otro lema: «El que no se atreve no folla». Se había pasado los siete días siguientes reuniendo el valor suficiente para volver a pedírselo, y estaba a punto de hacerlo cuando le llamó un tal Elvis Cole, que quería hablar con él.
John colgó fastidiado después de hablar con Cole, porque Teresa ya se había ido a la universidad. La llamada no sólo le había hecho perder la oportunidad de pedirle una cita a Teresa Wu, sino que además Cole había dado a entender que Chen había pasado algo por alto en la escena del crimen, lo cual no le hacía ninguna gracia. Y aún le hacía menos gracia haberse dejado convencer a fuerza de insistencia para ir a verle en casa de Dersh. Aun así, le intrigaba lo que pudiera decirle Cole; al fin y al cabo, si conseguía descubrir algo en el caso de Dersh que apareciera en las noticias, quizá Teresa Wu cambiara de opinión y saliera con él. ¿Cómo iba a rechazar a un tío que tenía un Boxster y que encima salía en la portada de Los Ángeles Times?
Cuarenta minutos después, John Chen dejó el Porsche ante la casa de Dersh junto a un taxi verdiblanco. Ya se había retirado de la puerta la cinta de la policía y la casa no estaba vigilada como escena de un crimen. Sólo era un cebo para los morbosos.
Cuando Chen bajó del Boxster, un hombre con el hombro metido en una escayola que le separaba el brazo del cuerpo salió del taxi. Parecía un camarero.
– Señor Chen, soy Elvis Cole -le dijo.
Menudo nombre más idiota. Elvis.
Chen estudió a Cole con resentimiento, pensando que seguramente quería que falsificara o colocara pruebas.
– ¿Es usted el compañero de Pike?
– Sí. Gracias por venir.
Cole le tendió la mano buena. No era tan corpulento como Pike, pero también apretaba demasiado. Seguro que era otra rata de gimnasio con demasiados cromosomas y que jugaba a ser detective privado para poder darse el gusto de intimidar a la gente. Chen le dio la mano rápidamente y se apartó, pensando que a lo mejor Cole era peligroso.
– No tengo demasiado tiempo, señor Cole. Hace cinco minutos que tenía que estar en la oficina.
– No tardaremos mucho.
Cole tomó sin esperar el callejón que discurría junto a la casa de Dersh, y Chen le siguió sin saber muy bien por qué. No le hacía gracia: los tíos con cojones son los que abren camino, no los que siguen a los demás.
– Cuando revisó la zona de Lake Hollywood, siguió las huellas del asesino hasta un camino y descubrió dónde había aparcado el coche -recordó Cole.
Chen entornó los ojos. Aquello le dio mala espina, pero el que había seguido las huellas había sido Pike. Chen se había limitado a seguirle. Naturalmente, eso no lo había mencionado en el informe.
– ¿Y?
– En el informe de Dersh no consta el vehículo del asesino. Me preguntaba si lo habría buscado.
Chen sintió una ola de alivio y a la vez de irritación. Ésa era la gran idea de aquel tío, por eso quería verle. Le contestó con determinación, para que se enterase de que él no era ningún gilipollas ni podían tratarle como si fuera el empollón de la clase.
– Pues claro que lo busqué. La señora Kimmel oyó cómo se cerraba de golpe la puerta del coche delante de la casa de su vecino. Miré en el asfalto y en el bordillo justo allí y delante de la casa de al lado por si había huellas de neumáticos, pero no había nada.
– ¿Buscó manchas de aceite?
Cole lo preguntó con naturalidad, sin acusarle de nada, y Chen notó que se ponía colorado.
– ¿Qué quiere decir?
– En el informe de Lake Hollywood se mencionan manchas de aceite que encontró usted allí, tomó muestras y lo identificó.
– Penzoil 10-40.
– Si el coche del asesino goteaba en el lago, seguramente también goteaba aquí. Si encontramos esas manchas, a lo mejor puede probar que proceden del mismo vehículo.
Chen se puso aún más rojo. Le ardía la cara y al mismo tiempo sentía una gran emoción. Cole había dado con algo. Chen podía comprobar la marca, los aditivos y la concentración de partículas de carbono para comparar las dos muestras. Si coincidían, el caso Dersh quedaría resuelto y eso le garantizaba la primera plana de los periódicos.
Pero cuando llegaron a la calle su entusiasmo se desvaneció. El asfalto no se había renovado desde los años sesenta y estaba lleno de baches, resultado de la acción del calor infernal de Los Ángeles, y presentaba toda una red de pequeñas grietas causadas por los terremotos. En la zona general en la que le parecía que debía de haber aparcado el asesino, la calzada estaba llena de manchas que podían haber sido cualquier cosa: líquido de la transmisión, de la servodirección o de los frenos, anticongelante, escupitajos de conductores que pasaban por allí o cagadas de pájaro.
– No sé, Cole -dijo-. Han pasado dos semanas; cualquier mancha de aquella noche se ha secado, los coches han pasado por encima y quizás otras sustancias la han contaminado. No vamos a poder encontrar nada.
– No lo sabremos si no miramos, John.
Chen recorrió el borde de la calle, pateando guijarros y frunciendo el entrecejo. Aquella calle de mierda estaba tan llena de manchas que parecía que tuviera el sarampión. Aun así, era una idea interesante, y la recompensa podría ser enorme si salía bien: un polvo con Teresa Wu.
Chen se echó al suelo boca abajo, como si fuera a hacer flexiones, tal y como le había enseñado Pike, y estudió la luz de la superficie del asfalto. Dejó que lo demás se volviera borroso y se concentró sólo en la luz. Así se percató de que algunas manchas brillaban más que otras. Serían más frescas. Se fue hasta el bordillo y se imaginó un coche aparcado allí, un cuatro por cuatro como el de Lake Hollywood. Volvió a tumbarse en el suelo en aquel punto, buscando señales. Un vehículo aparcado durante un rato no habría dejado una sola mancha, sino varias que estarían superpuestas.
– ¿Qué le parece? -preguntó Cole.
John Chen, perdido en su análisis de la calzada, no le oyó.
– ¿John?
– ¿Sí?
– ¿Qué le parece?
– Me parece que es una posibilidad remota.
– ¿Es que hay alguna de otro tipo?
John Chen volvió al Boxster a buscar la caja de recogida de pruebas y se pasó el resto de la tarde tomando muestras y soñando despierto con Teresa Wu.
Veintidós días después de que la oficina del fiscal del distrito de la ciudad de Los Ángeles registrara mi condena, recibí una carta del Tribunal de Licencias del Estado de California en la que revocaba mi licencia de investigador. En la misma carta, la Comisión de Sheriffs de California cancelaba mi licencia de armas. No quedaba nada de la Agencia de Detectives Elvis Cole. No quedaba nada de mi trabajo como investigador privado. Siempre podía montar una plantación de maría.
Dos días más tarde los médicos me quitaron la escayola y empecé la recuperación. Me dolía. Era peor que cualquier dolor físico que hubiera sentido jamás, peor incluso que recibir un disparo, pero el brazo me funcionaba y podía volver a conducir. Y además ya no parecía un camarero.
Me fui a la oficina por primera vez desde lo del desierto, subí los cuatro tramos de escalera y me senté a mi mesa. Llevaba más de diez años en aquella oficina. Conocía a los que trabajaban en la oficina de seguros de delante y había salido con la propietaria de la empresa de cosméticos de al lado. Compraba bocadillos en el puesto que había en el vestíbulo y tenía la cuenta en el banco del mismo edificio. Joe también tenía una oficina allí, pero estaba vacía. Nunca la había utilizado y quizá ya no la utilizaría nunca.
Miré cómo los ojos de Pinocho iban de un lado a otro y dije:
– Supongo que puedo colgarte en la buhardilla.
Sonó el teléfono.
– Agencia de Detectives Elvis Cole -contesté-. Hemos cerrado.
– ¿Cómo que habéis cerrado? -preguntó Frank García.
– Es una broma, Frank. ¿Qué tal te va?
No quería entrar en el asunto.
– ¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué no habéis venido a verme esa chica tan guapa y tú?
– He estado muy ocupado. Ya sabes.
– ¿Cómo se llama la chica, la que trabaja en el Canal 8?
– Lucy Chenier.
– Quiero que vengáis los dos a cenar. Me siento solo y me gusta tener a mis amigos cerca. ¿Qué me dices?
– ¿Te importa si voy yo solo, Frank?
– ¿Pasa algo? Tienes una voz rara.
– Me preocupa Joe.
Frank guardó un rato de silencio. Finalmente dijo:
– Sí, bueno, hay cosas que pueden controlarse y cosas que no. ¿Seguro que estás bien?
– Seguro.
Al principio hablaba con Lucy cada día, pero con el paso del tiempo las llamadas eran cada vez más cortas y menos frecuentes. No me hacían gracia y después de hablar con ella me sentía peor. Para Lucy debía de ser lo mismo.
De vez en cuando me llamaba Stan Watts, o yo a él, pero aún no se sabía nada de Joe. Telefoneé ocho veces a John Chen para saber si había conseguido algo con las pruebas que había hecho, pero nunca se puso ni me devolvió las llamadas. No llegué a comprender el motivo. Me mantuve en contacto con la tienda de Joe y seguí con la búsqueda de la chica misteriosa de la furgoneta negra, pero en el fondo sin esperanzas de encontrarla. Al cabo de un tiempo empecé a sentirme como un extraño en mi propia vida; todo lo real que había habido en ella estaba cambiando.
El miércoles de aquella semana llamé a la casera para informarle de que dejaba la oficina. La Agencia de Detectives Elvis Cole había cerrado. Mi socio, mi novia y también mi empresa habían desaparecido y yo era incapaz de sentir nada. Quizá también me había desvanecido yo al perder la licencia y por eso no sentía nada. Pensé que quizás habría algún trabajo para mí en Disneylandia.
El jueves aparqué ante la casa de Frank García y llamé a la puerta, confiando en una buena cena. Abrió Abbot Montoya, lo cual me sorprendió.
– Frank y yo teníamos un asuntillo que arreglar -me explicó-, y también me ha invitado. Espero que no te importe.
– Sabes perfectamente que no.
Me acompañó hasta el salón, donde Frank estaba en su silla.
– Hola, Frank.
No me contestó. Se quedó allí en silencio un momento, sonriendo con un afecto que me llegó hasta el fondo del corazón.
– A ver, ¿por qué tengo que enterarme por otra gente? -me preguntó.
– ¿A qué te refieres?
– Lo de que habías cerrado no era una broma. Te han quitado la licencia.
– No hay nada que comentar, Frank. ¿Cómo te has enterado?
– Esa chica tan mona, la señorita Chenier. Me ha llamado para contármelo.
– ¿Te ha llamado Lucy? -pregunté sorprendido.
– Me ha explicado la situación. Dice que la has perdido por ayudar a Joe a escapar.
Me encogí de hombros y le repetí sus propias palabras:
– Hay cosas que pueden controlarse y otras que no.
No me sentía cómodo hablando de aquello y prefería evitarlo.
Frank García me entregó un sobre. Se lo devolví sin abrirlo.
– Ya te lo he dicho. No me debes un centavo.
– No es dinero. Ábrelo.
Lo abrí.
En el interior había una licencia de investigador privado del estado de California a mi nombre, junto con otra que me permitía llevar un arma oculta. También había una carta breve y lacónica de un director del tribunal en la que se disculpaba por las molestias que pudiera haberme ocasionado la pérdida temporal de mis licencias.
Miré a Frank y luego a Abbot Montoya. Y después otra vez la licencia.
– Pero soy un criminal convicto. Es la ley del estado.
Entonces en los ojos de Montoya apareció un resplandor de orgullo y me di cuenta de la fuerza y el poder que habían sido necesarios para conseguir aquello. Y me pareció que quizá tenía razón, que quizá Frank y él no eran tan diferentes de los jóvenes de la banda de la Valla Blanca que habían sido.
– Tenemos tu corazón y tú el nuestro. Para siempre -aseguró.
Frank me agarró del brazo con la misma fuerza que otras veces.
– ¿Sabes lo que quiere decir eso, amigo mío?
No fui capaz de responder, sólo de negar con la cabeza.
– Quiere decir que te queremos.
Asentí.
– Y esa chica tan guapa también te quiere.
Entonces me eché a llorar sin poder contenerme, no por lo que tenía, sino por lo que había dejado de tener.
Dos días después, mientras colgaba una copia enmarcada de mi nueva licencia en la oficina, sonó el teléfono. Al principio pensé que serían John Chen o Stan Watts, pero no era ni uno ni otro.
– ¿Sabes quién soy? -preguntó uno de los empleados de la armería de Joe.
El corazón me dio un vuelco y noté que me bajaba un sudor frío por el pecho y la espalda.
– ¿Es por lo de Joe?
– ¿Has estado alguna vez en la antigua base de control de misiles que hay encima de Encino, una que han convertido en parque? Te gustará la vista.
– ¿Joe está bien? ¿Habéis sabido algo de él?
– Qué va. Joe debe de estar muerto. Se me ha ocurrido que podríamos vernos en el parque y quizá brindar por un viejo amigo.
– Claro. Cómo no.
– Ya te volveré a llamar. Lleva unas latas de cerveza.
– Cuando quieras.
– Cuanto antes.
Y colgó.
Cerré la oficina con llave y conduje impaciente hacia el oeste, cruzando la ciudad, para subir por Mulholland.
Era una mañana de viernes clara y hermosa. Había pasado la hora de más tráfico, así que conduje deprisa, pero pensé que habría llegado pronto aunque las calles hubieran estado repletas. Tenia que ser Joe, o alguien con noticias de Joe, y conduje sin pensar ni sentir, quizá porque tenía miedo de que las noticias fueran malas. A veces a uno sólo le queda seguir negando la realidad.
El estado había construido una base de control de misiles en lo alto de las montañas de Santa Mónica durante los años de la guerra fría. Por aquella época era un centro de radar ultrasecreto dedicado a localizar aviones soviéticos que fueran a atacar Los Ángeles con bombas nucleares. Desde entonces se había convertido en un parquecito precioso que no conocía casi nadie, únicamente algunos ciclistas y excursionistas, que iban los fines de semana.
Había una furgoneta de la empresa de tortillas de maíz de García aparcada junto a la carretera. Dejé el coche detrás, me fui corriendo hacia el parque y subí por las escaleras metálicas cubiertas hasta lo alto de la torre de observación, que en su tiempo había sido una enorme cúpula de radar. Desde allí se veía el mar al sur y el valle de San Fernando al norte.
Joe Pike me estaba esperando en la plataforma.
Se puso rígido, aunque no lo abracé con demasiada fuerza. Nunca lo había visto tan pálido y delgado, aunque la camisa blanca de panadero de García le hacía parecer un poco moreno.
– Sí que has tardado en llamar, joder. No puedes imaginarte lo preocupado que me tenías.
– Estaba en México, recuperándome.
– ¿Has ido a un hospital?
Torció el gesto.
– No exactamente. ¿Qué tal el brazo?
– Agarrotado, pero bien. Me preocupas más tú. ¿Necesitas algo?
– Necesito encontrar a Trudy.
– La he estado buscando.
Le conté lo que me había dicho Watts y lo que habían confirmado mis propias pesquisas. En el sistema no había nada de nada sobre una furgoneta negra ni sobre Trudy ni Matt. También le confesé que no tenía ninguna pista.
– Quizá deberías volver al sur -dije-. Tarde o temprano encontraré un indicio que lleve a algo.
– No me voy a ir a México a esconderme, Elvis -replicó moviendo la cabeza de un lado a otro-. Voy a vivir aquí, sea como sea.
– No digo que te vayas para esconderte. Vete para seguir libre. Vivir aquí es un riesgo demasiado grande.
– Estoy dispuesto a correrlo.
– ¿Y a volver a la cárcel?
Hizo una mueca espantosa con los labios.
– No voy a volver jamás a la cárcel.
Entonces miró algo a mi espalda y se puso tan rígido que sentí un hormigueo en la piel.
– Nos siguen.
Un sedán azul de inspector de policía y un coche patrulla se pararon discretamente junto a la furgoneta de García. Un segundo coche patrulla llegó a toda pastilla por el otro lado y se detuvo en el centro de la calzada. No nos quedamos a ver quiénes eran ni qué querían.
Pike se agachó de inmediato y bajó por la escalera de caracol metálica. Yo le seguía a corta distancia. Si conseguíamos alejarnos de la torre de observación estaríamos a salvo, porque el parque daba a una gran extensión de montañas sin urbanizar que por el sur llegaban hasta Sunset Boulevard y por el oeste hasta el mar. Si Pike podía meterse entre los árboles, era imposible que la policía le siguiera sin perros o helicópteros.
– Hay un sendero que va hacia el sur por las montañas hasta una zona de parcelas, por encima de Sunset Strip -dijo mientras bajábamos a toda prisa las escaleras.
– Lo conozco.
– Si bajas por allí te recojo más adelante.
Hacíamos planes en vano, porque al llegar al pie de las escaleras nos esperaban Harvey Krantz y dos agentes de los SWAT con M16.
Los SWAT apuntaban a Joe Pike como si fuera una cobra a punto de atacar. Se habían colocado a los lados para disparar fuego cruzado, y sus rifles negros apuntaban perfectamente al pecho de Pike incluso a tres metros de distancia. Detrás de ellos, un policía gritaba nuestra situación a los que estaban en la carretera.
Krantz no llevaba arma, pero tenía los ojos clavados en Pike como si estuviera mirándole por el objetivo. Creía que iba a empezar a leernos nuestros derechos o a decirnos que estábamos arrestados, o incluso a regodearse con su éxito, pero no.
– Adelante, Pike. Ábrete paso a tiros y puede que consigas escapar.
Los SWAT se pusieron tensos.
Pike dejó todo el peso sobre la parte anterior de las plantas de los pies, con las manos separadas del cuerpo, relajado como si estuviera en un jardín de piedras zen. Debía de llevar un arma en algún sitio, y estaría pensando si iba a poder sacarla y disparar antes que los SWAT. O quizá no estaba pensando absolutamente en nada e iba a actuar de improviso.
Krantz dio un paso al frente y extendió los brazos.
– Yo no llevo arma, Pike.
Miré a uno y a otro y en aquel momento me di cuenta de que aquello era algo más que una detención. Los SWAT se miraron sin saber muy bien qué hacer, pero no bajaron los fusiles.
– ¿Qué te pasa, Krantz? -pregunté, alzando los brazos-. Levanta las manos, Joe. ¡Levántalas, coño!
Pike no se movió.
Krantz sonrió con una sonrisa forzada y desagradable. Dio otro paso.
– Se te acaba el tiempo, Joe. Vienen más agentes.
– ¡Levanta las manos, joder, o vas a darle la victoria a Krantz!
Pike respiró hondo una vez, miró a los agentes armados sin detenerse en Krantz y dijo dirigiéndose a ellos:
– Voy a levantar los brazos. La pistola está en el cinturón, debajo de la camisa.
Krantz no se movió.
– ¡Joder, Krantz, quítale el arma! -gritó uno de los SWAT.
Krantz sacó su pistola.
Entonces Stan Watts vino corriendo por el sendero, con la respiración entrecortada, y se detuvo al vernos.
– Eh, Watts, quítale el arma a ese cabrón -pidieron los SWAT.
Watts le quitó la pistola, después me quitó la mía y entonces se quedó mirando a Krantz, que seguía allí, con su arma en la mano.
– ¿Qué coño pasa aquí, Krantz? ¿No se lo has dicho?
Krantz tensó la mandíbula como si estuviera masticando un caramelo, pero sin dejar de mirar a Pike.
– Quería que Pike se acojonara, a ver si nos daba una buena excusa.
– Quítale la pistola, Stan. Por favor -supliqué.
Watts observó a Krantz y el arma que empuñaba. Los dedos de Krantz la aferraban como si tuvieran vida propia. La masajeaban y quizá querían levantarla. Stan Watts se acercó, se la arrebató y le dio un empujón.
– Vete al coche a esperar.
– ¡El oficial al mando soy yo!
Watts les dijo a los agentes de los SWAT que podían irse y a nosotros que bajáramos las manos. Se humedeció los labios como si tuviera la boca seca.
– No estás detenido. Branford va a retirar la acusación. ¿Lo has oído, Pike? Ahora mismo está con tu abogado. Los de la SID han encontrado pruebas de que el vehículo de Sobek estuvo en casa de Dersh. Con eso basta para que te dejen en paz.
Agarré a Pike del brazo. John Chen había hecho un buen trabajo.
Krantz apartó a Watts y tocó a Pike con el dedo. Era exactamente el mismo gesto que había hecho en Lake Hollywood la primera vez que le vi.
– Me importa una puta mierda lo que diga la SID, Pike: eres un asesino.
– Déjalo ya, Harvey -pidió Watts.
Krantz volvió a tocar a Pike con el dedo.
– Mataste a Wozniak, y sigo creyendo que te has cargado a Dersh.
Volvió a darle con el dedo y esa vez Pike se lo agarró tan velozmente que lo pilló desprevenido. Soltó un chillido y se tiró al suelo, gritando.
– ¡Estás detenido, cabrón! ¡Eso es una agresión a la autoridad! Estás detenido.
Pike, Watts y yo nos quedamos mirándolo, allí tirado en el suelo, con la cara roja y gritando. Entonces Watts le ayudó a levantarse y le dijo:
– No vamos a detener a nadie, Harvey. Vuelve al coche y espérame.
Krantz se soltó con brusquedad y se alejó sin decir más.
– Apártale de la calle, Watts -rogué-. Ha venido a asesinar a Pike. Lo decía en serio.
Watts frunció el ceño, mirando a Krantz hasta que se hubo alejado, y después observó a Pike.
– Creo que puedes presentar una denuncia. Tienes motivos.
Pike negó con la cabeza.
– ¿Y ya está? -dije yo-. ¿Crees que vamos a olvidarnos de lo que ha pasado aquí?
Watts me miró con cara de inocente.
– ¿Y qué ha pasado, Cole? Hemos venido a informaros y lo hemos hecho.
– ¿Y cómo sabíais que estábamos aquí?
– Hemos tenido pinchados las veinticuatro horas los teléfonos que utilizan los empleados de Pike. Los del equipo de vigilancia han oído cómo uno de ellos te hablaba de este sitio y se han imaginado lo demás.
Watts miró furtivamente la carretera, donde Harvey Krantz esperaba en el coche, solo.
Nos devolvió las armas, pero sin soltar la de Pike cuando éste hizo ademán de agarrarla.
– Lo que ha dicho Krantz de que esperaba que le dieras una excusa es una estupidez. Lo que pasa es que está cabreado. Yo no hago esas cosas, y él tampoco se atrevería. Bauman nos ha dicho que no te habías puesto en contacto con él y hemos pensado que si había oportunidad de encontrarte aquí arriba, valía la pena.
– Sí, claro, Watts -dije.
– Vete a la mierda, Cole. Es la verdad.
– Claro.
Se fue tras los pasos de Krantz y al poco rato todos los policías montaron en sus coches y se alejaron dejando tras de sí grandes nubes de polvo marrón. Supuse que Krantz odiaba tanto a Pike que seguía creyendo que era culpable, a pesar de todo. Era un odio tal que podía empujarle a hacer cosas que de otro modo no haría.
– Que Watts diga lo que le dé la gana, pero Krantz iba detrás de lo que iba. Nadie se lleva a agentes de los SWAT para decirle a un tío que ya no le buscan. Ni siquiera monta un dispositivo. Si no quería esperar, Krantz podía habérmelo dicho a mí, o a Charlie, o a los de la tienda. Te habrías enterado.
Pike asintió sin comentar nada y pensé que quizá le traía sin cuidado. Quizás era lo mejor.
– ¿Qué vas a hacer? -pregunté.
– Llamar a Paulette.
– ¿No te importa lo que Krantz ha dicho sobre Wozniak? ¿No te importa seguir cargando con la culpa?
Se encogió de hombros, y esa vez sí me di cuenta de que no le importaba lo más mínimo.
– Que Krantz y los demás se crean lo quieran. Lo que importa es lo que yo piense y lo que haga -aseguró. Entonces inspiró hondo y dirigió las gafas de sol hacia mí-. Te he echado de menos, Elvis.
Eso me hizo sonreír.
– Ya, Joseph. Y yo a ti. Me alegro de que hayas vuelto.
Entonces nos dimos la mano y me quedé mirándolo mientras bajaba hasta la furgoneta de reparto de García y se alejaba. Permanecí un rato allí, envuelto en aquel viento caliente, diciéndome que todo había acabado, que Pike estaba en casa y a salvo, aunque en el fondo sabía que no todo había terminado ni todo estaba resuelto.
Eramos distintos. El mundo había cambiado.
Me puse a pensar si nuestras vidas podrían volver a ser iguales, o igual de buenas, y en lo que habíamos perdido.
Los demonios se cobran un peaje, incluso en la ciudad de Los Ángeles.
Quizás aquí más que en ningún otro sitio.
Hacía muchos años que vivía en mi casa, pero ya no era mi hogar. Ya no era la acogedora casa con buhardilla que me arropaba con sus maderas cálidas y su luz dorada al atardecer, allí colgada en plena ladera. Se había convertido en una enorme caverna en la que me ponía a escuchar ecos mientras vagaba de habitación en habitación buscando algo que no era capaz de encontrar. Subir hasta la buhardilla se me hacía una montaña. Y entrar en la cocina, más aún. Qué raro era comprobar que la ausencia de un ser querido podía tener aquel efecto. Qué raro era darse cuenta de que una mujer podía dejar a un hombre en cuestión de segundos y en cambio el hombre abandonado no podía recorrer ese mismo camino en toda una vida.
Aquella noche cerré la puerta y conduje por las sinuosas calles de la montaña hasta Hollywood. En los cañones se hace de noche antes y las sombras van inundando los profundos cortes mientras las altas crestas ocultan el sol. Un consejo: si se sale de los cañones se encuentra otra vez la luz y se consigue una segunda oportunidad de aprovechar el día. No dura mucho, pero nadie ha dicho que las segundas oportunidades esperen a nadie.
Sunset Strip era todo un carnaval de modernos de mediana edad al volante de Porsches a toda pastilla, tíos del valle con perilla fumando Cubanos Robustos de veinte dólares, y dos millones de jovencitas de vientre plano mostrando los anillos que se habían colgado en el ombligo en Rodeo Drive. Yo no vi nada de todo aquello. Delante de House of Blues había una cola de turistas de Des Moines que parecían modelos de venta de ropa por catálogo. Delante del Viper Room de Johnny Depp se amontonaban chavales con el pelo amarillo que se reían con los agentes de policía en motocicleta de la última víctima del ácido. No lo vi y no lo oí. El atardecer se convirtió en noche cerrada, y la noche fue avanzando. Seguí conduciendo hasta el mar y después fui hacia el norte por los abruptos desfiladeros de Malibú, para volver luego por la vía rápida de Ventura, otra masa de metal a toda pastilla. Estaba inquieto, con los nervios a flor de piel, y pensaba que si seguía conduciendo durante mucho rato quizás encontraría una solución.
Me encanta Los Ángeles.
Es una ciudad enorme que sigue creciendo hasta llegar al infierno y que nos protege con su tamaño apabullante. Ciento veinte mil hectáreas. Once millones de corazones palpitan en todo el condado, entre los que tienen papeles y los que no los tienen. Once millones. ¿Qué probabilidades hay de nada? La chica a la que han violado debajo de las letras de Hollywood no es tu hermana, el chaval que nada de espaldas en una piscina roja no es tu hijo, las salpicaduras que se ven en el cajero automático son muestras de arte urbano sin autor. Así no corremos riesgos. Cuando suceda, le sucederá a otro. Lo único malo es que cuando ella sale por la puerta no es la de otro. Es la tuya.
Salí de la vía rápida en lo alto de las montañas de Santa Mónica y giré al este por Mulholland. Allí se estaba tranquilo y no había luz; me encontraba a un millón de kilómetros de la ciudad, aunque estaba en el centro.
El aire seco soplaba contra mí como la seda, y los olores a eucalipto y salvia del desierto eran intensos. Un ciervo de cola negra pasó corriendo ante los faros del coche. Los coyotes, de ojos como rubíes, me miraban desde la hierba. Estaba cansado y pensé en irme a casa, porque aquello de conducir a la deriva era una tontería. Lo mejor sería irme a casa, dormir y seguir adelante con mi vida. Ya salvaría el mundo al día siguiente, ya encontraría todas las respuestas habidas y por haber al día siguiente.
Al cabo de un rato me paré en el arcén, apagué el motor y me quedé mirando las luces que llenaban el fondo del valle. Allí abajo había dos millones de personas. Puestas una detrás de la otra darían la vuelta a la luna. Las luces rojas de posición alumbraban las carreteras como sangre circulando por arterias entumecidas. Un helicóptero de la policía flotaba sobre Sherman Oaks e iluminaba con el reflector algo que había en el suelo. Otra ópera en la que no quería intervenir.
Bajé del coche y me senté con las piernas cruzadas en el capó. Un búho se posó en lo alto de un poste de electricidad y se me quedó mirando.
– ¿Uh? -preguntó.
Los búhos son así.
Un mes antes, casi me habían matado. Mi mejor amigo y socio también había estado a punto de morir, y desde entonces me había pasado un día tras otro pensando que jamás volvería a verle. Aquel día había estado otra vez cerca de la muerte. Samantha Dolan estaba muerta, mi novia me había dejado y yo estaba allí sentado en la oscuridad con un búho. El mundo había cambiado, y mucho. En mi interior había algo muy grande que estaba vacío, y no sabía si podría llenarlo. Tenía miedo.
Hacía bochorno, y eso me gustaba. Nada más llegar a Los Ángeles me había enamorado de la ciudad. De día era un cachorro juguetón, con muchas ganas de gustar y siempre dispuesto a sonreír. De noche se convertía en un cofre con un tesoro lleno de magia y sueños. Lo único que hay que hacer es ir tras los sueños. Lo único que hace falta es magia. Lo único que se precisa hacer es sobrevivir, como en todas partes. Eso era lo que había descubierto al llegar; eso era lo que cada vez más gente descubría allí a diario, como siempre ha ocurrido y seguirá ocurriendo. Por eso iban a Los Ángeles, ese cofre con su tesoro de esperanza.
Podía arreglar las cosas con Lucy. Podía reorganizar mi vida y llenar aquel vacío.
– ¿Uh? -preguntó el búho.
– Nada, hombre. Ya me voy -contesté.
Subí al coche, pero no me fui a casa. Encendí la radio y me puse cómodo. Ya no tenía que irme a casa. La tenía allí.
Los Ángeles no es el final, es el principio.
Igual que yo.